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El matrimonio romano se basaba en una situación de hecho dada por la convivencia; y en un

vínculo afectivo, la “affectio maritalis”. Desaparecido alguno de estos elementos no subsistía el


matrimonio. Solo se exigían formalidades para disolver el matrimonio en los casos de
matrimonio “cum manu”, pues hacían nacer una “potestas” a favor del “pater” que era
necesario destruir, exigiéndose para ello una ceremonia contraria a la que le dio nacimiento,
que en el caso de la “conffarretio”, era la “diffarreatio”; en la coemptio y el usus no se
requerían solemnidades especiales.

Entre los romanos, había que distinguir si la disolución del vínculo era por voluntad unilateral
de uno de los cónyuges, en cuyo caso se llamaba repudio; del divorcio propiamente dicho, que
era una decisión conjunta y permanente de no continuar con la comunidad de vida. Bonfante
sostiene una opinión divergente. Nos dice que era repudio si la decisión era tomada por el
marido, y divorcio si partía de la mujer.

El repudio fue una facultad exclusiva del marido, en la primera época romana cuando lo
habitual era el matrimonio “cum manu”, debiéndose dar razones fundadas para ello, por
ejemplo, por adulterio o graves injurias.

Con la expansión de Roma y el contacto con otras culturas, sobre todo la griega, el repudio y
el divorcio se hicieron mucho más frecuentes.

Con los matrimonios “sine manu” fue aún mucho más fácil disolver el matrimonio, siendo
común recurrir al repudio sin invocación de causales tanto los hombres como las mujeres.
La gran cantidad de repudios y divorcios provocó tanta corrupción moral, que Augusto a través
de la ley Iulia de adulteris impuso que el repudio debía ser efectuado en presencia de siete
testigos y con la participación de un liberto.
Por influencia del cristianismo si bien no pudo eliminarse el repudio se le impusieron causales.
Si el repudio era incausado se sancionaba al marido con la pérdida de la dote y ya no podía
volver a casarse. Si igual se casaba, la esposa repudiada tenía la posibilidad de apoderarse
de la dote que hubiera entregado la nueva esposa. Si era la mujer la que repudiaba
incausadamente perdía sus bienes que pasaban al ex marido, y además era deportada.
Fueron introduciéndose cada vez más causales, hasta hacerse una extensa lista, que el
emperador Justiniano redujo a cinco. Por parte del marido, la esposa podía alegar: haber
intentado matarla, haber cometido adulterio, haberla acusado falsamente de adúltero o
haberla instigado a cometerlo, y la conspiración.
Contra la mujer como causas de divorcio podía esgrimir el marido: Haber intentado matarlo,
que hubiera cometido adulterio, conspiración, que hubiera pasado la noche fuera del hogar del
marido o de su familia, reunirse con personas de sexo masculino que fueran extraños; y por
último, asistir sin permiso del marido, al circo o al teatro.

El repudio sin causa no fue permitido por Justiniano que lo declaró ilegal. El mismo emperador
sin embargo permitió el divorcio sin culpa del otro cónyuge en algunos casos, que según la
Constitución del 542 fueron: que el marido fuera impotente, que estuviera alguno de ellos
cautivo, o que alguno ingresara en la vida monacal.

El divorcio por común acuerdo solo fue permitido si los esposos formularan votos de castidad.
Su sucesor Justino lo admitió, al quitarle todo castigo.

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