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Esta manera de ver las cosas entrampa inevitablemente el debate acerca del
sentido de la especie en un complejo laberinto de aporías. Una primera tiene
que ver con las necesidades de "probar" la existencia de Dios, no simplemente
como un principio de la física, es decir, como un primer motor, sino como un
ente cuya existencia es imprescindible para comprender todo proceso físico y
metafísico. La filosofía cristiana enmarcó esta cuestión en la pregunta sobre el
"mal físico".
Lo cierto es que si hubiera un Dios anterior al universo para realizar sus propios
fines, siendo ese Dios omnipotente nada debió haberle impedido realizarlo de
inmediato, instantáneamente, sin necesidad de tomarse la molestia de esperar
tanto el largo proceso de desarrollo de la materia, como el de la historia
universal. Un Dios Que se tome la molestia motivado por alguna generosidad
divina, es un Dios poco interesante.
Tiene más utilidad filosófica poner un Dios al final del proceso, esto es, como
una criatura producida por la propia historia, pero carente de toda
preexistencia. Algunos de los fenómenos que acaecen en el universo, y
algunas de sus criaturas pueden “fabricar a Dios”. Lo que hay que demostrar es
que tal esfuerzo vale la pena y que aporta algo sustantivo e importante a sus
ejecutores, incluyendo al género humano.
Para empezar, decir que “esta dispuesto” que estemos aquí, tiene un sentido
plenamente aceptable si lo que indica es que el entorno es tal que nuestra
existencia en él es comprensible, o dicho de otro modo, que estamos aquí
porque desde un inicio las fuerzas forjadoras del universo han conspirado para
que así sea, el juicio resulta obviamente infundado y, según lo que se tiene
dicho, infundable.
Decir esto es pertinente, pues últimamente se ha puesto de moda insistir en la
utilidad de los llamados “principios antrópicos”. Tal hipótesis puede tener un
gran valor metodológico, si de lo que se trata es de comprender, de sacar a luz
las condiciones generales que hacen que la vida pueda formarse en la tierra o
algún otro punto del universo. Carece empero de significación alguna, tanto su
formulación débil (Robert Dicke) como en la fuerte (Brandon Cartes) cuando se
pretende que lo que significa es que el universo entero existe y se ha formado y
ha evolucionado como lo hace primariamente para que el hombre aparezca
sobre la tierra. Baste recordar al respecto que así como si se alteran las
condiciones mínimas vigentes hoy, microcósmica, el universo no sería
compatible con la vida, tampoco lo sería con muchísimo otros fenómenos
conocidos. Por lo tanto, mientras no se demuestre que entre todos los mundos
posibles, el que contiene al ser consciente es mejor, todos los universos
posibles seguirán teniendo el mismo valor.
Decíamos que lo que hay que probar es que la acción consciente del hombre
puede incidir de alguna manera relevante sobre el entorno. Si tal incidente
fuera solamente con la finalidad de asegurar su subsistencia como ser
biológico, resultaría irrelevante para los fines metafísicos que estamos
discutiendo, aunque ya constituiría un importante indicio de cómo debiera
funcionar un mecanismo de producción de sentido último. En este contexto,
hipótesis como la de J.E. Lovelock(7), tan duramente criticado por algunos
biólogos y naturalistas, no deja de ser interesante. Pues es evidente que el
sistema que sostiene la vida sobre la tierra no solamente es un sistema cerrado
y autorregulado, sino que sin una fina cadena de interrelaciones mutuas y de
retroalimentaciones simplemente no funcionaría de modo que la subsistencia
de la vida quedara asegurada.
La pregunta que podemos formularnos en este punto es: ¿por qué habría de
pensarse que la especie homo tiene, entre todas las conocidas, una
significación potencial mayor para el universo? Hoy sabemos que, desde el
punto de vista de la sobrevivencia estrictamente biológica no hay diferencia
sustantiva entre una especie y otra. Esto es, cualquiera podría ser tomada
como ejemplificadora del fenómeno vida, siendo la diferencia entre unas
especies y otras apenas medibles en términos de la complejidad de sus
estructuras de ADN.
Podría objetarse aquí que el valor de la conciencia es relativo, y que, por ende,
se está dando un salto lógico injustificado al pretender atribuirle un valor
absoluto. Lo cierto es que la conciencia, en su modalidad original más primaria
fue, sin duda, un instrumento de sobrevivencia del mismo modo que podría
serlo las garras, o las alas. Una teoría del conocimiento que ignore este hecho
carece por entero de validez. El asunto es que la conciencia se ha mostrado
capaz de trascender ese uso original, su naturaleza inicial y que ha agregado a
sus funciones elementales otras más significativas. Así como se lleva dicho, de
ser un instrumento diseñado para la sobrevivencia de la especie, y tomando
como punto de partida su capacidad crecientemente desarrollada para construir
un entorno artificial, ha trascendido sus funciones y propósitos originales y se
ha convertido en un instrumento capaz de incidir sobre la propia naturaleza. Si
su relación inicial con la naturaleza era difícil y conflictiva, pues debía aprender
a arrancar de ella condiciones no dadas inicialmente para la supervivencia del
cuerpo humano, hoy su relación con la naturaleza puede basarse en lo que
Prigogine ha llamado un nuevo pacto, es decir, el hombre puede actuar sobre
la naturaleza como un elemento forjador de órdenes inesperados, pero más
estables que los que se generan de manera espontánea.
Esa es la tarea que está por emprenderse. Por ahora vivimos en una
encrucijada, pues esa tarea podría dejar de desempeñarse en la medida en
que actitudes que corresponden a la conciencia original y primaria se
mantengan y se lleguen a imponer sobre actitudes más innovadoras. Nada
asegura que la posibilidad de continuar la construcción de Dios sobre la tierra
se mantenga vigente. El mal, en la forma de una actividad consciente, pero
destructiva de la vida podría prevalecer y, si todo se mantiene como hasta
ahora, si las mismas fuerzas e ideas que hacen andar al mundo hoy se
mantienen vigentes y dominantes, esto último es lo más probable.
Ante tal panorama, la reflexión sobre Dios y el sentido último de la vida se torna
más urgente y demanda una precisión de criterio cada vez mayor. Pero esa
reflexión, como tenemos dichos, no puede seguirse basando en las
discontinuidades y parcelaciones que son hoy todavía el marco dentro del cual
se desarrollan las ciencias y la filosofía. En la medida en que la acción
consciente del hombre incide sobre el entorno con más fuerza, en esa misma
medida la separación de regiones de la realidad se hará menos precisa y sus
reflejos intelectuales menos útiles. La metafísica ya no puede desligarse de la
física, pero tampoco puede la ciencia natural desentenderse de las reflexiones
sobre la sociedad y los valores. Pareciera, pues, que estuviéramos condenados
a un pensamiento unitario, globalizante, y que ese pensamiento esté marcado
por una impronta ética. Lo cierto es que si bien Dios no es un ser necesario, sí
es posible y es cierto también que la realización de esa posibilidad depende de
nosotros y de cuanto ser racional exista en el universo. Introducir a Dios en el
universo, esa es nuestra tarea más interesante y más revolucionaria, pues el
orden de cosas actual es absolutamente incompatible con su realización.