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Angel Herrera.

Es inservible que cuando asistas a orar, te duelan las rodillas, o le digas que ya no aguantas más, o que no
mereces vivir esta situación o que llores hasta que no te queden lágrimas.

A Dios lo mueve tu fe.

La embarcación de los discípulos parece que va a darse vuelta como una frágil cáscara de nuez. Las olas
superan el barco y el mar se ve más enfurecido que de costumbre. Los hombres tienen pánico, pero Jesús
descansa plácidamente en el camarote.

Uno de ellos, se harta de esperar que el Maestro deje de roncar. Y lo despierta de un sacudón.

-Maestro! No ves que perecemos? No te da un poco de lástima que nos estamos por ahogar? Cómo se te
ocurre dormir a bordo del Titanic? No podrías tener un poco de consideración con tus apóstoles?

Será mejor que los discípulos sepan, desde ya, que este día no figurará en ningún cuadro de honor. Esta no
será el tipo de historia con las que futuros evangelistas armarán sus mensajes. Si querían aparecer retratados
en la historia grande de los valientes de la fe, tengo que comunicarles que han errado el camino. De este
modo, no se llega a Dios.

No conmoverán al Maestro con un sacudón y gritos desaforados. La histeria no enorgullece al Señor. Puedo
asegurarles que Pedro, Juan y otros tantos querrán olvidarse de este episodio, y jamás le mencionarán a sus
nietos que esto ocurrió alguna vez.

Pese a lo que hayas creído todos estos años, la necesidad, insisto, no mueve la mano de Dios.

El Señor se levanta un tanto molesto. Este es su único momento para descansar en su atareada vida
ministerial. Y estos mismos hombres que presenciaron como resucitó muertos y sanó enfermos, lo despiertan
de un descanso reparador, por una simple tormenta en el mar. Se restriega los ojos, mientras trata de calmar
a quien lo acaba de despertar de un buen sueño profundo.

-No tengan miedo –dice, mientras bosteza.

El Señor sale del camarote y ordena a los vientos que enmudezcan. Y al mar que se calme.

Hombres de poca fe –dice, antes de regresar a la cama.

Uy.

Eso si que sonó grotesco.

No pretendiera irme a dormir con esas últimas palabras del Señor acerca de mi persona.

Pensaron que les daría unas palabras de aliento. O que les diría que la próxima vez no esperen tanto para
despertarlo. Quizá que mencionaría que para el próximo viaje, se aseguren una mejor embarcación, o que
chequeen si hay suficientes botes salvavidas. Pero sólo les dijo que fallaron en la fe.

Alguno de ellos, cualquiera, debió haberse parado en la proa y decir:

-Viento! Mar! Enmudezcan en el nombre del Señor que está durmiendo y que necesita descansar!

Esa sí hubiese sido una buena historia. Los evangelistas hubiésemos aprovechado ese final para nuestros
mejores sermones.

Es que, sólo la fe es la que mueve la mano de Dios.


Edredón de piedras

Quiero que por unos instantes te detengas a observar a Jacob. Su juventud no fue del todo apacible, y a
medida que se fue transformando en adulto, sus crisis se hicieron más agudas.

El capítulo 28 del libro de Génesis nos ubica en el cuadro: Jacob está viviendo una situación límite. Se
encuentra solitario, triste y deprimido; no es para menos, su hermano lo persigue para matarlo y tarde o
temprano él sabe que lo alcanzará.

Hasta este punto, yo no hubiese incluido a Jacob en la Biblia; al fin y al cabo él es un estafador y acaba de
engañar a su propio padre haciéndose pasar por su hermano para quedarse con la primogenitura. Pero Dios
lo lleva a una situación límite para darle una visión.

«Y llegó a un cierto lugar, y durmió allí, porque ya el sol se había puesto; y tomó de las piedras de aquel
paraje y puso a su cabecera, y se acostó en aquel lugar» (Génesis 28.11).

Jacob no tenía un colchón confortable para pasar la noche, solamente una rústica almohada de piedra. Allí
recostó su cabeza, y en este sitio Dios le habló de su futuro: «Será tu descendencia como el polvo de la tierra,
y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y
en tu simiente» (Génesis 28.14).

La Biblia narra que Jacob tiene también una visión estremecedora: una escalera que iba desde la superficie
terrestre hacia los cielos; Dios en un extremo y ángeles subiendo y bajando por ella. Pero lo más
sorprendente es lo que nuestro hombre hizo luego de que la visión acabó: «Y se levantó Jacob de mañana, y
tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzo por señal, y derramó aceite encima de ella» (Génesis
28.18).

Derramó aceite sobre la piedra. Bendijo su rústica almohada de granito. Jacob pudo haber interpelado a
Jehová por la mañana y haberle dicho: Está bien.

Convengamos en que realmente creo que vas a darme todo lo que me dijiste en la visión de anoche; pero
olvidaste ver mi presente: desperté en la misma piedra en la que me recosté anoche; pudiste haber hecho el
milagro de darme una almohada más cómoda… digamos, como adelanto de la visión.

¿Te suena ridículo? Sin embargo nosotros actuamos de esta forma: «Señor, si realmente tengo un ministerio
con las multitudes, ¿por qué sigo siendo el encargado de la limpieza del templo?» «Si anoche la palabra
profética fue cierta, ¿por qué hoy sigo sintiéndome como si nada hubiese cambiado?»

Queremos un adelanto para poder creer, aunque se trate de una almohada. Nos cuesta comprender que ayer
Dios nos prometió algo grande y hoy seguimos fabricando muebles en nuestra carpintería privada.

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