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Acostumbraba a descalzarme detrás de la barra, en primer lugar porque después

de estar tantas horas parada los pies me punzaban, y en segundo porque era
imposible que nadie se percatara de ello además de Magda, la otra empleada. Así
que las dos nos sorprendimos no tanto porque se metiera el perro al negocio como
Juan por su casa, sino de que en vez de buscar sobras debajo de las mesas o
lloriquear mendingando un churro entre los clientes, se dirigiera directamente hacia
el mostrador y rodeando la caja se robara mis zapatillas como si tal cosa. Cuando
reaccioné gritando “¡perrooo!” ya era demasiado tarde, sujetándolo de los listones
el can salía con mi calzado balanceándose bajo su hocico.

A diferencia de los míos, los pies de Magda despiden un olor mucho más
concreto, así que tuvo que hacer de tripas corazón antes de acceder a prestarme
sus tenis y que yo fuera a perseguir al animal. No creo que lo haya hecho tanto por
amistad como por el hecho de que estaba tan intrigada como yo por la acción de
aquél, quien pareció llegar exclusiva y premeditadamente a robarse precisamente
esas zapatillas que Miguel me acababa de regalar en nuestro aniversario.

Cuando por fin salí con los pies nadando en los zapatones húmedos de Magda,
me pareció alcanzar a ver el rabo del animal que doblaba la esquina del mercado
de San Juan. Corrí hacia allá pero me frustré ante la imagen de cientos de perros
vagos husmeando entre los desperdicios que los polleros y pescaderos tiran a la
calle. ¿Cómo iba a dar con el maldito ladrón entre tantos de sus semejantes?

Dios sabrá cómo funciona este raro mundo suyo, lo cierto es que son las cosas
concretas, como el olor de los pies de Magda, las que definen al fin nuestros
destinos, mientras que todo lo misterioso e intangible simplemente nos acontece, y
luego de dejar sembrado un signo de interrogación en nuestras frentes, se da al
olvido. Pues verás que regresé al café desalentada y pensando qué podría decirle
a Miguel, cosa que ya no fue necesaria porque un momento antes el can se había
encargado de devolver las zapatillas al local, al parecer con la misma circunspección
furtiva de su primera aparición. Eso me puso tan contenta que no atiné a parecer
afligida cuando Magda, que estaba en la puerta esperando solamente su par de
tenis, me contó llorando que acababan de despedirla. Adentro, el patrón hacía su
ronda de supervisión; había encontrado el negocio vacío de clientes y saturado del
aroma de los pies de Magda en toda su concreción. [“De cosas concretas”, por Eneas Lumbre]

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