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Dios en las Antípodas

En España se manipula para erradicar la visión cristiana de la realidad

Alejandro Llano

El verano de 2008 está marcado por dos acontecimientos de muy distinto formato. Sólo
coinciden en dos características. La primera es que tienen lugar en dos lejanos e
inmensos países: China, como emergente imperio central, y Australia, isla continental,
situada en las Antípodas. La segunda estriba en que han sido seguidas por multitudes
provenientes de todo el mundo.

Hasta aquí llegan las semejanzas. La diferencia obvia consiste en que los espectadores
de las Olimpíadas las han seguido por imágenes virtuales, es decir, irreales; y no sólo
porque algunas de ellas estuvieran trucadas, sino porque lo que la televisión nos ofrece
es un espectro de la realidad, sin espacio ni tiempo, repetido interminablemente durante
las mil horas de transmisión (trufada de publicidad) de las que se precia TVE. En
cambio, los participantes en la Jornada Mundial de la Juventud eran chicas y chicos que
(en número mucho mayor que el de los espectadores de Pekín) aparecieron realmente en
Sídney, mientras que TVE apenas se dignó a conceder a ese magnífico evento unos
minutos de sus telediarios.

Lo que mueve los Juegos Olímpicos es, sobre todo, el dinero. Lo que está por debajo y
se oculta violentamente es la opresión de más de mil millones de seres humanos. En
cambio, el motor de la JMJ es el entusiasmo juvenil, cuyo trasfondo viene dado por la fe
cristiana y el prestigio espiritual e intelectual de Benedicto XVI. Los discursos
pronunciados por el Papa en Sídney constituyen un análisis riguroso y profundo de la
cultura actual. Tanta clarividencia y valentía son hoy difíciles de encontrar. Quizá por
ello los poderes dominantes procuran echar un manto de silencio sobre un enfoque que
cuestiona y replantea buena parte de los valores convencionales.

El gran tema de Sídney fue el espíritu, el gran ausente de un mundo que ya Max Weber
adivinó como un conglomerado de “especialistas sin alma y vividores sin corazón”. La
crisis de sentido, que provoca tantas patologías psicológicas y sociológicas, es el
alejamiento del Espíritu, es decir, de Dios como amor. A estas alturas, sin embargo,
muchos jóvenes están cansados de la codicia de los poderosos, de la explotación a los
débiles, de las respuestas ranciamente ideológicas y de la decepción de falsas promesas.
El laicismo no les dice nada, porque no tiene nada que decir. En su aparente asepsia, la
secularización trata de imponer una visión global en la que Dios es irrelevante y sólo
importan tres cosas, los tres falsos dioses de que habla Benedicto XVI: los bienes
materiales, el poder y el amor posesivo. Sídney estaba llena de jóvenes españoles: ellos
sabían por experiencia directa de qué hablaba el Pontífice romano, porque lo que está
sucediendo en España es una prolongada manipulación para erradicar la visión cristiana
de la realidad e imponer un paganismo light.

El núcleo del mensaje de Benedicto XVI desde las antípodas geográficas e intelectuales
se resume en dos frases: el hombre y la mujer son imagen de Dios; Dios es amor. Es una
llamada que hace ver la baja calidad de esos tópicos que lanzan cada día los medios de
comunicación oficiales y oficiosos. También en ellos se habla con frecuencia de amor.
Pero se trata de la confusión primordial entre el amor como donación, que avanza hacia
un encuentro vital con el otro, y el puro deseo que estraga los cuerpos y consume las
almas. Cuando se repite machaconamente que el Dios cristiano y la Iglesia católica
hacen la apología del sufrimiento, mientras que el progreso técnico ha hecho posible la
realización del principio del placer, se están ignorando casi dos siglos de historia
intelectual y social. Si algo ha quedado claro desde el psicoanálisis freudiano hasta el
deconstruccionismo actual es que el puro deseo se autodestruye y que el ideal del mero
goce físico se convierte en una utopía perversa.

Continuar aferrados a esa concepción del hombre que está superada tanto en el terreno
científico como en el pedagógico, implica traicionar a la juventud. Una educación de
calidad antropológica y cívica ha de estar basada en el realismo y en la valoración de la
dimensión humana que supera la materialidad.

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