El comportamiento de estos niños produce un impacto
estresante sobre su familia (Koegel, R.L., Schreibman, L. et al., 1994, Polaino, 1997). A menudo, los padres se sienten incapaces e indefensos ante el problema, sorprendidos por su conducta anormal y sin saber cómo actuar ante la misma. Como indicó ya Rutter (1985), es importante que se les ayude a comprender los problemas de su hijo: deben tener una información completa de los resultados de la evaluación diagnóstica, con una explicación sobre la naturaleza y el patrón de sus problemas, su nivel de desarrollo, sus necesidades educativas y sus posibilidades de desarrollo y pronóstico en la infancia tardía y vida adulta. También es importante que aprendan qué es lo que pueden hacer, enseñándoles a resolver problemas concretos. Esta implicación de los padres en el tratamiento, además de ser esencial de cara a la eficacia del mismo (facilita la generalización, la resistencia a la extinción, el aprendizaje funcional, la adecuación a las características específicas del niño...), aumenta la confianza de los padres en sí mismos, sintiéndose más competentes y más capacitados ante los problemas de su hijo (Domingue et al. 2000). Es importante ser sensible a las necesidades de los padres y hermanos de estos niños como individuos y adaptar las expectativas de participación familiar a las características particulares de cada familia.