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Una frase del ingeniero William Penney, escrita en 1894, resume las condiciones adversas que
pasaron cientos de hombres para construir los rieles del tren. “La
historia del total de 60 millas es una historia de enfermedad,
miseria y muerte, siendo las principales causas de mortalidad la
fiebre, la diarrea y el licor”.
Las líneas férreas empezaron a construirse en las décadas de 1870 y 1880. Las primeras fueron las
que comunicaban el Puerto San José y Guatemala, y las de Champerico y Retalhuleu. En aquellos
tiempos, el ferrocarril era símbolo de prosperidad. “La construcción de las vías férreas harán la
felicidad del país”, dijo el presidente Barrios en alguna ocasión.
La línea siguió creciendo, con capital privado, de Champerico a San Felipe, de Ocós a Vado Ancho y
de la capital a Mazatenango.
Pero el gran sueño era construir el Ferrocarril del Norte, una vía al Atlántico para dar salida a la
producción de café hacia Europa y la costa este de Estados
Unidos.
Sin embargo, lo hizo prácticamente sin negociar, los exoneró de impuestos, les entregó amplias
fincas para cultivar su banano, les cedió el muelle de Puerto Barrios, y todo a cambio de que se
terminara el tramo.
Estrada Cabrera consideró que el pacto era una “bendición” para el país. La conclusión de aquellos
94 kilómetros se festejó con 17 días de feriado y con la inauguración de un monumento.
Tras conseguir la concesión de la línea del Atlántico, la United Fruit Company adquirió las otras
líneas privadas y, en 1912, nació la International Railways of Central America (Irca), hermana menor
de la frutera.
Época dorada
Lejos quedan aquellos tiempos en que las estaciones del tren lucían repletas de personas. Eran
principios del siglo XX y caminaban señores cargando
pesados bultos con mercancías para venderlas a otros
departamentos, o señoras que, a duras penas, podían con un
bebé en brazos y al mismo tiempo jalar un saco con
alimentos.
Grandes filas se formaban para ir a Puerto Barrios, Zacapa o Quiriguá, zonas de gran intercambio
comercial y de agricultura. En muchas ocasiones, el ferrocarril cargaba mil 200 personas, algunos sin
pagar un solo centavo, pues su economía no les permitía costear el pasaje. Apelaban a la gentileza
de los responsables del tren. Así lo cuenta Roberto Tally, quien trabajó en el ferrocarril por 25 años y
que ahora es guía en el Museo del Ferrocarril.
Relojes de péndulo, en lo alto del edificio de las estaciones, marcaban la hora. El tren empezaba a
hacer un estruendoso ruido. Todo estaba listo. Adelante, la chimenea de la locomotora echaba un
espeso humo negro.
Empezaba el ferrocarril a hacer el recorrido, por ejemplo a Puerto Barrios. La travesía era de 12 días
cuando se hacía a pie, pero con esa novedad tecnológica, eran seis horas.
Los comerciantes, por lo regular, descansaban en los hoteles cercanos. Una habitación de lujo, en la
década de 1940, costaba 60 centavos. Incluía una cama Luis XV de bronce, con una mesa de
noche, encima de la cual se colocaba un pichel con agua y, al lado, una palangana para lavarse la
cara o los dientes. En tanto, bajo la cama había una bacinica, pues no existían los actuales servicios
sanitarios.
El ferrocarril, por la noche, quedaba en la estación. Se descargaba el azúcar, el café o lo que fuera
necesario. Al día siguiente se ponía en marcha otra vez.
Declive
El 30 de marzo de 1930 comenzó la historia del Ferrocarril Eléctrico Nacional de Los Altos. Hoy,
después de haber dejado de funcionar por órdenes del gobierno
de Jorge Ubico (1931-1944), el país solo tiene el recuerdo en una
melodía en marimba del compositor Domingo Bethancourt
Mazariegos y por los documentos que guarda el Museo del
Ferrocarril de Quetzaltenango, en la antigua estación que lleva el
nombre de Octavio Ciani.
Esto representó desarrollo económico y un imán para futuros acuerdos políticos en la región.
Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft fue la empresa que en septiembre de 1924 firmó contrato para
construirlo, cuyo recorrido sería de 45 kilómetros, entre Quetzaltenango y San Felipe Retalhuleu,
Retalhuleu. En ese punto costero se uniría con la terminal del Irca.
El tranvía ascendía en su punto más alto a mil 723 metros, a una velocidad de 44 kilómetros. Había
pasajes de primera, segunda y tercera clases. Los 14 vagones fueron comprados a la empresa belga
Familleureux de La Louviére, y cada uno tenía motor independiente.
Según el historiador Álvarez, el tren quedó inservible debido a las fuertes lluvias, las cuales
destruyeron su infraestructura.