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SUMARIO
1
Las numerosas citas de E.-W. Böckenförde que se encontrarán en este bloque proceden de su obra
Escritos sobre derechos fundamentales, Baden-Baden: Nomos, 1993.
lógica de respuestas a los nuevos problemas que éstos deben afrontar 2; y Grimm,
como ya hemos visto, señala que “las nuevas funciones de tales derechos encuentran
su respaldo dogmático en el deber de protección. Aunque éste último aparezca, en la
sucesión de despliegues históricos, junto a otras plasmaciones del contenido jurídico-
objetivo de los derechos fundamentales, desde el punto de vista sistemático se revela
como el concepto central de aquellos. Todos los otros componentes jurídico-
objetivos de los derechos fundamentales no representan sino acuñaciones particulares
del deber de protección”.
Podría decirse que los derechos fundamentales poseen una primaria dimensión
objetiva en la medida en que, como todos los derechos subjetivos reconocidos por el
Derecho positivo, su garantía descansa sobre una norma de Derecho objetivo, en este
caso de rango constitucional. Sobre los fundamentos de esta concepción se ha dicho
ya lo suficiente en el bloque introductorio de este curso, con cita entre otros de Hans
Kelsen. Pero, dado que ahora corresponde descender a las consecuencias
particulares, hay que constatar que mediante la simple afirmación del apoyo de los
derechos subjetivos fundamentales sobre una norma de Derecho objetivo nada
concreto parece decirse sobre el contenido de esa norma, que bien podría agotarse en
la atribución a los particulares del correspondiente derecho subjetivo.
Ahora bien, aunque sólo sea como reverso de ese primario contenido subjetivo de las
normas de derecho fundamental, siempre puede atribuirse a tales normas también un
cierto contenido objetivo. Dice Konrad Hesse que “al significado de los derechos
fundamentales como derechos subjetivos de defensa del individuo frente a las
intervenciones injustificadas del Estado corresponde su significado jurídico objetivo
como preceptos negativos de competencia. Las competencias legislativas,
administrativas y judiciales encuentran su límite siempre en los derechos
fundamentales; éstos excluyen de la competencia estatal el ámbito que protegen, y en
esa medida vedan su intervención”.
Es frecuente que la referencia a los “valores” plantee a los juristas problemas no sólo
de aceptación (¿por qué he de abandonar los métodos clásicos de interpretación de
las normas y razonar en términos de “valor”?), sino incluso de inteligibilidad (¿qué
son exactamente esos llamados “valores” y qué implicaciones tienen sobre el
ordenamiento jurídico?). Estamos, en efecto, ante un concepto depurado por la
filosofía sólo a principios del siglo XX, un periodo relativamente reciente de la
tradición filosófica occidental cuyos logros no se han incorporado aún con seguridad
al acervo consagrado del lenguaje común (frente a lo que ocurre con otros conceptos
filosóficos dilucidados con anterioridad, como forma y materia, esencia y existencia,
sujeto y objeto, teoría y praxis, incluso alienación y emancipación). Por eso, aunque
la palabra tenga como primera acepción ya en el Diccionario de Autoridades de
principios del XVIII la calidad que constituye una cosa digna de estimación o
aprecio, comenzaremos por una primera y elemental profundización en el sentido
filosófico del término, para luego pasar al estudio de su incorporación y desarrollo en
el ámbito jurídico-constitucional de los derechos fundamentales.
Cuando yo prefiero una cosa es que veo que esa cosa tiene valor, es valiosa.
Los valores son, pues, algo que tienen las cosas que ejerce sobre nosotros una extraña
presión; no se limitan a estar ahí, a ser aprehendidos, sino que nos obligan a
estimarlos, a valorarlos. Podré ver una cosa buena y no buscarla; pero lo que no
puedo hacer es no estimarla. Verla como buena es ya estimarla (...) Valor, pues, es
aquello que tienen las cosas, que nos obliga a estimarlas.
(...) Se ha pensado (Meinong) que una cosa es valiosa cuando nos agrada, y a la
inversa. El valor sería algo subjetivo, fundado en el agrado que la cosa produce en
mí. Pero ocurre que las cosas nos agradan porque son buenas —o nos lo parecen—,
porque encontramos en ellas la bondad. La bondad aprehendida es la causa de
nuestro agrado. Complacerse es complacerse en algo, y no es nuestra complacencia
quien da el valor, sino al revés: el valor provoca nuestra complacencia.
Por otra parte, si la teoría de Meinong fuese cierta, no serían valiosos más que los
objetos que existen, únicos que pueden producirnos agrado; y resulta —como vio
Ehrenfels— que lo que más valoramos es lo que no existe: la justicia perfecta, el
saber pleno, la salud de que carecemos; en suma, los ideales. Esto obliga a Von
Ehrenfels a corregir la teoría de Meinong: son valiosas no las cosas agradables, sino
las deseables. El valor es la simple proyección de nuestro deseo. Tanto en uno como
en otro caso el valor sería algo subjetivo; no algo perteneciente al objeto, sino a los
estados psíquicos del sujeto. Pero las dos teorías son falsas. En primer lugar, hay
cosas profundamente desagradables que nos parecen valiosas: cuidar a un apestado,
recibir una herida o la muerte por una causa noble, etc. Se puede desear más
vivamente comer que poseer una obra de arte, o tener riquezas que vivir rectamente,
y valorar al mismo tiempo mucho más la obra artística y la rectitud que la comida y
el dinero. La valoración es independiente de nuestro agrado y de nuestro deseo. No
es nada subjetivo, sino objetivo y fundado en la realidad de las cosas.
Las palabras agradable y deseable tienen, aparte del sentido de lo que agrada o se
desea, otro más interesante aquí: lo que merece ser deseado. Este merecimiento es
algo que pertenece a la cosa, es una dignidad que la cosa tiene en sí, aparte de mi
valoración. Valorar no es dar valor, sino reconocer el que la cosa tiene.
Pero es menester distinguir ahora entre el valor y la cosa valiosa. Las cosas tienen
valor de distintas clases y en distintos grados. El valor es una cualidad de las cosas,
no la cosa misma. Un cuadro, un pasaje o una mujer tienen belleza; pero la belleza no
es ninguna de esas cosas. A las cosas valiosas se llama bienes. Los bienes son, pues,
las cosas portadoras de valores, y los valores se presentan realizados o encarnados en
los bienes.
Decimos que los valores son cualidades. Pero hay cualidades reales como el color, la
forma, el tamaño, la materia, etc. El valor no es una cualidad real. En un cuadro
encuentro el lienzo, los colores, las formas dibujadas, que son elementos suyos; la
belleza es algo que también tiene el cuadro, pero de otro modo; es una cualidad
irreal; no es una cosa, pero tampoco un elemento de una cosa. Hay, aparte del valor,
otras cualidades con ese carácter; por ejemplo, la igualdad. La igualdad de dos
monedas no es nada que las monedas tengan realmente; hasta el punto de que una
moneda no tiene igualdad. La igualdad no se puede percibir sensiblemente, sino que
se desprende de una comparación ejecutada por el entendimiento; se ve
intelectualmente la igualdad; pero esta es perfectamente objetiva, porque no puedo
decir que sean iguales una mesa y un libro; la igualdad es algo de las cosas en
relación, que aprehende o reconoce el intelecto. Algo semejante ocurre con el valor:
la mente aprehende el valor como algo objetivo, que se le impone, pero
perfectamente irreal; el valor no se percibe con los sentidos, ni tampoco se
comprende; se estima. Aprehender el valor es, justamente, estimarlo.
Los valores presentan ciertos caracteres que aclaran más aún su sentido objetivo y de
objetividad ideal. En primer lugar, tienen polaridad, es decir, son necesariamente
positivos o negativos, a diferencia de las realidades, que tienen un carácter de
positividad (o, a lo sumo, de privación). A lo bueno se opone lo malo; a lo bello, lo
feo; etc. Es decir, el valor «belleza» aparece polarizado positiva o negativamente, y
así los demás.
En segundo lugar, el valor tiene jerarquía: hay valores superiores y otros inferiores;
la elegancia es inferior a la belleza, y esta a la bondad, y esta, a su vez, a la santidad.
Hay, pues, una jerarquía objetiva de los valores que aparecen en una escala rigurosa.
Los valores pueden percibirse o no; cada época tiene una sensibilidad para ciertos
valores, y la pierde para otros o carece de ella; hay la ceguera para un valor, por
ejemplo para el estético, o para el valor religioso, en algunos hombres. Los valores
—realidades objetivas— se descubren, como se descubren los continentes y las islas;
a veces, en cambio, la vista se obnubila para ellos y el hombre deja de sentir su
extraño imperio; deja de estimarlos, porque no los percibe.
Quizá convenga precisar que la filosofía de los valores, cuyo primer y más eminente
representante fue Max Scheler, se sitúa en un campo tan próximo al Derecho como
es el de la ética. Kant la había renovado en profundidad, y Scheler se sitúa en su
estela. Pero mientras que, para Kant, el imperativo categórico, como único principio
ético a priori que cabe concebir, tiene carácter puramente formal, Scheler afirma la
existencia de contenidos materiales a priori, estrictamente objetivos, que son
precisamente los valores.
Para comprender a partir de estas ideas el sentido que adopta la referencia a los
valores en materia de derechos fundamentales es preciso diferenciar diversas fases en
su desarrollo: justamente por no atender a ellas se complican con alguna frecuencia
las explicaciones.
Como ya se ha visto, para Smend los derechos fundamentales son expresión del
sistema de valores que constituye el sustrato material del proceso de integración. En
el caso de Smend, estos valores son entendidos en un sentido sociológico, como
valores vividos en cuanto tales por la comunidad. La doctrina y la jurisprudencia
constitucional alemanas recuperan la idea de los derechos fundamentales como
sistema de valores tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, entienden la idea
de valor en un sentido más iusnaturalista.
La caracterización iusnaturalista de los valores puede ser enmarcada en el llamado
«renacimiento del derecho natural» que tiene lugar en la segunda posguerra alemana
(...). Este renacimiento del derecho natural encuentra también expresión en el texto
de la Ley Fundamental. Así, en el artículo 1.2 se establece:
El pueblo alemán declara, por tanto, su adhesión a los inalienables e inviolables
derechos humanos (Menschenrechte) como fundamento de toda comunidad
humana, de la paz y de la justicia en el mundo.
(...) Para Dürig, la dignidad humana es un valor, pero no un derecho. Cuando Dürig
afirma que el derecho fundamental a la dignidad humana es un valor y no un derecho
se refiere a que no es un derecho subjetivo. Con ello Dürig está queriendo decir que,
para proteger el bien de la dignidad humana, la Constitución no utiliza la técnica
consistente en establecer unas obligaciones de las que determinadas personas son
beneficiarías atribuyendo eventualmente a éstas facultades de acción para que puedan
instar el cumplimiento de dichas obligaciones —que sería la técnica característica del
derecho subjetivo—. De acuerdo con Dürig, el mecanismo por el que se inclina la
Constitución alemana es el de utilizar el valor de la dignidad humana como criterio
interpretativo de todos los derechos fundamentales reconocidos en la misma.
Hay otros derechos fundamentales que son, según Dürig, derechos y valores. En
concreto, se trata de aquellos derechos fundamentales distintos de la dignidad
humana a los que se reconoce un carácter de valor moral preexistente que el derecho
debe reconocer. Sería el caso, por ejemplo, de la libertad, a la que la Ley
Fundamental considera como «inviolable».
(...) A partir de la consideración de la dignidad humana como valor moral objetivo
interiorizado por la Constitución, Dürig se apresta a construir
un sistema de valores global que al mismo tiempo resulte ser un sistema lógico-
jurídico de derechos en el que el valor superior se comporte respecto de los
valores parciales como la norma jurídica superior respecto de las normas
inferiores .
La idea de «sistema» referida al derecho suele expresar una pretensión de coherencia
y de completud de un conjunto de normas. Es decir, que dichas normas proporcionan
efectivamente solución a todos los casos concretos a los que se supone que deben
proporcionarla y dichas soluciones no son incongruentes entre sí (o al menos existen
mecanismos que permiten solventar dichas incongruencias).
Dürig afirma que el sistema de derechos generado a partir del sistema de valores
carece de lagunas en el sentido siguiente: Dürig considera que el sistema de los
derechos fundamentales es completo si contempla todos los posibles ataques a la
dignidad humana; de acuerdo con su planteamiento, el valor de la dignidad humana
opera como criterio interpretativo de todos los derechos fundamentales; por
consiguiente todo ataque que pudiera llevarse a cabo contra la dignidad humana
caerá en el ámbito de protección definido por alguno de los derechos fundamentales
de la Constitución si se utiliza el valor de la dignidad humana como criterio inter-
pretativo. A la inversa, no puede darse una aplicación de uno de estos derechos
particulares de libertad que vulnere el valor fundamental de la dignidad humana sin
violar la Constitución, por lo que el sistema resulta también ser coherente desde el
particular punto de vista de Dürig.
(...) La doctrina de los derechos fundamentales como expresión de un sistema de
valores puede ser reconducida a dos tesis: que los derechos fundamentales son
valores y que los derechos fundamentales integran un sistema.
Que los derechos fundamentales son valores significa (...) en primer lugar, que debe
recurrirse a criterios extrajurídicos (filosóficos en el caso de Dürig, sociológicos en el
caso de Smend) para interpretarlos (...).
Que los derechos fundamentales integran un sistema significa que las normas que los
reconocen tienen un cierto grado de organización, fundamentalmente de carácter
jerárquico. Esta jerarquía se fundamenta en la idea de que los derechos y libertades
específicos son concreciones de derechos más generales. La existencia de una
relación jerárquica entre las normas que regulan los derechos fundamentales impone
una interpretación sistemática de las mismas y permite solventar hasta cierto punto
las antinomias que pudieran producirse.
En definitiva, pues, Dürig situaba la dignidad del hombre como cúspide del orden
objetivo de valores consagrado por la Constitución, especialmente en la sección
relativa a los derechos fundamentales. A partir de tal concepción, consideraba que
éstos conformaban un sistema pleno y coherente, encabezado por el postulado de la
dignidad del hombre que abre la Ley Fundamental. Coherente porque, mediante
especificaciones diferenciadas, cada derecho procedería de tal dignidad y
concordaría con ella; pleno, porque ninguna lesión de la dignidad dejaría de estar
prohibida por alguno de los derechos que derivan de la misma. Ahora bien, no deja
de ser significativo que la dignidad del hombre aparezca no como derecho
fundamental, sino sólo como principio, mientras que los derechos fundamentales con
los que comienza su progresiva concreción y desarrollo son precisamente el libre
desarrollo de la personalidad (art. 2.1 de la Ley Fundamental) y la igualdad (formal –
art. 3.1).
Sin embargo (y aquí llegamos, tras Smend y Dürig, al tercer momento de este
desarrollo), se ha constatado un giro en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional
alemán, por cierto coincidiendo con la actividad de Konrad Hesse como Magistrado:
las referencias al sistema de los derechos se habrían reducido, y la doctrina del
sistema de valores ha ido así cayendo en el olvido.
Éste último destaca cómo, desde la sentencia del caso Lüth, el contenido axiológico
de los derechos fundamentales no se afirma sólo de su conjunto sistemático, “del
orden de valores materializado en la parte de derechos fundamentales en su
conjunto”, sino que “debe ser analizado e indagado en cada norma de derecho
fundamental en particular. Ello implica que el carácter de norma objetiva y de
decisión axiológica no sólo corresponde a la parte de derechos fundamentales como
tal, sino a cada derecho fundamental”. Como consecuencia posible de esa
interpretación expone Böckenförde, quizá sin diferenciar debidamente las diversas
fases del desarrollo de esta concepción que aquí hemos analizado, lo siguiente:
Justamente por ello, cabe entender que los derechos se reconocen también al servicio
de su actualización, porque la libre y responsable conformación de la propia
existencia determina a la postre el entero orden social. Por eso, la inserción del
ejercicio de determinados derechos en instituciones concretas tiene además otro
género de efectos, especialmente por lo que se refiere a las posibilidades de su
limitación.
La perspectiva institucional, que quizá pueda proyectarse sobre todos los derechos
fundamentales, ha encontrado un privilegiado campo de pruebas en las libertades de
expresión e información, que dan cuerpo a la “opinión pública libre” sobre la que se
sustenta el Estado democrático. De las múltiples sentencias del Tribunal
Constitucional que evocan tal conexión reproduciremos aquí una sola:
STC 51/1989
Fundamentos Jurídicos
Para lograr una adecuada solución de este conflicto, examinando la queja deducida
en su dimensión constitucional, es preciso partir de la doctrina sentada por este
Tribunal Constitucional en su STC 107/1988, de 8 de junio, que resolvió un supuesto
muy semejante al que ahora nos ocupa. Desarrollando la jurisprudencia anterior
elaborada por este Tribunal en torno al art. 20 de la Constitución, declarábamos en
esta última Sentencia que «el reconocimiento constitucional de las libertades de
expresión y de comunicar y recibir información ha modificado profundamente la
problemática de los delitos contra el honor en aquellos supuestos en que la acción
que infiere en este derecho lesión plenamente sancionable haya sido realizada en
ejercicio de dichas libertades». La dimensión constitucional de estas libertades
«convierte en insuficiente el criterio del animus injuriandi, tradicionalmente utilizado
por la jurisprudencia penal en el enjuiciamiento de dicha clase de delitos». La
insuficiencia de aquel criterio dimana de la circunstancia, muy reiteradamente
resaltada por este Tribunal, de que las libertades del art. 20 de la Constitución no sólo
son derechos fundamentales de cada persona, sino que también significan el
reconocimiento y garantía de la opinión pública libre, elemento imprescindible del
pluralismo político en un Estado democrático, que por lo mismo trascienden el
significado común y propio de los demás derechos fundamentales (SSTC 6/1981, de
16 de marzo; 104/1986, de 17 de julio; 165/1987, de 27 de octubre; 6/1988, de 21 de
enero, y 107/1988, de 8 de junio, entre otras). Se quiere afirmar con ello que, en el
enjuiciamiento de los conflictos que se planteen entre aquellas libertades, de un lado,
y otros derechos fundamentales y demás bienes y valores protegidos penalmente, de
otro, confluyen y deben ser tomadas en consideración al aplicar la ley penal dos
perspectivas complementarias: por un lado, la que examina la conducta del acusado
en relación con el derecho al honor o con los valores de dignidad y prestigio de las
instituciones y cuerpos del Estado protegidos por el legislador mediante la
tipificación de los delitos que los lesionan; y, por otro, la que tiene por objeto valorar
esa misma conducta a la luz de las libertades de expresión e información, en cuyo
ejercicio se haya podido incidir en los derechos al honor o a la dignidad, reputación y
prestigio de las instituciones y clases del Estado. Desde la primera de estas
perspectivas, es inevitable el enjuiciamiento del animus injuriandi, cuya aplicación al
caso concreto corresponde a los Tribunales penales. Pero desde la segunda resulta
indispensable determinar asimismo si el ejercicio de las libertades del art. 20 de la
Constitución ha actuado en cada caso como causa excluyente de ese animus y, por
tanto, de la antijuridicidad atribuida al hecho enjuiciado. En este sentido, el órgano
judicial que, en principio, aprecia la subsunción de los hechos en un determinado tipo
delictivo está obligado a realizar además un juicio ponderativo de las circunstancias
concurrentes en el caso concreto, con el fin de determinar si la conducta del agente
está justificada por hallarse dentro del ámbito de las libertades de expresión e
información protegido por el art. 20 de la Constitución y, por tanto, en posición
preferente, de suerte que si tal ponderación falta o resulta manifiestamente carente de
fundamento se ha de entender vulnerado el citado precepto constitucional. Ello no
significa que el alcance justificativo de ambas libertades sea el mismo, puesto que la
libertad de información versa sobre hechos, que pueden y deben someterse al
contraste de su veracidad (STC 6/1988, de 21 de enero), en tanto que la libertad de
expresión tiene por objeto pensamientos, ideas, opiniones o juicios de valor
subjetivos, que no se prestan a una demostración de su exactitud, y que, por lo
mismo, dotan a aquélla de un contenido legitimador más amplio. No obstante, no se
incluyen en el ámbito de la libertad de expresión ni tienen valor de causa justificativa
consideraciones desprovistas de relación con la esencia del pensamiento que se
formula y que, careciendo de interés público, resulten formalmente injuriosas de las
personas a las que se dirijan.
De otra parte, es preciso recordar también que, como declara la citada STC 107/1988,
el valor preponderante de las libertades del art. 20 de la Constitución sólo puede ser
apreciado y protegido cuando aquéllas «se ejerciten en conexión con asuntos que son
de interés general, por las materias a que se refieren y por las personas que en ellos
intervienen, y contribuyan, en consecuencia, a la formación de la opinión pública,
alcanzando entonces su máximo nivel de eficacia justificadora frente al derecho al
honor».
No cabe aceptar que con el anterior razonamiento se haya realizado una adecuada
ponderación del conflicto entre la libertad de expresión del recurrente y los valores
protegidos por la norma penal aplicada como límite de aquella libertad, atendiendo al
valor constitucional de la misma y en relación con las circunstancias del caso
concreto. Una ponderación semejante hubiera debido partir de la constatación de que
las frases que se calificaron de injuriosas no constituyen apóstrofes insultantes fuera
de discurso, sino expresiones que refuerzan, ciertamente con excesos terminológicos
censurables, el juicio de valor subjetivo que al articulista merecían determinados
comportamientos, pretendidamente antidemocráticos, de algunos miembros del Arma
de Caballería, a los que se aludía de forma impersonal. En el artículo en cuestión, su
autor expresaba en sustancia su opinión contraria a tales comportamientos,
mostrando su solidaridad con un oficial de dicha Arma que, a juicio de aquél, venía
siendo objeto y víctima de los mismos, por entenderlos injustificados y disconformes
con los valores constitucionales. Expresaba, por tanto, su pensamiento en relación
con una materia de indudable interés público, sobre la que cualquier persona puede
manifestar sus opiniones y hacer la crítica de una situación, sea o no exacta o veraz la
descripción de la situación criticada, pues no nos hallamos en el ámbito del derecho
de información, y sean más o menos positivas o negativas, justas o injustas y
moderadas o acerbas tales opiniones, pues en ello reside el núcleo esencial de la
garantía de la opinión pública libre inherente a la libertad de expresión, en sentido
estricto, que tutela el art. 20.1 a) de la Constitución. Por otra parte, no debería haber
sido ajeno a la correcta ponderación constitucional de los derechos y valores en
conflicto el hecho de que las expresiones vertidas por el recurrente no tuvieron como
destinatarios a personas concretas, cuyo derecho al honor se hubiera así visto
lesionado, sino que fueron dirigidas de manera impersonal e indeterminada contra la
conducta de algunos miembros del Arma de Caballería y ni siquiera por el mero
hecho de serlo, pues no lo identifica en absoluto con ella, toda vez que en el citado
artículo se alaba y defiende a otro miembro de dicha Arma.
En definitiva, al cabo de cuanto antecede, resulta obligado declarar que, sin perjuicio
de que pudiera considerarse que las opiniones del solicitante de amparo incidían
negativamente en el prestigio de la mencionada institución y de que los términos en
que aquéllas se vertieron podían tildarse de ofensivos, los órganos judiciales debieron
tener en cuenta que, por el interés público de la materia abordada, por el contexto en
que las expresiones se produjeron y por el alcance de critica impersonalizada y
separable de la consideración de la institución misma que aquellas expresiones
tenían, la libertad reconocida en el art. 20.1 a) de la Constitución se ejerció en
condiciones que le otorgan la protección de dicho precepto. Venimos, pues, a la
conclusión de que, a pesar del carácter reprobable de la forma en que se expresó el
ahora recurrente, en el conflicto planteado entre los valores de dignidad y reputación
del Ejército y sus clases, armas e instituciones, que la ley penal protege, y el
mencionado derecho fundamental -conflicto que no habría existido realmente, de no
ser por los epítetos empleados-, hubo de otorgarse preferencia al ejercicio de la
libertad de expresión, justificando la inaplicación de una sanción penal que, en
circunstancias distintas, las reprochables manifestaciones públicas del recurrente
hubieran podido merecer.
De uno u otro modo, la concepción de los derechos fundamentales sea como valor,
sea como institución, supone la irradiación de su eficacia sobre el ordenamiento
jurídico en su conjunto. Lo decía ya la Sentencia del caso Lüth: “La Ley
Fundamental, que no quiere ser neutral frente a los valores, en su título referente a
los derechos fundamentales también ha instituido un orden objetivo de valores (...)
Este sistema de valores (...) debe regir como decisión constitucional básica en todos
los ámbitos del Derecho; de él reciben directrices e impulso la legislación, la
administración y la jurisdicción. De esa forma influye evidentemente también sobre
el Derecho civil; ninguna disposición jurídico-civil debe estar en contradicción con él
y todas ellas deben interpretarse conforme a su espíritu”.
“Por lo que respecta a los integrantes del Poder Judicial, la irradiación les
obliga a que en su labor aplicativa del ordenamiento controlen la adecuación
de las concretas normas en presencia a la dimensión objetiva de los derechos
fundamentales (...).
Pero a continuación perfila un modo de operar que en buena medida neutraliza tales
riesgos. A tales efectos se combina, de un lado, la primacía de una concepción
subjetiva de los derechos fundamentales que, si bien no niega su ulterior irradiación,
no aprovecha tal objetivación para dilatar el ámbito normativo de los derechos
fundamentales: “los derechos fundamentales tampoco hoy trazan algo así como las
líneas fundamentales del ordenamiento jurídico-privado, sino que siguen siendo
garantías específicas, puntuales, que sirven a la protección de ámbitos
particularmente amenazados de la libertad humana”. De otro, la revalorización del
papel del legislador, a cuya tarea queda encomendada en lo esencial la eficacia
irradiante de los derechos fundamentales. Porque la propia sentencia del caso Lüth,
no hay que olvidarlo, no proyecta directamente los derechos fundamentales sobre las
relaciones privadas, al margen de las prescripciones legales que las regulan: se limita
a interpretar una cláusula general establecida por el legislador, que remitía a
valoraciones sociales generales, de conformidad con los valores encarnados por los
derechos constitucionales. Dice Hesse:
7. El deber de protección
“En ese sentido, los derechos fundamentales obligan claramente a la acción estatal
en las condiciones expuestas; regulan, pues, la cuestión del si, del presupuesto de
esta actuación. Sin embargo, de ellos no se infiere necesariamente qué cautelas
hayan de ser adoptadas para que la protección sea suficiente. Para decidir cómo ha
de cumplir el Estado tal obligación, los órganos estatales competentes disponen de
una amplia discrecionalidad de configuración con margen suficiente para la
consideración, por ejemplo, de los intereses públicos o privados en concurrencia.
En caso extremo, cuando no es alcanzable de otro modo el amparo que otorga la
Constitución, puede la decisión quedar reducida a una medida determinada.
Böckenförde ha criticado también esta posibilidad: expresa una vez más sus reservas
frente a las incertidumbres asociadas al desarrollo de la dimensión objetiva de los
derechos fundamentales,
“la conexión sistemática entre contenido jurídico-objetivo, eficacia frente a
terceros de los derechos fundamentales y deberes de protección de derechos
fundamentales es aquí clara; la una lleva a la otra. El problema material de los
deberes de protección de derechos fundamentales radica en su contenido y
extensión. ¿Aspira el deber de protección al óptimo alcanzable, sólo a un
mínimo o a un punto medio ponderado -por así decir, proporcionado-? ¿Está
dirigido por el principio de la defensa frente a peligros, de la defensa
únicamente frente a peligros inminentes o también por el principio de la
prevención?. La idea del deber de protección es en sí misma tan
indeterminada como el contenido jurídico-objetivo seleccionador de valores
de los derechos fundamentales, del que procede (...). Todo depende de su
concretización, o más precisamente, de cómo se llene o se rellene (...).
Mientras la Sentencia del aborto apreció el deber de protección por completo,
dado que en el caso de la vida humana se trata de “un valor supremo” en el
interior del ordenamiento de los derechos fundamentales, la Sentencia Kalkar
establece diferencias según el significado de los bienes jurídicos afectados, la
proximidad y la dimensión de los posibles peligros. Se admite como figura
dogmática un deber jurídico-constitucional del legislador de intervenir
llegado el caso y con ello también la posibilidad de que las regulaciones
legales devengan inconstitucionales. Por lo demás se subraya en todo caso el
margen de apreciación y configuración del legislador y la necesidad de una
consideración conjunta de las regulaciones en presencia; en ocasiones es
habitual constreñirse, quizás para escapar de nuevos dilemas, a controles de
evidencia”.
“La libertad de los ciudadanos bajo las relaciones actuales no estriba sólo en
una liberación de la intervención estatal. Una configuración en libertad y
autonomía de la propia existencia depende mucho más de una serie de
condiciones que no están a disposición del individuo, respecto de las cuales el
individuo en el mejor de los casos sólo parcialmente dispone, frecuentemente
ni tan siquiera eso. Hoy día la dotación y el mantenimiento de tales
condiciones constituye una clara tarea del Estado, que ha llegado a ser quien
planifica, guía y configura, esto es, el Estado de la procura existencial y del
aseguramiento social. Por eso, en la medida en que la libertad humana, desde
el punto de vista del Estado, no dependa tanto ya de que evite intervenir en
las esferas particulares, cuanto de que su actividad se ejerza con general
alcance, no se garantiza por más tiempo concibiendo los derechos
fundamentales como meros derechos de defensa.
“La importancia que para la libertad tiene el Estado aumenta a medida que en
el limitado y complejo mundo actual, con sus cada vez más escasos recursos
existenciales, no sólo no pueden ampliarse muchas de las esferas de libertad,
sino que incluso tienden a contraerse. En igual medida amenaza colisionar la
libertad de cualquiera con la de los demás: se hace mucho más necesario que
antes acotar, delimitar y ordenar los ámbitos de la libertad, y ello ha devenido
tarea del Estado. Esto resulta especialmente evidente con las libertades en
materia económica, e igualmente en la esfera de la educación; de igual
manera, en el ámbito de la libertad de comunicación, el desarrollo de los
medios modernos, de prensa, radio y televisión, conduce a la necesidad de
delimitar y ordenar las divergentes expectativas de libertad.
STC 86/1985
Fundamentos Jurídicos
9. La STC 53/1985
STC 53/1985
Fundamentos jurídicos
1. El objeto del recurso que debe ser decidido por la presente sentencia es determinar
la constitucionalidad o inconstitucionalidad del proyecto de Ley orgánica que
introduce el art. 417 bis en el Código Penal, por el que se declara no punible el
aborto en determinados supuestos. Se trata de un caso límite en el ámbito del
Derecho; en primer lugar, porque el vínculo natural del nasciturus con la madre
fundamenta una relación de especial naturaleza de la que no hay paralelo en ningún
otro comportamiento social, y en segundo término, por tratarse de un tema en cuya
consideración inciden con más profundidad que en ningún otro ideas, creencias y
convicciones morales, culturales y sociales. El Tribunal no puede menos de tener en
cuenta, como una de las ideas subyacentes a su razonamiento, la peculiaridad de la
relación entre la madre y el nasciturus a la que antes hemos hecho mención; pero ha
de hacer abstracción de todo elemento o patrón de enjuiciamiento que no sea el
estrictamente jurídico, ya que otra cosa seria contradictoria con la imparcialidad y
objetividad de juicio inherente a la función jurisdiccional, que no puede atenerse a
criterios y pautas, incluidas las propias convicciones, ajenos a los del análisis
jurídico.
2. El proyecto de reforma del Código Penal al que hacemos referencia en el
fundamento anterior dice así:
«Artículo único.-El art. 417 bis del Código Penal queda redactado de la siguiente
manera:
El aborto no será punible si se practica por un Médico, con el consentimiento de la
mujer, cuando concurran alguna de las circunstancias siguientes:
1. Que sea necesario para evitar un grave peligro para la vida o la salud de la
embarazada.
2. Que el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo del delito de violación
del art. 429, siempre que el aborto se practique dentro de las doce primeras semanas
de gestación y que el mencionado hecho hubiere sido denunciado.
3. Que sea probable que el feto habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas,
siempre que el aborto se practique dentro de las veintidós primeras semanas de
gestación y que el pronóstico desfavorable conste en un dictamen emitido por dos
Médicos especialistas distintos del que intervenga a la embarazada.» (...).
Por lo que se refiere a la primera, los mismos recurrentes reconocen que la palabra
«todos» utilizada en otros preceptos constitucionales (arts. 27, 28, 29, 35 y 47) hace
referencia a los nacidos, como se deduce del contexto y del alcance del derecho que
regulan, pero estiman que de ello no puede concluirse que ese mismo significado
haya de atribuirse a dicho término en el art. 15. La interpretación sistemática de éste
ha de hacerse, a su juicio, en relación con otros preceptos constitucionales (arts. 1.1,
10, 14, 39 y 49). Pero los mismos términos generales en que esta argumentación se
desarrolla y la misma vaguedad de la conclusión a que llegan los recurrentes la
convierten en irrelevante, por lo que se refiere a la cuestión concreta planteada de la
titularidad del derecho a la vida que pueda corresponder al nasciturus.
La dignidad está reconocida a todas las personas con carácter general, pero cuando el
intérprete constitucional trata de concretar este principio no puede ignorar el hecho
obvio de la especificidad de la condición femenina y la concreción de los
mencionados derechos en el ámbito de la maternidad, derechos que el Estado debe
respetar y a cuya efectividad debe contribuir, dentro de los límites impuestos por la
existencia de otros derechos y bienes asimismo reconocidos por la Constitución.
La respuesta a esta cuestión ha de ser afirmativa. Por una parte, el legislador puede
tomar en consideración situaciones características de conflicto que afectan de una
manera específica a un ámbito determinado de prohibiciones penales. Tal es el caso
de los supuestos en los cuales la vida del nasciturus, como bien constitucionalmente
protegido, entra en colisión con derechos relativos a valores constitucionales de muy
relevante significación, como la vida y la dignidad de la mujer, en una situación que
no tiene parangón con otra alguna, dada la especial relación del feto respecto de la
madre, así como la confluencia de bienes y derechos constitucionales en juego.
10. Los recurrentes alegan que no puede conocerse el alcance de los supuestos
previstos por el legislador, dada la imprecisión de alguno de los términos que éste
utiliza, lo que, a su juicio, vulnera el principio de seguridad jurídica consagrado en el
art. 9.3 de la Constitución.
El Tribunal no puede compartir esta alegación de los recurrentes, pues aun cuando
tales términos puedan contener un margen de apreciación, ello no los transforma en
conceptos incompatibles con la seguridad jurídica, ya que son susceptibles de
definiciones acordes con el sentido idiomático general que eliminan el temor de una
absoluta indeterminación en cuanto a su interpretación.
En efecto, el término «necesario» -que se utiliza en el núm. 1 del art. 417 bis del
Código Penal en la redacción del Proyecto- sólo puede interpretarse en el sentido de
que se produce una colisión entre la vida del nasciturus y la vida o salud de la
embarazada que no puede solucionarse de ninguna otra forma.
11. Una vez analizada la objeción de indeterminación de los supuestos alegada por
los recurrentes, basada en la imprecisión de los términos, es preciso examinar la
constitucionalidad de cada una de las indicaciones o supuestos de hecho en que el
proyecto declara no punible la interrupción del estado de embarazo:
Sobre esta base y las consideraciones que antes hemos efectuado en relación a la
exigibilidad de la conducta, entendemos que este supuesto no es inconstitucional.
Por lo que se refiere al primer supuesto, esto es, al aborto terapéutico, este Tribunal
estima que la requerida intervención de un Médico para practicar la interrupción del
embarazo, sin que se prevea dictamen médico alguno, resulta insuficiente. La
protección del nasciturus exige, en primer lugar, que, de forma análoga a lo previsto
en el caso del aborto eugenésico, la comprobación de la existencia del supuesto de
hecho se realice con carácter general por un Médico de la especialidad
correspondiente, que dictamine sobre las circunstancias que concurren en dicho
supuesto.
Por otra parte, en el caso del aborto terapéutico y eugenésico la comprobación del
supuesto de hecho, por su naturaleza, ha de producirse necesariamente con
anterioridad a la realización del aborto y, dado que de llevarse éste a cabo se
ocasionaría un resultado irreversible, el Estado no puede desinteresarse de dicha
comprobación.
Del mismo modo tampoco puede desinteresarse de la realización del aborto, teniendo
en cuenta el conjunto de bienes y derechos implicados -la protección de la vida del
nasciturus y el derecho a la vida y a la salud de la madre que, por otra parte, está en
la base de la despenalización en el primer supuesto-, con el fin de que la intervención
se realice en las debidas condiciones médicas disminuyendo en consecuencia el
riesgo para la mujer.
Por ello el legislador debería prever que la comprobación del supuesto de hecho en
los casos del aborto terapéutico y eugenésico, así como la realización del aborto, se
lleve a cabo en centros sanitarios públicos o privados, autorizados al efecto, o adoptar
cualquier otra solución que estime oportuna dentro del marco constitucional.
Por lo que se refiere a la comprobación del supuesto de hecho en el caso del aborto
ético, la comprobación judicial del delito de violación con anterioridad a la
interrupción del embarazo presenta graves dificultades objetivas, pues dado el tiempo
que pueden requerir las actuaciones judiciales entraría en colisión con el plazo
máximo dentro del cual puede practicarse aquélla. Por ello entiende este Tribunal que
la denuncia previa, requerida por el proyecto en el mencionado supuesto, es
suficiente para dar por cumplida la exigencia constitucional respecto a la
comprobación del supuesto de hecho.
Finalmente, como es obvio, el legislador puede adoptar cualquier solución dentro del
marco constitucional, pues no es misión de este Tribunal sustituir la acción del
legislador, pero sí lo es, de acuerdo con el art. 79.4 b) de la LOTC, indicar las
modificaciones que a su juicio -y sin excluir otras posibles- permitieran la
prosecución de la tramitación del proyecto por el órgano competente.
14. Finalmente, los recurrentes alegan que el proyecto no contiene previsión alguna
sobre las consecuencias que la norma penal origina en otros ámbitos jurídicos,
aludiendo en concreto a la objeción de conciencia, al procedimiento a través del cual
pueda prestar el consentimiento la mujer menor de edad o sometida a tutela y a la
inclusión del aborto dentro del régimen de la Seguridad Social.
Pero tales cuestiones, aunque su regulación pueda revestir singular interés, son ajenas
al enjuiciamiento de la constitucionalidad del proyecto, que debe circunscribirse a la
norma penal impugnada, de conformidad con lo dispuesto en el art. 79 de la LOTC.
Fallo:
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD
QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCION DE LA NACION ESPAÑOLA,
Ha decidido:
Declarar que el proyecto de Ley Orgánica por el que se introduce el art. 417 bis del
Código Penal es disconforme con la Constitución, no en razón de los supuestos en
que declara no punible el aborto, sino por incumplir en su regulación exigencias
constitucionales derivadas del art. 15 de la Constitución, que resulta por ello
vulnerado, en los términos y con el alcance que se expresan en el fundamento
jurídico 12 de la presente Sentencia.
Votos particulares
3. El legislador organiza su sistema penal según los principios del Estado de derecho,
el principio de culpabilidad y el principio de humanidad. Cuando configura como
punible una determinada conducta (en el caso, el aborto consentido), puede
excepcionar conductas, o configurar causas (genéricas o específicas) de justificación,
o de inculpabilidad por inexigibilidad de la conducta. Actúa el legislador según el
principio de merecimiento de la pena no atrayendo al campo represivo punitivo
conductas que no son merecedoras de sanción penal. Cierto que el nasciturus es un
bien que merece protección penal.
La lesión de ese bien se protege penalmente, pero no toda realización del tipo penal
fundamenta la antijuridicidad de la conducta. Junto a las causes de antijuridicidad
existen otras causas de inexigibilidad. El que el legislador configure, con mayor o
menor rigor técnico, los supuestos excluidos de punición no es atentatorio a principio
constitucional alguno. La apreciación de si una conducta es o no generalmente
exigible y, en consecuencia, si su realización ha de ser o no castigada con una pena
depende de una serie de factores que aprecia el legislador. Los poderes del legislador
hechos efectivos en el art. 417 bis para excluir las responsabilidades penales en el
caso del aborto consentido, no puede decirse que han traspasado límites
constitucionales y, desde luego, no han incidido en violación del art. 15 de la
Constitución.
Opino que hubiera sido procedente declarar que el Proyecto de Ley Orgánica de
reforma del art. 417 bis del Código Penal es conforme con la Constitución.
Quiero exponer con la mayor brevedad posible, las razones por la que disiento de
esta Sentencia, que guardan, en buena medida, relación con mi modo de entender la
función de la Constitución y la inconstitucionalidad de las leyes.
c) Recuerdo ahora también alguna otra opinión del Tribunal: Cuando dijimos que el
objeto de un juicio de inconstitucionalidad son los textos legales estrictamente
considerados y no el bloque normativo del que forman parte. Es claro, en mi opinión,
que el juicio de inconstitucionalidad afecta a los textos legales y no a bloques del
ordenamiento o a eventuales resultados de los mismos.
También mantengo como firme que no hay inconstitucionalidad por las omisiones en
que pueda considerarse que el legislador ha incidido.
e) Tampoco creo que sea función del Tribunal colaborar en la función legislativa,
orientarla o perfeccionarla. No creo que el art. 79.4 de la Ley Orgánica del Tribunal
autorice esa tesis.
Así pues, según la Sentencia, no hay un conflicto entre los derechos de la mujer y un
inexistente derecho fundamental del nasciturus a la vida, sino un conflicto entre los
derechos fundamentales de la mujer embarazada y un bien jurídicamente protegido
que es la vida humana en formación (fundamento jurídico 9). En esto mi
conformidad con la Sentencia es completa.
4. Nunca he sido un entusiasta de la filosofía de los valores. Tal vez por ello no
comparto (y aquí comienzan mis discrepancias) las abundantes consideraciones
axiológicas incluidas en los fundamentos 3, 4 y 5. Al margen de las imprecisiones o
titubeos terminológicos que contienen y que seria prolijo e inútil referir aquí, no
encuentro fundamento jurídico-constitucional, único pertinente, para afirmar como se
hace, que la vida humana «es un valor superior del ordenamiento jurídico
constitucional» (fundamento jurídico 3) o «un valor fundamental» (fundamento
jurídico 5) o «un valor central» (fundamento jurídico 9). Que el concepto de persona
es el soporte y el prius lógico de todo derecho me parece evidente y yo así lo
sostengo. Pero esta afirmación no autoriza peligrosas jerarquizaciones axiológicas,
ajenas por lo demás al texto de la Constitución, donde, por cierto, en su art. 1.1 se
dice que son valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la
igualdad y el pluralismo político: Esos y sólo esos. Frente a tan abstractas
consideraciones sobre la vida como valor, llama la atención que en la Sentencia no se
formule ninguna sobre el primero de los que la Constitución denomina valores
superiores: La libertad. De ahí, de esa omisión, que no olvido, deriva quizá la escasa
atención que se presta a los derechos de libertad de la mujer embarazada.
c) No se comprende por qué la exigencia de que «la realización del aborto» haya de
tener lugar en establecimiento sanitario se refiera sólo al aborto terapéutico y al
eugenésico, pero no al llamado aborto ético.
Nada impide, por lo demás, añadir a estas exigencias otras innovaciones a iniciativa
del legislador, como podría ser la asistencia a las mujeres que interrumpan el
embarazo en Centros y a cargo de la Seguridad Social. El mismo texto da cabida a
estos y otros perfeccionamientos deseables. Lo cual pone de manifiesto que estamos
ante un juicio de perfectibilidad sobre cuya pertinencia conviene detener nuestra
atención.
c) Cada Institución debe actuar como lo que es, no «como si» fuera lo que no es.
Pocas lógicas hay tan funestas como la lógica del «como si» (als ob). El Tribunal
Constitucional, frecuentemente instado a actuar «como si» fuese eso que en un
lenguaje ni técnico ni inocente se ha dado en llamar «la tercera Cámara», ha caído
por esta vez en la tentación.
d) Por esta sola vez, puesto que al resolver los anteriores recursos previos (léase por
todas la Sentencia 76/1983 sobre el proyecto de la LOAPA) nunca entendió este
Tribunal que sus competencias llegaran tan lejos, aunque ya entonces, por supuesto,
estaba vigente el art. 79.4 b) de la LOTC, ahora citado como apoyo para señalar al
legislador, lo que debe hacer a fin de que su Ley sea conforme con la Constitución.
f) La técnica usada en este fundamento no tiene nada que ver con la de las
denominadas sentencias interpretativas, en las que, de entre las posibles
interpretaciones de un texto legal impugnado, el Tribunal declara conforme con la
Constitución una de ellas, precisamente en defensa de la presunción de
constitucionalidad de las normas emanadas del legislador democrático.
1. Haciendo uso de las facultades que nos otorga el art. 164 de la Constitución
Española (C.E.) y el art. 90.2, de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional
(LOTC), reflejamos por medio del presente voto particular nuestra opinión
discrepante, tanto en lo que se refiere a la decisión o fallo como a su correspondiente
fundamentación. Las opiniones aquí sostenidas fueron defendidas en el curso de las
deliberaciones apoyando la Ponencia presentada por el Ponente inicialmente
nombrado, don Jerónimo Arozamena Sierra, y coincidiendo en lo esencial la posición
sostenida por los Magistrados firmantes con las de otros cuatro colegas de este
Tribunal en dichas deliberaciones.
He votado en contra de la presente Sentencia y sostuve con mi voto, junto con otros
cinco Magistrados, la ponencia que fue objeto de deliberación en primer término. En
ella se declaraba conforme con la Constitución el Proyecto de Ley objeto del recurso,
y ésta es, en mi opinión, la conclusión necesaria del razonamiento jurídico en el caso
sometido a nuestra consideración.
Las razones de mi disentimiento pueden resumirse en el simple juicio de que con esta
decisión la mayoría traspasa los límites propios de la jurisdicción constitucional e
invade el ámbito que la Constitución reserva al legislador; vulnera así el principio de
separación de poderes, inherente a la idea de Estado de Derecho y opera como si el
Tribunal Constitucional fuese una especie de tercera Cámara, con facultades para
resolver sobre el contenido ético o la oportunidad política de las normas aprobadas
por las Cortes Generales. Es cierto que esta errónea concepción de la jurisdicción
constitucional parece muy extendida en nuestra sociedad; que precisamente con
motivo de este recurso se han expresado en la prensa multitud de opiniones que
implícita o explícitamente partían del supuesto de que el fundamento de nuestra
Sentencia había de ser el juicio sobre la licitud o ilicitud ética del aborto, o la
conveniencia de su despenalización, y que (y ello es aún más penoso) destacadas
figuras políticas, de incluso miembros del Gobierno, han efectuado declaraciones que
manifiestamente arrancaban del mismo convencimiento. Es evidente, sin embargo,
que por difundida que esté, tal idea es errónea e incompatible con nuestra
Constitución y con los principios que le sirven de base. El Tribunal Constitucional,
que no ostenta la representación popular, pero que sí tiene el tremendo poder de
invalidar las leyes que los representantes del pueblo han aprobado, no ha recibido
este poder en atención a la calidad personal de quienes lo integran, sino sólo porque
es un Tribunal. Su fuerza es la del Derecho y su decisión no puede fundarse nunca
por tanto, en cuanto ello es humanamente posible, en nuestras propias preferencias
éticas o políticas, sino sólo en un razonamiento que respete rigurosamente los
requisitos propios de la interpretación jurídica. En la fundamentación de la presente
Sentencia falta ese razonamiento riguroso y es esa falta de rigor la que conduce a la,
a mi juicio, errada decisión.
La primera de ellas, la más extensa puesto que abarca los once primeros
Fundamentos, sirve de apoyo exclusivamente a aquel inciso del fallo en el que se
dice que la inconstitucionalidad del Proyecto de Ley no resulta de los supuestos de
no punibilidad del aborto que en él se contemplan o, lo que es lo mismo, fundamenta
el juicio de que no es en principio contraria a la Constitución una Ley que declare no
punible el aborto practicado, con el consentimiento de la madre, por serias razones
terapéuticas, éticas o eugenésicas. No discrepo, como queda dicho, de esta
conclusión; sí discrepo, y muy enérgicamente, del razonamiento que a ella conduce,
cuya línea central sitúa ya al Tribunal fuera del ámbito que le es propio y puede
conducir por tanto, en otros casos, a decisiones absolutamente inadecuadas.
No opera este razonamiento, en efecto, con las categorías propias del Derecho (en
primer lugar, y naturalmente, con el concepto mismo del derecho subjetivo), sino con
las de la ética. Pese a las consideraciones difícilmente inteligibles (y, en la medida en
que lo son, para mí resueltamente inaceptables) que en el fundamento 4 se hacen
sobre «el ámbito, significación y función de los derechos fundamentales en el
constitucionalismo de nuestro tiempo», los Magistrados que han formado en esta
ocasión la mayoría no razonan a partir del reconocimiento de un derecho
fundamental del nasciturus a la vida, que expresamente niegan en los fundamentos 5,
6 y 7, sino apoyados sobre la idea de que, siendo la vida humana «un valor superior
del ordenamiento jurídico constitucional» (fundamento 3), el Estado está obligado a
«establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección
efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida (sic), incluya
también como última garantía las normas penales» (fundamento 7). Los derechos
fundamentales que efectivamente están implicados en este difícil tema de la sanción
penal del aborto consentido (al libre desarrollo de la personalidad -art. 10-, a la
integridad física y moral -art. 15-, a la libertad de ideas y creencias -art. 16-, a la
intimidad personal y familiar -art. 18-) apenas son invocados de manera retórica en el
fundamento 8 o como justificación de la no punición del aborto en los dos siguientes.
Paso por alto en este momento, en aras de la brevedad, el análisis de los defectos
lógicos y conceptuales que creo apreciar en las consideraciones hechas sobre el
«concepto indeterminado» de la vida y otros extremos, así como sobre el error de no
haber entrado a fondo en el problema que la tipificación penal del aborto consentido
plantea desde el punto de vista del derecho de la mujer a su intimidad y a su
integridad física y moral. Lo que ahora me importa, por el motivo ya antes indicado,
es subrayar que este modo de razonar no es el propio de un órgano jurisdiccional
porque es ajeno, pese al empleo de fraseología jurídica, a todos los métodos
conocidos de interpretación. El intérprete de la Constitución no puede abstraer de los
preceptos de la Constitución el valor o los valores que, a su juicio, tales preceptos
«encarnan», para deducir después de ellos, considerados ya como puras
abstracciones, obligaciones del legislador que no tienen apoyo en ningún texto
constitucional concreto. Esto no es ni siquiera hacer jurisprudencia de valores, sino
lisa y llanamente suplantar al legislador o, quizá más aún, al propio poder
constituyente. Los valores que inspiran un precepto concreto pueden servir, en el
mejor de los casos, para la interpretación de ese precepto, no para deducir a partir de
ellos obligaciones (¡nada menos que del poder legislativo, representación del
pueblo!) que el precepto en modo alguno impone. Por esta vía, es claro que podía el
Tribunal Constitucional, contrastando las Leyes con los valores abstractos que la
Constitución efectivamente proclama (entre los cuales no está, evidentemente, el de
la vida, pues la vida es algo más que «un valor jurídico») invalidar cualquier Ley por
considerarla incompatible con su propio sentimiento de la libertad, la igualdad, la
justicia o el pluralismo político. La proyección normativa de los valores
constitucionalmente consagrados corresponde al legislador, no al Juez.
Pese a lo dicho, lo cierto es que todas las consideraciones que anteceden sobre los
once primeros fundamentos de la Sentencia podrían excusarse, pues todos esos
fundamentos, en cuanto que no conducen al fallo (es claro que los fallos del Tribunal
Constitucional han de declarar si las Leyes son o no contrarias a la Constitución, no
el porqué de lo uno o de lo otro, cuestión ésta sobre la que volveremos después) son
una simple, aunque desmesurada, suma de obiter dicta que para nada obligan hacia el
futuro. La fundamentación real de la decisión real, es decir, de la declaración de
inconstitucionalidad, se concentra en un único fundamento, el 12, en el que es
examinado el art. 417 bis, para determinar si «en la redacción dada por el Proyecto,
garantiza suficientemente el resultado de la ponderación de bienes y derechos en
conflicto realizada por el legislador, de tal forma que la desprotección del nasciturus
no se produzca fuera de las situaciones previstas, ni se desprotejan los derechos a la
vida y la integridad física de la mujer». Dicho en otros términos, lo que el Tribunal
hace aquí es examinar si los supuestos de no punición aparecen descritos en términos
tales que sólo puedan escapar al castigo aquellos que efectivamente se encuentren en
ellos; entiende que no es así y, por tanto, declara la inconstitucionalidad.
Dejando de lado el hecho de que, en primer lugar, se pasa así del control de
constitucionalidad al control de la perfección técnica de la Ley y de que, en segundo
término, se opera con ello una irónica inversión del principio de legalidad penal, que
de ser garantía de la libertad del ciudadano se transforma en mecanismo dirigido a
asegurar la efectividad del castigo, que no es poco dejar, limitaré mi atención al
análisis de la idea del Estado de Derecho, a mi entender gravemente errónea, que
subyace a este modo de razonar.
Del valor «vida» (vida humana, hay que suponer) se ha deducido la obligación del
legislador de sancionar penalmente todo atentado contra seres vivos aunque no sean
personas; como esta obligación no es, sin embargo, absoluta, el Tribunal acepta la
posibilidad de que el legislador, en supuestos determinados por la colisión entre
derechos fundamentales y el bien protegido, exima de sanción a los responsables del
aborto. Este razonamiento, que no comparto, no conduce a declarar la licitud
constitucional del Proyecto, pues dando un nuevo paso, el Tribunal proclama ahora,
en este fundamento, sin justificación alguna, la necesidad de que el legislador
establezca condiciones y requisitos previos que garanticen a priori la existencia del
supuesto en el que el aborto no es punible. El examen de los hechos y la
determinación de las consecuencias jurídicas que a los mismos corresponden quedan
así sustraídos al Juez y confiados al Médico, y los supuestos excepcionales de no
punición del aborto se transforman en situaciones que permiten la obtención de una
autorización para abortar.
Como es evidente, la idea que subyace a los razonamientos de este género es,
comúnmente, la de que, dada la perversidad natural de los hombres y su tendencia a
hacer mal uso de la libertad que se les otorgue, es más prudente partir del principio
de la prohibición general, de manera que sólo sean lícitas las conductas autorizadas,
que de su opuesto, el principio general de libertad, según el cual es lícito todo lo no
expresamente prohibido. Probablemente mis colegas de la mayoría no aceptarán
conscientemente ese principio antiliberal, pero es lógicamente imposible, partiendo
del principio de libertad, declarar inconstitucional una Ley porque no instituye, junto
al control represivo de las conductas (en rigor, en lugar de este control) un control
preventivo. Esas medidas a las que en la Sentencia se condiciona la
constitucionalidad de la Ley (dictamen de un segundo Médico en el caso del aborto
terapéutico; necesidad de que el aborto se practique en centros públicos o privados
debidamente autorizados) son seguramente plausibles, como lo son muchas otras de
las que ofrece el Derecho comparado (necesidad de dejar transcurrir un lapso mínimo
de tiempo desde que se formaliza la decisión de abortar hasta el momento en el que
el aborto se realiza, necesidad de que la embarazada reciba previamente información
sobre las ayudas que puede recibir si opta por la continuación del embarazo, etc.). Si
no se acepta la necesidad constitucional del control preventivo, y ciertamente no
puede aceptarse, no hay razón alguna, sin embargo, para subordinar a ellas el
ejercicio de la libertad y, en consecuencia, tampoco para que este Tribunal las
imponga al legislador, pues sólo a éste corresponde decidir, con entera libertad, sobre
el contenido de las Leyes, dentro de los límites que la Constitución establece, como
garantía de la libertad de los individuos. Al fundamentar la declaración de
inconstitucionalidad en la omisión en el proyecto de estos requisitos o condiciones (o
cualesquiera otros equivalentes) que no son constitucionalmente necesarios, el
Tribunal impone a las Cortes sus propias preferencias de política legislativa y esta
imposición, que no encuentra naturalmente base alguna en la Constitución o en la
Ley, es arbitraria.