Los enviados según el discurso misionero de Jesús.
El discipulado
Cristo es el «enviado» del Padre
(cf. Jn 10,36). La misión queda personificada en él, como centro de la creación y de la historia, protagonista de nuestro caminar, el Hijo de Dios hecho hombre en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4; cf. Heb 1,1). La encarnación del Verbo y el misterio pascual de su muerte y resurrección, han ratificado el amor de Dios hacia toda la humanidad. Jesús hace posible la misión que cada ser humano tiene que realizar en la historia. La misión es «Alguien» que se inserta continuamente en nuestras vidas (a modo de «tú y yo»), respetando la libertad y la responsabilidad de cada uno. La misión se está realizando en nosotros, no como una «cosa» ni como una fuerza mágica e impersonal, sino como «Alguien» que comparte nuestro caminar, de modo parecido a como nuestros padres alentaron e hicieron posible nuestra vida. La misión hace a la Iglesia y construye el ser humano en la verdad de la donación. La actitud interrelacional de «tú y yo» se desenvuelve en anunciar a Cristo a cada hermano redimido por él. El discurso misionero de Jesús, durante su vida pública, presenta un mosaico de facetas complementarias (cf. Mt 9,35-10,42; Me 6,7-13.30-31; Le 9,1-10 y 10,1-21), a modo de pinceladas que describen el rostro del discípulo. Estos textos quedan «abiertos» a otros fragmentos escriturísticos (en la armonía global de la revelación e inspiración), así como a ulteriores luces del Espíritu Santo para interpretarlos (cf. Le 24,45), y siempre en armonía con la fe eclesial de todos los tiempos. El Señor llama a los «apóstoles» y «discípulos» para que participen en su misma misión evangelizadora. De hecho, la llamada tiene lugar mientras Jesús mismo estaba evangelizando por «todas las ciudades», «enseñando», «predicando el evangelio del Reino» y «curando» (Mt 9,35; cf. Me 6,6). El discipulado está, pues, en estrecha relación con la misión, en cuanto que esta misión queda personificada en el mismo Jesús. Se entra en relación con él (encuentro vivencial), para compartir su misma vida (seguimiento), en colegialidad de hermanos (comunión), para dedicarse de por vida a anunciar y testimoniar el evangelio (misión). Los llamados o elegidos son «discípulos» de un Maestro, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Se acepta vivencialmente su enseñanza y su amistad, optando por él hasta dejarse transformar en sus testigos. La misma narración evangélica, especialmente en san Lucas, indica un camino de Jesús hacia Jerusalén, hacia la Pascua, acompañado de sus discípulos. Conviene recordar que la llamada al discipulado es común a todo bautizado, como llamada a la santidad y al apostolado, pero en cada vocación específica tiene sus matices peculiares: «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria» (LG 41). La primera llamada de los «doce» también tuvo como objetivo «enviarlos a predicar» (Me 3,14). En este sentido son llamados «apóstoles» (enviados) (Le 6,13). El envío no puede desligarse del encargo dado por Jesús al multiplicar los panes: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37; Mt 14,16; Lc 9,13; cf. Jn 6,5). Jesús entrega su «pan» (símbolo de su Palabra y Eucaristía) para que los discípulos lo reciban y lo compartan. Entonces se prolonga la misma misión de Jesús: «Dad», «haced esto», «id», «enseñad». Es siempre el encargo profético y eucarístico. Se trata de una dependencia total respecto a Jesús, para poder obrar en su nombre, como «cooperadores y copartícipes de su palabra, de su acción y de su amor».
La palabra «evangelizar» tiene el sentido de anuncio de una «alegre noticia»
(Lc 9,6). Se anuncia que el Reino de Dios está cerca (cf. Mt 10,7; Lc 10,9). Los discípulos de Jesús son enviados a «predicar el Reino de Dios» (Lc 9,2). Se anuncia y comunica la paz (cf. Mt 10,12; Lc 10,6); es la paz anunciada ya en Belén (cf. Lc 2,14) y comunicada por Jesús resucitado (cf. Le 24,36; Jn 20,20). La «paz» es el mismo Jesús (Ef 2,14). Para poder recibir estos dones de Dios, se llama a conversión, como alejamiento del pecado y también como cambio profundo de mentalidad (cf. Mc 6,12). El anuncio de la salvación y de la paz se dirige a las personas concretas: «a vosotros» (Mt 10,7); «a esta casa» (Mt 10,12). Los enviados por Jesús están llamados a compartir su mismo camino de Pascua, su camino «hacia Jerusalén» (Lc 9,51). Les «escucharán » y también los «rechazarán» como a Jesús (Lc 10,16). Son los «amigos del esposo» (Mt 9,15), que, por compartir su camino doloroso, también podrán compartir su «gozo» y su «descanso» (Mc 6,30-31; Lc 9,10 y 10,17). «Sin lugar a duda, la persona y el ministerio de Jesús fue el catalizador que desencadenó el impulso cristiano hacia la misión».
A sus enviados, Jesús les hace partícipes de su «gozo», porque ya están
anotados sus «nombres en el cielo», junto al nombre del mismo Jesús (Lc 10,20; cf. Mt 10,32; Flp 2,9-10). Es «gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21; cf. Jn 16,22-24), que les ha hecho «testigos» y transparencia suya (Jn 15,26-27). Es el gozo de ver que el Padre es amado y glorificado en la salvación de «los pequeños» (Lc 10,21). Cuando el Señor advierte que «la mies es mucha» (Mt 9,37; Lc 10,2), es para recordar que su acción redentora es «por todos» (Mc 10,45; Mt 20,28), y que su salvación, obrada por su muerte y resurrección, se ofrece a todos cuantos están necesitados de ella (cf. Lc 9,56).
El «mandato» misionero en el contexto del misterio pascual
En torno al misterio pascual de Jesús (su muerte y resurrección), la misión se
expresa en tonos más directamente universalistas. Siempre es la misma misión de Jesús: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21; cf. Jn 17,18). En la despedida final, especialmente el día de la Ascensión, Jesús transmite el encargo misionero sin fronteras: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20; cf Mc 16,14-20; Lc 24,45-53; Hch 1,8).
«Hacer discípulos» recuerda y actualiza la
misma experiencia que han tenido los apóstoles, sobre un encuentro con Cristo que cambia la vida como proceso de apertura («conversión») para pensar, sentir y amar como él («fe» viva). La misión de Jesús ya no puede circunscribirse a los límites de una comunidad o de un pueblo, sino que abarca a toda la humanidad en todos sus niveles. Se resumen todos los aspectos de la misión: anuncio de la salvación en Cristo, llamada a la fe, entrada en la comunidad eclesial por el bautismo, etc. Equivale, pues, a construir la comunidad-familia «convocada» por Jesús (según su expresión, «mi Iglesia»: Mt 16,18). La diversidad de matices en los cuatro evangelistas indica una complementariedad que lleva a la unidad. En el evangelio según Mateo, el «mandato» indica más la construcción de la comunidad eclesial universal (cf. Mt 28,19-20). Marcos subraya la «proclamación» o «kerigma», siempre en relación con la presencia de Cristo resucitado y con la fuerza del Espíritu Santo (cf. Me 16,15-20). En Lucas y en los Hechos se hace resaltar el testimonio de la resurrección de Jesús (cf. Le 24,47-48; Hch 1,8.22; 2,32). Juan hace hincapié en la misma misión que Jesús recibió del Padre, confiada también a los enviados bajo la acción del Espíritu Santo (cf. Jn 17,18-23; 20,21-23).
La misión, como expresión de la misma misión de Jesús, necesita tener la
capacidad de mirar al mundo con las mismas pupilas de Jesús. De este modo, la misión se concreta en la caridad como solidaridad más profunda, hasta compartir la misma suerte de los otros hermanos: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). En realidad, todo ser humano está llamado a «completar» de algún modo la historia personal y comunitaria de todos los demás. Cada acto humano repercute en toda la historia, aportando o también retrasando un proceso querido por Dios. La ruptura del «pecado original » ha sido restañada por Cristo y por quienes ya están insertados («bautizados») en él. El «mandato» misionero corresponde al «mandato nuevo» del amor, haciendo patente la armonía de la revelación.
La misión en la Iglesia primitiva
Los discursos misioneros de los evangelios transparentan ya el comienzo de la
misión en la Iglesia primitiva. El discurso misionero, según san Lucas, tiene lugar en el «camino hacia Jerusalén» (Lc 9,51). En los Hechos de los Apóstoles, los enviados siguen a Cristo resucitado, para prolongarlo hacia el mundo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). La misión narrada en los Hechos, es, pues, la continuidad con el final del evangelio de Lucas, cuando Jesús resucitado, para que se cumplieran las Escrituras, les encargó que «se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,47-49). Así se actualiza la misión universalista de Jesús, ya anunciada al inicio de Lucas: Jesús será «luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32); «todos verán la salvación de Dios» (Lc 3,6). Pedro y Pablo son el símbolo de los demás apóstoles y la señal de garantía de un verdadero seguimiento de Cristo y de una misión auténtica. La comunidad eclesial primitiva se hacía disponible a la misión porque todos «eran asiduos en la predicación de los apóstoles» (Hch 2,42), siguiendo su testimonio. «Los Doce son los primeros agentes de la misión universal, constituyen un "sujeto colegial" de la misión, al haber sido escogidos por Jesús para estar con él y ser enviados "a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 10,6).
Pablo, un caso paradigmático
La figura apostólica de Pablo se presenta en el contexto de la misión
universalista ad gentes de la Iglesia primitiva, como «instrumento escogido» (Hch 9,15). La ocasión para que él entrara ya plenamente en esta misión, se dio en Antioquía (cf. Hch 11,20ss), cuando las numerosas conversiones de los gentiles aconsejaron a los Apóstoles enviar a Bernabé, quien, a su vez, invitó a Pablo. El apóstol Pablo fue siempre fiel al proyecto misionero de Dios, como «encadenado por el Espíritu» (Hch 20,22). La figura de Pablo sigue el modelo de los demás apóstoles, con la particularidad de dedicarse especialmente a la misión ad gentes. La misión de Pablo sólo se puede comprender a partir de su encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-19). Su «conversión» fue propiamente el encuentro con Cristo, que él mismo cuenta como una apertura a la gran novedad del misterio (cf. Gal 1,11-17; 1 Cor 15,8- 10). Cambió radicalmente su actitud personal y su cosmovisión. Aprendió por experiencia de fe que Jesús ha resucitado y que Dios ofrece ahora la salvación por medio de Cristo a todos (judíos y gentiles). Israel sigue ocupando un lugar único en el plan de Dios. Pablo vive en esta tensión: sin rechazar a Israel, llama a todos a aceptar el nuevo plan de Dios, al estilo de los profetas Isaías y Jeremías (cf. Gal 1,15; Is 49,1; Jer 1,15). La conversión de los gentiles puede ser un aliciente para que el pueblo de Israel se abra armónicamente (en el momento querido por Dios) a los nuevos planes de salvación, puesto que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rom 11,29). El «anuncio» («kerigma») consiste en proclamar que Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el salvador y redentor (cf. Rom 1,2-7). Pablo ha recibido «la gracia y el apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su nombre entre todos los gentiles» (Rom 1,5). Pero se ha de predicar su misterio de «cruz», que transforma el sufrimiento en amor de donación. Aunque parezca necedad y escándalo, éste es el misterio salvador de toda la humanidad, por haber asumido Cristo la responsabilidad de nuestra condición de pecadores (cf. 1 Cor 1,21-25; Gal 3,13). Así se llega al «gozo de la esperanza» (Rom 12,12).
El cristocentrismo de Pablo no es excluyente, sino que es abierto a toda la
humanidad, sin destruir lo que Dios ya ha sembrado en otras culturas y religiones (cf. Hch 17,22-34). Cristo es «el Hijo de Dios» (Hch 9,20), «el Salvador» (Tit 1,3), que «fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25). Cristo «vive» (Hch 25,19) y habita en el creyente (cf. Flp 1,21), comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cf. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). El mensaje cristiano, explicado por Pablo, es la ley del amor, como fuente de libertad, verdad de donación (cf. Gal 5,13-14) y «vínculo de perfección» (Col 3,14). La llamada al bautismo es para configurarse con Cristo (cf. Rom 6,1-5), para vivir en sintonía los criterios, la escala de valores y las actitudes de Cristo (cf. Gal 2,20; cf. Flp 1,21).