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Como docente, se trató de un proyecto ciertamente agridulce, puesto que fue posible
ver la evolución de los alumnos a la vez que se hizo palpable su decepción frente a la
adversidad. El equipo encargado de la colecta de tapas fue rechazado en varias
ocasiones por diversas instituciones que demandaban un cierto número de tapas
recolectadas para poder recibirlas, o que abiertamente solicitaban dinero para recibirlas.
Sin duda esto resultó sospechoso puesto que no habría razón para negar las
aportaciones solidarias y caritativas de un grupo de estudiantes. Tras varias
deliberaciones, lograron conectarse con un par de asociaciones más serias que
terminaron por aceptar sus donativos, pero la sensación de decepción era evidente.
Personalmente, empaticé con los alumnos dado que este rechazo fue una muestra de
lo complicado que puede volverse la posibilidad de ejercer un deseo de ayudar al
prójimo, en un país en el que la corrupción y el engaño al otro constituyen sellos
distintivos.
También hubo momentos en los que fue posible observar que si bien la acción moral no
es fácil, genera grandes réditos para la sociedad. Concretamente estoy hablando del
proyecto de la casa hogar del DIF, en donde los alumnos aprendieron que ayudar al
prójimo no puede quedar restringido a un sistema asistencialista, sino que implica el
desarrollo de habilidades para convertirse en un ser autosuficiente. En primera
instancia, presentaron un proyecto de convivencia con los niños, aún contra mi
recomendación de convertirlo en un proyecto de corte distinto, donde pudieran dejar
una marca duradera. Afortunadamente, el director de la casa rechazó su proyecto y les
exigió que pusieran en práctica los conocimientos de su área profesional. Así, llegaron a
armar una Erie de pruebas físicas y de capacidad a través del juego, que tuvieron un
éxito inesperado. Al día de hoy, el director de la casa les ha pedido que continúen con el
proyecto por tres meses.