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Y
CEMENTERIO SIN CRUCES
ANDRÉS REQUENA
CAMINO
DEFUEGO
y
CEMENTERIO
SINCRUCES
Comisión Permanente de la Feria del Libro
Santo Domingo, República Dominicana
2001
© 2001: EDICIONES FERILIBRO
ISBN 99934-42-06-2
COORDINADOR DE EDICIONES
Diógenes Céspedes
EDICIÓN AL CUIDADO DE
Andrés Blanco Díaz
IMPRESIÓN
Editora Centenario
PRESENTACIÓN
CARLOS ESTEBAN DEIVE
Presidente de la Comisión de la Feria del Libro o. o 9
CAMINO DE FUEGO
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6 79
7 95
8 107
9 117
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Andrés Requena ..
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11 177
12 163
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
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PRESENTACION
CARLOS ESTEBAN DElVE
Presidente de la Comisión de la Feria del Lib.ro
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Requena no es un narrador de altos vuelos, pero escribe bien
y, sobre todo, importa a los lectores dominicanos por lo que cuen-
ta. La publicación de las dos obras citadas va dirigida particular-
mente a las nuevas generaciones.
Andrés Requena: dos novelas poco
conocidas en Santo Domingo
DIÓGENES CÉSPEDES
Encargado de Ediciones
Comisión Permanente de la Feria del Libro
1. Vida-obra
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Diógenes Céspedes W
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ti' Andrés Reqttcrza:dos nove/as poco conocidas en Santo Domingo
2. Camino de fuego
Los tcmas dc un escritor no guardan relación con cronología
alguna. Si Los enemigos de la tierra abordaron, como novela, el
tema dc la migración del campo a la ciudad en lIna fecha tan
temprana como 1936, tema que hasta ayer ocupó la atención del
largo primado de la teoría del subdesarrollo, no es menos cierto
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I>iógelles Céspedes ..,
que cuando uno lec Camino de fuego no queda otro camino que
sugerir que el asunto que preocupa a Requena entre 1937 y 1941
es el tránsito de la colaboración con la dictadura a su abierta con-
frontación.
Pero esa transición, que es el símbolo de aquella larga estancia
en una tierra de nadie como lo fue la isla de Curazao en la tempo-
ralidad que abarca Camino de fuego, en esta novela se vuelve a
una descronología como recurso literario. Lo que fue aquella isla
a lo largo del siglo XIX para el exilio dominicano -trinitarios,
santanistas, baecistas, restauradores, anexionistas, lilisistas,
jimenistas, horacistas y antitrujillistas-, viene a constituirlo aho-
ra como figura literaria en la cual la intriga sigue siendo política
en escasa medida, pues ahora Curazao, en esta novela, es símbolo
del triunfo de los malvados sobre los buenos, tal como reza la
cuarteta emblemática que es una forma generadora de sentidos.
El comercio, el juego, la prostitución, el contrabando y otras
acciones delictivas forman parte del mundo de valores de la isla y
los personajes extranjeros encarnan perfectamente este símbolo
del mal en el cual tres o cuatro personajes buenos escapados de la
maldad de su tierra nativa se encuentran en la posada por donde
se filtra toda la información sobre la podredumbre.
Alfredo Miranda es -según confesión- un médico domi-
nicano fugitivo a causa de un delito común, pero ¿quién se aven-
tura a creer discurso ajeno si la obra de Requena debe, por fuer-
za, castrar toda alusión a la dictadura trujillista?; Sara de Castro,
la enigmática y bella mujer, libera a final-luego de muchos sub-
terfugios- su verdadera identidad: un delito común en defensa
de su honor, pues ajustició a un cacique regional venezolano que
la mancilló. En esguince se filtra la política, al igual que en el caso
del general venezolano, garciamarquiano, avam la lettre, el cual
aguarda en la isla el anuncio del inicio de la conspiración que le
llevará a reconquistar el poder perdido.
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w Andrés Reql/ena:dos nove/as pow corlOcidas en Santo Domingo
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Düígenes Céspedes ,................................................................................................. W
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., Andrés Requena:dos nove/as poco conocida.' en Santo Domingo
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CAMINO
DEFUEGO
Andrés Requena ratifica con este Camino de fuego sus innega-
bles y magníficas dotes de narrador. Hay escritores ntlcidos para la
divagación; otros, para el relato: Requena pertenece tt estos ¡Utimos J'
-algo muy importante- sabe escoger personajes y escenario.
Tiene Requena una cualidad no muy diJi,mdida en el trópico: su
concisión. La noveltr. no le mana de los dedos, Itu¡:'S0sd Y jadeante,
sino al revés, crisptlda, pegando saltos, siempre ell progresivo desen-
volvimiento, como espiral, hasta que la tragedia zumbtl y ciega a
espectadores y figultlntes. l;,sta tiene, como todas las novelas del trópi-
co, un común denominador de violencia en el amor y la vida. El
crimen y la sensualidad se hermanan tristemente en esa ctÍlida y
pintoresca isla-refugio de Curazao.
Entre las obras de Andrés F Reque1Ztl figura Los enemigos de la
tierra, considerada como la mejor novela dominictl1ltl de estos últi-
mos veinte años, y Camino de fuego, realista noveltl de la siernpre
inquieta olla antillana, es digna compañera de aquella.
EROllA
C:;;¡Z;n una de esas calmas desesperantes que con frecuen-
cia encuentran las goletas en sus travesías, «La Inés» balanceábase
pausadamcllle, como si estuviese anclada en medio dc la azul in-
mensidad del Caribe, a pesar de llevar izadas todas las velas de SllS
tres altos mástiles, cuyas sombras pardas parecían ir besando la on-
dulante superficie marina en lIna lenta y larga caricia. La pandere-
ta dorada del sol proyectaba sus rayos de fuego en el pesado medio-
día tropical. Las botavaras crujían monótonamente, y las velas, des-
amparadas del viento, tenían continuas y bulliciosas laxitudes.
El capitán Naranjo, sentado a la popa, preparaba
habilidosamente el reluciente anzuelo de pq.la para lanzarlo en la
suave estela que su barco iba dejando en aquella primera jornada,
cuando un marinero que asomó por la boca cuadrada de la bode-
ga de proa, gritó:
-¡Capitán, un polizón!
Un murmullo de curiosidad animó a los hombres de la tripu-
lación, que en su mayoría dormitaban la siesta pesada y caliente.
El capitán Naranjo se levantó, pero cuando llegaba a la bode-
ga ya el polizón salía a la cubierta. Los miró a todos C011 una natu-
ral y tranquila superioridad, y preguntó:
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Andrés Requema - __ W
-¿Quién es el capitán?
-Soy yo.
El hombre recién salido de las entrañas de la goleta lo miró
fijamente, y más que decir, le ordenó:
-Vamos a su camarote, hágame el favor.
El capitán se movió, sorprendido, pero sin recelos, y el hom-
bre le siguió hasta la cámara de popa.
Aparentaba el polizón poco más de treinta años, y era de talla
tan alta como el capitán, pero más delgado. Vestía un traje gris
oscuro, lleno de pliegues causados por las largas horas en que
había estado echado sobre unos tanques, en la bodega. Los cabe-
llos castaños, despeinados; el ceño cenado -de vergüenza o de
tedio- de su rostro afilado y varonil, le daba un aspecto hosco,
que aumentaba con su despreocupada indiferencia para los que
~o rodeaban. Sus ojos, de un verde oscuro, se revelaban cansados
por un largo insomnio, y durante el corto trayecto los defendió
con sus manos de la llameante luz del sol.
Entre los marineros se cruzaron diversos comentarios, pero
todos estaban de acuerdo en que aquél era diferente a los vulga-
res polizones que estaban acostumbrados a encontrar en sus tra-
vesías por las Antillas, América Central y del Sur; y además, que
de seguro tuvo algún cómplice entre ellos para lograr esconderse
en la bodega hasta aquella hora avanzada de navegación.
Minutos después de haber bajado los dos hombres a la cáma-
ra salió de ella Renée, la hermosa y joven mujer del capitán, una
criolla de carnes apretadas, senos erguidos, y ojos y cabellos
nigérrimos, que compartía la arriesgada vida del marido. Siropo,
el cocinero de la goleta -que no perdonaba el tiránico control
que Renée ejercía sobre las cuentas, en las compras de las provi-
siones-, decía que, a pesar de sus tres años de vida de mar alIado
del patrón, todos los temporales del Caribe no habían logrado, ni
lograrían jamás lavar sus antiguos y recientes pecados...
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A t¡dris Requelltl V
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.., GtlllinodeJitego
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Aw1rts Ref/uerza v
dijeron que hizo -y alzando la nariz agregó: -Además, hiede
como un demonio todo esto...
-¿Cuántos días tarda esta goleta para llegar a Curazao?
-preguntó con interés Miranda.
-Según: con buen viento, cuatro días; así como vamos, cin-
co o seIS.
Después de haber comido algo, Alfredo Miranda se tendió
en la litera y se quedó dormido. Cuando despertó ya había oscu-
recido. «La Inés» navegaba con viento sostenido del Sur y su mar-
cha era suave y cómoda. En la cabecera había una pequeña clara-
boya, y la abrió. Algunas estrellas comenzaban a asomar sus ful-
gores de plata en el cielo claro de luz lunar. Una agradable voz de
barítono llegaba desde la cubierta acompañada por acordeón y
guitarra.
El camarote se llenaba de una suave brisa que aspiró intensa-
mente: -«aire yodado del mar, puro y saludable» -pensó, y en
lo más hondo de su corazón envidió a los marineros, cuyo hogar
flotaba sobre aquel profundo laboratorio de las aguas, y que te-
nían por techo un sol fuerte que les ennegrecía la piel, o la lluvia
inclemente, que en alocadas tormentas bañaba sus cuerpos endu-
recidos y fuertes.
Como no quería atormentarse, pensando dolorosamente en
cosas pasadas, salió del camarote.
En la cubierta, sobre la cámara de popa, estaba reunido el
grupo de alegres cantores. Se acercó y vio con grata sorpresa que
quien cantaba era su compañero de camarote.
De sus domados cabellos -alisados por la plancha y la
vaselina- se desprendían vivos reflejos de cobre.
-Acérquese un poco, para que se distraiga -le invitó Julio.
y en la pausa de una canción, agregó.
-En aquel infierno de camarote no se puede estar mucho
tiempo, porque uno se ahoga, mientras que aquí... -y recordan-
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Andrés Reqlle11<1 V
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. . ._ ••_._ Gtminl) defuego
Para no tener que oír los suspiro.; y las frases sentimentales que
seguirían a aquella escena de reconciliación, Miranda propuso:
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Andrés Requena V
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~ lo he visto en otra parte...
Julio miró con desconfianza al individuo que le hablaba. Era
un hombre pequeño, de mirada insolente. Su blu.sa marinera rota
y sucia, y su.s cabellos cortos y ralos, le daban el c.strafalario aspec-
to de un gallo desplumado.
Miranda asistía a la conversación, que Julio no había provoca-
do, y que no deseaba.
-Estoy seguro de que lo hc visto en alguna parte -insistía.
Como Julio no le diera beligerancia, el hombre continuó;
-Fue en el Cibao, seguramente en Santiago, ¿verdad?
Julio iba perdiendo la paciencia. Como estaba seguro dc quc
aquel individuo lo recordaba bien, quiso cortarle el hilo de su
mala intencióu:
-Sí, fue exactamente allí.
-En la cárcel, ¿verdad?
Entonces Julio le dijo, como si le metiese un cuchillo de «cin-
co clavos» en el vientre, a sangre fría:
-Sí; fue en aquella cárcel. Recuerdo como hoy que cumplis-
te seis meses de trabajos forzados, por haberle robado unos gallos
de calidad al gobernador...
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Andrés Req//''11t1 W'
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w Cllllillo(le!uego
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Andrés Requena V
-De las dos veces que he visitado a Curazao, sólo esta vez he
venido en goleta, porque tuve que embarcarme muy apresurada-
mente...
-¿Conoce bien a Curazao? -Alfredo se interesó.
-Como mis manos. Y hablo el papiamento tan bien como
los curazoleños. La otra vez estuve más de un año.
-Pero, ¿le gusta la isla?
-Solamente me interesa como punto de tránsito, y como lo
que ha sido siempre: un asilo seguro para los que huyen de la
justicia...
Los dos callaron, dejando vagar sus miradas, que se perdían
en el desierto del mar, como si encontrasen similitud en su miste-
riosa inmensidad con alguna otra cosa que ellos llevaban en sus
corazones.
Julio dijo, desconsoladamente:
-Yo voy navegando por un camino de fuego, en el que se
van quemando todos los recuerdos y las esperanzas que más amé
en la vida...
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Andrés Reqllt'1la V
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'si GI,nino(/cjilcgo
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Q.\)íJillcmstadt es la capital de una de las islas más singu-
lares que existen en los mares del mundo. Con una tierra casi sin
agua y de escasa vegetación, porque ha sentido muy poco la ruda
caricia de la mano del hombre que siembra. Asilo inviolable de
individuos fuera de la ley de países vecinos y lejanos, en el que es
muy peligroso averiguar cuál es el verdadero nombre del más
respetable caballero o el de la más honesta y sencilla extranjera.
Especie de zoco apartado, como punto de refugio, en medio
del Caribe, y en cuyas tiendas, que parecen bazares orientales, se
encuentran mezcladas las drogas, licores y objetos peculiares de
todas las razas de la tierra.
Isla de traslados -de olvidos y de reencarnaciones de perso-
y
nalidades-, en la que el oro negro las minas de fosfatos han
multiplicado las ambiciones de medro.
Es raro que alguien que, acosado por la ley, tuvo tiempo de
huir y de refugiarse allí, deje sus playas sin pronunciar la vulgar y
amarga cuarteta, en una inconsciente oración de ingratitud:
Adiós, Curazao maldito,
paraíso de bribones,
donde se pierden los buenos
y se salvan los ladrones...
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A mires Reqllena W
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A tercer día de Julio haberse dispuesto a arreglar su situa-
ción en Curazao, le confió a Miranda:
-He conseguido comprar dos pasaportes... Cuestan cincuen-
ta florines, cada uno.
-¿No nos pondrán luego en dificultades peores?
-De ninguna clase. Los extiende el cónsul honorario de no
sé cómo se llama el país.
y para tranquilizarlo:
-Casi todo el mundo, aquí, tiene de esos papeles. Es una
verdadera mina de salva desgraciados. Me he asegurado de que
valen como si uno los hubiese traído ...
Cuando se marchaba Julio le recomendó:
-Acuérdese de pasar por donde el sastre, que el hábito hace
al monje...
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AminEs Requena -. V
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Un día Julio le confió a I'vladám Mulé su preocupación por la
vida solitaria que hacía Miranda.
Sara de Castro intervino:
-Me he fijado en su extraño modo de ser: no se fija en nada
ni en nadie, habla con monosílabos, y parece que vive fuera del
mundo que le rodea.
Julio notó que Sara de Castro se interesaba por la suerte de su
amigo y sonrió interiormente. La linda muchacha venezolana
había estudiado acaso mejor que él mismo la crisis por que atravc-
saba Alfredo Miranda...
Repentinamente le vino una idea, y díjole a ella:
- y usted, ¿por qué no nos ayuda?
como po dna....
-~.y¡o.~'Y'
~ ' ~
-Siendo amable con él alguna que otra vez, o por lo menos
mezclando su alegría a nuestros propósitos. Creo que no hay hom-
bre en el mundo que no se reanime con una sonrisa suya...
-Pero si cs que él no me ha dirigido nunca la palabra -dijo,
ruborizada por el elogio inesperado-o Me daría vergüenza me-
recer un desaire de él, o que fuese a pensar que me entrometo en
lo que no me importa.
-Acaso tenga usted razón: pero si puede, en cualquier mo-
mento, influir para que se reanime siquiera por un rato, se lo
agradeceré mucho, porque él se lo merece.
Julio comprendió que a Sara de Castro le había interesado su
proyecto, y que ya se preocupaba ella por la vida y la suerte de su
amigo, y casi lo envidió.
A pesar de todas estas cordiales precauciones, la extraña exis-
tencia de Miranda seguía siendo la misma: comer y dormir poco,
hablar menos, y pasarse largas horas en una soledad que solamen-
te Julio podía interrumpir sin ganarse una mirada dura de pro-
testa por la compañía piadosa que él no buscaba ni estaba dis-
puesto a tolerar a otros.
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Al1d,is Rl.'qllell<1 v
todas las versiones circulantes en que había asesinado a un gene-
ral a puñaladas con sus mismas manos.
Pero en Curazao se averigua poco el pasado de la gente, por
evitar recíproco interés...
De aquella manera vivía Sara de Castro, rodeada de simpatías
y contando con el valioso apoyo del capitán Naranjo y su herma-
na, en cuya casa estaba m.ls que como huésped, como una her-
mana menor o íntima amiga.
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-Pues aquÍ hay dos cosas: que ni ustedes pueden dejarlo ente-
rrar, ni nosotros podemos llevarlo otra vez para su casa... -aclaró
Miguel el cubano.
-¡Esto es una perrería! -exclamó el zacateca.
-Aquí solamente vemos un perro... -dijo un tipo llamado
Marquito, cuyas malas purgas eran conocidas, por haberle lleva-
do varias veces a presencia de las autoridades.
El zacateca, decidido, les advirtió, terminantemcnte:
-AquÍ no me lo entierran ustedes...
-Pues entonces se lo dejamos en la puerta, porque no pode-
mos volver con el muerto para nuestra casa... después de haberlo
cantado en la iglesia el padre José... -dijo Miguel el cubano, que
parecía llevar la representación personal del difunto. Y luego, di-
rigiéndose al grupo, les aconsejó.
-Señores, ya que hemos cumplido con nuestro deber de bue-
nos y sinceros amigos, podemos despedirnos ...
Cuando se marchaban, el zacateca, desesperado, les gritó:
-¡Por lo menos ayúdenme a enterrarlo!
Ellos volvieron sobre sus pasos, cargaron el ataúd y siguieron
al zacateca, que rezongaba, rabiando:
-¡Estas son cosas que no tienen nombre, Dios mío! -y más
calmada su mala sangre, se disculpó: -Es que de enterrar muer-
tos es que yo vivo ... señores...
Pero ya los del grupo no le oían, atcntos como estaban a aca-
bar cuanto antes su triste tarea.
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v Ca,nino ,Iefltego
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~ 1 día anterior él se le había declarado, y ella le había
dicho que sí, pero no la besó, a pesar de la mirada de ánima ben-
dita que ella le dirigió.
Esa noche, Julio sabía que ella se le entregaría, porque él no se
lo había pedido aún ni le había dado importancia a lo recién
pasado, y las mujeres, cuando el hombre no les aprieta la volun-
tad, la aprietan ellas, impacientes -pensaba.
Cuando acabó de cenar, cans;¡<!o de ver la sonrisa de anuncio
dentífrico de la mujer de Rudy, y los ojos de animal trasnochado
del haitiano Celestino, le dijo a Madám Mulé, en voz baja, pero
en tono autori tario de amo.
-Cuando acabes, ven a verme, a casa...
-¿Sola?
-Sí. Yo también estaré solo.
-¡Imposible!
Julio no le hizo caso a aquel «imposible», y salió, ladeando el
rostro, para no ycr de frente al bizco Celestino, que creía que le
traía mala suerte.
Una hora después, cuando la dueña de la pensión entró a su
cuarto, él la miró risueño y satisfecho.
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v C""'¡'l",/ejilego
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A ndres Requena V
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..................................................................................................................................................................... Ctminodefllego
-Lo sé.
Se habían dicho tantas cosas que por largo rato permanecie-
ron en silencio. Miranda acomodando sus ropas y Julio con el
volumen de «Los Tres Mosqueteros», que parecía no terminar de
leer nunca.
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A ndrrs Requena V
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~os preparativos del viaje de la mujer del andaluz iban
muy adelantados. El marido hizo varias veces el elogio de diversos
sitios de Cataluña, la tierra natal de Severina, «la patria más bella
del mundo», scgún aseguraba él, agregando, con acento emocio-
nado-: ¡Dichosos los que pueden volver a esas rcgiones tan bc-
llas! -y miraba de rcojo a su mujer.
Un anochc le decía a Julio, de quicn se había hecho amigo,
comentando una escena furibunda que Severina le acababa de
hacer:
-¡Cómo son las mujeres, amigo! Usted las pucdc haber reco-
gido cn un basurero -¿me entiende?-; pucs al poco ticmpo
olvidan la marca de fábrica, yel recucrdo de la buena acción, un
mínimo agradecimiento sil}uiera, por el contrario, se comiene cn
una especie dc odio contra uno...
-Todas no son así.
-Pero uno habla por las que conoce, ¿mc cnticnde? Yo vivía
en La Habana, y cometí la estupidez de casarme con ella, en un
viaje que hice a España. La conocí -¿a que no me adivina dón-
de?- en el hotel en que estaba hospedado. Era allí lIna especie
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w C'lllill() (/eji{cg()
Josc con .J lI1io, con Miranda y el capit,ín Naranjo, que había deja-
do temporalmente «La Inés»), aIlfC el próximo parto dc su mujer.
Como la dueña de la pcnsión le echara en culpa a Miranda
sus jornadas solitarias, Julio intervino, tutéandolo.
-¿Por qué no das una vuelta por Willemstadt? ¿O esperas a
Sara y te dcjas conducir por ella?
-No quisicra molestarla.
-No sería m.olestia, se lo aseguro -dijo ella.
Turbada por su inmediato ofrecimiento, Sara agregó:
-Habría el inconveniellte de tener que esperarme... ¿No se
cansaría?
-¿Por qué ha de cansarse esperando a una l1lujer bonita, si
todos los hombres estamos habituados, adenü<; a que ellas nos
hagan esperar? .. -Julio agregó, sonriendo-: ClI,lntos, por otra
parte, desearían esta suerte...
-Dejando la suerte aparte, que es cosa muy incierta, me pa-
rece que no le vendría mal distraerse un poco -dijo Sara, seria,
como si fuese un médico y diagnosticara en aquel instante a un
paciente rebelde-o En el tiempo que le conozco -agregó- no
le he visto salir sino en compañía del padre José, y muy de tarde
en tarde, con Julio.
Alfi"edo sonrió -convencido- ante el bondadoso y sincero
interés de sus amigos.
-Ustedes son tan cordiales, que no me queda otro camino
que obedecerles.
-Sólo tiene que imitar a su amigo Julio, -dijo Mad;ím Mulé,
con orgullo-: Dentro de poco tiempo abrir,í su negocio, y si
Dios quiere irá con buen viento y sin preocupaciones.
Julio miró a su amigo y no pudo contener una sonrisa.
Sara también sonrío, porque para nadie era un secreto la pa-
sión devota y profunda que sentía la dueña de la pensión por tan
simpático caballero...
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~ 1 ardiente deseo de Ramón dd Pulgar estaba al cum-
plirse: dos días más tarde su mujer se embarcaría en un vapor
italiano hacia la península, y él hacía lo imposible por esconder su
viva alegría, que podría hacer tomar a su mujer Ilucvas y para él
peligrosas decisiones.
En aquellas últimas jornadas de su calvario, el andaluz habla-
ba de la partida de su mujer como de una desgracia que abatiría
su amante corazón. ¡La compañera de veinte años se le iba! ¡Cómo
le haría falta su devoto cariño!
Ella le dijo una vez, medio conmovida por tantas lamentacio-
nes:
-Si sientes tanto mi partida, dejo el viaje y me quedo contigo...
y él saltó, como mordido por una víbora:
-¡Imposible! -y le endulzó la píldora-: No quiero que te
sigas sacrificando... Además, me esperan días de negra miseria, en
que no hallaré acaso ni para comcr... Emonces tendré que traba-
jar. ¿Qué te parece? ¡Ti'abajar!
Ante la negra realidad que le pintaba su marido, Severina
tuvo que terminar por no manifestar de nuevo su compasión y
ternura, y hasta cuando llegó el instante de embarcarse oyó sicm-
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AluilP.s RefJlICIl<i v
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A Ildrés Rer¡lIclltI V
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v GllllÍnodefuego
del bautismo. A los pocos meses, aquel buen hombre, que por tan
bueno era quiz<í tan pobre, me consiguió la oportunidad de ser
maestra de escuda en una poblada aldea de pescadores del esta-
do de Coro.
«¡Qué meses tan felices pasé allí! Desde que murió mí padre,
esa fue la llllit:a época en que volví a ver de cerca la felicidad.
lodos me trataban con m;Ís cariño del que merecía, tal vez por-
que comprendían que solamente era una niña a la que le hacían
falta amigos cordiales en quienes confiar.
«Santa Cruz» tenía tres calles, cual de las trcs más pintoresca y
bella, pero la que yo prefería era la más larga, que comenzaba en
la puerta de la escuela y terminaba en la iglesia. ¡Cómo la rccuer-
do! Cuando la marea crecía, las olas lamían parte del jardín con
su inquieto juguetear de espumas. Veía ir y venir las barcas y los
pescadores, a tluienes yo les enseñaba sus hijos, y quienes nunca
pasaban por la escuela sin que trajeran en un aparte el pescado
que regalaban a la maestra.
«Lorenzo Araújo era el mejor partido casadero dcllugar, y sin
darme cuenta de que me quisiera, dcclaróseme un día. Me dijo
que me quería y que se casaría conmigo. Al principio, me dio
miedo. Nunca me había detenido a pensar tUl momento en que
un hombre se mezclaría en mi vida, aunque mi padre me dio
buenos consejos de cómo debe defenderse una mujer...
«Lorenzo Araújo no dejó de hacerme la corre. Era bueno,
buen mozo, inteligente, hijo de un matrimonio acomodado, y
sobre todo, no me caía mal. .. Mi instinto de mujer me dijo luego
que aquel era el «hombrc»; porque todas las mujeres tienen, cuando
por fin lo encuentra en el camino de su vida, esa corazonada que
le dice: ¡ése es!
«Un día, doií.a María de Araüjo me invitó a comer a su casa.
Acepté. Imaginaba para lo que era. Quien me habló fue don
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Andrés Reqttel1t1 V
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., Call1ill()defuego
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Andrés Reqnenil 'W
«-Imposible.
«-¿Es decir, que esta noche, al fin? ..
«-Bueno.. Pero como le he dicho: cuando yo me vaya con
usted que sea sin que nadie aquí sepa nada.
«-Seguro, paloma.
«-y esta noche, cuando venga, tiene que ser que nadie lo
vea, porque no quiero que se den cuenta.
«-¿Entonces?
«-A las diez...
«-Gracias, paloma. Ya veds cómo ninguna mujer tendrá más
lujo que tú...
«y su lengua, larga y sucia, humedecieron los labios en un bru-
tal deleite que me daba miedo. Así lo vi irse. Nadie había oído nues-
tra conversación. Nadie sabía que vendría a mi casa esa noche...
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.. . Camillo de jUl'gO
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A lId,.és Requellil V
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v _ m mm __ _m _ Gtllunodef14ego
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olfiranda tenía en sus manos las sagradas escrituras, en
un pequeño volumen, regalo y recuerdo de! padre José, en oca-
sión de sus bodas con Sara.
Julio estaba cansado de verlo leer aquel libro, para él un «tris-
te libro de meditaciones... »
Se le acercó y le dijo, levantando la punta de la nariz como si
se defendiese de un olor nauseabundo:
-¡Siempre con eso!
Miranda sonrió.
-¿Por qué no lees novelas de aventuras, y no siempre ese li-
bro, que debe poner a uno beato? -le aCDnsejó Julio.
-¿Has leído las Sagradas Escrituras?
-¡Yo no!
-Pues óyeme: todos los libros de aventuras son cuentos de
hadas en comparación con las que aquÍ se cuentan...
Julio sonrió, incrédulo. Sus manos se entretenían jugando con
una gruesa leontina de oro, que era como su matrícula de hom-
bre rico e importante.
-¿Has oído hablar de Jon.1s y la ballena? Pues aquí se cuenta
que estuvo tres días de turista, paseando en e! vientre de uno de
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Andrés Reqllella V
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. . .. Calnino de ji/ego
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A ntlrés Rerf/len(l W
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v G111Ii'l() (icjilcg()
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Andrés Requena 'al
El general le dijo:
-Mario: ocuparás desde hoy el lugar que yo tenía en el ne-
gocio del señor, hasta que lo creas necesario.
El hombre asintió. El general le recomendó:
-Este señor es para mí como un hermano, y quiero que lo
trates y cuides con la misma atención con que me has ayudado a
mí... Lo mismo le dices a mis otros amigos, Y sobre todo -le
recomendó- tc'n los ojos y los oídos bien atentos ...
Volviéndose a Julio le dijo:
-Este es uno de mis mejores amigos. Durante el tiempo que
he estado en Curazao, en cualquier momento, todo hombre que
hubiese intentado atacarme, hubiera sido muerto antes que tu-
viese tiempo de levantar la mano... Él... todos, donde ponen el
ojo ponen la bala o el puñal, infaliblemente...
El general le tendió la mano a Julio, que le ofreció un abrazo
cordial.
-Yo creí ser el jugador más arriesgado -le dijo--, pero us-
ted, general, es el más fuerte, porque cada vez que manda «resto»
se juega la vida en la partida. Qué emoción la suya, y cómo le
envidio las horas que comenzad a vivir pronto.
Durante lo que quedaba del trayecto, Julio se dedicó a fijarse
bien en el hombre que el general había dejado en su puesto. Era
pequeño, delgado, de edad indefinida, el color indio oscuro y
unos ojos dormidos y que, sin embargo, parecían estar en todas
partes. Al lado de ellos dos, era como un perro inofensivo que
seguía su rastro zalameramente. No obstante, de todos los fieles
amigos que tenía el general Millares -hombres que daban la
vida sin titubear por su caudillo-, aquel era el escogido para
protegerle y cuidarle más de cerca...
Cuando se despedían, el general prometióle a Julio:
-Si Dios me acompaña, dentro de pocos días tendrá noticias
mías... Y le advierto que varios locos preparan un golpe de mano
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w GllllillO de jll"go
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AIu1n~ RcrflICn<¡ v
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v Calninodejllego
«Fue por una cuestión de cuernos. Perico tenía la mujer más bo-
nita y más buena hembra del lugar, pero el otro le jugaba un ratón, y
nada menos que en la escuela... Pero el colmo fue que ella le había
dado --en una flesta-- un anillo al amante. Dicen que él se tragó el
anillo, creyéndose que el marido no había visto su eSGunoteo.
«Aquella madrugada, cuando se encontraron en el camino
real, tiraron de los puñales, y el marido ofendido trató de sacar el
anillo ¡nada menos que del estómago del otro!
«Su hermano dice que lo logró, aunque le costó la vida tam-
bién.
«En la noche del primer rezo, el papá de Pablito «el sabio» fue
a la casa del otro muerto, y le dijo a la familia, dirigiéndose al
padre:
«-He venido para decirles que ni yo ni mis hijos conservare-
mos rencor alguno, y que lamentamos lo ocurrido... -y cuando
se iba, les aseguró-: Si a un hijo mío otro hombre le hace una
cosa igual, haría lo mismo que hizo el suyo» ...
«y como aquel hombre y sus hijos eran machos completos, y
gente conocida y respetada corno valiente y honrada, nadie pen-
só que obraron por cobardía, sino para que no quedara sembra-
do un odio que de crecer significaba una lucha sangrienta entre
las familias por varias generaciones.
«A la mujer la hicieron ir a pie y descalza para su casa, que
quedaba en otro lugar bastante lejos. Me contaron que en mu-
chas casas en que ella se detuvo, acaso para pedir agua, le cerra-
ron la puerta antes de llegar, para no tener que negársela...
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Andrés Requena W
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.. . CA/nillo de [tlt'go
-Pero es que...
Renée le corto las palabras, adivinando lo que iba a decir:
- ...¿el deber?... ¿el agradecimiento? Si supieras cómo sufro.
Tengo aún en mis ojos la noche en que el capitán naranjo me
recogió de un cabaret de Kingston, me vistió, me curó y sobre
todo, comenzó a tratarme como mujer decente, hasta .
y Renée comenzó a llorar, calladamente.
Sara comprendió que no valdrían consejos, y le acarició la cabe-
za, apiadada de aquella enfermedad de lujuria que devoraba a Renée.
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w C1lllillodejile¡;()
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And't?s RCqUCI1<I v
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v , G/lllínodefl/e¡;O
Con menos velamen que hiciera resistencia, fue m;ls tacil do-
minar a «La Inés», que se tornaba dócil ahora. El capitán Naranjo
tenía confianza en sí mismo, al ver que el mar, aunque furioso y
ebrio, estaba de su parte.
Por la madrugada cuando el viento no era más que un terral
fuerte, y el cielo empezaba a ser menos negro, abandonó el capi-
tán el timón y bajó a la cámara.
No se atrevió a ver a su mujer ni al hijo sin antes tomarse un
largo trago de ron. Después, secándose el rostro cuarteado de sal,
acercóse a donde su mujer dormía, y la besó en la frente, y al hijo,
sin pensarlo mucho, le dio un beso igual, tiernamente, como si
temiera que sus labios fríos lo pudieran despertar.
Desde la escalera volvió el rostro y contempló a su mujer. Le
pareció más bella, con sus cabellos revueltos y su roja boca entre-
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Andrés Requflltt W
abierta, y no fue y la besó otra vez por temor de que el hijo inte-
rrumpiera su sueño apacible.
¿Que acaso el hijo no era suyo? -pensaba-o ¡5ábelo Dios!
Además, pudo ser que se equivocara al oírla hablar con Maracay...
y al salir a cubierta, en el rostro curtido del capitán floreció
una sonrisa de complicidad con el mar.
¿Acaso el duelo no fue hasta que su viejo amigo el Caribe se
calmara?- pensó.
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v Gllninodejilego
FIN
ANDRÉS REQUENA
CEMENTERIO
SINCRUCES
Novela de l martirio ele la
RelJública Dominicana bajo
la rapaz tiranía de Trujillo
Dedicatoria
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v , Celllente,10 Sill cruces
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A lldrés Retple1la -................................................ V
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"" CC!!WII{CriO sill ('/"I/('CS
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.., CCI/u'lltcrio 5 iI¡ (I"/I('CS
opinaron que quiz,ís podí<1 ser él, porque se había hecho desaparecer
-por muertes violcntas-, a cuantos sospechosos cay<:ron bajo la
investigación de la policía o de la guardia. Para terminar con el asun-
to, que visiblemcnte le molestaba, el general dijo:
-Hay que hacer que un detective le sigJ. la pista a ese mu-
chacho... -pero en realidad no creía que mereciera la pena el
perderse tiempo dctds de J.quel loco inofensivo que él había teni-
do ocasión de ver de cereJ. en vJ.rias ocasiones.
El sargento Aeeiruna se ofreció, sonriendo:
-Deje eso en mis mJ.nos, general, que yo casi todas las no-
ches lo encuentro por el Malecón ...
Bolito recordaba bien que él no quiso esperar :t ql1l: el grupo
se disolviera para marcharse. No era su especialidad el intervenir
directamente en la clase de operaciones a que tales señores esta-
ban acosrumbradüs, y temía que le señalaran para algún servicio
de los que a él no le gustaban ...
Por un momento se reprochó el haber mencionado el nom-
bre del hijo de b viuda Moreno en dicha conversación, porque
eran sus vecinos, y su mujer les tenía alglm cariño. De regreso a su
casa, sin embargo, ya se había olvidado del incidente, y era todo
ternura para su Ill'Jjer, que le había esperado leycndo una revista
popular, casi cn traje de Eva, con sus trigueñas morbideces oloro-
sas a agua florida, como a él le gustaba' tanto encontrarla a la
caída de la tarde.
Fue entrada ya la prima noche, y mientras cenaban, cuando
Boli to oyó a uno de SllS vecinos decir:
-Acaban de matar a Rafael Morello, por el Malecón, y su
mamá no lo sabe todavía...
La impresión (lile le produjo la noticia fue tan desconcertan-
te, que decidió darse una vuelta por el patio para que la emoción
no lo delatara ante su mujer. Minutos después, un grito largo, un
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v Cell/en/eriosin (TI/'{'S
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Los ilustres profesores...
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... • CeJJJentcrio siJJ cn/ces
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A1ulrés Requena v
sentía que comenzaban a salírsele desde los pies, agitándole el pecho
en una clase de convulsión nerviosa que no había semido nunca.
Poco después, desde el balcón en que se había quedado, sin
valor para volver a atravesar la sala en donde todo el mundo esta-
ba pendiente de su reacción al deshonor que recibía, vio al dicta-
dor ayudar a su mujer a entrar en aquel inmenso automóvil que
parecía una fortaleza, y partir seguido de otros carros llenos de
oficiales y ametralladoras.
Sintió que alguien estaba a su lado, en el escondrijo del bal-
cón, y no tuvo valor para mirar quién era. Una voz conocida, de
un diputado de la misma región suya, puesto por Trujillo unos
diez años atrás le dijo, sin rodeos:
-T ú no eres el primero ni el segundo a quien ~Iiujillo le hace eso...
-Pero es que...
El diputado, que estaba cunido en presenciar la vida licen-
ciosa de su amo, le advirtió:
-Lo mejor es que no hagas ningtín comentario, ni conmigo
mismo, sobre este asunto... -y le explicó-: ALn no hemos co-
menzado a burlarnos de los hombres a quienes el jefe les ocupa la
mujer... El que ha perdido la cabeza e intentó algo violento, no ha
vivido para contarlo... ¿Comprendes bien?
El profesor se dio cuenta de que aquel vicjo amigo suyo no
venía a su lado porque deseaba especialmente consolarle, sino que
le hablaba en tono oficial, enviado acaso por el mismo dictador.
-Pero es que yo ahora debería renunciar...
-¿Estás loco?
-Han ofendido mi honor...
- y mañana tu mujer se quedará viuda, si eres tan burro que
no sigues la corriente, como los demás...
-¿Qué debo hacer, entonces?
-Lo mejor es que te quedes en tu casa por unos días, hacién-
dote el enfermo... En cuanto a tu mujer, ni le pelees ni le pongas
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'W' Celllcll/CIi<lsill CI'f((CS
reparos cada vez que ella tenga que salir... ¿Comprendes? Es me-
jor para los dos ...
El profesor se atrevió a rogarle, en su desesperación de encon-
trar alguna forma para escapar el tener que hacerle frente a pa-
sear su deshonor por las aulas universitarias:
-¿Tú crees que me cambiarían la cátedra que tengo ahora
por algún consulado que esté lejos de aquí?
El diputado tuvo que sonreírse del cándido desconocimiento
del medio en que aquel hombre vivía... y fue cruel cuando le
repuso:
-Si le fueran a dar un consulado a todos los amigos a quienes
Trujillo les ocupa la mujer, tendríamos más diplomáticos que te-
nientes de la guardia...
Al profesor no le quedó otro remedio que esperar hasta que el
salón se quedara vacío para salir. Se sentía tan humillado, que
deseaba llegar pronto a su casa para llorar como una mujer, ya
que estaba seguro de que no tendría valor para m,atarse en alguna
forma rápida y que le devolviese en la muerte el honor que ya
había perdido para toda la vida.
¡Si hubiera podido tener alas y dar un vuelo largo, largo, ha-
cia otras tierras en (ILle nunca pudiese llegar la historia de su hu-
millación!
Pero la realidad era algo que se mostraba tan fuerte como un
círculo de acero y de bayonetas, y no le quel1á otro camino que
refugiarse en aquella casa suya en donde comprendía que, indi-
rectamente, él no sería otra cosa que un cornudo oficial que no
valía nada, ¡nada!, como los demás maridos que habían provoca-
do su escarnio al juzgarlos sin conocer la verdad de sus tragedias.
Al amanecer, cuando su mujer regresó, acompañada por un
coronel del estado mayor del tirano, luda pálida y como enferma.
Él se puso más triste aun cuando oyó que le explicaba:
-Desde que me dieron a tomar una copa con un licor ver-
doso, sentí que me iba olvidando de todo, de todo, como si me
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El buitre galonado
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.., CClllclltaio s in e1'l/fe5
acabar por todos los medios con los enemigos que fabricaban tal
propaganda.
La mujer, sin embargo, se le encaró para interrogarle a su vez:
-¿Desde cuándo tú crees en todo lo que dicen por la calle o
inventa la radio extranjera?
-Eso mismo es lo que te preguntaba, para no tener que lla-
mar al doctorcito que operó a esa mujer...
Ella no comprendía la secreta ansiedad de su marido, de tra-
tar de justificarla ante un grupo que los escuchaba pero del cual
ignoraba la existencia tan cercana, porque él no había creído ne-
cesario advertírselo. Ante su sorpresa, ella le informó:
-El doctorcito ese que tú dices se fue para Miami en el avión
de anoche...
Aquello significaba una confesión de culpabilidad, y, sin con-
tenerse en lo duro de sus insultos, la llenó de imp~operios por un
largo rato. Más que a ella misma, él arrojaba acusaciones contra
una mujer irreal, un poco buena y dócil, sin sed de sangre y con
vulgares escrúpulos de conciencia, tomo eran seguramente las
mujeres de esos hombres que estaban escuchándole.
La mujer comprendió que prolongar la conversación era algo
que sólo iría en SU contra, y no esperó a que volvieran a ahondar
sobre el mismo lema; pero antes de cerrar la puerta le dijo, son-
riendo:
-Te apuesto ague lo mismo van a decir del hombre que
encontraron ahorcaJo en el parque del Seibo antier, a la semana
de acogerse a las garantías que tú mismo le diste para que volviera
al país... ¡Es que son chismosos y calumniadores esos enemigos
tuyos!
Su carcajada de burla resonaba como un eco siniestro en el
pesado edificio, y daba la sensación de que rodaba de salón en
salón como una advertencia de su preponderancia sobre todos,
inclusive sobre la vida y la muerte.
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La vida infeliz
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'" Celllt'llterio s ;11 (TllceS
-¿Nosotros?
-Sí; manú y los muchachos y yo misma...
Caminaron en silencio por las calles polvorientas y semi de-
siertas hasta que ella le preguntó a su vez:
-¿No te gusta que la llamemos vieja, papá?
-Sólo tiene un poco más del doble de tu misma edad...
Algo que no podía comprender, pero que no era alegre ni
animaba a sonreír siquiera, turbaba a Ramón, y la hija lo com-
prendía, sintiendo por aquella pena mañanera un temor inexpli-
cable.
-Lo mejor es no volver a llamar viejo a nadie... -díjole ella
con visible arrepentimiento al dejarle para tomar la otra calle en
donde estaba la escuela. Marta no volvió la cabeza, y Ramón de-
seó no haber sido brusco con su pequeña hija.
Pocos metros antes de llegar a la imprenta él oyó la voz de uno
de sus compañeros que le llamaba. Era Arroyito, un tipógrafo que
trabajaba con ellos desde hacía unos seis meses y cuyas aventuras
amorosas divertían las monótonas horas del taller. Impecablemente
vestido de blanco y con un fino bigote que la navaja mantenía en
constante forma arqueada debajo de su aguileña nariz, era irresisti-
ble entre el elemento femenino de criadas y doncellas que vivían
por allí... Aunque últimamente afirmaba que había encontrado la
«horma de su zapato» y sólo piropeaba por divertirse...
Al recibir a Ramón estaba ahora terriblemente serio, y hasta
el sombrero de paja que siempre llevaba en la diestra, para mejor
lucir su larga melena, lo traía puesto normalmente. Estaba senta-
do en un rincón de un puesto de frutas a donde acostumbraban
ir a tomar refrescos. No era un sitio muy nítido, pero tenían cré-
dito abierto los trabajadores de la imprenta, y adem~ls, se gozaba
de la risa fresca de Anita, la hija del dueño, que no era moza que
escatimaba grandes porciones de sus dulces, cuando el cliente le
era simpático y el ojo alerta de su papá lo permitía.
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-¿Quién llama?
-Soy yo, María del Carmen... Abre pronto, por favor.
El hombre abrió, sorprendido. Casi sin creer lo que veía, le
preguntó:
-¿Qué es lo que sucede?
Él iba envuelto en una vieja bata de baño y trataba de cubrir-
se lo más que podía, porque era mucho el respeto que sentía por
aqueHa muchacha. Hasta imaginó que había perdido la razón al
atreverse a tocar a la casa de un hombre soltero a tal hora de la
noche. Ademéis, él le había hablado en el-parque aquella noche. y
nada indicaba que algo extraordinario pudiera ocurrirle de rc-
pente para tal visita.
María del Carmen le dijo, cerrando la pucna:
-La guardia ha hecho preso a papá, ahora mismo, y te anda
buscando a ti también ...
Él la miró y quiso sonreírse, porque era inverosímil lo que esta-
ba escuchando. La oyó con más seriedad cuando ella le explicó:
-Lobobirro golpeó a papá hasta dejarlo inconsciente, antes
de meterlo en el camión que Haman «la perrera»... Entonces se
devolvieron para preguntarme por tu dirección.
-Parece que me estás contando llna pesadilla... -dijo él al fin.
María del Carmen le miró seriamente al preguntarle:
-¿Hay algún secreto entre tü'y papá que yo no conozco?
Han pedido las llaves y acaso estén registrando ahora mismo la
imprenta...
-¿Secrcto de qué clase?
-¿Están metidos en alguna conspiración o cosa semejante?
-No, que yo sepa... No creo que encuentren nada compro-
metedor en el taller.
-¿Me lo juras?
-Te debe bastar mi palabra, porque no tengo razón para
mentir.
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Otra víctima
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Satán 1iujillo
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«La escuadrilla del alba»
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v _._ _ _ Olnenteriosincruces
Ramón trató de salir sin hacer ruido, para no despertar a sus hijos.
No había dado media docena de pasos, en la calle, cuando se
dio cuenta de que dos hombres le seguían sin tratar de disimular
el hecho de que le iban espiando. No le fue difícil reconocerlos,
porque eran tipos que se habían distinguido en la pandilla de «la
escuadrilla del alba».
Mientras caminaba tuvo la sensación de que le gritarían que
se detuviera, o que volviera para la casa, pero al parecer ellos sola-
mente tenían órdenes de vigilarle de cerca.
Al doblar la esquina encontró a otra pareja, ahora de guardias
uniformados, quienes sin decirle una palabra prosiguieron cami-
nando como a diez pasos delante de él. Ramón hasta tuvo ganas de
reír, pero no quiso provocarlos, y se detuvo en la primera pulpería
que encontró abierta para comprar una cajetilla de cigarrillo.
El pulpero estaba al parecer asombrado de verle aun en liber-
tad, y Ramón le dijo, sonriendo:
-Todavía no han ido a buscarme, amigo...
El dueño, que era un negrito de Monte Cristi,* y que no le
tenía miedo a nada, le explicó:
-Eso quiere decir que la guardia cree que usted es capaz de
resistirse, y se lo han dejado a Maulino, para que lo recoja en la
guagüita, antes que amanezca...
-Quizás tenga razón ...
Al hombre de Monte Cristi le agradó la actitud resuelta de
Ramón, y le dijo, como si le pidiera que le hiciera un honor:
-Hágame el favor de beberse un trago conmigo.
-Bueno... Acaso sea el último que tome por todos estos días...
El hombre sirvió dos vasitos de ron, y al beberse Ramón el
suyo salió sin darle las gracias, porque quienes le vigilaban se iban
acercando, y no quiso comprometer al que le ofrecía tal brindis.
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Asuntos del jefe
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A IUlrés Re,/uena V
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... . _ _ Cementerio sin cruces
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Andrés Reque1Ul W
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v Cementerio sin emees
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Andrés Reqll1!1ll1 'W
vivía con sus padres, en una casa de altos, cerca de la Iglesia de Las
Mercedes.
-¿No es el hijo de Nicasio Pérez? -se le ocurrió preguntar al
capitán.
-El mismito ... -le repuso uno de los tres secuaces que le
acompañaban.
Obedeciendo a un impulso de su instinto de conservación,
que no pudo controlar, el capitán Maulino hizo aminorar la mar-
cha de la camioneta y en un instante comenzó a encarar el asunto
desde otro punto de vista.
Ahora él recordaba bien al muchacho a quien iban a buscar
por directa orden del tirano. ¡Era el hijo del viejo coronel Nicasio
Pérez! Y no era que tal individuo le mereciera particular conside-
ración, ni que sintiera remordimiento por ir a buscar preso a un
menor de edad, porque lo había hecho otras veces, sino que el
muchacho era hijo único de aquel matrimonio, y el valor perso-
nal de Nicasio Púez era cosa que no se discutía en ninguna parte.
Estaba fuera de cuestión, la idea de que Nicasio iba a entregar a
su hijo sin poner dificultades... Maulino recordaba ahora la sonrisa
satánica que el gelleral Follón tenía en el rostro, cuando le dijo:
-Dice el jefe que vayas a traer al muchacho ese de la impren-
ta, y que quiere encontrarlo aquí cuando éllleguc...
y otro coronel le dijo, casi como uná orclen, pero visiblemen-
te gozándose de la situación:
-Es mejor que lleves un hombre más contigo, porque a ve-
ces esos muchachos salen jodonísimos...
Maulino terminó por darse cuenta de que a quien ellos iban
realmente a provocar era a Nicasio Pérez, y que Trujillo había
aprovechado simplemente la ocasión para deshacerse de un hom-
bre a quien de seguro le tenía aún temor.
Nicasio Pérez era el último aún con vida de los hombres de
confianza del legendario general Desiderio Arias. Cuando ocu-
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W' Cf///t·/lter¡osü/ al/as
rrió el asesinato del general Arias, en las lomas del Cibao, a Nicasio
no le quedó otro camino que huir hacia HaitÍ. Allí vivió varios
años, rechazando las invitaciones de Trujillo para que se acogiera
a las garantías que le ofrecía para que volviese al país.
Un día el tirano mandó a buscar a la mujer de aquél, y puso a
sus órdenes uno de sus mismos automóviles, para que ella fuera a
Port-au-Prince a convencer a su marido de que nada tenía que
temer si regresaba. Le ofreció, además, un sueldo de doscientos
pesos mensuales y el derecho de permanecer armado en donde
viviera, si así lo deseaba...
De esa oferta no hacían tres meses aún... El viejo coronel Nicasio
Pérez no pudo resistir las súplicas de su mujer y el gran deseo de
volver a ver a su línico hijo. Cuando aceptó las garantías del dic-
tador, el cónsul dominicano en la capital haitiana se ocupó de
acelerar su partida, adelandndole para ello «un mes de sueldo
por orden del Benefactor de la Patria»...
A Nicasio Pérez no le habían convencido tantas muestras de
solicitud por parte de aquel tirano que había asesinado fríamente
a su viejo caudillo, y por ello salía pocas veces de su casa. A su hijo
le había permitido que asistiera como aprendiz de tipógrafo a la
imprenta del licenciado de Lora, quien era viejo amigo suyo.
El capitcin Maulino iba recordando a.quellas circunstancias
mientras planeaba la manera de sorprender a Nicasio sin correr
el riesgo de tener que pelear frente a frente con él. Porque ya no
le quedaba ninguna duda de que lo que realmente se le había
ordenado era la liquidación del padre, bajo el pretexto de dete-
ner al hijo ... ¡Y ese hombre tenía la desacostumbrada ventaja de
estar armado! Además del revólver de cacha de nácar, muchos
suponían que Nicasio poseía otras armas... ¿O acaso era el temor
que en el Ministerio de lo Interior le tenían a aquel hombre viejo
pero enérgico que les hacía creer tal cosa?
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A miré Requella V
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w Cementerio sin cruces
dilla que dividía en dos la galería. Maulino les advirtió a sus cóm-
plices:
-Disparen desde que él se mueva...
El ruido que hicieron puso en guardia a Nicasio Pérez, que
preguntó:
-¿Quién está ahí?
Como no le respondieran, y sospechando que fuera algún
ladrón que intentara robarles, abrió la puerta para inspeccionar
la galería. Reconoció inmediatamente el carácter de la visita, y no
pensó por un momento en que fueran en busca de su hijo. Al
tratar de alcanzar el lcvólver, les gritaba:
-¡Asesinos! ¡Cobardes!
Pero fueron muchos los disparos que encontraron la marca
de su cuerpo, y del cuerpo del hijo, qüe entraba en ropa interior
a ver lo que ocurría.. Como la mujer intentase hacer uso del re-
vólver que su marido no había tenido tiempo de usar en defensa
propia, uno de los hombres de Maulino la golpeó salvajemente
con la cacha de su arma, en la cabeza.
Uno de ellos notó que el muchacho se movía aún, y se lo ad-
virtió a Maulino, con la intención de que le dejaran dispararle un
tiro de gracia. Pero el capitán estaba orgulloso de su victoria, y le
repuso, magnánimo:
-Es mejor que se lo llevemos así al jefe.. : Él sólo me mandó a
buscárselo...
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las proezas del generalísimo
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A ndn!s Reque114> W
sacerdotes, desde sus altos púlpitos, habían alabado mil veces las
«virtudes» de aquel déspota que ahora los torturaba sin piedad, e
invocaban para su vida las gracias del ciclo, otorg;índolcs las m;l5
altas condecoraciones en nombre de sus jefes. En tedéums, ahu-
mados de incienso y profanados de adulación, se había glorifica-
do su nombre.
Ahora estaban allí, como si realmente hubieran perdido Hl
vida* y fueran seres desligados de todo lo que les fue querido el
día anterior. Ni el duro sol nuestro les entraba por las gruesas
paredes humedecidas.
Ramón trataba de explicarles que esperarían a que Ti'ujillo les
visitara, antes de que los guardias se atraviesen a moverlos de allí.
y les aseguraba que parecía haber la orden de no tocarlos otra vez
hasta que el dictador mismo fuera a tomarles cuenta...
-Yo nunca me he metido en política... -se quejaba José Ro-
bles, con su boca sedienta y tumefacta. Sus ojos estaban rojos,
porque había llorado por la rabia de sentir que por primera vez
en su vida le habían pegado a la cara y él no pudo cobrar el insulto.
Pepe Lira no podía mover una pierna, porque un guardia le
había dado un culatazo sobre la rodilla, y la sentía hinchada y su
dolor iba siendo más intenso a cada hora que pasaba. Miguel
Perdomo trataba de consolarle, pero él mismo estaba como moli-
do de los golpes que los esbirros se gozaron en darle.
Por un instante la gruesa puerta se entreabrió y ellos vieron
que arrojaban un bulto sobre el piso. Sintieron entonces una voz
de mujer gritar, como mordiendo las palabras:
-¡Cobardes! ¡Cobardes! Yo quisiera ser hombre para ver si
ustedes se atrevían a patearmc, hijos de perra...
Arroyito reconoció la voz de su querida y preguntó:
-¿Verdad que eres tú, Palmira?
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'W' Cementeriosincrtl"'?s
-Sí,soyyo...
Él corrió haca ella y, olvidandosc de sus heridas, la estrechó en
sus brazos, dej,lndosc luego caer de nuevo sobre el frío pavimento.
-¿Te han dado llluchos golpes? -y le acariciaba el rostro.
-Sí... Desde anoche me han estado pegando... Querían que
les dijera en dónde tú escondías yo no sé qué papeles...
-¡Malditos!
Ramón ayudó a colocarla en forma de que su cabeza descan-
sara cómodamente sobre los muslos de Arroyito.
El vestido de la mujer estaba hecho jirones, y sus cabellos cas-
taños revueltos. Entre quejidos, les contó que, antes de pasar una
hora de haber descubierto al amante en su casa, ellos'volvieron a
hacerle unas pregulllas que no pudo entender, pero que era so-
bre unos papeles que tenían escondidos en algún sitio. Cuando
uno de ellos le 'dijo qt~e si no hablaba pronto le pegarían como al
marido, Palmira comenzó a llamarles cobardes y otros nombres
desagradables.
Maulino no necesitaba de tanta provocación para pegarle a
una mujer. En otras ocasiones, se le había visto arrastrar a sus
víctimas por los cabellos hasta el medio de la calle, y pegarle allí
salvajemente con una larga fusta que usaba. Las mujeres alegres,
cuya vida es doblemente miserable, le tenían terror, y su nombre
les infundía tanto espanto como el de Satán 1rujillo.
Fueron varias las veces que abofetearon salvajemente a Palmira,
antes de dccidirse a traerla también a la fortaleza, porque sus in-
sultos la hadan acreedora de que ellos tuvieran oportunidad de
golpearla en la soledad de la prisión, alejada de los vecinos curio-
sos que ya iban saliendo a la calle horrorizados por sus gritos.
Arroyito nunca había acariciado a aquella mujer con la ter-
nura con que lo hacía ahora, porque, en realidad, ella no era mJs
que una hembra con quien él comenzó a tener sus amores poco
menos de seis meses atrás, cuando la muchacha llevaba aún una
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A ndl'és Requl!1U1 'W
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" Ce,,,elucrio sitl auc,'S
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A mirés Requena V
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.., Ce/nente,io sin cruces
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Andrés Requend V
podía hacerse por ella, porque la habían tratado con salvaje bru-
talidad y ni siquiera agua tenía para ofrecerla.
El ruido de la llave que giraba de nuevo en la enmohecida
cerradura hizo poner en pie a don Pedro, procediendo con una
energía que asombró a Ramón. El traje blanco del anciano estaba
lleno de manchas de sangre, y la camisa con el cuello desprendi-
do por un violento tirón de uno de sus heroicos captores.
Era Trujillo quien llegaba. El déspota venía acompañado de
una docena de funcionarios y oficiales. Vestía traje militar y en la
diestra sacudía nerviosamente la pesada fusta. La canana de la
pistola que portaba a la cintura la llevaba desabrochada, como
lista a usarla instantáneamente. Dirigiéndose al general Follón, le
ordenó:
-Haga poner en pie* a esos carajas... Y ¡alínielos!
Los demás oficiales, usando insultos y patadas, hicieron parar
a José Robles ya Pepe Lira, porque tardaron unos segundos más
que los otros en cumplir la orden.
Trujillo se acercó a don Pedro y le preguntó, tocándole la cara
con la fusta en señal de amenaza:
-¿Por qué se ha negado a confesar que en su imprenta tira-
ban esas hojas sucias, que después salían a repartir entre todos por
las madrugadas?
-Le he dicho ya como cien vetes que eso ¡lO es verdad ...
-¡No me lo niegue a mí! -le gritó.
Don Pedro quiso mostrarse sereno, porque temía que si pro-
vocaba más la ira del dictador los demás recibirían nuevos atrope-
llos, y aparentando mansedumbre, trató de convencerlo, hablán-
dole en forma dramática:
-Mi presidente, por estos muchos aoos míos, que siempre
he llevado con dignidad, yo le juro que eso no es verdad, que le
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' " ........................•..........................................•.......•.....•....................................................................... Cell/Cl1/eli,/S iJI erllces
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Andrés RefpJena V
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SEGUNDAPAR1E
Ladrones y usureros
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A nd1Yfs Reqllena V
que sentir que ni todas las flores que echaban sobre el cuerpo de
la infortunada eran suficientes para limpiarla del agrio olor de
prostitución que las viejas coquetas a sueldo tiraban sobre ella al
acompañarla.
María del Carmen se reprochó el que tuviera tiempo para
pensar sobre tales cosas cuando ella sola, sin ayuda de nadie, tenía
que encararse con el problema de encontrar cómo lograr la libe-
ración de su pddre y salvar siquiera una parte del dinero invertido
en aquella imprenta en la cual, al cabo de meses de inactividad, se
iba llenando de moho y telas de araña.
Durante el tiempo en que don Pedro de Lora y sus compañe-
ros se cnconlraban en prisión, ni ella ni su madre habían podido
obtener autoriLación para ir a visitarlos. Por trasmano, valiéndose
de la amistad de Nicotls Brito, un estudiante de medicina que
tenía permiso para ir a practicar al hospital de la cárcel, tuvo al-
guna noticia de su padre, y hasta logró cambiar breve correspon-
dencia con él. Luego Nicolás Brito le dijo que se limitaría a repe-
tirle sus recados, porque a un preso le encontraron una carta, yel
que hacía de mensajero fue apaleado bárbaramente por los guar-
dias a quienes había burlado con tal correspondencia.
A María del Carmen le gustaba hacer la relativamente larga
caminata desde su casa hasta la imprenta, porque mientras cami-
naba creía encontrar nuevas ideas para hacerle frente al simple
pero terrible problema contra el cual, al parecer, no había otro
remedio que lograr conmover la voluntad omI.1ipotente de Trujillo
en alguna forma.
Doña Margot, su madre, le iba creando otro problema que ella
creía tan serio como el de la misma prisión de su padre. La mujer
que por tantos años había vivido con el aliento de su marido al
alcance de su voz, sufría un temor mortal por la suerte de él. María
del Carmen sentíase preocupada por su salud, pues comía apenas y
sólo lograba conciliar el sueño en las horas de la madrugada.
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., CC1l1cntcn'osill crU(CS
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Andrés Reqtlena W
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'" , ,' ,' , ", ' Cemel11erio sin en/e'es
En sus cuarenta años había visto tantas cosas, que ahora vivía
casi recluido, semi vegetando en lo que quedaba de la que fue
una cuantiosa fortuna que tuvo que repartirse, a la muerte del
padre, entre media docena de hermanos.
Al darse cuenta de la llegada de María del Carmen, por quien
él y su mujer tenían sincero aprecio, le preguntó, asomándose a la
puerta:
-¿Tienes alguna noticia del viejo?
-Ninguna...
-Pero, ¿sigue enfermo?
-Yo creo que él está más enfermo de vergüenza y de rabia
que de otra cosa.
-¿Tampoco has conseguido comprador para la imprenta?
-No... Tienen miedo hasta de entrar aquí... Cuando Trujillo
se le echa encima a alguien, la gente cree que b «lepra» se le pega
hasta al aire que respiramos ...
Élle dijo, en broma, y aludiendo a la rapacidad de uno de los
hermanos del dictador, que tenía la chifladura de poseer revistas
y estaciones dc radio:
-Entonccs tendrás que vendérsela a Satán Trujillo...
María del Carmen no se sonrió de tal proposición, y una idea
que a su madre le repulsaría le acudió a su mente.
-Esa es una buena idea tuya, Túlio... -le dijo, quedándose
pensativa.
-¿La dc vendérsela a Satán?
-¿Por qué no?
Él se dio cuenta de que sí, que era posible, pero se horrorizó del
solo pensamiento de tener como vecino a un señor tan siniestro.
-Tú no estarás loca... -le dijo, tratando de hacerla cambiar
de idea...- Ese hombre ya tiene (!os imprentas, y estoy seguro
que hasta se ofendería si alguien le propusiera tal negocio con
ustedes ...
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... . CeJnentel'io sin cmas
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.... .. CCI/IClllcrio Sin en/ces
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Aires revolucionarios
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., Cel/1/!IIterio s i" CI'IIl'eS
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v Celnente,zlO s j'l ('17I('eS
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A nd1is Reqlle1la V
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.. . Cell1en.tería sin cn/ce.!
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Torturadores
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Andrés Requena ..,
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v CClllelucric) sin (ritas
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A rulrés Requena V
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.., Cementt'1io s j'l ('Tltces
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A ndres Requena V
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., Celnenterio sin al/ces
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Andrés Requena V
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w Celllenterio sin emees
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Andrés Requelld V
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w "' Celllenterio sin cruces
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Andrés Reqllena V
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w C:'eme'llerio s ill crl/ces
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La muerte de Pedrito 01ivieri
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A ndl"(!s Reqllena 'W'
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.., Cen¡enterio sin cmces
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Andrés Reqllelld '"
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v CClnenlel'iosill emces
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Andrés Reqtle1la ..,
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.., Cemelltcrio sin mIL·e.'
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A nllrés Re'lllella V
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., Ce//lenterio si11 cruces
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Andrés Requena '"
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v , ""."".."."" " " ,'' ".,'' ' ' Cementerio sin "n/res
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Andrés Requena W
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«~tas-l?olicías»
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A ruJ,rés Requena ._ _ _ _._.._ _ _ _.................................... V
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v Celllf!lIteriosin al/ces
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Andrés Requena .,
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., ~ ~ ~ Cementeriu sin Cl'llces
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A lu1rés Requena 'al'
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., Celllenterio sin crl/ces
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A "drés Reqttetla V
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w Cen1l!tlterio sin cruces
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Andrés Requena ...
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Por saber demasiado
~ando ~xtranjera
una ,adio anuneió que la llegada
de la expedición a Santo Domingo sería cosa inminente, y que su
desembarco se marcaría con bombardeos aéreos y navales, Horacio
Castro le dijo a don Pedro:
-Si la cosa es tan seria como dicen, por primera vez en mi
vida yo tengo miedo, don.
-¿De la revolución?
-No... de Trujillo...
Julio Torres le dijo, dándole ánimos:
-Él estará tan preocupado en otras cosas, que de seguro no
se recordará de nosotros.
-No se haga ilusiones, amiguito. A mí, por saber la historia
de casi todos sus crímenes -algunos de los cuales los ejecuté yo
mismo, bajo su dirección- y a usted porque dicen que es comu-
nista, Trujillo no nos olvida un momento...
Don Pedro, que era un ferviente católico, la preguntó a To-
rres, mirándole a los ojos significativamente:
-¿Eres realmente comunista?
Julio Torres sabía el hondo significado de aquella pregunta.
Debía haberle contestado diciéndole que, ante la opinión públi-
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Arulrés Requena v
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w CenU!1lterio s i71 en/ces
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Andrés ReqUerl<1 ..,
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.., Ce///enteriosin cruces
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A ndres Reqtlena V
había una especie de intermedio, hasta las siete, en que los guar-
dias no eran muy estrictos en imponer la orden de silencio.
Además, como habían sido tan particularmente castigadas
aquellas celdas durante la última semana, los centinelas estaban
un poco cansados de martirizarles. Los saclísticos «baños» de agua
con mangueras y los interrogatorios en que menudeaban bofeto-
nes y patadas, fuero cosas comunes en esos días interminables.
La acción de Pedrito Olivieri, sin embargo, los hizo más cui-
dadosos en sus torturas. Y cuando llegaban a últimos extremos
con algún preso, era porque lo iban a matar casi seguido, hablase
o no. La guardia iba poniéndose alerta en no dejarse ir de la mano
en crueldad si no era cumpliendo órdenes directas de alguien a
quien se le temía demasiado para no obedecer ciegamente.
Un grupo de oficiales y clases, con tanta sangre en las manos
que una muerte más o menos no significaba ya nada en su cadena
de culpas, proseguía su persecución implacable. Hasta se asegu-
raba que en muchas poblaciones se simuló la llegada de falsos
grupos revolucionarios para ver quiénes eran los que m.ostraban
simpatías, o se les querían unir. A las familias de los líderes en el
exilio se les maltrataba si salían a la calle, y sus bienes eran confis-
cados y campos y fincas incendiadas y destruidas.
Las personas que en alguna ocasión, en el pasado, fueron
amigas de los hombres que contribuían a mantener viva la oposi-
ción en el exilio, eran llevadas a prisión, luego de sometidas a
interrogatorios inhumanos. Si por casualidad le era comprobado
que, estando alguna vez en el extranjero, fue él la casa de alguno
de ellos, su suerte era aun peor.
Don Pedro adivinó de qué se trataba el regalo aquel que tan
maquiavélicamente habíanle traído a Horacio, y se le acercó para
decirle:
-Lo mejor es no mostrarles temor...
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ti' Celll<'1lteriIJsill CI'IIWS
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A tufl"és Requena V
*N. del E.: Lozala, en el original. Se refiere tal vez a Santiago Lozan.
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Andrés Requena V
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"Jt CC///t'/Itcrio 5 i'l l'n/({'5
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A Ildrés Reqllena ..,
aquel líquido que Horacio, con ser negro, tenía del mismo color
de la suya.
Con el arma en su diestra, como si no supiese qué hacer con
ella, miraba espantado a los demás presos, cuya mayoría le cono-
cían y conocían a su padre y a su madre y a sus hermanos y her-
manas. Tuvo intenciones de matarlos, a todos, para que luego no
pudiesen contar lo que acababan de ver, pero esto fue sólo un
mal pensamiento, y decidió alejarse de allí, como si hubiese teni-
do que huir de alguien que le perseguía con saña.
Los demás oficiales le recibieron como a un verdadero cama-
rada, unido ya a ellos por el mismo nudo de crimen que era indis-
pensable sentir atado sobre sus conciencias, para ser considerado
como uno de los que habían pasado la iniciación y no tenían la
trivial vanidad de sentirse más o menos puros.
Trujillo le miró con cierto orgullo, porque era uno de los estu-
diantes que formaba parte de la tristemente célebre «Guardia
Universitaria», y en principio él no tenía mucha confianza en el
valor de los hombres que perdían su tiempo leyendo libros.
Frente a los demás oficiales, hizo una pequeña pausa delante del
muchacho, que aún conservaba la ametralladora en la mano, y le
dijo, dirigiéndose indirectamente a todo el grupo que le rodeaba:
-Hay que seguir siendo así, ¡siempre!
Su diestra se detuvo dramáticamente sbbre uno de sus hom-
bres, como un supremo homenaje a la única clase de valor que su
ferocidad reconocía y premiaba con galones y medallas.
El cuerpo acribillado de Horacio Castro quedó hasta el ama-
necer en el mismo sitio en que la ametralladora le cerró su boca
acusadora.
Los guardias que vinieron a llevarse su cadáver, trajeron un
enorme saco de pita, de los que usan para embarcar azúcar en
cantidades de trescientas veinte libras. Echaron su cuerpo dentro
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v Cellleuterio sin cruces
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Una mujer se vende
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'" Q'lllenterío sin cruces
ba de que fuera él quien recibiera tal llamada. Sin tener que ex-
plicarle mucho, éste le propuso que fuera a vcrle a su casa, aquella
misma nochc. Había alegría en su manera de darlc instrucciones,
y rogarle que no se pusicra en contacto con nadic m,ís, «ni siquie-
ra con su tío Casimiro», antes dc verle a él.
Le aseguró que «aquel contacto confidencial con el jefe» que-
daría estrictamente entre ellos dos, como si la muchacha ignorara
que tales tratos no llegaban a ver morir nuevamentc el sol sin que
lo supicse la capital entera.
Trujillo mismo no era hombre de guardar secretos dc tal na-
turaleza, y comentaba con sus favoritos los pormenores de sus
fáciles aventuras sexuales. Cuando la amante era de confianza, se
aseguraba que recibiría a sus ministros en la cama, junto a ella,
porque alguien le aseguró que un príncipe del renacimiento acos-
tumbraba a hacerlo así...
Como el automóvil de Teófilo Pailón pasaba frente a su casa a
las cinco de la tarde, cuando regresaba de la oficina presidencial,
ella se detuvo a la puerta, segura de que él le haría alguna scñal de
la cual se podría deducir si su idea progresaba tal y como deseaba.
El automóvil de Pailón casi se detuvo para hacer una seóal
afirmativa que a María del Carmen le causó un poco de temor.
La cara ancha y como hinchada del famoso secretario presiden-
cial se d~bordó en una sonrisa de triunfante complicidad.
Ella se sonrió a su vez, dándole a entender que iría a su casa
como habían convenido por teléfono. Aun por la ventanilla de
cristal, al fondo del automóvil, Pailón seguía mostrándole sus dien-
tes en un gesto que él pretendía hacer cordial, pero que a la mu-
chacha le dio asco.
Sin traslucir su inquietud, le dijo a su madre:
-Vaya salir un momento, pero regresaré pronto.
-¿A arriesgarte a que esas mujcres vayan a atacarte en medio
de la callc?
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La comedia
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... . Celllenlerio sin en/l'es
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Andrr!s Rcqu<'I1tt v
la muerte del tirano. Nadie lo odiaba más que ella, y hay cientos
de caminos por los que se puede acelerar el fin de un enemigo...
Acaso podría darle una mano de ayuda a quien se acercase a tal
hiena con un puñal, o estrecharle su cuerpo con salvaje vigor
mientras alguien -tan lleno de odio como ella- cribara el cuef-
po mestizo de Trujillo con una salva de plomo... ¡Acaso podría
hacerlo ella misma! ¡Matarlo, matarlo!
La gente la veía pasar en el carro del tirano y la miraban sin
asombro, porque estaban curados de espanto por esdndalos de
tal naturaleza. Algunos bajaban la cabeza, avergonzados, como si
en vez de María del Carmen vieran en su puesto a hijas o herma-
nas que antes que ella sufrieron igual deshonor.
Su paso era como un símbolo de la dolorosa humillación del
país, que tenía que seguir tolerando el oprobio de una tiranía en
la cual el crimen estaba primero que la ley, y bayonetas yametra-
lladoras imponían la voluntad absoluta de un asqueroso señor de
horca y cuchillo.
y el coche negro aumentaba su aire de carroza funeraria al
cruzar por las calles desiertas, chocando solamente con miradas
de un odio que esperaba sin tregua la hora final del desquite y la
victoria.
FIN
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,,'
EDICIONES
FERILlBRO
1.
Salomé Ureña de Henríquez.
Poesías completas, 1997.
2.
Sherezada Vicioso (Chiqui).
S,'¡omé Urcña de Henríquez (1850-1897).
A cien años de un magisterio, 1997.
3.
Daisy Cocco de Filippis.
Tertuliando (Hanging out), 1997.
4.
Frank Moya Pons:
Bibliografía de la literatura dominicana 1820.1990, 1997.
(2 volúmenes).
5.
José Chez Checo, compilador.
Ideario de Luperón (1839-1897),1997.
6.
Bmno Rosario Candelier.
El sentido de la cultura, 1997.
7.
Lupo Hernández Rueda.
La generación del 48, 1998.
(2 volúmenes).
8.
María Ugarte.
Estampas coloniales: siglos XVI-XIX, 1998.
(2 volúmenes).
9.
Manuel Valldeperes.
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Juan Bose/): vida y obra. Seminario Internacional, 2000
393
Esta obra
CAMINO DE FUEGO Y
CEMENTERIO SIN CRUCES,
de Andrés Requena,
terminó de imprimirse en el
mes de abril del año 2001,
dentro del programa de EDICIONES FERILIBRO, Núm. 34,
en la Editora Centenario, en Santo Domingo,
Ciudad Primada de América,
República Dominicana