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SUMARIO
1. La realidad de la guerra. 2. La respuesta del Derecho. 3. El Derecho internacional
humanitario y la salvaguardia de la persona en caso de conflicto armado. 4. Los rasgos
esenciales del Derecho internacional humanitario: A) Los perfiles normativos. B) Los
principios de base. C) Otros principios. 5. El desarrollo progresivo del Derecho internacional
humanitario: A) Hitos en la evolución del Derecho internacional humanitario. B) La violencia
intraestatal ante el Derecho. 6. A modo de epílogo: la quintaesencia de las reglas de Derecho
humanitario aplicables en cualesquiera situaciones de violencia bélica. Bibliografía.
1. La realidad de la guerra.
1
prevalecer un espíritu de tolerancia sobre las fobias y las exclusiones que provocan toda
suerte de tensiones.
Diversas razones, no obstante, dificultan que ese enfoque preventivo —que responde
en definitiva a un “planteamiento holístico de la seguridad” cuyo objetivo es la consolidación
preventiva de la paz abordando los factores económicos y sociales que influyen en ésta (KOFI
A. ANNAN)— alcance el grado de eficacia deseado, de modo que, ante la inevitabilidad de
los conflictos, se hace perentorio garantizar, por las vías que sean —internacionales o
internas—, el respeto de las reglas básicas de humanidad aplicables en cualesquiera
situaciones de violencia bélica; situaciones que al día de hoy se presentan en su mayor parte
como conflictos armados sin carácter internacional..
En efecto, según el estudio que en su Anuario del año 2000 hace el S.I.P.R.I.
(Stockholm International Peace Research Institute) sobre la situación de los conflictos
armados en el Mundo, a lo largo del año 1999 se desarrollaron o siguieron desarrollándose 27
conflictos armados importantes (“major armed conflicts”) en 25 países, de los cuales sólo dos
(Eritrea-Etiopía, India-Pakistán) tienen carácter interestatal. Por conflicto armado
“importante” entiende el S.I.P.R.I. aquél que implica el uso de la fuerza armada entre las
fuerzas militares de dos o más gobiernos, o de un gobierno y al menos un grupo armado
organizado, a resultas del cual se producen muertes directamente relacionadas con los
combates de al menos 1000 personas a lo largo de un año. Aceptando en principio esta
definición a efectos prácticos —fuera, pues, de toda connotación jurídica—, se puede verificar
con el S.I.P.R.I. que, de esos 27 conflictos activos en 1999, 11 se desarrollaban en África, 9
en Asia, 3 en el Oriente Medio, 2 en Europa y 2 en América del Sur. Casi todos ellos son
conflictos internos (Angola, Burundi, Guinea-Bissau, Ruanda, Somalia, Sudán, Afganistán,
Chechenia, Myanmar, Filipinas, Sri Lanka, Colombia, Perú... ), si bien en algunos casos se
produce una intervención extranjera (el Congo, Sierra leona, Timor Oriental, Kosovo). Una
buena parte de ellos son prolongados (17 han venido estando activos durante al menos ocho
años) o recurrentes (4 casos).
2
recientemente, en diversos países de África— y de daños catastróficos que, a la salida del
conflicto, hacen poco menos que imposible la reconstrucción de la vida colectiva. Y es de
resaltar el hecho de que en la mayoría de los conflictos actuales las principales víctimas son
las personas civiles, que corren el riesgo de perder la vida o de ser mutiladas en el curso de los
combates, y a menudo se ven obligadas a abandonar sus lugares de origen, convirtiéndose en
desarraigadas. Para el total de las víctimas de la guerra (muertos, heridos y desarraigados), de
cada diez nueve son civiles, siendo los grupos más débiles de la sociedad —entre ellos los
niños, con frecuencia utilizados como soldados en las “guerras de los pobres”— los que más
sufren las consecuencias de los enfrentamientos bélicos.
Ante todo, el Derecho internacional se preocupa por establecer las condiciones en que
les es licito a los Estados el recurrir a la fuerza armada (ius ad bellum). Apuntemos aquí tan
sólo que, en este terreno, ha llegado a consolidarse en el Derecho internacional positivo el
principio que prohibe el recurso a la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad
territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma
3
incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas (artículo 2 párrafo 4 de la Carta de las
Naciones Unidas). Y si bien los gobiernos, sobre todo los de algunas grandes potencias, son
propensos a buscar excepciones nuevas a este principio —así, en el caso de intervenciones
unilaterales presuntamente basadas en razones humanitarias—, la Carta de las Naciones
Unidas sólo reconoce como legítimas las excepciones de legítima defensa (artículo 51) y de
acción colectiva en casos de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de
agresión (capítulo VII —artículos 39 y siguientes—).
Por otro lado, y teniendo en cuenta que la vigencia del principio de prohibición de la
fuerza en las relaciones internacionales no excluye la posibilidad de hacer uso de ella, en los
supuestos cubiertos por esas excepciones —pudiendo hablarse en este sentido de guerras
“legales”, esto es, de usos de la fuerza justificados—, el Derecho internacional procura
controlar la guerra poniéndole frenos normativos a fin de limitar sus efectos devastadores (ius
in bello), sometiéndola, en definitiva, a reglas de humanidad.
Resulta en principio posible y aun fácil identificar las reglas pertenecientes a uno y
otro conjunto. Así, la regla contenida en el artículo 27 del cuarto Convenio de Ginebra de
1949, relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra, pertenece a1 Derecho
de Ginebra o Derecho humanitario en sentido propio, disponiendo entre otras cosas que las
personas protegidas —hállense en los territorios de las partes contendientes o en los territorios
ocupados— “tienen derecho, en cualquier circunstancia, al respeto a su persona, a su honor, a
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sus derechos familiares, a sus convicciones y prácticas religiosas, a sus hábitos y a sus
costumbres”, y “deberán ser tratadas, en todo momento, con humanidad y especialmente
protegidas contra cualquier acto de violencia o intimidación, contra los insultos y la
curiosidad pública”. Por su parte, la regla recogida en el artículo 22 del Reglamento sobre las
leyes y costumbres de la guerra terrestre anejo al cuarto Convenio de La Haya de 1907,
pertenece a1 Derecho de La Haya o Derecho de la guerra stricto sensu, al sentar el principio
de que “los beligerantes no tienen un derecho ilimitado en cuanto a la elección de medios para
dañar al enemigo”, principio del que deriva la prohibición de recurrir a determinados métodos
o medios de combate considerados ilícitos.
Ahora bien, las reglas de uno y otro tipo están tan estrechamente relacionadas entre sí,
que hoy en día tiende a superarse esa dicotomía Derecho de La Haya-Derecho de Ginebra. No
en vano un básico instrumento convencional perteneciente al Derecho de Ginebra —o sea, a1
Derecho humanitario en sentido propio—, el Protocolo adicional I a los Convenios de
Ginebra de 1949, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados
internacionales, de 1977, incorpora en su artículo 35 el principio recogido en e1 artículo 22
del Reglamento de La Haya sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre, establece
prohibiciones específicas de recurrir a ciertos métodos y medios de guerra (por ejemplo, el
uso de armas que causen males superfluos o sufrimientos innecesarios), y sienta el esencial
principio que ordena a las partes en conflicto hacer distinción entre población civil y
combatientes, por una parte, y entre bienes de carácter civil y objetivos militares, por otra
(artículo 48 del Protocolo).
Y es que no cabe duda de que estas reglas procedentes del Derecho de La Haya
tienen una indudable connotación humanitaria —proteger mejor a las personas involucradas
en el conflicto, combatientes y víctimas de la guerra—; razón por la cual el Tribunal
Internacional de Justicia, en su opinión consultiva de 8 de julio de 1996 sobre la legalidad de
la amenaza o el empleo de armas nucleares, ha podido decir que “esas dos ramas del Derecho
aplicable en casos de conflicto armado [el Derecho de La Haya, y el Derecho de Ginebra] han
llegado a estar tan relacionadas entre sí que se considera que poco a poco se han convertido en
un régimen complejo único, conocido actualmente como Derecho internacional humanitario”,
reflejando precisamente las disposiciones de los dos Protocolos adicionales de 1977 la unidad
y 1a complejidad de ese Derecho (párrafo 75 de la opinión consultiva).
5
3. El Derecho internacional humanitario y la salvaguardia de la persona en
caso de conflicto armado.
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principal, por los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y por los dos Protocolos adicionales
de 1977 a dichos Convenios (ver infra, ). Con respecto a aquéllos, hoy no se plantea ya la
cuestión de la eventual aplicación de las normas contenidas en ellos a título distinto del
convencional, esto es, en cuanto Derecho consuetudinario, dada la vigencia universal de los
mismos. En cuanto a los dos Protocolos adicionales de 1977 (a los que habría que añadir el ya
citado Reglamento de La Haya sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre en
cualquiera de sus versiones de 1899 y 1907), pese a que su ámbito de aplicación subjetivo es
más restringido, pues no obligan a todos los Estados aunque sí a una mayoría cada vez más
amplia, incluyen sin duda disposiciones —aquellas que hacen referencia a los actos que
constituyen infracciones graves del Derecho internacional humanitario y que en cuanto tales
lesionan derechos de la persona de carácter esencial— cuya vigencia no depende de su
acuñación convencional. En cualquier caso, el Secretario General de las Naciones Unidas, en
su informe de 1993 relativo a la decisión del Consejo de Seguridad de crear un Tribunal
internacional para el enjuiciamiento de los presuntos responsables de las violaciones graves
del Derecho internacional humanitario cometidas en el territorio de la antigua Yugoslavia
desde 1991, ha podido decir que “una parte importante del Derecho convencional humanitario
ha pasado a formar parte del Derecho internacional consuetudinario” (párrafo 33 del informe),
incluyendo entre las reglas convencionales que fuera de toda duda han venido a integrar este
Derecho las relativas a las infracciones graves de los Convenios de 1949 y a la violación de
las leyes y costumbres de la guerra tal como figuran enunciadas en el cuarto Convenio de la
Haya de 1907. Teniendo en cuenta e1 carácter básico que desde la óptica de la protección de
la persona humana tienen esas normas, y sin perjuicio de que se inste a los Estados que aún no
lo hayan hecho a que se incorporen a los principales tratados internacionales de Derecho
humanitario, incluidos algunos relativos a la prohibición de ciertos tipos de armas —según la
solicitud que en este sentido les dirigen tanto el C.I.C.R. como la Asamblea General de las
Naciones Unidas—, se hace necesario asegurar, en el plano internacional y en el plano
interno, su efectiva aplicación. Sobre todo si se considera 1a naturaleza de Derecho
internacional imperativo (ius cogens) que poseen en su mayor parte dichas normas, lo que se
expresa, entre otras cosas, en el hecho de quedar sustraída su aplicación a la lógica de la
reciprocidad —el respeto de ciertas normas humanitarias básicas no queda supeditado a que el
adversario las respete por su parte— y en el hecho de generar obligaciones erga omnes, esto
es, frente a todos, que en cuanto tales excluyen la posibilidad de prescindir de su acatamiento
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incluso si las personas protegidas manifestaran la intención de renunciar a los derechos
correlativos a esas obligaciones (cfr. el artículo 7 de los tres primeros Convenios de 1949 y e1
artículo 8 del cuarto Convenio).
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Ya la Declaración de San Petersburgo de 1868 para la prohibición de la utilización de
ciertos proyectiles en tiempo de guerra —susceptible de ser incluida dentro del Derecho de La
Haya— respondía a la finalidad de fijar los límites técnicos en que las necesidades de la
guerra deben detenerse ante las exigencias humanitarias, considerando en este sentido que el
objetivo legítimo de debilitar las fuerzas militares del enemigo resultaría sobrepasado por el
empleo de armas que agravarían inútilmente los sufrimientos de las personas puestas fuera de
combate o harían su muerte inevitable, de modo que dicho empleo sería contrario a las “leyes
de humanidad”. A su vez, el entero régimen de los Convenios de 1899 y 1907, centrado en la
conducción de las hostilidades, respondía en el fondo a una preocupación por humanizar la
guerra al intentar limitar los comportamientos más inhumanos de los beligerantes.
Preocupación ésta de la que vendría a hacerse eco el Tribunal Internacional de Justicia en su
ya citada sentencia de 1986 (Nicaragua contra Estados Unidos) al apreciar que la colocación
de minas, sin advertencia ni notificación y con desprecio de la seguridad de la navegación
pacífica, en aguas en que navíos de otro Estado pueden tener un derecho de acceso o de paso,
representa una violación de “los principios del Derecho humanitario sobre los que reposan las
disposiciones específicas del octavo Convenio de La Haya de 1907'', remitiéndose en este
punto el Tribunal al conocido dictum de su sentencia de 1949 sobre el fondo del asunto del
Canal de Corfú en el que se evocaban “ciertos principios generales y bien reconocidos, tales
como las consideraciones elementales de humanidad” (párrafo 215 de la sentencia de 1986).
¿Qué sentido tiene la invocación por el Tribunal de esos principios sobre los que
reposan las disposiciones convencionales especificas pertenecientes al Derecho de La Haya?
A nuestro juicio, al traer a colación esos principios y conectarlos a la idea de humanidad, el
Tribunal está apuntando a la integración de las reglas sobre la conducción de las hostilidades
(Derecho de la guerra en sentido estricto) en un sistema normativo global de base humanitaria
que incluye, conectándolas entre sí en un continuum, reglas del Derecho de La Haya y del
Derecho de Ginebra.
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nicaragüenses) a la luz del Derecho internacional general, juzgó posible apreciar esos
comportamientos “en función de los principios generales de base del Derecho humanitario de
los que, en su opinión, los Convenios de Ginebra constituyen en ciertos aspectos el desarrollo
y en cuanto a otros aspectos no hacen más que expresarlos” (párrafo 218 de la sentencia).
Desde nuestro punto de vista, se trata de unos principios de vocación constructiva capaces, en
cuanto tales, de llenar posibles vacíos o lagunas de la regulación convencional sobre la base
de la idea de humanidad ínsita en la ya citada “cláusula De Martens”; lo que explica que la
denuncia o retirada de cualquiera de los Convenios de Ginebra no tendrá ningún efecto sobre
las obligaciones que las Partes en conflicto deban cumplir en virtud de los principios del
Derecho de gentes tal como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las
leyes de humanidad y de las exigencias de la conciencia pública (artículo 63 del I Convenio,
artículo 62 del II Convenio, artículo 142 del III Convenio, artículo 158 del IV Convenio).
Pues bien, esas obligaciones, exigibles con independencia de que las reglas de las que
derivan estén acuñadas en un tratado (en este caso, en cualquiera de los Convenios de
Ginebra), se sitúan en el contexto de esos “principios generales de base” del Derecho
humanitario a los que se refiere e1 Tribunal, y a los que el propio Tribunal hace coincidir con
las reglas del artículo 3 común a los cuatro Convenios de 1949, destinadas a aplicarse en caso
de conflicto armado que no sea de índole internacional pero susceptibles de aplicarse a
fortiori, en su calidad de “mínimo independiente”, a los conflictos armados internacionales.
De modo que, desde la óptica del Tribunal, la identidad de las normas mínimas aplicables a
los conflictos internacionales y a los que no tienen tal carácter, deja sin interés la decisión de
si los actos considerados en la sentencia (actos de los “contras”' respecto del gobierno
sandinista, actos de los Estados Unidos en y contra Nicaragua) deben apreciarse en el marco
de las reglas aparejadas para uno u otro tipo de conflictos, por donde debe llegarse a la
conclusión de que, en cualquier caso, procede buscar los principios pertinentes en el referido
artículo 3 común.
Este precepto se nos muestra como una suerte de código esencial de principios y
reglas en la doble esfera del Derecho humanitario y de los derechos humanos. Principios y
reglas que no pueden dejar de aplicarse ni siquiera en aquellas situaciones, como las de los
conflictos internos, en las que los Estados, a través de sus gobiernos establecidos, se resisten a
aceptar la aplicación extensa de las reglas internacionales del ius in bello so pretexto de que
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con ello se daría pábulo a la violencia interna al conferir un cierto estatuto internacional a los
grupos rebeldes que atentan contra la legalidad constitucional.
De la lectura del artículo 3 común se extrae que, en los conflictos a los que éste se
refiere —y, como ya señalamos, también en los conflictos internacionales—, tienen vigencia
una serie de principios: a) el que enuncia e1 deber de tratar con humanidad a todas aquellas
personas que no participen directamente en las hostilidades (incluso los miembros de las
fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas que hayan quedado fuera de
combate por enfermedad, herida o detención o por cualquier otra causa); b) e1 principio de no
discriminación —cuya vigencia comparten el Derecho humanitario y el Derecho de los
derechos humanos—, que no excluye la posibilidad de hacer distinciones de carácter
favorable basadas en el sufrimiento, el desamparo o la debilidad natural de ciertas personas o
de ciertas categorías de personas (JEAN PICTET); c) el principio de inviolabilidad, que sienta
la prohibición absoluta (“en cualquier tiempo y lugar”) de los atentados contra la vida o la
integridad corporal y contra la dignidad de la persona; d) el principio de seguridad, que
prohibe por su parte actos como la toma de rehenes o las condenas dictadas y las ejecuciones
efectuadas sin previo juicio por un tribunal que ofrezca las suficientes garantías.
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el propio Tribunal dice— son tan fundamentales para el respeto de la persona humana y para
las consideraciones elementales de humanidad, ha sido la causa de que el cuarto Convenio de
La Haya de 1907 y los Convenios de Ginebra de 1949 hayan sido aceptados de forma tan
amplia, y ello sin perjuicio de poder constatar a su vez que tales reglas fundamentales se
imponen a todos los Estados, hayan o no ratificado los instrumentos convencionales que las
expresan, porque constituyen “principios intransgredibles” (párrafo 70 de la opinión
consultiva) del Derecho internacional consuetudinario.
Con ello el Tribunal quiere significar sin duda que ciertas reglas esenciales de índole
humanitaria, destinadas a la protección de derechos básicos de la persona, producen el doble
efecto de suscitar la adhesión universal o casi universal a los tratados que las recogen y de
obligar a los Estados, ya en el plano del Derecho internacional consuetudinario, en cuanto
principios intransgredibles. Desde nuestro punto de vista, el carácter de Derecho imperativo
(ius cogens) de esas reglas está fuera de toda duda, y los principios inderogables en los que se
reflejan poseen de suyo (es decir, sin necesidad de ser contrastados con la práctica de los
Estados, al representar exigencias éticas esenciales) la capacidad para reprochar de ilícito el
recurso a ciertos tipos de armas. No sin razón, creemos, el C.I.C.R., en una Declaración hecha
en 1997 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en relación con la opinión
consultiva del Tribunal, ha insistido en que no hay excepción alguna a la aplicación de las
normas del Derecho internacional humanitario a cualesquiera tipos de armas, incluidas las
nuevas, y, por lo que respecta a las armas nucleares, ha llegado a la conclusión —extraída a
partir de la apreciación del propio Tribunal de que el poder destructor de estas armas no puede
limitarse ni en el espacio ni en el tiempo— de que le resulta difícil “plantearse cómo un
empleo de armas nucleares podría avenirse con las normas del Derecho internacional
humanitario”.
C) Otros principios.
Aparte de esos principios de base del Derecho de Ginebra y del Derecho de La Haya a
los que el Tribunal Internacional de Justicia hace apelación en sus pronunciamientos de 1986
y 1996, es posible referirse a otros principios de Derecho humanitario que de uno u otro modo
aparecen recogidos en los grandes textos convencionales de 1949 y 1977.
Ante todo está e1 principio que establece a cargo de los Estados partes en los
Convenios de Ginebra y/o en los Protocolos adicionales a dichos Convenios, la obligación
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incondicional (“en todas las circunstancias”) de respetar y hacer respetar sus disposiciones
(artículo 1 común a los cuatro Convenios de Ginebra, artículo 1 párrafo 1 del Protocolo
adicional I). Ello significa que sobre cada Estado recae, por una parte, el deber de hacer todo
lo posible para que dichas disposiciones sean respetadas por sus órganos y en general por el
conjunto de personas sujetas a su jurisdicción, y, por otra parte, el deber de actuar de modo
apropiado para conseguir que tales disposiciones sean observadas por todos, en particular por
los demás Estados.
Un aspecto básico de esta obligación genérica de respetar y hacer respetar las normas
convencionales de Derecho internacional humanitario es la específica obligación de proveer a
la ejecución interna de las mismas, “nacionalizándolas” (LUIGI CONDORELLI y BOISSON
DE CHAZOURNES), esto es, convirtiéndolas en parte integrante del ordenamiento jurídico
estatal. A este respecto el C.I.C.R. viene insistiendo en la necesidad de poner en pie en los
distintos Estados “medidas nacionales de aplicación en tiempo de paz” de los Convenios de
Ginebra y de sus Protocolos adicionales, necesidad encarecida, por lo demás, en sucesivas
reuniones de la Conferencia Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja (así,
consúltese la Resolución V de 1a XXV Conferencia, Ginebra, 1986).
Un corolario de este principio que ordena respetar y hacer respetar las reglas enunciadas en
los Convenios y los Protocolos adicionales, es el principio de cooperación, según el cual, en
situaciones de violaciones graves de esos instrumentos convencionales, los Estados partes “se
comprometen a actuar, conjunta o separadamente, en cooperación con las Naciones Unidas y
en conformidad con la Carta de las Naciones Unidas” (artículo 89 del Protocolo adicional I).
Lo que a la postre significa que, a fin de no abandonar a su suerte a las víctimas de las
violaciones graves del Derecho humanitario, en la lucha contra estas violaciones se precisan
no sólo métodos individuales (de cada Estado por separado) sino también colectivos
(mediante la cooperación internacional), sobre todo si se trata de conductas que por su
especial repugnancia merecen el calificativo de crímenes internacionales, como la
“depuración étnica” u otras prácticas de una gravedad equiparable. Ello estaría en la base de
la creación de tribunales penales internacionales encargados de juzgar a los responsables de
actos de esa naturaleza o, incluso, de la conducción in extremis de una acción de fuerza
colectiva (a condición de estar dirigida o en todo caso avalada por la Organización Mundial)
contra un Estado transgresor, a título, en este caso, de intervención humanitaria.
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Otro principio que rige los conflictos armados es el de proporcionalidad,
complementario del ya reseñado principio de distinción (ver supra). En virtud del principio de
proporcionalidad —que no aparece recogido expressis verbis en los textos convencionales
reguladores de los conflictos armados aunque sí reflejado en diversas disposiciones de esos
textos (ORIOL CASANOVAS)— están prohibidos aquellos actos cuyos daños excedan de la
ventaja militar esperada por quien los lleva a cabo: así, se consideran ataques prohibidos, por
indiscriminados, aquellos que es de prever que causarán incidentalmente muertos y heridos
entre la población civil, o daños a bienes de carácter civil, o ambas cosas, que sean excesivos
en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista (artículo 51, párrafo 5, b) del
Protocolo adicional I de 1977).
Pero, aparte de esta responsabilidad directa del Estado en el plano internacional por
actos contrarios al Derecho humanitario a él atribuibles, está la cuestión de la responsabilidad
(penal) del individuo en ese mismo plano por conductas que pugnan con elementales
exigencias éticas de la convivencia internacional, entre las que se hallan sin duda alguna las
violaciones del ius in bello (crímenes de guerra), además de otras violaciones como las del ius
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ad bellum (crímenes contra la paz) y las de obligaciones internacionales de importancia
esencial para la salvaguardia del ser humano (genocidio, crímenes contra la humanidad).
Los Estatutos de los dos Tribunales penales internacionales creados hasta ahora (el de
la ex Yugoslavia y el de Ruanda) y de la futura Corte Penal Internacional, recogen
precisamente en sus textos una disposición que reconoce la existencia por separado de esos
dos planos de la responsabilidad, la del Estado y la individual. En relación con esta última, es
de hacer notar que, si bien excepcionalmente el Derecho internacional puede hacer funcionar
un aparato sancionador propio para juzgar a los presuntos responsables de aquellas conductas
(crímenes de guerra, contra la paz y contra la humanidad), como en los casos de los citados
Tribunales penales internacionales, no suele ir más allá de la fijación de las conductas
delictivas —asumida en su caso por la legislación penal interna—, dejando la determinación
de las penas y su imposición efectiva a los sistemas jurídicos estatales. Así, los Convenios de
Ginebra establecen a cargo de los Estados partes la obligación de “tomar todas las oportunas
medidas legislativas para determinar las adecuadas sanciones penales que se han de aplicar a
las personas que hayan cometido, o dado orden de cometer, una cualquiera de las infracciones
graves” contra los propios Convenios (artículo 49 del I Convenio, artículo 50 del II Convenio,
artículo 129 del III Convenio, artículo 146 del IV Convenio -primer párrafo de todos ellos—);
obligación a la que se añade la de hacer comparecer a los presuntos responsables ante los
propios tribunales o bien entregarlos para su enjuiciamiento a otro Estado interesado en el
proceso (segundo párrafo de los artículos citados, artículo 88 del Protocolo adicional I), de
conformidad con e1 clásico principio aut dedere aut iudicare.
Otros principios del Derecho humanitario podrían traerse aquí a colación. Se trata de
ciertos principios “secundarios” o “derivados” en tanto vinculados a alguno de los principios
de base ya expuestos. Así, relacionado con el principio de limitación de métodos o medios de
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hacer la guerra está el principio que, introduciendo el criterio ecológico en el ámbito de la
regulación de los conflictos armados, prohibe el empleo de aquellos métodos o medios “que
hayan sido concebidos para causar, o de los que quepa prever que causen, daños extensos,
duraderos y graves al medio ambiente natural” (artículo 35 párrafo 3 del Protocolo adicional
I). Sobre la base de este principio el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en su
resolución 686 (1991), declaró la responsabilidad de Irak por actuaciones durante el conflicto
del Golfo que ocasionaron graves daños ecológicos.
Desde que, sobre la base de las ideas filantrópicas expresadas por HENRY DUNANT
en su obra “Un recuerdo de Solferino”, se crea la Cruz Roja (1863) y se adopta e1 Convenio
para aliviar la suerte de los militares heridos de los ejércitos en campaña (1864), el Derecho
internacional humanitario aplicable a los conflictos armados no ha cesado de desarrollarse.
Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos apuntar en ese desarrollo una serie de hitos,
que van perfilando tendencias normativas en una línea de humanización del Derecho de los
conflictos armados. Serían, entre otros, los siguientes:
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beligerantes no es parte en el Convenio, sus disposiciones continuarán, no obstante, vigentes
entre todos aquellos beligerantes que sean partes).
17
i) El desarrollo, a lo largo de los años, de un sistema propio de eficacia (potencias
protectoras, sustitutos de éstas, C.I.C.R., procedimientos de conciliación e investigación,
Comisión Internacional de Encuesta...; ver infra, ); sin perjuicio de que el control del
cumplimiento del Derecho internacional humanitario pueda conducirse asimismo a través de
mecanismos pertenecientes a otros sectores normativos, como el Derecho internacional de los
derechos humanos.
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establecen unas “reglas mínimas de protección” (ORIOL CASANOVAS) aplicables a los
conflictos de esta naturaleza. E1 hecho de que dicho artículo esté llamado a aplicarse “en caso
de conflicto armado sin carácter internacional y que surja en el territorio de una de las Partes
contratantes”, hace posible la aplicación de esas reglas mínimas (tratar con humanidad a
quienes no participen directamente en las hostilidades, recoger y cuidar a los heridos y
enfermos) a una amplia gama de conflictos internos.
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prisionero de guerra, regulación de los métodos y medios de guerra) aplicable a los conflictos
armados internacionales.
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estatuto no aplicable en principio en el contexto de los conflictos de esta naturaleza
(GEORGES ABI-SAAB); ello sin perjuicio de que el artículo 3 común a los cuatro Convenios
de Ginebra induzca a las partes a esforzarse por poner en vigor, mediante acuerdos especiales,
todas las demás disposiciones de los Convenios, destinadas en realidad a los conflictos
armados internacionales.
Estas son, según el C.I.C.R. y la Federación de Sociedades de Cruz Roja, las “Normas
fundamentales” de Derecho humanitario que deben aplicarse en cualquier situación de
conflicto armado:
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física y moral. Serán protegidas y tratadas, en toda circunstancia, con
humanidad, sin ninguna distinción de carácter desfavorable.
2. Está prohibido matar o herir a un adversario que se rinda o que está fuera de
combate.
Se trata, como se ve, de reglas humanitarias básicas extraídas del Derecho de Ginebra
y del Derecho de La Haya, y que en su proyección a todo tipo de conflicto armado conforman
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un corpus iuris esencial y unitario destinado a asegurar una protección mínima —y en tal
sentido indispensable e irrenunciable— a las víctimas de la guerra.
BIBLIOGRAFIA
A) Citada:
23
Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI): SIPRI Yearbook 2000. Armaments,
Disarmament and International Security (ver en concreto Taylor B. Seybolt: “1. Major
armed conflicts”, pp. 15-49), Oxford University Press, 2000.
B) Complementaria:
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