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EL MANANTIAL

Escrito por Contienental, Viernes 20 de Abril del 2018


Una madrugada despejada, un joven de nombre Felipe aún soñaba cuando se
levantó súbitamente al escuchar los gritos de sus corderos. Se vistió a toda
prisa y corrió hacia ellos. Pero al encontrarlos tan tranquilos, dormitando en el
prado, comprendió que los chillidos venían del manantial. Lleno de curiosidad,
tomó ese camino.
Al acercarse vio en medio del manantial a unos seres parecidos a personas,
pero pequeñitos y de orejas y ojos enormes, que retozaban muy contentos en
el agua.
Se ocultó detrás de un árbol y se persignó.
De pronto apareció uno de ellos detrás de él. Asustado, cayó sentado sobre la
hierba. Pero el ser diminuto le extendió la mano y le ayudó a incorporarse.
—Tranquilo, no te haré daño —le dijo con su vocecita de niño.
Después que Felipe se calmó, el ser diminuto lo llevó de la mano con sus
parientes, quienes quedaron asombrados de tener a un hombre que, pese a
haberlos visto, seguía con vida.
Los extraños seres llevaron a Felipe por un cerro, de donde brotaba el agua
que alimentaba a los manantiales. Era un lugar hermoso, cubierto de árboles
frutales y animalitos diversos, como vizcachas y zorros, que no se asustaban
con las personas y vivían sin atacarse entre sí.
Uno de los pequeños explicó a Felipe que ellos habían sido enviados por Dios
para resguardar los siete manantiales. Por eso cada día trabajaban
arduamente para que el agua saliera limpia y cristalina. Por las mañanas
cuidaban que nadie se acercara al preciado origen del agua; mientras que por
las noches se asentaban a orillas del último manantial y, antes del alba y
terminada la jornada, iban a bañarse.
El más viejo de los pequeños, que parecía ser el jefe, se acercó a Felipe y le
propuso un pacto.
—Nos ayudarás con la misión de cuidar el origen del manantial —dijo el
anciano.
Felipe aceptó el pacto y le entregaron a cambio una pulsera de piel de cordero.
Pero entonces Felipe apareció recostado en la orilla del manantial con muchos
corderos a su alrededor. Hubiese creído que todo fue un sueño, a no ser por
una marca en la muñeca con forma de pulsera. Desde entonces dedicó su vida
a enseñar a la gente a cuidar el manantial.
Fuente: Felipe Lopez
LOS GENTILES

Escrito por Contienental, Viernes 20 de Abril del 2018


Muchos siglos antes de que la tierra terminara de formarse, una joven pareja
gustaba recorrer los campos.
Una tarde, mientras caminaban por las orillas del manantial, el cielo se
oscureció y empezó a granizar. Asustados, corrieron cerro arriba y, maltrechos,
alcanzaron a refugiarse en un pequeño agujero, muy cercano a la cima, de
donde veían a los rayos y la lluvia destruir las tierras bajas del valle.
Días después, cuando pudieron retornar a sus casas, las encontraron
destruidas y a la gente ahogada, junto a sus animales muertos.
Pasaron los meses, y los supervivientes se arrebataban los alimentos y el
abrigo. Los fuertes abusaban de los débiles y los obligaban a trabajar para
quitarles lo que producían.
Un día la muchacha vio un árbol quemándose a lo lejos. Cuando se acercó una
voz le dijo:
—Tu pueblo pronto se va a quemar porque hay maldad en su alma.
Entonces ella alertó a los demás, y la gente, asustada, optó por esconderse
debajo de la tierra. Trabajaron arduamente para cavar sus refugios y, después
de dos semanas, abandonaron el pueblo para trasladarse bajo tierra.
Pronto salieron dos soles inmensos, cuyos rayos quemaron lo que quedaba del
pueblo.
Pero por más que las gentes esperaron en sus habitáculos subterráneos, no
sobrevivieron y terminaron asados vivos. Hoy ese pueblo es llamado Ornulloc;
y en sus tierras carbonizadas no es posible cultivar nada.
Fuente: Leoncio Álvares Cárdenas
Relato recogido por: Isamar Romero López
LA DAMA Y EL VIAJERO

Cuando me disponía venir a Lima conocí a don Guillermo, que muy


amablemente me invito a subir a su camión en donde transportaba cereales a
la capital desde Huancavelica; subí en la Oroya. Le dije que tenía el mismo
nombre de mi abuelo ya fallecido, que también se dedicaba en sus años de
juventud a viajar transportando alimentos de Huancayo a Huancavelica y
viceversa.
Te cuento lo que me paso en el pueblo de Pampas, cuando viajaba para
Huancayo trayendo carga –me dijo.
“Cuando salía de Pampas, ya muy de noche y bajo una interminable lluvia,
pude avistar a una mujer en el camino; ella iba caminando muy lentamente en
la carretera, debiste verla con aquel vestido blanco totalmente empapado.
Frene suavemente pues también iba despacio por el mal estado de la
carretera.
Le hice una señal para que suba al camión y así pudiera protegerse de la lluvia,
ella asintió y se sentó en el mismo lugar en donde estás tú. Era una mujer muy
joven y bella, al verla en esas condiciones le ofrecí mi casaca para que pudiera
abrigarse, me agradeció y en su rostro vi dibujada una sonrisa tierna.
Al acercarnos al poblado la Mejorada, ella me pidió bajarse del camión; pues
tenía familia allí. Como aun llovía y era apenas las dos de la madrugada, le dije
que se quede con mi casaca, que en otro momento iría por ella. Solo le pedí la
dirección de su casa.
Pasó una semana y cuando volví a la Mejorada, fui a buscarla hasta su casa.
Grande fue mi sorpresa cuando salió su madre y me dijo que Virginia -así me
dijo que se llamaba-, había muerto hace diez años atrás. Precisamente en un
accidente de carreteras, cuando el bus que los transportaba de Pampas se fue
directo al barranco; en el lugar donde la recogí.
Yo no le creí a la señora y pensé que se querían quedar con mi casaca. Para
confirmar los hechos, su madre me llevo hasta el cementerio del pueblo y allí
pude corroborar que en verdad la joven y bella Virginia estaba muerta. La
fotografía en el nicho era la misma chica que vi hacia como una semana. Pero
lo que más me sorprendió, fue ver mi casaca a un costado, junto al nicho de la
joven. Su madre no tenía explicación alguna por lo sucedido, solo me dijo que
era la cuarta vez que pasaba eso; habían preguntado por su hija que había
subido al camión en la carretera a Pampas.”
Quizá sea un relato cierto, porque mi abuelo Guillermo me contó lo mismo.
Para poder confirmar esta historia fascinante, viaje hasta el poblado la
Mejorada en Huancavelica, no busque precisamente el domicilio de la joven
Virginia; sino me fui directamente hasta el cementerio y busque su nicho toda la
mañana de un sábado de Junio del 2000.
Cuando me sentía desanimado y listo para salir del lugar, vi algo que me llamo
la atención. Me acerque rápidamente hasta aquel sitio y note algo al costado de
un nicho; era una bolsa, y dentro de ella pude ver una chompa de alpaca de
color marrón y franjas blancas. Era el nicho que estaba en un extremo del
cementerio, casi escondido, casi olvidado. En la lápida semidestruida pude
distinguir el nombre de Virginia Matos, fallecida en 1989. Aunque no pude ver
la fotografía.

Deje las cosas en su lugar y salí del cementerio, ya era de tarde; sentí el deseo
de ir a la casa de Virginia. Al volver a Huancayo me preguntaba ¿Cómo pudo
llegar aquella bolsa con una chompa hasta ese lugar? ¿Por qué precisamente
ahora que fui a confirmar la historia? ¿Será que Virginia me tenía algo
preparado como bienvenida? Quizá apenas haya sido una mala pasada de mi
imaginación.

Relato recogido y escrito por Roger Piñas.


EL TAPADO
Escrito por Contienental, Viernes 20 de Abril del 2018
Había un poblador de Tres de Diciembre que solía usar un camino antiguo para
llegar más rápido al pueblo.
Una noche, durante la fiesta patronal, se quedó solo porque su esposa que
estaba cansada se había adelantado a casa. Pero a medianoche, se sintió
cansado y, pese a que sus vecinos intentaron retenerlo, se marchó por el viejo
camino.
Al cruzar un puquial, vio a lo lejos un toro inmenso que iba en dirección a él con
la intención de atacarlo. Sin mirar atrás, echó a correr tan rápido como le era
posible. Pero más adelante, al volverse, notó que no había toro ni nada en su
persecución.
—¿Estaré tan borracho como para ver toros imaginarios? —se dijo.
Decidió no dar importancia a lo ocurrido y retomar el camino. Atravesó una
quebrada y se topó con un hermoso pavo real. Entonces su mente se aclaró:
—¡Esto es un tapado! —exclamó.
E inmediatamente se quitó el poncho y lo lanzó sobre el ave. Esperó unos
minutos, se persignó y, al descubrir al pavo, encontró en su lugar un hoyo
donde sobresalía un saquito de piel.
Lleno de júbilo, excavó la tierra con sus propias manos hasta que pudo retirar
el saco. Finalmente, lo puso a un lado del camino y rompió sus amarras. Lo
que encontró le hizo pegar un grito:
—¡Soy rico! —decía, mientras cogía unos doblones de oro entre sus dedos—.
¡Gracias, Dios mío, gracias!
Y sin dudarlo un instante, cargó el saco sobre sus espaldas y se marchó a
casa.
Cuando pasaron los meses, se convirtió en el hombre más rico del pueblo,
pues se hizo de mucho ganado y hectáreas enteras de tierras. La gente nunca
dejó de murmurar que él era dueño de un tapado, pero él nunca confirmó ni
negó nada.
Fuente: Leoncio Álvarez Cárdenas
Relato recogido por: Isamar Romero López
«¡SÁCALE EL VENENO!»

Escrito por Contienental, Viernes 20 de Abril del 2018


Durante la guerra, cuando el ejército chileno llegó hasta el valle del Mantaro,
los pobladores fueron víctimas de injusticias de todas clases. Los chilenos
arrebataban los animales a la gente, los golpeaban, abusaban de las mujeres,
mataban sin contemplaciones a ancianos y niños y quemaban las casas y las
provisiones.
Se decía que la orden de aterrorizar a la gente venía desde los mismos
generales chilenos. Aunque los guerrilleros locales intentaban defender al
pueblo, sus esfuerzos eran inútiles, pues los soldados recién llegados eran
superiores en armas y en número.
Una vez que el valle había sido dominado, los chilenos enrumbaron a las zonas
altas para continuar con su estrategia de tierra quemada, es decir, de arrasar
con todo a su paso.
Un contingente chileno, comandado por un oficial célebre por su frialdad al
matar, llegó a las alturas de Ahuac. Agotados por la larga caminata, se
detuvieron a puertas de una choza y, después de rodearla, obligaron a sus
ocupantes a salir. Una anciana y su nieta aparecieron en la puerta, perplejas y
temerosas de los soldados recién llegados.
—¡Prepáranos chicha, vieja! —ordenó el oficial.
La anciana seguía inmóvil, todavía temerosa de cuanto podían hacer aquellos
soldados brutos y carentes de compasión.
—¡Muévete, vieja, no quiero esperar! —le gritó el oficial—, ¿o quieres que mate
a tu nieta?
La mujer se llamaba Fulgencia y era curandera. Todo el pueblo solía acudir a
ella para curarse. También sabía preparar remedios que acababan con las
plagas, pues en mayor cantidad, los efectos medicinales de una misma
sustancia podían tornarse en venenosos.
Mientras estaba atareada en preparar la chicha, los chilenos rebuscaban entre
sus cosas, perseguían a las gallinas y ataban a los carneros para llevárselos.
Entonces se le ocurrió agregar a la chicha un potente veneno que tenía
preparado en una ollita de barro para acabar con las ratas que se metían a los
graneros.
Con mucho cuidado, vació el contenido de la ollita en el perol donde mezclaba
la chicha. En cuanto terminó, cargó el perol y quiso entregarlo a un soldado que
dormitaba de pie. Este le hizo una seña para que lo siguiera, y llegaron con el
oficial que estaba al mando. Este olió la chicha y, antes de tomarla, dijo:
—Toma tú primero. ¡Sácale el veneno, vieja!
Fulgencia palideció. Los soldados la rodeaban, impacientes por beber de una
vez, pues tenían mucha sed. Ya antes la anciana había escuchado que
algunas mujeres perdieron la vida tratando de envenenar a los chilenos. Pero al
ser descubiertas, fueron ejecutadas.
Entonces tomó la determinación y, cogiendo un buen vaso, se lo bebió hasta la
última gota.
Tranquilizados, los chilenos se arrebataron entre sí los vasos y se tomaron toda
la chicha. Cuando se terminó, ordenaron a Fulgencia que preparase más. Sin
decir palabra, ella entró de nuevo a su casa.
Como se tardaba, un soldado entró a ordenarle que se diese prisa, pero la
encontró agonizando. Cuando el oficial se dio cuenta de su error, ya era tarde.
Los soldados empezaban a sentir fuertes dolores y rodaron por el suelo,
experimentando los síntomas del veneno.
El oficial no pudo siquiera vengarse de Fulgencia, pues ella ya estaba muerta.
Los chilenos no tardaron en seguirle el camino. El veneno acabó con casi
todos. Solo se salvaron aquellos que, por ser de rango inferior, apenas si
pudieron probar la chicha.

En la actualidad, la anciana Fulgencia aún es recordada por su heroico


sacrificio. Por su causa, la frase «¡sácale el veneno!» es usada cuando se va a
empezar a consumir una bebida espirituosa.
Fuente:Fredy Ospinar Cerrón (12 de julio de 1969).
Poblador de Ahuac
Relato recogido por: Jesús Toribio Espinoza
CUESTIÓN DE FE

Escrito por Contienental, Viernes 20 de Abril del 2018


En el pueblo de Chongos Bajo vivía un muchacho llamado Vladimir. Mientras
cargaba un saco de maíz morado —una ofrenda de su familia para la
peregrinación—, sus venas se hinchaban y le bajaron por el antebrazo como un
ramillete de mala hierba apoderándose de él.
A Vladimir no le importaba que el cura rechazara la nueva tradición de velas de
colores. Le parecían una mera interrogación ante los miles de signos que se
acumulaban en su cabeza, como los devotos de Cani Cruz, un capataz
despiadado al que pedían justicia.
Al llegar a la iglesia no quiso discutir con el cura. Entregó el maíz morado y se
apresuró en despedirse. Pero aquel pareció leerle la mente y le detuvo:
—Sé que te niegas a creer —le dijo, en tanto Vladimir se limitaba a asentir—.
Te contaré algo que quizás te haga cambiar de parecer. Antes de que nacieras
tus padres solo tenían dos hijas. Como deseaban un hijo varón, tu madre vino y
le pidió a Cani Cruz un hijo. Poco antes de cumplirse el año, tú naciste.
Al llegar a casa, y ante su insistencia, su madre se negó a corroborar la historia
del cura. Muy confundido, fue a caminar mientras pensaba y, finalmente,
regresó a la iglesia. Siempre iba, pero no exactamente por devoción, sino por
aquel éxtasis que sentía al ver el cielo rojizo durante el ocaso, que se veía
mejor desde la puerta de la capilla.
—Sabía que estarías aquí —le dijo. Él se limitó a sonreír, y su madre se sentó
a su lado—. Sé que te desagrada lo que el cura dijo. Entonces ya habían
nacido tus hermanas, pero tu padre y yo queríamos un hijo varón. Estaba
envejeciendo y era consciente que no podría tener más hijos. Por eso un día
pedí un milagro, pero no a Cani Cruz. Se lo pedí a Dios. Vine a la iglesia
muchas veces, no por siete lunes, ni cada siete o cinco días, como algunos
acostumbran. Simplemente vine, y antes de que pasara un año tú ya habías
nacido.
—El cura no quiso enredarte con todo lo que se dice de Cani Cruz. Solo
deseaba que entendieras que tuve fe.
Un extraño alivio se había apoderado de él. No sabía si era la fe de las
personas congregadas en la iglesia o la vista imponente del ocaso que tenía al
frente. Tampoco sabía de dónde había llegado aquel sentimiento ante la
grandeza de ese preciso momento.
Fuente: Ezequiel Camayo Lapa
Relato recogido por:Verónica Portillo Soriano
LOS TAPADOS DE JARPA

Escrito por Contienental, Viernes 20 de Abril del 2018


Dos amigos se dirigieron al distrito de San Juan de Jarpa para buscar tapados.
Habían escuchado los rumores de que estaban enterrados a orillas del río
Consac. Pero sabían del celo con que los pobladores cuidaban de que nadie se
acercara a aquel lugar. Contaba la leyenda que, siglos atrás, los incas
enterraron su oro después de que ejecutaron a Atahualpa.
En cuanto llegaron dijeron a la gente que eran sacerdotes. De esa forma,
consiguieron ganarse su confianza y, además, fueron agasajados con una
bienvenida donde les sirvieron pachamanca y cuyes. Y cuando se dispusieron
a dormir, les ofrecieron dos buenas camas. Pero en vez de acostarse, salieron
a recorrer el terreno donde, estaban seguros, hallarían un tapado.
Al día siguiente recibieron las llaves de la iglesia. Para no sembrar sospechas,
ambos se mostraban solícitos con los pobladores: ayudaban en las chacras,
cuidaban de los animales y siempre estaban donde había cualquier actividad.
Por las noches caminaban a orillas del río y rebuscaban por los sitios donde los
rumores decían que había tapados.
Un día, sin explicación alguna, los dos personajes desaparecieron. Entonces
los pobladores descubrieron que ninguno era cura y que, más bien, habían
estado buscado tapados, pues hallaron decenas de agujeros al borde del río.

Fuente: Anónimo

Relato recogido por: Nohely Verástegui Paucar


Valle del Mantaro

Dicen que hace ya mucho tiempo, todo el Valle del Mantaro era una inmensa
laguna. Desde Jauja y Concepción, hasta el sur llegando a Sapallanga y
Pucara, todos esos lugares estaban bajo el agua. Los pobladores del valle en
aquel entonces tenían sus casas en las alturas de los cerros, incluso hasta
ahora podemos ver vestigios de sus construcciones. En el centro de la gran
laguna se podía observar desde las alturas un enorme peñón oscuro que salía
de las aguas cada mañana.

Esta gran peña se llamaba Huanca y estaba donde hoy está la Plaza
Huamanmarca, junto a la Municipalidad de Huancayo. Paso el tiempo y la
laguna se iba llenando y llenando con las aguas de las lluvias (recordemos que
en esta parte de la sierra las precipitaciones son altas).Una vez, cuando los
pobladores estaban en sus labores del campo, porque ellos siempre se
dedicaron a la agricultura; se escuchó un enorme estruendo en una de las
quebradas y tras el sonido pudieron ver que las aguas de la laguna iban
disminuyendo rápidamente. Sucedió que la quebrada de Chupuro se había roto
y por allí desaguaba la laguna. Pasaron pocas semanas y el valle se fue
quedando seco, para acortar distancias entre los pueblos, los pobladores
tuvieron que bajar hacia las partes planas; siendo allí en donde lograron hacer
nuevas construcciones para poder habitarlas. Pero la laguna no vacío del todo.
En jauja se quedó la Laguna de Paca y en Ahuac la Laguna de Ñahuinpuquio.
Una vez las aguas rompieron la quebrada de Chupuro y por allí desaguo la
laguna. El valle se fue quedando seco y se fundaron pueblos. Pero la laguna no
vació del todo.

En Jauja quedo la Laguna de Paca y Chocón; la de Ñahuinpuquio en Ahuac y


la de Llulluchas en Huayucachi. Existen muchas lagunas en el Valle del
Mantaro, posiblemente parte del agua que desaguo de la gran laguna, hayan
quedado dispersas por todo el valle. Ahora la Laguna de Paca es una de las
más reconocidas y visitadas por los foráneos.
La Casa Giráldez: la "Casa Matusita" de Huancayo

Así como en Lima la Casa Matusita es conocida como un lugar donde habitan
fantasmas y se han tejido leyendas urbanas sobre la antigua propiedad; en
Huancayo, una vivienda ubicada en la Avenida Giráldez, también se ha hecho
popular, por las apariciones que algunos testigos aseguran haber visto.

APARICIÓN
Según refieren trabajadores de un salón de juegos ubicado al costado de esta
casa que es usada como almacén en la actualidad, en varias ocasiones
aseguran haber visto la silueta de una mujer joven atractiva paseando por el
balcón del segundo piso. La característica que más distingue a esta aparición
siempre coincide y es que lleva el pelo de color rubio, por ello la conocen como
"La Gringa".
Refieren que los propietarios viven en Lima, habiendo alquilado la casa en la
actualidad.
HISTORIA: Los trabajadores más antiguos del salón de juegos cuentan que la
historia de la casa embrujada se remonta hace muchos años atrás, cuando en
dicha vivienda funcionaba un instituto y sucedió un suicidó en uno de los
ambientes.
Coincidentemente la persona que tomó la determinación de acabar con su vida
era joven, bonita y tenía el pelo rubio, señalan.
LEYENDA DEL RÍO MANTARO

Cuenta la leyenda que una princesa Inca, quien sufría una decepción amorosa,
se fue a las alturas de las pampas de Junín para olvidar sus penas de amor.

En esa tristeza, empezó a derramar gotas de lágrimas, que fueron


convirtiéndose en un lago por acción del dios Wiracocha.

Cuando rebalsó, salieron hilos de agua, como si fueran de plata, convirtiéndose


en pequeños riachuelos que empezaron a descender por la cordillera de los
Andes.

Pero el dios Wiracocha vio al pueblo triste, porque sus tierras eran áridas y no
había comida, por lo que decidió convertir al pequeño riachuelo en un río
grande, para que regara sus campos, y de esta manera hermoseara el valle del
Mantaro.

Hecho que sirvió para consolar a la princesa, que se repuso de la pena sufrida.
Jugaban los peces alegres en el río, dando gracias a los dioses por tan
hermoso regalo; el resto de los animales, de igual manera, estaban felices por

la abundancia de comida generada por el río.

Los pobladores del valle se emocionaron, y contentos empezaron a sembrar


papa, oca, maíz, mashua, habas, y ya no pasaron hambre.

Llegando al valle del Mantaro se encargó de tejer una alfombra verde, con
árboles de guindas, eucaliptos, molles, cipreses, flores como rosas, geranios,
margaritas y claveles.
Pero, ay de aquel día que se ponga furioso, entonces arrasará con todo:
plantas, animales, casas y cuanto encuentre a su paso, y no habrá nada que lo
detenga.

Qué alegría nos brinda el valle del Mantaro, porque debido a su presencia se
riegan los campos.

Los niños alegres y felices juegan en la orilla, mientras sus madres lavan la
ropa cantando sus alegres huaynos.

¡Oh!, río Mantaro, eres fuente de inspiración de compositores, poetas,


cantantes.
Testigo de muchas tragedias y alegrías, que sólo tú sabes.

El río Mantaro es también fuente de progreso porque nos proporciona la


energía que mueve el Perú.

EL TORO ENCANTADO

Rasuhuillca es una laguna situada a unos quince kilómetros de la población de


Huanta. Está en medio de otras tres lagunas que la rodean, pero Rasuhuillca
es la más grande, por lo tanto la principal. La laguna está en la cima de un
cerro que domina la entrada del pueblo, por eso se ha construido en ella una
represa que suministra de agua para el regadío, y para el consumo del pueblo.

La tradición huantina dice que dentro de ésta laguna se encuentra un toro


negro hermoso y corpulento, sujeto con una cadena de oro cuyo extremo
guarda una anciana de cabellos canos. Hace muchos años, el toro logro vencer
a la anciana y salió a la superficie; e inmediatamente las aguas de la laguna se
embravecieron y rompieron los diques con grandes oleajes, inundaron el
pueblo, arrasaron toda la población produciendo grandes estragos; entonces,
los indios de la altura, al darse cuenta de esto, procedieron rápidamente a
echar lazo al toro y lo hundieron nuevamente. Desde aquel día la gente teme
que otra vez el toro pueda escaparse y la laguna inunde la floreciente ciudad
de Huanta.
EL TERROR DE LOS PUENTES
Era, por entonces, explorador y cierto día, después de una ardua tarea de
recorrido por las montañas, durante doce horas, ya cansado y con las fuerzas
rendidas, me vi en la necesidad de retornar al pueblo. Los últimos rayos del sol
se iban perdiendo tras el murallón de los cerros y aún tenía cinco leguas de
camino por delante. La noche se extendió plena de oscuridad. Apenas si se
veía a lo lejos, el fugaz centelleo de los relámpagos y el parpadeo luminoso de
los cocuyos como chispas de un fuego invisible. Yo seguía sobre mi fatigado
caballo, bajo las sombras nocturnales. Tuve que descender por una quebrada
en cuyo fondo corría un río caudaloso, continuando la marcha, me acerque a
un puente solitario. La difusa luz de las estrellas se volcaba sobre el agua.
Cuando me aproxime más aún, descubrí una silueta humana apoyada sobre la
barandilla del puente. Le dirigí una mirada sin acortar el paso. Había llegado
casi a la orilla del río, cuando sentí pronto la necesidad de detenerme. Lo que
vi fue, entonces, una pequeña sombra humana. Me volví acongojado, con un
terror absurdo. No me decidía a moverme en ningún sentido. Mi caballo se
encabrito, pugnando por seguir adelante. Sin saber lo que hacía, volví hacia
atrás y al volver temerosamente la mirada pude observar que la sombra seguía
en su mismo sitio. Un temblor indescriptible recorrió todo mi cuerpo. Tenía las
manos crispadas y me era imposible usar mi revolver. Quise gritar, pero sentí
que las fuerzas me abandonaban.

Iba a desmayarme cuando escuche los lejanos ladridos de algunos perros y,


casi simultáneamente noté que la sombra saltaba hacia el río y se desvanecía
en la superficie del agua.

EL CONDENADO

Un arriero que traía de Ayacucho cuatro cargas de plata a lomo de mulos, por
encargo de su patrón, se alojó en las inmediaciones de Izcuchaca
(Huancavelica), en un lugar denominado “Molino” de propiedad del señor
David, quien tenía su cuidador; éste muy de madrugada, mientras el arriero
cargaba el cuarto mulo, hizo desviar una carga y arrojó solo al animal.

Mientras el cuidador se repartía el dinero con el propietario del sitio, el arriero


desesperado con su desventura a cuestas, puesto que, para reparar la pérdida
tenía que trabajar el resto de su vida y tal vez hasta sus descendientes,
impetraba de rodillas a los causantes quienes por la codicia del dinero
tornándose indolentes y sordos al clamor el pobre indio cuyas inocentes
lágrimas llegaron hasta el cielo en procura de la justicia divina.

Al poco tiempo murió el cuidador del “molino”, su mujer y su hijo. Aquel por ser
el culpable directo se condenó, es decir, arrojado “alma y cuerpo” de la vida
ultraterrena, debía refugiarse por entre los montes tomando la forma de un
animal con cabeza humana gritando de vez en vez: David devuelve la plata…
Inclusive creen que por causa del humo don David, dueño del molino, que aún
vive, sufrió de parálisis en sus piernas.
Algunos indios astutos aprovechan de esta superstición del “condenado” para
llevarse, en época de cosecha, un poco de cereales de las eras.
LA DAMA Y EL VIAJERO

Cuando me disponía venir a Lima conocí a don Guillermo, que muy


amablemente me invito a subir a su camión en donde transportaba cereales a
la capital desde Huancavelica; subí en la Oroya. Le dije que tenía el mismo
nombre de mi abuelo ya fallecido, que también se dedicaba en sus años de
juventud a viajar transportando alimentos de Huancayo a Huancavelica y
viceversa.

Te cuento lo que me paso en el pueblo de Pampas, cuando viajaba para


Huancayo trayendo carga –me dijo.

“Cuando salía de Pampas, ya muy de noche y bajo una interminable lluvia,


pude avistar a una mujer en el camino; ella iba caminando muy lentamente en
la carretera, debiste verla con aquel vestido blanco totalmente empapado.
Frene suavemente pues también iba despacio por el mal estado de la
carretera.

Le hice una señal para que suba al camión y así pudiera protegerse de la lluvia,
ella asintió y se sentó en el mismo lugar en donde estás tú. Era una mujer muy
joven y bella, al verla en esas condiciones le ofrecí mi casaca para que pudiera
abrigarse, me agradeció y en su rostro vi dibujada una sonrisa tierna.
Al acercarnos al poblado la Mejorada, ella me pidió bajarse del camión; pues
tenía familia allí. Como aun llovía y era apenas las dos de la madrugada, le dije
que se quede con mi casaca, que en otro momento iría por ella. Solo le pedí la
dirección de su casa.

Pasó una semana y cuando volví a la Mejorada, fui a buscarla hasta su casa.
Grande fue mi sorpresa cuando salió su madre y me dijo que Virginia -así me
dijo que se llamaba-, había muerto hace diez años atrás. Precisamente en un
accidente de carreteras, cuando el bus que los transportaba de Pampas se fue
directo al barranco; en el lugar donde la recogí.

Yo no le creí a la señora y pensé que se querían quedar con mi casaca. Para


confirmar los hechos, su madre me llevo hasta el cementerio del pueblo y allí
pude corroborar que en verdad la joven y bella Virginia estaba muerta. La
fotografía en el nicho era la misma chica que vi hacia como una semana. Pero
lo que más me sorprendió, fue ver mi casaca a un costado, junto al nicho de la
joven. Su madre no tenía explicación alguna por lo sucedido, solo me dijo que
era la cuarta vez que pasaba eso; habían preguntado por su hija que había
subido al camión en la carretera a Pampas.”

Quizá sea un relato cierto, porque mi abuelo Guillermo me contó lo mismo.


Para poder confirmar esta historia fascinante, viaje hasta el poblado la
Mejorada en Huancavelica, no busque precisamente el domicilio de la joven
Virginia; sino me fui directamente hasta el cementerio y busque su nicho toda la
mañana de un sábado de Junio del 2000.

Cuando me sentía desanimado y listo para salir del lugar, vi algo que me llamo
la atención. Me acerque rápidamente hasta aquel sitio y note algo al costado de
un nicho; era una bolsa, y dentro de ella pude ver una chompa de alpaca de
color marrón y franjas blancas. Era el nicho que estaba en un extremo del
cementerio, casi escondido, casi olvidado. En la lápida semidestruida pude
distinguir el nombre de Virginia Matos, fallecida en 1989. Aunque no pude ver
la fotografía.

Deje las cosas en su lugar y salí del cementerio, ya era de tarde; sentí el deseo
de ir a la casa de Virginia. Al volver a Huancayo me preguntaba ¿Cómo pudo
llegar aquella bolsa con una chompa hasta ese lugar? ¿Por qué precisamente
ahora que fui a confirmar la historia? ¿Será que Virginia me tenía algo
preparado como bienvenida? Quizá apenas haya sido una mala pasada de mi
imaginación.
EL ORIGEN DE HUANCAYO

En cada pueblo existen versiones distintas de las historias y creaciones de los


actores sociales, por ejemplo esta es una versión del origen de Huancayo.

Hace ya mucho tiempo, todo el Valle del Mantaro era una inmensa laguna.
Desde Jauja y Concepción, hasta el sur llegando a Sapallanga y Pucara, todos
esos lugares estaban bajo el agua. Los pobladores del valle en aquel entonces
tenían sus casas en las alturas de los cerros, incluso hasta ahora podemos ver
vestigios de sus construcciones.

En el centro de la gran laguna se podía observar desde las alturas un enorme


peñón oscuro que salía de las aguas cada mañana. Esta gran peña se llamaba
Huanca y estaba donde hoy está la Plaza Huamanmarca, junto a la
Municipalidad de Huancayo. Paso el tiempo y la laguna se iban llenando y
llenando con las aguas de las lluvias (recordemos que en esta parte de la sierra
las precipitaciones son altas).

Una vez, cuando los pobladores estaban en sus labores del campo, porque
ellos siempre se dedicaron a la agricultura; se escuchó un enorme estruendo
en una de las quebradas y tras el sonido pudieron ver que las aguas de la
laguna iban disminuyendo rápidamente. Sucedió que la quebrada de Chupuro
se había roto y por allí desaguaba la laguna.

Pasaron pocas semanas y el valle se fue quedando seco, para acortar


distancias entre los pueblos, los pobladores tuvieron que bajar hacia las partes
planas; siendo allí en donde lograron hacer nuevas construcciones para poder
habitarlas. Pero la laguna no vació del todo. En jauja se quedó la Laguna de
Paca y en Ahuac la Laguna de Ñahuinpuquio.

Una vez las aguas rompieron la quebrada de Chupuro y por allí desaguo la
laguna. El valle se fue quedando seco y se fundaron pueblos. Pero la laguna no
vació del todo. En Jauja quedó la Laguna de Paca y Chocón; la de
Ñahuinpuquio en Ahuac y la de Llulluchas en Huayucachi.

Existen muchas lagunas en el Valle del Mantaro, posiblemente parte del agua
que desaguo de la gran laguna, hayan quedado dispersas por todo el valle.
Ahora la Laguna de Paca es una de las más reconocidas y visitadas por los
foráneos.

RIVALIDAD VIVA ENTRE LA NIEVE... APU HUALLALLO Y APU


PARIACACA

Dentro del contexto andino se considera al dios "Wiracocha" o "El gran señor
Sol" como el creador del mundo, quien pobló a la tierra quechua de haris
(hombres) y Wanblas (mujeres) y distribuyó a los dioses menores por toda su
extensión. Estos dioses tutelares fueron llamados APUS.

En la tierra de los Huancas, el gran Wiracocha envío a dos dioses, cada uno
con características y rasgos diferentes. Estos dioses fueron el Apu Huallallo
Carhuincho o Huallullo Carhuancho y el Apu Pariacaca o Pariaqaqa. Ambos
dioses se enamoraron de distintas wanblas y tuvieron una familia muy extensa.

Pero si todo iba bien, ustedes se preguntarán porque estos dioses fueron
rivales, pues según cuentan esto habría sucedido por lo siguiente:

Cuenta la historia que la primogénita de Huallallo Carhuincho, llamada


Huaytapallana era muy hermosa, tanto que para ocultarla de los haris este, su
padre la escondió al abrigo de las montañas y sembró para ella un jardín lleno
de flores.

A su vez el Apu Pariacaca tuvo un hijo varón a quien llamo “Amaru” este joven
amante de los viajes y quien, por ser hijo de un Apu, podía tomar la forma de
cualquier animal y de esta manera trasladarse por los valles de su padre,
encontró a una bella wanbla con quien se casó y tuvo una hija.

Un día en el que Amaru sobrevolaba unas montañas, observó a lo lejos un


jardín de flores como nunca antes había visto y sin saberlo salió de los terrenos
de su padre y tomando forma humana nuevamente se adentró en este paraje
escondido.

Al pie de la laguna Carhuacocha se encontraba una wanbla tan hermosa que


Amaru, olvidando todo, quedo al instante perdidamente enamorado de ella y,
esta doncella cuyo nombre era Huaytapallana también se enamoró de él.
Ambos tuvieron cinco hijos.

El Apu Huallallo Carhuincho quiso saber quién era este joven hari que había
tomado el corazón de su hija de esta manera y preguntando a los vientos se
enteró que ese joven hari no era otro que Amaru, el hijo de su rival Pariacaca, y
que además de ello él estaba casado y tenía una hija.
Herido en lo más profundo por el adulterio cometido, el Apu Huallallo
Carhuincho suplicó a los vientos que traigan, a los odios de Amaru noticias de
su esposa y de su hija.

Al recordar Amaru a su esposa e hija y tomando conciencia de todo lo que


había hecho salió a caminar, mientras avanzaba lentamente y meditaba por
una quebrada el Apu Huallallo Carhuincho se acercó y de un golpe mortal que
terminó con la vida de Amaru, este al momento de caer grito a su padre para
que tome venganza de este ataque traicionero.
El Apu Pariacaca en su dolor ahogó a Huaytapallana en la laguna Carhuacocha
y a los cinco hijos en las lagunas aledañas.

De esta manera ambos Apus iniciaron una terrible batalla arrasando a su paso
todas las aldeas, pueblos y cultivos que existían en la zona, dando forma,
durante este batallar a la accidentada geografía de la zona.

Al enterarse de estos destrozos el gran Wiracocha, juzgó tales acciones como


maldades muy grandes y decidió apresarlos por un largo tiempo. Tomó a
Pariacaca y lo convirtió en Nieve sobre las colinas más altas de sus montañas
que hoy llevan su nombre, y a Huallallo lo convirtió en nieves perpetuas
asentándolo sobre las colinas y picos de la que fue la morada de
Huaytapallana.
Se dice que solo cuando esas nieves se derritan ambos Apus podrán liberarse
de esa prisión, y parece que ese tiempo está por llegar...
LA APARICIÓN DEL HOMBRE HUANCA

Como ya es sabido en la mitología andina, el creador del mundo fue


Wiracocha, quien creó la tierra y los seres que en ella poblaron.

Cuentan que como una de sus creaciones hizo brotar un Manantial Sagrado en
Huari de donde salió la primera pareja Huanca, Atay Imanpurancapia (varón) y
Uruchumpi (mujer).

Ellos fundaron en ese lugar el primer pueblo y sus hijos poblaron otras
comarcas. Pero sus descendientes ingratos con el tiempo se olvidaron de su
creador y adoraron al Dios Huallallo Carhuancho.

Ante esta ofensa el dios Wiracocha, muy enojado los castigó, fueron sometidos
por los invasores Huari que vinieron del Sur. El Dios Huallallo huyó al este pero
fue convertido en el nevado Huaytapallana.

Los huancas arrepentidos por haber obrado en contra del dios Wiracocha y
para honrarlo nuevamente como su creador y guardar memoria de su origen
construyeron el templo de Huarivilca, allí se realizaban grandes ceremonias y le
presentaban ofrendas y sacrificios. El templo de Huarivilca era una imponente
construcción cuadrangular de piedra que se convirtió en el centro milagroso de
toda la región. De él emergía un manantial sagrado de aguas cristalinas.

Por ser este un centro milagroso hasta allí iban las grandes parcialidades del
mundo Huanca: Xauxa; Lurinhuanca, Ananhuanca y el último Chuncos y
Chongos; y hasta ahora van turistas nacionales y extranjeros para obtener un
milagro de este centro sagrado.

LEYENDA DE LA CORDILLERA BLANCA


Cuentan que el Huascarán, fue una vez una mujer que tuvo numerosos hijos, el
esposo de Huascarán, se llamaba Canchón que fue seducido por Sutoc, una
mujer muy bella, quien era buena cocinera; de enterada de los sucedido
Huascarán llena de ira por los celos hirió a su marido y luego huyó seguida por
sus hijos, el mayor la acompañaba de cerca, mientras que el menor iba
bastante lejos.

El hijo favorito iba cargado en la espalda por Huascarán. Cansados de tanto


caminar se fueron a descansar, toda la familia se transformó en la Cordillera
Blanca, y de sus lágrimas se formaron los arroyos que dieron origen al río
Santa y al Marañón... Canchón se volvió de piedra y llegó a ser la montaña
más bella de la Cordillera Negra, su amante Sutoc y sus hijos también se
transformaron en otras montañas de la Cordillera Negra y sus lágrimas
formaron los cauces y arroyos de esa región.

Es por ello que se dice que la forma de la cordillera blanca es algo echada,
Porqué ahí llacen Huascarán y sus hijos convertidos en esta hermosa
cordillera.

LEYENDA DEL NEVADO HUASCARAN Y HUANDOY


Esta romántica historia se sitúa en los tiempos incaicos, cuando los cusqueños
expandían sus dominios por el Callejón de Huaylas.
Cuenta que había una tribu laboriosa y pacífica que colindaba con otras
similares a ella. Nada alteraba el orden de la vida en aquel lugar armónico,
hasta que un día llegó a la tribu un soldado muy malherido con un encargo para
el gran jefe. Se hizo la entrevista y en ella el soldado manifestó que unos
guerreros de origen cusqueño habían saqueado su pueblo, matando y violando
sin piedad. Decía, además, que estos cusqueños andaban con dirección a esta
tribu, y que era menester prepararse para recibirlos.
El gran jefe había quedado anonadado. ¿Podían de verdad hacerle frente a un
enemigo tan poderoso? No lo sabía. El soldado le había contado cosas
monstruosas sobre esos cusqueños que ahora iban rumbo a su tribu. Bastaba
ver el estado del soldado: había hecho su último esfuerzo para llegar hasta él, y
con ello había gastado el último aliento de vida que le quedaba.

Se debía tomar acción. Luego de meditarlo con cuidado, el gran jefe ordenó a
sus mejores guerreros ir en busca del jefe de los cusqueños y exponerle una
política de paz. Así fue. Días después, los soldados volvieron con Huáscar, el
más reconocido guerrero de la tribu invasora, quien había sido encargado por
su líder llevar un mensaje de no agresión. A parte de ello, Huáscar debía
quedarse en la tribu del gran jefe hasta que la comitiva cusqueña llegara, de
manera que con su presencia garantizaba las relaciones de paz.

Al recibir la noticia del joven guerrero cusqueño, el gran jefe se alegró tanto que
mandó le dieran al huésped la mejor habitación, comida y vestimenta. Todo iba
perfecto y la relación entre el gran jefe y el joven era ideal, hasta que un día
apareció, jugando en un pozo de agua, una bella muchacha de 15 años. El
cusqueño quedó prendido: pronto averiguó su nombre, Huandy, y con ello supo
también que era la hija del mismísimo gran jefe. ¿El inicio de la desgracia?
Probablemente sí. Pero lo peor para Huáscar no fue que él la había mirado ni
que era hija del jefe, sino que ella lo había mirado también, ruborizándose y
sonriendo al viento en su inocencia. ¿Era correcto un amor en semejante
contexto? Huáscar no lo sabía, y tal vez no le importaba saberlo. Y, según se
daba cuenta, a la muchacha tampoco.
Se conocieron por primera vez una tarde que ella le llevó los alimentos.
Conversaron, se enamoraron y acordaron encontrarse en la orilla del río,
cuando la noche estuviera en su apogeo. Sucedió tal y como lo planearon.
Aquella noche se entregaron su amor y se prometieron el uno al otro no
abandonarse jamás. Huandy entonces reaccionó: ¿su padre la dejaría
quedarse con un hombre que no era de su tribu? No, no lo haría nunca. Si de
verdad querían que ese amor floreciera, debían huir, y debían hacerlo cuanto
antes. Y huyeron, pero no llegaron muy lejos. Por su parte, el gran jefe ya
estaba al tanto de los sucesos. Decepcionado de la poca deferencia del
invitado para con su cortesía y de la desobediencia extrema de su hija, dejó
que escaparan para luego atraparlos en el camino y mostrarles ahí su
verdadera furia. Y así los atrapó; los humilló y, ya satisfecho, los ató a palos
colocados en lugares estratégicos, desde donde uno podía ver al otro sufrir
hasta la muerte. Huáscar, en su delirio, pensó que su gente, al llegar y verlo
así, lo salvaría. Era su única esperanza.

Pero su tribu no hizo nada, y por el contrario, alabó la determinación del gran
jefe. Ya sin ilusiones, viendo como su amada moría, viendo que sólo un
riachuelo lo separaba de ella, sintiendo la impotencia de la resignación, juró
entonces vengarse algún día de aquellos que no les permitieron ser felices.
Empezó a llorar, y ella también lloró, y lo hizo hasta secarse por dentro; de las
lágrimas de la doncella se formó el lago Chinanchocha (laguna hembra), y de
las de Huáscar, el lago Orconcocha (laguna macho). Fue el último aliento.

Al ver tanto amor, el dios sol se compadeció de ellos y apoyó en la venganza


de Huáscar. Lluvias, trueno, rayos y granizo fue lo que envió a las tribus en
cuestión, y fue tanta y por tanto tiempo que cubrió a los cadáveres,
convirtiéndolos así en los nevados Huascarán (por Huáscar) y Huandoy (por
Huandy). Pero la venganza no quedó ahí: en 1970, el Huascarán dejó caer
10000 toneladas de hielo sobre los pueblos de los descendientes de las tribus
de antaño, cumpliendo con ello su promesa de venganza.

Según dicen, se cree que en 100 ó 200 años los nevados se quedarán sin
nieve y Huáscar y Handy revivirán y se encontrarán nuevamente, pero esta vez
ya para toda la eternidad.
LA PRINCESA DEL VALLE DEL MANTARO

Que miedo me daba el solo hecho de pensar que en unas horas más iba a caer
nuevamente la noche y yo seguía allí, perdido en la profundidad de aquel
enorme y majestuoso valle andino. Sus montañas imponentes cubiertas por un
cielo eternamente azulado, sus verdosas faldas siempre rebosantes de flores
de mil colores y frutos enormes, las aves que lo habitan vuelan felices y su
trinar se conjuga en contrapunto con el canto rodado arrastrado por la corriente
del gran río Mantaro.

Había caminado aproximadamente desde las cinco de la mañana que fue la


hora en que salí de la cabaña de aquel campesino llamado Wilmer, buena
gente el cholo carajo, ni me conocía y me hospedó en su humilde pero
acogedora casa. Lo conocí en la plaza principal de la ciudad, yo salía del
mercado central, allí comí una patasca que es una sopa típica de la región,
siempre se come bien en el mercado, comida fresca. Me senté a leer el
periódico en una de las bancas de la plaza, de pronto se sentó a mi lado un
tipo. Me saludo, le devolví el saludo. Le conté que recién había llegado a la
ciudad, era mi primera vez en Huancayo. Wilmer era un hombre que vivía solo.
Era de estatura baja, vestía un traje típico de la zona, un poncho bastante raído
y descolorido; su pantalón de yute estaba carcomido por el uso y mostraba
varios agujeros, un par de ojotas de cuero las cuales ya estaban todas
cuarteadas por el paso del tiempo y seguramente los tantos caminos
recorridos. Su piel era oscura, piel quemada por tal vez haber andado tanto
entre aguas y senderos de tierra y piedras, o tal vez por pasar tantas horas
trabajando en la cosecha a pleno sol. Su nariz era ancha y sus ojos se
expresaban tristes, quien sabe por haber sufrido cuántas cosas a lo largo de su
vida, pues todas las personas sufrimos en diversos momentos de nuestra
existencia, algunos más que otros. Sus orejas eran de distintos tamaños y
formas, la de su lado derecho la tenía un poco más larga y era media achatada.
Dicen que su papá siempre lo jalaba de esa oreja cada vez que hacia una
travesura y al parecer Wilmer había hecho muchísimas. Cuando sonreía lo
hacía de manera escandalosa, a tal punto que dejaba ver no solo sus dientes
sino las encías completas. Sus dientes eran de color marrón oscuro por haber
fumado muchos cigarrillos. Me contó que hasta no hace mucho se fumaba casi
tres cajetillas diarias. Otros dientes tenían un tono medio verdoso por chactar
tanta coca; me dijo que si no lo hacía no podría soportar el arduo trabajo diario
en el campo. Sus manos se veían muy maltratadas, las uñas descuidadas y
sus labios resecos a los cuales difícilmente les podía exigir una amplia sonrisa
de oreja a oreja. Wilmer tenía una voz grave e intrigante, hablaba el español
con el típico acento de un quechua hablante. Desprendía un tufo insoportable,
así que no me acercaba mucho a él mientras me hablaba. La casa que
habitaba era pequeña de aproximadamente unos veinte metros cuadrados,
tenía un par de sillas viejas y una mesa antigua cansada por el tiempo. La
cocina estaba ubicada en una esquina, una olla de barro, una cuchara de palo
y un cuchillo viejo eran los solitarios utensilios. La cama estaba hundida en el
centro, sobre el sofá tenía un par de libros con las paginas amarillentas y
gastadas.

Gabriel era un joven de unos 25 años de edad. Vivía en la gran ciudad de la


costa, era de estatura alta, media aproximadamente un metro ochenta más o
menos, de contextura atlética, había hecho ejercicio desde niño. Su piel color
canela, el cabello medio ondulado y de color negro. Le gustaba mucho leer
todo tipo de literatura, escuchar música desde la renacentista hasta la
electrónica, cuentos y poemas de exquisita factura. Era además un viajero
empedernido, había recorrido varios países y gran parte del Perú, y
precisamente esta curiosidad por conocer nuevos lugares es lo que lo llevó a la
ciudad de Huancayo donde tenía planeado, entre otras cosas, visitar la gran
biblioteca del convento de Ocopa, los famosos criaderos de truchas y la laguna
de Paca. También estaba enterado de que en esa zona se practicaba el
ayahuasca, algo por lo que hacía mucho tiempo sentía gran curiosidad. Gabriel
nunca había tenido suerte en el amor, pero decía que ello no era motivo para
no sentirse siempre feliz y disfrutar de la vida plenamente cada día.

Allí en la casa de Wilmer pasé una noche realmente diferente a las que yo
estaba acostumbrado en mi fría casa limeña. El me brindó alimentos y me
invitó un poco de aguardiente típico de aquel lugar, el calientito le decían.
Luego continuó conversando sobre las costumbres de la gente de la zona de la
sierra central, las cuales yo escuchaba con profunda atención. Me narró la
leyenda del río Mantaro, aquella que cuenta la historia de una princesa incaica,
quien había sufrido una gran decepción amorosa; dicen que una tarde la
princesa se encaminó hacia las alturas de las Pampas de Junín para intentar
olvidar las profundas penas de aquel gran amor. Pasaron días, semanas,
meses, y dicen que la princesa no podía dejar de llorar, le brotaron copiosas
lágrimas que poco a poco fueron convirtiéndose en un gran lago por deseo del
gran Dios Wiracocha. Cuando aquel gran lago llego a su tope, de él empezaron
a rebalsar abundantes riachuelos del color de la plata, que fueron cuesta abajo
a través de la cordillera de los andes.

Paralelamente a estos hechos Wiracocha notó que el pueblo estaba muy triste
porque sus tierras estaban secas y sedientas de agua, por lo que decidió unir
aquellos riachuelos de lágrimas para de esa manera formar un enorme río, que
regara todos los campos y así el valle del Mantaro se viera siempre floreciente
y hermoso. La princesa al enterarse de este hecho ejecutado por el dios
Wiracocha, dejó de estar triste y su pena amorosa finalmente fue curada.
Todos los animales que habitaban el valle se pusieron felices, los peces
retozaban y brincaban al aire desde las aguas; todos estaban contentos por la
abundancia de alimentos que generaba este gran cambio en el valle del
Mantaro. Los lugareños no cabían en su felicidad, se sentían muy emocionados
por la abundancia de agua que el dios les había obsequiado. Fue así que ellos
pudieron iniciar la siembra de distintos frutos como el maíz, la papa, las habas
por mencionar solo algunos. Nunca más pasaron hambre y sus tierras siempre
se mantuvieron fértiles. La princesa descendió de las alturas del valle y empezó
a tejer una gran alfombra verde con las ramas de los árboles que allí habían
crecido. Pero de pronto empezó a escucharse un rumor; si el río se molestaba
arrasaría con todo a su paso y no habría nada que pudiera detener su furia.
Para evitar que el rio se molestara todos debían de compartir siempre sus
frutos y riquezas sin egoísmo alguno.

Al día siguiente partió a hacer las visitas que tenía programadas, alquiló un
auto y se dirigió al convento de Santa Rosa de Ocopa. Este había sido
construido por los franciscanos para servir como sede de un colegio de
misioneros, fundado en 1725 por Fray Francisco de San José. Lo llamaron así
por encontrarse situado cerca de una capilla dedicada a la santa limeña. Su
propósito era establecer una escuela de misioneros que sirviera de punto de
partida fundamental en la evangelización católica para llevarla a los lugares
más remotos de la selva peruana. El libertador Simón Bolívar decidió cerrar el
convento para que este fuera usado como colegio para los hijos de los
habitantes de Jauja, pero este proyecto no prosperó y doce años más tarde el
presidente de turno decidió reabrirlo para que continúe siendo escuela de
misioneros. Actualmente solo funciona como museo albergando dentro de sí
una magnifica biblioteca así como una nutrida pinacoteca. Este convento es un
auténtico relicario del Perú como lo llamo José de la Riva Agüero y Osma.

Luego me dirigí a conocer el centro piscícola El Ingenio. En este lugar se


encuentra el principal criadero de truchas de la región donde se puede
observar el ciclo biológico de las truchas que allí se crían. Este criadero cuenta
con ciento cinco pozas para la crianza de este pez. Allí decidí quedarme a
almorzar un riquísimo plato elaborado en base a este pescado. Después me
dirigí hacia la laguna de Paca que se encuentra situada más cerca de la ciudad
de Jauja, dicen que no es laguna sino lago por su extensión. En sus totorales
viven una gran variedad de aves silvestres y es uno de los lugares más
visitados en el valle del Mantaro. También dicen que en el fondo de la laguna
hay un túnel que conecta este con la laguna de Ñahuipuquio. Sobre esta
laguna de aguas mansas se cuentan algunas leyendas como aquella que dice
que en el fondo yacen algunas llamas cargadas de oro y plata las cuales fueron
arrojadas allí por los súbditos del Inca al enterarse que Atahualpa había sido
asesinado. Me provocaba quedarme a pernoctar en algún hotel frente a la
laguna, pero por mi cabeza no dejaba de rondar el recuerdo de la leyenda que
me había contado Wilmer la noche anterior. Después de haber escuchado esa
hermosa historia esperé con ansias el siguiente amanecer para salir en la
búsqueda de aquel lugar donde la princesa había llorado tanto tiempo dando
de esa manera origen a la formación del río Mantaro. Wilmer me había
prevenido diciéndome que todo aquel que se había aventurado alimentado por
las ansias de encontrar aquel lugar, nunca más había regresado, pero a pesar
de la advertencia decidí aventurarme y enrumbarme en su búsqueda.

Para ello me había preparado llevando conmigo algunos alimentos como


panes, galletas, mermelada, frutas, verduras, algo de carne y una buena ración
de agua. Con la llegada del alba salí raudamente de la cabaña de Wilmer y me
encaminé inmediatamente por una de las orilla del río. A pesar de mi ansiedad
por llegar pronto a mi destino, debía mantener un paso tranquilo porque de lo
contrario podría cansarme con rapidez y eso no era lo más inteligente, tenía
que dosificar mis energías, pues desconocía la distancia que debía de recorrer
en mi periplo hacia la laguna. Poco a poco me fui alejando del pueblo hasta
llegar a perderlo de vista, ahora solo podía escuchar el sonido del río y los
silbidos de las ramas de los árboles que crecían a sus orillas. Me sentía
maravillado con los paisajes que iba descubriendo a mi paso y los animales
silvestres que me observaban con cierta extrañeza. Después de haber
caminado un largo trecho decidí detenerme a darme un baño en aquel
amistoso río. Luego seguí mi camino sin saber realmente a donde me dirigía.
La distancia hasta el origen del río era para mí totalmente desconocida; pues a
pesar de haber tratado de averiguarlo nadie me dio razón sobre eso. Así
continué devorando el camino que yo mismo iba creando.

A eso de las dos de la tarde volví a detenerme para comer algo y reponer
fuerzas. Poco a poco iba sintiendo el agotamiento de mi cuerpo, pero el deseo
de llegar a conocer el origen del río Mantaro, la ilusión de aquella hermosa
leyenda, me hacía sacar fuerzas para continuar caminando a su encuentro.
Después de haber andado muchas horas y sin haber llegado al lugar, empecé
a sentir un poco de miedo. Me encontraba en el medio de la nada
completamente solo. No sabía si regresar o pasar allí la noche y continuar al
día siguiente con mi travesía. La advertencia que me había hecho Wilmer no
dejaba de dar vueltas por mi cabeza. Habían transcurrido muchas horas y
varios kilómetros desde que inicié la caminata. Encendí fuego y cociné algunos
alimentos. Después de pensar un buen rato finalmente tomé la decisión de
quedarme a pernoctar allí en un claro al lado del río. El sonido producido por el
correr de las aguas de aquel río y el de los animales nocturnos me arrulló
lentamente hasta quedarme profundamente dormido. Mientras transcurría la
noche tuve un sueño, había estado pensando tanto en la leyenda que me contó
Wilmer que empecé a soñar con una princesa incaica a quien su padre arreglo
un casamiento. Ella quería casarse con un hombre al cual realmente amara,
pero ese hombre aún no había llegado a su vida. La princesa decía que lo
esperaría el tiempo que fuese necesario.
A la mañana siguiente retomé mi rumbo desconocido, seguí caminando todo el
día, el río se dividió en riachuelos cada vez más pequeños. Mi corazón empezó
a acelerarse. Poco a poco me iba acercando a mi destino, cada vez faltaba
menos para poder descubrir el lago que daba origen al río, el lago que se había
formado con las lágrimas de la princesa. Empecé a caminar más rápido, mi
ansiedad era cada vez mayor. La leyenda seguía dando vueltas por mi cabeza.
Los riachuelos no tenían cuando terminar, parecían infinitos carajo, el camino
además poco a poco se tornaba más empinado y eso hacía que mi paso fuera
más lento. Finalmente al llegar la tarde por fin divisé aquel lago que tenía que
ser el de la leyenda de la princesa. Corrí como un loco hasta llegar a la orilla,
allí me detuve y contemplé la majestuosidad de aquel paisaje. El agua tenía un
color especial, un color que nunca había visto. Agotado por el gran esfuerzo
que me había costado el último tramo me quedé dormido un buen rato. Cuando
desperté ya estaba anocheciendo. Después de comer algunas cosillas de las
que había llevado en mi mochila, me instalé cerca de la orilla del lago, encendí
un pequeño fuego y me coloqué en posición de meditación. La luna se asomó
plena de luz y brillo singular. Pasó un buen rato, tal vez algunas horas y
mientras observaba el lago de pronto apareció ante mí la imagen de la princesa
llorando reflejada sobre la superficie del agua que encontraba en estado de
calma e iluminada por la luz de la luna. Quedé estupefacto ante aquella
aparición, no podía creer lo que estaba sucediendo en aquel momento frente a
mí; su rostro era hermoso, tenía unas facciones dulces, daba la impresión que
me estaba mirando, de sus ojos empezaron a brotar lágrimas, tal como me lo
había relatado Wilmer. Luego de unos minutos la imagen desapareció pero
quedó grabada en mi mente. No pude dormir toda la noche pensando en lo que
había sucedido. Me quedé esperando para ver si aparecía nuevamente pero
fue en vano. Las lágrimas que brotaban de los ojos de la princesa eran
realmente del color de la plata. La sorpresa que me llevé al tratar de tomar
algunas fotografías de aquel momento, mi cámara fotográfica dejó de
funcionar. Luego de haber presenciado esa aparición se escuchó una voz que
me dijo, usted se ha atrevido a venir hasta este lugar a pesar de las
advertencias que recibió. Si le llega a contar a alguien lo que ha visto, usted se
convertirá en parte de este lago y la amenaza de la leyenda se hará realidad.
En este lago habita una princesa inca y no se le debe de molestar bajo ningún
motivo. Si ella ha deseado aparecer frente a usted debe de ser por alguna
razón contundente, pero no trate de investigarla, haga caso de mis
advertencias y nada le sucederá. Luego todo quedo nuevamente en silencio.
Sorprendido por aquella revelación espere la primera luz, giré e
inmediatamente empecé a caminar de regreso al pueblo a toda prisa. Seguí
caminando sin atreverme a mirar hacia atrás, nada sería capaz de detenerme
hasta llegar al pueblo. Caminé todo el día y toda la noche hasta que a la
mañana siguiente divise el pueblo y empecé a sentir cierto alivio. Al llegar fui a
la búsqueda de Wilmer para relatarle todo lo acontecido. Pero fue grande la
sorpresa que me llevé al llegar a la casa de Wilmer y encontrarme con otras
personas habitando ese lugar. Pregunté por Wilmer pero me contestaron
diciéndome que no conocían a nadie con ese nombre, ante lo cual insistí
relatando todo lo que allí había pasado incluso la leyenda de la princesa. Lo
que no pude contarles es lo que me había sucedido en aquel lago a pesar que
ganas no me faltaban. Sin embargo los habitantes de aquella casa me dijeron
que nunca había vivido allí alguien con ese nombre. Que ellos vivían ahí hacía
muchos años y nunca había existido ese tal Wilmer que yo mencionaba. Este
hecho me sorprendió aún más, me retiré de allí y busqué un lugar cerca al río
para poder sentarme a pensar en todo lo que me había pasado en menos de
una semana. Luego de un buen rato decidí tomar el bus que me llevara de
regreso a la ciudad de Lima.

Ya nuevamente instalado en mi vivienda traté de continuar con mi vida normal.


Yo era profesor de historia en una universidad de la capital, pero a pesar de
mis múltiples ocupaciones nunca dejé de pensar en aquel acontecimiento que
había vivido en el valle del Mantaro. La imagen del rostro de aquella princesa
aparecida en la superficie de aquel lago había quedado claramente grabada en
mi memoria, no pasaba un día sin que se me apareciera en la mente aquella
bella princesa que me hubiera encantado conocer. Me preguntaba cómo habría
sido aquella mujer especial, una princesa inca debía de haber sido criada con
principios nobles, debía de haber recibido una educación especial. Todo ello
daba vueltas por mi cabeza infinidad de veces. El sueño que había tenido
aquella noche en la orilla del lago también se sumaba a esos recuerdos.

El tiempo transcurrió y yo no podía escapar de aquellos recuerdos. Cierto día


decidí regresar al valle del Mantaro con la idea de volver a visitar la laguna con
la esperanza de volver a ver la imagen de la princesa inca en aquel lugar. Pedí
permiso en el trabajo para ausentarme por unos días aduciendo que haría un
trabajo de investigación en la zona del valle del Mantaro. Me concedieron el
permiso y a la mañana siguiente me enrumbé hacia la ciudad de Huancayo
para luego dirigirme al lago siguiendo el mismo camino de la primera vez que
allí estuve. Después de varias horas y cansado por la larga caminata sentí
deseos de echarme en una gran roca a descansar. El sol bañaba mi rostro,
cerré los ojos acompañado por el arrullar del gran río. Ahora todo daba vueltas
en mi cabeza con mayor intensidad. Mi ansiedad por llegar iba en aumento, de
pronto sentí la presencia de alguien cerca de mí y al abrir los ojos me
sorprendí; me observaba una mujer parada a mi lado, el brillo del sol no me
permitía divisar su rostro silencioso. Me puse de pie para ver el rostro de
aquella misteriosa mujer. Tenía un enorme parecido con aquella princesa inca
que se me había aparecido en la laguna.

-Hola, le dije, ¿quién eres y que haces por acá?

-Me respondió que ella vivía en el valle y que me había estado esperando por
largo tiempo.
Con voz temblorosa le pedí que me acompañe en mi caminata para seguir
conversando. Ella aceptó gustosamente. Le conté todo lo que me había
sucedido en el viaje anterior, de lo que había pasado con el cholo Wilmer, que
me había relatado la leyenda de la princesa incaica, de la formación del río
Mantaro, de cómo había llegado hasta el lago, del sueño que tuve y nada más
porque en ese momento recordé las advertencias de aquella voz que me dijo
que no podía contar lo de la aparición de la princesa en el lago. Me extrañó que
no se sorprendiera. Me dijo que ella ya sabía todo lo que me había pasado, no
me dio mayor explicación solo me volvió a repetir que sentía que me había
estado esperando desde hacía mucho tiempo y que esa espera había llegado a
su fin. Ambos seguimos caminando por la orilla del rio con dirección al lago
para luego perdernos en el horizonte.
Gabriel y la princesa nunca más retornaron de aquella caminata. Muchos lo
buscaron sin éxito, lo dieron por desaparecido. Nunca más se les volvió a ver.
Nunca más se volvió a saber de ellos. Dice una nueva leyenda que ambos se
sumergieron en la laguna para nunca más salir de ella. Cuentan que Gabriel
era la reencarnación del príncipe inca por el cual la princesa había llorado
tantos años, pero que ahora estaban juntos asegurando de esa manera la
presencia del amor en todo el gran valle del Mantaro.
CUENTOS ANDINOS VALLE DEL MANTARO
EL MANANTIAL

Una madrugada despejada, un joven de nombre Felipe aún soñaba cuando se


levantó súbitamente al escuchar los gritos de sus corderos. Se vistió a toda
prisa y corrió hacia ellos. Pero al encontrarlos tan tranquilos, dormitando en el
prado, comprendió que los chillidos venían del manantial. Lleno de curiosidad,
tomó ese camino.
Al acercarse vio en medio del manantial a unos seres parecidos a personas,
pero pequeñitos y de orejas y ojos enormes, que retozaban muy contentos en
el agua.
Se ocultó detrás de un árbol y se persignó.
De pronto apareció uno de ellos detrás de él. Asustado, cayó sentado sobre la
hierba. Pero el ser diminuto le extendió la mano y le ayudó a incorporarse.
—Tranquilo, no te haré daño —le dijo con su vocecita de niño.
Después que Felipe se calmó, el ser diminuto lo llevó de la mano con sus
parientes, quienes quedaron asombrados de tener a un hombre que, pese a
haberlos visto, seguía con vida.
Los extraños seres llevaron a Felipe por un cerro, de donde brotaba el agua
que alimentaba a los manantiales. Era un lugar hermoso, cubierto de árboles
frutales y animalitos diversos, como vizcachas y zorros, que no se asustaban
con las personas y vivían sin atacarse entre sí.
Uno de los pequeños explicó a Felipe que ellos habían sido enviados por Dios
para resguardar los siete manantiales. Por eso cada día trabajaban
arduamente para que el agua saliera limpia y cristalina. Por las mañanas
cuidaban que nadie se acercara al preciado origen del agua; mientras que por
las noches se asentaban a orillas del último manantial y, antes del alba y
terminada la jornada, iban a bañarse.
El más viejo de los pequeños, que parecía ser el jefe, se acercó a Felipe y le
propuso un pacto.
—Nos ayudarás con la misión de cuidar el origen del manantial —dijo el
anciano.
Felipe aceptó el pacto y le entregaron a cambio una pulsera de piel de cordero.
Pero entonces Felipe apareció recostado en la orilla del manantial con muchos
corderos a su alrededor. Hubiese creído que todo fue un sueño, a no ser por
una marca en la muñeca con forma de pulsera. Desde entonces dedicó su vida
a enseñar a la gente a cuidar el manantial.

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