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INTRODUCCIÓN

1.3 La cultura y su gestión

por Pedro A. Vives Azancot

La cultura como bien común puesto a disposición de la ciudadanía es un resultado del estado de bienestar. Su gestión se
ha hecho necesaria, pero se incorporó con retraso a las políticas públicas y a las estrategias privadas, por lo que su
normalización no ha sido completa. Ante los retos de la mundialización y el neoliberalismo la gestión cultural es un
campo profesional abierto a reflexión sobre su praxis y sus objetivos.

Consideraciones

En la historia los mayores y más duraderos éxitos a la hora de inducir, establecer y preservar universos simbólicos y
prácticas de mediación basadas en ellos, se han debido a las religiones o, más precisamente, a sus iglesias. La de
creencias ha sido y es seguramente la «gestión» más eficiente, eficaz y rendidora entre las emprendidas por las
sociedades históricas y probablemente lo sea aún en las actuales. De modo que la cultura, ¿debiera mirar con ojos
analíticos y deductivos tan secular modelo, habida cuenta la concordancia funcional y trascendental de ensanchar y
difundir el conocimiento en sus diversísimas facetas? Leyendo a Émile Durkheim o a Max Weber se está tentado de
responder que sí. Mas la idea del gestor como pastor de ideas o predicador del ingenio o confesor de insolvencias —a
veces parece que lo estemos viviendo— presenta un problema: si en el horizonte de las creencias anida una sumisión
frecuentemente fatalista, en el del conocimiento habita la libertad de opción. Así que en el horizonte de la cultura el
gestor está predestinado a ver descarriarse lo mejor de su aprisco, a ser desobedecido, ignorado incluso...si ha hecho
bien su trabajo: conviene vivir advertido.

La idea de gestión asociada a la cultura remite primordialmente a la contemporaneidad de ésta y debiera hacerlo además
hacia esa indisociable libertad de opción. Porque de la cultura se gestiona la tensión obligada entre conocimiento
heredado, su engarce en el presente y la proyección a futuro. Para el caso, gestión o gestionar (véase el DRAE) es
administrar esa tensión considerando alguno o varios planos de su necesidad: por un lado una lógica percepción de
conocimiento que sucede en cada manifestación de lo que intuimos como cultura, pero también la atribución de valor
«actual» a la manifestación misma, así como una identificación de su provecho para la vida social y política. Se da en la
gestión también la comprobación de una viabilidad material, económica, fáctica, y una operatividad comunicacional del
hecho cultural; y, en fin, se administra además la capacidad de hacer concreto el programa, el evento, la actuación de
turno. Al final de todo lo cual está la elección libre ante la propuesta de conocimiento, ante su actualidad, su utilidad,
etc.; a ese final —o albur— de la gestión es muy probable que lo consideremos subjetividad.

A renglón seguido en la cultura y su gestión cobra relevancia la posición ideológica desde la que se aborda porque
puede primar uno o más planos de los señalados en detrimento de los otros, o incluso anular alguno negándolo. De
manera que la gestión induce, quiéralo o no casi siempre, un grado de significación de la cultura en la vida de cualquier
colectivo que viene a traducirse en que o la posterga o la vacía, la sobrevalora o la satura, pero siempre en la
organización del sistema social —de donde diagnosticamos, hace un siglo tal vez, que se trata de gestión conservadora
o progresista del conocimiento—. Este emplazamiento de la gestión —y del gestor— en la politeya en su sentido
genérico es más importante de lo que solemos conceder, porque en él se dan los conflictos básicos entre tradición y
modernidad como paradigmas que pretendieran sancionar el sentido vital de las sociedades concretas; es importante
porque ninguna modalidad de gestión, ningún gestor por equitativo que se fuerce escapa a las consecuencias
polarizadoras de tales conflictos.

Sobre esa base se proyecta además en la gestión el horizonte cultural al que se dirige —horizonte territorial
comúnmente— porque, según sea el alcance, exige que aquella contenga mayor o menor calado estratégico y que los
objetivos que se tracen puedan abordarse con mayor o menor grado de intermediación. En el extremo de horizontes más
amplios se encuentran las políticas culturales (regional, nacional, internacionales) que forzosamente requieren
perspectiva de estrategia para no dejar su gestión en mera administración de hechos de la cultura; en el lado opuesto
cabe localizar la gestión concreta —privada y pública— de cultura local, barrial, la de infraestructuras, la em-presarial
también, que no puede prescindir de alcance estratégico aunque éste siempre estará subsumido en marcos de actuación
exógenos. Entonces, en este punto de la gestión de cultura, llega la hora tal vez de hacerse preguntas acerca del cambio;
es decir, sobre que género de relación o impacto o efecto tiene o ha de tener la cultura y su gestión en la transformación
del universo social en que opera y en su sistema. Cuando menos, ha de ponerse la vista en algún efecto respecto a la
igualdad ante el conocimiento; igualdad o equidad siquiera. Las respuestas no tienen que ser forzosamente positivas,
porque en la agitación cultural se aprende que un cambio puede ser de índole retrógrada en términos socio-políticos,
bajo el oropel que el sector es capaz de desplegar: hubo y hay vanguardias como huevos de serpiente. Si alguna gestión
se considera eximida de reflexión ante el cambio, debiera asumir que está abocada a ser engullida en las
transformaciones del devenir social y que habrá sido responsable de futilidad eidética en el escenario por llegar.

Antes se ha apuntado la trascendencia de tradición y modernidad como polos de posible, si no seguro, conflicto en la
concreción de la cultura, en su gestión por tanto. A poco que se repasa la historia a través de las artes plásticas, la
música, el arte dramático, la televisión o el cine, etc., se adquiere una conciencia clara de que esos dos paradigmas
genéricos no son dicotómicos ni mucho menos: son más bien simbióticos. Pero su traslación a lo concreto, que es
materia de la gestión de cultura, hace difícil transmitir dicha simbiosis porque la actuación, la materialización de la
cultura en tiempo y espacio acotados, pocas veces cuenta con lugar para el discurso aclaratorio; sólo ciertas
exposiciones, estudios preliminares o ensayos pueden extenderse y hacerse accesibles acerca del continuum en que
tienen lugar ideas, hallazgos o propuestas. En síntesis, el acercamiento del destinatario común a la riqueza encerrada en
la relación de tradición y modernidad es un servicio habitualmente obviado en los resultados por su laboriosidad, por su
exigencia de sobre-atención, por la elevación de costes que suele suponer, lo que hace que sólo esté presente en
productos bien financiados y casi nunca con una llamada de atención oportuna. Si además se considera que el enfoque
político más extendido en Occidente lleva atrapado décadas en la segregación de «lo culto» y «lo popular», «lo actual»
y «lo consabido», la cultura que llega a los ciudadanos aparece casi sistemáticamente escindida por una caprichosa línea
entre lo vigente y lo caduco, sibilinamente amparada por el posicionamiento ideológico anteriormente aludido.

De ahí que en la gestión cultural, y en otras reflexiones, llevemos tiempo orbitando en torno a una inquietud: la
tradición, ¿es en sí retardataria del progreso, del desarrollo, del cambio social? —nos preguntamos menos, mucho
menos, si la modernidad es per se mensajera de un progreso efectivo, en el plano que fuere—. Y no tenemos una
respuesta o un razonamiento suficiente. La tradición y más explícitamente las tradiciones en cada sociedad concreta
parecen partir de un cúmulo de ventajas al transmitir una idea de cultura, todas las cuales estriban en una simbología
asentada en el proceso de socialización y, encabalgada en ella, en la costumbre como vía de partici-pación. Esto haría
que lo tradicional allanase la percepción de un conocimiento explícito, de una erudición integradora —al contrario que
una erudición elitista o percibida como tal—, de una aptitud cultural en el contexto social inmediato que hiciera
innecesaria, aun indeseable, cualquier equidad nueva ante el conocimiento. Sucede que la simbología no es inmutable
en el imaginario, que de hecho pierde o varía sus contenidos arquetípicos y que frecuentemente acaba en estricta
representación; queda entonces subsumida en la costumbre frente al cambio, como garantía de un conocimiento seguro,
compartido, socialmente funcional pero estacionario.

Esto último es radicalmente distinto de la tradición como raíz creativa, como experiencia colectiva desde la que el
artista extrae precisamente símbolos y significados con los que explorar y hacer reales formas nuevas. O para contrariar,
desnudar y degradar, con semejante fin, la idea heredada por medio de símbolos. Una y otra posición del creador
respecto a la tradición son mimbres de la historia del arte, de la literatura y de la música. Pero no siempre la gestión de
cultura cuenta con capacidades para poner a disposición de los destinatarios un marco lógico del conocimiento universal
en el que diluir las dicotomías. La gestión cultural opera, por así decir, con hechos consumados, programas limitados en
su alcance, espectáculos listos para su disfrute, propuestas cerradas que vienen con la etiqueta de innovadora,
provocativa, o consagrada; o tradicionales. Comprensiblemente los auditorios ilustrados, o predispuestos al mensaje
innovador, facilitan una gestión cultural embelesada con una hipótesis de avance, con la ruptura, el cambio y aun la
utopía, sin que importe en tantas ocasiones lo reducido de sus miembros: es un bucle irresistible. Pero eso lleva a una
realidad contemporánea no poco distorsionadora de la cultura: la fiesta, las celebraciones, costumbres y hasta cualquier
manufactura pre-tecnológica —no digamos ya pre-industrial— quedan en la esfera de la tradición y, por ende,
administradas desde otra gestión más popular, menos sofisticada, más accesible por mor de la costumbre, más del
pueblo: una cultura partida por gala en dos.

Incertidumbres o advertencias

Situándonos en una perspectiva teórica la gestión busca concretar la cultura manejándose en tres planos operativos: un
primero territorial que acaba por tener contenido político, un segundo sectorial que aborda el despliegue
fenomenológico del conocimiento concreto, y un tercero de índole infraestructural que administra el desarrollo
funcional e institucional de la cultura como sector de actividad. A esos planos básicos los interfieren variables
ineludibles del sistema en que la cultura se produce. Variables económicas —las más prominentes en lo cotidiano—, de
relaciones sociales, interterritoriales e interinstitucionales, intersectoriales y, por resumir, hasta del nivel de lo
internacional. Ahora bien, un posicionamiento teórico como este, que nos permite abstraer mimbres elementales de la
gestión de cultura, es heredero de un proceso histórico específico, pues la gestión cultural es hija —tardía, desnutrida y
malcriada— del siglo XX, especialmente de su segunda mitad, aunque es sabido que pueden alegarse antecedentes
remotos que, con buena y erudita voluntad, nos retrotraen al tiempo de los monasterios, al mecenazgo renacentista y al
barroco, a los salones ilus-trados o, claro está, siempre a la imprenta, a la gestión orquestal, a los primeros mar-chantes,
y un puntual etcétera. Es heredera decía, esa óptica teórica, de todo ello. Y más.
Pero sucede que la cultura es conocimiento en tiempo y espacio; el espacio resulta un gran alimentador de catálogos y
clasificaciones; el tiempo, además de ello, es el gran tahúr de los cambios, de las desmemorias y la incertidumbre. Esta
gestión cultural de la que ya tanto podemos decir y asegurar es hija también de una larga coyuntura de expansión de su
sector; y de sus contenidos, cosa más importante. Pero ahora sin embargo, ¿la cultura representa un sector en
expansión? Lo que entendemos y sabemos de la cultura y su gestión procede de un criterio de bienestar, y otro de
equidad, gestados entre 1950 y 1970 aproximadamente con un estancamiento y deconstrucción que llegaron hasta la
última década del XX, según dónde y cómo. En esa secuencia temporal se ha inventado —reconocido— y construido
—formalizado— la gestión de la cultura aceptándose paulatina y rácanamente que ésta constituye un sector de actividad
a la postre productivo e integrador —fuera de la civilización del bienestar, conviene decirlo, no se reconocía ni
formalizaba una gestión de cultura como función necesaria—. La herencia de esa etapa relativamente larga implica
algunas cosas a tener presentes ahora y quién sabe si de cara al futuro.

Por un lado la gestión cultural ha llegado a constituirse en un paradigma para las sociedades occidentales, mejor o peor
avanzadas, que viniera a rematar la «gran construcción» de una civilización rica, compleja y evolucionada, y cuyo
objeto ha industrializado segmentos importantes de su fenomenología compleja. Gestionar la cultura, y hacerlo bajo
supuestos lógicos, orgánicos, incluso científicos desde ciertos ángulos, se nos ha convertido en un síntoma de
modernidad, de madurez y solvencia crítica. No importa que los principios, las metodologías y las prácticas lleguen a
parecer dispersas, o que las acotaciones de universos destinatarios de la gestión ocupen un postrero lugar entre las
prioridades, lo relevante es que gestionar cultura parece certificar un escalón satisfactorio de progreso que, por demás,
fija distancias respecto de sociedades estancadas si no fallidas.

Pero a la vez esa misma gestión de cultura parece tratarse de una exigencia de la contemporaneidad postergada en el
estado de bienestar, retrasada en él su implantación y acomodo, por lo que en el retorno liberal a las políticas
occidentales ha quedado trunca, incompleta, falta de engarce cuando menos como función pública. Incluso puede
decirse que el peso de la cultura y su sector se ha incorporado de forma muy imperfecta, muy parcial, a la nueva
hegemonía del mercado y del capitalismo especulativo: la gestión cultural en la órbita de lo privado sólo se diferencia
de sus prácticas más añejas en las escalas y volúmenes de recursos puestos en juego y en los discursos envolventes con
que se presenta solidaria o responsable, pues por lo demás sigue siendo opaca, socialmente enajenada, dependiente de
márgenes de beneficios y artimañas fiscales. Estas percepciones contradictorias a primera vista —pero nutridas por un
creciente número de situaciones reales— sitúan ante un ámbito de actividad en el que no cabe o no es recomendable una
estricta asepsia. La gestión de la cultura en nuestro tiempo y entorno enfrenta un sector desarticulado por criterios
muchas veces espurios y casi siempre cínicamente desideologizados. Mientras la lógica del mercado desagrega,
promueve o arrincona, encumbra o estigmatiza productos, prácticas y resultados de ahora o antes según qué moda o
conveniencia, cultivamos un discurso añoso que sanciona la primacía espiritual de la cultura como axioma de nuestra
civilización. Y bien, ¿lo es?

El deterioro acelerado del bienestar a manos del liberalismo económico está llegando a descomponer escenarios que
todavía nos son familiares y con ellos cuantas ideas hayamos tenido por axiomas. Para la cultura contemporánea,
todavía, el escenario genérico soportado por la idea de su primacía espiritual viene a ser un marco de comprensión de la
cultura misma como factor básico, subyacente, de lo real. Y esa es la justificación de la necesidad de cultura para el
bienestar: explica el relato histórico de las bondades de la educación, la salud, la seguridad alimentaria, etc., para
desembocar en una sociedad avanzada. Mas, si se descabalga al bienestar de nuestro futuro, ¿qué va a explicar la
cultura, qué realidad se soportará en ella?; ¿qué o para qué habrá que gestionar cultura? Ahora pensamos —
¿pensamos?— confiadamente que la conectividad, la red, lo global es lo que cambia y/o cambiará la cultura, de manera
que no se justifica una impaciencia reflexiva. Pero eso será lo de menos, porque nos remite a cuestiones de forma y de
formato, de soporte. Qué pasa si la cultura decae en su función social, si la apartamos de la mera idea de confort
personal, si asumimos que todo su rol o su potencial depende acaso de nuestra destreza tecnológica; por ejemplo. Más
por ejemplo: ¿qué vigencia podremos augurarle a una simbología heredada a través de las artes si ha de primar lo
interactivo sobre lo reflexivo? Si Weber señaló en 1921 el influjo de ciertos ideales religiosos en la constitución de una
mentalidad, de un ethos económico propicio al capitalismo, ¿nos estamos asomando ahora por influjo tecnológico hacia
otro ethos también capitalista, pero simbólica, culturalmente sometido al estigma de lo global y llamado a excluir
tiempo y espacio de la concreción del conocimiento?

Las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) parecen estar proporcionándonos el relevo de las verdades
reveladas: las certezas conquistadas. Y sobre todo certezas, o criterios de verdad, puestos a disposición universal
aunque con peaje mercantil y condición de infraestructura. Gestionar una cultura crecientemente articulada por las TIC
(es decir, por microelectrónica, software, robótica e Internet) ha de consistir, también progresivamente, en la gerencia
de una suerte de conectividad en la que el conocimiento pudiera ir soltando el lastre de ataduras espaciales y sambenitos
de contexto temporal; la incertidumbre estará en intuir el ritmo, las pautas y las consecuencias funcionales de algo así.
Se viene anunciando que de ahora en adelante —seguro que desde anteayer sin que lo supiéramos— el empleo se acota
a partir de unas sus reglas operativas mediante un Grado de Algoritmización/Automatización que, si es alto, implica
menor intervención humana y viceversa. Si pensamos que los empleos con un nivel bajo de dicho Grado se refieren sólo
a tareas más físicas y a las de mayor componente cognitivo nos estamos equivocando, porque parece que la
disponibilidad de recursos en red está bajando el dichoso Grado en empleos basados en el manejo digital y, por tanto,
deshumanizándolos. ¿Podría ser el caso de una gestión cultural confiada en la diversidad en red, en la accesibilidad a
información y datos?

La digitalización de la vida económica y laboral está cambiando los conceptos de productividad, de puesto de trabajo,
de empleo propiamente —¿añejamente?— dicho, la percepción del sistema social e incluso la de estructura económica,
a partir de la generación y obtención de crecientes beneficios sobre bases estrictamente virtuales. Sin duda las llamadas
«redes sociales» son el paradigma proverbial de enriquecimiento sin producción, de negocio sin producto y, lo que es
más inquietante, paradigma de mentalidad participativa sin objeto u objetivos organizados. Ya Keynes y Schumpeter,
cada uno en su momento pero ambos antes de 1960, advirtieron de los efectos de la tecnología en la destrucción de
empleo y de su dudosa capacidad para reponerlos con otros nuevos; pero además de eso lo que ahora las TIC nos están
proponiendo es una idea de libertad capaz de prescindir del aprendizaje, del conocimiento en suma, pese a reivindicarse
como cima de la evolución de éste. Nos queda aún el discurso acerca de los contenidos; pero estos contenidos parecen
abocados a ser factor secundario del producto virtual frente a la primacía del soporte, la conexión y la interactividad. En
este cada vez menos hipotético escenario, ¿requiere la cultura una gestión o su gestión digital? Rotunda y/o
resignadamente, sí. Lo incierto es hasta qué punto esa dimensión ha de prevalecer sobre cualquier otra (social, estética,
infraestructural, etc.) de las que hemos heredado y conocemos.

Si las TIC suplantan o destruyen o postergan también el concepto de mediación que hasta ahora hemos entendido y
manejado, la gestión cultural habrá de experimentar alguna transformación porque su carácter de mediación eidética,
simbólica, identitaria, universalizadora en la politeya habrá de adaptarse o desaparecer; o reducirse a lo anecdótico.
Vista desde la actualidad, esa mediación cultural es o ha sido inevitablemente pre-tecnológica —incluso pre-industrial,
cabe pensar— y requeriría de aquí en adelante un salto conceptual, una mentalidad nueva adaptada a las oportunidades
de la era digital cuyo principal límite sería no desembocar en robótica —no es broma: hay robots que responden,
informan (?), conducen una supuesta conversación—. Al fin y al cabo el sector cultural y su gestión han sido
precursores y acompañantes de neoliberalismo y tecnología: desconfianza de sus segmentos más socializadores e
industrializados (edición y cine), desparrame de servicios, entusiasmo emprendedor, flexibilidad laboral y precarización
de sus empleos, opacidad fiscal y blanqueo de fortunas. Todo ello ahora enmascarado en globalización, en escapismo
digital que emplaza a la creatividad en una utopía de redes ensalzando una libertad e independencia con visos de tele-
trabajo. Ese salto, o mera evolución al compás de los tiempos, tal vez libere a la gestión de cultura del ethos económico
tan ajeno y que tanto la agobia; podría también emanciparla de miserias ideológicas y ligaduras piadosas que han
desvirtuado la libertad de creadores, alienado la de ciudadanos y vuelto mostrenca la de responsables de políticas
públicas. Un salto «en la dirección correcta» de la mundialización.

Proposiciones

Pero la gestión cultural no debe acomodarse acríticamente en oportunidades tecnológicas. No debiera aceptar como
cambio devenido el escenario de la crisis neoliberal ni permanecer neutral o desdeñosa ante retos pasados de moda
según qué insidia. Si bajo una óptica de individualismo el objeto de la cultura queda satisfecho en la necesaria libertad
de opción, el enfoque social más básico sigue señalando que ese mismo objeto comporta un imperativo funcional:
opción para ser más libres precisamente y para ejercer en mejores condiciones esa libertad. Entonces, y ya que la
tecnología nos proporciona mejores herramientas, la cultura no puede descartarse entre las tareas de lo colectivo a
efectos de dicha funcionalidad; pero además, como procedemos de una idea de bienestar que nos ha transmitido qué
metas y qué renuncias hacen posibles una mejor vida en común, no cabe gestionar sólo desde los recursos obviando las
circunstancias concretas en que la persona se sitúa en el conocimiento, en la cultura, en la trama de su sistema y en el
abanico de sus expectativas.

Esto último implica para la cultura y su gestión la exploración de un contexto humanista que ubique al hombre en el
centro de las cosas; aun asumiendo el problema de dilucidar qué implica humanismo en tiempos digitales: si sólo es una
forma de crítica a la modernidad reciente o, como insinuaba Manuel Cruz, simplemente un objetivo del pasado con el
que ahora se revela nuestra impotencia. Cabe pensar que en la contemporaneidad la cultura parece reclamar humanismo
al tiempo que lo obstaculiza, lo percibe inhábil frente a las complejidades tecnológica y política; cultura y humanismo
sugieren hasta ahora una desiderata cándida e impotente frente al desdén por el conocimiento gestado en la desigualdad
sin retorno, en una desigualdad conectada, interactiva y cuantificable pero nunca presentada como frustración cultural
—los «chavs» de Owen Jones—. Desigualdad que alimenta nuestra carencia de una «razón común», como ha señalado
Antonio Campillo, con la que afrontar los retos y riesgos de vida, convivencia, libertad y supervivencia misma de
millones de seres humanos. ¿Sería esa «razón común» el contenido primordial del humanismo de aquí en adelante, la
manera de colocar al hombre, a la humanidad como eje de la cultura?
Y a su vez, ¿qué comprende ahora la humanidad? La suma diversa de la especie no puede abstraerse de sus logros como
tampoco de sus errores. Gestionar cultura no puede atenerse a la celebración del homo sapiens ni del homo ludens
hurtando analógica o digitalmente —tanto daría— las deudas de alienación que han desembocado en desigualdad, o
proponiendo que sea viable el futuro devaluando e ignorando los aprendizajes intelectuales del pasado. Si la cultura se
enfrenta hoy a una mundialización capaz de maquillar las improntas sociales, religiosas, políticas, laborales de una
alienación globalizada, su gestión puede que tenga que retrotraerse a un romanticismo con el que desafiar al márquetin
de verdades de esta otra —y cicatera— ilustración digital que nos ha traído hasta aquí. Humanismo entonces a la caza
de razón común, como rebelión, con las «humanidades» pero sin academia astringente, con más Grecia y más Roma
pero menos latín de tedeum. Humanismo como práctica ética en el conocimiento del hombre y su entorno, pero no
como paradigma moral; sin mística ni clave trascendente, sin premisas crédulas en un bien absoluto llamado a suceder
nunca. Humanismo con la persona y su libertad, de compromiso y no como asepsia ideológica esgrimida tantas veces.

Claro, se dirá, que una disposición humanista a salvo de chantajes éticos habrá que saber en qué tesitura, qué entorno y
con qué recursos será posible. Por lo visto hasta ahora, nada parecido será viable en un sistema social y económico
como el que hemos desarrollado y creído disfrutar, basado en lo que Pérez Yruela ha sintetizado como «la
insaciabilidad de las necesidades». Si además dejamos correr la nefasta confusión de bienestar con democracia, y
viceversa, la cultura seguirá siendo subsidiaria tanto para la sensación de confort personal como para la de convivencia,
y un enfoque humanista de su gestión resultará prescindible si no inoportuno. La gestión del mercado del arte o las
antigüedades, de las superproducciones escénicas o cinematográficas, de los grandes eventos, muestras y artificios
varios, no necesitarán humanismo alguno en corto ni largo plazo porque la economía descontrolada, los frenos
institucionales a las mayorías, las ententes mediáticas no habrán clausurado su modelo insaciable; en su derredor, las
TIC harán innecesario el humanismo para el videojuego y la interactividad misma —las bazas populares del modelo—
completando un círculo impenetrable: el de la cultura ascendida a la especulación. Su gestión será —ya lo es—
mercancía optativa en escuelas de negocios.

A pie de obra el avance liberal, y especialmente en su versión thacherista, ha constreñido la expansión de la cultura y
sobre todo ha minado en gobiernos y administraciones occidentales su oportunidad histórica y su viabilidad fiscal y
financiera. Para esa contención ha sido esencial presentar la cultura local y barrial, la de infraestructuras de proximidad
y la puesta en valor del patrimonio como gasto cuestionable del bienestar y como freno a la iniciativa individual o a un
saludable emprendimiento privado. En ese gasto, no obstante, había estado la base de un crecimiento, descompensado
por sectores sin duda, pero capaz de cimentar la simbiosis entre cambio social y crecimiento cultural —un desarrollo
cultural concreto—, sobre la que fue madurando la gestión de cultura. Como el escenario genérico resultante,
acrecentado por la crisis, es un retroceso neto de la oferta cultural y un empobrecimiento de los agentes, actores y
empresas más cercanos a la ciudadanía, la polarización eidética entre una cultura «culta y tecnológica» y otra «trillada y
estanca» ha tomado asiento para quedarse en la mentalidad de generaciones socialmente desubicadas y laboralmente
abatidas: la tecnología habrá de ser su link con el conocimiento.

La cultura y su gestión, entonces, pueden acomodarse a una formalidad metodológica conocida o rebelarse con sus
herramientas probadas y por descubrir. En el primer caso compondrá una gerencia más o menos eficaz de servicios y
productos de un ocio en pronosticable descomposición. En el segundo, con similar materia prima desde luego, gestionar
cultura puede jugar un papel en la recomposición del bienestar, en la devolución al ciudadano de su derecho a
modernidad, a contemporaneidad; podría, en alternativa a foros virtuales y quién sabe si virtuosos, restablecer para las
personas las letras y las artes como encuentro de ideas, de territorio y de tiempo. La cultura, sus símbolos, sus estilos
caducos, sus hallazgos superados, podría redescubrirse en calidad de necesidad saciada desde la que el hombre, y la
humanidad, consideren cuál vendrá a ser una razón común que reconozca errores e imagine cómo acertar la próxima
vez.

Para la Reflexión

 Gestión cultural / gestión de cultura: esas dos expresiones vienen a compendiar prácticamente lo mismo;
pero no está de más tener en cuenta algún matiz. Gestión cultural es la expresión generalizada en español para
referirnos a la profesión, o el oficio, de quienes se ocupan de la cultura en sus dimensiones tanto teóricas como
concretas; y no suscita dudas al respecto. Gestión de cultura puede proponer un paso más, el de abordar la
cultura como función social que compete a los gestores culturales, pero también fundamentalmente a
responsables de políticas y programas públicos —y que muy frecuentemente no tienen la gestión cultural por
profesión—; expresarlo así vendría a hacer alusión al problema de la cultura en la politeya, que va más allá de
las tareas de organización, selección, programación, etc., habituales de la praxis de la gestión cultural. En el
texto se ha procurado tener en cuenta este matiz, en todo caso complementario.
 A veces creemos estar seguros de qué significa lo que hemos heredado, qué implica para nuestra forma de
entender el mundo; pero los símbolos y sus significados han perdido con frecuencia su sentido y los
manejamos en una iconografía cerrada y doméstica en ocasiones de corto alcance. Es bueno tener a mano, por
ejemplo, el Diccionario de temas y símbolos artísticos ([trad. de Jesús Fernández Zulaica]) 2 vols. 2003.
Alianza Editorial) de James Hall, porque abre ventanas a raíces olvidadas, o ignoradas, a comprensiones de lo
real o lo imaginario que podríamos creer muertas, pero que nos constituyen, sin saberlo, de cara al futuro.
 ¿De qué hablamos cuando nos referimos al creciente desapego hacia la cultura, evidente en las clases más
desprotegidas de nuestras sociedades avanzadas? Owen Jones, en su ensayo Chavs. La demonización de la
clase obrera ([trad. de Íñigo Jáuregui]. 2012. Capitán Swing Libros) expone descarnada pero sistemáticamente
el caldo de cultivo de ese alejamiento en que los viejos destinatarios de la mejora espiritual, de la difusión de
ideas soñada por los gestores del bienestar, han quedado bloqueados ante una modernidad excluyente; y ante
una cultura que los descarta. Si la propuesta de O. Jones parece sesgada por específica, puede reflexionarse
también el alcance occidental de los descartes contemporáneos en la obra de Tony Judt, por ejemplo en los
ensayos de Algo va mal ([trad. de Belén Urrutia]. 2011. Taurus).
 Sobre lo incierto de los cambios laborales que vivimos a partir de la digitalización Gregorio Martín y Adolfo
Plasencia aportan reflexiones y datos de referencia en «Digitalización y desaparición de empleos» en Claves
de razón práctica, nº 231 (2013). Se refieren ahí a las implicaciones del Grado de
Algoritmización/Automatización (GAA), entre otras cuestiones. No está de más permanecer atentos a las
sorpresas que pueda deparar la «era digital» en la organización social, y a las adaptaciones —quién sabe si
impotencia— de la cultura.
 Se utiliza en el texto el concepto «politeya» que, de entrada, no recoge el Diccionario de la RAE, y no se usa
siempre con idéntico significado. En la sociología anglosajona de fines del siglo XX se asoció prácticamente al
estado, pero la politeya va más allá de la convivencia en el seno de las instituciones. Desde Aristóteles la idea
de confluencia de poderes (de la oligarquía, de los gobiernos, pero también de otras formas de organización de
la sociedad) ha invitado a pensar en una superestructura que da sentido —y moderación, según el sabio
griego— a la vida en común, que no se agota en lo institucional y que se expresa en participación: algo así es
la politeya. Al gestionar cultura uno no se libra en algún momento, o en muchos, de preguntarse en qué medida
su acción favorece o se inscribe en la politeya, es decir, si proporciona opciones de mejora a la participación, la
convivencia, desde luego más allá de los marcos institucionales. Nunca se debería rechazar una inquietud
como esa, aunque tantas veces un entusiasmo estético o las urgencias cotidianas inviten a pasar de puntillas por
el asunto.
 Sería ingenuo proponerse una bibliografía específica sobre «la cultura y su gestión». Habría que bucear en
monografías que, indirectamente, añadieran nombres y hechos a cómo se fue haciendo posible la música, la
arquitectura, las novelas, las ideas mismas: esa sería la sugerencia de investigación y lectura más ambiciosa
para quien se enfrenta a la gestión cultural. Como guía para esa búsqueda, podrían servir dos obras de Peter
Watson editadas en España por Crítica, Ideas. Historia intelectual de la humanidad ([trad. de Luis Noriega].
2008) y, sobre todo, Historia intelectual del siglo XX ([trad. de David León Gómez]. 2002).

Bibliografía

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VIVES AZANCOT, Pedro A. Bajo el signo de Narciso: (conocimiento, cultura y entusiasmo). Valencia: Trèvol,
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WILKINSON, Richard W.; PICKETT, Kate. Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva. Laura Vidal
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1.3.1 Concepto de cultura para la gestión

por Pedro A. Vives Azancot

La búsqueda del concepto de cultura es una tarea intelectual útil aunque no imprescindible en la gestión cultural. En el
ejercicio de dicha gestión sucede que la idea de cultura tiende a enfocarse conforme a pautas surgidas en la praxis,
haciendo del concepto una especie de percepción con vida propia, con certezas y dudas que le proporcionan sobre todo
un sesgo vital.

La búsqueda del concepto de cultura es una tarea intelectual valiosa aunque no imprescindible en el manejo de las ideas,
en la historia de éstas y en la proyección que tienen para la comprensión de lo real, lo imaginario y lo social. La gestión
de cultura es una función social relacionada con la percepción, el manejo y el disfrute de lo cognitivo y, a partir de ello,
con el desarrollo de la convivencia con vistas a mejorarla. Naturalmente esa búsqueda y esta función no sólo son
compatibles sino que su conjunción es del todo recomendable. Ahora bien, en el ejercicio más o menos prolongado de
la gestión cultural sucede que la idea de cultura tiende a enfocarse conforme a pautas de la praxis, a adaptarse en una
historia particular de prioridades, satisfacciones obtenidas, desencantos almacenados en la memoria, deducciones; una
historia con sesgo, llamémosle vital. Un enfoque así es sin duda resultado de una trayectoria intelectual concreta, pero
conviene tener presente que no siempre ha sido fruto de búsqueda entre las ideas y que en ocasiones ha venido a ser un
cúmulo o una síntesis de hallazgos, como se decía, en la praxis.

Para un editor la cultura está presidida por textos, traducciones y por supuesto erratas; para el músico por partituras y
concertinos inhábiles, grabaciones perfectibles, digitación sobre trastes y teclas; un actor puede concluir que la cultura
empieza y acaba en el mimo, pero también que es un trayecto de diálogos mejorables, ensayos, vocalización, y malditas
primeras filas vacías o, quizá peor, pletóricas de rostros impenetrables. En fin, detrás de cada afán viene por supuesto
«todo lo demás»: la cultura es infinita, con lo que cerramos satisfechos todos los círculos. Es sabido. Viene esto al caso,
porque el concepto de cultura para la gestión puede seguramente arrancar de una indagación en que la inquietud
personal del gestor asiente una base traída de aquí y allá, pero el paso del tiempo acaba mostrando que, si no cada
mañana, la vida profesional añade y quita, enriquece y simplifica, haciendo del concepto dichoso una especie de
percepción con vida propia, con certezas como corazas y duda e in-seguridad como disfraces: sesgo vital.

Se puede afirmar que cada gestión concreta de la cultura proporciona un concepto de ésta o, mejor, una base conceptual
en la que intervienen decididamente tiempo y espacio, experiencia y lugar, memoria e identidad: y, si se apura,
cualquiera de esos vectores puede ser invocado en plural. Pero antes y después la cultura seguirá siendo lo mismo: un
paradigma complejo pero de ninguna manera inabarcable. La cuestión es comprender el polimorfismo de la misma cosa
según sea analizada o percibida; para el análisis pueden seguirse, entro otros, los discursos de Milton Singer, casi ya
clásico, o el más reciente de Peter Burke, anotados en la bibliografía. Para la percepción debiera bastar la atención al
entorno, la crítica de propuestas herméticas, una básica inquietud social y el discernimiento acerca del legado y su valor
proyectivo.

El problema de la mentalidad

Cualquier percepción es garantía de subjetividad. Lo que no implica sistemáticamente el hecho de percibir es la


intervención exclusiva del individuo, del yo. Percibimos la cultura —y procedemos o no a conceptuarla— como
complejidad dada acerca de la cual pueden existir consensos del grupo y de la sociedad por extensión en los que
elaboramos «nuestra» idea de cultura —incluso una contra-idea de cultura, si fuere el caso—, consensos desde los que
podemos teorizar cómo la cultura es conocimiento —pero no «el» conocimiento, es decir, que no comporta género
alguno de canon inamovible o dogma exento de crítica—. Pero eso mismo lo constatamos en la praxis mediante ideas
apriorísticas de las que podemos pensar que son intuiciones, aunque seguramente se trate de ideas inherentes al proceso
de socialización. La cultura, en fin, la percibimos/intuimos desde la mentalidad. Aunque sea cierto que en el campo
cultural nos guste más hablar del imaginario porque pareciera una versión de la mentalidad ya contaminada por la
pulsión creativa; interpretación que convendría revisar desde sus orígenes en la historiografía francesa.

Lo relevante es que la mentalidad no es estática ni hermética aunque evolucione lentamente, diríase que
imperceptiblemente; más aún, ha de tenerse en cuenta que como resultado eidético e histórico es cambiante por
naturaleza e incluso, en coyunturas condicionadas por grandes traumas colectivos como grandes guerras o desastres
naturales experimenta cambios sustanciales, radicales incluso, que justamente invitan a la conceptualización de una
«nueva era», y que Occidente tiende a interpretar siempre en un sentido liberador, de progreso humano, cosa que
también cabría cuestionarse. Como quiera que sea la mentalidad comporta y desplaza en el tiempo estructuras
profundas de percepción e interpretación de lo real y de lo imaginario, de sí misma incluso: arquetipos, valores o
cualidades de lo real, pero también prejuicios y arcanos entre los que no deja de figurar la cultura misma.

La gestión de cultura no puede escapar a la mentalidad ni eludir sus factores constitutivos porque opera en ella y con
ellos, de manera que la conceptuación de la cultura por quien la gestiona ha de tener este punto de partida muy en
cuenta y saber preguntarse cómo es esa mentalidad, qué vectores eidéticos están presentes o latentes en ella. En
principio esa averiguación no parece dificultosa porque siempre es posible identificar un catálogo básico de lo que la
gente pensamos acerca de muchas cosas, cultura incluida. Pero esa operación elemental suele quedarse en una
observación con parámetros comparativos, en ocasiones incluso tangenciales, ya que recurrimos a fijar y contrastar
prejuicios, costumbres, gustos extendidos, modas entusiastas, tópicos o lugares comunes referidos a sectores concretos
de la cultura: hacemos un catálogo de valores asignados en la música o las letras o las fiestas, en positivo o negativo,
naturalmente. Además contamos con una herramienta relativamente reciente para cualificar lo que puedan ser meras
aquiescencias en el entorno social inmediato, como son los estudios estadísticos sobre hábitos y consumo, en nuestro
caso de índole cultural.

Los hábitos culturales que suelen medirse informan de tendencias cuantificables que sin duda están insertas en la
mentalidad, proceden de ella y la matizan a la vez. Tienen, eso sí, una fundamentación en la oferta y demanda concretas
y en un interés estratégico ligado a la materialidad de la cultura que, sin que ello implique minusvaloración, permiten
conceptualizar a partir de comportamientos socio-económicos metodológicamente contrastables pero no de las ideas
que subyazcan en ellos. Por ejemplo nos ilustran suficientemente sobre el gusto dominante, pero casi nada sobre el
gusto insatisfecho que no sabremos si la gestión podría paliar, revertir o compensar de algún modo. Nuestro enfoque
ante la mentalidad como contexto de gestión cultural es que nos hemos acostumbrado a aproximarnos estadísticamente
a sus síntomas pero no hemos dado un paso más, hacia una demoscopia que hurgue en el sentido precisamente de las
ideas comunes y nos acerque a los valores, tópicos, también variaciones de la «cultura» en cada universo social. Porque
es distinta la cultura que se consume o se usa porque está a disposición, que una cultura deseada, o esperada o sólo
intuida pero no accesible. Resolver este posible desencuentro de conceptos en relación a la mentalidad, ¿es misión de la
gestión cultural? Cada vez más, sí.

La mentalidad, como plano eidético compartido, alberga consensos acerca de qué contiene la cultura (por ejemplo, que
sobre todo es educación, o sensibilidad ante las artes, o sentido ciudadano), y acerca de las percepciones disímiles de la
socialización de la cultura misma entre diferentes tramos generacionales: los jóvenes andaluces, por ejemplo también,
consideraban hacia 2010 que contaban con más educación que cultura respecto de sus mayores, y los mayores pensaban
en sentido inverso de los jóvenes, que disfrutaban de más cultura pero que era peor su educación. Desde ese nivel tan
básico se constata que pueden existir significaciones distintas de conceptos según grupos de edad, hábitat, situaciones
laborales e incluso niveles de renta, conviviendo en los consensos constitutivos de la mentalidad.

La lente de los imperios

El único imperio para la gestión de cultura debiera ser el de la razón; pero sabemos que ese también acaba por estorbar.
La idea de cultura resulta ser un paradigma sometido a diferentes retóricas consecuentes con cada emplazamiento o
posición relativa desde el que se aborda; lo más frecuente es comulgar con un prurito de universalidad, prurito que a
veces es simple prejuicio, otras un verdadero complejo y hasta un afán de cuestionable consistencia: ¿por qué la cultura
ha de ser forzosamente universalista, corriendo el riesgo de caer en un holismo tan poco práctico?; como sea, cada
retórica establece un criterio de razón en la cultura. Lo cierto es que se conceptualiza o se acota la cultura a partir de
énfasis distintos capaces de presentar como esferas entreveradas lo que habría de ser concéntrico. La cultura adquiere
matices si se aborda desde una retórica estética que no termina de coincidir con lo que dice la de la socialización, o la
patrimonial, o la de relaciones entre pueblos y gentes; ya hay incluso una retórica del desarrollo para la cultura —coja,
porque la ciencia económica no ha tenido ocasión de dilucidar previamente la suya—.

El resultado más influyente de este fenómeno ha sido, en la segunda mitad del siglo XX, un concepto de cultura
mundialmente consensuado: el propuesto por UNESCO desde 1982 (Doc.1). Esa formulación de la cultura es, además
de sensata y prolija, un hito del hartazgo de Guerra Fría: todo, menos molestar. Si se lee y relee atentamente ese ya
famoso —y manido— texto asalta, entre otras, una pregunta capciosa: el mal y sus derivadas ¿no son cultura? Ese
consenso mundial, en todo caso, representa el mejor paradigma de un posicionamiento «imperial», globalizante, en el
que la cultura siempre sale bien parada y comprensiblemente transida de occidentalismo, cosa que no tiene por qué ser
un desdoro. Pero es una perspectiva poco práctica en el plano corto y singularmente en el de la gestión de lo inmediato,
porque contempla la magnitud diversa de sus dominios como causa suficiente para que su proyección o su visión
termine por ser excluyente, superior a otra cualquiera.

Como en la concepción de la historia de Toynbee, ese «imperio» arrastra un requisito de universalismo eclesiástico que
fije ortodoxia y heterodoxia, así como una implícita minusvalía de lo nacional, lo regional, que hoy trasladaríamos a
insuficiencia de la comunicación o lo digital ante el canon incuestionable de una «excelencia» apátrida, neutral. Porque
la excelencia, conceptualmente, propone una cultura fragmentada, huérfana de sistema, categorizada por un idealismo
optimista llamado a marginar, condescendientemente, lo pobre, lo feo, lo malvado, etc. también el localismo, la
imperfección, lo desafinado o lo desvaído. Para nada de eso último tenemos consenso cultural ni mundial, y la gestión
de cultura que opera en planos muy inmediatos se enfrenta a un concepto que siempre deja su realidad concreta en las
escalas menos o nada excelentes. Es, de alguna forma, una tiranía imperial con la que convivir.

La gestión estratégica —propia de las políticas culturales genéricamente— emplea en gran medida esa misma «lente»
de los imperios en su conceptualización del sector: necesita totalizar cuando menos la percepción que tiene de la cultura
que aborda y, de hecho, tiende siempre a construir sin proponérselo un canon. En realidad se trata de una idea de cultura
dominada por los desequilibrios propios del sector —artesano o industrial, tecnológico o no—, abrumada por la
respuesta de los destinatarios —audiencias, participación, aceptación— y condicionada, de primeras y de últimas, por el
marco de financiación. Si este último no alcanza para paliar las otras dos amenazas, la estrategia suele ampararse en dos
conceptos de índole tangencial: transversalidad y eficiencia. O lo que es igual: desvío de responsabilidad concreta y
apelación a buenas prácticas dables a regulación. No es necesariamente inocuo.

Ambos criterios son importantes en el enfoque político y teórico, pero su elevación jerárquica en la estrategia avisa
cierto grado de dejación e impotencia frente al «campo cultural». El lector, el espectador de cine o teatro, aun el
internauta, ¿qué transversalidad debe deducir, obtener o manejar en su disfrute de la cultura? Como consumidor y aun
actor de la cultura, ese destinatario, ¿precisa constatar una u otra gerencia, una u otra eficiencia más allá de la inherente
a su capacidad de acceso al hecho cultural y la disponibilidad de éste? Pero tales criterios parecen añadir a la política
cultural calidad teórica (conceptual) y objetividad funcional: cánones inapelables. La transversalidad infiere la asunción
de que la administración cultural no ha de ser capaz de respuesta al imperio de la universalidad que tiene por delante —
brillante excusa—, las buenas prácticas son el peaje colono a la añagaza utópica de la transparencia ante el campo
cultural.

Desasosiego del cambio

Cambio y persistencia constituyen un par dialéctico sin el que nada resultaría comprensible. En la cultura introducen el
necesario criterio de evolución del conocimiento y sus manifestaciones materiales, sin el que careceríamos de referentes
elementales acerca de qué hay que gestionar, de qué ocuparnos. De manera que la gestión de cultura está sometida a los
efectos de cambio y persistencia en su objeto de trabajo sea éste las artes plásticas, los videojuegos, la música, la
expresión cultural de un grupo humano, materializándose desde lo que solemos percibir como gestión cultural ágil,
adaptada a entorno y momento, hasta lo que tildamos de gestión cultural acomodada. Seguramente un concepto de
cultura sin requisitos de evolución —adocenada, que no forzosamente rutinaria— se alberga en la programación de
fiestas tradicionales o, en general, en una gestión particularmente apegada al calendario de turno. Frente a ésta, una
gestión inquieta, innovadora, se reclama como modernidad aunque también tenga que ver con el vicio de la
experimentación, de la incorporación a la moda, incluso con la provocación y la sorpresa.

Entre ambos extremos existen naturalmente multitud de grises y lo cierto es que, teóricamente, esas dos posiciones no
tendrían por qué dramatizar su apariencia dicotómica. Pero una práctica extendida en tantas administraciones ha
generado una escisión así entre una cultura de festejos y tradiciones y el resto insensata pero convencionalmente
desposeído de pasado. Es un error; estratégico sin duda; pero no da lustre corregirlo y la pulsión de contemporaneidad,
tan extendida en el campo cultural, parece haber reservado la cuneta del conocimiento a la tradición. Lo que late tras
una disfunción como esa en nuestra gestión cultural contemporánea es un agobio ante la incertidumbre del cambio, de
perder el compás de los tiempos; y un temor atávico a quedar atrapado en el acervo y, por ello, desmarcado de
«nuestro» campo cultural.

Pierre Bourdieu estableció el significado de «campo intelectual» como esfera autónoma de la producción de bienes
simbólicos, haciendo explícitas las limitaciones de cada uno de esos conceptos dentro del sistema social. Siguiendo esa
pauta, y considerando la producción no sólo de lo simbólico sino de sus materializaciones, venimos empleando la
expresión «campo cultural» para aludir al subsistema de relaciones (sociales) y realizaciones (económicas) que
protagoniza el sector de la cultura. No es preciso, desde luego, estar de acuerdo con este uso, pero aquí conviene para
extendernos en otra de las fuentes de diversidad de enfoque de la cultura: el entorno social concreto, su grado de
inmediatez y el influjo de su mediatización. Porque nuestro «campo cultural» se asienta por lógica en el sistema social y
se proyecta, por razón funcional, también en él. Empieza y termina, para entendernos, en la sociedad estructurada
aunque podamos interesadamente particularizarlo, aislarlo, con fines analíticos. Es en este campo así entendido desde el
que se elaboran y adaptan conceptos de cultura; este campo es el que va pautando matices, urgencias, objetivos
duraderos o no de la gestión: el que sugiere cuál es el núcleo de la cultura y dónde empiezan sus arrabales.
Qué género de cambio llega a perturbar la idea de cultura, es cuestión para la que no hay una clara respuesta. En
principio porque la percepción de cambio se trata, en la gestión, de un manejo a veces inmaduro de los plazos corto o
largo con que se proyecta. Pero tras lo incierto de la vigencia de los procesos y las cosas subyacen distintos modos de
alteración de lo real conocido: el cambio ético nunca parece previsible en plazo breve, aunque sí el giro moral al vaivén
de referentes de conducta; el cambio en la estética, aun en el acomodo formal, puede responder a turnos de moda, pero
la experiencia acumulativa de la cultura impide cualquier seguridad acerca de su poca o mucha durabilidad. El cambio
de los ciclos económicos, ¿altera los conceptos que maneja la cultura o sólo induce variaciones de condicionamiento
material, de viabilidad de los proyectos, de consumo, hábitos, estilos y nostalgias? —la economía, ni su historiografía,
jamás se ha interesado por sus efectos en la idea de cultura y recién ahora anota el peso del sector en la contabilidad
general—. El cambio social, sin embargo, parece inimaginable sin su correspondiente en la cultura, sin cambio en las
ideas, en el conocimiento; y aunque desde la sociología nunca se considere la cultura como sector de actividad sino
primordialmente como función social, cabe decir su viceversa: que no se imagina el cambio cultural, eidético y
material, sin que un conjunto social lo protagonice.

La cultura es función social primero porque ella aumenta o mantiene el grado de integración de un sistema social,
segundo porque es referencia objetiva de la acción social, y tercero porque explica los fines de esa acción en la
estructura social misma. De manera que la cultura se perturba con el cambio de la estructura, con las alternativas del
sistema social, como también puede ser disfuncional, es decir, erosionar la estructura, menoscabarla desde una «anti-
cultura» o «contra-cultura» en cuanto elaboraciones de negación del sistema mismo. Y esas son las coyunturas o
procesos en los que el concepto de cultura puede aparecerse inestable; en las que la gestión, especialmente la
comprometida con lo moderno, puede padecer desasosiego ante el cambio.

Si la gestión cultural se acomete desde un anclaje fuerte o dominantemente sociológico conviene considerar que esta
ciencia social —la que más ha aportado y debatido en torno a la cultura— arrastra una cierta dificultad para satisfacer
una idea de cultura practicable. Tómese como mejor ejemplo el concepto desarrollado por Giner para «cultura» (Doc.2)
para observar lo leve —y áspero— de la relación entre abstracción y resultado, entre esencia y manifestación con que se
maneja la sociología al conceptualizar la cultura. Y a continuación, medítese sobre lo relevante que es para la cultura y
su gestión lo diverso y lo concreto. Existe una cierta laguna conceptual entre cultura como función social y cultura
como sector de ideas, procesos y realidades concretas, que debe ser rellenada o suplida por el gestor de la cultura —si lo
considera de razón, desde luego—.

Hecha esta última observación, cabría preguntarse si es justamente lo imprevisible del cambio lo que suscita la pulsión
de modernidad, el afán por adelantarse al cambio en el sistema social, pero a la vez lo que también provoca el
aferramiento a la cultura acumulada, al sistema conocido. Es sabido —o no tanto— que la base consensual de lo que
asumimos por cultura en un sistema de convivencia se rompe o se escinde con el conflicto social, proceso éste en que,
en la escala que le corresponda, la gestión precisa adaptar criterios en consonancia con la realidad en transformación.
Dicha necesidad ante el conflicto remite al hecho básico de que la cultura no es en sí armónica y de que en ella
coexisten subculturas. El cambio mismo parece imponer o venir acompañado de una subcultura. Si ya la gestión
cotidiana enseña la diversidad de enfoques, ante la perspectiva del conflicto, y en él quizá la señal del cambio,
habremos de enfrentarnos al problema de la persistencia de ideas, de la rigidez de convicciones y de conceptos
perfectamente anudados: la incapacidad de adaptación, la resistencia a las transformaciones, hace de la cultura
practicada una subcultura de supervivencia. Sucede, con frecuencia, que a esa subcultura la etiquetamos de tradición.

Las edades de la cultura

De la cultura aferrada a la tradición estamos (casi) convencidos que está llamada a sucumbir. Pero, en general, la cultura
apegada al pasado, ¿retarda o tiende a retrasar el encaramiento del futuro, del progreso? Max Weber señaló que el
avance y el cambio social implicaba la sustitución de la «costumbre» lo que, de algún modo, ha dominado nuestra
manera moderna de pensar el progreso. Pero conviene distinguir dos vías de valoración de una incertidumbre que en
uno u otro momento aparece en la gestión cultural. De un lado, la valoración del progreso como transferencia histórica
positiva, o favorable, invita a pensar que los estadios del conocimiento ya explotados por el hombre no han de jugar
ningún rol «esencial» hacia el futuro, aunque a la vez la constatación del progreso mismo la efectuemos sopesando la
evolución del conocimiento hasta evaluar mejor el presente que el pasado, tarea para la que es imprescindible no
simplificar ese pasado, reconocerlo complejo como es. Por otra parte, si sucede —porque sucede— que el progreso lo
desligamos del conocimiento para asociarlo básicamente a una mejora material, entonces el pasado es simplemente
manipulable, una percepción celebrante. Un razonamiento lleva a la funcionalidad del pasado en la cultura; el otro a su
ineficacia y maleabilidad de cara a la transformación de la realidad. He ahí el conflicto entre tradición y modernidad
que puede llevarnos a una larga digresión sobre el tiempo en la cultura, que aquí no corresponde.

Pero ese conflicto entre tradicional y moderno revela en última instancia una insuficiencia de la función cultural, en la
que interviene no poco lo voluble del concepto de cultura así como la idea y el manejo de la historia. La Historia como
elaboración científica satisface sólo parcialmente el pasado como fuente de conocimiento; tratando de solventar esa
insuficiencia, la «historia cultural» ha propuesto una conjunción de comprensiones del pasado en la que la diversidad de
formas del conocimiento compongan una idea, lo más polifacética posible, del pasado intelectivo que nos compete.
Ahora bien, esa conjunción no llega al hombre contemporáneo con suficiencia, ni con equidad, porque sólo proporciona
a la minoría que la estudia y disfruta —el historiador, es de suponer— un pasado funcional, activo, en tanto que apenas
se proyecta en la memoria como para enriquecer la cultura en cuanto bien social. Es más, incluso la minoría que maneja
la historia cultural la introduce en la cultura como problema, como debate: o es una cuestión a dilucidar teóricamente, o
es sin más el recuento sistémico en el tiempo de resultados, sectores, segmentos de la cultura. Esto último acaba siendo
más tranquilizador. Aunque no resuelve conflicto alguno ni solventa la variabilidad conceptual en la gestión.

La gestión cultural precisa, en todo caso, una comprensión lo más extensa posible de las etapas evolutivas del
conocimiento, de las edades de la cultura y de la vigencia de cada una de ellas en la construcción de lo que es y ha de
ser lo moderno. Más que uno u otro concepto ambicioso de cultura, el pasado de cualquiera de las bellas artes arroja a
tal efecto más luz de la que solemos atribuirle. En la historia de cómo se difundieron y qué función acabaron
cumpliendo para la estructura social están muchas claves de qué entendemos por tradición y qué por hitos creadores.
Esas historias de la música, las artes plásticas, el cine o la arquitectura muestran, cada una y todas en el paradigma
general, que el campo cultural ha sido responsable de sucesivos y comprensibles alejamientos desde el «gusto
contemporáneo» respecto de sus sociedades coetáneas. Tildamos todo ello de historia de las innovaciones, de
vanguardias o modernidad en la cultura, pero solemos obviar que han comportado enajenaciones y descartes del
conocimiento y sus avances en la estructura social, fuera por insuficiencia sistémica de la formación, fuese por lo
sofisticado de lo nuevo respecto de la mentalidad dominante.

Como parte de ese mismo proceso se han envuelto en «tradición» manifestaciones estéticas o lúdicas o intelectuales,
que han atravesado distintas contemporaneidades y, sobre todo, gozado de difusión sostenida, espontánea o inducida,
pero que fueron descolgándose sucesivamente de la evolución del «gusto contemporáneo»: en eso, básicamente, ha
consistido su persistencia como tradición. Habrá que preguntarse entonces cuándo alcanzarán la condición de
tradicionales las pantallas, el iPod y la tableta y qué prodigios los habrán postergado de ese modo; o aclarar si la
estética neogótica y los zombis y las lolitas habían sido ya tradicionales cuando han desfilado ante nuestra vista
cansada; ¿cuándo una moda —neo o retro— se decanta en costumbre? Porque según sean las respuestas es probable que
obtengamos conceptos de cultura con fluideces varias.

Habría, eso sí, que despojar a la tradición de sus atributos de costumbre, no por desconcertar a Weber y a parte de la
sociología hasta llegar a Bourdieu, sino para incorporarla sin complejos a la idea y la gestión de una cultura
conscientemente abierta a cambio y persistencia. Porque hoy las TIC empujan a perseguir y encarar el cambio con
sentido de eficiencia de los soportes y eficacia de los contenidos: y acostumbrar-nos a eso podría hacer de la cultura del
futuro una rutina en la que no sabríamos si la tradición estuvo antes o estará por llegar. Venimos comprobando que, con
criterio tecnológico, las edades de la cultura conviven o coexisten en la modelación de mensajes; que las utopías
galácticas se tejen con medievalismo de garrafa, que la monotonía de acción se edulcora con escenarios y gualdrapas
del XVII para simular narrativa, que nos han convencido de que las piedras del circo romano ya eran antiguas cuando
las montaron: y que todo esto y más es nuestra modernidad porque llega en calesín digital. ¿Es preciso poner orden,
fijar conceptos desde la gestión de cultura, lo que sea que quiera decir eso según Millás?

Sería mucho pedir. Basta con estar avisados y procurar transmitir la cultura con algún aditamento de menos, la cultura
que incluye a la persona, la que no arrincona a uno u otra en prejuicios de tiempo muerto ni catapulta a aquella o éste
por sendas colgadas de precipicios. Pensemos que internet es ya más un hábito que una herramienta y que, a no mucho
más, será una vieja costumbre: ¿y tanto o tantas veces habrá cambiado el concepto de cultura cuando llegue esa
tesitura? Quienes se hayan ocupado de la gestión cultural hasta dicha fecha es de esperar que tengan por aclarar ciertas
dudas, que hayan acumulado un puñado de certezas, que reconozcan más cultura en «Cosas» (**) de Jorge Luis Borges,
por ejemplo, que en tal o cual pacto conceptual de foros mundializados. Que no hayan pasado la vista por aquellas
líneas de La feria de las vanidades de W. Thackeray que rezan «...Tener razón siempre, ir siempre por delante, no
dudar nunca, ¿no son las grandes virtudes gracias a las cuales la estupidez rige el mundo?...», sin sonreírse a sí mismo
y mirar otra vez cómo la gente vive.

Para la Reflexión

* ¿Qué concepto, qué idea, de cultura tienen nuestros vecinos, los usuarios de un centro cultural, de una biblioteca, o los
asistentes a un concierto, o los mayores que acuden a un centro de día? Pequeñas encuestas locales, aun si no reúnen
todos los requisitos demoscópicos de las encuestas científicas, pueden servir a un seguimiento de la idea de cultura en el
entorno de su gestión. A modo de referencia sobre qué o cómo preguntar, puede consultarse el Barómetro de la cultura
en Andalucía. 2008-2012. Consejería de Educación, Cultura y Deporte; Junta de Andalucía. Accesible en
juntadeandalucia.es/culturaydeporte
** «Cosas»:
«El volumen caído que los otros
ocultan en la hondura del estante
y que los días y las noches cubren
de lento polvo silencioso. El ancla
de Sidón que los mares de Inglaterra
oprimen en su abismo ciego y blando.
El espejo que no repite a nadie
cuando la casa se ha quedado sola.
Las limaduras de uña que dejamos
a lo largo del tiempo y del espacio.
El polvo indescifrable que fue Shakespeare.
Las modificaciones de la nube.
La simétrica rosa momentánea
que el azar dio una vez a los ocultos
cristales del pueril calidoscopio.
Los remos de Argos, la primera nave.
Las pisadas de arena que la ola
soñolienta y fatal borra en la playa.
Los colores de Turner cuando apagan
las luces en la recta galería
y no resuena un paso en la alta noche.
El revés del prolijo mapamundi.
La tenue telaraña en la pirámide.
La piedra ciega y la curiosa mano.
El sueño que he tenido antes del alba
y que olvidé cuando clareaba el día.
El principio y el fin de la epopeya
de Finnsburh, hoy unos contados versos
de hierro, no gastado por los siglos.
La letra inversa en el papel secante.
La tortuga en el fondo del aljibe.
Lo que no puede ser. El otro cuerno
del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.
El disco triangular. El inasible
instante en que la flecha del eleata,
inmóvil en el aire, da en el blanco.
La flor entre las páginas de Bécquer.
El péndulo que el tiempo ha detenido.
El acero que Odín clavó en el árbol.
El texto de las no cortadas hojas.
El eco de los cascos de la carga
de Junín, que de algún eterno modo
no ha cesado y es parte de la trama.
La sombra de Sarmiento en las aceras.
La voz que oyó el pastor en la montaña.
La osamenta blanqueando en el desierto.
La bala que mató a Francisco Borges.
El otro lado del tapiz. Las cosas
que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.»
Jorge Luis Borges (en El oro de los tigres .1972)

Documentos

1. La cultura según UNESCO « ...la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos
distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella
engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de
valores, las tradiciones y las creencias y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella
la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de
ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí
mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente
nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden.»
(Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales; México, 1982) Puede ampliarse en www.unesco.org

2. Salvador Giner, (en Sociología de1969 y 1976):«...Básicamente la cultura consiste en contenidos de conocimiento y
pautas de conducta que han sido socialmente aprendidos. La cultura, pues, requiere un proceso de aprendizaje, el cual es
social, lo que no sólo quiere decir que nace de la interacción humana, sino que la cultura consiste en patrones comunes
a una colectividad. Estos patrones o pautas, no obstante, son abstractos: la cultura se manifiesta en conducta concreta y
en sus resultados, los cuales no son, en sí mismos, cultura. Alcanzamos el concepto de cultura, y sus diversos aspectos,
a través de sus resultados tangibles que son acciones sociales y sus efectos. Ambos obedecen a normas, creencias,
actitudes; y a éstas llegamos por inducción. No creemos, claro está, en la existencia mágica de normas y entidades fuera
del reino de lo humano, y que lo mueven; pero aceptamos la existencia de estados de conciencia a los que llamamos,
para abreviar y entendernos, cultura, aunque...«la cultura posee también un importante elemento objetivo. Estos se
manifiestan tangiblemente en actos y resultados observables. La cultura misma es abstracta e intangible y sus resultados
perceptibles y delimitados en el espacio y el tiempo. Tomad como ejemplo la creencia hindú en las vacas sagradas;
como tal, esta creencia es intangible y abstracta, pero se concreta en un sistema de normas de conducta, de reverencia y
respeto al blanco bóvido; por eso es posible ver a algún piadoso creyente fallecer de hambre junto a la bestia sagrada, la
cual es definida como comestible por culturas diversas. Es más, en contraste con la India, en Lima o Granada un animal
de la misma especie sería lidiado y muerto, según otro patrón cultural de muy diferente signo.

«La cultura tiene los siguientes elementos: los aspectos cognitivos, las creencias, los valores, las normas, los signos y
los modos no normativos de conducta...»

3. Edward B. Tylor (en Primitive Culture, de 1871): «Cultura o Civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico,
es ese complejo de conocimientos, creencias, arte moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos
que el hombre adquiere como miembro de la sociedad.»

4. Bronislaw Malinowski (en la Encyclopedia of the Social Sciences, de 1931), presentaba el concepto de cultura como
«...unidad organizada, funcional, activa eficiente, que debe analizarse atendiendo a las instituciones que la integran, en
sus relaciones recíprocas, en relación con las necesidades del organismo humano y con el medio ambiente, natural y
humano».

5. Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn (en Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions, de 1952): «La
cultura consiste en formas de comportamiento, explícitas o implícitas, adquiridas y transmitidas mediante símbolos y
constituye el patrimonio singularizador de los grupos humanos, incluida su plasmación en objetos; el núcleo esencial de
la cultura son las ideas tradicionales (es decir, históricamente generadas y seleccionadas) y, especialmente, los valores
vinculados a ellas; los sistemas de culturas pueden ser considerados, por una parte, como productos de la acción, y por
otra, como elementos condicionantes de la acción futura.»

6. Claude Lévi-Strauss (en Antropología estructural, de 1953): Una cultura es «...un fragmento de la humanidad que,
desde el punto de vista de la investigación de que se trate y de la escala en que esa investigación se lleva a cabo,
presenta diferencias significativas con respecto al resto de la humanidad...»

7. Clifford Geertz (en La interpretación de las culturas, de 1988): «Al creer tal como Max Weber que el hombre es un
animal suspendido en tramas de significación tejidas por él mismo, considero que la cultura se compone de tales tramas,
y que el análisis de ésta no es, por tanto, una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en
busca de significado.»

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1.3.2 Sectores de la cultura

por Luis Miguel Arroyo Yanes

La expresión "sectores culturales" o "sectores de la cultura" nos traslada de inmediato a un capítulo del llamado sector
servicios, objeto de estudio de la economía general y sobre el cual los Estados despliegan títulos de intervención y
políticas públicas, al igual que sucede con otras actividades propias del sector terciario. Significa ello que cuando
hablamos de los sectores culturales (que, a su vez, como veremos seguidamente, pueden dividirse internamente en
subsectores) estamos haciendo referencia a varias cosas a la vez: a la actividad propiamente dicha y a los sujetos que las
desarrollan (las llamadas empresas e industrias culturales) o que las disfrutan (los consumidores, sea individualmente o
en forma de público), a los actores públicos que intervienen sobre las mismas (Administraciones, legisladores, entes
públicos diversos, etc.) y a la problemática que suscita cada uno de los mercados específicos sobre los que se asientan
las actividades culturales que se desarrollan y los bienes culturales que se encuentran afectados.

Como vemos, no puede disociarse la expresión sector cultural de términos tales como bienes culturales, mercados de la
cultura, industrias y empresas culturales, sectores administrativos culturales, etc. Por ello, hemos de entender que, a
pesar de tener un origen nítidamente económico, al hablar de sectores culturales estamos refiriéndonos a una realidad
mucho más compleja, que supera la mera lectura económica al incorporarse a ella aspectos politológicos, sociológicos,
jurídico-administrativos o internacionales (por recordar sólo algunos de los más explícitos). Sectores, por lo tanto, que
por referirse a una realidad que, como la cultura, es objeto de estudio de múltiples disciplinas, trasciende el
compartimento cerrado del mundo económico para, sin salir de él -pues la variable económica es aquí determinante-,
encontrar apoyos en disciplinas que le son conexas y que pueden contribuir a explicar los análisis, posibilitando una
mayor profundización sobre su conocimiento.

Actualmente, la aportación de la cultura —entendida en sentido amplio, como actividades culturales puras o
vinculadas a la propiedad intelectual— al Producto Interior de la economía española es muy significativa, en
torno a un 3,9 por ciento (según datos para el año 2011), y su aportación al Valor Añadido Bruto, un 4,1 por ciento, es
muy superior a la que representa el sector agrícola (2,5 por ciento), el alimentario (2,6 por ciento), el químico (1,1 por
ciento) o las telecomunicaciones (1,8 por ciento), estando muy próxima a la que generan las actividades financieras y
los seguros (4,2 por ciento). Sin embargo, ese nivel de importancia, mantenido en el tiempo, no se ve acompañado de
una verdadera política de Estado que ponga en valor el sector, estratégico por el peso que tiene por sí sólo y por las
conexiones que cabe establecer con otros con los que guarda relación, como la educación o el turismo, por poner algún
ejemplo.

Fuente: Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Cuenta Satélite de la Cultura en España. Base 2008. Avance de resultados 2008-2011

Aportación de las actividades culturales al PIB por sectores


Media del periodo 2008-2011. En porcentaje del PIB cultural
Fuente: Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Cuenta Satélite de la Cultura en España. Base 2008. Avance de resultados 2008-2011.

Los sectores de la cultura que, en realidad, son subsectores del sector cultura (y que, a su vez, es un subsector, como
hemos apuntado, del sector económico servicios), tienen una problemática propia en función del origen e historia de los
mismos, el tipo de bienes culturales afectados, la penetración del mercado privado en torno a ellos, el grado de
intervención administrativa que se produce sobre los mismos, el nivel de tecnificación que se encuentra presente en su
formulación, etc. Ello lleva a que el aislamiento de cada uno de ellos y su sistematización pueda efectuarse desde
distintos planteamientos, dando como resultado una enumeración que puede presentar diferencias en función de cuál sea
el punto de partida e incluso del momento en el que el mismo se realice.

Si en sus inicios encontramos manifestaciones sectoriales centradas en el mundo de los archivos, las bibliotecas, los
museos y los monumentos, con un papel señero de las Bellas artes y a su protección por parte de los actores públicos, la
incorporación de nuevos elementos focalizadores, ya iniciado el siglo XX, como el cine, los soportes musicales, las
ediciones de masas, etc., así como, ya en décadas más cercanas, la eclosión de las industrias culturales vinculadas al
audiovisual y, más tarde a la alta electrónica y a los elementos digitales y multimedia, han incorporado una enorme
diversidad a esta materia, hasta el punto de que, incluso, pueden existir problemas a la hora de agruparlos.

Siguiendo un enfoque más o menos estandarizado los sectores culturales en España suelen dividirse usualmente en:
artes escénicas, artes plásticas, libros y prensa, audiovisual y multimedia, el patrimonio y los archivos y bibliotecas, así
como la música y la industria fonográfica. En suma un enfoque tradicional enriquecido por los últimos aportes fruto de
los avances técnicos, que desconoce posibilidades transversales como la actividad creadora, o de diferenciación
independiente tan acusadas como el diseño o los juegos (si nos atenemos, por ejemplo, a la división que emplea el
Convenio internacional Andrés Bello, del que si hemos tomado su sectorización independiente de la música), o a otras
opciones de sistematización más cercanas a la cambiante realidad técnica.

1. Las artes escénicas

En cuanto que sector económico cultural, el de las llamadas artes escénicas se encuentra polarizado por el teatro y la
danza, así como por otras disciplinas afines tales como la ópera, el circo, los títeres y otras similares que puedan ser
expresadas en un escenario. A todas ellas han de sumarse los festivales, los circuitos y los eventos que tienen a alguna
arte escénica como eje de celebración.

Su característica principal es que son productos que se consumen en directo y de modo inmediato, en salas o
instalaciones pensadas para su difusión, y que están destinadas a un público que se encuentra presente al celebrarse los
espectáculos.

Tradicionalmente, las artes escénicas han contado para su pervivencia con el favor del Poder público, especialmente en
lo que se refiere a las grandes representaciones, por lo que, en parte por este trasfondo y por el coste de los
espectáculos, se mantiene aún hoy una enorme dependencia del sector respecto de las subvenciones y ayudas públicas,
así como de otras vías indirectas de apoyo (promociones y circuitos públicos, celebración en teatros pertenecientes a las
redes públicas, etc.) que contribuyen a sostenerlo como sector cultural competitivo.

Se trata, por lo tanto, de un sector donde la iniciativa privada y la propia actividad laboral de cuantos participan en las
compañías actuantes presentan unos rasgos singulares. La primera, por cuanto que, dependiendo de la fórmula de
funcionamiento acorde con el espectáculo o actuación a celebrar, puede pasarse de la mera autoproducción a
producciones mundiales en las que se ven implicados todo género de profesionales y técnicos (estén o no involucradas
instituciones y entidades públicas). En cuanto a las compañías, verdaderas almas de muchas de las expresiones
escénicas que el público disfruta, su particularidad deriva de que las mismas pueden intercambiar a los actores y
técnicos en función de las obras y espectáculos a representar, por lo que es frecuente que ellos puedan participar en
varios proyectos al propio tiempo, lo que, unido a sus fórmulas tradicionales de percepción salarial (cantidad por
representación, por temporada, etc.), hace que este sector sea bastante particular y no pueda tomarse como
ejemplificador del sector cultura en su conjunto.

Asimismo, hablamos de un sector que cuenta con un gran número y diversidad de sujetos intervinientes, tanto físicos
(por referirnos sólo al teatro y sin agotar el listado: productores y empresas teatrales, directores de escena, creadores
escénicos, dramaturgos, intérpretes, tramoyistas y demás técnicos, etc.) como jurídicos (entidades de artes escénicas,
centros dramáticos), sean éstos públicos o privados (sociedades mercantiles teatrales, edificios e instalaciones dedicados
a estas actividades, etc.).
Actualmente el sector carece de marco jurídico general en España, pues no existe legislación básica sobre él. Por ello,
sólo está regulado como tal en aquellas Comunidades Autónomas que, de modo ciertamente minoritario, han
considerado necesario establecer unos parámetros de ordenación para este conjunto de actividades.

2. Las artes plásticas y visuales

Las artes plásticas han sido entendidas tradicionalmente como las que estaban vinculadas a la pintura, la escultura, el
grabado y a otras actividades artísticas propias de las Bellas Artes. Hoy, al haber ganado en amplitud y complejidad, ha
emergido un concepto nuevo, el de artes visuales, que incorpora aportes más recientes a las artes asociadas a este sector,
como la fotografía, el arte digital, la propia arquitectura moderna, etc. u otras que están surgiendo, como la perfomance,
las videoinstalaciones, etc.

El sector, bajo esta doble denominación, está dominado por la idea de actividad artística tradicional, fundamentada en el
trabajo manual, y por las nuevas disciplinas en las que la imagen y la interactividad cobran una relevancia creciente. A
estos efectos, a los artistas propiamente dichos hemos de sumar los órganos que favorecen su producción y creación y
se encargan de su difusión, sean galerías de arte, salas de exposiciones, museos y otros espacios para la generación,
radicación y comercialización de estas expresiones artísticas, sus productos y los servicios que puedan tomarlos como
objeto.

Al igual que decíamos al hablar de las artes escénicas, el papel de las distintas instituciones del Estado, especialmente
de las Administraciones competentes en materia de cultura, adquiere aquí una gran importancia, ya que este sector ha
sido un ámbito muy propicio a las ayudas públicas, vía subvenciones, becas (de estancia, de perfeccionamiento, etc.),
apoyos específicos al sector privado, certámenes, premios, etc., de tal modo que se ha producido una interdependencia
entre la actividad protectora del Estado y los artistas y los mediadores de los productos y servicios generados a partir del
trabajo de todos ellos.

Se trata de un subsector muy dinámico que presenta aún aspectos por definir y que no está tan estructurado como otros
que integran el sector de la cultura. Ello se explica, en parte, por la aparición de nuevas expresiones artísticas que se
incluyen en él, pero también a que los productos y contenidos suelen estar dirigidos, salvo excepciones, a un público
selecto y minoritario, además de al alto coste de los mismos, muy dependiente —por tanto— del dimensionamiento del
mercado, de tamaño habitualmente pequeño o, a lo más, mediano, lo que condiciona su propia existencia.

Desde la perspectiva de la producción, los profesionales del sector son mayoritariamente artistas visuales que tienen en
la pintura, el grabado, la ilustración, la fotografía o demás artes mediales su fuente de creación. Los mismos se
encuentran ante un momento de cambio debido a que el propio concepto de proyecto se ha abierto enormemente hacia
otro tipo de exigencias más globales, técnicas y de equipos integrados, lo que unido, a una mayor consideración
económica de la obra artística, ha contribuido a transformar la actividad de los artistas y su rol dentro de la sociedad.

A los creadores hemos de sumar otros profesionales que hacen posible el acceso al mercado de productos y servicios
derivados de la actividad artística primaria, sin lo que la misma no se pondría adecuadamente en valor. A estos efectos,
conviene recordar que se trabaja con un producto cultural único o de producción muy limitada (como sucede con un
grabado o una serigrafía), y es en esa originalidad donde radica el hecho de que las transacciones de este particular
mercado vinculado, el coleccionismo (incluso de una sola obra), tenga un peso que no tiene en otros sectores culturales
más industrializados y que, debido a ello, se dependa de un conocimiento del mercado y de sus fluctuaciones que se
encuentra sólo al alcance de una minoría.

Se trata, por último, de un sector muy poco regulado en España, pues, si excluimos algunos aspectos concretos como,
por ejemplo, la fiscalidad o el mecenazgo (en ciertas condiciones), se carece de un marco jurídico general, e incluso
parcial, lo que contribuye a que sus sujetos activos deban moverse vía actuaciones concretas o siguiendo los estímulos
administrativos, fruto de planes o programas puntuales, para hacer posible que se produzcan flujos de mercado que
generen transacciones económicas en el sector.

3. El audiovisual y el multimedia

Las industrias audiovisuales e industrias multimedia integran un sector que se encuentra en alza desde hace ya tiempo,
favorecido por la aparición de muy diversos contenidos digitales y la transformación que conlleva. Junto con el sector
del libro y la prensa, concentra la principal producción de las industrias culturales en su conjunto, lo que explicita,
mejor que ningún otro dato, el enorme peso que este sector tiene verdaderamente.
Dentro de la industria audiovisual encontramos un ámbito de actividad económica muy diversificada y rico, que
podemos subdividir en la producción audiovisual, su distribución, la exhibición cinematográfica en sala, los
videoclubes, la televisión pública, la TDT y la radio (pública y privada). Cada uno de estos ámbitos presenta una
problemática específica y, tomados como un todo, lideran la atribución de ayudas y subvenciones que directa o
indirectamente se prestan al sector cultural. Asimismo, conviene recordar que los integrantes de la sociedad española
consumen televisión un elevado número de horas semanales y, en menor medida, escuchan la radio, lo que los convierte
en potentes instrumentos para la transmisión y difusión de los contenidos culturales y de entretenimiento,
convirtiéndose en un elemento de primer nivel para alcanzar esos fines, particularmente en un país en el que las familias
suelen dedicar poco tiempo (y dinero) a las actividades culturales propiamente dichas.

El Informe de la Fundación Ideas para 2012 da cuenta del momento de este sector: "Se ha convertido en las últimas
décadas en un sector estratégico, clave para el desarrollo económico, social y cultural de nuestro país. Su contribución
al PIB en 2009 se situó cercana al 1,3% y el empleo en el sector tuvo una aportación cercana al 1% del empleo total.
Los medios y contenidos audiovisuales se encuentran desde hace más de una década en plena transición digital, tanto en
sus procesos de conceptualización y modos de producción, como en la distribución y reproducción, debido a la
extensión del acceso a las redes de banda ancha y al desarrollo TIC relacionado. La industria audiovisual española,
formada por el sector de la televisión y radio, los videojuegos, la música y el cine y el video, alcanzó una facturación
estimada en 2010 de 5.806 millones de euros, habiéndose registrado un descenso de la facturación respecto al año
anterior del 5%, pero con perspectivas de que los sectores tractores tradicionales, como los videojuegos, comiencen a
crecer tanto o más que las pérdidas de otros sectores que sufren la adaptación a lo digital". Como añadido a lo dicho,
cabe destacar que el sector de la TV y la radio concentran el 73% de la facturación de toda la industria, y que en 2010
facturó 4.219 millones de euros.

Por su parte el sector del multimedia y del videojuego (este último puede también incluirse en el sector audiovisual
como hemos visto) nos adentra en un ámbito dominado por productos que sirven de apoyo a la cultura escrita y del
entretenimiento integrando soportes que se encuentran en abierto retroceso, como el CD-ROM/CD-I, el casete, los
disquetes, el video, con otros aún vigentes como el DVD, el blu-ray, etc. y con software (como, por ejemplo, el
videojuego para PC o para consolas) o de hardware propiamente dicho (como consolas y nuevos dispositivos móviles)
que posibilitan la interacción y el disfrute de los consumidores culturales.

4. El patrimonio cultural

Cuando hablamos del patrimonio cultural como sector, hemos de tener presente que, en realidad, estamos refiriéndonos
a un macrosector pues, entendido en sentido amplio, el patrimonial, a partir de la idea base de bien cultural y de legado
a transmitir a las generaciones futuras engloba una vastísima realidad que incluye los inmuebles y objetos muebles de
interés artístico e histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico y antropológico, científico o técnico, además del
patrimonio documental y bibliográfico. A ello cabe sumar, por una evolución conceptual producida en las últimas
décadas, las actividades y el patrimonio de la cultura popular y tradicional, que integran elementos tangibles e
intangibles que suelen caracterizar el modo de vida y las pautas culturales de las distintas colectividades, así como la
producción cultural contemporánea. Asimismo, y por derivación de la idea que preside todo este conjunto, el Paisaje ha
pasado a considerarse también expresión patrimonial; de hecho, hay países en los que desde hace muchos años ambos
conceptos y sus respectivas legislaciones aparecen estrechamente vinculados. E incluso, por contraste, para algunos
estudiosos el patrimonio natural puede considerarse también en cierta medida participe de la idea de cultura, por lo que
debería figurar igualmente junto a las realidades incluibles que hemos consignado.

España es el segundo país (después de Italia y por delante de Francia) por el número de bienes culturales registrados en
la lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO (portal.unesco.org). Según los datos que figuran en el Anuario de
Estadísticas Culturales, en el año 2009 existían en España 15.904 bienes de interés cultural inmueble y 7.771 muebles.

Aunque, lógicamente, estamos haciendo referencia a un sector en el confluye la iniciativa pública y la privada, la
importancia del patrimonio cultural es tal que el papel del Estado, a través de los Poderes públicos, principalmente las
Administraciones públicas, es determinante, al dedicarse anualmente cuantiosas sumas a su conservación y defensa,
difusión y fomento, por los valores que tiene para la colectividad y por cuanto constituye un recurso fundamentalísimo
para el denominado turismo cultural, que lo toma como presupuesto de su existencia misma. De hecho, se sostiene -con
gran parte de razón- que es la funcionalidad turística del patrimonio la que permite materializar los retornos de las
inversiones realizadas en conservación. A estos efectos, puede señalarse que los avances en la protección, conservación
y explotación de los bienes culturales ha sido muy notable desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y,
aunque, obviamente, queda mucho camino por recorrer, se han sentado las bases de unas políticas para la protección de
las que se carecía con anterioridad a esa fecha. En este sentido, cabe destacar que la propia vertebración del Estado
autonómico ha redundado muy positivamente a este sector de actividad al insuflarle nuevas energías, vivificándolo y
replanteando la protección tal y como venía siendo considerada hasta entonces.
De lo dicho se desprende que el sector mantiene, en cuanto a su actividad, una enorme dependencia de los fondos
públicos, siendo muy pobres todavía los que llegan de manos privadas y, aunque hay experiencias concretas de
intervenciones público-privadas estas constituyen la excepción a la regla general. En este sentido, las empresas que
trabajan en el sector son medianas y pequeñas y cuentan con un alto grado de especialización, fruto de su adaptación a
las demandas de la protección patrimonial y a los espacios que dejan sin cubrir o que son externalizados por las
Administraciones públicas competentes.

El elenco de profesionales que trabajan en este sector está marcado por la diversidad funcional de las actividades que se
incluyen en el mismo. Estas pueden ir desde la custodia o gestión de un sitio o edificio histórico, de un jardín protegido,
actividades museísticas dependientes, restauración y rehabilitación de bienes muebles e inmuebles, bajo la forma de
patrimonio arqueológico o etnológico, etc. En consecuencia, la nómina a considerar de los mismos es muy amplia,
variada y con vínculos jurídicos muy diversos. Los profesionales que desarrollan esas actividades son también muy
variados: arquitectos, restauradores, jardineros, arqueólogos, etc., ya sea como empleados públicos integrados en el
aparato burocrático de las Administraciones competentes, ya como simples trabajadores de las empresas privadas
actuantes o en calidad de autónomos, cuando lo hacen individualmente. Por consiguiente, el estatus jurídico de estas
personas es muy diferente (funcionarios, personal laboral, directivos, etc.) y su profesión y grado de especialización
estará acorde con la problemática de la realidad sobre la que actúan.

En cuanto a la normativa aplicable, puede afirmarse que esta es muy profusa y detallada, existiendo grupos normativos
muy diversos polarizados por las leyes de protección del patrimonio histórico y cultural de las Comunidades
Autónomas, que fijan el marco jurídico aplicable a partir de la legislación básica recogida en la Ley del Patrimonio
Histórico español de 1985. La estructura de estos textos legales, que recogen los estándares públicos en esta materia,
suele ser, salvo excepciones, muy similar.

5. Los archivos y las bibliotecas

Pocos de los sectores culturales que hemos ido relacionando han tenido tanta conexión con las actividades públicas del
Estado como los que hacen referencia a los archivos y bibliotecas y al patrimonio documental, hasta el punto de que
casi de forma natural —aunque no debería ser así, pues también se encuentran en manos privadas— se suele pensar que
siempre se está hablando de archivos y bibliotecas públicas. Hacemos referencia, por lo tanto, a un sector de actividad
que se encuentra muy publificado, en el que impera como regla general la gratuidad del servicio y en el que los sujetos
privados desarrollan un papel limitado, debido al amplio papel jugado por los Poderes públicos al desplegar su acción
cultural en este terreno.

Esta particularidad del sector obedece a que, tanto en el caso de los archivos como —por motivos muy diferentes— en
el de las bibliotecas, las Administraciones han debido hacer frente a la conservación de sus archivos documentales y a
gestionar los depósitos de libros que sirven para que los ciudadanos puedan acceder a la cultura por vía de la lectura y
hoy, además, en otros soportes gracias a las mediatecas. Como ejemplo de ello podemos mencionar los Archivos
Históricos y los Archivos Administrativos existentes en nuestro país (Archivo General de Simancas, Archivo de Indias,
Archivo Histórico Nacional, Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, etc.) o las bibliotecas locales
que, siguiendo el modelo instaurado en otros países (el ejemplo del sistema bibliotecario inglés es obligado), vienen
prestando servicio desde hace muchos años.

Cada uno de estos subsectores ha de ser examinado por separado, no sólo por una cuestión funcional o finalística y de
soporte, sino también por depender de disciplinas que, como la Archivística y la Biblioteconomía, a pesar de sus
posibles conexiones dogmáticas, tienen una gran autonomía entre sí y planteamientos propios originales.

Por lo que respecta a los archivos, su finalidad última es la de garantizar la preservación de la documentación tanto
pública como privada para ponerla al servicio de los intereses públicos generales, lo que obliga a integrar tanto los
documentos de titularidad pública como los de titularidad privada dentro de un sistema, de tal manera que exista un
tratamiento común que los salvaguarde y viabilice el acceso de los investigadores y del ciudadano —en general— a su
conocimiento, primando su preservación y difusión. Para conseguir estos objetivos, contamos con numerosos grupos
normativos promulgados por los Poderes públicos en los que se aclaran los principales conceptos operativos (sistema de
gestión documental, documentación activa o histórica, serie documental, colección y fondo documental, evaluación y
selección de documentos, documento, inventario, expurgo, etc.) y se asientan las bases estructurales de este ámbito de
actuación, fijando las autoridades de control y el régimen de acceso, además de las infracciones y sanciones
administrativas a la vulneración de sus determinaciones.

Los profesionales de este ámbito de actividad son los vinculados a la archivística y al documentalismo que, en el caso
de los dependientes del Estado como empleados públicos, están estructurados como cuerpos especiales de funcionarios
públicos desde el siglo XIX (cuerpo facultativo de archiveros). Los nuevos soportes han obligado a integrar en este
sector nuevos profesionales, como informáticos y otros técnicos.

Por lo que respecta a las bibliotecas, su finalidad última se encuentra en la puesta a disposición de los ciudadanos de un
catálogo de bienes muebles de titularidad pública (al haberse adquirido con fondos públicos para este fin o por
donaciones de particulares o de entidades públicas) como libros, discos y películas en diversos formatos, etc., que se
tienen en depósito en unos establecimientos especializados a los que aquellos pueden acceder y que, habitualmente,
pueden ser objeto de préstamo, salvaguardándose su conservación a través de medidas de preservación. A las
bibliotecas, a la que por extensión se les ha añadido el llamado patrimonio bibliográfico en su rotulación, han de
sumarse hoy los nuevos patrimonios emergentes, entre los que destaca el denominado patrimonio digital.

Tradicionalmente, las bibliotecas han sido motor para la educación y para el acceso al conocimiento por parte de la
colectividad, y ello explica que las leyes impongan la prestación de este servicio público en municipios con población
superior a cinco mil habitantes (art. 26.1 b, originario de la ley 7/1985, de 2 de abril, de Bases de Régimen Local) y su
salvaguarda por entidades supramunicipales para municipios más pequeños. En suma; los grupos normativos
específicos, encabezados por las distintas leyes sobre bibliotecas que se han venido promulgando, toman el hábito de la
lectura como un pilar básico para la formación, el desarrollo y la educación de los ciudadanos como individuos libres,
garantizando la igualdad de oportunidades, y para que estos puedan ampliar sus conocimientos, mejorar sus capacidades
personales y cívicas, acceder a una realidad cambiante y aprender a lo largo de toda su vida.

Al igual que veíamos en el caso anterior, también aquí son frecuentes grupos de disposiciones en los que se clarifican
los principales conceptos operativos, como qué se entiende por biblioteca, su calificación en pública o privada, la
colaboración entre ellas, el sistema bibliotecario (pues aquí impera igualmente la idea fundamental de sistema), las
redes, etc.

6. Los libros y la prensa

Aunque el libro y la prensa, por razones históricas de identidad, aparecen unidos en un mismo sector cultural, en tanto
que ámbitos de actividad, el primero aparece vinculado a la problemática de la edición, mientras que el segundo suele
quedar agrupado con los llamados medios de comunicación social, junto a la radio y a la televisión, con las que suele
formar redes de medios y, en consecuencia, existen razones más que suficientes para que sea examinado siguiendo ese
prisma.

Cuando hablamos del sector del libro, en realidad estamos hablando de tres ámbitos diferenciados: el de la edición
propiamente dicha (excluida la llamada edición artesanal); el de la distribución al por mayor y el comercio al detall
(librerías y otros centros de venta al por menor), además de la industria auxiliar de las artes gráficas, una parte de cuya
actividad se dedica al mundo del libro.

Se da la particularidad de que en este sector conviven pequeñas editoriales y medianas empresas dedicadas a la edición
con holdings y multinacionales que tienen en el libro su eje estructural, en lo que constituye un conglomerado de
empresas altamente competitivas que han contribuido a que España sea una potencia económica en este ámbito. Se
trata, además, de un mercado muy internacionalizado, en el cual las diferentes fases de producción y comercialización
pueden ejecutarse en países diferentes en función de la minoración de costes. Asimismo, la distribución a gran escala
aparece dependiente de la exportación, especialmente hacia países latinoamericanos y europeos mientras que, por su
parte, la venta al por menor suele presentar unas características muy diferentes en función de variables tales como la
amplitud o especialización del catálogo de productos, los depósitos disponibles, el trato personalizado, la existencia de
variedad en la oferta, etc. A la vista de cuanto decimos, cabe señalar que en tanto que industria cultural, la del libro
sigue en España la tónica general europea, continente en el que se ha consolidado como el sector más relevante por
delante de la música, el cine o las artes escénicas, colaborando al liderazgo mundial en materia de edición.

Por lo que respecta a la prensa, y como prolongación de lo que decíamos al inicio de este punto, cabe destacar que las
empresas y entidades productoras, editoras o comercializadoras de medios de comunicación escritos están
diversificando sus líneas de actividad, de tal manera que se rompen las compartimentaciones tradicionales conforme a
las cuales dichas entidades se dedicaban exclusivamente al sector de la prensa. Así, cada vez más entran a participar en
estructuras más amplias (lo que incluye la radio y la televisión), sea a través de asociaciones con otras existentes o
mediante las creadas a tal efecto por las propias empresas periodísticas, en lo que constituyen verdaderas redes de
medios en los que la prensa se erige en un elemento más.

A tales efectos conviene no olvidar el impacto que la prensa digital (bien sea de pago, gratuita o en la formulación
intermedia de contenidos abiertos y otros sólo para abonados) viene teniendo en los últimos años como sustituta o
complementadora de la prensa tradicional en papel, lo que ha permitido que un mercado de la prensa de ámbitos
territoriales limitados y condicionados por los canales tradicionales de distribución se abra a una escala mundial y de
producción mucho más extensa. Asimismo, tampoco cabe olvidar que recientemente ha surgido el fenómeno de la
llamada prensa gratuita que, con la aceptación del público, ha alcanzado también una amplia cuota de mercado dentro
de la prensa tradicional. Todo ello nos ofrece un panorama de cambio suscitado por la necesidad de adaptación de este
medio de comunicación histórico a la era digital, en un proceso de transición imparable en el que la demanda de los
nuevos públicos emergentes y las nuevas fórmulas comunicativas serán determinantes para el presente y futuro del
sector.

Tanto en relación con el mundo editorial (si excluimos las publicaciones oficiales) como en el de la prensa (aquí de
modo mucho más acusado, a pesar del relieve que tiene la publicidad institucional), la presencia activa del Estado es
poco significativa, acorde, puede decirse, con la pujanza, el dominio y la consolidación que tiene la iniciativa privada en
el sector y la falta de justificación de los Poderes públicos para desarrollar estas actividades en un marco en el que las
libertades públicas y los derechos fundamentales se encuentran salvaguardados por el Estado de Derecho. Ello no
significa que carezcan de un marco jurídico público que los ordene, pero este, por lo que se refiere al mundo del libro,
queda circunscrito a algunos ámbitos concretos (la protección de la propiedad intelectual, el régimen de los libros
escolares, la promoción del libro y de la lectura, etc.) y, por lo que respecta a la prensa, debido a su relevancia para la
conformación de la opinión democrática, se encuentra limitado al tratamiento de algunas cuestiones puntuales como,
por ejemplo, el ya citado de la publicidad institucional.

7. La música y la industria fonográfica

Al hablar de las artes escénicas descartamos incluir dentro de ellas la actividad musical en razón de que, aunque ésta
podía ser resultado de celebración de actuaciones en directo, cabía la posibilidad de que se consumiera en forma
grabada (discos, dvd, etc.) o enlatada en formato digital (podcast, streaming, suscripciones a plataformas digitales, etc.).
Por ello, el sector tiene como rasgos identitarios el fonograma o unidad de grabación, sea o no digital, en disco o en
cualquier otro soporte técnico, y la industria que se dedica a producir este tipo de soporte, así como los servicios que
puede llevar aparejada la actividad musical como valor añadido. Según el enfoque que se utilice, puede incluirse en el
audiovisual o tratarlo de modo independiente, a tenor de su importancia y necesidad de autonomía.

Es muy conocido que se trata de un sector en crisis, debido principalmente a los cambios en la audición de la música
por parte de los nuevos públicos y al impacto que sobre él tiene la piratería en sus múltiples formas. Pero resulta justo
destacar que, a pesar de ello, se mantiene como industria cultural de peso, mientras responde al reto digital con el
desplazamiento de las ventas asociadas tradicionalmente al soporte disco a otros soportes en formato electrónico y
gracias a un significativo aumento de la facturación por conciertos y actuaciones en directo.

Para el análisis del subsector de la fonografía suele distinguirse entre varios ámbitos de actividad: la producción de
fonogramas, su distribución y el comercio al por menor de los mismos. Actualmente, existe una concentración de la
actividad en muy pocas empresas, dándose también el fenómeno —minoritario— de los llamados sellos independientes.

En el sector de la música, los artistas y creadores actúan a veces como personal contratado y otras como trabajadores
autónomos, lo que pone en primer plano la problemática de la fiscalidad y de los derechos de estos colectivos. Se trata
de un sector poco juridificado en tanto que tal sector, y por ello se echan en falta disposiciones específicas adaptadas al
mismo y que no entorpezcan su actividad. A título de ejemplo, y por señalar algunas de las demandas del sector:
facultando la actividad de salas de música en directo; promulgando una legislación de patrocinio y mecenazgo que sea
efectiva; la ordenación de los festivales y ferias con unos criterios rectores que eviten una oferta desordenada y
repetitiva; la corrección de la práctica de un apoyo institucional desigual en función del tipo de actividad a desarrollar,
etc. Asimismo, no debemos olvidar la falta de solución efectiva al mayúsculo problema de la piratería en sus múltiples
formas (descargas ilegales por internet, el denominado "top manta", etc.), que castiga al subsector de la fonografía y lo
daña profundamente en un país que ocupa, desgraciadamente, uno de los primeros puestos del ranking de países
incumplidores del régimen de derechos de los artistas y de la propiedad intelectual (y, a veces, incluso industrial) de las
fonográficas. No puede desconocerse que la gestión de los derechos vinculados y la propiedad intelectual y artística de
los contenidos musicales constituye —junto con la venta de discos y la celebración de conciertos— el tercer eje
económico de este sector, por lo que urge una solución al problema.

Evolución del VAB y del PIB

* Valores absolutos en millones de euros


Para la Reflexión

 Lecturas: mercado de trabajo y sectores culturales.

"De los 508.700 personas asociadas a puestos de trabajo culturales en España en 2010, 41.600 (8,2%) lo hacían
en actividades de bibliotecas, archivos, museos y otras actividades culturales; 59.900 (10,8%) en edición de
libros, diarios y otros actividades editoriales; 68.500 (13.5&) en actividades cinematográficas, de video, radio
y televisión; 107.600 (21.2%) en otras actividades de diseño, creación artísticas y de espectáculos; 103.900
(20.4%) en artes gráficas, grabación, reproducción de soportes, edición musical, imagen y sonido; y 132.200
(26%) en otras actividades asociadas al sector" Fuente: Barcelona Treball. Industrias culturales. Informe
Sectorial 2013 (este documento recoge otras muchas informaciones estadísticas sobre el sector cultura).

 Una Cuestión Abierta: La Ley española de Propiedad Intelectual y el mundo de la cultura.


 Un Blog: Bloc de LLuis Bonet: lluisbonet.blogspot.com.es
 Un Audio: conferencia de Luciano GARCÍA LORENZO Teatro español último: una cultura subvencionada.
Fecha 28 de enero de 1992 (62 minutos). Conferencia Fundación Juan March (a pesar de haber sido
pronunciada hace ya un par de décadas, mantiene su interés como exponente del grado de penetración del
Estado español en los sectores culturales)

Documentos

1. Anuario de estadísticas culturales del Ministerio de Cultura www.mcu.es

2. ESSnet Culture. Approche statistique europeenne de la culture. Synthese des Travaux européen ESSnet-Culture,
2009-2011 (par Valerie Deroin).

3. ESSnet Culture. European statistical system network on culture. Final repport. September 2012.

4. Fundación Ideas. Informe sobre Las industrias culturales y creativas. Un sector clave de la nueva economía. Mayo
2012.

5. LIBRO BLANCO DE LAS INDUSTRIAS CULTURALES DE CATALUÑA. Síntesis y conclusiones.


Barcelona, octubre 2002. Barcelona Treball. Industrias culturales: w27.bcn.cat

6. Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y de la Sociedad de la Información (ONTSI). Informe sobre


los contenidos digitales en España. Informe anual de 2011 coordinado por L. MUÑOZ LÓPEZ y redactado por el
equipo del ONTSI.

7. Resolución de 25 de marzo de 2013 de la Secretaría de Estado de Cultura por la que se convocan las ayudas a la
investigación en capital para incrementar la oferta legal de contenidos digitales culturales en internet y para promover la
modernización de las industrias culturales y creativas correspondientes al año 2013 (BOE, 83, 6 de abril de 2013).

8. REY, G. Industrias culturales, creatividad y desarrollo. Madrid, AECID-MAEyC, 2009.


Bibliografía

ALVAREZ, Jesús T. Gestión del poder diluido: la construcción de la sociedad mediática (1989-2004). Madrid:
Pearson educación, [2005]. 368 p. ISBN 84-205-4231-8.

ARANES USANDIZAGA, José I. Industrias y políticas culturales en España y el País Vasco. Bilbao: Universidad del
País Vasco, 1995. 428 p. ISBN 84-7585-702-7.

Comunicación y Cultura en la era digital: industria, mercado y diversidad en España. Enrique Bustamante (coord.).
Barcelona: Gedisa, 2002. 382 p. ISBN 84-7432-985-X.

GUERRERO PANAL, Gerardo; NAVARRO YÁÑEZ, Clemente. "Industrias culturales en ciudades españolas: un
primer acercamiento" [en línea]. En: Revista de Estudios Regionales, n. 94, 2012, p. 71-103. ISSN 0213-7585.
Disponible en: www.revistaestudiosregionales.com

Industrias culturales en España (grupos multimedia y transnacionales): prensa, radio, TV... Enrique Bustamante;
Ramón Zallo (coords.). Torrejón de Ardoz (Madrid): Akal, 1988. 327 p. ISBN 84-7600-339-0.

Informe sobre la cultura española y su proyección global (ICE-2001) [en línea]. Enrique Bustamante (coord.).
Madrid: Observatorio de Cultura y Comunicación; Fundación Alternativas, 2011. 229 p. ISBN 978-84-9768-943-4.
Disponible en: www.falternativas.org

MOULIN, Raymonde. L´artiste, l´institution et le marché. Paris: Flammarion, 1992. 423 p. ISBN 2-08-010769-0.

THROSBY, David. Economía y Cultura. Madrid: Cambridge University Press, 2001. 223 p. ISBN 84-8323-219-7.
1.4 Transversalidad y gestión cultural

por Eduard Miralles

El capítulo pasa revista a las opciones posibles de la transversalidad en cultura, con atención especial a su
comportamiento en la administración pública local española, considerándola como una de las formas de nueva
gobernanza, correlativa a la proximidad. Se analizan sus fortalezas y debilidades más importantes y se concluye con una
aproximación a algunas formas posibles de evaluar su impacto.

1. Transversalidad, proximidad y gobernanza

La transversalidad constituye, junto a la denominada proximidad, una de las dimensiones fundamentales de lo que
podríamos considerar como la nueva gobernanza en cultura. Según la Wikipedia, el término gobernanza (también se
utilizan como análogos los términos de gobierno relacional y gobernancia) viene utilizándose desde la década de 1990
para designar la eficacia, calidad y buena orientación de la intervención del Estado, que proporciona a éste buena parte
de su legitimidad en lo que a veces se define como una "nueva forma de gobernar" en la globalización del mundo
posterior a la caída del muro de Berlín (año 1989). Las definiciones de transversalidad y proximidad, aún a pesar de la
obviedad aparente de los conceptos, resultan algo más complejas.

Una buena aproximación al fenómeno de la nueva gobernanza en cultura es plantearlo desde la analogía con un
poliedro en forma de cubo

Gobernanza

imaginando que en cada uno de los tres vectores que generan los planos de sus caras se sitúan las siguientes estrategias:

 La gobernanza multinivel; una política, programa o proyecto cultural será más o menos sólido (y, en
definitiva, gobernable) en la medida que incorpore en su gestión a los distintos niveles de gobierno (desde lo
estatal hasta lo local, pasando por lo regional y lo provincial y, por qué no, considerando si procede la
presencia de la Unión Europea). Es ahí donde cobra razón de ser el principio de subsidiariedad (según la
Wikipedia, que un asunto sea abordado por la autoridad —normativa, política o económica— más próxima al
objeto de dicho asunto), verdadera columna vertebral de los distintos tratados de la Unión Europea, y desde
donde debe entenderse una de las múltiples acepciones de la proximidad, considerada como el gobierno desde
la instancia más próxima posible.
 La gobernanza transversal; hoy día la cultura es al mismo tiempo tanto una especialidad o un sector de
actuación en sí mismo como un ingrediente de tipo transversal que debe de ser tomado en consideración por la
práctica totalidad de los sectores en los que tradicionalmente se ha venido configurando la acción pública, lo
que implica un grado de complejidad no exento de dificultades y problemas. Volveremos algo más adelante
sobre el tema.
 La gobernanza entre distintos actores; y de un modo particular las denominadas alianzas público-privadas.
Toda política, programa o proyecto cultural será tanto más sólido en la medida que incorpore una cierta
diversidad tipológica de actores en su gestión. Aunque ello signifique complejidad añadida en la toma de
decisiones y el desarrollo del mismo. De poco sirve ya la tradicional distinción entre lo público, lo privado y lo
asociativo. El triángulo patente, de corte tradicional, convive con un triángulo latente en el que se sitúa el
perfil de unos nuevos actores (las empresas públicas, a caballo de lo público y lo privado, las fundaciones
privadas a caballo de lo privado y lo social o las asociaciones de servicios, a caballo de lo social y lo público)
que suelen ser los protagonistas de las iniciativas culturales más interesantes.

Sin duda la proximidad, tanto como la transversalidad, se han convertido en conceptos de una popularidad indiscutible.
Hoy día todo debe ser próximo: la alimentación, la justicia, el transporte, la policía, los servicios, la democracia...
También la cultura... Proximidad significa apostar por las cosas que están cerca. Pero también, en este caso, proximidad
evoca la procedencia desde la base y, en mayor o menor medida, la implicación relativamente activa de las personas, de
la gente, de la ciudadanía, del pueblo... en la producción de aquellas políticas, de aquellos servicios, de aquella cultura.
Ello no obstante, el valor de la proximidad no es intrínsecamente positivo. Daniel Innerarity nos recuerda ("Gobernar
los nuevos espacios: entre lo local y lo global" en Barcelona Metrópolis Mediterránea número 71, primavera del 2008)
que históricamente la reivindicación de una distancia explícita, lejana pero no mucho —el principió anglosajón del
arm's length— entre el poder y la sociedad constituyó todo un desafío para las revoluciones ilustradas.

En el contexto de las políticas para la cultura, la noción de proximidad establece, consciente o inconscientemente, una
tensión dialéctica con la noción de excelencia. La excelencia es un concepto de raíz anglosajona. Tiene que ver con la
tradición de considerar las artes como algo propio del entorno personal en cuya práctica se persiguen los mejores
resultados posibles. Una consideración en las antípodas de la tradición latina o continental, para la cual la cultura,
entendida más como un proceso que como un producto, forma parte de lo comunitario o lo colectivo. Cuando en el año
1946 se funda el Arts Council de Gran Bretaña, entre las misiones que lo definen destaca la búsqueda de la excelencia
en los distintos sectores artísticos. Dicha misión estará vigente hasta que en el año 1984 se publica el informe The Glory
of the Garden (el título es un guiño irónico a un poema de Rudyard Kipling) en el que se cuestiona la mismísima noción
de excelencia como objetivo de una política artística y se emprende la transformación del Arts Council.

La dialéctica entre proximidad y excelencia tiene que ver con la constatación de que, a menudo, en un mismo territorio
o en una misma institución coexisten políticas culturales contradictorias con mayor o menor grado de esquizofrenia. Por
una parte, unas políticas orientadas a la visibilidad, la proyección exterior, el impacto internacional, asociadas a la
marca de la ciudad o territorio, basadas en una presunta excelencia, pero con una base social precaria, y por otra parte
políticas orientadas a la proximidad, con un arraigo más o menos fuerte entre los habitantes de los barrios y de las
periferias, basadas en aquello que antaño denominábamos sociocultura, pero con proyección e impacto escaso o nulo.
De ahí que la articulación entre proximidad y excelencia constituya una de las asignaturas pendientes más flagrantes de
las políticas públicas para la cultura. Lograr que lo que sucede en la periferia tenga tanto valor, en términos de
excelencia, como lo que sucede en el centro, que las propuestas culturales que nos proyectan a entornos más amplios
gocen de base social considerable y que lo uno y lo otro se articule adecuadamente.

Volviendo a la transversalidad, se decía algo más arriba que la operatividad de dicha estrategia de buen gobierno más
allá de las buenas intenciones suele acarrear numerosas complicaciones. La dinámica entre transversalidad y
proximidad genera un campo de acción que permite múltiples posiciones en una relación altamente dinámica.
Correlacionar el vector departamentalidad/transversalidad con el vector excelencia/proximidad suele proporcionarnos
una información interesante. También una tarea en clave de futuro: habitualmente la departamentalidad (es decir, una
transversalidad baja) suele correlacionarse con la excelencia. Y viceversa, la transversalidad suele ser posible en
entornos de mayor proximidad. Establecer nuevas y mejores correlaciones entre excelencia y transversalidad constituye,
por lo tanto una verdadera asignatura pendiente.

2. La transversalidad en la cultura: oportunidades y amenazas

 Vale decir, en primer lugar, que la transversalidad, en términos de ciclo de proyecto, es un concepto de
aparición recurrente, tanto en la definición de las políticas (y hablamos aquí de políticas en el sentido más
amplio posible, no sólo en relación con las administraciones públicas; una asociación o una empresa, cuando
abordan su posición estratégica, están también definiendo su política), como en el diseño de la estructura de las
organizaciones y en el desarrollo de programas y proyectos, de servicios y de infraestructuras.
 Plantear la transversalidad en el nivel intermedio, es decir, en el del diseño de la estructura de las
organizaciones resulta fundamental. A menudo nos encontramos con planteamientos transversales por arriba,
en el nivel de las políticas, que no alcanzan materialidad alguna más allá del discurso y viceversa, iniciativas y
actuaciones transversales relativamente exitosas que sin embargo no responden a ningún diseño medianamente
integrado en términos programáticos u organizativos. Pese a las mejores intenciones y a no pocos esfuerzos,
las organizaciones para la cultura, particularmente en la administración pública, siguen siendo
departamentales. Como en la definición de las rectas paralelas, las áreas, departamentos, servicios o
negociados operan verticalmente, en una considerable falta de interacción con los ámbitos vecinos, con los que
raramente llegan a encontrarse. El diseño de estructuras que propicien la interdepartamentalidad constituye, en
consecuencia, uno de los mayores desafíos con respecto al tema.
 Existe así mismo una relación importante de la transversalidad con la adecuación a las nociones de demanda y
de necesidad, dos categorías tan importantes como complejas cuando se abordan desde la perspectiva del
servicio público en cultura. Podría considerarse, en un primer balance, que las políticas, organizaciones e
intervenciones de tipo transversal se adecuan mejor a la satisfacción de la demanda, en términos de corto o
medio plazo, aunque a largo plazo funcionen mejor en la solución de la necesidad. De hecho la demanda suele
ser, en su expresión, cortoplacista y específica, mientras que la necesidad detectada, desde el prisma de lo
experto, responde a los criterios de globalidad y ciclo medio o largo. Un ejemplo elocuente en este sentido es
el de los equipamientos socioculturales o de base en relación con la variable de las edades de sus usuarios (la
segmentación por edades constituye una cuestión habitual cuando se plantea la transversalidad). La demanda
suele plantearse en términos segmentados (espacios y programas para niños, para mujeres o para ancianos) y
su satisfacción obtendrá habitualmente un elevado consenso popular. Pero si de lo que se trata es de abordar, a
medio o largo plazo, la intergeneracionalidad, los equipamientos polivalentes, con espacios y programas
compartidos, van a ser más efectivos aunque sean menos populares y, en términos de satisfacción ciudadana,
sean peor recibidos.

 Sucede algo parecido cuando se plantea la relación entre transversalidad, eficiencia y eficacia. Las iniciativas
transversales suelen ser más eficaces que eficientes. Es decir, se orientan mejor a obtener resultados en función
de unos objetivos predeterminados que a economizar recursos, generar economías de escala, etc.

 Por lo tanto, debiera entenderse la transversalidad como una opción política, no necesariamente inmediata ni
más económica, cuyas virtualidades corren asociadas con las ideas de cambio y transformación social.
 La dinámica entre transversalidad y territorio (similar a la que se da entre transversalidad y proximidad,
observada algo más arriba) se plantea también en términos de proporcionalidad inversa. Trabajar
transversalmente requiere apostar por territorios acotados, mientras que la intervención sectorial o
departamental permite abordar una mayor amplitud territorial.
 Por último, una observación vinculada con el ámbito estricto de la cultura. La mayor o menor tradición
sectorial y corporativa suele acabar siendo un asunto de gran importancia cuando se emprenden iniciativas de
tipo transversal. En términos comparativos, la cultura, sus políticas y sus profesionales asisten a lo transversal
en términos de desigualdad respecto a otras políticas más consolidadas y con mayores recursos y otros
profesionales con mayor tradición corporativa, tanto por los estudios cursados como por las modalidades de
organización profesional (colegios profesionales, asociaciones, gremios, etc.). Por lo tanto, la cultura ante la
transversalidad suele requerir medidas de discriminación positiva. Está bien aceptar ser invitado a habitar la
casa de los demás, pero cuando el hogar propio es precario, e incluso a veces inexistente, no suele ser
satisfactorio...

3. La transversalidad en cultura: cuatro modalidades básicas


Los servicios personales y la compactación

¿Con qué otros departamentos, sectores, programas y servicios establece la cultura relaciones de transversalidad?
Probablemente la modalidad de más largo recorrido sea la que se estableció en nuestro país, y especialmente en el
ámbito de la administración local, a mediados de los años ochenta con la aparición de los departamentos de servicios
personales (también fue habitual la denominación de atención a la persona), en los que se ensayó la compactación de
políticas, programas y servicios relacionados con la ciudadanía, al hilo de las fuertes dinámicas de descentralización
territorial (distritos municipales, programas de actuación en barrios) y de participación ciudadana que en aquel entonces
se gestaron, a través de las políticas relacionadas con la educación, la cultura, la salud, el deporte, el turismo y las
actuaciones orientadas a grupos específicos de ciudadanos como infancia, juventud, tercera edad o mujer. En dicho
contexto se produjeron algunos ensayos exitosos y proliferaron iniciativas interesantes. Valga citar, a título de ejemplo
la tarea llevada a cabo al entorno de la iniciativa KALEIDOS.RED, promovida por distintos ayuntamientos como
Getafe, Gijón, Girona Vitoria, o Zaragoza (kaleidosred.org). Otro factor decisivo de aquella etapa fue la puesta en
marcha de distintos tipos de equipamientos polivalentes (centros cívicos, centros municipales, etc.) concebidos como
lugares donde ensayar in vitro iniciativas de compactación de servicios desde una mayor o menor vocación de
transversalidad y con un mayor o menor impacto en el territorio de referencia. Pero lo cierto es que, acompañando al
cambio de milenio, en muchas realidades locales se dio un marcado retroceso, explícito o no, hacia políticas
departamentales y sectoriales de corte tradicional, probablemente por razones de orientación a la demanda y a la
eficiencia como las que se han señalado anteriormente. En cualquier caso, la moda, por así decirlo, de los servicios
personales se ha ido atenuando con el tiempo y la evaluación de corte retrospectivo sobre los logros alcanzados y las
dificultades enfrentadas es algo que, por lo menos en la realidad española, resta por hacer.

La cultura como factor de desarrollo urbano, económico y social: su relación con las políticas
estructurales

La vieja idea del desarrollo cultural como expresión de la relación posible entre los ámbitos del desarrollo y la cultura,
cuya expresión más quintaesenciada probablemente sea la declaración final de la Conferencia Intergubernamental
Mondiacult sobre Cultura y Desarrollo celebrada en Ciudad de México en el año 1982, coincidiendo con el cambio de
siglo evoluciona hacia la consideración de la cultura como factor de desarrollo, capaz de incidir decisivamente en las
tres políticas estructurales básicas: el desarrollo urbano, el desarrollo económico y el desarrollo social. Tanto la Agenda
de Estocolmo, resultado de la Conferencia Intergubernamental de Políticas Culturales para el Desarrollo celebrada en el
año 1998 como la publicación de UNESCO Nuestra Diversidad Creativa, del mismo año, que compila los aportes de la
Década Mundial del Desarrollo Cultural o el informe del PNUD del año 2004, bajo el título de La libertad cultural en
nuestro mundo diverso de hoy constituyen buenas hojas de ruta de esa nueva relación, sin duda transversal, que la
cultura juega de un modo cada vez más decisivo no ya con las políticas sectoriales vecinas sino con las grandes políticas
estructurales. Ello no obstante, el uso y abuso de la cultura convertida en catalizador o varita mágica de la
transformación urbana, económica y social (recuérdese como paradigma del tema el llamado "efecto Guggenheim", en
referencia al espacio cultural inaugurado en Bilbao en el año 1997 y su impacto en el territorio más inmediato), acaba
generando no pocos efectos perversos. El primero, y quizás fundamental, es que se trata de una relación tremendamente
desigual, en el que la cultura resulta subordinada a las exigencias de las políticas macro. En este sentido, a menudo el
desarrollo de operaciones culturales en este contexto está en manos que no siempre actúan desde una lógica
genuinamente cultural. Por otra parte, lo que George Yúdice denominó, en un trabajo del año 2003, El recurso de la
cultura acaba convirtiéndose en un factor legitimador capaz de blanquear, por así decirlo, operaciones descaradamente
especulativas no siempre legítimas ni justificables en clave de desarrollo.

Cultura y sostenibilidad: hacia un nuevo paradigma

A lo largo de los últimos años se han ido sentando las bases de un nuevo paradigma, en buena medida como reacción a
las consecuencias del tipo de transversalidad que acabamos de describir. Una nueva posición de la cultura mucho más
orientada hacia lo que, por lo menos desde la conferencia celebrada en Río de Janeiro en el año 1992, se conoce como
desarrollo sostenible. La referencia precisa en este sentido es la llamada Agenda 21 de la Cultura, carta de
navegación de los gobiernos locales de todo el mundo aprobada en el año 2004 en Barcelona y hoy en día desarrollada
por la Organización Mundial de Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (CGLU). En síntesis, lo que se plantea es que la
cultura no sólo es un factor de desarrollo, sino que en sí misma constituye un pilar de sostenibilidad en cualquier
iniciativa que persiga el desarrollo: sin el desarrollo cultural, el desarrollo no es sostenible. De ahí que la cultura no sólo
puede, y debe, producir externalidades en el plano de lo urbano, lo económico y lo social, sino que debe plantearse
también la cuestión de los retornos, es decir, de la capitalización en beneficio del ecosistema cultural de dichas
plusvalías Desde esta perspectiva, la iniciativa más reciente está siendo el papel que debe jugar la cultura en relación
con el proceso de revisión de los Objetivos de Desarrollo del Milenio que desde el sistema de las Naciones Unidas
deberá implementarse a escala global a partir del año 2015. Distintas aportaciones y encuentros se han venido
desarrollando al respecto, entre los que conviene destacar la Conferencia de UNESCO sobre el papel de la cultura en el
desarrollo sostenible celebrada en Huangzhou, China, en mayo del año 2013. ¿Cómo desde la cultura podemos, por
ejemplo, contribuir a erradicar la pobreza, lograr la educación primaria universal, mejorar la salud materna, garantizar la
sostenibilidad del medio ambiente reducir la mortalidad de los niños menores de cinco años, etc.? En definitiva,
disminuir la desigualdad y la pobreza. He ahí una compleja, pero apasionante, declinación contemporánea de la
transversalidad.

La intra-transversalidad de la cultura como asignatura pendiente


Esta aproximación a las modalidades fundamentales de las relaciones transversales que se plantean desde la cultura
concluye con una no menos importante mirada hacia dentro, subrayando la importancia de las relaciones que podríamos
calificar de intra-transversalidad. Porque la cultura, en el fondo, no es tanto un sector como un conjunto de subsectores,
cuya interrelación a menudo constituye un asunto complejo. Salvando la distinción basada en las musas tradicionales,
debemos reconocer, por lo menos, las diferencias (que a menudo se constituyen en distancias) que existe entre lo que
podríamos considerar como a cultura que se presenta (la de los objetos tangibles, patrimoniales o no), la cultura que se
representa (es decir, la de las artes en vivo) y la cultura que se comunica a través de soportes y canales (desde el libro
hasta internet, pasando por los media) de mayor o menor dimensión tecnológica. También en este caso resulta
estratégico plantear la relación entre las partes desde una lógica de transversalidad. Algo parecido sucede con los
distintos componentes en las cadenas de valor de algunos sectores culturales. Valga como botón de muestra la práctica
inexistencia de políticas integrales para la lectura que atraviesen esferas de la gestión pública tan heterogéneas como lo
son la educación, las bibliotecas, el fomento de la industria editorial, el apoyo a los escritores, el estímulo de las
librerías, la difusión literaria en medios de comunicación, etc.

4. ¿Es posible evaluar la transversalidad?

En el año 2005 la Comisión de Cultura de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) se planteó la
tarea de elaborar, a partir de un proceso colaborativo de amplio alcance, una herramienta para evaluar la eventual
implantación de la Agenda 21 de la Cultura en una realidad local determinada, dando cumplimiento de esta forma a la
recomendación formulada en el artículo 49 de la misma, en el que se reclama la construcción de indicadores que
contribuyan a su seguimiento y comparabilidad. La amplitud del tema se acotó en cinco dimensiones fundamentales:
desarrollo, acceso, participación, memoria e innovación en la construcción de la identidad local y transversalidad de la
cultura. Las referencias a la transversalidad en la Agenda 21 de la Cultura son en sí mismas transversales; es decir, que
en la agenda no existe ningún epígrafe ni artículo específico consagrado al tema, pero la apelación a la transversalidad
de la cultura en el contexto de las políticas locales está `presente a lo largo de todo el texto.

La Guía para la Evaluación de las Políticas Culturales Locales en el marco de la Agenda 21 de la Cultura, finalmente
publicada en el año 2009, plantea tres centros de atención complementarios sobre el tema: la presencia de la cultura en
las políticas globales de la institución analizada, la cultura como factor transversal de otras políticas sectoriales y la
transversalidad existente dentro del departamento o área de cultura, y en los tres casos se orienta tanto hacia lo
cualitativo (que en este caso es fundamentalmente lo que se dice que se hace), en su expresión en documentos públicos,
programas de gobierno, planes estratégicos, etc., como hacia lo cuantitativo (la evidencia numérica sobre lo que
efectivamente se lleva a cabo) expresado en recursos presupuestarios, personal, infraestructuras etc.

Resultan finalmente de interés, por su eventual transferibilidad a situaciones y contextos distintos, las cuestiones que
intentan arrojar luz sobre algunas cuestiones clave, en las que la presunta transversalidad de la cultura en el mundo de lo
local se expresa particularmente, tales como:

 Iniciativas en el sector de las industrias culturales y creativas


 Actuaciones de fomento del empleo cultural
 Programas de arte público a escala local
 Modalidades de diseño de espacios públicos, mobiliario urbano...
 Gestión, si ha lugar, de iniciativas turísticas
 Presencia de grandes eventos de tipo cultural o artístico en la vida local.

Para la Reflexión

 Plantear las instancias transversales que existen para la cultura en la administración municipal de la localidad
donde vives (tanto si trabajas en el ayuntamiento como si no).
 Formular cómo puede actuar transversalmente la cultura potenciando uno de los ocho Objetivos de Desarrollo
del Milenio en un entorno territorial determinado.

Documentos

1. Definición de "gobernanza" en la Wikipedia: es.wikipedia.org

2. Definición de "subsidiariedad" en la Wikipedia: es.wikipedia.org

3. Página web de la Fundación Kaleidos.Red: kaleidosred.org


4. Página web de la Comisión de Cultura de CGLU: www.agenda21culture.net

5. Página web de los Objetivos de Desarrollo del Milenio: www.un.org

Bibliografía

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Guía para la evaluación de las políticas culturales locales [en línea]. Luis Ben Andrés [et al.]; Eduard Miralles y
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INNERARITY GRAU, Daniel. "Gobernar los nuevos espacios: entre lo local y lo global" [en línea]. En: Barcelona
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Our creative diversity: report of the World Commission on Culture and Development [en línea]. París: UNESCO,
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YÚDICE, George. El recurso de la cultura: usos de la cultura en la era global. Barcelona: Gedisa, 2002. 475 p. ISBN
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