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El hecho de que la sujetividad surja a la par con aquella experiencia originaria del hacerse
y del gestarse, no quiere decir que haya habido siempre una "toma de conciencia
histórica", tanto en el sentido de descubrir que la naturaleza humana radica en la
historicidad, que seria un modo cabal de esa posesión, como en el de objetivar en un
discurso, desde una determinada racionalidad, el hecho mismo del transcurrir histórico.
De todos modos, no podemos separar aquella experiencia originaria de un cierto
presentimiento de la historicidad misma del sujeto, como tampoco podemos afirmar que
no haya estado acompañada, desde siempre, de ciertas formas de reconstrucción y
expresión, a las que podemos considerar como historiográficas. No se ha conocido jamás,
ni se podrá documentar la existencia de agrupaciones humanas, por disgregadas que ellas
hayan sido, que no hayan justificado su presencia concreta sobre la tierra mediante los
siempre elocuentes y significativos mitos de origen, más cercanos, muchas veces, de la
problemática de la historicidad que de la mera historiografía, pero incluyendo casi sin
excepción ambas cosas. Conviene, por lo demás, ponerse en guardia respecto de aquella
posesión de conciencia histórica en cuanto se la ha hecho consistir en una doctrina acerca
de la historicidad, desde la cual nos declaramos en el plano de lo ontológico, condenamos
al hombre común y su vivir cotidiano a lo óntico y concedemos generosamente valor de
preontológico a todo lo que de alguna manera viene a confirmar nuestro discurso, aun
cuando no revista su propia dignidad. La consustancial ambigüedad de la filosofía, a la
que se le ha otorgado nada menos que la tarea de aquella posesión de conciencia
histórica, lleva a que esa posesión sea, en muchos casos, una simple pérdida.
Las respuestas dadas desde la Edad Moderna al problema de las relaciones entre la
sujetividad y la objetividad, abrieron las puertas para el descubrimiento teórico de algo
que siempre ha sido y será lo inmediato, el a priori antropológico, pero a su vez, frenaron
e inclusive imposibilitaron una toma de conciencia histórica al confundir el "mundo
objetivo" con la realidad y, como consecuencia, lo discursivo con lo extradiscursivo. De
ahí las formulaciones invertidas de las relaciones entre la conciencia y el mundo y la
deformación doctrinal del a priori antropológico como resultado de un divorcio entre el
cuerpo y el espíritu, la pretendida incompatibilidad entre el "tener" y el "ser" y la
construcción de un voluntarismo, siempre presente, mas a la vez, negado ante la
pretendida objetividad autónoma de un mundus intelligibilis. Desde la primitiva
formulación del a priori antropológico platónico, siempre vigente dentro de sus diversas
reinterpretaciones y actualizado a partir del cogito cartesiano, hasta concluir en el "yo
infinito" de Hegel, la reducción de la realidad al "mundo objetivo", conducirá a
imposibilitar aquella toma de conciencia histórica. La historicidad, separada de la
empiricidad, no será aquello que constituye al ser del hombre desde dentro, sino
únicamente aquello en lo cual "cae" y la temporalidad propia del hombre resultará
depotenciada al afirmarse todo futuro como "regreso".
de la conciencia y del ser con las que se ha expresado el logocentrismo desde los griegos
(Derrida, J., 1971).
Ese reconocimiento lo es siempre del hacerse y del gestarse, es una especie de constante
regreso a la experiencia originaria a partir de la cual se constituye la conciencia histórica y
tiene su manifestación en el acto cotidiano del trabajo. Las formas ilegítimas de
reconocimiento son, por eso mismo, manifestación de modos imperfectos de convivencia,
en relación con el proceso de transformación de la naturaleza y, consecuentemente, su
creación y recreación de la cultura. Debido a esto último, el reconocimiento se juega todo
entero en relación con la posesión de "cosas" (prágmata) y la satisfacción de demandas
en un nivel de trato constante y permanente con aquéllas, a tal extremo que el ser y el
tener se nos presentan como convertibles. En el ruego del Padrenuestro: "dadnos el pan
de cada día", se manifiesta una apetencia que es tanto de tener como de ser y el "pan" es,
en el texto y en el sentimiento de quien ora, tanto la hogaza o, por lo menos, el mendrugo,
como la vida en toda su significación. El a priori antropológico es, por eso mismo a la vez
un principio de tenencia y de entidad. El mundo de las cosas y la vida cotidiana, como la
forma de vida que se desarrolla en relación con ellas, no es en sí el mundo de la alienación
y de la pérdida del sujeto, sino el único mundo posible en el cual el sujeto puede
reencontrarse consigo mismo.
El simulado rechazo de la apetencia de bienes por parte de quienes están plenos de ellos y
la afirmación de la posibilidad de una instalación en el "orden del ser", muestra su
verdadero sentido si tenemos en cuenta el papel que se hace jugar al ser, cuya "voz" ha de
ser "escuchada" y cuyo "discurso" es el apoyo sobre el cual se organiza el discurso
opresor. Hay hombres que pueden escuchar la "voz del ser", a pesar de su estado de
"caídos" en este mundo y que son, sin embargo, los "portavoces" del principio fundante y,
frente a ellos, la masa impersonal, anodina por lo mismo que masa, de los que movidos
por una vida "material" y en medio de su cotidianidad sin horizontes, están vocados
únicamente por el "tener". No se nos escapa que el sistema de relaciones que surge de
este planteo es todavía abstracto en cuanto que el filósofo no es nunca un pretendido
"escucha" individual del ser y en cuanto que hay, además, naciones dentro de las cuales si
bien el esquema de relaciones apuntado adquiere una clara formulación, existe una
conciencia nacional de superioridad respecto de otras: son los países "depositarios" del
Espíritu, de la Civilización o de la Cultura. La ideología occidentalista y con ella el
europeocentrismo son una prueba de ello.
Nos referimos a dos mitos de origen. Ya dijimos que en ellos se pone de manifiesto, a
veces de modo patente, la problemática de la historicidad y que, en algunos casos, se
encuentran expresados datos que responden a un cierto espíritu historiográfico. Es decir
que constituyen, con su mundo de símbolos e informes factuales, una manifestación de
aquella experiencia originaria del hombre como un hacerse y un gestarse. El rescate de los
mitos, dentro de un pensamiento filosófico, es posible porque incluyen, todos,
determinados filosofemas y su incorporación en una historia de la filosofía, que Hegel
rechazaba, es asimismo justificable desde el momento en que partimos de la naturaleza
ambigua de este saber derivada del hecho de que el concepto es tan representativo cómo
cualquiera de los símbolos a los cuales recurre el mito.
Las narraciones antiguas a las que nos vamos a referir son, una, la fábula de Cura, tomada
por Heidegger de la Colección de Higinio e incorporada en El ser y el tiempo como texto
preontológico (Heidegger, 1962: 218), y la otra, la narración del origen de los primeros
hombres que se encuentra en el libro sagrado del pueblo Quiché, el Popol Vuh (Popol
Vuh, 1952). Ambos mitos son, desde el punto de vista de la naturaleza del hombre que en
ellos se expresa, profundamente distintos y el hecho de que Heidegger haya incorporado
al primero como antecedente de lo que él entiende como pensamiento filosófico, es
explicable si tenemos en cuenta la larga tradición de aquella dualidad alma-cuerpo que
caracteriza a la metafísica occidental, así como un rescate de narraciones como la del
Popol Vuh, dentro de lo que podría ser considerado un pensamiento latinoamericano, se
podría a su vez justificar si se piensa en la ineludible problemática del a priori
antropológico, como así de su legitimidad, de la cual debe partir un pensamiento que
pretenda colocarse más allá de las formas del discurso opresor, dentro de las cuales se ha
manifestado, casi sin excepción, aquella metafísica.
En la fábula de Cura, el hombre resulta creado por obra de un proceso que podríamos
entender como analítico. Primero se modela su cuerpo, recurriendo al barro húmedo
encontrado en las márgenes de un río, luego, a esa materia se le agrega el soplo
vivificante. El fin del hombre queda preestablecido, a partir de ese momento, como una
disgregación y un regreso a la tierra y, a su vez, un reingreso al reino supremo del espíritu.
Axiológicamente, se establece una diferencia radical entre la corporeidad y la
espiritualidad. El alma, desde el comienzo mismo de la humanidad, es un préstamo del ser,
al cual habrá de reintegrarse en cuanto propiedad suya. Allí quedará ante su presencia,
hecho final sobre el que se habrá de fundar el rechazo de todas las formas representativas
del conocimiento, como transitorias. El hacerse y el gestarse del hombre, su
autoafirmación, queda signada por la dualidad originaria como una "Cura", entendida a la
vez como un "esfuerzo angustioso" y una "entrega". El hombre está "hecho", es natura
naturata, su hacerse se resuelve en un desprendimiento de sí mismo, de su propio barro
originario, en una espera de la muerte como liberación de la cárcel del alma.
En la narración del modo como fueron creados los primeros padres de la humanidad,
según el Popol Vuh, el método que se sigue es, por el contrario, de naturaleza sintética.
No se trata de encontrar una materia pasiva, ajena radicalmente a lo humano, como es el
barro respecto del alma, sino de hallar una "materia" que no es entendida como el sustrato
sobre el cual se agrega algo, sino como el principio de la totalidad del ser humano. El mito
afirma que los dioses hicieron al hombre íntegramente desde una "pasta de maíz" (echá),
como resultado de una laboriosa búsqueda que los llevó a sucesivos intentos creadores
uno de los cuales fue precisamente el de hacerlo de barro. "De tierra, de lodo hicieron la
carne. Pero vieron que no estaba bien, porque se deshacía estaba blando, no tenía
movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba
para un lado, tenía velada la vista, no podía ver hacia atrás. Al principio hablaba, pero no
tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener”.
Como se ve claramente, en este texto, la "materia" que se buscaba para la creación del
hombre, debía poseer una potencia de vida suficiente y propia. No hay "soplo" externo
vivificador de un elemento previo, pasivo. Y he aquí que los dioses descubren esa
sustancia con impulso propio suficiente, la que resulta ser el mismo alimento que el
hombre prepara para su sustento. El hombre surge, de alguna manera, como creándose a
sí mismo, desde sí mismo y haciéndose como totalidad, es una natura naturans. Nada más
ajeno al dualismo alma-cuerpo. El hacerse y gestarse resulta radicado, no en la espera de
la muerte, sino en el trabajo del cual surge el "alimento" que hace del hombre, hombre en
su plenitud. Su ser depende de la creación de la cultura mediante el trabajo, simbolizados
en la producción del alimento, como asimismo de la posibilidad de tenencia y goce de los
bienes que la integran. Al negar la naturaleza, al hacer de una selva un sembradío de maíz,
el hombre primitivo americano la transformó, mas también se creó a sí mismo. De esta
manera, la posesión no es el objeto de un grosero "apetito de tenencia" proveniente de
nuestro barro originario, "cárcel" o "tumba" donde habría caído nuestro verdadero ser.
Esta tesis, que el mismo Alberdi se verá conducido a poner en entredicho, como veremos
páginas más adelante, era una manifestación más del logocentrismo y se organiza, por eso,
sobre una dualidad equivalente a las otras que hemos mencionado. La fuerza es en sí
misma, un principio de irracionalidad, y el derecho, dentro de cuyos marcos puede
alcanzar una determinada legitimación, es una realidad "objetiva", externa. La fuerza es el
cuerpo, lo sensible, lo material, el apetito de tenencia, la barbarie, en fin, el barro con el
que nos modeló el alfarero mítico; el derecho es, por el contrario, el logos universal,
entendido en este caso como el principio del que emana toda juridicidad. Como
consecuencia de este planteo se concluirá en la repetida fórmula de que "la fuerza no crea
derechos", que parte del presupuesto de la no juridicidad intrínseca de toda fuerza. Por
tanto, ésta ha de ser limitada por el derecho, el cual curiosamente deberá recurrir a la
fuerza para contener la fuerza, pero, por supuesto, una fuerza ahora legitimada, aun
cuando sea tan represiva como cualquier otra.
Es connatural al acto de ponernos para nosotros mismos como valiosos, una pretensión de
legitimidad. Sin lo primero, nos negamos en cuanto entes históricos, lo segundo, por su
parte, nos puede llevar a la negación de la historicidad de los otros y consecuentemente
de la nuestra. Ya hablamos en un comienzo de la necesidad y de la posibilidad de una
crítica. La conversión de la conciencia histórica en una toma o posesión de ella, el
eventual grado de plenitud que pueda alcanzar, depende de aquella crítica, que es
individual y no lo es, que es subjetiva y al mismo tiempo depende de factores que nos
impulsan o no hacia actitudes abiertas. Desde el punto de vista del discurso filosófico ha
de partir, necesariamente, de la clara percepción de la ambigüedad de este saber, como
© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. Edición a cargo
de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente
edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México:
Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo
Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines
educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos
correspondientes.