Sunteți pe pagina 1din 26

Immanuel Kant

(Königsberg, hoy Kaliningrado, actual Rusia, 1724 - id., 1804) Filósofo alemán. Hijo de un modesto
guarnicionero, fue educado en el pietismo. En 1740 ingresó en la Universidad de Königsberg como
estudiante de teología y fue alumno de Martin Knutzen, quien lo introdujo en la filosofía racionalista de
Leibniz y Christian Wolff, y le imbuyó así mismo el interés por la ciencia natural, en particular, por la
mecánica de Newton.

Kant
Su existencia transcurrió prácticamente por entero en su ciudad natal, de la que no llegó a alejarse más
que un centenar de kilómetros cuando residió por unos meses en Arnsdorf como preceptor, actividad a
la cual se dedicó para ganarse el sustento luego de la muerte de su padre, en 1746. Tras doctorarse en la
Universidad de Königsberg a los treinta y un años, ejerció en ella la docencia y en 1770, después de
fracasar dos veces en el intento de obtener una cátedra y de haber rechazado ofrecimientos de otras
universidades, fue nombrado por último profesor ordinario de lógica y metafísica.
La vida que llevó ha pasado a la historia como paradigma de existencia metódica y rutinaria. Es
conocida su costumbre de dar un paseo vespertino a diario, a la misma hora y con idéntico recorrido,
hasta el punto de que llegó a convertirse en una especie de señal horaria para sus conciudadanos; se
cuenta que la única excepción se produjo el día en que la lectura de Emilio o De la educación, de Jean-
Jacques Rousseau, lo absorbió tanto como para hacerle olvidar su paseo, hecho que suscitó la alarma de
sus conocidos.
La filosofía de Kant
En el pensamiento de Kant suele distinguirse un período inicial, denominado precrítico, caracterizado
por su apego a la metafísica racionalista de Wolff y su interés por la física de Newton. En 1770, tras la
obtención de la cátedra, se abrió un lapso de diez años de silencio durante los que acometió la tarea de
construir su nueva filosofía crítica, después de que el contacto con el empirismo escéptico de David
Hume le permitiera, según sus propias palabras, «despertar del sueño dogmático».
En 1781 se abrió el segundo período en la obra kantiana, al aparecer finalmente la Crítica de la razón
pura, en la que trata de fundamentar el conocimiento humano y fijar asimismo sus límites; el giro
copernicano que pretendía imprimir a la filosofía consistía en concebir el conocimiento como
trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto
que permiten ordenar la experiencia procedente de los sentidos; resultado de la intervención del
entendimiento humano son los fenómenos, mientras que la cosa en sí (el nóumeno) es por definición
incognoscible.
Pregunta fundamental en su Crítica es la posibilidad de establecer juicios sintéticos (es decir, que
añadan información, a diferencia de los analíticos) y a priori (con valor universal, no contingente), cuya
posiblidad para las matemáticas y la física alcanzó a demostrar, pero no para la metafísica, pues ésta no
aplica las estructuras trascendentales a la experiencia, de modo que sus conclusiones quedan sin
fundamento; así, el filósofo puede demostrar a la vez la existencia y la no existencia de Dios, o de la
libertad, con razones válidas por igual.
El sistema fue desarrollado por Kant en su Crítica de la razón práctica, donde establece la necesidad
de un principio moral a priori, el llamado imperativo categórico, derivado de la razón humana en su
vertiente práctica; en la moral, el hombre debe actuar como si fuese libre, aunque no sea posible
demostrar teóricamente la existencia de esa libertad. El fundamento último de la moral procede de la
tendencia humana hacia ella, y tiene su origen en el carácter a su vez nouménico del hombre.
Kant trató de unificar ambas "Críticas" con una tercera, la Crítica del juicio, que estudia el llamado
goce estético y la finalidad en el campo de la naturaleza. Cuando en la posición de fin interviene el
hombre, el juicio es estético; cuando el fin está en función de la naturaleza y su orden peculiar, el juicio
es teleológico. En ambos casos cabe hablar de una desconocida raíz común, vinculada a la idea de
libertad. A pesar de su carácter oscuro y hermético, los textos de Kant operaron una verdadera
revolución en la filosofía posterior, cuyos efectos llegan hasta la actualidad.

John Dewey
(Burlington, 1859 - Nueva York, 1952) Filósofo, pedagogo y psicólogo norteamericano. John Dewey
nació en una ciudadela del "yankismo" de Nueva Inglaterra, en el seno de una familia de colonizadores
de humilde origen, el mismo año en que apareció Sobre el origen de las especies, de Darwin. El
"yankismo" y el darwinismo fueron los dos puntos iniciales de una actividad filosófica que, empezada
en una época hoy arcaica, había de terminar en 1952, y de una filosofía cuyas repercusiones mundiales
se dejan sentir aún en nuestros días.
John Dewey
Los fundamentos no racionales del pensamiento de John Dewey se apoyan en la tradición "yankee" de
la práctica, del obstinado empirismo y del "sentido común y nada absurdo" procedentes, por lo menos,
de los tiempos de Benjamin Franklin, quien, como Dewey, consideró objetivos legítimos la mentalidad
y el método experimentales. Según parece, las tradiciones más estrictamente filosóficas y morales de
Nueva Inglaterra -denominadas normalmente puritanismo- no dejaron huella en nuestro autor.
La estructura racional por él erigida sobre los mencionados fundamentos derivó, originariamente, de
Darwin; en el pensamiento de Dewey, la mente humana es un producto de la evolución biológica, un
"instrumento" que, como el cuello de la jirafa, se ha ido desarrollando para permitir la adaptación y
supervivencia del organismo en el mundo físico. La inteligencia, pues, debería ser utilizada, juzgada y
modificada de acuerdo con su eficacia práctica de instrumento de subsistencia.
La juventud casi rural de Dewey y sus años de universidad transcurrieron en el Este; en 1884, sin
embargo, inició la actividad docente en el Midwest, donde vivió durante los veinte años siguientes. De
tal región -de sus genéricos estados de ánimo y de su "liberalismo americano" a la antigua- parece
haber sido siempre el intérprete. El contacto, en los últimos años de estudios, con la obra de Hegel
había dejado, según él mismo afirma, "un poso permanente" en su pensamiento. El intento de una
nueva interpretación del ilustre filósofo alemán en modernos términos norteamericanos -o sea
"yankees" y darwinianos- fue el primer paso en la elaboración de lo que había de llegar a ser el
"instrumentalismo" (la teoría y el nombre resultaron variantes de lo que un autor contemporáneo pero
de más edad, William James, denominó "pragmatismo").
La primera obra publicada por Dewey fue -lo cual es significativo- una Psychology (1887); en ella
demostró su autor que la naturaleza y la función "instrumentales" de la inteligencia son el principio
esencial del pensamiento filosófico; la filosofía -da a entender allí- no es una parienta de la psicología,
sino una hija bastarda de la misma. La forma de esta descendiente empezó a aparecer en Esbozos de
una teoría crítica de la ética (Outlines of a Critical Theory of Ethics, 1891), que tres años después se
convirtió en The Study of Ethics.
Entre las dos obras, y como explicación, según Dewey, del desarrollo que se había producido de la
primera a la segunda, surgieron los Principios de psicología de James, quien, después de Hegel, ejerció
sobre su ideología la mayor influencia. Tales estudios iniciales sobre las bases psicológicas de la ética
provocarían (Ethics, 1908) la virtual reacción de ésta en muy pocas de sus componentes psicológicas.
Mientras tanto, Dewey había empezado a aplicar la teoría instrumentalista a otros ámbitos -la
educación y la lógica- en los cuales, con unas conclusiones alabadas por unos y condenadas por otros,
contribuiría a la aparición de revoluciones de alcance mundial. Llegado en 1894 a la Universidad de
Chicago, pronto inició aquí un curso experimental fundamentado en los principios de la doctrina
instrumentalista. Sus principios pedagógicos -renuncia total a los métodos y objetivos tradicionales de
la enseñanza- fueron expuestos en Escuela y sociedad, texto publicado en 1903.
Dewey sitúa el fin de la educación en el adiestramiento de los hombres en la "adaptación" a su
ambiente y en la reconstitución de éste de la manera más adecuada a sus deseos y necesidades. El
razonamiento, inspirado en la mentalidad norteamericana de la iniciativa práctica en su forma más
inteligente, era formalmente impecable; sólo cabía reprocharle el olvido de casi todos los "deseos" y las
"necesidades" considerados fundamentales por cuantos, desde la Antigüedad hasta Freud, habían
analizado el espíritu. Ello desquiciaba además, naturalmente (y como Dewey parecía admitir muy
gustoso) el anticuado concepto de alma.
En 1916, cuando publicó su tratado más elaborado, Democracia y educación, el "Movimiento de la
Educación Progresiva" podía considerarse definitivamente en marcha. En 1903, Dewey había escrito
asimismo Studies in Logical Theory, obra que en 1938 daría lugar a Lógica. La teoría de la
investigación, pero también, singularmente, en 1920 a Reconstrucción en filosofía, acusación plena de
la metafísica tradicional y de la práctica misma de la contemplación o de la especulación como fin en sí
en cuanto lujo inútil de las ociosas clases ricas (hablaba un democrático plebeyo).
He aquí los elementos de juicio empleados por Dewey en la comprobación de la verdad y el valor de
una idea: "¿Funciona? ¿Produce resultados provechosos?" Como en otras partes, el problema de lo
"provechoso" -o sea la cuestión fundamental de la ética clásica- no tuvo, en la obra de nuestro autor,
una respuesta satisfactoria. El "provecho" se ve equiparado, en general, a lo que determina el
"crecimiento", el "progreso", el "mejoramiento", el "desarrollo", la "evolución"... En la base de estas
vagas nociones racionalistas existía cierto horror irracional de lo inmóvil y fijo; nos hallamos, pues,
ante la convicción típicamente norteamericana según la cual la inmovilidad es, por sí misma, algo
maléfico, en tanto que el movimiento y el cambio resultan, ya por ellos solos, beneficiosos.
La filosofía de Dewey encontró el favor de un público ávido no sólo en América, sino también en
cualquier otro lugar del mundo en el cual hubiese aparecido la conciencia de la necesidad del cambio,
la impaciencia contra el orden tradicional, ya de la mente como de la sociedad: Rusia, México, China,
Turquía, Japón... Varios viajes y ciclos de conferencias le llevaron al establecimiento de un contacto
directo con tales países; enormes fueron los efectos recíprocos de tales visitas. La dilatada existencia de
Dewey le permitió llegar a deplorar ciertas consecuencias, profundamente ajenas a su liberalismo
humanitario, de algunos movimientos revolucionarios alentados por sus propias teorías.
Tan prolífico en cuanto escritor, como tosco, desvaído y carente de atractivo resultara en este mismo
aspecto, compuso, entre otras obras importantes, varias interpretaciones instrumentalistas: Naturaleza y
conducta humanas, Experiencia y naturaleza, La búsqueda de la certeza, El arte como experiencia,
Experiencia y educación (Experience and Education, 1938) y Libertad y cultura (Freedom and
Culture, 1939). Su teoría de la "adaptación" evolutiva tiende cada vez más, entre los discípulos más
lejanos y menos numerosos, a convertirse en una disciplina de conformismo a cualquier "norma"
mediocre y una especie de sutil y con frecuencia inconsciente tiranía intelectual. La inevitable rebelión
contra el "deweysmo" en el ámbito educativo ha adquirido la forma de un autoritarismo opuesto que
afirma inspirarse en Santo Tomás de Aquino.

Paulo Freire
(Recife, Brasil, 1921 - São Paulo, 1997) Pedagogo brasileño. Estudió filosofía en la Universidad de
Pernambuco e inició su labor como profesor en la Universidad de Recife, como profesor de historia y
filosofía de la educación.

Paulo Freire
En 1947 inició sus esfuerzos para la alfabetización de adultos, que durante los años sesenta trataría de
llevar a la práctica en el nordeste de Brasil, donde existía un elevado índice de analfabetismo. Con la
ayuda del obispo Helder Cámara, promovió en 1961 el denominado «movimiento de educación de
base», a la vez que desarrollaba su metodología educativa. Con la llegada al poder en 1964 del general
Humberto Castelo Branco, fue detenido y hubo de abandonar el país. En el exilio ejerció como asesor
educativo de diversas instituciones, entre ellas la UNESCO. Regresó a Brasil en 1980.
Desde unas creencias profundamente cristianas, Paulo Freire concibió su pensamiento pedagógico, que
es a la vez un pensamiento político. Promovió una educación humanista, que buscase la integración del
individuo en su realidad nacional. Fue la suya una pedagogía del oprimido, ligada a postulados de
ruptura y de transformación total de la sociedad, que encontró la oposición de ciertos sectores sociales.
Definió la educación como un proceso destinado no a la domesticación sino a la liberación del
individuo, a través del desarrollo de su conciencia crítica.
Las ideas educativas de Paulo Freire quedaron recogidas en los diversos ensayos que publicó. Entre
otros títulos, destacan La educación como práctica de la libertad (1967), Pedagogía del oprimido
(1969) y Educación y cambio (1976).

Platón
(Atenas, 427 - 347 a. C.) Filósofo griego. Junto con su maestro Sócrates y su discípulo Aristóteles,
Platón es la figura central de los tres grandes pensadores en que se asienta toda la tradición filosófica
europea. Fue el británico Alfred North Whitehead quien subrayó su importancia afirmando que el
pensamiento occidental no es más que una serie de comentarios a pie de página de los diálogos de
Platón.

Platón
La circunstancia de que Sócrates no dejase obra escrita, junto al hecho de que Aristóteles construyese
un sistema opuesto en muchos aspectos al de su maestro, explican en parte la rotundidad de una
afirmación que puede parecer exagerada. En cualquier caso, es innegable que la obra de Platón,
radicalmente novedosa en su elaboración lógica y literaria, estableció una serie de constantes y
problemas que marcaron el pensamiento occidental más allá de su influencia inmediata, que se dejaría
sentir tanto entre los paganos (el neoplatonismo de Plotino) como en la teología cristiana,
fundamentada en gran medida por San Agustín sobre la filosofía platónica.
Nacido en el seno de una familia aristocrática, Platón abandonó su inicial vocación política y sus
aficiones literarias por la filosofía, atraído por Sócrates. Fue su discípulo durante veinte años y se
enfrentó abiertamente a los sofistas (Protágoras, Gorgias). Tras la condena a muerte de Sócrates (399 a.
C.), huyó de Atenas y se apartó completamente de la vida pública; no obstante, los temas políticos
ocuparon siempre un lugar central en su pensamiento, y llegó a concebir un modelo ideal de Estado.
Viajó por Oriente y el sur de Italia, donde entró en contacto con los discípulos de Pitágoras; tras una
negativa experiencia en Siracusa como asesor en la corte del rey Dionisio I el Viejo, pasó algún tiempo
prisionero de unos piratas, hasta que fue rescatado y pudo regresar a Atenas. Allí fundó en el año 387
una escuela de filosofía, situada en las afueras de la ciudad, junto al jardín dedicado al héroe Academo,
de donde procede el nombre de Academia. La Academia de Platón, una especie de secta de sabios
organizada con sus reglamentos, contaba con una residencia de estudiantes, biblioteca, aulas y
seminarios especializados, y fue el precedente y modelo de las modernas instituciones universitarias.
En ella se estudiaba y se investigaba sobre todo tipo de asuntos, dado que la filosofía englobaba la
totalidad del saber, hasta que paulatinamente fueron apareciendo (en la propia Academia) las
disciplinas especializadas que darían lugar a ramas diferenciadas del saber, como la lógica, la ética o la
física. Pervivió más de novecientos años (hasta que Justiniano la mandó cerrar en el 529 d. C.), y en
ella se educaron personajes de importancia tan fundamental como su discípulo Aristóteles.

Obras de Platón
A diferencia de Sócrates, que no dejó obra escrita, los trabajos de Platón se han conservado casi
completos. La mayor parte están escritos en forma dialogada; de hecho, Platón fue el primer autor que
utilizó el diálogo para exponer un pensamiento filosófico, y tal forma constituía ya por sí misma un
elemento cultural nuevo: la contraposición de distintos puntos de vista y la caracterización psicológica
de los interlocutores fueron indicadores de una nueva cultura en la que ya no tenía cabida la expresión
poética u oracular, sino el debate para establecer un conocimiento cuya legitimación residía en el libre
intercambio de puntos de vista y no en la simple enunciación.
Platón y Aristóteles en La escuela de Atenas (1511), de Rafael
Los veintiséis diálogos platónicos probadamente auténticos (de los cuarenta y dos transmitidos por la
Antigüedad) pueden clasificarse en tres grupos. Los diálogos del llamado período socrático (396-388),
entre los que se incluyen la Apología, Critón, Eutifrón, Laques, Cármides, Ión, el Hipias menor y tal
vez Lisis (que quizá sea posterior), revelan claramente la influencia de los métodos de Sócrates y se
distinguen por el predominio del elemento mímico-dramático: comienzan abruptamente, sin
preámbulos preparatorios. Todas estas obras son anteriores al primer viaje de Platón a Sicilia, y en ella
dominan los diálogos investigadores a la manera socrática.
Dentro de los diálogos del siguiente período, llamado constructivo o sistemático, pertenecen a una fase
de transición Protágoras, Menón (que anunció la doctrina de las Ideas), Gorgias, Menéxenes, Crátilo y
Eutidemo. Los grandes diálogos de esta etapa son el Fedón, cuyo tema es la inmortalidad del alma; El
banquete, en el que seis oradores debaten sobre el amor; La República, el texto platónico más
sistemático, fruto de largos años de trabajo, que presenta tres líneas principales de argumentación
(ético-política, estético-mística y metafísica) combinadas en un todo; y el Fedro, que mediante la forma
de diálogo dramático debate aspectos relativos a la belleza y el amor, y contiene momentos de honda
poesía. Estos diálogos, en los que se muestra en su apogeo la fuerza expresiva de Platón, no son
ensayos filosóficos propiamente dichos, sino obras literarias que tratan temas filosóficos, y por ello no
se limitan a un solo tema o asunto.
Los diálogos del período tardío o revisionista, por último, fueron escritos a partir del momento de la
fundación de la Academia. Si bien carecen de los méritos dramáticos y literarios que caracterizaron a
los diálogos precedentes, presentan en cambio una mayor sutileza y madurez de juicio, ya que en ellos
se expresa más el pensador decidido a presentar la definitiva exposición de su pensamiento filosófico
que el artista. En el Parménides, Platón revisa la doctrina de las Ideas; en el Teeteto combate el
escepticismo de Protágoras acerca del conocimiento, al tiempo que exalta la vida contemplativa del
filósofo; en el Timeo expone el mito de la creación del mundo por obra del Demiurgo; en el Filebo trata
las relaciones entre el Bien y el placer, y en Las leyes intenta adaptar más a la realidad su doctrina del
Estado ideal, tomando como referencia las constituciones y legislaciones de varias ciudades griegas.
Una característica del estilo platónico que revela una admirable conjunción entre pensamiento y
expresión es su empleo del mito para hacer más evidente el pensamiento filosófico. Sin duda el más
célebre de ellos es el mito de la caverna utilizado en La República; pero también son conocidos el del
juicio de ultratumba, que aparece en Gorgias, y el de Epimeteo, en Protágoras.

La filosofía de Platón
El conjunto de la obra de Platón, cuya producción abarcó más de cincuenta años, ha permitido formular
un juicio bastante seguro sobre la evolución de su pensamiento. De las obras de juventud consagradas a
las investigaciones morales (siguiendo el método socrático) o a la defensa de la memoria de Sócrates,
pasó Platón a desarrollar sus ideas filosóficas y políticas en los diálogos constructivos o sistemáticos, y
luego a revisar y completar sus propias teorías en las difíciles obras de su etapa final.
El contenido de estos escritos es una especulación metafísica, pero con evidente orientación práctica.
Dos son los temas permanentes que prevalecen sobre los demás. Por un lado, el conocimiento, esto es,
el estudio de la naturaleza del conocimiento y de las condiciones que lo posibilitan. Y por otro, la
moral, de fundamental importancia en la vida práctica y en la realización de la aspiración humana a la
felicidad en una doble vertiente individual y colectiva, ética y política. Todo ello se resuelve en un
verdadero sistema filosófico de gran alcance ético basado en la teoría de las Ideas.

La teoría de las Ideas


La doctrina de las Ideas se fundamenta en la asunción de que más allá del mundo de los objetos físicos
existe lo que Platón llama el mundo inteligible (cósmos noetós). Tal mundo es un reino espiritual
constituido por una pluralidad de ideas, como la idea de Belleza o la de Justicia. Las ideas son
perfectas, eternas e inmutables; son también inmateriales, simples e indivisibles.
El mundo de las Ideas posee un orden jerárquico; la idea que se encuentra en el nivel más alto es la del
Bien, que ilumina a todas las demás, comunicándoles su perfección y realidad. Le siguen en esta
jerarquía (aunque Platón vacila a veces en su descripción) las ideas de Justicia, de Belleza, de Ser y de
Uno. A continuación, las que expresan elementos polares, como Idéntico-Diverso o Movimiento-
Reposo; luego las ideas de los Números o matemáticas, y finalmente las de los seres que integran el
mundo material.
El mundo de las Ideas, aprehensible sólo por la mente, es eterno e inmutable. Cada idea del mundo
inteligible es el modelo de una categoría particular de cosas del mundo sensible (cósmos aiszetós), es
decir, del universo o mundo material en que vivimos, constituido por una pluralidad de seres cuyas
propiedades son opuestas a las de las Ideas: son cambiantes, imperfectas, perecederas. En el mundo
inteligible residen las ideas de Piedra, Árbol, Color, Belleza o Justicia; y las cosas del mundo sensible
son sólo imitación (mímesis) o participación (mézexis) de tales ideas, es decir, copias imperfectas de
estas ideas perfectas.

El mito de la caverna
En su obra La República, Platón ilustró esta concepción con el célebre mito de la caverna.
Imaginemos, dice Platón, una serie de hombres que desde su nacimiento se hallan encadenados en una
cueva, y que desde pequeños nunca han visto nada más que las sombras, proyectadas por un fuego en
una pared, de las estatuas y de los distintos objetos que llevan unos porteadores que pasan a sus
espaldas. Para esos hombres encadenados, las sombras (los seres del mundo sensible) son la única
realidad; pero, si los liberásemos, se darían cuenta de que lo que creían real eran meras sombras de las
cosas verdaderas (las Ideas del mundo inteligible).
Sólo el mundo inteligible es el verdadero ser, la verdadera realidad; el mundo sensible es mera
apariencia de ser. Dado que el mundo físico, que se percibe mediante los sentidos, está sometido a
continuo cambio y degeneración, el conocimiento derivado de él es restringido e inconstante; es un
mundo de apariencias que solamente puede engendrar opinión (doxa) mejor o peor fundamentada, pero
siempre carente de valor. El verdadero conocimiento (epistéme) es el conocimiento de las Ideas. En
este punto es patente la influencia de su admirado Parménides.
En el Timeo, Platón explicó el origen del mundo sensible a través de la figura de un poderoso hacedor,
el Demiurgo, una divinidad superior que, feliz en la perenne contemplación de las Ideas, quiso, por su
misma bondad, difundir en lo posible el bien en la materia. El Demiurgo, disponiendo del espacio vacío
y partiendo de la materia caótica y eterna, modeló poliedros regulares de los cuatros elementos (la
tierra, el fuego, el aire y el agua, conforme a la formulación de Empédocles), y, combinándolos, formó
los distintos seres del mundo sensible tomando las Ideas como modelos; tales seres, obviamente, no
podían ser perfectos por las mismas limitaciones de la naturaleza de la materia. Hay que subrayar que
el Demiurgo, partiendo de la materia, formó cosas materiales; el alma humana, que es inmaterial, no es
obra suya.
El alma
Existe pues un mundo inteligible, el de las Ideas, que posibilita el conocimiento, y un mundo sensible,
el nuestro. Esa misma dualidad se da en el ser humano. El hombre es un compuesto de dos realidades
distintas unidas accidentalmente: el cuerpo mortal (relacionado con el mundo sensible) y el alma
inmortal (perteneciente al mundo de las Ideas, que contempló antes de unirse al cuerpo). El cuerpo,
formado con materia, es imperfecto y mutable; es, en definitiva, igual de despreciable que todo lo
material. De hecho, la abismal diferencia entre el nulo valor del cuerpo y el altísimo del alma lleva a
Platón a afirmar (en el Alcibíades) que "el hombre es su alma".
Frente a la tosca materialidad del cuerpo, el alma es espiritual, simple e indivisible. Por ello mismo es
eterna e inmortal, ya que la destrucción o la muerte de algo consiste en la separación de sus
componentes. Las diversas funciones del alma confluyen en sus tres aspectos: el alma racional (lógos)
se sitúa en el cerebro y dota al hombre de sus facultades intelectuales; del alma pasional o irascible
(zimós), ubicada en el pecho, dependen las pasiones y sentimientos; y de la concupiscible (epizimía),
en el vientre, proceden los bajos instintos y los deseos puramente animales.

Platón (óleo de José de Ribera, 1637)


Platón explicó el origen del alma mediante el mito del carro alado, que se encuentra en el Fedro. Las
almas residen desde la eternidad en un lugar celeste, donde son felices contemplando las Ideas;
marchan en procesión, cada una de ellas sobre un carro conducido por un auriga y tirado por dos
caballos alados, uno blanco y otro negro. En un momento dado el caballo negro se desboca, el carro se
sale del camino y el alma cae al mundo sensible. Es decir, las almas se encarnaron en cuerpos del
mundo sensible por una falta de su aspecto concupiscible (el caballo negro; el blanco representa el
pasional o irascible), que la razón (el auriga) no pudo evitar.
El alma, pues, se halla encarnada en el cuerpo por una falta cometida; de ahí que el cuerpo sea como la
cárcel del alma. La unión de alma y cuerpo es accidental (el lugar natural del alma es el mundo de las
Ideas) e incómoda. El alma se ve obligada a regir el cuerpo como el jinete al caballo, o como el piloto a
la nave. Sin embargo, su aspiración es liberarse del cuerpo, y para ello deberá aplicar sus esfuerzos a
purificarse. Las almas que logren tal purificación regresarán al mundo de las Ideas tras la muerte del
cuerpo; las que no, irán a la región infernal del Hades, donde, tras un período de tormentos (específicos
para cada alma según las faltas cometidas), se les permitirá elegir un nuevo cuerpo en el que
reencarnarse.

Ética y política
El hombre sólo puede conseguir la felicidad mediante un ejercicio continuado de la virtud para
perfeccionar y purificar el alma. "Purificarse -escribió en el Fedón- es separar al máximo el alma del
cuerpo." Dominando las pasiones que la atan al cuerpo y al mundo sensible, el alma va desligándose de
lo terrenal y acercándose al conocimiento racional, hasta que, inflamada en el amor a las Ideas, logra su
completa purificación. Este amor a las Ideas es el sentido original del amor platónico, muy distinto del
que le daría la tradición literaria posterior y del que tiene la expresión en nuestros días.
Practicar la virtud significa, ante todo, practicar la virtud de la justicia (dikaiosíne), compendio
armónico de las tres virtudes particulares que corresponden a los tres componentes del alma: la
sabiduría (sofía) es la virtud propia de la razón; la fortaleza (andreía) de la voluntad ha de modular el
alma pasional o irascible hacia los afectos nobles; y la templanza (sofrosíne) ha de imponerse sobre los
apetitos del alma concupiscible. El hombre sabio será, para Platón, aquel que consiga vincularse a las
ideas a través del conocimiento, acto intelectual (y no de los sentidos) por el cual el alma recuerda el
mundo de las Ideas del cual procede.
Sin embargo, la completa realización de este ideal humano sólo puede darse en la vida social de la
comunidad política, donde el Estado da armonía y consistencia a las virtudes individuales. El Estado
ideal de Platón sería una República formada por tres clases de ciudadanos (el pueblo, los guerreros y
los filósofos), cada una con su misión específica y sus virtudes características, en correspondencia con
los aspectos del alma humana: los filósofos serían los llamados a gobernar la comunidad, por poseer la
virtud de la sabiduría; los guerreros velarían por el orden y la defensa, apoyándose en la virtud de la
fortaleza; y el pueblo trabajaría en actividades productivas, cultivando la templanza. De este forma la
virtud suprema, la justicia, podría llegar a caracterizar al conjunto de la sociedad.
Las dos clases superiores vivirían en un régimen comunitario donde todo (bienes, hijos y mujeres)
pertenecería al Estado, dejando para el pueblo llano instituciones como la familia y la propiedad
privada; al carecer de ellas las clases dirigentes, se evitaría su corrupción, ya que no podrían ni
necesitarían obtener riquezas, ni tendrían familiares a los que favorecer; tal esquema (y otros aspectos
de sus concepciones) fue revisado en Las leyes, obra de vejez en la que desaparecen estas restricciones.
El Estado se encargaría de la educación y de la selección de los individuos (en función de su capacidad
y sus virtudes) para destinarlos a cada clase. La justicia se lograría colectivamente cuando cada
individuo se integrase plenamente en su papel, subordinando sus intereses a los del Estado.
Teorizó también sobre las distintas formas de gobierno, que según Platón se suceden en un orden
cíclico en el que cada sistema es peor que el anterior. La monarquía o la aristocracia (gobierno de un
solo hombre excepcionalmente dotado o de una minoría sabia y virtuosa, que aspira solamente al bien
común) es para el filósofo la mejor forma de gobierno. De la monarquía se pasa a la timocracia cuando
el estamento militar, en lugar de proteger a la sociedad, usa la fuerza para obtener el poder. En la
oligarquía, una minoría de ricos gobierna a un pueblo empobrecido. El descontento lleva a la
democracia o gobierno del pueblo, de la que tiene Platón un pésimo concepto: se elige como
gobernantes a los más ineptos y reina la anarquía. Finalmente, la tiranía, encabezada por un demagogo
que suprime toda libertad, restaura el orden; es la peor de las formas de gobierno.
Platón intentó plasmar en la práctica sus ideas filosóficas, aceptando acompañar a su discípulo Dión
como preceptor y asesor del joven rey Dionisio II de Siracusa, hijo de aquel Dionisio I el Viejo al que
ya había aconsejado en vano antes de fundar la Academia; con el hijo, el choque entre el pensamiento
idealista del filósofo y la cruda realidad de la política hizo fracasar de nuevo el experimento por dos
veces (367 y 361 a. C.).

Su influencia
Sin embargo, las ideas de Platón siguieron influyendo (por sí mismas o a través de su discípulo
Aristóteles) sobre toda la historia posterior del mundo occidental: su concepción dualista del mundo y
del ser humano (materia-espíritu, cuerpo-alma), la superioridad del conocimiento racional sobre el
sensible o la división de la sociedad en tres órdenes funcionales serían ideas recurrentes del
pensamiento europeo durante siglos.
Al final de la Antigüedad, el platonismo se enriqueció con la obra de Plotino y la escuela neoplatónica
(siglo III d. C.). El cristianismo, empezando por Agustín de Hipona (siglo IV), encontró en Platón
muchos puntos afines (el desprecio del mundo terrenal, la primacía del alma) en que sustentar sus
concepciones religiosas, y la teología cristiana fue básicamente agustiniana hasta que una profunda
reelaboración de Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) incorporó el pensamiento aristotélico. En los
siglos XV y XVI, la admiración hacia la filosofía antigua que caracterizó al Renacimiento europeo
llevó a un último resurgir del platonismo.

Sócrates
(Atenas, 470 a.C. - id., 399 a.C) Filósofo griego. Pese a que no dejó ninguna obra escrita y son escasas
las ideas que pueden atribuírsele con seguridad, Sócrates es una figura capital del pensamiento antiguo,
hasta el punto de ser llamados presocráticos los filósofos anteriores a él. Rompiendo con las
orientaciones predominantes anteriores, su reflexión se centró en el ser humano, particularmente en la
ética, y sus ideas pasaron a los dos grandes pilares sobre los que se asienta la historia de la filosofía
occidental: Platón, que fue discípulo directo suyo, y Aristóteles, que lo fue a su vez de Platón.
Sócrates
Pocas cosas se conocen con certeza de la biografía de Sócrates. Fue hijo de una comadrona, Faenarete,
y de un escultor, Sofronisco, emparentado con Arístides el Justo. En su juventud siguió el oficio de su
padre y recibió una buena instrucción; es posible que fuese discípulo de Anaxágoras, y también que
conociera las doctrinas de los filósofos eleáticos (Jenófanes, Parménides, Zenón) y de la escuela de
Pitágoras.
Aunque no participó directamente en la política, cumplió ejemplarmente con sus deberes ciudadanos.
Sirvió como soldado de infantería en las batallas de Samos (440), Potidea (432), Delio (424) y
Anfípolis (422), episodios de las guerras del Peloponeso en que dio muestras de resistencia, valentía y
serenidad extraordinarias. Fue maestro y amigo de Alcibíades, militar y político que cobraría
protagonismo en la vida pública ateniense tras la muerte de Pericles; en la batalla de Potidea, Sócrates
salvó la vida a Alcibíades, quien saldó su deuda salvando a Sócrates en la batalla de Delio.
Con los bienes que le dejó su padre al morir pudo vivir modesta y austeramente, sin preocupaciones
económicas que le impidiesen dedicarse al filosofar. Se tiene por cierto que Sócrates se casó, a una
edad algo avanzada, con Xantipa, quien le dio dos hijas y un hijo. Cierta tradición ha perpetuado el
tópico de la esposa despectiva ante la actividad del marido y propensa a comportarse de una manera
brutal y soez. En cuanto a su apariencia, siempre se describe a Sócrates como un hombre rechoncho,
con un vientre prominente, ojos saltones y labios gruesos, del mismo modo que se le atribuye también
un aspecto desaliñado.
La mayor parte de cuanto se sabe sobre Sócrates procede de tres contemporáneos suyos: el historiador
Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el filósofo Platón. Jenofonte retrató a Sócrates como un sabio
absorbido por la idea de identificar el conocimiento y la virtud, pero con una personalidad en la que no
faltaban algunos rasgos un tanto vulgares. Aristófanes lo hizo objeto de sus sátiras en una comedia, Las
nubes (423), donde es caricaturizado como engañoso artista del discurso y se le identifica con los
demás representantes de la sofística, surgida al calor de la consolidación de la democracia en el siglo de
Pericles. Estos dos testimonios matizan la imagen de Sócrates ofrecida por Platón en sus Diálogos, en
los que aparece como figura principal, una imagen que no deja de ser en ocasiones excesivamente
idealizada, aun cuando se considera que posiblemente sea la más justa.
La mayéutica
Al parecer, y durante buena parte de su vida, Sócrates se habría dedicado a deambular por las plazas,
mercados, palestras y gimnasios de Atenas, donde tomaba a jóvenes aristócratas o a gentes del común
(mercaderes, campesinos o artesanos) como interlocutores para sostener largas conversaciones, con
frecuencia parecidas a largos interrogatorios. Este comportamiento correspondía, sin embargo, a la
esencia de su sistema de enseñanza, la mayéutica.

Alcibíades y Sócrates (detalle de un cuadro de Marcello Bacciarelli)


El propio Sócrates comparaba tal método con el oficio de comadrona que ejerció su madre: se trataba
de llevar a un interlocutor a alumbrar la verdad, a descubrirla por sí mismo como alojada ya en su alma,
por medio de un diálogo en el que el filósofo proponía una serie de preguntas y oponía sus reparos a las
respuestas recibidas, de modo que al final fuera posible reconocer si las opiniones iniciales de su
interlocutor eran una apariencia engañosa o un verdadero conocimiento.
En sus conversaciones filosóficas, al menos tal y como quedaron reflejadas en los Diálogos de Platón,
Sócrates sigue, en efecto, una serie de pautas precisas que configuran el llamado diálogo socrático. A
menudo comienza la conversación alabando la sabiduría de su interlocutor y presentándose a sí mismo
como un ignorante: tal fingimiento es la llamada ironía socrática, que preside la primera parte del
diálogo. En ella, Sócrates proponía una cuestión (por ejemplo, ¿qué es la virtud?) y elogiaba la
respuesta del interlocutor, pero luego oponía con sucesivas preguntas o contraejemplos sus reparos a las
respuestas recibidas, sumiendo en la confusión a su interlocutor, que acababa reconociendo que no
sabía nada sobre la cuestión.
Tal logro era un punto esencial: no puede enseñarse algo a quien ya cree saberlo. El primer paso para
llegar a la sabiduría es saber que no se sabe nada, o, dicho de otro modo, tomar conciencia de nuestro
desconocimiento. Una vez admitida la propia ignorancia, comenzaba la mayéutica propiamente dicha:
por medio del diálogo, con nuevas preguntas y razonamientos, Sócrates iba conduciendo a sus
interlocutores al descubrimiento (o alumbramiento) de una respuesta precisa a la cuestión planteada, de
modo tan sutil que la verdad parecía surgir de su mismo interior, como un descubrimiento propio.
La filosofía de Sócrates
Al prescindir de las preocupaciones cosmológicas que habían ocupado a sus predecesores desde los
tiempos de Tales de Mileto, Sócrates imprimió un giro fundamental en la historia de la filosofía griega,
inaugurando el llamado periodo antropológico. La cuestión moral del conocimiento del bien estuvo en
el centro de las enseñanzas de Sócrates. Como se ha visto, el primer paso para alcanzar el conocimiento
consistía en la aceptación de la propia ignorancia, y en el terreno de sus reflexiones éticas, el
conocimiento juega un papel fundamental. Sócrates piensa que el hombre no puede hacer el bien si no
lo conoce, es decir, si no posee el concepto del mismo y los criterios que permiten discernirlo.
El ser humano aspira a la felicidad, y hacia ello encamina sus acciones. Sólo una conducta virtuosa, por
otra parte, proporciona la felicidad. Y de entre todas las virtudes, la más importante es la sabiduría, que
incluye a las restantes. El que posee la sabiduría posee todas las virtudes porque, según Sócrates, nadie
obra mal a sabiendas: si, por ejemplo, alguien engaña al prójimo es porque, en su ignorancia, no se da
cuenta de que el engaño es un mal. El sabio conoce que la honestidad es un bien, porque los beneficios
que le reporta (confianza, reputación, estima, honorabilidad) son muy superiores a los que puede
reportarle el engaño (riquezas, poder, un matrimonio conveniente).

Sócrates toma la cicuta (detalle de un óleo de David)


El ignorante no se da cuenta de ello: si lo supiese, cultivaría la honestidad y no el engaño. En
consecuencia, el hombre sabio es necesariamente virtuoso (pues conocer el bien y practicarlo es, para
Sócrates, una misma cosa), y el hombre ignorante es necesariamente vicioso. De esta concepción es
preciso destacar que la virtud no es algo innato que surge espontáneamente en ciertos hombres,
mientras que otros carecen de ella. Todo lo contrario: puesto que la sabiduría contiene las demás
virtudes, la virtud puede aprenderse; mediante el entendimiento podemos alcanzar la sabiduría, y con
ella la virtud.
De este modo, la sabiduría, la virtud y la felicidad son inseparables. Conocer el bien nos lleva a
observar una conducta virtuosa, y la conducta virtuosa conduce a la dicha. La felicidad no radica en el
placer (la ética socrática no es hedonista), a no ser que se considere como placer algo mucho más
elevado: la íntima paz y satisfacción que produce la vida virtuosa. En palabras de Sócrates citadas por
Jenofonte, ningún placer supera al de «sentirse transformado en mejor y contribuir al mejoramiento de
los amigos». La vida virtuosa lleva al equilibrio y a la perfección humana, a la libertad interior y a la
autonomía respecto a lo que nos esclaviza, y mediante ella se consigue la paz del alma, el gozo íntimo
imperturbable, la satisfacción interior que nos acerca a lo divino.
Sin embargo, en los Diálogos de Platón resulta difícil distinguir cuál es la parte de lo expuesto que
corresponde al Sócrates histórico y cuál pertenece ya a la filosofía de su discípulo. Sócrates no dejó
doctrina escrita, ni tampoco se ausentó de Atenas (salvo para servir como soldado), contra la costumbre
de no pocos filósofos de la época, y en especial de los sofistas. Si, como parece, las ideas éticas antes
expuestas son del propio Sócrates, su filosofía se sitúa en la antípodas del escepticismo y del
relativismo moral de los sofistas (Protágoras, Gorgias), pese a lo cual, y a causa de su pericia dialéctica,
pudo ser considerado en su tiempo como uno de ellos, tal y como refleja la citada comedia de
Aristófanes.
Con su conducta, Sócrates se granjeó enemigos que, en el contexto de inestabilidad en que se hallaba
Atenas tras las guerras del Peloponeso, acabaron por considerar que su amistad era peligrosa para
aristócratas como sus discípulos Alcibíades o Critias; oficialmente acusado de impiedad y de corromper
a la juventud, fue condenado a beber cicuta después de que, en su defensa, hubiera demostrado la
inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Según relata Platón en la Apología que dejó de su
maestro, Sócrates pudo haber eludido la condena, gracias a los amigos que aún conservaba, pero
prefirió acatarla y morir, pues como ciudadano se sentía obligado a cumplir la ley de la ciudad, aunque
en algún caso, como el suyo, fuera injusta; peor habría sido la ausencia de ley. La serenidad y la
grandeza de espíritu que demostró en sus últimos instantes están vivamente narradas en las últimas
páginas del Fedón.

John Locke
(Wrington, Somerset, 1632 - Oaks, Essex, 1704) Pensador británico, uno de los máximos
representantes del empirismo inglés, que destacó especialmente por sus estudios de filosofía política.
Este hombre polifacético estudió en la Universidad de Oxford, en donde se doctoró en 1658. Aunque su
especialidad era la medicina y mantuvo relaciones con reputados científicos de la época (como Isaac
Newton), John Locke fue también diplomático, teólogo, economista, profesor de griego antiguo y de
retórica, y alcanzó renombre por sus escritos filosóficos, en los que sentó las bases del pensamiento
político liberal.

John Locke
Locke se acercó a tales ideas como médico y secretario que fue del conde de Shaftesbury, líder del
partido Whig, adversario del absolutismo monárquico en la Inglaterra de Carlos II y de Jacobo II.
Convertido a la defensa del poder parlamentario, el propio Locke fue perseguido y tuvo que refugiarse
en Holanda, de donde regresó tras el triunfo de la «Gloriosa Revolución» inglesa de 1688.
Locke fue uno de los grandes ideólogos de las élites protestantes inglesas que, agrupadas en torno a los
whigs, llegaron a controlar el Estado en virtud de aquella revolución; y, en consecuencia, su
pensamiento ha ejercido una influencia decisiva sobre la constitución política del Reino Unido hasta la
actualidad. Defendió la tolerancia religiosa hacia todas las sectas protestantes e incluso a las religiones
no cristianas; pero el carácter interesado y parcial de su liberalismo quedó de manifiesto al excluir del
derecho a la tolerancia tanto a los ateos como a los católicos (siendo el enfrentamiento de estos últimos
con los protestantes la clave de los conflictos religiosos que venían desangrando a las islas Británicas y
a Europa entera).
En su obra más trascendente, Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690), sentó los principios básicos
del constitucionalismo liberal, al postular que todo hombre nace dotado de unos derechos naturales que
el Estado tiene como misión proteger: fundamentalmente, la vida, la libertad y la propiedad. Partiendo
del pensamiento de Thomas Hobbes, Locke apoyó la idea de que el Estado nace de un «contrato social»
originario, rechazando la doctrina tradicional del origen divino del poder; pero, a diferencia de Hobbes,
argumentó que dicho pacto no conducía a la monarquía absoluta, sino que era revocable y sólo podía
conducir a un gobierno limitado.
La autoridad de los Estados resultaba de la voluntad de los ciudadanos, que quedarían desligados del
deber de obediencia en cuanto sus gobernantes conculcaran esos derechos naturales inalienables. El
pueblo no sólo tendría así el derecho de modificar el poder legislativo según su criterio (idea de donde
proviene la práctica de las elecciones periódicas en los Estados liberales), sino también la de derrocar a
los gobernantes deslegitimados por un ejercicio tiránico del poder (idea en la que se apoyarían Thomas
Jefferson y los revolucionarios norteamericanos para rebelarse e independizarse de Gran Bretaña en
1776, así como la burguesía y el campesinado de Francia para alzarse contra el absolutismo de Luis
XVI en la Revolución Francesa).
Locke defendió la separación de poderes como forma de equilibrarlos entre sí e impedir que ninguno
degenerara hacia el despotismo; pero, por inclinarse por la supremacía de un poder legislativo
representativo de la mayoría, se puede también considerar a John Locke como un teórico de la
democracia, hacia la que acabarían evolucionando los regímenes liberales. Por legítimo que fuera, sin
embargo, ningún poder debería sobrepasar determinados límites (de ahí la idea de ponerlos por escrito
en una Constitución). Este tipo de ideas inspirarían al liberalismo anglosajón (reflejándose
puntualmente en las constituciones de Gran Bretaña y Estados Unidos) e, indirectamente, también al
del resto del mundo (a través de ilustrados franceses, como Montesquieu, Voltaire y Rousseau).
Menos incidencia tuvo el pensamiento propiamente filosófico de Locke, basado en una teoría del
conocimiento empirista inspirada en Francis Bacon y en René Descartes. Al igual que Hobbes, John
Locke profundizó en el empirismo de Bacon y rechazó la teoría cartesiana de las ideas innatas; a la
refutación de tal teoría dedicó la primera parte de su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690).
Según Locke, la mente humana nace tamquam tabula rasa; es decir, en el momento de su nacimiento,
la mente de un niño carece de ideas: es como un papel en blanco en el que no hay ninguna idea escrita
(Descartes afirmaba que contenía ideas innatas, como por ejemplo la idea de Dios).
Todas las ideas proceden de la experiencia, y de la experiencia procede todo nuestro conocimiento.
Experiencia no significa únicamente en Locke experiencia externa; igual que percibimos el exterior
(por ejemplo, el canto de un pájaro), percibimos nuestro interior (por ejemplo, que estamos furiosos).
En consecuencia, dos son los ámbitos de la experiencia: el mundo exterior, captado por la sensación, y
el de la conciencia o interior, captado por la reflexión.
De este modo, cuando John Locke y los empiristas en general hablan de ideas, no se refieren a ideas en
el sentido platónico, ni tampoco a conceptos del entendimiento, sino a contenidos de la conciencia, es
decir, a la impronta que han dejado en la misma una sensación o una reflexión. Hay ideas simples que
se adquieren tanto en la sensación (alto, dulce, rojo) como en la reflexión (placer, duda, deseo); e ideas
complejas que se forman a partir de las simples, merced a la actividad del sujeto. Hay una gran
variedad de ideas complejas, pero pueden reducirse a las de sustancia, modo y relación, que son
paralelas a los elementos del juicio: sujeto, predicado y cópula; no en vano es el juicio la actividad
sintética por excelencia del entendimiento.
Por la sensación no conocemos la sustancia de las cosas, y puesto que, conforme a las premisas de
Locke, todo lo que llega al entendimiento pasa por los sentidos, tampoco podemos conocerla por el
entendimiento. Por la sensación sólo percibimos las cualidades de las cosas, cualidades que pueden ser
primarias y secundarias. Las cualidades primarias son las que se refieren a la extensión y al
movimiento con sus respectivas propiedades y son captadas por varios sentidos.
La cualidades secundarias, tales como el color, el sonido o el sabor, son percibidas por un solo sentido.
Las cualidades primarias tienen valor objetivo y real, es decir, existen tal como las percibimos, pero las
cualidades secundarias, aunque sean causadas por las cosas exteriores, son subjetivas por el modo en
que las percibimos: más que cualidades de las cosas, son reacciones del sujeto a estímulos recibidos de
ellas. Para Locke, la sustancia no es cognoscible, aunque es posible admitir su existencia como sustrato
o sostén de las cualidades primarias y como causa de las secundarias.

Jean-Jacques Rousseau
(Ginebra, Suiza, 1712 - Ermenonville, Francia, 1778) Filósofo suizo. Junto con Voltaire y
Montesquieu, se le sitúa entre los grandes pensadores de la Ilustración en Francia. Sin embargo, aunque
compartió con los ilustrados el propósito de superar el oscurantismo de los siglos precedentes, la obra
de Jean-Jacques o Juan Jacobo Rousseau presenta puntos divergentes, como su concepto de progreso, y
en general más avanzados: sus ideas políticas y sociales preludiaron la Revolución Francesa, su
sensibilidad literaria se anticipó al romanticismo y, por los nuevos y fecundos conceptos que introdujo
en el campo de la educación, se le considera el padre del pedagogía moderna.
Biografía
Huérfano de madre desde temprana edad, Jean-Jacques Rousseau fue criado por su tía materna y por su
padre, un modesto relojero. Sin apenas haber recibido educación, trabajó como aprendiz con un notario
y con un grabador, quien lo sometió a un trato tan brutal que acabó por abandonar Ginebra en 1728.
Jean-Jacques Rousseau (retrato de Maurice Quentin de La Tour, 1753)
Fue entonces acogido bajo la protección de la baronesa de Warens, quien le convenció de que se
convirtiese al catolicismo (su familia era calvinista). Ya como amante de la baronesa, Jean-Jacques
Rousseau se instaló en la residencia de ésta en Chambéry e inició un período intenso de estudio
autodidacto.
En 1742 Rousseau puso fin a una etapa que más tarde evocó como la única feliz de su vida y partió
hacia París, donde presentó a la Academia de la Ciencias un nuevo sistema de notación musical ideado
por él, con el que esperaba alcanzar una fama que, sin embargo, tardó en llegar. Pasó un año (1743-
1744) como secretario del embajador francés en Venecia, pero un enfrentamiento con éste determinó su
regreso a París, donde inició una relación con una sirvienta inculta, Thérèse Levasseur, con quien acabó
por casarse civilmente en 1768 tras haber tenido con ella cinco hijos.
Rousseau trabó por entonces amistad con los ilustrados, y fue invitado a contribuir con artículos de
música a la Enciclopedia de D'Alembert y Diderot; este último lo impulsó a presentarse en 1750 al
concurso convocado por la Academia de Dijon, la cual otorgó el primer premio a su Discurso sobre las
ciencias y las artes, que marcó el inicio de su fama.
Jean-Jacques Rousseau (óleo de Allan Ramsay, 1766)
En 1754 visitó de nuevo Ginebra y retornó al protestantismo para readquirir sus derechos como
ciudadano ginebrino, entendiendo que se trataba de un puro trámite legislativo. Apareció entonces su
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, escrito también para el concurso
convocado en 1755 por la Academia de Dijon. Rousseau se opuso en esta obra a la concepción ilustrada
del progreso, considerando que los hombres en estado natural son por definición inocentes y felices, y
que son la cultura y la civilización las que imponen la desigualdad entre ellos (en especial a partir del
establecimiento de la propiedad) y acarrean la infelicidad.
En 1756 se instaló en la residencia de su amiga Madame d'Épinay en Montmorency, donde redactó
algunas de sus obras más importantes. Julia o la nueva Eloísa (1761) es una novela sentimental
inspirada en su pasión -no correspondida- por la cuñada de Madame d'Épinay, la cual fue motivo de
disputa con esta última.
En El contrato social (1762), Rousseau intenta articular la integración de los individuos en la
comunidad; las exigencias de libertad del ciudadano han de verse garantizadas a través de un contrato
social ideal que estipule la entrega total de cada asociado a la comunidad, de forma que su extrema
dependencia respecto de la ciudad lo libere de aquella que tiene respecto de otros ciudadanos y de su
egoísmo particular. La voluntad general señala el acuerdo de las distintas voluntades particulares, por lo
que en ella se expresa la racionalidad que les es común, de modo que aquella dependencia se convierte
en la auténtica realización de la libertad del individuo, en cuanto ser racional.
Ilustración de Emilio o De la educación (1762)
Finalmente, Emilio o De la educación (1762) es una novela pedagógica, cuya parte religiosa le valió la
condena inmediata por parte de las autoridades parisinas y su huida a Neuchâtel, donde surgieron de
nuevo conflictos con las autoridades locales, de modo que, en 1766, aceptó la invitación de David
Hume para refugiarse en Inglaterra, aunque al año siguiente regresó al continente convencido de que
Hume tan sólo pretendía difamarlo. A partir de entonces Rousseau cambió sin cesar de residencia,
acosado por una manía persecutoria que lo llevó finalmente de regreso a París en 1770, donde
transcurrieron los últimos años de su vida, en los que redactó sus escritos autobiográficos.
La obra de Jean-Jacques Rousseau
Considerado unánimemente una de las máximas figuras de la Ilustración, Jean-Jacques Rousseau
aportó obras fundamentales a la teorización del deísmo (Profesión de fe del vicario saboyano), la
creación de una nueva pedagogía (Emilio), la crítica del absolutismo (Discurso sobre el origen y el
fundamento de la desigualdad entre los hombres, El contrato social), la controversia sobre el sentido
del progreso humano (Discurso sobre las ciencias y las artes), el auge de la novela sentimental (Julia o
la nueva Eloísa) y el desarrollo del género autobiográfico (Confesiones). En suma, Rousseau abordó
los grandes temas de su época y participó activamente en todos los debates intelectuales que
apasionaron al siglo.
Sin embargo, al tiempo que es un hombre representativo de la ideología ilustrada (con sus presupuestos
basados en la razón, la naturaleza, la tolerancia y la libertad), Rousseau anuncia algunas corrientes que
se difundirán a partir de la Revolución. Así, por un lado, el pensador ginebrino puso en circulación
determinadas ideas que cuestionaban el optimismo radical de las Luces: la perfección del estado de
naturaleza frente a la corrupción de la sociedad comprometía la confianza en el progreso de los
ilustrados; la idealización del buen salvaje se enfrentaba a la del "innoble salvaje" de los economistas
que estudiaban los medios para el desarrollo material de la humanidad, y el énfasis sobre el sentimiento
y la voluntad podía mermar la confianza ilustrada en el imperio de la razón.
Por otro lado, sus propuestas políticas no sólo desbarataban las ilusiones puestas en el reformismo
benevolente de los déspotas ilustrados, sino que ofrecían un modo alternativo de organización de la
sociedad y lanzaban una inequívoca consigna contra el absolutismo de derecho divino al defender el
principio de la soberanía nacional y la voluntad general de la comunidad de los ciudadanos, postulando
en consecuencia como justas aquellas formas de gobierno (como la democracia) en que dicha voluntad
general puede expresarse.
De este modo, Rousseau se situaba en la encrucijada de la Ilustración, alimentando al mismo tiempo las
corrientes subterráneas que inspiraron el prerromanticismo y las fuentes doctrinales de donde brotará
pujante la Revolución. Pese a esgrimir argumentos no demasiado sólidos, su primer texto importante, el
Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), es la clave para entender su reticencia frente al
optimismo racionalista que creía firmemente en el progreso de la civilización.
Rousseau se alejaba ya en esta obra del pensamiento ilustrado al atribuir escasa importancia al
perfeccionamiento de las ciencias y conceder mayor valor a las facultades volitivas que a la razón.
Contestando la unilateralidad de una visión del progreso ceñida al ámbito técnico y material, en
detrimento del moral y cultural, denunció la incongruencia que suponía denominar progreso humano a
lo que era un mero desarrollo tecnológico. Aunque se había avanzado en el dominio de la naturaleza y
se había aumentado el patrimonio artístico, la civilización no había hecho al hombre más libre, más
feliz o más bondadoso.

Jean-Jacques Rousseau
La empresa de dilucidar los efectos de la organización social sobre la naturaleza humana la acometió en
el Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres (1755). Si en escritos
anteriores ya había teorizado sobre la bondad natural del hombre y el efecto corruptor de la sociedad,
ahora pasó a desarrollar la idea del buen salvaje. En un primitivo estado de naturaleza no existían entre
los humanos desigualdades relevantes (sólo las derivadas de la biología) y los hombres no eran ni
buenos ni malos, sino simplemente "amorales". Una serie de causas externas empujaron a los hombres
a agruparse y prestarse ayuda mutua para determinadas empresas, y en el transcurso de esa asociación
nacieron las pasiones que transformaron su espíritu.
Ese "estado de naturaleza" era esencialmente un concepto teórico, pero ofrecía a Rousseau la base para
condenar las injusticias del mundo de su tiempo, advertir sobre la corrupción reinante y desenmascarar
el desorden de la sociedad civil. Así, partiendo de un estadio asociativo primitivo e idílico, nucleado en
torno a la familia y más tarde traspasado a la comunidad (a la que inspiraba la solidaridad y guiaba la
costumbre y no la ley, repartiéndose el fruto de la caza), llegó a determinar el momento de la fractura:
la aparición de la agricultura, la minería y, por ende, la propiedad privada y la acumulación de riquezas
en manos de unos pocos.
El proceso continuaba con la aparición de la servidumbre, consistente en que los desposeídos ofrecían
su trabajo a cambio de la protección de los poderosos. Los abusos propiciaron la desconfianza mutua y
la necesidad de prevenir el crimen, por lo que se hizo necesaria la instauración de un gobierno y la
promulgación de leyes para la protección de la propiedad privada. Si hasta aquí el esbozo de esta
evolución no era nuevo (ya había sido apuntado por John Locke), la originalidad consistía en matizar
que el proceso se había operado en defensa de la propiedad de los ricos; de ahí el carácter
revolucionario de la hipótesis.

Primera edición de El contrato social (1762)


Claro es que Rousseau no abogaba por la abolición de la propiedad privada, a la que consideraba un
hecho irreversible y por tanto inherente al estado de sociedad, sino que apuntaba hacia la mejora de la
situación a través del perfeccionamiento de la organización política. En cuanto diagnosis del origen de
la injusticia social y la infelicidad del hombre, el Discurso tiene en efecto su necesario complemento en
otra de sus obras fundamentales, El contrato social (1762), con su propuesta de una nueva sociedad
fundada sobre un pacto libremente aceptado por los individuos, de los que emana una voluntad general
que se expresa en la ley y que concilia la libertad individual con un orden social justo.
Si bien no es posible contraponer una Ilustración de la razón y otra del sentimiento (pues precisamente
entre los fenómenos más característicos de las Luces se encuentran la exaltación de la naturaleza, la
revolución de la afectividad o el triunfo de la privacidad), no cabe duda de que el énfasis rousseauniano
sobre la reivindicación del sentimiento frente a la razón pura, la idealización arcádica de la naturaleza y
la indagación obstinada en el secreto reducto de la intimidad son elementos que preludian la aparición
del nuevo clima espiritual del prerromanticismo.
En este sentido, Rousseau colaboró decisivamente en la difusión de una estética del sentimiento con la
publicación de su novela La nueva Eloísa (1761), aunque no sea ni el único escritor de novelas
sentimentales ni el único responsable de los melodramas lacrimógenos que siguieron (las denominadas
pleurnicheries). La bondad del hombre en un ideal estado de naturaleza es la base de una obra
destinada a inaugurar la pedagogía moderna: Emilio o De la educación (1762); por ello la labor
educativa ha de llevarse a cabo al margen de la sociedad y de sus instituciones y no consiste en
imponer normas o dirigir aprendizajes, sino en impulsar el desarrollo de las inclinaciones espontáneas
del niño facilitando su contacto con la naturaleza, que es sabia y educativa.
Por otro lado, sus Confesiones (publicadas póstumamente en 1782 y 1789) representan, en un siglo
inclinado a la autobiografía, un ejemplo excepcional de introspección personal y de exhibición
extremada de la propia intimidad, en un grado que no se alcanzaría hasta el pleno romanticismo.
Finalmente, no resulta extraño que la muerte le sorprendiera meditando en la soledad de los jardines a
la inglesa del castillo de Ermenonville, donde le había invitado el marqués de Girardin, mientras se
entregaba al ilustrado placer de la herborización, tal como había dejado descrito en Las ensoñaciones
del paseante solitario, publicadas también póstumamente en 1782.
La dualidad de la figura y la obra de Rousseau no pasó desapercibida a sus coetáneos, como
demuestran las palabras de Goethe: "Con Voltaire termina un mundo, con Rousseau comienza otro". Un
mundo que, por un lado, conducía al romanticismo (debido al avance del irracionalismo, la
exacerbación del sentimentalismo, el auge de los nacionalismos y la revalorización de las oscuras
edades medievales) y, por otro, a la Revolución.

S-ar putea să vă placă și