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Ira

y Temor

Por

Jesús María Cotton




A Talia Guerrero
Monsters are real, and ghosts are real too. They live inside us, and
sometimes, they win.
—Stephen King
CAPITULO I

Despierto al sentir las vibraciones de mi celular sobre la mesita de noche.


Es Sofía. Se supone que hoy subiríamos al Ávila, por Sabas Nieves, para
mantenernos en forma, según ella. Noto que además de varias llamadas
perdidas hay también una gran cantidad de mensajes que borraré más tarde sin
leer: cómo puedo ser tan irresponsable, ella me lo había notificado hace
semanas, nunca hacemos nada juntos, me estoy distanciado. Bostezo y me
desperezo y, aunque debería contestarle, me meto en el baño. Sofía y yo
hemos estado juntos ya por poco más de un año, nos conocimos en la
universidad, en la facultad de ingeniería. Ella es mayor que yo, y se muestra, a
veces, sobre todo al principio aunque con frecuencia aún lo hace de vez en
cuando, maternal y me consiente como a un niño, cosa que no me desagrada
en lo absoluto: siempre fui el niño de mami. Recientemente he tenido un total
desinterés para con ella. No sé por qué. El sexo es bueno, tenemos muchísimos
gustos en común y ella es muy mente abierta. Creo que lamentablemente
llegamos a ese punto en que toda relación comienza a decaer, a volverse
rutinaria, predecible. Salgo de la ducha repuesto. Le escribo que ya voy para
allá. Bajo las escaleras del edificio y camino dos cuadras hasta el metro. Me
bajo en Altamira y tomo la salida de la Plaza Francia. Allí está ella, con su
termo de agua y su indumentaria deportiva y sus ánimos incólumes por una
semana.
Subimos, sudados, hiperventilados, cansados. Subimos, jadeantes. Ella me
coge la mano. Su mano blanca, pequeña, con una frase célebre tatuada en
italiano en la muñeca. Su mano posesiva y territorial cogida a la mía mientras
subimos, levantando tierra con nuestros zapatos deportivos, inclinados hacia
adelante; yo mirando pasar por mi lado a las muchachas cuyos top deportivos
dejan expuestos sus insinuantes ombligos en el centro de abdominales
definidos; Sofía mirando por el rabo del ojo a quién miro. Llegamos a Sabas
Nieves y ella pretende bajar para volver a subir. Le digo que no, que estoy
muy cansado. Llenamos nuestras botellas de plástico en el chorro de agua fría
y cristalina que baja de la montaña y, mientras, yo miro hacia el parque de
ejercicios. Miro a los chamos sin camisa haciendo barras, sostenidas,
paralelas, exhibiendo su musculatura excesiva y, luego de un momento de
abstracción, me pregunto a mí mismo qué hago mirándolos. Sofía quiere hacer
abdominales. Bajamos hacia el parque y ella se acuesta en uno de los
banquillos destinados a tal fin. Me dice que aunque está sujeta con sus propios
pies, le da miedo, que no la suelte. Yo le digo que no se preocupe y,
inevitablemente, pierdo la cuenta de las repeticiones de Sofía mientras
contemplaba los músculos dorsales expandidos de un chamo que hacía espalda
en las barras. Sofía se molesta. Yo la contento con un beso y alguna payasada
que no recuerdo.
Para mí Sofía significó todo cuando nos conocimos. Yo me había venido a
Caracas a estudiar ingeniería según la voluntad de mis padres; mejor dicho, de
mi papá (mi mamá siempre me ha apoyado en todo y nunca jamás me
impondría nada). Él quería que yo, que lo tenía a él para pagarme mis
estudios, estudiara ingeniería porque esa fue la cerrera que él siempre quiso
estudiar de joven, y sólo pudo completarla siendo casi cuarentón en la
UNEFA, porque en su primera juventud se vio en la necesidad de ingresar a la
academia militar para poder subsistir. Aún hoy deploro mi falta voluntad, mi
falta de criterio cuando empecé a estudiar esa carrera, queriendo complacerlo.
Sin embargo, sabía que ya no vivir en mi casa paternal era un paso, y que
estando aquí en Caracas podría luego conseguir un empleo y dedicarme a la
pintura. En aquel entonces todo estaba muy confuso para mí, pero lo que sí
tenía claro era que me molestaba estudiar esa aburrida carrera y depender
económicamente de él. Yo quería tener todo listo. Quería tener abastecida mi
nevera y el alquiler solvente, para arriesgarme y dejarlo todo. Recuerdo que
fue una resolución que tomé al verme a mí mismo sumido en la lectura de la
vida y obra de Van Gogh en plena clase. Recuerdo preguntarme, qué hago yo
aquí. El profesor mostraba a los entusiastas neófitos un plano suyo que había
hecho unos años atrás para la realización de una conocida torre empresarial. Y
yo sumergido en el amarillo, el amarillo de Los girasoles, sintiendo una
extraña atracción por El café de París, tratando de analizar el estado mental de
Van Gogh al pintar La noche estrellada. Era cuestión de tiempo entonces.
Debía irme, debía seguir mi instinto y abandonar la universidad. Era cuestión
de tiempo.
Yo en ese entonces me sentía terriblemente solo en esta ciudad en la que no
conocía a absolutamente nadie y en la que me estaba dedicando a algo que no
me gustaba. Y entonces un día en el cafetín viene esta voluptuosa pelirroja a
buscarme conversación a propósito del libro que estaba leyendo mientras me
tomaba un con leche pequeño en una de las mesas. A ambos nos gustaba
Faulkner; Faulkner y su crudeza, Faulkner y sus frases largas; Faulkner y su
aliento bíblico y el pecado y el incesto y el tiempo cíclico. Yo sentí entonces
que no estaba solo, que había allí afuera alguien más, alguien con quien
compartir mis gustos, mis angustias. Ella trabajaba de mesonera de noche en
un bar y vivía sola. Estaba en sexto semestre de letras y no acostumbraba a
salir con hombres por parecerles todos muy vacíos o muy feos. Me decía
entonces que yo era el punto medio perfecto: culto y bello. Yo me reía.
Realmente en mi pueblo natal nunca llegué a congeniar tanto con las chicas,
aunque fue siempre por un aspecto cultural. De hecho, me buscaban mucho
pero en general me aburría rápido su ignorancia. Sofía, en cambio, era algo
totalmente nuevo para mí: sabía de literatura y de música y de cine y de casi
cualquier cosa que a mí se me ocurriera preguntarle y, además, vivía sola y
tenía dinero (no mucho, claro está, pero sí lo suficiente para que la pasásemos
muy bien). Ella me introdujo a las drogas. Yo era virgen en ese aspecto.
Pasábamos horas enteras acostados en el sofá de su sala o en su cama fumando
creepy y escuchando a las bandas de indie rock inglesas y norteamericanas.
Me encantaba verla acostada bocarriba, con los pies en el respaldo de la cama,
expulsando el humo por sus fosas nasales, coreando Is this it de The Strokes,
acariciándome el rostro con su empeine blanco, riéndose sola. En su momento,
ella lo fue todo para mí, se convirtió en el centro de mi vida y creo que fue
como un medio para poder adaptarme a esta ciudad, a la independencia. Fue
ella quien me alentó a tomar un trabajo part-time. Lo hice porque no quería de
ninguna manera seguir dependiendo de mi papá.
Fue entonces cuando comencé a trabajar en el café. Fue una experiencia
conmovedora: nunca antes había trabajado ni tenido ningún tipo de
responsabilidad fuera de las académicas. El primer día, luego de salir a las
siete de la noche, le escribí a Sofía, preguntándole si podía quedarme en su
casa: me sentía increíblemente solo y triste, y entonces ella fue mi apoyo. Me
recibió y me consoló y me dio ánimos para continuar. Recuerdo haberla
cogido tres veces esa noche. Ella aún hoy día dice que expreso amor con sexo.
No sé si eso será verdad, pero sí estoy seguro de habérselo hecho con unas
ganas furiosas que sin embargo tenían algo de gratitud. Tal vez Sofía tiene
razón. Tal vez esa es la única forma en la que soy capaz de expresar amor. La
universidad iba de mal en peor, a veces iba, a veces no. No estudiaba ni
presentaba las evaluaciones y, aunque pedía a mi papá el dinero para los libros
y las guías y las copias, me lo gastaba en otra clase de libros: me iba a La
hoyada, debajo del puente de la avenida Fuerzas Armadas y compraba
monografías de pintura holandesa, francesa, impresionista, surrealista.
Compraba libros de literatura universal. Y gastaba, siempre, absolutamente
todo. Mis profesores se sorprendían de mi desinterés y a la vez de mi
sobresaliente inteligencia. Yo sólo me sonreía, silencioso. En ese momento no
podía hacer más. No podía decir que era pintor porque no lo era, y confesar el
sueño de serlo delante de un salón lleno de estudiantes pusilánimes tampoco
me traería ningún beneficio. De modo que opté por sumergirme en mis
lecturas y ensoñaciones y dibujos a lápiz, ensimismado, en silencio.
Siempre, desde que tengo uso de razón, he detestado la injusticia y el
autoritarismo. Probablemente por eso me distancié de casa: detesto a mi papá
y sus fórmulas cuadradas. No sé si eso tenga algo que ver con el hecho de
haber tenido una fuerte discusión con mi profesor de lenguaje y comunicación,
pero creo que sí. Él es también un déspota, cerrado a lo nuevo. Sé que no debí
alzarle la voz ni decirle que estaba chapado a la antigua así a secas como se lo
dije. Todo por un estúpido pero muy popular anglicismo que la Real Academia
Española no quiere aceptar dentro de su vocabulario. Apenas noto esos
rasgos... Esos rasgos inclementes, crueles, implacables en un hombre, quiero
confrontarlo, meterme en su camino. Creo que fue eso lo que me pasó. Mi
profesor me recuerda mucho a Gerardo. Sí, Gerardo es mi papá, pero ahora lo
llamo por su nombre de pila. Es una forma de distanciarme de él, de su figura
autoritaria. Hace mucho tiempo que dejé de preocuparme por llenar las
expectativas de los demás. Lo único que me interesa ahora es estudiar pintura,
fumar creepy y tirar con Sofía. Y Daniela.
Sí. Daniela. Una adolescente de diecisiete años que conocí una tarde en la
sala de libros y folletos de la Biblioteca Nacional. Ella había ido a consultar
una tesis para usarla como modelo para la suya de bachillerato. Ese día llevaba
una licra negra y una franela blanca que dejaba ver su virginal ombligo
perforado. Era rubia y curvilínea. Yo había salido del catálogo con mi cota
anotada en un pedazo de papel y me disponía a bajar las escaleras que
comunican la sala de referencia con la sala de libros y folletos cuando la miré
divagando de un lado a otro queriendo, al parecer, bajar hacia la sala de libros
y folletos. La abordé y de inmediato su sonrisa cómplice me dijo todo lo que
necesitaba saber. Bajamos juntos y le expliqué el proceso de solicitud de
préstamo interno. Ella llenó su planilla y yo la mía. Entregamos nuestros
números de control y fuimos a sentarnos en los sofás a esperar que nos
nombrasen. Indagué rápidamente y me pareció divertida y ocurrente. Sin
embargo, me llevé una sorpresa al ver que una señora muy joven que había
bajado las escaleras unos minutos después que nosotros se sentó junto a ella y
le preguntó si había conseguido lo que buscaba. Daniela le dijo que aún no
sabía, y me presentó. La conversación, obviamente, bajó de intensidad ante la
presencia de su madre. No obstante recuerdo haberme mostrado simpático y
elocuente aun entonces. Nos llamaron por nuestros respectivos números de
control y cada uno fue por separado a coger su libro. Yo había solicitado los
relatos completos de Kafka, pues sólo quería matar tiempo haciendo algo
productivo: estaba esperando a que Sofía saliera de clases para irnos juntos a
su apartamento. Desde mi mesa, en los intervalos en los que estiraba mi cuello
cansado por la postura, aprovechaba para echarle una mirada a Daniela, que
leía ávidamente junto a su madre, sin dejar, sin embargo, de mirarme de reojo
cada vez que sentía mi mirada sobre ella. Leí los relatos de Kafka realmente
abstraído. Para mí fue un maestro del relato. Me encanta su humor y la forma
en que lo fantástico se cuela de una forma tan natural en sus cuentos. Esa
arbitrariedad, esa anomalía porque sí, me encanta. Vi mi reloj y noté que eran
un cuarto para las cinco y entonces subí la mirada y no vi a Daniela, lo cual
me desilusionó porque había resuelto pedirle el número. Apuré el paso: pensé
que podía encontrarla aún en la salida. Pregunté a la empleada de turno hacía
cuánto se había ido la muchacha y la señora que habían solicitado una tesis y
me dijo que hacía sólo un momento. Subí corriendo las escaleras y la vi en la
recepción, retirando su bolso. Saqué de mi cartera un ticket multiabono y
escribí rápidamente en él mi nombre y mi número. Aceleré el paso y fingí
sorpresa al volver a tropezar con ellas en el Boulevard Panteón. Le pregunté si
por fin había encontrado lo que quería y ella me dijo que sí. Yo entonces, ante
lo que yo creía la creciente reticencia de su mamá, saqué mi mano de mi
bolsillo y estreché la suya con un "un placer" de inteligencia. Ella sonrió y
cerró el puño. Todo lo cual fue innecesario porque luego fue su misma madre
quien sugirió que yo podría ayudarla en la preparación su tesis y nos insistió
en que cambiásemos números telefónicos.
Nos vimos un par de veces en el techo de la ballena, un café popular en el
centro de la ciudad. Luego fuimos dos lunes seguidos al cine y la quinta vez
que nos vimos estuvimos juntos en una posada de La Guaira. Ella, repito, no
me parecía brillante, pero su juventud sí. Estaba en la edad floreciente, en la
que toda ella era deseo reprimido, humedad. Sofía tiene aún hoy ciertas
sospechas, se pone celosa sobre todo cuando Daniela me escribe, pero siempre
sé contentarla: sexo. Afortunadamente Sofía es una mujer sencilla para quien
el hecho de que aún quiera tener sexo deja sin importancia el hecho de que,
por ejemplo, me escriba con otras. De modo que no tengo mayores
complicaciones por esa parte: siempre tengo ganas. A veces tengo ganas de
Sofía cuando estoy con Daniela y viceversa, muy frecuentemente viceversa,
pero para eso está la imaginación y la luz tenue y la posibilidad de cerrar los
párpados.
Mis amigos de la universidad dicen que soy misógino, que busco la
humillación, la subyugación y cuasieliminación de las mujeres mediante el
sexo agresivo. Yo les contesto que cuando un término está de moda siempre lo
usamos casos no relativos sólo para utilizarlo; y que misógino no tiene
antónimo y hay muchas viudas negras humanas. No sé si me entienden, pero
no me interesa. Sin embargo, sí, lo confieso: para mí sexo y poder son la
misma cosa. Siempre me he esforzado al máximo en cada ocasión, siempre he
considerado prioridad el placer de ellas, porque, de ese modo, satisfechas,
estarán siempre a disposición de quien las satisfizo. Antepongo su placer al
mío, siempre. Y con respecto a la agresividad, simplemente no puedo evitarlo,
no puedo contenerme de morder unas muñecas blandas, un cuello expuesto, un
pezón puntiagudo; no puedo evitar apretar una cintura menuda, halar un
cabello perfumado, estrangular una garganta gimiente. No puedo. No lo hago
de forma deliberada, pero tampoco puedo evitarlo. Tampoco soy, de ninguna
manera, un sadomasoquista. Sí, confieso que me gusta infringir dolor, pero
cuando entran en juego esa cantidad de juguetes y sustitutos artificiales ya me
parece que todo pierde el encanto. Siento que entonces el sexo se vuelve algo
rebuscado, complicado, coreografiado, ritualista, jalado por los pelos. Todo lo
contrario, claro está, de lo que a mí me gusta. Nunca he estado con una mujer
que no me gustase realmente. En mi pueblo hay un dicho. "El que coge fea
coge más". Yo jamás he sido partidario de aplicarlo y mis gustos se definen
más por cualitativos que por cuantitativos. Dada mi indiferencia entonces para
con mujeres atractivas para otros, habiéndolas yo ignorado, he sido muchas
veces muy tildado de gay, cosa que no me importa en lo absoluto.
Mi papá me llamó ayer. Estaba alterado, me preguntó que cómo era posible
que yo no hubiera llamado a mi mamá por una semana entera, que sólo los
buscaba cuando necesitaba plata y de resto los ignoraba. Yo realmente lo
ignoré, le dije "está bien" a todo. Una de las cualidades que más detesto de él
es que nunca ha dejado de verme como a un niño al cual hay que dirigirle la
vida, cuyas decisiones hay que tomar. Estoy pensando en dejar ya la maldita
universidad. Sí. Era una posibilidad remota cuando me mudé, pero ya
establecido aquí, podría comenzar a trabajar tiempo completo en el café y así
independizarme por completo de ellos. Pensé que llegaría a aprobar al menos
el primer semestre. Pero se me hizo inaguantable. Insoportable. Voy todo o
nada con la pintura.
Lo hablé con Sofía y ella no está para nada de acuerdo. Me dijo que si
quería ser un empleado toda mi vida, me preguntó que si quería ser un
perdedor más, ganando sueldo mínimo, cobrando un eventual bono de
empleado del mes que realmente significa esclavo del mes. Me dijo que lo
pensara bien. Debo decir que me sorprendió esa actitud por parte de ella, que
en la mayoría de sus facetas es tan liberal. Al parecer no, al parecer Sofía no es
tan única ni tan irreverente como yo pensé. Me ha desilusionado mucho esa
faceta timorata suya. Creo, en parte —y aunque me duela aceptarlo, y también
me ofenda—, que su temor se debe principalmente a su desconfianza en mi
talento como pintor. Ella trata de disuadirme arguyendo el poco apoyo a la
pintura en el país, el casi inexistente mercado sobre todo para pintores jóvenes.
Pero yo hago oídos sordos y simplemente sepulté el tema. Porque para mí es
una ofensa. Sin embargo, antes de cerrar la discusión, le dije que no me
importaba su opinión ni la de nadie, sólo la mía. Y le dije que no me
importaba ser un simple empleado, que prefería eso a ser un ingeniero
frustrado y mediocre. Y que simplemente estaba, con coraje, enfrentando mi
destino, abrazando mi vocación de frente y a cabalidad. Y no a medias tintas
como muchos artistas profesionales expertos en la realización paralela de un
plan B. Le dije que todo el que tiene un plan B es porque no confía en tener
éxito con su plan A. Y si el plan A es el arte, por simple analogía, deducción,
silogismo —recuerdo haberme mostrado sumamente pedante—, entonces el
"artista" sencillamente no confiaba en sí mismo. Ella entendió y calló.
Entonces respondió sarcástica que su plan B bastante que me había dado de
comer. No pude seguir. Si bien es cierto que siempre la he alentado para que se
dedique exclusivamente a la poesía, luego de escucharla quejarse por las horas
de trasnocho necesarias para leer a los poetas clásicos obligatorios que le
encomiendan sus profesores y los cuales forman parte del pensum en las
escuela de letras, también es cierto que a ella le gusta su carrera y no existe
ningún tipo de contradicción entre el poeta y el licenciado en letras, sino, al
contrario, una cosa se complementa con la otra. Mi crítica era principalmente
con las lecturas obligatorias, impuestas, puesto que siempre he creído que uno
debe leer lo que a uno le gusta, y botar lo ventana lo que no, así sea un clásico
alabado por la crítica y la historia. Pero Sofía dice que sin embargo son
necesarias a los fines de comprender las citas literarias y las referencias que
otros autores hacen de sus obras. Yo me encojo de hombros.
Hoy se supone que debíamos habernos visto. Pero apagué el teléfono y me
vine al bar a tomarme unas cervezas solo. Dejé la universidad. Ni ella ni nadie
me dirán qué coño debo hacer con mi vida. Es mi maldita vida y yo decido
qué hago y qué no hago con ella. El lunes comienzo a trabajar tiempo
completo. I don't give a fuck, le diré cuando me lo pregunte, a ella que me ha
comentado varias veces la teoría según la cual uno adquiere otra personalidad
al hablar en otro idioma. La mía es más arrogante en inglés. I don't give a fuck
about the university. I don't give a fuck 'bout you. Pensé que me apoyarías,
Sofía. Pensé que serías mi apoyo, otra vez, como cuando nos conocimos,
como cuando me presentaste a tu grupo de amigos los metaleros y me
invitabas a sus viajes de playa y a tomar y ver los partidos de la vinotinto en tu
apartamento. Creí... Creí... Pensé... Pensé mal. No eres diferente. Eres una
fachada. Eres diferente sólo por fuera. No me interesa seguir asistiendo cinco
días por semana a una universidad que no me produce ningún beneficio en el
presente y quizá tampoco lo haga a largo plazo, puesto que ente país los
ingenieros están trabajando en fotocopiadoras y manejando taxis. Ganan una
miseria por hora dando clases de castellano en los bachilleratos. Sinceramente
sólo quiero pintar, y sé que no quiero estudiar, no académicamente, al menos.
Seguiré siendo como siempre lector ávido, pero sin la carga académica y sólo
por placer y para forjarme una vasta cultura a fin de pintar mejor.

CAPITULO II

Diría que la rivalidad, y el resentimiento para con mi papá comenzó a mis


cuatro años. Era de noche y no había luz en la casa. Estábamos sentados a la
luz de un par de velas en la sala. Yo estaba de pie, de espaldas a él, entre sus
piernas, tratando de bailar mi trompo: recuerdo que fue a causa de la semana
de los juegos tradicionales en las escuela. Yo intentaba hacerlo caer con la
punta pero cada vez que lo intentaba el trompo caía de lado e iba a dar a la
pared. Él trató de enseñarme cómo hacerlo y me lo demostró, una vez. Sin
embargo, para mí fue imposible hacerlo bailar y me puse a llorar. Él me
reprendió severamente, me dijo mariquito, que los hombres no lloraban, que
tenía que ser un hombrecito. Recuerdo muy claramente que lo que me dolió no
fueron las palabras en sí, sino el hecho que me las dijera frente a mi mamá,
para quien yo quería conservar siempre una actitud firme e impecable. Lloré
aún más y mi mamá me consoló. Esa noche ellos discutieron sobre la manera
en que él me regañó. Mi mamá abogó por mí, él le contestó que estaba criando
a un sinvergüenza, que debía ponérseme más disciplina.
Desde que trabajo tiempo completo soy, paradójicamente, más libre: tengo
más dinero. Tengo más dinero y puedo disfrutar mejor de la ciudad. Mi papá
me llamó ayer. Me insultó, me dijo que debería darme vergüenza repetir el
primer semestre, que pensara en mi futuro, que me había dejado sonsacar con
la primera putica bohemia que conocí en la universidad: él sabía de Sofía,
supongo, por mis publicaciones en facebook con ella. Me dijo que yo no tenía
ninguna necesidad de trabajar y que un trabajo tenía que significar crecimiento
no decrecimiento y que si además estaba afectando mis estudios debía dejarlo.
Me disgustó sobremanera oírlo hablar así de Sofía, pero no me atreví a exigirle
respeto. De hecho, luego de dejarlo hablar solo un largo rato, llegué a
prometerle que retomaría el próximo semestre, por lo cual ahora estoy molesto
conmigo mismo: no lo enfrenté, no le dije de frente que había abandonado la
carrera, sino preferí dar rodeos y me escondí detrás de una y otra excusa.
Cuando me pasa algo así, la consciencia no me deja dormir. El no haber hecho
o dicho algo que quería hacer o decir, me carcome por dentro. Me odio a mí
mismo por no haber aprovechado la oportunidad, por no haber tenido las
bolas. Hacer lo que quieres hacer. Decir lo que quieres decir. Quisiera todo
fuera tan fácil así para mí. Pero la realidad es otra: mi papá hizo la llamada
esperada, esa llamada, estando furioso, que yo había esperado desde el mismo
día en que me retiré de la universidad, y no le confronté.
Eventualmente tenía que enterarse. Es día de las madres y he venido a
casa. Pedí el día libre en el café. Me levanté muy temprano y salí a las 7 a.m.
del terminal La Bandera. Dos horas de viaje durmiendo en aire acondicionado.
Me quedo en la Plaza Bolívar de mi pueblo y camino hasta mi casa, haciendo
una breve parada antes en la panadería para comprar algunas cosas para el
almuerzo. Saludo a mi mamá y la felicito. Mi papá me recibe reticente,
mirándome extrañado. Me pregunta por qué no traje a Sofía, yo le respondo
que porque ella se quedó con su familia. Él no insiste y nos sentamos a la
mesa. Entre la abundancia de mi hogar y las crueldades de unos con otros, de
mis tíos y primos, mi papá me pregunta de repente de dónde tengo plata y por
qué no he llamado más para pedirles dinero. No lo dudé. En ningún momento,
contra mis expectativas, titubeé siquiera. Le dije que ahora trabajaba tiempo
completo en el café y que había dejado la universidad. "¿Cómo es la vaina?",
exclamó antes de mirar a mi mamá con una mirada acusadora, sabiéndola
cómplice, sabiéndola conocedora de ese hecho que le habíamos ocultado. Se
paró de la mesa y no me dirigió más la palabra. Él creía que yo había repetido
el semestre como yo le había dicho: había repetido porque había perdido
clases y salido mal en algunas evaluaciones por haberme puesto a trabajar
part-time en el café. Le dije que para el próximo semestre ya estaría
acostumbrado y rendiría mejor.
Es increíblemente bueno ser honesto consigo mismo, es plenitud, es
saludable. Desde que tengo las cuentas claras con mi papá siento que disfruto
más la vida: no tengo remordimientos de consciencia, pensamientos confusos
acerca de lo que debería hacer. Aún no tengo claro si inscribirme en alguna
academia de artes o empezar a pintar de forma autodidacta, y mi vida
transcurre entre bares, cafés, cines, librerías, recitales y conciertos. Me siento
inclinado hacia el mundo artístico, como debe sentirse un pez atraído hacia el
agua. He ya pintado algunos lienzos, pero soy definitivamente inconsecuente.
Además, los considero tan íntimos y personales que no creo que mi pudor
resista su visión por parte de un tercero. Siento que aunque me he
independizado de mi familia, me sigue importando mucho lo que ellos piensen
de mí y eso me molesta, quisiera no me importase un carajo, pero
sencillamente no es así.
Ya Daniela me aburre. De hecho, "la tengo abandonada", como ella misma
lo reconoce cada vez que me escribe por whatsapp. No lo hago
deliberadamente, pero luego de cierto tiempo, cualquiera pierde interés,
especialmente si ese cualquiera ya ha sido poseído. He conocido a otras chicas
pero creo que estoy en una etapa de mi vida que, de tener que titularla, elegiría
llamarla incertidumbre. Creo que la libertad plena es algo muy abrumador.
Creo que de algún modo todos nos sentimos un poco más cómodos recibiendo
sugerencias acerca de lo que deberíamos o no hacer, y tener estándares, puntos
de referencia a los cuales intentar asemejarse; y creo también que cuando eso
no es así, cuando eres soltado en medio de una infinidad de posibilidades,
entonces pierdes el control y necesitas que tu camino vuelva a ser estrechado,
filtrado mediante sugerencias, estándares, preceptos sociales. La libertad es
difícil de manejar, y tal vez eso sea lo que me está sucediendo a mí ahora:
puedo mañana mismo empezar a estudiar alemán o inscribirme en un curso de
repostería; demasiadas disyuntivas para mi gusto. Aunque también estoy
consciente de que el tiempo pasa y pasa y yo sigo sin hacer nada. Y he
adquirido plena consciencia de que tengo que dejar de ser tan inconsecuente y
empezar a pintar todos los días si de verdad quiero llegar a merecerme el título
de pintor. Al menos he leído una inmensidad y sigo con Sofía: ella al parecer
ya superó su crisis por mi abandono universitario. Ha vuelto a ser la misma de
siempre y sacó una copia de la llave de su apartamento y me la regaló. Me la
entregó en estos días, luego de salir de la universidad. Pasó por el café a
visitarme y al despedirse me la dio fingiendo espontaneidad: "Ay, ya se me iba
a olvidar", dijo, tensa, mecánicamente. Yo sonreí y le recibí el llavero blanco
con la inscripción "Siempre que quieras", en arial negra.
Últimamente me he visto en ahogos económicos. La siempre creciente
devaluación se ha venido comiendo mi salario y lo que compraba hace dos
meses con una quincena ya no lo puedo comprar con las dos. Sofía me ha
propuesto que, para ahorrar gastos, me mude con ella, "sin compromisos,
como un compañero de apartamento más. Seremos roomies". Yo la he
evadido. Sofía es muy bella y me encanta y disfruto mucho su compañía y
precisamente por eso no lo quiero arruinar. Sé que la convivencia doméstica
arruina todo. Lo he atestiguado en mi casa. Mi papá y mi mamá se odian
mutuamente y sin embargo tienen que soportar vivir bajo el mismo techo y
verse las caras todos los días porque ninguno tiene el valor de irse, de poner un
punto final, simplemente "porque así son todos los matrimonios". Yo no me
resigno a esa cotidianidad, a esa vida rutinaria y ritualista, y prefiero que las
noches que pase en su apartamento sigan siendo en calidad de visitante y
nunca de residente. Además, Sofía tiene daddy issues, o problemas paternales
o complejo de Edipo. Yo me he convertido en una suerte de sustituto paternal
para ella; y lo hice deliberadamente, es decir, yo quería convertirme en ese
sustituto, pero eso lo explicaré más adelante. Ella es muy susceptible e
inquietantemente celosa, y aunque su orgullo la lleva las más de las veces a
reprimir la expresión de sus celos, yo sé muy claramente que los siente y
realmente no quisiera estar en una posición en la que tenga que estar
explicando todas las noches por qué llegué a tal o cual hora, dónde estaba, con
quién andaba, etcétera. Sé que en el fondo ella quisiera que nos volviésemos
más serios, más formales, incluso ha comentado ilusionada la proximidad de
su graduación y la subsecuente evolución económica y se ha detenido a ver
vestiditos de niñas en las vidrieras de EPK andando tomada de la mano
conmigo, todo lo cual me ha puesto aún más sobre aviso.
Constantemente sueño, y sueño con mi papá. Sueño que lo golpeo en la
cara, lo hago sangrar, y le grito, le grito que no me importa un carajo lo que
piense y que haré las cosas a mi modo. Y le pateo la cara y él muere. En el
sueño, no siento remordimientos. Él siempre ha querido encarrilarme, hacerme
a su imagen y semejanza, pero nunca lo logró porque mi naturaleza era, no
endeble, pero sí liberal: él es militar, estricto, abandonado por su madre y cuyo
padre, aunque muy cariñoso en vida, los dejó, deliberadamente, a él y a sus
hermanos huérfanos muy prematuramente. Y sus tíos, crueles estafadores,
quienes se las habían arreglado para falsificar los traspasos de los bienes de mi
abuelo a sus respectivos nombres, lo único que jamás hicieron por mi papá fue
comprarle los cinco interiores y los tres pares de medias que le pidieron para
poder ingresar en la Academia militar una vez que él consiguió presentar los
exámenes por sus propios medios. Una vez dentro, vendía cigarros, le hacía
los informes a sus compañeros y robaba casilleros, todo para poder sobrevivir
los primeros tres meses de reclusión obligatoria, luego vivió con su sueldo de
estudiante. Siempre me habló del sacrificio, de lo que le había costado a él
salir de abajo, que él pudo por sí solo y que yo debía aprovecharlo porque yo
tenía algo que él no tuvo: un padre interesado por mí. Sin embargo, el entorno
militar terminó convirtiéndolo en un insensible, al que no le importan nunca
los medios sino el fin. Y yo siempre fui un poco atolondrado, lo reconozco.
Voluble e impulsivo, obsesivo e inconsecuente. Enérgico hasta lo enfermizo
para unas cosas y excesivamente perezoso para otras. Siempre fui su
decepción. Aun así, lo amo; lo amo como todo hijo debe amar a su padre.
Aunque, confieso que a veces sueño... Sueño que tengo cuatro años otra vez, y
estoy sentado en tus rodillas, y enrollo el trompo correctamente, y lo lanzo al
suelo y lo hago bailar, lo bailo, papá, lo bailo bien, y el trompo gira y además
lo recojo con la mano y continúa bailando sobre mi palma, y tú me miras y mi
mamá me mira y ambos ríen. No como sucedió en realidad cuando me dijiste
marico porque mi pulso infantil no podía enrollar bien el maldito guaral y
perdiste la paciencia y me dijiste marico delante de ella.
Admiro, papá, tu dedicación, tu fuerza de voluntad y tu capacidad para
manejar la frustración. Yo no sé qué hubiera hecho en una situación como la
tuya. Tal vez fuese hoy indigente. Sin embargo, el hecho que tú hayas pasado
por tanto no te da el derecho a despreciarme sólo porque yo tengo más
ventajas que tú. Porque creo que a veces todo se reducía a eso: me envidiabas
porque yo tenía las ventajas que tú no tuviste y, según tú, no las aprovechaba.
Pero yo no tengo por qué superarte. Yo no tengo por qué seguir tus pasos.
Deberías dejarme elegir, como ahora, al venirme a Caracas, al escapar de tu
cobijo, estoy decidiendo.
Nueve y cuarenta y siete de la mañana: voy tarde al trabajo. Me despertó el
resplandor que penetraba por la ventana. Tengo el celular en el pecho. La
alarma sonó, la apagué y volví a quedarme dormido. Tengo catorce llamadas
perdidas de Sofía. Qué raro. Carajo, hoy cumplimos un año. El aniversario. El
maldito aniversario. No me acordaba. Bueno, ya veré qué le invento. Me
sorprende hasta qué punto somos una fachada. Cuando conocí a Sofía, hace un
año, en el cafetín del pasillo de ingeniería de la ucv, me llamó mucho la
atención el énfasis que ella hacía en esa condición de liberal e irreverente
inherente a su personalidad. Entonces yo pensé en un dicho muy usado por mi
abuela: "Dime de qué presumes y te diré de qué careces". En este caso, la
sabiduría popular es totalmente acertada. Sofía pretendió siempre hacerme
pensar que era liberal, cool, relajada, fría y distante e indiferente a los adioses.
De hecho, por un tiempo fue ella la alfa de la relación, yo me limitaba a ser el
pasivo, a estudiarla. Hoy, me doy cuenta de lo dulce y sensible que en realidad
es y en consecuencia me doy cuenta también de cuánto maltrato y cuánta
indiferencia de mi parte está dispuesta a soportar. Hoy cumplimos un año y
aún no me ha mandado la primera vez "pal coño", como un año atrás dijo que
haría cuando yo "la cagara".

CAPITULO III

Recuerdo mi afición por la pintura desde muy temprana edad. Me gustaba


mucho colorear desde que estaba en el kínder. Hacía a mi mamá comprarme
lienzos en los que pasaba toda la tarde pintando luego de hacer la tarea.
Recuerdo a mi papá quejándose por estárseme criando sedentario. Fue
entonces cuando intentó meterme en béisbol: deserté. Luego fútbol, el mismo
resultado. Yo era un niño sensible y me gustaba leer y mi soledad y saciar mi
infinita curiosidad con los libros. Además mi profundo sentido de la justicia
hacía que siempre estuviera metiéndome en problemas que no eran míos para
defender a los débiles. Fui siempre conflictivo por esa razón en todos los
lugares en los que tuve roce social alguna vez. Mi momento favorito del día
eran las tardes, porque yo terminaba de hacer mi tarea temprano, después de
almorzar mientras mi mamá reposaba y tomaba la siesta hasta las dos de la
tarde, luego yo me iba con ella a su despacho en la calle Sucre de mi pueblo a
hojear sus enciclopedias y jugar en su computadora El príncipe de Persia, o
bien simplemente acostado en las sillas de espera, en el aire acondicionado.
Recuerdo mirar mucho las pinturas, las grandes obras de los maestros
universales y sentir una gran curiosidad por ellas. Sentía la inquietud por
imitarlos, por pintar así. Y pasaba horas interminables hojeando esas
enciclopedias, al punto de quedarme dormido a veces sobre ellas. Sin
embargo, durante toda mi adolescencia fue algo que, aunque tuve siempre
presente a un nivel subyacente, lo olvidé parcialmente. Y he aquí entonces la
importancia de Sofía en mi vida. Cuando nos conocimos en la universidad y
me contó que escribía poesía, para mí fue como una especie de catarsis. Yo
venía de un pueblo donde la cultura es prácticamente nula —razón ésta, por
cierto, unas de las principales que me llevó a venirme a la ciudad—; de modo
que conocer gente de mi edad con gustos en común conmigo y el arrojo para
dedicarse al arte me motivó a retomar eso que yo sabía mío pero que estaba
muy abandonado en mí. Los primeros meses del primer semestre me quedaba
sin comer varios días para gastar todo mi dinero debajo del puente de la
Fuerzas Armadas en La hoyada, comprando libros de pintura. Devoré decenas
de libros, madrugando y descuidando mis responsabilidades laborales, pero no
me importó. Leí, leí, leí mucho libro físico, mucho pdf, para poder empaparme
de esa cultura básica y reencontrarme con conceptos elementales para poder
después, sólo después, comenzar a pintar. Fue entonces cuando comenzó la
época frenética en que Sofía y yo pasábamos horas mirándonos desnudos el
uno al otro, con The Killers en el reproductor; ella creando versos, yo frente a
mi lienzo, plasmando su pálida desnudez; volviendo a tomar confianza a mi
muñeca, soltando los trazos poco a poco. Lápiz, carboncillo y bolígrafo, la
dibujaba a toda hora; me dibujaba dibujándola escribiendo. La dibujaba
dándole la espalda al resplandor de su ventana, leyendo, con el porro sobre el
cenicero y el cenicero sobre la mesita de noche. Ahora, cuando pienso en
retrospectiva, no sé cómo pude no haberme dedicado a esto al cien por ciento
antes, cómo pude haber pasado tanto tiempo alejado de la pintura. Un día, en
el cafetín de la facultad de ingeniería de la universidad, Sofía me dijo una
frase que, aunque podría parecer trillada, me conmovió. Me dijo: Yo creo que
deberías intentarlo con la pintura si de verdad te gusta. Alguien dijo una vez
que en el mundo se perdía una gran cantidad de talento por la falta de un poco
de coraje. Esa frase, dicha por ella, en ese momento, me hizo resolver que me
dedicaría a la pintura de lleno, y dejar ya de pensar en la universidad,
olvidarme de ella y dar por sentado que no volvería. Claro que ella sólo me
dijo esa frase para alentarme y jamás pensó que yo dejaría la universidad de
forma tan expedita, pero afortunadamente, a estas alturas, ya lo asimiló, y
puedo decir que incluso me apoya como pintor.
Conforme el tiempo avanzaba, yo me encontraba llegando tarde a clases
para reprobar exámenes para los cuales no había estudiado, cansado y con
ojeras por haberme quedado dibujando o pintando hasta tarde. Recuerdo que la
primera de mis obsesiones fue pintar una defenestración masiva en la torre
oeste de Parque Central. Invitaba a Sofía —es gracioso que diga invitar,
porque ella era siempre quien pagaba— a tomar café en el café del museo de
Bellas Artes y luego nos adentrábamos por entre los frondosos bulevares del
parque Los Caobos. Y yo siempre me detenía de repente en un punto
cualquiera y la hacía observar la torre desde allí, y le preguntaba qué le parecía
ese ángulo, y lo comparaba con otros cientos que le había hecho notar y que
pensaba que ella retendría en la memoria, cosa que nunca pasó: ella sólo
recordaba el ángulo actual y dos o tres de los inmediatamente anteriores. Yo
me enfurecía entonces y le decía que menospreciaba mi arte. Ella me
consolaba y salía del apuro elegantemente con alguna elocuencia. Mi principal
problema estético era el ángulo, quería que fuera una pintura realista. Pero mi
ubicación debía ser lo suficientemente distante como para que se viera
panorámicamente a los suicidas en el aire. Intenté una vez representar toda la
escena a través de un resquicio de una frondosa rama de uno de los caobos
más alto del parque, pero me fue imposible agregar siquiera una decena de
suicidas, de modo que rompí el lienzo en un arrebato de furia y frustración.
Finalmente, terminé pintándolo desde una esquina de la Avenida México,
cerca de la estación del metro de Bellas Artes. Es un buen lienzo, y es
profundamente inquietante. Me gusta porque en él el cielo está muy azul y
despejado, y todos y cada uno de los suicidas mantienen expresiones serenas.
No sé exactamente por qué se me ocurrió, pero tampoco le doy muchas vueltas
al asunto. No me gusta pintar para expresar premeditadamente algo, porque mi
experiencia me dice que ese algo en un ente constantemente cambiante, y
además considero de mal gusto explicar una pintura. Una pintura no tiene más
explicaciones que ella misma, ella con sus formas, colores y dimensiones.
Pinto para pensar y no pienso para pintar.
Nunca fue un secreto para nadie que la vida provinciana me estuviera
arruinando. En mi adolescencia me ajusté más o menos bien a ella porque mi
papá, desilusionado ante mi falta de ambición, había hace tiempo perdido toda
expectativa por mí y, subsecuentemente, cualquier intento de procurarme una
mejor educación. De modo que mi mocedad transcurrió entre la vagancia y la
delincuencia juvenil común pueblerina, los chismes de esos grandes infiernos
que son los pueblos pequeños y el reciclaje de novias entre amigos. Sin
embargo, ya pisando la mayoría de edad, pensé que debía hacer algo con mi
vida. Me escandalizó convertirme en uno de esos guapetones de pueblo que a
los veinticinco años aún frecuentan la plaza Miranda, pendientes de andar
atacando púberes de camisa azul y añorando sus tiempos de liceístas y
contando los mismos cuentos una y otra vez, comentando cómo extrañan esos
tiempos que no volverán y cómo su liceo nunca volvió a ser lo mismo una vez
ellos se graduaron. Yo me dije que debía salir de ahí. Entonces fue cuando
comencé todos los trámites y quedé asignado por la opsu para la carrera de
ingeniería civil en la Universidad Central de Venezuela.
Sería tan fácil para mí decir, como ya he dicho: sí, Sofía es una poeta
pelirroja y tatuada que se convirtió en mi familia aquí en Caracas y me hizo
sentir a gusto, en un momento en que yo estaba terriblemente frustrado,
decaído y solo. Sin embargo, me esforzaré por describir detalladamente la
índole de nuestra relación y los rasgos más característicos de su personalidad.
Yo había comprado dos películas de Woody Allen y me tomaba un con
leche en el cafetín de la facultad de ingeniería. Las películas eran Scenes from
a mall y Husbands and wives. Ambos films reposaban sobre la mesa. Yo
alternaba mi atención entre mi vaso de café y mi libro: As I lay dying.
Repentinamente siento una presencia cerca de mí. Levanto la mirada y miro a
esta pelirroja, de piel blanca muy pálida, con moño y lentes de grandes
cristales, decirme de la manera más amistosa y casual: Oye, ¿te gusta
Faulkner? Mi reacción primera fue decirle que sí; luego una pausa, y le
pregunté qué había leído de él. Ella me contestó, uno por uno y en orden
cronológico, todos los títulos de las novelas de William. "Fue un crush
inmediato", solemos decir ambos hoy. La invité a tomar asiento y compré dos
cafés más. Me sorprendió su cultura. Sin embargo había algo que me
molestaba de ella: quería parecer más fuerte y ruda de lo que en realidad era.
Yo pensé que podría romper esa coraza, debajo de la cual encontraría
abnegación y ternura. Noté que la incomodaba indeciblemente decir groserías,
sin embargo las decía con voz firme pero con el cuerpo encorvado, reprimido,
tapándose siempre la boca con un tic que la hacía acariciarse el labio inferior o
la quijada con la mano. Entonces me produjo curiosidad en serio. Porque para
que alguien naturalmente tan tierna quisiera aparentar tal rudeza en contra de
sí misma, algo anormal tenía que haber pasado. Pero me encantaba su sonrisa
y su cultura y su simpleza y su cuerpo: era una voluptuosa venezolana, de
menuda cintura y anchas caderas y grandes y alzados senos. Ella preguntó
acerca de mi vida, de mis orígenes y yo fui totalmente sincero, le conté, como
una revelación, como las palabras de un hombre que se sabe próximo a morir,
que amaba la pintura, y que quería ser pintor y que era lo único que me
importaba en la vida, que siempre había querido ser pintor y que en realidad
no sabía muy bien qué estaba haciendo allí, sentado en la facultad de
ingeniería de una universidad. Aunque, acoté pícaro, no ha sido del todo malo,
porque ha servido para conocerte. Y entonces le saqué la primera sonrisa, la
primera sonrisa que hizo visibles sus huequitos en las mejillas; la primera
sonrisa que sería un augurio de esta relación intensa que tendríamos.
Sofía fue mi guía turística en la ciudad. Con ella conocí los museos, el
casco histórico, el Ávila, los bares, el mundo underground. Todo los hacíamos
juntos. Aún recuerdo sus primeros versos. Nos citamos en el parque Los
caobos para uno de mis paseos divagantes en los que trataba de encontrar el
ángulo ideal para mi cuadro. Nos sentamos en la fuente Venezuela a descansar
un rato. Recuerdo que un heladero pasó por ahí cerca y yo lo llamé. Le compré
dos barquillas. Sofía comía muy lentamente, evadiendo mucho el contacto
visual conmigo mientras hablaba de poesía. De repente me dijo que había
escrito algo para mí. Eran tres estrofas sencillas, en las que, precisamente, ella
elogiaba la sencillez con que hacía que todo pareciera emocionante. Uno de
los versos decía que yo era de fuego, que mis ojos ardían, que había pasión en
ellos. Me gustó mucho ese poema. De hecho, me lo sé de memoria. Debo decir
que no lo esperaba, no de ella, no a esa altura de nuestra relación, pero fue, sin
embargo, una sorpresa agradable. Yo quería indagar en su vida. En general,
gano la confianza de la gente de forma extraordinariamente rápida. Varias
veces, totales desconocidos me han confesado hechos vergonzosos y atroces,
diciéndome luego que había algo en mi mirada que hacía que confiaran en mí.
No obstante, Sofía permanecía ambigua y esquiva con el tema de su entorno
familiar. Pregunté directamente. Con quién vivía, quién la había criado, cómo
se la llevaba con su familia, si tenía padres y cómo era su trato con ellos. Fue
entonces cuando me enteré de ese pasado doloroso. Sofía había sido criada por
su abuela, una señora estricta y malhumorada que vivía sacándole en cara el
hecho de que la había sacado del pote de basura en que su mamá la había
tirado inmediatamente después de parirla, antes de irse de la casa por cinco
años. Me contó cómo trataba a su mamá genética como a una hermana y cómo
no la respetaba. Me contó que nunca había conocido a su papá y que, aunque
había ido una vez a San Fernando de Apure —la última dirección de él que
había logrado sacar a Tibisay, su madre genética—, y había intentado
comunicarse con él por todos los medios posibles, nunca lo había visto
siquiera, salvo en una foto que había robado a Tibisay y que llevaba consigo
en su monedero como una especie de amuleto de esperanza. Sofía me contó,
reprimiendo las lágrimas, el semblante rojo, con el labio superior manchado de
helado de chocolate, bajo el sol tenue del atardecer que se filtraba por entre las
ramas de los caobos, que su mamá (su abuela) le había dicho recientemente
que él había muerto. "Ella siempre ha sido cruel, me explicó Sofía, y desde
que me fui de la casa, más. Pero nunca, con todas sus crueldades, me había
dicho algo así. No sé si creerle. Siempre tuve esperanzas de conocerlo." Su
voz se quebró con esta última frase y en seguida rompió en lágrimas. He aquí
entonces que yo me di cuenta de que sus conflictos paternales eran más serios
de lo que pensaba. Pensé, lo admito, en aprovecharme de eso. Yo necesitaba
entonces alguien que velara por mí, que se encargara de las nimiedades de las
cuales yo no puedo a fin de poder dedicarme completamente a la pintura.
Claro que todo dependería del sexo. Debía reemplazarlo a él. Debía aceptar
ese rol de padre sustituto, de protector. Yo estaba totalmente dispuesto porque
sabía que eso me daría total dominio sobre ella. Enjugué sus pómulos y me
mostré lo más consolador posible. Le di ánimos, le dije que ya no lo
necesitaba. Que se había convertido en una mujer muy bella e independiente y
que contaba conmigo para lo que fuera. Yo necesitaba una mujer a la que
subyugar, dominar, una mujer a la que mandar, una mujer que me facilitara la
vida. Necesitaba alguien que me cocinara, me planchara y me lavara, y en la
residencia intermitente que mantendría posteriormente en casa de Sofía
encontraría todo eso. La consolé, la animé a no afligirse por la posible pérdida
de su padre. Sin embargo, no le di esperanzas, apoyé deliberadamente la idea
de que lo más probable era que fuera cierto, que hubiera muerto, siendo que su
mamá (su abuela) nunca había dicho algo de esa magnitud antes.
Psicológicamente era para mí un paso importante: sacarlo definitivamente de
su vida, sacar esa sombra, esa expectativa, y ocupar yo ese lugar. Yo, físico,
real, tangible. Ella me aceptó. Y con el paso del tiempo entonces los roles se
invirtieron: ella mostraba una ternura única conmigo y yo fui entonces el
dominante. Ya no era ella quien decidía, sino yo. Todos sus amigos e incluso
ella misma se sorprendían por esa faceta tierna que ella mostraba conmigo.
Sus amigos me contaban en las reuniones cómo Sofía había sido siempre la
ruda del grupo, a la que nada le importaba y que jugaba siempre con sus
novios. Comentaban jocosamente que yo debía tener algo especial, y que era
la primera vez que la veían tan tierna y cursi con alguien. Al parecer, yo había
despertado una ternura infantil en ella que nunca antes había mostrado. Yo,
fingiendo siempre desconocimiento y sorpresa, sabía las razones, pero,
obviamente, me las reservaba. Creo que una de las mejores consecuencias de
esa suerte sustitución paternal que tuvo lugar entre nosotros fue el sexo. Ella,
fiera e irreverente en público, se mostraba tímida e insinuante en la intimidad,
cosa que a mí me encanta.
Entonces vine a ser tema recurrente en sus poemas. Y ella al mismo tiempo
modelos de mis bocetos. Indie rock y marihuana, en su sala, en su habitación,
ese era nuestro ambiente de trabajo. Bosquejos míos por todos lados, sus libros
regados por el suelo, la cómoda, la biblioteca, el sofá, la mesa. Yo me convertí
en su obsesión porque nunca tuve miedo de aceptarla con todos sus miedos; de
hecho, yo lo quería; yo sabía que al convertirme en su padre sustituto tendría
ambas: la mejor y la peor parte de sí, que no habría puntos medios. Que todo
sería radical y que tanto su amor como su siempre potencial odio serían más
intensos porque cada sentimiento tiene un equivalente contrario. Sin embargo,
yo no tenía pensado complicarme la vida en el futuro inmediato sino más bien
quería mantenerme lo más tranquilo posible a fin de pintar a mis anchas.
Resultó entonces que fue ella quien me hizo su confidente y en menos tiempo
del que me imaginé me vi escuchando las historias más tristes y
desalentadoras de su vida. Debo confesar que Sofía es una poeta muy talentosa
y que tiene además el don natural de la narración oral: sus relatos son siempre
vívidos y atrapantes. Ella me ha proporcionado un sin número de ideas sobre
las cuales he pintado luego. Tiene una sensibilidad tremenda. Aunque es
holgazana y no trabaja con suficiente ahínco como para destacar como poetisa.
Le hace falta disciplina y madurar. No obstante, tiene versos hermosos y
conmovedores.
A veces he sentido celos artísticos de su parte. Ella me ha dicho
abiertamente un par de veces que envidia mi disciplina y constancia y que ella
quisiera poder mantener la motivación como lo hago yo. Dice que aunque cree
en la disciplina y el trabajo, nunca ha podido escribir tan deliberadamente,
sino que lo hace movida por impulsos frenéticos que la llevan a lanzarse a su
laptop para soltar tres estrofas que se le ocurren inesperadamente. Yo, en
cambio, me levanto a las 5:00 a.m. todos los días y, luego de desayunar, dibujo
cualquier cosa para soltar la mano y luego estudio pintura toda la tarde. Pero
siempre mantengo la rutina y dibujo o pinto todos los días de mi vida. Yo creo
que mientras más se trabaja más se estimula la imaginación. No creo en
musas. Creo en el trabajo duro, en la constancia. Cézanne me parece
admirable. Y, como Cézanne, he estudiado casos análogos dentro de otros
contextos y otras disciplinas no necesariamente artísticas, incluso.
Hemingway, por ejemplo, conquistó su talento a través del trabajo duro.
Balzac ni siquiera creía en el talento sino que escribía doce horas diarias, con
voluntad y disciplina. Me gusta leer biografías de grandes personajes como
esos para tenerlos como punto de referencia e intentar superarlos, nunca
permitirme a mí mismo estar por debajo de ese estándar. Por ahora yo brego
todos los días con problemas de luz y coloración, de sombras y delineado.
Domino perspectiva y profundidad, no obstante tengo inconvenientes con los
trazos muy rectos. Esta semana he bajado todos los días, muy tarde, a La
Guaira para pintar el horizonte en el mar, trazo largo y recto que quiero
dominar y con el cual no dejo de tener problemas.
Anoche tuve una pesadilla: quería cruzar un estrecho puente que me
llevaría a una cascada de agua cristalina al pie de la cual había un caballete, un
lienzo y una paleta esperando por mí. Sin embargo, tal era su estrechez, que no
podía cruzarlo sino una sola persona, y Sofía me sostenía de la mano. Una
versión infantil de Sofía, de cinco años más o menos, descalza, vestida con
una pequeña bata blanca y una muñeca rubia desgreñada que a su vez tenía
cogida de la mano a otra muñequita cinco veces más pequeña que ella misma.
Yo intentaba zafarme de Sofía pero ella se aferraba a mí. Entonces de un
sacudón repentino quedé libre, pero cuando iba a mitad del puente sentí una
mano en mi tobillo derecho: era la primera muñeca desgreñada. Perdí el
equilibrio y antes de caer y despertarme vi cómo una gran ola de tres metros
chocaba contra el caballete y el lienzo, arrastrando todo a su paso. No hace
falta hacer una profunda interpretación freudiana para darse cuenta que a nivel
subconsciente pienso que Sofía me impide pintar, o me aleja de la pintura en
cierto modo. Realmente, su cada vez mayor necesidad de atención me
incomoda. Poco a poco ha pasado de ser una irreverente e independiente chica
ruda a esta pequeña niña desolada y falta de afecto que comienza a celarme de
mis libros, mis lienzos y mis paseos sin rumbo en búsqueda de algún paisaje
interesante.
Sin embargo, aún —digo aún porque sé que lamentablemente esta clase de
sentimientos tiende a crecer o disminuir exponencialmente, pero nunca
mantenerse en la misma intensidad— sus celos no son tan asfixiantes y puedo
perfectamente dedicarle tiempo tanto a nuestra relación como a la pintura.
Creo que toda relación es simbiosis, es reciprocidad. Cuando llegué a Caracas
estaba solo, sin amigos, ignorante de muchas costumbres y jergas comunes
entre los jóvenes caraqueños. Desconocía tanto el mundo como el submundo.
Sofía en ese entonces fue para mí todo porque me introdujo en la ciudad, me
presentó gente y me brindó su compañía. Con el pasar del tiempo, no obstante,
me he vuelto mucho más independiente y he hecho mi propio círculo de
amigos, con intereses en común conmigo, por lo que ya ella no me parece tan
necesaria. Simbiosis. Satisfacción de necesidades mutuas. Yo vine a llenar un
vacío, una especie de sustitución edípica en su vida, lo cual ahora pesa mucho
más que la acogida que me brindó ella tras mi llegada a la ciudad. No sé si la
amo ni incluso sé si la llegué a amar. Para mí el amor es un concepto vago,
confuso, cuyos límites se entrecruzan con los del interés, las fijaciones,
obsesiones, los caprichos y el sexo. Tengo que admitir que sí, que al principio
pensaba mucho en ella y me alegraba cuando me llegaba un texto suyo, y me
alegraba el día verla. Cuando el sexo comenzó, no dejaba de desearla. Contaba
las horas que me faltaban para verla desnuda, tocarla, explorarla. ¿Eso es
amor? No sé. Me es irrelevante. Algún romántico dirá que eso no es verdadero
amor, que el verdadero amor es otra cosa más poética y desinteresada,
abnegada. Tal vez tenga razón; pero particularmente yo soy incapaz de sentir
algo así.
La primera vez que lo hicimos Sofía estaba muy desinhibida. Habíamos
estado postergando lo inevitable jugando caída en su sala y tomándonos una
botella de ron. Ambos sabíamos que esa noche, después que ella saliera de
clases y yo del trabajo, al ir a su casa como lo habíamos acordado
previamente, por fin pasaría. Por fin estaríamos juntos. Aun así, ambos nos
mantuvimos muy moderados durante las monótonas partidas de caída. Con
uno que otro beso apasionado entre manos, sí, pero al parecer ambos nos
cuidábamos de no dar la impresión de estar demasiado ansiosos. Nos
aburrimos y bebimos el fondo de la botella. Habíamos cenado chatarra y no
quedaba más que acostarnos. Ella fue a bañarse y me dijo que la esperara
acostado. Yo me puse cómodo en su cama y puse espn. Aunque mis ojos
estaban sobre la pantalla y el recuento de los play-off de la mlb, mi mente
estaba con Sofía. Sofía en el baño. Sofía que en unos instantes estaría acostada
junto a mí, para mí. Ella entró y vino directo a mí. Quiso apagar la luz. Yo me
esforzaba. Me esforzaba porque quería dominarla en todo sentido. Hacerla
mía, dominarla, subyugarla, totalmente. Me esforzaba porque necesitaba de
ella, de su apartamento, de su atención, de sus favores. Me esforzaba. Mis
manos se deslizaron delicadas por entre su bata y la desnudaron más
rápidamente de lo que hubiera querido. Entré. Estaba caliente, húmeda. Yo me
esforzaba, porque ella me era necesaria y quería dominarla. Quería subyugarla
en cuerpo y pensamiento, que fuese mía a cabalidad. Me esforzaba. Entraba y
salía. Conteniendo mi respiración. Pensando en otra cosa, cualquier cosa.
Pensé en las adaptaciones cinematográficas de Disney de los cuentos de
Perrault. Pensé en el calentamiento global y el derretimiento de los polos.
Luego pensé que, dado su uso ya común e indiscriminado, la real academia
española tendría inevitablemente que agregar a la palabra bizarro la acepción
de raro. Mi profesor tenía razón, qué coño. No quería terminar. Quería que ella
lo disfrutase. Que ella alcanzara el clímax. Debido al ron, estaba muy
borracho, de modo que pensé en hablarle sucio. Quién soy, le decía. Te gusta,
le preguntaba. Ella respondía: mi papi. Eres mi papi. Y quién eres tú, decía yo.
Tu niña, respondía ella.

CAPITULO IV

Aún se me hace increíblemente difícil evocar recuerdos de mi niñez. Creo
que he reprimido una gran cantidad de ellos. Como ya dije, no fui nunca el
hijo ideal de mi papá, siempre fui el niño sensible de mamá. Desde muy
temprana edad me di cuenta de cómo mi carácter dulce y atolondrado lo
mortificaba. Desde muy temprana edad me daba cuenta que lo desilusionada
con cada palabra, cada acto. Yo realmente no tenía ninguna intención de
complacerlo, sin embargo tampoco tuve nunca deseos de decepcionarlo en la
manera en que siempre lo estuvo de mí. Él fue siempre un hombre de carácter.
De hecho, su historia de vida es conmovedora.
Mi padre es nacido y criado en un pequeño pueblo al sur de Aragua
llamado Villa de Cura. Su padre fue un muy querido comerciante del pueblo,
don Pablo Guerrero. Mi abuelo Pablo había nacido para los negocios y tenía
un olfato envidiable para ellos. Podía comprar un carro y venderlo más tarde el
mismo día al doble del precio. Siempre estaba dispuesto a tomar esa clase de
riesgos. Mi abuelo fue poco a poco, a fuerza de negocios, a veces, aunque no
siempre, turbulentos —se cuenta en el pueblo que solía invitar a sus
potenciales socios a comer carne asada y tomar whisky antes de hacerles sus
siempre ventajosas propuestas—, se convirtió en una de los mayores
terratenientes del pueblo y sus alrededores. Tenía fincas de centenares de
hectáreas en las que producía leche, queso, huevos y además cosechaba mango
y cambur, si bien la agricultura nunca fue su pasión. Sin embargo, mi abuelo
era un hombre débil en cuanto a sus pasiones. No podía decirle que no a un
trago, o a una mujer. De modo que llevó siempre una vida turbia, de excesos y
gastos exuberantes, lo cual lo llevó a la inevitable quiebra —se cuenta también
en el pueblo que él solía, con frecuencia, caer en la misma trampa que había
creado para conseguir mejores precios: rebosante de la alegría producida por
varios tragos de whisky norteamericano de dieciocho años, apostaba con
fincas, carros, casas y cosechas en una partida de caída, impidiéndole su
orgullo de hombre honesto retractarse una vez pasada la resaca, sino todo lo
contrario: se ofrecía enseguida a firmar lo que tuviera que firmar para
concretar el trámite— y a un trágico suicidio que dejaría a mi papá, sus
hermanos y mi abuela en la calle, embargados y endeudados. Mi papá
entonces se vio sin nada, con el mundo encima y un orgullo demasiado grande
y desproporcionado para su nueva posición social. Él me cuenta que como él y
su padre tenían confianza, él estaba al tanto de quiénes eran los acreedores y
deudores de mi abuelo, por lo que en los meses siguientes a su muerte, iba a
cobrar en nombre de mi abuelo a quienes él sabían le debían dinero,
recibiendo siempre insultos menospreciativos como respuesta: no había nada
firmado, él era un "carajito" de quince años que no sabía de lo que hablaba. Se
resignó entonces y con la ayuda de la familia de mi mamá —ambos se
conocieron desde muy jóvenes en el pueblo— y las limosnas de sus tíos
paternos, logró ingresar en la academia militar, con la determinación de lograr
una estabilidad económica y familiar, y nunca permitir que ninguna situación
adversa lo abrumara, él sí sería fuerte, él no se rendiría como mi abuelo, él
nunca renunciaría a nada, creencia ésta la cual lo convirtió en una suerte de
obsesivo compulsivo: no puede dejar nada incompleto. Lo he visto ingiriendo
litros de café, con el dvd en pausa, de madrugada, para terminar de ver algún
documental o una película muy larga. Ha obtenido títulos de postgrados que
luego sólo le han servido para adornar la sala de nuestra casa, dándose cuenta
a mitad de ellos que tal especialización en realidad no le gustaba pero siendo,
sin embargo, incapaz de abandonar. Con una tenacidad sorprendente. De tal
modo lo marcó ver el cráneo de mi abuelo partirse y despedir su masa cefálica
hacia su camisa —mi papá había entrado casualmente en la habitación justo en
el momento en que mi abuelo se colocaba en cañón de la .45 en la sien, y gritó
y se lanzó en embestida hacia él para tratar de evitarlo, cerrando los ojos al oír
el disparo y cayendo junto a mi abuelo al suelo, puesto que aquél era muy
pesado para sus brazos y rodillas aún púberes—. Dice mi padre que aún
escucha el disparo, a veces, al pasar por esa mítica casa ubicada en la avenida
más emblemática del pueblo.
Podrá entenderse, pues, muy fácilmente, la magnitud de la decepción que
ocasionó en él el hecho que yo dejara la universidad. Aún más, cuando él veía
que yo saldaría de algún modo esa deuda consigo mismo que él siempre ha
creído tener: siempre quiso ser ingeniero, pero serlo de verdad, porque aunque
ahora lo era, no ejercía, pues se mantenía activo en su carrera castrense. Él
quería que yo viviese su sueño. Creo que nunca antes lo sentí tan apegado y
amoroso conmigo como cuando planificábamos mi mudanza a Caracas e
investigábamos juntos sobre mi pensum y mis posibilidades laborales una vez
graduado de ingeniero. No. No recuerdo nunca haberlo sentido, visto ni
escuchado tan alegre. Al contrario, siempre mi holgazanería y mi falta de
interés por casi todo lo perturbaron. Yo, por un momento, sólo por un
momento, lo admito aunque me dé vergüenza, pensé en hacerme ingeniero y
renunciar a la pintura sólo para congraciarme con él, sólo para sellar una
buena relación basada en la complacencia padre-hijo; pero no pude. Y no pude
no por falta de voluntad, porque graduarse de la universidad es simplemente
tener el coeficiente suficiente para ello y la constancia de asistir a una
universidad por cinco años seguidos; fue, en cambio, porque mi naturaleza me
impulsó, me ha impulsado siempre a meditar, pensar, dibujar, imaginar, y no
puedo engañarme a mí mismo, aunque lo intenté —inútilmente, cabe decir, la
única forma en que puede uno tratar de engañarse a sí mismo— por todo el
tiempo que estuve en la universidad.
Yo no puedo menos que dejarme guiar por mi instinto, seguir mis
inclinaciones. Yo no seré un mediocre sólo por el hecho de complacer a los
demás. Yo tomé mi decisión: la gloria más alta o la miseria más paupérrima.
No quiero medias tintas. Me arriesgaré. Tomaré el riesgo de perder el trato con
mi papá, el riesgo de dejar una carrera que, aunque no odiaba, tampoco me
apasionaba, sino que me gustaba como a uno le gusta el sabor de una fruta, de
forma banal. Y yo creo que un hombre no debe actuar sino única y
exclusivamente que movido por la pasión, es la única forma en la que vale la
pena vivir, para uno, haciendo lo que a uno le gusta, tratando de mejorar cada
día. De modo que no tengo ninguna clase de arrepentimientos con respecto a
mi carrera. Yo estoy asumiendo mis riesgos, pero con fundamento. Estoy
estudiando pintura en cada segundo libre que tengo, de hecho me llevo mis
libros al café y leo en los intervalos en que la clientela me lo permite. No me
interesa ser tomado como loco o atolondrado, porque yo sé que esto no es
pasajero, sino que la pintura es a lo que quiero dedicar mi vida. Me moriré
pintando y no sé cómo ni cuándo, pero llegará el día que viviré de mis lienzos.
Yo lo sé. Yo tengo fe en mí, pero no es de ninguna manera una fe ciega, sino
más bien una fe sustentada en el trabajo duro. He leído rutinas de pintores, y
quiero superar a Cézanne. Quiero pintar ocho horas diarias. Puede un
oficinista trabajar ocho horas diarias haciendo un oficio tan insignificante, tan
aburrido, que de seguro no le gusta, entonces cómo no podrán los artistas
trabajar la misma cantidad de tiempo en su arte. Soy partidario de ese
pragmatismo artístico, que propugna el trabajo arduo. Me río de los mediocres
pintores venezolanos —he tenido ya la oportunidad de conocer varios aquí en
Caracas— que creen que se pinta de forma repentina, guiado por una musa,
sin esfuerzo sino mediante inspiración. Por eso es que llegan a los treinta años
sin tener material siquiera para una exposición mediana. Están siempre a la
expectativa de una idea genial y nunca hacen nada. En una ocasión discutí con
un círculo entero de estos mediocres a propósito del tema de las rutinas
pictóricas. Fue en el Centro Cultural Chacao, con ocasión de una exposición
de un grupo de jóvenes pintores venezolanos. Me llamaron la atención los
cuadros de un joven llamado Alesandro Harab. Me presenté y nos caímos bien
inmediatamente. Al cerrar la sala en la que se exhibían sus cuadros, Alesandro
me invitó un café y me presentó a los demás pintores exponentes de aquella
ocasión. Había jóvenes y no tan jóvenes. Bohemios, la mayoría. Ellos
hablaban de lo de siempre: el menosprecio del buen arte, en tono frustrado,
resignado. Se quejaban de cómo el estado y el ministerio de cultura apoyaban
a pseudo-artistas populares sólo con fines políticos y en cambio no ofrecían
prácticamente ningún programa de becas para ellos, los verdaderos artistas. Yo
comenté que si el estado no ayudaba entonces había que hacerlo de forma
independiente. Recibí comentarios irónicos como respuesta, como si hubiese
sugerido un imposible. Luego pasó Cézanne a ser el tema de conversación en
la mesa. Todos creían que él "mecanizaba" el proceso de creación. Que eso de
rutinas y horarios fijos dañaba el arte. Que el arte es y debe ser libre, y ponían
ejemplos sobre sus mediocres y poco productivos métodos de trabajo que
abarcaban a lo sumo una o dos horas de pintura diaria. Yo comenté que lo que
hacía Cézanne no era mecanizar nada, sino convertirse en un maestro
mediante la práctica, e hice una rápida analogía con los atletas olímpicos, los
cuales entrenan todos los días del año por ocho horas. Me fue respondido que
"eran cosas muy diferentes". Yo estaba realmente molesto con su patética
búsqueda de una justificación. Les dije entonces sin tapujos que el arte había
que trabajarlo, con paciencia y ahínco, y que si ellos no cambiaban esa
mentalidad y comenzaban a crear rutinas y pintar por más tiempo, nunca
serían nadie. Obviamente los ofendí. Mi comentario fue recibido en silencio,
silencio total. Luego el más mediocre de todos —cuyas pinturas representaban
una especie de cubismo moderno— dijo: ¿Y quién eres tú? Yo le dije: un
pintor de verdad, me despedí de Alesandro y me fui. Prendí un cigarro y fumé
por toda la avenida Francisco de Miranda y parte del boulevard de Sabana
Grande hasta entrar al metro de Chacaíto. Me sentía decepcionado, sentía
lástima de esos mediocres; quienes, lo aseguro, deben tener aburridas a sus
familias con justificaciones de todo tipo: la situación país, la corrupción, la
economía, la ignorancia de la gente, haciéndoles creer que son unos genios
incomprendidos y que en condiciones diferentes —las condiciones normales
de cualquier otro país—, sí estarían triunfando. Me dan lástima porque aunque
son jóvenes se rinden de antemano ante la adversidad que representa esta
economía distorsionada y este gobierno neocomunista. Ninguno de ellos tiene
la voluntad de imponerse, están resignados a no vender sus cuadros, a no
poder exponer en los mejores museos ni las salas más grandes por no ser
adeptos al oficialismo; y es esa misma resignación anticipada la que les impide
trabajar con el ahínco suficiente. Están predispuestos al fracaso. Y, porque
para mí es la parte más importante, yo lo vuelco todo al ámbito personal: no
tienen fe en sí mismos, y tal vez no tienen fe en sí mismos por saberse
mediocres, o bien por saberse incapaces de afrontar el lienzo durante horas
interminables, como sólo entonces se puede dominar el arte de pintar.
Además, continuando con el tema de la pintura, creo que aquí existe
demasiada indulgencia entre maestro y alumno. Yo como mentor de Alesandro
o de cualquier otro de sus amigos, les hubiera prohibido exhibir ciertos
cuadros demasiado infantiles y con trazos demasiado inseguros que recuerdo
haber visto en la exposición. Yo particularmente he pintado más de una
veintena de lienzos y aún no considero que ninguno de ellos pueda ser
exhibido en público. Tendría que volver a pintarlos, varias veces más, para
entonces estar conforme.

CAPITULO V

Decidí irme a París. Como todo lo que decido, no sé cómo, no sé cuándo lo


haré, pero lo haré. Pero sí sé que debo entonces estudiar francés. Me inscribí
en la Alianza Francesa en Chacaíto, porque el boulevard de Sabana Grande
siempre ha ejercido una extraña fascinación sobre mí y me encanta su paisaje
abigarrado de gente de todo tipo. La idea de irme a París se me vino a la mente
porque quiero estudiar de cerca las grandes obras maestras de la pintura
universal y visitar los grandes museos. Pero decidí aprender francés primero.
Como predestinada para mí, así definiría a Rocío. Había llegado temprano
a la alianza y había subido a la mediateca para estudiar la guía de conjugación
Bescherelle que había comprado hace mucho tiempo en la escuela de idiomas
modernos de la ucv, porque siempre supe que eventualmente estudiaría
francés. Comencé con être. Memoricé todos los tiempos simples del
indicativo, luego el subjuntivo y luego las formas no personales: participio,
infinitivo y gerundio. Sólo los simples. Luego avoir y aller. Practiqué
implacablemente ese día porque tenía clases a las tres y media de la tarde y
quería llegar muy avanzado. Yo, de hecho, años atrás había hecho un cursillo
autodidacta de Larousse, pero como no tenía a nadie con quién practicar y para
el momento no trabajaba y mi papá siempre ha sido tan quisquilloso a la hora
de financiarme algún proyecto (hablo de la alianza francesa en Maracay, la
sede más cercana a nuestro pueblo), lo abandoné temporalmente. Fue sin
embargo sorpresivo para mí darme cuenta de que estaba muy por avanzado
con respecto a mis compañeros. Pero no me adelantaré en mi relato. Practiqué,
pues, y memoricé esos tres verbos. Repasé una ficha de presentación de mí
mismo que había hecho también tiempo atrás en una de las guías de primer
semestre que también compré en la escuela de idiomas y ya hacia las dos y
media me puse a leer Le petit prince, libro que también había leído hacía
mucho tiempo. El frío en la mediateca era intolerable y decidí bajar al cafetín
de la alianza por un café y una espera en una temperatura más amena. Pedí mi
café de máquina (chocolate, recuerdo) y me dirigí hacia las mesas. No había
ninguna vacía. Me quedé de pie mirando a mi alrededor con el café en la mano
y luego resolví acercarme a una de las mesas —que tenía cuatro sillas pero en
la cual estaba sentada sólo una muchacha— y le pregunté a ésta si podía tomar
asiento. Ella revisaba su celular al momento en que comencé a hablarle, pero
apenas hubo subido la mirada hacia mí, su mirada directa y sincera, su mirada
clara de fulgurantes ojos verdes, la amé. No suelo decir este tipo de cosas sino
más bien satirizarlas. No creo que exista tal cosa como el amor a primera vista.
Pero su mirada y su sonrisa fueron para mí un augurio, la premonición de que
debía estar con ella, debía hacerla mía y poseerla en todos los sentidos hasta
subyugarla, hasta llegar al punto del dominio, la manipulación mental, sólo
entonces estaría satisfecho de ella. No creo que sea posible teorizarlo ni
explicarlo de ninguna manera, pero sí pueden leerse los ojos, puede saberse el
carácter de las personas por su fisonomía, por una mirada. Yo al ver los ojos y
la sonrisa de Rocío tuve la absoluta certeza de que la amaría, de que era
sincera y directa. Tuve la seguridad también de que era un alma limpia,
desprovista de orgullos, intrigas, celos y mentiras. Era pura. Lo supe y estuve
seguro de que era así y lo confirmé con el paso del tiempo. Ella me dijo que sí,
sí claro, siéntate. Y me señaló la silla próxima con un ademán de honesta
amabilidad. No esperé un segundo. Le pregunté cómo se llamaba y de
inmediato inquirí si comenzaría primer nivel a las tres y media. Sí.
Estudiaríamos juntos. Ella me producía una curiosidad inmensa. Yo quería
saberlo todo de ella. Quería conocerla por completo, quería indagar en su vida
y estudiar todas y cada una de las causas que había posiblemente influido en la
creación de un aura tan limpio y sereno como el suyo. Le invité un café pero
me lo rechazó. No tomaba café. Brevemente, me contó cómo venía de
recuperarse de una meningitis que la tuvo por un mes en coma. Para mí, era
increíble la sencillez con la que se expresaba de episodios que hubieran hecho
ruborizarse a cualquiera: un alma pura, un alma sin prejuicios. Me fascinó aún
más. Ese día no pude quitarle la mirada de encima en toda la clase. Como
podrá imaginarse, el tiempo se fue muy rápido y cuando me di cuenta estaba
en la puerta de la alianza ofreciéndome a acompañarla a agarrar autobús para
el cafetal en el boulevard. Nos despedimos, no sin antes yo quitarle su número
telefónico para concertar una cita un poco más tempranera de costumbre en la
alianza, nuestro próximo día de clases, para conocernos un poco mejor. A ella
pareció gustarle la idea y el jueves a la una estaba puntual, sentada
esperándome en una de las mesas del cafetín. Yo, que quería intimar más con
ella, me la llevé para el café de McDonalds que hay en el boulevard. Yo pedí
un ristretto y ella un frappé de fresa. Nos lo tomamos sentados uno frente al
otro. Congeniábamos cada vez más y no bien terminábamos un tema cuando
ya salían dos más que nos interesaban mucho a ambos. Yo me perdía en sus
ojos. Me perdía en sus gestos suaves, delicados y dulces y no podía esperar
para tocarla, besarla, abrazarla. Ella era una pequeña trotamundos. Había
viajado por Europa, Estados Unidos y Latinoamérica varias veces. Hablaba
inglés y tenía una vastísima cultura general. Yo estaba totalmente sumergido
en ese entonces en la lectura de monografías sobre pintura y literatura
universal, por lo que había descuidado la música actual. En el cine sí me he
mantenido siempre al día. Entonces Rocío me preguntó sobre bandas actuales
y le dije de memoria algunas pero cuyas canciones no conocía. A ella le
sorprendió mi ignorancia y entonces yo la hice prometer educarme y ella
accedió y dijo que me prestaría todos los discos que yo quisiese. Le pregunté
cuál era su banda favorita. Me dijo que los Artic Monkeys, preguntándome a
su vez que cuál disco quería que me prestara, el primero, el último o su
favorito. Yo obviamente elegí su favorito. Mi propósito es conocerte, y por eso
a veces luzco torpe contigo, porque contigo no puedo dejar puntos
suspensivos, de ti lo tengo que saber todo, eso le dije a propósito de un
mensaje en el que me dijo que yo era interesante y al que le respondí por qué,
contestándome ella que eso no se preguntaba sino que se asumía con
elegancia. Recuerdo haber llegado con la cara hinchada y ojeras al día
siguiente al café: había pasado toda la noche tomando guayoyo y escuchando
y memorizando las letras de las diez canciones de Humbug, el álbum favorito
de Rocío. En el próximo día de clases le dije que escuchando Dangerous
animals la había imaginado con unas botas de cuero altas y un sombrero,
bailándome mientras se quitaba la ropa y me pasaba cada prenda por el rostro,
mientras yo estaba sentado en una silla, maniatado. Ella se sonrojó de una
manera tan tierna que simplemente tuve que besarla. Fue un beso sencillo,
pero un beso que se sentía como otro beso mayor, más apasionado, represado.
Nunca dijimos nada ni hicimos preguntas innecesarias. Simplemente ella
comenzó a tomarme la mano y yo a ella las nalgas. Éramos petits amis.
Fue por ese entonces que Sofía se puso insoportable. Ella había comenzado
a mostrarse más celosa que nunca desde hacía algún tiempo, tolerándola yo
porque la amaba y aunque siempre sus celos estaban más o menos justificados,
ella siempre fue para mí mucho más importante que cualquier otra relación
esporádica que pudiera estar manteniendo con cualquier otra. Pero con Rocío
no fue así. Ya simplemente no me importaba Sofía, al menos no en el aspecto
amoroso. Seguía queriéndola como se quiere a un familiar, o a buen amigo,
pero mi mente estaba siempre con Rocío. Comencé a ignorar sus invitaciones
a su apartamento a ver películas y sus salidas al Ávila a hacer ejercicio. Le
decía que entre el francés y la pintura consumían todo mi tiempo, que me
entendiera, que ella también era artista y que yo esperaba empatía y
compresión de su parte. Pero lo cierto es que me agarraba la noche en el
porche de Rocío, besándome con ella al límite de la pérdida de la sensibilidad
labial, explorando su pequeño, blanco y delicado cuerpo, procurando no ser
vistos por sus padres que ejercían una más bien torpe vigilancia con casuales
interrupciones excusadas en ofrecimientos de bebidas y entremeses. Llegaba a
casa cansado y trataba de leer algo antes de acostarme, aunque frecuentemente
me ganaba el sueño. En las mañanas sí era implacable. Sacaba mis lienzos y
mi paleta y mis pinceles y mi caballete. Pintaba, pintaba y pintaba cualquier
cosa. Exploraba temas infantiles, conflictos psicológicos propios. Hacía crítica
social. Hacía paisajes. Distorsionaba la realidad. Pintaba política y hacía
juegos de palabras a lo Magritte. Casi siempre tachaba todo y volvía a dejar el
lienzo en blanco. Sólo quería mantener la mano caliente para cuando llegase
una idea verdaderamente buena como para pintarla en serio. Quería dominar la
técnica, que es, por cierto, la cosa menos importante de todas. Lo preeminente
no es ni siquiera el arte, sino el artista. Su visión del mundo, sus ideas, sus
pasiones. La técnica es sólo un medio de comunicación. Quería, pues,
dominarla para no pensar en ella y poder expresarme lo más libremente
posible siempre. Luego me iba al café más temprano de lo normal y me ponía
a estudiar francés hasta que fuese la hora entrar a trabajar, mientras lo cual —
los días en que no había mucho trabajo, por supuesto—, también solía estudiar
también, sobre todo gramática. Algún día, al momento de salir, una invitación
por whatsapp para ir a ver una película de cartelera a casa de Sofía, con
comida chatarra y una botella de whisky que, aunque barato, seguía
igualmente representando un gasto para ella que me lo compraba porque sabía
que era mi alcohol favorito. Foto incluida. The Revenant en la pantalla. Un
cartón de pizza, la botella de whisky sobre la mesita frente al sofá, sobre cuyo
vidrio, a un lado, se veían las blancas y carnosas piernas de Sofía, con las uñas
pintadas de rojo. Tanto la disposición como la diligencia de Sofía eran
endebles, a punto de convertirse en ira de recibir una respuesta negativa.
Agregó incluso que no tendría que preocuparme por nada. Que ella me había
lavado una ropa interior y una franela que yo había dejado en una de mis
instancias previas en su apartamento, por lo que no tendría de ninguna manera
que lavar nada para poder ir a trabajar al día siguiente. Rocío, en cambio, me
preguntaba si quería ir a verla, que había una celebración de un cumpleaños de
un primito en su casa y que estaba invitado. En ese entorno tan familiar no
podremos intimar, pensé. Me fui con Sofía. Como yo no confundo amor con
sexo, Sofía cree que mi distanciamiento se debe, en efecto, a mi trabajo, mi
dedicación a la pintura y los estudios de francés: nos revolcamos como dos
salvajes: claro que pensé en Rocío todo el tiempo. Vi, acostado sobre ella, su
sonrisa satisfecha. Me preguntó qué había pintado. Le dije que nada (he
pensado en pedirle a Rocío que pose para mí, pero aún no lo he hecho), que
sólo he pintado cosas sin importancia para mantener la mano caliente y que no
me ha venido ninguna gran idea a la cabeza. Me preguntó si ya no quería
pintarla a ella. Y entonces esa ingenuidad suya me hizo compadecerla un
poco. Pensar que quiero pintarla a ella a estas alturas de obsesión por Rocío. Y
recordé la manera en que me sentía hacía un año, cuando arribé a Caracas.
Cómo su cuerpo era mi musa, cómo con pinceladas blancas, carmesís, grises,
negras, posaba la luz sobre sus nalgas, sobre sus hombros. Y, lo admito, me
sentí culpable. Y sin embargo sentí que así debía ser y que todo amor
verdadero, poético, debe siempre terminar, y si es de forma trágica, mejor. El
amor debe ser breve e intenso, esa es la forma en la que debe vivirse y la única
manera de crear recuerdos sublimes. Por ese breve instante, entonces, la amé,
amé a Sofía con todas mis fuerzas porque la estaba amando como a un
recuerdo, como a la invocación de una época perdida, que no volvería. La amé
y la besé como creo nunca la besé antes. No pensé en Rocío, pensé en Sofía un
año atrás, Sofía en el cafetín hablándome de Faulkner, Sofía en el parque Los
Caobos acompañándome en mis paseos errantes, Sofía posando para mí con su
libreta y su lápiz en la mano, Sofía posando para mí desnuda. Sofía, te amo,
Sofía, te amo ahora más que nunca porque nunca volveré a ti. Vimos luego la
película. No pude evitar poner pause al dvd un par de veces para contestarle a
Rocío que, aunque reunida en familia, decía extrañarme y quería saber qué
hacía y por qué no había podido ir. Entonces notaba la reticencia de Sofía. Que
se recostó del lado opuesto del sofá, despojándose de mi brazo que la rodeaba,
sin mirarme, sin quitar la vista de la pantalla con la imagen paralizada,
masticando un trozo de pizza en silencio. Reconocí en su fisonomía el vicio de
los celos, el rencor, pero ni siquiera tuve en ningún momento intenciones de
hacerla contentarse conmigo. No me importaba. Entonces, justo antes de dejar
el celular a un lado, comentó: "Dile a la intensa esa que te deje ver la película
en paz, por lo menos". Esa frase me entró por un oído y me salió por el otro.
Le di play al control y terminamos de ver la película. En la cama, más tarde,
me preguntó si había alguien más. Yo le dije que no. Pero su hostilidad era
cada vez mayor. Desde entonces se aparecía de sorpresa en el café (por suerte
nunca llegó a coincidir con las también espontáneas visitas que Rocío me
hacía de vez en cuando) y desde entonces hubo algo de "obligatorio" en cada
salida, en cada beso, en cada foto con Sofía que me disgustaba y que terminó
convirtiéndose en una molestia. Al punto que podían pasar varios días sin que
me preocupara por saber de ella. Comenzó también a indagar y disponer de
mis ingresos, haciendo planes y sugiriendo salidas que creía que podíamos
hacer juntos, cosa que en sí no me molestaba para nada sino la forma en que
ella parecía imponerlo como una obligación, llegando a veces hasta a
"recordarme" cómo ella siempre gastaba todo su sueldo en mí. Sus intenciones
eran claras: dejarme sin dinero para que yo tuviese menos libertad de salir con
otra (si la había), y hacerme sentir culpable por ser un malagradecido que
vivió de su sueldo mucho tiempo y que al que conseguir trabajo me olvidé de
ella. Simbiosis.

CAPITULO VI

Aunque el sexo había hecho una gran parte del trabajo —yo, por naturaleza
agresivo y dominante había logrado engranar con su sumisión innata—, no fue
sino hasta aquel domingo de junio en que alcancé el dominio total sobre Sofía.
Ella me había contado —no sin temblarle la voz, no sin agachar la mirada y
frotarse las manos—, cómo habían sido aquellas experiencias infantiles los
días del padre. Cómo sufría porque los demás niños hacían contentos una carta
para sus papás el viernes antes del tercer domingo de junio, en clase. O bien
algunos más creativos hacían figuritas de papel o incluso otros ya habían
comprado los regalos y simplemente solicitaban la ayuda de la maestra para
envolverlos. Ella siempre se sintió un poco fuera de lugar en ese entonces, y la
molestaban sobremanera las preguntas curiosas de sus compañeros que
preguntaban por qué ella no hacía carta, que por qué no llevaba regalo,
entonces tuvo de que desarrollar esa rudeza como un mecanismo de defensa, y
se burlaba de las cartas de los otros niños, y de lo mal coloreadas que estaban,
con una crueldad inclemente impropia para una niña de su edad, al punto de
haber roto clandestinamente muchas cartas, barquitos de papel, y todo tipo de
regalos. Esas confesiones me las había hecho una a una, en el transcurso de
nuestra relación. Yo nunca había sido inquisitivo, sino que había preferido ser
paciente y comprensivo porque sabía que ella se abriría cada vez más
conmigo. Me contó cómo lloraba, cómo le hacía berrinches a su mamá
preguntándole por qué todos los niños de su escuela tenían papá y ella no. Una
noche en su cama, bañada en llanto, sugirió su posible culpa por el abandono
de su papá. La hice prometer no volver a decir eso jamás. Era imposible que
fuera su culpa porque ni siquiera había nacido y además nada justificaba un
abandono de esa clase. Ella lloraba, lloraba y gemía e hipaba infantil, suelta y
abandonadamente. Yo le acariciaba el cuello, como me gusta acariciar siempre
en las mujeres. Se lo acariciaba repetidamente, disminuyendo la velocidad,
consolador al principio, insinuante luego, enseguida provocador. Entonces
creo haber notado un gesto de inteligencia en ella: se había dado cuenta que
me excitaba y podía manipularme con su llanto.
Su llanto, su sufrimiento, le daba un toque dramático y doloroso y al
mismo tiempo liberador al sexo. Confieso haberlo provocado a veces con el
sutil deslizamiento de temas dolorosos. Además, el hecho de que pasara de un
estado de ánimo tan grave como es la tristeza durante el llanto, a una
excitación salvaje que la hacía aguantar estoicamente mis mordiscos,
apretones, cachetadas, nalgadas y jalones de cabello, causaba un efecto
demencial en mi deseo por ella. Recuerdo querer abarcar toda su extensión
corporal con mis manos, con mi lengua. Eran momentos frenéticos.
Pero fue recordando sus momentos de llanto y genuina tristeza —digo
genuina porque luego me di cuenta que a veces lloraba deliberadamente con el
fin de excitarme— que se me ocurrió la idea del lienzo. Fueron
aproximadamente dos semanas en las que casi no la visité, trabajando
arduamente en mi casa. Le decía, sí, que trabajaba en un tema bien interesante,
pero reservándome el resto porque quería que fuese una sorpresa. Mi principal
problema con este lienzo en particular era la borrosidad con que quería
representarlo, usé muchos grises y blancos en mi afán lograr esa técnica de
recuerdo borroso, trémulo.
Era un lienzo sugestivo, en el que se veía a una niña vestida de colegiala
acostada bocabajo en suelo, escribiendo una carta. Podían mirarse —si se
miraba muy detalladamente, por supuesto—, las lágrimas de la niña cayendo
sobre el papel, produciendo en él pequeños círculos de humedad. La niña
estaba sola en un aula de clases, en una de cuyas paredes podía verse —si se
era muy detallista— un calendario sin año, colocado en la página del mes de
junio. Podría inferirse que era domingo por la soledad de la escuela, podía
inferirse todo o nada, pero Sofía lo entendería. Quise abrir y remover esa
herida, quise perturbarla, lo admito. Pero no con malas intenciones sino para
intentar comprenderla mejor, comprender mejor su sufrimiento y, en cierto
modo, consolarla, hacerle saber que ya no lo necesitaba, que me tenía a mí, a
mí que la amaba, a mí que no podía vivir sin ella, a mí que la cuidaba y le
daba amor. Llegó el día. Yo había notado que ella se venía mostrando
desanimada últimamente conforme se acercaba ese día, como un temor secreto
a un día más, normal como todos los demás, pero irrevocablemente asociado
por ella a una gran carga emocional. La invité a Galipán. Subimos el teleférico
y cogimos un jeep. Nos tomamos unas cervezas en una de las tascas con vista
al mar y, estando allí en la barra, le dije que tenía algo para ella. Saqué de mi
bolso el lienzo y ella pareció entenderlo enseguida. Me abrazó y bañó en
lágrimas mis hombros, mi pecho. Me dijo que cómo le hacía esas cosas, que
cómo había podido llegar a conocerla tan bien. Que entendía perfectamente la
escena. Me dio las gracias y dijo que se encariñaría mucho con el lienzo y que
mandaría montarlo en un cuadro. Su reacción infló mi ego artístico y me
animó a continuar tratando ese tema hasta darle un cierre, un final. El resto del
día ella se mantuvo muy entusiasta y alegre. Le regalé un ramo de girasoles y
le pagué un anacrónico paseo en burro —una de las menos divertidas opciones
que ofrece Galipán—, pero que fue algo que ella hacía por primera vez y nos
divirtió mucho a ambos. La pasamos muy bien ese día. Yo, mientras tanto, no
podía evitar el deseo de sentarme a fumar mirando por la ventana de mi
apartamento, para pensar en cómo representar pictóricamente la continuación
del lienzo de la niña. Ya se me había ocurrido de antemano, mientras la miraba
gritar asustada al mozo que conducía las riendas del burro, que el último de los
cuadros debía mostrar la muerte de su padre. Sería la única forma de tener un
final a este tema. Debía pensarlo muy bien. Debía ser sutil y elegante y
conservar la belleza y ambigüedad del arte. Pensé en el vals. El vals que nunca
bailó. El vals sería la continuación. El vals en el que ella, sonriente, lo despide
a él contento también, para recibirme a mí en la pista de baile. El vals era la
forma más bella y simbólica de realizar la sustitución de él por mí. Además de
la connotación nostálgica que tendría para ella porque sería una segunda
oportunidad para vivir ese preciado momento para toda quinceañera que ella
no vivió porque su cruel abuela jamás hubiera gastado dinero en una
celebración semejante. Nos tomamos un café. Ella estaba verdaderamente
radiante, infantil, bella. Al acercarnos a cualquier souvenir lindo, me halaba
por la bufanda y me decía de la forma más pueril, señalando el recuerdito: Lo
quiero, cómpramelo. Yo sabía que se me venía un mundo de intrigas, celos,
inquisiciones y disputas encima. Al convertirme en una parte tan importante
en su vida tendría lo mejor y peor de ella. Tendría su amor sin límites y su
constante vigilancia. Tendría su entrega y su miedo a ser abandonada; su fe
ciega en mí y su siempre potencial odio ante cualquier traición. Pero lo acepté,
de antemano lo acepté sin temor porque quería vivir una relación intensa.
Quería una relación de la que no fuera posible alejarse sin dolor, sin heridas.
Quería intensidad.
En los días siguientes pinté el motivo del vals. La representé hermosa,
núbil, sin tatuajes visibles, en su bello vestido rojo y un moño en su cabello
castaño —lo conservé de su color original para dar un toque de pureza al
motivo—, despidiéndolo a él, en medio de la pista, quien se inclina haciendo
una especie de venia con una suerte de sonrisa resignada en la faz, y girándose
hacia mí, que entro enérgico y vigoroso y la cojo por una de las manos. Es
totalmente realista este lienzo. Me esforcé en darle un aspecto fotográfico,
como si fuera, en efecto, una página cualquiera de un hipotético álbum de
fotos de sus quince años. Lo representé un poco más viejo de lo que sería en
realidad. Lo pinté cansado. Yo en cambio me retraté vigoroso, brioso. Pasé
días enteros dando pinceladas a este lienzo. Llegué incluso —cosa de la que
no me enorgullezco, puesto que tengo la salud de un semental y no me gusta
de ningún modo autosugestionarme ningún malestar, y eso es hacerlo de cierto
modo—, a llamar al café un domingo diciéndole a mi jefa que me sentía mal
del estómago, para quedarme todo el día pintando. Recuerdo que ese fue un
domingo frenético. No tenía comida —como a veces suele sucederme por días
enteros—, pero sí tenía algo de efectivo. Bajé caminando hasta la avenida
Rómulo Gallegos y compré medio kilo de bistecs de pulpa negra en una
especie de mercado popular que se coloca allí todos los domingos, y compré
cuatro panes y una Coca-Cola de dos litros en la panadería. Todo lo cual
representó la mitad de mi quincena. Pero subí contento porque estaba
aprovisionado. Cuando pinto, no miro en la comida sino una carga calórica
necesaria para tener energía, y yo la tendría por todo ese día. Me había traído
conmigo a la casa dos botellas de agua gasificada llenas de café: tenía todo lo
que necesitaba para pintar por horas. Una y otra vez. Repasé los trazos.
Agregué luz. Sombras. Color. Una y otra vez. Un detalle. Un gesto. Una y otra
vez. Una taza de café tras otra, un trago de Coca-Cola tras otro. Cuando la
ingesta de Coca-Cola y café es muy alta y prolongada, entonces a veces puede
llegarse a un estado de exaltación insólito. Un estado ideal para producir
porque no es tan intenso como para distraer ni tan tenue como para permitir
aparecer al cansancio. Es un estado muy apropiado para la creación. El exceso
de cafeína mantiene tanto la atención como los ánimos firmes. Y yo seguía,
cada vez más entusiasmado al pensar en la conmoción de Sofía, en lo
maravillada y a la vez desolada que estaría al ver el lienzo, en lo personal que
era para ella. Ciertamente, me motivaba y me daba fuerzas para seguir
pintando con energía el imaginarme su reacción. Yo quería, con este motivo,
terminar de quebrarla, llevarla al llanto, que terminara de aceptarme, de darme
su lugar, de sustituirlo por mí; el mensaje del lienzo era muy claro: ya no lo
necesitaba, ahora estaba yo.

CAPITULO VII

Yo soy, de entre todas las putas, la más puta. Yo soy la diosa de estas estas
calles sucias, inmundas. Yo soy la encarnación de tus miedos. Yo soy la
liberación de tus pasiones. Yo, alta, yo, fornida, yo andrógina. Yo soy lo que tú
quieres. Yo soy lo que tú quieres ser y no te atreves. Camino a lo largo de esta
avenida, en mis tacones de quince centímetros, tamaño mínimo requerido para
estar conmigo, if you know what I mean. Camino exhibiendo mi cuerpo
atlético, delgado, rasurado. Camino y dejo mis caderas moverse al son de su
propio ritmo. Derecha e izquierda. Mi falda de blue jean deja entrever este
fruto prohibido para ustedes, mortales, presos de sus cuerpos y prejuicios, que
me miran y se dan codazos entre sí, desde la comodidad de los asientos de sus
automóviles, convencidos de que se burlan de mí pero sin evitar dejar de sentir
ese leve morbo, esa leve atracción por mis piernas lisas y mi manzana de adán.
Ignoro sus silbidos y piropos y les hago un gesto despreciativo palmeando el
aire con mi mano. No están listos. Tienen miedo aún. Tal vez más tarde venga
sólo el chofer. Tal vez el chofer y el copiloto. Cuando se despojen de la
presión social que representan sus amigos, cuando se depuren del miedo a ser
rechazados. Yo estaré aquí. Tal vez.
Yo soy una diosa. Tengo en mis manos rústicas el poder de liberarte, de
romper las cadenas del miedo, de abrirte paso de una vez por todas a la
aceptación de ti mismo. Camino. Camino diva, regia, camino y los miro y me
dan lástima por su timidez, por sus piropos trillados que creen originales.
Vengan. No teman. Camino, de un lado al otro de la avenida. Me fumo un
cigarro. Me fumo un cigarro y mastico mi bolibomba de menta, con la boca
abierta. Como siempre intentaron prohibírmelo en la casa, en la escuela.
Chasqueo. Chasqueo y abro mucho la boca y me paso la goma húmeda y
hendida por la presión de mis muelas de un extremo de la boca al otro. Apago
la colilla de mi cigarro con mi tacón y escucho el derrape de los cauchos de un
Mustang GT rojo. Chofer: indudable macho alfa de fornidos brazos y tupida
barba. Sonrío. "¿Cuánto?", "A ti te dejo poner el precio". Subo. Noto el
fundillo de su pantalón inflarse ante la presión sanguínea. "Estás ansioso",
digo retocando el rubor de mis pómulos, mirándome en el espejo del tapasol.
Sabía que no aguantaría hasta ningún hotel. Se orilló y me haló para el asiento
trasero. Lo sorprendió mi actividad. "¿Pensaste que te dejaría ser el hombre?",
le dije y lo volteé entre forcejeos risueños. Entré y rompí y oí su grito de dolor,
dolor inesperado y que fue evolucionando en placer, de quejas plañideras a
gemidos extáticos. Mi mano en su cuello. Mi peluca en su nuca. Mis dientes
en su cráneo. Maldito. Salgo y seco con su blue jean la sangre en mi sexo. Él
yace bocabajo, babeando y mojando de sudor su asiento de cuero, con una risa
estúpida e incontrolable. Maldito estúpido. "Dame lo mío y déjame donde me
encontraste." Dije, volviéndome a sentar en el asiento delantero. Él dijo:
"¿Siempre eres tan odiosa después?", y estiró su mano por entre mi falda.
Doblé su muñeca, encajando mi pulgar en la comisura entre su pulgar y su
índice y girando mi mano. Él aulló y me dijo que me calmara. "Muévete, pues,
marica", le digo. Rió —juro que deseaba que se ofendiera para clavarle mi
navaja en el estómago—, pero él rió de buen humor y entonces yo hice lo
propio. "Marica". Terminó dándome el equivalente a tres sueldos mínimos de
ese entonces. Le escupí la cara y rallé con la llave de... Mi casa, de mi casa la
roja pintura de su Mustang al bajarme. Me maldijo antes de irse picando
caucho y yo le saqué el dedo medio. Prendo un cigarro y consigo con una de
las chicas un bolimbomba para quitarme de la boca el sabor de su semen.
Quieren detalles. Les cuento entre interrupciones de risotadas escandalosas y
rememoraciones de casos análogos. Ellas dicen que soy loca y bipolar. Yo
realmente no puedo evitar despreciar a mis clientes luego de estar con ellos, no
puedo evitar odiarlos inmediatamente después de nuestro intercambio de
fluidos. Los odio con todas mis fuerzas y deseo entonces que me ofendan para
tener una justificación a la utilización de mi navaja. Pero aún no llega el
primer abusivo que me ofenda o desprecie después del sexo. Lo espero con
ansias.
Cargo siempre conmigo mi make up set , en este oficio uno debe cuidar
siempre de su apariencia porque ellos, rústicos como son, siempre despeinan y
dañan el maquillaje a una. Yo, que destaco por mi elegancia entre esta jauría
de putas mal vestidas, no descuido nunca mi base, ni el delineado perfecto de
mis labios rojos, púrpura a veces y en ocasiones especiales negro. No descuido
nunca el negror de mis largas pestañas postizas. Ni la abundancia de mi
peluca. Yo soy una diosa. Yo vivo mi vida a plenitud, y hago lo que quiero
hacer y soy quien quiero ser. Yo soy la libertad. Yo me exhibo en esta avenida
que bien hace honor a su epónimo: libertadora, que nos libera a todas y cada
una de nosotras de nuestros complejos de antaño, de ese malestar perenne de
saberse en el cuerpo equivocado, presas de nosotras mismas, presas de una
fisiología errada. Diosa, ya no más. Yo me exhibo para mostrarle a los débiles,
a los incapaces y timoratos que no se atreven a aceptarse a sí mismos, para
mostrarles a ellos lo que se pierden. Para que envidien mi arrojo, mi audacia.
Porque sé que en el fondo, muy en el fondo, en los obscuro, donde ustedes
mismos tienen miedo de mirar, quieren ser como yo. Libre.
Mis cuádriceps hipertrofiados, desarrollados, llaman la atención de los
transeúntes de la avenida Libertador, por la simple y sencilla razón de que
están tan enfermos como piensan que yo lo estoy (aunque yo no lo esté en
realidad); mis antebrazos velludos los excitan porque yo represento para ellos
el amor utópico que le tuvieron alguna vez a su padre. Yo soy su fruto
prohibido. Camino, me cruzo de brazos, fumo, exhalo el humo por mis fosas
nasales, hago anillos de humo, me maquillo y bailo. Bailo libre, bailo dejando
el gobierno de mí a mis déspotas caderas, mi cintura al ritmo que ellas quieran,
muevo el esqueleto como nunca me lo hubieran permitido en casa, en el
colegio, él, mi padre, él, como un hombre nunca podía... Como un hombre
nunca debía. Un hombrecito. Él. Y soy feliz porque soy aclamada por las
cornetas de los automóviles, las motos, los camiones y las gandolas. Todos me
aman, todos me admiran. Muevo mi cabeza de un lado a otro, loca,
descontrolada, desenfrenada, y dejo el cabello negro de mi peluca mecerse a
merced de los sacudones de mi cuello. Pongo mis manos en mi cintura y
muevo circularmente mi pelvis, y bajo, bajo, y río y grito, y los piropos me
animan más, y la noche es joven y soy feliz. Soy feliz porque me muestro tal
cual soy. Porque no hay nadie delante quien deba fingir. Porque no hay
opinión alguna que me importe. Soy feliz. Destapo mi chaqueta de cuero y
muestro al público mi pecho plano cubierto por un sostén fucsia, 34-B. Llevo
mis manos a la cabeza y levanto el cabello de mi peluca. Yo soy una diosa. Yo
soy la diosa de estas calles. Aquí soy la mejor versión de mí. Aquí todo lo
puedo. Diosa. Suena la música. Mi cuerpo extasiado no pierde el paso a pesar
de la confusión entre los varios ritmos que me rodean. Siempre el paso
oportuno, el son adecuado. Flashes sobre mí. Destellos sobre mí. No se
conforman con una breve y efímera visión de una inmortal, necesitan una
prueba fehaciente, necesitan un material reproducible posteriormente para
volver a disfrutar una y otra vez de mí, de mi plenitud, de mi felicidad.
Clientes me sobran, pero no me voy con quien quiera, sino con quien
pueda, y para poder tengo yo que querer. No lo hago por dinero, lo hago por
instinto. Lo hago por amor a la libertad. Y soy libre cada vez que subyugo a un
teniente del ejército, mis dedos dentro de su boca, estirándole las mejillas,
entorpeciendo sus gritos de dolor. Mis uñas clavadas en sus encías. Ahí es
cuando él y yo, ambos, somos libres, entregados a la pasión del poder, el poder
y la entrega, el dominio y la sumisión, el sadismo y el masoquismo
compenetrándose, nuestros demonios engranando: yo sintiendo placer por
causarle dolor, él sintiéndolo debido al dolor que le causo. Machos alfa, jefes
de familia, tiránicos y despóticos empresarios, políticos, atletas de alto
rendimiento, jefes del alto mando militar, todos buscan un escape a su
cotidianidad en mí. Y yo, felizmente, los complazco. Pero los plazco siempre
como a un símbolo. Él. No son él. Él al que odio. Él.
Todas nosotras somos unas divas incomprendidas, huidas de casa temprana
edad buscando empatía en el ancho y liberal mundo capitalino. Somos la
mayoría pueblerinas —abusadas algunas por algún tío o maestro—, que
buscamos simplemente la felicidad que nuestro seno familiar no pudo darnos.
Desinhibirnos, no prestar atención al qué dirán. Eso es lo que hacemos todas
aquí. Por eso desfilamos semidesnudas y drogadas de un lado al otro de la
pasarela, de la acera: porque aquí somos lo que quisimos ser y nunca pudimos
en nuestra primera juventud, en nuestra reprimida primera infancia.

CAPITULO VIII

He pintado un par de lienzos con temas políticos. He pasado mucho de mi


tiempo libre fotografiando las protestas en Plaza Altamira y la represión de la
guardia nacional. Fotografiaba a mansalva —a distancia, por supuesto, para
evitar ser despojado de mi cámara por algún guardia— porque sabía que había
algo en esas escenas. No sabía qué exactamente, pero tenía la intuición de que
habría algo de valor en un lienzo bien trabajado sobre un tema semejante.
Rocío me ha acompañado y desde varias semanas he tratado —en vano— de
crearle el hábito de tomar café. Nos citamos en la estación del metro y luego
salimos juntos por la salida de Plaza Francia porque yo soy muy
sobreprotector y siempre que pueda evitar que esa muñeca frágil y linda ande
sola por algún lugar tan underground como las escaleras de esa estación, lo
haré. Subimos cogidos de la mano y nos sentamos en cualquiera de los
banquitos del este de la plaza. Yo me siento a horcajadas sobre el banco y la
enfrento, enfrento sus ojos verdes que siento quisiera lamer a veces. Nos
besamos y nos reímos de cualquier cosa y miramos a los protestantes
comenzar a congregarse. Vemos de igual modo el piquete de la guardia
nacional aumentando en número de efectivos progresivamente. Los Guardias
están del lado sur de la avenida Francisco de Miranda, a los efectos de
resguardar, según ellos, la embajada de Canadá y sus inmediaciones. Entonces
un par de estudiantes arrojados cruzan la avenida y sueltan una perorata
moralista a los guardias, quienes permanecen incólumes a sus palabras. Detrás
del estudiante atrevido se van varios camarógrafos amateurs, que
posteriormente colgarán en internet el video de la exhortación inútil de su
amigo hacia los guardias. Esa escena en particular ya me parece muy trillada,
y como la concentración está pautada para más tarde, tomo de la mano a Rocío
y me la llevo a la librería Lugar Común. Entramos y mientras ella se distrae
mirando los anaqueles yo pido un expreso corto y un con leche para ella. Me
siento en una de las mesas junto a la vidriera exterior, conservando una muy
buena visión sobre la plaza. Rocío viene a mi compañía y sacude la cabeza
negativamente y con una sonrisa que francamente me enamora, en una actitud
de jocosa reprensión por mi empeño de convertirla en tomadora de café. Se
sienta enfrentándome y me pregunta, mirándome de forma perdida, absorta:
"¿Cómo estás?", pregunta que deja entrever un deseo de intimidad que me
hace respirar profundo. "Bien, porque estoy contigo", respondo infantilmente.
La tomo de la mano y siento eso que sentía por Sofía un año atrás, ese deseo
insaciable de tomarla, besarla, lamerla, morderla, apretarla y restregarme
contra ella, como para dejar mi esencia adherida por siempre a su cuerpo. Sin
embargo, me contengo y la acaricio muy tierna y suavemente después de todo.
Hablamos entonces de literatura. Cada uno cuenta al otro qué está leyendo en
ese momento. Sale el tema del cine porque su película favorita de todos los
tiempos está basada en un libro que está releyendo justo ahora y que no puede
pasar más de tres meses sin releer. Luego hablamos de sus viajes y toda la
gente que ha conocido en los diferentes países donde ha estado. Yo le acaricio
el rostro y me digo que me ronronee, a ella le causa risa la idea pero yo le digo
que es en serio, que ronronee. Ella acaricia mi mano con su mano y entre risas
entrecortadas produce un leve rugido gutural que para mí es suficiente. Nos
reímos y le hago notar que la plaza se está llenando. Un grupo de jóvenes ata a
uno de sus compañeros al poste base del semáforo de la esquina sudeste de la
plaza. Es amordazado y crucificado y sus compañeros enarbolan pancartas con
leyendas denunciantes de violaciones de derechos humanos, libertad de
expresión, etcétera. El crucificado se mantiene inmóvil, bajo el sol tenue del
atardecer. Yo miro entonces sobrevolar a unos cien metros de la plaza, a tres
grandes cuervos, describiendo círculos en el aire. Salgo corriendo de la librería
y apoyándome con una rodilla en el piso, tratando de abarcar toda la escena,
tomo la foto panorámica con mi cámara. Sí. Tomé, en ráfaga, varias fotos y en
todas se ve el crucificado, un grupo de guardias que se acercaban a mediar con
los estudiantes y los tres zamuros en el alto y azul cielo. Le mostré la foto a
Rocío y me dijo que le gustaba. No era muy original, pero creo que la foto
vale mucho por su espontaneidad. De todos modos, la plasmaré en lienzo.
Salimos de la librería y avanzamos, tomados de la mano, hacia la plaza. Ya
hay un par de oradores elocuentes que animan a gente. Las cornetas suenan al
pasar junto a los protestantes. Las pancartas son enarboladas y agitadas. La
música se hace presente. Cantantes populares aprovechan la ocasión y entonan
el Gloria al Bravo Pueblo al son de los acordes de sus guitarras, cantan
Venezuela a capella. Se siente en la atmósfera ese patriotismo espontáneo, esa
unión fraternal de todos los presentes. Siento escalofríos. Rocío está un poco
asustada. El ambiente está tenso. El piquete de la guardia permanece
incólume. Ha compactado su orden, pero sigue inmóvil. Los gritos eufóricos
de los drogadictos universitarios que no entienden nada de política y sus
gestos obscenos y groserías hacia los guardias tensan aún más el ambiente.
Sus compañeros tratan de calmarlos, les exigen respeto. Rocío me aprieta la
mano. "Vámonos", dice. Una botella quebrada a los pies del piquete rompe el
orden. Se escucha el primer disparo. Escucho el grito de un muchacho que cae
a tres metros de mí, se retuerce y se toma de las costillas, levantándose la
franela y dejando ver las rojas y circulares heridas de los perdigones. La
multitud se dispersa. Cojo a Rocío fuertemente de la mano y corremos hasta la
primera avenida Los Palos Grandes: las escaleras del metro colapsaron y al
pasar junto a ellas, vimos cómo la gente rodaba por los escalones. Se escuchan
más disparos y vidrios rotos. La plaza es cubierta por el humo. No sé qué fue
del encadenado en el poste. No sé qué fue de los artistas. Corrí con Rocío y me
sentí mal porque ella lloraba en medio de una crisis de nervios. Llegamos a la
primera avenida de Los Palos Grandes y la recuesto contra la pared perimetral
del edificio de la CAF y enjugo sus ojos llorosos y le digo que ya está, que ya
pasó, que no le pasó nada y que yo estoy ahí con ella, y que está sana y salva y
la abrazo. Tres motorizados de la guardia interceptan entonces, subiendo sus
motos por la acera, a dos jóvenes sin camisa que corrían desenfrenados con
sus bolsos a cuestas y los rostros cubiertos con sendas franelas mojadas
enrolladas en sus cabezas. Uno de los guardias se bajó y le disparó una
munición de perdigones, a quemarropa, una vez a cada uno y les decomisó los
bolsos, que, según pude ver cuando él los abrió delante de sus dueños, antes de
patearles el coxis y dejarlos en el suelo sangrando, estaban llenos de bombas
molotov caseras. Nos alejamos de ahí. Rocío había comenzado a llorar otra
vez. Tosía y se ahogaba. Entramos en Miga's y le compré un agua y la hice
sentarse. Estaba histérica. Yo quise calmarla pero todo era inútil. Estaba
desesperada y parecía tener un ataque de asma. Se preguntaba repetidamente a
sí misma, en voz baja: ¿Por qué, por qué? Yo me sentí culpable porque
habíamos ido allí sólo por un capricho mío, y yo estaba consciente de que algo
así podía ocurrir, estando el ambiente político tan tenso como estaba. Pero me
tranquilicé porque sólo había sido la impresión tan fuerte de la violencia lo
que la había puesto así, y no había recibido ninguna herida. Entonces se me
ocurrió un lienzo: ella llorando con los ojos cubiertos por sus manos que
enjugaban sus lágrimas, sentada en una mesa y, a través de la ventana del café
que está a espaldas de la muchacha (cualquier joven linda inspirada en Rocío),
dos guardias golpeando a un estudiante en el suelo, en segundo plano, a
distancia. Pensé que debía enfocarme en el llanto de la joven, y dejar la escena
de la calle en segundo orden para no darle preeminencia al tema político
dentro del cuadro sino utilizarla para ubicar más bien el contexto de tiempo-
espacio en que llora la joven. Tendría múltiples posibles interpretaciones, y a
mí no me correspondería establecer una definitiva. Abrimos twitter desde su
celular y nos enteramos de cómo habían reprimido fuertemente la
manifestación y la cantidad de heridos de perdigones que se habían producido.
Abríamos los links de youtube y ella aguantaba por unos segundos —por
simple curiosidad— la visión de las heridas de los perdigones antes de apartar
el celular de su vista. A veces me siento como una especie de científico loco
que experimenta con sus novias como lo haría con sus ratas. A fin de estudiar
de cerca el comportamiento humano, he fingido y provocado deliberadamente
toda clase de situaciones, sólo para saber qué gesto, qué reacción producen en
mi compañera de turno. Creo que se debe al hecho de que soy artista y como
artista soy muy observador y siento la necesidad de conocer a profundidad a
las personas. Es la única forma de poder tener una base sólida a la hora de
representar carácteres en el lienzo, en un bosquejo; y mi sensibilidad artística
puede hacerme saber qué clase de persona es alguien a quien apenas he visto
moverse para darme la mano y decirme su nombre, al momento de nuestra
presentación; en cambio hay personas enigmáticas cuyas formas de ser me
produce curiosidad por únicas, normalmente contradictorias. Además, el
estudio cercano de una persona para mí no es limitativo sino que tiene un
alcance considerable, puesto que teniendo claro un tipo definido, ese tipo se
extiende a otras personas desconocidas que comparten los mismos rasgos y
entonces puedo yo de antemano conocer mucho de ellas. Es una especie de
psicoanálisis rudimentario pero totalmente enfocado hacia la producción
artística, a la pintura. Analizo a las personas en servicio de la pintura. Porque
cuando pinto, cuando estoy frente al lienzo dando pinceladas, organizando ese
huracán de ideas que siempre pulula en mi cabeza, quiero ser lo más honesto
posible. Quiero plasmar autenticidad; quiero que posturas, hechos y
expresiones faciales concuerden, y la única manera de conseguir esa armonía
es conociendo a mis modelos.
Rocío, por ejemplo, me llamó la atención desde el primer momento en que
la conocí por su pureza e inocencia, ya lo he dicho, de modo que yo quería
intentar corromperla —sabía, además, que esa era la única forma de dominarla
—; yo quería que su ceño se frunciera en una pregunta suspicaz acerca de un
whatsapp que interrumpiera nuestra conversación; yo quería que dirigiera sus
preguntas a mi pasado, a mis relaciones anteriores, dejando deslizar sutilmente
pequeñas comparaciones: quería ensuciarla con el vicio de los celos, manera
única en que podía estar seguro de poseerla. Pero era un trabajo de paciencia,
de ir ocupando un lugar cada vez más importante en su vida, al punto que ella
temiese por mi abandono. Pero ella era tan clara y sencilla y aparentemente tan
desprovista de todo eso que a veces sentía desesperarme. Porque yo quiero ser
siempre el epicentro, el único en la vida de quien está conmigo, y ella, aunque
en los momentos en que estábamos juntos me hacía audaces declaraciones de
admiración, luego parecía olvidarlas y se mostraba muy indiferente, como si
simplemente le gustara disfrutar el tiempo que pasaba conmigo pero sin darle
una importancia mayor, sin darme trascendencia en su vida, por lo que yo
entonces llegué a dudar de su inocencia varias veces y llegué a sospechar que
ella también era una versada en manipulación: es de ese modo exactamente en
que hay que comportarse para dominar a alguien y ella lo estaba haciendo
conmigo. Pero no, descarté la posibilidad porque me di cuenta de algo en
Rocío: ella era un alma sencilla y libre, y, en consecuencia,
endemoniadamente distraída. Y por eso a veces pasaba horas enteras sin saber
dónde estaba su celular, sin siquiera darse cuenta de ello, y por eso pasábamos
días enteros sin escribirnos el uno al otro, aunque cuando nos escribíamos no
había reclamos de ningún tipo sino más bien sinceras confesiones de cariño y
entusiastas conversaciones sobre cine o música.
La alianza avanzaba viento en popa. Yo, teniendo clases a las tres de la
tarde, me iba desde la mañana a la mediateca a leer y practicar por mi cuenta
el francés. Obviamente, estaba muy avanzado. Pensé en estudiar de forma
autodidacta —ya tenía en mi pendrive todos los métodos de la alianza con las
pistas sonoras—, y posteriormente nivelarme, manteniendo la práctica oral,
claro, en alguno de los talleres de conversación que se ofrecían en la
mediateca. Pero no lo hice por Rocío. Estaba enfermo de ella. Ávido de ella.
Quería más, la quería a toda hora, quería consumirla. Porque sabía que me
estaba llenando la cabeza de temas que pintaría más adelante. Creo que la
ingenuidad fue una de las virtudes más llamativas de Rocío, todo el tiempo.
Me cautivaba la forma en que todo le era indiferente: la política, la gente, su
propia cultura venezolana que desconocía casi totalmente. Yo no la juzgaba:
había sido criada viajando todas las vacaciones de su vida a una gran cantidad
de países, su adolescencia había transcurrido en la época del auge del internet
y la globalización. Había sido muy influenciada por la cultura pop
norteamericana y era una experta en cine y música estadounidense. Aunque su
banda favorita era inglesa. Pero esa admiración recia que sentía por lo
extranjero nunca la mostró por nada autóctono, algo que yo solía desdeñar un
poco de ella.

CAPITULO IX

Un fin de semana en que estuve libre en el café, decidí ir a visitar a la casa.


Llevé conmigo dos lienzos con el fin de trabajarlos un poco luego de la hora
de las abundantes comidas; uno era el del estudiante encadenado en Plaza
Francia enfrente al piquete de la guardia nacional con los tres zamuros
sobrevolando sugestivamente en el cielo, el otro era uno cuya perspectiva se
encuentra desde la base de una bala, cuya punta es visible en la parte inferior
del lienzo, como una metálica nariz, que avanza a gran velocidad hacia un
grupo de estudiantes. Ambos lienzos con temas tan políticos no se me
ocurrieron por azar. Recuerdo haber sentido una pulsión, un necesidad furiosa
de pintarlos dada la impotencia que me causaba la represión gubernamental
hacia la población estudiantil y, además, el haberla vivido en carne propia
aquella tarde junto a Rocío, aumentó mi rabia y mis ganas de pintar al
respecto. De modo que sentí la urgencia de protestar artísticamente, de
expresarme, de denunciar el abuso, la injusticia. Llegué a casa con mis lienzos
a cuestas. Saludé y tuvimos, como siempre, un abundante almuerzo, sin
espacio apenas en la mesa tanto por la gente como por la cantidad de comida.
Le conté a mi mamá el episodio en Plaza Francia. Le conté también sobre los
lienzos y le prometí mostrárselos más tarde. Ella se mostró encantada y
entusiasta. Mi papá sólo hizo silencio, pretendió haberme ignorado. No hizo
comentario alguno sino que siguió comiendo indiferente a mis palabras. Yo
tenía, sin embargo, un interno deseo de discutir, de ponerlo en evidencia
delante de mi madre y mis hermanas. Yo quería combatir, medirme con él.
Comencé entonces a hacer comentarios despectivos de la guardia nacional, los
llamé esbirros, lacayos de un dictador y finalicé agregando las FANB en
general era una vergüenza. Entonces él saltó como una fiera, diciéndome en
voz alta que eso toda la vida había sido así, y que los militares debían lealtad
al poder. Yo, entonces, de forma muy calmada y elegante, le contesté que no
(agregué los artículos 327 constitucional y siguientes a mi argumentación, tan
deseoso estaba de tener esa discusión con él), le contesté que debían lealtad a
la constitución y que ésta misma los excusaba de negarse a cumplir órdenes
que fueran en contra de los derechos humanos y los preceptos
constitucionales. Entonces él jugó su última carta: dijo que yo era un carajito
arrogante que no sabía nada de la vida, que no sabía el sacrificio necesario que
requiere ser militar y que él, un militar, era quien llevaba la comida a la casa, y
que de revelarse, de negarse a cumplir una orden, mi mamá y mis hermanas no
tendrían qué comer. Que todo era muy bonito en los libros y la constitución
pero que la vida real era otra cosa. Yo contesté diciendo que no lo juzgaba,
porque se necesitaban muchas bolas para alzarse y sólo muy pocos eran capaz
de hacerlo, como Leopoldo López, acoté; y lo acoté a propósito porque sabía
que él detestaba particularmente a este político venezolano. Herí su ego. Alzó
más la voz y sus ojos comenzaron a brillar, las pupilas dilatadas por la
secreción de adrenalina; entonces habló de Leopoldo López. Dijo que era un
güevón, que se había entregado por miedo a que lo mataran y otras estupideces
que francamente me sorprendieron en un hombre de su intelecto. Dijo también
—o más bien gritó—, que Leopoldo no tenía ningunas bolas, que su deber era
permanecer oculto y libre e incendiar el país para provocar una crisis social,
una explosión de protestas, pero que no tuvo las bolas (esta frase en particular
es su firma). Yo le contesté que al contrario, que él solo, Leopoldo, un solo
hombre desarmado, tiene más bolas que los cuatro componentes juntos con su
armamento de guerra. Porque se atrevió a enfrentarse a un gobierno dictatorial
no siendo ese su deber, algo que no que no hacen los cientos de miles de
efectivos, aun cuando ese sí es su deber (resguardar el orden constitucional)
teniendo armas para hacerlo, todo por un bozal de arepa. Critiqué también al
alto mando, e inventé una noticia que narré sarcásticamente: la NASA estaba
comprando los uniformes de los generales venezolanos para estudiar a los
astros (el chiste consistía en criticar la gran cantidad de decoraciones que
tienen en sus uniformes los militares venezolanos, aunque creo que nadie me
entendió entonces). Y agregué detallando cómo las condecoraciones eran
inmerecidas y cómo lo único que los militares hacían era arrodillarse y jalarle
bolas a un gobierno despótico. Se me encimó y mis hermanas y mi mamá
tuvieron que meterse entre nosotros rápidamente para evitar que me tocara: se
había estirado para estrangularme, pero yo fui más rápido: moví mi torso hacia
atrás y golpeé su antebrazo con la mano abierta. No vengas más para acá,
quédate allá en Caracas pintando tus mariqueras y sirviendo café, me dijo
antes de pararse de la mesa. Mis hermanas intentaron consolarme diciéndome
que eso se le pasaría, que sólo estaba molesto. Yo no hice caso y aproveché la
ocasión para dejarme consentir: prepararon torta y quesillo de postre y a las
dos horas de haber almorzado estábamos otra vez todos —excepto mi papá,
que había salido a tomarse una cerveza o un café en el centro de pueblo— otra
vez reunidos alrededor de la mesa, comiendo y riéndonos de nuestras
anécdotas infantiles, comiendo torta y quesillo con café con leche. Luego, al
irse mi mamá y mis hermanas tras ellas a su cuarto a ver televisión y dormir,
yo saqué mis lienzos y me puse a trabajar en el patio, sobre el viejo caballete
que siempre quise dejar en mi casa materna. Trabajé pero no como hubiera
querido: me encontraba de repente con el pincel fijo a un centímetro del
lienzo, pensando en mi papá y en nuestra discusión, descubriendo cómo se me
ocurrían entonces, una vez pasado el momento, una cantidad de argumentos
que lo hubieran enfadado más, que lo hubieran humillado, incluso. Estaba
claramente afectado. No podía concentrarme. Me hubiera gustado que me
tocara, me hubiera gustado quebrarle una falange. Me molesta sobremanera la
forma en que me menosprecia e irrespeta. Como si él fuera dueño de la verdad
absoluta, cuando no es más que un esbirro más de este gobierno, que dice estar
al servicio de la nación las 24 horas del día y que no obstante el
bolivarianismo presente incluso en el propio nombre de las fuerzas armadas,
no aplica sus doctrinas sino que las desprestigia, apuntando sus armas contra
su propio pueblo. Un maldito esbirro prejuicioso, ignorante y retrógrado. Eso
es lo que es. Pero yo lo superaré. Yo trabajaré incansablemente para arrollarlo,
para pasarle por encima. Yo lograré, con mi pintura, con mi talento, con fe
ciega en mí y en mi capacidad de trabajo y de producción, una gloria a la que
tú, papá, jamás hubieras podido llegar ni aun haciendo tu mejor esfuerzo.
Porque no tienes imaginación, porque ves las cosas de una sola manera y no
tienes esa capacidad de desdoblamiento que yo sí y que me permite
despersonalizarme y mirar las cosas de múltiples ángulos y maneras. Yo
perseveraré, y pintaré y pintaré hasta que mis dedos sangren, hasta sentir
desfallecer las rodillas por el cansancio. Yo te superaré. Tú no serás nada
comparado a lo que yo lograré. Y por eso estoy dejando todo, mi dependencia
de tu estabilidad económica, mi carrera, todo por la pintura, para enfocarme
sólo en ella, para dedicarle todo mi tiempo y hacerme un verdadero pintor,
culto, creativo y hábil con las manos. Yo te venceré, te superaré. Y lo haré sin
tu apoyo para que nunca puedas decir que se debe a ti en lo más mínimo, para
que te duela. Yo seré inclemente hasta el límite de la demencia, yo trabajaré y
trabajaré sin descanso hasta hacerme un espacio en el arte, hasta triunfar, hasta
exponer y vender y hacerme un nombre en la pintura. Y tú me verás hacia
arriba desde abajo, desde tus prejuicios e ignorancia del arte. Me verás triunfar
sin saber muy bien cómo lo logré, pero lo verás; y deseo que vivas, que vivas,
larga vida a ti, padre, para que me veas triunfar, me veas superarte en todas las
facetas. Y ninguna palabra será entonces necesaria porque los hechos tendrán
una fuerza abrumadora, y el silencio será suficientemente sofocador.

CAPITULO X

Suéltenme, malditos Ustedes son la peor escoria de la sociedad. Ustedes sí.


Yo no. Ustedes, corruptos, delincuentes con uniforme. Sólo ven en mí una
presa fácil de sus aberrados maltratos. Sádicos, valiéndose de su inmerecida
autoridad, me ponen de rodillas, me empujan por la nuca contra sus ingles.
Malditos. Las lágrimas corren por mis ojos. Yo nunca... El que yo haga esto no
quiere decir que lo disfrute de forma no consensual, con cualquiera. Qué dirían
sus hijos, esposas, sus jefes.... Qué dirían los delincuentes que han arrestado,
que están ahora en un calabozo lleno de mierda y orín y que tienen que pelear
todas las noches por un espacio, por el dominio del grupo, qué dirían de
ustedes, malditos salvajes, maricas. Se ríen, comentan entre sí lo bien que
debo estar pasándola, me aconsejan que no llore. Se burlan. Me desnudan. El
rímel corre por mis pómulos. La sangre baja por mis rodillas. Otra ingle, otra
mano en mi nuca, desacomodando mi peluca negra. Se llaman entre sí por sus
apellidos, mientras ríen, encienden cigarros y entran y salen de la patrulla. Las
preguntas crueles, hirientes, retóricas, anteriores a una bofetada, una patada, ni
siquiera las repetiré. Simplemente duele mucho. Se quejan de que mi cabello
no sea natural porque no pueden halarme y arrastrarme por ellos. Desnuda
como estoy, señalan mi sexo, y me preguntan. Me preguntan y me preguntan.
Qué es. Para qué sirve. Para qué lo hizo Dios. No para esconderlo entre las
nalgas con la ayuda de una cinta plástica, seguramente. Patean mis costillas,
mi escroto. Lloro. Lloro sin gritar, lloro silenciosamente. Sus cañones,
olorosos a pólvora, rompen mis encías, salvaje, rústicamente, cortan mi
paladar. Entran y salen. Vomito. Vomito y lloro y ellos ríen. Otra vez. Ahora
halan el gatillo. Dejo escapar un grito de sorpresa y ríen más, me preguntan si
pensé que serían tan malos así. Me muestran el peine y la culata vacía. Ríen.
Me dan mis zapatos y me piden modelar. Tengo que hacerlo. Comienzo
tímida, adolorida. Me piden seguridad y confianza como en la avenida. Me
empujan. Me escupen. Me graban y lloro. Se cuidan de no salir en la toma de
la cámara y ríen y me dan órdenes. Obedezco. Camino, desnuda y sucia,
flácida y adolorida, sangrante. Camino diva.

CAPITULO XI

He vuelto de mi pueblo más agudo, más determinado que nunca a pintar


hasta el límite de mis fuerzas. He vuelto con el deseo de no regresar hasta
haberme convertido en un pintor conocido, renombrado, hasta haber expuesto
mis obras en importantes salas. No me despedí de mi papá. Creo que nuestra
última discusión fue el final de nuestra relación. No tengo pensado volver a
dirigirle la palabra. A lo único a lo que sigo prestándole atención además de la
pintura es a la alianza francesa, y sólo por el hecho de que hablar francés me
permitirá aprovechar mejor el viaje a Francia que haré —algún día, aunque no
sé cómo ni cuándo— para estudiar las obras de sus museos. Sofía ya no cree,
sino que tiene la absoluta certeza, de que tengo otra, creencia que no estoy
interesado en desmentir, porque, aun dándose por entendida de que es así, me
ha invitado a su apartamento esta noche. Lo que lleva mi dominio de ella a
otro nivel, cosa que me interesa mucho experimentar. Daniela en estos días me
escribió pero la dejé en visto. Ni siquiera tuve ánimos para un saludo casual ni
la más mínima explicación de mi alejamiento, de mi silencio. Me he estado
depurando de todo lo innecesario. He estado aplicando un pragmatismo
inclemente. Cualquier cosa que no me produzca un beneficio artístico,
pictórico, técnico, es superflua, y no tengo tiempo para superfluidades. Me
estoy levantando de madrugada a pintar. Pinto toda la mañana, ingiriendo una
tras otras tazas de café negro, cerrero, en un esfuerzo brutal y con un ahínco
febril. He mantenido esa fuerza y ese impulso por semanas y ya he creado el
hábito. De hecho, ya no me imagino sin pintar todos los días. Incluso me he
distanciado un poco de Rocío. Aunque no del todo, claro. Sólo nos vemos los
días en que tenemos clase. Y aunque no he intimado con ella, siento la
necesidad de hacerlo sólo las horas en que compartimos, que son antes,
durante y después de clases. El resto del día y los días, vivo sumergido en
elucubraciones pictóricas. Realmente, y no obstante sus veinte años de edad,
Rocío es una niña de papi y mami que tiene que pedir permiso para todo,
avisando para que la vayan a buscar, y yo siento que ya pasé por esa etapa de
suegros vigilantes en mi primera adolescencia, y me parece estúpido a los
veintidós años. De modo que prefiero verla sólo en la alianza y, aunque sí,
tengo ganas de intimar con ella, de llevarla nuestra relación a un siguiente
nivel, todo eso pasa a un segundo plano, porque tengo el apremio de
convertirme en un verdadero pintor y superar, con mi éxito, todo lo que
Gerardo ha hecho en vida. En realidad, podría decirse, que, como digno
venezolano, no me importa un coño de la madre. Si se da algo más con Rocío,
bien y, si no, también. No tengo tiempo. Tengo metas autoimpuestas que tengo
que lograr. Acabo de imponerme la meta de un lienzo semanal. Es mucho
trabajo. Además estoy memorizando diariamente la conjugación de tres verbos
franceses. Me estoy retando a mí mismo al límite. Puedo decir con orgullo que
cuando estoy pintando o leyendo o estudiando pintura, no pienso en sexo, a
menos, claro, que el tema pictórico sea una mujer. Ahora, en retrospectiva,
ahora que sé que no hay plan B sino que es la pintura o nada, que no tengo
más opción en la vida ni quiero tenerla, me doy cuenta de cuánto tiempo he
perdido holgazaneando, saliendo con mujeres que realmente no me
interesaban. No más. Yo he dicho que obtendré de esta vida una de dos cosas:
o la gloria más sublime, la gloria artística, el premio a la constancia y el
trabajo duro en el ámbito artístico, o la miseria más paupérrima, el ver mi
sueldo mínimo ser comido paulatinamente por la inflación desenfrenada de
nuestra inestable economía, endeudado, en mi pequeño anexo del norte de
Petare, comiendo apenas. Yo no seré un mediocre. Jamás. Conmigo no habrá
tonos grises. No tengo opción, no tengo plan B, no tengo carrera universitaria.
Ni siquiera tengo relaciones. La pintura, o nada.
He estado estudiando de cerca el surrealismo, la obra pictórica de Dalí,
sobre todo. De modo que últimamente he tratado de memorizar mis sueños
para tratar de interpretarlos y pintar su representación y significado después.
He estado leyendo mucho a Freud y a Jung. Partiendo de sus teorías, he
tratado de interpretar mis sueños, encontrarles significado, una razón,
encontrar sus símbolos y representaciones. Para conocerme, para saber cuáles
son mis deficiencias, qué quiero compensar. Dónde pierdo mi equilibrio
emocional. Para lidiar con mis demonios sobre el lienzo, para enfrentarme a
ellos. No tengo miedo. He pasado días enteros sin comer por haber gastado mi
quincena e incluso mis cesta tickets (los cuales cambio por efectivo a cambio
de que se me debite el diez por ciento de la totalidad del monto) en libros,
películas, documentales y cualquier otra clase de material que considere útil y
necesario para alguna investigación o algún tema que esté tratando en un
lienzo. De modo que vivo, sí, en la miseria. Y si aún como algún sólido se
debe a que en el café se venden sándwiches: hago preparar uno fingiendo que
un cliente me lo pidió y, cuando está listo, lo llevo a las mesas brevemente
antes de devolverme diciendo que me lo devolvieron por una razón siempre
diferente que pienso en el momento. La encargada lo anota en un cuaderno y
entonces yo pido comérmelo (en tales casos, los sándwiches se botan en la
basura). De ese modo, pues, logro evadir la inanición, puesto que en el anexo
sólo tengo papelón y café. Pero no me importa. Mi prioridad son mis lienzos,
mis pinturas y no me interesa para nada lo demás. Sofía dice que estoy loco,
que soy autodestructivo, que cómo es posible que viva de esa manera (ella,
aunque no tan asidua, me visita con regularidad), y se pone de ejemplo ella
misma; diciéndome que ella es poeta pero ha logrado organizarse. Yo le digo
que no soy un hombre práctico, que no tengo sentido para las cosas prácticas.
Ella me entiende, realmente no puedo decir que no; me entiende y me pide
entonces que nos mudemos juntos, que me vaya con ella. Yo no he querido
aceptar. Realmente gozo de una libertad sin límites en este momento. Y
aunque mi salario cada día vale menos, aún me da para pagar el alquiler. El
vivir con ella haría imposible leer imperturbablemente por horas enteras
(como lo hago ahora, con una jarra de café al lado, con el celular apagado); el
vivir con ella significaría la inmediatez de sus inquietudes, de sus exigencias
de cariño que aunque no me molestan en lo absoluto, sí me quitarían tiempo
que podría dedicar a la pintura, al estudio del francés, a la lectura libre. De
modo que he preferido permanecer solo y rechazar la tentadora oferta de tener
una casa siempre abastecida, siempre al día. No lo niego, he perdido un par de
kilos; se debe a la dieta no voluntaria por lo costoso de la comida y la escasez
y especulación y, también, a mis constantes trasnochos. No sé cuándo fue la
última vez que dormí siete horas. Duermo por ratos, a intervalos. Por ejemplo,
anoche me acosté a las once, y hoy me levanté a las 2:00 a.m. a pintar por
cinco horas. A las siete me acosté por dos horas más y a las nueve me levanté
para ir a trabajar al café. Ocho horas de jornada laboral son demasiadas horas
menos para mi formación como pintor, para mis estudios de francés como para
desperdiciar también las restantes dieciséis del día. Una compañera de trabajo
en estos días me preguntó de la forma más casual, "¿Qué día te toca?", yo,
sinceramente, no entendí inmediatamente. "¿Qué día me toca qué?",
"Comprar", me dijo. "Ah, según mi cédula, los viernes", "A mí también.
Vamos este viernes al central de La Urbina a ver qué sacan". Esta propuesta
me sacó una real y sincera sonrisa. Le dije categóricamente que no. Para mí el
tiempo es irrecuperable, único y jamás lo desperdiciaría en una banalidad tal
como hacer cola por comida. Es simplemente contrario a mi naturaleza. El
dinero va y viene, se recupera, se gana y se pierde, el tiempo no. Y aunque sé
que hay algo poético en las colas, algún tema pictórico interesante, crítica
social, aún no tengo la idea lo bastante clara y, además, para pintarlo no me
sería necesario hacer la cola como tal sino verla desde la acera de enfrente. Mi
compañera de trabajo se sorprendió y no le cabía en la cabeza que yo no
hiciera cola. Me compadecí de ella. Y aunque no tengo comida en mi casa,
siempre hallo la manera de comer algo. He tenido que aparecer de forma
imprevista en casa de Sofía algunas noches en las que los retorcijones de tripas
me lo han exigido, siendo muy bien tratado y muy bien recibido y muy bien
alimentado por ella, pero son noches y mañanas posteriores de pereza que
tengo que compensar al día siguiente trabajando el doble para tener limpia mi
consciencia. Y entonces me veo al día siguiente pasando de largo, de las once
de la noche hasta las siete de la mañana frente al caballete, de pie para evadir
el sueño, dándome rápidos baños con agua fría, metiéndome los dedos en los
ojos, para no dormirme, para pagar el trabajo que me debo a mí mismo. A las
siete caigo rendido dos horas hasta las nueve. Y al café me llevo siempre algún
libro y lleno mis guías de francés, o ambas cosas, a veces. Siento que debo
aprovechar el día al máximo. Siento que debo aprovechar mi juventud, mi
energía al máximo; no hay atajos, no hay vías fáciles. Me he puesto entre la
espada y la pared, he dejado todo porque sé que es en las situaciones
realmente extremas donde se aguzan nuestros sentidos, nuestra capacidad,
aumenta nuestra determinación. Y no puedo volver a casa sino convertido en
pintor, un pintor exitoso y conocido y reconocido. Y no discutir jamás con mi
papá sobre el arte; y dejar los hechos hablar por sí solos, dejar que el
reconocimiento por mi obra hable, demuestre que valieron la pena todos y
cada uno de estos riesgos que estoy tomando. Saber implícitamente que valió
la pena el trasnocho, el abandono a la casa paterna, a la estabilidad económica
paterna, el salirse del menos arriesgado camino de la universidad. Cuando
llegue a ese estado estaré muy satisfecho conmigo mismo, aunque no
conforme, nunca conforme. Es un estímulo para mí leer biografías, tratar de
superar a los grandes hombres, a los hombres muertos; tratar de igualarlos
primero, superarlos después; superar sus horas de trabajo, ser más consecuente
en mi rutina. Producir más. Trabajar, trabajar, trabajar. Abarcar ese lienzo por
todas partes, desde todos los ángulos, sin descanso, sin pausa, concentrado en
mi deseo abrasador de triunfo, en mi ambición inexorable, sin prestar atención
al sonido de mis tripas, a la sensación de que conforme pasa el día se reduce
exponencialmente la capa grasa entre mi piel y mis músculos, dejando visibles
mis abdominales, cual un atleta disciplinado; sin prestar atención al dolor de
cabeza que me produce a veces el prolongado ayuno. Concentrado, enfocado
en producir. Pienso entonces en Coué y agradezco por su obra: Self mastery
through unconscious autosuggestion y me repito mentalmente: no tengo
hambre, no tengo hambre, no tengo. Y en efecto, pronto dejo de sentirla. Y
continúo deslizando el pincel sobre la tela con una soltura magistral, plena,
decidida y sublime.

CAPITULO XII

Sentí, hace poco, la necesidad de pintar un tema triste. Un tema muy triste,
melancólico y nostálgico. Pensé en Sofía, que sería la única capaz de
producirme un sentimiento parecido en este momento. Porque es ella con
quien más fuertes vínculos sentimentales tengo. No sé exactamente qué quiero
hacer, pero sé que debo terminar con ella para saberlo, para ser auténtico con
mi pintura y poder sentir realmente y en carne viva y además simultáneamente
con el proceso creativo de la pintura, el sentimiento que plasmaré sobre el
lienzo. Entonces, sin pensarlo, sin dudarlo siquiera, la cité en el McCafé del
boulevard de sabana Grande en Chacaíto una hora antes de entrar a clase en la
alianza; y le dije que tenía otra, que ya no quería estar con ella. Que me
perdonara pero que yo sentía que era lo más justo y correcto que podía hacer
porque amaba a la otra. Quiso saber entonces su nombre, cómo era, dónde
vivía, cómo la había conocido y cómo me trataba y, además, qué tenía que ella
no tuviese. Por supuesto no contesté a nada de eso, puesto que no estaba
haciendo más que un experimento y de ninguna manera estaba terminando
definitivamente con ella. Desde luego, tenía pensado volver con ella luego de
pasado un tiempo y pintado el lienzo que me inspirara nuestra separación.
Quise extrañarla, echarla de menos, sentir que me hacía falta abrazarla,
besarla, oír su voz, acariciarla, tocarla y cogerla. Algo se me ocurriría. Ella
lloró. Lloró a moco suelto, con un llanto más bien infantil, como el llanto de
desolación del niño que se siente perdido en un lugar público sin ver a sus
padres. Me conmovió mucho esa escena. La consolé. La consolé sinceramente
y le ofrecí mis disculpas. Mi perdón. Pero, le dije, no creo justo seguir contigo
estando enamorado de otra. Entonces su llanto sólo aumentó y me preguntó y
se preguntó en qué había fallado, cómo era posible que me hubiera enamorado
de otra. Yo la estudiaba, sus gestos, sus facciones: eran sinceras, espontáneas.
Me sentí culpable, pero al mismo tiempo intuía que si lograba plasmar ese
sentimiento de nostalgia tan grande que sentía en ese momento en un lienzo,
sería todo un logro para mí como pintor. De modo que fui incólume ante sus
súplicas. Me rogó que no la abandonara, me dijo que yo era todo para ella.
Que ella ni siquiera me pedía ninguna clase de compromiso, que no me hacía
exigencias. Pero que siguiera con ella. Que yo era muy especial. Que no la
dejara. Por favor, repetía, bañada en lágrimas, acariciándome el rostro, las
manos. Yo estaba decidido. Entonces dejó entrever un poco de resentimiento,
pero resentimiento sincero, y me llamó mentiroso. Me dijo que yo debía haber
estado engañándola por mucho tiempo porque la gente no se enamora así de la
noche a la mañana. Me dijo que era un mentiroso, que jugué con ella y que
ella no se merecía eso. Noté entonces su desesperación: estaba intentando dar
lástima. Para mí también era una forma de llevar mi dominación a otro nivel:
dejarla y volver con ella, de modo que se sintiera, de ahí en adelante, siempre
insegura sobre mi permanencia junto a ella. Al fin nos despedimos de una
forma bien triste: ella no quiso abrazarme, ni darme la mano siquiera,
simplemente se paró bruscamente y salió con los ojos aguados por el
boulevard. Yo me sentí entonces libre. No tendría que responder esos
whatsapps nocturnos resumiendo cómo me fue en el día, no tendría que avisar
qué días estaría libre en el trabajo para ir a visitarla, no tendría que volver a
subir Sabas Nieves por una inconsecuente disciplina deportiva. Al verla
alejarse por el boulevard, con su cuello cubierto por su bufanda, su rebelde
cabello rojo recogido, sus delicados y pequeños pies sobre sus zapatos altos de
plataforma, me di cuenta hasta qué punto somos caprichosos. La amé. La amé
porque sabía no la tendría por un tiempo. Qué bello es lo que no se tiene.
Estaba a mis anchas. Ahora apenas si comía, pero estaba pintando a toda
máquina. Era un tren: imparable, indetenible. Llegaba del trabajo y me ponía a
leer hasta altas horas de la noche o a escuchar música o a ver una película y
me acostaba siempre hacia medianoche. Dormía dos o tres horas y luego me
levantaba y pintaba hasta aproximadamente las nueve de la mañana. Esa
separación con Sofía me inspiró dos lienzos muy sinceros. Muy sentidos. Fue
una noche de insomnio. Esa mañana la había visto en el metro. Hermosa, con
sus lentes, su cabello esta vez suelto, se lo había cortado a la altura de los
hombros, exhibiendo su blanco, blando cuello tantas veces por mí mordido,
lamido. No dijimos nada. Ni siquiera un gesto. Nada. Sólo nos miramos
brevemente y yo me bajé en Altamira para irme a mi trabajo. Le lancé una
última mirada pero sus ojos no me revelaron nada. Sinceramente creo que
estaba a la expectativa, creía que yo haría algo y decidió dejarme actuar. Pero
yo preferí no hacerlo porque aún ni siquiera se me había ocurrido nada que
pintar y volver con ella me arruinaría el sentimiento de nostalgia que debía
sentir a fin de poder hacerlo. De modo que preferí ignorarla. Esa noche, sin
embargo, sentí que me hizo falta. Daba vueltas en la cama y pensaba en ella.
Dudaba de si había hecho lo correcto, sobre todo dudaba porque aún no se me
había ocurrido ningún motivo al respecto. Y la había encontrado tan hermosa
esa mañana en el metro que temí tuviera ya pareja, temí estuviera con otro;
cualquiera estaría dispuesto a darle mucho más de lo que yo podía darle, y yo,
precisamente yo que no tenía mucho que ofrecerle, la había dejado para
experimentar un sentimiento y pintarlo y luego volver con ella, como si fuera
un objeto. Como si ese monumento, esa voluptuosa y carismática mujer fuera
eso: un objeto, nada más. Aún dudo si era por el sexo. He dicho previamente
que no sé distinguir muy bien lo uno de lo otro, y a veces creo que son la
misma vaina. Lo cierto es que, estando acostado en mi cama, recordando su
mirada inmutable en el tren, la deseé. Recordé el sexo salvaje que teníamos,
cómo tenía libertad para explorar, jugar con su cuerpo a mi antojo. La extrañé
tanto que se hizo insoportable. Entonces, prendí la luz de mi habitación y me
dirigí hacia el lado opuesto de la cama: ese que yo le había concedido a ella y
en el que en sus escasas visitas había marcado territorio como toda una
hembra alfa: tenía en su mesita de noche, cremas, anti-bacterial, un perfume,
pinturas, un estuche de maquillaje, varias cajas de pastillas y un cuaderno de
notas. En dicho cuaderno de notas, recuerdo, estaba un poema que me había
escrito. Quise leerlo, quise volver a leerlo porque recuerdo que me había
gustado y hablaba de la posesión: en él ella se reconocía por siempre mía.
Entonces, al levantar una franela mía que había caído allí accidentalmente (soy
obsesivamente pulcro y organizado con mis lienzos, mis pinceles y mis
cuadros, lo mismo con mis libros; no así, en cambio, con la ropa y mi
habitación, el cual es siempre un completo desastre), vi su taza, de la que se
había apoderado también de la forma agresiva y territorial con que lo había
hecho con la mesita de noche del lado derecho de la cama. Recordé entonces
su última noche ahí. Lo hicimos dos veces. La primera apenas al llegar. La
segunda de madrugada, en uno de esos repentinos impulsos sexuales que
suelen despertarme cuando me sé durmiendo con una mujer en la cama. Ella
se había despertado más temprano que yo y había preparado unas arepas con
revoltillo como desayuno. Se había traído consigo, como siempre organizada,
una bata que la hacía ver hermosa. Y esa taza de café que debía tener al menos
un mes ahí, se la había tomado de noche, mientras leía a Bécquer, o a
Benedetti, o a Bukowski, lo sé porque de estos tres autores eran los libros de
los que también se había apoderado y había puesto en su cabecera. Miré la
taza e inmediatamente me di cuenta del alcance, de la fuerza expresiva que
tenía: el borde seguía manchado de la roja pintura de labios que Sofía tenía
puesta esa noche y que se dejaba para dormir porque yo le decía que tenía
siempre que estar bella como una princesa para mí. Entonces salté como un
desquiciado hacia mis pinceles y me puse a trabajar. "El abandono", se llama
ese lienzo. Consta de una mesa sobre la cual hay una taza con la marca de
unos labios en su borde, que deja escapar un hilillo de humo, como si en su
interior hubiera café caliente aún, y un cenicero con un cigarro aún encendido,
consumiéndose, humeando. El fondo es una pared blanca. En la esquina
superior izquierda del lienzo, al final de un pasillo, puede verse una puerta
abierta. Es todo. Pero es un cuadro que me salió del alma. De verdad
extrañaba profundamente a Sofía cuando lo pinté. Me hacía tanta falta. Tanto
sentimental como sexualmente. Pensé en llamarla, en contarle de la taza, del
lienzo que pinté en tiempo récord y de un solo impulso esa madrugada. Pero
me pareció estúpido. Pensé que aún esa añoranza por ella no había rendido
todos sus frutos. Sí. Pensé que se me ocurrirían otras ideas. Se me ocurrió sólo
una más y fue en el trabajo. Yo estaba ensimismado. Había decidido quedarme
en cafetera, primero para comer más y segundo para, en mis intervalos libres
de pedidos, leer un poco. Alguno de mis compañeros de trabajo me pidió dos
marrones y, mientras miraba la leche batirse por la presión de la boquilla la
máquina, me imaginé a un hombre, atormentado, acostado en una cama,
acariciando la superficie del lado contrario de la misma, como tratando de
abrazar una presencia inexistente. Serví los cafés, los despaché, cogí en la caja
un bolígrafo y una servilleta dibujé una especie de bosquejo. Haciéndolo, se
me ocurrió darle una suerte de relieve fantasmal, femenino, a la ropa de cama
que el hombre intentaba abrazar. El ángulo escogido para el cuadro era un
ángulo alto, como si la imagen fuera pintada desde el techo de la habitación en
la que el hombre dormía. El hombre abrazaba con ardor, dormido, pero
creyendo que había allí, a su lado, alguien, probablemente su novia, esposa,
amante. Su lado de la cama, titulé ese lienzo. Realmente, lo pinté con una gran
libido, para utilizar un término psicoanalítico. Yo en ese entonces no había
tenido sexo desde la última noche en que había estado con Sofía. Rocío se
había mostrado liberal para ciertas cosas pero muy infantil y precavida para
otras, especialmente en el ámbito sexual. Y yo no tenía ningunas intenciones
de insistir, todas mis energías estaban enfocadas en la producción artística, en
la lectura, en el estudio de la pintura. La descuidé y, por ende, pasó un lapso de
tiempo en el que la tensión sexual en mí creció a un punto casi desesperante.
Fue en ese estado en el que pinté Su lado de la cama. Extrañaba, sobre todo, el
cuerpo de Sofía. Pasaron aún dos semanas más en las que pensé se me
ocurriría un tercer y tal vez un cuarto lienzo del tema de nuestra separación,
pero ya no había en mí nostalgia, tal vez ya no me era posible engañarme a mí
mismo con la posibilidad de una separación definitiva porque ella había
aprovechado la excusa de las pertenencias dejadas en nuestros respectivos
apartamentos para volver a contactarme; a ella, sabía, también le haría falta el
contacto físico, aunque tal vez menos que a mí, tal vez para ella lo primordial
era lo sentimental. Entonces coordinamos una cita en su apartamento para yo
ir a buscar mis cosas. Una sonrisa cruzó nuestros rostros. Una sonrisa de
inteligencia, de deseo mutuo; era una sonrisa de resignación por sabernos más
débiles que el deseo, de no poder evitarnos; era un sonrisa sugestiva para
disimular la estupidez que representaba la cita concertada telefónicamente, el
teatro de haberme llevado una maleta para llevarme mis libros y mi ropa,
cuando ambos estábamos conscientes de que se quedarían ahí
indefinidamente, de que nos revolcaríamos salvajemente, desnudos, deseosos,
olvidados de las palabras que se dijeron. En efecto, luego de jugar un pequeño
juego de mala actuación, de fingir molestia y orgullo y reprimir el deseo, ella
me señaló mis cosas —las cuales había organizado limpiamente, una molestia
innecesaria, de lo que deduje que quería jugar, quería interpretar su rol y que
no sería apropiado insinuármele aún, hasta que se llevara más adelante esa
farsa, en beneficio de la tranquilidad de su propia consciencia— y yo me puse
a recogerlas lenta y ordenadamente en mi maleta cuando, mientras abría y
cerraba un libro, memorizando un poema que, recuerdo, nunca había podido
memorizar, ella salió en paño del baño. Uno cubriendo su torso, otro enrollado
en su cabello. La vi y sentí un impulso animal. Su rostro era trémulo, tenía en
él unas facciones que representaban una débil, endeble seriedad pronta a
sonreír. No aguanté y me le tiré encima. Ella me recibió fingiendo sorpresa,
ahogando un grito anterior a unos reproches protocolares que me dijo entre
risas, entrecerrando los ojos y devolviendo mis besos.

CAPITULO XIII

El sexo fue frenético. La extrañé, de verdad. Y también extrañé su comida,


su comida verdadera. Y sus atenciones. En ese mes y medio en que estuve solo
comía apenas y de la manera más insípida que puede imaginarse, primero por
mi estrechez económica, segundo por mi falta de pericia en las artes culinarias
y tercero porque sólo quería conservar energía para seguir pintando o
estudiando: ni siquiera me sentaba, sino que comía directo de la olla, de pie,
tiraba todo en el lavaplatos, me limpiaba la boca y seguía trabajando. En casa
de Sofía —que no abandoné por muchos días consecutivos—, tenía, en
cambio, de todo. Ella al principio fue puro amor y entrega y dicha por nuestra
reconciliación. Pero luego vinieron sus inquisiciones. Me preguntaba si había
estado con alguien más cuando estuvimos separados. Por qué la dejé. Si había
sido por otra de verdad y qué había pasado con ella. Quién era la otra. Que le
dijera la verdad. Que ella sólo quería saber. Que ya no importaba porque
estábamos juntos. Yo le dije que estaba equivocado, confundido, que creía
haber estado enamorado de alguien pero que me había dado cuenta
inmediatamente de mi error, que la amaba a ella (inventé todo esto porque
sabía que confesarle que la había dejado sólo para experimentar tristeza y
poder pintar al respecto la haría molestarse). Ella se mostró entonces aún más
inquisitiva, y quiso saber quién era la otra. Yo me desvié del tema, por la
fuerza. Le dije simplemente que no quería hablar de ello y, con auténtica
impaciencia, le espeté que si volvíamos era para pasarla bien y no para
amargarnos la vida por lo que hicimos o dejamos de hacer en el mes y medio
que estuvimos separados. Ella lo entendió como una leve amenaza y no volvió
a preguntar más.
Mis hábitos con ella se modificaron un poco: ahora le pedía que durmiera
desnuda y me abrazaba a ella, para sentir su piel caliente. Me di cuenta
entonces que el modelo de Su lado de la cama era yo mismo, que, desolado
por su ausencia, abrazaba seguramente el lado vacío de la cama. Ella, como
siempre, cedía gustosa a mis caprichos. Ya satisfecho sexualmente, mi
atención se fue de nuevo a lo social, a lo político. Por esas fechas recuerdo
haber leído el recién publicado informe anual del observatorio venezolano de
violencia. Sus cifras nos ubicaban en el segundo puesto en la lista de países
más violentos del mundo. Tal informe, sin embargo, no fue publicitado por los
medios ni comentado en la calle. De hecho, esa ONG es desconocida para
mucha gente. Me molestaba sobremanera que el tema constante, sobre el
tapete, fueran las protestas, el "bachaqueo" (la compra de productos a precios
regulados para ser vendidos ulteriormente a elevados precios, de forma ilegal,
un fenómeno inevitable cuando hay políticas de control y no hay libertad
económica); pero nadie, absolutamente nadie, mostraba real preocupación por
el tema de la inseguridad; salvo, por supuesto, cuando vivían una situación de
tal naturaleza en carne propia, o le ocurría a un familiar. Para mí eso era grave,
era grave el que lo aceptáramos y dejáramos pasar a un segundo plano una
situación de esa naturaleza sólo porque nuestro bolsillo era afectado por las
vicisitudes económicas antes nombradas. Esa banalización de la delincuencia,
de la inseguridad en general, me llevó, con mucha rabia, a pintar un motivo al
respecto. Es lo más caricaturesco que he hecho nunca, pero fue la mejor
manera de representar el motivo que se me ocurrió. Dibujé la escena siguiente:
una familia, de pie en el porche de su casa, en navidad, año nuevo (al fondo se
ve un arbolito y en el cielo se ven las múltiples explosiones de fuegos
artificiales típicas en esta fecha), engulle la onceava uva del conteo regresivo
de año nuevo. Un joven, el único hombre en la familia, está rodeado de sus
hermanas, su novia y su madre, quienes lo miran angustiadas. Él mira su reloj
y tiene en su cara un gesto marcado por la resignación. Su madre llora. En la
franela del joven, a la altura del pecho, se lee el número 24980 (el número
total de muertes violentas en el país ese año según el informe del OVV).
Cruzando la esquina, se acerca un hombre caminando. No parece llevar prisa.
El un hombre alto y sin rostro, lleva un arma automática en la mano. El gesto
del joven parece aún más dramático y contradictorio por tener la boca llena.
No todo el mundo entenderá ese lienzo y el que lo entienda será porque estará
al tanto del informe, puesto que el haber agregado la cifra oficial en la franela
del joven los enlaza de forma inextricable. Pero sentí la urgencia, la necesidad
de pintarlo y no me importa si es un cuadro que jamás ve la luz. Para mí tiene
un valor muy especial porque lo pinté desde adentro, con toda mi alma.
Porque soy joven y me identifico con los jóvenes cuyos futuros son
cruelmente truncados por la delincuencia. No sé si catalogarlo como arte de
protesta, pero tiene un valor muy personal para mí y creo que nunca había
plasmado con tanta fidelidad la angustia sobre ninguno de mis lienzos.
Creo que me hacía falta volcarme un poco hacia lo social. No lo hacía
desde aquellos lienzos de Plaza Francia. Siento la necesidad de protestar, de
expresarme contra situaciones que creo injustas y no me importa que se piense
que hago propaganda o proselitismo político. Lo mío viene de adentro y no lo
contendré jamás. Siento una responsabilidad artística: reflejar mi tiempo, la
sociedad en que viví a través de mis pinturas. Pero hacerlo de forma auténtica
—auténtico y realista no son sinónimos de ninguna manera—, y que mi obra
sea un espejo de esta Venezuela de las primeras décadas siglo XXI, que pueda
entenderse la sociedad venezolana en un futuro viendo mis cuadros. Que haya
concordancia entre la historia y mi arte. Quería ser un Balzac venezolano, con
dos diferencias: yo no sería estrictamente realista y mi medio de expresión
sería la pintura. Pero la cuestión de fondo, el hecho de producir una vasta obra
que reflejara la sociedad de mi tiempo, sí estaba presente. Quería que las
situaciones típicas del día a día en mi país estuvieran presentes en mis lienzos,
representadas de forma hermosa, de forma artística. Quería que no hubiera
situación típica del venezolano que no estuviera plasmada en mi obra. Y por
eso vagaba errante a veces, simplemente observando a la gente, leyendo las
noticias y entablando conversaciones con gente de muy variados estratos y
educación. Yo quería una visión general, panorámica, de todo lo que ocurría.
Quería la opinión del guardia y del estudiante, del político y el artista. Del
chavista y el opositor. Quería tener conocimiento pleno de causa para trabajar
a mis anchas. Pero tenía tan poco tiempo para trabajar. El café consumía
aproximadamente once de las veinticuatro horas de mi día —digo once
redondeando en dos las horas del transporte de ida y venida más la jornada
laboral de ocho, y la hora de descanso que no se cuenta—, y yo quería pintar y
leer más. Además, el curso de francés no lo estaba haciendo al ritmo que me
habría gustado por todas estas responsabilidades. Puede entenderse fácilmente
que vivía trabajando, leyendo o pintando. Rocío mostraba curiosidad por mí
en la alianza. Me decía que me había alejado de ella. Yo había llegado a un
punto en el que sólo me interesaba la pintura, nada más y ni siquiera quería
pensar en el tiempo perdido que representaría una explicación. Sí, me mostré
indiferente con ella porque, aunque me gustan las mujeres núbiles,
adolescentes, nos conocimos en una época de mi vida en la que tenía la cabeza
llena de ideas y francamente sentía que cualquier cosa que no fuera pintar, leer
o estudiar francés, era perder tiempo. Tiempo que yo necesitaba, porque todos
los días pensaba, una y otra vez, en las hostiles palabras de mi padre. Pensaba
en la manera en cómo veladamente se burlaba de mí y de mi inclinación por la
pintura. Cómo lo había escuchado refiriéndose a mí como "loco bohemio". Y,
realmente, quería callarle la boca y estaba trabajando duramente para ello. De
modo, pues, que se comprenderá que me exigía mucho a mí mismo, y no me
dejaba desperdiciar el tiempo y estaba siempre trabajando.
Recuerdo que por ese entonces el CELARG publicó las bases para un
concurso de pintura dirigido a jóvenes pintores venezolanos menores de treinta
años de edad cuyo premio sería la exposición de sus obras ahí en su sede, en
Altamira, además de una suma más o menos representativa en metálico. Yo
estaba muy emocionado porque las bases del concurso me concedían tres
filtros que incrementaban mi posibilidad de ganar y, finalmente, salir del
anonimato: venezolano, menor de treinta años, con al menos diez lienzos.
Probablemente yo sería el menor en presentarse al concurso. Estaba muy
excitado. En esas fechas apenas si dormía. Trabajaba todo el día y faltaba
estratégicamente al café de modo que no se me descontara mucho de mi
sueldo y a la vez siguiera siendo jurídicamente inamovible. Mis únicos
momentos de relajación consistían en esas noches de marihuana con Sofía, sus
versos, la poesía, The Strokes, The Killers, Keane, The Temper Trap, Blink,
Coldplay. Entonces alucinaba: me dejaba ir por universos paralelos. Mirando a
Sofía desnuda. A veces introducía mi mano entera entre sus piernas sólo por
ociosidad, y así permanecíamos horas enteras, mirando al techo, leyendo
poesía, coreando Between love and hate de The Strokes. Memorizando versos
de Cortázar, de Neruda, de Bécquer. Acostados en posiciones absurdas, uno
encima del otro, a veces. Pero luego yo brincaba como un desquiciado y me
ponía a trabajar en una idea que se me ocurriera de repente.
Una noche en que la meditación fue más profunda, y los universos
paralelos en los que me sumergía, más numerosos; me encontré pintando de
madrugada. Recuerdo sentir una sensación de pesadez. Nos habíamos drogado
demasiado. Yo no soy amante de la marihuana ni de ninguna otra droga, lo
confieso, ni siquiera soy adicto ni nunca, en el tiempo que tengo consumiendo,
he sufrido los efectos del síndrome de abstinencia, sino que más bien puedo
drogarme muchísimo y luego no hacerlo por meses enteros, como fue el caso
cuando terminé con Sofía, mes y medio durante el cual ni probé la droga ni
sentí la necesidad de hacerlo. Sin embargo, esa noche en particular, tuvimos
sexo, luego nos pusimos a leer y escuchar música como siempre,
intercambiando un par de versos, de besos, caricias. Luego a Sofía le provocó
prender un tabaco y yo la acompañé. La acompañé por mera cortesía, porque,
como dije ya, no soy amante de las drogas. Fumamos y conforme se consumía
el tabaco nos reíamos de cualquier estupidez, de las cosas más absurdas y sin
sentido de este mundo. Nos burlamos de nosotros mismos y de nuestros
amigos. Nos imitamos. Yo la imité escribiendo, ella me imitó pintando y nos
destornillábamos, nos revolcábamos por el suelo, enloquecidos, desahuciados
de risa. Yo exageré un gesto que tiene ella cuando está sumergidas en sus
elucubraciones imaginativas, que es que se soba la sien con el dedo índice.
También exageré su postura favorita al escribir: las piernas cruzadas. Y, por
supuesto, también me mofé de su alta ingesta de tabaco al momento de
escribir. Ella hizo lo propio. Levantaba la ceja de forma grotesca, imitando un
gesto inconsciente que yo hago cuando mi atención está muy enfocada en
algo; se pasó su larga lengua por toda la cara para burlarse del
humedecimiento a mis labios que suelo hacer cuando hago pausas entre
pinceladas, y, finalmente, simuló tomar café directamente de la jarra de la
cafetera, para remedar mi alta ingesta de la infusión durante mi proceso
creativo. Fueron horas y horas de risa. Luego se puso mi ropa e imitaba mi
forma de hablar, exagerando mis gestos, mis gesticulaciones, interpretándome
como un pedante (lo lograba utilizando una gran cantidad de adjetivos y
adverbios rebuscados). Yo corrí entonces a la habitación y me puse uno de sus
vestidos y unos tacones y me amarré una camisa roja en la cabeza y con uno
de mis pinceles me hice una rápida versión de sus tatuajes en mi cuello y en la
muñeca. Entonces dije: Hola, soy Sofía, soy tímida, y dejé salir una risita
tímida. Luego la interpreté como una soberana cuaima celosa asfixiante
haciéndole una escena a su novio y luego volvía a representarla como tímida.
Sofía casi se desmaya de risa. Y yo también. Luego, pasada la euforia, le dije
que tenía hambre y, antes de ir a quitarme todo eso de encima, al pasar por el
baño, cuya puerta estaba abierta, vi mi reflejo en el espejo. Vi algo
perturbador. Me encontré extraño, como si usando esa ropa de mujer no fuera
yo. Era como si fuera otro, no desconocido del todo pero sí oculto, a quien
estuviera mirando en el espejo. Me encogí de hombros y lancé toda la ropa de
Sofía en el clóset. Preparamos hamburguesas, escuchando el álbum completo:
Day and age, besándonos y contestando, a los golpes que con el palo de
escoba daba al techo la vecina de abajo, con saltos sincronizados, agarrados de
la mano, ambos semidesnudos pero calzando botas. Luego de comer, Sofía
cayó rendida. Yo me acosté junto a ella, pero no conciliaba el sueño. Después
recuerdo vagamente haber entrado en un estado de duermevela y lo siguiente
que recuerdo es estar pintando en la sala de madrugada este lienzo tan extraño.
Era un perfil, mi perfil. Mi perfil de nariz aguda, de ojos pequeños y boca
abultada. Mi perfil barbado. Sin embargo, había detrás una sombra, una
sombra que de ninguna manera podía pertenecer a mí, puesto que la
iluminación del lienzo lo hacía imposible. Era un segundo rostro alineado con
el mío, también de perfil, sin embargo estaban ambos tan bien alineados que
se hacía imposible saber quién era. Pensé entonces que esa segunda persona
debía ser muy parecida a mí, porque sus líneas faciales al parecer concordaban
perfectamente con las mías, al no sobresalir absolutamente nada de la línea de
mi rostro, estando alineados de la forma en que estaban ambos perfiles.
Recuerdo haberme preguntado si habría pintado un rostro sobre otro o si
simplemente había agregado los trazos y las sombras del segundo rostro
después de haber pintado el mío. Lo comprobé. Rasgué un poco el lienzo y, en
efecto, había pintura debajo.

CAPITULO XIV

No podrán, ni aún con sus rolazos a mis costillas, sus cachazos a mi


cráneo, callar el ruido brutal, salvaje, magnífico, que bulle dentro de ustedes,
maricas. Griten. Ódienme, ódienme con el miedo que les produce verse en mí.
Reflejados, ustedes, protectores de la civilización, entrenados en situaciones
riesgosas, combate cuerpo a cuerpo, polígonos de tiro, en mí, travesti bisexual
de la avenida Libertador de Caracas. Nada me importa ya. Nada. Dicen que la
vida de los héroes es así: breve e intensa. Así fue mi vida en esta avenida, la
primera de cuyas noches, no obstante la reticencia de las más cizañeras, fui
bienvenida de buena gana. Esa noche en que bailé a placer al son de las
cornetas de todos esos desconocidos transeúntes de esta larga, libertaria
avenida que me brindó un escape a mí misma. Me han degradado por su
miedo a ustedes mismos. Sádicos. Y ahora siento asco de mí misma. Cómo
encontrar fuerzas después de esto. Cómo asistir al hospital para que me
cosan... Malditos animales. Por eso me río, me burlo de ustedes, porque ya
nada me importa. Sus últimas patadas me son dadas en el suelo, sus últimos
escupitajos me caen en la cara, la peluca negra. Oigo el motor encender, miro
los destellos intermitentes de luces rojas y azules. Escucho el chirrido de los
cauchos por el arranque abrupto. Estoy sola. Sola y sangrando, sola y con las
costillas, las cejas, el cuero cabelludo rotos. Miro mis piernas, miro los
delgados chorros de sangre que bajan por mis pantorrillas. Desde la parte
trasera de mi falda hasta mis pantorrillas, mis tobillos. Intento arrastrarme.
Duele. Duele mucho. Duele. Lloro. Lloro y me arrastro y levanto la mano,
para que algún transeúnte, alguna hermana, algún cliente se apiade de mí.
Estoy sangrando mucho. Pienso. Pienso quién soy, cómo he llegado aquí. No...
No sé.
Ya me lo habían dicho las otras: "Mosca con los pacos. Cuando los veas,
corre, corre sin mirar atrás." Yo lo intenté. Modelaba mis piernas y batía mi
melena como de costumbre en espera de algún varón que valiera la pena
sodomizar y, de repente, emboscada. Corrí, pero sonaron dos disparos que me
helaron la sangre e hicieron que revisara mi cuerpo buscando heridas de bala.
Habían disparado dos veces al aire para prevenirme de correr, lo cual no
significaba que el tercer disparo habría sido sobre mí, pero tampoco lo
contrario. Se acercaron insinuantes. Tocaron mi mentón y comentaron entre
ellos que debía ser nueva. Tenía clase, según ellos. Yo no sabía qué hacer. No
sabía si mostrarme amable o despectiva. No sabía si ser arrogante o mostrarles
miedo o finalmente comportarme seductora. No sabía. Ellos sí sabían lo que
harían: bautizarme. Eran cuatro. Me tomaron por la fuerzas y antes de poder
reaccionar, de poder darme cuenta, me tenían de rodillas, haciéndoles sexo
oral, amenazando con disparar sus glocks contra mí. Golpeándome.
Preguntándome qué crianza había tenido para ser un aberrado así. Preguntaron
si mi mamá era puta, y si mi papá me violó de niño. Preguntaron si eso que les
hacía a ellos se lo hacía a mi papá. Se reían al ver la conturbación que me
causaban sus preguntas. Me decían la pudorosa. Decían que tenía mucha clase
para estar allí. Les gustaban mis piernas blancas, rasuradas y sin marcas.
Entonces, me desnudaron e hicieron toda clase de atrocidades conmigo.
Sánchez, Rodríguez, Ruiz y Manrique son los cuatro apellidos que nunca
olvidaré, que leí en sus uniformes.
Vuelvo a vestirme como, puedo, en el suelo para luego intentar salir de este
callejón y llegar a la avenida y pedir ayuda. Me cuesta mucho esfuerzo
ponerme la falda y la blusa, pero primero muerta que bañada en sangre. Me
arrastro. Grito de dolor. Clamo ayuda. Maldigo a los policías. Grito. Levanto
las manos hacia la avenida y lloro. Nadie me escucha o nadie me quiere
ayudar. Intento ponerme de pie y me caigo. Intento ponerme de pie y me
caigo. Me pongo de pie y me caigo. Me pongo de pie, doy dos pasos y me
caigo. Me pongo de pie, respiro, me recuesto a una pared y avanzo. Cada paso
es como un desgarro, como una torcedura de piel. Siento las hemorroides
afuera, moviéndose a merced del pausado ritmo de mis pasos, meciéndose de
un lado a otro. Duele. Cierro los ojos y aprieto la mandíbula, sin pensar, sino
como reacción instintiva a este dolor insoportable. Dolor físico y moral.
Camino y, como ya no me importa un carajo, como ya me da igual morir,
como fui mancillada por esos malditos policías aberrados, logro avanzar hasta
el borde de la acera y me dejo caer. Me dejo caer y cierro los ojos: no me
importa morir ahora por un incauto chofer, atropellada. No me importa.
Despierto en el hospital universitario. Estoy en emergencia. Tengo puesta
una bata y estoy acostada bocabajo. Suspiro con calma. Aprieto los esfínteres
y siento un leve dolor que no es, sin embargo, alarmante. No siento nada fuera
de lugar: fui cosida y mis almorranas introducidas a donde corresponden.
Vuelvo a dormir.

CAPITULO XV

Despierto en el hospital universitario. Así de simple. Despierto en un


maldito hospital de repente. Vestido con una bata y acostado bocabajo. Miro a
ambos lados y no veo a nadie a quien pueda preguntar qué coño hago aquí.
Intento ponerme de pie y siento una soberana punzada, un dolor inclemente en
el culo y entonces sí me desespero y grito. Una enfermera se me acerca y me
dice: ¿Qué te pasa, Sasha? Comienzo por preguntarle qué fue lo que me pasó.
Por qué estoy aquí. Pero luego reacciono, hago una pausa y le pregunto,
Disculpe, ¿cómo acaba de llamarme? La enfermera responde: Sasha, así dijiste
que te llamabas anoche. Me llamo Sergio, grité, Sergio, Sergiooo.
Me puse agresivo y tuvieron que darme un sedante cuando se me dijo que
había sido violado. Había perdido mi hombría. Entonces, sedado, me contaron
todo. Las condiciones en las que había llegado. Cómo no habían podido
comunicarse con mi familia porque yo no llevaba ni celular ni cartera
conmigo, no llevaba ningún documento de identidad. Drogado como estaba,
pedí mi ropa a la enfermera. Ella me la trajo y recuerdo entonces haberme
reído. Era ropa que Sofía había dejado en alguna ocasión en mi apartamento.
Entonces clamé por ella. Quería que ella me explicara. Gritaba su nombre
desde mi cama. Pero me dijeron que era la primera vez que hablaba de Sofía.
No entendía. Pregunté qué fecha era, esperando que me fuera contestado
finales de febrero: aunque nunca he sido dado a esta clase de celebración,
carnaval sería una buena razón para haber estado vestido de mujer. Era
septiembre. Imposible. Entonces pensé en el Diassociative identity disorder.
Era posible. Era poético, incluso. ¿Pero yo? Claro que como artista tenía cierta
propensión, quizá más que el promedio de la gente, por mi capacidad de
desdoblamiento y mi alta actividad cerebral. Debía investigarme. Llegar al
fondo de esto. Si era cierto, me suicidaría. No podría vivir con la mancha de
ser un travesti promiscuo. Podría vivir con el hecho de haber sido violado,
pero por causas más nobles, jamás por habérmelo buscado estando vestido de
mujer. Se me hace muy difícil hablar de esto, pero lo hago por la necesidad de
reconstruir los hechos. No. Jamás. Jamás podría vivir sabiendo que en
cualquier momento mi álter ego se vestirá de mujer e irá a vender su cuerpo en
una avenida...
Me paré de esa maldita cama y agarré un taxi para mi casa. Me puse a
revisar mi clóset. Bregando con el dolor cada vez que daba un paso. Pensando
en lo que diría mi papá. Qué vergüenza. Lloraba. Lloraba, yo, Sergio, la
personalidad más permanente de este cuerpo ahora desconocido, hábitat de un
álter afeminado. Qué asco. No quiero siquiera imaginarme lo que he..., ha
hecho. Entonces una serie de imágenes concernientes al sexo homosexual se
me vinieron a la mente y creía recordar la eyaculación de un hombre en mi
garganta. Corrí como pude, con las piernas abiertas, al lavamanos y vomité.
Me lavé la cara y me miré al espejo. Entonces busqué el estuche de maquillaje
de Sofía y, sin destreza alguna, con curiosidad de principiante, delineé mis
pestañas. Pinté mi boca de rojo, el mismo que había una vez manchado la taza
que con tanta nostalgia pinté, pinté yo, Sergio Guerrero, pintor heterosexual...
Pinté. Pinté y junté los labios de la manera en que tantas veces he visto que lo
hacen las mujeres. Esparcí de ese modo la pintura por ambos labios y luego
me puse base en los pómulos y luego rubor. Fui a su mesita de noche y saqué
de la gaveta dos zarcillos. Me los puse. Y entonces me miré y lloré frente al
espejo, lloré frente al espejo porque sí, reconocía vagamente ese rostro.
Reconocía a ese otro yo. Lloré y me maldije. Maldije mi desgracia. Fui a mi
sala y cogí el último lienzo que había pintado. Aquel de mi perfil que me había
traído de casa de Sofía para reparar puesto que lo había raspado un poco a fin
de comprobar si había pintado un rostro en la capa inferior. Entonces con una
pequeña espátula y una navaja, muy delicadamente, levanté intacta y
solamente la capa superior de pintura de ese lienzo, en un frenesí asfixiante
cada vez mayor a medida que meditaba y recordaba que yo no recordaba haber
comenzado a pintar ese lienzo, sino solamente las pinceladas finales. Yo no
recordaba comenzar a pintarlo sino verme pintándolo, así, de repente.
Entonces se hacía más fuerte mi curiosidad. Terminé y, alejándome lo
suficiente del cuadro, vi mi rostro de perfil, mi rostro maquillado muy
similarmente a la manera en que lo estaba ahora y con una gran peluca negra.
Entonces se me vino a la mente un rostro. Un rostro de hombre barbado
sonriéndome detrás de un volante. Un hombre corpulento. Luego el mismo
hombre llorando, yo mordiéndole la oreja, por detrás, sobre él. Tuve que
sacudir la cabeza por el desagrado de esa imagen. Después escuché un chirrido
y un insulto. Era el chirrido por un roce metálico. Fui al mesón de la cocina
corriendo y ahí estaba el llavero que Sofía me había regalado y el que yo
usaba también para las llaves de mi apartamento. Ahí estaba el llavero con
nuestras llaves, el llavero que era una chapa blanca con una leyenda
conmovedora en arial negra. Revisé uno por uno los dientes de todas las llaves
queriendo no encontrar nada, pero lo encontré: había restos de pintura roja en
una de ellas. Lloré, de rodillas, y decidí que pondría fin a mi vida.

CAPITULO XVI

Envío un mensaje de texto. Está dirigido a mi madre. Dice: Te amo,


siempre te amé y siempre te amaré, siempre fuiste el amor de mi vida. Es todo
lo que pude decir. No podía decir más. No sé si ese pequeño mensaje condense
todo lo que siento, todo lo que llevo por dentro y que quisiera conversar, tratar
e intentar aclarar con ella. Pero no hay tiempo. Moriré antes de que nadie se
entere de mi DID, de Sasha. Tomo el metro en La California, dirección
Propatria. Cada una de las estaciones anunciadas por el altoparlante me llena
de angustia, una angustia feroz, de saber venir lo inevitable, la única posible
salida digna. Desciendo en Chacaíto, para coger aire fresco por última vez.
Para volver a caminar ese boulevard tan pintoresco y cuyo paisaje de
personalidades heterogéneas pinté varias veces. Pintaba sólo el tráfico,
retratando los diferentes y variados tipos, las diferentes psicologías que
delataban tan variadas fisonomías. Lienzos con tantas historias como
personajes. Camino, en dirección oeste, disfrutando de la brisa, la brisa que me
da en el rostro, la brisa que eleva las bufandas de las ejecutivas que pasan
junto a mí, la brisa fresca, del mar Caribe. Debo, debo acabar conmigo, debo
acabar conmigo para acabar con ella, esa mujer reprimida dentro de mí que
encuentra liberación en travestirse y sodomizar hombres de personalidad
dominante. Y debo, sobre todo, acabar conmigo porque he estado recordando
poco a poco hechos cometidos por mi álter, por Sasha, con cuyas imágenes
simplemente no puedo vivir: me dan asco, me son repulsivas. Necesito
deshacerme de todos esos flashbacks a callejones, a asientos traseros de un
carro, a cuartos de hotel de mala muerte. Necesito despojarme del recuerdo,
del olor a sudor, esperma. Camino y se me salen las lágrimas. Y sonrío. Sonrío
abrumado. Tenía tanto futuro como pintor. Yo estaba dispuesto a convertirme
en el mejor pintor de todos los tiempos. Yo estaba dispuesto a trabajar como
ninguno para lograrlo. Tenía el talento: sólo me faltaba práctica y erudición.
Pero estaba procurándome ambas día a día.
No puedo siquiera considerar la posibilidad de seguir viviendo así. No. No
puedo. Tal vez lo consideraría si estuviese plenamente seguro de que Sasha no
volvería a aparecer jamás. Entonces podría bregar con mi asco y mi repulsión
y eventualmente superar esos recuerdos cada vez más vívidos de sus
veleidades homosexuales. Podría entonces considerarlo. Pero ese no es el
caso, y mis tripas no resistirían, por ejemplo, una intervención de Sasha en mi
pueblo, en mi casa, delante de mi familia, de mi padre. Sería demasiado para
mí. Siento rabia. Rabia sobre todo hacia él. Porque de una manera u otra siento
que él ganó. Siento que se hicieron realidad todas sus palabras. Que yo era
débil. Que no sería exitoso en nada. Porque aquí estoy, caminando, disfrutando
un poco la vida antes de mi muerte autoprovocada. Pero no creo, como
muchos, como él mismo cree, que el suicidio sea un acto de debilidad. No
creo, como él, que es la salida fácil a los problemas. Claro que él lo dice
porque lo vivió con su padre y está obnubilado por esa experiencia. Pero, al
contrario de eso que dicen los timoratos, el suicidio es un acto digno, sublime.
Suicidarse es ser Dios: suicidarse es decidir cuándo mueres, lo que es una
semejanza a Dios. Suicidarse es tener las bolas bien puestas. Yo quisiera saber
si esos que dicen que es la salida fácil, tendrían los cojones de dispararse una
bala en la sien; si podrían, si tendrían el valor suficiente de ajustar la soga al
cuello, suspirar y dar una patada al respaldo de la silla. De alguna manera
siempre supe que terminaría suicidándome, aunque de nunca pensé que lo
haría siendo tan joven. Pensé siempre hacerlo sesentón. Y acabar de una vez
con una existencia poco productiva, pero luego de haber vivido, viajado,
producido una vasta obra que desarrollara la belleza y los valores humanos
universales y satirizara y representara a la sociedad mundial, a la sociedad
venezolana de mi tiempo. Yo lo hubiera... Yo lo hubiera podido lograr. Pero ya
no. Definitivamente ya no. Ya es hora de hacer frente a esta desviación y
acabar con ella de una vez. No tengo miedo. Porque cuando el hombre llega a
una encrucijada debe ser decidido, debe actuar con resolución. Yo decidí.
Decidí que no puedo vivir con un trastorno que me hará perder la consciencia
y estar encerrado en algún lugar de mi propio cerebro mientras una
personalidad alterna toma el control de mi cuerpo y comete todo tipo de
aberraciones. Miro los rostros anónimos pasar junto a mí, rostros anónimos,
risas, acentos, escucho besos en el cachete, en los labios, nadie me mira a mí,
que voy solo, que soy un hombre muerto, dead man walking. Camino, paso la
estación Sabana Grande, miro un gran grupo de personas reunidas en torno a
dos muchachos que bailan histriónicamente al ritmo de una corneta y una
planta, interpretan uno de los chistes de Emilio Lovera. Continúo. Camino y
escucho mis pasos sobre las losas. Algunas se levantan bajo mis pies. Me
provoca repentinamente tomarme un café, un cafecito en el boulevard a la
altura de Plaza Venezuela, para recordar cuando venía por aquí sólo a mirar, a
contemplar a la gente para luego pintar, pintar y pintar en mi apartamento.
Recordando vívidamente a cada transeúnte, reproduciendo la imagen de su
paso por el boulevard mentalmente. Pero ahora no, ahora ya no me no
importan. Ya no tendrá sentido recordarlos, ya no tendrá sentido deducir
cuáles son los complejos que los atormentan, los síndromes, las neurosis que
presentan, la miseria humana de la que se alimentan, nada de eso importa
porque yo no tengo pincel en mano para reflejarlo sobre la tela. Yo estoy aquí
para morir. Continúo avanzando y miro la hora en la torre La Previsora por
última vez: 12:00 p.m. Bajo, humedeciéndome los labios, imaginándome que
lo hago en cámara lenta, las escaleras de la entrada del metro de Plaza
Venezuela. Bajo, escalón por escalón, ignorando los pregones de los
vendedores informales, ignorando la violación pública y notoria de casi la
totalidad del articulado de la lopnna representada en la actividad comercial
informal de niños impúberes aún, tratando de ganarse la vida a esa edad. Y
pienso, carajo, inevitablemente pienso que, de cierto modo, incluso ellos son
más fuertes que yo. Yo que vengo aquí para poner fin a una existencia que me
abrumó. Y pienso en mi padre, en sus anécdotas preuniversitarias, las
peripecias de un antiguo aristócrata provinciano que hizo las veces de cuatrero
y ladrón de gallinas en fincas vecinas para poder llevar alimento a su casa,
porque su padre cometió el mismo acto que yo estoy a punto de cometer
ahora, con la diferencia que yo no dejo nada atrás. Yo me voy yo y arraso con
todo a mi paso, no dejo rastros ni vástagos, no dejo hijos dependientes ni
esposas incompetentes. Yo me voy solo... Me voy. Pero pienso en él, en su
orgullo de rico venido a menos, de cómo aguantó, de cómo resistió los
primeros tres meses interno en la academia, comiendo apenas y bajando diez
kilos, cómo aguantó su mierdera callado la boca y luego, al fin, obtuvo, en la
estabilidad económica consecuente, su recompensa. Pienso en él y me irrita,
me exaspera sobremanera saberme inferior, débil, porque yo no hubiera
querido morir tan joven. Yo hubiera... Maldita sea… Yo hubiera querido
viajar, más que él... Conocer más países que él, lograr el éxito artístico en
vida, pintar y exponer, pero no aguanté. Yo no puedo ver en este DID sólo un
tropiezo sino el final de mis fuerzas, no puedo luchar contra mí mismo, contra
una personalidad alterna que podría brotar en cualquier momento dejándome a
mí en ridículo. Yo no puedo, simplemente, vivir con esa carga a cuestas. Pero
al menos viví mi breve vida a mi manera. Es mi consuelo. Es gracioso. Es
gracioso que ahora quiera autoconsolarme cuando yo siempre dije que no
quería consuelos. Yo no quería un "al menos", como para no perderlo todo,
para que no todo fuera malo. Y por eso abandoné mi carrera, y por eso pintaba
día y noche y estudiaba día y noche: yo quería o la gloria más sublime o la
miseria más paupérrima. Yo estaba apostando todo a ganador. Yo. Yo. Yo.
Todo a ganador. Todo o nada. Nada de al menos. Nada de glorias a medias.
Todo o nada. Nada de haber recibido buenas críticas de tal o cual crítico,
pintor reconocido. Quería la aceptación de mi genialidad o nada. Todo o nada.
Sasha... Qué coño. Qué, quién eres. Podría empezar a ver a un psiquiatra y
tratar, juntos, de desentrañar las causas de esa dicotomía en mi personalidad, la
razón de tu aparición, Sasha. Pero es muy doloroso. Es muy doloroso para mí
aceptar el hecho... Aceptarte. Aceptar que me visto de mujer y tengo sexo
consensual con extraños por dinero, en la avenida Libertador, símbolo de la
aberración del mundo underground caraqueño. Sería insoportable. Es ya
insoportable pensar que fui... Que fui violado. Y si camino con soltura ahora
es porque sé soportar dolor y estoy sumamente drogado, además. Pero esos
seis puntos aún duelen. Física y moralmente. Bajo, desciendo, lentamente,
humedeciéndome los labios, con una especie de temblor en la mano derecha,
como haciendo ligeramente el gesto de "más o menos", girando la muñeca
monótonamente de un lado a otro. Bajo e ingreso al pasillo. Siento el vaho, el
vapor proveniente de estos miles de cuerpos sudados, que mecánicamente
cumplen su rutina diariamente, su rutina aburrida, sin sueños, sin metas, sin un
carajo más que la esclavitud y la mediocridad que son más o menos la misma
cosa. Esclavos de ellos mismos y sus mentes autolimitadas. Destinados a un
quince y a un último eternamente. Esforzándose por hacer crecer a sus jefes.
En fin, siento la humedad del ambiente. El rumor de las voces. El repiqueteo
de las suelas de los zapatos contra el suelo. Miro los trajes ajados y sucios
pasar junto a mí. Escucho la reverberación de chismes de trabajo. Avanzo.
Avanzo sin pensar. Saco de mi cartera mi ticket anaranjado multiabono y lo
introduzco en el torniquete. Paso hacia el otro lado y dejo mi ticket sobre la
ranura superior del torniquete: no lo necesitaré más. Avanzo y, con toda
paciencia, camino hasta las escaleras mecánicas que conducen al andén con
dirección Palo Verde: quiero morir mirando hacia el sol. Introduzco mi mano
en mis bolsillos y silbo. Silbo Is this it, de The strokes. Silbo y avanzo hacia el
oeste del andén. Me detengo. Me detengo y toda una embestida de ideas
confusas vienen a mi cabeza. Pienso en mi padre, en mi debilidad, en su
fuerza. En mi hermosa madre. En mis hermanas que siempre me apoyaron en
todo y trataban de mediar en mi relación con mi papá, querían la armonía
familiar. Pienso en Sofía, a quien, de seguro, lo sé, tengo la certeza, ni siquiera
le importaría seguir conmigo a pesar de Sasha. Tan bella es. Pienso en Rocío.
Rocío y sus ojos verdes. Rocío y esa bella historia muerta en su parto, esa
bella historia de nosotros dos que predije y nunca tuve la oportunidad vivir
porque por las fechas en que hubiera podido dedicarme a ella, me enteré de la
existencia del concurso de pintura del CELARG y entonces me ensimismé y
perdí comunicación con ella y con todo y todos, hasta con mi familia, incluso,
y comía cualquier nimiedad y falté mucho al café sólo para pintar. Rocío. Te
amé. Te amé inmediatamente aunque sea lógicamente imposible. Te amé
porque nuestras almas se conocían de antes, porque se sentía bien tu compañía
y al estar contigo tenía la sensación de que te conocía desde siempre, que
habíamos estados juntos, desnudos, en atardeceres frente al mar, acostados en
una cama. Rocío. Rocío, tú, no sé si estarías dispuesta a seguir conmigo a
pesar de Sasha, de Sasha que soy yo, que es una parte reprimida de mí. Tú.
Rocío. ¿Estarías dispuesta? Tú. Tú también significaste mucho para mí. Yo
tengo la necesidad de reposar, siempre la tuve, en un par de senos tersos y
blancos, nunca he podido vivir sin mujeres. Y tú también fuiste un resguardo.
Tú fuiste, en contraposición a Sofía, la libertad. Tan libre que nunca pude
aprehenderte del todo. Nunca pude dominarte totalmente. Nunca pude ejercer
dominio sobre ti con el sexo casual que busqué y busqué y del que siempre te
escapabas sutilmente, resistiendo a tus propios deseos. Tú, Rocío. Me duele no
saber qué hubiera sido de nosotros. Qué hubiéramos vivido, qué lugares
habríamos conocido. Me duele no haberte visto nunca desnuda. Me duele no
haber podido gozar más de ti. Fuiste un simple abreboca. Y yo morí de
inanición. Te amo, me enseñaste a amar a los Artic Monkeys, me enseñaste tu
simpleza, tu carácter desenvuelto y nunca contenido en ningún aspecto y por
eso mismo siempre simple, sencillo. Extrañaré tu sonrisa. Tu sonrisa que me
enamoró. Tu sonrisa honesta, abierta, sin reticencia. Te extrañaré. Siento la
corriente de aire proveniente del túnel levantarle el vestido de flores a una
linda morena que está de pie a unos metros de mí en el andén, quien
probablemente no podrá dormir hoy luego de ver mi cuerpo.
Mi cuerpo suspendido en el aire. Mi cuerpo que se estira bocabajo a tres
metros y medio de altura sobre los rieles. Mi cuerpo suspendido en el aire
frente al vidrio frontal del tren, detrás del cual la chofer, con su camisa roja y
sus audífonos, instintivamente se cubre el rostro con su antebrazo. Mi cuerpo
estirado, firme, intacto, listo para recibir el impacto en su costado izquierdo.
Mi cuerpo irrigando sangre, purificando aire, produciendo desechos, librando
internas y microscópicas batallas celulares. Mi cuerpo que desde la plataforma
de enfrente se ve sólo desde ciertos ángulos a través de las barandas divisoras
y columnas centrales del andén; mi cuerpo que es una mancha confusa y
trémula en el monitor de la casilla de los operadores que no se dan cuenta de
mí porque están tomando café y chismeando en horario de trabajo. Mi cuerpo
que no será más un cuerpo sino un gran desastre de huesos rotos, entrañas,
ganglios, cartílagos, sangre, músculos, desechos y órganos dispersos por los
rieles, el andén, la ropa de los usuarios que no se mantuvieron a una distancia
prudencial de la franja amarilla que representaba el límite de su seguridad. Mi
cuerpo suspendido en el aire, cada vez más cerca de las ciento cincuenta
toneladas del tren y sus pasajeros. Mi cuerpo derrotado, joven, triste,
impactando contra el vidrio frontal. Mi esfenoides izquierdo astillándose,
quebrándose; mi ojo izquierdo reventando por la presión acumulada en sus
vasos, mi cervical partiéndose como una rama seca ante el peso de un incauto
pie; mi mentón encajándose en mi clavícula derecha; mi carótida rasgada por
una astilla sobresaliente del vidrio roto ante el impacto con mi parietal. Mi
cuerpo, mi cuerpo suspendido en el aire, mi cuerpo ahora alejándose del tren,
aún suspendido en el aire, rebotando, golpeado en su costado izquierdo por
una máquina de ciento cincuenta toneladas a ciento veinte kilómetros por
hora; mi cuerpo rebotando, alejándose sólo brevemente para descender poco
menos de un metro antes de volver a ser envestido por el tren nuevamente y
finalizar chamuscado por el choque eléctrico de los rieles, cercenado en cuatro
partes: ciento cincuenta toneladas rodarán sobre mi cervical, mi tobillo
izquierdo y mi tibia y peroné derechos, separándolos de lo que quedará de mi
tronco: cuatro partes. Ella, la linda morena de pie junto a mí, no sabe que no
llegará a su cita hoy porque entrará en una crisis nerviosa al mirarme
desintegrarme en su presencia, al mirarme convertirme en una gran masa
dispersa, asquerosa. Aún no sabe que llamará a su mamá para que le traiga
ropa porque se desnudará apenas la ingresen en la oficina de primeros auxilios
de la estación y botará el vestido en la basura y pedirá alcohol a la enfermera
para lavarse la piel de los muslos donde sentirá la humedad de mi sangre por
años... No sabe que permanecerá llorando, meciéndose sobre una silla en
sostén y pantaletas hasta que su madre llegue y la vista y la consuele y se la
lleve para su casa. Yo, sudado, tenso, ansioso, desesperado. Y entonces, la
escucho. Escucho una maldita voz represora en mi cabeza, una y otra vez, es
mi voz pero distinta y pienso en Sasha: Si lo haces es porque no quieres
triunfar, vivir, y no podrás excusarte en haber sido prolífico, porque tú sabías
que tú tenías expectativas, talento y potencial para pintar muchos más lienzos,
de mayor extensión y complejidad, y compendiar la sociedad actual en tus
pinturas, reflejarla, satirizarla, conmocionando con tu originalidad
desenfadada que sólo buscaba complacerte a ti mismo, a esa fuerza, a esa voz
que fluía inexorable desde tu interior, tu voz interna que te atormentaba con
ideas obsesivas y no te dejaba en paz hasta que las vertías sobre la tela. Te
cansaste: te jodiste. Abúlico. Tu existencia pasará ignota por los anales de la
historia y del arte. Nadie sabrá quién fuiste. Ni siquiera quienes te conocieron
lo sabrán, porque viviste en un medio al que no pertenecías, y cuando
finalmente decidiste ser leal a tu destino, a tu razón de ser, a tu vocación
creadora, y asomar por el medio al que tu naturaleza te llamaba, permitiste que
tu mala situación te abrumara, eunuco. Tú bien pudiste haber soportado eso y
más: son sólo excusas, excusas porque tienes miedo. Miedo al trabajo colosal
que representa pintar bien, miedo a las horas interminables en soledad
necesarias para tu formación, tus lecturas. Le tienes miedo a la vida. Tú bien
pudiste haber aguantado muchas más humillaciones. Tú pudiste aguantar. Tú
pudiste persistir hasta exponer, vender un lienzo, recibir un ofrecimiento para
un puesto acomodado que te permitiera pintar a gusto. Sólo era cuestión de
tiempo, tiempo que no estuviste dispuesto a esperar. Y ahora estás aquí,
flexionando tus rodillas sanas, con las desgastadas suelas de tus zapatos
apoyadas sobre la franja amarilla del andén, con tus pupilas contrayéndose
ante el cada vez más cercano resplandor de los faros del tren. Tú estás aquí
para morir, para nunca ver tu nombre en la cubierta de un folleto de un museo,
para no tener un hijo al que enseñarle primero que todo a ser un hombre y
luego educarlo como a ti no te educaron, enseñarle historia, geografía, arte,
idiomas, derecho, retórica, defensa personal y prepararlo para que arrase a su
paso con la vida. Como a ti nadie te preparó, como tú tuviste que hacerlo solo,
por ti mismo, obedeciendo a un instinto que siempre agradeciste obedecer
porque la posibilidad de que tú te acercaras a las artes era más bien remota en
tu mocedad dado tu entorno totalmente indiferente para con ellas.
Tú no tenías por qué temerme porque yo soy parte de ti. Yo soy el miedo a
tu padre. Yo soy tu odio hacia él. Yo soy la materialización de su desprecio
para con él. Yo nací de ese sentimiento. Querías ultrajarlo, ofenderlo,
humillarlo. No había mejor manera que crearme a mí, Sergio. La antítesis de
nuestro padre. Un ser que él, homofóbico y machista, anticuado y
tradicionalista, hubiera odiado sólo de oír de su existencia. Yo soy tu respuesta
para él. Tu respuesta de hecho y no de palabras. Yo soy la personificación del
rencor paternal que te ha llevado a irte de casa, a dejar la universidad, a
independizarte económicamente. Yo, Sasha, Sasha Guerrero, soy tú y soy él y
soy todos los hombres. Todos los hombres temerosos de sí mismos. Yo soy la
exhibición de sus temores. Tú me creaste, yo no. Tú comenzaste, en tu
infancia, ante sus reclamos por tu atolondramiento, tu inconsecuencia y
siempre próximo llanto, tú comenzaste a imaginarme, diciéndote a ti mismo,
infantil, inocentemente: "dígame si yo fuera marico, si fuera travesti". Y era
justo que te imaginaras ese tipo de casos hipotéticos porque sus quejas de ti
eran desproporcionadas, muy acérrimas y para nada adecuadas. Y tú
comenzaste entonces a jugar de más con tu imaginación, a reír para no llorar:
cada vez que eras castigado arrodillado contra la pared por cualquier
nimiedad: quejarte del peso de una herramienta, excusarte para no hacer algún
quehacer doméstico, alguna compra en la bodega, entonces producías en tu
fecunda imaginación a Sasha, que era el hijo travesti de tu papá, quien vivía
siendo golpeado hasta los linderos de la muerte. Lo imaginabas entrando a la
sala, con un delantal y un par de guantes de cocina a ofrecerles torta o quesillo
a los compañeros de armas de tu padre, nuestro padre. Y te reías, Sergio. Te
reías tú solo porque él no cabía entonces en sí mismo de vergüenza. Recuerda.
¿Recuerdas? Recuérdame. Estuve contigo toda tu/nuestra infancia. Y yo,
Sasha, crecí contigo. Pero un día me reprimiste repentinamente. Fue entrando
a la pubertad. Habías dejado el baño mojado y cuando él te reclamó dijiste, sin
pensar: "Fue Sasha". Él te miró extrañado, te preguntó quién, tú no respondiste
nada y por tu silencio irrespetuoso, te dio diez correazos y te puso a pasar
coleto al baño. Luego no supiste más de mí. Aunque yo sí de ti. Desde aquí
adentro, te miré perder tu virginidad en bachillerato. Te vi cometer actos de
vandalismo en tus liceos y finalmente graduarte. Te vi iniciar tu carrera de
ingeniería civil sin ánimos. Sentí, en tus ojos que son mis ojos, el brillo que
despedían éstos cuando conociste a Sofía, aunque ningún brillo se comparó
con el que te producía Rocío. Con Rocío incluso sentía tu taquicardia. La
amabas como debe amarse. La amabas como un augurio. Así amaste a Rocío,
aunque nunca pasaron de un noviazgo casual y después de todo muy infantil
para tu gusto, que la desnudabas con la mirada cada vez que la tenías enfrente.
Te vi abandonar la universidad con el mayor entusiasmo y sentía las
endorfinas segregándose en tu/nuestro cuerpo cada vez que pintabas. Te sentía
feliz y me alegraba por ti.
Yo siempre quise volver, no lo voy a negar. Y conversar contigo y
admirarte por haber tomado los riesgos que tomaste y haberte convertido en un
hombre tan audaz y tenaz. Y tal vez, en algún silencio oportuno, rememorar
los viejos tiempo en tu/nuestro pueblo natal, donde nos burlábamos de
tu/nuestro padre. Pero tú te habías olvidado de mí. Más nunca habías siquiera
pensando en tu amiga Sasha, la mala conducta y coqueta Sasha a la que todo
lo le salía mal a pesar de hacerlo con las mejores intenciones. Sasha vestida de
tacones altos y un maquillaje excesivo tratando de agradar a un grupo de
castrenses aspirantes al alto mando militar venezolano. Yo siempre me llevaba
la peor parte en tus fantasías, pero me encantaban. Nos divertíamos mucho.
Aunque, si te soy sincera, me dolió, me dolió mucho la manera en que me
rechazaste, terminaste convirtiéndote en uno más, como él, homofóbico. Yo
pensaba que me aceptarías, que seríamos felices los dos juntos otra vez como
en nuestra niñez, pero ya tú tenías otros intereses. Tal vez yo me quedé
estancada en el tiempo. Y debo decirte que me parece totalmente estúpida esta
decisión de suicidarte sólo porque yo volví a tu vida, cuando antes yo era un
motivo de alegría. Pondrás fin a tu/nuestra vida sólo porque he vuelto, cuando
has sido tú mismo, Sergio, quien ha vuelto a llamarme a escena. La discusión
con él, su reproche por tu abandono universitario, el hecho de haber roto el
respeto y la barrera del contacto físico aquel día en que le manoteaste su brazo
que buscaba estrangularte, fue una carga muy pesada para ti y entonces me
llamaste, me buscaste en tu inconsciente, porque siempre su inconformidad
por ti era lo que te hacía llamarme para, mediante la obviamente favorable a ti
comparación conmigo, sentirte un poco mejor. Pero me cediste más y más
espacio. Ahora tu humor, ya de adulto, era negro. Y me permitiste hacer cosas
que ya no le acarrearían un mero disgusto sino un infarto o un acv tal vez.
Pero si quieres acabar ya con tu/nuestra vida, hazlo. Es tu decisión. Después
de todo, tú has sido siempre quien ha decidido. No lo olvides, nunca lo
olvides, Sergio. Tú me llamaste. Yo no hubiera podido sola, prueba de ello son
mis años de ausencia. Tú. Tú me llamaste, yo no vine sola... Tú me llamaste.
Y ahora estás aquí. Estás aquí, Sergio, ya muerto en vida porque te
rendiste, porque no queda en ti ni la más mínima fuerza, porque estás rendido
a la vida, entregado a la muerte; estás aquí para morir y para no ver a tu hijo,
vástago de ti, tu prolongación, tu perfeccionamiento, al que educarías desde
temprana edad y lo enseñarías a ser un hombre antes que nada, a forjarse una
creencia y defenderla a capa y espada contra quien sea... Como a ti nunca...
Estás aquí, mirando esos ojos asustadizos de la regordeta chofer del metro,
mirando su regordete antebrazo subiendo, obedeciendo a un impulso nervioso
instintivo, subiendo, moviéndose, subiendo, subiendo hasta colocarse entre su
rostro y el vidrio; su antebrazo subiendo inercial, instintivo, inconsciente, para
protegerla de ti, enfermo, aberrado, que paralizarás una ciudad entera por un
día y producirás un desequilibrio en su transporte urbano, y obligarás a
millones de personas a hacer dos y tres trasbordos, durante y luego de lo cual
muchas de ellas serán asaltadas y despojadas de sus pertenencias por el hampa
oportunista, que se aprovechará de la inusual situación y la inusual hora en que
los obligarás a llegar a sus casas, pagando taxis y mototaxis, algunos, que
representarán todo un mes de pasaje en transporte público; estás aquí para
evadir tu realidad, para no seguir luchando, para no aguantar el hambre en tu
apartamento en el norte de Petare donde pintas todas las madrugadas, estás
aquí para no almorzar un café negro, aguado, pequeño, en tus días libres
cuando te vas a la biblioteca del museo de arte contemporáneo a estudiar a los
grandes autores, que le compras a un cafetero ambulante porque es mucho más
barato que en los cafés y las panaderías y porque es lo único que puedes pagar.
Estás aquí, inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados, ya con sólo la
punta de tus zapatos tocando la plataforma del andén, porque no pudiste
continuar tolerando el dolor de cabeza, el estómago vacío, el bramido de tus
vacuas entrañas clamando alimento, la sensación de que conforme pasa el día
tienes la piel de tu cuerpo más adherida a tus músculos. Estás aquí provocando
los codazos mutuos de los otros usuarios que están contigo en el andén, sus
palabras atropelladas y sus dedos índices dirigidos hacia ti, sus señalamientos
labiales, sus señalamientos con el mentón hacia ti, porque te faltó
determinación y sucumbiste ante la adversidad. Y no fuiste lo suficientemente
tenaz para soportar, un día más a la vez, una pincelada a la vez, una entrevista
a la vez, hasta estabilizarte, exponer en un salón, conseguir un mejor empleo.
Estás aquí dos centímetros sobre la plataforma, para terminar de una vez por
todas tu eterna lucha interna entre tu naturaleza y tu voluntad: esas dos fuerzas
que dirigían intermitentemente tu conducta y ante la primera de las cuales
sucumbiste: miedoso. Te habías propuesto, no dejar de sentirlo, sino
enfrentarlo cada vez que apareciese, y, con el tiempo, dominarlo. Fallaste.
Como él predijo. Como él predijo. De nada valió tu tesón inicial: no pudiste
mantenerlo: te cansaste: te jodiste. Como él lo dijo, como él nunca dudó ni un
segundo en decretarlo desde tu primera niñez, que no tenías voluntad ni
determinación, que no serías nadie, que nunca serías exitoso en nada, que eras
muy sentimental y pensabas mucho. Como él lo dijo. Se cumplió. Como tenías
consciencia de que en efecto sería si no te dedicabas al cien por ciento y dando
lo mejor de ti. Como tenías plena consciencia de que podría ser cuando
decidiste dejar la universidad, cuando tomaste el empleo en el café y cuando
creaste el hábito de levantarte a las tres de la mañana a pintar. Tú sabías que
esa predicción, aunque no profética, era posible. Sobre todo en un área tan
impredecible como el arte. Pero tuviste miedo, sentiste el miedo que, según
Faulkner, es lo más bajo, indigno, que puede sentir un hombre y te dejaste
apabullar por mí, que soy tú. Tú sabías que tu naturaleza era distinta a la de él,
la tuya era más amable y dulce y más ensimismada, por lo que él siempre te
rechazó y consideró débil y por lo que tú juraste entonces doblegarte a ti
mismo, no evadir nunca la confrontación a la que por naturaleza no eras dado
y meterle el pecho a la vida y tomar tus decisiones y acarrear con sus
consecuencias, sea que éstas fuesen buenas o malas. Ya es tarde para
preguntarte qué hubiera sido si hubieras persistido porque ya tu parietal se está
astillando contra el vidrio, y tu mentón se está encajando en tu clavícula, y tu
canino y premolar se están desprendiendo de sus raíces y ya van por el aire
para caer por entre los rieles; tus lagrimales dejando escapar un hilo de sangre
a través de tus párpados cerrados porque aunque habías premeditado el final
de tu existencia no pudiste engañar a tu cuerpo, que instintivamente se protege
en situaciones análogas: tus ojos cerrados para no ver tu reflejo en el
parabrisas del tren, para conciliar un último sueño: una muerte breve.


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