Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
“Hay que cantar a la vida, porque si se vive en función de la muerte, uno ya está
muerto". Jaime Bateman Cayón.
PUNTO DE VISTA
En un lugar del caribe que siempre recuerdan los que reivindican a El Libertador
Simón Bolívar ─porque fue el paraje donde se encontró a la muerte cuando
preparaba la segunda independencia─, nació otro latinoamericano universal, de
larga figura, peinado afro, hombre hicotea, sentipensante que, en su misterio sin
final, como tituló Gabriel García Márquez un reportaje póstumo en su honor,
después de recoger sus pasos, murió en extrañas circunstancias, viajando en una
avioneta que se deshizo como una hoja de papel en el Tapón del Darién, en un
lugar, en medio de tantos satélites modernos que, como escribió Darío Villamizar
en su biografía, hasta un mosquito hubiesen detectado.
El niño que llegó a su casa, cruzando la línea del tren, después de husmear en
casa ajena, diciendo: ¡Mamá, los perros de los gringos, comen mejor que
nosotros! porque los vio zamparse una jugosa carne. Aquella recordada madre
costeña que evitó le amputaran su pierna en Barranquilla cuando tuvo el
accidente que padeció hasta su muerte, a la que cuando caminaba en el monte en
el Caquetá, se le escuchaba, como un lamento, preguntar qué sería de su vida y la
que terminó por identificarlo, por esa lesión, cuando viajó a Panamá a
reconocerlo.
Este ser caribe, que como a muchos le tocó partir a buscar suerte en otros fríos, se
hizo como dirigente político en el altiplano, sin nunca dejar su dejo, su nostalgia,
su simpatía natural explosiva de mirada triste, de marinero en tierra, que en la
clandestinidad para caminar las calles del centro de Bogotá, siendo ateo, se
disfrazaba de cura franciscano, para verse con sus amigos o su familia, que aún
guarda como una reliquia las congas que se ponía a tocar cuando sonaba salsa, y
nada le pasaba, a nuestro Quijote del Siglo XX, porque se sentía consciente de
que existía una gran cadena de afectos que lo cuidaba, esa misma que hacía que
la revolución fuese una fiesta y que corroboraba que el amor es la certeza de la
vida, es la sensación de la inmortalidad.
El Flaco que señalaba que sólo cuando una ideología se vuelve apasionada,
sentida como su propia carne, se transforma en fuerza real, mientras argumentaba
que hay que acabar con el mito de que hay hombres perfectos; es decir, había que
romper con el sectarismo y el dogmatismo, como alguna vez que, tomando del
pelo, habría dicho que si el mundo era un pañuelo, los istmos, como el
izquierdismo, eran un moco, que corría el riesgo de secarse y desaparecer. El que
mi difunto padre hizo nombrar, en proposición aprobada, en chanza, presidente
del Concejo de Santa Marta y hace poco lo lanzaron simbólicamente a la
Alcaldía Distrital. El que, como le pasó al último de la estirpe de los Buendía,
cuando preguntaba por el coronel, en su ciudad, como en la decadencia de
Macondo, la gente piensa que fue una simple leyenda, que así se llamaba una
calle o una canción, la Ley del embudo, quizá, porque él no había existido y los
que lo conocieron, esperan su regreso porque nunca murió, porque aún hace
prodigios, porque todavía les habla en sus espejismos.