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Geoestéticas (migraciones e interculturalidad)

Martin Bolaños

Resumen
¿Qué ocurre con el arte cuando sus prácticas acontecen por fuera de los dispositivos de visibilidad
que las sociedades occidentales han preparado para su circulación? ¿Qué ocurre cuando el arte
se manifiesta como un vinculo social al margen de la lógica del capital y sus taxonomías
disciplinarias?

En las poblaciones migrantes, el arte participa de los cruces, ambigüedades, flujos y reflujos que
afectan a las configuraciones identitarias de las poblaciones en tránsito. Es en esos intersticios,
donde la memoria y la querencia de tales poblaciones expresan su condición fronteriza, donde
las expresiones artísticas emergen mostrando una fuerza particular. Fuerza que pone a prueba las
categorías de análisis moldeadas por la epistemología de las ciencias sociales. Este texto explora
alcances y limitaciones del concepto de geo estéticas y lo pone en relación con los de geocultura
(Rodolfo Kusch), Geopoética (Fernando Ainsa) y Archipelia (Edouard Glissant).
Palabras claves: geoestética, interculturalidad, migración, arte, poética.
Anónimo. Intervención en un local de comidas. Liniers, Buenos Aires, 2017. Fotografía del autor.

En un texto de convocatoria al Congreso Internacional organizado por el departamento


de historia del arte de la Universidad de Barcelona, en 2015 se propone “reivindicar la dimensión
geoestética como “disciplina” para interpretar aquellas prácticas y discursos que desde sus
lugares de emisión son susceptibles de redefinir -o cuando menos, cuestionar- las relaciones
centro-periferia”. Geoestética (en singular) como disciplina hermenéutica que interpreta
prácticas y discursos disidentes.
También Joaquin Barriendos (2007) en el mismo contexto se refiere a la geoestética como
disciplina que expresa una oposición activa a la segmentación multicultural del circuito del arte
contemporáneo: “la única fuerza crítica que podemos deducir ante los procesos de
internacionalización”, consiste en aprovechar lo que el autor llama “procesos de
translocalización estratégica” para abrir el juego a “una mentalidad geoestética necesariamente
contestataria, crítica y reflexiva”.
Este tipo de encuadramientos que convocan desde el olimpo teórico europeo a acciones
de selección y puesta en escena de propuestas que descolonizarían las prácticas de exhibición en
un circuito internacional son poco creíbles. Más allá de lo que signifiquen los procesos de
translocalización estratégica aludidos, parece tautológico suponer que pudiera darse una
liberación de las relaciones desiguales sin desarticular el circuito de la desigualdad. En este
sentido se expresa Yamandú Acosta (2017) en un texto sobre el que se volverá más adelante,
cuando expresa que
“se hace necesario discernir entre ejercicios de –aparente- interculturalidad que
refuerzan sobrelegitimando –eventualmente de un modo no intencional- a la
monoculturalidad/multiculturalidad moderno-posmoderno-capitalista-occidental y
ejercicios de efectiva interculturalidad en los términos de una interculturalidad
descentrada y crítica que son aquellos que tienen lugar desde la constitutiva –y
constituyente- interculturalidad de la transmodernidad”.

Este discernimiento se fundamenta en que la lógica moderna-posmoderna no puede más


que declamar una interculturalidad1 de laboratorio, precisamente porque se mueve dentro un
horizonte de compresión monocultural: “no hay interculturalidad propiamente tal desde la
modernidad-posmodernidad; ellas solamente admiten monoculturalidad y multiculturalidad,
en cuanto lógicas culturales…” (Ibid.)

En el variado e indefinible campo de lo artístico, el objetivo de la crítica es la institución


arte, desenmascarada como dispositivo sistémico. Una “división social del trabajo” que
distribuye sus lugares de visibilidad en la vidriera de alquiler global. Las condiciones son claras:
aceptar el programa multicultural y representar adecuadamente el papel asignado a una identidad
programada. Theresse Kauffman (2011) señala al respecto la creciente adscripción de lxs artistas
a programas de investigación (modelados según los usos de la investigación científica), ante los
cuales sus obras funcionarían a lo sumo como “trabajos de campo” ilustrativos de dichos
proyectos. De esta manera el arte queda absorbido en lo que se ha dado en llamar la colonialidad
del saber. Y frente a la cual emerge una desobediencia epistémica (Mignolo, 2010).
Cualquier forma de arte es, de hecho, potencialmente subversiva. Pero ese potencial solo
es capaz de actualizarse cuando contradice los códigos de aceptación, e introducen el conflicto
dentro del sistema al oponerle una alteridad irreductible, es decir, no “subsumible” en la lógica
que pretende cuestionar.
Para eso debe remontarse a una crítica más amplia. Critica que ataque a la “civilización
hegemónica que subsume una diversidad de culturas cuyas identidades le son de una u otra
manera, funcionales” (Acosta, 2017). En términos de arte, la apropiación de la diversidad para
ser exhibida como baluarte de un imperialismo artístico hipócrita, en el contexto de una pseudo-
democracia de la sensibilidad posmoderna.
Frente a esto, las geoestéticas operan como despliegue sensible de la contracultura
transmoderna. Continúa Acosta: “La transición a la transmodernidad es comprendida como
superación crítica de la modernidad-posmodernidad y del capitalismo en cuanto modo de
producción…”. Sin la conciencia de semejante transición, (aurora de un modo de vida emergente
cuyas apariciones históricas han sido hasta ahora “episódicas”), las geoestéticas no pueden ser
visibilizadas sino como residuos anacrónicos de una migración-basura, blanco predilecto de
fusilamientos policiales y ensañamientos sádico-mediáticos.
Y esta radicalidad constitutiva alimenta los efectos de “presencia-ausencia” de una
subjetividad transmoderna. Por desgracia (pero no por azar) la ausencia no es solo silencio

1
Sobre los diferentes significados de la interculturalidad y su abordaje por parte de una filosofía intercultural,
véase Bonilla (2013), donde se opta por un sentido fuerte de interculturalidad siguiendo los lineamientos de la
escuela de Aachen.
discursivo sino ante todo corporalidad condenada. Se manifiesta en las trazas de las muertes, las
desapariciones, las migraciones, y los vaciamientos, así como los encubrimientos centenarios y
las memorias de la sangre y el dolor. Negatividades2 que retornan de diferentes maneras: como
duelo, memoria y reconocimiento en las producciones artísticas institucionalizadas y como color,
fiesta y símbolo en las creaciones populares geoestéticas.
Frente a la geoestética como disciplina, se alzan las geoestéticas como prácticas. Las
prácticas geoestéticas no se visibilizan en el circuito de la multiculturalidad guionada. No están
institucionalizadas. No son ni geográficas ni estéticas. No son siquiera arte. Tal vez se las pueda
describir como poéticas de una espacialidad sensitiva migrante. Este verdadero lado oscuro de
la alteridad artística no necesita de instituciones culturales, quizás porque sean instituyentes en
sí mismas. O porque su institución no es otra que la integridad social de un cara a cara. Así es
como ha sido descripta recientemente la actividad geoestética:

“lugar donde la dimensión física de la estética traspasa cuerpos y espacio,


transformándolos en el trazado ondulante de su naturaleza compartida (…) Las
prácticas de este compartir son dis-locativas, aunque se saben conscientes de su
posición invisible en el horizonte de control sistémico. Sus propuestas se
contraponen y entrecruzan con las lógicas de dominación. Su particularidad es
pervivir en el terreno de la distopia del control”. (Cabeza Umaña, 2017).

¿Geo estéticas o geopoéticas?

Se ha denunciado muchas veces que la expresión “estética” se aplica a un mundo cerrado


en sí mismo. No importa si refiere a una disciplina -que no es sino declaración de un punto de
vista singular- o si refiere al campo de interés que dicha perspectiva pone en escena. En ambos
niveles la palabra “estética” involucra a la asfixiante condena de la colonialidad.
Estetizar el mundo implica codificar sus manifestaciones, arrinconar en un espacio
selectivo producciones, agentes y circuitos. Remitir el fenómeno singular a una narrativa
previamente trazada. Narrativa que además es norma, criterio medida y valor.

Las geoestéticas -apropiación del espacio de tránsito que cuestiona el imperialismo del
cronómetro- impugnan el historicismo en el campo del arte y de sus prácticas fronterizas. La
pregunta por el origen se desplaza hacia la pregunta por las condiciones y los modos en que se
dan esas prácticas en un lugar. Aun cuando se trata de lugares de tránsito, muchas veces forzado.
Condición que intensifica los intercambios, fuerzan los desplazamientos, yuxtaponen las marcas
de origen y producen subjetivaciones hibridas.

2
En este escrito se hace referencia a la “negación” y “negatividad” en el sentido que le asigna Rodolfo Kusch
(2013:643): “Ante todo, el concepto de negación es tomado aquí como una afirmación implícita de algo que hace
al Otro pensante y que nuestras categorías no logran captar del todo. Es primordialmente una negación que no
implica un cierre, sino una apertura. (…) . De ahí entonces la ubicación de una trampa lógica que opera en el
pensamiento popular mediante un anti-discurso, a través del cual aquél logra constituirse existencialmente en su
pura emocionalidad, lo que por su parte se concreta ya sea en valores, ya sea en un puro querer o en un puro
pensar desde el corazón”.
En palabras de Amalia Boyer se trata de “pensar el “medio” por el que transitan y entran
en relación múltiples imaginarios de diversas procedencias” y, en consecuencia, “abordar la
estética contemporánea desde la polivocidad de sus lugares de emisión” (Boyer, 2009).
No obstante, al igual que lo que ocurre con la palabra “geocultura”, la geoestética está
profundamente marcada por su origen etimológico y por sus derivas históricas. La noción de
“geo” (geolocalización) denuncia su connivencia militar. Y la de “estética” demarca el campo
episódico de la mera “contemplación” ilustrada de lo bello. Uno de los desafíos de esta
experiencia será entonces hallar su propia voz.
Frente a la estética se alzan dos palabras alternativas: Arte y Poética. Ambas remiten a la
acción. No asumen el lugar del “critico del gusto” sino el del artista como “operador” de
materiales y significaciones. En la idea de “arte” está presente la construcción material del objeto.
En sus orígenes, se sabe, aludía tanto a la escultura como a la ingeniería naval. La Poética, en
cambio, invoca a los aspectos demiúrgicos del hacer. Es la parte “negativa”, la que se sustrae a
las reglas explicitas, la que presenta mundos desconocidos, enciende el asombro, articula la
sorpresa y “abre” el mundo a su verdad. Se asumirá entonces que este aspecto de lo
“incontrolable” de lo poético, como un hacer de lo negativo puesto en movimiento, expresa mejor
la deriva de la sensibilidad migrante y popular que la noción euro-disciplinaria de “estética”. Una
investigación intercultural sobre el operar de lo bello (que sólo es pensable dentro del eje
belleza/fealdad), sus procedimientos de creación y recepción y su proyección en la vida de las
sociedades diversas llevará a la adopción de palabras más precisas.

El ocaso de la modernidad y la auroral transición a la transmodernidad requerirán palabras


distintas para expresar experiencias “otras” de las imaginaciones migrantes. Algunas literaturas
hablan de “estéticas relacionales” (Bourriaud, 2009) donde lo que habla es el “espacio
intersticial” que surge del vínculo. Esta idea, junto a su subjetividad respectiva, el “radicante”
(el artista en tanto migrante que expande sus raíces al desplazarse físicamente dentro de la
burbuja global), se aproximan al reclamo de dinamismo, pero soslayan el potencial subversivo
que la transmodernidad opera contra la colonialidad de la sensibilidad. Eluden aquella
“superación crítica de la modernidad-posmodernidad” reclamada por Yamandú Acosta.

Desde la América Nuestra, se han seguido otros caminos. Nos detendremos en dos de ellos,
que han sido transitados por poetas en sus exploraciones vivenciales de las que han dado
testimonio en términos de reflexión.
Fernando Aínsa (2005: 4-10) pone a trabajar la palabra “geopoética” en un contexto
específicamente literario. Conviene repasarlo porque atañe a una serie de experiencias de la
espacialidad de la América Nuestra según aparece en escrituras que van desde Cristóbal Colon
hasta Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Por un lado, describe una batalla secular entre el
“logos” y el “topos” de la paisajística del “Nuevo” Mundo. Una tradición que atraviesa la historia
literaria narra los intentos renovados y conflictivos de racionalizar un espacio que se resiste a las
cartografías, que burla las trazas de las sendas, borra los caminos, devora a los exploradores.
Pero al mismo tiempo, la obstinada penetración de la colonialidad codifica en cada etapa esas
resistencias, novelizando la lucha, “cortando y recortando” los territorios para poder ubicarlos
en el imaginario utilitario de la razón occidental: “El diálogo entre el conquistador y el espacio
americano parece entablado sobre las bases sólidas de la posesión que sigue al deseo” (2005:6).
Pero al mismo tiempo y junto con esa espacialidad construida, se desarrolla la experiencia de los
“espacios negativos”, los plegamientos barrocos de un espacio indisolublemente ligado a las
existencias sociales que lo construyen desde su cotidiano existir:

“El estar determina el ser, relación que la crítica ha reflejado en los análisis sobre
paisajes, ambientes, descripciones que forman parte del espacio novelesco, espacio
que supone el lugar donde se desarrolla la intriga, verdadera red de relaciones
suscitadas por el propio texto” (2005:10).

Entre tales espacios se hallan ciertas “exterioridades” que remiten al desarraigo y al exilio.
El espacio ya no es “refugio”, sino incertidumbre, búsqueda de la identidad en geografías
móviles, tránsitos que no encuentran sosiego. Las geopoéticas de Aínsa exploran desde la
literatura “estos modos de organizar el mundo según circunstancias creativas que generalmente
son tan dinámicas como envolventes”. Narrativas que son resultado de “una tensión, de una
escisión y de una disconformidad” (2005:10).
Tensión, escisión y disconformidad. Es en tal negatividad donde las propuestas geoestéticas
y la propuesta geopoética coinciden. No en la descripción de las batallas entre lo topográfico y
lo geográfico, entre el Logos y el Topos, sino en el testimonio emergente de espacialidades otras
que, lejos de invertir los términos de la relación, anulan la relación en sí.

En el texto citado, Amalia Boyer ensaya una traslación mediante el neologismo


“Archipelia”. Siguiendo algunos análisis de la obra del poeta antillano Edouard Glissant (1928-
2011), construye una espacialidad geopoética de la dispersión. La metáfora del archipiélago
recupera la diversidad en la unidad mediada por la práctica del tránsito, de la navegación. Y
desafía tanto la insularidad de las culturas fijas y sus poéticas estancas, como el monologismo
territorial del espacio continental: “el pensamiento continental es un pensamiento de sistema,
incapaz de tomar en cuenta el no-sistema generalizado de las culturas del mundo. En cambio, el
“pensamiento archipélico” es un pensamiento no-sistemático, cuya forma es intuitiva y frágil, y
deriva de una visión poética y de un imaginario del mundo” (Boyer, 2009:20). La limitación de
esta oposición aparece al aplicarla a otras geografías. La geocultura transcontinental de las
migraciones actuales, los desplazamientos perpetuos dentro de las masas continentales y la
oclusión de las condiciones de clase entre las diferentes experiencias migratorias, obligan a
matizar la imagen de la Archipelia. Por otro lado, el archipiélago remite a una retórica de la
multiculturalidad3.

II

3 Véase Grimson (2008:50), donde, siguiendo a Hannerz, se critican tres supuestos de la multiculturalidad como “archipiélago”:
“1. “Se tiende a considerar a los grupos humanos como unidades discretas clasificables en función de su cultura como
en otras épocas lo eran en función de la raza; 2. Esa clasificación se sustenta en el supuesto de que esas unidades tienen
similitudes a su interior y diferencias con su exterior; 3. Esto permitiría diseñar un mapa de culturas o áreas culturales con
fronteras claras. Es la idea del mundo como archipiélago de culturas”.
¿A la idea de una geocultura le corresponde la de geoestética? Ambas construcciones son
problemàticas desde varios aspectos; se puede comenzar por cualquiera de ellos y desembocar
en el amplio delta de la espacialidad americana. Un horizonte de conflictos y ambigüedades
infinitas, donde lo que define es la permanente tensión, tensión multipolar, simultánea y a la vez
diacrónica, cargada de estruendos y catástrofes sin fin.
¿Cómo se expresan las identidades locales en un universo monocultural? Sabemos que
no desaparecen ni se disuelven en el tiempo. No se hibridan hasta el punto de borrar sus
contornos. Tampoco sobreviven meramente como estrategias y tácticas de adaptación a un
mercado inconmovible. No reducen sus reclamos a aquellos que el sistema está dispuesto a
atender. Si bien una parte de todo aquello es real, lo interesante es reflexionar acerca de la otra
parte, aquella que no sólo no se adapta, sino que emerge imponiendo escenas que no estaban
previstas en la programación aséptica de un capitalismo digital. El hedor de América es nuestro
enigma eterno. Porque en ese caos insalubre se refuta todo el programa de existencia occidental.
Pensemos en la geocultura. Tanto “geografía” como “cultura” son palabras devenidas de
una historia ruin. Disciplinas demarcadas en la Ilustración europea, y piezas clave de un proyecto
civilizatorio de ambición imperial. ¿Por qué la conjunción de estos dos baluartes habrían de
convivir en un solo termino? Y aún más: ¿por qué habría de convenirnos, desde nuestro lugar de
enunciación, reflexionar acerca de la existencia o no de una geocultura de la América Nuestra”?
No está de más preguntarse, entonces, si al agregarle la palabra “geo” a “cultura” no se
está haciendo algo más que una simple adición. Si así no fuera, se trataría de un ariete fulminante
en manos de la maquinaria de la colonialidad. Esto ha ocurrido y sigue ocurriendo:
representaciones de lo espacial en términos de “geografía” y representaciones de las prácticas
sociales en términos de “cultura”. Pero tal vez el producto de la alquimia lingüística sea otro,
incluso de signo opuesto al de sus elementos de origen.
Según Rodolfo Kusch (2007:26-29), la cultura es trabajada por la geografía y no a la
inversa. Esto ya supone un cuestionamiento de la oposición antropológica naturaleza-cultura, en
tanto esta última se sustrae a la primera declarándola una “exterioridad”. En nuestro caso son las
actividades humanas algo que la geografía modela, sometiéndolas a cierta pasividad respecto de
lo “geográfico”. De lo que se trata es de desmontar y volver a armar los dibujos cartográficos
heredados de las disciplinas de los siglos XVIII y XIX: naturaleza, cultura, geografía,
humanidad. Kusch define a la espacialidad americana como un “enfrentamiento absoluto
consigo mismo. (Kusch [1976] 2011: 105). Y distingue la experiencia de esta geografía sin
mapas, asumida en su pathos agonal, de los artificios tecnológicos -teóricos o empíricos- con que
se intenta medirla. Lo americano, dice Kusch en el mismo lugar, “entendido como un
despiadado aquí y ahora”. Tiempo y espacio son despiadados en América, sin duda. Y América
es algo que no puede contenerse en los mapas ni encerrarse en una disciplina científica.
Simplemente esa impiedad describe -no define, ya que es indefinible- lo americano. Ante esto la
cultura es apenas un domicilio provisorio o un refugio precario.
La idea de una geocultura parece invertir la dirección de sus términos. Habilita un
espacio-tiempo trágico que requiere de otro tipo de saber. Ni la cultura ni la geografía son ya las
mismas. Por eso se ha dicho (Scherbowsky, 2015:49). que la geocultura se da como una
dimensión interna al sujeto: “La geocultura remite a sujetos culturales que están siempre en
constitución, ya que son sus prácticas culturales (sic) las que los definen y redefinen”. Las
culturas son resultados provisorios de diálogos, conflictos, infamias, encuentros y desencuentros
(Fornet Betancourt, 2009). Además de condiciones vivenciales, constituyen topos hermenéuticos
abiertos a reinterpretaciones mutuas y reciprocas. El dialogo intercultural es la forma que
corresponde a ese “otro tipo de saber”. Un saber dialogal que interroga al mundo de sujeto a
sujeto, más atento a las respuestas que a las preguntas, en actitud de escucha y no de declamación.
Esto contiene el germen de una ética autentica, una ética que desconfía de la centralidad del
sujeto (en especial del sujeto meramente humano) e incorpora los intereses de la “naturaleza” en
la promoción y juicio de los comportamientos. Llamémoslo, un saber silencioso, una modesta
cultura del buen callar.

III

La sociología y la antropología poseen instrumentos conceptuales prodigiosos para


explicar las dinámicas de los campos culturales, la circulación de agenciamientos y los flujos
constituyentes de subjetividad en situación de permanente reescritura. Pero sus descripciones,
junto al programa civilizatorio que las acompaña, constituyen apenas una exterioridad. Más
precisamente, constituyen el lado imperial de la exterioridad.
Aportan descripciones y definiciones útiles a la gestión política y a la crítica de la “cultura
de masas” de las sociedades industrializadas. Este panorama que permite visualizar al arte como
institución (Marcusse, 1972:51-58) y a la cultura como industria (Adorno-Horkheimer, 1986)
dan cuenta de estas prácticas en tanto actividades sociales en funcionamiento. Descripciones
sociológicas y antropológicas, que articulan y desarticulan sus objetos de estudio al mismo
tiempo que lo hacen con sus propios métodos, categorías y supuestos. Tecnologías que, en
palabras de Michel de Certeau, refiriéndose a las estadísticas y sus técnicas de interpretación,
“…no encuentran sino lo homogéneo, reproducen el sistema al cual pertenecen” (De Certeau,
2000: XLIX).
Por eso la filosofía -que es una tecnología de inmersión- tiene en cierto modo la
obligación de abrirse de la senda en que aran las ciencias sociales. No importa tanto si aquella
tiene en cuenta con precisión y actualidad los resultados siempre provisorios de las aventuras
metalingüísticas que las disciplinas sociales ejercen sobre si mismas, sobre sus objetos de estudio
y, especialmente, sobre sus propias motivaciones. Esa obligación de la filosofía deviene de su
función social: la de albergar a lo humano respecto de su propia intemperie. Especialmente
cuando se entiende y acepta que lo “humano” es una posición inestable y enigmática.
Para tomar un ejemplo. Las geoestéticas suelen aparecer descriptas en términos de
prácticas contrahegemónicas, lo cual las pone en el horizonte de las actividades populares, de
sus demandas y sus inalcanzables anhelos. Pero ¿qué es, en términos de producción estética, lo
popular?

“Lo popular no se define por una esencia a priori, sino por las estrategias inestables,
diversas, con que construyen sus posiciones los propios sectores subalternos, y también
por el modo en que el folclorista y el antropólogo ponen en escena la cultura popular
para el museo o la academia, los sociólogos y políticos para los partidos, los
comunicólogos para los medios”. (Canclini, 2013:39).
En este pasaje, Nestor Garcia Canclini presenta a lo popular de dos modos muy distintos.
Como (a) conjunto de estrategias y (b) como puesta en escena. En ambos casos se roza, pero
también se elude, la explicación del fenómeno descripto. En el primero, se trata de un activismo
proveniente de los propios sectores subalternos para fijar su posición en un mercado cultural; en
el segundo caso, la puesta en escena aparece fabricada por ciertos especialistas (folkloristas,
antropológicos, sociólogos, partidos políticos). Lo popular es en este caso una instancia pasiva,
ingenua, siempre a punto de caer en la trampa de su propia escenificación. En una cruzada por
liberar de esencialismos la noción de lo popular, se pasa fugazmente sobre la construcción de
posiciones y se desplaza la noción de lo popular hacia la de “sectores subalternos”.
No es un tema menor decidir si lo popular y lo subalterno son equivalentes. O si esa
equivalencia es flexible o estricta. Y, de ser flexible, cómo queda definido el espacio dentro del
cual pueden darse los desplazamientos. Lo que sí queda claro es que las dos caracterizaciones de
lo popular que emergen en este caso son instrumentales, exteriores, aproximaciones de diseño
provenientes de las ciencias sociales.
En la calle siempre se dice que lo popular “es un sentimiento”. Algo inexpresable,
vinculado con la circulación de los afectos y por tanto profundamente antieconómico. Esta última
definición no solo es más sincera, también es más precisa. Está enunciada desde un topos
geocultural. Es también posible considerar tal descripción, con Kant, como una holgazanería
intelectual. Pero aún en su vagancia indolente está completando, tal vez en un aspecto más
significativo, las caracterizaciones anteriores. Más allá de la estrategia, de la autoconstrucción
social y de la puesta en escena de la industria cultural, aparece la representación emotiva de una
negatividad (Kusch, 2013:643). Un rechazo a la distancia analítica de la forma. Un decir “no” a
su valor relativo, adoptando en cambio un valor en sí. Quien anteponga la escucha al discurso,
encontrará aquí una declaración en primera persona de lo que significa “lo popular”. Una
respuesta incomoda, escueta, anticientífica, enmarcada por dos abismales silencios4.
Ahora bien, contra la exterioridad de lo “geo” persiste la interioridad activa de una
espacialidad en tránsito. La actividad no consiste tanto en dibujar y borrar fronteras como en
superponerlas y desplazarlas. Cada posición -siempre móvil- proyecta un territorio según su uso
y necesidad. Esto es un problema para la gestión administrativa de lo político. Se trata de
desprolijidades que conforman una estética de lo fallido, de lo monstruoso. Corresponde al
paisaje postoccidental de aquello que no se deja administrar desde afuera. Es el sustrato de lo
“interno”. No tanto en su sentido espacial (como oposición a una exterioridad geopolítica) sino
en su sentido de recuperación, de reintegración de una totalidad que ha sido previamente negada
y desmembrada. La manía del análisis, la disección y el descuartizamiento forman parte tanto de
las epistemologías como de las practicas moderno-coloniales. Desde la corporalidad de los
sujetos hasta la división militar de los territorios (Cosgrove, 2002). En torno a estas

4
Vease ACHA et al (1991:88). Aun reconociendo que el vocablo “popular” es “teóricamente incierto e
ideológicamente turbio”, se lo entiende en este texto en su sentido más amplio, como “posición asimétrica de
ciertos sectores con relación a otros” (asimetría de carácter histórico y estructural) y destacando su potencial
disruptivo. La carencia en la epistemología occidental de categorías que permitan pensar las formaciones sociales
desde su interioridad propia es lo que nos lleva a reivindicar el silencio como un elemento epistemológico
provisorio pero valioso. Es consustancial al conocimiento el horizonte de ignorancia sin el cual éste no puede
realizarse ni mucho menos medirse.
fragmentaciones (que desde los mitos ancestrales andinos invocan una reunificación) se mueve
también la experiencia de una alienación5.
Lo que se echa en falta es la “reconstitución”, la completud psíquica que el pensamiento
simbólico-seminal despliega en sus figuras. La pregunta es: ¿cómo se reintegra la subjetividad
desde su extrañamiento y fragmentación, sin recluirse en universos mitológicos que retrotraigan
a culturalismos esenciales ya perdidos o a utopías eternamente desplazadas hacia un futuro
inalcanzable?
La reflexión situada desde América no puede soslayar su telón de fondo, horizonte siempre
deformante, que es la presencia de la alteridad radical que se resiste y resistirá por siempre a ser
disuelta. La presencia inextinguible de “lo indio”-como porosidad intertextual desarticulante- es
lo que impide una clausura de la modernidad sobre si misma. Es lo que impide, además, que la
alienación se reproduzca sin reacción, que la dispersión no exija -y verifique- episodios de
contramovimiento y recuperación.
Las ciencias geográficas y antropológicas hablan desde hace tiempo de un giro espacial
(spacial turn). La expresión apunta al abandono de la temporalidad histórica como modelo
epistémico central. Historia implica linealidad, evolución teleología. Implica además hacer entrar
en la “cultura” todo aquello que era no-humano, subsumir en el significante lo que correspondía
al significado. En la confrontación heideggeriana entre Tierra y Mundo (Heidegger, 2000:30-31)
se escenifica con aguda perspicacia esta confrontación hermenéutica. La semiosfera humana es
y ha sido siempre un medio de dominación y, como tal, un mecanismo de subjetivación. Otra
forma más de segmentación política de la existencia. Los diferentes y variados historicismos
pueden ser pensados así como último eslabón de una línea de producción ontológica. La
irrupción de la espacialidad en tanto respuesta a esta supremacía de la temporalidad se manifiesta
como un fenómeno de dispersión y de con-vivencia en simultaneidad. Una espacialidad
relacional, también anticipada por Heidegger en su trabajo El arte y el espacio (Heidegger, 2002)
y en la conferencia Construir, habitar, pensar (Heidegger, 2001).
La espacialidad en tránsito en un mundo surcado por la tecnología impone una doble
migración: el desplazamiento de los cuerpos que fragmenta el espacio social (globalizando las
relaciones) y el desplazamiento del espacio social hacia el interior de los cuerpos (el “capitalismo
molecular” de Deleuze-Guattari). A esta clase de espacialidad migrante le corresponde la forma
de un pensar fronterizo. Un pensar que interpela a las prácticas infinitas de la identidad. Para que
haya identidad, debe haber al mismo tiempo diferencia. La existencia actual se juega en torno a
cómo se articulan los espacios de las convivencias transmodernas.

IV

Se ha señalado muchas veces la recuperación del interés por las identidades territoriales
ante la nivelación globalizada del no-lugar. Pese a la contracción espaciot-temporal y a la
“aniquilación del espacio por el tiempo” (Harvey, 1990 y 1994) implicada en la globalización
tecnológica, “seguimos actuando como una cultura territorializada” dice Joan Nogué (2010:125).

5Alienación y revolución son dos ideas persistentes en Kusch, aun cuando la “lógica pueril” del materialismo
dialectico sea denunciada como mera exterioridad. Tal vez las palabras alienación y revolución respondan al lado
externo de nuestras experiencias históricas de desmembramiento y reconstitución.
Y en torno de estas territorializaciones se producen paisajes culturales, escenarios geoestéticos
que trasladan sus contradicciones y conflictos más allá de límites y fronteras. Uno de ellos, no el
único, es el conflicto entre lo local y lo global. En la era de lo trans-local, los desplazamientos
de cuerpos y territorios producen una paisajística del devenir migrante.
Es en este contexto de interrogantes donde Doreen Massey (1991:113) se pregunta: “¿No
es posible que un sentido del lugar sea progresista, que no esté encerrado en si mismo sino abierto
al exterior?” Frente a las nociones “fixistas” que asocian un espacio con una comunidad o una
identidad con un territorio, Massey propone pensar la dinámica del lugar como un “punto de
encuentro”. Estos encuentros, según la autora, son siempre particulares y emergen como
despliegue de itinerarios múltiples. Son espacios particulares (“lugares”) vividos de manera
diversa por los grupos que conviven o se enfrentan en cada localización. Pero en tanto nodos de
una red migratoria, son posiciones abiertas y porosas, con fronteras móviles y superpuestas.
El lugar se proyecta sobre la región, y esta se proyecta sobre los bloques regionales, que
a su vez navegan en un meta-espacio global. Todos ellos constructos, productos culturales
posteriores, encarnaciones vivas de la actividad operante sobre un suelo. Terreno propicio para
hibridaciones e intercambios, pero altamente inestable frente al reclamo de una (re)integración
psíquica humana, de un retorno de la alienación que no implique sin embargo repliegue.
Tal vez el arte, entendido como geopoética, sea, entre otras cosas, la dimensión sensible
de ese tránsito en el que la humanidad migrante reclama un lugar de encuentro; un lugar que, si
no fundante, sea al menos suficientemente estable como para permitir un desarrollo vital del
sentido.
V

Lo que podemos mantener es la intención de descolonizar el pensamiento sobre cada


una de las figuras que hacen a la comprensión estandarizada del arte: artista, obra,
contemplación, recepción, participación, interacción, circulación, exhibición, institución y
un largo etcétera. Lo cual se expresa en la pregunta sobre qué pasaría con todas estas figuras
si no existieran los mercados de arte ni se inscribieran las prácticas en una condición
neocolonial (cuya manifestación histórica es el tardocapitalismo global). Esta última
condición ha heredado de la Modernidad la necesidad de mantener en todo momento la
tensión extrema entre el ya aludido fixismo de la identidad y una dinámica de la hibridación.
En el primer caso, la identidad sirve para visibilizar y definir un nicho de mercado. En el
segundo caso, la movilidad permanente de grandes flujos humanos opera como una fuerza
de producción desterritorializada. En otras palabras: el primer polo ordena el mercado de
consumo y fabrica una cartografía la producción; el polo opuesto representa el espacio
concedido a la “innovación”, es decir, a la producción de un valor diferenciado. Dentro del
reino del Capital, todas las figuras del arte se retraducen en los personajes y la utilería del
mercado y la sociedad de consumo.
Pero en el zigzagueante universo de las estrategias micropolíticas, la “cultura
popular”, (multi-identitaria, migrante, hibrida, informe, políticamente sospechosa y
antropológicamente dudosa), ejerce una actividad deconstructiva que podría reponer la idea
de una “creatividad” no productivista6.
Es posible depositar la fe en el espacio invisible de esta corriente vital, desfondante
y a la vez fundante de una contracultura del devenir. Es lo que se experimenta al recorrer los
laberinticos mercados al aire libre, en el Alto paceño o en la estación de Liniers o en las
“villas” de Buenos Aires. Estas espacialidades barrocas, intrincadas, exuberantes en
estímulos sensoriales, cargadas de energías seculares son un buen ejemplo de lo que Michel
Foucault llamaba “heterotopias”: “esos espacios diferentes, esos otros lugares, esas
impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos” (Foucault, 2008:1).
Las geopoéticas no se proyectan sobre un espacio vacío ni sobre una temporalidad
histórica. No tienen lugar y no tienen futuro, eluden la hoja en blanco, el lienzo vacío o el
silencio de la audiencia. De ese modo manifiestan la dimensión de “profundidad” que el
capitalismo avanzado necesita negar para reproducir su eterna privatización de la existencia.
La muestra titulada GeoEstéticas (debio haber sido bautizada “GeoPoéticas”)
presentada en el marco de la Jornada de Filosofia Intercultural (FFyL, UBA) en diciembre
2017, proponía un trayecto visual sin otro programa que el contacto con aspectos
fragmentarios de una deriva poética y migrante. Una serie de fotografías sin referencia
autoral, espacial o temporal recorre geografías, culturas y poéticas en tránsito. Encuentros,
desencuentros, intercambios y conflictos muestran una Sudamérica geoestética, que
atraviesa paisajes naturales, rurales o urbanos sin jerarquizaciones ni preceptos

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La oposición entre producción y creación aparece en Rodolfo Kusch (2012:21). Los rasgos característicos
de una estética de la producción se concentran en la imitación de formas europeas, mientras que el lado
de la creación, aún ausente pero gravitante, se vincula con la destrucción orgánica de las formas operante
en la “fagocitación”.
interpretativos. Trazas de identidades patagónicas, situaciones de resistencias isleñas,
mercados plurinacionales, carnavales, carreteras, locales bailables, ventas callejeras,
desalojos, huaynos y cumbias al unísono desplazándose por las fisuras de la cartografía
oficial. La muestra incluía (incluye) un video que registra una case de idioma quechua para
hablantes de diferentes lenguas en una villa porteña, sin subtítulos ni traducciones. Apenas
un texto-marco, producto de sucesivas adaptaciones y mixturas invitan a una experiencia de
aproximación. El espacio de las distopías, emergentes frente al control sistémico.

GeoEsteticas (¿o geopoéticas?. Muestra fotográfica y video. Aspectos heterotópicos de la espacialidad migrante que van
dejando huellas sensibles en sus desplazamientos y retornos. Fotografías de Josefina Navarro, Martin Bolaños y material
de archivo. Diciembre 2017.
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