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LOS FABRICANTES DE DIOS

La cuestión de Dios ha sido siempre, en su formulación más interesante y


provocadora, la cuestión del sentido de la existencia de la especie. Y es en
esos términos que parece pertinente replantearla ahora, más de un siglo
después que Nietzsche lo proclamara definitivamente muerto. El propio autor
de Gaya Ciencia reconocía que durante miles de años la “sombra” de Dios
seguiría apareciendo en algunas remotas cavernas(1). Su error de visión,
comprobable por doquier, es que, lejos de debilitarse, la demanda de sentido
se ha extendido con inusitada fuerza y se reconoce, disfrazada de múltiples
maneras, en el ánimo de la inmensa mayoría de las personas con capacidad
de reflexión. Tal demanda de sentido no es, por cierto, incompatible con el
pleno reconocimiento que reclamaba Nietzsche de que los hombres somos
naturales y parte de una “naturaleza pura, descubierta y emancipada”. Ni es
incompatible tampoco con la convicción que el estado normal de la naturaleza
es la ausencia de “orden, de estructura, de forma, de bondad, de sabiduría y
demás estetismo humanos”. Lo que sucede es que la muerte de Dios, seguida
del desvanecimiento de la confianza ciega en el “progreso” y en la infalibilidad
de la ciencia, ha generado lo que Castoriadis ha denominada aptamente “un
ascenso de la insignificancia”(2), pero de una sensación de insignificancia no
solamente relativa al valor de la sociedad, sino de la existencia misma de la
especie.

Es pues primariamente desde la condición humana actual que debemos


preguntarnos por el significado de nuestra existencia colectiva, siendo los más
débiles y pobres, aquellos que aparecen como “disfuncionales” al sistema
social, quienes con mayor urgencia y ahínco debe formularse tal pregunta,
pues son ellos lo que aparecen como menos significantes y más prescindibles.

Es obvio que cabe la posibilidad que la existencia de la especie carezca por


completo de sentido. Y seguramente, vista las cosas desde la perspectiva de
los procesos aleatorios que al parecer van determinando la trayectoria del
universo en todos sus niveles, esa posibilidad es la más sensata. No es de
extrañar, por ello, que la mayor parte de los científicos actuales adopten ese
punto de vista. Pero, hacerlo, implica simplemente volver al error de óptica más
antiguo y persistente de la tradición intelectual de Occidente. Es menester, por
ello, indagar sobre este error antes de empezar cualquier reflexión propositiva
sobre el tema.

Podemos reconocer a grandes rasgos dos maneras tradicionales de abordar la


cuestión del sentido de la existencia a partir de la idea de “Dios”. Una primera
es imaginar un Dios personalizado que preexiste al mundo y que ora lo crea de
la nada, ora le da forma a partir de un caos original y, al hacerlo, le impone un
cierto sentido a su evolución. La otra, imagina a Dios como consustancial a la
materia, de modo que él mismo se realice en el curso de su desenvolvimiento.
La historia es la historia de Dios y su fin la autorrealización de Dios. El
Panteísmo, pero de cierta manera el hegelianismo, participan de esta
perspectiva. Quisiera argumentar brevemente a favor de la idea que ninguna
de estas opciones es conveniente.
La noción de Dios que preexista a la materia, implica que se conciba a la
naturaleza como amarrada a un proceso determinado de desenvolvimiento,
cuyos pasos están previstos y se suceden uno a otro en un orden necesario. La
aparición de la especie humana y de cualquier otra especie de seres dotados
de conciencia estaría entonces prevista desde siempre y su sentido estaría
dado por la función que Dios le haya reservado.

Esta manera de ver las cosas entrampa inevitablemente el debate acerca del
sentido de la especie en un complejo laberinto de aporías. Una primera tiene
que ver con las necesidades de "probar" la existencia de Dios, no simplemente
como un principio de la física, es decir, como un primer motor, sino como un
ente cuya existencia es imprescindible para comprender todo proceso físico y
metafísico. La filosofía cristiana enmarcó esta cuestión en la pregunta sobre el
"mal físico".

Pero si algo ha demostrado la historia de la ciencia natural en los últimos siglos


es que, como decía Laplace, la hipótesis de Dios no es imprescindible ni para
explicar el origen de la materia, ni para dar cuenta de su desenvolvimiento, es
decir de los procesos dinámicos en los que está envuelta, ni para explicar el
surgimiento de la vida en sus formas consciente, sintiente e inconsciente. La
gran maniobra teórica del padre George Lamaítre, al abrirle un espacio a Dios
a partir de la teoría del “átomo primordial”, hoy convertida con el nombre de
teoría del Big Bang en el modelo estándar de explicación de los procesos
cosmológico, no resuelve la cuestión, pues es posible imaginar opciones
explicativas a partir ora del supuesto que tales átomos son infinitos y que por
ende existen infinitos universos, ora de una tesis que suponga el movimiento
cíclico de la materia. Pero aun en el caso de que exista un solo universo y que
se quiera explicar su inicio a partir de un suceso singular, tal explicación, como
es sabido, puede construirse plausiblemente extrapolando premisas de la
teoría de los cuanta.

Los fenómenos físicos en general parecen tener un dinamismo intrínseco que


no requiere ser explicado a partir de orígenes extra-físicos. La racionalidad de
la naturaleza, la lógica de su funcionamiento es perfectamente comprensible en
términos de una combinación de procesos aleatorios que alcanzan etapas de
equilibrio con niveles diversos de precariedad y de un sistema de
reforzamientos mutuos y de retroalimentación. Ni la formación de átomos,
como forma fundamental de la materia, ni la de la molécula ni siquiera la de
moléculas vivas o autoreplicadoras necesita de un esquema explicativo más
complejo. Los recientes empeños de Daniel Dennett, Richard Dawkins(3) y
otros pensadores con sensibilidad filosófica para defender este punto de vista
contrastan con la sutil idea de Etienne Gilson y de Teilhard de Chardin(4) en el
sentido de percibir en el curso de la naturaleza cierto nivel de diseño o de
finalidad. Gilson, quien se da perfecta cuenta que esa tesis no puede ser
probada en sentido estricto y que ni siquiera es imprescindible para explicar los
procesos naturales, se refugia en la postura más sutil según la cual la noción
de “finalidad” es una “inevitabilidad filosófica”(5). A mi juicio, ese debate es
innecesario para tratar la cuestión del sentido o significado de la existencia de
la especie humana, pues como punto inicial de la reflexión es suficiente lo que
el propio Chardin llama el “fenómeno humano”, es decir, la existencia real de
seres humanos sobre la tierra, sin necesidad siquiera de suponer que sean “eje
y flecha de la evolución”,

Lo cierto es que si hubiera un Dios anterior al universo para realizar sus propios
fines, siendo ese Dios omnipotente nada debió haberle impedido realizarlo de
inmediato, instantáneamente, sin necesidad de tomarse la molestia de esperar
tanto el largo proceso de desarrollo de la materia, como el de la historia
universal. Un Dios Que se tome la molestia motivado por alguna generosidad
divina, es un Dios poco interesante.

Tiene más utilidad filosófica poner un Dios al final del proceso, esto es, como
una criatura producida por la propia historia, pero carente de toda
preexistencia. Algunos de los fenómenos que acaecen en el universo, y
algunas de sus criaturas pueden “fabricar a Dios”. Lo que hay que demostrar es
que tal esfuerzo vale la pena y que aporta algo sustantivo e importante a sus
ejecutores, incluyendo al género humano.

Desde siempre se ha tenido la intuición que la existencia de seres humanos


sobre la tierra es un hecho con más carga significativa que la existencia de
otras especies animales y otras formas de materia. Esa intuición, que bien
podría corresponder a una suerte de narcisismo de especie, de nada vale si no
va acompañada de una argumentación sólida sobre la posibilidad de que la
existencia humana pueda traducirse en un cambio sustantivo en la naturaleza.
Es decir, la existencia de la especie será significativa si a) se puede demostrar
que la naturaleza sin su presencia se conformaría de una manera distinta a la
que, de hecho, su presencia impone y b) que la conformación que incluye a la
especie es, en algún sentido importante, mejor que la que no la incluye.

Hay aquí un serio peligro de dejarnos llevar por un comprensible entusiasmo


narcisista. En su celebérrimo Himno a la Alegría, ya Schiller exclama, movido
por el éxtasis de la alegría, que en el cielo debe haber un padre amable, y
Chardin dice que le es inconcebible que el pensamiento y la capacidad de
invención existan por gusto, sin ninguna finalidad ulterior. En el mismo sentido,
en un libro relativamente reciente, Paul Davis afirma que tiene dificultades en
aceptar que “nuestra existencia en el universo sea casualidad, un accidente de
la historia, un fogonazo incidental en el gran drama cósmico… La especie física
homo puede no contar para nada, pero la existencia de una mente en algún
organismo sobre algún planeta en el universo ha generado autoconciencia.
Esto no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas
inconscientes, carentes de espíritu. Está verdaderamente dispuesto que
estemos aquí”(6). Pues bien, esto es justamente lo que hay que demostrar
racionalmente pues de otro modo se corre el riesgo de cometer esa vieja
falacia que da por probado lo que se tiene que probar.

Para empezar, decir que “esta dispuesto” que estemos aquí, tiene un sentido
plenamente aceptable si lo que indica es que el entorno es tal que nuestra
existencia en él es comprensible, o dicho de otro modo, que estamos aquí
porque desde un inicio las fuerzas forjadoras del universo han conspirado para
que así sea, el juicio resulta obviamente infundado y, según lo que se tiene
dicho, infundable.
Decir esto es pertinente, pues últimamente se ha puesto de moda insistir en la
utilidad de los llamados “principios antrópicos”. Tal hipótesis puede tener un
gran valor metodológico, si de lo que se trata es de comprender, de sacar a luz
las condiciones generales que hacen que la vida pueda formarse en la tierra o
algún otro punto del universo. Carece empero de significación alguna, tanto su
formulación débil (Robert Dicke) como en la fuerte (Brandon Cartes) cuando se
pretende que lo que significa es que el universo entero existe y se ha formado y
ha evolucionado como lo hace primariamente para que el hombre aparezca
sobre la tierra. Baste recordar al respecto que así como si se alteran las
condiciones mínimas vigentes hoy, microcósmica, el universo no sería
compatible con la vida, tampoco lo sería con muchísimo otros fenómenos
conocidos. Por lo tanto, mientras no se demuestre que entre todos los mundos
posibles, el que contiene al ser consciente es mejor, todos los universos
posibles seguirán teniendo el mismo valor.

Sucede que justamente es un atributo del ser consciente el poder de comparar


y valorar. Por lo tanto, aquí estamos nuevamente ante un peligro inminente de
caer en un razonamiento falaz. El problema se suscita porque, sin quererlo,
quienes razonan a partir de la versión fuerte del principio antrópico están
presos de la metafísica tradicional, de carácter marcadamente antropocéntrico.

Decíamos que lo que hay que probar es que la acción consciente del hombre
puede incidir de alguna manera relevante sobre el entorno. Si tal incidente
fuera solamente con la finalidad de asegurar su subsistencia como ser
biológico, resultaría irrelevante para los fines metafísicos que estamos
discutiendo, aunque ya constituiría un importante indicio de cómo debiera
funcionar un mecanismo de producción de sentido último. En este contexto,
hipótesis como la de J.E. Lovelock(7), tan duramente criticado por algunos
biólogos y naturalistas, no deja de ser interesante. Pues es evidente que el
sistema que sostiene la vida sobre la tierra no solamente es un sistema cerrado
y autorregulado, sino que sin una fina cadena de interrelaciones mutuas y de
retroalimentaciones simplemente no funcionaría de modo que la subsistencia
de la vida quedara asegurada.

La pregunta que podemos formularnos en este punto es: ¿por qué habría de
pensarse que la especie homo tiene, entre todas las conocidas, una
significación potencial mayor para el universo? Hoy sabemos que, desde el
punto de vista de la sobrevivencia estrictamente biológica no hay diferencia
sustantiva entre una especie y otra. Esto es, cualquiera podría ser tomada
como ejemplificadora del fenómeno vida, siendo la diferencia entre unas
especies y otras apenas medibles en términos de la complejidad de sus
estructuras de ADN.

Cabe imaginar, en este sentido, como se ha hecho frecuentemente en el


pasado, que la existencia de las otras especies, aun de las más complejas, es
funcional a la supervivencia de la especie humana. Esa manera de pensar las
cosas es tan admisible como la tesis discutidas anteriormente elaboradas sobre
la base de lecturas peculiares y sesgadas del principio antrópico. El ser
humano se ha impuesto de facto sobre las demás especies, lo que queda
demostrado no solamente porque ocupa la mayor parte de la superficie
terrestre, sino porque se ha dotado de medios que le permitirían aniquilar a casi
todas las demás especies animales. Aquella que no puede todavía aniquilar, le
puede causar desde dolor hasta la muerte, como por ejemplo ciertas bacterias.

Pero el hombre, constituido como lo quería Descartes en “amo y señor de la


naturaleza”, tiene que evitar, si desea pensar rectamente, la falacia de deducir
derechos de situaciones de facto. Equivocaron malamente el camino los
filósofos modernos cuando pensaron que la prueba máxima y más contundente
de la superioridad de la especie humana sobre las demás se mediría en
relación al grado de sometimiento que aquella le impusiera a estas. El
verdadero reto legitimador de la existencia de la especie lo afronta ésta en
relación a su propia capacidad de autodestruirse. Es por ello que los dilemas
que verdaderamente debe enfrentar la especie se han dibujado con mayor
nitidez solamente a partir del momento en que se tomó conciencia de la
posibilidad de autoaniquilación por medio de la guerra con armas de
destrucción masiva, o cuando se realizaron proyecciones sobre la posibilidad
de una extinción a lo dinosaurio a partir de un desastre cósmico o de la
contaminación terminal del entorno natural, es decir, a partir del dislocamiento
de Gaia. En otras palabras, el reto moral final no está en la relación con las
otras especies, sino en relación a la capacidad de autocontrol, de
autorregulación de las pasiones destructivas que caracterizan a la especie
homo.

Consciente de que puede autoaniquilarse, la humanidad deberá decidir si le


conviene hacerlo o no, si debe suicidarse colectivamente o no, o, dicho en
mejores términos, si su vida tiene sentido o no. He allí el sentido más profundo
y serio de un debate sobre el significado último de la vida humana.

La decisión colectiva de preservar la vida no tiene porque responder


necesariamente a una lógica similar a la que podría aplicar un sujeto
individualmente. El más grande defecto, la limitación más importante de
muchas teorías de la ética se percibe justamente en la confusión de planos a
este nivel. Tomemos como ejemplo el utilitarismo. La capacidad del individuo
aislado de alcanzar el placer, que puede ser tomada como un criterio individual
para marcar el curso de la vida, extrapolada a la especie en general, aún
aplicado la clausula adicional común que incluye que la felicidad del mayor
número de personas es deseable, no proporciona de modo alguno un criterio
suficiente para optar por la preservación de la especie en casos de plantearse
el dilema radical antes mencionado. Que la humanidad deba existir en función
de su capacidad de generar placer para sí misma es una tesis insatisfactoria a
todas luces, pues de ella no puede derivarse que su existencia pueda contribuir
significativamente a la generación de un universo intrínsecamente mejor que
ningún otro poblado de seres vivo con capacidad de gozo, pues en algún
sentido importante el gozo de cada especie es estrictamente equiparable al de
las demás.

La cuestión central aquí radica en que la capacidad de gozo no es sino el


mecanismo más eficiente con el que cuenta todas las especies sentientes para
indicarse a sí misma la ausencia de problemas orgánicos de envergadura. El
placer no es nada más que un mecanismo corporal que, como decía
Aristóteles, corona una acción biológica exitosa. El placer supone cierto grado
de pasividad respecto al entorno, mientras que, como veíamos arriba la
autorealización de la especie en su sentido más alto supone una alta capacidad
de incidencia y de transformación deliberada sobre él.

Históricamente se ha podido comprobar, por lo demás, que una acción


colectiva de la especie sobre el entorno guiada centralmente por el afán de
placer lo que genera es una distorsión significativa y peligrosa de las
condiciones mínimas requeridas para subsistencia de la especie. Tales
distorsiones demandan justamente la intervención de la razón, de la conciencia
cognitiva y de la regulación racionalmente determinada de la acción para ser
corregidas. Es por allí, por ende, por donde debe buscarse la posible
contribución positiva de la humanidad del universo.

No basta tampoco postular como mecanismo central de la autojustificación de


la existencia de la especie la capacidad contemplativa y el goce que
naturalmente se deriva de ella. Que el universo se pueda contemplar a sí
mismo a través de la conciencia humana es, sin duda, un hecho valioso, pero
la contemplación pasiva de un orden de cosas dominado por el caos y el azar,
que alcanza apenas niveles de estabilidad precarios, como aquel que implica la
formación de la vida, no proporciona mayor justificación a la especie que
realiza la observación y eventualmente el registro de los hechos
extraordinarios, que el que un turista puede darse a sí mismo visitando lugares
exóticos. Si la humanidad ha de ser algo más que un turista en el universo, si
ha de ser algo más que un notario, entonces deberá estar en condiciones de
juzgar sobre el valor de lo que en sí mismo sería contingente y de actuar de
modo que aquello que haya sido estimado valioso pueda ser preservado. Es
pues en la capacidad de acción de la especie, y no en sus dotes para la
realización pasiva y receptiva con el entorno, donde hay que buscar sus
ventajas comparativas.

Dios, es decir, el significado profundo de la existencia de la especie, puede así


ser definido como la principal criatura, el principal producto de la acción
consciente del hombre o de cualquier especie consciente sobre el entorno.
Dios es así, como bien lo había percibido Feuerbach, una proyección del
hombre fuera de sí mismo, pero no una proyección que se alimente a costa de
su creador, sino que crezca y se perfeccione a partir del crecimiento y
perfeccionamiento de su creador. Dios no devora al hombre. Es más bien el
caso que ambos se retroalimentan. Desde esta perspectiva, no vale en
absoluto el duro dictuim de Feuerbach: “Para enriquecer a Dios, el hombre
debe empobrecerse; para que Dios sea todo, el hombre ha debe ser una
nada”(8). Dios no es sino aquello que el hombre, con su acción vital
racionalmente determinada sobre el universo, puede lograr para darle a éste un
valor que en sí mismo no puede poseer. Si existieran otras especies similares a
la humana, tal tarea de creación de Dios sería por ende colectiva y cooperativa.
Es probable que Dios se esté fabricando desde innumerables rincones de
nuestro universo. La incidencia colectiva de seres racionales sobre procesos
físicos, en la medida en que tienda a darle mayor seguridad a esas especies y
a potenciar su capacidad de acción sobre el universo, es la creación de Dios,
es decir, de un estado de cosas que esas mismas especies puedan valorar
como objetivamente superior a cualquier estado de cosas que no las incluya.

La religión no es, entonces, más que la confianza en que esta posibilidad es


realizable. La religión no demanda una mala metafísica, no es un sustituto de la
metafísica. Demanda por el contrario, contra lo que suponía Schopenhauer, la
mejor de las metafísicas, aquella que permita al hombre y a cualquier especie
racional percibirse a sí misma como actor principal en el drama universal. “La
religión, decía el pensador alemán, es la metafísica de las masas”(9). Pero
sucede que las masas requieren, hoy más que nunca, de la mejor metafísica,
es decir de una que les permita concebir la vida como una empresa con
sentido.

Es precisamente en este punto que la concepción de Dios como un producto


de la incidencia de la conciencia sobre el universo resulta bastante más útil que
las concepciones tradicionales. Entre las tradicionales, sin contar las
panteístas, podemos, a grandes rasgos, distinguir tres formas de
representación: a) el Dios del ama de casa, el Dios de la Hausfrau de Kant; b)
el Dios de los eventos, el Dios impulsor de la historia; c) el Dios redentor.

El primero de esos dioses, el de la Hausfrau, tiene una ventaja enorme, pues


es interlocutor directo del más humilde, es capaz de preocuparse por cada uno
que lo invoca y que le formule promesas o peticiones. Pero ese Dios es
indiscriminado, excesivamente dadivoso y, por ende, no funciona como un
referente útil para distinguir el bien del mal ni, menos aún, para ayudar a
precisar el rumbo de la historia. Ese Dios de la cotidianidad resulta además
abusivamente represor de las grandes olas de transformación y renovación,
que chocan en un momento dado con las normas y los prejuicios establecidos.
Apenas sirve para responder a las demandas inmediatas y a las aspiraciones
más limitadas. Tiene la virtud de servir a todos, pero de manera arbitraria.

El Dios de los grandes eventos, el Dios de la historia es el Dios del sacrificio,


del “costo social”, como se dice ahora. Es un Dios capaz de sacrificar
generaciones en aras de un “progreso” que bien puede que nunca llegar y que,
funcionalmente, ha servido más a la represión y a la justificación de la injusticia,
que a la emancipación de la humanidad. Por lo demás, es un pésimo
interlocutor de los más débiles y de aquellos que tienen una preocupación o un
temor o un deseo pequeño.

El Dios redentor es el menos útil, pues su mera existencia implica la noción de


una malformación congénita de la especie, de un mal original por el que habría
que pagar en vida. Es pues, contrario a una ética de autoafirmación y de
elevamiento.

Obviamente, la caracterización de cada una de estas modalidades de Dios


requeriría un debate muchísimo más detallado y preciso, que no es momento
de desarrollar. Aquí de lo que se trata es simplemente de mostrar la ventaja de
poner a Dios, es decir, al sentido de la existencia, al final del camino y concebir
esa finalidad como algo que debe construirse, pero que podría frustrarse. La
vida, así entendida se convierte en un reto colectivo de envergadura, reto
respecto del cual nadie, ningún ser humano es de por si ajeno. Cualquiera de
nosotros, desde el más humilde hasta el más encumbrado, puede ser partícipe,
si así lo desea, de esta misma aventura. Pues mientras que la Hausfrau,
aparentemente ajena y desconectada de los grandes eventos, dedica su vida a
la preservación y reproducción de la vida, el líder imprime un curso a la historia.
Pero, lo importante es que no cualquier rumbo es igual desde esta perspectiva,
que hace aparecer el mal como la más neta negación de la vida y, sobre todo,
de la posibilidad de un despliegue libre y pleno de las potencialidades de la
conciencia.

En efecto, un proyecto histórico que corresponda a la tarea de construir


significados o de dar sentido a la existencia de la especie debe ser por
necesidad inclusivo y universalizante, en el sentido que no deje a nadie de
lado, que no propicie el enfrentamiento de uno contra los otros, y en el sentido
más firme, que perciba el conjunto de los esfuerzos por desplegar la conciencia
en su máxima potencialidad, sin importar la forma exterior o particular que ese
despliegue asuma, como bien en sí mismo.

Podría objetarse aquí que el valor de la conciencia es relativo, y que, por ende,
se está dando un salto lógico injustificado al pretender atribuirle un valor
absoluto. Lo cierto es que la conciencia, en su modalidad original más primaria
fue, sin duda, un instrumento de sobrevivencia del mismo modo que podría
serlo las garras, o las alas. Una teoría del conocimiento que ignore este hecho
carece por entero de validez. El asunto es que la conciencia se ha mostrado
capaz de trascender ese uso original, su naturaleza inicial y que ha agregado a
sus funciones elementales otras más significativas. Así como se lleva dicho, de
ser un instrumento diseñado para la sobrevivencia de la especie, y tomando
como punto de partida su capacidad crecientemente desarrollada para construir
un entorno artificial, ha trascendido sus funciones y propósitos originales y se
ha convertido en un instrumento capaz de incidir sobre la propia naturaleza. Si
su relación inicial con la naturaleza era difícil y conflictiva, pues debía aprender
a arrancar de ella condiciones no dadas inicialmente para la supervivencia del
cuerpo humano, hoy su relación con la naturaleza puede basarse en lo que
Prigogine ha llamado un nuevo pacto, es decir, el hombre puede actuar sobre
la naturaleza como un elemento forjador de órdenes inesperados, pero más
estables que los que se generan de manera espontánea.

Esa es la tarea que está por emprenderse. Por ahora vivimos en una
encrucijada, pues esa tarea podría dejar de desempeñarse en la medida en
que actitudes que corresponden a la conciencia original y primaria se
mantengan y se lleguen a imponer sobre actitudes más innovadoras. Nada
asegura que la posibilidad de continuar la construcción de Dios sobre la tierra
se mantenga vigente. El mal, en la forma de una actividad consciente, pero
destructiva de la vida podría prevalecer y, si todo se mantiene como hasta
ahora, si las mismas fuerzas e ideas que hacen andar al mundo hoy se
mantienen vigentes y dominantes, esto último es lo más probable.

La creación de Dios, es decir, la instauración de una cierta racionalidad y de


una garantía de permanencia de los sistemas sostenedores de la vida
consciente en el mundo, depende entonces de un mayor desarrollo de la
conciencia entendido como una mayor claridad sobre las posibilidades de
despliegue de las potencialidades humanas, un orden más inclusivo en los
ámbitos diversos de la vida social, y, sin duda, una ciencia más potente y que
garantice un manejo más eficiente y fluido del entorno.

Esta perspectiva es evidentemente contradictoria con el endiosamiento de


cualquier tipo de espontaneísmo. Dios es un artificio, una creación deliberada,
o no es nada. Es por ello que los criterios para evaluar las opciones abiertas a
la acción humana son de tanta importancia. Hasta ahora tales criterios o no han
existido o han sido arcaicos. Hoy vemos que mantener esa situación puede ser
funesto en el muy corto plazo, especialmente si tenemos en cuenta que se está
abriendo la puerta a la posibilidad más grande de manipulación, a saber, la
automanipulación de la naturaleza, a través del manejo deliberado del código
genético. Las repercusiones potenciales de este fenómeno relativamente
novedoso son incalculables, y serán infinitamente negativas si las decisiones
que haya de adoptarse sobre este punto se toman sobre la base de valores,
criterios y prejuicios que corresponden a una infravaloración de las
potencialidades de la conciencia para construir a Dios. Una manipulación
genética que busque, por ejemplo, maximizar el placer o la acumulación de
bienes con ese fin, o que apunte a consolidar estructuras jerárquicas de
dominación hoy más o menos inestables, sería catastrófico.

Ante tal panorama, la reflexión sobre Dios y el sentido último de la vida se torna
más urgente y demanda una precisión de criterio cada vez mayor. Pero esa
reflexión, como tenemos dichos, no puede seguirse basando en las
discontinuidades y parcelaciones que son hoy todavía el marco dentro del cual
se desarrollan las ciencias y la filosofía. En la medida en que la acción
consciente del hombre incide sobre el entorno con más fuerza, en esa misma
medida la separación de regiones de la realidad se hará menos precisa y sus
reflejos intelectuales menos útiles. La metafísica ya no puede desligarse de la
física, pero tampoco puede la ciencia natural desentenderse de las reflexiones
sobre la sociedad y los valores. Pareciera, pues, que estuviéramos condenados
a un pensamiento unitario, globalizante, y que ese pensamiento esté marcado
por una impronta ética. Lo cierto es que si bien Dios no es un ser necesario, sí
es posible y es cierto también que la realización de esa posibilidad depende de
nosotros y de cuanto ser racional exista en el universo. Introducir a Dios en el
universo, esa es nuestra tarea más interesante y más revolucionaria, pues el
orden de cosas actual es absolutamente incompatible con su realización.

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