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OPINIÓN

TRIBUNA ›

¿Qué nos costará esta vez a los alemanes?


Macron pide comprensión para los padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo
porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él quiere convertir ahora el proyecto de las
élites en un proyecto de ciudadanos. Merkel debe responder
JÜRGEN HABERMAS

10 DIC 2017 - 00:00 CET

ENRIQUE FLORES

Para Walter Benjamin, París era la capital de Europa. Para el contestatario e irónico Robert Menasse, último
Premio del Libro Alemán, debería serlo Bruselas. Una esperanza frágil. El propio Menasse rebaja tan elevadas
expectativas en una entrevista en el Frankfurter Allgemeine Zeitung contando una bonita historia sobre la tarde
que pasó con un corresponsal alemán en un café de periodistas lleno de humo. Allí pudo observar cómo al
reportero en cuestión su redacción de Fráncfort le rechazaba un artículo sobre el programa espacial de la UE con
el siguiente comentario: “No escribas de forma tan complicada. Cuenta solo qué nos costará esta vez a los
alemanes”. Es difícil formular de forma más concisa el limitado interés que muestran los políticos, gestores y
periodistas alemanes en construir una Europa políticamente eficaz. Desde hace décadas una prensa tímida y
complaciente presta su ayuda a nuestra clase política para no perturbar a la opinión pública con el tema de
Europa. La incapacitación del público no podría haberse demostrado con mayor elegancia que en el (supuesto)
debate televisado —el único que hubo— entre la canciller Angela Merkel y el aspirante socialdemócrata, Martin
Schulz, antes de las elecciones al Bundestag del pasado septiembre, en el que se delimitó cuidadosamente la
agenda de los temas a discusión. Incluso en la década de la crisis financiera aún candente, tanto a la canciller
como a su ministro de Finanzas se les permitió presentarse —en abierta contradicción con los hechos— como los
auténticos europeos.
     

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Pero ahora ha aparecido en escena Emmanuel Macron, que podría, a pesar de sus halagadores esfuerzos por
mantener una cooperación deferente con la canciller, derrotada y acosada por su propio partido, levantar el velo
sobre este grato autoengaño. Las mentes realistas de los periódicos nacionales parecen temer que las palabras
del presidente francés abran los ojos al público alemán sobre el nuevo traje del emperador: la opinión pública
podría percatarse de que el Gobierno alemán, con su robusto nacionalismo económico, está desnudo. Georg
Blume recoge en el primer capítulo de su reciente libro —subtitulado Cómo Alemania pone en peligro una amistad
— tristes testimonios tomados de la prensa y de la política acerca del condescendiente tono neoalemán hacia
Francia y los franceses. Algunos comentarios sobre Macron han oscilado desde el principio entre la indiferencia, la
arrogancia y el rechazo precipitado. Y, con la salvedad de un titular de Der Spiegel, en un primer momento el eco
del discurso —meticulosamente preparado— del presidente francés sobre Europa fue entre débil y nulo.

Entretanto, la reticencia se resquebraja. También en la prensa se va imponiendo la idea de que el próximo


Gobierno alemán (en caso de que alguien siga teniendo ganas de ello) tiene que recoger la pelota del presidente
francés, que ahora está en su tejado. Una política de simple aplazamiento, o de inacción, bastaría para echar a
perder una oportunidad histórica única.

Pocas veces las contingencias de la historia se evidencian de forman tan drástica como en el caso del inesperado
ascenso de una personalidad fascinante, quizá deslumbrante, y desde luego insólita. Nadie pudo contar con que
un ministro independiente del Gobierno Hollande, en una egocéntrica actuación en solitario (o eso era lo que
parecía), creara de la nada un movimiento político que daría un vuelco a todo un sistema de partidos. Contravenía
cualquier fundamento de la demoscopia que una sola persona sin apoyos, en el breve lapso de una campaña
electoral, lograra hacerse con la mayoría de los electores con un polémico programa en el que defendía
profundizar en la cooperación europea y se enfrentaba al pujante populismo de derechas al que uno de cada tres
franceses había dado su voto. Que alguien como Macron —en un país cuya población siempre ha sido más
euroescéptica que la luxemburguesa, belga, alemana, italiana, española o portuguesa— legara a ser elegido
presidente era de todo punto improbable.

Es muy poco probable que la cúpula de los socialdemócratas logre imponerse con su
exigencia de una “Europa solidaria”

Aun considerándolo fríamente, es igualmente improbable que el próximo Gobierno alemán tenga la fuerza y la
amplitud de perspectiva para dar con una respuesta productiva —es decir, que permita avanzar— a la pregunta
que le ha planteado Macron. Incluso aunque se llegue a una renovada Gran Coalición entre la CDU y el Partido
Socialdemócrata, es muy poco probable que la cúpula de los socialdemócratas, fundamentalmente proeuropea,
logre imponerse con su exigencia de una “Europa solidaria”. Angela Merkel tuvo que enfrentarse a una mayoría de
su partido para lograr que se revisaran las dos posiciones que impuso en el primer momento de la crisis financiera:
tanto el intergubernamentalismo que garantiza a Alemania una posición dominante en el Consejo Europeo, como
la política de austeridad a la que Alemania —gracias a esa posición— pudo someter, para su propio y
desproporcionado beneficio, a los países del sur de la Unión. Y también es en grado sumo improbable que esta
     
canciller, desde su debilitada situación política interna, no intente dejar claro a su encantador homólogo francés
que, lamentándolo mucho, no puede aceptar su elaborada perspectiva reformista. Por otra parte, y es esa la
pregunta que a mí me importa: ¿puede esta política a la que no conozco personalmente —hija de un párroco
protestante, notablemente lista y concienzuda, hasta ahora mal acostumbrada por el éxito, pero sin embargo
dada a la reflexión— tener verdadero interés en acabar de forma tan poco gloriosa sus 16 años en la cancillería?
¿Se retirará tras cuatro años más de penosa supervivencia política con un poder menguante? ¿O conseguirá
mostrar grandeza y saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora murmuran sobre su
decadencia?

También ella sabe que la unión monetaria europea, que es de elemental interés para Alemania, no puede
estabilizarse en tanto que se mantenga el régimen actual, que profundiza cada vez más las diferencias de nivel en
la renta nacional, el desempleo y el endeudamiento público entre las economías nacionales del norte y del sur de
Europa, que llevan años distanciándose. El fantasma de una “unión de riesgo financiero” deforma en Alemania la
visión de esta dinámica destructiva, que solo puede frenarse si se establece una competencia verdaderamente
limpia que trascienda la fronteras nacionales y se sigue una política contra el deterioro de la solidaridad, cada vez
más acusado tanto entre las distintas naciones como dentro de cada una de ellas. Baste mencionar el paro juvenil.
Macron no se limita a bosquejar una visión, sino que exige que la eurozona avance con pasos concretos, a través
de medidas como la armonización del impuesto de sociedades, un impuesto a las transacciones financieras, la
convergencia paulatina de los diversos regímenes de política social, el establecimiento de una autoridad europea
para regular el comercio internacional, etcétera.

En todo caso, no son estas propuestas aisladas, conocidas desde hace tiempo, las que hacen que destaque la
conducta, la iniciativa y el discurso de este político sobre el de todos aquellos a los que estamos acostumbrados.
Lo que se sale de la norma son tres rasgos característicos:

¿Conseguirá Merkel saltar sobre su propia sombra, a pesar de todos aquellos que ahora
murmuran sobre su decadencia?

—El coraje para la iniciativa política;

—El compromiso en traducir el proyecto de las élites europeas en una legislación autónoma y democrática de los
ciudadanos:

—La capacidad de convicción que transmite una persona que confía en el poder de la palabra que articula el
pensamiento.

Con una elección de palabras característicamente francesa, Macron se dirigió el 26 de septiembre a su público de
estudiantes y también a la clase política en Alemania al conjurar repetidamente la “soberanía” que solo Europa, y
no ya el Estado nacional, es capaz de garantizar a su ciudadanía. Solo bajo la protección y con la fuerza de una
Europa unida pueden estos ciudadanos afirmar sus intereses y valores comunes en un mundo convulso. Macron
contrapone la soberanía “real” a la quimérica de los “soberanistas” franceses. Llama por su nombre al indigno
juego del personal gubernamental que se distancia en casa de las leyes que él mismo ha aprobado en Bruselas, y
demanda nada menos que la refundación de una Europa capaz de actuar políticamente tanto en el ámbito interno
como en el exterior: a esta autoafirmación de los ciudadanos europeos es lo que se alude con la palabra
“soberanía”. Macron menciona, como paso para la institucionalización de la capacidad de actuación común, una
mayor cooperación en la eurozona sobre la base de un presupuesto común. Es de lamentar que la Comisión
Europea —a causa de una mal entendido sentido de la responsabilidad hacia la unidad de todos los miembros de la
 UE— torpedee esa decisiva propuesta de una Europa a dos  velocidades. La propuesta central
  de Macron para
aunar las fuerzas en el corazón de Europa dice así: “Un presupuesto (común) solo puede ir de la mano de un fuerte
liderazgo político a través de un ministro común y de un ambicioso control parlamentario en el nivel europeo. Solo
la eurozona con una moneda internacional fuerte puede ofrecer a Europa el marco de un poder económico
mundial”.
Debido a esta aspiración a confrontar políticamente los crecientes problemas de una sociedad mundial, Macron
destaca como muy pocos otros entre la clase de funcionarios políticos crónicamente desbordados, capaces solo
de adaptarse de forma oportunista y de reaccionar día a día, sin sentido alguno de la perspectiva. Es para frotarse
los ojos: ¿pero hay alguien que aún quiera cambiar algo en el status quo?

El presidente francés destaca entre esos políticos capaces solo de reaccionar día a día, sin
sentido alguno de la perspectiva

¿Es que hay quien tiene el frívolo coraje de rebelarse contra la conciencia fatalista de felahs que se doblegan
irreflexivamente a los pretendidos imperativos sistémicos de un orden económico mundial encarnado en
organizaciones internacionales que han perdido el contacto con la realidad? Si le entiendo bien, Macron defiende
unos intereses que hasta ahora no se explicitan y que por tanto no están representados en nuestro sistema de
partidos, segmentado entre el neoliberalismo cotidiano del centro, el autosatisfecho anticapitalismo de los
nacionalistas de izquierdas y la rancia ideología identitaria de los populistas de derechas. Es inherente al fracaso
de la socialdemocracia, en toda Europa, que una política en principio favorable a la globalización, que impulsa el
avance de la política europea, pero que al mismo tiempo no pierda de vista los daños y destrucciones sociales de
un capitalismo desencadenado --y que por tanto también urge la necesaria re-regulación transnacional de
mercados importantes— no haya logrado un perfil reconocible. La socialdemocracia alemana solo podría obtener
el margen de acción requerido para perfilar una política de esta naturaleza en un futuro Gobierno si el Ministerio
de Finanzas recayera en una figura con el peso suficiente para imponer sus puntos de vista, como Sigmar Gabriel.

La segunda circunstancia que distingue a Macron de otras figuras es su ruptura con un consenso silencioso. Hasta
ahora mismo, en la clase política iba de suyo que la Europa de los ciudadanos plantea un cuadro demasiado
complicado y que la finalité, el objetivo de la unificación europea, es un tema demasiado complejo para que los
propios ciudadanos puedan ocuparse de él. Los asuntos corrientes de la política bruselense son solo para
expertos, en todo caso para cabilderos bien informados; los choques más serios entre intereses nacionales en
conflicto los despachan los jefes de Gobierno entre sí, generalmente aplazándolos o dejándolos en suspenso. Pero
sobre todo, los partidos políticos están de acuerdo en que en las elecciones nacionales hay que evitar los temas
europeos en la medida de lo posible, a no ser que se pueda echar a los políticos de Bruselas la culpa de los
problemas que se han creado en casa. Y ahora Macron quiere acabar con esa mauvaise foi. Al poner en el centro
de su campaña la reforma de Europa ha roto un tabú, e incluso —un año después del Brexit— ha ganado esta
ofensiva contra “las tristes pasiones de Europa”.

Esta circunstancia confiere credibilidad en su boca a la tan traída frase de que la democracia es la esencia del
proyecto europeo. No estoy en condiciones de juzgar cómo se han trasladado a la práctica las reformas políticas
que ha anunciado en Francia. Ya se verá si ha cumplido la promesa “social-liberal” de mantener el difícil equilibrio
entre justicia social y productividad económica. Como persona de izquierdas, no soy un macronista, si es que
existe algo así. Pero la forma en que habla de Europa marca una diferencia. Macron pide comprensión para los
padres fundadores que levantaron Europa sin el pueblo porque pertenecían a una vanguardia ilustrada; pero él
quiere convertir ahora el proyecto de las élites en un proyecto de ciudadanos, y exige que se den pasos obvios
para la autoafirmación de los ciudadanos europeos contra los Gobiernos nacionales que se bloquean mutuamente
en el Consejo Europeo. Así, demanda que en las elecciones europeas no solo exista un derecho electoral común,
     
sino también que los candidatos sean elegidos en listas transnacionales. Esto impulsaría la formación de un
sistema europeo de partidos sin el que el Parlamento de Estrasburgo no puede convertirse en un lugar en el que
los intereses sociales puedan generalizarse y defenderse más allá de las fronteras de cada una de las naciones.
Los discursos pueden cambiar la percepción de la política en la opinión pública y elevar el
nivel del debate público

Si se quiere valorar adecuadamente la importancia de Emmanuel Macron, también hay que considerar un tercer
aspecto, una cualidad personal: sabe hablar. No es únicamente que estemos ante un político que coseche
atención, prestigio e influencia por sus dotes retóricas y su sensibilidad hacia la palabra escrita. Más bien se trata
de que la elección exacta de sus frases inspiradoras y la fuerza de articulación de su discurso confieren al propio
pensamiento político fuerza analítica y amplitud de perspectiva. El anterior presidente del Bundestag, Norbert
Lammert, fue el último que suscitó entre nosotros el recuerdo de los grandes debates parlamentarios de los
primeros tiempos de la RFA. Naturalmente, la calidad del ejercicio de la profesión de político no se mide por el
talento oratorio. Pero los discursos pueden cambiar la percepción de la política en la opinión pública, elevar el
nivel y ampliar el horizonte de un debate público. Y con ello la calidad no solo de la formación de la voluntad
política, sino también de la propia actuación política.

Cuando las amorfas tertulias se convierten en el baremo de la complejidad y aliento que son admisibles en el
pensamiento político, Macron sorprende por el formato de sus discursos. Parece que carecemos de la capacidad
para percibir tales cualidades, incluso para el cuándo y el dónde de un discurso. Por eso, el discurso que ofreció
hace no mucho en el Ayuntamiento de París con motivo del centenario de la Reforma protestante no solo fue
interesante en cuanto a su contenido; no solo fue un hábil intento de aprovechar el repaso a la historia de las
luchas de religión en Francia para adaptar una doctrina de Estado, el estricto laicismo francés, a las exigencias de
una sociedad pluralista. La ocasión y el tema del discurso fueron al mismo tiempo un gesto hacia la cultura del
país vecino, marcada por la impronta del protestantismo... como también hacia su colega protestante en Berlín.
Naturalmente, a nosotros se nos han vuelto extraños la ambición y el estilo para representar el poder del Estado,
al menos desde la mirada nostálgica de Carl Schmitt a la contrailustración francesa del siglo XIX. Puede faltarnos
el sentido y la gravitas de una vida en el palacio del Elíseo que Macron exhibe en su entrevista con Der Spiegel.
Pero vuelve a impresionar el íntimo conocimiento de la filosofía de la historia hegeliana que muestra su reacción
cuando se le pregunta por Napoleón como el “espíritu del mundo a caballo”.

Jürgen Habermas es filósofo.


Traducción de Jesús Alborés Rey.

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