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CUERPOS Y SONIDOS INSURRECTOS.

RELACIONES ENTRE EL ROCK


MEXICANO Y EL PODER EN LAS DÉCADAS DE LOS SESENTA Y
SETENTA

Alan Edmundo Granados Sevilla

Resumen
Al llegar a territorio mexicano el rock atravesó por un proceso de esterilización para permitir
su libre desplazamiento por la esfera cultural; a mediados de la década de los sesenta el rock
se alejó de los valores, la estética y las representaciones elaborados por el poder. La ruptura
con los valores hegemónicos puso en marcha un dispositivo que tendía a eliminar la
indisciplina de los cuerpos y sonidos.
Este trabajo aborda las relaciones entre el rock mexicano y el poder en las décadas de los
sesenta y setenta; para ello toma como marco conceptual la microfísica del poder de Michel
Foucault. Esta resalta el control del cuerpo por parte del poder disciplinario, la observación
permanente del individuo y la aparición de espacios de otredad en donde se concentran los
cuerpos insurrectos.
Esta óptica revela aspectos de la relación música-poder que generalmente son soslayados. En
primer lugar, el hecho de que el rock es una música que opera sobre el cuerpo y tiene un
potencial para subvertir el orden. En segundo lugar, pone de manifiesto tres tipos de
estrategias utilizadas por el poder para controlar la dispersión de la música que indisciplina
cuerpos. En tercer lugar, permite reinterpretar la aparición de los hoyos funky en términos de
espacios de otredad en donde los otros y sus músicas van a refugiarse.
El análisis de este caso nos proporciona elementos para conceptualizar al poder disciplinario
como una máquina de producir silencio ahí donde se encuentran los sonidos de la
insubordinación.

Palabras clave: poder, música, rock, disciplina, cuerpos.

Abstract
To arrive to the mexican territory the rock music through up for a sterilization process to
allow it´s free displacement in the cultural sphere, in the 70 decade´s middle the music rock
got away from the ethical ideas, the esthetic and the elaborated representations by the power.
The breaking off with hegemonic ideas started a device to remove the indiscipline of bodies and
sounds.
This text includes the relationships between the mexican rock and the power in the 60´s and
70´s decades; for this it is taken a conceptual framework, the power´s microphysics by Michel
Foucault. That stands out the body´s control by the disciplinary power, the individual´s
permanent observation and the emergence of otherness spaces where the insurgent bodies are
concentrated.
This vision shows some aspects of the relationship between music-power, which are generally
overlooked. In the first place, the fact that the rock is music which works over the body and it
has potential to subvert the order. In the second place, it shows three strategic types used by
the power to can control the music´s dispersion that indisciplines the bodies. In the third place,
it allows to re-interpret the funky holes existence in terms of spaces about otherness where the
others and their musics go to take refuge.
The analysis in this case gives us elements to can conceptualize the disciplinary power like a
produce silence machine there where are sounds of insubordination.

Key words: power, music, rock, discipline, bodies

El rock nació como una música de la insubordinación1. Rebelión de los sonidos y el


cuerpo. A pesar de que a su llegada a territorio mexicano en la década de los cincuenta
atravesó por un proceso de esterilización, -promovido por los medios de comunicación y
distintos microcosmos disciplinarios como la familia, la religión y la escuela- se alejó, en las
décadas de los sesenta y setenta, de los valores y representaciones elaboradas por el poder
hasta constituirse en un verdadero gesto de insurrección de los cuerpos y sonidos. La
ruptura del rock con los valores hegemónicos puso en marcha un dispositivo de poder
tendiente a eliminar la indisciplina que provocaba en los cuerpos.
En el presente trabajo se abordan las relaciones entre el rock mexicano y el poder
en las décadas de los sesenta y setenta, tomando como marco conceptual la perspectiva del
Michel Foucault tardío. Gracias a esta perspectiva teórica se manifiestan las estrategias que
el poder utilizó en relación con el rock y el cuerpo de los jóvenes. También permite
observar el efecto del poder sobre la estructuración de los espacios de producción y
escucha de rock. Esta lectura de la historia del rock se centra en el poder, la música, el
cuerpo y el espacio.
El análisis de este caso nos proporciona elementos para conceptualizar al poder
disciplinario como una máquina que produce silencio ahí donde se encuentran los sonidos
de la insubordinación.

EL PODER DISCIPLINARIO
Partimos de la concepción que Michel Foucault elaboró sobre el poder a partir de 1970.
Las sociedades contemporáneas se caracterizan por la existencia de un dispositivo de poder
que ya no es el de las sociedades feudales. A este poder lo denomina disciplina2.

1
Algunos autores han llamado la atención respecto a los nudos que se han tejido, a lo largo de la historia,
entre rock e insubordinación. Para Martin (1979), el rock es una práctica juvenil mediante la cual los sujetos
crean símbolos antiestructurales que les permiten reafirmarse como sujetos dotados de una identidad
colectiva. Regev señala que “at its core, rock music expresses this group’s negation of and resistance to its
conditions of existence, against anything which is square: routine, expected, normative and conformist. In its
sounds rock music expresses rage, alienation, anomie, anxiety, anger, fear” (1994, p. 91). Finalmente, García
Saldaña caracteriza al rock como destrucción del orden y la ley; en palabras del autor, mediante esta música se
asesina, en la esfera simbólica, al padre (1974, p. 142).
2 No es tema de este artículo discutir en torno a la concepción foucaltiana del poder. Aquí nos interesa

retener la siguiente afirmación de Foucault: “creo… que lo esencial en todo poder es que su punto de
La disciplina es “cierta forma capilar del poder… una modalidad mediante la cual el
poder político y los poderes en general, logran, en última instancia, tocar los cuerpos,
aferrarse a ellos, tomar en cuenta los gestos, los hábitos, las palabras” (Foucault, 2007, p.
59). Como podemos observar, es un poder que tiene como objeto al cuerpo y a todos los
significados que emanan de la acción corporal. Al contrario del poder feudal, que se centra
en la figura del que lo ejerce, la disciplina está centrada en el cuerpo que se pretende
modificar.
Como resultado de este énfasis en lo somático, y con el propósito de amplificar su
intensidad y rango de acción, la disciplina es anónima. Es un poder distribuido por toda la
estructura social; no lo ejerce una sola persona, está distribuido en una serie de personajes,
ubicados en distintos puntos del dispositivo, que se encargan de observar y disciplinar a los
indóciles.
Un rasgo fundamental de este poder la capacidad que tiene para modificar al
cuerpo, fijarlo a un espacio, observarlo permanentemente y registrar perpetuamente sus
gestos y comportamientos.
De acuerdo con nuestro autor, el poder disciplinario implica “todo un conjunto de
instrumentos, de técnicas, de procedimientos, de niveles de aplicación, de metas; es una
física o una anatomía del poder” (Foucault, 2004, p. 218). Dentro de estos mecanismos
vale la pena destacar los siguientes: en primer lugar, una confiscación general del tiempo y
la vida del individuo; este último es encerrado y sometido a un régimen asilar que
determina cada movimiento y comportamiento. En segundo lugar, un control constante,
una mirada perpetua, ubicua, que se disemina por toda la institución, una observación que
se ejerce en todo momento. Estas dos características dependen de la fijación de los cuerpos
a un espacio fácilmente accesible a la visión. Como resultado de la observación constante
se genera una trama de escritura que apresa al individuo: todos sus comportamientos y
gestos son registrados. En tercer lugar, el carácter panóptico de la disciplina proporciona
una capacidad de reacción inmediata; este poder puede intervenir incluso antes de que se
verifique el comportamiento, al nivel de los gestos que anticipan un acto censurable.
El panóptico es el mecanismo disciplinario por excelencia y sintetiza el
funcionamiento de las sociedades disciplinarias: ver todo el tiempo cada comportamiento
de los individuos, ejercer una observación aún en ausencia de vigilantes, instalar a los
sujetos en una suerte de paranoia para que se experimenten bajo una mirada ubicua y

aplicación siempre es, en última instancia, el cuerpo. Todo poder es físico, y entre el cuerpo y el poder
político hay una conexión directa” (2007, p. 31).
permanente, eliminar los fenómenos colectivos al confinar cuerpos y distribuirlos en el
espacio; en suma vigilar permanentemente.
Es necesario señalar que un mecanismo fundamental del poder disciplinario es la
creación de espacios para individuos residuales. Todos aquellos individuos que no son
asimilables a la disciplina son arrojados a estos lugares: asilos, psiquiátricos, escuelas
especiales y reclusorios conforman la geografía de la indisciplina.
En un texto titulado De otros espacios, Heterotopias Foucault caracterizó a estos
espacios como heterotopias de desviación: aquí se coloca a “los individuos cuya conducta
es desviada en relación con la norma requerida” (s/f). Vemos así que las sociedades
disciplinarias tienen su geometría: lugares de normalidad, de cuerpos dóciles, y lugares de
anormalidad, de cuerpos insurrectos.
Podemos afirmar, con base en esta brevísima síntesis, que uno de los problemas
centrales del poder disciplinario radica en cómo acomodar cuerpos, cómo distribuirlos en
los espacios con la finalidad de someterlos a un régimen de sujeción acorte con su docilidad
(o indocilidad). Esta actividad constante de segmentar el espacio sirve, en última instancia,
para incrementar el poder y reducir el contagio de comportamientos indeseables.

EL ROCK MEXICANO FRENTE AL PODER DISCIPLINARIO


Al optar por la concepción foucaultiana del poder estamos obligados a analizar la relación
que el poder establece con el rock y con los cuerpos que producen y consumen esa música.
Nos interesa ver cómo el poder se adhiere al cuerpo, lo observa y controla. Cómo se
operan las metamorfosis en el cuerpo que es una superficie en la cual se libra una batalla
entre el poder y el contra-poder. Además, es necesario observar la reconfiguración
permanente del espacio en función de las necesidades del poder, es decir, describir su
ordenamiento político. Por supuesto que estamos obligados a analizar las
insubordinaciones y subordinaciones de la música frente a la disciplina. Poder, rock, cuerpo
y espacio.
No hay una estrategia para el manejo del rock y los cuerpos que pone en
movimiento. De acuerdo con los significados de que es portador se modifican las
estrategias puestas en marcha para controlar la diseminación de esta sonoridad. En cierta
medida cabe afirmar que las estrategias dependen del potencial subversivo de la sonoridad y
de la corporalidad del sujeto que hace y escucha rock: sobre el cuerpo relativamente dócil
recae una disciplina y esterilización que permite que el rock se ejecute y aleje de los
significados subversivos, mientras que sobre el cuerpo indócil –del rockero de la onda y el
jipi- se ejercen estrategias de silenciamiento, exclusión de lo indeseable y eliminación de
espacios.
Con base en las distintas formas de control del cuerpo, manejo del espacio y
control del sonido proponemos la existencia de tres estrategias o momentos de la relación
poder-rock. La primera estrategia se puso en marcha con la llegada del rock y se extendió
hasta 1964, la segunda se ubicó en el segundo lustro de la década de los 60 y la tercera
comenzó con el festival de Avándaro.
¿Por qué analizar la relación entre poder, música, espacio y cuerpo desde la
perspectiva de Foucault? Sugerimos que el control del cuerpo y el ordenamiento político
del espacio –que implica una serie de reconfiguraciones permanentes de este último- fueron
estrategias utilizadas por el poder con la finalidad de evitar la diseminación de esta
sonoridad a la cual se le atribuía un efecto multiplicador de la subversión, el desorden y la
libido.

Rock, cuerpo y espacio


El rock, como otras músicas de América –la salsa por ejemplo- es una sonoridad
estrechamente vinculada al uso del cuerpo3. El rock pone en marcha unos gestos, una
actitud, ciertas palabras, determinadas vestimentas que se despliegan en el momento de
interpretarlo. Además, moviliza la corporalidad de quien lo escucha: desde el baile y el sitting
que han acompañado al rock and roll, hasta el slam, que es una forma de uso del cuerpo que
rompe con la gramática del cuerpo disciplinado y acompaña un tipo de rock caracterizado
por el estridentismo. El rock y el movimiento del cuerpo están ligados inextricablemente.
Otras prácticas, que implican una profunda reapropiación y uso del cuerpo, se han
vinculado al rock en distintos momentos de la historia: el consumo de sustancias
psicoactivas y el libre ejercicio de la sexualidad4. Muchas de estas prácticas implican una
ruptura directa con el orden establecido, con la moral del mundo adulto y la necesidad del
sistema capitalista de contar con un ejército de cuerpos maleables, disciplinados.

3Quintero afirma que existen vínculos indisolubles entre ciertos tipos de músicas y baile. ¿Y cuáles son estas
músicas, que se relacionan de manera tan estrecha con esta práctica corporal? Se trata de “las formas de
música en las cuales el elemento rítmico reviste un mayor protagonismo” (2005, p. 38). En la medida en que
en la salsa predomina la dimensión rítmica, en ocasiones enmascarada por efecto de una melodización
(Quintero, 2005), cabe afirmar que es un género musical que promueve el uso intensivo del cuerpo. En la
medida en que también el rock posee un componente rítmico muy importante podemos afirmar que es una
música de lo corporal.
4 Desde la aparición del jipismo en Estados Unidos, el consumo de psicoactivos y el ejercicio de una

sexualidad libre han acompañado al rock en distintos momentos. En México, el consumo de sustancias y la
sexualidad se vincularon con el rock y fueron portadores de significaciones de ruptura con el orden
establecido (Urteaga, 1998).
Además de que el rock desarrolla ciertas corporalidades, promueve la creación de
espacios que permiten dispersar los sonidos y concentrar cuerpos. Históricamente el rock
ha construido espacios que posibilitan la inversión de los valores hegemónicos y dan cabida
a formas de socialización alternas. El concierto, por ejemplo, es un espacio que puede
desempeñar la doble función de abolición e inversión del sistema de valores hegemónicos;
es como señala Urteaga “un rito de transgresión simbólica de las jerarquías sociales” (1998,
p. 50). Esto explica el uso de un lenguaje que la disciplina tilda de obsceno, los gestos
groseros, la desnudez, la cercanía entre los cuerpos así como la sexualidad desarreglada.
Los cuerpos de los jóvenes rockeros no son neutros, son portadores de valores y
significaciones que se elaboran en contraposición al poder pero también como efecto de
este último. Desde su origen, el rock ha elaborado símbolos que implican una profunda
ruptura son la sociedad disciplinaria; entre estos cabe mencionar al cuerpo mismo, las
temáticas de las canciones, el uso de un sonido estridente así como el lenguaje y otras
formas de comunicación extraverbal.

Primera estrategia. El cuerpo dócil de los primeros rocanroleros (1955 a 1964)


El rock llegó a México en la década de los cincuenta; a nivel sonoro, la versión mexicana
conservó la estructura armónica y rítmica del rock anglosajón, además, utilizó los mismos
recursos tímbricos (Hamm en Robles, 1993). Fue una música creada a partir de
instrumentos amplificados, con una fuerte base rítmica, apoyada en las estructuras
armónicas del blues (Quintero y Márquez, 2003).
Ya a su arribo a México encontramos una tentativa de confiscación de esta
sonoridad por el mundo adulto. Los primeros intérpretes de rock no fueron jóvenes,
rebeldes o desenfrenados; fueron adultos que provenían de otras escenas como el cabaret,
el teatro –como en el caso de Gloria Ríos- y otros géneros como el jazz y el bolero –es el
caso de Chilo Morán, Pablo Beltrán, Luis Arcaraz, los hermanos Reyes y otros (Agustín,
2013; Paredes y Blanc, 2010). No deja de ser significativo que gran parte de las crónicas del
rock apenas si consideren a estos personajes dentro de los precursores del movimiento. Se
les retrata como músicos provenientes de otros géneros que vieron en el rock un producto
más de la industria discográfica, efímero, sujeto a una lógica de desgaste que impediría que
se sedimentara en la cultura mexicana pero que se podría explotar comercialmente5.

5 En Arana (1992) se encuentra una crónica de esta primera ola del rock mexicano que inició a mediados de
1956, a cuya cabeza se pusieron músicos adultos, profesionales, que vivían de la ejecución de otros géneros y
que vieron en el rock una música que se podía incorporar a los repertorios compuestos por danzones,
chachachás, entre otros. Adicionalmente, el autor también da cuenta de la aparición temprana, en la década de
los cincuenta, de los profetas de la muerte del rock.
Una vez que aparecieron los primeros grupos de rock compuestos por jóvenes
clasemedieros, como Los Locos del Ritmo, Los Teen Tops y Los Rebeldes del Rock, los
distintos poderes sometieron al rock y al cuerpo del rockero a un proceso de esterilización
o disciplinamiento; se depuró al rock de los elementos nocivos, que atentaban en contra de
la familia patriarcal y el Estado autoritario de los cincuenta. Si en Estados Unidos el rock
puso en movimiento a un cuerpo grotesco, descontrolado, andrógino, sexualizado, -Elvis
es paradigmático en este sentido- los poderes mexicanos se encargaron de esterilizar a esos
cuerpos juveniles: desaparecieron los movimientos de caderas, -símbolo de un cuerpo
liminal que se ubica entre lo masculino y lo femenino- los gestos agresivos y el lenguaje
obsceno. En vez de eso aparecieron grupos de jóvenes limpios, con el cabello recortado, de
clase media, ataviados en uniformes, con suéter y chaleco, de apariencia estudiantil
(Urteaga, 1998). José Agustín da cuenta del disciplinamiento puesto en marcha por la
industria discográfica: “los directores artísticos procedieron a someter a los rocanroleros a
camisas de fuerza: rechazaban las canciones que consideraban explosivas y les proponían
otras más inocuas… -la industria- les supervisó el vestuario, les impuso coreografías
convencionales y en general les diseñó una imagen anodina de nenes decentes” (2013, p.
40).
Fueron las industrias discográficas, los medios de comunicación y la familia
patriarcal los encargados de dibujar esta corporeidad. Esta se alineaba al sistema de valores
de la cultura mexicana –las buenas costumbres de una clase media con aspiraciones a
modernizarse- y permitía la explotación del rock como una mercancía relativamente inocua
para una juventud que tarde o temprano ejercería sus funciones dentro del sistema social –
el México priísta de los sesenta-.
Un ejemplo inmejorable de la identidad esterilizada del cuerpo está contenido en Yo
no soy un rebelde de Los Locos del Ritmo6. Esta canción describe a un joven que ha logrado
separar la rebeldía y el desenfreno abstractos de las formas concretas construcción de la
corporalidad que acompañaban al rebelde sin causa: baile, diversión y una apariencia física que
se opone a la del cuerpo adulto. A pesar de que es un cuerpo liminal, situado en las
márgenes de la sociedad disciplinaria, no llega a inscribirse en el registro de la rebeldía; es

6 Diversos autores, como García Saldaña y Zolov han analizado esta canción. A nosotros nos parece relevante
su contenido en la medida en que da cuenta de la rebeldía epidérmica de los primeros rockeros. Lo que hace
la canción, y que expresa claramente en el título, es internalizar el discurso de la ley: “yo no soy un rebelde sin
causa”. Por otro lado, pide que le dejen asumir algunas actitudes de una rebelión que es superficial.
un cuerpo en transición que se convertirá en adulto y asimilará las metas y los medios
prescritos socialmente. Es, en el mejor de los casos, una ficción de la rebeldía7.
A nivel del espacio el rock llegó a los cabarets –lugar de producción de sonoridades
adultas- hasta establecerse en el café cantante, un espacio cuya geometría y ordenamiento,
obedecía a la necesidad de los cuerpos juveniles de generar y escuchar rock. El diseño
espacial del café por sí solo fue capaz de conjurar las fuerzas libidinales y agresivas que la
sociedad atribuía al cuerpo del joven rocanrolero: debido al reducido espacio los jóvenes
cambiaron el baile por el sitting; este último consistía en el movimiento rítmico del cuerpo,
mientras se estaba sentado, al compás de la música que se escuchaba (Agustín, 2013).
Además de las limitaciones que el café imponía al cuerpo, fue un espacio vigilado
constantemente, sometido al panoptismo de una sociedad que le atribuía al rock poderes
disolventes y subversivos. Distintos autores dan cuenta de las redadas constantes así como
el cierre de estos espacios (Agustín, 2013; Paredes y Blanc, 2010; Zolov, 1999).
Otros ordenamientos del espacio fueron puestos en marcha a la llegada del rock.
Un recurso central para evitar la diseminación del rock anglosajón fue el ordenamiento del
espacio sonoro. A través de las leyes de principios de los sesenta se prohibió la difusión de
canciones en inglés para evitar los efectos que ya se le atribuían al rock en esas épocas
gracias al cine y algunos incidentes aislados como la gresca del Cine las Américas.
Paradójicamente, este ordenamiento del espacio sonoro posibilitó el desarrollo de la escena
de rock nacional: frente a la falta de difusión de rock en inglés, los jóvenes crearon grupos
nacionales cuyas letras eran cantadas en español.

Segunda estrategia. Disciplinar la indisciplina: el hippie asimilado (1964 a 1971)


A partir de 1964 el rock y el cuerpo del rockero mexicano (productor y consumidor) se
acercaron a las significaciones disruptivas que acompañaron a esta música en su génesis
norteamericana. Esto se debió en gran medida, al desgaste de la época de oro del rock and
roll, la migración de los jóvenes rockeros hacia la balada, la aparición de una nueva
corriente de rock proveniente de Inglaterra y la emergencia de un movimiento cuyos
resortes fundamentales se encuentran en la apropiación y el uso político8 del cuerpo juvenil:
el jipismo.

7 “Los rebeldes sin causa… de fines de los cincuenta, que bailaban rock como Elvis, que peinaban su cabello
como Elvis, que usaban chamarras de cuero como Elvis, que vestían como Elvis, habían perdido, en los
primeros sesenta, su sentimiento agresivo, su violencia sin causa, su rebeldía juvenil” (García, 1994, p. 144).
8 Es necesario recordar que lo político y el poder, en Foucault, se remiten en todo momento al cuerpo y su

capacidad de reacción a las estrategias de disciplinamiento.


A nivel de la sonoridad el rock, el inglés inicialmente y más tarde el mexicano,
rompió con los moldes de la primera etapa del rock and roll. Esta ruptura se observa en la
reconfiguración en la instrumentación, las temáticas de las letras y en la estrecha
vinculación que establece con los acontecimientos políticos de los sesenta (Robles, 1993).
El rock sin roll, como lo denomina Robles, se volvió más complejo, híbrido, tolerante,
democrático y sobre todo menos anglosajón.
Esta segunda etapa del rock, que emerge a mediados de la década de los 60, es
conocida en la literatura especializada como la onda chicana debido a que una gran parte de
los grupos proveían del norte del país. Dos características centrales de este momento son el
predominio de canciones inéditas en el repertorio de las bandas y la interpretación vocal en
inglés (Urteaga, 1998).
Los músicos de la onda, entre ellos Bátiz, Los Dug Dugs, La Revolución de
Emiliano Zapata, fueron capaces de romper, al menos hasta el ocaso de Avándaro, con los
moldes elaborados por la disciplina. El uso del lenguaje fue central en esta ruptura;
mediante la composición de letras en inglés los grupos fueron capaces de introducir textos
y temáticas que los espacios sonoros y físicos difícilmente hubieran tolerado. Los Dug
Dugs, por ejemplo lograron filtrar al espacio sonoro radiofónico la canción Nasty sex, que
se puede traducir como sexo sucio. El título de la canción sugiere prácticas que se alejan de la
cotidianidad de la sexualidad burguesa y de los ideales de una sexualidad correcta; a pesar
de ello el contenido retrata una visión sumamente conservadora de lo femenino en la cual
el libre ejercicio de la sexualidad degrada a la mujer. Independientemente de esta paradoja,
es necesario acentuar el hecho de que esta canción haya logrado difusión en el espacio
sonoro9.
Entre rock y jipismo se anudaron relaciones que dieron forma al rock mexicano y el
cuerpo de los rockeros. A México el jipismo llegó a modificar radicalmente los cuerpos de
los jóvenes que habían vivido bajo la tutela del estado autoritario. El cuerpo del jipi rompió
con las representaciones que poderes como la familia, el estado y la escuela habían
elaborado sobre el cuerpo juvenil. Es un cuerpo, desde la óptica del poder, indócil,
superfluo, que no se alinea a la lógica de destrucción sistemática de los otros –la guerra- y al
sistema de producción –el capitalismo-. Cuerpos ociosos. Cuerpos que son la antítesis del
cuerpo-apéndice de las máquinas retratadas en Tiempos Modernos de Chaplin. Se puede
afirmar que se trata de un cuerpo que se somete al régimen de los goces y el placer:
sexualidad, ocio, sustancias psicoactivas y rock.

9 Según Zolov (1999), que cita a García Saldaña, esta canción se transmitió algunos meses en Radio 590.
Con la aparición de los jipis y jipitecas se puso en marcha una cruzada contra el
cuerpo andrógino, contra el cuerpo que se muestra en su desnudez, contra el cuerpo que se
experimenta a través del consumo de sustancias, que se disfruta a través del ejercicio libre
de la sexualidad, contra el cuerpo sucio, desaliñado. La prensa, por ejemplo, a través una
sátira abiertamente conservadora satanizó a los cuerpos, femeninos y masculinos, que se
alejaban de los moldes elaborados por el autoritarismo y la familia patriarcal
contraponiéndolos a las representaciones del cuerpo del mexicano citadino, trabajador, de
clase media.
Ante esta insurrección del cuerpo jipi, el poder va reaccionar en dos sentidos:
asimilando la identidad del adolescente marginal a la identidad del joven-en-tránsito-a-la-
edad-adulta y utilizando la fuerza represiva para modificar el cuerpo. En el primer caso, los
signos más visibles del jipismo y la onda -la vestimenta y la apariencia personal- se
insertaron en la órbita del consumo, como si con este gesto se tratase de conjurar su
significación contracultural10, el resto de los componentes, como el consumo de sustancias
y la negativa a insertarse en el mundo del trabajo capitalista, fueron censurados por la moral
oficial. En el segundo caso, el poder persiguió y rapó a los melenudos. Según una crónica de
Monsiváis, entre 1966 y 1967, gobiernos de distintos estados con una larga tradición
conservadora pusieron en marcha una cruzada en contra de los jóvenes con cabello largo
(Paredes y Blanc, 2010). Si bien esta campaña incluyó una violencia de orden más general
hacia los jóvenes –extorsiones, golpes, redadas- nos interesa enfatizar este gesto del poder
que refleja la insistencia de normalizar y homogeneizar los cuerpos. Rapar a esos cuerpos
que no se subordinan.
La persecución de los jipis fue otra estrategia del poder: la proscripción de los
cuerpos sucios, la expulsión de los jóvenes de esos territorios de ociosidad y consumo de
sustancias. A partir de 1966 Huautla de Jiménez, y otros lugares de Oaxaca, San Luis Potosí
y Guerrero se convirtieron en espacios de otredad, habitados por individuos residuales del
capitalismo norteamericano y la modernización del México priísta. Casi estamos tentados a
caracterizar a estos espacios como heterotopias de desviación a no ser porque el exilio a
estos lugares fue autoimpuesto.
Dos años después de la llegada de los jipis y frente a la incapacidad de someterlos a
los mecanismos de normalización, el poder puso en marcha su estrategia de expulsión y
proscripción. A los cuerpos indecentes que ya se habían instalado en los espacios de
10En su texto sobre el ascenso de la contracultura mexicana Zolov (1999) da cuenta de la forma en que los
medios contribuyeron a la mercantilización de la apariencia y vestimenta jipi. Este proceso significó dislocar
aquellos elementos que se podrían consumir de aquellos que implicaban una afrenta directa al sistema de
valores.
otredad se les expulsó del país o se les encarceló. También se prohibió el ingreso de
nuevos jipis al país.
Además del manejo del cuerpo a través del disciplinamiento –desde los medios, la
familia, la escuela- el control tomó la forma de un minucioso manejo del espacio. Un
ordenamiento político del espacio que impidió que los cuerpos se reunieran para ejecutar,
escuchar y bailar rock.
Como parte de esta estrategia, los espacios en los cuales se hacía rock –los cafés
cantantes- fueron sometidos a través de un mecanismo de observación y reacción. Los
cafés fueron vigilados constantemente por la autoridad y cerrados bajo la menor sospecha
de una ruptura en el sistema de las buenas costumbres. De acuerdo con Zolov “a
comienzos de 1965, el gobierno puso en marcha una serie de redadas nocturnas en cerca de
25 clubes de toda la ciudad” (1999, p. 102).
Otros espacios también fueron sometidos al control disciplinario: aquellos que
estaban diseñados para congregar a las masas que se sumaron al rock como resultado de su
democratización. Después del concierto de los Union Gap y los Byrds en 1969, que
terminó en disturbios y que de acuerdo con Zolov, demostró los “límites del control sobre
la cultura popular de masas” (1999, p. 157) el poder se centró menos en el control del
espacio en el momento en que se congregaba la masa y se enfocó en los mecanismos para
evitar la congregación de esas masas indóciles e indeseables.
Los conciertos de los Doors en México son un ejemplo inmejorable del control del
espacio como un medio para evitar la diseminación de las conductas indeseables asociadas
al rock. Aunque los organizadores habían pensado tres conciertos, uno de ellos de carácter
masivo en la Plaza México, únicamente se permitió que se realizarán conciertos en
espacios que limitaban la actuación de los cuerpos indóciles: el baile, el consumo de
alcohol, sustancias psicoactivas y el apiñamiento de corporeidades estaban descartados. La
estrategia logró neutralizar los efectos del rock sobre el cuerpo; los jóvenes se limitaron a
escuchar al vocalista de los Doors mientras permanecían sentados y bebían agua
carbonatada.
Es a través del control del espacio que el poder es capaz de neutralizar la
potencialidad subversiva del rock y el cuerpo.

Tercera estrategia. La insurrección del cuerpo: escuchar y silenciar


Con el festival de Avándaro se trastocó todo el ordenamiento que el poder había
establecido con el rock, el cuerpo y los espacios para su consumo. Es el momento donde
cuerpo del adolescente marginal se mostró en todo su potencial disruptivo. Es el cuerpo
que transgrede las buenas costumbres: en la esfera del lenguaje es el cuerpo que profiere un
lenguaje impropio –chingue a su madre el que no cante, gritó un integrante de Peace and
Love, acto que llevó a la interrupción abrupta de la transmisión del festival por Radio
Juventud-. Es el cuerpo que se reapropia de sí mismo y se somete al régimen del placer: la
utilización de sustancias psicoactivas como un modo de acceso a la subjetividad y de
participación en una conciencia colectiva. Es el cuerpo que se libera de la prohibición de la
desnudez: ahí tenemos las fotos de la mujer que mostró desnudo su cuerpo y que la prensa
utilizó para llamar la atención sobre la degeneración de la juventud mexicana11.
Hay que apuntar que una tarea permanente del poder disciplinario es el aislamiento
de los cuerpos y el rock se mostró como una música que ejercía el efecto contrario: la
acumulación de cuerpos hasta el punto de apretujarlos. Avándaro, el primer festival masivo
de rock es, desde la perspectiva del poder, una multiplicación de sonoridades, cuerpos y
conductas indeseables.
Avándaro está lejos de ser un espacio ubicado en el punto ciego del poder
disciplinario –si es que tal punto existe-. A pesar de todo el desmadre fue un espacio donde
se pusieron en juego ciertos mecanismos cuyo fin último era controlar la fuerza
inconmensurable de la masa de jóvenes. A través de determinados signos, como la
presencia del ejército o la prohibición de difundir propaganda con contenido político, el
poder refrendó su ubicuidad; estos signos disuadían simplemente por el hecho de hacerse
presentes. Sin embargo, estos símbolos del poder que se filtraron por el espacio del festival
solamente fueron capaces de contener el potencial político de la masa, de la suma de los
cuerpos. Fue incapaz de controlar los cuerpos individuales, las expresiones antisistémicas
del cuerpo aislado.
A partir del festival, la estrategia para evitar la diseminación del rock se dio en dos
registros diferentes del espacio. En el espacio sonoro el rock fue silenciado. Prohibición de
tocar rock en las radiodifusoras, invitaciones del gobierno a la industria disquera para evitar
la grabación de la música de la Onda Chicana, la prohibición de difundir el material
audiovisual Avándaro.
En un espacio cualitativamente distinto el poder procuró desaparecer los lugares de
reunión de los cuerpos insurrectos: la clausura de los cafés, la prohibición de realizar
conciertos. Esta desaparición de los espacios tenía una doble finalidad. Por un lado, evitar

11 La revista Casos de Alarma! tituló a su número semanal del 24 de noviembre de 1971 ¡Ávandaro, el infiernol En
la portada aparecía una mujer con el torso desnudo; parece que el impreso pretendía resaltar la depravación
moral en que se encontraban los jóvenes asistentes al concierto.
la escucha de esa música a la cual el poder la asigna un efecto multiplicador. Por otro lado,
evitar la congregación de cuerpos insurrectos cargados de un potencial subversivo
fácilmente aprovechable en contra del poder político –no debemos olvidar la cercanía del
festival de Avándaro con el movimiento estudiantil de 1968-. A partir de este momento el
manejo del cuerpo será puramente negativo: ya no hay necesidad de confeccionar un
cuerpo desde el poder dado que el rock y los cuerpos que habitaban sus territorios fueron
expulsados del espacio hegemónico.
Todos los puntos entre los que se distribuye el poder –Estado, prensa, radio,
televisión, familia- contribuyeron a silenciar el rock y desaparecer espacios de producción
de rock. Reacción inmediata del poder: la prensa y la televisión destacaron el carácter
orgiástico del festival, la decadencia modal de los jóvenes y el consumo desenfrenado de
sustancias.
La relación del rock con el poder en la década de los setenta se puede resumir en la
siguiente frase: vigilar y silenciar.

El hoyo funky como heterotopia


A partir del la ofensiva del poder contra el rock, se le condenó a una existencia subterránea.
El rock desapareció del espacio público y del espacio sonoro, que en ese momento se
mostraron como espacios homogeneizantes, atravesados y escuchados permanentemente
por el poder.
Paradójicamente, la exclusión a que se sometió al rock ayudó a consolidar una
suerte de heterotopia o espacio de otredad en donde se reunían los cuerpos con la
intención de producir y escuchar rock. Esta heterotopia es el hoyo funky. Dicho espacio se
construyó al margen de la vida normal, paternalista y nacionalista; se edificó al margen del
poder.
Los hoyos aparecieron en zonas marginales de la Ciudad de México y su periferia:
“Santa Fe, San Felipe de Jesús, Barrio Norte, Iztapalapa, Tlalnepantla… y en
Nezahualcóyotl” (Urteaga, 1998, p. 110). La mayoría de los hoyos, se instalaron en espacios
que habían caído en desuso y estaban en malas condiciones; algunas fábricas y bodegas
funcionaron como lugares para hacer y escuchar rock en vivo. Los grupos sobrevivientes al
ocaso de Avándaro encontraron en los hoyos un espacio para hacer música: Peace and
Love, Los Dug Dugs, Three Souls in my Mind, La Revolución de Emiliano Zapata, entre
algunos otros (García, 1994; Paredes y Blanc, 2010).
El hoyo es un espacio plagado de gestos de insurrección, de cuerpos portadores de
disconformidad. Es un espacio en donde se ejecutan y escuchan los sonidos que se
proscriben después de Avándaro ya que el poder les atribuye un efecto multiplicador de las
conductas indeseables y disolventes del orden moral. El hoyo se constituyó abiertamente
como negación del espacio hegemónico atravesado de los valores del mundo adulto. Desde
su origen, mucho antes de la aparición del rock, el hoyo estableció una alianza con las
fuerzas que los ideales ascéticos del capitalismo han luchado por destruir12.
Dentro de la geografía de las ciudades, con sus centros y periferias, el hoyo se
constituyó como una meta-heterotopia: es un espacio marginal, para los otros, es decir, los
jóvenes marginales que escuchaban rock, dentro de colonias marginales. El hoyo prolifera,
infecta a la ciudad, se esparce.
Esta heterotopia no está fuera del alcance de un poder que, después de todo, es
capaz de observar incluso en los poros e intersticios de la sociedad. Esa colonia de
insurrectos, que de acuerdo con García Saldaña tiene un carácter itinerante, está sometida a
una vigilancia y persecución constante. La persecución del poder hace que el hoyo funky
sea un espacio sin espacio: desaparece de un punto y reaparece en otro.
Pero a pesar de ser espacio sin espacio el hoyo nunca se transforma en utopía. El hoyo
funky simplemente tiene una existencia efímera.

CONCLUSIÓN. EL PODER REGULA LOS SONIDOS


Si el poder disciplinario regula los cuerpos, fija a los individuos al espacio y constituye a los
sujetos, es probable que esté interesado en regular los sonidos que producen los cuerpos.
Después de todo, es inherente a la vida corporal algo que podemos llamar una generación
permanente de ruidos que poseen distintos grados de articulación: golpes, movimientos,
respiraciones, resuellos, flatulencias, estornudos, palabras, enunciados, canturreos y otros.
Otro tanto ocurre con la vida social; la interacción cotidiana discurre entre y a través de
sonidos.
Los sonidos producidos por los cuerpos no son neutros. Así como los gestos son
portadores de animalidad, violencia y desobediencia frente al poder que pretende someter,
el sonido es vehículo de divergencia, disidencia, desacuerdo y en el caso más extremo,
violencia contra el poder. Esta es la principal razón por la cual el poder escucha.

12Para García Saldaña los hoyos son espacios donde se rompen las interdicciones sexuales edificadas por la
familia burguesa, para decirlo en sus términos, son lugares “donde las buenas costumbres son lo de menos”
(1994, p. 71).
Así como el poder disciplinario ejerce un efecto de observación perpetua, también
ejerce una escucha continua. Escuchar los sonidos que se generan, localizar a los sujetos
que los producen e identificar los espacios en que se inscribe. La Alemania nazi fue una
máquina de prescribir y proscribir sonidos: qué músicas debían escucharse y en qué
momento. La proscripción de la música se hizo con arreglo a un ideario político-cultural
que combinaba racismo y romanticismo13. El socialismo inglés descrito por Orwell en
1984 muestra otro aspecto: se trata de un poder que escucha permanentemente, un oído
ubicuo, cuyas ramificaciones alcanzan incluso al espacio privado por excelencia –la casa-.
Pero ¿por qué el poder debe regular el sonido? Habría que responder, en primera
instancia, que se silencia a los ruidos disidentes por el efecto que tienen sobre los cuerpos,
por los gestos que ponen en marcha, por el efecto disolvente que tienen sobre la frágil
moralidad hegemónica que pretende instaurarse sobre las conciencias individuales. Los
ruidos movilizan a los cuerpos, hacen que éstos se junten, se toquen. Desde la óptica del
poder algunos sonidos rompen con la calmada regularidad de la vida disciplinada. Por otra
parte, es necesario reconocer el papel que el sonido ejerce como mecanismo de contra-
poder.
El poder está interesado en inscribir en los dispositivos disciplinarios a los
discursos, ruidos y músicas altisonantes. Someter al régimen de regularidad y vigilancia
permanente las voces que se profieren, los cuchicheos, las consignas y por supuesto, las
músicas. Los cuerpos se disciplinan para la emisión de determinados sonidos en
determinadas circunstancias sociales. Cuándo se debe hablar, qué palabras se pueden
proferir, e incluso en qué volumen se debe hablar, son comportamientos que se aprenden
al interior de mecanismos disciplinares tales como la escuela o la familia. Si se habla en
contra del poder, o con el lenguaje que no es el que se prescribe desde el poder, este
impone un régimen de silencio. O de censura. O simplemente deforma el sonido hasta
hacerlo encajar en un discurso y una ideología particular.
El silencio es una estrategia fundamental del poder. Y como hemos visto a lo largo
de la historia, el silencio es el comienzo del olvido, otra herramienta central de todo poder.

13“El ascenso al poder del nazismo constituyó un desastre para la música. Se interrumpió la actividad musical
y la amplia corriente que hasta entonces se había enriquecido de variadas fuentes quedó helada en una
inmovilidad clásica y romántica. Todo cuanto era moderno fue condenado (Grunberger, 2007, p. 429).
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