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Prólogo, por Giorgio Zevini

Introducción

Abreviaturas de las obras de San Francisco de Sales

1. El amor es el único bien necesario (1 Co 13,1-3)

2. El amor es magnánimo (Lc 13,6-9)

3. El amor es benévolo (Lc 18,10-14)

4. El amor no es envidioso (St 3,14-16; 4,2)

5. El amor no es vanidoso (1 Co 1,31; 4,7)

6. El amor no es orgulloso (Sal 130)

7. El amor no es irrespetuoso (1 Co 13,5a)

8. El amor no busca su interés (1 Co 10,24; Pm 15,2-3a)

9. El amor no se irrita (1 Co 13,5c)

10. El amor no lleva cuentas del mal (1 Co 13,5d)

11. El amor goza con la verdad y la belleza (Sal 15,1-3)

12. El amor todo lo excusa, todo lo cree (1 Co 13,7a)

13. El amor todo lo espera, todo lo soporta (Jn 13,34s)

14. El amor no acaba nunca (1 Co 13,8-13)

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NUNCA como en estos años las comunidades cristianas y de vida consagrada se han
comprometido tanto en el frente de la caridad, en todos sus niveles y formas, y tampoco
nunca como hoy necesitan reflexionar sobre lo vivido para no perder la belleza de esta
figura evangélica. Esta obra, en la que, siguiendo el método de la lectio divina, se medita
sobre el himno de Pablo al amor, se centra, por consiguiente, en una necesidad esencial
para la Iglesia de nuestro tiempo y merece nuestro aplauso.

En sus cartas, san Pablo vuelve a menudo sobre el tema del amor. Había entendido
que el logro de la vida cristiana se encuentra en el amor entre hermanos y hermanas en la
fe. A las comunidades de Galacia les dice que la plenitud de la ley es amar al prójimo (Ga
5,14s), el cual, en este contexto, es el hermano en la fe: «Hagamos el bien a todos, pero,
sobre todo, a los hermanos en la fe» (Ga 6,10).

Uno de los textos paulinos que siempre me fascina es el de la Primera Carta a los
Corintios: «Aunque posea el don de profecía y conozca los misterios todos y la ciencia
entera, aunque tenga una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada»
(13,2). Estas palabras pueden valer como una verdad general, que presupone y
compendia a la vez todo un amplio discurso sobre el valor fundacional del amor para la
identidad del cristiano, tanto en el hoy de la historia como en el éschaton. Estos dos
momentos se atraen necesariamente entre sí; es decir, por una parte, es verdad que si el
amor es determinante para definir hoy a la persona religiosa, también debe coextenderse
a su existencia y, por tanto, durar indefinidamente; de ahí que unos pocos versículos más
adelante, en el mismo capítulo, leamos que «el amor nunca acabará» (13,8); y, por otra
parte, también es verdad que si el amor no desaparecerá en el futuro, entonces es signo
de que no puede prescindirse realmente de él ni siquiera en el presente. De hecho, como
bien sabemos, lo que no tiene futuro es caduco por naturaleza, mientras que lo que es
eterno, como la palabra de Dios, es esencial.

Me impresionó mucho lo que dijo Benedicto XVI el 6 de octubre de 2008 durante la


celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios:

«La Palabra de Dios es el fundamento de todo, es la verdadera realidad. Y, para


ser realistas, debemos contar precisamente con esta realidad. Debemos cambiar
nuestra idea de que la materia, las cosas sólidas, que se tocan, serían la realidad
más sólida, más segura [...]. Únicamente la Palabra de Dios es el fundamento de
toda la realidad, es estable [...], es la realidad. Por eso, debemos cambiar nuestro
concepto de realismo. Realista es quien reconoce en la Palabra de Dios [...] el
fundamento de todo. Realista es quien construye su vida sobre este fundamento
que permanece siempre. [...] Es realista quien que reconoce en la palabra de
Dios el fundamento de todo. [...] [Es realista] quien descubre qué es la realidad y

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encuentra de esta manera el fundamento de nuestra vida y el modo de
construirla»

Por consiguiente, al hablar del amor tal como aparece en la Biblia y en san Pablo,
estamos hablando de algo que caracteriza nuestra vida en su raíz, es decir, de lo que
sencillamente «nos hace ser».

¿De qué amor se habla?

Ahora bien, ¿qué significa el término «amor»? La lengua griega emplea tres términos que
tienen su propia diferencia de matiz.

El primero, y más conocido, es éros. Cantado por los poetas, es también objeto de
reflexión de los filósofos, entre los que destaca Platón, que lo define como un ser de
naturaleza divina, pero como un dios imperfecto, hijo de Poro («Expediente») y de Penia
(«Pobreza»). Está en tensión permanente por aquello de lo que carece (no solo en
sentido horizontal, es decir, con respecto al ser humano, sino también vertical, con
respecto a Dios) y que desea conseguir a cualquier precio; es pura euforia, y si no se
purifica, degrada al ser humano.

El segundo vocablo es philía, el «amor de amistad». Según Aristóteles, este tipo de


amor presupone la igualdad entre quienes lo experimentan y se fundamenta en la
reciprocidad, es decir, en la constatación de algo agradable que es compartido como un
bien común por dos individuos y que cada uno de ellos, no obstante, reconoce en el otro
también como algo útil por sí mismo. Epicuro llega incluso a definirlo como «el bien más
grande», que reproduce en el mundo las características de la vida de los dioses.

El tercer vocablo es agápe, que, en general, tiene el sentido de «afecto». Raramente


aparece en el griego clásico y procede del verbo agapán, que significa precisamente
«tratar con afecto, con cuidado o esmero; apreciar». Sorprende que, mientras que en el
Nuevo Testamento no encontramos en absoluto el primer término, y el segundo tan solo
apare ce una vez en sentido negativo (cf. St 4,4: «¿No sabéis que ser amigo del mundo
es ser enemigo de Dios?»), el tercero, en cambio, fue asumido por el lenguaje cristiano,
que lo enriqueció enormemente, hasta el punto de expresar con él tanto el amor de Dios
al hombre y el amor del cristiano a Dios como el amor recíproco entre cristianos y el de
estos a los demás seres humanos. Esta opción caracteriza original y específicamente al
Nuevo Testamento y, por tanto, al cristianismo, que en lengua latina traducirá el término
griego agápe sobre todo con la palabra caritas, «caridad».

Para comprender exactamente la importancia y el significado del amor (agápé) desde


el punto de vista bíblico y cristiano, sería erróneo partir de la idea de mandamiento,
como si el amor fuese algo que se impone desde fuera. Además, teniendo únicamente en
cuenta la psicología, sabemos perfectamente que el amor humano no es consecuencia de

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una imposición. En efecto, no hay nada más personal y espontáneo que el amor, que
surge autónomamente del interior y que solo exige libertad de acción. Como mucho,
puede ser un mandamiento, desde el punto de vista humano, exigido por la amabilidad
del otro, es decir, por su belleza, su inteligencia y su bondad. En cambio, en su acepción
cristiana, el agápé estalla allí donde precisamente no hay nada de deseable. Se observa
tanto en el Antiguo Testamento, donde Dios dice a Israel: «El Señor se ha vinculado a
vosotros y os ha elegido, no porque seáis más numerosos que los demás pueblos..., sino
porque os ama» (Dt 7,7s), como, sobre todo, en el Nuevo, donde Pablo escribe: «Dios
nos demostró su amor en el hecho de que, siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros» (Rm 5,8). De estos textos, sobre todo de san Pablo y del apóstol Juan,
deducimos algunas de las características del agápé que son absolutamente fundamentales
para nuestra vida de creyentes.

El agápé-caridad

La primera característica es que el agápe tiene su origen en Dios. Es él quien ama


primero. Lo afirma con toda claridad la Primera Carta de Juan: «El amor viene de Dios...
Dios es amor... En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó... Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios, y
Dios con él... Nosotros amamos porque él nos amó antes» (1 Jn 4,7. 8.10.16.19).
Benedicto XVI comenta este texto de 1 Jn 4 en la encíclica Deus caritas est.•

«Estas palabras de la Primera Carta de Juan expresan con claridad meridiana el


corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y la consiguiente imagen
del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece,
por así decirlo, una formulación sintética de la existencia cristiana: "Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él". No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1).

Se trata, por tanto, de un amor que no se ha contentado únicamente con palabras,


sino que se ha manifestado y se ha mostrado concretamente en la cruz y la sangre de
Cristo. Sobre esta base podemos entender algunas expresiones esenciales y clarificadoras:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16); «¿Quién nos
apartará del amor de Cristo?... En todas estas circunstancias vencemos de sobra gracias
al que nos amó. Estoy persuadido de que nada... podrá apartarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rin 8,35-39). El amor se ha concretado
históricamente en el amor de Cristo. En concreto, fue él, dice Pablo, «quien me amó y se
entregó por mí» (Ga 2,20; cf. Ef 5,2). Esta constatación fundamental nos debe llevar a
una espiritualidad que no se etiquete simplemente como «religiosa» (puesto que, de
hecho, el amor a Dios está en todas las religiones), sino como una espiritualidad «de fe»,

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es decir, que fundamenta la identidad cristiana en la aceptación humilde y gozosa de un
don, de una gracia (no de un mandamiento).

La segunda característica es el que el agápe se ejerce con respecto a quien no tiene


nada de amable. Israel carecía de mérito alguno para que Dios lo eligiera; en todo caso,
fue la misma elección de Dios la que dio la gloria a Israel. Análogamente, nosotros, en
general, no teníamos motivo alguno para que Dios nos amara, pues al ser pecadores
estábamos muy alejados de Él. Y, sin embargo, precisamente aquí aparece la singularidad
del amor cristiano: amar a quien realmente no es amable y a quien, de hecho, no es
amado por nadie. Podríamos decir que se trata de amar a quien es malo, deshonesto y
perverso. Esto es lo que hizo precisamente Jesús en su vida terrena, como observamos
en su ministerio dedicado a los publicanos y las prostitutas (pero, ¡ojo!: no con la
finalidad prioritaria de «redimirlos» de su actividad, sino de acogerlos en una comunión
de vida que desconocían porque siempre se les había negado). Jesús es el amor de Dios
en forma humana. Su vida, sus gestos, sus palabras, sus ejemplos, su paso por la tierra,
sus días en el marco de nuestra historia..., todo ello constituye un mensaje de amor que
tendrá su expresión suprema en el misterio pascual. En la cruz y en la resurrección de
jesús podemos percibir la inmensidad y radicalidad del amor de Dios, que «supera todo
conocimiento» (Ef 3,19). E hizo exactamente todo eso «por nuestros pecados» (1 Co
15,3), «por nosotros» (Rm 5,8), «por todos nosotros» (Rm 8,32), «por todos» (2 Co
5,15), «por mí» (Ga 2,20; 3,13).

Como vemos, un amor de este tipo entraña una magnanimidad infinita, una enorme
grandeza de alma, que podríamos expresar con una frase de F.Nietzsche: «Hay ser
vastos como el mar para acoger en nosotros el río de suciedad sin por ello
contaminarnos». Amar es estar cerca del hermano y caminar con él. Esta es la
característica más original del agápé: más que un vacío que hay que llenar (como el éros)
o un provecho que se comparte con un igual (como la philía), es un amor en estado puro,
gratuito, libre, incondicional, porque brota sencillamente de una plenitud interior de la que
solo es su desbordamiento. Su destinatario es el diferente, el pobre, el pecador, el
humilde, el humillado, el inmigrante, el joven pobre y abandonado. Esto es lo que Dios
ha hecho con nosotros.

Todos sabemos que la vida de cada uno está en relación con el amor que profesa.
Para vivir este amor son válidas, ante todo, las palabras de Pablo: «Aunque hable todas
las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy un metal estridente o
un platillo estruendoso. Aunque posea el don de profecía y conozca todos los misterios y
toda la ciencia, aunque tenga una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no
soy nada» (1 Co 13,1-2). Pablo expresa en este texto todo cuanto se puede ser, tener y
hacer, pero sin que tenga valor alguno. Alude a tres tipos de cristianos: el que posee el
don de lenguas y, sin embargo, no comunica nada; el que conoce, profetiza y hace
milagros y, sin embargo, no vale nada; y el que es todo altruismo, generosidad ilimitada
y, sin embargo, es un perfecto inútil.

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No obstante su jactancia por cuanto hacen, estos tres tipos de personas no son nada
convincentes, puesto que carecen del amor. Las afirmaciones de Pablo sorprenden e im
presionan, pues el amor no se identifica con el hablar que embelesa, ni con la fe que
realiza prodigios, ni tampoco con la simple generosidad. Sin excepción alguna, Pablo
repite por tres veces «si no tengo amor». No hay excepciones. La ausencia de amor
anula toda acción, aunque se trate de acciones extraordinarias o heroicas. No solo les
quita importancia, sino que las anula y las vacía de toda realidad: sin amor, solo queda la
forma, pero no el contenido; la apariencia, pero no la realidad. La afirmación más
sobrecogedora se encuentra en la frase «no soy nada». Sin el amor, no se es. La falta de
amor vacía la existencia, no solo las acciones. Es el amor el que hace ser. Es cierto que
es posible existir sin amor, pero la existencia se vacía, tanto individual como
comunitariamente. Eso no es vivir, sino «vivir espectralmente».

Cuanto acabamos de decir es realmente profundo y muy cierto. Solo cuando amo,
alcanzo la verdad de mi ser. Solo cuando amo, cobran los demás existencia ante mí,
adquieren consistencia, relieve e importancia; de lo contrario, se mantienen como seres
desvaídos, como sombras sin importancia. Cuando se ama, se nos transforma ese mundo
interior que es el alma de cada uno, y se descubren en él capacidades inesperadas y
secretas, verdaderas y propias fuentes de conocimiento y de acción.

Un amor que se extiende

En la Primera Carta de Juan leemos: «Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también
nosotros debemos amarnos unos a otros» (4,11). Obsérvese cómo, al final de esta frase,
no se pide un amor de reciprocidad («también nosotros debemos amarlo»), sino un amor
de extensión, de prolongación y de ampliación. En esta perspectiva, podemos recordar la
pará bola del siervo despiadado (cf. Mt 18,23-35) a quien el rey había condonado su
enorme deuda, pero que no fue capaz de condonar la pequeña deuda de un compañero.
Y es aquí donde se encuentra el mensaje central del relato: «¿No debías tener también
piedad de tu compañero como yo la tuve contigo?» (v. 33), un mensaje que volvemos a
encontrar en labios de Jesús: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34).

El amor cristiano tiene su fuente y su causa en Dios. Bajo esta luz debe leerse
también la célebre página de Mateo sobre el juicio final, que únicamente tendrá en cuenta
lo que se ha hecho con los enfermos, los hambrientos, los desnudos, etc. (cf. Mt 25,31-
46). En efecto, Dios nos ha amado sin motivo, pero nosotros sí tenemos un motivo o un
metro, que no solo no es el éros ni la philía, pero que tampoco es el amor per se (como
en el mandamiento «ama a tu prójimo como a ti mismo»). La motivación ya no es
antropológica, sino teológica y cristológica; es decir, se fundamenta en la gracia, que
primero nos habita a cada uno de nosotros y que, en consecuencia, exige que se difunda
fuera y en torno a nosotros. Este tipo de amor es el que finalmente «me hace ser» en
plenitud, también a nivel humano.

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Hay un texto jasídico del rabino Moshé Leib que nos cuenta cómo hay que amar a
los hermanos. Dice así:

«El modo de amar a los hombres es algo que aprendí de un campesino. Este se
hallaba sentado con otros en una taberna, bebiendo. Durante largo rato estuvo
tan silencioso como los demás, hasta que en cierto momento, movido por el
vino, preguntó a uno de los que estaban a su lado: "Dime, ¿me amas o no me
amas?". El otro contestó: "Te amo mucho". Pero el primero objetó: "Dices que
me amas, pero no sabes lo que necesito. Si realmente me amaras lo sabrías". El
otro no tuvo palabras ante esta afirma ción, y el campesino que había hecho la
pregunta quedó silencioso nuevamente. Pero yo entendí. Conocer sus
necesidades y soportar la carga de sus padecimientos: en esto consiste el
verdadero amor a los hombres»

-M. BUBER, Cuentos jasídicos, Paidós, Barcelona 1994, p. 58.

El amor es una realidad relacional, tiene necesidad de expresarse y experimentarse.


El amor a Cristo se manifiesta en el amor fraterno, especialmente en los momentos
difíciles. Es un deseo explícito de jesús que el amor recíproco sea el signo para que sus
discípulos sean reconocidos como tales (cf. Jn 13,35). Las comunidades cristianas,
afirma la Exhortación Apostólica Vita consecrata, se fundamentan en el amor, «reflejo
del amor infinito que une a las tres personas divinas en la profundidad misteriosa de la
vida trinitaria» (n. 22).

Solo la Virgen María ha corroborado plenamente el misterio del amor infinito de Dios
revelado en Cristo. En ella resplandece la belleza del amor providente y se revela la
fecundidad del amor que engendra amor.

Son muchas las personas heridas que hay en el mundo, a causa de la soledad, la
amargura del abandono o del sinsentido de la vida, el silencio del prójimo, la ausencia de
una sonrisa o de un saludo, la marginación... Todos y cada uno de nosotros deberíamos
hacernos cargo de estos hermanos y hermanas o, por lo menos, de alguien que no es
amado o que está solo.

Esta obra aspira a renovar nuestra pasión apostólica y el amor por los hermanos y
hermanas en la escuela del evangelio. El autor ofrece unas reflexiones que nos ayudan a
pensar y a renovar nuestra vida en el Espíritu.

GIORGIO ZEVINI

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ESTA lectio divina se centra en el himno al amor de san Pablo y se caracteriza por la
constante presencia de textos de san Francisco de Sales, en particular en las secciones
denominadas oratio y contemplatio.

De hecho, estas páginas surgieron de mi colaboración con el monasterio de la


«Visitazione di S.Maria» de Saló (Brescia). El autor había aceptado comentar el famoso
himno paulino con la condición de que las religiosas «expertas» del monasterio - que
pertenecen precisamente a la Orden de la Visitación - presentaran para cada intervención
algunos textos de su santo fundador sobre distintos aspectos del amor. De este modo, la
lectio divina se ha visto enriquecida por el interesante diálogo entre Pablo de Tarso y
Francisco de Sales, dos apóstoles del amor.

Al magnífico himno de Pablo le responden las dos obras maestras de Francisco, la


Introducción a la vida devota y el Tratado del amor de Dios, por no hablar de sus
deliciosos Entretenimientos Espirituales y de su epistolario.

Al igual que Pablo, Francisco tiene también una visión global y totalizadora del amor,
que ambos perciben en su fuente primera y perenne, entendiendo que sus diversos
aspectos no son sino los pétalos de una misma y única flor. Para ambos maestros, el
amor no es solo necesario para agradar a Dios y al prójimo, sino que es indispensable
además para la vida cotidiana y para la acción apostólica y misionera.

En respuesta a quien se preguntaba cómo reconquistar la sede episcopal de Ginebra,


Francisco de Sales, por entonces un joven deán, intervino en su primer discurso con una
claridad sorprendente: «No con hierro ni con polvo de azufre, sino que las murallas de
Ginebra caerán gracias a la caridad; con la caridad la invadiremos y la recuperaremos».

Dos son los motivos que condujeron a la decisión de publicar el fruto de este
coloquio a varias voces. El primero, la constatación de la gran actualidad que el tema
tiene para la vida del cristiano en general; y el segundo, la ocasión de una efeméride,
concretamente la celebración del cuarto centenario de la fundación de la Orden la
Visitación (1610), que ha mantenido encomiablemente vivos la memoria y el espíritu de
la santa caridad.

Con nuestra lectio quisiéramos llegar al corazón para conseguir que la vida de cada
día sea menos áspera y que la vida cristiana sea, a su vez, más afable.

PIER GIORDANO CABRA

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Abreviaturas de las obras de San Francisco de Sales

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«Aunque hable todas las lenguas humanas y angélicas, si no tengo amor, soy un
metal estridente o un platillo estruendoso. Aunque posea el don de profecía y
conozca los misterios todos y la ciencia entera, aunque tenga una fe como para
mover montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque reparta todos mis
bienes y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve»

-1 Co 13,1-3

Lectio

PABLO está hablando sobre los carismas, dones del Espíritu para la edificación de la
comunidad cristiana, que es el cuerpo de Cristo. Sin embargo, no a todos se les concede
la totalidad de los dones, ni todos los dones son iguales; los más útiles son los que
contribuyen a la edificación de la comunidad.

Pablo había concluido el capítulo anterior diciendo: «aspirad a los carismas más
valiosos» (12,31); y enseguida añade: «y ahora os indicaré un camino mucho mejor».
Este camino es el agápe, el amor, que debe darse siempre, porque es lo único necesario,
el camino al que todo se subordina y en el que deben enmarcarse también los carismas.

El apóstol comienza recurriendo a una serie de imágenes cuyo objetivo es sacudir las
conciencias y preparar la revelación de algo que es esencial en la vida cristiana. Pueden
darse dones admirables y realizarse acciones extraordinarias; quien posee los primeros o
realiza las segundas es mirado con asombro y recordado con admiración, pero en el
fondo, bajo la mirada de Dios, se encuentra con que no valdría nada en el caso de que
no tuviera amor.

Las tres proposiciones siguen un esquema idéntico. Pablo realiza una comparación
entre los carismas y el amor, para concluir en cada ocasión que lo únicamente necesario
es el amor. Por muy importante y fascinante que sea el carisma considerado, Pablo hace
comprender que en realidad no hay parangón posible entre dicho carisma y el amor.

Los carismas pueden ser muchos y variados, pero el amor es único, precisamente
por su superioridad. Los carismas son dones, pero el don por excelencia es el amor. Los
primeros pueden darse, pero el amor tiene que darse. Aun cuando las obras sean
admirables y extraordinarias, si se hacen sin amor, no valen nada. La admiración que
suscita el hablar lenguas humanas y angélicas, el poseer conocimientos teológicos y
humanos, la entrega heroica de la vida, incluso de forma espectacular..., todo se queda

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en nada si falta el amor.

Son muchos los que piensan que tan solo existe aquello que puede verse. Sin
embargo, para el cristiano existe una realidad profunda que es consistente, duradera y
definitiva, porque es apreciada por Dios; esta realidad es el amor. Sin él se puede
conseguir la gloria humana, pero no la gloria ante Dios.

«Vanidad de vanidades», decía Qohélet; «Excepto el amor a Dios», añadía la


Imitación de Cristo; «Excepto el amor a los hermanos», agrega Pablo.

Meditatio

A la misma comunidad de Corinto escribirá el apóstol: «Nosotros tenemos la mira puesta


en lo invisible, no en lo visible... Lo visible es transitorio, lo invisible es eterno» (2 Co
4,18). El mismo criterio concierne también al amor. Es una realidad que tiene su sede en
el llamado «hombre interior», que se encuentra en cada uno de nosotros, allí donde
penetra la mirada de Dios y se generan los valores que tienen aires de eternidad. Así
pues, Pablo exhorta a los creyentes a acercarse a la verdad que resplandece a los ojos de
Dios, a aceptar la propia verdad tal como la ve Dios y tal como le agrada a Él. Lo
«visible» es a veces asombroso, y las manifestaciones carismáticas constituyen una de
sus expresiones. Pero lo que realmente cuenta es «lo invisible», que es la vitalidad
amorosa del amor, porque en él solo consiste el bien que Dios admite y acepta, y por él
la persona se encuentra ante Dios tal como Él la quiere para sí y para siempre (cf.
G.Helewa).

Nótese cómo se repite por tres veces la expresión «si no tengo amor» (13,1.2.3).
Aún no se habla del amor que actúa, sino del agápé que se posee. Poseemos el amor
porque lo recibimos de Dios gracias a Cristo. Por tanto, no se trata de un amor
cualquiera, sino del mismo agápé derramado en nuestros corazones por medio del
Espíritu, es decir, del modo en que Dios ama, tal como se reveló en jesús, su Hijo.

Ante todo, el amor es un don que Dios da a sus hijos para que vivan como tales.
Tener amor significa tener la posibilidad de vivir como hijos, con un amor que procede
del corazón mismo de Dios y que a Él regresa como amor filial, haciéndonos así gratos
en su presencia: «Uno solo es vuestro Padre, mientras que todos vosotros sois
hermanos» (Mt 23,8s). A los ojos de Dios, la única riqueza verdadera es vivir como
hijos, porque así reproducimos el modo de ser del Hijo, con la fuerza del Espíritu. De la
conciencia de ser hijos se deriva también la convicción y el deber de ser hermanos. Ser
hijos y hermanos es un don y una tarea; un don «derramado en mi corazón», que debe
pedirse con humildad y perseverancia, y una tarea realizada con gratitud y
correspondencia.

El primer fruto de la efusión del Espíritu en Pentecostés fue la vida fraterna de

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quienes se convirtieron a la fe en Jesucristo. Tras el estruendo provocado por el Espíritu,
sobreviene la brisa de la comunidad fraterna. El Espíritu realiza el milagro de transformar
a los lobos en corderos, a los contendientes en colaboradores, a los extraños en
familiares, y a los alejados en cercanos. El Espíritu transforma la vida social porque
cambia el corazón y transforma la existencia, que es al mismo tiempo divina y humana,
«espiritual» y «racional»; en definitiva, «teándrica», es decir, cristiana. Es una existencia
que, a la vez que realiza plenamente nuestra humanidad, construye la comunión fraterna
de los hijos de Dios, dando origen a lo que se ha denominado la «civilización del amor»;
una existencia, en suma, que es bella ante Dios y hace bella la vida de los hermanos y
hermanas.

Actuar por amor y con amor, moviéndose al compás del Espíritu, agrada a Dios y
mejora la vida de todos.

Merece destacarse cómo en la encíclica Caritas in veritate, de Benedicto XVI, se


proyecta el amor sobre el plano de la sociedad globalizada:

«El amor en la verdad, del que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida
terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza
impulsora de la vida política, tanto nacional como mundial» (n. I).

El amor «verdadero», es decir, el que procede de Dios, extiende también su fuerza


transformadora a todo el mun do: es el motor que impulsa el desarrollo integral de la
persona y la humanidad.

«Al ser un don recibido por todos, el amor en la verdad es una fuerza que funda
la comunidad y unifica a los hombres, de manera que no haya barreras o
confines» (n. 34).

El amor posee una dimensión pública y política. La forma política e institucional del
amor no es «menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser el amor que encuentra
directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la polis» (n. 7). El
amor no se relega a un rol privado, a la filantropía ni a la beneficencia, sino que debe
extenderse al vasto mundo de las instituciones, de la política y del desarrollo, con un
alcance más amplio que la acción asistencial, aunque esta siga siendo necesaria.

Oratio

Señor Dios, bien sabes que por nosotros mismos somos tan solo sarmientos secos,
inútiles, estériles e incapaces de pensar, pero que, una vez inmersos en el amor sagrado
por obra del Espíritu Santo que habita en nosotros, podemos producir obras santas que
llevan a la gloria inmortal. Danos, Señor, este amor, para que podamos realizar buenas
obras y recibir la gloria eterna del cielo.

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Contemplatio

«Si la caridad que habita el corazón es fuerte y ardiente, enriquecerá y perfeccionará


todas las obras de las virtudes que de ella se deriven.

»Se puede padecer la muerte y el fuego por Dios sin tener caridad, como lo supone
san Pablo; con mayor razón se puede padecer con poca caridad. Puede ocurrir
perfectamente que una virtud muy pequeña tenga más valor en un alma en la que reina
ardientemente el amor sagrado que el mismo martirio en otra alma cuyo amor es
lánguido, débil y perezoso. Así, pues, Teótimo, los pequeños actos de simplicidad y de
humillación en los que se complacieron los grandes santos para ocultarse y ponerse al
amparo contra la vanagloria, cuando se practican con aquella excelencia propia del arte y
el ardor del amor celestial, son más agradables a Dios que las grandes e ilustres empresas
de muchos otros, realizadas con poca caridad y devoción.

»Pero seguro que me pedirás que te responda a la pregunta por el valor que el amor
sagrado confiere a nuestras acciones, ¡Dios mío, Teótimo! Sin lugar a dudas, no tendría
yo la valentía de responderte si el mismo Espíritu Santo no lo hubiera dicho en términos
muy claros por boca del gran apóstol Pablo, que dice: "En efecto, la leve tribulación de
un momento nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (2 Co
4,17). ¡Ponderemos estas palabras, por amor de Dios! Gracias a nuestras tribulaciones,
que son tan livianas que pasan en un momento, nos vemos cargados con un peso sólido
y permanente de gloria. Piensa, por favor, en esta maravilla: ¡la tribulación produce
gloria, la levedad da peso, y los instantes producen eternidad!

»Pero ¿quién puede conferir tanta virtud a momentos tan pasajeros y a tribulaciones
tan leves? Las telas de color escarlata o púrpura o de exquisito carmesí violeta son muy
valiosas y espléndidas, pero no por la lana de la tela, sino por el tinte; las obras de los
buenos cristianos tienen tanto valor que por ellas se nos da el cielo, pero no porque
procedan de nosotros y sean la lana de nuestro corazón, sino por que están teñidas con la
sangre del Hijo de Dios; quiero decir que es el Salvador quien santifica nuestras obras
con el mérito de su sangre. El sarmiento unido a la cepa lleva fruto, no por su propia
virtud, sino por la virtud de la cepa. Nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro
Redentor, como los miembros a la cabeza; por esta causa, nuestros frutos y nuestras
buenas obras, al recibir su valor de aquel, merecen la vida eterna»

-TAD 11 ,5s.

Para la lectura espiritual

«El hombre, imagen de Dios, es persona precisamente porque es imagen del amor de
Dios trinitario, del Dios de la adhesión libre en el amor. El punto de partida para una
comprensión teológica del hombre es, por tanto, la vocación: Dios crea al hombre

26
inspirándole, por medio del Espíritu Santo, el amor del Padre, que es la fuente de la
vocación. El hombre puede hacer cualquier cosa, pero no le aprovecha nada si no la vive
con amor. No solo esto, sino que sin amor el hombre «no es nada» (cf. 1 Co 13,2s).
Podemos decir que la persona es lo que está llamada a ser. Solo el amor personal de
Dios, que se comunica al hombre por el Espíritu Santo, posee el magnetismo que unifica
todo armonizando los contrastes, haciendo convivir los contrarios y orientándolo todo al
servicio del amor. El Espíritu abre al hombre esta unidad creada en Cristo, en quien todo
existe y todo está reconciliado. El amor que hace el bien y que no es reconocido no
necesita hacerse visible a los ojos del mundo, porque ya está colmado con la esperanza
que no decepciona; porque ya ha pasado de la muerte a la vida de Cristo resucitado. El
bien olvidado es un bien auténtico. Por eso, es verdad que la persona que lo hace y es
olvidada sufre, pero también resucita a la alegría de un corazón reconciliado, pues sabe
que Dios lo ha visto y lo ha aceptado. Además, la persona va madurando la convicción
de que ha sido Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, quien ha realizado ese bien, y
que ella únicamente está abierta a la voluntad de Dios, el único que posee el bien y puede
llevarlo a cabo»

- M.I. RuPNIK, Cerco i mieifratelli, Lipa, Roma 1998, p. 15, passim; trad. esp.: Busco a
mis hermanos. Lectio divina sobre José en Egipto, PPC, Madrid 2000.

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«Un hombre tenía una higuera plantada en su huerto. Fue a buscar fruto en ella
y no lo encontró. Dijo al hortelano: "Llevo tres años viniendo a buscar fruta en
esta higuera y no la hallo. Córtala, que encima está esquilmando el terreno". Él le
contestó: "Señor, déjala todavía este año; cavaré alrededor, la abonaré, a ver si
da fruto. Si no, la cortas el año que viene"».

-Lc 13,6-9

Lectio

LA primera característica del amor que resalta el himno paulino, es decir, la


magnanimidad (1 Co 13,4a), se ha traducido a menudo, sobre todo en el pasado, por
«paciencia». Pero parece más correcto traducirla como magnanimidad. De hecho, la
palabra griega es makrothymía, que significa «grandeza de alma, longanimidad», que
ciertamente incluye la paciencia, pero con un matiz menos pasivo; es decir, el término
pone de relieve no tanto la resignación cuanto la capacidad de pensar en grande y, por
tanto, de entrever posibles implicaciones positivas.

La capacidad de esperar es típica del agricultor, del campesino que trabaja sin
apresuramiento, con la mirada puesta en las posibilidades implícitas en el tiempo que
pasa, y que posee, por tanto, la longanimidad. Esta es la cualidad fundamental de Dios,
tal como se manifiesta en el libro del Éxodo (34,6s): «Magnánimo y misericordioso, lento
a la ira y rico en amor y fidelidad». Dios es magnánimo en la parábola del hijo pródigo,
en la que aparece como un padre que espera con paciencia y visión de futuro el regreso
del hijo, como también lo es en la parábola de la cizaña (Mt 13,24- 29), cuando permite
que crezca junto con la semilla buena.

Pablo invita a los efesios a vivir unidos «con toda humildad, dulzura y
magnanimidad» (Ef 4,2). De nuevo, el mismo Pablo nos ofrece en 2 Co 2,1-4 un
ejemplo de la capacidad pastoral de la espera: «Consideré oportuno no visitaros entre
tanta tristeza», aplazando así su visita para tiempos mejores.

En cambio, la impaciencia de Israel en el Sinaí nos presenta un modelo negativo:


«Viendo el pueblo que Moisés tardaba en bajar del monte, acudió en masa ante Aarón y
le dijo: "Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros"» (Ex 32,1). La idolatría
comienza con la impaciencia: Israel quiere imponer a Dios su propio ritmo y piensa en
hacerse un dios que esté a su disposición y al que poder así manipular. Podría decirse
que el pueblo quiere una devoción fácil a un dios fácil.

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La magnanimidad, sin embargo, cree en la fuerza victoriosa del amor y, por
consiguiente, acepta pacientemente las dificultades, los fracasos y las contradicciones;
sabe esperar y no precipita las cosas como si todo dependiera de la propia voluntad,
porque mira hacia adelante y hacia arriba. La magnanimidad tiene una visión global de la
realidad, porque sabe ver la primavera que madura en el hielo del invierno, los frutos que
llegan tras el duro trabajo de los campos. La magnanimidad subraya el lado gozoso de la
paciencia, pues se extiende hacia adelante para abrazar los efectos positivos de la
tribulación, sea en el tiempo o más allá del tiempo. Se trata de la extensio animi ad
magna, es decir, de la extensión del alma hacia la grandeza, de la proyección del espíritu
humano hacia lo positivo que puede llegar de toda negatividad, pero, sobre todo, hacia
las cosas maravillosas, a los mirabilia Dei, que se vislumbran más allá de las realidades
humanas absorbentes. pero, no obstante, umbrosas.

Meditatio

La magnanimidad es la virtud de los educadores, de los padres, de los catequistas, de los


formadores, de los pastores de almas, todos los cuales «trabajan en la oscuridad» y no
pueden pretender ver, por tanto, los frutos de su trabajo de un día para otro, sino que
siembran hoy con confianza, pensando en un mañana que tal vez no llegarán a ver.

La civilización industrial, en la que se procede por causas y efectos verificables,


favorece menos la comprensión y la educación en la longanimidad que la cultura rural, en
la que las relaciones entre semilla y cosecha, trabajo y fruto, son menos estrechas y más
aleatorias. La persona magnánima no solo piensa en los resultados que pueden verificarse
en el presente, sino también en los futuros, ya sean verificables o no. Siembra la semilla
buena y espera pacientemente. La persona magnánima persevera incluso cuando tiene la
impresión de «trabajar inútilmente», si es su deber, impulsada interiormente por la
esperanza teologal, «que no decepciona». Al respecto comenta Carlo Maria Martini:

«La magnanimidad es la actitud que permite superar la frustración - una


sensación bastante difundida por las prisas que siempre nos acucian-, la irritación
y el desaliento ante la aparente esterilidad de la acción apostólica, educativa y
formativa. ¡Cuántos desánimos se habrían evitado en las familias o en las
parroquias si se dejara espacio al Espíritu Santo...! Esta virtud nos transmite un
mensaje valioso, porque nos invita a tener ánimo y a resistir con la certeza de
que resistiendo obtendremos la alegría».

La impaciencia es, a menudo, expresión del apego a nosotros mismos, un signo de


que queremos realizar nuestros proyectos, deseos e ideas a toda costa. De ahí que no
aceptemos que se nos obstaculice, pues todo debería girar en torno al amor propio, que
pretende triunfar por encima de todo. En cambio, la magnanimidad sabe esperar la hora
de Dios sin desanimarse, consciente de que «para Dios un día es como mil años, y mil

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años como un día» (1 Pe 3,8). La magnanimidad implica acoger a las personas tal como
son, sin querer que sean diferentes; acoger lo inesperado con paz, aceptándolo con el
corazón de Dios. De este modo, se nos libera de las decepciones, las irritaciones y la
amargura que la cruz no aceptada pone en nuestro camino.

La magnanimidad ayuda también a ver la cruz como un ofrecimiento de amor y a


aceptarla; además, nos ayuda a hacernos amables, porque contribuye a la formación de
un buen carácter y a dar a las personas con las que estamos implicadas el tiempo
necesario para su maduración. En este sentido, puede hablarse de una ecclesia patiens,
de una iglesia que camina entre las tribulaciones del mundo y el consuelo de Dios, que
sabe que su triunfo no se encuentra en el aquí y el ahora; que sus vicisitudes se hallan en
las manos firmes de Dios, es decir, que es Dios quien la sostiene en sus luchas, la
consuela en sus derrotas, le impide ser pesimista y catastrofista y la guía, a través de las
más duras pruebas, hacia su meta. En efecto, no tienen espacio en ella quienes solo ven
desastres a su alrededor y no saben acoger la invitación a aceptar los resultados escasos -
aparentes o realescon la serenidad de quien tiene un alma lo bastante grande como para
dejar espacio a la acción de Dios.

El agápé es magnánimo. Quien tiene en sí el amor de Dios ama, piensa y actúa en la


misma longitud de onda que Dios, lo cual, según Catalina de Siena, significa creer
firmemente en el amor de Dios en toda circunstancia; creer que «no cae al suelo ni una
sola hoja sin que Dios lo permita»; creer que Dios lo permite todo para nuestra
santificación, para que lo amemos más. No hay, por tanto, motivos para rendirse o para
decir con desaliento: «¡Ya no hay nada que hacer...!». Después de cualquier desilusión o
fracaso, se retoma el impulso y el ánimo para volver a comenzar.

La magnanimidad no es la virtud de los ancianos, sino de los jóvenes que no quieren


envejecer, porque siempre desean recomenzar.

Oratio

Oh Dios, suma bondad, sabemos que amar al prójimo con amor de caridad es amarte a ti
en el hombre, y al hombre en ti. No es que nuestro corazón no quiera amar y ser amado,
pero si tú no nos impulsaras a amar al prójimo, a menudo no tendríamos el valor para
hacerlo. No nos mandes solamente que lo amemos, sino realízalo e infúndelo en nuestro
corazón. Así no desearemos que los demás sean lo que no son, sino que creeremos
siempre en que pueden ser lo que son del mejor modo posible.

Contemplatio

La paciencia con nosotros mismos

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En primer lugar, debemos ser pacientes con nosotros mismos. Conviene sufrir con
paciencia la demora de nuestra perfección, haciendo siempre con gusto cuanto podamos
para nuestro avance. La paciencia se ejercita también soportando las diversas pruebas
con indiferencia y abandono total en Dios, a ejemplo de jesús:

«La obediencia total en las dificultades, la humildad profunda en los fracasos y la


paciencia invencible en los dolores son las tres virtudes y piedras de toque para
comprobar la autenticidad de la caridad».

-EnEs App c,1

«Cuando te golpee el mal, oponle todos los remedios que Dios ha puesto a tu
disposición, pues obrar de otra manera sería tentar a su divina Majestad; pero, después,
espera con total confianza el efecto que Dios querrá concederles. Si él quiere que los
remedios venzan al mal, le darás las gracias con humildad; pero si le place que el mal sea
más fuerte que los remedios, bendícelo con paciencia».

-IVD 3,3

La paciencia con los demás

«Algunos solo quieren sufrir las tribulaciones que son honrosas [...]. Ser despreciado,
reprendido y acusado por los malos no es sino una gloria para un hombre de carácter;
pero ser reprendido, acusado y maltratado por las personas de bien, por los amigos, por
los padres...: he ahí dónde está el mérito [...]. Las oposiciones que recibimos de las
personas de bien son más difíciles de soportar que cualquier otra. El verdadero paciente
no se queja del mal ni desea que le compadezcan».

-IVD 3,3

La paciencia se manifiesta en la capacidad de soportar las faltas y debilidades


inevitables de los demás: «Porque ahora la soporto yo, y después ella me soportará a
mí... Debemos ser capaces de soportar unos los defectos de los otros».

-EnEs 10,9s

Con magnanimidad

«Dice el glorioso san Bernardo que "la medida para amar a Dios es amarlo sin medida",
y que en nuestro amor no debe haber ningún límite, sino que conviene dejarle extender
sus ramas cuanto puedan dilatarse. Lo que se dice del amor de Dios se debe también
entender del amor al prójimo, con tal de que el amor a Dios esté siempre por encima y
tenga el primer puesto; pero después debemos amar a nuestros hermanos con toda la

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amplitud de nuestro corazón y no contentarnos con amarlos como a nosotros mismos,
como nos obligan los mandamientos de Dios, sino que debemos amarlos más que a
nosotros, para observar las reglas de la perfección evangélica que nos piden todo esto.
Nuestro Señor dijo con sus propios labios: Amaos los unos a los otros como yo os he
amado (Jn 13,34; 15,12). Debe prestarse mucha atención a esta frase, al amaos como yo
os he amado, porque quiere decir "más que a vosotros mismos". Y así como nuestro
Señor nos ha preferido siempre a sí mismo, y lo hace todas las veces que lo recibimos en
el santísimo Sacramento, haciéndose nuestro alimento, así también quiere que nos
amemos de tal modo que prefiramos siempre al prójimo antes que a nosotros mismos. Y
así como él hizo todo cuanto pudo por nosotros, así también quiere que hagamos todo
cuanto podamos los unos por los otros, excepto el condenarnos».

-EnEs 4,3

Para la lectura espiritual

«Dios, creador del cielo y de la tierra, ha elegido ser, primero y por encima de todo, un
Padre.

»Como Padre, quiere que sus hijos sean libres, libres para amar. Sufre cuando sus
hijos le honran con sus labios pero sus corazones están lejos. Conoce sus lenguas
engañosas y corazones desleales, pero no puede hacer que le quieran sin perder su
verdadera paternidad.

»Como Padre, la única autoridad que reclama para sí es la autoridad de la


compasión. Esta autoridad la tiene por permitir que los pecados de sus hijos le hieran el
corazón. No hay lujuria, codicia, ira, resentimiento, celos o venganza en sus hijos
perdidos que no le haya causado un dolor inmenso. El dolor es tan profundo porque el
corazón es muy puro. Desde el profundo lugar interior donde el amor abraza todo el
dolor humano, el Padre llega a sus hijos. El toque de sus manos, que irradian luz interior,
solo busca curar.

»Este es el Dios en quien quiero creer: un Padre que, desde el comienzo de la


creación, ha extendido sus brazos en una bendición llena de misericordia, sin forzar a
nadie, pero siempre esperando; sin dejar que sus brazos caigan y esperando siempre que
sus hijos vuelvan para poder hablarles con palabras de amor y dejar que sus brazos
cansados descansen en sus hombros. Su único deseo es bendecir».

- H.J.M. NOUWEN, L'abbraccio benedicente. Meditazione sul ritorno del figlio prodigo,
Brescia 200723, p. 139, passim; (trad. esp.: El regreso del hijo pródigo, PPC, Madrid
1995).

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«Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro publicano. El
fariseo, en pie, oraba así en voz baja: "Oh Dios, te doy gracias porque no soy
como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de cuanto poseo". El
publicano, de pie y a distancia, ni siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se
golpeaba el pecho diciendo: "Oh Dios, ten piedad de este pecador". Os digo que
este volvió a casa absuelto, y el otro no. Porque quien se ensalza será humillado,
y quien se humilla será ensalzado».

-Lc 18,10-14

Lectio

EL fariseo, arrogante, se compara con los demás sintiéndose superior a ellos. Nunca
podrá ser sinceramente benévolo, porque mira al prójimo por encima del hombro (cf. Lc
18,11).

La benevolencia nace de la humildad profunda, de la conciencia de ser frágiles y


débiles como todos, de ser mortales y pecadores, de compartir la misma condición
humana, herida y precaria. A esta realidad se agregan para el cristiano las palabras y el
ejemplo del Señor: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29);
es man so porque es humilde, y es humilde porque vino a compartir la condición
humana; no para juzgar, sino para salvar. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón». Es decir, la mansedumbre es el modo normal de relacionarse con los demás
según el evangelio. La mansedumbre es un compuesto equilibrado de discreción y
firmeza.

Mateo presenta a jesús con los rasgos del siervo del Señor según Isaías: «Mirad a mi
siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él pondré mi Espíritu para
que anuncie el derecho a los paganos. No gritará, no altercará, no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará. Promoverá
eficazmente el derecho. En su nombre esperarán los paganos» (Mt 12,15-21).

La mansedumbre de jesús no excluye la toma de posturas enérgicas, como la que


adoptó al expulsar a los vendedores del templo y volcar las mesas de los cambistas.

Moisés fue un gran educador del pueblo, porque «era un hombre muy humilde, más
humilde que ningún otro hombre sobre la tierra» (Nm 12,3). Moisés no carecía de

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fuerzas, sino que se indignaba y se irritaba, pero se aplacaba y comprendía la lentitud de
su pueblo, las dificultades de su camino, la necesaria duración del itinerario educativo.

No debe confundirse la benevolencia o la mansedumbre evangélica con un


temperamento sumiso o sometido, ni mucho menos con la resignación pasiva que desea
evitar todo conflicto o las dificultades de las relaciones.

Poseer el corazón de los demás

En otro pasaje evangélico nos encontramos con la bienaventuranza de la mansedumbre:


«Dichosos los mansos, porque poseerán la tierra» (Mt 5,5).

La benevolencia que nace de la humildad profunda se convierte en una actitud


mansa y comprensiva que logra conquistar los corazones. La tierra que se promete a los
mansos es el corazón de los hermanos. No existe nada más irresistible que la
mansedumbre, la benevolencia, la bondad acogedora y comprensiva. También porque
hace simpática a la virtud, sobre todo si va acompañada de la alegría o el humor. No
basta con decir la verdad; hay que decirla de tal modo que resulte simpática. No basta
con ser buenos; hay que hacer amar la bondad y, sobre todo, hacerse amar.

¡Dichosos quienes tienen buen carácter!, si bien es verdad que todos podemos
mejorarlo...

La benevolencia puede conseguirse con un aprendizaje paciente que nos enseñe a


poner orden en nuestra vida, a ser benevolentes con nosotros mismos y a estar
dispuestos a reírnos de nuestras deficiencias, pero con la decisión firme de mejorar.

Sobre el tema del carácter podemos citar un texto de uno de los grandes padres de la
Iglesia del siglo IV:

«El Señor no declara bienaventurados a aquellos cuya vida es inmune a las


pasiones, porque en una vida terrenal es imposible liberarse totalmente de los
sentidos y de las pasiones. Cristo llama "mansedumbre" a la forma de virtud que
podemos lograr en el curso de nuestra vida mortal, y afirma que es suficiente
para alcanzar la bienaventuranza. El Señor no condena a quien sucumbe
accidentalmente a las pasiones, sino a quien las cultiva deliberadamente. Es
connatural a nuestra debilidad el que se produzcan en nosotros impulsos
involuntarios. ¡Dichosos quienes no ceden fácilmente a los impulsos de la pasión,
sino que saben dominarlos!».

-GREGORIO DE NISA,

Homilía 2 sobre las bienaventuranzas

36
Meditatio

En 1 Co 13,4 leemos: «[el amor es] benévolo», es decir, manso. La mansedumbre no


implica un comportamiento débil, dispuesto a renunciar al propio punto de vista.
Tampoco se corresponde con la ética de Buda (que consiste en extinguir los deseos) ni
con la de los estoicos (la búsqueda de la imperturbabilidad, o «ataraxia»).

Puede resultar iluminador comparar dos definiciones de mansedumbre formuladas


por dos personalidades muy diferentes: un maestro del pensamiento laico y un maestro
de la espiritualidad cristiana. La primera es de Norberto Bobbio, para quien la
mansedumbre es «la potencia suprema, que consiste en dejar que el otro sea quien es».
Implica respetar el pensamiento, las orientaciones y las preferencias de los demás. Pero
también exige una «potencia suprema», es decir, una gran fortaleza de espíritu que
respeta el ser. La mansedumbre es una virtud difícil, porque exige esta supremacía con
respecto a nosotros mismos. Esta definición es claramente filosófica y jurídica: su
escenario es la sociedad, los derechos humanos. En este contexto, la mansedumbre es
una virtud social, base de la convivencia en una sociedad pluralista. La aceptación del
otro en su diversidad es el fundamento de la convivencia civil, si bien no está exenta de
dificultades.

La segunda definición que analizamos es la de san Francisco de Sales, para quien la


mansedumbre es «la simpatía afable para con todos en las condiciones particulares, las
debilidades y las necesidades cotidianas de cada cual». Esta definición es más humanista:
el escenario es la comunidad, la familia. En este contexto, la mansedumbre es la virtud de
la atención y de la comprensión, de las relaciones interpersonales cercanas y cotidianas.

Son dos visiones complementarias. Una y otra indican la necesidad y la importancia


de la mansedumbre, tanto en las relaciones sociales y políticas de una sociedad pluralista
como en las relaciones interpersonales de cada día.

La simpatía afable salesiana es típica de la benevolencia, que se convierte, así, en


hija del agápé, que acoge a cada cual tal como es, con sus defectos y sus necesidades;
que lo acoge en su verdad concreta de persona limitada, unas veces humilde y otras
irritante, que tal vez llega en el momento inoportuno; que pide a veces cosas imposibles;
que no suele carecer de amabilidad o de simpatía... Vemos aquí la simpatía afable, la
mansedumbre que sabe escuchar seriamente y sonreír con amabilidad, que se pone en el
lugar del otro, que hace con gusto cuanto puede y que disiente a regañadientes. Esta
simpatía afable es el móvil del buen samaritano, que ve la necesidad del prójimo, siente
compasión, se apea del caballo, se acerca, venda las heridas, derrama aceite y vino sobre
las llagas para mitigar el dolor, carga al herido en su cabalgadura, lo lleva a la posada y se
hace cargo de él.

Jesús está hablando de sí mismo. Él es la benevolencia de Dios.

37
También la sabiduría oriental estima la mansedumbre:

«Tengo tres tesoros que conservo y custodio. El primero se llama


"mansedumbre". El segundo, moderación. El tercero, no osar ser el primero del
mundo. Con mansedumbre se puede ser valiente; con moderación se puede ser
generoso. Si no se osa ser el primero del mundo, se puede estar a la cabeza del
ser humano completo. Querer ser valiente sin mansedumbre, generoso sin
moderación, ser el primero en todo, es la muerte. Quien mantiene la
mansedumbre en la lucha sale vencedor. Quien la mantiene en la defensa es
insuperable. Quien quiere salvar a alguien lo protege mediante la mansedumbre».

-LAO-TSE

Al mismo autor se atribuye la siguiente máxima: «La amabilidad en las palabras crea
confianza. La amabilidad en el pensamiento crea profundidad. La amabilidad en dar crea
amor».

Oratio

38
Contemplatio

«El amor perfecto al prójimo que Dios quiere se comunica de diversos modos: le ayuda
con las palabras, con las acciones, con el ejemplo; atiende todas sus necesidades en
cuanto le es posible; se alegra de su fortuna y su felicidad temporal, pero mucho más de
su progreso espiritual; le proporciona los bienes temporales que le pueden servir para
obtener la bienaventuranza eterna y le desea los bienes principales de la gracia, las
virtudes que pueden perfeccionarlo según la voluntad de Dios; se los proporciona
mediante todas las vías lícitas con gran afecto, pero con tranquilidad de espíritu, sin
alterarse, con una caridad pura, sin pasión alguna de tristeza o de indignación por sucesos
desfavorables»

-Fragmento de una carta escrita entre 1605y 1607

Francisco de Sales subraya hasta el infinito la necesidad de la dulzura en las


relaciones interpersonales:

«Volvamos al ejercicio de la dulzura verdadera, a la condescendencia con los deseos


de los demás: este es el éxtasis auténtico y más afable de los siervos de Dios».

-Fragmento de una carta sin fecha

«Sobre todo, os recomiendo que tengáis un espíritu de dulzura, que es el que roba
los corazones y atrae a las almas».

-Carta del 3 de mayo de 1604

«Conviene practicar la dulzura con el prójimo hasta el extremo, hasta la estupidez, y


no recurrir nunca a la revancha con respecto a quien nos hace algo malo». - Fragmento
de una carta escrita entre 1615 y 1617). «Impregnad todas vuestras relaciones, dentro y
fuera de la familia, de sinceridad, dulzura, serenidad [...]; que en todas vuestras acciones

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se perciba la decisión que habéis tomado de amar constantemente el amor a Dios».

-Carta del 15-20 de junio de 1619

«Haced con especial esmero todo cuanto podáis para conseguir la dulzura en las
relaciones con los vuestros, es decir, con quienes son vuestra familia. No digo que tengáis
que ser blandos y permisivos, sino dulces y suaves. Debéis pensar en esto al entrar y salir
de casa, mientras estáis en ella por la mañana, al mediodía o en cualquier otro momento.
Debéis hacer de esta actitud vuestra solicitud principal en todo momento».

-Carta del mes de febrero de 1609

«Conviene ejercitarse en este amor al prójimo, tratándolo con benevolencia y afecto;


y aunque al principio parece hacerse con desgana, no se debe desistir por ello. Tras haber
pedido amar a Dios, debemos pedir también el amor al prójimo, en particular a aquellos
por quienes nuestra voluntad no siente ninguna inclinación. Es necesario que la caridad lo
domine todo y nos ilumine para que seamos condescendientes con la voluntad del
prójimo en lo que no sea contrario a los mandamientos de Dios».

-Carta del 3 de mayo de 1604

«Incluso quien vive en situaciones problemáticas no debe dejar por ello de consolar a
los demás»

-Carta del 20 de abril de 1610

«Sed dulces y amables con todos, así como humildes y valientes: que vuestras casas
estén llenas de dulzura, de paz y de concordia».

-Carta del 18 de septiembre de 1619

«Este amor cordial debe ir acompañado de dos virtudes, una de las cuales se llama
"afabilidad", y la otra "buena conversación". La afabilidad esparce cierta suavidad en los
negocios y comunicaciones serias que tenemos unos con otros. La buena conversación es
aquella que nos hace agradables y gratos en las comunicaciones menos serias que
tenemos con nuestro prójimo. La virtud de la buena conversación requiere que se
contribuya a la alegría santa y moderada y a las conversaciones amenas que pueden
servir de consuelo o recreación al prójimo, de modo que no le causemos desagrado con
nuestro comportamiento fruncido y melancólico. Sin embargo, no debemos perder el
ánimo cuando no damos rápidamente en el blanco de la virtud. Ni siquiera los santos han
logrado dar en el blanco de todas las virtudes. No debemos, por tanto, sorprendernos si
no somos igualmente dulces y suaves, con tal de que amemos a nuestro prójimo con
amor de corazón, prefiriéndolo siempre a nosotros en todas las cosas. Por eso debemos
manifestar exteriormente, cuanto nos sea posible, nuestro afecto, conforme a aquella

40
máxima: Reír con los que ríen y llorar con los que lloran (Rm 12,5), y demostrar que nos
agrada su compañía, siempre que la santidad acompañe a las manifestaciones de nuestro
afecto»

-EnEs 4,4-9

Para la lectura espiritual

«¿Es la caridad cristiana una virtud divina? ¿En qué se diferencia de la tendencia
universal a amar que observamos en todos los seres humanos?

»Antes del cristianismo, Platón trató el tema, de un modo que podríamos llamar
«clásico», en su famoso Simposio. La descripción es muy simple. El amor por una cosa
o por alguien significa desearlos... Es evidente que el amor de Dios no puede ser un
«deseo» de enriquecerse con algo que le viene de fuera, como sería el eros platónico. El
Padre celestial no busca un plus que lo complete, sino que, por el contrario, quiere abrir
sus tesoros. Se trata de la filantropía divina, que no toma, sino que regala.

»La Sagrada Escritura no podía decir que Dios es eros. Por eso emplea otro término:
agápé, benevolencia, misericordia. ¿Y el amor de los hombres? En la raíz de la actividad
de los hijos de Dios hay dos tendencias: el eros, deseo de apropiarse del bien, que es un
modo típicamente humano. Pero, con la gracia de Dios, los hombres son también
capaces de los actos propios del agápé, amar de modo divino, regalar sin pedir
recompensa. Este agápe se manifiesta del modo más evidente en el amor a los enemigos.
A los amigos y bienhechores los deseamos, al amarles practicamos el eros, «como los
paganos». En cambio, haciendo el bien a quienes nos odian demostramos ser «hijos del
Padre del cielo», que hace salir el sol para los buenos y para los malos (cf. Lc 6,27ss).

»Dada la dificultad del tema del amor de Dios, los autores espirituales hablan mucho
más del amor al prójimo. El término más característico, en este contexto, es limosna. En
el lenguaje de hoy, su significado es muy restringido, casi despectivo: su práctica no va
más allá de pequeños dones. Pero, en su origen, significaba una actitud interior: el
sentimiento de piedad, de compasión. Es, según Soloviev, la hermosa manifestación de
nuestra naturaleza social. Quien tiene compasión por el otro siente su mal como propio...

»Por su parte, los contemplativos están en mejores condiciones para realizar las
propiedades típicas de la caridad cristiana: universalidad, perpetuidad, igualdad. Máximo
el Confesor repite a menudo: «Haz todo lo que puedas para amar a todos los hombres. Si
no eres capaz de ello, al menos no odies a ninguno [...]. A este lo detestas; a este otro ni
le amas ni le odias; a otro, lo amas, pero muy moderadamente; a aquel otro lo amas
intensamente [...]. Viendo estas diferencias, reconoce que estás lejos de la caridad
perfecta, que se propone amar con la misma intensidad a todos los hombres».

41
»El autor checo P.Kricka expresa de forma anecdótica, en una poesía, este amor
universal. Su título podría traducirse así: «Diez-diez». El argumento es el siguiente. Un
viejo maestro de escuela elemental, bonachón, procuraba calificar todos los trabajos de
los alumnos con esta nota: diez por el contenido y diez por la ortografía. Pero un día,
dice el poeta, le presenté un trabajo horrible. Se puso a corregir con el lápiz rojo. En
seguida mi escritura estuvo inundada por el mar rojo de las correcciones. Y mi escritura
estaba toda garrapateada, casi ilegible. ¿Qué nota merecía semejante trabajo? El viejo
maestro dudó por un momento, pero no se dejó llevar por el nerviosismo. Al final del
trabajo escribió: «Diez-diez». Y, entre paréntesis: «Excepto algunas faltas de ortografía».
Añade el poeta: «Qué hermoso sería el mundo si pensásemos el uno del otro: Diez-diez,
excepto algunas faltas de ortografía...!».

-T. SPIDLÍK, Il cammino dello Spiritu, Roma 1995, pp. 149-155,passim; (trad. esp.: El
camino del Espíritu, PPC, Madrid 1998).

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«Pero si dentro lleváis una envidia resentida y rivalidad, no os gloriéis
engañándoos contra la verdad. Esa no es sensatez que baja del cielo, sino
terrena, animal, demoníaca. Donde hay envidia y rivalidad, allí hay desorden y
toda clase de maldad... Codiciáis y no obtenéis; asesináis y envidiáis, y no lo
conseguís; peleáis y lucháis, y no alcanzáis porque no pedís».

-St 3,I4-I6,; 4,2

Lectio

«EL amor no es envidioso-celoso» (1 Co 13,4c). La palabra griega zélos tiene un primer


significado positivo: interés intenso por una persona o una causa, emulación, celo. A Dios
se le presenta como un ser celoso en este sentido, en cuanto impulsado por un gran
afecto por el bien de los hombres. El Dios «celoso» del Primer Testamento es el Dios de
la alianza, que no acepta ser colocado en un segundo lugar, porque Israel ocupa en su
corazón el primero. Existe, por tanto, un celo que es bueno, pues es una señal del amor
que debe defenderse o difundirse. Existe un celo positivo, a saber, la pasión por que se
impongan el bien, la verdad, la justicia y la belleza.

Pero la misma palabra tiene también un segundo significado negativo: la envidia o los
celos, que generan todas las actitudes que son causa de rivalidades, disputas, discordias,
hostilidades, calumnias y conflictos. La envidia, o el «celo amargo», no puede proceder
de la sabiduría divina, como dice Santiago, o del amor, como dice Pablo, sino que es
fruto de la sabiduría terrena, la sabiduría de este mundo, realmente mala, que contamina
el corazón y desquicia y envenena la convivencia humana.

La Biblia nos refiere en numerosos episodios el carácter destructivo de esta


enfermedad del alma: Caín mata a Abel por celos (Gn 4,3-8). Por el mismo motivo, José
fue vendido por sus hermanos (Gn 37,3ss). Jesús fue entregado por los celos (Mc 15,10)
provocados por su éxito. La envidia y los celos no son exactamente lo mismo, pero
producen los mismos resultados: amargan el corazón de quien los cultiva (cf Eclo 9,1),
ofuscan la mente, suscitan la mentira, desencadenan contiendas, generan un mundo
envenenado que solo puede curarlo el Espíritu Santo, que derrama en nosotros el agápé,
el cual, a su vez, produce una vigilancia diligente y una acción de contención.

Las descripciones son numerosas y están llenas de matices. Una de las más básicas
es la siguiente: la envidia produce dolor por un bien que posee el otro, mientras que los
celos generan el temor a que otro comparta con nosotros un bien que poseemos o que

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querríamos poseer. A menudo, el objeto de la envidia son las cosas, mientras que los
celos se centran más en las personas. Pero los efectos negativos son muy semejantes.

No es preciso que nos detengamos demasiado en la el carácter destructivo de la


envidia-celo irracional, dado que son muy evidentes sus amargos frutos. Cuando una
situación interpersonal resulta particularmente enredada y difícilmente comprensible,
basta con introducir la hipótesis de los celos o de la envidia para encontrar, en la mayoría
de casos, la clave de interpretación o el principio para su clarificación.

El problema reside en cómo liberarse concretamente de ellos, puesto que tanto la


envidia como los celos son unos amos terroríficos y tiránicos. ¿Cómo liberarse de los
celos cuando tan a menudo están al acecho? ¿Y cómo silenciar la envidia, siempre
dispuesta a amargar la vida? A menudo, se sienten como una verdadera condenación que
arruina la existencia propia y la de los demás.

Meditatio

¿Cómo es posible curarse de esta enfermedad? Intentemos individuar algunas


indicaciones concretas en forma de pequeño decálogo o manual para la acción.

1.Admitir que somos celosos y envidiosos, y, en consecuencia, pedir al Espíritu del Señor
que nos ilumine y nos haga comprender la realidad que habita en nosotros y las
motivaciones reales de nuestras acciones, y que, una vez iluminados, nos libere y nos
convenza interiormente de hacer de ellos materia de confesión y de lucha constante,
conscientes de que no es una liberación fácil ni inmediata.

2.Pedir al Señor que nos haga apreciar los dones de los demás, sus cualidades y sus
talentos, y alegrarnos por todo ello. Es un don que debemos pedir, porque es
ciertamente contrario al deseo de un corazón contaminado.

3.Recordarnos que los celos y la envidia son una falta de confianza en la Providencia,
que distribuye sus dones a quien quiere y como quiere, sabiendo perfectamente lo
que hace. ¿Quién tiene el valor de erigirse en juez del Señor, que, en su plan de
salvación, dispensa los dones según las necesidades?

4.Aprender a reconocer el bien que hacen los demás. Saber reconocer y alabar a quien
hace cosas buenas.

5.Cultivar el agradecimiento por los dones que se han otorgado a quien nos han
precedido en la familia, en el grupo, en la institución..., reconociendo la deuda que
tenemos con ellos.

6.Poner en nuestra mente y en nuestro corazón el reino de Dios por encima de todo: lo

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que importa es que avance el reino de Dios, las cosas de Dios, lo destinado a
perdurar para siempre. Nuestras cosillas personales son insignificantes con respecto
al reino de Dios y adquieren su importancia en la medida en que entran en él. Hay
que habituarse a pensar en términos de ad maiorem Dei gloriam, a optar y preferir
cuanto contribuye y contribuirá a la mayor gloria de Dios.

7.Habituarse a hablar en lo posible utilizando el término nosotros, evitando el uso


inflacionista del yo. Así nos habituaremos a no ser autorreferenciales, es decir, a no
hacer del yo la medida de todas las cosas, distorsionando insensiblemente la realidad:
«Oh, amado yo, tú eres mi dios, desde la aurora te busco».

8.Hacer alguna mortificación o penitencia cada vez que se caiga en la cuenta de haber
actuado por celos o por envidia. Hay que ser severos consigo mismos.

9.Saber reírnos de nuestras propias miserias y sentirnos pequeños y mezquinos cuando


cultivamos esas actitudes o sentimientos. Algunos santos hablaban del «des precio a
uno mismo» cuando se veían neciamente invadidos por sentimientos inconfesables y
peligrosos.

10.Tener siempre presente que la envidia y los celos destruyen la vida fraterna y, por
tanto, nos hacen enemigos del agápé, del amor, y aliados del demonio, que es quien
divide, quien enfrenta a unos con otros.

Oratio

Oh Señor, tú que conoces los pequeños movimientos de envidia que produce mi amor
propio, abre mis ojos a esta realidad, para que vea que son como los «pequeños zorros»
que destruyen y echan a perder las vides. Haz que tenga mi mirada centrada en los
santos, que en el cielo no dejan de desear y pedir que goce del fruto de la redención, y
que por su mediación llegue a la felicidad de la que ellos ya disfrutan. Haz que al igual
que ellos, que se vieron impulsados a actuar por el amor verdadero y no envidioso, que
no tiene otra meta que la gloria de Dios, también yo pueda actuar con respecto al prójimo
comprometiéndome a su servicio y ayudándole a salvarse con un amor no envidioso ni
celoso, sino que solo te tenga en cuenta a ti, oh Dios, sin más aspiración que la de
glorificarte.

Contemplatio

Experto en los asuntos del corazón del hombre, de una gran humanidad en sus relaciones
con los demás, Francisco de Sales sabía construir relaciones sólidas y auténticas con sus
amigos; unas relaciones cargadas de afecto, porque partían del corazón.

Francisco sabe que para tejer unas relaciones interpersonales auténticas hay que

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comenzar «desde dentro», es decir, desde el corazón de la persona. Precisamente, es en
el corazón donde acecha el veneno de la envidia. Advierte que es posible el camino de
una buena autoeducación, pero que este camino dura toda la vida. Es un trabajo que
debe hacerse con serenidad y valor, día a día, paso a paso, con paciencia y sin prisas, y
siempre con dispuestos a volver a comenzar.

En este sentido, nos ofrece el ejemplo de santa Marta:

«Marta tuvo un leve sentimiento de envidia. Son muy pocos quienes no lo tienen,
por muy espirituales que sean, y cuanto más espiritual es uno, tanto más sutil y casi
imperceptible se hace la envidia; cumple, en efecto, sus acciones con tanta habilidad que
resulta muy difícil darse cuenta. Cuando alabamos a alguien, pero retenemos algo de la
alabanza que sabemos se merece, ¿a qué se debe este modo de actuar, sino a la envidia
que sentimos por sus virtudes?».

-Exhortación del 15 de agosto de 1618

La envidia, dice Francisco, procede de un amor enfermo, imperfecto, alborotado.


Quien la tiene se ve conducido a emitir juicios negativos y temerarios, a multiplicar las
sospechas; ve fácilmente en el otro - amigo, compañero de trabajo, familiar, hermano de
orden religiosa - lo negativo; piensa mal de él, lo rebaja a los ojos de los demás, le
arrebata su dignidad; pisoteando su consideración y sintiendo envidia de sus dones; lo
percibe como un rival contra el que debe luchar.

Y en otros pasajes dice lo siguiente: quien es víctima de la envidia se siente


perjudicado con respecto a los demás y es incapaz de gozar del bien ajeno. Y puesto que
la envidia es un fruto horrible de la tristeza, «quita toda belleza al alma» y convierte el
celo en amargura:

«Cuando amamos ardientemente las cosas mundanas y temporales, la belleza, los


honores, la riqueza, la posición social..., todo ello desemboca en la envidia, porque estas
cosas bajas son tan pequeñas, particulares, finitas, limitadas e imperfectas que, cuando
uno las posee, el otro no puede poseerlas totalmente»

-TAD 10,12

Para enseñarnos a combatir la envidia, Francisco nos remite a la necesidad de curar


el corazón con una bella imagen: al igual que quien bebe un concentrado de opio cree ver
cosas horribles por todas partes, así también quien bebe orgullo y envidia ve todas las
cosas malas y reprobables. Para curarse en el primer caso, hay que beber vino de palma,
y en el segundo caso hay que beber vino de caridad. El gran remedio para todos los
males, incluido el de la envidia, es la caridad: si los afectos del corazón son dulces y
caritativos, también serán benévolas las relaciones con los demás (c£ IVD 3,28).

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«Debemos practicar la compasión con el prójimo y la humildad con nosotros, y no
pensar con demasiada facilidad que el prójimo está muy bien y nosotros muy mal. ¡Ay de
mí! Siempre tendremos algo que hacer, algún enemigo que combatir, No nos
sorprendamos de ello».

-Carta del mes de mayo de 1609

«Ahora bien, en cuanto a estas pequeñas tentaciones de vanidad, de sospecha, de


melancolía, de celos, de envidia, de chaladuras pasionales, y otras semejantes trampas
que, como moscas y mosquitos, pasan por delante de los ojos y nos pican en las mejillas
y en la nariz, dado que no es imposible librarnos completamente de su incordio, la mejor
resistencia que podemos hacerles es no inquietarnos, por que nada de ello puede dañar,
aunque sí causar molestias, mientras permanezca firme la resolución de servir a Dios».

-IVD 4,9

Para la lectura espiritual

«Los celos y la envidia están vinculados siempre a la posesión, al medirse con una escala
cuantitativa. En efecto, una tentación permanente de los seres humanos es hacer del
amor una realidad objetual, reducida a esquemas cuantitativos. Ahora bien, si el amor
define a la persona, y esta se realiza en el amor, entonces toda persona tiene el amor
necesario para realizar su propia vida. Si perdemos esta visión de la persona y se
sustituye esta lógica del amor libre con criterios cuantitativos, con una cultura cosificante
y cosificada, entonces la igualdad se convierte en un criterio irrenunciable, aunque siga
sin comprenderse su sentido auténtico.

»Para la Biblia esta mentalidad es el primer fruto del pecado. Estamos


constantemente tentados a mirar bajo los dedos de Dios para ver si actúa correctamente,
es decir, si distribuye las cosas con igualdad. Queremos controlarlo y, en cierto modo,
someterlo a nuestra cultura mezquina, marcada por la lógica de los celos (c£ Mt 12,38;
22,35; Mc 8, 11ss; Lc 11,16; etc.). Desde el instante en que los celos se convierten en la
actitud del hombre solo, aislado, separado de la fuente de la vida, todo cuanto puede
crear una mentalidad de esta índole conduce, de un modo u otro, a la muerte. El
pensamiento que se separa de la vida puede llegar a justificar el homicidio, a ser el
pretexto para obrar mal, la excusa para realizar acciones deicidas y fratricidas; pero no
puede producir nada que tenga vida ni razonar en favor de la persona que vive. Por esta
razón, como dice la Escritura, los celos y la envidia son el camino por el que la muerte
entró en el mundo (cf. Sab 2,24).

»Quien se ha soltado del brazo del amor, es decir, quien no se ha adherido


libremente al amor, ya no percibe cuánto es amado, sino que mira, celoso, cómo es
amado el otro. Al no sentirse amado y, sobre todo, al dar la espalda al amor y abrazar

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una cultura idolátrica y cosificada, mide cómo es amado el otro en clave de posesión de
las cosas, es decir, desde una óptica cuantitativa y celosa. Por eso nunca verá realmente
cómo es amado el otro. Y lo que desearía que fuese el amor para él, el modo en que
querría ser amado, no es sino la expresión de un hambre insaciable de cosas.

»Soloviev aplica a esta enfermedad espiritual el concepto filosófico de la mala


infinitud. La persona, en efecto, solo puede saciarse con las relaciones libres y amorosas
y con las cosas que un amor semejante impregna y dona. Incluso el hijo pródigo pensaba
que se habría realizado personalmente gestionando las cosas según su voluntad -y, por
tanto, poseyéndolas. Pero solo al final de la parábola, cuando regresa a la casa, el abrazo
del padre le descubre la mirada sobre las mismas cosas que antes había tomado para
poseerlas, pero que ahora le recuerdan al padre y su amor, son causa de fiesta y le
pertenecen del todo. Es evidente que para una persona celosa el significado verdadero del
amor personal y libre se mantiene completamente oculto y continuamente obstruido por
un deseo de cosas, gestos y afirmaciones que nunca darán la vida, el amor y las
relaciones libres, que son el elemento constitutivo del mismo hombre.

»En cambio, al permanecer dentro del espacio de amor, y entendiendo, por


consiguiente, a la persona como vocación, llegamos a intuir cómo el otro posee el amor
necesario para llevar a cabo su vocación y realizarse a sí mismo co mo persona a imagen
del Dios trinitario, como persona que vive libremente sus relaciones como hijo adoptivo.
De hecho, si percibo que tú me amas realmente, no puedo odiar al otro que Oamas,
porque al hacerle mal a él te lo estoy haciendo a ti (cf. Mt 25,40)».

-M.I. RuPNIK, Cerco i mieifratelli, op. cit., pp. 14-17, passim.

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«Quien se gloría que se gloríe del Señor... ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y
si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?».

-1 Co 1,31; 4,7

Lectio

«EL amor no es vanidoso», afirma el himno en 1 Co 13,4d. Otros dos pasajes de la


misma carta pueden ayudarnos a comprender y meditar el significado de esta expresión.

Ante todo, en 1 Co 4,7 encontramos una pregunta que no solo se dirige a los
polémicos fieles de Corinto, sino también a ti: ¿nunca piensas que todo lo que tienes, más
aún, todo lo que eres, es un don que se te ha dado por un cierto tiempo para seas útil?
¿Un don que un accidente, una enfermedad o un ictus te podrían arrebatar en un
momento? ¿Por qué te envaneces como si tus capacidades fueran obra tuya, usurpando
así la honra y la gloria a aquel que posee los «derechos de autor», a quien corresponden
los derechos y los honores?

Todo lo has recibido del agápé de Dios para que lo uses en el agápé: eres un don y
deberías hacerte don, con todo cuanto eres y posees. En lugar de gloriarte, deberías dar
gra cias y preguntarte cómo estás usando los dones que has recibido. ¿Estás negociando
con sus talentos, que tú consideras tuyos? ¿A beneficio de quien? ¿No piensas nunca que
gloriarte es una apropiación ilícita? «No hagáis nada por vanidad o vanagloria» (Flp
2,3a). Pablo conoce bien a sus comunidades; es más, conoce perfectamente el corazón
humano, que se apropia fácilmente de los dones recibidos para exhibirse y ponerse por
encima de los demás. Y añade: «pero que cada uno de vosotros, con toda humildad,
considere a los demás superiores a sí mismo» (2,3b). No es fácil llegar a pensar que los
demás son superiores a nosotros. Pero si se entra en la lógica del don, todo resulta claro:
¿y si aquella persona que ha recibido menos dones que yo los estuviera empleando mejor
que yo? Y si los emplea mejor, ¿acaso no es superior a mí delante de Dios?

Pero ya al comienzo de la carta exhorta Pablo diciendo: «Quien se gloría, que se


gloríe del Señor» (1 Co 1,31), es decir, que le dé gracias por sus beneficios, los use con
humildad como objetos valiosos concedidos como un don, los ponga a disposición de
quien tiene necesidad y reconozca que todo procede del Altísimo y a Él debe retornar.
No debe hacerse un monumento a sí mismo con el material destinado a las necesidades
de los hermanos, sino que debe construir, mediante el servicio, el único monumento
destinado a durar a lo largo de los siglos, es decir, el monumento que se erige para mayor

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gloria de Dios. El contexto en que se inserta la exhortación del apóstol es el siguiente:
«Estáis en Cristo Jesús, quien por nosotros» ha sido constituido por Dios en «sabiduría,
justicia, santificación y redención, para que, como está escrito, quien se gloría, que se
gloríe del Señor» (1,30s; cf Jr 9,22s). «El perfecto y pleno gloriarse en Dios - sentencia
Basilio de Cesarea comentando este pasaje - se verifica cuando uno no se encumbra por
su justicia y comprende que ha sido justificado exclusivamente por la fe en Cristo. Y
precisamente en esto se gloría Pablo, que desprecia la justicia propia y busca la que viene
de Dios por medio de jesucristo, es decir, la justicia en la fe».

«Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme, si no es de la cruz de nuestro Señor


Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Ga
6,14). Pablo deriva su alegría, su gloria y su seguridad solamente de la cruz de Cristo,
porque ella, y solo ella, lo libera totalmente. Ella lo capacita para huir del encanto que
esclaviza, de un mundo que ya ha muerto para él; lo capacita para huir de la
preocupación de fundamentar la seguridad en su yo carnal, que ha sido crucificado con
Cristo. Mi verdadera gloria es saber que mi Dios «me ha amado y ha muerto por mí»; es
decir, que gracias a él soy alguien importante, que tengo valor y que puedo gloriarme de
ser amado. No me gloriaré de los reconocimientos que me hacen, sino del hecho de
haber sido amado.

Los hombres y las mujeres hacen ostentación también de sus conquistas amorosas,
pero yo haré ostentación de haber conquistado, no un amor cualquiera, sino al Amor. Y
me jactaré aún más si me concede agradecérselo, e intentaré no olvidar nunca la palabra
del Señor: «Guardaos de practicar vuestra justicia ante los hombres para ser admirados
por ellos; de lo contrario, no os recompensará vuestro Padre del cielo» (Mt 6,1).

Meditatio

En la vida de cada día necesitamos que se nos reconozca, saber el grado de aceptación
que tenemos entre los demás y sentirnos, alguna vez al menos, gratificados. Incluso cam
biamos de estrategia cuando percibimos que nuestra actuación está fuera de lugar. Pero
todo depende de la medida: si es necesario que cuidemos de la propia fama, no es
necesario, en cambio, que busquemos el asentimiento a toda costa. Si es agradable y
consolador sentir cómo se nos dice «¡bravo!», no es evangélico, en cambio, organizar la
aceptación total en torno a nosotros. Si el aparentar es a veces necesario para vivir, no se
puede vivir para aparentar. Si la publicidad es el alma del comercio, no se puede vender
el alma al comercio. Si una vida buena da un buen nombre, no se puede exhibir una vida
buena solamente porque aporta prestigio. Es más, hay momentos en que hay que
rechazar el consenso para defender la propia identidad, especialmente en un mundo que
alaba con gusto a quien acepta componendas y que considera inteligente y sabio a quien
se doblega ante las modas o ante el espíritu de la época.

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En estas situaciones conviene recordar las palabras de Jesús: «Yo no recibo gloria de
los hombres. Pero os conozco y sé que no tenéis en vosotros el amor de Dios. He venido
en nombre de mi Padre, y no me acogéis; si otro viniera en nombre propio, lo acogeríais.
¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros y no buscáis la gloria que
viene del único Dios?» (Jn 5,41-44). Cada cual tiene su círculo, del que «recibe gloria».
Siempre hay alguien que está dispuesto a aplaudirnos, especialmente cuando el grupo se
ha formado sobre la base del consenso. Pero no se puede vivir solo de esto. No podemos
dejar que Jesús nos diga que «recibimos gloria unos de otros», tal vez porque
frecuentamos círculos cerrados y homogéneos, «protegidos», donde escuchan las
palabras que nos gusta decir.

A menudo es necesario tener el valor de ser impopulares, de hablar en nombre de


Dios, impulsados por su amor, corriendo el riesgo de no ser acogidos, además de no
recibir los aplausos de los demás (o los votos de los electores en las siguientes
elecciones). Esta es la situación, por ejemplo, de los profesores, de los catequistas o de
quien se dedica a los chicos o a los jóvenes que se distraen por todo: con ellos y por ellos
se persevera solamente cuando uno está habitado por un gran amor a Dios, cuando se
busca su gloria, cuando nos distanciamos de la imagen de nosotros mismos y cuando
esperamos los aplausos de los ángeles en el día de nuestra entrada en el paraíso.

Estos son los aplausos que realmente cuentan. Y esta es nuestra gloria, conseguida
para nosotros por la cruz de Cristo, con quien colaboramos con nuestra cruz anónima y
silenciosa.

Oratio

Oh Dios, ¿qué dilección digna de ti podremos tener por tu bondad infinita, que desde la
eternidad decidió crearnos, conservarnos, gobernarnos y rescatarnos, salvarnos y
glorificarnos a todos y cada uno de nosotros? ¿Quién era yo cuando aún no existía; este
yo que, aun siendo ahora algo, solo es un insignificante y miserable gusano hecho de
tierra? Y, sin embargo, oh Dios, desde el abismo de tu eternidad has tenido para mí
pensamientos de bendición.

¡Qué grande y amable eres Señor Dios, que por tu bondad infinita diste a tu Hijo
para la redención de todos los seres humanos! Sí, por todos en general, pero también por
mí en particular. ¡Me amó, me amó a mí! -y subrayo este a mí - tal como soy, y se
entregó a la pasión por mí! ¡Oh, sumo amor del corazón de jesús!, ¿qué corazón te
bendecirá con suficiente devoción?

Contemplatio

«Hay personas tan llenas de orgullo que no quieren someterse a nadie. Pretenden ser
superiores a todos, se consideran más cultos y más sabios que cualquier otro y no

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parecen tener necesidad de maestros; en realidad, esta gente es, por lo general, muy
ignorante, pero ninguno tiene el valor de reconocerlo, porque tienen una altísima opinión
de sí mismos».

-Sermón del 13 de diciembre de 1620

«Otros, por un poco de ciencia que poseen, exigen que el mundo entero les honre y
respete. Según ellos, todos deberían apresurarse a aprender cualquier nadería en su
escuela. Se sienten maestros, pero la gente solo piensa que son pedantes [...]. Todo esto
es extremadamente vano, necio e impertinente, y la gloria que estas cosas tan frívolas
reportan es vana, estúpida, frívola».

-IVD 3, 4

«Desean que se vea en ellos todo lo que es excelente, las cualidades, las funciones y
los cargos a los que han sido elevados, y quieren que se les estime por ello».

-Sermón del 29 de septiembre de 1617

«Ocurre algunas veces que quienes se imaginan ser ángeles no son ni siquiera
hombres como es debido; en ellos, teniendo en cuenta la prueba de los hechos, no
encuentras más que palabras y términos grandilocuentes, además de un vacío de
sentimientos y una ausencia de obras».

-IVD 3,2

El temor a la vanidad no debe impedirnos negociar con los talentos recibidos:

«Al hacer el bien pueden venir a la mente pequeños pensamientos de vanagloria: no


les hagáis caso, sino seguid sencillamente con vuestras obras como si no tuvieran nada
que ver con vosotros».

-Carta del 6de noviembre de 1608

«Contra las tentaciones de vanidad y vanagloria hay que hacer un acto positivo y
contrario y, en lugar de envanecerse, humillarse por la propia vanidad, diciendo, por
ejemplo, a nuestro Señor: Sí, Señor, soy vanidoso, y mi espíritu no es sino vanidad».

-Carta del 16 de mayo de 1608

Se trata, pues, de encontrar un punto de equilibrio entre un sano compromiso por


hacer florecer todos los dones que Dios nos ha dado y mantenernos alejados de toda
forma de vanidad. Francisco nos sugiere dos instrumentos infalibles: rectificar la
intención y vivir bajo la mirada de Dios.

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«¿Qué te aprovechará hacer lo que haces para que te vean los demás? Nada, sino
vanidad y satisfacción, que solo valen para ir al infierno; pero si haces tu ayuno y todas
las obras para agradar solo a Dios, habrás trabajado para la eternidad».

-Sermón del9 de febrero de 1622

«Haced vuestras buenas obras en secreto y no para que las vean los demás. No os
comportéis como la araña, símbolo de los orgullosos, sino como la abeja, símbolo del
alma humilde. La araña teje su tela a la vista de todos».

-Sermón del9 de febrero de 1622

Para la lectura espiritual

«Dios, que es amor, nos ha creado para amar; estamos hechos para amar; no podemos
encontrar en otro lugar la plenitud de nuestro ser, nuestra verdadera dignidad, nuestro
justo lugar en el mundo. Estamos hechos para amar a Dios y amar a los demás con Dios.
El ejemplo de la Virgen María nos da la orientación exacta.

»Con su Magnificat, María santísima nos sitúa en la actitud del amor agradecido,
antes de hablar del amor generoso. Es extremadamente importante para la vida espiritual
comprender que nuestro amor a Dios debe ser, antes que nada, un amor agradecido. El
amor generoso viene después, no antes, porque para vivir en el amor debemos recibirlo y
agradecer lo recibido. No somos nosotros la fuente del amor: es una ilusión pensar que el
origen del amor está en nosotros. El amor nos viene del Señor, y si no lo reconocemos,
vamos por un camino equivocado y no podemos progresar, pues en realidad nos
hallamos en el camino de la soberbia, creyendo que estamos en el del amor, y
pretendemos dar cuando lo que necesitamos es recibir.

La humilde sierva del Señor, María santísima, nos libera de esta ilusión con el
cántico del Magnificat. Nos muestra la actitud correcta, es decir, la del amor agradecido
desde el comienzo del camino. María santísima no esperó al final de su vida para dar
gracias a Dios, sino que cantó el Magnificat desde el comienzo, y toda su vida, todo su
camino de amor, se funda en esta actitud. El cántico de María es necesario para preparar
toda gran realización cristiana: solo quienes lo cantan pueden progresar auténticamente en
el amor y conducir a los demás al amor verdadero y a dar gloria al Señor, a glorificar el
amor del Señor.

»Vivir con agradecimiento es la actitud justa que permite progresar en el amor. Se


trata de agradecer la realidad, es decir, que Dios nos ha colmado y sigue colmándonos de
beneficios. Todo cuanto somos y tenemos procede de Dios. Él es quien da la vida
corporal y la mantiene de mil maneras, con el aire que respiramos, los alimentos que
comemos, la luz...; él es quien nos da las personas que nos rodean y el corazón para

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amarlas. Es normal que seamos conscientes de esta situación. En el orden de la gracia se
hace aún más evidente, porque la gracia es un don de amor gratuito más maravilloso que
la vida simplemente natural y, por tanto, debe suscitar una acción de gracias más intensa.
Estamos colmados de innumerables beneficios, y es justo que demos gracias por ello.
Debemos evitar la actitud que considera naturales todos los dones de Dios. Porque son
cotidianos, continuos, nos hemos habituado a ellos, no les prestamos atención y nos
hacemos indiferentes; pero así no crecemos en el amor, sencillamente porque no les
prestamos atención como dones de Dios.

»En cambio, una actitud agradecida no es solamente justa, sino también muy
beneficiosa. La gratitud nos lleva a la alegría y favorece grandemente el progreso
espiritual; de hecho, es su condición indispensable. Debemos saborear la bondad del
Señor, que nos hace crecer, nos permite asimilar las gracias y nos da también la alegría
más grande: la de agradecer el amor del Señor. Tenemos que pasar siempre de los dones
al donante, porque lo más importante es el amor que este manifiesta, no sus dones.

»El movimiento de la codicia natural nos empuja a apoderarnos ávidamente de todos


los dones para nuestro provecho, sin pensar en el donante. Esta actitud egoísta nos hace
perder las cosas más valiosas. Por consiguiente, tenemos que hacer el esfuerzo de
agradecer los dones de Dios y, sobre todo, agradecer en toda ocasión el amor del Señor».

-A. VANHOYE, Per progredire nell'amore, Apostolato della Preghiera, Roma


1998, p. 52, passim; (trad. esp.: Progresar en el amor, PPC, Madrid 2000

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57
-Sal 130

Lectio

ESTE salmo es un ejemplo de confianza en Dios de un hombre que «se ha hecho niño»
y, por tanto, está en condiciones de apreciar el reino de los Cielos, es decir, la proximidad
amorosa y solícita de Dios, a quien se confía totalmente.

Un gesto de confianza de este tipo no es, por lo general, algo espontáneo, sino que es
fruto de humillaciones aceptadas como otras tantas experiencias salvíficas. Pedro se hace
humilde después de la humillación de la negación. En el capítulo 11 del libro de los
Hechos de los Apóstoles leemos que la comunidad de Jerusalén no parecía estar muy de
acuerdo con su decisión de admitir inmediatamente al bautismo a un pagano como
Cornelio. Algunos, incluso, lo recriminaron. Los ánimos debían de estar muy caldeados,
y la oposición debía de ser bastante fuerte cuando el pacífico Lucas se siente en el deber
de escribir que, al final del discurso de Pedro, «se calmaron» (v. 18). Pedro no pone en
primer plano su autoridad, sino que «expone con orden» (v. 4) y paciencia los hechos,
desmontando la agresividad al mostrar la indiscutible e irresistible acción de Dios. El
camino espiritual de Pedro sigue la trayectoria de un crecimiento en la humildad y, al
mismo tiempo, en la autoridad. Pero es también un hombre de oración, porque lloró
amargas lágrimas de arrepentimiento cuando entendió sus límites. Y la misma admisión
directa al bautismo del primer pagano está marcada por acontecimientos madurados
durante la oración.

58
Las humillaciones, que se producen en cualquier momento de la vida, y la oración
constante purifican de la contaminación del orgullo y contribuyen a la formación de una
comunidad fraterna.

«El amor edifica» (1 Co 8,1), mientras que el conocimiento sin el amor, es decir, sin
el sentido de la responsabilidad y del servicio a los demás, puede fácilmente llenarse de
orgullo, que le hace a uno hincharse para afirmar su superioridad y, de ese modo, minar
la convivencia humana. Un conocimiento sin amor puede llegar incluso poner en el
centro de todo el propio pensamiento, por encima incluso del de Cristo y de la iglesia,
impermeable a cualquier amonestación. La Escritura está llena de advertencias en este
sentido: «Tened los mismos sentimientos los unos hacia los otros; no alimentéis deseos
de grandeza, antes bien, tended a lo que es humilde. No os consideréis sabios», o «no os
ha gáis una idea demasiado elevada de vosotros» (Rm 12,16). Y el profeta Isaías dice:
«¡Ay de quienes se creen sabios y se consideran inteligentes!» (Is 5,1). ¿Cómo puede
recibir consejos, formación, ayuda y corrección quien cree saberlo todo? ¡Ay si se les
contradice, se les contesta o se les pone en tela de juicio...! Se desencadenan la polémica
y las reacciones. Por tanto, cuando falta el amor, nos hacemos fácilmente esclavos de
nosotros mismos, de las propias opiniones, que consideramos irrefutables, y también de
los propios deseos y ambiciones.

Pedro había aprendido muy bien la lección, y en su Primera Carta dirá: «Revestíos
todos de humildad en el trato mutuo, pues Dios resiste a los soberbios y otorga su gracia
a los humildes» (1 Pe 5,5). Y la gracia es también el don de ser aceptados en la
comunidad, porque no solo Dios resiste a los soberbios, sino que también los seres
humanos se oponen a ellos, cuando no los ridiculizan.

También María, la dulce madre de jesús, había cantado: «Dispersó a los soberbios
de corazón» o «dispersó a quienes piensan orgullosamente», como acertadamente
traduce la TOB (Traduction Oecuménique de la Bible). El soberbio puede imponerse,
pero no conquista los corazones y no resiste por mucho tiempo. Agradándose demasiado
a sí mismo, no agrada a Dios ni a los hombres.

Meditatio

Existen situaciones que alimentan el orgullo del corazón. Una de estas es el poder:
cuando Moisés y Aarón se presentaron al faraón para que dejase marchar al pueblo al
objeto de realizar una celebración en el desierto, el faraón les replicó: «¿Quién es el
Señor para que tenga yo que obedecer le dejando marchar a los israelitas? Ni reconozco
al Señor ni dejaré marchar a los israelitas» (Ex 5,1s). En este punto comienza el
endurecimiento del corazón del faraón. El poder puede cegar, puede esclerotizar el
corazón, que para la Sagrada Escritura es el órgano mediante el cual se conoce la realidad
en su complejidad. El corazón deja de percibir la realidad, se ciega, se cierra sobre sí

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mismo y piensa que tiene todo el conocimiento y todas las soluciones al alcance de la
mano. El poder puede hinchar y engañar, porque ciega. Nos referimos a toda forma de
poder, incluido el religioso, además del político, cultural, económico, etc.

También hay actitudes que son admirables en sí mismas, pero que pueden verse
fácilmente contaminadas por el orgullo. En este sentido encontramos los eufemismos
ambiguos o los disfraces del orgullo. Por ejemplo, la coherencia puede ser para un
orgulloso la máscara que encubre su resistencia a cambiar de opinión, la expresión de una
voluntad firme que no está dispuesta a cambiar sus posiciones. La tozudez y la
testarudez se venden como firmeza de carácter, como defensa de los principios, como
fidelidad a las propias opciones, etc. El respeto exterior a los demás puede hacer buenas
migas con el desprecio interior. El orgulloso es cortés, pero frío. No entra en discusión o
en polémica alguna por el simple hecho de que ni siquiera considera dignos de tener en
cuenta los argumentos de los demás: no quiere perder el tiempo con personas
insignificantes. Para quien está lleno de sí, la tolerancia puede convertirse en la palabra
biensonante que expresa realmente su desinterés por lo que hacen o dicen los demás. Si
el vanidoso necesita la aprobación y el reconocimiento de los otros, el orgulloso
encuentra en sí mismo su propia seguridad y confirmación y, por tanto, deja que los
demás hagan o digan lo que quieran, pues está arrogantemente convencido de que no
tiene nada que aprender de ellos.

La modestia o la falta de autovaloración pueden ser el disfraz que adopta el


ambicioso para emerger, para hacer carrera, para subir, tal vez con menos rapidez, pero
con más seguridad, los peldaños de los cargos o del reconocimiento. Dicho disfraz puede
cambiarse cuando llegan los reconocimientos ambicionados: «Les gusta ocupar los
primeros puestos en las comidas y los primeros asientos en las sinagogas; que los salude
la gente por la calle...» (Mt 23,6). La laboriosidad, cuando es insensible a los consejos
acreditados o a las exhortaciones a la prudencia, puede ser expresión de la ambición de
afirmarse a uno mismo y sus propias capacidades con la convicción oculta de que «no
hay nadie mejor que yo» y que, por tanto, debo aprovechar y utilizar mis talentos contra
todos para «hacer ver quién soy realmente yo» a quienes se han atrevido a ponerme
obstáculos. El desprecio de sí mismo puede ocultar una gran dosis de orgullo, porque no
se acepta que Dios nos ama tal como somos, tal como nos ha hecho, para santificarnos a
partir de nuestra realidad, pretendiendo, en cambio, ser mucho mejores. Y podríamos
proseguir con esta especie de examen de conciencia, necesario para no hacerse
demasiadas ilusiones con las motivaciones bien intencionadas, pero que pueden
contaminarse del orgullo que está siempre al acecho.

El apóstol Pablo nos tranquiliza:

«Apelando al don que me han hecho, me dirijo a cada uno de vuestra


comunidad: no tengáis pretensiones desmedidas, antes tended a la mesura, cada
uno según el grado de fe que Dios le haya asignado. Es como en un cuerpo:

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tenemos muchos miembros, no todos con la misma función; así, aunque somos
muchos, formamos con Cristo un solo cuerpo, y respecto a los demás somos
miembros. Usemos los dones diversos que poseemos según la gracia que nos
han concedido».

-Rm 12,3-6a

Oratio

Oh Dios, sabemos que lo bueno que hay en nuestro interior no procede de nosotros, pero
nuestra naturaleza humana reconduce a ella todo cuanto le beneficia, y desea toda clase
de dignidades y distinciones. Nuestro amor propio no solo se apropia de toda la gloria
que en cierto modo le pertenece, sino también de aquella que no le es debida por ningún
motivo. Haz, Señor, que no seamos como la araña, símbolo del orgulloso, que teje su
tela a la vista de todos y jamás lo hace en secreto, sino como la abeja, símbolo del alma
humilde, que trabaja para la eternidad y para agradarte solo a ti, oh Altísimo.

Contemplatio

«Hay corazones agrios, amargos y ásperos por naturaleza, que agrían y amargan todo
cuanto reciben. Otros hacen juicios temerarios, no por acrimonia, sino por orgullo;
piensan que, en la medida en que rebajan el honor de los otros, aumentan el propio. Son
espíritus arrogantes y presuntuosos, llenos de admiración por sí mismos, y se tienen en
tan alta estima que todo lo demás les parece pequeño y bajo: "Yo no soy como los demás
hombres", decía aquel fariseo (Lc 18,11). En algunos no es tan evidente este orgullo, y
se manifiesta únicamente en una cierta complacencia en los defectos de los demás, para
saborear con más deleite el bien contrario, del cual se creen plenamente dotados; y esta
complacencia es tan secreta e imperceptible que, si no se tiene una vista muy aguzada,
no es fácil descubrirla, y los mismos que la sienten no la conocen si no se les muestra.

»La humildad no acepta que pensemos ser los mejores y que creamos tener derecho
a una mayor consideración que los demás.

»Son varias las razones por las que debemos considerar vana la gloria que se nos
atribuye: o bien porque no está en nosotros; o bien porque está en nosotros pero no es
nuestra; o bien porque, aun estando en nosotros y siendo nuestra, no es merecida. La
nobleza del linaje, el favor de los magnates, la popularidad... son cosas que no están en
nosotros, sino en nuestros antepasados o en la estima de los demás. Algunos se muestran
orgullosos y arrogantes porque cabalgan sobre un bravo corcel o porque llevan un
penacho de plumas en su sombrero, o porque visten lujosamente. ¿No te parece que esta
gente está un tanto loca? Porque, si queremos hablar con rigor de la gloria, esta pertenece
al caballo, al ave o al sastre. Hay que tener cara para tomar prestada la estima a un

61
caballo, a unas plumas o a un pliegue de un vestido. La belleza que se consigue con ellos
carece de valor, porque para ser graciosa la belleza debe ser descuidada; la ciencia nos
deshonra cuando nos hincha y degenera en pedantería.

»Si somos exigentes en lo que se refiere al linaje, al rango, a los títulos, sometamos
nuestras cualidades al examen de los demás, a su investigación sobre nosotros, a su
indagación, y así nos resultarán vacías y antipáticas las que pensábamos que eran
nuestras cualidades. Así es, en efecto, porque el honor, que es bueno cuando es recibido
como un don, resulta ordinario y carente de valor cuando es exigido, buscado o
mendigado. El deseo y el amor de la virtud nos hace ya un poco virtuosos; en cambio, el
deseo y el amor de los honores solo nos hacen merecedores de desprecio y reproche. Las
personas serias no pierden el tiempo en el inútil embrollo de jerarquías, honores y re
verencias; tienen otras cosas en qué ocuparse; esto es propio de espíritus frívolos. Quien
puede tener perlas no va a buscar conchas, y quienes aspiran a la virtud no se desviven
por los honores.

»La humildad nos perfecciona con respecto a Dios, y lo mismo hace la dulzura con
respecto al prójimo. Este carisma místico, compuesto de amabilidad y de humildad, debe
encontrarse dentro de tu corazón. El hábil engaño del maligno consiste, efectivamente, en
hacer que muchos se detengan en las palabras y las actitudes exteriores de estas dos
virtudes, con las que, en su superficialidad imperdonable, piensan que son humildes y
dulces, mientras que, de hecho, no lo son, y así se delatan, porque a pesar de su
ceremoniosa humildad y dulzura, a la menor palabra molesta que se les diga, a la menor
injuria que reciban, se yerguen con una arrogancia inesperada. Si reaccionas mostrándote
orgullosa, llena de ira e irritada en cuanto eres picada y mordida por los maldicientes, es
que tu humildad y tu dulzura no son profundas y sinceras, sino superficiales y
epidérmicas. Cuando la humildad y la dulzura son verdaderas y sinceras, nos defienden
de la hinchazón y el ardor que las injurias suelen provocar en nuestros corazones».

-IVD 3, 4, passim

Para la lectura espiritual

«Jesús comentó a sus apóstoles lo que sucede en lo profundo de la tentación con aquellas
pocas palabras que pronunció en el momento en que él mismo, triste hasta la muerte,
estaba a merced de su tentación decisiva: "El espíritu es decidido, pero la carne es débil;
velad y orad para no caer en tentación" (Mt 26,41). En el corazón de jesús, yen el de sus
discípulos, luchan entre sí dos fuerzas antagónicas: la carne, enferma y débil, y el
espíritu, el del hombre, pero también el de Dios, ambos ciertamente ardientes, pero
obstaculizados terriblemente por las pulsiones de la carne. Jesús aconseja una doble
actitud: la vigilancia y la oración. En efecto, es en lo profundo de la tentación, más que
en cualquier otra situación, donde el creyente, ya debilitado por la complicidad de la

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carne, siente la necesidad absoluta de la ayuda de Dios: le grita que le auxilie. Justo aquí,
en el corazón de la crisis - porque se trata de una verdadera y auténtica crisis-, nacerá,
como don del Espíritu, la humildad auténtica, que, por sí sola, permitirá atravesar la
tentación con el mínimo riesgo.

»Ceder a esta pedagogía dolorosa de Dios significa, por tanto, aceptar


necesariamente caminar en el mismo sentido, es decir, no huir ante la humillación que
inflige la tentación, sino abrazarla en cierto modo, no por una especie de oscuro
masoquismo inconsciente, sino porque se intuye en ella la fuente secreta de la única vida
auténtica. Expresándonos con lenguaje bíblico, diríamos que es ahí donde se romperá el
corazón de piedra y se revelará el corazón de carne, atrincherándose provisionalmente
tras numerosas defensas inconscientes. En efecto, hacerlo trizas constituye, desde una
perspectiva psicológica, una prueba terrible. En primer lugar, para el espejo narcisista que
nos acompaña a todas partes y que debe hacerse añicos, literalmente. Después, para el
fariseo oculto en nuestro corazón, que debe esforzarse tanto contra esta caída que no le
permite ya salvar las apariencias. Y, con todo, insisten los autores antiguos, necesitamos
seguir las huellas de la gracia justo hasta este punto, porque es en la humillación aceptada
y espiritualmente «asimilada», me atrevería a decir, donde nos espera la salvación.

»Tal es, por tanto, la tarea del hombre, según los padres, en el encuentro doloroso
entre la libertad herida por el pecado, por una parte, y la gracia restauradora, por otra:
aquella gracia que es al mismo tiempo respetuosa y perfectamente soberana. Esta tarea
es el paso obligado a través de la humillación, condición indispensable para una humildad
verdadera».

-A. LoUF, L'umiltá, Qigajon, Magnano 2000, p. 27, passim).

63
64
«El amor no es irrespetuoso»

-1 Co 13,5a

Lectio

LA expresión «el amor no es irrespetuoso» podría traducirse literalmente diciendo que el


amor no es impúdico, no es obsceno. Los consejos que da Pablo sobre la sociedad
grecorromana, tan decadente como la nuestra, son bien conocidos:

«Procedamos con decencia, como de día: no en comilonas y borracheras, no en


orgías y desenfrenos, no en riñas y contiendas. Revestíos del Señor Jesucristo y
no satisfagáis los deseos de la carne».

-Rm 13,13-14; cf. Col 3,5; 1 Co 6,19s.

El amor no hace nada indecoroso, no escucha los cantos de sirena del permisivismo,
no cede a los estímulos eróticos y, por respeto al otro, se compromete en el dominio de
sí. De este modo, evita ejercer toda forma de violencia, partiendo de aquella que está
solapada, especialmente la violencia sexual contra los menores de edad, tan justamente
reprobada por la opinión pública. Pero se puede igualmente abusar de un adulto
explotándolo o pisoteando su dignidad, aprovechándose tal vez de la propia posición.

El respeto cultiva la buena educación en el comportamiento y en la comunicación,


evitando «vulgaridades, estupideces, groserías, cosas inconvenientes» (Ef 5,4), así como
«cólera, ira, malicia, maledicencia, obscenidades» (Col 3,8). Amar al prójimo nos
compromete también a mantener permanentemente la vigilancia para no dejarnos
impregnar por las sutiles instigaciones del ambiente en el que reinan la maledicencia, el
cotilleo ultrajante y las críticas groseras.

Base de la convivencia

El respeto al otro es una importante virtud social que va más allá del comportamiento
correcto y educado, pero que procede de la conciencia real y profunda de la dignidad de
toda persona, que desde el punto de vista evangélico se intensifica aún más porque
vemos al Señor Jesús en toda persona, sobre todo en el débil. «Lo que hayáis hecho a
estos mis hermanos más pequeños a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

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La virtud social y evangélica del respeto al otro es actualmente más necesaria, si
cabe, en un mundo pluralista, en el que conviven ideas, religiones y valores diferentes. El
respeto no significa renunciar a la propia identidad. Las propias convicciones, en especial
las relativas a la fe, deben afirmarse sin vacilación, pero también de forma educada.
Podría decirse que el «respeto al otro» pone en marcha, necesariamente, el arte del
diálogo, que está hecho de escuchar las necesidades de los demás, de dejarse enriquecer
por la aportación de los otros, pero también de enriquecer al otro, de discernir entre lo
que debe aceptarse o rechazarse, entre lo que debe comunicarse y las modalidades de la
comunicación.

Agustín, un gran maestro de la vida fraterna, hablaba del respeto recíproco, que era
para él el sabroso fruto de una aguda mirada de fe: «En vosotros honráis recíprocamente
a Dios, del que sois templo». Hay un cierto matiz aristocrático en la visión agustiniana.
No basta la cordialidad, sino que es necesario ese respeto que tiene su origen en el hecho
de ver al otro como el templo en el que Dios habita. «Templos de Dios - añadirá - no son
solo los individuos, sino todos juntos». El término «monje» deriva de mónos, que
significa [un individuo] solo; pero el mónos debe convertirse en una comunidad tan unida
que llegue a ser como una sola persona. Sobre esta base del respeto puede construirse la
santa amistad, que es «dulce» porque hace más apreciable la unidad. Agustín distaba
mucho del rigor disciplinar de los monjes orientales. A su parecer, el combate espiritual se
centra en reducir las pretensiones del yo despótico y destructor de las relaciones
fraternas. No recomendaba ni aconsejaba las duras penitencias de los monjes egipcios.
Permitía tomar vino comiendo, pero no toleraba la murmuración. Había hecho escribir
en el refectorio lo siguiente. «Sepa que no es digno de sentarse en esta mesa aquel a
quien le guste desacreditar con maledicencia la vida de los ausentes». Su comunidad era
realmente una comunidad fraterna, que se ejercitaba en la «caridad pastoral» mediante el
respeto y la benevolencia.

Meditatio

No amargar con las propias amarguras

Una de las formas más extendidas de la falta de respeto consiste en implicar


habitualmente a los demás en nuestros descontentos, tristezas y amarguras. La refinada
civilización oriental presta mucha atención a esta actitud, considerando indecoroso cargar
a los demás con las propias preocupaciones y valorando mucho a quien sabe sonreír
incluso en medio de las dificultades, guardándose para sí mismo sus problemas. Mucho
más admirable se considera a quien sabe ser jovial y hacer más fáciles las cosas con su
visión positiva y optimista de la realidad.

Cuando nos vemos tentados a verlo todo oscuro, complicado, insoportable, difícil, y
acusamos de ello a los demás, es fácil que estemos faltando al respeto. Más evangélico

66
sería preguntarse: ¿tengo tan poca alegría en el corazón como para ser tan pesimista?;
¿me parecerían tan insoportables las cosas si tuviese más alegría? Tener más alegría para
sí y para los demás es un programa excelente, pero no es nada fácil mientras no se ha
descubierto el valor de la cruz en la propia vida. Y la cruz está siempre presente en la
vida: los fracasos, la escasa relevancia de lo que se hace, el espíritu del mundo que vacía
de sentido los asuntos de Dios, el desajuste entre lo ideal y lo real, la diferencia entre el
esfuerzo y los resultados, un mundo que parece caminar irrefrenablemente hacia el vacío
espiritual... son situaciones que no invitan al optimismo, sino que empujan nuestro
barómetro hacia la presión baja, cuando no hacia la depresión.

Alegría y jovialidad

A veces será precisa la intervención médica o terapéutica; pero siempre contamos con la
invitación del Señor a descubrir el valor de la cruz, que, ciertamente, configura con el
Cristo crucificado, pero también con el Cristo resucitado: «Desbordo de gozo en toda
clase de tribulaciones» (2 Co 7,4), decía Pablo, aludiendo claramente al misterio pascual
con el que se sentía unido.

La consideración de la cruz no permite caer, al menos habitualmente, en el amargo


pesimismo que amarga a los demás. La fuerza del Espíritu del Resucitado no permite
dejarse atrapar en el círculo tenebroso de la frustración y la desilusión, sino que hace
descubrir el camino de la cruz como camino de la vida y la participación en los
sufrimientos de Cristo, como el privilegio de poder ser asociado a su salvación, que no es
obra humana, sino de Dios. Allí donde el espíritu del hombre te dice que todo es inútil, el
Espíritu del Señor te dice que precisamente es eso lo que hace falta. Si los hechos te
dicen que eres un derrotado, el Espíritu del Resucitado te recuerda que todo comenzó
tras la derrota de la cruz.

La alegría en el corazón produce jovialidad, y esta no solo genera respeto, sino que
promociona al otro y evangeliza el ambiente, porque proclama que todo es gracia, que
todo puede cooperar al bien, que todo lleva a la alegría. La alegría del cristiano es una
conquista y un don. Es fruto de la ascética y de la oración, y es el cumplimiento de la
promesa de jesús, que quiere que para los suyos, los que el Padre le ha dado, «la alegría
sea plena» (Jn 15,11). Y en esto consiste la primera evangelización: en procurar con
cordial firmeza que la vida con el Señor está impregnada de su presencia tranquilizadora
y que, cuando estamos serenos, se pueden suavizar las asperezas y mitigar los conflictos:
«Por lo demás, hermanos, estad alegres, tended a la perfección, animaos unos a otros,
tened los mismos sentimientos, vivid en paz con Dios, y el Dios del amor y de la paz
estará con vosotros» (2 Co 13,11).

Una anécdota. Un grupo de jóvenes pidieron a unos esposos que celebraban sus
sesenta años de matrimonio que les dieran un consejo. Y ellos les dijeron: «Respetaos».

67
Oratio

Oh, dulce jesús, quien te tiene en el corazón te tendrá enseguida en todas las acciones.
Vive tú, jesús, en mi corazón, y así mi vida producirá tus acciones, sus frutos marcados
por tu mismo amor. Para que suceda te pido que purifiques, eduques y renueves mi
corazón. Concédeme evitar la afectación, la vanidad, el rebuscamiento, las locuras, para
buscar la gracia, la afabilidad y la dignidad. Dame un corazón puro que tienda siempre al
bien, que sea respetuoso con el prójimo, capaz de estimarlo y de ser amable. Que no
salga de mi boca ninguna palabra airada, sino tan solo palabras cordiales, limpias y
dulces. Al tenerme siempre cerca de ti, Jesucristo crucificado, reposando en tu corazón
casto e inmaculado, sabré ofrecer a mis hermanos y hermanas un corazón lleno de
alegría y de amor.

Contemplatio

San Francisco de Sales habla con franqueza del mal de la impudicia y se mantiene firme
al exigir a sus discípulos renuncias exigentes y opciones fundadas en la razón y en el
amor. Ejemplar por la franqueza que rezuma y por la actualidad que posee es la carta
que envió al joven hijo de Juana de Chantal, Celso Benigno, que estaba a punto de partir
para la corte de París, donde le esperaba la carrera militar en un ambiente corrompido:

«En primer lugar, quisiera que en su comportamiento y sus conversaciones haga una
profesión abierta de vivir virtuosamente, juiciosamente, sabiamente y cristianamente.
Digo virtuosamente para que nadie se engañe creyendo poder inducirle a una vida
desordenada. juiciosamente, no en el sentido de que tenga que manifestar exteriormente
sus intenciones con signos extraordinarios, sino solo en el sentido de que sus actos estén
tan conformes con su condición que no puedan ser reprobados por personas sensatas.
Sabiamente, porque si no manifiesta una constancia de voluntad inalterable, expone sus
propósitos a la vista y los ataques de muchos miserables que trabajan siempre para atraer
a los demás a su forma de vida. Y digo, en fin, cristianamente, porque muchos hacen
profesión de querer ser virtuosos filosóficamente, pero en realidad no lo son en absoluto.
Estos no son sino fantasmas de la virtud, que, con un comportamiento ceremonioso y un
río de palabras, esconden su vida mala y sus humores a los ojos de aquellos con quienes
deben relacionarse. Pero nosotros, que sabemos que no podemos tener una pizca de
virtud sin la gracia de nuestro Señor, debemos intentar vivir virtuosamente recurriendo a
la piedad y a la santa devoción, pues de lo contrario solo seremos virtuosos en la
imaginación y en las apariencias. Tiene una importancia incalculable dar a conocer
enseguida lo que se quiere ser siempre. En esto no hay que condescender nunca».

-Carta del 8 de diciembre de 1610

La carta acaba con una valiente exhortación a la ascesis, que podría ser significativa
y actual también para nosotros, que vivimos en una época de emergencia en el sistema

68
educativo:

«Quisiera que alguna vez dominara su cuerpo haciéndole probar alguna severidad o
algún sacrificio, renunciando frecuentemente a las cosas que agradan a los sentidos. Es
de gran necesidad que, al menos alguna vez, la razón haga sentir su superioridad y el
derecho que tiene a controlar los apetitos sensuales».

-Ibid.

Nuestro santo vivió y enseñó el respeto total al prójimo:

«Es necesario que veamos siempre al prójimo en Dios, el cual quiere que lo amemos
y lo tratemos con gran respeto».

-Carta del 3 de mayo de 1604

«Uno de los peores defectos que puede tener una persona es ser burlón. Ningún
vicio es más contrario a la caridad, y mucho más a la devoción, que el despreciar y
mofarse del prójimo. Ahora bien, la burla y la mofa siempre suponen este menosprecio;
por esto, es un pecado muy grave».

-IVD 3,27

Para la lectura espiritual

«Hoy es inútil combatir la teoría difundida en el siglo pasado sobre el espíritu alegre de la
antigüedad y sobre la tristeza del cristianismo. Ahora bien, la rápida difusión durante los
primeros siglos del cristianismo, la religión de los pobres y de los sencillos, en el mundo
de la cultura grecorromana se explica precisamente por el hecho de que proclamaba la
alegre noticia de la victoria sobre los males contra los que los seres humanos se sentían
impotentes: el destino, la muerte, el dolor... La predicación de Cristo recibió el nombre de
eu-aggélion, es decir, una noticia buena, alegre. El cristianismo es la religión de la gracia.

»El término griego cháris significa precisamente alegría. El saludo del ángel a María
[...] tiene el sentido de "alégrate". La Escritura nos exhorta a orar con alegría (cf. Sal 9,5;
31,11; 99,1; 104,3; etc.) A menudo se apela a las palabras del san Pablo: "Cada uno
aporte lo que en conciencia se ha propuesto, no a disgusto ni a la fuerza, que Dios ama al
que da con alegría" (2 Co 9,7). El culmen y la finalidad de la perfección cristiana es la
caridad. Quien ama da con gusto y, aun cuando exige sacrificio, lo hace con generosidad
y con deleite. Esta es la prueba de que se hace por amor.

»El trabajo hecho con alegría avanza como si se hiciera solo. Escribe Aristóteles: "La
alegría perfecciona la obra; la tristeza la destruye". San Juan Crisóstomo explica en este
sentido las palabras del salmo "Por el camino de tus mandatos correré" (119,32). La

69
alegría da fuerza y vigor. Todo va más fácil y velozmente. Quien adopta una actitud
alegre ante la vida no se fija en los obstáculos pequeños y vence con valor los grandes.
Al contrario, si vemos a alguien que está constantemente triste, tememos con razón que
no soportará la fatiga del camino, sobre todo cuando se encuentre con grandes
obstáculos.

»Hacer con alegría los propios deberes religiosos es un modo eficaz de apostolado.
Nadie se siente atraído a entrar en un grupo de gente triste y descontenta; al contrario,
todos quisieran acercarse a los ambientes donde se encuentra felicidad y alegría. San
León advierte a los religiosos que su "modestia sea santa, no triste". San Francisco
deseaba que en el rostro de sus hermanos se descubriera la alegría, el deseo de hacer más
de cuanto se hacía, y no la fatiga o el descontento. Así es como debían salir por las
calles.

»La enseñanza moral cristiana afirma que la vida que Dios quiere es la vida que es
inocente por naturaleza -y, por tanto, dichosa - tal como salió de sus manos creadoras.
Quien ama la virtud y está triste al mismo tiempo, niega la verdad que él mismo quiere
creer, o al menos suscita esta impresión en los demás.

»Por esta razón, Hermas (autor cristiano del siglo II) incluye la tristeza entre las
pasiones malas de las que hay que purificar el corazón. Una sola tristeza es encomiable,
enseñan los ascetas: el arrepentimiento por el pecado. Pero esta tristeza se convertirá
enseguida en fuente de alegría. San Francisco de Asís, según cuenta su biografía,
exhortaba a no caer en la tristeza. La tristeza del hombre es la alegría del diablo. El
hombre triste se ve llevado fácilmente a la desesperación o a buscar el placer no en las
cosas espirituales, sino en las alegrías mundanas. San Gregorio Magno, coincidiendo con
esta tesis, escribió: "El alma no puede existir sin alegría. Busca, por consiguiente, el
placer en las cosas bajas si no lo encuentra en las cosas nobles"».

-T. SPIDLÍK, Manuale fondamentale di spiritualitá, Piemme, Casale Monferrato 19973,


pp. 239-241

70
71
«Nadie busque su interés, sino el del prójimo».

-1 Co 10,24

«Busque cada cual agradar al prójimo en el bien, para edificarlo, puesto que
Cristo no buscó agradarse así mismo».

-Rm 15,2-3a

Lectio

EN el libro de los Hechos de los Apóstoles se nos presentan, uno junto a otro, dos
modelos contrapuestos: el positivo de Bernabé y el negativo de Ananías y Safira.
Bernabé es el modelo de quien no busca su interés: «Un tal José, a quien los apóstoles
llamaban Bernabé, que significa "hijo del consuelo"..., poseía un campo: lo vendió, llevó
el precio y lo depositó a los pies de los apóstoles» (Hch 4,36-37). En cambio, el
matrimonio es un ejemplo de la hipocresía que camufla el interés propio con el
desinterés: «Un tal Ananías, con la connivencia de su mujer Safira, vendió una posesión,
se quedó con parte del dinero, llevó lo restante y lo depositó a los pies de los apóstoles»
(5,1-2). La drástica sanción que enseguida decreta Pedro, no obstante su carácter afable,
indica el peligro que representa la hipocresía para la comunidad cristia na, es decir, la
actitud de quienes fingen ser desinteresados para conseguir prestigio y reconocimiento.
No es la persecución lo que debilita a la iglesia, sino la hipocresía; y para extinguirla
recurre Pedro a medios extremos. La hipocresía es semper damnanda (siempre
condenable) y debe extirparse en toda ocasión.

Con frecuencia, en las relaciones con los demás nos buscamos realmente a nosotros
mismos. Se trata de una enfermedad originada por el pecado, que está también en la raíz
de otras patologías como el narcisismo, el egocentrismo, la convicción de que solo está
bien lo que yo hago, las cuentas innumerables que hacemos para salvar el propio
egoísmo cuando se ve amenazado, los recovecos que damos para hacer lo que queremos
a cualquier precio, la defensa de la parcela propia con las más sutiles argumentaciones...
De ahí que Pablo nos exhorte diciendo: «Nadie busque su interés, sino el del prójimo» (1
Co 10,24). También Lucas es un maestro de la enseñanza del desinterés. Ve la
autenticidad de la conversión en el desapego de los bienes: «Quien no renuncia a todos
sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,3). No solo basta con la renuncia, sino
que tampoco hay que buscar ninguna recompensa o «restitución», porque «recibirás tu
recompensa cuando resuciten los justos» (14,14).

72
Estas convicciones constituyen una liberación de la ley del do ut des y una exaltación
de la gratuidad. Son la superación de la pura ley del mercado, de la dura ley del beneficio
y el interés y del hacer lo posible para ser reconocidos y evitar así que se diga de
nosotros: «Ya han recibido su recompensa». Implican un cambio radical de la perspectiva
y del corazón; en efecto, jesús nos dice: el que quiera ser grande (mégas), que se haga
siervo (didkonos); y el que quiera ser el primero (prótos), que se haga esclavo (doúlos) (c
£ Mc 10,34). Cuanto más quieras subir, tanto más debes descen der al servicio
desinteresado. Tu «carrera» sube rápidamente hacia lo alto en la medida en que se
convierte en un recorrido hacia abajo, hacia el servicio humilde. Quien desea los puestos
más importantes en el Reino debe estar dispuesto, como jesús, a ser un siervo. Este es el
único privilegio que puede conceder. Cuanto más sirvas, tanto más importante serás en el
Reino. Cuanto más desinteresado seas, tanto más harás en favor de tu verdadero interés,
porque «acumulas tesoros en el cielo».

«Busque cada cual agradar al prójimo en el bien, para edificarlo», es la exhortación


que hace Pablo en Rm 15,2 y que podríamos interpretar como escuchar con
benevolencia al prójimo, pedir con amabilidad y cortesía, ceder el puesto, no competir de
forma sucia, ser leales y compresivos con las debilidades de los demás... Se trata de
buscar más el «nosotros» que el «yo»: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch
20,35). Tal es el punto de llegada del «no buscar el interés propio»: la alegría de
contentar a los demás supera a la de recibir beneficios, prebendas y reconocimientos.

Meditatio

San Agustín considera que el desinterés es el criterio que define a la nueva sociedad que
nace del evangelio:

«Dos amores, uno social y otro privado, distinguen a las dos ciudades surgidas
en el género humano: la de los justos y la de los inicuos. Uno contribuye a la
utilidad común con vistas a la sociedad celestial; el otro, debido a un deseo
arrogante de dominio, pone a su servicio incluso el bien común; uno es súbdito
de Dios, el otro se mo fa de Dios; uno es tranquilo, el otro es turbulento; uno es
amigable, el otro es envidioso; uno quiere para el prójimo el bien que quiere para
sí, el otro, en cambio, quiere someter al prójimo a sí mismo; uno gobierna al
prójimo para la utilidad de este, el otro lo gobierna para su propia utilidad».

-La ciudad de Dios

La búsqueda del bien común es para el santo doctor de Hipona tan importante que lo
constituye en criterio seguro del progreso espiritual: «¿Quieres saber en qué punto de tu
camino espiritual te encuentras? Habrás avanzado por el mismo en la medida en que
busques lo común antes que tus cosas personales».

73
En la actualidad, muchas visiones culturales individualistas y dominantes se oponen a
la visión desinteresada o «solidaria», desde el principio del libre mercado y el de la
autorrealización hasta la exaltación del egoísmo como motor del progreso económico y
de la eficiencia. Para la mentalidad común y el buen sentido, está bien que no sea fácil
arremeter contra el egoísmo, como si fuera habitualmente imposible sobrevivir sin
defender el propio interés legítimo, aunque sí es preciso reprobar el exceso de egoísmo o
de búsqueda del propio interés. Esta última, por lo demás, está en el origen del
liberalismo económico, en cuanto que justifica y estimula la actividad del individuo en el
libre mercado, donde se llevaría a cabo el progreso de la sociedad en la medida misma en
que se busca el propio interés. En la actividad económica existiría siempre una mano
providente que hace que los egoísmos individuales contribuyan a la «riqueza de las
naciones». Según esta concepción, para ser verdaderamente útiles a los demás
convendría buscar el interés propio. Es la exaltación del individualismo, del libre
despliegue de las posibilidades individuales. Aunque ha originado positivamente las
sociedades occidentales libres, el individualismo también ha difundido negativamente,
como resultado patológico, el narcisismo, la indiferencia hacia el prójimo y las grandes
desigualdades. Lo cual, al final, se convierte en desventaja para la misma sociedad
globalizada, como acertadamente ha mostrado Benedicto XVI en la encíclica Caritas in
veritate.

Merece la pena recordar, una vez más, que la estructura del cristianismo consiste en
serpara, es decir, en buscar el bien común, a costa de olvidarse de uno mismo, en todos
los niveles de la vida - desde el económico hasta el de las relaciones interpersonales-, si
bien el ideal es muy elevado y corre el riesgo continuo de quedarse en los bellos
enunciados, para cubrir después con el manto de la hipocresía la escasez de resultados.
Aquí podemos ver también el límite de lo que suele denominarse el «altruismo
recíproco», es decir, el altruismo basado en la reciprocidad, que se extiende hasta donde
el otro me trata con igual medida, siguiendo el buen sentido común. Pero el buen sentido
del evangelio es algo diferente. El desinterés no está condicionado por los «si» y los
«pero», ni se detiene ante la ausencia de reciprocidad, porque, «si hacéis el bien a los
que os hacen bien, ¿no hacen acaso lo mismo los paganos y los publicanos?» (cf. Lc
6,33).

El dificil paso del «yo» al «nosotros», de la centralidad del yo a la centralidad del


otro, al tener constantemente presente en nuestro quehacer los problemas del otro, es
consecuencia de una actitud habitual que denota una estructura humana profundamente
evangelizada, que es fruto también de la conciencia del don del agápe, acogido con
gratitud y correspondido con una conciencia gozosa.

Oratio

Oh Dios de bondad infinita, enséñanos a tener el corazón únicamente abierto al cielo e

74
impenetrable a las riquezas y los bienes caducos. Ayúdanos a no comprometer nuestro
corazón con las riquezas que pasan y a no ahogarlo en los bienes de la tierra, sino a
conservarlo siempre independiente de ellos, superior a ellos y sin que se pierda en ellos.
Nada de cuanto poseemos es nuestro: eres tú quien nos lo ha confiado para que lo
hagamos fructificar y que sea útil. Haznos capaces de usar bien todos los dones que nos
has otorgado para amarte a ti y servir a nuestros hermanos, de modo que nuestra vida te
dé gloria.

Contemplatio

En el Tratado del amor de Dios, Francisco de Sales nos presenta el ejemplo del músico
sordo que sigue tocando, es decir, cumpliendo su servicio, aun cuando ya no siente
deleite alguno por interpretar (pues se ha quedado sordo) ni por hacer disfrutar a su
príncipe (pues este se ha ido de caza y lo ha dejado tocando solo). Para ayudar a superar
el riesgo de orar y actuar con el único fin de obtener el deleite, la alegría, la serenidad y la
paz interior que pueden conseguirse con ello, Francisco nos sugiere el recurso a la pureza
de intención:

«La pureza de intención es totalmente necesaria en todo cuanto hacemos. La


intención es pura cuando recibimos los sacramentos o hacemos cualquier obra para
unirnos a Dios y serle agradables, sin mezcla alguna de interés propio».

-EnEs 18,3

Esto hace que el alma vaya siempre más lejos, hasta llegar a la cumbre del deseo
perfecto, que consiste en «no pedir nada, no rehusar nada». El objetivo de este camino
de despojamiento interior no es destruir nada, no es un fin en sí mismo; su objetivo es
liberar y fortalecer el deseo profundo del corazón y conducirlo a su bien auténtico:

«No buscamos consolaciones, sino al Consolador; no la dulzura, sino al dulce


Salvador; no la ternura, sino a Aquel que es la suavidad del cielo y de la tierra».

-IVD4,13

También en el ejercicio de la caridad debemos tender solamente a Dios:

«El acto simple de caridad, que logra efectivamente que no miremos ni tengamos
otra mira en todas las acciones que el deseo de agradar a Dios, es la simplicidad, que es
una virtud inseparable de la caridad, porque tiene su mira puesta solamente en Dios, sin
poder sufrir nunca mezcla alguna de interés personal, pues de lo contrario ya no sería
simplicidad».

-EnFs 12,2

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De este modo, también se abrirá en nuestra vida la posibilidad de vivir radicalmente
la caridad que «no busca su interés».

Francisco da también unas claras orientaciones sobre la amistad:

«Tan preciosos son nuestros afectos, pues todos se deben emplear en amar a Dios,
que debemos guardarnos mucho de ponerlos en cosas inútiles. Hay ciertos amores que
parecen muy grandes y perfectos a los ojos de las criaturas, pero que delante de Dios no
se fundan en la verdadera caridad, que es Dios (1 Jn 4,8.16), sino solamente en ciertas
alianzas e inclinaciones naturales y en algunas consideraciones solo humanamente loables
y agradables. Por el contrario, hay otros amores que parecen insignificantes y vacíos a
los ojos del mundo, y delante de Dios son muy válidos y buenos, porque se fundan
solamente en Dios y por Dios, sin mezcla de nuestro propio interés. Los actos de caridad
que se hacen con aquellos a quienes amamos de este modo son mil veces más perfectos,
porque del todo miran a Dios; mas los servicios y otras asistencias que hacemos a los que
amamos por inclinación son mucho menores en mérito, por causa de la gran
complacencia y satisfacción con que los hacemos, y porque, de ordinario, en ellos
obramos más por este motivo que por amor a Dios».

-EnEs 8,9s

Para la lectura espiritual

«El Hijo, como Hijo y por ser Hijo, no es de sí mismo, y por eso es uno con el Padre; es
exactamente igual al Padre, porque él no es nada junto a él, porque no se atribuye nada
propio que solo fuera él, porque no tiene nada que le contraponga al Padre, porque no
tiene ningún espacio reservado donde él realice lo suyo propio. La lógica es implacable:
como no hay nada por lo que él es sencillamente él, como no hay ninguna dimensión
privada separada, coincide totalmente con el Padre, es "uno" con él. La palabra "Hijo"
quiere expresar la totalidad de esta unión. Para Juan, "Hijo" significa ser-que-viene-de-
otro. Con esta palabra define el ser de ese hombre como un ser que viene de otro y para
los otros, como un ser que está totalmente abierto por ambos lados a los demás, como un
ser que no conoce ningún espacio reservado al puro yo. Es claro, pues, que el ser de
jesús como Cristo es un ser completamente abierto, un ser «de» y «para», que no se
queda en sí mismo y que no consiste en sí mismo. Y, por tanto, es también claro que este
ser es pura relación (no sustancialidad) y, como pura relación, es pura unidad.

»Todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Ser cristiano
significa para Juan ser como el Hijo, ser hijo; no quedarse, pues, en sí mismo ni consistir
en sí mismo sino vivir radicalmente abierto al "de" y al "para". Porque el cristiano es
"Cristo", vale también para él. En tales expresiones verá lo poco cristiano que es.

»La fe cristiana ve en jesús de Nazaret al hombre ejemplar... Pero, precisamente por

76
ser el hombre ejemplar y normativo, supera los límites del ser humano; solo así y solo
por eso es el auténtico hombre ejemplar, ya que el hombre tanto más está en sí cuanto
más está en los otros. El hombre únicamente llega a sí mismo cuando sale de sí mismo.
Solo accede a sí mismo a través de los demás y estando con los demás.

»Esto vale también en un último sentido: si el otro es simplemente alguien, puede ser
también su propia perdición. El hombre está orientado al otro, al verdaderamente otro, a
Dios; y cuanto más está en el totalmente otro, es decir, en Dios, tanto más está en sí
mismo. Por tanto, el hombre es plenamente él mismo cuando deja de ser él mismo,
cuando no se encierra en sí mismo y deja de afirmarse, cuando es pura apertura a Dios.
Cristo es el que se trasciende por completo a sí mismo, y por eso es el que
verdaderamente llega a sí mismo.

»Ser cristiano significa esencialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los
demás».

-J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002'°, pp. 158-


159; 197; 211

77
78
«El amor no se irrita».

-1 Co 13,5c

Lectio

EL evangelista Lucas presenta a Marta irritada porque su hermana María no le ayuda:


«Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en la tarea? Dile que me ayude»
(Lc 10,40). Marta está irritada porque ni su hermana ni el Maestro reconocen sus
funciones de servicio. Pero la idea que Jesús tiene del servicio no es la de Marta. Lo
importante no es servir como uno querría, sino como quiere el Señor. Para el cristiano no
se trata de hacer mucho bien, sino de hacer aquel bien que Dios quiere que hagamos. De
hecho, la vida cristiana no consiste en «hacer el bien», sino en «hacer la voluntad de
Dios». Dado que cada uno tiene un ideal propio del bien o de la perfección, en cuanto se
nos obstaculiza con otra dimensión nos irritamos, como Marta. También desde un punto
de vista simplemente humano, a menudo nuestra voluntad se ve pillada a contrapié
cuando las cosas no van como pensábamos: la realidad se resiste, los hechos son tercos,
y nosotros nos cansamos, nos quejamos, nos enfadamos y nos irritamos.

La vida en sociedad suscita a menudo la ira: los inevitables contratiempos y las


alusiones y comentarios hirientes provocan todo tipo de malestar y de actitudes hoscas.
Por esta razón, nuestro concepto de lo que es el bien, cualquiera que sea, no debe estar
supeditado a lo que nosotros querríamos, sino a la voluntad de Dios; es decir, hemos de
hacer lo que Dios quiere de nosotros aquí y ahora. Lo absoluto es una sola cosa:
«Hágase tu voluntad» (Mt 6,10), que consiste, ante todo, en no ofender al amor; lo cual
implica la conversión de mis ideales y de mis programas a la voluntad concreta de Dios,
que me sale al encuentro en las personas y los acontecimientos concretos.

«El amor no se irrita» (1 Co 13,5c): es uno de los aspectos de la voluntad del Señor,
que llega a nosotros con la presencia de una persona o de un suceso y desea, por tanto,
que lo acojamos debidamente. «Quiero que los varones oren en cualquier lugar, elevando
sus manos puras, libres de cólera y discordia» (1 Tim 2,8). No podemos orar si estamos
llenos de resentimiento y no tenemos el deseo y la voluntad de enmendarnos.

También hay que recordar que no toda indignación, como tampoco toda pasión, es
mala o destructiva. Existe, de hecho, una ira buena, constructiva, que consiste en
despreciar el mal, indignarse contra la injusticia, desear con vehemencia el bien y amar
apasionadamente las causas justas. El agápe no elimina la fuerza de la agresividad, sino

79
que la orienta hacia las causas justas.

La Tradición ha comentado abundantemente el dicho del salmista: «Irascimini et


nolite peccare», que, según la Vulgata, significa «irritaos, pero no pequéis» (Sal 4,5) y
que en las traducciones autorizadas de los textos originales, sin embargo, se convierte en
«temblad y dejad de pecar». Veamos un ejemplo: «Sin la cólera, la doctrina no avanza,
los tribu nales no dictan sentencias, los delitos no se reprimen. Quien tiene el deber de
irritarse y no lo hace, comete un pecado». Y san Bernardo dice: «No irritarse cuando es
necesario, no hacer una corrección habría que hacerla, es un pecado. Irritarse cuando no
es necesario es un pecado que se añade a otro pecado». Ahora bien, es cierto que no
solo la ira desmesurada es una falta de autocontrol, sino que también el celo exagerado
por las causas buenas puede producir una violencia injustificable.

Meditatio

La mansedumbre es el antídoto contra la ira. El amor, en efecto, es dulce y


misericordioso e induce a cambiar antes que tratar de imponerse a los demás. El amor
obliga a ejercer la fuerza sobre uno mismo antes de ejercerla sobre los demás.

El esfuerzo por conseguir la virtud de la mansedumbre ha sido objeto de análisis


desde la antigüedad:

«Hay que impedir, hasta donde sea posible, que la ira penetre en el corazón;
pero si ya se ha apoderado de él, actúa de modo que no se manifieste en el
rostro; y si se muestra, refrena tu lengua para tratar de contenerla; y si ya se
encuentra en los labios, impide que pase a las obras y procura eliminarla lo antes
posible de tu corazón»

-De los «Dichos de los padres del desierto

En otro pasaje leemos: «No digas ni hagas nada bajo el influjo de la cólera. Calla,
porque callando se la vence antes». Sin embargo, para conseguir la victoria definitiva
sobre la irascibilidad se requiere un esfuerzo perseverante y un largo y constante ejercicio
de análisis de la propia vida. Puesto que sus causas principales son el orgullo, el amor
propio, la excesiva autoestima, el apego a los bienes temporales, el temor a sufrir y a ser
despreciado..., ¿no será, tal vez, uno de los modos más eficaces de liberarse de ella el
cultivar la humildad y desapegarse de uno mismo y de las cosas? ¿No hay que pasar del
«fariseo», que está seguro de sí mismo y desprecia a los demás, al «publicano», que
mira sus miserias y se confronta con Dios en lugar de redactar una clasificación de
méritos con respecto a los hermanos y hermanas?

Con la mansedumbre imitamos a Cristo «manso y humilde de corazón», que anuncia


con parrésía la verdad, pero no se la impone a nadie; que es fuerte al afrontar las

80
dificultades, pero no pisotea a nadie; que, aun teniendo a su disposición legiones de
ángeles, prefiere dejarse aplastar en lugar de aplastar él; que deja la victoria a Dios en vez
de imponerse por medios violentos; y que, aun siendo el «león de Judá», no devora a
nadie, sino que se deja inmolar como «un manso cordero».

La mansedumbre debería ser también una característica de quienes gobiernan. En


tiempos de san Francisco de Sales se discutía si el gobierno más eficaz era el que se
inspiraba en la severidad o el que se inspiraba en la dulzura. En nombre de la verdad se
habían cometido atrocidades entre los cristianos y estaban gestándose las terribles guerras
de religión que ensangrentarían a Europa y darían comienzo a su secularización. Los
argumentos, y mucho más el ejemplo, del santo obispo de Ginebra lograron que la
balanza se inclinara en favor de la mansedumbre, aunque sus adversarios irreductibles lo
acusaban de dulcificar en exceso a la Iglesia. Pero la mansedumbre honra al evangelio y
al primado del amor, sin que ello signifique debilidad. Una vez que se olvidó esta lección,
Europa se vio inmersa en el más horrible de los conflictos, llegando a matar pensando
que con ello se daba gloria a Dios.

«Un siervo del Señor no debe suscitar peleas, sino ser manso con todos» (2 Tim
2,24). Y si se excede, debe recordar lo que dice la Escritura («que no se ponga el sol
mientras dura vuestra ira»: Ef 4,26) y reconciliarse cuanto antes. Puede equivocarse,
pero debe reparar el error. El cristiano sabe que toda ofensa al amor es la acción más
clara infidelidad al evangelio, que no tolera ser adulterado en nombre de la presunta ley
humana de la eficiencia.

Algunas convicciones del papa Juan XIII constituyen todo un ejemplo de una
mansedumbre que se contagia:

«Tratad a todos con respeto, con prudencia, con sencillez evangélica. La sencillez
está más de acuerdo con el ejemplo de Jesús, aunque puede que suscite no el desprecio,
pero sí una consideración inferior. Pero "el hombre sencillo, recto y que teme al Señor"
es siempre el más digno y el más fuerte».

-Diario del alma, 1961

«Estamos llamados a hacer el bien más que a destruir el mal, a edificar más que a
derruir [...] A menudo [...] nos llegan ciertas voces que no dejan de herir nuestros oídos.
Se trata de personas sin duda muy preocupadas por la religión, pero que no juzgan las
cosas con imparcialidad y prudencia. Estas personas, en efecto, no son capaces de ver en
la situación actual de la sociedad humana sino desgracias y desastres. Andan diciendo
que nuestra época, comparada con las anteriores, es mucho peor. Se comportan como si
no hubiera nada que aprender de la historia, que es maestra de la vida [...]. Nosotros
creemos que de ninguna manera se puede estar de acuerdo con estos profetas de
calamidades que siempre anuncian lo peor...».

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-Discurso inaugural del Concilio Vaticano II

«En nuestro tiempo, la Iglesia de Cristo prefiere emplear la medicina de la


misericordia y no empuñar las armas de la severidad. Ella cree que, en vez de condenar,
hay que responder a las necesidades actuales explicando mejor la fuerza de su doctrina».

-Ibidem

«Queridos hijos, se diría que incluso la luna (¡miradla en el cielo!) se ha apresurado


esta noche a contemplar este espectáculo. Al volver a casa, encontraréis a vuestros hijos;
acariciadlos y decidles: "¡Así os acaricia el papa!" Encontraréis alguna lágrima que
enjugar: ¡haced algo! Decid una palabra de aliento»

-Palabras pronunciadas en la noche de la jornada de inauguración del Concilio Vaticano II

Oratio

Señor, para no ceder a la ira te pido la libertad interior, la libertad de los hijos predilectos,
la libertad que es el desapego del corazón de todas las cosas, la libertad que permite a mi
alma seguir en todo tu voluntad conforme la voy conociendo. El corazón que posee esta
libertad no pierde casi nunca su serenidad, porque ninguna privación aflige a un corazón
que no está apegado a nada. Que pueda yo experimentar así una gran dulzura y ser
condescendiente con todo cuanto no sea pecado. Que pueda ejercer este espíritu de
libertad en todas las cosas que sean contrarias a mis gustos, sin impacientarme cuando
me vea obligado a renunciar a ellos.

Contemplatio

«De por sí, la ira es una ayuda que presta la naturaleza a la razón y que la gracia emplea
al servicio del celo para realizar sus proyectos; pero es una ayuda peligrosa, porque es un
siervo que, por ser fuerte, animoso y muy emprendedor, realiza mucha labor; sin
embargo, es tan ardiente, tan inquieto, tan irreflexivo e impetuoso, que no hace ningún
bien sin que, por lo general, cause al mismo tiempo muchos males».

-TAD 10,15

Por ser precisamente «una ayuda peligrosa», Francisco aconseja:

«Es mejor cerrar la puerta a la ira justa, porque, una vez que ha entrado, es muy
dificil hacerla salir; y si, además, dura hasta la noche, hasta que el sol se pone sobre ella -
lo que el apóstol prohíbe-, se transforma en odio, y ya no te liberas de él. Jamás se ha
visto a un hombre irritado que estuviera convencido de que su ira fuera injusta. Mejor es
aprender a vivir sin cólera que querer servirse de ella con moderación y sabiduría. Y

82
cuando, por nuestra imperfección y debilidad, nos pilla por sorpresa, más vale rechazarla
inmediatamente que pretender entablar negociaciones con ella. ¿Sabes por qué? Porque,
a poco que le consientas, enseguida se adueña de ti».

-(IVD 3, 8

«Hay quienes dicen: "La verdad es que estoy irritado, pero ¿qué queréis que haga?
Así soy yo...". ¿Quién no ve aquí el engaño que causa el amor propio? Es como si, por la
bondad de Dios, no dependiera de nosotros superarnos y vivir contra nuestras
inclinaciones y según la razón, que nos enseña a no prestarles atención».

-Exhortación del 8 de junio de 1618

«Las pequeñas tentaciones de cólera son también habituales aun en las personas más
devotas y decididas; por esta causa, amada Filotea, conviene que, con mucho cuidado y
diligencia, nos preparemos para este combate».

-IVD 4,8

«Prevé qué tentaciones pueden sobrevenir a causa de la ira y, con propósito firme,
prepárate para emplear bien los recursos que se te ofrezcan para servir a Dios. Pero no
basta con esta resolución, sino que es menester preparar los medios para ejecutarla. Por
ejemplo, si preveo que tendré que tratar alguna cosa con una persona temperamental e
irascible, no solo me propondré no reaccionar a los arrebatos, sino que procuraré tener
preparadas palabras de amabilidad para prevenirlos y que también esté presente una
persona que pueda moderarla».

-IVD 2,10

«Uno de los métodos más eficaces para conseguir la dulzura es ejercitarla con
nosotros mismos, de manera que nunca nos enojemos contra nosotros ni contra nuestras
imperfecciones. Es verdad que cuando cometemos faltas, la razón exige que sintamos
descontento y aflicción, pero no un descontento destructivo y desesperado, cargado de
despecho y de cólera. En esto se equivocan torpemente muchos, porque se encolerizan y
después se enfurecen por haberse enfurecido, se entristecen por haberse entristecido y se
irritan por haberse irritado. De este modo, conservan el corazón como fruta almibarada
con cólera. Incluso puede dar la impresión de que la segunda cólera elimina la primera,
pero en realidad solamente sirve para hacer un espacio mayor a la segunda en la primera
ocasión que se presente; aparte de que estas cóleras y amarguras contra nosotros mismos
llevan al orgullo y son solamente expresión del amor propio, que se atormenta y se
inquieta por las imperfecciones».

-IVD 3,9

83
«Si me veo asaltado por la ira, será menester que me incline y me doblegue a la
dulzura, y para conseguirlo recurriré a la oración, los sacramentos, la prudencia, la
constancia y la sobriedad».

-IVD3,1

Para la lectura espiritual

«Para empezar, es un gran éxito que no dejemos manifestar exteriormente la conmoción


interior. En la obra Vidas de los padres del desierto se cuenta que algunos, con toda
intención, humillaban y ofendían a un monje egipcio, pero este se mantenía como si no
fuera con él. Le preguntaron después: "Padre, ¿no te has irritado?". Y él respondió: "Sí,
claro, pero no he dicho nada". Este dominio de sí es más fácil para los flemáticos, y
también para los melancólicos. Los coléricos se excitan fácilmente y se ponen rojos como
un tomate. San Ignacio de Loyola, aun siendo colérico, sabía dominarse tanto que daba
la impresión de tener un carácter flemático.

»Sin embargo, es mucho más difícil dominarse interiormente, en el corazón. La fe en


la providencia y la convicción de la necesidad de la cruz son disposiciones que consiguen
resultados maravillosos. Hay que convencerse de que la adversidad y los fracasos
pertenecen necesariamente al seguimiento de Cristo. Así que ¿por qué oponerse cuando
nos salen al encuentro?

»San Ignacio dedicó bastante tiempo a escribir las Constituciones de su Orden. Le


exigieron mucho estudio, meditaciones, oraciones y ayunos. Al acabar, algunos, que
querían burlarse de él, le preguntaron: "Padre Ignacio, y si el papa le ordenara echar todo
al fuego porque no vale nada, ¿se irritaría?". Y el santo respondió que, lógicamente, se
sentiría alterado, pero les aseguró que, con la gracia de Dios, solo habría necesitado un
cuarto de hora para recuperar su tranquilidad. En estas ocasiones basta con recordar
cuánto tiempo nos lleva reconciliarnos con los pequeños disgustos ocasionados por otro,
por una palabra incorrecta o por una mirada de antipatía.

»La Escritura establece un límite: "Que no se ponga el sol mientras dura vuestra ira"
(Ef 4,26). De ahí la costumbre que existía en los monasterios y las familias de pedirse
perdón unos a otros antes de ir a acostarse. Nadie debía irse a la cama pensando en la
venganza. De lo contrario, no le sería posible vivir con los demás. Sin embargo, el modo
en que vivimos el tiempo en la vida moderna, el hecho de estar sobrecargados de trabajo
y tener los nervios a flor de piel, hace que reaccionemos con irritación en nuestras
relaciones con quienes están en nuestro entorno. Por eso son muchos los que van al
médico para les recete tranquilizantes. Pero el problema no podrá resolverse sin la
mansedumbre cristiana. El único medicamento eficaz es orar por los enemigos, siguiendo
el ejemplo de san Esteban».

84
-T. SPIDLÍK, Manuale fondamentale di spiritualitá, Piemme, Casale Monferrato 19973,
pp. 213s.

85
86
«El amor no lleva cuentas del mal».

-1 Co 13,5d

Lectio

EN el relato sobre la venta de José por sus hermanos, que nos refiere el libro del
Génesis, el punto crucial es aquel en que la víctima tiene a sus hermanos a sus pies
cuando estos van a Egipto a buscar víveres. José podría vengarse, pero se apiada de ellos
y, de hecho, ya los había perdonado en su corazón. Sin embargo, quiere también que sus
hermanos «se conviertan en hermanos» haciéndose realmente conscientes del mal
realizado y de su insuficiente sentido de la fraternidad (Gn 42,1-24). José reconoce
enseguida a sus hermanos, pero quiere que ellos lo reconozcan como hermano, espiritual
y psicológicamente. Quiere conducirlos a la verdad profunda, y sabe que eso requiere
tiempo. Por eso los mete en la cárcel durante tres días, para que comprendan lo que
significa ser víctimas y, rememorando el mal cometido, puedan asumir su responsabilidad
y llegar a una verdadera reconciliación.

La verdadera reconciliación exige un largo recorrido, porque implica también a la


parte más remota y profunda de nuestro ser. A menudo es el sufrimiento el camino que
conduce a la reconciliación: Dios se sirve de la hambruna en Canaán para recomponer el
núcleo familiar. Cuando se acu sa injustamente a Benjamín, los hermanos no lo
abandonan, y Judá se ofrece como esclavo en su lugar, para evitar que el padre muera de
dolor. En el discurso en el que se descubre ante sus hermanos (45,1-15), José reconoce
la mano providencial de Dios, que salva mediante experiencias duras, misteriosas e
imprevisibles. Dios tiene tanto poder que usa el mal para ponerlo al servicio de sus
planes: «Dios me ha enviado delante de vosotros para que podáis sobrevivir en la tierra y
para salvaros la vida mediante una feliz liberación. O sea, que no fuisteis vosotros los que
me enviasteis acá, sino Dios» (45,7-8); toda una confesión que expresa también la
conciencia de que tenía que liberarse del deseo de venganza desde el momento en que
«todo está en las manos de Dios», que usó su desgracia para un bien mayor que
concernía a tanta gente, incluidos los autores de la injusticia.

Cuando pensamos de veras en esta capacidad soberana de Dios de conducir todo al


bien, no podemos por menos de entregarnos a su santa voluntad, dejándole a Él la
«venganza», es decir, dejando que sea Él quien elija el modo de valorar nuestro
sacrificio, que consiste en renunciar a tomarnos la justicia por nuestra mano, para un bien
que solo Él conoce. La capacidad de no llevar cuentas del mal y no guardar rencor

87
proviene de la certeza de «ser amados», de saber en lo profundo del corazón que somos
guiados por la mano paternal de Dios, incluso en las dificultades. Es más, a menudo es la
«desgracia oportuna» la que nos hace entrar positivamente como colaboradores en el
plan salvífico de Dios.

Meditatio

El amor no culpabiliza a aquel de quien ha recibido la ofensa, no «imputa» al mal lo que


le ha sido hecho, no sospecha del mal, no piensa inmediatamente en las malas
intenciones del otro, sino que busca todos los atenuantes posibles, pues es consciente de
lo variados y numerosos que son los condicionamientos del comportamiento humano. En
este sentido, dice el Señor: «No juzguéis y no seréis juzgados. Como juzguéis, os
juzgarán» (Mt 7,1-2).

El amor no juzga; es decir, cuando no puede excusar el hecho objetivo, trata de


salvar las intenciones: ¿qué sabemos lo que ocurre en el corazón de una persona?
Recuerda que un día también tú serás juzgado por un juez que fijará tu status para la
eternidad. Y sabes que este juez usará la medida que utilizas habitualmente para juzgar a
los demás. Eres tú quien preparas esta medida al medir diariamente a los demás.

El amor no etiqueta fácilmente a nadie partiendo de un episodio o de un detalle:


«¿Quién eres tú para juzgar a tu prójimo?» (St 4,13). No hemos sido llamados para
juzgar a nuestro prójimo, sino para salvarlo, orando por él y llevando sobre nosotros su
pecado.

El amor no piensa mal, sino que procura ponerse en la línea de la benevolencia de


Dios (cf. Ef 1,3.9s; Flm 2,12- 14; Tit 3,1-3); y, como sabe que las murmuraciones son
gravísimas (c£ Mt 5,21-24), las evita diligentemente, aun cuando se oculten bajo el
disfraz de un inocente cotilleo. El que ama intenta una y otra vez restablecer unas buenas
relaciones, sabiendo que no le corresponde a él el resultado final, como es, por ejemplo,
la reconstrucción de una relación serena; pero sí es competencia suya no perder la
esperanza en su triunfo.

El amor no guarda rencor, olvida los agravios, no se acuerda continuamente del mal
padecido, aunque las heridas sean profundas. Purifica constantemente la memoria y
deplora seguir rumiando el agravio recibido, tratando, por tanto, de eliminarlo, orando y
humillándose cuando no logra olvidarlo. Cuando la ofensa recibida, el agravio y la in
justicia vuelven continuamente a la mente y amargan e inquietan al corazón, el amor
recuerda que todo está en las manos de Dios, que se sirve incluso del mal para que
podamos abandonarnos en ellas y avanzar, así, en el conocimiento de su poder, que
puede sacar bien del mal, y sentirlo más íntimamente como nuestro «refugio», «roca»,
«salvación» y «Padre acogedor».

88
No son pocos los santos que han llegado a serlo precisamente por no responder a los
celos y la envidia de los demás, callándose ante la antipatía de que eran objeto y
hablando bien de quien hablaba mal de ellos. La naturaleza divina de Cristo se manifestó
en la cruz, donde perdonó a sus enemigos. Nosotros manifestamos que hemos nacido de
Dios, que tenemos su misma naturaleza, cuando amamos a nuestros enemigos y los
perdonamos.

El amor sabe callar: cuando se nos juzga mal o se nos malinterpreta, el amor
auténtico prefiere dejar hacer a Dios, que es fuente de paz. Sufre, calla y medita en la
primera ocasión para poner en práctica la venganza típica del amor: devolver bien por
mal.

Oratio

Oh Jesús, Señor nuestro, tú que sobre la cruz aplacaste al Padre para que perdonara a los
que te habían crucificado «porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), míranos a
nosotros, que a duras penas logramos olvidar una injuria que recibimos hace ya diez
años, y ven en ayuda de nuestra miseria, que nos hace tan difícil perdonar a nuestros
enemigos.

Contemplatio

Para ilustrar la gran necesidad del perdón, Francisco de Sales refiere un significativo
episodio que resumimos a continuación:

«En tiempos de los emperadores Valeriano y Galieno, vivían en Antioquía un


sacerdote llamado Sapricio y un seglar de nombre Nicéforo, los cuales, debido a su
íntima y larga amistad, se consideraban como hermanos. Pero un día se rompió la
amistad y, como suele suceder, fue reemplazada por un odio aún más intenso que se
prolongó durante algún tiempo, hasta que Nicéforo, reconociendo su falta, intentó por
tres veces reconciliarse con Sapricio, a quien hizo llegar de parte suya todas las palabras
de satisfacción y de sumisión que podía desear. Pero todo intento fracasaba ante el muro
del obstinado rencor de Sapricio.

»Entretanto, se levantó una cruel persecución contra los cristianos. Sapricio fue
arrestado y sometido a los suplicios más crueles para inducirle a sacrificar a los ídolos,
pero él resistía con una firmeza increíble, hasta el punto de que el gobernador, irritado en
extremo, lo condenó a muerte. Mientras el heroico sacerdote era llevado al patíbulo,
Nicéforo se interpuso en su camino implorando una vez más la gracia del perdón, con
una insistencia tan conmovedora que asombraba a los mismos soldados que
acompañaban al condenado.

89
»Apenas hubo llegado Sapricio al lugar del suplicio, cuando Nicéforo, postrado otra
vez en tierra le dijo: "Te ruego, oh mártir de jesucristo, que me perdones, porque está
escrito: pedid y se os dará". Palabras que no lograron doblegar el corazón rebelde del
miserable Sapricio, el cual, al negarse obstinadamente a usar la misericordia con el
prójimo, fue también, por justo juicio de Dios, privado de la glo riosa palma del martirio.
De hecho, cuando los verdugos le ordenaron que se pusiera de rodillas para decapitarlo,
comenzó a perder el ánimo y a capitular con ellos, hasta realizar finalmente este acto
deplorable y vergonzoso de sumisión: "¡Ah!, por favor, no me cortéis la cabeza; haré lo
que los emperadores mandan y sacrificaré a los ídolos". Este infeliz sacerdote, al llegar al
altar del martirio para inmolar su vida al Dios eterno, no se acordó de lo que había dicho
el príncipe de los mártires: "Si mientras llevas tu ofrenda al altar, te acuerdas de que tu
hermano tiene queja de ti, deja la ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con
tu hermano y después vuelve a llevar tu ofrenda" (Mt 5,23-24).

»Y mientras el infeliz se alejaba, el humilde Nicéforo, sostenido por el ímpetu de la


gracia, se confesó abiertamente cristiano y pidió que le ajusticiaran en lugar del amigo. Y
así fue martirizado el 9 de febrero del año 260».

-cf. TAD 10, 8

Francisco es exigente y no teme exhortar al perdón hasta el heroísmo. En este


sentido, dirige las siguientes palabras a la baronesa de Chantal, la cual, después de cuatro
años, no había logrado aún superar su dolor para encontrarse con el asesino de su
marido:

«No es preciso que busque la ocasión; pero si esta se presenta, quiero que muestre
un corazón bondadoso, afectuoso y compasivo. Bien sé que, sin lugar a dudas, se
emocionará y se derrumbará, que su sangre hervirá; pero ¿y qué? Lo repito: no espero
que vaya al encuentro de ese pobre hombre, sino que sea condescendiente con quienes
quieran procurárselo y dé testimonio de que ama todas las cosas, incluso la misma
muerte de su marido, en la muerte y en el amor del dulce Salvador».

-Carta del 3 de julio de 1605

Sabemos que la baronesa aprendió tan bien la lección que no solo aceptó encontrarse
con el señor de Anlezy, sino también ser la madrina de bautismo de uno de sus hijos.

Para la lectura espiritual

«En el aljibe donde ha sido arrojado reina la oscuridad, y José está destinado a morir
lentamente, tragado por la noche. El aljibe de José es realmente una tumba, y es
precisamente de esta tumba de la que él parte, enviado por Dios, para salvar a sus
hermanos y a todo el pueblo. De la noche de la tumba asciende la salvación. El nexo con

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Cristo es evidente. En sentido espiritual vemos que en esta sencilla pero dramática
imagen de José en la oscuridad del aljibe se oculta la gran sabiduría de la maduración
necesaria para vivir realmente. Justo en el momento en que se cierran las puertas, en que
al hombre le parece que todo ha terminado, se abre el día; sí, justo cuando un abismo
insuperable de soledad rodea al hombre, se abren vías insospechadas y se tienden
puentes. Esta es la lógica de la Pascua, que es la lógica típica del amor e intrínseca a él.

»Rossi de Gasperis comenta en este sentido: "En el saber y recordar en la práctica


que siempre es así - es decir, que el estar-Dios-con-nosotros no nos ahorra ser vendidos
ni ser apresados injustamente, sino ser preservados del pecado (Sab 10,13) - se
encuentra la sabiduría y el `temor" de Dios' que José posee plenamente". Por eso, el
Primer Libro de los Macabeos puede afirmar: "José, en el momento de la opresión,
cumplió el mandamiento y llegó a ser señor de Egipto" (2,53).

»En la desgracia el Señor se mantiene con José y se le hace presente allanándole el


camino. Basta con tener los ojos abiertos para ver su presencia. Si José se hubiera fijado
en lo que le habían hecho sus hermanos, habría tenido los ojos cargados de rencor, de
noches de insomnio, habría incubado la venganza y nunca habría visto que el Señor le
abría el camino en Egipto. El rencor y la cólera se convierten también en impedimentos
para el entendimiento. José no se mantiene bloqueado en lo que le había pasado. Llamará
a su primogénito Manasés, diciendo: "Dios me ha hecho olvidar toda angustia".

»Así pues, hay un arte espiritual que se oculta tras este nombre y que podríamos
describir con un juego de palabras: olvidar para recordar. José [recuerda] como si hubiera
olvidado, es decir, sin la carga negativa que roza la irracionalidad, el rencor y la
venganza. Y, de hecho, resulta significativo que no sea José quien haya olvidado, sino
que es Dios quien le ha hecho olvidar. En términos espirituales, es decir, teniendo en
cuenta la clave de la salvación, el hombre por sí solo no puede resolver su pasado. Puede
llevar a cabo una operación psicológica, una higiene de la psique, una integración racional
y afectiva, pero no está claro que estas desemboquen siempre en una integración
espiritual, que es obra de la gracia, una obra de Dios. José llama a su segundo hijo
"Efraín", pues se dijo: "Dios me ha hecho crecer en la tierra de mi aflicción" (41,52).
José tiene abierta constantemente la relación con Dios, se comunica con él y ve cómo los
acontecimientos que se suceden hacen posible llevar a cabo el plan de Dios».

-M.I. RUPNIK, Cerco i mieifratelli, op. cit., pp. 46-48, passim

91
92
-Sal 15,1-3

Lectio

LA palabra griega adikía significa, además de «injusticia» en su sentido estrictamente


técnico, toda forma de mal. Por consiguiente, la frase «el amor no goza con la injusticia»
(1 Co 13,6a) puede traducirse diciendo que no encuentra ninguna alegría en el mal, en la
iniquidad, porque el amor libera de toda complicidad con aquel. Es más, el amor se
pregunta: ¿cómo puedo difundir el bien, la justicia y la verdad?

El amor no es cómplice del mal: «Si cae tu enemigo, no te alegres; si tropieza, no lo


celebres, no sea que el Señor lo vea e, irritado, desvíe su ira de él» (Prov 24,17-18). ¿No
eres también tú, a veces, cómplice de la maledicencia, de las in justicias, de las
marginaciones y de los ostracismos? ¿No prestas oídos muchas veces a las habladurías y
las insinuaciones tras de las cuales se oculta un indisimulable gozo por el mal de los
demás? ¿No participas gustosamente en los chismorreos de quienes disfrutan arrojando el
fango de la sospecha sobre el comportamiento de los demás? ¿No es verdad que, cuando
ves como alguien es derribado de su pedestal, no te sientes precisamente entristecido?

El amor se siente afligido por el mal, no solo el provocado por los desastres naturales
(o los hombres), los accidentes, los abusos de poder y las guerras, la explotación de los
seres humanos, la hambruna, sino también por el mal de los pecadores que mueren
espiritualmente. Si bien es verdad que no debemos ser «quejicas», también es verdad
que estamos perdiendo la sensibilidad con respecto al mal, que está ocupando los
corazones en nombre de la libertad y de la tolerancia, sin que el bien responda
adecuadamente. El pecado del mundo no puede dejarnos tranquilos, entre otras razones,

93
porque a menudo es fruto de la mentira y de la injusticia.

El amor se aflige por el mal: «Dichosos los que lloran, porque serán consolados» (Mt
5,4). Serán consolados aquellos que lloran como el Señor lo hizo en Jerusalén, en su
propia ciudad, porque esta había ignorado y seguía ignorando su visita y estaba destinada
a la destrucción. La ruina verdadera no es una enfermedad, un fracaso o la muerte, sino
la «segunda muerte», la definitiva, la que está determinada para siempre. No se llora
porque se sea pesimista, sino por «el cinismo optimista» o la ceguera del mundo, que va
tranquilamente al encuentro de la condenación del mal.

El amor se complace en el bien, en el buen comportamiento, en la justicia, en la


belleza: «se alegra de la verdad», dice san Pablo (1 Co 13,6b). Exulta por el bien que
hace cualquier persona en cualquier lugar, y al peligro de regodearse en la crónica negra
opone la búsqueda y la propuesta de ejemplos positivos, de noticias que animan y hacen
apreciar el bien. Al amor le interesa más el bien silencioso que el mal clamoroso. Y por
esta razón atiende a los medios de comunicación que privilegian la difusión del bien más
que a la prensa sensacionalista que remueve el lodo de las pasiones humanas. Otorga más
espacio a los santos que a los ídolos del momento, consciente de que los santos - aunque
no sean entrevistados en programas de «prime time» - son, con su ejemplo, un reflejo de
la justicia y la verdad de Dios.

El amor invoca la misericordia divina para que se apiade de quienes viven lejos de su
luz y, alzando las manos al cielo, alcanza a quienes no pueden ser atendidos por unas
manos laboriosas y caritativas. El primer deber con respecto al mal y el pecado del
mundo es, efectivamente, la oración de intercesión: orar por los pecadores y reparar los
pecados del mundo ya no son ejercicios reservados a los grupos particularmente devotos,
sino un deber de todo cristiano que quiera combatir la injusticia, es decir, la
indisponibilidad a dejarse guiar por la voluntad de Dios.

«In dulcedine societatis quaerere veritatem» (san Alberto Magno): el amor trabaja en
favor de una comunidad «dulce», amigable, sincera, cordial y abierta, en la que es
posible cultivar el gusto por la verdad y buscarla mediante un discernimiento comunitario;
en la que se buscan soluciones según la verdad del evangelio, que hay que proponer una
y otra vez ante los desafíos de una sociedad movida por grandes egoísmos y fuertes
intereses; una comunidad en la que se nos respalda a resistir el mal y buscar el bien,
fortalecidos por el ejemplo y el valor de unos y otros, con la alegría de estar juntos.

Meditatio

La encíclica Caritas in veritate («El amor en la verdad»), de Benedicto XVI, aplica al


amplio mundo globalizado esta tensión del amor hacia la justicia y la verdad, dando
orientaciones acerca de cómo el primero puede promover la justicia en la verdad.

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Ante todo, la justicia es la expresión del amor, es el primer camino del amor, su
minimum esencial. La justicia más grande es la del amor in veritate, porque «un
cristianismo de amor sin verdad puede fácilmente confundirse con una reserva de buenos
sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales» (n. 4).

Desde el punto de vista de las ciencias humanas, la caritas es la sensibilidad ética


social, impregnada de honestidad y responsabilidad, mientras que la veritas es el análisis
correcto de la sociedad globalizada y tecnificada. Desde el punto de vista teológico, Dios
es amor y verdad, agápe (caritas) y lógos (veritas), tal como se ha manifestado en
jesucristo, imagen visible del Dios invisible, un amor auténtico que sabe «molestarse»
por los demás. La visión cristiana de Dios obliga a interesarse por el bien de la
humanidad y contribuir a él. Uno de los bienes fundamentales de la humanidad es la
fraternidad, fruto del amor verdadero.

Si vamos más allá de las apariencias, las causas del subdesarrollo no son
principalmente de orden físico, sino que se encuentran, sobre todo, en la falta de
fraternidad entre las personas y los pueblos. «La sociedad cada vez más globalizada nos
hace más cercanos, pero no más hermanos» (CV n. 19). El papa hace un llamamiento
para que la crisis de comienzos del tercer milenio nos obligue a repensar el camino
seguido hasta ahora, dado que, mientras que la riqueza mundial crece, las desigualdades
aumentan. Este magma, que erosiona los valores, lleva a despreciar la vida en su
especificidad, a desalentar la natalidad, a aterrorizar la espiritualidad, a frenar la confianza
y la expansión. Se trata, sencillamente (!), de que los hombres tomen conciencia de que
forman parte de una sola familia, lo cual exige el retorno a valores inusitados, como el
rechazo del mercado y del consumo hedonista como instrumento de dominación, así
como la afirmación de la redistribución y la cooperación.

El amor no es cómplice del mal de la injusticia, en todas sus manifestaciones y


dimensiones, sino que es sensible a los problemas de la humanidad, se los toma en serio,
según sus competencias, disponibilidad y posibilidades, que son mayores de lo que
habitualmente pensamos. El entrelazamiento del amor, la justicia y la verdad conduce,
por tanto, a la fraternidad, allí donde el amor por el hermano es verdadero, es decir, allí
donde el amor no es una palabra hermosa, sino acción, no ideologizada ni
instrumentalizada por intereses particulares.

El amor promueve la justicia porque se interesa por el hombre que sufre y porque
sabe que el modo más eficaz de mantener viva la compasión activa consiste en difundir
el sentimiento y la praxis de la fraternidad. Puede parecer que la comunidad o la sociedad
fraterna es una utopía, pero lo cierto es que solo en la medida en que se aproxima a este
alto ideal puede pensarse en hallar las soluciones justas y verdaderas a las limitaciones
que jalonan el camino de la convivencia humana. La fraternidad es necesaria para que
puedan besarse la libertad y la igualdad, es decir, para que en nombre de la libertad no se
acumulen desigualdades enormes, ni en nombre de la igualdad se limiten las libertades

95
fundamentales. Construir la fraternidad significa, sobre todo, poner las señales de que ha
llegado a nosotros el reino de Dios, de que el mundo puede cambiarse, porque los hi jos
de Dios se reconocen como hermanos, se aceptan, se perdonan, se ayudan y aprenden a
colaborar.

El amor cubre todas las dimensiones de la existencia individual y de los problemas


interpersonales de la vida social y política, porque es la manifestación de la voluntad
creadora y salvífica del Creador y Salvador de todo.

Oratio

Oh Dios, abismo insondable de toda perfección, el amor perfecto al prójimo procede de


ti y se comunica de varios modos: le ayuda con las palabras, con las obras y con el
ejemplo; en la medida de sus posibilidades, satisface todas sus necesidades; se alegra de
su fortuna y felicidad temporal, pero mucho más de su progreso espiritual; le proporciona
los bienes temporales en cuanto le pueden servir para obtener la bienaventuranza eterna;
le desea los bienes principales de la gracia y de las virtudes que pueden perfeccionarle
según la voluntad de Dios; se los proporciona mediante todas las vías lícitas y con gran
afecto, pero no con inquietudes de espíritu ni con alteraciones, sino con amor puro.
Concédenos, Señor, participar de este amor que procede de ti.

Contemplatio

«Vivir en la verdad y no en la mentira significa llevar una vida plenamente conforme con
la fe desnuda y sencilla, apoyando las operaciones de la gracia y no las de la naturaleza,
puesto que nuestra imaginación, nuestros sentidos, nuestros sentimientos, nuestros
gustos, nuestras consolacio nes y nuestros discursos pueden engañarse y errar. Vivir
según estas cosas es vivir en la mentira o, cuando menos, en peligro constante de
mentira».

-Carta del 28 de noviembre de 1621

«Ser justos no es otra cosa que estar perfectamente unidos a la voluntad de Dios y
vivir siempre conformes con ella en todo tipo de eventos, sean prósperos o adversos».

-EnEs 19,23

Si para respetar la verdad y la justicia con Dios es necesario que lo dejemos a Él en


«su lugar» y ocupemos el nuestro, para respetarlas con el prójimo es necesario, en
cambio, que nosotros nos pongamos en su lugar, y él en el nuestro:

«Somos hombres solamente porque estamos dotados de razón; y, sin embargo, es


cosa extremadamente dificil encontrar a un hombre razonable, pues el amor propio

96
ofusca habitualmente la razón y nos conduce, de una manera insensible, a mil clases de
pequeñas pero peligrosas injusticias y maldades. Acusamos por nada al prójimo, y a
nosotros nos excusamos de cosas muy graves; queremos vender muy caro y comprar
muy barato; queremos que se haga justicia en la casa de los otros, pero para la nuestra
queremos misericordia y comprensión; pretendemos que siempre se interpreten bien
nuestras palabras, pero somos susceptibles y quisquillosos con las de los demás.
Exigimos escrupulosamente nuestros derechos y queremos que los demás se queden
cortos en la exigencia de los suyos; fácilmente nos quejamos del prójimo y no queremos
que nadie se queje de nosotros; siempre nos parece mucho lo que hacemos por los
demás, y nos parece que es nada lo que ellos hacen por nosotros. Ponte siempre en el
lugar del prójimo y pon al prójimo en el tuyo, y así juzgarás rectamente; hazte vendedora
cuando compres y compradora cuando vendas, y venderás y comprarás según justicia».

-IVD 3,36

El amor no siente alegría con el mal, sino todo lo contrario; el amor sufre no solo con
el mal propio, sino también con el de los demás, al igual que también goza con el bien, no
solo propio, sino también ajeno, y no solo en el orden de los sentimientos, sino de modo
práctico:

«En cuanto nos sea posible, debemos manifestar exteriormente nuestro afecto según
la razón, reír con quien ríe, llorar con quien llora».

-EnPs 4,5

«Es una buena práctica de humildad no mirar las acciones de los demás, sino para
advertir las virtudes y nunca las imperfecciones; [...] este es el único modo de conservar
y concebir en nosotros una buena estima del prójimo».

-Ibid., 21

«Que tu manera de hablar sea serena, franca, sincera, escueta, sencilla y veraz.
Guárdate de la doblez, de la astucia y de las ficciones. Aunque no deben decirse todas las
verdades, no es lícito, por ningún motivo, faltar a la verdad».

-IVD 3,30

«Los que para sembrar la murmuración empiezan con preámbulos honrosos y la


condimentan con cumplidos o, peor aún, con escarnio, son los murmuradores más sutiles
y venenosos. "Conste - dicen - que le aprecio y que, por lo demás, es usted un perfecto
caballero, pero en honor a la verdad es menester decir que ha obrado mal al cometer tal
perfidia". "Es una muchacha muy virtuosa, pero se ha dejado sorprender"... y otras
semejantes maneras de hablar».

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-Ibid., 29

Escribe el apóstol Santiago (3,2) que «si uno no peca al hablar, es un hombre
perfecto», y Francisco lo recuerda: el uso de la lengua exige que se ejerza una gran
vigilancia para no cometer injusticias.

«Te ruego que no hables nunca mal de nadie, ni directa ni indirectamente. Sin
embargo, si bien es verdad que es necesario prestar mucha atención para no hablar mal
del prójimo, también hay que guardarse del extremo en que caen algunos, los cuales, por
temor a murmurar, alaban y hablan bien del vicio. Si se trata de una persona
verdaderamente murmuradora, no digas, por disculparla, que es abierta y franca. Hay
que llamar sinceramente mal al mal, y condenar las cosas que son dignas de reprobación.
Haciéndolo así, glorificaremos a Dios. Censura el vicio, pero ten cuidado y no reprendas
a la persona que lo tiene».

-IVD 3,29

Para la lectura espiritual

¡Que la misericordia del Señor esté con vosotros!

«Cómo han resonado dolorosamente en mi corazón vuestras palabras: "¡Se ha corrido la


voz!". ¡Qué terrible y cáustico es el fuego de los comentarios y de los ojos sospechosos
de los hombres! Es evidente por qué, en los salmos, el santo profeta David se dirige a
Dios en oración y, con el corazón dolorido, le pide que lo salve de la lengua de los
hombres.

»¿Dónde encontrar consuelo y apoyo? En el testimonio de vuestra conciencia.


Conservad en la mente y en el corazón esta conciencia de la dignidad moral de vuestras
acciones ante Dios y ante todas las personas prudentes. Haced frente con ella, con
valentía, a todo comentario, cualquiera que sea. Mientras tanto, comportaos con todos
como si no supierais nada.

»En la vida de cada día no se puede pasar por alto totalmente lo que la gente dice o
dirá. Además, la sensatez nos debe inducir solo a esto: a comportarnos de tal modo que
no suscitemos las chácharas ni atraigamos los ojos de los hombres. No se debe ir más
allá de esto; no se deben, por ejemplo, diferir las acciones que se juzgan necesarias [...].

»Por consiguiente, no os preocupéis de los comentarios. Haced cuanto podáis para


no suscitarlos. Si, no obstante, se hacen, no les hagáis caso. Como os he dicho, el
testimonio de la conciencia ante Dios os basta para consolaros y fortalecer vuestra
valentía. Dejad que todos juzguen, porque, si Dios nos justifica en la conciencia, todos
los demás juicios no cuentan nada. Uno de los observadores me ha dicho que los

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comentarios de los hombres, si no tocan algo realmente malo, se mantienen firmes sobre
ellos como una nube seca y se desvanecen después. Su huella desaparece, y nadie se
acuerda de ellos. Pienso que lo mismo sucederá en vuestro caso».

-TEÓFANES EL RECLUSO, La vita spirituale - Lettere, Roma 1996, pp. 225s.

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«El amor todo lo excusa, todo lo cree».

-1 Co 13,7a

Lectio

El amor excusa la culpa de los demás

EN la famosa parábola del hijo pródigo, jesús nos revela el corazón del Padre, que es
gracia y misericordia. El padre corre a abrazar al hijo que regresa (Lc 15,20-24), y en
este hijo nos reflejamos todos nosotros. Jesús vino a anunciar el «año de gracia» (Lc
4,16-22), a traer la gracia, a perdonar las deudas, a salvar y a decirnos que, dado que
hemos sido todos agraciados, el Padre quiere que seamos portadores de la gracia, que
nos acojamos recíprocamente, que seamos misericordiosos. Quiere que miremos dentro
de nosotros y nos demos cuenta de que somos capaces de todo, porque dentro de
nosotros arraiga toda maldad. Si miras bien, con lucidez, dentro de ti, comprenderás todo
y a todos.

Quiere, ante todo, que no juzguemos a nadie. Los padres del desierto solían decir:
«Si ves a un hombre que ha pecado, un adúltero o un asesino, no pienses que es malo.
Piensa, en cambio, que ha caído en la trampa que el demo nio le ha tendido y que, por
tanto, es un pobre hombre, una víctima. No lo juzgues, sino reza por él, porque todo
juicio que hagas sobre él recaerá sobre ti, y correrás el riesgo de tener su mismo fin. Sé
humilde, mira tus pecados, no juzgues a nadie y no serás juzgado». La humildad consiste
en mirar la indignidad propia, no la de los demás.

El amor lo cubre todo

No podemos ser los inquisidores de nuestros hermanos, desenmascarando o aireando sus


miserias y, sobre todo, las ofensas cometidas contra nosotros. No podemos convertirnos
en los altavoces del mal, especialmente el que se nos hace a nosotros. Si, por amor a la
justicia, debemos denunciar a menudo el mal hecho a otros, en cambio, debemos ocultar
el mal que se nos hace, recordando lo que dice el apóstol Pedro: «El amor cubre una
multitud de pecados» (1 Pe 4,8). En el momento en que disculpamos el mal que se nos
hace, se nos disculpa a nosotros del mal que hemos hecho a los demás.

Recuérdese, además, que el célebre dicho según el cual «el amor es ciego» adquiere

101
otro significado cuando pasamos del mundo del éros al del agápé. En este ámbito, en el
del amor, cuando se ama con el corazón de Dios, se vuelve uno ciego ante las heridas
sufridas. Se trata de minimizar, no de magnificar, de extender un velo piadoso y no
demonizar. ¿Y cuando el comportamiento es objetivamente poco disculpable? La
tradición sapiencial cristiana aconseja «salvar la intención cuando no se puede salvar la
acción», y tener en cuenta también las cosas positivas realizadas por la persona
considerada «ofensiva», para circunscribir el episodio y reevaluarlo en el conjunto de su
vida.

En estos niveles, como en todos los que conciernen al noble y arduo campo del
amor, hay que pedir en la oración la capacidad de olvidar el mal recibido. Hay que orar
para no ver los hechos lamentables que nos hacen los demás.

El amor es comprensivo

Otra prueba para controlar el estado de salud de nuestro amor real con respecto al
prójimo consiste en hacernos la siguiente pregunta: ¿somos capaces de guardarnos para
nosotros las ofensas y las heridas sufridas, tratando de encontrar todos los atenuantes
para no sentirnos objeto de la perversidad de los demás?

El amor es maestro en el arte de disculpar a los demás, pero no a nosotros. Enseña a


absolver, en lugar de absolvernos; a entender las razones del otro más que las nuestras; a
comprender las dificultades de los demás y a poner por obra todos los atenuantes
posibles; a ser comprensivos, poniéndonos en el lugar del otro, sin alardear de nuestros
derechos; a mejorarnos, aprovechando la ocasión para hacer un examen de conciencia,
en lugar de rechazar lo que en definitiva puede ser una corrección oportuna; a no
considerarnos agredidos cuando casualmente observamos algún comportamiento grosero,
sino a examinar bien lo que se nos dice, sin sentirnos víctimas de la incomprensión o de
la persecución, sino, más bien, dando gracias al Señor porque nos da un medio para
conocernos mejor y analizando los efectos de nuestro comportamiento sobre los demás.

Meditatio

El amor abre al futuro

Jesús libra de la muerte a la mujer adúltera y le da confianza: «"¿Nadie te ha


condenado?". Ella respondió: "Nadie, Señor". Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno.
Vete, y en ade lante no peques más"» (Jn 8,10-11). El amor cree en su poder de
reconstrucción: quien se siente amado tiene más fuerza para reponerse. El amor no
culpabiliza, sino que anima; recrea sin descanso lo que el mal tiende a negar. No nos
cierra en un pasado de odio y rencor, sino que nos abre a un futuro de reconstrucción. El
amor es el mandamiento nuevo que hace nuevas todas las cosas.

102
El amor genera siempre confianza

Antes de transmitir confianza a los demás, tengo que tenerla yo en Dios; en efecto,
transmito confianza cuando tengo confianza y porque soy confiado. Y soy confiado
cuando tengo conmigo al Espíritu del Señor. El Espíritu, que vierte en nosotros el amor,
nos libera de todo temor («No cabe temor en el amor»: 1 Jn 4,18), nos hace sentirnos
siempre acogidos por el Padre cuando recurrimos a él.

Santa Teresa de Lisieux es la doctora de la confianza en Dios: «Lo que más ofende a
jesús es la falta de confianza. Si yo hubiera cometido todos los delitos posibles, tendría la
misma confianza, porque sé que me amará aún más que antes de la culpa». Quien posee
esta confianza, quien la cultiva en sí, sabrá difundirla también entre los demás. «Dios
mide sus dones teniendo en cuenta nuestra confianza; por tanto, conservadla bien»,
afirmaba la santa.

Y san Benito inserta su Regla en la gran constante divina: «Nunca desesperes de la


misericordia de Dios». Hoy necesitamos personas que sepan animar, dar confianza en
Dios, pero que también sepan mostrar las potencialidades de bien y de reconstrucción
que anidan en cada persona. Animar es más constructivo que reprender; sacar a la luz lo
positivo es más estimulante que arrojar a las personas a la tormenta de su negatividad.

El amor actúa con confianza

En la vida cotidiana se nos induce a ajustar el comportamiento teniendo en cuenta los


resultados positivos que se quieren conseguir. Y aquí entra la prudencia, que selecciona
entre lo que es útil y lo que no produce ningún fruto, como también evalúa la fiabilidad
de una persona para evitar ineficiencias, timos y otras complicaciones. Salvando la
prudencia, «que nunca es demasiada», hay situaciones en las que hay que hacer lo que
se debe y... dejar en manos de Dios los resultados, practicando la confianza en la eficacia
de la fidelidad de Dios. Pensemos, por ejemplo, en la acción apostólica o filantrópica,
que raramente dan frutos inmediatamente verificables. En estos casos, la persona rica en
amor se distingue de la pobre precisamente por la confianza con que se pone manos a la
obra: confianza en la buena semilla, confianza en el bien, confianza en los resultados que
Dios sabrá obtener según su sabiduría suprema, confianza en el trabajo hecho con
rectitud de intención.

El amor no nos aísla en la ciudadela de la seguridad personal, sino que nos impulsa a
experimentar nuevos caminos, a correr riesgos, a ser jóvenes de espíritu.

La confianza es la base del diálogo y de la comprensión mutua. Nos hacemos


merecedores de ella con el comportamiento correcto, pero se difunde escuchando las
exigencias del otro y de los otros, permitiendo así una comprensión recíproca. Sin
confianza no hay escucha y, por tanto, tampoco comprensión. Hay que escuchar en un

103
clima de confianza, antes que excluir, condenar y juzgar. La comunidad fraterna, como
toda forma de convivencia, se basa en la comunicación recíproca confiada, que
posteriormente debe analizarse y verificarse con paciencia.

El amor posee una fuera enorme: inyecta confianza, reconstruye puentes, facilita el
diálogo, suaviza las divergencias, hace posible una convivencia más humana y hace más
deseable vivir en un mundo que a menudo parece una «era que nos hace tan feroces»
(Dante Alighieri, La Divina Comedia, Paraíso, canto XXII, 151], pero que se nos ha
confiado para que la convirtamos en un jardín florido.

Oratio

Oh Dios, Padre de toda luz, sumamente bueno y bello, atrae a nuestra inteligencia para
contemplarte y a nuestra voluntad para amarte. Enséñanos a ponernos siempre en lugar
del prójimo y a ponerlo a él en el nuestro, para que así juzguemos rectamente.
Recuérdanos que examinemos con frecuencia nuestro corazón para ver si se comporta
con el prójimo como querríamos que se comportara con nosotros si estuviéramos en su
lugar.

Contemplatio

El amor todo lo excusa

«Es una buena práctica de humildad no mirar las acciones de los otros si no es para notar
las virtudes, jamás las imperfecciones. Siempre se ha de interpretar del mejor modo
posible lo que vemos hacer a nuestro prójimo, y en las cosas dudosas nos hemos de
persuadir de que lo que hemos percibido no es malo, sino que nuestra imperfección nos
lo presenta como tal».

-EnPs 4,21

El amor que todo lo excusa es justamente lo contrario de los juicios temerarios y


constituye el único remedio posible:

«En las cosas evidentemente malas debemos tener compasión y humillarnos por las
faltas del prójimo como por las nuestras propias, y rogar a Dios por su enmienda».

-Ibidem

«Cuando nosotros no podamos excusar el pecado, hagámoslo al menos digno de


compasión, atribuyéndolo a la causa más excusable que pueda tener, tal como la
ignorancia o la debilidad. Es necesario que siempre se obre de esta manera, interpretando

104
todo a favor del prójimo; y si una acción tuviera cien aspectos, fija siempre tu atención
en el más bello».

-IVD 3,28

«Todos debemos ser capaces de soportar recíprocamente nuestros defectos, y no


hay por qué extrañarse al descubrirlos».

-EnFs 10,10

Ahora bien, el cubrirlo todo, el estar dispuestos a excusarlo todo, no debe


confundirse con la connivencia con lo que claramente es malo, un defecto o una
imperfección:

«Es indudable que se debe querer bien al amigo no obstante sus imperfecciones,
pero no nos hemos de inclinar a ellas ni, mucho menos, trasladarlas a nosotros».

-IVD3,22

¿Cómo conciliar entonces el «todo lo excusa» con la necesidad o el deber que puede
presentarse de corregir?

«Trate con extremo amor y dulzura al prójimo. Haga siempre las correcciones con el
corazón y con palabras dul ces; y al reprender los defectos, hágalo de modo que su
corazón excuse a la que ha cometido la falta. Cuando, por un buen motivo, nos vemos
obligados a mostrar la ofensa del prójimo, se debe decir solo aquello que exige esa
situación y callar lo demás».

-Carta a la Madre Chantal, escrita entre 1615y 1617

«Te ruego que no hables nunca mal de nadie, ni directa ni indirectamente; guárdate
de atribuir falsos delitos y pecados al prójimo y de descubrir los que son secretos».

-IVD 3,29

El amor todo lo cree

El amor vive con una disposición de confianza y de entrega confiada a Dios:

«Ama nuestro Señor con un amor particularmente tierno a quienes son felices al
entregarse totalmente a su solicitud paterna, dejándose gobernar por su divina
providencia, sin perder el tiempo pensando si los efectos de ella les son útiles,
provechosos o dañosos, pues están muy seguros de que nada les podría ser quitado por
ese corazón paterno y lleno de amor, y que no permitirá nada de lo que no les haga sacar

105
bien y utilidad, con tal de que tengan puesta toda su confianza en Él y que de todo
corazón digan: "Yo pongo mi espíritu, mi alma, mi cuerpo y todo cuanto tengo en
vuestras benditas manos, para que dispongáis de todo como más os agradare"».

-EnEs2,9

A sus hijas que estaban a punto de partir para una nueva fundación, Francisco les
recomienda:

«Yo tengo un extremado deseo de grabar en vuestros espíritus una máxima de


incomparable utilidad: no pedir nada y no rehusar nada. No, queridas hijas, no pidáis
nada y no rehuséis nada. Recibid lo que os dieren y no pidáis lo que no os presentaren o
no quisieren datos. En la práctica de esto hallaréis la paz del alma; sí, amadas hijas, tened
vuestros corazones en esta santa indiferencia de recibir todo lo que os fuere dado y no
desear lo que no se os diere. Lo diré en una palabra: no deseéis cosa alguna, antes dejaos
a vosotras mismas y todas vuestras cosas plena y perfectamente al cuidado de la divina
providencia».

-EnEs 6, 7

He aquí en esencia el núcleo de la espiritualidad salesiana: abandonarse


confiadamente a la voluntad de Dios conduce a «no pedir nada y no rehusar nada»,
porque todo procede de una voluntad que conoce el bien mejor de cuanto yo lo pueda
conocer. El amor todo lo cree: cree que todo viene de la mano de Dios para nuestro bien.

Para la lectura espiritual

«Quien tiene un corazón grande encuentra en él mucho espacio, incluso para la crítica.
Esta no le hace perder tan fácilmente el equilibrio. Quien tiene un corazón grande y
amplio es generoso al dar, pero también, de igual modo, al juzgar. No juzgará solamente
según unas normas o unos principios, sino que dejará entrar en su gran corazón a la
persona que está a su lado, la mirará y la examinará con una mirada de amplio alcance.
Le perdonará sus errores. Confía en que puede crecer, en que desarrollará aún lo bueno
que hay en ella. Porque es de alma grande, tiene también una gran estima y un gran
afecto por los hombres. Confía en la grandeza que se oculta en cada individuo. No
etiqueta al otro con una imagen mezquina, sino que ve en él a aquel que aún puede llegar
a ser.

»Para poder mostrar magnanimidad tengo que haber experimentado antes algo
realmente grande. Tengo que haber sentido que se me ha dado algo grande. No debo
insistir mezquinamente en lo que tengo y conozco. Solo entonces, el corazón grande
puede ver más allá de los errores de las personas. Puede dar sin calcular. Tiene una gran
resistencia. Puede esperar hasta que en el otro acontezca una transformación. Se da

106
tiempo. No debe cambiar al otro. Puede también esperar hasta que Dios provoque algo
determinante en su vida.

»Espera que el otro encuentre su camino, aunque sea diferente del suyo. Confía en
el hecho de que el prójimo, aunque sea mediante desvíos o atajos, encuentre el camino
que lo lleve a la vida. Dios "hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos" (Mt 5,45). Así pues, también nosotros debemos dejar resplandecer el sol de
nuestra benevolencia sobre todos los hombres. Entonces es posible que también florezca
una buena semilla en los que parecen malos. De hecho, ¿qué sabemos de la causa por la
que el otro hace el mal? Tal vez lo hace por desesperación, o hiere porque él mismo ha
sido herido también y solo puede soportar sus heridas infligiéndoselas a los demás».

- A. Grün, 50 angeli per ¡'anima, Brescia 2002, p. 88, passim; (trad. esp.: Cincuenta
ángeles para el alma, Sal Terrae, Santander 2002

107
108
«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como
yo os he amado, así también os améis vosotros los unos a los otros. En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los
otros».

-Jn 13,34-35

Lectio

A-MAR como jesús nos amó significa, entre otras cosas, soportar también lo que él tuvo
que soportar: la lentitud de comprensión de sus discípulos, su arribismo, su oportunismo,
su cercanía en los momentos de éxito y su huida en el fracaso... Pero también significa
tener su misma esperanza en la victoria de un amor que todo lo espera y todo lo soporta
para demostrar que es un amor verdadero, firme, sólido, indiscutible e indestructible.

A diferencia del carácter voluble del éros, el agápé es estable y firme, porque no se
deja conducir por el sentimiento variable, sino por la contemplación y la imitación de la
«dulce paciencia del dulcísimo Salvador», que amó también en la indiferencia, en el
sufrimiento, en la traición y en el abandono.

El amor modelado sobre el de jesús, el Salvador, es constante, es fiel, no cede ni


retrocede. El discípulo sabe que «es necesario pasar por muchas tribulaciones para en
trar en el reino de Dios» (Hch 14,22); sabe que la vida es una prueba y que los salvados
«vienen de la gran tribulación» (Ap 7,14). Sabe también que «quien siembra con
lágrimas cosecha con alegría» (Sal 126,5).

La constancia y la fidelidad se convierten en las compañeras fieles del amor; más


aún, son las alas que le hacen volar por lo alto, mirando lejos con los ojos clarividentes
de la esperanza. Y la esperanza afirma que poner el amor en primer lugar, como valor
guía del comportamiento humano, es la mejor inversión que puede hacerse, porque nada
se pierde en el amor, ni siquiera una pizca: nada queda sin un efecto.

¿Por un mundo mejor?

Trabajar por un mundo mejor es un noble objetivo, pero no siempre se logra mejorar el
mundo con respecto a aquel con el que nos habíamos encontrado. A nosotros se nos pide
que nos hagamos mejores, que nos mejoremos a nosotros mismos dejándonos impulsar
por el amor. Al individuo no se le pide construir una familia excelente o una comunidad

109
maravillosa, porque eso no depende exclusivamente de él. Tampoco se le pide que realice
alguna empresa digna de encomio, porque los resultados son aleatorios y no siempre
recompensan los esfuerzos empleados. Lo que sí se pide es crecer en el amor, porque
este es el mandamiento nuevo, «su mandamiento», gracias al cual se sabe que, con el
amor, nada de lo que se hace se pierde y que los frutos acabarán viéndose.

El mandamiento del Señor tiene que observarse contra todos los escepticismos y
desilusiones, porque la esperanza afirma que todo es recogido, porque encontraremos
todo cuanto hemos hecho con amor y por amor, el cual construye siempre el «mundo
nuevo» de la resurrección.

No siempre es verificable el rendimiento humano y social del amor, si bien una


«sociedad del amor», impregnada de amor, es más digna de vivirse, con mucho, que una
sociedad orientada exclusivamente por los instintos o por los deberes legales.

¿Y qué decir de las desilusiones o de la convivencia convertida en una aburrida y


asfixiante rutina, en la que ya no tienen más que decirse quienes conviven, sino que se
miran entre sí como diciendo: «¿Qué estamos aquí haciendo juntos»?

El amor todo lo espera y, con la expectativa de que se produzca el momento mágico


de la reanudación, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,7cd). Soporta el aburrimiento, la soledad,
el fastidio de la presencia del prójimo, sabiendo que el futuro pertenece a aquel que ama
más. Donde no hay amor, siembra amor: no siempre encontrarás amor, pero siempre
encontrarás al Amor.

Meditatio

El amor todo lo soporta

¿Tiene el cristiano que soportarlo todo realmente? ¿No han pasado ya los tiempos de la
mujer sometida y obediente al marido y entregada totalmente a los hijos? ¿No han
pasado ya los tiempos del respeto incondicional a la autoridad, que alimentó el
despotismo? ¿No han pasado ya los tiempos del cristiano pasivo, que no hace valer sus
derechos y lo soporta todo? ¿En qué lugar ponemos al «cristiano rebelde» que se opone
a una sociedad injusta, que lucha valientemente por defender a los pobres, que promueve
los derechos de los últimos, que organiza la resistencia contra el despotismo, que ama la
justicia y detesta la iniquidad, que fomenta la paz...?

¿Y hasta qué punto el «soportar» es fruto de la fortaleza cristiana, más bien que de
la resignación, la debilidad y la sumisión?

Aunque diversas, son preguntas legítimas que exigen un acercamiento diversificado y


que invitan a la prudencia y al discernimiento para evaluar las diferentes situaciones. Nos

110
limitamos aquí a avanzar, a modo de respuesta, otras preguntas esenciales: dado que no
es fácil «amar al prójimo como a uno mismo», ¿tenemos aún la valentía de tomar en
serio también el aún menos fácil «amaos como yo os he amado»? ¿Tiene todavía el
cristiano el valor de los mártires, es decir, de la dimensión heroica del cristianismo?
¿Cultiva aún el alto y sublime ideal de soportar toda clase de dificultades por su fe?
¿Sigue considerando un valor altamente cristiano el martirio rojo de la sangre, pero
también el martirio gris de una fidelidad incondicionada a la palabra dada, al cónyuge o a
los compromisos asumidos ante Dios, y a llevar la cruz del prójimo que le complica la
vida?

El «todo lo soporta» es imposible sin una mirada continua a jesús humillado e


incomprendido, que obstinadamente ama y se mantiene fiel hasta la cruz, donde «soporta
todo» en medio de la mofa por parte de muchos y el abandono de casi todos los suyos.
Y que ama, aunque no sea correspondido, y comprende aunque no sea comprendido, y
perdona aunque a él no le dejan pasar ni una. El sujeto de la frase «todo lo soporta» es el
amor, el agápe, con que Dios nos ama; es la persona misma de jesús, el amor de Dios
hecho visible, que revela el esplendor de su gloria cuando, elevado sobre la cruz, soporta
todo para afirmar que solo el amor que todo lo soporta es el que salva realmente.

¿Qué clase de cristiano soy cuando me retraigo ante lo que es costoso, ante la cruz,
que es la escuela suprema del amor? ¿Qué clase de cristiano soy si no miro
continuamente al amor crucificado que todo lo soporta? Las aplicaciones concretas deben
evaluarse adecuadamente para impedir su instrumentalización, pero la mirada no debe
apartarse del vértice del amor, y el corazón debe ponerse en acción para recibir no solo el
ejemplo impresionante, sino la potencia infinita del Espíritu Santo que brota de la cruz.
Sin esta mirada y sin este empuje del corazón abierto al río del Espíritu, se detiene
enseguida: el amor puede reducirse a filantropía, solidaridad y beneficencia. Ahora bien,
aun siendo grandes estos valores, solo son humanos y tienen, lógicamente, sus límites.

El amor que todo lo soporta, que no se detiene ante la pérdida de sí mismo, es la


dimensión divina de la vida humana. Es el signo de la presencia del esplendor de Dios en
mi pobreza de cada día. Es la epifanía de mi «vida oculta con Cristo en Dios». Es el sello
de que soy cristiano.

Oratio

Oh Jesús, Salvador mío, qué generosa es tu muerte, pues es la máxima expresión de tu


amor. Tu muerte y tu pasión son el motivo más dulce y más violento que puede animar
nuestros corazones en esta vida mortal. Ayúdanos a ver a nuestro prójimo en tu pecho.
Si lo vemos fuera de ese lugar, corremos el riesgo de no amarlo con pureza ni con
constancia ni con igualdad, pues el amor es más excelente y digno cuanto más puro y
libre es de las condiciones caducas. Enséñanos a hacer todo lo posible para que progrese,

111
porque tal es tu deseo.

Contemplatio

«Debemos mostrar más abiertamente nuestro afecto a quienes más necesidad tienen de
nosotros. En efecto, demostramos principalmente que amamos por caridad cuando
amamos más a quienes nos molestan que a quienes nos consuelan. Para demostrar al
prójimo de modo convincente que le amamos, debemos hacerle todo el bien posible,
tanto para el cuerpo como para el alma, orando por él y sirviéndole cordialmente cuando
se presente la ocasión, porque la amistad que se queda en bellas palabras no es gran
cosa, ni es amar como nuestro Señor nos amó, pues no se contentó con asegurarnos que
nos amaba, sino que quiso ir más allá, haciendo cuanto hizo en prueba de su amor. San
Pablo, hablando a sus queridísimos hijos, dice: "Estoy totalmente dispuesto a dar mi vida
por vosotros y a comprometerme de tal modo que no quiero reservarme nada, para
demostraros que os quiero entrañable y tiernamente" (2 Co 13,15); estoy dispuesto,
quería decir, a dejarme hacer para vosotros o por vosotros lo que queráis. Con lo cual
nos enseña que emplearse hasta dar la vida por el prójimo es tanto como dejarse utilizar
a placer por los otros, para ellos o por ellos, y esto es lo que él había aprendido de
nuestro Señor en la cruz».

-EnEs 4, 7, passim

Santa Juana Francisca de Chantal comenta un episodio revelador del pensamiento del
santo obispo. Una señora de alto rango, pero de malas costumbres, le había pedido
ingresar en uno de los monasterios de la Visitación. Insegura acerca del modo de
proceder, la santa pidió su parecer a Francisco de Sales, que le respondió lo siguiente:
«No tiene que pedirme consejo sobre este asunto, porque yo soy partidario de la
caridad». Y prosigue la Madre Chantal: «Es sabido por todos que él nunca rechazaba a
nadie, por muy miserable pecador que fuera, y que hacía frecuentes limosnas a las
mujeres descarriadas para alejarlas del pecado. Cuando alguna volvía a caer en su
desdicha y enseguida regresaba junto a él, la recibía con su benevolencia habitual. Si sus
criados le decían que se había perdido tiempo y dinero, aquel bendito les respondía que
la miseria era grande, pero que, mientras se pudiera esperar la conversión de los
pecadores, había que ayudarlos».

«Debemos sentir un gran dolor por las faltas del prójimo - escribe Francisco a la
Madre Chantal-, pero al mismo tiempo debemos saber que la caridad se ejerce
soportando dichas faltas, no mostrando sorpresa por ellas. Hay que encomendar al
prójimo al Señor y tratar de practicar nosotros la virtud contraria a su falta. Tenemos que
tener compasión, soportar y tener paciencia, como hace el Señor».

—Fragmento de una carta sin fecha

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«En definitiva, todo consiste en tener el corazón dulce para el prójimo y humilde
para Dios».

-Carta del 28 de junio de 1605

«La persona dulce no ofende a nadie, soporta y tolera con gusto a quienes le hacen
mal; en fin, sufre con paciencia las ofensas y no devuelve mal por mal; no se turba;
disuelve en la humildad sus palabras y vence al mal con el bien».

-Fragmento de una carta escrita entre 1615y 1617

Para la lectura espiritual

«¡Cuántas veces sucede que una persona que ha vivido honestamente, que ha amado y
ha entregado su existencia a la bondad, con tantos sacrificios y renuncias, pasa por la
vida sin ser vista ni aceptada y sin recibir elogio alguno...! Pero quien vive según una
lógica lúdica, según la lógica de una vida fácil y superficial, puede vestirse con lujo, con
ostentación, con el ruido del mundo, y ocultar en la sombra - una sombra grande y
profunda - a la inmensa mayoría de la humanidad, sepultada en los sacrificios entre
marido y mujer, entre madre e hijo, entre hermanos y hermanas, entre novios; sepultada
en el sacrificio del trabajo y la honestidad. ¡Cuántas veces se esconde en esta sombra
apartada el hombre verdadero, aquel que no conoce otra cosa que el trabajo, la
honestidad y la humillación...! Son los rostros de quienes son objeto de mofa, tantas
veces golpeados por los codos de los demás y pisoteados. Pero la bondad que se rompe
en la roca del egoísmo de los demás se convierte en una herida que no es fácil de olvidar.
Nosotros, los hombres, nos vemos inducidos a fijar nuestra mirada en el dolor sufrido, en
la ofensa recibida, en la bondad malentendida. Y, sin embargo, el amor olvida el mal, es
capaz de no tenerlo en cuenta.

»Para que el hombre pueda tener vida, una vida tranquila, sin el temor a la amenaza
constante, debe vivir en paz con el prójimo. Por eso Dios entrega a su Hijo a la
humanidad, para que esta desencadene sobre Él toda la violencia del mundo. Cristo se
presenta ante quien la tiene tomada con su hermano y le dice que no la tome con este,
sino con Él, porque la culpa que recrimina al hermano la asume Él. Y al hermano le dice
lo mismo, para que los dos vivan en paz. He aquí el Cordero de Dios, el Cordero de la
venganza histórica y existencial de la humanidad. Por eso, para el hombre pecador Dios
es siempre el responsable y el culpable de todo, para todos y ante todos. Dios, en su
humildad, asume el mal del mundo. En el momento en que la humanidad extiende la
mano sobre Cristo y lo golpea, Él revela la imagen verdadera de Dios: un Dios
enloquecido de amor hasta el punto de abandonarse en las manos de una generación
semejante».

-M.I. RuPNIK, «Venerdi Santo», en AA.Vv., Omelie di Pasqua, Roma 1998, p. 40

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114
115
«El amor no acaba nunca. Las profecías serán eliminadas, las lenguas cesarán, el
conocimiento será eliminado. Porque conocemos a medias, profetizamos a
medias: cuando llegue lo perfecto, lo parcial será eliminado. Cuando era niño,
hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; al hacerme adulto,
abandoné las niñerías. Ahora vemos como enigmas en un espejo; entonces
veremos cara a cara. Ahora conozco a medias; entonces conoceré tan bien como
soy conocido. Ahora nos quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más
grande de todas es el amor»

-1 Co 13,8-13

Lectio

EL privilegio del amor es ser inmortal: «no acaba nunca» (1 Co 13,8); no nos
abandonará al dejar este mundo, sino que nos seguirá hasta el cielo, donde se
desvanecerán todos los carismas y se verá cómo estas maravillas eran imperfectas y
adquirían su perfección cuando se conjugaban con el amor. «El amor no acaba nunca»
porque es el amor que el Padre da a los hijos para que vivan como hijos y le ofrezcan su
amor, en la tierra como en el cielo. Vivir como hijos, es decir, vivir los dones recibidos no
para uno mismo, sino para el Padre y para los hermanos y hermanas. Tener amor
significa que poseemos aquí la riqueza que tendremos allí, pues una sola es la dignidad
del amor y una sola la dignidad filial, aunque se viva diversamente: en la debilidad de la
condición terrenal, primero, y en la libertad gloriosa del cielo, después.

El amor es el don perfecto de Dios, y lo que es perfecto lo da Dios para que dure
eternamente: «Cuando llegue lo perfecto, lo parcial será eliminado» (13,10). El amor es
el bien que, ya en la tierra, introduce a quien lo posee en el mundo eterno de la
perfección. Esta dimensión de eternidad se mantiene envuelta en el misterio hasta que
llegue «lo perfecto», pero está siempre presente en el seno de Dios, que vierte en los
corazones su amor eterno para que regrese a Él eternamente agradecido. El amor nos
permite vivir ya en una realidad divina y eterna, por la que llegamos a perfeccionarnos
para el día del Señor (cf. Flp 1,9ss).

«Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; al
hacerme adulto, abandoné las niñerías» (1 Co 13,11). El niño aprecia tan solo un aspecto
de la realidad, porque únicamente percibe una parte. Al crecer, amplía sus conocimientos
y cambia su modo de razonar. El cristiano tiene, además, la posibilidad de otro
conocimiento: el que procede del don del Espíritu. De razonar psíquicamente pasa a

116
razonar pneumáticamente, es decir, a poseer la capacidad y la dimensión superior
otorgada por el Pneúma, o Espíritu, que infunde en su corazón el amor. El paso de una
etapa a la otra representa el paso de la infancia a la madurez cristiana.

Vivir únicamente según el instinto o según la razón es para el cristiano vivir como
niños, que se mueven entre las realidades que perecen, que no perciben las «cosas de
Dios», aquellas que perduran, que superan la percepción humana y a las que conduce el
amor infundido por el Espíritu y que conjuga el hombre nuevo.

«Ahora vemos como enigmas en un espejo, entonces veremos cara a cara. Ahora
conozco a medias, entonces conoceré tan bien como soy conocido» (13,12). Solo el
Espíritu conoce las cosas de Dios, y solo quien posee el Espíritu, que lleva consigo el
amor, puede conocer a Dios. El hombre natural o psíquico conoce a Dios a través de las
cosas creadas, de forma indirecta y oscura, a través de las sombras de las realidades que
se desvanecen. El hombre pneumático tiene ya la posibilidad de gustar y ver las cosas de
Dios desde ahora, parcialmente, es verdad, pero posee la facultad de verlo más
íntimamente, pues participa de su mismo Espíritu. Y lo verá en la medida en que el amor
ocupe su corazón, eliminando todo aquello que se opone a la apertura a Dios y a los
hermanos.

El conocimiento de Dios se obtiene mediante el corazón transformado por el Espíritu


y por el amor comprometido: «Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios»
(Mt 5,8). Es un conocimiento que se construye purificando el corazón del apego a uno
mismo para dejar espacio al amor, que quema toda la escoria que impide conocer, ver y
gustar a Dios.

Quien más ama, más conoce. No es la ciencia la que introduce en el misterio de


Dios, sino el amor, que es don y respuesta, delicia y fatiga, luz y tiniebla: es la via crucis
que introduce en la via lucis.

«Ahora nos quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande de todas
es el amor» (1 Co 13,13). Lo que más perdura, lo que más valor posee, es lo más
grande. Con la visión beatífica, la fe pierde su objeto. Con la posesión del sumo bien, la
esperanza también pierde su objeto. Solo el amor permanecerá eternamente, pero
transformado en gloria. El amor, compañero del gozo y del dolor, será compañero
también de la luz y el esplendor.

Meditatio

Pablo introdujo el himno con las siguientes palabras: «Aspirad a los carismas más
valiosos. Y ahora os indicaré un camino mucho mejor» (1 Co 12,31).

Lucas, discípulo de Pablo, presenta el cristianismo en los Hechos de los Apóstoles

117
como camino, no como doctrina; como seguimiento de Cristo, como la comunidad de
quienes van por los caminos del mundo caminando como Cristo, que es el camino que
conduce a la vida. El camino del amor es el que se le presenta a todo discípulo y a toda
comunidad.

R.E.Brown, el gran exegeta norteamericano fallecido hace unos años, escribe:

«La caridad es amor desinteresado que confiere bondad al objeto amado. Por
eso la caridad tiene su origen en Dios, que no necesita nada de sus criaturas,
pero que por amor las trae a la existencia y las ennoblece. En particular, la idea
que Pablo tiene del amor se basa en el sacrificio de Cristo, que nos amó no
porque fuéramos buenos, sino "cuando aún éramos pecadores" (Rm 5,8). Como
afirma 1 Jn 4,8.10: "Dios es amor... En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo para
expiar nuestros pecados". La excelente personificación del amor, de la caridad,
en este "himno", lo convierte casi en un sinónimo de Cristo. Dignificados
(justificados, santificados) por el agapé de Cristo, vertimos el amor sobre los
demás sin mirar su bondad y de modo desinteresado: "Este es mi mandamiento:
que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12)».

Oratio

Señor, dame el fruto del Espíritu Santo: el amor. Un amor gozoso, pacífico, paciente,
benigno, bueno, longánimo, dulce, fiel, modesto, casto. Que tu amor divino me dé alegría
y consolación interior, junto con una gran paz de corazón, para que con paciencia pueda
conservarlo en las adversidades y esté siempre disponible para ayudar al prójimo con una
bondad cordial.

Concédeme una bondad que no sea voluble, sino constante y perseverante, para que
me infunda el gran valor de llegar a ser dócil y afable y estar disponible para todos,
soportando el temperamento y las imperfecciones de los hermanos y hermanas,
conservando hacia cualquier persona una corrección total y manifestando una sencillez
acompañada de confianza.

Contemplatio

Un progreso continuo

«La verdadera virtud no tiene límites; siempre va más allá; y de un modo particular la
caridad, que es la virtud de las virtudes, la cual, teniendo un objeto infinito, sería capaz
de llegar a serlo si encontrase un corazón en el que lo infinito tuviese cabida [...]. El
corazón que pudiese amar a Dios con un amor adecuado a la divina bondad, tendría una

118
sola vo luntad infinitamente buena, lo cual es propio únicamente de Dios. De donde se
sigue que la caridad puede, entre nosotros, perfeccionarse indefinidamente, es decir,
puede hacerse cada día más excelente, pero nunca puede llegar a ser infinita [...]. Es, por
lo tanto, un favor extremado hecho a nuestras almas el que puedan crecer
indefinidamente y cada día más en el amor de Dios, mientras están en esta vida caduca,
"subiendo a la vida eterna de virtud en virtud siempre nueva" (Sal 84,8)».

-TAD 3,1

Libres para amar

«Debemos estimar a los bienaventurados que están en el paraíso, libres y exentos de


todo mandamiento, dado que, por el placer de la suma belleza y bondad de Dios en el
que se encuentran, fluye y deriva en sus espíritus una necesidad dulcísima pero absoluta
de amar eternamente a la santísima divinidad. En el cielo amaremos a Dios, no por estar
atados u obligados por la ley, sino atraídos y extasiados por la gloria que tal objeto,
perfectamente adorable, dará a nuestros corazones; entonces la fuerza del mandamiento
cesará para dar lugar a la fuerza de la alegría, que será el fruto y el vértice del
mandamiento. Estamos destinados, por tanto, a la alegría que se nos ha prometido en la
vida inmortal, durante la cual, en verdad, estamos obligados a observar rigurosamente el
mandamiento del amor, porque es la ley fundamental que Jesucristo, nuestro rey, ha
dado a los ciudadanos de la Jerusalén militante para que merezcan la plenitud y la alegría
de la Jerusalén triunfante.

»Sin duda alguna, en el cielo tendremos un corazón enteramente libre de pasiones,


un alma purificada de distracciones, un espíritu desembarazado de contradicciones, unas
fuerzas exentas de repugnancias; por consiguiente, amaremos a Dios con un amor
perpetuo y jamás interrumpido.

»Pero no hemos de pretender este amor, tan sumamente perfecto, en esta vida
mortal, pues no tenemos todavía ni el corazón ni el alma ni el espíritu ni las fuerzas de
los bienaventurados. Basta con que amemos con todo el corazón y con todas las fuerzas
que tengamos. Mientras somos niños pequeños, sabemos como niños, hablamos como
niños, amamos como niños; pero cuando seamos perfectos, en el cielo, seremos
liberados de nuestra infancia y amaremos a Dios con perfección. Con todo, mientras
dura la infancia de nuestra vida mortal, no hemos de dejar de hacer lo que dependa de
nosotros».

-TAD 10,2

Cara a cara

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«El hombre se entrega completamente mediante el amor y se da todo en la medida en
que ama: pertenece, por tanto, sumamente a Dios cuando ama totalmente a su divina
bondad; y cuando se ha dado de este modo, no debe amar nada que pueda apartar su
corazón de Dios.

»Sin duda alguna, Teótimo, en el Paraíso Dios se dará todo a todos, y no en parte,
pues Dios es un todo que carece de partes; mas, a pesar de esto, se dará diversamente, y
las diferentes maneras de darse serán tantas cuantos sean los bienaventurados, lo cual
ocurrirá así porque, al darse todo a todos y todo a cada uno, no se dará totalmente, ni a
cada uno en particular ni a todos en general.

Nosotros nos daremos a él según la medida en que él se dará a nosotros, porque lo


veremos verdaderamente cara a cara, tal cual es en su belleza, y lo amaremos de corazón
a corazón, tal cual es en su bondad; no todos, sin embargo, lo verán con igual claridad, ni
lo amarán con igual dulzura, sino que cada uno lo verá y lo amará según el grado
particular de gloria que la Divina Providencia le ha preparado».

-Ibid., 3

Para la lectura espiritual

«Si el interior de la persona está formado por el amor, esta solo se realizará
auténticamente en el amor. La perfección del hombre se encuentra en la comunidad, en
la comunión. La verdadera semejanza con Dios se realiza en el hombre cuando vive unas
relaciones interpersonales libres. La relación interpersonal es aquella energía que nace en
la persona y la impulsa hacia el otro. Este movimiento es tan radical en sí mismo que
solo puede considerarse realizado cuando se llega al reconocimiento verdadero y propio
del otro, cuando la persona admite la existencia incondicionada del otro y llega a
reconocer su objetividad. Por "objetividad del otro" entendemos aquí su libertad, es
decir, el hecho de que el otro no puede ser manipulado y dominado, sino que posee un
núcleo de capacidad relacional libre con la que hay que contar. A este éxtasis de la
persona hacia los demás se le llama, apropiadamente, "caridad", es decir, amor, que es lo
que más explícita y realmente nos hace semejantes a Dios. Al pensar en el amor, estamos
pensando, evidentemente, en un dinamismo expansivo que se relaciona con todo cuanto
existe. Al pensar en el amor de Dios nos imaginamos una especie de abrazo universal que
incluye toda existencia y la vivifica.

Sin embargo, al mismo tiempo, el amor posee una dimensión kenótica, humilde, y
retirada; es decir, es capaz de hacerse presente como si estuviera ausente. Abraza como
si no abrazara; une dejando en libertad. Pero no solo esto, sino que, además, el amor de
Dios contempla e incluye tam bién la posibilidad de no ser correspondido. Más aún,
contempla nada menos que el rechazo hasta el punto de ser humillado, pisoteado y
matado. Precisamente por su adhesión libre, el amor no puede ser aniquilado, tal como

120
se verifica en el caso de jesucristo, que, como imagen perfecta del amor del Padre, vino
a la tierra, nos amó y, aunque fue rechazado y ajusticiado, no dejó de amarnos y, así, no
dejó de amar al Padre. Por eso el Padre lo resucitó y sigue caminando con nosotros y
amándonos. Con ello, el amor nos dice: aunque me mates, yo te amo. Lo que hace
eterno e indestructible al amor es, de hecho, su dimensión de don libre. También en el
orden de lo humano, el amor maduro se reconoce por su libertad, al igual que en el orden
espiritual la Iglesia verifica la madurez de sus fieles preguntándoles por su libertad. En el
matrimonio, en el sacerdocio, en los votos religiosos, por ejemplo, la pregunta es siempre
la misma: ¿lo pides libremente? Y es que la adhesión libre es la expresión de una fidelidad
que sigue los pasos de Dios».

-M.I. RuPNIK, Teologia pastorale - A partire dalla bellezza, Roma 2005, pp. 281-283

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Index
Prólogo, por Giorgio Zevini 11
Introducción 18
Abreviaturas de las obras de San Francisco de Sales 20
1. El amor es el único bien necesario (1 Co 13,1-3) 21
2. El amor es magnánimo (Lc 13,6-9) 27
3. El amor es benévolo (Lc 18,10-14) 33
4. El amor no es envidioso (St 3,14-16; 4,2) 42
5. El amor no es vanidoso (1 Co 1,31; 4,7) 49
6. El amor no es orgulloso (Sal 130) 56
7. El amor no es irrespetuoso (1 Co 13,5a) 63
8. El amor no busca su interés (1 Co 10,24; Pm 15,2-3a) 70
9. El amor no se irrita (1 Co 13,5c) 77
10. El amor no lleva cuentas del mal (1 Co 13,5d) 85
11. El amor goza con la verdad y la belleza (Sal 15,1-3) 91
12. El amor todo lo excusa, todo lo cree (1 Co 13,7a) 99
13. El amor todo lo espera, todo lo soporta (Jn 13,34s) 107
14. El amor no acaba nunca (1 Co 13,8-13) 114

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