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El mito de Eco y Narciso

Eco era una joven ninfa de los bosques, parlanchina y alegre. Con su charla incesante
entretenía a Hera, esposa de Zeus, y estos eran los momentos que el padre de los dioses griegos
aprovechaba para mantener sus relaciones extraconyugales. Hera, furiosa cuando supo esto,
condenó a Eco a no poder hablar sino solamente repetir el final de las frases que escuchara, y ella,
avergonzada, abandonó los bosques que solía frecuentar, recluyéndose en una cueva cercana a
un riachuelo.
Por su parte, Narciso era un muchacho precioso, hijo de la ninfa Liríope. Cuando él nació, el
adivino Tiresias predijo que si se veía su imagen en un espejo sería su perdición, y así su madre
evitó siempre espejos y demás objetos en los que pudiera verse reflejado. Narciso creció así
hermosísimo sin ser consciente de ello, y haciendo caso omiso a las muchachas que ansiaban que
se fijara en ellas.
Tal vez porque de alguna manera Narciso se estaba adelantando a su destino, siempre parecía
estar ensimismado en sus propios pensamientos, como ajeno a cuanto le rodeaba. Daba largos
paseos sumido en sus cavilaciones, y uno de esos paseos le llevó a las inmediaciones de la cueva
donde Eco moraba. Nuestra ninfa le miró embelesada y quedó prendada de él, pero no reunió el
valor suficiente para acercarse.
Narciso encontró agradable la ruta que había seguido ese día y la repitió muchos más. Eco le
esperaba y le seguía en su paseo, siempre a distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día, un
ruido que hizo al pisar una ramita puso a Narciso sobre aviso de su presencia, descubriéndola
cuando en vez de seguir andando tras doblar un recodo en el camino quedó esperándola. Eco
palideció al ser descubierta, y luego enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella.
- ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues?
- Aquí... me sigues... -fue lo único que Eco pudo decir, maldita como estaba, habiendo perdido su
voz.
Narciso siguió hablando y Eco nunca podía decir lo que deseaba. Finalmente, como la ninfa que
era acudió a la ayuda de los animales, que de alguna manera le hicieron entender a Narciso el
amor que Eco le profesaba. Ella le miró expectante, ansiosa... pero su risa helada la desgarró. Y
así, mientras Narciso se reía de ella, de sus pretensiones, del amor que albergaba en su interior,
Eco moría. Y se retiró a su cueva, donde permaneció quieta, sin moverse, repitiendo en voz queda,
un susurro apenas, las últimas palabras que le había oído... "qué estúpida... qué estúpida... qué...
estu... pida...". Y dicen que allí se consumió de pena, tan quieta que llegó a convertirse en parte de
la propia piedra de la cueva...
Pero el mal que haces a otros no suele salir gratis... y así, Nemesis, diosa griega que había
presenciado toda la desesperación de Eco, entró en la vida de Narciso otro día que había vuelto a
salir a pasear y le encantó hasta casi hacerle desfallecer de sed. Narciso recordó entonces el
riachuelo donde una vez había encontrado a Eco, y sediento se encaminó hacia él. Así, a punto de
beber, vio su imagen reflejada en el río. Y como había predicho Tiresias, esta imagen le perturbó
enormemente. Quedó absolutamente cegado por su propia belleza, en el reflejo. Y hay quien
cuenta que ahí mismo murió de inanición, ocupado eternamente en su contemplación. Otros dicen
que enamorado como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a
las aguas. En cualquier caso, en el lugar de su muerte surgió una nueva flor al que se le dio su
nombre: el Narciso, flor que crece sobre las aguas de los ríos, reflejándose siempre en ellos.
Sansón y Dalila
Cuando los israelitas arribaron a la Tierra Prometida, luego del éxodo de Egipto, y tras su largo y
místico peregrinaje por el desierto, se encontraron con un territorio poblado por un conjunto de
personas a los que los recién llegados llamaron cananeos, y con los que compartieron costumbres
y lazos culturales, a pesar de que Iavé, el dios hebreo les habría ordenado destruirlos. Si bien con
los cananeos la coexistencia fue pacífica, poseyendo un idioma similar, debiendo los primitivos
habitantes pagar tributo a los hebreos, el constante riesgo provenía de pueblos vecinos,
principalmente los filisteos, que integraban los llamados “pueblos del mar”. Cuando fueron vencidos
por los egipcios, los filisteos ocuparon la zona de llanura ubicada en la costa sur Palestina.
Los filisteos constituían una confederación de cinco ciudades: Gaza, Escalón, Ashod, Ekrón y Gad.
No eran semitas como los hebreos y cananeos, sino descendientes de los cretenses minoicos. Su
apariencia física era agradable. Altos, delgados y atléticos, decoraban sus cabellos con penachos
de plumas.
Hacia el año 1200 a.C, el gobierno del pueblo hebreo carecía de centralización y era ejercido en
situaciones de crisis por los jueces. Uno de ellos fue Sansón, cuyo mandato se extendió por veinte
años. Fue famoso por sus hazañas contra los filisteos, y seguramente la imaginación popular, creó
relatos como el que se expone a continuación, que muestran, a pesar de ser de dudosa
autenticidad, la profunda convicción del pueblo judío sobre la obediencia incondicional a Dios, y las
terribles consecuencias que implicaban romper el pacto divino. También es una enseñanza sobre
los perjuicios que acarrean las pasiones, relatado en la Biblia, en el “Libro de los Jueces”.
Sansón había nacido de mujer estéril y por decisión divina, fue consagrado nazareo, o sea a
Yahvé, el único Dios. Esta situación impedía cortarse el cabello y la barba, además de no tener
contacto con cadáveres y abstenerse de consumir productos de viña.
La relación de Sansón con los filisteos y el sexo femenino, fue siempre complicada.
Su primer casamiento, fue con una mujer filistea. En el banquete de la boda, realizó una apuesta a
algunos filisteos, comprometiéndose a pagar treinta túnicas si los filisteos descubrían un acertijo.
Los filisteos lo aciertan pues la mujer de Sansón, única portadora de la respuesta, por confesión de
su reciente esposo, les había revelado el secreto.
Para obtener las ropas, Sansón mató a treinta filisteos, y abandonó a su mujer que fue dada por su
padre como esposa a un filisteo. Enterado de ello, Sansón que pretendía recuperar a su esposa,
incendió los campos de los filisteos, utilizando para ello, trescientas zorras, atadas por sus colas,
que portaban antorchas encendidas.
Los filisteos responden matando, a la mujer de Sansón y a su suegro, lo que inicia una cruel
cacería por parte de Sansón, hacia los filisteos. Estos últimos, penetraron con su ejército en Judá,
y ante el pedido popular, Sansón se entregó a sus enemigos, siendo atado con fuertes cuerdas,
que con la ayuda de la fuerza divina, consiguió romper y matar a mil filisteos.
Por segunda vez, Sansón conoció a una mujer que marcará su existencia. Se trató de una persona
de dudosa reputación, residente en Gaza, lugar donde los filisteos le tendieron una nueva
emboscada, de la que otra vez salió airoso.
Dalila fue la tercera dama que lo condujo por la senda de los problemas, y también era filistea.
Dalila era cómplice de los miembros de su pueblo, presididos por Hanún, su rey, y su propósito era
conocer el secreto de la fuerza de Sansón. El nazareo, al principio, temió ser engañado y mientió,
pero luego, seducido por la hermosa mujer, le confesó que en su larga cabellera radicaba su poder,
ya que sus votos como nazareo le impedían cortárselo, y Dios le quitaría como castigo, su fuerza,
si lo hiciera.
Dalila, en posesión del secreto, lo durmió y le cortó su cabellera. Esto le permitió a los filisteos
dominarlo, sacarle los ojos, y llevarlo a Gaza donde se lo condenó a dar vueltas a una muela de
molino.
Objeto de las burlas, humillado y ultrajado, imploró Sansón a Dios por la recuperación de sus
fuerzas, en un templo filisteo donde se le rendía homenaje al dios Dagón, donde Sansón era
obligado a permanecer como objeto de escarnio.
Dios se conmovió y le devolvió las fuerzas, ante lo cual, Sansón consiguió desplomar las columnas
que sostenían el templo, ocasionando la muerte de 3.000 filisteos.
Barba Azul
Cuento de Charles Perrault, texto completo

Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y
plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente,
este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y
las jóvenes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de
ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la
otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les
disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas
mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y
algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días
completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas;
nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que
la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y
que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul
le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un
negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas
amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
-He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que
no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es
la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la
galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este pequeño
gabinete, y os lo prohibo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla,
sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan
impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir
mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de
todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no
se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás,
de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la
cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro,
eran los más hermosos y magníficos que jamas se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la
felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la
impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía,
bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los
huesos dos o tres veces. Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en
la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle
alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita
y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a
ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban
los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían
sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le
cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta;
subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres
veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la resfregara con arenilla, la sangre
siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le
sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas
informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo
lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan
temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
-¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?
-Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.
-No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
-No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues
bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones
de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca,
hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.
-Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un
poco de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen
mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su
mujer:
-Baja pronto o subiré hasta allá.
-Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz
baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.
-Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a
nadie?
-Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
-¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
-En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves
venir a nadie?
Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado
sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como
puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a
sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a
cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó
que le concediera un momento para recogerse.
-No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al
abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó
para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que
pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre
mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus
hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos
sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba
desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el
resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos
pasados con Barba Azul.
El asalto al gran convoy [Cuento: Texto completo]
Dino Buzzati
Arrestado en un callejón de la ciudad y condenado solamente por contrabando -porque tuvo la
suerte de no ser reconocido- Gaspar Planetta, capitán de bandidos, permaneció tres años en
prisión.
Al salir libre estaba muy cambiado. Consumido por la enfermedad, con una gran barba, parecía un
viejo y no el famoso "capo brigante", el mejor tirador conocido, que no sabía errar un disparo.
Con sus cosas en una bolsa, se puso en camino hacia el Monte Fumo, su antiguo reino, donde
suponía que debían estar sus compañeros.
Era un domingo de junio cuando se internó en el valle donde estaba su casa. Los senderos del
bosque no habían cambiado: aquí afloraba una raíz: allá una piedra que recordaba perfectamente.
Todo estaba igual que antes. Como era fiesta, la banda debía estar reunida en su casa. Al
acercarse, Planetta oyó voces y carcajadas. La puerta, a diferencia de sus tiempos, estaba
cerrada.
Golpeó dos o tres veces. Adentro se hizo un silencio. Después preguntaron:
-¿Quién es?
-Vengo de la ciudad -respondió- vengo de parte de Planetta.
Tenía pensado darles una sorpresa, pero en cuanto abrieron la puerta, se dio cuenta de que no lo
reconocían. Sólo el viejo perro, el esquelético Tromba, le saltó encima con alegría.
Al principio sus antiguos compañeros, Cosimo, Marco, Felpa y también tres o cuatro desconocidos,
lo rodearon, pidiéndole noticias de Planetta. Les contó que había conocido al jefe en prisión; dijo
que Planetta sería liberado un mes más tarde y que, mientras tanto, lo había enviado a él para
saber cómo marchaban las cosas.
Al rato, los bandoleros ya habían perdido todo interés en el recién llegado y lo dejaban con un
pretexto cualquiera. Sólo Cosimo se quedó hablando con él, pero sin reconocerlo.
-¿Y qué piensa hacer cuando vuelva?
-¿Cómo qué piensa hacer? ¿Es que acaso no puede volver acá?
-Ah, sí, sí... yo no digo nada. Sólo estaba pensando en él. Las cosas aquí han cambiado mucho. Y
él va a querer mandar todavía, se entiende... pero no sé...
-¿Qué es lo que no sabe?
-No sé si Andrea estará dispuesto... no va a querer. Por mí que vuelva, nosotros dos siempre nos
llevamos bien.
Así supo Gaspare Planetta que el nuevo jefe era Andrea, uno de sus antiguos compañeros.
En ese momento se abrió la puerta de par en par y entró el propio Andrea, que se paró en medio
del cuarto. Planetta recordaba un tipo alto y flaco. Ahora tenía delante una formidable estampa de
forajido, con una cara dura y unos espléndidos bigotes. Tampoco lo reconoció.
-¿Ah sí? -dijo a propósito de Planetta- ¿Y cómo fue que no consiguió fugarse? No debe ser
demasiado difícil. También a Marco lo metieron adentro, pero no llegó a estar ni seis días.
Tampoco a Stella le resultó difícil evadirse. Y en cambio él, que era el jefe, precisamente él, no hizo
buen papel.
-Es que ya las cosas no son como antes -repuso Planetta con una sonrisa burlona- Hay muchos
guardias ahora, cambiaron las rejas, jamás nos dejaban solos. Y además él se enfermó.
Mientras hablaba se iba dando cuenta que lo habían dejado afuera, comprendía que un "capo
brigante" no puede dejarse capturar y mucho menos permanecer encerrado tres a cuatro años
como un desgraciado cualquiera, comprendía que estaba viejo, que ya no había lugar para él allí,
que su tiempo había terminado.
-Me dijo -prosiguió con voz cansada- Planetta me dijo que había dejado aquí su caballo, un caballo
blanco que se llama Polak, me parece, y que tiene un bulto detrás de la rodilla.
-Tenía, querrá decir, tenía... -dijo Andrea arrogante, comenzando a sospechar que era el propio
Planetta el que tenía delante- Si el caballo se murió, no es culpa nuestra.
-Me dijo- continuó con toda calma Planetta- que también dejó aquí su ropa, una linterna y un reloj-
y sonriendo sutilmente se acercó a la ventana para que todos pudieran verlo bien.
Y todos, en efecto, lo vieron, reconociendo en aquel viejo flaco lo que quedaba de su famoso jefe
Gaspare Planetta, el mejor tirador conocido, que no sabía errar un solo tiro.
Sin embargo, ninguno habló. Tampoco Cosimo se atrevió a decir nada. Todos simularon no
haberlo reconocido porque estaba presente Andrea, el nuevo jefe y lo temían.
Y Andrea hacía como si no pasara nada.
-Nadie ha tocado sus cosas -respondió Andrea- deben estar por ahí, en algún cajón. De la ropa, no
sé nada. Probablemente alguien la usó.
-Me ha dicho- continuó imperturbable Planetta, aunque esta vez ya no sonreía- me ha dicho que
dejó aquí su fusil, su escopeta de precisión.
-Su fusil está aquí -dijo Andrea- y puede venir por él cuando quiera.
-Me decía, siempre me decía: quién sabe qué trato le han dado a mi fusil, quién sabe en qué
chatarra me lo encuentro convertido a mi regreso.
-Yo lo usé algunas veces- admitió Andrea con cierto tono de desafío- pero no creo que por eso se
haya estropeado.
Gaspare Planetta se sentó sobre un banco. Se sentía afiebrado, cosa que solía pasarle; no mucho,
pero lo suficiente para sentir la cabeza pesada.
-Dime -insistió, volviéndose a Andrea- ¿Me lo podrías dejar ver?
-Adelante -respondió Andrea, haciéndole señas a uno de los nuevos integrantes de la banda- Ve,
ve a buscarlo.
Un momento después le entregaron el fusil a Planetta. Lo observó minuciosamente, con aire
preocupado y poco a poco, mientras acariciaba el caño, pareció serenarse.
-Bien -dijo después de una larga pausa-... y también me dijo que dejó aquí las municiones. Lo
recuerdo bien: seis medidas de pólvora y ochenta y cinco proyectiles.
-Adelante- ordenó Andrea secamente- Tráiganle todo. ¿Hay alguna otra cosa?
-Eso -dijo Planetta acercándose a Andrea con la mayor calma y sacándole de la cintura un puñal
envainado- Todavía falta ésta. Su cuchilla de caza- y volvió a sentarse.
Corrió un largo y pesado silencio.
-Bien... buenas noches- dijo por fin Andrea para hacerle comprender a Planetta que la entrevista
había terminado.
Gaspare Planetta levantó los ojos midiendo la poderosa corpulencia del otro.
¿Habría podido desafiarlo, enfermo y cansado como estaba? Se levantó lentamente, esperó que le
dieran el resto de sus cosas, metió todas en la bolsa y se echó el fusil al hombro.
-Buenas noches, señores -dijo, encaminándose hacia la puerta.
Los hombres quedaron mudos, paralizados de estupor, porque jamás hubieran imaginado que
Gaspare Planetta, el famoso "capo brigante" pudiera terminar así, permitiendo que lo mortificaran
impunemente.
Sólo Cosimo consiguió emitir una voz extrañamente ronca:
-¡Adiós, Planetta! -exclamó, haciendo a un lado toda simulación-. ¡Adiós y buena suerte!
Planetta se alejó por el bosque, en medio de las sombra de la noche, silbando.
*
Eso le sucedió a Planetta, que ya no era más "capo brigante" sino solamente Gaspare Planetta, de
Severino, del año cuarenta y ocho, sin residencia fija. Aunque, en realidad, dónde vivir tenía, una
cabaña sobre el Monte Fumo, de troncos y piedra, en el medio del bosque, donde se refugiara una
vez que lo perseguían los guardias.
Planetta llegó a su cabaña, encendió el fuego, contó el dinero que tenía (podía alcanzarle para
algunos meses) y comenzó a vivir solo.
Pero una noche, mientras estaba sentado junto al fuego, se abrió de golpe la puerta y apareció un
joven, con un fusil. Tendría unos diecisiete años.
-¿Qué pasa? -preguntó Planetta sin siquiera levantarse.
El muchacho tenía un aire desenfadado, se parecía a él, Planetta, una treintena de años antes.
-¿Está aquí la gente del Monte Fumo? Hace tres días que los busco.
El muchacho se llamaba Pietro. Explicó sin titubeos que quería unirse a la banda. Había vivido
siempre vagabundeando y hacía años que tenía ese proyecto, pero como para ser bandolero debía
contar por lo menos con un fusil, no había tenidos más remedio que esperar un poco; ahora había
robado uno bastante bueno.
-Llegaste a buen lugar; yo soy Planetta.
-¿Planetta el capitán, quiere decir?
-El mismo.
-Pero, ¿no estaba en prisión?
-Allí estuve, por así decirlo -explicó irónicamente Planetta-. Estuve tres días: no tuvieron la suerte
de retenerme por más tiempo.
El muchacho lo miró entusiasmado.
-¿Y ahora quieres que me quede contigo?
-¿Quedarte conmigo? -dijo Planetta- Está bien, por esta noche duerme aquí, mañana veremos.
Los dos vivieron juntos. Planetta no desengañó al muchacho, lo dejó creer que seguía siendo el
jefe, le explicó que prefería vivir solo y encontrarse con los compañeros nada más que cuando era
necesario.
El muchacho lo creía poderoso y esperaba de él grandes cosas. Pero pasaban los días y Planetta
no hacía nada, a excepción de cazar un poco. El resto del tiempo lo pasaba siempre junto al fuego.
-Jefe -decía Pietro- ¿cuándo vamos a dar un golpe?
-Uno de estos días- respondía Planetta- Llamaré a los compañeros y te sacarás el gusto.
Pero los días siguieron pasando.
-Jefe- insistía el muchacho-. Supe que mañana pasará por el camino del valle un tal Francisco, que
debe tener los bolsillos llenos.
-¿Un tal Francisco? -repetía Planetta sin demostrar interés- Lo conozco hace tiempo. Es un
hombre astuto, un verdadero zorro: cuando viaja no lleva un solo escudo encima, de miedo a los
ladrones.
-Jefe- decía el muchacho-. Supe que mañana pasan dos carros de buena mercadería. Todos
cosas de comer. ¿Qué dice, jefe?
-¿De veras? -respondía Planetta- ¿Cosas de comer? - y dejaba languidecer el asunto, como si no
fuera digno de él.
-Jefe- decía el muchacho- mañana es la fiesta de la ciudad y habrá mucho movimiento de gente,
pasarán cantidad de carruajes y muchos regresarán de noche. ¿No tendríamos que intentar algo?
-Cuando hay gente -contestaba Planetta- más vale no hacer nada. Hay gendarmes por todos lados
los días de fiesta. No hay que fiarse. Precisamente fue en un día de fiesta que me capturaron.
-Jefe -decía después de unos días Pietro- di la verdad, a ti te pasa algo. No tienes ganas de hacer
nada. Ni siquiera de ir a cazar. No quieres ver a los compañeros. Debes estar mal, seguramente,
ayer también tuviste fiebre. Siempre estás al lado del fuego. ¿Por qué no hablas claro?
-Puede que no esté bien- decía Planetta sonriendo- pero no es lo que tú piensas. Si quieres que te
los diga, así por lo menos me dejas tranquilo, es una estupidez fatigarse para embolsarse algunas
pocas monedas. Si hago algo, quiero que valga la pena. Bien: he decidido esperar al Gran Convoy.
Se refería al Gran Convoy que una vez al año, precisamente el 12 de setiembre, llevaba a la capital
un cargamento de oro, todo lo recaudado por concepto de impuestos en las provincias del sur.
Avanzaba entre sonidos de cuernos a lo largo del camino principal, custodiado por guardia armada.
El Gran Convoy Imperial con el gran carro de hierro, todo lleno de monedas metidas en sacos. No
había bandolero que no soñara con él en las noches tranquilas, pero desde hacía cien años nadie
había logrado asaltarlo impunemente. Trece bandidos habían muerto, veinte estaban en prisión. Ya
nadie pensaba en el Gran Convoy en serio; año tras año la recaudación de impuestos se hacía
más grande y la escolta armada era reforzada. Iban soldados adelante y atrás, patrullas a caballo a
los lados; los cocheros, los jinetes y los servidores, todos armados. Lo precedía una especie de
avanzada con trompeta y bandera. Después venían veinticuatro guardias a caballo, armados con
fusiles, pistolas y espadones, y enseguida el carro de hierro con la insignia imperial en relieve
tirado por dieciséis caballos. Otros veinticuatro soldados en la retaguardia, otros doce a los lados.
Cien mil ducados de oro, mil onzas de plata, destinados a la casa imperial.
El Convoy pasaba a galope cerrado. Luca Toro, cien años antes, había tenido el coraje de asaltarlo
y le había ido milagrosamente bien. Era la primera vez: la escolta se asustó y Luca Toro pudo huir
a Oriente y darse la gran vida.
Otros bandoleros lo habían intentado: Giovanni Borro, para nombrar algunos, el Tedesco, Sergio
de Topi, el Conde y el Jefe de los treinta y ocho. Todos, a la mañana siguiente, aparecieron al
borde del camino con la cabeza partida.
-¿El Gran Convoy? -preguntó el muchacho maravillado- ¿De veras quieres arriesgarte?
-Sí, quiero arriesgarme. Si lo logro, estoy hecho para siempre.
Eso dijo Gaspare Planetta, pero estaba lejos de pensarlo. Aun contando con una veintena de
hombres habría sido una locura... ¡cuánto más solo!
Lo había dicho por bromear, pero el muchacho se lo había tomado en serio y miraba a Planetta con
admiración.
-Dime- preguntó-... ¿y cuántos seríamos?
-Quince, por lo menos.
-¿Y para cuándo?
-Hay tiempo -respondió Planetta-. Tengo que hablar con mi gente. Esto no es cosa de juego.
Pero los días siguieron pasando y los bosques empezaron a ponerse rojos. El muchacho esperaba
con impaciencia. Planetta no lo desengañaba y en las largas noches que pasaban junto al fuego,
discutía el gran proyecto y se divertía también él. Y en algunos momentos él mismo llegaba a creer
que era verdad.
*
El 11 de septiembre, el día de la víspera, el muchacho estuvo afuera hasta la noche. Regresó con
una cara sombría.
-¿Qué pasa? - preguntó Planetta, sentado como de costumbre junto al fuego.
-Por fin me encontré con tus compañeros.
Se hizo un largo silencio y se oyó el restallar del fuego. También se escuchaba la voz del viento
que soplaba en el bosque.
-Y bien... -preguntó Planetta con tono que quería parecer divertido- ¿Te lo dijeron todo?
-Seguro. Me lo contaron todo.
-Bien- añadió Planetta y se hizo otra pausa en el cuarto iluminado tan sólo por el fuego.
-Me dijeron que me fuera con ellos, que hay mucho trabajo.
-Entiendo- aprobó Planetta- Sería una tontería no ir.
-Jefe -dijo entonces Pietro con voz casi llorosa- ¿por qué no me dijiste la verdad? ¿Por qué tantas
historias?
-¿Qué historias? -dijo Planetta, que hacía esfuerzos por mantener su habitual tono alegre-. ¿Qué
historias te he contado yo? Te dejé creer, no te quise desengañar, eso fue todo.
-No es verdad -repitió el muchacho-. Me retuviste aquí con falsas promesas, sólo por
atormentarme. Mañana, bien lo sabes...
-¿Qué pasa mañana? -preguntó Planetta, otra vez tranquilo- ¿Te refieres al Gran Convoy?
-Eso mismo. ¡Y yo que te creí! Aunque tenía que haberme dado cuenta, enfermo como estás... No
sé como hubieras podido... -Pietro se calló por algunos segundos y después, en voz baja, anunció:
-Mañana me voy.
*
Pero el otro día, Planetta fue el primero en levantarse. Se vistió de prisa sin despertar al muchacho
y tomó el fusil. Recién cuando llegaba al umbral Pietro se despertó.
-Jefe -dijo, llamándolo así por la fuerza de la costumbre-. ¿Adónde vas a esta hora, se puede
saber?
-Sí señor, se puede saber -respondió Planetta sonriendo-. Voy a esperar al Gran Convoy.
Pietro ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a darse vuelta en la cama, como para hacerle
ver que ya estaba cansado de aquella estúpida historia.
Pero está vez no era sólo una historia. Para cumplir una promesa que había hecho en broma, se
disponía a asaltar el Gran Convoy. Ya lo habían fastidiado bastante sus compañeros; por lo menos,
que aquel muchacho supiera quién era Gaspare Planetta. Pero, no... no era el muchacho lo que le
importaba. En el fondo, lo hacía por él mismo, para sentirse el de antes, aunque fuera por última
vez.
Probablemente nadie lo vería y hasta quizá, si lo mataban enseguida, nadie lo supiera jamás, pero
es no tenía importancia. Era un asunto personal con el poderoso Planetta de antes. Una especie
de apuesta a favor de una empresa desesperada.
Pietro dejó que Planetta se fuera. Pero después le asaltó una duda. ¿No se propondría de veras
Planetta llevar a cabo el asalto? A pesar de que le parecía una idea absurda, Pietro se levantó y
salió a averiguar. Muchas veces Planetta le había mostrado el sitio ideal para esperar al Gran
Convoy, y hacia allí se dirigió.
El día ya había amanecido pero el cielo estaba cubierto por largas nubes de tormenta. La luz era
clara y grisácea. De tanto en tanto se oía el canto de un pájaro. En los intervalos, se escuchaba el
silencio.
Pietro corrió por el bosque hacia el fondo del valle, donde pasaba el camino principal. Avanzaba
con prudencia entre los matorrales en dirección a un grupo de castaños, donde seguramente se
encontraba Planetta.
Allí estaba, en efecto, escondido detrás de un tronco y se había hecho un pequeño parapeto de
ramas para que no lo pudieran ver. Se había apostado sobre una especie de colina que dominaba
una brusca vuelta del camino: una fuerte subida que obligaba a los caballos a andar más despacio.
Todo lo que pasara por allí se convertía en un blanco fácil.
El muchacho miró la llanura del sur que se perdía en el infinito, cortada en dos por el camino. Allá,
en el fondo, vio una polvareda que se movía, avanzaba por el camino: era el polvo que levantaba el
Gran Convoy.
Planetta estaba colocando el fusil con la mayor calma, cuando oyó que algo se agitaba cerca de él.
Se volvió y vio a Pietro con su fusil en el árbol vecino.
-Jefe- dijo Pietro jadeando- Planetta, tienes que salir de aquí. ¿Te has vuelto loco?
-Chitón- respondió sonriendo Planetta-. Que yo sepa, no estoy loco. Vete de aquí enseguida.
-Estás loco, te digo. Crees que van a venir tus compañeros, pero no vendrán, me lo han dicho,
nunca pensaron venir.
-Vendrán, por Dios que vendrán, sólo es cuestión de esperar un poco. Tienen la manía de llegar
siempre tarde.
-Planetta -suplicó el muchacho-. Hazme el gusto, sal de ahí. Era sólo una broma, nunca he
pensado dejarte.
-Lo sé, lo sé -rió bonachonamente Planetta-. Pero ahora basta, vete, te digo. Este no es lugar para
ti.
-Planetta- insistió el muchacho-. ¿No ves que es una locura? ¿Qué puedes hacer tú solo?
-Por Dios, vete de una vez -gritó con voz ahogada Planetta, que ya no razonaba-. ¿No te das
cuenta de que vas a echarlo todo a perder?
En ese momento se comenzaba a distinguir, en el fondo del camino principal, los soldados que
escoltaban el Gran Convoy, el carro, la bandera.
-¡Por última vez, vete! -repitió, furioso, Planetta. El muchacho, reaccionando por fin, empezó a
arrastrarse entre el pastizal hasta que desapareció.
Planetta escuchó los cascos de los caballos, dio una ojeada a las grandes nubes de plomo, vio tres
o cuatro cuervos en el cielo. El Gran Convoy ahora avanzaba despacio, iniciando la subida.
Planetta tenía ya el dedo en el gatillo cuando advirtió que el muchacho regresaba, arrastrándose, y
se apostaba otra vez detrás del árbol.
-¿Viste? -susurró Pietro-. ¿Viste cómo no vinieron?
-Canallas -murmuró Planetta sin mover ni siquiera la cabeza y esbozando una sonrisa-. ¡Canallas!
Es demasiado tarde para retroceder. ¡Atención, muchacho, que ahora comienza lo bueno!
Trescientos. Doscientos metros. El Gran Convoy se acercaba. Ya se distinguía la gran insignia en
relieve sobre los lados del carro, se oían las voces de los soldados que conversaban entre ellos.
Recién entonces el muchacho tuvo miedo. Comprendió que estaba embarcado en una empresa
disparatada, de la que no se podía escapar.
-¿Viste que no vinieron? Por caridad, no dispares.
Pero Planetta no se conmovió.
-¡Atención! -murmuró alegremente, como si no lo hubiera oído-. ¡Señores, la función va a
comenzar!
Planetta ajustó la mira, su formidable mira que no podía fallar. Pero en aquel instante sonó un
disparo del otro lado del valle.
-¡Cazadores! -comentó el "capo brigante", divertido, mientras resonaba un terrible eco-. No son
más que cazadores. ¡Nada de miedo, eh! Cuánto más confusión, mejor.
Pero no eran cazadores. Gaspare Planetta oyó un gemido. Volvió la cabeza y vio al muchacho que
soltaba el fusil y se desplomaba sobre la tierra.
-¡Me hirieron, Planetta! ¡Oh, mama!
No habían sido cazadores los que habían disparado, sino los soldados de la escolta encargados de
adelantarse al Convoy para evitar una emboscada. Eran todos expertos tiradores, seleccionados
en los combates. Tenían fusiles de precisión.
Uno de ellos, mientras escrutaba el bosque, había visto al muchacho moverse entre los árboles y
tenderse después al lado del viejo bandolero.
Planetta lanzó una blasfemia. Se fue levantando con precaución hasta quedar de rodillas,
disponiéndose a socorrer al compañero. Sonó un segundo disparo. El proyectil atravesó el valle
bajo las nubes tormentosas y después empezó a descender de acuerdo a las leyes de la balística.
Había sido dirigido a la cabeza, pero en cambio entró en el pecho, cerca del corazón.
Planetta cayó de golpe. Se hizo un gran silencio, como jamás había oído. El Gran Convoy se había
detenido. El temporal no terminaba de desatarse. Los cuervos estaban allá, en el cielo. Todos se
mantenían expectantes.
El muchacho volvió la cabeza y sonrió:
-Tenía razón -balbuceó-. Al final vinieron, los compañeros. ¿Los viste, jefe?
Planetta no respondió, pero haciendo un supremo esfuerzo, miró en la dirección indicada.
Detrás de ellos, en un claro del bosque, habían aparecido una treintena de jinetes con el fusil en
bandolera. Parecían diáfanos como una nube y sin embargo se distinguían netamente sobre el
fondo oscuro de la floresta. Por sus divisas absurdas y sus caras bravías, se hubiera dicho que
eran bandidos.
En efecto, Planetta los reconoció enseguida. Eran sus antiguos compañeros, los bandoleros
muertos que venían por él. Rastros curtidos por el sol y atravesados por largas cicatrices, horribles
mostachos, barbas sacudidas por el viento, ojos duros y clarísimos, espuelas inverosímiles,
grandes botones dorados, caras simpáticas, polvorientas de tanto combatir.
Ahí estaba el buen Paolo, lento de entendederas el pobre, muerto en el asalto del Mulino; Pietro
del Ferro, que jamás había conseguido aprender a cabalgar; Giorgio Pertica; Frediano, muerto de
frío... todos los buenos y viejos compañeros, que había visto morir uno a uno.
¿Y ese facineroso de grandes bigotes y un fusil casi tan largo como él, montado en el caballo
blanco y flaco, no era el Conde, el famoso bandolero también caído por causa del Gran Convoy?
Sí, era él, el Conde, con el rostro iluminado de cordialidad y satisfacción. ¿Y acaso se equivocaba
Planetta o el último de la izquierda que se mantenía erguido y orgulloso, era el propio Marco
Grande en persona, ahorcado en la capital en presencia del Emperador y de cuatro regimientos de
soldados? Marco Grande, cuyo nombre, cincuenta años después todavía se pronunciaba en voz
baja... Sí, también había venido para honrar a Planetta, el último valiente y desafortunado capitán.
Los bandidos muertos estaban silenciosos, evidentemente conmovidos, pero llenos de una común
felicidad. Esperaban que Planetta hiciera algo.
Y Planetta (lo mismo que el muchacho) se levantó, ya no de carne y hueso como antes sino
transparente como los otros y, sin embargo, idéntico a sí mismo.
Lanzando una mirada sobre su pobre cuerpo que yacía en el suelo, Planetta se encogió de
hombros, como para convencerse de que ya no importaba nada de eso y se dirigió al claro,
indiferente a los posibles disparos. Avanzó hacia los viejos compañeros, feliz.
Estaban por comenzar los saludos particulares, cuando en primera fila advirtió un caballo ensillado
a la perfección y sin jinete. Instintivamente se acercó sonriendo.
-Por casualidad -dijo, maravillado por el tono extrañísimo de su nueva voz- ¿no será Polak este
caballo?
Era Polak, de verdad, su caballo. Al reconocer a su dueño lanzó una especie de relincho (es
necesario definirlo así, porque la voz de los caballos muertos es mucho más dulce que la que
conocemos). Planetta le dio dos o tres palmadas afectuosas y desde ya empezó a saborear la
delicia de la próxima cabalgata, junto a sus fieles amigos, hacia el reino de los bandoleros muertos
que si bien no conocía, era legítimo imaginar lleno de sol, acariciado por un aire de primavera, con
largos caminos blancos y sin polvo, que seguramente conducían a milagrosas aventuras.
Apoyando la mano izquierda sobre la silla, como si se dispusiera a montar, Gaspar Planetta habló.
-Gracias, muchachos -dijo, tratando de no dejarse dominar por la emoción-. Les juro que... -y se
interrumpió al recordar a Pietro, que también transformado en sombra se mantenía apartado, con
el embarazo que produce estar entre personas que recién se conoce. -Perdona- le dijo Planetta-
Este es un bravo compañero- agregó dirigiéndose a los bandoleros muertos-. Tenía tan sólo
diecisiete años. Hubiera sido todo un hombre.
Los bandidos muertos sonrieron y bajaron levemente la cabeza en señal de bienvenida.
Planetta calló y miró a su alrededor, indeciso. ¿Qué debía hacer? ¿Irse con sus compañeros,
dejando al muchacho solo? Volvió a dar dos o tres palmadas al caballo, hizo como que tosía y le
dijo a Pietro.
-Bien, ¡adelante! ¡Monta en mi caballo! Es justo que te diviertas. ¡Vamos, vamos, nada de historias!
-agregó con fingida severidad, viendo que el muchacho no se animaba a aceptar.
-Si realmente quieres... -exclamó Pietro por fin, evidentemente halagado. Y con una agilidad que
jamás hubiera supuesto, dada la poca práctica que tenía en materia de equitación, el muchacho
saltó sobre la silla.
Los bandoleros agitaron los sombreros, saludando a Gaspare Planetta. Alguno guiñó un ojo, como
diciendo "hasta la vista". Todos espolearon los caballos y partieron al galope.
Se alejaron como disparados entre los árboles. Era maravilloso ver cómo se lanzaban en lo más
intrincado del bosque y lo atravesaban sin que su marcha se viera entorpecida en ningún
momento. Los caballos tenían un galope suave y hermoso de ver. El muchacho y algunos de los
bandidos todavía agitaban el sombrero.
Planetta, que había quedado solo, dio una ojeada en torno. Su inútil cuerpo seguía al pie del árbol.
Parecía seguir mirando hacia el camino.
El Gran Convoy estaba todavía detenido más allá de la curva y por eso no era visible. En el camino
sólo se veían seis o siete soldados de la escolta que miraban en dirección a Planetta. Aunque
parezca increíble, habían visto toda la escena: las sombras de los bandidos muertos, los saludos,
la cabalgata. Nunca se sabe lo que puede pasar en ciertos días de septiembre, bajo las nubes de
tormenta.
Cuando Planetta, que había quedado solo, se volvió, el capitán del pequeño destacamento se dio
cuenta que era observado. Entonces se irguió y saludó militarmente, como se saluda entre
soldados.
Planetta le devolvió el saludo tocándose el sombrero, con un gesto de familiaridad pero lleno de
hidalguía y sonrió. Después se encogió de hombros, por segunda vez en el día. Se apoyó en la
pierna izquierda, dio la espalda a los soldados, hundió las manos en los bolsillos y se alejó
silbando, sí señor, una marchita militar, en la misma dirección por la que habían desaparecido sus
compañeros.
Iba hacia el mundo de los bandoleros muertos, que si bien no conocía, era lícito suponer mejor que
éste. Los soldados lo vieron hacerse cada vez más pequeño y diáfano; su aspecto de viejo
contrastaba con su paso ágil y rápido, el mismo paso alegre y despreocupado que tienen los
muchachos de veinte años, cuando son felices.
FIN
Golfo de Penas
Francisco Coloane

Entre ola y ola nuestro barco se recostaba como un animal herido en busca de una salida a
través de ese horizonte cerrado de lomos movedizos y sombríos.
-¡Agárrate, viejo! -dijo un marinero haciendo rechinar sus dientes y contrayendo la cara como si
un doloroso atoro le anudara las entrañas. El barco, cual si lo hubiera escuchado, crujió al borde de
una rolada de cuarenta y cinco grados y fue subiendo sobre el lomo de otra ola, semirrecostado,
pero ya libre de la vuelta de campana o de la ida por ojo.
La cerrazón de agua era completa. Arriba el cielo no era más que otra ola suspendida sobre
nuestras cabezas, de cuya comba se descargaba una lluvia tupida y mortificante.
De pronto, emergiendo de la cerrazón, apareció sobre el lomo de una ola una sombra más
densa; otra ola la ocultó, y una tercera la levantó de nuevo mostrándonos el más insólito encuentro
que pueda ocurrir en esos mares abiertos: un bote con cinco hombres.
Raro encuentro, porque por ese golfo sólo se aventuran buques de gran tonelaje. El nuestro,
con sus diez millas de máquina, hacía más de veinticuatro horas que estaba luchando por
atravesarlo de sur a norte, y una cáscara de nuez como ese bote minúsculo no podía tener la
esperanza de hacerlo en menos de una semana hasta el Faro San Pedro, primeros peñones de
tierra firme que se hallan al sur del temido golfo.
En medio de los ruidos del temporal, la campana de las máquinas resonó como un corazón que
golpeara sus paredes de metal y el barco fue disminuyendo su andar.
Era un bote de ciprés, ancho de cuyas gruesas cuadernas que mostraban su pulpa sonrosada
de tanto relevarse con el agua del mar y de la lluvia. Los cuatro bogadores remaban
vigorosamente, medio parados, afirmando un pie en el banco y el otro en el empaletado, y mirando
con extraña fijeza el mar, especialmente en la caída de la ola, cuando la falda de agua resbalaba
vigorosamente hacia el abismo. El patrón, aferrado a la caña del timón, iba también de pie, y con
una mano ayudaba al remero de popa con un envión del cuerpo que parecía darles fuerzas a
todos, quienes como un solo hombre seguían el compás de su impulso. De tarde en tarde algún
lomaje labrado escondía al bote, y entonces, semejaban estaban bogando suspendidos en el mar
por un extraño milagro.
Cuando estuvo a la cuadra, le lanzaron un cabo amarrado a un escandallo, que el remero de
proa ató con vuelta corrediza a un eslabón apernado en su banco. La cercanía se hacía cada vez
más peligrosa. Las olas subían y bajaban desacompasadamente al buque y al bote; de tal manera
que, en cualquier momento, podía estrellarse el esquife haciéndose pedazos contra los costados
de fierro del barco. Una escalerilla de cuerdas fue lanzada por la borda, y, cuando la cresta de una
ola levantó el bote hasta los pescantes mismos del puente, en la bajada, de un salto, el patrón se
agarró a la escalera y trepó por ella con la agilidad de un gato. Puso pie en cubierta y como una
exhalación ascendió por las escaleras hasta el puente de mando.
Arriba, patrón y capitán se encerraron en la cabina. Estábamos a la expectativa. Los remeros
manteníanse alejados a prudente distancia con su cáscara de nuez; el barco encajaba la proa
entre las olas y la levantaba como una cabeza cansada, sacudiéndola de espumas. El
contramaestre y los marineros estaban listos con la maniobra para izar el bote a borde, en cuanto
el capitán diese la orden.
Los minutos se alargaban. ¿A qué tanta demora para salvar un bote en medio del océano?
La expectación se hizo menor cuando vimos salir al patrón de la cabina. Hizo un gesto raro con
la mano y bajó de nuevo las escaleras con su misma agilidad de gamo. Pero la orden de izar a los
náufragos no se oyó. Nuestro asombró, entonces, aumentó.
Pasó a mi lado, me enfrentó con una mirada fría y enérgica. Quise hablar, pero la mirada me
detuvo. El hombre iba empapado; llevaba el cuerpo cubierto por un pantalón de lana burda y un
grueso yersey; la cabeza y los pies, desnudos; el rostro, relavado como el ciprés de su bote y en
todo su ser, una agilidad desafiante, con la que parecía esconderse apenas del castigo implacable
de la intemperie.
Cruzó de nuevo como una exhalación, saltó por la borda, se aferró en la escalerilla ,
aprovechando un balance, estuvo de un brinco agarrado de nuevo a la caña de su timón.
-¡Largaaa! -gritó, y el proel desató el cabo, lanzándolo al aire con un gesto de desembarazo y
desprecio. Los remeros bogaron vigorosamente, y el bote se perdió detrás de una montaña de
agua. Otra lo levantó en su cumbre, y después se esfumó como había venido, como una sombra
más densa tragada por la cerrazón.
En el barco la única orden que se oyó fue la de la campana de las máquinas, que aumentó su
andar. Los marineros estaban estupefactos, como esperando algo aún, con las manos vacías. El
contramaestre recogía el cabo y el escandallo con lentitud, desabrido, como si recogiera todo el
desprecio del mar.
-¿Por qué no los llevamos? -pregunté más tarde al capitán.
-No quiso el patrón que los lleváramos en calidad de náufragos -me contestó.
-¿Y por qué?
-“¡Somos loberos de la isla de Lemuy y vamos a los canales magallánicos en busca de pieles!
¡No somos náufragos!, contestó”.
-“¿No saben que la autoridad marítima prohíbe salir de cierto límite con una embarcación
menor? ¿Piensan acaso atravesar el golfo con esa cáscara?”
-“¡No es una embarcación menor, es un bote de cinco bogas y todos los años en esta época
acostumbramos atravesar con él el golfo. Lo único que le pedimos, es que nos lleve y nos deje un
poco más cerca de la costa; nada más!!.
-“¡Si los llevo debo entregarlos a las autoridades de la Capitanía del puerto de su jurisdicción!”
-“¡No, allí nos registrarán como náufragos… y eso… ni vivos ni muertos! ¡No somos náufragos,
capitán!”
-“Entonces no los llevo”.
”¡Bien, capitán!”
Y haciendo un gesto con la mano, el patrón había dado por terminada la entrevista.
Sin poderme contener, proferí:
-¡Así como los dejó peleando con la muerte aquí en medio de este infierno de aguas, pudo
haberles dado una chance dejándolos más cerca de la costa! ¿Quién le iba a aplicar el Reglamento
en estas alturas?
-¡Era un testarudo ese patrón!-: Si me ruega un poco, lo habría llevado!
Afuera la cerrazón se apretaba cada vez más sobre el Golfo de Penas.
De lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en
Toledo [Cuento. Texto completo]
Juan Manuel

Otro día hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y contábale sus asuntos de esta
guisa:
-Patronio, un hombre vino a rogarme que le ayudase en un hecho en que había menester mi
ayuda, y prometióme que haría por mí todas las cosas que fuesen mi pro y mi honra. Y yo
comencele a ayudar cuanto pude en aquel hecho. Y antes de que el negocio fuese acabado,
creyendo él que ya el negocio suyo estaba resuelto, acaeció una cosa en que cumplía que él la
hiciese por mí, y roguele que la hiciese y él púsome excusa. Y después acaeció otra cosa que él
hubiese podido hacer por mí, y púsome otrosí excusa: y esto me hizo en todo lo que yo le rogué
que hiciese por mí. Y aquel hecho por el que él me rogó, no está aún resuelto, ni se resolverá si yo
no quiero. Y por la confianza que yo he en vos y en el vuestro entendimiento, ruégoos que me
aconsejéis lo que haga en esto.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que vos hagáis en esto lo que vos debéis, mucho querría que
supieseis lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, el gran maestro que moraba en
Toledo.
Y el conde le preguntó cómo había sido aquello.
-Señor conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que había muy gran talante de saber el
arte de la nigromancia1, y oyó decir que don Illán de Toledo sabía de ello más que ninguno que
viviese en aquella sazón. Y por ello vínose para Toledo para aprender aquella ciencia. Y el día que
llegó a Toledo, enderezó luego a casa de don Illán y hallolo que estaba leyendo en una cámara
muy apartada; y luego que llegó a él, recibiolo muy bien y díjole que no quería que le dijese
ninguna cosa de aquello por lo que venía hasta que hubiesen comido. Y cuidó muy bien de él e
hízole dar muy buena posada, y todo lo que hubo menester, y diole a entender que le placía mucho
con su venida.
Y después que hubieron comido, apartose con él y contole la razón por la que allí había venido, y
rogole muy apremiadamente que le mostrase aquella ciencia, que él había muy gran talante de
aprenderla. Y don Illán díjole que él era deán y hombre de gran rango y que podría llegar a gran
estado y los hombres que gran estado tienen, desde que todo lo suyo han resuelto a su voluntad,
olvidan muy deprisa lo que otro ha hecho por ellos. Y él, que recelaba que desde que él hubiese
aprendido de él aquello que él quería saber, que no le haría tanto bien como él le prometía. Y el
deán le prometió y le aseguró que de cualquier bien que él tuviese, que nunca haría sino lo que él
mandase.
Y en estas hablas estuvieron desde que hubieron yantado 2 hasta que fue hora de cena. De que su
pleito fue bien asosegado entre ellos, dijo don Illán al deán que aquella ciencia no se podía
aprender sino en lugar muy apartado y que luego, esa noche, le quería mostrar dó habían de estar
hasta que hubiese aprendido aquello que él quería saber. Y tomole por la mano y llevole a una
cámara. Y, en apartándose de la otra gente, llamó a una manceba de su casa y díjole que tuviese
perdices para que cenasen esa noche, mas que no las pusiese a asar hasta que él se lo mandase.
Y desde que esto hubo dicho llamó al deán; y entraron ambos por una escalera de piedra muy bien
labrada y fueron descendiendo por ella muy gran rato de guisa que parecía que estaban tan bajos
que pasaba el río Tajo sobre ellos. Y desde que estuvieron al final de la escalera, hallaron una
posada muy buena, y una cámara muy adornada que allí había, donde estaban los libros y el
estudio en que había de leer. Y desde que se sentaron, estaban parando mientes en cuáles libros
habían de comenzar. Y estando ellos en esto, entraron dos hombres por la puerta y diéronle una
carta que le enviaba el arzobispo, su tío, en que le hacía saber que estaba muy doliente y que le
enviaba rogar que, si le quería ver vivo, que se fuese luego para él. Al deán le pesó mucho de
estas nuevas; lo uno por la dolencia de su tío, y lo otro porque receló que había de dejar su estudio
que había comenzado. Pero puso en su corazón el no dejar aquel estudio tan deprisa e hizo sus
cartas de respuesta y enviolas al arzobispo su tío. Y de allí a unos tres días llegaron otros hombres
a pie que traían otras cartas al deán, en que le hacían saber que el arzobispo era finado 3, y que
estaban todos los de la iglesia en su elección y que fiaban en que, por la merced de Dios, que le
elegirían a él, y por esta razón que no se apresurase a ir a la iglesia. Porque mejor era para él que
le eligiesen estando en otra parte, que no estando en la Iglesia.
Y de allí al cabo de siete o de ocho días, vinieron dos escuderos muy bien vestidos y muy bien
aparejados, y cuando llegaron a él besáronle la mano y mostráronle las cartas que decían cómo le
habían elegido arzobispo. Y cuando don Illán esto oyó, fue al electo y díjole cómo agradecía mucho
a Dios porque estas buenas nuevas le habían llegado en su casa; y pues Dios tanto bien le había
hecho, que le pedía como merced que el deanato que quedaba vacante que lo diese a un hijo
suyo. El electo díjole que le rogaba que le quisiese permitir que aquel deanato que lo hubiese un su
hermano; mas que el haría bien de guisa que él quedase contento, y que le rogaba que se fuese
con él para Santiago y que llevase él a aquel su hijo. Don Illán dijo que lo haría.
Y fuéronse para Santiago; y cuando allí llegaron fueron muy bien recibidos y muy honrosamente. Y
desde que moraron allí un tiempo, un día llegaron al arzobispo mandaderos del papa con sus
cartas en las cuales le daba el obispado de Tolosa, y que le concedía la gracia de que pudiese dar
el arzobispado a quien quisiese. Cuando don Illán esto oyó, recordándole muy apremiadamente lo
que con él había convenido, pidiole como merced que lo diese a su hijo; y el arzobispo le rogó que
consintiese que lo hubiese un su tío, hermano de su padre. Y don Illán dijo que bien entendía que
le hacía gran tuerto, pero que esto que lo consentía con tal de que estuviese seguro de que se lo
enmendaría más adelante. El arzobispo le prometió de toda guisa que lo haría así y rogolo que
fuese con él a Tolosa .
Y desde que llegaron a Tolosa, fueron muy bien recibidos de los condes y de cuantos hombres
buenos había en la tierra. Y desde que hubieron allí morado hasta dos años. llegáronle
mandaderos del papa con sus cartas en las cuales le hacía el papa cardenal y que le concedía la
gracia de que diese el obispado de Tolosa a quien quisiese. Entonces fue a él don Illán y díjole
que, pues tantas veces le había fallado en lo que con él había acordado, que ya aquí no había
lugar para ponerle excusa ninguna, que no diese alguna de aquellas dignidades a su hijo. Y el
cardenal rogole que consintiese que hubiese aquel obispado un su tío, hermano de su madre, que
era hombre bueno y anciano; mas que, pues él cardenal era, que se fuese con él para la corte, que
asaz había en que hacerle bien. Y don Illán quejose de ello mucho, pero consintió en lo que el
cardenal quiso, y fuese con él para la corte.
Y desde que allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y por cuantos allí estaban
en la corte, y moraron allí muy gran tiempo. Y don Illán apremiando cada día al cardenal que le
hiciese alguna gracia a su hijo, y él poníale excusas.
Y estando así en la corte, finó el papa; y todos los cardenales eligieron a aquel cardenal por papa.
Entonces fue a él don Illán y díjole que ya no podía poner excusa para no cumplir lo que le había
prometido. Y el papa le dijo que no le apremiase tanto, que siempre habría lugar para que le
hiciese merced según fuese razón. Y don Illán se comenzó a quejar mucho, recordándole cuántas
cosas le había prometido y que nunca le había cumplido ninguna, y diciéndole que aquello
recelaba él la primera vez que con él había hablado y pues que a aquel estado era llegado y no le
cumplía lo que le había prometido, que ya no le quedaba lugar para esperar de él bien ninguno. De
esta queja se quejó mucho el papa y comenzole a maltraer diciéndole que, si más le apremiase,
que le haría echar en una cárcel, que era hereje y mago, que bien sabía él que no había otra vida
ni otro oficio en Toledo donde él moraba, sino vivir de aquel arte de la nigromancia.
Y desde que don Illán vio cuán mal galardonaba el papa lo que por él había hecho, despidiose de
él y ni siquiera le quiso dar el papa que comiese por el camino. Entonces don Illán dijo al papa que
pues otra cosa no tenía para comer, que se habría de tornar a las perdices que había mandado a
asar aquella noche, y llamó a la mujer y díjole que asase las perdices.
Cuando esto dijo don Illán, se halló el papa en Toledo, deán de Santiago, como lo era cuando allí
vino, y tan grande fue la vergüenza que hubo, que no supo qué decirle. Y don Illán díjole que se
fuese con buena ventura y que asaz había probado lo que tenía en él, y que lo tendría por muy mal
empleado si comiese su parte de las perdices.
Y vos, señor conde Lucanor, pues veis que tanto hacéis por aquel hombre que os demanda ayuda
y no os da de ello mejores gracias, tengo que no habéis por qué trabajar ni aventuraros mucho
para llevarlo a ocasión en que os dé tal galardón como el deán dio a don Illán.
El conde tuvo éste por buen consejo, e hízolo así y hallose en ello bien.
Y porque entendió don Juan que este ejemplo era muy bueno, hízolo escribir en este libro e hizo de
ello estos versos que dicen así:
A quien mucho ayudes y no te lo reconozca menos ayuda habrás de él desde que a gran honra
suba
FIN
Los dos reyes y los dos laberintos [Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de
las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto
tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban
se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias
de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey
de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto,
donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro
divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia
que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día.
Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con
tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo
amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey
del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce
con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío,
donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni
muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto,
donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

FIN
El ruiseñor y la rosa [Cuento. Texto completo]
Oscar Wilde
-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no
hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios;
poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa
roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún
sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera
es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha
puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá
a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la
tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no
hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se
fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es
alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las
esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla
expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para
adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de
cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie
no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no
bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la
encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una
ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de
la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé
lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan
sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que
llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del
estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los
grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis
venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más
rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio
para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y
teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas.
Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu
vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida.
Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de
perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en
el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el
corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y
como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas
no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro
de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que
seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea
sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo
color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le
decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había
construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente
argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y
su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero
siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de
sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo
el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas.
¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las
espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y
estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de
su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la
rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y
argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo
de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque
cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un
enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa
seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él
sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado
por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y
purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió
sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se
detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los
rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de
espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda
vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un
perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más
roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá
cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del
chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las
flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un
simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las
del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la
lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la
gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo
estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a
leer.
DOÑA TATO
Marta Brunet
Llegó prestigiada por treinta años de servicios en casa de unas viejecitas solteronas que acababan
de morir con pocos días de diferencia. Sabía cocina y repostería. Exigía una pieza dormitorio para
su uso particular y que le aceptaran un gato negro, gordiflón y taciturno. Ella se llamaba Tránsito;
él, "Paquito". Porque siempre iban juntos, pareja estrafalaria: doña Tato, vieja, magra, la cara llena
de arrugas hondas convergentes a la boca, el trasero saliente, los brazos muy largos y hábito del
Carmen; "Paquito", desmadejado, bostezante, silencioso en sus escarpines blancos.
Lo trastornaron todo en casa. La vieja empezó por expulsar de la cocina a los otros gatos y a las
otras sirvientas. La cocina era suya. Sólo a mí --con aires de condescendencia-- me dejaba entrar.
Encerrada con llave se entendía con las sirvientas por el torno, y si alguna quería deslizarse
adentro o insinuaba el propósito, la insultaba, mezclando a los dicterios tiradas de latines. Y como
vomitando ese mejunje al par que aspeaba los largos brazos tenía algo de bruja, la creyeron en
pacto con el demonio y, horrorizadas, la dejaron vivir a su placer.
Los gatos tardaron más en darse por vencidos. Llegaban oteando por el torno o la ventana,
buscando piltrafas, ansiosos de rescoldo. Y hallaban un brazo y una escoba mucho más largos que
lo previsto y que siempre, invariablemente, les caían en medio del lomo. Hasta que uno quedó
descaderado no parecieron tomar en serio el peligro que era la vieja. Desde entonces se refugiaron
en el repostero, junto al anafe y las otras sirvientas, en acercamiento de víctimas del mismo poder.
Al principio hubo muchas protestas. A cada rato llegaba alguna mujer en son de acuse, y hasta los
gatos --en su idioma-- supongo que me darían quejas. Prometía amonestarla y hasta ponerla en la
calle si no cambiaba de conducta. Pero cuando al anochecer venía doña Tato llena de majestad --
seguida por "Paquito"-- a tomar órdenes para el día siguiente, mis propósitos se iban arrastrados
por la marea de respeto rayano en terror que la vieja me producía.
Empezaba mi aprendizaje de ama de casa; la falta de conocimiento y de práctica me hacía
indecisa, débil, temerosa. Doña Tato se daba perfecta cuenta de su superioridad. Fingiéndose
humilde, empezaba siempre:
--Aquí estoy a las órdenes de su mercé.
--¿Cómo está, doña Tato?
--Muy bien, para servirle. ¿Qué haremos mañana?
Yo me ponía a pensar en minutas, buscando con verdadera ansia en mis recuerdos los nombres
de todos los guisos que conocía, y siempre, siempre, encontraba sólo aquellos que comiera en la
mañana o--alejándome un poco--en la noche anterior.
Doña Tato decía al descuido:
--"Paquito" está bien.
Mala iba la cosa... Cuando no se le preguntaba por el gato, se ponía de peor humor que el pésimo
de costumbre.
--Haremos..., haremos... budín de coliflor y berenjenas rellenas con queso.
Y la miraba, feliz de mi hallazgo, porque tenía la perfecta seguridad de no haber comido coliflor
hacía largos meses.
--¡Es el tiempo ahora! --y en semicírculo, de pared a pared, su mirada ponía al salón por testigo de
mi imbecilidad.
Pero yo, realmente imbécil, insistía porfiada:
--Quiero budín de coliflor... Debe haber coliflor en conserva y berenjenas también.
La vieja saltaba furiosa:
--Tamién..., tamién... ¿Y qué más? ¿Un pajarito volando tamién? Estas iñoritas que no saben ónde
están parás y se meten a disponer. Ora pro nobis... Tamién... Yo sabré lo que hago mañana. ¡No
faltaba otra cosa! Cuando una ha servío treinta años en una casa no tiene pa' qué andar
mendigando mandares. Per Christum Dominum nostrum. . . ¿Qué te parece, "Paquito"? Si no juera
por mí te mataban de hambre. Nicolasa..., pa' tu casa. Amén.
Y se marchaba de estampía, seguida perezosamente por el gato, dejándome humillada, indignada
y amedrentada. Hasta que opté por abandonar mis aires de dueña de casa y decirle que no viniera
más a tomar órdenes, que dispusiera ella a su antojo. Comíamos admirablemente. En el servicio
había orden. En las cuentas, economías. ¿Qué más pedir?
La doncella me contó cómo rezaba la vieja el rosario, los rosarios, porque el día entero se pasaba
en eso. Trajinando, siempre en una actividad enfermiza por lo continua, doña Tato murmuraba las
avemarías a media voz, y al terminar, en el amén, agregaba un número, de uno a diez, para contar
las decenas sin necesidad de tener en las manos un rosario que le impidiera seguir en sus
quehaceres. Y los misterios los señalaba en la repisa con cinco papas que iba sacando de un
cajón.
Lo encontré tan cómico que fui a mirarla y a oírla por el torno disimuladamente. Y era cierto.
Desgranaba porotos e iba diciendo:
--Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte. Amén. Ocho. Dios te salve, María... Amén. Nueve. Dios te salve... Santa María... Diez.
Y puso una papa negra junto a las otras dos que estaban en la repisa.
Pero otro día me trajeron una historia que no me agradó ni pizca. Al llegar del mercado, doña Tato
colocaba en el mesón toda la carne, llamaba a "Paquito" y decía:
--Elija, mi lindo.
Y el gato oliscaba trozo a trozo hasta hallar uno a su gusto para comérselo.
Hice llamar a doña Tato. Con mucho miedo, pero mucho valor, le dije:
--No es posible que cuando usted llega del mercado haga que "Paquito" meta el hocico en toda la
carne para elegir su pedazo. Eso es muy sucio, doña Tato.
--Sucio..., sucio... ¿Y qué más? Miserere nobis. ¿"Paquito" sucio? Ya quisiera su mercé tener la
boca tan limpia como "Paquito". Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix. "Paquito" no se pone
porquerías de pinturas en la cara ni menos en el hocico. Vade retro. ..
¡Era el colmo! Fui yo quien salió de estampía para llegarme al escritorio de Pedro y decidirlo con
muchos arrumacos a despedir él a la vieja insolente.
Fue. Llegó a la puerta de la cocina, tocó con los nudillos. Se abrió el torno, apareciendo la cara mal
agestada.
--Doña Tato...--pudo decir.
--Si quiere alguna cosa--interrumpió-- ; pídasela a la Petronila. Aquí no moleste.
Y cerró de golpe el postigo.
Pedro volvió mohíno y me dijo que era yo la llamada a echar a la vieja; que él, abogado de
veintitrés años, con mujer y casa --aunque sin clientela, esto lo agrego yo--, no podía descender a
esas pequeñeces. Y que, además, otra vez posiblemente no lograría dominarse y pondría a la vieja
en la calle a fuerza de puntapiés. Mentira. Le pasó lo que a todos: le tuvo miedo a doña Tato. Y así
siguió ésta inexpugnable en la cocina.
Por ese entonces, Pedro trajo varias veces invitados a comer. La segunda vez, doña Tato llegó
como un basilisco a decirme:
--¿Qué se han imaginado que voy a pasarme alimentando hambrientos ociosos? Agnus Dei, qui
tollis peccata mundi. Ni lesa que fuera...
--Pero, doña Tato...
--Si viene gente a comer, me mando a cambiar al tiro.
Y yo, iluminada, le contesté suavemente:
--Mire, Tatito, le diré con franqueza que Pedro quiere traer todos los días un amigo a comer. Si no
está conforme con esto, lo mejor será que se vaya..., que busque ocupación en otra casa.
Me miraba con los ojillos desconfiados agudos de malicia y al fin dijo, riendo marrullera:
--¡Je! Era pa' eso... Vade retro... No se incomode su mercé. No pienso irme, porque estoy muy a
gusto y "Paquito" tamién. Deo gratias. Pero a esos ociosos .., ¡ya los espantaré!
Y los espantó, claro, porque siempre que teníamos invitados salaba o ahumaba la comida. Hubo a
veces que improvisarlo todo con conservas.
Pensamos recurrir a la policía para echar a la vieja. Y tras mucha vacilación acabé por escribirle
una carta muy atenta, con tres faltas de ortografía que corrigió Pedro, diciéndole que si no se
retiraba para el 1º del mes siguiente, llamaríamos al carabinero para obligarla a irse.
Y llegó el 1º y pasó una semana y doña Tato no se iba. La hallé en el patio una tarde y le pregunté
tímidamente:
--¿Cuándo se va, doña Tato?
--¿Usted cree que yo soy de las que duran un mes en cada casa? In nomine Patris et Filii et
Spiritus Sanctis. Aquí estaré otros treinta años. Amén.
Entonces --acuciados por el miedo a soportar per omnia secula seculorum a la vieja--, Pedro tuvo
una idea genial: le escribió a mi madre, invitándola a pasar unos días con nosotros. Y llegó mi
madre con empaque de juez y ojos escrutadores.
No dijimos nada; pero a la segunda comida, ante los guisos desastrosamente quemados, peores
que en la mañana, mi madre estalló en preguntas rápidas que Pedro y yo contestábamos,
atropellándonos para narrar nuestras desdichas bajo la tiranía de doña Tato.
Ante nuestros ojos mi madre adquiría su gran aire de imperatrice. Se puso de pie y salió,
diciéndonos:
--Van a ver ustedes...
Nos mirábamos aterrados. Mirábamos la puerta esperando ver surgir en su vano a doña Tato,
persiguiendo a mi madre con el largo brazo y la larga escoba, al par que fulminaba denuestos y
latines para nuestra total exterminación.
Se oían voces, gritos, portazos, chillidos, caer de loza, carreras: todo simultáneamente. Luego un
gran silencio.
Angustiada, hecha un ovillo toda contra Pedro, dije temblando:
--Anda a ver... Con tal que no la haya matado...
Pero entraba mi madre con largo paso tranquilo y ojos duros de triunfadora.
--Ya se va. Mañana mandará a buscar sus cosas.
Nos mirábamos atónitos. ¿Doña Tato? Pero...
La vimos pasar por la puerta abierta al patio. Iba con el cuello extendido, como temiendo un
peligro, ladeado el moño, arrebozada en un chalón que le ceñía el trasero grotescamente, con
"Paquito" en brazos, somnoliento y friolero.
Pasaba..., se alejaba..., se iba...
Y sin saber por qué, me eché a llorar en la corbata de Pedro
Cabo de Hornos
Francisco Coloane
Las costas occidentales de la Tierra del Fuego se desgranan en numerosas islas, entre las
cuales culebrean canales misteriosos que van a perderse allá en el fin del mundo, en "La Sepultura
del Diablo".
Los marinos de todas las latitudes aseguran que allí, a una milla de ese trágico promontorio que
apadrina el duelo constante de los dos océanos más grandes del mundo, en el cabo de Hornos, el
diablo está fondeado con un par de toneladas de cadenas, que él arrastra, haciendo crujir sus
grilletes en el fondo del mar en las noches tempestuosas y horrendas, cuando las aguas y las
oscuras sombras parecen subir y bajar del cielo a esos abismos.
Hasta hace pocos años, sólo se aventuraban por esas regiones audaces nutrieros y cazadores
de lobos, gentes de distintas razas, hombres corajudos que tenían el corazón nada más que como
otro puño cerrado.
Algunos de estos hombres han quedado engarzados para toda la vida en esas islas. Otros,
desconocidos, acorralados por el látigo del hambre que parece arrearlos de oriente a occidente,
llegan de tarde en tarde a esas tierras inhospitalarias, donde pronto el viento y la nieve les
machetean el alma, dejándoles sólo los filos con dureza de carámbano.
Al final de los canales existe un lugar de tenebroso renombre: el presidio de Ushuaia. De las
sangrientas evasiones de presidiarios también han quedado regados por las islas, entre los indios
a veces, hombres que han conquistado su libertad a tiro limpio y que no podrán asomar la cabeza
por donde haya una luz de justicia.
Nada debe extrañar al hombre de esas tierras: que un barquichuelo se haga a la mar con cuatro
marineros y regrese con tres; que un cúter haya desaparecido con toda su tripulación, etc. Nada
debe extrañarle cuando las pieles y el oro son repartidos proporcionalmente entre los tripulantes. . .
Al final de esos canales, cercana al cabo de Hornos, está situada la isla Sunstar.
Los dos únicos habitantes de la isla, Jackie y Peter, están sentados en el umbral del rancho en
un inacabable anochecer de diciembre. El rancho es una construcción de dos piezas formadas con
troncos rústicos, sobre cuyo techo los líquenes y musgos verde-amarillentos crecen como una tiesa
sonrisa de esa naturaleza agreste hacia el cielo que, cargado de desgracias, deja caer sus nieves
durante la mayor parte del año.
Los cazadores dicen que son hermanos, pero nadie sabe nada; ellos nunca lo han manifestado,
como que no abren la boca sino para la violencia y para engullir.
Jackie tiene la faz impersonal y vaga de un recién nacido; de regular estatura, con un
chispeante reflejo en los ojos sumidos en párpados sin pestañas, enrojecidos y tumefactos, parece
a veces un gran feto o una foca rubia.
Peter es más interesante con sus rasgos de zorro, de felino hipócrita y cansado. A primera vista
tiene una actitud apacible, pero en la cabeza de estopa asoleada hay unos mechones turbios, más
oscuros, que advierten, sin saberse por qué, de algo sórdido y agresivo que se esconde en esa
aparente mansedumbre.
Comentan que tienen algunas libras esterlinas guardadas y que están juntando más para irse a
sus tierras... ¿A qué tierras? ¿De dónde han venido?. . .
Nadie sabe el origen de muchos hombres de esos lugares, nadie sabe a dónde van a ir a parar;
si parecen emergidos de la tierra misma, de esas aguas raras y perdidas en el extremo del orbe.
Hablan una mezcla de español e inglés gutural. Su trato con los indios y la soledad les han
hecho perder el don de hilvanar pensamientos y frases largas. Son entrecortados en su decir y
difíciles de entender para los hombres un poco más civilizados que bajan desde Magallanes a
buscar las codiciadas pieles.
Después de haber comido un poco de pescado se han sentado en la puerta, a descansar, en
medio de la tarde que va cayendo con los más extraños reflejos del crepúsculo austral.
Al frente, las aguas del canal están tranquilas y profundas; en el fondo de las ensenadas,
circundadas de robles, tienen un color más oscuro y parecen vagar sobre la tersa superficie vahos
de negruras inquietantes.
El silencio es completo, estático y frío.
Jackie lanza un bostezo desde sus quijadas de foca, apoya la cabeza en la mano y mira una
nevada montaña, a lo lejos, por detener los ojos en algo, más que por un lejano instinto hacia la
belleza.
De pronto hace un movimiento inquieto y para la oreja en dirección a un ruido que advierte venir
de la playa cercana. Primero es un chapoteo como el de una nutria que sale del mar trepando por
los acantilados; después es un suave y tierno despegar de remos en el agua.
Por costumbre de cazador va a buscar un Winchester al interior de la choza y aguarda en medio
de la puerta. Peter también se ha levantado en actitud de espera.
Al cabo de un rato, el mojado ruido cesa, y a poco se oye un abrir de malezas en el robledal que
circunda, en parte, al rancho, y, ya no les cabe duda, alguien avanza entre los robles bajos y
tupidos.
Entre hombre y hombre, nadie allí usa armas; Jackie, con desgano, deja el rifle detrás de la
puerta.
Nadie usa armas, porque un cartucho vale una piel de lobo o de nutria; y cuando alguien quiere
evitar el molesto reparto de los cueros, se elimina al socio abandonándolo en un peñasco solitario
en medio del mar o basta con un pequeño empujón junto a la borda del celoso cúter, en una noche
tranquila, mientras se navega.
Una mancha parda apareció entre el verde del ramaje, y un hombre echado hacia adelante, con
la ropa desgarrada y empapada, avanzó al pequeño claro de pampa, como un animal apaleado
surgido de una charca.
Los hermanos se miraron; el hombre se detuvo a unos pasos de ellos: alto, magro y noble a
pesar de que en él todo estaba desvalido; renegridos los poblados bigotes y la barba. Levantó la
cabeza, y con una extraña mirada de súplica, como si todo él se hubiera azotado contra el suelo,
dijo:
—¡Un poco de comida!... ¡Vengo arrancando de Ushuaia!. . .
La voz salió rara, como si en todos los días de peripecias no la hubiera usado y ahora no tuviera
timbre.
Peter, el de los mechones oscuros en la cabellera de lampazo, movió la cabeza negativamente
y, con la mano levantada indicando el camino por donde el hombre había llegado, dijo tropezando
en las palabras
—¡Vamos!... ¡Andando!... ¡Lárgate!...
El hombre no rogó, sabía que estaba de más; y ya se disponía a volverse, cuando su vista se
detuvo fijamente en un montón de cueros de lobeznos, estaqueados junto a las paredes de la
choza.
Las pieles más codiciadas por los cazadores son las de lobos de dos pelos; pero los industriales
europeos han imitado muy bien esta fina piel con los cueros de los lobitos de un pelo, muertos
dentro de los ocho días de su nacimiento y descuerados antes de las veinticuatro horas de
haberlos muerto.
Esas pieles se conocen con el nombre de "popis", y los compradores en Magallanes pagan a
razón de cuarenta a cincuenta peniques por cada una.
La abundancia de lobos de un pelo en las regiones antárticas es enorme. La dificultad está en
los inaccesibles lugares en que paren las lobas y la duración de la caza, que debe ser, como
dijimos, dentro de los ocho días del nacimiento.
—¡Ustedes cazan "popis"!... —dijo el prófugo con algo en la cara que no alcanzó a ser sonrisa,
y continuó—: Yo conozco una caverna, una enorme lobería donde abundan más "popis" de lo que
se puede cazar.
La cara de Peter se ensanchó, y en los labios apareció una sonrisa, como el oscuro pantano
que en alguna noche plateada se ilumina igual que la fuente.
—¡Pero, antes, un poco de comer!... ¡Estoy que me caigo de hambre!—siguió el prófugo.
—Primero dinos: ¿dónde está la lobería?—exclamó uno.
—¿Han oído ustedes hablar de La Pajarera?...
—¡Sí! Vaya una novedad, ya sabemos que en su interior hay una lobería y que nadie ha podido
entrar en esa isla endiablada, porque la boca de la caverna está en pleno océano, llena de
peñascos y rompientes.
—¡Eso es!...—dijo satisfecho el prófugo—. ¡Nadie ha entrado por ahí, pero donde hay pájaros
hay lobos, y donde hay lobos, pescados!... Antes de salir mar afuera, en el recodo que tiene la isla
en la mitad, allí donde nadan y juguetean las manadas de focas, hay una entrada oculta!. . .
—¡Vamos, quédese aquí! —sonrió Peter con su cara maligna.
El hombre comió un poco de pescado seco, restos de carne asada, y se acomodó para dormir
sobre unos cueros, detrás de la mohosa y destartalada cocina.
Los gringos se echaron sobre sus camastros de toscas tablas de roble, apegados a la pared,
que en esta parte estaba calafateada de estopa y pedazos de cueros podridos, para guarecerse
del viento y de la nieve.
Volvió a reinar de nuevo el silencio. La noche austral afuera, quieta y helada.
¡Todo es cuestión de precio, en esa tierra y en todas partes! Al amanecer, más o menos a las
dos y media de la mañana, ya estaban a bordo del pequeño cúter con su chalana a popa, los tres
hombres afanados en zarpar, como si se hubiesen conocido toda la vida.
El sol semipolar empezaba a iluminar el paisaje de soslayo, como un reflector paliducho y
lejano, cuando las explosiones del motor a kerosene del cúter taladraron la paz de los lugares y la
embarcación fue avanzando despaciosamente, rumbo al sur, canal abajo.
A las tres horas de navegación llegaron a la desembocadura del canal. Más allá se divisaban
las grandes olas del océano, que iban menguando sus furias al acercarse a la pequeña angostura
de la salida. Ésta las transformaba en mar picado y correntoso, peligrosísimo cuando las mareas
subían o bajaban.
El cúter inició un tenue balanceo por la amura de babor y, virando, fue a buscar el recodo de la
isla, donde después de buscar fondo, Jackie lanzó al mar la pequeña ancla.
La Pajarera es una isla alargada en forma de monstruo o lobo echado, cuya cabeza, cimbrada
por los recios vendavales del cabo, parece agacharse desafiante y vomitar rocas despedazadas
donde el mar va a romperse eternamente.
—¡Allí es!. . .—dijo el prófugo, señalando desde la proa del cúter una disimulada hendidura que
penetraba en la isla, y que se perdía en tupido ramaje, y contemplando la pared grisácea de la isla
sintió escapársele un respiro desde el fondo del ser.
Esa era su "pajarera"; ocho años sin verla. La caverna que él solo conocía. Entre esos mismos
recovecos estuvo escondido una vez, cuando en Ushuaia los malditos reflectores de los
guardacostas le pescaron el contrabando de aguardiente...; hubo tiros y necesidad de acertar.
¡Quién sabe cuántos!... Todo quedó atrás.
La alta roca se cortaba en una línea pareja inclinada hacia el mar. La sombra de su cumbre
saliente rodaba una zona de claridad en las aguas.
Hubiera semejado un trozo de un mundo extraño, muerto, si en las pequeñísimas grietas, como
escalones formados por capricho natural, millares de pájaros no estuvieran constantemente
apiñados; balconeaban, cual habitantes de un curioso rascacielos, cuervos de mar, patos liles,
caiquenes blancos, triles, albatros, gaviotas y palomas del cabo.
Un orden admirable guardaba esa "pajarera", que le había dado el nombre a la isla. En la parte
de abajo, los pingüinos se aglomeraban con sus pechos de nieve y con su estúpida gravedad;
seguían arriba los cuervos y patos liles con sus pazguaterías de mirones, escandalizándose por
todo. En la parte alta, saliendo y llegando como a determinadas expediciones, las gaviotas y
albatros ponían sus notas de lontananza.
De vez en cuando, un picotazo en la riña lanzaba al espacio a un cuervo que sostenía la caída
con las alas; otro llegaba en vuelo recto dispuesto a abrirse un lugar; y se armaba un tumulto de
alas, picos y graznidos.
"Donde hay gaviotas hay lobos, y donde hay lobos, pescados", había dicho el forastero. La
corriente que se estrecha en esa parte y la ensenada guarecida y profunda de La Pajarera, eran la
vía central del tráfico incesante de los habitantes del mar.
Así, la eterna lucha aparecía del fondo del mar cuando un lobo sacaba de un estirón el redondo
cogote fuera de la superficie, mordiendo un robalo que se retorcía como un brazo blanco y
espejeante.
Era un espectáculo escultórico del mar: la piel del lobo, reluciente y oscura, el cuello dilatado en
formas vigorosas, las fauces de perro y de hombre, con sus bigotes destilantes cual trozos de
cristal, apretando la cola del pez que se enroscaba y abofeteaba las quijadas ansiosas de la bestia.
Más allá, en pequeños grupos, con sus cuerpos esbeltos de delfines, nadaban a saltos y en
parejas los lobos finos de dos pelos.
Los tres cazadores, embarcados en la pequeña chalana, se acercaron a la hendidura oculta por
la cortina de líquenes y enredaderas.
Apartando el verde cortinaje, penetraron en una boca oscura. Era la entrada oculta de la
caverna. La roca sudaba humedad y el agua de una pequeña vertiente caía en inflados goterones
al mar.
Alumbrados con un farol, avanzaron empujándose con los pequeños remos contra las paredes
lisas y viscosas.
Habríanse internado unos treinta metros, cuando una claridad confusa fue recibiéndolos poco a
poco y un sordo rumor ajeno, como retumbos de bombos colosales, turbó aquella paz de tumba.
Era el mar bravío que se rompía en la entrada inaccesible de la caverna, la que quedaba hacia el
cabo.
Poco a poco la semiclaridad disminuyó, se hizo más pareja. Las paredes se adivinaban
cortadas a pique y hacia el techo de la caverna no se veían más que negruras espesas y
aplastantes.
El prófugo tomó la singa de la chalana, haciéndola avanzar con mil precauciones. El remo,
aleteando suavemente en forma de hélice, apenas producía un ruido cuyo eco se tragaban las
oquedades.
Los tres hombres se agachaban instintivamente oteando hacia adelante, donde parecía estar
poblado de pavuras.
De pronto un extraño olor a sangre de pescado putrefacta llegó a atosigar a los tres hombres,
en ondas tibias y nauseabundas.
El olor se fue intensificando; las ondas tibias se hicieron oleadas sofocantes y pesadas, y un
rumor blando y apagado fue percibiéndose.
De súbito, la galería de la caverna se ensanchó y en el fondo de una poza enorme se divisaron
montoneras de cuerpos grandes, pardos y redondos, que se movían con pesadez y lentitud.
—¡Esa es la lobería!—dijo el prófugo, y su VQZ enronquecida continuó—: Hay que tener
cuidado con los machos viejos, esos grandes y barbudos, que son los únicos que se quedas
acompañando a las hembras en la parición. Preparen el rifle, y, cuando estemos cerca, disparen
unos balazos para que las lobas se abran y podamos bajar en las toscas de la pequeña playa.
A los disparos se agitaron los cuerpos y en un breve claro de playa los hombres atracaron la
chalana; cada uno desembarcó llevando en la mano un grueso palo en forma de maza.
Un macho enorme, con bigotes tiesos y horribles, movió las arrugas de sus belfos; sus ojos se
movieron con extraños reflejos y se levantó sobre su aletas en actitud feroz... Un disparo de Jackie,
que llevaba el rifle, retumbó, y el lobo se desplomó lanzando un bramido sordo y profundo..
En las profundidades de una caverna, en el seno de una isla, rodeados de sombras, de un olor
y de un calor pesados que embotaban los sentidos, los hombres sufrieron un breve remezón y
aflojaron un poco su reciedumbre cuando sintieron aquel bramido del lobo moribundo...
Acostumbrados, sí..., pero mar afuera, en donde las olas y el viento pegan de frente y atacan
fuerte; mientras que estas hondas negruras, esta pesadez de cuevas hechas para monstruos. . .
—¡Estos son los jodidos!—dijo el gringo cuando vio desplomarse la bestia del guaracazo.
La parición estaba en su apogeo. Algunas lobas en el duro trance se ponían de costado y de
sus entrañas, abiertas y sanguinolentas, salían unos turbios animalitos, moviéndose como gruesos
y enormes gusanos con rudimentos de aletas. Otras emitían intermitentes raros quejidos, casi
humanos, en los últimos dolores del alumbramiento. En su estibamiento, a veces se aplastaban
unas con otras, y, madres al fin, en su desesperación, se daban empujones y mordiscos para
salvar a sus tiernos hijuelos de ser aplastados. Estos, los más grandecitos, se encaramaban sobre
los lomos maternos como curiosos ositos de juguete, o bajaban dando los primeros tumbos de la
vida.
Una rara palpitación de vida, lenta y aguda, emanaba de esa masa dolorosa e informe, de
cuerpos redondos pardo oscuro.
Quejidos de tonos bajos, sordos. Choques de masas blandas. Desplegar de aletas, resoplidos.
Chasquidos pegajosos de entrañas en recogimiento. Algo siniestro y vital, como deben ser las
conjunciones en las entrañas macerantes de la naturaleza.
¡Si aquello no era una lobería, era una isla en el trance doloroso!... ¡Una isla pariendo! ¡El
gemido de la naturaleza creadora, en esa bolsa de aire fétido y aguas oscuras! ¡La matriz fecunda
de la isla incubando los hijos predilectos del mar! ¡El mar, ese macho arrollador y bravío que baña
sus peñascos relucientes desde afuera!... ¡El progenitor que devuelve los dolores parturientos de la
isla, con blancas caricias de espumas engarzadas a los riscos! ¡Región de un mundo lejano!. . .
¡Lobos, loberos, islas extrañas! ¡Tierra sobrecogedora, inolvidable y querida; el hombre que se ha
estremecido en sus misterios, se amarrará para siempre a sus recuerdos! Ella y sus hombres son
como el témpano. ¡Cuando la vida le ha gastado las bases azules y heladas, da una vuelta súbita y
aparece de nuevo la blanca y dura mole navegando entre las cosas olvidadas!...
Pero es inútil que se esconda la vida en lo más profundo de sus entrañas: allá se mete el
hombre con sus instintos para arrancarla.
Los tres cazadores iniciaron su tarea de siempre y de todas las partes: matar..., matar, destruir
la vida hasta cuando empieza a nacer.
Con los mazos mortíferos en alto, fueron brincando por sobre los cuerpos que daban a luz y
descargando garrotazos certeros sobre las cabecitas de los recién nacidos. Los tiernos lobeznos
no lanzaban un grito, caían inertes, entregando la vida que sólo poseyeron un instante.
¡Matar y matar!... ¡Cuanto más rápido, mejor! Como poseídos de una locura extraña, los
hombres asestaban mazazos e iban amontonando los pequeños cuerpos.
Sudorosos, cansados, se detenían un momento a tomar aliento. Un macho viejo y grande les
atemorizaba a veces, y hacía intervenir el fusil. Las lobas no se defendían y sus ojos contemplaban
fijamente, con un fulgor indefinible, la tarea de los matadores de sus hijos.
Cuando hubieron calculado la carga de la chalana, empezaron a arrojar en su interior los
muertos, hasta que la línea de flotación les aconsejó prudencia.
Luego, la chalana, llena de lobitos pardos v relucientes, fue saliendo de entre las entrañas
rocosas, y los hombres, con su cargamento, surgían a la luz como extraños pescadores que
hubieran ido la tender sus redes al abismo, que peces de allí parecían esos lobeznos.
Dos faenas iguales alcanzaron a realizar aquel día, de la caverna al cúter. Y con las avanzadas
sombras de la noche, recalaron al lugar del rancho e iniciaron, incansables, el descueramiento,
pues de un día para otro las pieles mortecinas se echan a perder.
A la mañana siguiente, todos los rajones disponibles del rancho estaban repletos de cueritos de
"popis" estaqueados.
—¡Como si hubiéramos completado la temporada! —dijo uno de los gringos, jubiloso.
Cinco días continuaron trayendo el cúter cargado de pieles. La faena de la caza llegaba a su
término. Ya habían pasado los ocho días de la parición.
Durante las noches, en el breve descanso que dejaban el descueramiento y el estaqueado, los
gringos se habían vuelto más obsequiosos con el valioso huésped. Éste había trasmutado los
rasgos fijos de su faz, siempre detenidos en una actitud de espera, por una sonrisa que empezaba
a desarrollarse bajo el renegrido bigote.
En la mañana austral, fría y luminosa, resbaló una vez más el ruido fatigoso del motor del cúter
y fue a refugiarse, con eco apagado, en los ámbitos de los canales.
—¡Hoy es el último día y trataremos de hacer tres chalanas de "popis"! —dijo Jackie, aflojando
un rizo de la vela para ayudar al motor, con la fina brisa que pegaba por la aleta.
El prófugo extendió una sonrisa esperanzada y fue diciendo, pausadamente, mientras miraba al
cielo:
—¡Después de ésta, yo he de "rumbiar" al norte!... ¡Ustedes saben!... ¡Unos cuantos cueros no
más, para dárselos al patrón del primer cúter que me pueda llevar! Me quedaría aquí, pero ya no
sirvo; la temporada de caza pasó y nunca se está demasiado lejos de Ushuaia...
Algo helado pasó entre las miradas de los hermanos... Siempre los dos gringos se habían
estado preguntando desde lejos lo mismo, en iguales circunstancias de la vida cuando así se
miraban. Ambos eran canallas, pero les costaba serlo sinceramente... Habían pasado siempre
echándose del uno al otro la bola negra de sus pensamientos.
Apartando sombras, como en los días anteriores, penetraron en la caverna y atracaron la
chalana en el claro que dejaron las lobas en los postreros días de su parición.
El herido instante en que la vida nace a su curso olía, como siempre, a muerte y vida
Con los dientes destapados como en apretada sonrisa, el prófugo se internó caverna adentro,
golpeando a derecha e izquierda sobre las frágiles cabecitas.
Estaba metido muy adentro, confundido entre las sombras, poseído de su afán de matar,
avanzando a horcajadas sobre los lomos como un extraño demonio que explorara a mazazos las
espesas negruras, cuando los hermanos se miraron de súbito. ¡Fue sólo un instante supremo! Sus
miradas chocaron hasta con temor. No habían hablado una palabra, pero ya desde antes estaban
de acuerdo sus pensamientos canallas. Se comprendieron..., y bajo un solo impulso saltaron a
bordo de la chalana y emprendieron presurosos la fuga.
El prófugo, cansado, detuvo de pronto la matanza... y, lentamente, volvió la cabeza hacia atrás.
La chalana ya desaparecía en la galería de salida.
No tuvo tiempo para nada. Quedó estupefacto, como si la tierra entera hubiera desaparecido
quedando sólo él, flotando y sumido en el vacío, sin piso, sin cielo. . .
Cuando hemos cargado nuestra barca con el equipaje, con las más bonitas ilusiones y sueños y
quedamos estupefactos en la playa del engaño, viéndola partir, en lontananza, llevándonos todo y
dejándonos la fofa hilacha que no atina a nada. .., entonces aflojamos; pero echamos un vistazo
hacia atrás, vemos que hay senderos de regreso, nos recobramos, y aunque vayamos curvados
por nuestra pesada cruz, con el alma doblada, ya levantaremos el hombro y arrojaremos la cruz en
alguna vera polvorienta, y volveremos a ser lo que fuimos.
Pero cuando no hay caminos de regreso, el alma queda sobre un filo, oscilando en el límite, en
constante caída. El filo puede ser un hilo de luz lacerante o una sima.
El prófugo avanzó hasta el borde del agua. Se sentó en la arena y lanzó una especie de mirada
por sobre el lomaje pardo de las bestias, por sobre las paredes sombrías, por sobre las aguas
tranquilas y siniestras de la negra caverna...
Afuera, la chalana ya salía al canal, sonriente de luz y de pájaros. . .
Un calor sofocante..., un olor que viene en rollos.. ., en madejas de estopa blanda como el
algodón. Y se mete por las narices..., por la boca, atascando.
Un lobo grande y negro..., un lobo, sí, con los bigotes tiesos en la pulpa asquerosa de los belfos
hediondos, con hedor espeso, que viene a aplastarle el pecho con sus aletas enormes, blandas,
pegajosas y pesadas como los tablones de la muerte.
¡Pero si no es un lobo! Es Luciano, el bachicha, que, borracho, viene a echarle su corpulencia
encima. ¡Luciano no mueve sus gruesos labios olorosos a toscano, pero sus ojos le preguntan por
los cueros!. . .
¡Los cueros por los cuales pelearon y él lo dejo tendido en la arena de una puñalada en el
vientre!
¡Sangre!... ¡Alivio! Él nada ahora con lentitud en el mar; junto a él se sumergen lobos conocidos
en las aguas glaucas y cristalinas; las aguas se vuelven oscuras... Pero si no son aguas. . . Es
sangre espesa y revuelta, y a su lado ve dos lobos largos y rubios. . . No; son monstruos, mitad
hombres, mitad lobos... Pero no; son Jackie y Peter que muestran sus dientes apretados y están
sonrientes....
¿Qué es eso, Dios mío? Una loba está abriendo sus entrañas sobre su faz. Su lobezno va
saliendo del vientre como una babosa negra... Y lo ahoga... ¡Ah...,pasó!... ¡Qué alivio! Pero las
entrañas se recogen, lo absorben, son enormes y lo arrastran hacia el interior... Las entrañas lo
aprietan horriblemente.. .
¡La loba lo va a parir y no puede! Las vísceras lo empujan, lo atraen, hacen de él un nudo. . ., y
todo es negro, es sangre negra, es baba espesa.
¡Descanso! Lentamente se levanta un clamor a lo lejos. El clamor se convierte en un cántico
armonioso de miles de voces infantiles. Y por las paredes, ahora celestes, de la caverna van
apareciendo bandadas de niños... No, son pájaros...; no, son lobeznos con sus aletas
transformadas en alas... Y cantan... Y vuelan.. .
¿Y él, qué hace?... Ha asestado una puñalada al lobo que nada a su lado, y este lobo es
Luciano y lo ha enterrado en la arena. . . Pero, Dios mío, él es bueno, ¿y cómo ha hecho eso?, ¿y
por qué embiste contra los lobitos que vienen a cantarle a su lado con voces de ángeles? Y los va
matando con el mango del puñal... Y no puede despegarse de su crueldad..., y los lobitos van
cayendo uno a uno... ,.y se van apagando poco a poco sus cánticos celestiales.
Todo es paz, es dulzura, silencio..., y él tiene alas ahora, es liviano y quiere vaciarse en un hilo
largo que sale hacia la luz. . . Y se eleva ágilmente, volando hacia una claridad que se abre entre
las nubes rocosas. . . Y asciende. . . Asciende hacia una zona de luz y de paz.
Algunos años después, en un diario de Punta Arenas apareció una lacónica noticia que no
extrañó a las gentes, acostumbradas a leer las misteriosas tragedias que de tiempo en tiempo
ocurren en esos mares:
El comandante de una escampavía que realiza expediciones a los canales del extremo sur, ha
comunicado a la autoridad marítima haber encontrado un cúter, al parecer abandonado desde hace
tiempo, en la cercanía de la isla denominada La Pajarera, situada cerca del cabo de Hornos.
Un viejo lobero que oyó la noticia junto al mesón del bar de don Paulino, el asturiano, comentó,
entré sorbo y sorbo de grapa:
—¡Este cúter debe de haber sido de los gringos Jackie y Peter...; eran tan ambiciosos los
gringos esos!... Se habrán hecho pedazos al querer entrar en la boca de la cueva de La Pajarera.
La boca está en pleno océano, llena de rompientes, y dicen que en su interior hay grandes
loberías. . .
Los dos gringos entraron; pero seguramente no salieron, ni ya saldrán jamás.

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