Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
LA IMPRUDENCIA DE
FAETÓN
(avaliación final de lectura: 948 pal.)
Cierto día, el joven Faetón, con aire apesadumbrado y deshecho en lágrimas, fue
hacia su madre.
- Madre, nadie cree que soy hijo de un dios –dijo sollozando-, mis compañeros de
juegos se burlan de mí, dicen que les engaño y que soy un fanfarrón.
La madre lo toma en sus brazos e intenta consolarlo:
- Hijo mío, no te preocupes, puedo asegurarte que tu padre es un dios. Alza los ojos
al cielo y mira: este sol resplandeciente, que brilla allá arriba, es tu padre. Él puede
verte mientras estás jugando, o nadando en el río, pues ve todo aquello que ocurre en
la tierra. Tu padre es Helios, el dios Sol, que ilumina a todos los seres vivos.
Faetón miraba al cielo y le entraban enormes deseos de ir al encuentro de su padre.
Madre –dijo-, quiero ir al cielo; deseo con todas mis fuerzas abrazar a mi padre.
La madre, viendo que no podía negarse, dijo:
- Ve, si es tu deseo. Tu padre se alegrará de verte. Camina hacia oriente hasta llegar
a una montaña alta y escarpada. Allí, en el mismo flanco comienza un estrecho
sendero que sube serpenteando entre precipicios; al llegar al final del camino,
dominando el abismo, está la mansión de Helios, tu padre.
Faetón no esperó ni un minuto más, y a paso ligero se encaminó hacia oriente hasta
llegar a la roca. El palacio del Sol se veía resplandecer a lo lejos, con sus columnas
de oro, plata y márfil que se elevaban hasta acariciar el cielo. La fortaleza, revestida
de murallas y almenas, y el portal de doble pestillo forjado con rayos de plata,
estaban rebosantes de luz para festejar la llegada de Faetón, aun cuando allá abajo,
en la tierra, hacía ya rato que la tiniebla gobernaba.
Faetón entró resuelto, pero pronto tuvo que detenerse y cerrar los ojos, perplejo y
ofuscado ante tanta luz. Cruzó el zaguán y llegó a una gran sala, en la que sentado en
un gran sillón de piedras preciosas estaba Helios.
Cuando los ojos de Faetón se acostumbraron a la luz, lograron percibir unas
extrañas siluetas detrás de su padre: la joven Primavera, con una guirnalda de flores
en el pelo; el Estío, coronado de doradas espigas de maíz; el Otoño, con una túnica
manchada de zumo de uvas, y el Invierno un venerable anciano de cabellos grises y
despeinados.
Entonces, la voz de Helios se oyó en todo el palacio:
- Bienvenido, Faetón. ¿Por qué has hecho tan largo camino?
Faetón, que de buenas a primeras no se atrevía a abrir la boca, dejó de lado todo
temor y avanzó con decisión hacia su padre.
- Padre mío, allá.en la tierra los hombres se burlan de mí, me llaman mentiroso y
dicen que presumo de ser tu hijo. ¿Podrías hacer algo para que me creyesen?
El dorado Helios se desprendió de sus rayos y estrechó a su amado hijo diciéndole:
- Eres mi hijo y quiero probarlo. Pide lo que desees y no te lo negaré.
Docente: Loreto Moreira Lectura Eficaz 6º / Sep
Faetón sonrió feliz y dijo:
- Todos saben que cada día conduces a través del cielo, de oriente a occidente, un
carro de oro tirado por vigorosos caballos. Quisiera poder conducirlo tan sólo una
vez.
Helios, con gesto preocupado, le respondió:
- Pídeme otra cosa, la que quieras. Eres demasiado joven e inexperto y te será
difícil sostener firmes las riendas de unos caballos tan vigorosos y trotadores.
Además, se trata de un viaje muy peligroso. Por la mañana, el carro sube directo al
cielo, y cuando está arriba, incluso yo siento vértigo. Después, baja en picado hacia
el mar. Es preciso tener una mano muy firme para que el carro no se despeñe.
Pero Faetón no se dejó convencer. Tanto y tanto insistió, que Heliós dio su
consentimiento. Antes de que Faetón se subiera al carro, le dio su padre un último
consejo:
- Hijo mío, viaja con.cuidado y sé prudente. No lleves el carro muy arriba:
quemarías el cielo; tampoco muy abajo: abrasarías la tierra. No uses el látigo: los
caballos conocen muy bien el camino y tú puedes seguirlo fácilmente con sólo mirar
las huellas del carro.
Faetón, impaciente por marchar, apenas lo escuchó. Subió al carro, empuñó las
riendas y partió a todo correr.
La claridad del carro iba ascendiendo y atravesaba la niebla. El viento aleteaba los
caballos de Faetón.
Al principio los caballos seguían la ruta acostumbrada, pero no tardaron en
apercibirse de que eran conducidos por una mano inexperta y extraña, sacudieron el
yugo que les rodeaba la nuca y salieron del camino. El carro se tambaleaba.
Aterrado, Faetón miró hacia abajo. Vio las cimas de las montañas, los ríos y las
ciudades, y presa de pánico, se puso a temblar. Las riendas resbalaban de sus manos
y flotaban libremente sobre las crines de los caballos que, bañados en sudor,
escapaban al yugo y se precipitaban a través de las estrellas, horadando las nubes,
camino de la tierra.
Cuando el carro estaba cerca de la tierra, la aridez era inmensa y las llamas se
elevaban. Bosques y matorrales, campos, herbazales y ciudades no tardaron en
convertirse en ceniza. Los ríos se secaron y las montañas se convirtieron en
escombros.
Cuando Faetón se dio cuenta de su error ya era tarde.
La Tierra, así atormentada, rogó a Zeus que pusiera fin a tanto sufrimiento y éste
lanzó su poderoso rayo sobre Faetón que, arrojado del carro, cayó vertiginosamente
a través del espacio y, al llegar a la tierra, quedó hecho añicos.
Todavía ahora, el Sol llora la muerte de su hijo. Cada noche después de ponerse,
resbala lento el llanto de las estrellas, esos ojos plateados de la noche. Es lo que
llamamos rocío.
Leyenda griega