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EL SEÑOR DON

GATO
CUENTOS INFANTILES NONSENSE
LLORET & SIREROL
EL SEÑOR DON GATO

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Autor: Carlos Lloret Sirerol (18/12/1995).

Foto de portada: con licencia CC.

Año: 2018.

e-mail: carloslls@hotmail.es Firma:


I
Hala, la princesa

Erase una vez, en un pueblo, muy, muy lejano situado en el fondo de un valle
rodeado de escarpadas montañas, vivía una pequeña niña de siete años llamada Hala
Mohamed, indiscutible princesa del pequeño reino de su hogar, que, como tal, siempre
iba engalanada un vestido rosa de largo talle decorado con áureas ornamentas y con una
broncínea tiara. Sin embargo, más allá de sus principescas galas, aquello que más
destacaba en ella eran su fino pelo negro peinado diariamente y sin excepción en dos
trenzas, una a cada lado de la cabeza. Cierto día, colocada junto a su ventana, hablaba
de la siguiente forma: «¿Qué es un gatito? Pues un gatito – se decía algo ensimismada –
es una animal de cuatro patas que tiene seis bigotes y un solo rabo. ¿Y cómo se
consigue un gatito? Los gatitos se les piden a los papás y a las mamás, y ellos los traen.
Así, si yo quiero un gatito para mí, con todas, todas, mis fuerzas se lo he de pedir a
mamá, para que lo traiga. ¿Y si mamá dice que no me puede traer uno? Bueno, eso no
puede pasar… porque me mamá me quiere y no puede verme triste, y, si no me trae un
gatito, yo lloraré. Entonces no puede ser que si se lo pido no me dé uno para mí sola.
¿Y para qué quiero un gatito? Pues quiero uno para que, mientras yo duerma, él me
proteja de los malvados que quieran entrar por la ventana. Pero… ¿qué puede hacer un
gatito contra un hombre malo? Pues, si viene el hombre malo colándose por la ventana
cuando sea de noche, el gatito hará ¡miau! ¡miau!, yo me despertaré y huiré a buscar a
mamá – pensaba Hala decidida a solicitarle a su madre que, a cambio de su regalo de
cumpleaños, le regalase un gato –. Pero hoy, pero esta noche, no tengo ningún gatito
conmigo y entonces el hombre malvado me va a secuestrar cuando yo duerma» Y,
diciendo todo eso, la pequeña Hala, sintiéndose desprotegida ante los asaltantes
desconocidos por no tener un gatito que custodiase su ventana, prorrumpió en copioso
llanto. Su madre, que, ínterin, se dirigía a acostarse en su cuarto, viendo que su pequeña
no estaba dormida en su camita sino que estaba sollozando y plorando, entró en su
habitación y le dijo:

– ¿Qué te pasa, princesa? ¿Por qué estás triste? – habló afectuosamente mientras
se sentaba a su lado y le pasaba la mano por los hombros.
– ¡Cualquier día vendrá a secuestrarme un hombre llamado Delsac! ¡Y yo, que
estaré durmiendo, no podré hacer nada si no me despierta un gatito! – dijo Hala entre
antes de seguir llorando desconsoladamente.

– ¡Cómo! – exclamó su madre sin haber entendido nada de lo que se le decía –


¿Quién iba a secuestrar a una niña tan buena y tan bonita como tú? No digas tonterías –
trató de consolarla después de haberle dado un dulce beso en la mejilla –. Mira –
prosiguió –, si tienes miedo de algo, me lo puedes contar, ¡y así lo solucionamos!
¿Quién te ha dicho que ese tal Delsac va a venir a secuestrarte, querida?

– Me lo ha dicho Carlos Lloret, el niño malo que todos los días me tira de las
trenzas para hacerme rabiar – dijo secándose las lágrimas y, enfadada, cruzando sus
bracitos sobre el pecho.

– ¡Ay, ay, ay! ¡Ya apañaré yo a ese pillastre! ¿Pero qué es eso de que vendrá un
tal Delsac a llevarte, qué tontería es esa? – inquirió albergando ahora más curiosidad
que verdadera preocupación.

– Esta mañana, antes de entrar a clase, me ha dicho que, cuando fuera hora del
patio, fuera yo sola a buscarle en una esquina, pues dijo que tenía algo que contarme. En
el recreo yo he ido a donde me pedía, y allí me ha dicho… – y, entonces, Hala le ofreció
a su madre una resumida versión de lo que se le había contado – «Mira – ha empezado
diciendo – ¿tú sabes que les pasa a las niñas malas como tú? – entonces, yo le he dicho
que yo no era una niña mala, pero, ignorándome, ha continuado – Pues bien, como veo
que no lo sabes, te lo contaré yo: a las chicas que se portan mal, aunque, a veces,
también a algunos chicos si estos son malvados, les va a buscar “L’home del sac”. Un
hombre gigantesco que, en mitad de la noche, en tanto todos se han quedado dormidos,
se encarama por las paredes de las casas buscando a las niñas que se portan mal para,
cuando las encuentra, meterlas en un gran saco que siempre consigo. Una vez las ha
atrapado, se las lleva a su casa, las encierra en el sótano y no las deja volver jamás. No
obstante, no conozco a ninguna niña que me lo haya podido describir, por más que yo
he preguntado, puesto que ninguna vuelve… Pero ahora, Hala, viene lo mejor…
anoche, vino a buscarme a mí, entro en mi casa. ¡Era monstruoso! Debía medir dos
metros de alto y su espalda debía ser, por lo menos, de un metro. Estaba
completamente calvo, no tenía ni un pelo en la cara, lo cual era mucho peor… puesto
que uno se la puede ver enteramente… está demacrado y desfigurado, el ojo izquierdo
lo tiene más hacia arriba que el derecho, y donde debería tener este segundo, solo le
queda un agujero, su nariz es tan bulbosa que semeja una patata y su boca, en la que
solo brillan tres dientes, está torcida y con el labio superior partido. ¡Casi no podía
mirarlo! Me dijo: ¿Eres tú el que tira de las trenzas a las princesas? Yo le he dicho que
sí, pero me he excusado alegando que solo lo hacía para vengarme porque ellas se
burlan de mí, y después he fingido llorar y él me ha creído… Esta noche, me comentó
antes de irse, irá a por ti. Así que, si yo fuera tú cerrarías las ventanas para que no te
secuestre….» Ha terminado diciendo. ¡Yo le he dicho que todo eso era mentira! Y,
además, le dije que yo nunca le he dicho cosas feas… – entonces, temiendo su funesto
destino, preconizado por su compañero de clase, Hala se echó a llorar; añadiendo
finalmente – ¡Y ahora Delsac vendrá a por mí, sin que yo haya hecho nada malo!

– Cielo, eso que te ha dicho es mentira – dijo tratando de consolarla –. Se lo ha


inventado todo y, por lo tanto, no tienes nada que temer. Esta noche dormirás
tranquilamente, como cualquier otra, sin que te pase nada y sin que ese hombre, que no
existe, venga a buscarte. Es más – añadió su madre –, tú nunca te has portado mal con
nadie.

– ¡Pero él le ha mentido a Delsac diciendo que yo era mala! – clamó ignorando


las palabras de su madre – Y, ahora, esta noche, vendrá a por mí, aunque yo cierre las
ventanas y porque no tengo gato…

– No vendrá nadie… ya lo verás… pero no pasa nada, si tienes miedo, princesa,


esta noche puedes dormir con tu padre y conmigo.

– ¡Gracias mamá! Pero voy a necesitar un gato para mí sola… – insinuó tratando
de ser sutil.

– Ya veremos, ya. Pero ahora es tarde, límpiate los dientes y a dormir.

La mañana siguiente la madre de Hala comentó a su querido marido la


posibilidad de adquirir una mascota para su princesita, puesto que era una posibilidad
que desde hacía tiempo habían estado sospesando. Siempre habían pensado que una
mascota, fuera un gato o cualquier otro animal que requiriese de un cuidado especial,
sería beneficioso para la educación de Hala, ya que el hacerla responsable de un
pequeño ser viviente la intimaría a desarrollar no pocas habilidades que le podrían ser
útiles posteriormente. Sin embargo, aun cuando la posibilidad de comprarle un
animalillo rielaba desde hacía tiempo en la mente de sus padres, ahora, el temor de estar
acrecentando un infantil temor les atoraba. Si decidían complacer la solicitud de la niña
de tener un gato, ¿no lograrían con ello alimentar su temor al Hombre del Saco o, como
ella lo llamaba, Delsac? Temían que, en ese justo momento, la decisión pudiese
exacerbar los temores de la pequeña. Empero, finalmente, tras dudar durante largo rato,
acabaron resolviendo que, dado que el miedo al tal Delsac sería solo algo pasajero,
había llegado el momento de que Hala tuviese su primera mascota. Otrora habían
dudado de la idoneidad de ciertos tipos de animalillos domésticos, desde el perro a la
tortuga, no obstante, teniendo ahora ella claro que lo que quería era un gato, no había ni
el menor espacio de maniobra, tendría que ser un gato.

Pasados dos días desde la noche en que la halló llorando frente a la ventana,
cuando Hala, que ya se vestía ella sola, bajó al comedor ataviada con otro de sus
vestiditos, también rosa, como todos los demás a excepción de uno de ellos, que era
azul, donde le esperaba un sabroso y nutritivo desayuno ya servido en la mesa de la
cocina, su madre quiso preguntarle en pro de sondear sus pensamiento a cerca del
porqué quería una gato. Así, con esta intención en la frente, le habló de la siguiente
manera:

– ¡Buenos días, majestad! ¿Cómo has dormido?

– Bien, mamá. He soñado con un prado sembrado de flores en el cual, no sé muy


bien porqué, pese a que no estaba nevado, ¡había muchos pingüinos! – respondió ella
contenta.

– ¿Y nadie ha venido a verte cuando dormías…? – inquirió tratado de disimular


su ya tenue preocupación.

– ¡No! No ha venido nadie, siquiera el viento o la Luna. Aunque ayer Carlos me


dijo que tenía que esperarlo esta noche, yo ya no le he creído, mamá.

– ¿Entonces ya no necesitas a un gato? – preguntó ella en un tono algo socarrón,


chanceando.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! – exclamó rebosante de alegría la princesa – ¡Quiero un gatito! Y


lo llamaré… Míster Minino – sentenció tras haberlo pensado unos segundos.
– ¡Qué nombre tan principesco! – repuso su madre – ¿Pero para qué ibas a
querer tú a un gato?

– ¿Qué es una princesa sin corte? Es como un pingüino sin sus colores, ¡le falta
algo! O como las nubes sin los hilos mágicos que las sostienen sobre el cielo, ¡se
caerían y los niños se pondrían gorditos de comer tanto algodón azucarado! – dijo con
altiva seriedad, impropia de una niña; provocando, con ello, que su madre no pudiese
evitar reír gustosamente.

– ¡Verdad es! Tenéis toda la razón, vuestra magnificencia. Pero como usted no
tiene señoritas que la acompañen, deberá cuidar ella misma a toda su corte, ¿no? Y
seguís sin responderme al por qué.

– ¿A caso necesitan las princesas justificar sus deseos si están deseosas? –


preguntó nuevamente con altanería sin ser consciente de su petulancia – Bueno, bueno,
supongo que ante sus mamás… ¿Has visto o tocado alguna vez a un gato? Son peludos
y blanditos, agradables al tacto y a la vista. ¡Son muy bonitos! ¿Y lo cariñosos que son?
Si se les rasca la tripita con cuidado, ellos, agradecidos por el acto, ronronean. Son
serviciales y sirven para jugar cuando una está sola. Y son animales ágiles y silenciosos,
mamá, nunca rompen nada y nunca molestan, a menos que tengan hambre… en ese caso
puede que se pongan un poco, un poquito, pesados. Y… además… pueden vigilar las
ventanas por la noche… – añadió pensando nuevamente en el temido Delsac, a quien
casi, por cierto, había ya olvidado.

– Todo esto está muy bien, ¿pero tú lo cuidarías, verdad? ¿O dejarías que Míster
Minino lo pasara mal? – objetó ella.

– ¡Lo cuidaría como las princesas cuidan de sus doncellas! O de sus donceles…
si es que es gato y no gata.

A la madre de Hala le satisfizo la actitud de su hija, por lo que decidió, en


consecuencia, regalarle un gato a su amasia hijita. Así pues, secundada la resolución por
su padre, puso ella en marcha el plan para la adquisición de un nuevo miembro de la
familia, por lo que aquella misma tarde, sin mayor demora, acudió a buscar a Hala a las
puertas del colegio, y, en tanto su pequeña salió disparada, haciendo volar su vestidito
rosa, a abrazarla, ya que no la esperaba al estar ella acostumbrada a volver sola a casa,
le habló con las siguientes palabras:
– ¡Hola, pequeña! He venido a recogerte porque te tengo reservada una gran
sorpresa.

– ¿Qué sorpresa? – preguntó entusiasmada.

– Solo te daré una pista: es un regalo pequeño y que pesa poco.

La princesita temía,

un gatito deseaba,

como su madre la quería,

una sorpresa le reservaba.


II

El Señor Don Gato

¡Cuántas cosas imaginó la princesita Hala! ¿Sería una nueva tiara, un vestido
quizá? ¿O puede que fuera un nuevo juego de lapiceros para dibujar? Fuera lo que fuera,
pensó, no le cabía ni la menor duda de que le gustaría, ya que se lo regalaba su madre y
aquel mero hecho, de per se, ya conseguía que el obsequio fuese especial. Pero… ¿qué
podía ser algo pequeño y que pesara muy poco? ¡Había tantas cosas que cumplían con
aquellas dos características que se le hacía imposible predecir de qué se podría tratar! Y,
por más que interrogó insistentemente a su madre, ésta, no le dijo nada más, sino que se
limitó a solicitarle mayor paciencia. Solo cuando se hallaron frente al centro de recogida
de animales, y no antes, se le antojó a la princesa la idea de que su regalo fuese a ser un
gato, mas no se atrevió a verbalizarlo hasta que traspusieron la puerta, momento en el
que, ya segura, exclamó «¡Un gato! ¡Mi regalo es un gato!». Recibiendo únicamente por
respuesta una leve sonrisa de su madre, que, con aquel tenue gesto, se lo confirmaba.

Dentro ya, la estancia era muy tranquila y serena, sintiéndose Hala harto
decepcionada al haber previsto que allí dentro los animalillos, felices, harían, mucho,
mucho ruido; pero se consoló pensando que todos estaban durmiendo. Les recibió un
hombre de cierta edad, calvo, pero con el pelo que le restaba largo y con unos anteojos
que bien podrían haber pasado por dos monedas de cristal, tan redondos eran. Aquel
rocambolesco semejante le recordó al de algún poeta del que habían hablado en clase,
«Queveo o Quehevisto», algo así creía recodar. Sin embargo, pareciéndole inapropiado
preguntarle a aquel señor con qué rimaba Hala, para comprobar si era más de rimas
asonantes o consonantes, e incapaz de mirar si llevaba la bragueta subida o bajada,
prefirió quedarse para sí aquellas interioridades. El hombre era simpático y bonachón,
pero le pareció un poco grosera la risita burlona que soltó cuando ella, pretextando que
los gatitos podían esperar un poco más para ser adoptados, le solicitó permiso para jugar
con los pingüinos del Polo Sur; que, por cierto, según dijo aquel dependiente, no los
había dada la época del año.

Puesto que las jaulas de los gatos se hallaban en un patio exterior, había que
atravesar todo el edificio enteramente, brindándole ello a Hala la oportunidad de
solazarse observando a todos los animales allí cobijados. Había loros – que intentó, en
vano, que le hablaran o que le cantaran algo, atribuyendo este problema a que los loros
no hablan humano, como ella («O como los gatos, que tampoco lo hablan. Aunque a lo
mejor se les puede enseñar si una insiste lo suficiente…» pensó inocente) –, papagayos,
canarios, perritos – grandes y pequeños, con el morro chato o largo, a los que la
princesita acarició por igual, sin hacer distinción –, cobayas, conejos – que, por cierto,
no llevaban chaleco ni reloj – y, finalmente, los gatos. Cabe decir que se sintió
decepcionada al darse cuenta que, aparte de no haber pingüinos, tampoco albergaba
aquel lugar leones ni jirafas de alto cuello; que a ella le habría gustado alimentar. En
tanto estuvieron en el pasillo en el que se hallaban los gatos, no se le ocurrió otra cosa a
decir que le siguiente:

– Oiga, señor – dijo tímidamente sin soltarse de la mano de su madre –. Yo solo


quiero que me muestre los gatos que tengan cuatro patas… – musitó – Porque la
maestra, cuando hablo yo en clase, siempre me dice que no le busque tres pies al gato…
y yo he deducido que eso es algo que no hay que hacer… ¡Solo los que tengan cuatro
patas, por favor y muchas gracias! – comentario que no pudo sino provocar la risa del
dependiente, que accedió gustosamente a aquella petición alegando que en aquel refugio
solo acogían gatos de la mejor calidad, todos con cuatro patas, dos orejas y un solo rabo.
Y, después, tomando la anterior respuesta a cerca de los pingüinos como insatisfactoria,
insistió diciendo:

– Entonces, señor – dijo educadamente –, ¿los pingüinos no los podremos ver


hoy? ¿Cuándo llegarán del Polo Sur?

– No, aun no nos han llegado. Entiende que como no pueden haber llegado sin
antes llegar y como tampoco llegarán antes de haber llegado, entonces, llegarán cuando
lleguen, ¿comprendes pequeña? Pura lógica, no puede ser de ninguna otra forma –
sentenció.

– ¡Ah! – exclamó ella fingiendo entender lo que se le decía aunque, en realidad,


no era así – Es como que si nos dicen que habrían llegado si hubiesen llegado ya, pero
que no lo harían sin antes llegar. ¿Verdad?

– ¡Exactamente! – clamó sin haber entendido nada – Y, del mismo modo, nunca
llegar, llegado o llegando, que son formas impersonales, por lo que los pingüinos nunca
nos llegan de esta forma, ¿comprendes? – preguntó el dependiente.
Y, a modo de respuesta, Hala únicamente asintió con la cabeza mientras
pensaba, contenta, que, pese a que su pregunta no había sido contestada, al menos, se
había asegurado de que aquel señor, en efecto, sí era el poeta que había leído en clase;
sabiendo ahora de fijo que se llamaba «Queví», algo de lo que no le restó la menor
duda. A continuación, segura de que aquel día no podría pasearse con los pingüinos, se
quedó mirando a los gatos dentro de las jaulas: había tres filas con tres jaulas por cada
fila, pero observó que solo las dos filas superiores estaban ocupadas, a un gatito por
jaula. El encargado y su madre esperaron a que Hala los examinara uno a uno.

El primero en el que se fijó fu el que le quedaba justo delante de los ojos, el de la


jaula central de entre las nueve, un gato persa completamente marrón. Pensó ella: «Este
gato debe de ser el minino más peludo del mundo, y esto lo hace especial, ¡sin duda
sería una gran elección! Podría peinarlo todos los días y, en invierno, ¡ya no
necesitaría una estufa si se me lo pusiera encima! ¿Pero qué sería de él en verano…?».
Y, pensando que sería un como incómodo jugar con él siempre que hiciera calor…
Pasó, por tanto, al siguiente, que fue el que le quedaba justo arriba, un gato egipcio de
los que no tienen ni un solo pelo. Caviló a cerca de éste: «¡Pues este no es menos bonito
que el anterior! Qué poco pelo tiene, no se le puede peinar, pero… mirado por el lado
bueno esto es una ventaja, ya que me resta faena…. ¿Pero qué haría yo en invierno con
un gato que apenas da calor? Aunque claro, que no tenga pelo, cuando todos los
demás, por norma, sí lo tienen, también lo hace especial…». Y pasó al siguiente, al de
la derecha que estaba mirando, y se dijo a sí misma al escrutar a aquel animalillo con
detenimiento: «¡Bueno! Éste es, sin duda, el término medio entre los dos anteriores, no
tiene ni mucho ni poco pelo… Sin embargo, es todo blanco, carece de color… ¡Aunque
ello también lo hace singular frente a todos los demás! En invierno, me daría calor y,
en verano, no me molestaría mucho. ¡Puede que este sea el adecuado! Cualquier
persona lo adoptaría. ¿Pero qué sería de los otros, entonces?». Así, de este modo,
siendo incapaz de decidirse por ninguno de ellos una vez los observó a todos, dio tres o
cuatro pasos hacia atrás para poderlos contemplar todos a la vez y así, comparándolos,
poder seleccionar a uno; a sabiendas, claro está, de que su madre no le dejaría
llevárselos todos, cosa que ella hubiese hecho sin el menor problema.

No obstante, en aquella nueva posición en respecto a las jaulas, vio a un gato


más, en la primera fila empezando desde abajo, justo en el centro, que antes le había
pasado desapercibido al hallarse ella colocada demasiado cerca como para ver las jaulas
inferiores a ras del suelo. Decidió acercase nuevamente, «Si he visto a todos los demás
de cerca, no puedo tomar mi decisión final habiendo visto a este solo de lejos. Sería
injusto para el pobre minino», pensó. Se arrodilló delante de la jaula y lo observó con
los ojos muy abiertos, para no perderse ningún detalle: era un gato muy joven, aunque
parecía muy viejo a consecuencia de que las muchas desgracias que la había tocado
vivir. Era un poco más pequeño y todos los demás, le faltaba un trocito de la oreja
izquierda y destacaba, sobre todo, por ser un gato muy enjuto, tal que se le veían
perfectamente todas y cada una de sus delgadas costillas. «A este gato, ¡nadie lo va a
querer adoptar! No parece fuerte, ¿cómo, entonces, iba a poder cuidar de mi ventana?
– se dijo a sí misma a remembrar la necesidad de ser protegida del villano Delsac – ¿Y
los colores que tiene? ¡Qué felino tan extraño! Es mitad negro, mitad blanco, justo por
el centro, como si al pintor se le hubiese acabado la pintura justo cuando solo llevaba
hecho medio trabajo. No obstante… justo por todo esto, ¡también es singular!», pensó
concluyendo que, a su manera, todos los gatos allí presentes eran especiales.

El gato, que no tenía nombre, viéndose observado por aquel beatífico rostro, no
pudo evitar acercarse a los barrotes, clavando su ojos justo enfrente de los de Hala. En
esta pintoresca posición, faz a faz, la pequeña princesita creyó poder mirar dentro de la
alma del gato, concluyendo «¡Es un príncipe de noble corazón! No me cabe la menor
duda de que pertenece a la realiza felina». Y, entonces, recordó que, según sabía a la
perfección, las madamiselas debían hacer una comedida reverencia cuando se hallaran
ante la sangre real, pasando ella, en consecuencia, ha hacer una gran copia de
genuflexiones ante el desgarbado gato, bajo la atónita mirada de sus acompañantes, que
desconocían el porqué de aquella extraña conducta. Tan exagerada fue una de aquellas
reverencias que, de poco, no mandó al suelo su aurea tiara de princesa. Cuando creyó
haber hecho suficientes referencias, las suficientes como para que el Príncipe Gato
quedase satisfecho, le dijo al dependiente:

– ¡Este! Quiero este – indicó mientras señalaba con el dedo índice.

– ¡Perfecto pues! – y añadió después de entregarse los en brazos – Tómalo. Este


gato es un afortunado por el mero hecho de tenerte, pensé que, tan delgado y desvaído
como está el pobre, nadie se lo querría llevar.

– ¡¿Pero cómo alguien podría hacerle ese feo a un miembro de la realiza?! – dijo
casi indignada – Se llamará Señor – «porque a los príncipes de les ha de hablar con
máxima educación, haciendo mención de algún título nobiliario que les pertenezca»,
pensó – Don Gato, el Señor Don Gato, ¡eso es! – sentenció resueltamente olvidando su
anterior propuesta de nombre, Míster Minino, y girándose ya para volver junto con su
madre a casa; emprendiendo ambas la marcha.

– ¡Mandaré un loro a buscarte en tanto me haya llegado algún pingüino! – le


gritó el dependiente a la princesita antes de que ésta entrara en el coche con su nuevo
compañero en brazos.

* * * *

Pasados unos días, estando en su habitación, no pudo evitar seguir observando a


Don Gato, que, ahora, se afanaba por vaciar un gran plato cuando de leche después de
haberse zampado un gran puñado de pienso. Y, cuanto más lo miraba, más convencida
quedaba de que aquel gato, aunque no comprendía exactamente por qué, tenía algo de
príncipe, de miembro de alguna realeza felina. En tanto Don Gato se quedó ahitado de
leche, se sentó y observó a su nueva ama, que le dijo:

– ¡Bien! Ahora que ya has comido me vas a tener que escuchar atentamente,
porque te voy a explicar qué es lo que vas a tener que hacer por mí, tu princesa, pues
recuerda que, en la relación entre príncipes y princesas, los deseos de ésta segunda son
órdenes para el primero, ¿entiendes, buen señor? – pasando a hacer una pausa a la
espera de una respuesta que, elementalmente, no llegó – Bien. Pues tu tarea, aparte de
jugar conmigo cuando yo quiera, es vigilar la ventana, esta ventana – dijo señalándola –,
mientras yo duerma. Y, si ves que sube alguien, ¡entonces me despiertas! Pero no lo
hagas por ningún otro motivo… ¿vale?

El Señor Don Gato, sencillamente, se limitó a mirar la ventana cuando ella la


señaló, y este simple gesto le fue suficiente a Hala como para creer que sus
instrucciones habían sido plenamente comprendidas y aceptadas. Como solo eran las
siete de la tarde, faltando entonces un buen rato para que su madre le llamase para poner
la mesa, le propuso a su nuevo gatuno inquilino lo siguiente:

– Bien, ahora, vamos a jugar. A ver – habló pensando cómo explicárselo todo sin
soslayar ningún detalle –, por lo general, a estas horas Aitana Argent y Ana María
Ardelean están en mi casa conmigo, así que jugamos las tres al siguiente juego: Aitana
hace de la Princesa Blanca, Ana de la Princesa Púrpura y yo, como es evidente, hago de
la Princesa Rosa. Cada cual viene de un reino distinto, pero en todos hay el mismo
problema, ¡no hay príncipes en ninguno de ellos! Así que, cuando acudimos las tres a
una fiesta en palacio y aparece un príncipe extranjero, nos peleamos por él, aunque
siempre de forma amistosa. La pelea tiene lugar cada vez de una forma distinta, por lo
que no te la puedo describir, ahí está precisamente la gracia del juego, en que cada vez
es distinto, y nunca igual – «porque las cosas no pueden ser iguales y distintas a la vez.
¿O sí…?», pensó para sus adentros –. Total, que, al final, cuando ya nos hemos peleado
lo suficiente para ver quien consigue al príncipe, decidimos firmar las paces, y la
resolución que se hace es siempre la misma: los domingos por la tarde, es decir, hoy,
tiene lugar la pelea, por lo que el príncipe no es de ninguna, sin embargo…, llegada la
noche, a última hora, se casa con las tres en una modesta ceremonia, así, los lunes y los
martes el príncipe se queda con Aitana, quiero decir, con la Princesa Blanca, los
miércoles y los jueves los pasa con conmigo, y los viernes y los sábados se queda con la
Princesa Púrpura, que ya sabes que es Ana María y, para acabar, los domingos por las
mañanas se divorcia de todas, de modo que por la tarde nos podamos a volver a pelear
por él. Así se cierra el círculo. ¿Te queda claro como se juega? El problema – dijo
meditabunda – es que hasta ahora el Príncipe siempre había sido imaginario… ¡pero
ahora puedes serlo tú! Aunque hoy no ha podido venir ninguna… – se lamentó quejosa.

Cuando el Señor Don Gato vio que su nueva dueña estaba a punto de llorar, sin
saber muy bien qué hacer, se le aceró y, ronroneando, se puso a restregarse sobre las
faldas del vestido, y aquello pareció vivificar a la princesita, que enseguida, recuperada,
dijo:

– ¡No pasa nada! Por estar nosotros dos solos no significa que no podamos jugar
– sentenció – lo haremos de la siguiente forma: tú serás el príncipe, esto es evidente, y
yo, por mi parte, seré las tres princesas a la vez, la Rosa, la Blanca y la Púrpura. ¡Eh!
Pero iré alternando los papeles, no te creas que los voy a hacer los simultáneamente, eso
solo lo pueden hacer los grandes actores… No, yo iré alternando el papel de cada
princesa. ¿Vale? – preguntó orgullosa de aquella magnífica resolución – ¡A jugar!

Y, en tanto lo hubo gritado, se puso a hacer de una y de las otras princesas


alternando los papeles, discutiendo, en suma, consigo misma. Finalmente, cuando se
hubo firmado el pacto – no le quedó otra que estrecharse la mano a sí misma, pensando,
por tanto, que su mano derecha era la suya propia pero que la izquierda era de otra de
las princesa –, se celebró la boda, que tuvo lugar sin ningún incidente salvo una pequeña
caída que sufrió el sacerdote, Monseñor Peluche el Diácono. Al punto hubo acabado el
himeneo, llegó la hora de cenar, por lo que Hala, cogiendo al recién desposado Príncipe,
bajó a poner la mesa y a comer. A las once de la noche era ya hora de dormir, con lo
cual, arropada entre las algodonosas sábanas, dijo antes de cerrarlos ojos:

– ¡Señor! Le recuerdo que ahora usted debe vigilar.

La princesita Hala se complacía,

y el gato vigilaba,

toda la noche dormía,

mientras Don Gato la cuidaba.


III

Una asamblea singular

No bien Hala se quedó dormida, y habiéndose asegurado de que había cerrado


bien la ventana una vez la hubo traspuesto – de hecho, comprobó el pasador dos veces –
, Don Gato, subiendo por una canalera, se encaramó al tejado, y se quedó allí sentadito.
Observó la ciudad, presa de la más tupida obscuridad, en toda su enormidad. No
obstante, prontamente se aburrió de aquellas vistas y, levantando su cabeza, se puso a
contemplar la Luna llena, que se le antojó como una especie de inalcanzable queso
flotante. Así, el Señor Don Gato se quedó con los brazos cruzados pero sonriendo de
oreja a oreja mientras contemplaba aquel astro. Súbitamente, como por ensalmo, oyó un
ruido a sus espaldas y, en tanto su hubo girado, observó que, a lo lejos, en las sombras
se movía un objeto que le pareció una cola.

– ¡¿Quién va?! – exclamó con su voz de felino mientras se ponía a cuatro patas y
arqueaba la espalda – ¿Una rata? ¡Por mis bigotes que la atrapo! – dicho lo cual se lanzó
rampante al asecho de la errante colita, pero, cuando casi no había empezado a correr, le
detuvo en seco un bellotazo; bellota que, pese a que no le hizo daño alguno, le dio en el
centro de la frente, deteniéndolo.

– ¡Pardiez! – exclamó el ignoto animalillo – ¡¿Pero es que aun estás por


civilizar, bigotudo?!

– ¡Ah, vaya! ¡Una ardilla! Perdona – se disculpó no pudiendo evitar sonrojarse


ante tal falta –, pensaba que eras una rata, y solo te quería asustar para jugar contigo un
poco.

– ¿Una rata? ¿A caso te he insultado yo a ti llamándote no sé…? ¿Ornitorrinco


desdentado? – dijo indignada la ardilla, que, sin embargo de aquel encontronazo, se
calmó inmediatamente ya que su carácter era muy tranquilo – Bueno, no pasa nada.
¡Bien está lo que bien acaba! Será mejor que empecemos otra vez, me llamo Oswy. Tú
pareces nuevo por el barrio, ¿me equivoco? – preguntó acercándose un poco más
confiado.

– ¡Hola! Perdona mis modales, llevo todo el día haciendo de Príncipe… y por
eso estoy muy cansado. Yo me llamo Don Gato, aunque, normalmente, se me suele
añadir el título de Señor; te le puedes ahorrar si quieres – propuso tratando de ser
simpático con aquel al que había asustado.

– Bien, así te llamaré – alegó en tanto se le colocaba justo en frente a Don Gato
–. Yo a veces he hecho de portero, ¡pero nunca de miembro de la raleza! Vaya, ¿y por
qué hiciste tal papel? ¿Tal vez has adoptado a una princesa?

– ¡Sí, así es! He adoptado a una niña pequeña que dice ser princesa, y que me ha
hecho su príncipe. Aunque… – añadió corrigiéndose – creo que soy la consorte de tres
princesas…

– ¡Tres son mejor que una! – dictaminó exclamando Oswy – Bueno, bueno, da
igual que seas príncipe o que no lo seas, eso ahora mismo no importa mucho, no a
efectos de esta noche. Me dirigía a la asamblea, ¡hoy van a tratar un tema muy
importante! Todos los animales que vivimos en esta zona nos dirigiremos en un rato a la
casa del campanario, donde se le celebrará al toque de las dos de la mañana. De hecho,
deberíamos ir marchándonos ya, paseando. ¿Vas a venir? – preguntó poniéndose en
marcha y sin esperar una respuesta.

El campanario, una encimada construcción que se levantaba apuntando hacia el


cielo, se hallaba, aproximadamente, a unas dos manzanas de la casa de Don Gato,
pudiéndose alcanzar rápidamente si se avanzaba en línea recta, ya que los cables de la
luz lanzados de unas casas a otras permitían cruzar rápidamente. Sin embargo, en vez de
tomar la dirección más recta, Oswy avanzó hacia la izquierda, sobrevolando la calle de
enfrente de la casa de Hala a través de unas luces de Navidad aun suspendidas – el
ayuntamiento tenía la deleznable manía de mantenerlas todo el año puestas porque, al
parecer, resultaba más barato tenerlas alquiladas todo el año que contratar a trabajadores
para que las pusiesen y quitasen –. Cuando ya hubieron cruzado cuatro o cinco
manzanas, alejándose bastante del campanario, de súbito, la ardilla cesó el paso y se
giró hacia su acompañante:

– ¡Venga, ponte tu sombrero! – le conminó en tanto él se calaba hasta los ojos un


gorrito con orejeras.

– ¿Cómo? – preguntó extrañado Don Gato – ¿Por qué iba a querer ponerme un
sombrero? ¡Me aplastaría las orejas!
– Es verdad, lo olvidaba, eres nuevo y desconoces las normas que rigen la
asamblea. Para entrar es necesario llevar un sombrero, como símbolo de que se
pertenece al consejo, y hacer con él una reverencia secreta al portero. ¡Ponte uno
inmediatamente o no se te dejará pasar!

– Pero eso me lo tendrías que haber dicho mucho antes, puede que en casa de
Hala… ¿De dónde pretendes que saque un sombrero a estas horas de la noche? – dijo
Don Gato sin poder evitar levantar un poco el tono.

– ¡Ponte uno que sea invisible! – sentenció Oswy después de haber meditado
unos segundos – De hecho, los sombreros invisibles están bastante de moda
últimamente, así que tú dile al portero que llevas uno puesto. ¡Solucionado! – exclamó
victorioso por su solución al intrincado problema que se les había presentado.

– Bueno, ¿y si el portero dice que, en realidad, no llevo ninguno puesto?


Entonces… en ese caso, yo no podría asistir a la asamblea convocada.

No obstante, la ardilla soslayó enteramente aquella pregunta y reinició el paso, a


gran velocidad ya que después de haberse detenido a discutir temía hacer tarde, ahora sí,
virando hacia la derecha, dirección al campanario. Se detuvo unas pocas casas más allá
sobre un tejado en el que se agolpaba una gran concurrencia, había cinco loros, tres
águilas – una de las cuales hacía aquella noche de portero –, unos diez gatos, doce
ratitas, tres monos, un perezoso, tres mapaches, dos zarigüeyas, siete emúes, quince
canarios, ocho conejos, un enorme león, que Don Gato dedujo que debía ser el
presidente – además de que vestía un elegante sombrero de copa que le daba un toque
harto señorial, aburguesado – y un caballo; todos ellos sobre aquel tejado, sin que fuera
posible determinar cómo se habían encaramado hasta allí arriba.

– ¡Ya hemos llegado! Ahí está el portero, prepárate para pasar – le advirtió al
Señor Don Gato.

– ¿Cómo? ¡Pero si estamos muy lejos del campanario! ¿Es que otra de las
normas de la asamblea de la que no me has informado es que iremos todos juntos hasta
el lugar de la reunión?
– ¡No! ¿Qué campanario? ¡Dije que la reunión tenía lugar en Casa del Canario!
– exclamó Oswy entre indignado y enfadado – Cada vez, por precaución, nos reunimos
en un sitio diferente de la ciudad.

Don Gato, un poco airado por aquel paseo que tanto le desconcertó, no
respondió, sino que sencillamente se limitó a ponerse a esperar a la cola para poder
entrar en el improvisado recinto de coloquios, quedando detrás de los tres mapaches con
sombrero de bombín, que entraban a consuno. Y, casi inmediatamente, el perezoso, con
su paso lento y renqueante, se les colocó detrás. Oswy, callado, se colocó delante dél,
pretextando que el sombrero debía ser movido de una forma muy específica para que a
uno le dejaran entrar y aconsejándole que él hiciera lo propio con su supuesto sombrero
invisible. Al punto se halló la ardilla ante el aguilucho levantó su sombrero cogiéndolo
por la parte superior y, en tanto lo tuvo elevado, dio con él tres círculos alrededor de su
cabecita, dejándole pasar a continuación el portero tras haber hecho un leve pero
perceptible movimiento de cabeza. Don Gato, temeroso y temblando al pensar que, casi
seguro, su pobre treta sería inmediatamente descubierta, imitó a la perfección los
movimientos de su nuevo amigo ante los entornados ojos del aguilucho, que le miraban
con mucha desconfianza. Hecha la contraseña, sonrió con el fin de causarle buena
impresión, aunque el portero no pareció inmutarse en absoluto, permaneció quieto y
callado, hasta que, finalmente, dijo:

– ¡Bonito sombrero invisible! Sin duda alguna, el sombrero de copa es la mejor


elección para presentarse a esta honorable asamblea – le felicitó –. Aunque lleva usted
el ala izquierda un poco torcida, debería enderezarla si no quiere parecer maleducado
ante los demás, me temo – le sugirió sonriendo con el pico.

– Perdone usted – mientras hacía amago de estar poniendo recta el ala del
sombrero, acción que pareció complacer grandemente a su interlocutor –. Ahora bien, si
me permite la pregunta… – añadió el curioso Don Gato tratando de sondear a aquel
estrambótico portero – ¿cómo es que ha sido usted capaz de ver mi sombrero invisible?
Mucha gente no lo suele advertir hasta que yo se lo indico...

– Por dos razones, elemental: la primera, la más obvia, es porque le he visto


hacer la señal secreta desta nuestra sociedad, ¿cómo si no la habría podido hacer si no
sujetaba nada? Por fuerza, había de vestir usted un sombrero diáfano. Y la segunda es
que, si por algo somos famosas las águilas, es por nuestro aguzado sentido de la vista, y
la mía me permite ver lo visible y lo que no lo es. ¿Me explico?

– Lógico. Hasta me avergüenzo de haberle preguntado… – dijo sin saber qué


contestar ante tanto disparate.

– ¡Ah! – espetó súbitamente el aguilucho ignorando el anterior comentario –


Detrás de usted viene Joselu, el perezoso, un genio sin paralelo entre los suyos y un
dechado de virtudes para muchos otros, fundador de la laureada Sociedad Hedonista
Proclastinadora, ¡muy selecta, solo admiten a los mejores gandules!; por lo que tenemos
unos pocos minutos para hablar usted y yo, ya que, como nunca le he visto, deduzco que
es usted nuevo por el barrio. ¿Dónde compró su sombrero invisible? ¿Se lo compró a la
oveja blanca, que sin duda, a mi criterio, es la mejor sombrerera? – dijo el águila
tratando de ser amable.

– ¡Por supuesto que a ella! ¿A quién si no, caso que se quiera uno de calidad? –
dijo Don Gato tratando de simular que conocía la ubicación.

– ¡Obviamente! «Un sombrero por cinco óbolos y cuatro rupias y dos


sombreros gratis», ese es su famoso lema.

– ¿Cómo puede regalar dos sombreros y cobrar por uno? ¿Qué lógica es esa? –
preguntó el Señor Don Gato sin haberse dado cuenta de que se estaba saliendo de su
papel.

– ¡Pero si su lema es conocido por todos los que acuden a su tiendecita!


Bueno… – reflexionó – puede que no se lo comentara porque es un poco olvidadiza…
Lo hace porque ella piensa que todo el mundo debería tener dos sombreros, uno para el
día a día y otro para las ocasiones especiales, como la de hoy. Bueno, llega Joselu.
¡Adiós!

En tanto ya se hallaron dentro del recinto, Oswy no pudo evitar lanzarle una
sustanciosa mirada a Don Gato de «ya-te-dije-que-funcionaría,-luego-yo-tenía-razón-y-
tú-no», aunque este segundo no se dio por aludido. Se sentaron justo detrás de los tres
mapaches, que habían entrado antes que ellos y que se hallaban tranquilamente
charlando de sus asuntos, y al lado de las dos zarigüeyas, que permanecían calladas. No
habiendo nada que hacer hasta que diera comienzo la reunión, se puso el Señor Don
Gato a observar la abigarrada concurrencia, cada cual ocupándose de sus propios
menesteres. No obstante, de entre todos los asistentes Don Gato únicamente se fijó en
una, una gatita de níveo e inmaculado pelaje sentada en la primera fila que vestía una
elegante boina azul claro, a juego con sus ojos, y que Oswy le informó que se llamaba
Lina, sobrina de un gato pardo que, siendo ya bastante mayor y no pudiendo, en
consecuencia, subir hasta allí arriba no acudía a las mensiles reuniones. Fue mutuo amor
a primera vista cuando ambos intercambiaron sendas miradas de curiosidad. Y, estando
Don Gato bajo el etéreo conjuro de esta minina, que lo ataba, solo fue arrancado de su
ensimismamiento cuando las zarigüeyas se pusieron a discutir entre sí, no pudiendo él
evitar que la estrafalaria conversación que aquellas dos mantenían le hiciere orientar sus
orejas hacia ellos:

– Mira, se hace de la siguiente forma – dijo una – si tiras un huevo relleno de


melaza a un volcán de lava ardiente, entonces puede que estalle el mundo, pero no
pasaría lo mismo si el huevo fuera lanzado a un volcán de lava fría, en ese caso… no
habría explosiones.

– ¡Camiones, melones, cucharones! – repuso la otra levantando excesivamente el


tono de voz, cosa que pareció no importar a nadie, puesto que ninguno se digno
siquiera a girarse – Si tiras una gallina a la erupción, corrige el grado de azimut, mamut,
y ten en cuenta el efecto Corioli, alioli.

– ¿Por qué diantres están diciendo? – preguntó Don Gato a Oswy, que ya estaba
elucubrando una respuesta al ser conocedor de la situación; sin embargo, no fue la
ardilla quien contestó:

– ¡No les haga usted mucho caso! – dijo el mapache sentado más a la izquierda –
Todos conocen lo que les pasa: siendo pequeños el uno estaba sobre una rama y, al
resbalarse, cayó de cabeza sobre el otro, golpeándose, entonces, mutuamente en la
sesera, y, desde entonces, no han vuelto a decir nada con sentido los pobres. Ignórelos
y, si le hablan, no les contradiga, nunca vale la pena.

– Sí – continuó diciendo el mapache de más a la derecha – yo pienso todo lo que


digo, pero no digo todo lo que pienso, mientras que ellos hacen lo contrario, dicen todo
lo que piensan, pero no piensan lo que dicen, ¿comprende?

– ¡Bonito sombrero invisible! – dijo finalmente el mapache del centro.


Sin embargo, antes de que el Señor Don Gato pudiese interrogarlo a cerca de
esta observación («¿Se estará burlando de mí tras habérsela colado al portero o
hablará enserio? A ver si es verdad que, al fin y al cabo, ¡sí me he puesto un sombrero
invisible!», pensó para sus adentros), el león inauguró la asamblea. Acicalándose su
gran y lustrosa melena con las dos patas delanteras, avanzó hasta el centro de los allí
reunidos y, tras carraspear y tras haber paseado su mirada por todos y cada uno,
empezó, con un gran tono de solemnidad, a decir:

– Distinguidas señoritas, bienaventurados señores. Los rumores son ciertos, tal


que todo lo que hayan oído hasta el momento, puede que sea la más meridiana verdad –
habló alarmando a todos los presentes, que parecían estar informados de aquello a lo
que se refería –. Los seres humanos han empezado a sospechar que todos los animales
nos llevamos bien entre nosotros, cosa que llevan ignorando desde que tienen
pensamiento y que, según los cálculos de nuestros mejores matemáticos, de llegar a
comprenderlo cabalmente, perturbaría enteramente su modo de vida. El incidente que
actuó como detonante – dijo mientras dirigía una torva mirada a un pastor alemán
sentado más o menos en el centro, que le correspondió agachando la cabeza y colocando
el rabo entre las piernas – fue cuando una pequeña que no vive muy lejos de aquí,
Cristina Portela, descubrió a su perro tomando tranquilamente el té con un gato vecino
cuando eran las doce del mediodía. ¡Menos mal que teniendo la niña siete años se la
pudo convencer de que aquello había sido un sueño! Pero bueno, sea como fuere, se
trata de un pensamiento que empieza a calar hondamente en la interioridad de los
humanos, estando hoy nosotros todos reunidos con la finalidad de abordar cabalmente
este complicado asunto. Bien, distinguidas señoritas, bienaventurados señores – repitió
– propongan ustedes una solución que nos contente a todos.

Acabado este discurso de apertura de la sesión, empezaron las intervenciones de


los allí reunidos. Hablaron casi todos por turnos moderados por el león, quien, sentado
enfrente de la concurrencia, iba tomando notas de todo lo que se decía con la finalidad
de poder solucionar el mentado problema. Empero, a pesar de las múltiples y
enrevesadas intervenciones, fue el caballo, llamado, por cierto, Rayo Veloz, quien,
haciendo uso de un grandilocuente lenguaje en una exposición de no menos de media
hora, en la que no faltaron las largas peroratas, los intrincados razonamientos y los
sendos ambages, expuso una propuesta de acción que a todos los plugo y que fue
aprobada por unanimidad; si bien, pese a la resolución del acto, Don Gato no participó
en nada de aquello y solo levantó el brazo para aprobar la solución propuesta cuando
Oswy, consciente de que no había atendido, le dio un codazo,. Don Gato pasó toda la
noche observando silenciosamente a Lina, que le correspondía de vez en cuando con
una fugaz mirada y una sonrisa velada. Concluida la asamblea, empezaron a atisbarse
los primeros haces de luz del alborear, por lo que todos los animalillos huyeron
prestamente en todas direcciones para replegarse a sus casas antes de que los humanos
despertaran. Don Gato y Oswy hicieron lo propio, aunque como este segundo vivía en
el bosque acompañó a su nuevo amigo hasta su tejado, despidiéndose con un fuerte y
cordial apretón de patas y prometiéndose volver a ver en breve, aunque solo fuera para
charlar un rato.

Don Gato a la asamblea acudía,

pero solo a la gatita miraba,

Oswy le sacudía,

y solo entonces votaba.


IV

Convención de princesas

Tan confiada estaba Hala en las virtudes y en la caballerosidad del Señor Don
Gato que, despreocupada por las viles zarpas de Delsac, a quien casi había olvidado por
completo, aquella noche durmió profundamente y de un solo tirón, de modo que, en
consecuencia, siquiera imaginó que su quedo gatito hubiese estado toda la noche fuera
de casa, descuidando su ventana. Así, gracias a este profundo sueño, el minino pudo
entrar y salir de la habitación tranquilamente, tal que, cuando su ama despertó, se
hallaba él sentado al pie de la cama, esperándola mientras la observaba con atención. A
Hala le pareció que Don Gato le estaba sonriendo, cosa que así era, pero, en tanto el
felino recordó que los humanos desconocían aquella facultad tenida por todos los
animales, la borró inmediatamente de su faz, resolviendo la Princesa Rosa que aquello
había sido producto de su aun durmiente imaginación. Cuando la princesita se
desperezó y se incorporó lentamente, aun algo legañosa, lo primero que hizo, como
hacia sin falta todas las mañanas, fue colocarse su tiara y, solo después de haber
completado este sacro ritual, posó su mirada sobre su felino paladín y le habló diciendo:

– No sabes lo contenta que estoy de sentirme bien protegida por ti,


honorabilísimo Señor Don Gato, que toda la noche por entero te la has pasado vigilando
– dijo acercándosele para poderle acariciar la cabeza dulcemente –. Ahora, como
condigna recompensa, recibirás de tu señora un gran plato de leche, que te podrás
acabar entero si así te apetece, teniendo siempre el derecho a repetir.

Se levantó la pequeña, se engalanó con uno de sus muchos trajes de princesa,


todos rosa y, contenta, bajó a la cocina, donde, cumpliendo con su promesa, sirvió sin
que su madre lo supiera, una generoso platito de leche a su guerrero, que lo aceptó
gustosamente hundiendo prestamente su rasposa lengua en él y abrevándose a placer
con aquel melifluo brebaje. Acto continuo, no bien hubo desayunado, se despidió de
Don Gato prometiéndole que, por la tarde, dos de sus amigas del colegio irían a jugar a
casa, teniéndole las tres reservada una gran sorpresa. Cuando se quedó solo en casa, ya
que los padres de Hala también se habían marchado, se colocó cómodamente sobre uno
de los muchos cojines del sofá y, ovillándose, durmió hasta que les despertaron Hala,
Patricia y Pilar, las cuales, pese a que no lo solían hacer de usual, también iban
engalanadas con sendos trajes de princesa.
– Honorable Señor Don Gato – empezó diciendo Hala mientras hacía una
reverencia –, estas son la Princesas Amarilla y la Princesa Verde – porque todas las
princesas tienen asignados nombres de colores –, pero también las puedes llamar por
sus nombres, Patricia Galiano, que nos ha traído a su gata – dijo mientras señalaba la
sorpresa que le tenían reservada al gato –, y Pilar Rodríguez. Ahora vamos a jugar, y
nos congratularía que pasara usted la tarde con nosotras.

Dicho esto, cogieron a Don Gato, aun adormilado después de la larga mañana de
asueto que se había tomado, y se lo llevaron a su habitación, y no fue hasta habiendo
llegado allí cuando se percató éste de que la gatita de Galiano era Lina, con quien había
fantaseado desde que la había visto, incluyendo durante sus gatunos sueños. Las
princesitas empezaron por tomar un té imaginario mientras hablaban de política
exterior, esto es, decidir si admitían a más princesas en su selecto grupo así como cuál
debería ser el acto de bienvenida, sin embargo, pasado un rato se aburrieron y pensaron
en casar a Don Gato con Lina, empresa que abandonaron inmediatamente al constatar
Hala que el señor ya estaba casado con ella, Aitana Argent y Ana María Ardelean, por
lo que, consiguientemente, no se le podía volver a casar con la gata; aunque estas dos
últimas no habían podido acudir a la fiesta porque, por una parte, Aitana se hallaba
ocupada con sus clases de inglés, y, por otra, Ana María estaba castigada sin salir por
haberse portado mal en casa al no haberse querido comer su plato de lentejas y por no
haber hecho sus tareas de clase, que fueron descubiertas sin acabar escondidas bajo su
cama. Decidieron, entonces, que, pese a no poder celebrar un casamiento, ello no les
impedía enseñarles a bailar juntos, por lo que procedieron a ello tras haberlos vestido
para la ocasión.

– ¡Pingüitástico! – gritó Hala en tanto vio a Don Gato y a Lina ataviados con
vestidos reales que ellas mismas habían confeccionado.

– ¡Hala! – exclamó su madre, que por entonces se había asomado a la habitación


de la pequeña para supervisar lo que estaban haciendo aquellas bribonzuelas, que
siempre, por norma, acababan por hacer alguna trastada, como aquella vez que tiñeron a
Lina con tinte rosa en la bañera, armando con aquello un estropicio sin igual y quedando
la pobre gata como si fuese una Pantera Rosa en miniatura – ¿Qué te he dicho de
inventar palabras? Después, cuando os mandan hacer composiciones libres en clase, las
utilizas y, cuando te las marcan como falta de ortografía, indignada, te va quejando a
todo el mundo diciendo lo injustos que son contigo los profesores... aun cuando sabes
perfectamente que son vocablos de tu invención. ¿Qué significa esa palabra en
particular?

– Pingüitástico – terció la interpelada –, de «pingüino» y de «fantástico»,


obviamente. «Dícese – empezó a decir tratando de imitar las definiciones que se le
ofrecían en clase – de aquellas personas, animales o situaciones que son tan fantásticas
como lo pueden ser los pingüinos»; lo pone en la RAE – sentenció sin tener la menor
idea del significado de aquellas siglas, pese a que le pareció recodar haberlas oído decir
por la profesora después de exponer una definición – ¿A caso existe alguna otra forma
de decirlo?

– ¡Eso es justo lo que significa! – secundó Pili – Si una palabra no existe, se


puede inventar, es así como funciona. Es como decir, por ejemplo, que algo es
horribiloso.

– De «horrible» y de «tedioso» – añadió Patricia por si no le quedaba claro a la


madre de Hala la procedencia de la palabra ya que era un lenguaje compartido por todas
las princesitas que formaban parte del escogido grupo.

– ¡Exacto! – dijo Hala – «Dícese – habló imitando nuevamente lo aprendido – de


aquellas tareas que son horribles y aburridas de hacer». ¡Como lavar los platos!

Dicho esto, la madre de Hala se propuso reprender a las mocosuelas diciéndoles


que, de no saber una palabra, no se la debían inventar, sino que debían consultar con sus
profesores para saber si existía alguna que significara aquello que querían decir, sin
embargo, su voz quedó ahogada cuando, de súbito, sonó el timbre. ¡Qué contentas se
pusieron todas cuando Aitana y Ana María traspusieron la puerta de la habitación,
porque entonces ya estaban todas las princesas reunidas, pudiendo así seguir los
acontecimientos tal y como los habían previsto con antelación! Cabe destacar que,
además de estas dos, también se unió al grupo Cristina García, si bien esta última no
hacía solo de princesa sino que, en añadido, hacia las veces de hada, es decir, ella era la
Princesa de las Hadas, por lo que en vez de tiara llevaba alas de mariposa y una varita
mágica. En consecuencia, estando todo el grupo reunido, pudieron celebrar un suntuoso
baile. A las ocho y cincuenta y cinco de la noche ya estaban todas cansadas de festejar y
de corretear por toda la casa – ya que, de hecho, en su singular baile había una parte del
mismo que se dedicaba a jugar al escondite, sin dejar de bailar, obviamente, y había
también otra parte en la que jugaban a pillase, también bailando por doquiera que fueran
–, sin embargo, faltando cinco minutos hasta que se tuviesen que marchar, trataron de
pensar en qué emplearlos.

– ¡Juguemos a un juego rápido antes de irnos! Sin más dilación – propuso la


Princesa Blanca, Aitana, que desconocía el significado de la última palabra, aunque le
pareció que era bonita y que sonaba muy bien allí puesta.

– ¡Echemos una partida, entonces, al «Juego de las Princesas Encantadas por el


Hämɵr»! – amor con h, con diéresis y con una “o” partida que representaba a dos almas
gemelas, pues así era la forma en que ellas lo escribían porque un amor único, en la
misma medida, tenía que escribirse también de forma especial – sentenció la Princesa de
las Hadas blandiendo su varita y haciendo una reverencia.

Y, como a todas les complugo esta proposición, se pusieron a ello, al juego se


jugaba de la siguiente forma: se colocaban todas en círculo y, en el centro, colocaban a
un príncipe – antes imaginario pero que ahora era Don Gato, a quien le concedieron
permiso para jugar a aquello pese a estar ya casado con tres de ellas – y, en tanto el
príncipe las iba mirando, ellas se desmayaban encantadas por el “hämɵr”, acabando el
juego cuando todas se habían tirado al suelo desplomadas – algunas con el brazo sobre
la frente y otras con las manos sobre el corazón. Como el juego nunca duraba más de un
minuto en total, se despidieron, todas muy contentas, después de haber jugado cinco
veces seguidas. Sin embargo, más allá de los rocambolescos juegos de las princesitas,
hay que destacar que quienes mejor se lo pasaron aquella tarde fueron Don Gato y Lina,
que no dejaron de lanzarse miradas veladas henchidas de felino amor, mientras se
sentían tristes por no poder hablarse al estar las pequeñas de por medio.

Té tomaba, también se reía,

la princesita cantaba,

durante toda la noche y el día,

con el Señor Don Gato jugaba.


V

Denna, la coneja

¡Cuán enamorado quedó el pobre minino! Si bien quedó enteramente prendado


de Lina cuando la vio por primera vez, ahora, habiendo podido disfrutar de toda una
tarde con ella pese a no haber podido intercambiar ni una sola palabra amable o de
amor, estaba completamente seguro de que se quería casar con ella. Sin embargo, siendo
Lina la dueña de una patricia Princesa, ¿cuál era el procedimiento correcto para pedir su
mano? ¿Tendría que hablar con el Gato Pardo para poder celebrar el casamiento? Y, por
otra parte, ¿querría Lina casarse con él o solo sería un capricho y, en realidad, la gatita
quería casarse con el león? Al punto Hala se quedó dormida, Don Gato subió
nuevamente al tejado y, sentado sobre la chimenea, mirando a las estrellas, se decía a sí
mismo: «¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Casado con tres princesas humanas pero completamente
enamorado de una gata. ¿Por qué el amor es tan injusto conmigo, no permitiéndome
estar con la que es indiscutible dueña de mi corazón, con quien tiene guardadas todas
las llaves de mi felicidad terrenal?». El pobre gato, que se sentía muy desdichado,
pasaba de la risa al llanto por momentos, riendo con dulzura cuando evocaba los bigotes
de su enamorada y enjuagándose las lágrimas en tanto resolvía que nunca la podría tener
como esposa. Sin embargo, fue sacado de aquella pesadilla por Oswy, que le había ido a
buscar.

– ¡Buenas noches Señor Don Gato! – le saludó cortésmente la ardilla.

– Buenas noches – repuso él, taciturno, sin apartar la vista del obscuro cielo.

– ¿Por qué esas fauces tan tristes? – observó Oswy – ¿No será que los distraídos
pensamientos sobre la Gatita Blanca, Lina, te conturban y te ponen de mal humor?

– ¡Qué injusto! ¡Qué desgracia! Si yo fuera león y no gato puede que la


conquistara, pero siendo gato y no león, no sé si gozaré de oportunidad. ¿Me mira y
sonríe porque me quiere o porque le doy pena? – clamando a continuación al cielo, una
vez dijo esto, una gran plétora de lastimeros aymés –. Y, algo que me parece muy
importante, ¿a caso yo la podría conquistar? ¿Puede ella quedar prendada de mí, que no
tengo fuertes garras si sedosa melena?
– ¡Preguntemos a Denna, la coneja! Que ella ha visto y sabe mucho de amor –
dictaminó Oswy.

La ardilla, como hiciere otras veces, sin esperar una contesta por parte de Don
Gato emprendió la marcha hacia casa de la conejita, haciendo que este segundo le
siguiese de inmediato y sin rechistar. No tardaron en apersonarse en casa de Denna, la
coneja de Pili, que les esperó en el tejado no bien los vio acercarse desde lejos ya que
reconoció a Oswy, su amigo.

– ¡Hola Denna!

– ¡Buenas noches Oswy! Ya hacía un par de días que no venías a visitarme.

– Tienes toda la razón, ni un ápice te falta – replicó Oswy lastimero por su falta
–. Pero hoy he venido guiado por un buen motivo, aquí, el Señor Don Gato – dijo
señalando a su amigo –, ha venido a pedirte consejo en relación a temas de amor. Hay
una gata, Lina, con quien ya ha compartido algunos momentos, de la que está
enamorado, pero teme que ella no le corresponda. ¿Podrías darle algún consejo acerca
de cómo conquistar a una gatita, tú que tanto sabes sobre el amor? – preguntó.

– ¿Y por qué deberías querer conquistarla, forzando con ello el flujo del amor?
Podrías dejar que las cosas se desarrollasen con lentitud, a fuego lento. Sin embargo, si
quieres optar por la vía rápida… tengo entendido que a la joven Lina le gustan los
regalos originales; puede que con ello le llegues al corazón, aunque puede que
procediendo así no lo estés haciendo de la mejor forma, sino precipitadamente – explicó
en tono elocuente – ¡Regálale una zanahoria! – exclamó finalmente.

– ¿Una zanahoria? Había pensado en reglarle una raspa de pescado…

– ¡Pero cómo pretendes conquistarla regalándole a la pobre un pez muerto y


descuartizado, bigotudo! Además, ¿existe cosa menos original que regalarle un pez a un
gato? – comentó condenando la simpleza del regalo – ¡Una zanahoria es la mejor
opción! Si no procedes así, ¡tu regalo será un ñu!

– ¿Cómo que será un ñu? – preguntó Don Gato al no haber entendido tan extraña
expresión de la coneja.
– Es una expresión de la niña a la que he adoptado – dijo Denna, ya que los
animales se creen dueños de los seres humanos, y no viceversa –. Significa que saldrá
mal – aclaró.

Don Gato no supo qué contestar a aquel comentario, a sabiendas de que, quisiese
admitirlo o no, la opción propuesta por Denna, era, sin duda, más original que la suya
propia, por lo que, caviloso, se quedó pensando a cerca de un buen regalo para Lina.
Viendo Oswy que su fiel compañero no estaba por hablar, continuó conversando
tranquilamente con la coneja hasta que, pasado un rato, Denna se dirigió nuevamente al
recién llegado:

– ¡Don Gato! Si estáis predestinados, deja que las cosas tengan lugar por sí solas
y no trates de precipitarlas, no sea que avances a un ritmo que no puedas tolerar.

El pobre felino, confuso y preso de un indómito amor por la gatita blanca,


sobrina de un gato pardo, que le palpitaba dentro sin que él lo pudiese controlar,
pretextó sentirse mal y, tras despedirse cortésmente de la coneja dándole dos besos, uno
en cada mejilla, se marcho hasta su tejado, donde se puso a meditar hasta que, llegados
los primeros rayos de luz solar, entró, tras descorrer el pasador, en la habitación de
Hala.

El Señor Don Gato, de amor adolecía,

a la Denna consejo le solicitaba,

y ya empezó a creer que de amor moriría,

si con la gatita blanca no se casaba.


VI

Carta al Señor Don Gato

Don Gato padecía grandemente de amor, mil veces trató de olvidarla al


considerar que perseguía un anhelo irrealizable, al convencerse de que Lina querría
estar con un felino mejor que él, que no era sino un pobre, esmirriado y momio gato
cuya única posesión era un título nobiliario, y mil veces fracasó en estos intentos, pues,
por mucho tesón que pusiese, la imagen de la gatita siempre era nuevamente evocada, a
voluntad, sobre todo por las noches, y a contra voluntad, en tanto algún hecho se la
recordaba. Quedó tan compungido por el prurito de querer y no poder tener que dejó de
subir al tejado, pues la Luna, tan blanca, le recordaba a su amada. Oswy, que acudió dos
veces por aquellos días, al no hallarlo en su tejado, se asomaba disimuladamente por la
ventana de la habitación de Hala, solo con el objetivo de comprobar de que su amigo se
encontraba bien. Pasaba las noches durmiendo, el amor no le robó el dormir, si bien sí
se enseñoreó de sus sueños, tal que, a lo sumo, se pasaba el día y la noche pensando en
ella. Tanto era el desabrimiento del pobre minino que hasta Hala lo notó contristado:
«¡Qué te ha pasado, Don Gato! ¿Es que a caso te has enamorado?», le preguntaba.
Cierta vez, ante la insistencia de la pequeñuela, se vio tentado a responderle – «¿No
cabe la posibilidad de que me puedas ayudar a subsanar estos males, Hala? ¿Cómo la
puedo conquistar?» –, aunque, recordando que los humanos desconocen este secreto de
los gatos, contuvo sus intenciones.

Tras unos días más, se avino un día harto lluvioso y borrascoso, de modo que las
densas nubes cubrían por entero el cielo. Aquel día, que se acompasaba con sus ganas
de llorar por Lina, cosa que no pudo evitar varias veces, Don Gato se sintió muy
deprimido, sin embargo, llegada la noche, como los nubarrones seguían
ensombreciendo el cielo, no se podía avizorar siquiera un mero reflejo de la luz lunar,
por lo que decidió, teniendo mucho cuidado al trepar por la mojada canalera, subirse un
rato a su tejado. Al rato de estar allí sentado esperando a que Oswy se pasase para verle,
cosa habitual, vio que se le acercaba algo directamente desde el cielo, era una cigüeña.

– Buenas noches – dijo la cigüeña con voz grave – ¿Es usted el Señor Don Gato?

– Yo mismo – contestó él algo extrañado de que le buscase.


– Bien, pues aquí tiene una carta – habló mientras, de la bolsa que llevaba
colgando, extraía un elegante papelito bien plegado, aunque no tenía sobre.

– ¿Una carta? ¿Y cómo es que me la trae usted, una cigüeña? – preguntó Don
Gato lleno de curiosidad y necesitado de intercambiar unas palabras con alguien que no
fuese él mismo tras tantos días de recogimiento personal.

– ¡Ah! No es usted el primero que me lo pregunta, aunque será, supongo,


porque no suele recibir muchas cartas. Supongo que usted piensa, como lo suelen hacer
todos, que las cigüeñas nos dedicamos al trasporte de bebés de los seres humanos, ello
se ha modernizado. De esto hace ya unos siete años – explicó, no continuando hasta que
Don Gato asintió –. Bien, pues desde hace unos años ello ya no es así, y era cosa que
convino a todas las partes, pues, para serle sincero, los viajes desde Paris cargando con
un neonato se hacen un poco pesados.

– ¡Entiendo! – repuso el felino – Entonces se dedican exclusivamente al reparto


de cartas. Ahora bien, si ya no les ayudan ustedes, ¿de dónde vienen los bebés
humanos?

– ¡Ah! – volvió a exclamar la cigüeña – Como ya le he dicho, han modernizado


el sistema: cuando una pareja de humanos quiere un bebé escribe a París un correo e-
mail con una solicitud, que ha de incluir, por cierto, una carta de presentación y una
declaración de intenciones, y, después, desde París, caso que acepten la solicitud, les
mandan un correo electrónico con el bebé.

– ¡¿Y cómo es posible mandar un bebé por dentro de los cables?! ¡No cabría! –
exclamó harto sorprendido.

– ¡No, hombre no! – dijo la cigüeña riendo amistosamente – Al bebé no lo meten


en ningún sitio, ya que no lo fabrican directamente en París. Le explico: lo que hacen
ahora es muy sencillo (y mucho más eficiente que lo que hacían antes), mandan el
código genético de los bebés en el correo electrónico en forma de .pdf adjunto y los
padres, una vez lo reciben, lo descargan y lo imprimen con una impresora 3D de bebés
(que hay una en cada ciudad y pueblo).

– ¡Ostras! Ahora sí que le he podido comprender.


– Sí, sí, como le he comentado, antes el sistema era bastante más complejo y
costoso de llevar a cabo, los bebés se hacían todos en París y, desde allí, gracias a
nuestros servicios, se enviaban. Sin embargo, como los pedidos eran muchos, se tenía
que cuidar a los bebés hasta que se les pudiese trasportar, cosa que no era fácil. Aun
recuerdo los últimos pedidos que realicé en esta ciudad, porque, como supongo que sí
sabe, cada cigüeña, por comodidad, tiene asignada una zona. De hecho – añadió
finalmente –,uno de los últimos vuelos que realice fue, precisamente, a esta casa, lo
recuerdo perfectamente.

– ¿De verdad? ¡Cuéntemelo, qué curiosidad!

– Para esta casa tuve que hacer un servicio especial, porque a la niña no la
querían Europea, por lo que tuve que desplazarme, pobre de mí cuántas horas extras
tuve que hacer… – se lamentó –, hasta Arabia, lugar de dónde traje a Hala.

– ¡Sí! – clamó Don Gato – En efecto dejó usted aquí mismo a Hala.

– Sí, y el viaje fue largo, aunque la niña se portó muy bien durante todo el
trayecto. También recuerdo haber traído por aquel entonces a otra, recuerdo su apellido
pero no su nombre, así como el origen del mismo. La apellidaron Cebolla. Como sabrá
– continuó diciendo –, el alimento favorito de los bebés humanos son las cebollas, todos
las comen y a todos les encantan, cosa que puede que cambie cuando lleguen a ser
adultos, pero a esta niñita, no sé yo muy bien el por qué, le gustaban especialmente; de
hecho tuve que hacer dos paradas a lo largo del viaje desde París para recogerle algunas.
¡Y con qué gusto las comía la muchachuela! Sus padres le pusieron justo por eso el
apellido.

– ¡Qué interesantes todas sus historias! Muchas gracias por compartirlas


conmigo pero no le entretengo más, seguro que tiene mucho trabajo por hacer.

– Así es. ¡Adiós amable Señor Don Gato! ¡Espero que haya recibido buenas
noticias! – dijo despidiéndose al abrir el vuelo.

Don Gato, después de aquella agradable conversación en la que había podido


saber de los orígenes de su princesita, se sentó en el borde del dejado, dejando la carta a
su diestra, y, ensimismado, se abandonó a sus pensamientos. No fue hasta pasado un
buen rato cuando, finalmente, se decidió a abrir la carta, que decía así:
«Estimado Señor Don Gato:

No hay una forma fácil de decir esto, así que se lo propondré sin
más preámbulos, ¿querría usted casarse conmigo el próximo domingo?

Atentamente, su querida Lina; sobrina del gato pardo.»

¡No hay palabras para describir la dicha del felino! Despertó súbitamente de su
onírico delirio, rió saltó y, estando solo, se acabó abrazando a la chimenea, a la que no
se privó, además, de darle un par de besos; tal era su encimada felicidad. ¡Su querida
Lina, a quien él tanto amaba, le había propuesto matrimonio! Don Gato creyó haber
alcanzado la cima del mundo, pero, como suele decirse popularmente, dado no hay bien
que por mal no venga, cuando estaba felizmente saltando cerca del borde del tejado,
estando aun las tejas algo mojadas después de haber llovido tanto a lo largo de todo el
día, resbaló y se precipitó al vació, no cayendo de pie porque tenía la carta en la mano.
Se rompió siete costillas y la puntita del rabo.

Lina dijo que con él se casaría,

de dicha el gato rebosaba,

pero el minino caía,

del tejado se resbalaba.


VII

El entierro del Señor Don Gato

Oswy, la ardilla, llevaba ya dos días sin ir a visitar a su ya por entonces buen
amigo, pues pensó que el felino necesitaba unos días para reposar, por lo que aquella
procelosa noche se quedó en su casita del bosque leyendo un libro. Sin embargo,
cuando desde lejos oyó el movimiento de las ramas, salió a comprobar qué pasaba –
«¿Será Don Gato que me viene a buscar?, se preguntó» –, atisbando, prontamente, a las
dos zarigüeyas, que se detuvieron, resollando, delante de él.

– ¡Ha volado! El tucán ha volado sin alas pero con rabo – dijo una de ellas en
tanto se repuso de la carrera.

– ¡Cavo, lavo, hago! ¡Cataplof! Se cayó, durmió, cuando intentaba levantar el


vuelo, helo – exclamó la otra.

– No entiendo lo que decís, mis queridas zarigüeyas… – les dijo Oswy como
única respuesta mientras se decía a sí mismo: «No sé porqué les sigo hablando a las
pobres si nunca me entienden»; mas las zarigüeyas se pusieron nerviosas al ver que la
ardilla no corría, por lo que la conminaron a ello.

– ¡Ha caído, ha volado del tejado! ¡Rápido hay que llegar! La grulla vuela y el
pato cae – dijo la primera que había hablado.

– ¡Ae, ae, ae! ¡Pataplam! Don Paco cae – pareció sentenciar la segunda.

Y no fue hasta dicho esto segundo, cuando, aunando diestramente toda la sarta
de disparates proferidos por estos dos inofensivos y buenos animalillos, Oswy fue
plenamente consciente de que el Señor Don Gato estaba en peligro. Entró en su casa,
cogió sus cosas, y, tras ello, corrió a través del bosque como una hormiga atómica,
saltando céleremente de rama en rama y seguido por las dos zarigüeyas, que le iban a la
zaga, y no paró hasta que estuvo en el tejado de Hala, hogar de su amigo. Miró por
todas partes, tratando de evitar que sus peores pensamientos se hicieren realidad, mas,
finalmente, cuando se asomó por la cornisa, lo pudo ver tendido en el pavimento. Se
lanzó a través de la canalera cual si fuera un tobogán, seguido de las dos zarigüeyas, que
no le abandonaban, y en un segundo estuvo al lado de su amigo caído, pero ya era tarde,
el Señor Don Gato había expirado, yacía inánime bajo la ventana de la habitación que
otrora le había cobijado. Oswy se puso a llorar la muerte de su amigo mientras que los
hermanos, mucho más pragmáticos, corrieron a buscar ahora al león, que aquella noche,
no habiendo asamblea y habiendo recibido noticias de que el plan de contención
propuesto por el caballo Rayo Veloz estaba siendo todo un éxito, se había quedado en el
zoológico durmiendo tranquilamente.

– ¡Mundo cruel! – no pudo evitar exclamar la ardilla cuando leyó la


ensangrentada carta que su amigo aun sujetaba – Ahora que lo haces dichoso,
truculentamente nos lo arrebatas.

Las zarigüeyas que, pese a que todos las consideraban unas chifladas al no poder
hablar, estaban relativamente cuerdas, consiguieron, no sin dificultad, informar al león
de la desgracia que había tenido lugar y éste, en respuesta, corrió velozmente a informar
al caballo, que no vivía excesivamente lejos de donde había ocurrido el accidente, y a
los tres mapaches, que eran sabidos en medicina, montándose dos de ellos en el lomo
del caballo y solo uno en el del león. No obstante de que la comitiva se presentó
rápidamente, nada se pudo hacer por la vida del desdichado, y entonces todos le lloraron
en tanto los pequeñitos médicos levantaban el cuerpo desvaído del que fuera Don Gato.
No bien hubo informado el león a Lina, la gatita blanca, ésta de desmayó en brazos de
su tío el Gato Parto, que la cogió justo a tiempo como para que no se hiciese daño,
incapaz de creer que su enamorado pretendiente se hubiese despeñado accidentalmente
del encimado tejado de su propia casa.

El león ordenó a los mapaches, creyendo que las zarigüeyas serían incapaces,
que difundieran la noticia, informando de que el entierro tendría lugar el día siguiente y
que se decretaban tres días de duelo, prohibiéndose, asimismo, por respeto al fallecido,
la celebración de cualquier fiesta u acto social dirigido al mero divertimento. Mandó,
además, a las tres águilas, que fue a buscar al bosque, para que contrataran algunos
hábiles castores que construyesen un modesto ataúd y un pequeño carro para
trasportarlo que pudiese ser arrastrado por el caballo. Hecho todo esto, de vuelta al zoo,
el león también prorrumpió en copioso llanto por la muerte del pobre felino, pues,
aunque solo le hubiese visto una sola vez, ya lo consideraba como un amigo y un lejano
familiar, parte esencial de la pequeña comunidad de animales del pueblo.

* * * *
Hala, la princesita, como le era connatural, se despertó unos minutos antes de
que sonase el estruendoso despertador y, tras colocarse su broncínea tiara, buscó con la
mirada al Señor Don Gato, que, desde que había llegado a su hogar, le esperaba todas
las mañanas sentado al pie de la cama. Obviamente, no lo halló allí esperándola. No se
preocupó inicialmente de no encontrarlo ya que se dijo a sí misma: «Si no está en la
cama es porque ha pasado toda la noche vigilando mi ventana y, ahora, muerto de
hambre, me estará esperando en la cocina ante su vacío plato de leche, que yo le
llenaré hasta los bordes como agradecimiento por su labor». Entonces, segura de que
su fiel compañero gatuno estaría esperándola abajo, se visitó y se hizo sus lindas
trenzas, no bajando por las escaleras hasta no hubo completado todo aquello. Sin
embargo, al no hallar a Don Gato en la cocina, ya preocupada, corrió por toda la casa
llamándolo por su nombre y tratando de encontrarlo en todos los recovecos en donde se
habría podido esconder y, no habiendo obtenido resultado alguno, lo pasó a buscar en el
tejado, donde tampoco estaba. Hala se fue al colegio llorando bajo la promesa de su
madre de que lo buscaría hasta encontrarlo, cosa que no ocurrió. La princesita,
desesperada por hallar a su gatuno caballero, hizo el siguiente cartel, que pegó por todos
los postes del pueblo:

¡SE BUSCA AL SEÑOR


DON GATO!

Me llamo Hala, tengo 7 años y he perdido


a mi gato. Llámeme si tiene información.

RECOMPENSA: dos flores y un abrazo;


con posibilidad de ir a ver pingüinos si
viene el loro.

Pero, no obtuvo ninguna respuesta, ya que nadie, salvo los animalillos del
pueblo, sabía lo que había pasado aquella funesta noche.

* * * *
Oswy no dejó de llorar en toda la noche, si bien, haciendo acopio de mucho
valor, tuvo que ayudar al león a preparar el entierro de su amigo caído. De modo que,
habiéndose colado en el zoológico y estando en una pequeña cueva que se había
habilitado para el león, entre ambos dejaron preparados todos los detalles antes de que
cayese la noche: se organizaría una comitiva que iría presidida por Lina y por el Gato
Parto, a continuación desfilaría el león, como representante de todos los animales y,
después, el caballo, que cargaría el ataúd con el finado Señor Don Gato, finalmente, tras
él, podría acudir todo aquel y aquella que lo desease. La pequeña procesión empezaría a
las doce de la noche, con el tañer de las campanas, en casa de Hala, por ser el lugar
donde el fallecido habitó hasta el día de su muerte, avanzaría por la curva calle y,
traspuesta, seguiría recta hasta el campanario, lugar en donde se haría una breve parada
para que, aquellos que lo deseasen, pudiesen decir unas palabras y para colocar unas
cuantas velas, finalmente, flanqueada la Iglesia, se avanzaría hacia el bosque que se
sitúa al pie de una colina, donde se le daría a Don Gato santo sepulcro.

A las once y cuarenta y cinco de la noche ya estaban preparados según el orden


establecido, con Lina al frente llorando con profusión, pero no fue hasta las doce cuando
se empezó a avanzar, con el redoblar de las campanas de medianoche. Avanzaron en
completo silencio y todo ocurrió como se había previsto hasta que llegaron a la calle por
la que tenían que acceder a la Iglesia, pues la misma había sido cortada a última hora
después de un pequeño accidente sin víctimas, por lo que, consiguientemente, al no
poder tomar aquella ruta, viraron a izquierda, resolviendo que accederían hasta el lugar
a través de la Plaza del Pescado; y así procedieron. Cuando la concurrencia llegó al
centro de aquel lugar, que tomaba su singular nombre por el fuerte olor de sardinas que
se respiraba doquiera que uno se hallase, oyeron fuertes golpes en el ataúd y, haciendo
saltar la tapa por los aires y saltando de él, gritó el Señor Don Gato: «Sardinas,
sardinas, para mí y para Lina» El Señor Don Gato ha resucitado.

Don Gato, caído, moría,

Hala mucho le lloraba,

en la plaza sardina olería,

el gato resucitaba.
VIII

Final

¡No en vano dice la gente, siete vidas tiene un gato! Todos se holgaron de ver a
Don Gato resucitado y, desbordados por la alegría, decidieron celebrar la boda aquella
misma noche, que tuvo lugar, aun cuando fue muy modesta, en la cima del campanario
– y aun hoy en día se preguntan todos los animalillos que no estuvieron presentes cómo
se las ingeniaron para subir al caballo hasta allí arriba, pues en bien sabido que hizo acto
de presencia ya que sale en todas las fotos –. Hala, la princesita, y su madre se alegraron
desmedidamente cuando, ileso y por sorpresa, aparecido de la nada, Don Gato amaneció
en casa junto con Lina, la gata de Patricia, pensando ellas dos que la fuga del felino fue
por amor – o al menos eso le gustaba pensar a la Princesa Rosa, de lindas trenzas.

El Señor Don Gato y Lina fueron por siempre dichos y felices, aunque sin comer
perdices – porque decidieron hacerse crudiveganos –, y tuvieron los siguientes hijos, a
los que llamaron como a las amigas de Hala: a las dos primeras gatas que nacieron, una
negra y otra parda, las llamaron Aitana y Virginia, a las tres que nacieron después las
llamaron a todas Cristina, y a las cuatro que las siguieron les pusieron por nombres Ana,
Patricia, Paula y Pili; y, a las dos últimas que tuvieron, las llamaron Elena y Ana María.

Don Gato se casaría,

feliz con Lina estaba,

muchos hijos tendría,

así la historia acaba.


EL SEÑOR DON GATO
La princesita temía,

un gatito deseaba,

como su madre la quería,

una sorpresa le reservaba.

La princesita Hala se complacía,

y el gato vigilaba,

toda la noche dormía,

mientras Don Gato la cuidaba.

Don Gato a la asamblea acudía,

pero solo a la gatita miraba,

Oswy le sacudía,

y solo entonces votaba.

Té tomaba, también se reía,

la princesita cantaba,

durante toda la noche y el día,

con el Señor Don Gato jugaba.


Don Gato, de amor adolecía,

a la Denna consejo le solicitaba,

empezó a creer que de amor moriría,

si con la gatita no se casaba.

Lina dijo que con él se casaría,

de dicha el gato rebosaba,

pero el minino caía,

del tejado se resbalaba.

Don Gato, caído, moría,

Hala le lloraba,

en la plaza sardina olería,

el gato resucitaba.

Don Gato se casaría,

feliz con Lina estaba,

muchos hijos tendría,

así la historia acaba.


EL SEÑOR DON GATO
[CANCIÓN POPULAR]
EL SEÑOR DON GATO

Estaba el Señor Don Gato

sentadito en su tejado

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

sentadito en su tejado.

Ha recibido una carta

que si quiere ser casado

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

que si quiere ser casado.

Con una gatita blanca

sobrina de un gato pardo

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

sobrina de un gato pardo.

El gato con la alegría

cayó del tejado abajo

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

cayó del tejado abajo.


Se rompió siete costillas

y la puntita del rabo

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

y la puntita del rabo.

Lo llevaron a enterrar

a la plaza del mercado

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

a la plaza del mercado.

Al olor de las sardinas

el gato ha resucitado

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

el gato ha resucitado.

Con razón dice la gente

siete vidas tiene un gato

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

siete vidas tiene un gato.


Y aquí se acaba la copla

de Don Gato enamorado,

MARRAMA MIAU, MIAU, MIAU

de Don Gato enamorado.

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