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UNIVERSIDAD NACIONAL MAYOR DE SAN MARCOS


(Universidad del Perú, DECANA DE AMÉRICA)

FACULTAD DE PSICOLOGÍA

Unidad de Posgrado

“Año de la Diversificación Productiva y del Fortalecimiento de la Educación”

DOCTORADO

CURSO: PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS EN PSICOLOGÍA

MONOGRAFÍA

NEUROCIENCIA Y CEREBROCENTRISMO: CRÍTICAS


FILOSÓFICAS Y PRÁCTICAS

ALUMNO: William Montgomery Urday

2015-I
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ÍNDICE

RESUMEN 3

INTRODUCCION 4

CAPÍTULO I

DATOS Y PROBLEMAS FILOSÓFICOS EN LA NEUROCIENCIA 7

1. ¿Qué es la neurociencia y cómo se generan sus datos?


2. ¿Qué problemas filosóficos dice aclarar la neurociencia?

CAPÍTULO II

DESMONTANDO EL CEREBROCENTRISMO 12

1. ¿Son las neuroimágenes reflejos de la realidad?


2. Al rescate de la filosofía frente al cerebrocentrismo: una reinterpretación

CONCLUSIONES 18

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 20
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RESUMEN

Se crítica la tendencia cerebrocentrista (atribuir un papel causal a los fenómenos

cerebrales sobre los mentales) dentro de la neurociencia, utilizando argumentos

prácticos y epistemológicos. Los argumentos prácticos tienen que ver con el grado

de precisión y fiabilidad de los métodos que suelen medir las correlaciones entre

factores psicológicos y neurológicos. Los argumentos epistemológicos, por su

parte, giran en torno a la pertinencia de explicar un nivel por otro (falacia

mereológica reduccionista) y el dualismo disfrazado de monismo que caracteriza a

las explicaciones emergentes-eliminativas de la identidad “cerebro-mente”. Se

concluye que la visión general del problema “cuerpo-mente” debe replantearse en

el sentido aristotélico, situando la potencia corporal (cerebro) en el contexto del

acto social y cultural (la conducta), que, gracias al fenómeno de la plasticidad, ha

moldeado las funciones del sistema nervioso central. La verdaderas causas del

comportamiento, entonces, no están dentro del organismo, sino en la interacción

de éste con su medio ambiente.


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INTRODUCCIÓN

“… no hay ningún proceso en el cerebro correlacionado con el asociar o


con el pensar; de manera que sería imposible leer los procesos de
pensamiento a partir de los procesos cerebrales.”

“Una de las ideas más peligrosas para un filósofo es, por extraño que
parezca, la de que pensamos con nuestras cabezas o en nuestras
cabezas.”

Proposiciones § 608 y § 611 de Ludwig V. Wittgenstein en Zettel

Recorriendo páginas de publicaciones vulgarizadoras o especializadas, y

documentos de internet que contienen vídeos de documentales científicos sobre

explicaciones de fenómenos mentales, uno se percata de la impresionante

influencia de la “cosmovisión cerebrocentrista” que hoy en día campea a sus

anchas. En efecto, en dichos testimonios, muy frecuentemente de factura médica

o psicológica, se ven títulos como estos: “aprendizaje y cerebro”, “alcohol y

cerebro”, “cerebro y adolescencia”, “el cerebro de Einstein”, “cerebro humano”, “el

cerebro nos engaña”, “cerebro y supervivencia”, “cerebro y lenguaje”, “cerebro y

diferencias de género”, “baile y cerebro”, “el cerebro adictivo”, “cerebro y procesos

cognitivos”, “cerebro e inteligencia”, “cerebro y emociones”, “cerebro y estrés”,

“cerebro y sociedad”, “cerebro consciente e inconsciente”, “cerebro y atención”,

“cerebro y contacto físico”, “la vida secreta del cerebro”, “cerebro y arte”, “cerebro
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y musica”, “la moral está en el cerebro”, “tiempo y cerebro”, “el cerebro de Mozart”,

"cerebro y marketing", etcétera.

En todos ellos, la línea argumental parece ser sustancialmente la misma:

otorgar a ese órgano privilegiado una categoría de oligarca máximo del

comportamiento y demiurgo de la realidad humana; porque resulta que ya no

seríamos nosotros los que tomamos decisiones, vemos, hablamos, hacemos,

pensamos, sentimos o inventamos, sino nuestro cerebro. Según esa lógica, si

experimentamos estrés nuestro cerebro es el que lo detecta y prepara las

condiciones para que lo afrontemos; si nos enamoramos nuestro cerebro es el que

activa los mecanismos de amor y de placer; si nos gusta el baile o somos

inteligentes, nuestro cerebro es el que nos dota de esas habilidades y nos inclina a

preferir alguna sobre otras; si actuamos de acuerdo o no con la moral, es nuestro

cerebro el que lo propicia. Las ciencias sociales, las humanidades y la cultura

popular se encuentran invadidas por esa clase de ideas, y los gurúes científicos y

obras que las respaldan se popularizan rápidamente (p. ej. Gazzaniga, 2006);

Damasio, 2010; González Álvarez, 2010). En suma, llevando las cosas a su último

extremo, ya no seríamos un individuo con cerebro, sino un cerebro con cuerpo,

siendo éste último solo un pedestal sobre el cual se sostiene el sagrado totem

cerebral. Al menos, eso es lo que se deduciría de tanta publicidad cerebrocéntrica

en los documentos y documentales difundidos a todo nivel mediático.

Esta ideología neurológicamente reduccionista —que llamaremos

“cerebrocentrismo” siguiendo a Pérez Álvarez (2011b)—, bien apoyada

financieramente por los consorcios médicos, se mueve también al interior de la

psicología, apoyada por sectores que predican una filosofía de la mente de tipo
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“identidad mente-cerebro” (más radical que la tendencia llamada “emergentista”)

en el interior de la neurociencia.

Frente a esto, es bueno recordar al mercado ingenuo de consumo que lo

psicológico no viene implantado como un chip dentro de ninguna estructura

cerebral. La mente no es una función corporal, ni hay estructuras o funciones

neurales para cada proceso de pensamiento, por la sencilla razón de que la

contextualización social que le da origen y desarrollo a un episodio de

comportamiento es irreducible a mera actividad del cerebro, pues consiste de la

interacción de múltiples factores intra y extraorgánicos e histórico-contextuales. El

objetivo del presente escrito es proporcionar argumentos filosóficos y prácticos

para respaldar dicha afirmación, dejando en claro que lo que se critica no son

ciertos métodos y evidencias que pueda aportar la neurociencia al estudio más

completo de ciertos fenómenos psicológicos, sino la cada vez más frecuente

tendencia al poco sesudo expediente de explicarlo todo (o como causa última) a

partir de los mecanismos cerebrales.


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CAPÍTULO I

DATOS Y PROBLEMAS FILOSÓFICOS EN LA NEUROCIENCIA

1. ¿Qué es la neurociencia y cómo se generan sus datos?

Como es conocido, las neurociencias procuran estudiar la estructura, la

función, el desarrollo bioquímico, la farmacología, y la patología del sistema

nervioso; así cómo las maneras en que sus diferentes elementos interactúan,

dando lugar a las bases biológicas de la conducta (Manes y Niro, 2014). En este

contexto, lo que podría llamarse “neuro-revolución” en la ciencia contemporánea

es, fundamentalmente, la tendencia a tratar de explicar la conducta humana

cerebralmente, entendiendo las bases biológicas de la conciencia y de los

procesos mentales (Kandel, Schwartz y Jassell, 2001). En la psicología su

representante, la neurociencia cognitiva, es una disciplina de creciente influencia

que aborda el estudio de los mecanismos biológicos y neuronales de la cognición;

y se dice que sus evidencias proporcionan útiles explicaciones empíricas y

filosóficas sobre el procesamiento cognitivo (García, González y Hernández,

2012). Pero ¿en qué consiste su fuente de datos? Esto es importante de

averiguar, pues el prestigio a nuestro modo de ver sobredimensionado de la

neurociencia cognitiva puede que dependa, en parte, de la sofisticada tecnología

que utiliza y de la clase de problemas filosóficos que pretende plantear o elucidar.


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La verdad es que estos datos se consiguen por lo general mediante métodos

invasivos y no invasivos. Los invasivos se basan en la introducción de agujas

filiformes en el cerebro de animales para medir señales eléctricas que se

desplazan neuronalmente (produciendo lo que se considera “potencial de acción”),

impulso mediante el cual, durante las sinapsis, se trasladan neurotransmisores a

otras neuronas. Otra posibilidad es estimular directamente neuronas de personas

durante las operaciones quirúrgicas, para identificar zonas funcionales. En cuanto

a los métodos no invasivos, se basan en la observación de vistosas

neuroimagenes coloreadas obtenidas a través de diversos aparatos, acoplados a

un ordenador que procesa los datos y lo proyecta a manera de “radiografías

tridimensionales” que identifican diversas áreas de funcionamiento cerebral y las

concexiones entre ellas. Cuando se investigan funciones psicológicas, en la

mayoría de los casos el sujeto del estudio, conectado a los aparatos, realiza

tareas relacionadas con aquel, tales como ver figuras que se proyectan, atender a

instrucciones recibidas por audífonos o tomar decisiones sobre un teclado.

Como lo reseña Pérez-Álvarez (2011b), los métodos auxiliados por los

aparatos son el electroencefalograma, el magnetoencefalograma, la tomografía de

emisión de positrones, la resonancia magnética funcional y la estimulación

magnética transcraneal.

El electroencefalograma utiliza electrodos pegados al cuero cabelludo para

medir preferentemente los ritmos de sueño y de vigilia, y también respuestas

eléctricas asociadas con determinados estímulos.


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El magnetoencefalograma registra la actividad sináptica neuronal a través de

la irradiación del campo magnético cerebral, para medirla y generar sus mapas

funcionales.

La tomografía de emisión de positrones actúa midiendo el flujo sanguíneo

como indicador de actividad neuronal en alguna parte específica del cerebro, dado

que ésta necesita de oxígeno y glucosa como fuentes de energía.

La resonancia magnética funcional se vale de cantidades de agua oxigenada

que son enviadas a determinadas regiones cerebrales, detectando cambios

magnéticos asociados a aumentos en el flujo sanguíneo.

La estimulación magnética transcraneal transmite impulsos relativamente

débiles a ciertas zonas corticales implicadas en algún tipo de alteración funcional

temporaria (como por ejemplo la afasia), para detectar y mapear áreas sensibles.

2. ¿Qué problemas filosóficos dice aclarar la neurociencia?

Dentro de la tradición de la neurociencia cognitiva se destacan dos líneas de

pensamiento: una “materialista”, que sostiene la identidad mente-cerebro; y otra

“emergentista”, para la cual los procesos mentales dependen de estados

neurofisiológicos pero no se reducen a ellos (Martinez-Freire, 1995). En el primer

caso, la idea se ha reforzado a través de las interpretaciones de fenómenos como

las ilusiones de “la mano de goma” y “el fantasma de la libertad”.

“La mano de goma” es un experimento en el cual se sienta a una persona

con los ojos semi-tapados frente a una mesa. Se le colocan ambos brazos sobre

ella, pero uno queda oculto bajo una falsa mesa que tiene una mano de goma

encima sin que el sujeto lo advierta. Luego la mano de goma y la mano real son
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estimuladas a la vez en el mismo punto por el experimentador (por ejemplo,

describe con un pincel sobre ambas manos una línea que va desde la muñeca

hasta la punta del dedo índice). Extrañamente, el sujeto empieza a percibir que la

mano de goma es su mano real, y al pedirle que señale con la mano izquierda su

mano derecha, señala la mano de goma.

“El fantasma de la libertad” es otro experimento, en el cual se da al sujeto la

orden de realizar una tarea sencilla (la flexión rápida de una muñeca), mientras

que aproximadamente sobre el área cortical que controla el movimiento se coloca

un electrodo que registra la activación eléctrica en los momentos previos a la

realización del acto. Se pide al sujeto que informe del momento preciso en que

decide mover la muñeca, midiendo: 1) el tiempo transcurrido desde la percepción

subjetiva del deseo de ejecutar la acción hasta su realización efectiva; y 2) el

tiempo transcurrido desde la activación eléctrica de la corteza cerebral (“potencial

preparatorio”), hasta el momento de la percepción subjetiva de la volición. Se

encuentra que el “potencial preparatorio” se activaría unos 350 a 400 milisegundos

antes de que el sujeto sea consciente de su deseo de ejecutar la acción, deseo

que antecedería a su vez unos 150 milisegundos a la ejecución.

Estos experimentos demostrarían que las personas, a pesar de creerse

libres, no lo son en realidad, pues, por un lado, el cerebro crearía una realidad

interna de los eventos físicos externos después de analizarlos, haciendo de

nuestra conciencia y percepción del mundo una ilusión mental (Kandel, Schwartz y

Jassell, 2001); y, por otro lado, que el libre albedrío, y por lo tanto la voluntad y las

decisiones que tome, no le corresponderían al sujeto consciente, sino a su cerebro

(Baciero, 2010). El cerebro construiría el mundo y nos engañaría, además de ser


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el “titiritero” —según la expresión de Damasio (2010)— a través de sus cortezas

frontal, temporal y parietal de asociación.

Otras derivaciones neurocientíficas se hacen referentes a la ética, la política

y la justicia, haciendo alusión a las llamadas “neuronas espejo” encontradas en el

área de Broca y en la corteza parietal (Iacoboni, 2009), que se activan cuando un

animal o persona ejecuta una acción y cuando observa esa misma acción al ser

ejecutada por otro individuo, especialmente un congénere. En tal sentido estas

neuronas desempeñarían un importante papel dentro de la organización social,

sentando las bases de la empatía y la imitación, e incluso, según Gazzaniga

(2006), del imperativo categórico kantiano y también del comportamiento religioso,

dado que el lóbulo frontal se activa cuando personas con fe oran.

La lista de correlaciones investigadas entre áreas corticales activadas y

conductas particulares de los seres humanos es bastante larga, de modo que

sirvan las mencionadas anteriormente como ejemplos representativos de su

versión más académica.


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CAPÍTULO II

DESMONTANDO EL CEREBROCENTRISMO

1. ¿Son las neuroimágenes reflejos de la realidad?

La lógica del razonamiento cerebrocéntrico es que el flujo sanguíneo indica

actividad neuronal asociada a la actividad psicológica, y la imagen coloreada

resultante mide ese flujo correlativo a la actividad conductual en estudio

(económica, ética, política, psicopatología, afectividad, etc.). Obviamente hay

correlatos fisiológicos en todo lo que hacemos, sin embargo, lo cierto es que hay

una distancia entre lo que miden los métodos neurocientíficos y las imágenes

ofrecidas.

Aun siendo el flujo sanguíneo indicador de actividad neuronal, el flujo tiene

una velocidad mucho más lenta que aquel, así que no hay equivalencia temporal

entre ambos. Igualmente, el flujo puede estar regando más de una actividad

neuronal, sin contar que puede haber unas neuronas que necesiten menos

oxígeno por ser más eficientes. Además, se ignora cuántas neuronas son

necesarias para dar lugar a una unidad de medida (Pérez Álvarez, 2011a). En

general, tampoco hay evidencia de que los estudios de neuroimagen confirmen

algo acerca del supuesto origen biológico de los trastornos mentales, teniendo, a

lo sumo, un valor correlativo igual que en los demás casos. Frente a esto, a
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menudo los investigadores se han visto obligados a “llenar” los vacíos con

especulación.

Por si fuera poco, hay enormes dificultades en torno a la interpretación

cerebrocéntrica de los datos. En ningún caso las neuroimágenes obtenidas a

través de los métodos no invasivos son “instantáneas fotográficas” de los

fenómenos que estudian. Son, más bien, representaciones gráficas de un

complejo procesamiento computarizado de datos estadísticos que se basa en

estándares de referencia normativa (promedios obtenidos por una población de

línea base o grupo control), en relación con modelos previos de funcionamiento

anatómico y neural. Estas representaciones, a su vez, son interpretadas por los

investigadores en función a su marco teórico.

Entonces, en realidad no hay mucho que se pueda obtener seriamente a

través de semejantes correlaciones, aún considerándolas a la luz de la

especulación teórica. El hecho de que dos fenómenos de diferentes niveles

covaríen no indica necesariamente relación de causalidad, aunque tales

fenómenos sean complementarios. Esto es tratado con detalle por González

Pardo y Pérez Álvarez (2008), quienes declaran: “En definitiva, la principal

disyuntiva que plantean los estudios de la función cerebral es la de distinguir la

causa del efecto” (p. 210).

2. Al rescate de la filosofía frente al cerebrocentrismo: una reinterpretación

Más allá de los aspectos prácticos antes apuntados, hay varios problemas

filosóficos que se plantean en la asunción cerebrocéntrica. El primero es el del

dualismo, aunque éste se haya pretendido como superado por los teóricos de la
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neurociencia cognitiva en sus tentativas de “identidad mente-cerebro” y

“emergentista o eliminativa”. Aquí cabe referirse a Georges Politzer cuando, en su

crítica del materialismo médico, fisiológico o biológico, decía que éste no es sino

una respuesta al espiritualismo que se ha vaciado en su mismo molde, nombrando

“materia” (o “cerebro” en nuestros términos) a lo que ayer se llamaba “espíritu” (La

Crise de la Psychologie Contemporaine; cit. por Seve, 1972; p. 211). La tesis de la

identidad mente-cerebro sigue, pues, ateniéndose a una lógica dualista, pues

fragmenta lo que es un episodio psicológico introduciendo el “sujeto” dentro del

organismo (cuando en realidad están en juego múltiples factores intra-orgánicos y

extra-orgánicos de afectación recíproca), convirtiéndolo en una entidad

cualitativamente superior a los constituyentes de la naturaleza exterior

(organocentrismo). De manera que:

Al reanimar la vieja ilusión de que hay un agente autónomo (homúnculo,

demonio o espíritu) en el cerebro o en la mente de los humanos, o al

caer en la tentación de explicarlo todo con lo biológico se favorecen los

argumentos que apelan a las supuestas fuerzas o procesos interiores

en los individuos, mientras desconocen y/o ignoran las contingencias y

las variables ambientales que sí explican los comportamientos

(Castañón y Láez, 2009; p. 61).

Queriendo aferrarse a un monismo sustancialista extremo, lo único que se ha

logrado es seguir manteniendo la realidad escindida en dos polos: uno explícito (la

materia o extensión corporal según Descartes) y otro implícito (lo ideal o mental)

que es “producido” por ella. ¿Cómo? Si la “mente” es referible a eventos

corporales, entonces cabría la pregunta de ¿cuál sería el proceso de


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transformación de lo fisiológico en cualidad mental? Por otro lado, cabe también la

reflexión de que si la mente fuera una función corporal, entonces ¿para qué

usamos términos referidos a eventos no corporales para dar cuenta de lo

psicológico?

Otro problema vinculado al cerebrocentrismo es el reduccionismo de su

explicación, que cae en lo que se llama la “falacia mereológica”; es decir, tratar de

explicar el organismo como un todo a través de una de sus partes. El

localizacionismo reduccionista refiere estructuras específicas en la corteza y

subcorteza cerebral que permitirían atribuir funciones psicológicas al órgano,

independientemente de la voluntad socialmente adquirida del individuo que lo

posee. Así, entre otras cosas, se recurre a la bioquímica cerebral (aumentos de

dopamina o serotonina) para explicar los arrebatos amorosos; la presencia del gen

VMAT2 (variante 3305) para explicar el misticismo; y cierto tipo de actividad

neuronal para explicar el comportamiento político. Entonces, para esta concepción

—señalan Castañón y Láez, 2009—, la comprensión psicológica no consiste en el

examen de la personalidad y modo de ser de acuerdo con la historia personal y

circunstancias de la vida, sino en la identificación de las áreas y circuitos

cerebrales que serían responsables del comportamiento e inclinaciones.

Lo cierto es que la asignación de atributos psicológicos al cerebro no está

avalada por ningún descubrimiento neurocientífico que demuestre que realmente

piense y razone al margen del individuo y su circunstancia. Si bien la actividad

neuronal puede contribuir al estudio de la variabilidad conductual y/o la adaptación

de las personas en sus episodios vitales, por sí misma no es suficiente para dar

cuenta de toda la interacción que evoca o educe lo psicológico. Tampoco puede


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ser el nivel explicativo de otro, pues, como señalaba Donald Davidson (1995), lo

psicológico no puede reducirse a lo neurofisiológico ni a lo físico, puesto que tanto

los predicados mentales como los físicos pertenecen a distintos niveles

descriptivos del mismo universo. Sólo se puede hallar identidad o correlación

aproximada entre ellos.

En ese sentido, la neurociencia no puede responder cuestiones que están

más allá de su objeto de estudio intraorgánico. Argumentar que el cerebro

construye realidades alternas que engañan al individuo produciendo ilusiones tales

como “la mano de goma”; así como que reduce su margen de libertad porque

induce decisiones antes de que éstas sean conscientes, es malinterpretar los

datos a la luz de un marco teórico inadecuado. El replanteamiento del problema

debe hacerse partiendo de que lo psicológico no surge en las profundidades del

organismo, sino en la interacción con el mundo circundante. Alexander Luria

(1966), haciendo un recuento del pensamiento de Vygotski sobre este punto,

decía que para él:

No hay la menor esperanza… de encontrar las fuentes del acto activo y

libre en las alturas del espíritu o en las profundidades del cerebro…

Para descubrir las fuentes del acto libre y activo hay que salir de los

límites del organismo, y ello, no en la esfera íntima del espíritu, sino en

las formas objetivas de la vida social; hay que buscar las fuentes de la

conciencia y de la libertad humanas en la historia social de la

humanidad. Para encontrar el alma hay que perderla (p. 129).

Cuando se considera el contexto lingüístico, institucional y cultural

preexistentes al desarrollo neurológico de las personas, no se necesita suponer


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pre-programaciones especiales en el cerebro que darían lugar a facultades

complejas ya acabadas antes de someterse a los principios del aprendizaje. El

organismo humano ha evolucionado gracias al fenómeno de la “plasticidad” a la

que, entre otros órganos, el cerebro es susceptible, es decir que su

funcionamiento y su organización dependen de la experiencia. Son las exigencias

del medio las que moldearon las propiedades del cerebro, y no al revés. El “alma”

debe concebirse en el sentido aristotélico, es decir como acto particular que

constituye la función realizada o realizándose de entre los muchos actos que

puede hacer como potencia. Es primordial advertir que la potencia (lo que es

capaz de hacer el cuerpo) no es anterior al acto, sino al contrario, el acto es

anterior a la potencia, así que ésta es definida por aquel. Es, pues, la conducta la

que hay que estudiar para dar cuenta del cerebro (Pérez Álvarez, 2011b), puesto

que las complejas habilidades que desarrollan los individuos están en función no

de su aprovisionamiento neurológico, sino de la interacción de éste con factores

situacionales e históricos.
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CONCLUSIONES

Las neurociencias estudian el sistema nervioso y las maneras como da lugar

a las bases biológicas de la conducta. Su auge está produciendo una “neuro-

revolución” en la ciencia que pasa por la tendencia a explicar la conducta, la

conciencia y los procesos mentales, acudiendo al nivel de discurso cerebral.

Llevada a su extremo, esta tendencia llamada “cerebrocentrismo” utiliza los datos

obtenidos a través de la tecnología neurocientífica (expresados mediante

neuroimagenes coloreadas procesadas por ordenadores), para interpretarlos en el

sentido de que la correlación de una determinada actividad neuronal con cierta

conducta “prueba” que ésta última se haya vinculada causalmente a manera de

efecto, con la primera. En otras palabras, que la decisiva instancia de explicación

del comportamiento está en lo biológico, y que el cerebro en particular, es el

órgano encargado de dirigir al individuo.

La asunción cerebrocéntrica conlleva varios problemas. Uno primero está

ligado a aspectos prácticos, que se pueden resumir en el hecho de que los datos

obtenidos por los aparatos no son “instantáneas” de los fenómenos que estudian.

Ni siquiera son datos precisos. Son solo representaciones gráficas de un

procesamiento computarizado de datos estadísticos, basado en estándares

previos de funcionamiento que son interpretadas por los investigadores en función


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a su marco teórico. Otro problema se vincula a cuestiones filosóficas,

concretamente el dualismo y el reduccionismo. En cuanto al dualismo, éste se

concreta en cuanto sigue fragmentando lo que es un episodio psicológico total en

polos individuo-ambiente separados, introduciendo al “sujeto” dentro del

organismo y convirtiéndolo en una entidad cualitativamente superior a los

constituyentes de la naturaleza exterior. Respecto al reduccionismo, se comete la

“falacia mereológica” tratando de explicar el organismo como un todo a través de

una de sus partes localizadas en estructuras específicas de la corteza y

subcorteza cerebral, a las cuales se atribuye funciones psicológicas por encima

de la voluntad socialmente adquirida del individuo que las posee.

Estas dificultades se superan si se replantea la visión general del problema

“cuerpo-mente” en el sentido aristotélico de situar el papel de la potencia corporal

(cerebro) en el contexto del acto social y cultural (la conducta), que, gracias al

fenómeno de la plasticidad, ha moldeado las funciones del sistema nervioso

central. El organismo en su conjunto responde a los cambios en el medio

ambiente, y lo psicológico responde a la experiencia. Demás está decir que las

actividades psicológica y neurológica están relacionadas, pero otra cosa es afirmar

que una depende de la otra como tan aventuradamente lo manifiesta la tendencia

cerebrocentrista.
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