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CONTENIDO
PREFACIO
Este libro se compone de mensajes dados por el hermano Witness Lee en abril y
mayo de 1955, en Baguio, Filipinas. Consta de seis capítulos respecto a cómo un
cristiano puede llegar a ser útil en las manos del Señor, a fin de que cumpla la
comisión divina en la economía de la gracia de Dios.
CAPÍTULO UNO
Dios tiene un plan. Toda la obra que Él realiza en el universo, desde los siglos
pasados hasta la eternidad futura, se lleva a cabo conforme a Su plan. Dicho
plan debe realizarse por medio del hombre y también en él; por consiguiente,
Dios desea ganar a todos los que Él creó y redimió a fin de llevar a cabo Su
propósito.
No piensen que somos útiles a Dios por casualidad. El hecho de que seamos
útiles a Dios se basa completamente en el plan que Él ya predeterminó. Toda
aquella persona que Dios utiliza se halla dentro de la esfera de Su plan. Ya que el
plan de Dios se efectúa solamente en el hombre, Él tiene que usar al hombre
extensamente. Con tal que una persona sea ciudadano de determinado país, se
halla en la esfera donde puede ser de utilidad para ese país. Asimismo, los que
pertenecemos al reino de Dios estamos en la esfera donde podemos ser de
utilidad para Dios.
Todo aquel que ha sido salvo tiene la posición y el potencial para ser de utilidad
a Dios. Dios confirma la utilidad del hombre no sólo al crearlo y redimirlo, sino
también al llamarlo. Dios creó y redimió al hombre porque tenía la intención de
usarlo. Sin embargo, ya que el hombre no siente que la creación y la redención
son pruebas convincentes de tal intención, Dios también llama al hombre a fin
de confirmar que Él desea usarlo. En otras palabras, quizás pensemos que a
pesar de que Dios nos ha creado y redimido, Él no tiene la intención de usarnos.
Solamente cuando entendemos claramente el llamamiento de Dios, tenemos la
certeza en cuanto a Su intención divina. Por consiguiente, el que Dios nos llame
confirma que Él desea usarnos. Ahora, debemos plantearnos esta pregunta:
“¿Nos ha llamado Dios, y cómo sabemos que lo ha hecho?”.
La obra que el Señor ha realizado al crearnos no es tan grande como la obra que
Él ha llevado a cabo al poner en nosotros un corazón que esté dispuesto a
servirle. Esta forma de operar en el hombre es la manera más grandiosa en que
Dios visita al hombre. En otras palabras, dicha obra consiste en que Dios viene
al hombre y lo visita. ¿Cómo obtuvimos un corazón que esté dispuesto a servir al
Señor? Antes ni siquiera pensábamos en Él, pero ahora, para nuestra sorpresa,
queremos servirle. Esto prueba que el Señor nos ha visitado y que Su gracia nos
ha alcanzado.
PAGAR EL PRECIO
El momento en que el Señor visita al hombre, marca el inicio a partir del cual Él
comienza a usarlo. Si el Señor no nos visitara, no habría manera en que
fuéramos llamados. Así que, la responsabilidad de visitarnos recae en el Señor.
Sin embargo, la Biblia nos muestra que, si bien el Señor tiene la responsabilidad
de visitarnos, nosotros también tenemos una responsabilidad, a saber, la
responsabilidad de pagar el precio (Mt. 8:19-22; 16:24-27; Lc. 9:59-62). El
Señor visitó a Moisés y a David en el Antiguo Testamento, y a Pablo y a Pedro en
el Nuevo Testamento, pero ellos también respondieron pagando un precio.
Cuando el Señor se apareció a Pablo camino a Damasco, Él no lo revistió
inmediatamente de poder, revelación ni dones; más bien, le mandó que entrara
en la ciudad y dispuso que un discípulo pequeño, llamado Ananías, le dijera a
Pablo lo que debía hacer (Hch. 9:5b-6, 10-17). Pablo fue usado grandemente por
el Señor debido a que él estuvo dispuesto a pagar el precio (Fil. 3:7-8). Por una
parte, el Señor siempre visita al hombre, pero por otra, el hombre debe pagar un
precio. Por tanto, nosotros empezamos a ser útiles para el Señor desde el
momento en que Él nos visita, pero nuestra utilidad también depende de que
estemos dispuestos a pagar el precio.
Algunos dirán que el Señor tiene misericordia de quien quiere (Ro. 9:18). No
obstante, esta palabra fue hablada a los gentiles, tal como el faraón, a quien Dios
aún no había visitado (vs. 15-17). Los que hemos sido salvos por gracia, ya
fuimos visitados por el Señor (Ef. 2:4-5, 8). Así que, ahora el punto no es si el
Señor nos ha visitado, sino, más bien, si estamos dispuestos a pagar el precio.
Nuestra utilidad en las manos del Señor dependerá totalmente del precio que
paguemos. Si pagamos un precio elevado, seremos de más utilidad para Él; pero
si pagamos un precio pequeño, nuestra utilidad para el Señor será limitada.
El Señor nos ha visitado muchas veces a lo largo de los años, pero Él gime
constantemente porque el precio que hemos estado dispuestos a pagar es muy
pequeño. Esta es la razón por la cual la obra del Señor ha avanzado muy
lentamente y el Señor todavía no ha podido regresar. La Biblia muestra
claramente que el Señor está esperando que el hombre escuche el llamamiento y
pague el precio a fin de ser útil para Dios. En Isaías 6:8, el Señor dijo: “¿A quién
enviaré, y quién irá por Nosotros?”. Posiblemente no entendamos la
profundidad de esta palabra. Este pasaje implica que el Señor tiene un gran
deseo en Su corazón y que Él está esperando que el hombre responda a Su
llamado. Él ha deseado laborar en cada era, pero han faltado personas
dispuestas a pagar el precio y a responder a Su llamamiento. Cuando en la tierra
haya una persona que responda al llamamiento del Señor y esté dispuesta a
pagar el precio, ciertamente el Señor la usará. La medida en que respondamos al
llamamiento del Señor determinará cuán útiles seremos para el Señor.
En la Biblia vemos que hay otro aspecto en cuanto a lo que significa subir al
monte: uno sube al monte para recibir revelación. Desde la vez en que Abraham
subió al monte Moriah (Gn. 22:1-2) hasta cuando Juan estaba en la isla de
Patmos (Ap. 1:9; 21:10), todas estas experiencias en las Escrituras recalcan el
hecho de que recibamos revelación. Abraham subió al monte Moriah
originalmente para consagrarse, pero al final recibió revelación. Al subir al
monte, Abraham llegó a conocer a Dios como Jehová-jireh y conoció Su obra
sobre la tierra, porque la promesa que Dios hizo a Abraham tenía que ver con la
obra que Él llevaría a cabo en la tierra. Moisés y Elías, al igual que Abraham,
también recibieron revelación cuando subieron al monte (Éx. 19:20; 1 R. 18:42).
En el Nuevo Testamento, vemos que el Señor también llevó al monte a Sus
discípulos para que recibieran revelación (Mt. 5:1). Finalmente, Juan, cuando
estaba en la isla de Patmos, fue llevado al monte para recibir revelación. En la
experiencia de Juan podemos apreciar el significado completo de este asunto:
ser librados de la rebelión, pasar por la muerte y la resurrección, representar la
autoridad de Dios sobre la tierra y recibir una gran revelación misteriosa.
El hecho de que sea necesario subir al monte para recibir revelación indica que
se requiere pagar un precio a fin de recibir revelación. En otras palabras, subir
al monte significa pagar un precio. El Señor enseñó en el monte, como vemos en
Mateo 5—7, después de haber enseñado en las sinagogas (4:23). En la sinagoga,
la enseñanza del Señor fue común y general, y muchos le escucharon; sin
embargo, después de enseñar en las sinagogas, el Señor llevó a Sus discípulos al
monte. En el monte, Él enseñó acerca del reino de los cielos; dicha enseñanza
fue elevada y específica, y la oyeron sólo las pocas personas que siguieron al
Señor al monte. Subir al monte equivale a pagar un precio y acercarnos al Señor
al ser atraídos por Él. Por generaciones, son pocos los que han podido entender
las enseñanzas presentadas en Mateo 5—7, porque muy pocos han estado
dispuestos a pagar el precio.
Si queremos recibir revelación, debemos estar dispuestos a pagar un precio, y
también debemos acercarnos al Señor que mora en nosotros. Estos son los
requisitos básicos que debemos cumplir a fin de tener la experiencia de subir al
monte y obtener revelación. Abraham, Moisés y los discípulos del Señor
pudieron obtener revelación debido a que cumplieron tales requisitos, es decir,
pagaron un precio y se acercaron al Señor. Podemos ver esto especialmente en
el caso de Juan cuando estaba en la isla de Patmos: él recibió revelación
mientras pagaba el precio y se acercaba al Señor en el día del Señor (Ap. 1:10).
Es menester que todos aprendamos esta lección.
En los Evangelios leemos que el único requisito que el Señor pedía de aquellos
que Él había llamado, era que renunciaran a todas sus posesiones (14:33). Así
fueron llamados los primeros discípulos a seguir al Señor. Por ejemplo, Pedro
dijo: “Nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido” (Mt.
19:27). Todo significa “todas las cosas”. Si una persona tiene cinco mil dólares y
los da, y otra tiene cincuenta mil y también los da, entonces ambos dieron todo
lo que tenían. Ante el Señor, ambos han pagado el mismo precio. Un día, el
Señor alabó a una viuda porque echó dos leptos en el erario del templo, ya que
ella, de su escasez echó todo lo que tenía, todo su sustento (Mr. 12:42, 44). Por
tanto, pagar el precio no necesariamente significa que gastemos mucho, sino
que demos todo lo que tengamos. Aquel que echa todo lo que tiene, es uno que
paga el precio. El Señor nunca se fija en la cantidad que damos; más bien, Él
presta atención a si hemos dado todo lo que teníamos.
Cada vez que tenemos contacto con el Señor, Él exige algo de nosotros; y esto
siempre será así. El Señor nunca está satisfecho con el precio que ya hemos
pagado. Cada vez que nos toca, Él pide algo de nosotros. De hecho, la presencia
del Señor se hace más evidente cuando Él exige algo de nosotros. Por nuestra
parte, la única vez que no sentimos que Él exige algo de nosotros es cuando
hemos perdido nuestra comunión con Él. Por parte del Señor, lo que Él exige de
nosotros cesará sólo cuando se establezcan el cielo nuevo y la tierra nueva.
Ahora estamos en el tiempo cuando el Señor puede ganar y usar al hombre a fin
de que éste haga Su obra. Por tanto, Él requiere continuamente algo de
nosotros, y dichos requisitos están llegando a ser cada vez mayores. Al principio,
lo que el Señor exige es poco, pero gradualmente Sus requisitos se vuelven
mayores, más profundos y más severos. Si suprimimos el sentir interior de que
Él desea algo de nosotros, sufriremos gran pérdida porque interrumpiremos
nuestra comunión con Él. Si transcurre un largo tiempo así, el Señor no podrá
abrirse paso en nosotros y, como consecuencia, se verá obligado a ir a alguien
más. No obstante, si accedemos a lo que Él exige, aprendemos a obedecer y
estamos dispuestos a pagar el precio, cada vez seremos más sensibles al sentir
interior, hasta el punto en que casi todo el día percibiremos que el Señor exige
algo de nosotros.
Debemos darnos cuenta de que el requisito básico para ser de utilidad al Señor,
es acceder a Sus exigencias. La persona que accede a lo que Él exige, será usada
por el Señor aunque no conozca muy bien la verdad. Dicha persona será usada
por Él aunque no ore con frecuencia. El poder que obtenemos al pagar el precio
cumpliendo lo que el Señor exige, con frecuencia es mayor que el poder que
recibimos mediante muchas oraciones. El poder que recibimos al pagar el precio
cumpliendo lo que el Señor exige, con frecuencia es mayor que el poder que
recibimos mediante el derramamiento del Espíritu Santo. La gente presta
mucha atención al derramamiento del Espíritu Santo, pero no ven que en el día
de Pentecostés, aquellos que recibieron el derramamiento del Espíritu Santo
habían pagado un precio muy alto. Ellos renunciaron a todo para estar en
Jerusalén en el aposento alto, donde perseveraron unánimes en oración (Hch.
1:13-14).
Usemos como ejemplo las visitas a los santos. Puesto que hemos ido con
frecuencia a visitar a los santos, gradualmente hemos llegado a aprender algo
sobre este servicio. Así que, quizás pensemos que somos muy experimentados
en este asunto. Sin embargo, si por amor de Cristo no renunciamos a las
experiencias que hemos adquirido al visitar a los santos, entonces no podremos
experimentar a Cristo cuando vayamos a visitar a otros. Debido a que queremos
retener nuestra propia habilidad, Cristo no tiene la oportunidad de participar en
las visitaciones. Pero, si al visitar a los santos renunciamos a nuestra propia
experiencia, esto indicaría que no dependemos de nuestra propia habilidad.
Nuestra habilidad en visitar a los santos, la cual era una ganancia para nosotros,
la hemos contado como pérdida por amor de Cristo. Aunque tengamos la
habilidad, renunciamos a ella y la estimamos como basura. A cambio de ello,
ganamos a Cristo y lo experimentamos.
Otro lugar en la Biblia que menciona claramente que debemos pagar un precio
es Apocalipsis 3:18. Allí se menciona que debemos comprar tres cosas: oro
refinado en fuego, vestiduras blancas y colirio. Todos estos aspectos están
relacionados con el precio que debemos pagar. Además, es el Señor mismo
quien nos pide que compremos.
CAPíTULO DOS
Podemos ir en pos del Señor en toda ocasión, ya sea que estemos en la montaña
o en la playa, en la carretera o en casa. Es en nuestro diario vivir donde la gente
puede detectar si en verdad seguimos al Señor y donde en verdad podemos ser
útiles para Él. Si en nuestro vivir diario no podemos laborar para el Señor,
tampoco lo podremos hacer en tiempos programados. El verdadero obrero es
aquel que ofrece ayuda y suministro espirituales a los demás con cada
movimiento y acción que tome durante el curso de su vida diaria normal.
Solamente esto es real. Nuestro vivir debe ser real, y no religioso. Todas las
personas con las que tengamos contacto y todas las cosas que nos sucedan cada
día, en todo tiempo y en todo lugar, son oportunidades que se nos presentan
para que paguemos el precio y procuremos ser útiles para el Señor.
En el capítulo uno de Cantar de los Cantares vemos que la que iba en pos del
Señor, todavía tenía que apacentar las cabritas (v. 8). Si descuidamos a los
jóvenes, no somos de mucha utilidad para el Señor. Los mayores deben ayudar a
los jóvenes porque están conscientes de tal responsabilidad, y los jóvenes deben
acudir a los mayores porque perciben que necesitan tal ayuda. Esto es el servicio
apropiado.
No debemos esperar a que inicie la reunión para servir; más bien, debemos
servir mientras trabajemos en la oficina, mientras cumplamos nuestras
responsabilidades en el hogar, e incluso cuando estemos de viaje durante
nuestro tiempo libre. Esto es semejante al hecho de que una madre no puede
olvidar a sus hijos, ya sea que esté en casa o lejos de ésta, esté trabajando, esté
haciendo mandados o esté participando en alguna actividad recreativa. Las
verdaderas lecciones respecto a seguir al Señor se aprenden en el diario vivir, y
el verdadero tiempo para servir es durante las actividades cotidianas.
En la vida de iglesia no hay nadie que solamente sea joven o que solamente sea
mayor de edad; más bien, todos somos tanto jóvenes como mayores de edad. A
pesar de ello, todos debemos conocer nuestra posición y guardar nuestro lugar.
En el trabajo, en la iglesia, y aun cuando nos reunamos, los jóvenes deben
comportarse como jóvenes, y los mayores deben conducirse como mayores.
Cada uno de nosotros debe guardar firmemente la debida posición y debe pagar
el precio para aprender esto.
Toda persona debe conocer su posición claramente. Por ejemplo, una persona
que verdaderamente ha aprendido esta lección y conoce su posición, no se
atrevería a decir nada acerca de la comida que le hayan servido, sin importar
cuán mala ésta sea. Aun si la comida tuviere veneno, lo único que haría es no
comerla. Tal persona no expresa lo que piensa porque no tiene la posición para
decir algo, ni tampoco es el tiempo adecuado para expresarlo. Una persona que
verdaderamente haya aprendido esta lección se esforzará por hablar cuando sea
el tiempo oportuno; no obstante, si el momento no es apropiado para hablar,
guardará silencio. Una persona que verdaderamente haya aprendido esta
lección, siempre guardará su posición. Cuando sea el tiempo adecuado para
exponer algo en una reunión, hablará; pero después de la reunión, una vez haya
cesado la discusión, se negará a hablar al respecto. Es necesario pagar el precio
para aprender la lección en cuanto a conocer nuestra posición y guardarla.
El precio que debemos pagar tiene dos aspectos: uno se relaciona con nuestro
sentir interior, y el otro, con la luz de la verdad que nos ha dado el Señor. Por lo
general, nuestro sentir interior tiene que ver principalmente con asuntos
triviales; mientras que los asuntos importantes, profundos y valiosos están
relacionados principalmente con la verdad. Vemos este último aspecto
especialmente en el Evangelio de Mateo. Mateo es un libro que trata del reino.
Con relación a nosotros, el reino tiene un significado doble: por una parte, tiene
que ver con el gobierno de los cielos, y por otra, éste requiere que paguemos un
precio. Casi todo el libro de Mateo gira en torno a la exigencia de que debemos
pagar un precio. No obstante, los capítulos más importantes de Mateo son del
cinco al siete, el trece, el veinticuatro y el veinticinco.
Los capítulos del cinco al siete de Mateo, los cuales constan de las enseñanzas
que el Señor dio en el monte, tienen que ver con la realidad del reino. El capítulo
trece, que consta de las parábolas que el Señor dio junto al mar, tiene que ver
con la apariencia del reino. Los capítulos veinticuatro y veinticinco, que constan
de las profecías que el Señor habló en el monte de los Olivos, tienen que ver con
la manifestación del reino. El Señor habló de la realidad y de la manifestación
del reino mientras estaba en el monte. Esto se debe a que solamente aquellos
que “suben al monte” pueden participar de la realidad del reino hoy y podrán
entrar en la manifestación del reino en el futuro. Si bien las multitudes seguían
al Señor, sólo unos pocos oyeron las palabras en cuanto a la realidad y
manifestación del reino. Los que oyeron fueron aquellos que siguieron al Señor
hasta la cima del monte y se acercaron a Él, o sea, aquellos que pagaron el
precio y tuvieron comunión con el Señor. La palabra acerca de la apariencia del
reino fue dada junto al mar, que representa el mundo, el cual Satanás ha
usurpado y corrompido. Aquellos que están en el mundo sólo pueden oír la
palabra acerca de la apariencia del reino. Ellos no pueden ver la realidad ni la
manifestación del reino porque no han pagado el precio, el cual consiste en
subir al monte y acercarse al Señor.
Todos sabemos que la salvación que Dios efectúa consta de dos partes. En la
primera parte, por la fe nuestros pecados son perdonados y recibimos la vida
eterna; y en la segunda, Dios se forja en nosotros y se mezcla con nosotros a fin
de que seamos uno con Él. El requisito esencial para que recibamos la primera
parte de la salvación que Dios efectúa, es la fe. Estrictamente hablando, el
requisito esencial para que recibamos la segunda parte de la salvación que Dios
efectúa, es pagar un precio. Debido a que la salvación que Dios efectúa consta de
estas dos partes, debemos cumplir dos requisitos. Para que nuestros pecados
sean perdonados y obtengamos vida eterna, sólo se requiere tener fe. Pero, si
queremos que Dios se forje en nosotros y se mezcle con nosotros, debemos
cumplir el segundo requisito, a saber, debemos pagar un precio.
Así que, el precio que debemos pagar tiene muchos aspectos, tal como se
menciona en los capítulos del cinco al siete, trece, veinticuatro y veinticinco de
Mateo, Filipenses 3 y Apocalipsis 3:18. Además, también debemos tener en
cuenta el precio relacionado con la recompensa y el castigo (1 Co. 3:8, 14-15;
9:18, 24-25; He. 10:35). La totalidad de estos precios alude a un principio: el
precio que debemos pagar consiste en perder todo lo que no sea Dios. Debemos
hacer a un lado todo lo que no esté en concordancia con Dios, se oponga a Dios,
lo reemplace y lo sustituya. De lo contrario, no le daremos a Dios la oportunidad
y espacio suficientes para que se forje con libertad en nosotros y, como
consecuencia, no experimentaremos a Dios ricamente.
Si alguien cree en el Señor, pero no está dispuesto a pagar el precio para ganar a
Cristo, entonces la salvación que experimentará sólo consistirá en que será
perdonado de sus pecados y recibirá la vida eterna. El aspecto de la salvación
que incluye el perdón de pecados y recibir la vida eterna, ya ha sido preparado
por Dios para ustedes, y lo único que tienen que hacer es recibirlo. Sin embargo,
a fin de que Dios se mezcle con ustedes, deben renunciar a todo lo que tienen.
Por ello, en Mateo dice que necesitamos comprar aceite (25:8-9), y Apocalipsis
dice explícitamente que necesitamos comprar oro, vestiduras blancas y colirio
(3:18). La palabra comprar, en estos dos pasajes, fue proferida por el Señor
mismo. Pablo no usó la palabra “comprar”; más bien, dijo: “Lo he perdido todo
... para ganar a Cristo...” (Fil. 3:8). En principio, tanto perder como comprar
tienen que ver con pagar un precio. La medida de nuestra pérdida determinará
el grado en que Cristo se forje en nosotros. Si nos aferramos a lo que tenemos,
no habrá manera de ganar a Cristo.
Los primeros cristianos vendieron todo lo que tenían por amor al Señor (Hch.
2:44-45; 4:32). Antes, ellos habían estado bajo la usurpación de todas esas
cosas, por lo cual no le daban a Dios la oportunidad, el terreno ni la manera de
forjarse en ellos. Pero, con el tiempo, se dieron cuenta de que no debían tener
como meta esas cosas, sino que su única meta debía ser Dios mismo. Por tanto,
aborrecieron todas estas cosas y sufrieron la pérdida de todas ellas. El joven rico
mencionado en los Evangelios amaba al Señor y deseaba seguirlo; no obstante,
se fue entristecido (Mt. 19:16-22). ¿Por qué se fue entristecido? Porque no
estaba dispuesto a vender sus posesiones. Debido a que lo usurpaban estas
cosas, Cristo no tenía cabida en él.
Si usted desea ser lleno de Cristo, necesita pagar un precio. El elemento de Dios
no podrá ser forjado en usted a menos que el elemento suyo desaparezca. Si
usted está escaso del elemento de Dios, no podrá madurar temprano. Si usted
está escaso del elemento de Cristo, no será apto para reinar. Por consiguiente, el
resultado de pagar el precio no consiste en que usted entrará en el reino para
recibir la recompensa, sino en que recibirá más de Dios y de Cristo. Sin
embargo, aquellos que están llenos de Dios y de Cristo madurarán temprano y
serán arrebatados primero, y solamente ellos entrarán en el reino y reinarán en
el trono.
Si los hijos únicamente piensan en recibir las posesiones de sus padres, pero no
aman a sus padres, son tan irrazonables como los ladrones. Si no pagamos el
precio, ni amamos a Dios ni vamos en pos del Señor, pero, a la vez, todo el día
únicamente pensamos en ser arrebatados y en recibir la recompensa, entonces
estamos soñando. Por el contrario, si los hijos no están interesados en las
posesiones de sus padres sino que, más bien, solamente se ocupan por amarlos y
complacerlos, con el tiempo todo lo que los padres poseen será de los hijos. No
debemos considerar que el premio, el arrebatamiento y el reino sean la meta de
nuestra búsqueda. Madame Guyón dijo que nos encontramos en una condición
caída si sólo buscamos la recompensa por sí misma. La meta a la cual
proseguimos debe ser Dios y Cristo, y hemos de pagar cualquier precio para
obtenerla. Si perseguimos esto con sencillez de corazón, ¿cómo no hemos de
madurar temprano? ¿Cómo no hemos de recibir la recompensa?
Hemos dicho una y otra vez que el propósito de pagar el precio es que
obtengamos a Dios a fin de que Él se añada y se mezcle con nosotros, de modo
que así reemplace todo lo que somos. Todos aquellos que tienen este deseo,
voluntariamente rechazan su propia vida natural y su propia forma de ser, y
toman la vida y naturaleza de Dios. Ellos viven y andan no por su propia
sabiduría, sino por la sabiduría de Dios, y renuncian a sus posesiones,
familiares, fama y posición; todo lo que desean es que Dios se forje en ellos para
ser su todo. A esto se refiere la Biblia cuando dice que debemos renunciar a todo
y seguir al Señor, y que debemos estimar como pérdida todas las cosas a fin de
ganar a Cristo. Esto es lo que significa pagar el precio, y éste es el resultado de
pagar el precio. Solamente las personas que pagan el precio experimentan que
Dios realiza en ellas así el querer como el hacer, magnifican a Cristo todo el
tiempo —ya sea por vida o por muerte—, y pueden decir que para ellas el vivir es
Cristo. Ellas están llenas de Cristo, llenas de Dios, y son de utilidad para Dios.
Un día Dios visitó a Isaías y, como resultado, Isaías se propuso ir y trabajar para
Dios (Is. 6:1-8). Pero, en aquel tiempo Dios no pudo usar a Isaías porque Isaías
todavía no había pagado el precio. El resultado de pagar el precio consiste en
que renunciamos a todo lo que poseemos y recibimos todo lo que Dios tiene.
Sólo personas como éstas son de utilidad para Dios. Por tanto, pagar el precio es
el requisito esencial que nos permite ser útiles para Dios.
CAPÍTULO TRES
SER ÚTILES PARA EL SEÑOR
Y EL REBOSAMIENTO DE LA VIDA DIVINA
Muchos hijos de Dios piensan que laborar para el Señor equivale a ser usados
por Él. Es cierto que el Señor nos usa cuando laboramos para Él, pero ¿qué
significa laborar para Él? Hoy, por la misericordia del Señor, hemos visto
claramente que laborar para el Señor no tiene que ver con cuantas cosas
hagamos para Él, sino con la medida en que la vida divina rebose de nosotros y
se infunda en los demás. El hermano Watchman Nee decía con frecuencia: “La
verdadera obra consiste en el rebosamiento de la vida divina”. Indudablemente,
parte de nuestro trabajo consiste en llevar a cabo ciertas tareas; no obstante,
nuestra labor no tiene como meta realizar dichas tareas. Más bien, nuestra labor
consiste en que rebose de nosotros la vida del Señor a fin de que infundamos y
ministremos dicha vida a otros, es decir, que impartamos al Señor en otros.
Podemos dar un mensaje que sea persuasivo e inspirador, pero aun así quizás
no impartamos la vida de Cristo a los oyentes. Es posible que una exposición de
las Escrituras sea interesante y agradable al oyente, pero no por eso le impartirá
necesariamente la vida de Cristo. En cambio, es posible que cierto hermano se
ponga de pie en la reunión y dé un pequeño testimonio; y aunque no sea
elocuente ni hable con facilidad ni sea capaz de tocar los sentimientos de las
personas, aun así, después de que este hermano habla, los oyentes perciben que
algo inexplicable, algo espiritual, ha sido depositado en ellos. Es como si el
Señor hubiera venido a tocar las partes más profundas de estas personas, y ellas
no hubieran estado conscientes de ello. Este es el rebosamiento de la vida divina
que se imparte en otros.
Algunas veces, cuando cierto hermano se pone de pie en las reuniones para
hablar, su voz es fuerte y clara y sus palabras fluyen fácilmente. Él mantiene la
atención de la audiencia y logra que ellos meneen sus cabezas en señal de
apreciación. Con todo, después de que él termina su discurso, no queda nada.
Esta clase de mensaje es similar a la música que no nos inspira en absoluto.
Simplemente es como bronce que resuena o címbalo que retiñe (1 Co. 13:1).
Después que la resonancia y el reteñir se desvanecen, no queda nada, y los que
oyeron no recibieron la vida divina. Supongamos que usted visita a alguien.
Aunque esa persona no diga nada, usted percibe que en esa visita algo ha
entrado en usted y ha tocado los sentimientos suyos. Si usted es alguien que vive
por la carne, percibirá que ese sentir lo toca y condena su carne. Si usted ama
los pecados y el mundo, percibirá que ese sentir toca cierto pecado o un aspecto
particular del mundo y lo condena. Por el contrario, quizás se encuentre con una
persona que hable mucho y, sin embargo, tales palabras no penetran en usted ni
tocan sus sentimientos. Pareciera como si todo lo que él dijera es vano y sin
sentido. La primera persona no lo exhortó con mucha palabrería y, sin embargo,
en ese pequeño contacto, ella tocó el problema de usted; y aunque la segunda
persona habló mucho e incluso citó varios versículos, no produjo ningún efecto
en usted. La diferencia entre los dos radica en el hecho de que uno imparte vida
a los demás, aunque no hable con soltura, mientras que del otro no rebosa la
vida divina, a pesar de que habla mucho. Por consiguiente, es menester ver que
la verdadera obra consiste en el rebosamiento de la vida divina y su impartición
en los demás.
CAPÍTULO CUATRO
EL CONCEPTO TRADICIONAL
RESPECTO A LA SALVACIÓN QUE DIOS EFECTÚA
¿Qué es este concepto? Los que tienen este concepto creen que todos somos
pecadores, pero debido a que Dios tuvo misericordia de nosotros, Él envió a Su
Hijo unigénito para que fuese nuestro Salvador. Su Hijo murió por nosotros en
la cruz, llevó sobre sí nuestros pecados, resucitó y ascendió a los cielos, y ahora
constantemente intercede por nosotros ante Dios como nuestro gran Sumo
Sacerdote. Según este concepto, si una persona —que sienta que es pecadora y
que merece la perdición— se arrepiente y cree en el Señor Jesús, de modo que lo
recibe como su Salvador e invoca Su nombre, entonces sus pecados serán
perdonados, se reconciliará con Dios, y Dios será benevolente para con ella y le
otorgará bendiciones. Como resultado, esta persona llega a ser salva. Puesto que
Dios ha sido bondadoso para con ella, de ese momento en adelante ella debe
mostrar su gratitud hacia Dios portándose de una manera que glorifique el
nombre de Dios. Después que esta persona muera, su alma irá al cielo para
disfrutar de una bendición eterna. Esta es la así llamada creencia ortodoxa en el
cristianismo actual.
Sin embargo, los Evangelios no constan sólo de Lucas y Juan, sino también de
Mateo y Marcos. Al leer los Evangelios de Mateo y Marcos, descubriremos que
no es fácil encontrar en ellos pasajes acerca de la salvación por la fe. Estos dos
Evangelios nos dicen que renunciemos a todo lo que tengamos, que nos
neguemos a nosotros mismos (Mt. 16:24; Mr. 8:34-35), que entremos por la
puerta estrecha y andemos por el camino angosto (Mt. 7:13-14) y que paguemos
un precio considerable a fin de seguir al Señor Jesús. Aunque en algunas
ocasiones estos dos Evangelios también se refieren a la fe, la fe que mencionan
no es la que se requiere para recibir la salvación, sino la que se necesita para
andar en el camino del Señor. Esta no es la fe requerida para recibir la vida
divina, sino la que necesitamos para nuestro diario vivir. La fe que requerimos
para ser salvos es la fe mediante la cual recibimos tanto el perdón de los pecados
como la vida de Dios. Esta es la fe revelada en Lucas y Juan. Sin embargo,
después que somos salvos y hemos recibido la vida de Dios, todavía necesitamos
andar en el camino del Señor y llevar una vida celestial. Para andar por dicho
camino y llevar tal vida, necesitamos la clase de fe mencionada en Mateo y
Marcos.
DESPUÉS DE CREER,
ES NECESARIO PAGAR UN PRECIO
La fe por si sola no es suficiente para que disfrutemos plenamente de la
salvación que Dios efectúa, con todas sus riquezas y toda su plenitud. Así que,
después de creer, todavía necesitamos pagar un precio a fin de seguir al Señor y
disfrutar de esta rica salvación. Creemos en el Señor Jesús a fin de recibirlo,
mientras que lo seguimos con miras a disfrutarlo. Al creer, recibimos tanto el
perdón de pecados como la vida de Dios, y el Señor entra en nosotros como el
Espíritu; al seguir al Señor —después que hemos sido salvos— lo disfrutamos,
tenemos Su presencia y permitimos que Él sea nuestro todo, incluyendo nuestra
vida y nuestro poder todos los días.
Aunque tienen al Señor, no lo disfrutan. Son como los avaros, que tienen mucho
dinero pero no lo usan. Estas personas salvas poseen la vida del Señor y Su
presencia, pero no lo disfrutan a Él. Más bien, viven por sí mismos según la
concupiscencia de la carne y siguen la corriente de este mundo. Ellos viven tal
como los incrédulos, pues se conducen en el mundo de una manera común. La
única diferencia radica en que ellos confiesan que hay un Dios, cosa que el
inconverso no hace; ellos han creído en el Señor y han recibido la vida eterna,
pero el incrédulo no. Además, cuando de vez en cuando la gracia de Dios toca
sus corazones, ellos se llenan de gratitud hacia Dios, mientras que los que no
son salvos no experimentan esto. Esta clase de cristianos es diferente de los
incrédulos en cuanto a sus creencias, pero en su diario andar son iguales que los
incrédulos. Tales cristianos aman el mundo, viven en función del mundo y
luchan por obtener fama y fortuna, al igual que los incrédulos; y así como los
incrédulos, viven por sí mismos en la carne y en el ser natural, y no están
sometidos bajo el gobierno de Dios ni bajo la autoridad del reino. Tales
cristianos poseen la vida de Dios, pero no viven por dicha vida. Para ellos, Dios
no es más que un objeto en el cual han creído. Actualmente, esta es la condición
anormal de muchos hijos de Dios.
Sin embargo, los cuatro Evangelios revelan que la salvación que Dios efectúa no
es así. Lucas y Juan nos muestran, por una parte, que al creer en el Señor
nuestros pecados son perdonados y recibimos la vida de Dios; Mateo y Marcos
nos muestran, por otra parte, que desde el día en que recibimos la salvación,
nosotros —que recibimos tanto el perdón de nuestros pecados como la vida de
Dios— debemos seguir al Señor y tomarlo como nuestra vida y nuestro vivir.
Debemos vivir por la vida del Señor. Por esta razón, debemos pagar un precio,
renunciar a todo lo que tengamos, negarnos a nosotros mismos, tomar la cruz y
seguir al Señor. Esta es la salvación que Dios efectúa, la cual se presenta en los
cuatro Evangelios.
En las Epístolas vemos que, indudablemente, los gálatas creían en el Señor, sus
pecados habían sido perdonados y poseían la vida de Dios; sin embargo, vivían
por sí mismos, dependiendo más de sí mismos que de la vida de Cristo. El
apóstol Pablo les dijo: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de
parto...” (Gá. 4:19). ¿Por qué volvía a sufrir dolores de parto por ellos? ¿Para que
ellos fueran salvos de nuevo? No. ¿Para que sus pecados fueran perdonados?
No. ¿Para que recibieran la vida de Dios otra vez? ¡No! Entonces, ¿para qué?
Para que Cristo fuera formado en ellos. Ser salvos es una cosa, pero que Cristo
sea formado en nosotros es otra.
La salvación que Dios efectúa tiene como único propósito que Dios entre en
nosotros y se mezcle con nosotros. Dios quiere entrar en nosotros para ser
nuestra vida (Col. 3:4a) y crecer en nosotros (2:19b). Aunque la meta de nuestra
salvación incluye la bendición de entrar en el reino, no se limita meramente a
dicha bendición; más bien, la meta final de nuestra salvación consiste en que
nosotros, los salvos, nos mezclemos con Dios para que Cristo —nuestra vida—
haga Su hogar en nuestros corazones por medio de la fe (Ef. 3:17) y podamos
crecer hasta alcanzar la plena madurez (4:13).
¿Cómo cumple Dios esta salvación? Primero, Él envió a Su Hijo unigénito para
que muriera en la cruz por nuestros pecados. Luego, en Cristo y como el Espíritu
(1 Co. 15:45b), Él entró en nuestro ser para vivir en nosotros como nuestra vida.
Cristo no sólo vive en nosotros (Gá. 2:20), sino que también crece en nosotros.
Él desea crecer, ser formado y alcanzar la plena madurez en nosotros (Ef. 4:13).
Esta es la manera en que Dios nos salva. ¿Qué significa crecer hasta alcanzar la
madurez? Crecer hasta alcanzar la madurez equivale a que Cristo viva en
nosotros como nuestra vida y crezca continuamente en nosotros al grado de que
sea formado en nosotros. Cuando Cristo se forme plenamente en nosotros,
habremos alcanzado la madurez en Su vida.
Al leer toda la Biblia, no hallamos nada que indique que los que creen en Jesús
irán al cielo cuando mueran. Dicho concepto no existía en los dos primeros
siglos, sino que lo introdujo el catolicismo degradado. Por el contrario, la Biblia
afirma que cuando una persona cree en el Señor, Él entra en esta persona para
ser su vida y para crecer, ser formado y, finalmente, alcanzar la madurez en ella.
Esta es la salvación que Dios efectúa, según se revela en las Escrituras. Esto es
muy diferente del errado concepto tradicional de que uno va al cielo.
LA PARÁBOLA DE LA COSECHA
La Biblia también afirma que después de que una persona ha sido salva y recibe
la vida del Señor, ella llega a ser parte de la mies en el campo del Señor (Ap.
14:15-16). ¿Segará el amo la cosecha y la pondrá en el granero antes de que
madure? Por supuesto que no. Apocalipsis 14 dice que entre los cristianos, un
grupo pequeño de vencedores serán arrebatados a los cielos antes de la siega.
Estos son las primicias, el fruto que alcanzó la madurez primero.
En el norte de China, durante el mes de abril, el trigo del campo crece muy alto y
despliega un color dorado, lo cual indica que el trigo está totalmente maduro. El
dueño del campo primero siega las primicias y las lleva a casa. Luego, en el
Festival Quinto Doble, la familia come las primicias y las disfruta de manera
especial. Después de dos semanas, el resto de la cosecha madura, y el
propietario siega la cosecha y la pone en el granero. Mateo 13 dice claramente
que el campo representa el mundo y que el granero representa el reino del Padre
(vs. 24, 30, 38, 43). Hoy nosotros somos la cosecha de Dios que crece en el
campo, o sea, en el mundo, hasta que maduremos totalmente. Entonces Dios
vendrá a segarnos y llevarnos al granero eterno.
Si la cosecha no ha madurado, sino que todavía está verde y tierna, el dueño del
campo no la segará ni la llevará al granero. Asimismo, no cabe duda de que los
salvos entrarán en el reino; sin embargo, existe una condición para que entren:
ellos necesitan madurar. La tierra es el campo, y los cielos son el granero. ¿Cuál
es el requisito para que nosotros, la cosecha, seamos recogidos del campo en la
tierra y seamos llevados al granero en los cielos? El requisito es que maduremos.
Sólo los que han madurado serán llevados al granero. Los que todavía no hayan
madurado serán dejados en el campo para que sigan madurando. A medida que
el trigo crece, disfruta de los elementos que el suelo tiene, del suministro de
agua y de la provisión de los fertilizantes. Si el trigo pudiera hablar, diría: “¡Esto
es muy dulce! ¡Estoy muy gozoso!”. Pero, cuando llega el tiempo de la siega, el
trigo pasa por muchos sufrimientos. No sólo carece de fertilizantes y de agua,
sino que es expuesto al intenso calor del sol, lo cual hace que su color cambie de
verde a dorado. Asimismo, cuando una persona que pertenece al Señor recién
ha sido salva, ella disfruta de un tiempo muy dulce; sin embargo, a menos que
pague un precio, sea disciplinada y sea expuesta al sol, no crecerá ni alcanzará la
madurez.
Las únicas personas que pueden entrar en el reino son aquellas que han
alcanzado la madurez. Si leemos cuidadosamente el libro de Apocalipsis,
veremos que los cristianos que estarán en el reino serán los que hayan
madurado; aquellos que no hayan madurado, no podrán entrar en el reino. Esto
es similar al hecho de que todo el fruto que está en el granero, ya ha madurado.
El producto que no ha madurado debe permanecer en el campo hasta que
madure, ya sea mediante el calor del sol o el soplo del viento. El fruto debe
madurar antes que sea cosechado. De igual manera, aunque todos los cristianos
han sido salvos, no podrán entrar en el reino sin que hayan alcanzado la
madurez. Por tanto, la creencia de que el alma del cristiano irá al cielo después
de que éste muera, es un concepto superficial e infantil. Esta no es la verdad
revelada en la Biblia, sino la tradición del catolicismo romano. En la Biblia no
figura el concepto de que iremos al cielo.
Es correcto decir que los cristianos un día entrarán en el reino, pero antes de
que esto suceda, primero deberán alcanzar la madurez. Quizás alguien se
pregunte: “Muchos de los hermanos y hermanas han recibido tanto el perdón de
pecados como la vida del Señor; sin embargo, desde que fueron salvos, no han
pagado un precio, ni han llevado una vida que vence ni han seguido fielmente al
Señor. Obviamente, ellos no han madurado en la vida divina. Entonces, ¿cuál
será su futuro?”. En cierta ocasión, se dio el caso de un hermano que
verdaderamente era salvo; no obstante, a pesar de que era salvo, todavía amaba
el mundo, vivía en la carne, amaba el dinero y no amaba a Dios. Un día, después
de haber dado rienda suelta a su ira, murió de un paro cardíaco. Más tarde, los
hermanos y las hermanas se reunieron para cantar himnos y expresar algunas
palabras de condolencia, diciendo: “Damos gracias al Señor y lo alabamos
porque nuestro hermano se ha ido al cielo, al hogar celestial. ¡Qué bendito es
él!”. ¿En qué parte de las santas Escrituras encuentra usted tal enseñanza? La
Biblia dice que la cosecha será segada y llevada al granero eterno sólo después
de que ésta ha madurado. Según las Escrituras, el destino de los creyentes
depende de su madurez. Los que maduren pronto serán llevados al granero
temprano, mientras que los que maduren tarde serán llevados al granero
después. La Biblia revela esto claramente.
Después que los creyentes mueren, sus espíritus van al Hades, mientras que sus
cuerpos quedan enterrados en los sepulcros. Por ejemplo, después que Pedro y
Pablo murieron, sus cuerpos fueron enterrados en la tierra, pero sus espíritus
quedaron sin cuerpo. Un espíritu sin cuerpo es anormal, porque todavía lleva la
señal de la muerte. Aunque Pedro y Pablo son salvos, la señal de la muerte
todavía no ha sido quitada de ellos. Cuando el Señor regrese, los espíritus de
ellos saldrán del Hades y sus cuerpos llegarán a ser cuerpos gloriosos; en ese
momento, se unirá el cuerpo y el espíritu. Cuando el espíritu sea revestido con el
cuerpo otra vez, podrá entrar a la presencia de Dios. Según la Biblia, los
espíritus sin cuerpos son espíritus desnudos que todavía llevan la señal de la
muerte y que, por tanto, no pueden entrar a la presencia de Dios. No es sino
hasta el arrebatamiento que los espíritus de los salvos saldrán del Hades y serán
revestidos con sus cuerpos transfigurados, de modo que estarán vestidos total y
apropiadamente, al grado que podrán ir a Dios.
Los creyentes que hayan muerto sin haber alcanzado la madurez en la vida
divina no podrán ir a la presencia de Dios, incluso después de que hayan sido
vestidos en la resurrección. En Mateo veinticinco dice que, en la resurrección,
los santos que estén listos y hayan madurado asistirán a las bodas del Señor,
mientras que los que no hayan madurado todavía tendrán que pagar un precio a
fin de alcanzar la madurez. En otras palabras, si un cristiano muere sin haber
alcanzado la madurez, tendrá que completar el proceso de madurez después que
resucite. No esperemos asistir a las bodas del Señor sin que hayamos
completado el proceso de madurez.
Así que, todo aquel que desee asistir a las bodas del Señor, debe alcanzar la
madurez. En los cielos sólo hay una clase de cristianos: los que han alcanzado la
madurez. Si en el transcurso de su vida usted ha madurado en la vida divina,
entonces está listo y debe alabar al Señor por ello. Así como las cinco vírgenes
prudentes, cuando el Señor regrese, usted podrá entrar en la fiesta de bodas del
Señor. Pero, si no se ha preparado y no ha madurado en la vida divina, entonces,
al morir, en la resurrección usted todavía tendrá que alcanzar la madurez.
Después que haya resucitado, al igual que las cinco vírgenes insensatas, tendrá
que pagar el precio para comprar el aceite.
Por tanto, los cristianos debemos alcanzar la madurez en la vida divina. Esta es
la meta que debemos alcanzar. El Señor logrará Su intención de que alcancemos
la madurez en la vida divina; esto es algo que no podemos eludir. Si hoy no
andamos en este camino y no logramos esta meta, no esperemos participar en la
fiesta de bodas del Señor. Si hoy no pagamos el precio para alcanzar la madurez,
pero aun así esperamos entrar en el reino, un día veremos que esa esperanza fue
vana.
Llegamos a ser cristianos cuando creímos en el Señor, pero ¿ha crecido Cristo
plenamente en nosotros? Somos salvos y tenemos la vida de Cristo en nosotros,
pero ¿ha madurado esta vida en nosotros? Debemos recordar que la vida divina
tiene que alcanzar la madurez en nosotros, ya sea ahora o en el futuro. Si
prestamos atención al tema de la madurez hoy, mientras estemos vivos, seremos
vírgenes prudentes. Si no hemos alcanzado la madurez, cuando llegue el tiempo
de la resurrección todavía tendremos que resolver este asunto, porque la Biblia
dice que después de ser salvos, necesitamos crecer hasta alcanzar la madurez en
la vida divina. Esta es la salvación que Dios efectúa.
CAPÍTULO CINCO
Ya hemos visto que Dios tiene un plan para salvarnos y una economía para
impartir Su gracia en nosotros. Así como un hombre de negocios tiene un plan
para administrar sus negocios, Dios tiene un plan para distribuir Su gracia entre
el linaje humano. Los capítulos uno y tres de Efesios hablan del plan, o
economía, del misterio de Dios. Si leemos el libro de Efesios detalladamente,
nos daremos cuenta de que esto es bastante complicado; no es tan simple como
podríamos pensar.
Para corregir los conceptos equivocados del pasado, debemos primero indicar
en qué consisten los mismos. El catolicismo y el protestantismo han causado
mucho daño a la vida espiritual de las personas, a la obra del Señor y a la
economía de Dios. La razón por la que muchos han sido dañados por el
catolicismo y el protestantismo, se debe a que las personas no tienen un
conocimiento exacto y completo de la verdad. Un ejemplo de ello es el tema del
purgatorio. El catolicismo enseña que después de que una persona muere, tiene
que ser disciplinada en el purgatorio por los pecados que cometió en el pasado.
Por consiguiente, antes de morir debe hacer penitencia, y aun después de que
muera, sus familiares deben hacer penitencia por el muerto para que éste sea
sacado del purgatorio. Esta doctrina, que causa tanto daño, es enseñada en el
catolicismo.
Apocalipsis 12 habla acerca del hijo varón quien, debido a que venció, fue
arrebatado a Dios y a Su trono antes de la gran tribulación, la cual dura tres
años y medio (v. 5). Luego, en el capítulo catorce vemos que los ciento cuarenta
y cuatro mil, debido a que siguieron al Cordero, fueron arrebatados al monte de
Sion en los cielos, mientras el anticristo actuaba inicuamente en la tierra (vs. 1-
5). Las palabras escritas en las santas Escrituras son tan claras que no admiten
ninguna duda. Además, en 1 Tesalonicenses 4 leemos que cuando el Señor
descienda de los cielos, los creyentes resucitados de entre los muertos y los
creyentes vivos serán transfigurados y serán juntamente arrebatados al
encuentro del Señor en el aire (vs. 15-17).
La Biblia dice que en la era final, cuando vengan los cielos nuevos y la tierra
nueva, la Nueva Jerusalén —la morada de Dios— descenderá del cielo, de Dios
(Ap. 21:2, 10). En ese momento, sin duda alguna todos los salvos estarán allí con
Dios disfrutando de la bendición eterna. Allí no sólo estará el alma de ellos, sino
que también todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— habrá sido lleno del
elemento divino, y ellos estarán en la morada del Dios de gloria, mezclados con
Él y viviendo con Él eternamente.
Espero que todos podamos ver que la salvación que Dios efectúa proviene de Su
plan, y que la gracia que Él nos suministra proviene de Su economía. Algunas
versiones de la Biblia en el idioma inglés usan la
palabra economía o dispensación, lo cual significa “administración” o
“distribución”. Estas expresiones muestran que la gracia que Dios suministra
tiene que ver con Su economía, administración e impartición. La Biblia dice que
el Dios que realiza todas las cosas nos imparte gracia según el propósito eterno
que Él hizo en Cristo (Ef. 1:11; 3:8-11). Este Dios, que tiene una expectativa, un
propósito, un plan y una economía, no nos da gracia según Su capricho; por el
contrario, el suministro de la gracia de Dios equivale a la distribución de dicha
gracia conforme a Su economía.
EL PENSAMIENTO DE DIOS
EN CUANTO A LA SALVACIÓN:
QUE SEAMOS CONFORMADOS
A LA IMAGEN DE SU HIJO
Romanos 8:29 dice que: “Porque a los que antes conoció [Dios], también los
predestinó”. ¿Para qué los predestinó Dios? ¿Para ir al cielo? No. El versículo 30
continúa: “Y a los que predestinó, a éstos también llamó”. ¿Los llamó para que
vayan al cielo? No, Él no los llamó para eso. El versículo continúa: “Y a los que
llamó, a éstos también justificó”. ¿Los justificó para que ellos pudieran ir al
cielo? No, Él no los justificó para eso. La Palabra dice que a éstos, Él “predestinó
para que fuesen hechos conformes a la imagen de Su Hijo”. Dios nos salva, no
para que vayamos al cielo, sino para que seamos conformados a la imagen de Su
Hijo.
Efesios 1 dice que Dios “nos escogió en El [Cristo] antes de la fundación del
mundo ... para filiación por medio de Jesucristo” (vs. 4-5). La intención de Dios
es que lleguemos a ser hijos de Dios. Luego, en el capítulo cuatro dice que Él
desea que nosotros, los salvos, lleguemos a ser un hombre de plena madurez,
que lleguemos a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (v. 13). En 1
Juan 3 dice que indudablemente “ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser”. Juan también dice que cuando el Señor se
manifieste, “seremos semejantes a El”. Además, dice: “Y todo aquel que tiene
esta esperanza en El, se purifica a sí mismo, así como El es puro” (vs. 2-3).
Agradecemos a Dios que el día en que fuimos salvos, Dios entró en nosotros, y
que tan pronto entró en nosotros, se estableció una comunión entre Él y
nosotros, y entre nosotros y Él (1 Jn. 1:3). Una vez que se establece la comunión,
comienza la transformación (2 Co. 3:18). Pienso que todos hemos
experimentado esto. El día en que fuimos salvos, Dios entró en nosotros, y de
allí en adelante, Él ha estado interfiriendo en todo aspecto de nuestra vida
diaria, es decir, en nuestro hablar, nuestras acciones, nuestras intenciones,
nuestros pensamientos y nuestros motivos. El que vive en nosotros es una
Persona viviente. A medida que vive en nosotros, Él nos incomoda y tiene
comunión con nosotros todo el tiempo, lo cual produce un efecto interiormente.
Cuanto más intenso sea dicho efecto, más seremos transformados
internamente.
En el pasado, una vez que teníamos una idea u opinión, nadie podía hacernos
cambiar de parecer. Ahora es diferente. Si estamos a punto de expresar nuestra
propia idea, Él nos llama la atención interiormente. Si ya hemos formado una
opinión firme, Él busca mezclarse con nosotros. A medida que oramos, nos
preguntamos conforme al sentir interno: “¿Quiere Dios que haga esto? ¿Se
complace Él en que yo haga esto?”. De esta manera, obtenemos el elemento y el
sabor de Dios en nuestras ideas, ya que Él se mezcla con nosotros. Esta mezcla
es la conformación. Cuanto más nos mezclemos con Dios, más tendremos la
imagen del Hijo de Dios. Muchos hermanos y hermanas entre nosotros tienen
cierta cantidad del sabor del Hijo de Dios en sus experiencias. Esto se debe a
que Dios está mezclándose continuamente con ellos para conformarlos a la
imagen de Su Hijo.
Cuanto más se mezcla Dios con nosotros, más obtenemos Su elemento. Cuanto
más se mezcla Dios con nosotros, más se expande Cristo en nosotros. Por tanto,
Cristo crecerá gradualmente en nosotros hasta que sea formado y madure en
nosotros. Cuando Cristo sea formado y madure en nosotros, llegaremos a la
plena madurez (Ef. 4:13). Cuando corporativamente lleguemos a la condición de
ser un hombre de plena madurez, Cristo se expresará plenamente en nosotros.
Cristo se extenderá desde nuestro espíritu a nuestra alma hasta ocuparla
plenamente; luego, Él saturará nuestro cuerpo, y la gloria será expresada. En ese
momento, habremos madurado y estaremos listos para ser arrebatados, ya que
Cristo habrá alcanzado la plena madurez en nosotros y estará plenamente
formado en nosotros.
Sé que algunos dirán: “Yo no puedo lograrlo”. Pero les digo, si tienen un corazón
dispuesto, Dios los fortalecerá: “Para los hombres es imposible, mas para Dios,
no; porque todas las cosas son posibles para Dios” (Mr. 10:27). Dios es nuestra
fortaleza. No debemos preguntar si somos capaces, sino, más bien, si estamos
dispuestos. ¿Estamos dispuestos a aborrecer el mundo? ¿Estamos dispuestos a
aborrecer la carne? ¿Estamos dispuestos a aborrecer nuestro hombre natural?
Es lamentable que muchos creyentes sencillamente no estén dispuestos. Ellos
todavía andan según la carne y se entregan a sus concupiscencias. Espero que
todos reflexionemos conforme a nuestra conciencia y nuestro sentir interior:
“Puesto que andamos según la carne, nos hemos entregado a nuestras
concupiscencias y nos ocupamos sólo de nosotros mismos, si muriéramos hoy,
¿irá nuestra alma inmediatamente a la ‘mansión celestial’?”. Tal lógica no existe
en la tierra, ni mucho menos en los cielos. ¿Cómo puede la cosecha ser llevada al
granero antes de que madure? La cosecha debe madurar. Los salvos deben
crecer hasta alcanzar la madurez a fin de que sean arrebatados y llevados a Dios.
CAPÍTULO SEIS
Aquel que sirve a Dios se pregunta con frecuencia: “¿Cómo puedo ser una
persona útil para el Señor? ¿Cómo puedo ser útil en las manos del Señor, uno
que verdaderamente sirve al Señor?”. Primero, necesitamos ver que la vida del
Señor que está en nosotros, es una vida que sirve. Se requiere de revelación para
que podamos ver esta característica. Muchos cristianos posiblemente sepan que
la vida del Señor es santa, bondadosa, humilde, resplandeciente, etc., pero no
saben que la vida del Señor que está en ellos es una vida de servicio. ¿Por qué no
saben eso? Debido a que su conocimiento espiritual a menudo está limitado por
los conceptos naturales que tienen. En nuestro concepto natural, quizás
pensemos acerca de la santidad, la bondad y la humildad, pero pocas veces
pensamos respecto a cómo servir a Dios. De hecho, la vida de Dios ha entrado
en nosotros a fin de que sirvamos a Dios.
Muchas veces oímos que las personas alaban de la siguiente manera: “Oh Señor,
te alabamos porque Tu vida es santa, poderosa, resplandeciente y espiritual”.
Sin embargo, pocas veces escuchamos que las personas digan: “Oh Señor, te
alabamos porque Tu vida es una vida de servicio”. Muy pocos de nosotros
hemos visto que la vida cristiana es una vida que ministra, una vida que sirve a
Dios. Debemos orar pidiendo que el Señor nos dé esta luz y esta revelación, ya
que dicha revelación neotestamentaria es muy importante. La vida presentada
en los Evangelios tiene como meta el servicio; al igual que la vida descrita en
Romanos, Corintios y Efesios. En el capítulo cuatro de Efesios, Pablo dice que a
medida que esta vida va creciendo hasta alcanzar la madurez, “todo el Cuerpo,
bien unido y entrelazado por todas las coyunturas del rico suministro y por la
función de cada miembro en su medida, causa el crecimiento del Cuerpo para la
edificación de sí mismo en amor” (v. 16). ¿Qué es esto? Esto es el ministerio y el
servicio.
Muchas personas piensan que el Señor sólo usa a los que son sabios, y como
ellas no lo son, consideran que nunca podrán ser de utilidad al Señor. Esto no es
cierto. No diga: “No soy elocuente, no sé cómo hablar ni sé predicar la palabra;
por tanto, ¿en qué soy útil? Sólo los que son elocuentes, los que hablan con
fluidez e interminablemente, pueden ser útiles para el Señor. Sólo ellos son de
utilidad para el Señor”. Esto no es verdad. El que seamos útiles o no para el
Señor depende de que le hayamos dado a Su vida la oportunidad de crecer en
nosotros. Debemos preguntarnos: “¿Amo al Señor? ¿Me he consagrado a Él?
¿Le he dado a la vida del Señor la oportunidad de crecer en mí? ¿Le doy cabida a
la vida del Señor en mí? ¿He puesto a un lado mi futuro? ¿Estoy dispuesto a
permitir que mi vida natural y mi carne sean aniquiladas y que mi yo sea
quebrantado?”. Nuestra utilidad en las manos del Señor no depende de nuestra
habilidad o capacidad, sino, más bien, de que la vida divina haya crecido en
nosotros.
Esto es cierto: la medida en que una persona ceda y le dé cabida a la vida del
Señor, es el grado en que ella puede ser útil en Sus manos. Permítanme
compartirles un testimonio. Hoy yo soy muy diferente de cuando era niño. En
mi niñez, era tímido y me aislaba de las personas. Rehuía la compañía de los
demás y me gustaba sentarme solo. En la escuela, hablaba muy poco con los
otros estudiantes; no me gustaba participar en actividades y casi no me
relacionaba con las personas. En casa, cuando había visitas, aprovechaba
cualquier oportunidad para retirarme, porque cada vez que veía a la gente me
ruborizaba y los labios me temblaban al hablar. Ese era mi yo natural. Pero un
día, el Señor me llamó para que me pusiera de pie y hablara por Él, y desde
aquel día me consagré diariamente, fui quebrantado diariamente y aprendí a
vivir en el Señor diariamente. En 1947, mientras estaba en Shangai, conocí a un
hermano que me dijo: “Hermano Lee, usted debe haber sido un estudiante muy
popular y un hábil orador cuando era joven”. A lo que le contesté: “Hermano,
usted se equivoca. Si le pregunta a mis compañeros de escuela, ellos le dirán que
soy completamente diferente de cuando era joven. Es como si ahora fuese otra
persona completamente distinta”.
Sin importar cómo sea usted en su hombre natural, si está dispuesto a ceder y
darle cabida a la vida de Cristo, Él se expresará en su vida. Él cambiará el ser de
usted y lo hará diferente, totalmente diferente de lo que era antes. Antes, quizás
a usted no le gustaban las actividades, pero ahora Él quiere que usted participe
en ellas. Quizás antes a usted no le gustaba la quietud, pero ahora Él quiere que
usted esté quieto; quizás no le gustaba hablar, pero ahora Él quiere que usted
hable; no le gustaba relacionarse con las personas, pero ahora Él quiere que
usted se relacione con ellas. Él lo cambiará a usted por completo.
Al principio, cada vez que me ponía de pie para hablar por el Señor, tenía
problemas estomacales y sufría un dolor indescriptible. Lo único que podía
hacer era orar y consagrarme; así que, siempre que hablaba por el Señor, tenía
que orar y consagrarme nuevamente. Fue debido a mi urgente desesperación
que, en las manos del Señor, pude abrirme paso y salir adelante. Allí es donde
reside nuestra utilidad. Ser útiles para el Señor no es algo que poseemos de
forma natural ni es algo que recibimos por nacimiento. Más bien, seremos útiles
sólo cuando Cristo encuentre el camino, la oportunidad y la apertura para fluir a
través de nosotros.
Una hermana ya anciana siempre me dice: “Hermano Lee, parece que usted
nunca termina de hablar. Después que habla, todavía tiene algo más que decir”.
La verdad es que estoy aquí por la misericordia y la gracia del Señor. Tengo
mucho que decirles porque dentro de mí hay una fuente, a saber, la vida eterna,
la cual es una fuente ilimitada. Lo único que debemos preguntarnos es:
¿estamos limitando al Señor? Si lo limitamos, no tendremos manera de seguir
adelante y estaremos vacíos. Lo que nuestra mente ha aprendido es muy
limitado, pero la vida eterna que está en nosotros es una fuente ilimitada.
Puedo testificar que muchas veces lo que hablé desde la plataforma fue algo que
no había considerado ni siquiera media hora antes de la reunión. He hallado un
secreto para hablar. El secreto radica en que cada vez que me preparo para dar
un mensaje, me consagro firmemente y oro: “Oh Señor, aquí tienes a una
persona que antes había sido un poco suelta en su hablar, pero que en este
momento desea ponerse totalmente en Tus manos, se niega a sí mismo por
completo y se olvida totalmente de sí mismo. Señor, exprésate. Sé Tú el que
opere y fluya a través de mí”. Algunas veces he hecho esto media hora antes de
la reunión; pero en otras, no sucedió hasta cuando terminamos de cantar el
primer himno y alguien me dijo: “Hermano Lee, por favor hable”. En este caso,
¿qué podía decir? Tuve que ceñirme inmediatamente, no de forma externa sino
interiormente, y decirle al Señor: “Señor, estoy en Tus manos. Por favor, sé Tú el
que hable”. De esta manera, las palabras empezaron a fluir y di el mensaje.
La vida y las células sanguíneas que fluyen a los oídos y nos capacitan para que
oigamos, también fluyen a los ojos para que veamos, y fluyen a la boca para que
hablemos y a las piernas para que andemos. La vida es la misma, y las células
sanguíneas son las mismas, pero manifiestan diferentes funciones en los
diversos miembros. Todos nosotros tenemos exactamente la misma vida en
nosotros: la vida de Cristo. Cuando esta vida tenga cabida en usted, quizás se
manifieste la función de maestro; cuando tenga cabida en otra persona, quizás
se manifieste la función de anciano; cuando tenga cabida en mí, quizás se
manifieste la función de diácono. Aunque las funciones manifestadas son
diferentes, la vida es la misma, y Cristo es uno solo.
CINCO ASUNTOS
EN LOS CUALES DEBEMOS EJERCITARNOS
Muchas veces cuando nosotros, los obreros, hemos ido a las iglesias para
ayudarlas en la designación de ancianos, después de examinar todos los
nombres de los hermanos —después de considerarlos y orar por ellos—, no
hemos podido hallar uno que pudiera ser anciano. Es como si todos fueran
iguales: el hermano A es igual que el hermano B, y el hermano B es igual que el
hermano C, y el hermano C es igual que el hermano D. No existe gran diferencia
entre ellos. Difícilmente hemos podido encontrar uno que tuviera la capacidad
de ser anciano, o que desempeñe la función de diácono. Todos ellos amaban al
Señor, todos eran fervientes y buscaban más del Señor, y todos asistían
regularmente a las reuniones; sin embargo, no podían ser ancianos ni diáconos
porque la vida divina en ellos no manifestaba claramente una función
particular.
Debemos entender que toda persona salva es alguien útil para el Señor. La vida
del Señor es una vida de servicio, y dicha vida entra en nosotros para que
podamos servir. No obstante, a menudo nuestra capacidad para servir no se ha
manifestado. ¿A qué se debe esto? La razón radica en que la capacidad para el
servicio, la cual es inherente a la vida que está en nosotros, no ha sido
desarrollada. Si por amor al Señor todos nosotros una vez más nos sometemos a
Él, nos consagramos a Él, renunciamos a nuestro futuro y somos quebrantados
y disciplinados, en menos de un año muchos hermanos y hermanas serán
manifestados como aquellos que han sido llamados, como obreros, como
ancianos, como diáconos, y como aquellos que tienen negocios y ganan dinero
exclusivamente para el Señor. Todos los problemas radican en el hecho de que
la vida de servicio que está en nosotros no tiene cabida en nuestro ser ni ha
podido crecer. En tal situación, de nada sirve animar, enseñar o exhortar; más
bien, lo que necesitamos es permitir que la vida divina en nosotros sea liberada.
Un hermano que pertenecía a una familia muy rica había seguido al Señor por
largo tiempo y también se había consagrado a Él, pero la función en vida, o sea,
la vida de servicio, aún no se había manifestado en él. En la primavera de 1948,
cerca del Año Nuevo Chino, llegué a una ciudad llamada Ku-lang-yu, y los
hermanos dispusieron que me hospedara en la casa de este hermano. Él tenía
una enorme y magnífica casa de estilo occidental, y me brindó una excelente
hospitalidad. Sin embargo, la cosa más dolorosa para mí fue que no hubo una
persona con quien tener comunión mientras estuve allí. Si no hubiera sido por
el hecho de que la gracia del Señor se había constituido en mí a lo largo de los
años, posiblemente me habría secado.
En cada célula de este hermano figuraba el dinero, y esto era lo único en que él
pensaba. Algunas veces me llevaba a la montaña a pasear, y en el camino me
hacía muchas preguntas que posiblemente él sabía que yo no podía contestar.
¿Cómo puede uno hablar con una persona que sólo vive en función del dinero?
Con todo, puesto que él era el anfitrión y yo era el huésped, hubiera sido
descortés no responder a sus preguntas, así que le contestaba algo, aunque sabía
que mi respuesta no servía de nada. El punto crucial de esta historia es que
desde aquel momento, en mis oraciones le pedía al Señor que se recordara de
este hermano. Yo decía: “Señor, este hermano ha recibido a Tus siervos y a Tus
siervas. Me hospedó a mí, y también a algunas hermanas que Te sirven. Señor,
Tú tienes que visitarlo. Tú tienes que forjar Tu gracia en él”. Claro, sin necesidad
de ser exhortado, cualquier obrero hubiera orado así. Ese hermano era salvo, iba
en pos del Señor, estaba interesado en cosas espirituales y no tenía ningún
problema en la vida de iglesia; pero el gran problema era que estaba ocupado
con el dinero, y el dinero lo consumía. Por tanto, la vida de Cristo estaba
restringida en él. Así que, aunque era salvo y estaba interesado en cosas
espirituales, la vida de servicio no podía ser liberada en él.
Aun cuando Pablo escribió el libro de Filipenses, él dijo que todavía no lo había
alcanzado, que todavía no había sido perfeccionado y que todavía no lo había
obtenido; él aún proseguía y estaba siendo quebrantado por el Señor (Fil. 3:12-
14). Es cierto que algunas personas, incluso cuando han envejecido, todavía no
son útiles en las manos del Señor. ¿A qué se debe esto? Se debe a que, si bien
están más avanzados de edad, todavía no permiten que el Señor los quebrante.
Nunca podemos graduarnos y dejar de estar bajo la disciplina del Señor.
Primero, Dios nos ilumina con Su luz para mostrarnos que todo lo que tenemos
—incluyendo nuestra vida natural, nuestra carne, nuestro temperamento y
nuestra manera de ser— son enemigos de la vida de Cristo, y son estorbos y
obstáculos para dicha vida. Dios también nos mostrará que todas estas cosas ya
fueron crucificadas porque Dios las ha rechazado y, además, que son enemigas
de Dios y que obstaculizan la vida de Cristo en nosotros. Después que veamos
tal luz, inmediatamente el Espíritu Santo en nosotros vendrá y aplicará dicha luz
a los asuntos grandes y pequeños de nuestra vida diaria. Antes de que viéramos
esta luz, no nos sentíamos incómodos ni percibíamos condenación alguna
cuando nos enojábamos y nos comportábamos de manera carnal; pero ahora,
después de ver la luz, el Espíritu Santo aplica dicha luz a nuestra vida. Cuando
nos conducimos según nuestra vida natural y nos enojamos, el Espíritu Santo
nos hace percibir que esto es nuestra carne, nuestra vida natural, nuestro yo y
nuestro temperamento, todo lo cual debemos condenar y rechazar porque ya se
le dio fin en la cruz. Entonces, por el poder del Espíritu Santo, no aprobamos
estas cosas y aplicamos la crucifixión sobre ellas. En ese momento, la crucifixión
deja de ser simplemente una verdad objetiva, y se convierte en una experiencia
subjetiva para nosotros. Esto es lo que se menciona en Romanos 8:13, a saber,
hacer morir por el Espíritu los hábitos del cuerpo. Esto también equivale a que
seamos entregados a muerte por causa de Jesús, como se menciona en 2
Corintios 4:11-12.
El Espíritu está por dentro, las circunstancias están por fuera, y entre estos dos
nosotros tenemos que cooperar y poner en ejecución. De esta manera, día tras
día y momento a momento, serán quebrantados nuestra vida natural, nuestra
carne y nuestro yo. Entonces, cuando estemos a punto de enojarnos, ya no
podremos dar rienda suelta a la ira, porque habremos sido quebrantados, lo cual
lo evidencian las muchas heridas que nos marcan.