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Las raíces filosófico-políticas del ateísmo contemporáneo - Textos seleccionados de Augusto Del Noce

HUMANITAS 60
 

La expansión del ateísmo es el nuevo fenómeno de nuestro tiempo. Sin embargo, en


Occidente, el eclipse de la idea de Dios no ha asumido su forma más sistemática, sino
aquella de la indiferencia religiosa. En el centenario de su nacimiento, un compendio del
pensamiento de Del Noce nos ayuda a identificar las raíces de la “irreligión
contemporánea”.

(Párrafos recogidos de la revista Il Nuovo Areopago, año 2 – n. 2(6)


– verano de 1983 – pp. 7-28).

No sería necesario repetir que la expansión del ateísmo —o mejor dicho, la forma que ésta
asume, “el eclipse de la idea de Dios”— constituye el nuevo fenómeno que caracteriza nuestra
época si no fuera preciso centrar la atención en su carácter de novedad con respecto a
cualquier período anterior de la historia; es más, de novedad no prevista ni en los años de
guerra ni en el primer decenio de la posguerra. En el pensamiento de ese momento, los
términos del conflicto espiritual y político eran “civilización cristiana” y marxismo, y las formas
del cristianismo laicizado se veían agotadas en el impacto con el marxismo,
tanto en su aspecto teórico como en su capacidad de penetración 727ético-política, de tal
manera que el llamado necesariamente debía recaer sobre la trascendencia religiosa. Pío XII
confiaba en el despertar religioso, dada la profunda visión de acuerdo con la cual la Segunda
Guerra Mundial habría sido la tragedia del inmanentismo ético, del cual todas las partes tenían
las responsabilidades.

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Es curioso observar cómo el eclipse de la idea de Dios coincidió en Occidente —donde hoy
se encuentra el epicentro de la indiferencia religiosa— con la pérdida de interés en aquella que
entre las formas de ateísmo es la más sistemática. Hace treinta años, las oposiciones entre
cristianismo y marxismo y entre democracia y totalitarismo tendían a coincidir en una
interpretación metafísica y ética de los sistemas políticos. El comienzo del proceso hacia la
indiferencia religiosa coincide con el momento en que el análisis de los mecanismos de la
democracia y el totalitarismo llegó a considerarse propio únicamente de los sociólogos y los
politólogos, sin intromisiones metafísicas. O con el momento de la “desideologización de la
política”, cuyo carácter discutible está por verse.

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Debemos por consiguiente preguntarnos previamente cómo es la imagen que el hombre


común occidental se forma de nuestra época, y de qué manera está la misma vinculada con la
difusión del ateísmo.
¿Ateísmo? ¿Es acaso el término preciso? Se distingue con bastante frecuencia entre ateísmo
y no creencia. El primero consistiría en una respuesta negativa al problema de la existencia de
Dios. La segunda es un alejamiento teórico y práctico de la tradición y la referencia de la vida
mundana a sus valores: es preciso pensar —y éste sería el juicio del no creyente— en el
mejoramiento de las condiciones de la vida terrenal, y no hay tiempo para el problema de Dios.
No creo que esta distinción tenga fundamento. Porque el verdadero ateísmo no reside en la
respuesta negativa al problema de Dios, permitiendo con todo subsistir el problema (…) Ahora
bien, esta desaparición parece haber encontrado mayor difusión en el Occidente que en los
países del Oriente, y es preciso tener cautela en cuanto a visualizar señales de un despertar
religioso —por ejemplo, en el interés por formas religiosas orientales—, y naturalmente, menos
que nunca debemos visualizarlas en el interés por la astrología y el ocultismo, o en los iconos o
el medioevo católico. Se trata, o al menos puede tratarse, de la incorporación de las religiones,
en cuanto “pasado de la humanidad”, en el “museo del hombre”. La “no creencia” es la
extinción lenta, gradual y sin acento trágico del problema de Dios.

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Contrariamente a lo que Marx había pensado, la desaparición del problema de Dios tendría
lugar en el mundo burgués, en el mundo de una “nueva burguesía” no prevista por él, que
rompió el compromiso cristiano-burgués del pasado. La fórmula a veces pronunciada, pero con

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más frecuencia vivida sin conciencia clara, de la irreligión contemporánea es la siguiente:


“vivimos en un mundo nuevo, separado del pasado por un fractura radical, en el cual ya no se
encuentra el problema de Dios”.

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El progreso científico y tecnológico que caracteriza a la sociedad moderna, en comparación


con las tradicionales, sustituye el pensamiento de normas eternas a las cuales se debe
obediencia con la idea de técnicas adecuadas para un dominio cada vez mayor de la realidad;
así, el futuro no será la repetición del pasado, y en cuanto adquiere este carácter de ser otra
realidad y de hecho nueva, sustituye al más allá. Es visible, en esta posición de progresismo
laico, el sustituto “feuerbachiano” de la revolución marxista, sustituto que pretende eliminar de
ésta los aspectos teológicos; respuesta de una burguesía “nueva” (está de más decir que lo
“nuevo” no tiene para el que escribe significado alguno de preeminencia de valor); de una
burguesía que ha sabido renovarse y adquirir, en la traducción sociológica, el carácter positivo
presente en el marxismo mismo.

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Con todo, el hecho curioso es que la hegemonía cultural del progresismo laico se extiende a
sectores sumamente amplios del pensamiento católico. ¿No es frecuente —y sobre todo ha
sido así en los años anteriores— el disentimiento en cuanto a la necesidad de adecuar el
cristianismo a la “modernización”, “desmitificándolo” (liberándolo de las encarnaciones en
formas culturales y prácticas de sociedades que han perecido, de los compromisos con la
metafísica griega, etc.)?
El alma del poco recordado Augusto Croce podría sentirse satisfecha. En esa cultura católica
que experimenta hoy la mayor difusión se produce el fenómeno por él previsto del paso del
pensamiento metafísico al pensamiento sociológico. Además, filosóficamente tendría razón:
aislada la fe de la metafísica, resulta de hecho necesario hablar de una eutanasia de la misma.

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No basta hablar del cientismo como hybris de la ciencia. Si se elimina la dimensión


metafísica, es inevitable y lógica consecuen cia la absolutización de la ciencia, y por
consiguiente el paso al cientismo. En esa perspectiva ya no queda lugar para la fe; no se ve
cómo los dictados de Revelación puedan insertarse en un alma cerrada a ellos. El proceso
progresivo de extinción de la religión se torna así irreversible.

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La tesis sobre la cual tengo el propósito de trazar aquí los primeros lineamientos es la
siguiente: la revolución mundial y total que se encontraba en el programa comunista no está en
curso (como piensan los comunistas) y tampoco ha fracasado (como piensan los diversos
sostenedores del “dios que ha fracasado”). Hay que decir que a la vez ha triunfado y fracasado.
Ha triunfado porque efectivamente ha cambiado el mundo, determinando en el Occidente
mismo mutaciones intelectuales y morales de enorme alcance; ha fracasado porque ha
terminado en la más gigantesca heterogénesis de fines, como nunca se ha producido en la
historia.

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¿Cuál es, sobre todo después de la revolución francesa, el programa del pensamiento
racionalista laico, sino la liberación del hombre de la dependencia, dependencia ante todo del
Dios creador? Ahora, fue Marx quien concibió esta idea a fondo, hasta las últimas
consecuencias.

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Al aislarse de este modo el marxismo teórico, resultaba —y resulta— necesaria la búsqueda


de su conciliación con formas de cultura constituidas de manera totalmente independiente del
mismo, y así tuvieron lugar las diversas tentativas de armonizarlo con el iusnaturalismo, el
neokantismo, el positivismo, el evolucionismo y más recientemente con el existencialismo, el
psicoanálisis y el estructuralismo.
En relación con todas estas tentativas, son indudablemente válidas las reacciones de Lenin y
Gramsci, que vieron en ellas formas de involución del marxismo en el pensamiento burgués.
En realidad, la última de las Tesis sobre Feuerbach, tan conocida, según la cual “los filósofos
sólo han interpretado el mundo de distintas maneras, pero se trata de transformarlo”, ya está
refiriéndose a la diversidad de acuerdo con la cual debe estudiarse y apreciarse la filosofía de
Marx. La revolución comunista, como hecho práctico, solo puede interpretarse a partir de la
filosofía de Marx, y viceversa, esta filosofía sólo puede juzgarse a partir de la realidad a la cual
ha dado origen.

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Pienso que es posible probar que la historia contemporánea, visualizada en su totalidad, es al


mismo tiempo la realización del marxismo y su derrota. Y además el marxismo no podía
realizarse sino de la manera precisa como se realizó, de tal manera que se puede decir que su
verificación práctica existió y al mismo tiempo lo desmintió.

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Me es grato aquí recordar lo escrito recientemente en su hermoso libro, titulado El mundo


contemporáneo, por Ernesto Galli della Loggia, un erudito de orientación laica. Con la difusión
del modelo occidental, se produjo el “ataque más contundente nunca visto a la tradición… de
esta muerte del pasado propiamente tal, de este marchitamiento del legado vital de la tradición,
dieron amplísima y creciente prueba en los últimos cuarenta años las sociedades
occidentales… Dada la posibilidad, para individuos y masas semejantes, de enfrentar un futuro
con todas las interrogantes y problemas que en estas páginas se ha procurado ilustrar, y no

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salir de ahí triturados y definitivamente trastornados, probablemente está en juego la suerte de


la civilización de una parte del mundo, es decir, de ese Occidente, destinado en este caso
como en tantos otros a exponerse a una difícil lucha con los frutos envenenados de sus propias
siembras”.
“Muerte del pasado”, es decir, lo que hoy, con una palabra que se ha puesto muy de moda,
se llama “nihilismo” (“desvalorización de los valores hasta ahora considerados supremos”), es
decir, “fin del mundo común de los valores como sistema unitario de referencia para las
conciencias” o “pluralismo de los criterios morales”: las causas principales de la difusión de
este fenómeno deben buscarse en la difusión que tuvo el pensamiento marxista en la segunda
posguerra. La famosa “crisis de los valores” occidental, de la cual se habla desde hace tanto
tiempo, no habría existido, o habría existido, pero en forma contenida, sin la sacudida del
marxismo. Si bien éste ya no alimenta hoy una fe revolucionaria, las negaciones filosóficas
pronunciadas por el mismo se han incorporado a los juicios actuales. Pensemos en la difusión
de palabras como “alienación” (que por lo demás designa un fenómeno real, pero distinto en su
forma actual al descrito por el marxismo), “mistificación”, “falsa conciencia”,
“desenmascaramiento” o la misma “realización” u otras expresiones que si bien no fueron
acuñadas por el marxismo ortodoxo, se sitúan en su estela, como “desmitificación”, “escuela de
la sospecha” o “técnica de la desconfianza”.

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El laicismo occidental se presenta hoy ya sea como concreción del marxismo teórico o con
más frecuencia como alternativa proveniente de su reducción a ideología adecuada para
promover el proceso de modernización en los países subdesarrollados. No es así: es un
aspecto de su descomposición, de una descomposición del marxismo teórico que es necesaria
y constituye su desenlace histórico.

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Desde el punto de vista de esta extensión completa del materialismo, no se puede hablar sin
embargo, de una conciencia moral única y la misma para todos (…). El materialismo occidental
coincide moralmente con el egocentrismo total, en el sentido de que todo adquiere significado
únicamente para aquello que puede llegar a ser instrumento de afirmación del sujeto en
particular, en el sentido egoísta, y que recíprocamente puede subsistir únicamente en cuanto

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sea utilizado por otros.

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Nihilismo, egocentrismo y materialismo constituyen una sola cosa. La llamada democracia


occidental tiende a identificarse en suma con el dominio de la fuerza y la forma anárquica de
este dominio, y no se puede decir que Marx no hubiese tenido una visión acertada al
caracterizar el desenlace de la sociedad burguesa; pero se trata de una sociedad que el
marxismo no está en condiciones de revertir, donde ha contribuido más bien a estabilizar las
condiciones para su desarrollo en el más alto grado.

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