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Porque no saben lo que hacen

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75. M. Jay, Cantos de experiencia
76. A. Hounie (comp.), Sobre la idea del comunismo
77. S. Kracauer, La novela policial
78. L. Sabsay, Fronteras sexuales
79. B. Latour, Cogitamus: seis cartas sobre las humanidades científicas
80. B. Stiegler, La quietud en movimiento
81. A. Badiou, Elogio del amor
82. M. Augé, La vida en doble
Slavoj Žižek

Porque no saben
lo que hacen

El goce como un factor político

PAIDÓS
Buenos Aires - Barcelona - México
A Kostja, mi hijo.
Índice

Introducción. El destino de un chiste............................................. 11

primera parte
E pluribus unum

1. Sobre el Uno............................................................................. 17
2. La caprichosa identidad............................................................ 71

segunda parte
El malestar en la dialéctica

3. Lalengua hegeliana................................................................... 109


4. Sobre el Otro............................................................................ 149

tercera parte
Cum grano praxis

5. ¿Está bien todo lo que termina bien?....................................... 187


6. Mucho ruido por una Cosa...................................................... 237

Índice analítico................................................................................ 285

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Introducción
El destino de un chiste

El telón de fondo de este libro queda ilustrado del mejor modo con
el chiste soviético sobre Rabinovich, un judío que quería emigrar. El
burócrata de la oficina de emigración le preguntó por qué. Rabinovich
respondió: “Hay dos razones. La primera es que temo que los comu­
nistas pierdan el poder en la Unión Soviética, y que las nuevas fuerzas
políticas nos culpen a nosotros, los judíos, por los crímenes comunis­
tas…”. “Pero –interrumpió el burócrata–, esto es absurdo, ¡el poder de
los comunistas es eterno!”. “¡Bien! –respondió Rabinovich con calma–,
esta es mi segunda razón.”
En El sublime objeto de la ideología, publicado en 19891, este chiste era
todavía eficaz, pues, según los últimos datos, la prin­cipal razón de los
judíos para emigrar de la Unión Soviética era la primera alternativa de
Rabinovich. En efecto, temían que, con la desintegración del comunis­
mo y con la emergencia de fuerzas nacionalistas abiertamente antisemi­
tas, una vez más los judíos serían inculpados, sobre todo que hoy en día
nos resulta fácil imaginar el chiste inverso. La respuesta de Rabi­novich
al burócrata sería: “Hay dos razones. La primera es que sé que el co­
munismo en Rusia durará eternamente, que nada cambiará en realidad
aquí, y esta perspectiva me resulta insoportable…”. “Pero –interrumpi­
ría el burócrata–, esto es absurdo. ¡El comunismo está desintegrándose
en todas par­tes! y los responsables de los crímenes comunistas serán
seve­ramente castigados.” “¡Esa es precisamente mi segunda ra­zón!”,
respondería Rabinovich.
Reteniendo de los viejos y buenos tiempos la idea de que el impulso

1. Slavoj Žižek, The Sublime Object of Ideology, Londres, Verso, 1989, págs. 75-6. [Ed.
cast.: El sublime objeto de la ideología, México, Siglo XXI, 1992.]

11
Slavoj Žižek

del progreso en el socialismo es la autocrítica, este libro complementa


los análisis de El sublime objeto de la ideolo­gía, e intenta articular el apa­
rato teórico que nos permite captar el cambio histórico indicado por
el extraño destino del chiste de Rabinovich: la irrupción del goce en
la forma de la reemergencia del nacionalismo y el racismo agresivos
que acompañan a la desintegración del “socialismo real” de la Eu­ropa
oriental. A esto se refiere el título del libro: el psicoaná­lisis es mucho
más severo que el cristianismo; la ignorancia no es una razón suficien­
te para perdonar, puesto que lleva consi­go una dimensión oculta de
goce. Donde uno no sabe (no quiere saber), en las lagunas, los blancos
del propio universo simbólico, uno goza, y no hay ningún Padre que
perdone, puesto que esas lagunas se sustraen a la autoridad del Nom­
bre-del-Padre.
Lo mismo que en El sublime objeto de la ideología, el espacio teórico
de este libro está moldeado por tres centros de grave­dad: la dialéctica
hegeliana, la teoría psicoanalítica lacaniana y la crítica contemporánea
de la ideología. Estos tres círculos forman un nudo borromeo, cada
uno de ellos vincula a los otros dos; y el lugar que ellos rodean, el “sín­
toma” que está en el medio, es por supuesto el goce por parte del autor
(y el au­tor espera que sea también el del lector) de lo que despectiva­
mente suele llamarse “cultura popular”: las películas policia­les y de
horror, los melodramas de Hollywood… Estos tres círculos teóricos,
sin embargo, no tienen el mismo peso: es el intermedio, la teoría de
Jacques Lacan, el que (como diría Marx) constituye “la iluminación
general que baña a todos los otros colores y los modifica en su par­
ticularidad”, “el éter particular que determina la gravedad específica
de cada ser que se ha materializado en su seno”. En otras palabras,
para expresarlo con el vocabulario de los desconstructivistas, el marco
teórico de este libro está a su vez enmarcado por las partes lacanianas
de su contenido. En contraste con el falso “espíritu antidogmático”
que mantiene una “distancia crítica” respecto de todo enunciado teóri­
co para conservar la identidad constante y completa de su posición de
enunciación, el autor está convencido de que solo si se asume sin reser­
vas una posi­ción teórica determinada uno se expone efectivamente a
una crítica posible.
Entonces, ¿en qué sentido preciso este es un libro lacania­no? En su
Pragmatismo, William James desarrolló la idea, re­tomada por Freud, de
que en la aceptación de una nueva teo­ría hay tres etapas necesarias: pri­
mero es descartada como absurda; después hay quienes sostienen que la
nueva teoría, aunque no carece de méritos, en última instancia se limita
a presentar con nuevas palabras algo que ya saben todos; final­mente se
reconoce la novedad.

12
Introducción

A un lacaniano le resulta fácil discernir en esta sucesión los tres


momentos del “tiempo lógico” articulados por La­can:2 el instante de la
mirada (“advierto inmediatamente que esto no es nada”), el tiempo para
comprender (“tratemos de en­tender lo que el autor dice”, lo cual significa
“veamos de reducirlo a lo ya conocido”) y el momento de concluir (tomar
la de­cisión con dudas y aceptar la nueva teoría en su novedad, por mie­
do a que llegue a ser demasiado tarde para sumarse a la nueva doxa).
Desde luego, estos tres momentos también determinan la recepción de
la propia teoría lacaniana: 1) “Senci­llamente, Lacan nos está engañan­
do; su denominada teoría es un sofisma totalmente carente de valor”; 3
2) “Lacan se limita a formular en una jerga oscura lo mismo que el pro­
pio Freud y otros ya dijeron mucho más claramente”; 3) “Afirmo que
yo mismo soy un lacaniano, por miedo a que los otros me con­venzan de
que no soy un lacaniano”.
Pero lo que este libro intenta es precisamente romper esta lógica del
“reconocimiento”, reemplazarla por el proceso de la cognición, del trabajo
teórico: lo que hacemos es poner en funcionamiento el aparato teórico de
Lacan. La obra elabora los perfiles de una teoría lacaniana de la ideolo­
gía, avanza paso a paso, a través de rodeos siempre nuevos, hacia su prin­
cipal objeto, el estatuto del goce en el discurso ideológico, posponiendo
este encuentro del mismo modo que en el amor cortés posponemos la
reunión cumbre con la Dama. Lenta­mente, el acento se desplaza de He­
gel a los actuales atollade­ros político-ideológicos, pasando por Lacan.
Sin embargo, lo que le da a este libro su sabor específico no es tanto
el contenido como su lugar de enunciación. Incluye los textos de conferen­
cias pronunciadas en seis lunes consecu­tivos en el semestre invernal de
1989-1990, en Liubliana, Yu­goslavia. Estas conferencias conformaban
un curso introductorio a La­can, organizado por la Sociedad Eslovena de
Psicoanálisis Teórico, y apuntaban al público “benévolamente neutral”
de intelectuales que constituían la fuerza impulsora de la demo­cracia; en
otras palabras, lejos de asumir la posición de un Amo “supuesto saber”,
el conferenciante actuó como un ana­lizante que se dirigía al analista
constituido por su público. Las conferencias fueron pronunciadas en la
atmósfera singu­lar de esos meses: un momento de intensa fermentación
polí­tica, con “elecciones libres” a una semana de distancia, cuan­do aún

2. Jacques Lacan, “Logical Time and the Assertion of Anticipa­ted Certainty”, en


Newsletter of the Freudian Field, vol. 2, n° 2, Colum­bia, University of Missouri, 1988.
3. Para que no se piense que esa posibilidad es totalmente ficti­cia, permítasenos citar
una reciente entrevista a Noam Chomsky: “Mi opinión franca es que [Lacan] era un
charlatán consciente, y se limitaba a jugar con la comunidad intelectual de París, para ver
cuánto absurdo podía producir sin dejar de ser tomado en serio” (Noam Chomsky, “An
Interview”, en Radical Philosophy, 53, otoño de 1989, pág. 32).

13
Slavoj Žižek

parecían abiertas todas las opciones; el momento de un “cortocircui­


to” que combinaba el activismo político, la teoría “superior” (Hegel,
Lacan) y un goce irrestricto en la cultura popular “inferior”; un mo­
mento utópico singular que ahora, después de la victoria electoral de
la coalición populis­ta-nacionalista y de la llegada de un nuevo “tiempo
de truhanes”, no solo ha terminado, sino que es cada vez más invisible,
bo­rrado de la memoria como un “mediador en desaparición”.
Cada conferencia está compuesta de dos partes, puesto que duraba
tres horas, de las siete a las diez, con una pausa in­termedia. Para em­
plear una expresión cinematográfica, era un “programa doble” teóri­
co. Aunque estas conferencias han si­do ahora “ordenadas”, reescritas
y editadas con las referencias convenientes, etcétera, subsisten en ellas
más de una huella de las circunstancias caóticas en que se originaron.
Esas huellas han sido preservadas deliberadamente, como una especie
de monumento al momento singular de su enunciación.

14
Primera Parte

E pluribus unum
1. Sobre el Uno

El nacimiento de un significante amo

El esloveno no analizable
Comencemos con nuestro lugar de enunciación: Eslove­nia. ¿Qué
significa, en términos psicoanalíticos, ser un eslo­veno?
En toda la obra de Freud solamente se menciona a un es­loveno,
en una carta al psicoanalista triestino Edoardo Weiss, del 28 de mayo
de 1922; no obstante, esta única mención es más que suficiente, pues
condensa toda una serie de cuestio­nes clave de la teoría y la práctica
psicoanalíticas, desde la am­bigüedad del superyó hasta el problema de
la madre como portadora de la ley/prohibición en la tradición eslovena.
De modo que vale la pena considerarla con más atención.
Weiss, que ejerció el psicoanálisis en la década de 1920 (y emigró
a los Estados Unidos en la década de 1930, cuando las condiciones
políticas hacían imposible esa práctica en Italia), mantenía una corres­
pondencia regular con Freud, sobre todo acerca de pacientes: Weiss
informaba a Freud sobre el curso de ciertos análisis y le pedía consejo.
Requirió entonces su opinión sobre dos casos de principios de la década
de 1920 en los que se presentaba el mismo síntoma: impotencia. Vea­
mos la exposición del propio Weiss:

En 1922 he estado tratando a dos pacientes que padecen im­potencia. El


primero es un hombre sumamente culto, de unos 40 años, es decir, unos
diez más que yo. Su esposa, a la que amaba mucho, había muerto unos años
antes. Durante el tiempo del matrimonio él había estado en posesión de su
pleno vigor sexual. La mujer cayó en una depresión profunda, y los intentos
de cu­rarla que realizaron algunos analistas vieneses no produjeron ningún

17
Slavoj Žižek

resultado. Se suicidó. Mi paciente reaccionó a este suici­dio con una pesada


melancolía…
El segundo paciente, un esloveno, era un hombre joven. Ha­bía servido en
el ejército en la Primera Guerra Mundial y, poco antes [del tratamiento],
había sido desmovilizado. En el campo sexual era completamente impo-
tente. Algunas personas ha­bían sido víctimas de sus engaños, y tenía un yo
completamente inmoral.1

Lo que impresiona en esta presentación es la simetría casi total de


los dos casos. El primer paciente es diez años mayor que Weiss, y el
segundo diez años menor; el primero es un hombre moral y muy culto,
mientras que el segundo es extre­madamente inmoral; en uno y otro
se trata del mismo efecto, la impotencia. (Estrictamente hablando, la
simetría no es completa. El italiano era capaz de contactos sexuales
ocasio­nales con prostitutas: desde luego, en un hombre con “cultu­ra
y costumbres altas” estos no contaban como contactos se­xuales reales,
es decir, contactos con iguales. Por otro lado, el esloveno era comple­
tamente impotente.) La respuesta de Freud en la carta del 28 de mayo
de 1922 recogió esta duali­dad: a su juicio, el italiano merecía un trata­
miento, puesto que se trataba de un hombre de “cultura y costumbres
altas”, que sencillamente experimentaba un remordimiento exagera­do;
la impotencia era consecuencia de un complejo de culpa patológico, y
la solución para él –un hombre de sensibilidad refinada– consistía en
aceptar el suicidio de la esposa. Sobre el esloveno, Freud observó:

El segundo caso, el esloveno, es obviamente un inútil que no merece sus


esfuerzos. Nuestro arte analítico fracasa cuando en­frenta a estas personas;
no basta nuestra perspicacia para atrave­sar la relación dinámica que los con-
trola.2

No resulta difícil detectar un atolladero básico en la res­puesta de


Freud: se revela primordialmente en su naturaleza contradictoria, en
la oscilación entre dos posiciones. El eslo­veno aparece primero como
alguien que no merece atención psicoanalítica, con la idea implícita de
que este es un caso sim­ple de maldad, inmoralidad directa, superficial,
sin “pro­fundidad” propia de la dinámica psíquica inconsciente; en la
oración siguiente, el caso es por el contrario definido como inanali­
zable. La barrera no era entonces “ética” (es indigno de análisis) sino
epistemológica (es en sí mismo inanalizable, el intento de análisis fra­

1. Sigmund Freud/Edoardo Weiss, Lettres sur la pratique psychanalytique, Toulouse,


Privat, 1975, pág. 55.
2. Ibíd., pág. 57.

18
Sobre el Uno

casaría). Esta paradoja corresponde pre­cisamente a la paradoja lógica


de la prohibición del incesto: lo prohibido es algo ya en sí mismo im­
posible, y el carácter enigmático de la prohibición reside precisamente
en la redun­dancia. Si algo es en sí mismo imposible, ¿por qué resulta
ne­cesario además prohibirlo?
¿En qué consiste, entonces, la paradoja de la impotencia del eslo­
veno? Nada es más fácil que explicar esta impotencia como resultado
de una excesiva obediencia, de remordimien­tos, de un sentimiento de
culpa generado por la disciplina ex­cesiva y una sensibilidad moral rígi­
da, etcétera. Este es el concepto habitual, cotidiano del psicoanálisis:
contra la disci­plina excesiva del superyó, agente de la represión social
inter­nalizada, hay que reafirmar la capacidad del sujeto para el pla­cer
distendido; el sujeto tiene que liberarse de la inhibición interna que
bloquea su acceso al goce.
El esloveno de Freud pone claramente de manifiesto la in­suficiencia
de esta lógica de “liberación del deseo respecto de la restricción de la
represión interna”: Weiss explica que el paciente era “muy inmoral”,
explotaba al prójimo y lo enga­ñaba con una falta total de escrúpulos…,
pero estaba lejos de lograr el placer distendido en el sexo, sin ningún
tipo de “obstrucción interna”; era “completamente impotente”, el goce
le estaba completamente prohibido. O, en las palabras de Lacan contra
Dostoievski, contra su famosa posición de que “si Dios no existe todo
está permitido”: si no hay Dios (el Nombre-del-Padre como instan­
cia de la ley/prohibición), to­do está prohibido. Y, ¿es excesivo sostener
que esta es preci­samente la lógica del discurso político totalitario? El
impedi­mento del sujeto, producido por este discurso, resulta de una
ausencia o suspensión análoga de la ley/prohibición. Sin em­bargo, para
volver a nuestro esloveno: puesto que fue Lacan quien elaboró esta ló­
gica paradójica del impedimento, de la prohibición universalizada ge­
nerada por la ausencia misma de la ley/prohibición, podemos aventurar
alguna especulación salvaje y decir que nosotros, los eslovenos (“inana­
lizables” se­gún Freud), tuvimos que aguardar a Lacan para encontrar­
nos con el psicoanálisis; solo con Lacan el psicoanálisis al­canzó un nivel
de refinamiento que permite abordar aparicio­nes tan indecentes como
las de los eslovenos.3

3. El esloveno “inmoral” mencionado no solo encarna el modo paradójico en que


están vinculados el goce y la ley, sino que oculta además otra sorpresa, que nos lleva a la
clave de la fantasía nacional eslovena, al tema del “superyó materno”, de la madre (y no del
padre) como portador de la ley/prohibición. El esloveno de Freud trataba de aprovechar
el proceso analítico de un modo singular. El papel del pago del paciente al analista es bien
conocido. Al aceptar el dinero del paciente, se crea y conserva una distancia entre él y el
analista; el analista puede mantenerse al margen del circuito intersubjetivo del deseo en el

19
Slavoj Žižek

¿Cómo explicamos esta paradoja de que la ausencia de la ley uni­


versaliza la prohibición? Hay una sola explicación po­sible: el goce en
sí, que nosotros experimentamos como “transgre­sión”, es en su estatuto más
profundo algo impuesto, ordenado; cuando gozamos, nunca lo hacemos
“espontáneamente”, siempre seguimos un cierto mandato. El nom­
bre psicoanalíti­co de este mandato obsceno, de este llamado obsceno,
“¡Go­za!”, es superyó. Esta paradoja del superyó aparece escenifica­da
en su forma pura en Monty Python’s Meaning of Life, en el episodio so­
bre la educación sexual. Los escolares aburridos bostezan en la clase,
mientras aguardan la llegada del profesor. Cuando uno de ellos grita
“¡Ahí viene!”, todos empiezan a hacer ruido, gritar y arrojarse objetos:
el espectáculo del tu­multo salvaje tiene la finalidad exclusiva de im­
presionar la mi­rada del maestro. Después de calmarlos, él comienza a
pre­guntar si saben cómo se excita la vagina; atrapados en su ignoran­
cia, los avergonzados alumnos evitan su mirada y bal­bucean respuestas,
mientras el maestro los reprende severa­mente porque no han practica­
do la materia en el hogar. Con la ayuda de la esposa, a continuación les
demuestra la pene­tración del pene en la vagina. Aburrido por el tema,
uno de los muchachos echa una mirada furtiva a través de la ventana, y
el maestro le pregunta sarcásticamente: “¿Tendría usted la amabilidad
de decirnos qué hay tan atractivo allí afuera, en el patio?”. Las cosas
han sido llevadas a su extremo: la razón de que esta presentación in­
vertida de la relación “normal”, coti­diana, entre la ley (la autoridad)
y el placer produzca un efec­to tan extraño consiste, por supuesto, en
que saca a la luz del día la verdad habitualmente oculta del estado de

cual el analizante está atrapado (pago de la deuda simbó­lica, etcétera). Nuestro esloveno
trastornaba esta condición analítica básica de un modo particular, que le permitía incluso
explotar eco­nómicamente su análisis. Weiss escribe:

Hace algunos días me enteré de que le mencionó al padre, como honorarios míos,
una suma un tanto superior a la que yo le había fijado. El padre acostumbraba pagar
estas cuentas en efectivo. Le dio el dinero destinado a mí al paciente, y este se quedó
con la diferencia (ibíd., págs. 55-56).

En cuanto el Nombre-del-Padre (la ley cuyo portador es el pa­dre) no tiene ningu-


na autoridad sobre este esloveno, el único inte­rrogante que queda abierto es cómo era
posible que eludiera la psi­cosis. Puesto que se trata de un esloveno, probablemente no
resulta demasiado riesgoso proponer la hipótesis de que de algún modo, en el trasfondo,
está oculta la figura ubicua de la madre; en otras pala­bras, que era la madre (y no el padre)
quien encarnaba la ley para él, con tanta firmeza y severidad que bloqueaba la posibilidad
misma de una relación sexual “normal”. Cuando el Nombre-del-Padre es reemplazado
por el Nombre-de-la-Madre, una “vuelta de tuerca” adicional refuerza la presión sobre el
sujeto de la deuda simbólica.

20
Sobre el Uno

cosas “nor­mal” cuando el goce es sostenido por un severo imperativo


superyoico.
El punto teórico crucial que no hay que pasar por alto es que esta in­
versión especular no puede reducirse al ámbito de lo Imaginario. Es de­
cir que, cuando abordamos la oposición entre lo Imaginario (la captación
por la imagen del espejo, el reconocimiento en una criatura semejante)
y lo Simbólico (el orden puramente formal de rasgos diferenciales), por
lo gene­ral no se advierte que la dimensión específica de lo Simbólico
emerge del mismo reflejo imaginario, de su duplica­ción, por medio de la
cual –según dice Lacan sucintamente– la imagen real es reemplazada por
una imagen virtual. Por lo tanto, lo Imaginario y lo Simbólico no están
simplemente opuestos como dos entidades o niveles externos: dentro de
lo Imaginario en sí hay siempre un punto de doble reflejo en el cual lo
Imaginario, por así decirlo, está enganchado en lo Simbólico.
Hegel demostró el mecanismo de este pasaje con la dialéc­tica del
“mundo cabeza abajo” [die verkehrte Welt] que cierra la sección sobre la
conciencia en su Fenomenología del espíritu. Después de exponer la idea
cristiana del Más Allá como la in­versión de la vida terrestre (aquí reinan
la injusticia y la vio­lencia, mientras que Allá será recompensada la bon­
dad, etcé­tera), señala que la inversión es siempre doble: una mirada más
atenta descubre que el “primer” mundo, cuya imagen in­vertida es el
mundo cabeza abajo, ya estaba invertido en sí mismo. En esto consiste
la lógica de la caricatura. Recorde­mos el procedimiento de Swift en Los
viajes de Gulliver: el lec­tor enfrenta una serie de inversiones burlonas
de nuestro uni­verso humano “normal” (la isla poblada por enanos de
dos pulgadas de alto; un país en el que estaban invertidas las rela­ciones
“normales” entre los seres humanos y los caballos, los seres humanos
vivían en establos y servían a los caballos…). Por supuesto, Swift apunta
a nuestras propias debilidades y estupideces: por medio de un mundo
fantástico que presenta su imagen invertida, intenta poner en ridículo
las locuras (la inversión) de nuestro mundo supuestamente “normal”. La
imagen de seres humanos que sirven a caballos debe despertar en noso­
tros la idea de la vanidad de la especie humana, en comparación con la
sencilla dignidad de esos animales; las disputas fútiles de los liliputien­
ses tienen la finalidad de re­cordarnos la presunción de las costumbres
humanas, y así su­cesivamente.4
Esto nos permite diferenciar claramente la función del ideal del yo
(es decir, de la identificación simbólica) respecto de su contracara ima­

4. Tal vez este punto de vista podría caracterizarse como el del embajador de Persia
(de las célebres Cartas persas de Montesquieu): una extraña mirada dirigida a nuestro
mundo, para generar nuestro extrañamiento respecto de él.

21
Slavoj Žižek

ginaria: la identificación simbólica es una identificación con el punto


ideal (“virtual”) desde el cual el su­jeto se mira a sí mismo cuando su pro­
pia vida real le parece un espectáculo vano y repulsivo. Swift, lo mismo
que Monty Python, pertenece al linaje “misántropo” del humor inglés,
basado en la aversión a la vida como la sustancia del goce, y el ideal
del yo es precisamente el punto de vista adoptado por el sujeto cuando
percibe su vida cotidiana “normal” como algo invertido. Este punto es
virtual, puesto que no figura en nin­gún lado en la realidad: difiere de
la vida “real” así como de su caricatura invertida, es decir, no puede ser
ubicado en la relación especular entre la realidad y su imagen invertida
y, por lo tanto, es de naturaleza estrictamente simbólica.

¡Que el Emperador conserve su ropa!

Se puede llegar al mismo punto a través del gesto de afir­mar que


el Emperador no tiene ropa. El niño del cuento de Andersen que con
una inocencia fascinante dice lo obvio es, por lo general, considerado
un ejemplo de la palabra que nos libera de la hipocresía asfixiante y nos
obliga a enfrentar el es­tado real de las cosas. Lo que se prefiere pasar
en silencio son las consecuencias catastróficas de ese gesto liberador
para el entorno, para la red subjetiva en la que se produce. Al afirmar
abiertamente que el Emperador no tiene ropa, nuestra inten­ción es
solo desembarazarnos de la hipocresía y el fingimiento innecesarios,
pero después de la hazaña, cuando ya es demasia­do tarde, advertimos
de pronto que hemos ido demasiado le­jos, que se ha desintegrado la
comunidad de la que éramos miembros. Quizá por ello ha llegado el
momento de abando­nar el elogio habitual del gesto del niño, y conside­
rarlo más bien el prototipo del parlanchín inocente que, sin saberlo ni
quererlo, pone en marcha la catástrofe, al cometer el desatino de sacar a
la luz lo que debe permanecer tácito para que con­serve su consistencia
la red intersubjetiva existente.
La pequeña obra maestra de Ring Lardner titulada “Who dealt?”5
narra la historia de un parlanchín de ese tipo. La tra­ma como tal no
tiene nada en especial. Dos parejas amigas (la narradora y su esposo
Tom; y Helen y Arthur) pasan una noche juntos jugando al bridge. La
narradora, que se ha casado po­co antes con Tom, no conoce nada del
pasado tormentoso de este último: años atrás, él y Helen vivieron un

5. Ring Landner, “Who dealt?”, en The Penguin Book of American Short Stories, Har-
mondsworth, Penguin, 1969, págs. 295-306.

22
Sobre el Uno

amor apasiona­do y se separaron debido a una pequeña desinteligencia;


des­truida y desamparada, Helen se casó con su confiable amigo Arthur,
mientras Tom luchaba por salir de la desesperación y se daba fuerzas
con la escritura de poemas que, de un modo semio­culto, hablaban de
su amor perdido. La narradora ha descu­bierto los intentos literarios de
Tom entre los papeles del hombre; sin tener conciencia del efecto, los
recita durante el juego para distraer al grupo. El relato termina en el
preciso momento en que sale a la luz la catástrofe, cuando la narrado­ra
toma conciencia de que está haciendo algo erróneo…6
Hasta entonces, nada especial. El efecto de la historia gira exclusi­
vamente en torno a su perspectiva narrativa: está escrita como monólo­
go de la narradora, como su parlo­teo confuso que acompaña al juego;
estamos li­mitados a su perspectiva, a lo que ella dice y ve. Sería fácil
imaginar la misma historia relatada desde otra mirada: por ejemplo la
de su esposo Tom, que se estremece de angus­tia a medida que su esposa
habladora se acerca al terreno pe­ligroso. Sabiamente, Lardner prefirió
el punto de vista de la persona que sin saberlo actuaba como causa de
la catástrofe: en lugar de presentar esta catástrofe inmediatamente, la
evoca “fuera del campo” (para usar esta expresión de la teoría cine­
matográfica), es decir, tal como se refleja en el rostro de su causa. En esto
consiste su maestría narrativa; aunque estrictamente limitados al punto
de vista de la parlanchina inocente, noso­tros, los lectores, ocupamos
al mismo tiempo la posición del “Hombre que sabía demasiado” de
Hitchcock, de personas que saben que las palabras de la parlanchina se
inscriben en un marco en el que significan la catástrofe. Nuestro horror
es estrictamente codependiente de la limitación radical de nues­tra pers­
pectiva a la de la parlanchina ignorante que, hasta el final mismo, no
tiene ningún presentimiento del efecto de sus palabras.
Esto es lo que Lacan quiere decir cuando sostiene que el sujeto del
significante está constitutivamente clivado, escindido: el sujeto hablante
está clivado entre la ignorancia de su expe­riencia imaginaria (la narra­
dora imagina que está continuan­do con una conversación trivial) y el
peso que adquieren sus palabras en el campo del gran Otro, el modo
en que ellas afectan la red intersubjetiva; la “verdad” de la parlanchina
inocente puede muy bien ser una catástrofe intersubjetiva. Lacan dice
que estos dos niveles nunca se ligan totalmente; la brecha que los separa
es constitutiva; el sujeto, por definición, no es amo de los efectos de su
palabra, puesto que quien está al mando es el gran Otro.

6. Desde luego, la interpretación paranoica de la historia sosten­dría que la narradora


desempeñaba el papel de la parlanchina ino­cente que arruina la vida de sus compañeros
con toda intención: para vengarse del esposo, por el hecho de que no la amara.

23
Slavoj Žižek

Esta limitación al punto de vista de la narradora como causa de la


catástrofe implica una vez más la estructura del re­flejo especular doble:
no solo vemos el modo en que sus pala­bras se reflejan en los ojos de los
afectados por ellas, sino, in­cluso más radicalmente, la manera en que el
efecto de sus palabras sobre el ambiente (el reflejo de sus palabras en
el ambiente) se refleja a su vez en ella misma. Una vez más, este reflejo
doble produce un punto simbólico cuya naturaleza es puramente vir­
tual: ni lo que yo veo inmediatamente (la “rea­lidad” en sí) ni el modo
en que los otros me ven (la imagen “real” invertida de la realidad), sino
el modo en que veo que los otros me ven. Si no agregamos este tercer punto
de vista, pura­mente virtual, del ideal del yo, sigue siendo totalmente
in­comprensible el modo en que la representación invertida de nues­
tro mundo “normal” puede actuar como una repulsa pa­radójica del ca­
rácter invertido propio de nuestro mundo “normal” en sí; es decir, no
comprendemos el modo en que la descripción de un mundo extraño
opuesto al nuestro puede dar origen al extrañamiento radical respecto
de nuestro mun­do. La clave de la eficacia del relato de Lardner consiste
en que, por medio de ese doble reflejo especular, nosotros, sus lec­tores, so-
mos emplazados en la posición del ideal del yo de la narra­dora: podemos ubi­
car el parloteo complacido en su contexto intersubjetivo y de tal modo
advertir sus efectos catastróficos. Para decirlo en “hegelés”, nosotros,
los lectores, somos su “en-sí” o “para-nosotros”.
Este es también el punto en el que llegan a un atolladero todos los
intentos de definir el “carácter invertido” del mun­do moderno: la inver­
sión doble cuestiona la norma misma de la “normalidad” empleada para
medir la inversión; pensamos en las formulaciones basadas en la lógica
del “en lugar de”, como las que abundan en las obras del joven Marx
(“en lugar de reconocer en el producto de mi trabajo la actualización
de mis fuerzas esenciales, este producto se me aparece como un poder
independiente que me oprime…”).
Permítasenos recordar la célebre investigación sobre la personali­
dad autoritaria en la que a fines de la década de 1940 Adorno y sus cola­
boradores intentaron definir el “síndrome autoritario”, es decir, el tipo
ideal weberiano de la disposición psíquica autoritaria. ¿Cómo constru­
yeron su hipótesis inicial, la serie coherente de rasgos que constituyen
el “tipo autorita­rio”? Martin Jay, en su Dialectical lmagination,7 realiza
una observación sarcástica sobre el modo en que llegaron al sín­drome
autoritario mediante el procedimiento simple de in­vertir los rasgos
que definen la imagen (ideológica) del indivi­duo burgués liberal. La
ambigüedad reside en el estatuto no explicado de esta contracara “po­

7. Martin Jay, The Dialectical Imagination, Londres, Heinemann, 1974, capítulo 7.

24
Sobre el Uno

sitiva” de la “personalidad autoritaria”; en efecto, ¿es una contracara


positiva por cuya realización debemos luchar, o acaso la “personalidad
autorita­ria” es el reverso de la “personalidad liberal”, su cara oscura
intrínseca?
En el primer caso, la “personalidad liberal” es concebida como una
especie de “posibilidad esencial”, cuya realización desemboca en su
opuesto debido a la “regresión” fascista; la relación entre ellas es, por lo
tanto, la del paradigma ideal (la “personalidad liberal”) y su realización
pervertida (la “perso­nalidad autoritaria”). Como tal, resulta fácil descri­
birla con la retórica del joven Marx: “En lugar de tolerar la diferencia
y aceptar el diálogo no violento como la única manera de llegar a una
decisión común, el sujeto aboga por la intolerancia vio­lenta y desconfía
del diálogo libre”; “en lugar de examinar críticamente a toda autori­
dad, el sujeto obedece de modo acrítico a quienes ejercen el poder”,
etcétera. En el segundo caso, la “personalidad autoritaria” tiene un va­
lor estrictamen­te sintomático: en ella emerge la verdad reprimida de la
per­sonalidad liberal “manifiesta”; es decir que la personalidad li­beral
es confrontada con su fundamento totalitario8. La misma ambigüedad
caracteriza la formulación marxista del “mundo cabeza abajo” del feti­
chismo de la mercancía como la inversión de las relaciones “normales”
transparentes entre los individuos (por ejemplo, cuando Marx compa­
ra la inversión propia del fetichismo de la mercancía con la inversión
idealis­ta de la relación entre lo universal y lo particular):

Si yo digo que la ley romana y la ley germana son por igual leyes, esto es
algo evidente de por sí. Pero, por el contrario, si digo LA Ley, esta cosa
abstracta se realiza en la ley romana y en la ley germana, es decir, en estas
leyes concretas, y la intercone­xión se vuelve mística.9

¿Cómo se relacionan el nominalismo del sentido común (la ley ro­


mana y la ley germana como dos leyes) con el idea­lismo especulativo
(LA Ley se realiza en la ley romana y en la ley germana)? ¿Es este
último una simple inversión del pri­mero y, como tal, expresión teórica
del carácter invertido (“alienado”) de la vida social real en sí, o bien
el “mundo ca­beza abajo” de la especulación dialéctica es “la verdad”

8. El “síndrome autoritario” es también sintomático en el senti­do del sinthome, de una


formación significante que estructura nues­tro núcleo más íntimo de goce; lo demuestra
la fascinación de la au­toridad que es un componente crucial de su ejercicio, el goce que
acompaña a la subordinación del sujeto a la exigencia autoritaria: en el “síndrome autori-
tario” la personalidad liberal ubica y organiza su goce.
9. Paul-Dominique Dognin, Les “sentiers escarpés” de Karl Marx, 1, París, CERF, 1977,
pág. 132.

25
Slavoj Žižek

oculta de nuestro muy “normal” universo cotidiano del sentido co­mún?


Lo que está en juego en este caso es la noción misma de “alienación”
en Marx: en el momento en que la inversión se redobla (el momento en
que la inversión atestigua el carác­ter invertido del estado “normal” en
sí) queda cuestionada la norma misma por medio de la cual medimos
la alienación.
Podríamos además postular con Lacan que el estatuto del sujeto en
sí (el sujeto del significante) es precisamente el de una “imagen virtual”
de ese tipo: solo existe como un punto virtual en el autorrelacionamien­
to de las díadas del significan­te; como algo que “habrá sido”, que no
está nunca presente en la realidad o en su imagen “real” (actual). Es
siempre ya “pasado”, aunque nunca apareció “en el pasado mismo”; se
constituye por medio de un doble reflejo, como resultado del modo en
que el reflejo del pasado en el futuro es a su vez re­flejado en el presente.
Todos recordamos de nuestra juventud las sublimes fórmulas materia­
listas dialécticas del “reflejo es­pecular subjetivo de la realidad objetiva”;
para llegar a la idea lacaniana del sujeto basta con que redupliquemos
este reflejo: el sujeto designa ese punto virtual en el cual el reflejo en sí es a su
vez reflejado en la “realidad”, en el cual, por ejemplo (mi per­cepción de)
el posible desenlace futuro de mis actos presentes determina lo que haré
ahora. Lo que llamamos “subjetividad” es en su forma más elemental
este “cortocircuito” autorrefe­rencial que en última instancia invalida
todo pronóstico en las relaciones intersubjetivas: el pronóstico mismo,
en cuanto es formulado, gravita sobre el desenlace predicho y nunca
puede tomar en cuenta este efecto del acto de su propia enuncia­ción.
Lo mismo sucede con el reflejo hegeliano. Lejos de ser reducible a la
relación especular imaginaria entre el sujeto y su otro, siempre es redu­
plicado del modo que acabamos de describir; implica un punto “virtual”
no-imaginario.10
La lección básica del doble reflejo es, por lo tanto, que la verdad
simbólica surge a través de la “imitación de la imita­ción”: esto es lo que

10. La prueba fundamental de que Marx dominaba el doble re­flejo hegeliano es su


deducción del capitalista a partir del concepto de capital. La relación del sujeto (la fuerza
laboral) y el objeto (las condiciones objetivas del proceso de producción) necesariamente
se refleja dentro de la subjetividad de la fuerza laboral y, de tal modo, complica la lógica de
la “reificación” (“relaciones entre cosas en lu­gar de relaciones entre personas”). No basta
con sostener que en el capitalismo las relaciones entre los individuos aparecen en forma
rei­ficada como relaciones entre cosas; lo esencial es que la relación de los individuos con
las “cosas” se refleja en la relación entre los indi­viduos, y la necesaria inversión de la “rei-
ficación” es la “personifica­ción”, el proceso en virtud del cual las “cosas” asumen la forma
de “personas” (el capital se vuelve el capitalista). Esta segunda reflexión, esta reflexión “al
cuadrado” en la que la primera (la “reificación”, “cosas en lugar de personas”) se refleja a
su vez en las “personas”, constituye la especificidad de la autorrelación dialéctica.

26
Sobre el Uno

Platón encontraba insoportable en la ilu­sión de la pintura, y por esto


quería expulsar a los pintores de su Estado ideal: “La pintura no compi­
te con la apariencia, compite con lo que Platón designa para nosotros,
más allá de la apariencia, como siendo la Idea”.11 Basta con que recorde­
mos el recurso del “teatro dentro del teatro” para escenificar una verdad
oculta (por ejemplo, así se desenmascara al rey asesino en Hamlet) o el
de la “pintura dentro de la pintura” para indicar la dimensión excluida
del cuadro. La lección de Hitchcock en Vértigo, ¿no es precisamente
la misma? A Scot­tie, el héroe de la película, le llega la hora de la ver­
dad cuan­do descubre que la copia que estaba tratando de recrear (es
decir Judy, a quien intentaba remodelar como una copia per­fecta de
Madeleine, su gran amor perdido) es realmente la muchacha a quien él
había conocido como “Madeleine”, y que, por lo tanto, estaba atareado
realizando la copia de una co­pia. Gavin Elster, el espíritu maligno de la
película, ya había usado a Judy como sustituto de su esposa, la había
remodela­do como la “verdadera Madeleine”. En otras palabras, la furia
de Scottie al final es una furia auténticamente platónica: lo en­coleriza
descubrir que está imitando la imitación.

El “punto de almohadillado”

En el nivel del proceso semiótico, el ideal del yo que sur­ge del do­
ble reflejo equivale a lo que Lacan llamó le point de capiton (el punto de
almohadillado).12 Lacan introdujo este concepto en el capítulo XXI de
su seminario Las psicosis,13 en relación con el primer acto de la tragedia
Atalía, de Jean Ra­cine: ante las lamentaciones de Abner por el triste
destino que aguarda a los partidarios de Dios bajo el reino de Atalía,
Joad replica con los célebres versos:

El que pone un freno al furor de las olas


Sabe también detener los complots de los malvados.
Sometido con respeto a su santa voluntad,
Temo a Dios, querido Abner, y no tengo ningún otro miedo.

11. Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psycho­Analysis, Londres, Hogarth,
1977, pág. 112. [Ed. cast.: El Seminario. Libro IV. Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis, Buenos Ai­res, Paidós, 1994.]
12. Para una introducción detallada a este concepto, véase Slavoj Žižek, The Sublime
Object of Ideology, Londres, Verso, 1989, ca­pítulo 3. [Ed. cast.: ob. cit., nota 1 de la “Intro-
ducción”.]
13. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre III: Les Psychoses, París, Seuil, 1981, págs. 281-
306. [Ed. cast.: Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 1984.]

27
Slavoj Žižek

Este “Je crains Dieu, cher Abner, et n’ai point d’autre crainte” provoca
la instantánea conversión de Abner: era un celote im­paciente, fervoroso
–y precisamente por ello inconfiable–, y esas palabras crean un hombre
de partido firme, fiel, seguro de sí mismo y del poder divino. ¿De qué
modo esta evocación del “temor de Dios” ha logrado realizar la con­
versión mila­grosa? Antes, Abner solo veía en el mundo terrenal una
mul­titud de peligros que lo llenaban de miedo y esperaba que el polo
opuesto, el de Dios y Sus representantes, le brindara ayuda y le per­
mitiera vencer las múltiples dificultades de este mundo. Sin embargo,
frente a esta oposición entre el reino terrenal de peligros, incertidum­
bre, miedos, etcétera, y por otro lado el reino divino de paz, amor y
seguridad, Joad no trata simplemente de convencer a Abner de que, a
pesar de todo, las fuerzas divinas son lo bastante poderosas como para
imponerse al desorden terrenal; él apacigua los miedos de Abner de
una manera totalmente distinta: presenta lo opuesto –Dios– como algo
más aterrador que todos los mie­dos terrenales, y –este es el “milagro”
del punto de almohadi­llado–, este miedo complementario, el temor de
Dios, modi­fica retroactivamente el carácter de todos los otros miedos,

lleva a cabo el pase de prestidigitación de transformar, de un minuto a otro,


todos los temores en un perfecto coraje. Todos los temores –no tengo otro
temor– son intercambiados por lo que se llama el temor de Dios.14

La fórmula común marxista del consuelo religioso como compen­


sación (o, más precisamente, como “suplemento ima­ginario”) por la
desdicha terrenal se basa en una relación dual imaginaria entre el aba­
jo terrenal y el Más Allá celestial: se­gún esta concepción, la operación
religiosa consiste en compensarnos por los horrores e incertidumbres
terrenales con la promesa de la beatitud que nos aguarda en el otro
mundo (basta con recordar todas las célebres fórmulas de Ludwig
Feuerbach sobre el Más Allá divino como imagen especular invertida
de la miseria terrenal). Pero, para que esta opera­ción funcione, debe in­
tervenir un tercer momento, obvia­mente simbólico, que de algún modo
“media” entre los dos po­los opuestos de la díada imaginaria (el abajo
terrenal temible versus el Más Allá divino beatífico): el temor de Dios,
el reverso terrorífico del Más Allá celestial en sí mismo. El único modo
de cancelar efectivamente la desdicha terrenal es saber que detrás de
la multitud de los horrores terrenales de­be transparentarse el horror
infinitamente más aterrador de la ira de Dios, de modo que los horro­
res terrenales sufren una especie de “transustanciación” y se convierten

14. Ibíd., pág. 303.

28
Sobre el Uno

en otras tantas manifestaciones de la cólera divina. Esta es una de las


mane­ras de trazar la línea que divide lo Imaginario de lo Simbóli­co: en
el nivel imaginario, reaccionamos a los miedos terrena­les con un “ten
paciencia, la dicha eterna te aguarda en el Más Allá…”, mientras que,
en el nivel simbólico, lo que nos libera de los miedos terrenales es la se­
guridad de que solo de­bemos temer al propio Dios –un miedo adicional
que cancela retroactivamente todos los otros–.
Se puede discernir la misma operación en el antisemitismo fascis­
ta: ¿qué hizo Hitler en Mein Kampf para explicar a los alemanes las
desdichas de la época, la crisis económica, la de­sintegración social, la
“decadencia” moral, etcétera? Constru­yó un nuevo sujeto aterrador,
una única causa del Mal que “tira de los hilos” detrás del escenario y
precipita toda la serie de males: el judío. La simple evocación del “com­
plot judío” lo explica todo: de pronto “las cosas se aclaran”, la perplejidad
es reemplazada por una firme sensación de orientación, la diver­sidad
de las miserias terrenales es concebida como manifesta­ción del “com­
plot judío”. En otras palabras, el judío es el punto de almohadillado de
Hitler; la fascinante figura del ju­dío es el producto de una inversión
puramente formal; se basa en una especie de “ilusión óptica” cuyo me­
canismo ha sido analizado por Victor Shklovsky y, más recientemente,
por Fredric Jameson:

Don Quijote no es en realidad un personaje, sino más bien un dispositivo


organizativo que le permite a Cervantes escribir su libro, que le sirve como
hilo conductor que sostiene algunos ti­pos diferentes de anécdotas en una
forma única.15

A este tipo de personaje narrativo, cuya función real es re­presentar


dentro del espacio de la obra su propio proceso de enunciación (la es­
tructura discursiva de la obra en sí), Henry James lo denominó ficelle
(por ejemplo, en Los embajadores, Maria Gostrey es una ficelle). Esa es
también la función del ju­dío en la ideología antisemita: en cuanto un
edificio ideológi­co gana consistencia si su “materia prima” heterogénea
se or­ganiza en un relato coherente, la entidad denominada “judío” es un
dispositivo que nos permite unificar en un único relato prolongado las
experiencias de la crisis económica, la deca­dencia moral y la pérdida de
los valores, la frustración política y la humillación nacional, etcétera, et­
cétera. En cuanto perci­bimos como hilo conductor el “complot judío”,
esas experien­cias se convierten en parte de la misma trama (narrativa).

15. Fredric Jameson, The Ideologies of Theory, Minneapolis, Uni­versity of Minnesota


Press, 1988, pág. 7, vol. 1.

29
Slavoj Žižek

Lo que tenemos aquí es una inversión por medio de la cual lo que


es efectivamente una operación inmanente, pura­mente textual (el “al­
mohadillado” del material heterogéneo en un campo ideológico unifi­
cado), se percibe y experimenta como un punto de referencia estable,
trascendente, insondable, oculto detrás del flujo de las apariencias, que
actúa como su causa secreta. Esta inversión es compendiada del mejor
modo por la diferencia entre la idea tradicional y la idea moderna de la
alegoría: en el espacio tradicional, el contenido diegético in­mediato de
una obra personifica valores o ideas trascendentes (individuos concretos
representan el Mal, la Sabiduría, el Amor, la Lujuria, etcétera); en el
espacio moderno, en cam­bio, el contenido diegético es concebido como
una alegoría del propio proceso inmanente de enunciación, escritura y
lec­tura. Tomemos, por ejemplo, la película Psicosis, de Hitch­cock: hay
dos lecturas alegóricas opuestas de esta obra, debi­das a Jean Douchet
(quien la interpreta como una alegoría tradicional: el policía como Án­
gel que intenta salvar a Marion de la destrucción, etcétera) y a William
Rothmann, para quien el contenido diegético de Psicosis es una alegoría
de la relación entre Hitchcock y el espectador; la agresión en la es­cena
de la ducha condensa el castigo sádico de Hitchcock al espectador por
su curiosidad, y así sucesivamente.
En este preciso sentido, la “crítica de la ideología” consis­te en des­
enmascarar la alegoría tradicional como una “ilusión óptica” que oculta
el mecanismo de la alegoría moderna: la fi­gura del judío como alego­
ría del Mal oculta el hecho de que, dentro del espacio de la narración
ideológica, representa la pura inmanencia de la operación textual de
“la almohadi­lla”.16 Pero los interrogantes reales son: ¿cómo es posible

16. En este punto podemos ver por qué, si aplicamos al carisma del rey esta lógica
de la figura del judío como una “ilusión óptica”, no vale la objeción de que el rey de facto
nunca funciona como un significante “vacío”. No vale la objeción de que los sujetos lo
obede­cen solo porque creen en su realeza “sustancial”: lo que parece una objeción es en
realidad la consecuencia básica de la pro­pia teoría criticada. Desde luego, una condición
del carisma del rey es que los sujetos crean en su realeza (como en el antisemitismo es una
condición de su eficacia que el sujeto perciba al judío como una entidad sustancial, positi-
va, y no como la materialización de una operación textual puramente formal). En cuanto
el mecanismo es expuesto, pierde su poder.
En otras palabras, precisamente en cuanto es mal reconocida, la operación textual
puramente formal determina el modo en que per­cibimos al judío o al rey en su positividad
material: en ausencia de esta operación formal, el judío sería percibido como una persona
igual a las otras, y no como portador de algún mal intrínseco, miste­rioso, como alguien
cuya misma existencia es engañosa. Lo que ocu­rre con el rey es homólogo. ¿Por qué nos
fascinan tanto los detalles cotidianos de la vida de las familias reales? (¿Tiene un amante
la princesa Diana? ¿Es gay el príncipe Andrés? ¿Es cierto que la reina Isabel a menudo
se emborracha?). ¿Por qué nos fascinan esos detalles que en las familias corrientes no
nos resultarían tan interesantes? Porque, como resultado de la mencionada operación

30
Sobre el Uno

es­ta inversión puramente formal, y en qué se basa? Más precisa­mente:


¿cómo es posible que el resultado de una inversión puramente formal
adquiera una sustancialidad tal que permita percibirla como una perso­
nalidad de carne y hueso? Desde luego, la respuesta psicoanalítica es el
goce, la única sustancia reconocida por el psicoanálisis, según Lacan. El
“judío” no puede ser reducido a un dispositivo organizativo puramente
formal; la eficacia de esta figura no puede explicarse remitiéndola al
mecanismo textual del “almohadillado”; el excedente sobre el que este
mecanismo se basa es el hecho de que al “ju­dío” le imputamos un goce
imposible, insondable, que su­puestamente nos roba a nosotros.
Concebido de este modo, el punto de almohadillado nos permite
ubicar la interpretación errónea de la idea de “sutu­ra” en el descons­
tructivismo anglosajón, a saber: su uso como sinónimo de cierre ideo­
lógico, para designar el gesto por me­dio del cual un campo ideológico
determinado se cierra, bo­rra las huellas del proceso material que lo ge­
neró, las huellas de la externalidad en su interior, las huellas de la con­
tingencia absurda en su necesidad inmanente. Recordemos de qué mo­
do el rey –este paradigma del punto de almohadillado, este individuo
que “almohadilla” el edificio social– era conceptua­lizado por Hegel:
el rey es sin duda el punto de “sutura” de la totalidad social, el punto
cuya intervención transforma una colección contingente de individuos
en una totalidad racio­nal, pero precisamente como tal, como el punto que
“sutura” na­turaleza y cultura, como el punto en el cual la función cultu­
ral-simbólica (la de ser un rey) coincide inmediatamente con una deter­
minación natural (es un linaje biológico, o propio de la naturaleza, lo
que determina quién será rey), el Rey “desutu­ra” radicalmente a todos los
otros sujetos, hace que pierdan sus raíces en algún cuerpo social orgánico
preordenado, que fija­su lugar en la sociedad de antemano, y los obliga
a adqui­rir su estatuto social por medio del trabajo duro. Por lo tanto,
no basta con definir al rey como la única unión inmediata de na­turaleza
y cultura; se trata más bien de ese mismo gesto por medio del cual el
rey es puesto en posición cuando su “sutu­ra” desutura a todos los otros
sujetos, les hace perder pie, los arroja a un vacío donde, por así decirlo,
deben crearse a sí mismos.
En esto consiste el acento de la noción lacaniana de “sutu­ra”, pasada
en silencio en el desconstructivismo anglosajón (por ejemplo, en la teo­
ría desconstructivista del cine); en po­cas palabras, lo único que realmente
desutura es la sutura misma. Esta paradoja sale a luz de modo palpable
con referencia a la naturaleza ambigua y contradictoria de la nación mo­

puramente for­mal, estos rasgos cotidianos sufren una especie de “transustancia­ción” y


comienzan a funcionar como emanación de la realeza.

31
Slavoj Žižek

derna. Por un lado, desde luego, la “nación” es la comunidad mo­derna


liberada de los lazos “orgánicos” tradicionales, una co­munidad en la
cual están rotos los vínculos premodernos que ligaban el individuo a
una clase, a una familia, a un grupo re­ligioso, etcétera; la comunidad
social tradicional ha sido reemplazada por la moderna nación-Estado
constituida por “ciudadanos”: las personas como individuos abstractos,
no co­mo miembros de una clase particular, y así sucesivamente. Por
otro lado, la “nación” no puede reducirse a una red de vínculos pura­
mente simbólicos: siempre existe una especie de “excedente de lo Real”
que se le adhiere; para definirse, la “identidad nacional” debe apelar a
la materialidad contingen­te de las “raíces comunes”, de “la sangre y el
suelo”, etcétera.
En síntesis, la “nación” es al mismo tiempo la instancia con referen­
cia a la cual se disuelven los lazos “orgánicos” tradicio­nales y también
“el recordatorio de lo premoderno en la mo­dernidad”: la forma que lo
“inveterado orgánico” adquiere en el universo moderno postradicional;
la forma que adquiere la sustancia orgánica en el universo de la subjeti­
vidad cartesiana insustancial. Lo crucial es una vez más concebir ambos
aspec­tos en su interconexión: es precisamente la nueva “sutura” reali­
zada por la nación lo que hace posible la “desuturación”, el despren­
dimiento de los lazos orgánicos tradicionales. La “nación” es un resto
premoderno que funciona como condi­ción interna de la modernidad,
como impulso intrínseco de su progreso.

“Un significante representa al sujeto para otro significante”

Un lector atento de Lacan habrá advertido que, a propósi­to del “te­


mor de Dios” como “punto de almohadillado”, él produjo la fórmula
del equivalente general: el “temor de Dios” surge como el equivalente
general de todos los temores, to­dos los temores “se intercambian por
lo que se denomina el temor de Dios”. ¿No es esta la misma lógica que
opera en la dialéctica de la forma mercancía, cuando Marx infiere la
apa­rición del dinero, el equivalente general de todas las mercancías?
En cuanto todas las mercancías pueden intercambiarse por dinero –en
cuanto su valor, su dimensión universal, que­da encarnada en una sola
mercancía–, todas las otras mercan­cías sufren una “transustanciación” y
comienzan a funcionar como apariciones del valor universal encarnado
en el dinero; lo mismo que en el caso de la religión, en la que todos los
miedos comienzan a funcionar como apariciones del temor de Dios.
Mencionamos esta homología puesto que la sucesión de las “for­

32
Sobre el Uno

mas del valor” en el análisis marxista de la mercancía proporciona la


herramienta conceptual que nos permite acla­rar lo que, por lo menos
a primera vista, parece una confu­sión, incluso una contradicción, en
la fórmula lacaniana del significante (“lo que representa al sujeto para
otro significan­te”). ¿Cuál de estos dos significantes es específicamente
S1 (el “significante amo”) y cuál S2 (la cadena del conocimiento)? Si nos
basamos en la doxa, la respuesta parece clara: S1 repre­senta al sujeto
para S2, para la cadena de significantes que lo incluye. Pero en un pasaje
que probablemente es el crucial de los Escritos, “Subversión del sujeto y
dialéctica del deseo”, La­can afirma unívocamente lo contrario:

un significante es lo que representa al sujeto para otro signi­ficante. Este


significante será pues el significante por el cual to­dos los otros significantes
representan al sujeto; es decir, que a falta de este significante, todos los otros
no representarían nada. Puesto que nada es representado sino para.17

Se seguiría de esto que S1, el significante Amo, el Uno, es el signi­


ficante para el cual todos los otros representan al suje­to. Una complica­
ción adicional deriva del juego del singular y el plural en las diferentes
versiones de la fórmula del signifi­cante: a veces un significante repre­
senta al sujeto para “todos los otros”, mientras que en otras oportuni­
dades representa al sujeto simplemente para “otro significante”. ¿Son
estas en realidad variaciones sin sentido de las que podemos prescindir
al afirmar simplemente que “otro significante” representa a “todos los
otros” de una cadena dada de significantes?
¿Cómo vamos a desenredar esta confusión? Comencemos por lo
más elemental: ¿en qué consiste la “naturaleza diferen­cial del signifi­
cante”? S1 y S2, los términos de la díada del significante, no aparecen
simplemente en el mismo nivel, contra el fondo de su género común,
y separados por una di­ferencia específica. La “diferencialidad” desig­
na una relación más precisa; en ella, el opuesto de un término, de su
“presen­cia”, no es inmediatamente el otro término, sino la ausencia del
primero, el vacío en el lugar de su inscripción (el vacío que coincide con
su lugar de inscripción), y la presencia del otro término, el opuesto,
llena este vacío de la ausencia del prime­ro: es así como hay que leer la
conocida tesis estructuralista según la cual, en una oposición paradig­
mática, la presencia de un término significa (equivale a) la ausencia de
su opuesto. La oposición de los significantes “día” y “noche”, por ejem­
plo, no transmite una simple alternancia del día y la noche como dos

17. Jacques Lacan, Écrits: A Selection, Londres, Tavistock, 1977, pág. 316 (traducción
corregida). [Ed. cast.: Escritos, 1 y 2, México, Siglo XXI, 1985.]

33
Slavoj Žižek

términos complementarios que, juntos, constituirían un “todo” (“no


hay día sin noche, no hay noche sin día”); se trata más bien de que

el ser humano postula el día en cuanto tal, y así el día adviene a la presencia
del día, sobre un fondo que no es un fondo de noche concreta, sino de au-
sencia posible del día, donde la noche se alo­ja, e inversamente por cierto.18

De modo que en una díada significante, un significante aparece


siempre contra el fondo de su posible ausencia, que se materializa (asu­
me una existencia positiva) en la presencia de su opuesto. El matema
lacaniano para esta ausencia es por supuesto $, el significante “tacha­
do”, “barrado”: un significante llena la ausencia de su opuesto, es decir,
“representa”, ocupa el espacio de su opuesto… Cuando hemos produci­
do la fórmula del significante, podemos entender por qué $ es también
para Lacan el matema del sujeto: un significante (S1) representa pa­ra
otro significante (S2) su ausencia, su falta, $ que es el suje­to. El punto
crucial consiste aquí en que en una díada signifi­cante, un significante
no es nunca el complemento directo de su opuesto, sino que siempre
representa (encarna) su posible ausencia: los dos significantes entran en
una relación “diferen­cial” solo a través del tercer término, el vacío de su
posible au­sencia (decir que el significante es diferencial significa que no
hay ningún significante que no represente al sujeto).
Pero aquí las cosas comienzan a complicarse: lo mismo va­le para
todo significante con el que el primero esté “acoplado”, es decir que cada
significante representa para el primero el vacío de su posible ausencia (el
sujeto). En otras palabras, al principio no hay ningún significante amo,
puesto que “cual­quier significante puede asumir el papel del significan­
te amo si su función eventual se convierte en representar a un sujeto
para otro significante”.19 A cualquier significante se le puede adscribir
una interminable serie de “equivalencias”, una serie de significantes que
representen para él el vacío de su lugar de inscripción; nos encontra­
mos en una especie de red dis­persa, no totalizada, de vínculos; cada
significante entra en una serie de relaciones particulares con los otros
significantes. El único modo posible de salir de este atolladero consiste
sencillamente en invertir la serie de equivalencias y adscribir a un sig­
nificante la función de representar al sujeto (el lugar de inscripción)
para todos los otros (de tal modo se convierten en “todos”, es decir, son
totalizados): se produce el significante amo propiamente dicho.

18. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre III: Les Psychoses, ob. cit., pág. 169. [Ed. cast.: El
Seminario. Libro III. Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 1984.]
19. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XVII: L’Envers de la psycha­nalyse (1969-70),
manuscrito no autorizado.

34
Sobre el Uno

El paralelo con la articulación de la forma valor del pri­mer capítulo


de El capital es impresionante. Primero, en la “forma simple, aislada
o accidental del valor”, una mercancía B aparece como la expresión
del valor de una mercancía A; luego, en la “forma total o ampliada del
valor”, las equivalen­cias se multiplan: la mercancía A encuentra sus
equivalentes en una serie de mercancías, B, C, D, E, que expresan su
valor; finalmente, en la “forma general del valor” llegamos al nivel del
“equivalente general” al invertir la “forma total o ampliada”; ahora es la
mercancía A en sí la que expresa el valor de todas las otras mercancías,
B, C, D, E… En am­bos fenómenos el punto de partida es una contra­
dicción radi­cal (valor de uso y valor [de intercambio] de una mercancía;
un significante y el lugar vacío de su inscripción, es decir, S/$); el primer
aspecto de estas contradicciones (valor de uso, significante) debe pos­
tularse desde el principio como una día­da: una mercancía solo puede
expresar su valor (de intercam­bio) en el valor de uso de otra mercancía;
para un significante, su lugar de inscripción (su posible ausencia, $) solo
puede representarse con la presencia de otro significante. El juego del
singular y el plural, así como el intercambio de lugares entre S1 y S2 en
las diferentes versiones de la fórmula lacaniana del significante, pueden
entonces explicarse mediante la referen­cia a la sucesión de las tres for­
mas de valor:

1. La forma simple: “para un significante, otro significante representa


al sujeto” (es decir, “un significante representa al sujeto para otro
significante”).
2. La forma ampliada: “para un significante, cualquiera de los otros sig­
nificantes puede representar al sujeto”.
3. La forma general: “un significante representa al sujeto pa­ra todos los
otros significantes”.

Desde luego, el punto de inflexión es el pasaje de 2 a 3, de la forma


“ampliada” a la “general”: aparentemente, se limita a invertir la relación
(en lugar de que cualquier significante re­presente al sujeto para un sig­
nificante, tenemos que un signi­ficante representa al sujeto para todos los
otros), pero en reali­dad cambia toda la economía de la representación
al introducir una dimensión “reflexiva” adicional.
Para discernir esta dimensión, volvamos al ya citado pasaje de El
reverso del psicoanálisis. A continuación, Lacan dice que el sujeto “es si­
multáneamente representado y no representa­do, pues en este nivel [es
decir, en nuestra lectura ‘marxista’, en el nivel de la ‘forma ampliada’
donde aún no hay ningún significante amo en sentido estricto] algo
subsiste oculto en la relación con este mismo significante”: esta osci­

35
Slavoj Žižek

lación entre la representación y la no representación apunta al fracaso


final de la representación significante del sujeto, pues el sujeto no tie­
ne ningún significante “propio” que lo represente “plena­mente”; toda
representación significante es una mala repre­sentación que, aunque
imperceptiblemente, siempre ya des­plaza, distorsiona al sujeto…, y es
precisamente este fracaso irreductible de la representación significante
lo que genera el pasaje de la forma “simple” a la forma “ampliada”.
Puesto que todo significante representa mal al sujeto, el movimiento de
la representación continúa hacia el próximo significante, en busca de
un significante “propio” final, con el resultado de una “infinitud mala”
no totalizada de representaciones significantes. No obstante, lo esencial
es que el significante que, con la emergencia de la “forma general”, es
postulado como el “equivalente general” que representa al sujeto para
“todos los otros” no es el significante “propio” finalmente hallado, una
representación que no sea mala: ella no representa al su­jeto en el mismo
nivel, dentro del mismo espacio lógico que los otros (el “cualquiera de
los otros” de la forma 2). Por el contrario, este significante es “reflejo”:
en su representación misma se refleja el fracaso, la imposibilidad de la
representa­ción significante. En otras palabras, este significante paradó­
jico representa (encarna) la imposibilidad misma de la repre­sentación
significativa del sujeto. En los términos de la trillada fórmula lacaniana,
funciona como “el significante de la falta de significante”, como el lugar
de la inversión reflexiva del significante faltante en el significante de la
falta.
Este significante reflejo “totaliza” la batería de “todos los otros”: los
convierte en la totalidad de “todos los otros”; pode­mos decir que todos
los significantes representan al sujeto pa­ra el significante que en primer
lugar representó para ellos su propio fracaso final, y precisamente como
tal (como la repre­sentación del fracaso de la representación) está “más
cerca” del sujeto que todos los otros, pues el “sujeto del significante”
lacaniano no es una identidad positiva, sustancial, que persista al mar­
gen de la serie de sus representaciones, sino que coinci­de con su propia
imposibilidad; no “es” nada sino el vacío abierto por el fracaso de sus
representaciones. La lógica de este círculo vicioso es en realidad la de
una antigua fórmula teológica: “tú no me buscarías si ya no me hubieras
encontra­do”. Todos los significantes están en busca del sujeto para un
significante que ya lo ha encontrado para ellos.
La lógica de este significante “reflejo” (que Lacan también deno­
mina significante “fálico”) aparece en su forma más pura en la paradoja
del bodhisattva del budismo mahayana: el bodhi­sattva ha alcanzado la ilu­
minación y podría entrar en el Nir­vana, pero un bodhisattva no puede
entrar solo en el Nirvana.

36
Sobre el Uno

porque de hacerlo pondría de manifiesto un egoísmo que el bodhisattva no


puede tener. Si él fuera egoísta, no sería un bodhi­sattva, de modo que no
puede entrar en el Nirvana. Si no tiene egoísmo, tampoco puede entrar en
el Nirvana, porque este sería un acto egoísta… De modo que nadie puede
entrar en el Nirva­na: nosotros no podemos porque no somos bodhisattvas, y
el bod­hisattva no puede porque él es un bodhisattva.20

En la teoría lacaniana, en general, se ubica el misticismo del lado


femenino de las fórmulas de la sexuación, la expe­riencia mística como
un goce ilimitado y por lo tanto “no-to­do”, no-fálico; la paradoja del
bodhisattva proporciona los contornos de una posición subjetiva mística
“masculina”, “fálica”.
La diferencia puede captarse claramente al confrontar al bodhisattva
con el sabio taoísta. En el taoísmo, la elección es en última instancia
simple: o persistimos en el mundo de las ilu­siones o “seguimos el Ca­
mino, el Tao”, y dejamos atrás el mundo de la falsas oposiciones. Mien­
tras que la experiencia básica del bodhisattva tiene que ver precisamente
con la impo­sibilidad de ese retiro inmediato del individuo del mundo de
las ilusiones: si un individuo lo logra, afirma de tal modo su diferencia
respecto de los otros seres humanos y cae víctima de su egoísmo en el
gesto mismo de dejarlos atrás. La única salida de este atolladero es que
el bodhisattva posponga su propia beatitud hasta que toda la humani­
dad haya alcanzado el mismo punto en el que está él; de este modo, la
indiferencia del sabio taoísta se convierte en heroísmo ético: el bodhisattva
realiza el acto del sacrificio supremo al posponer su propia entrada en
el Nirvana por la salvación de la humanidad. En relación con los otros,
con los seres humanos comunes que son aún víctimas del velo de las
ilusiones, el bodhisattva fun­ciona como un elemento “reflejo”, “fálico”:
él representa la Liberación, la salida del mundo de las ilusiones, pero no
in­mediatamente, como el sabio taoísta, sino que encarna la im­posibilidad
misma de la inmediata Liberación del individuo. En oposición a los
otros, a los seres humanos comunes, la Liberación (el pasaje al Nirvana)
está ya presente en él, pero co­mo una pura posibilidad que debe seguir
pospuesta por siempre.
El paralelo con el análisis marxista de la “forma valor” puede llevar­
se un paso más adelante. En Marx, la “forma ge­neral” en sí tiene dos
etapas. Primero, la mercancía que sirve como “equivalente general” es
la que se intercambia con más frecuencia, la que tiene el mayor valor de
uso (cueros, cerea­les, etcétera); después se invierte la relación y el pa­
pel de “equivalente general” es asumido por una mercancía sin nin­gún

20. Arthur Danto, Mysticism and Morality, Harmondsworth, Pen­guin, 1976, pág. 82.

37
Slavoj Žižek

valor de uso (o a lo sumo con un valor de uso desdeña­ble): la moneda (la


“forma dinero”). 21 Siguiendo la misma ló­gica, la “forma general” de la
equivalencia significante (“un significante representa al sujeto para todos
los otros significan­tes”) puede ser suplementada por su inversión, que es
precisa­mente lo que encontramos en el pasaje citado de “La subver­sión
del sujeto”:

4. La forma dinero: “un significante para el que todos los otros significan­
tes representan al sujeto”.

El punto crucial es aquí la diferencia entre esta forma y la “forma


ampliada” (2): la multitud de los otros que representa al sujeto para un
significante ya no es “cualquiera de los otros” (es decir, la colección no
totalizada de los otros), sino la tota­lidad de “todos los otros”; la multitud
es totalizada a través de la posición excepcional del Uno que encarna
el momento de la imposibilidad. Por otro lado, la codependencia de las
dos etapas de la “forma general” (“uno para todos los otros” y después
“todos los otros para el uno”) pertenece a un nivel dife­rente de repre­
sentación: “todos” representan al sujeto para el Uno, mientras que el
Uno representa para “todos” la imposi­bilidad misma de representación.
Podemos ver que el Uno de un significante “puro” emerge nuevamente
de un movimien­to de doble reflexión: una inversión simple de la forma
amplia­da, convertida en la forma general (la reflexión sobre sí mis­ma de
la reflexión del valor de A sobre B), realiza el milagro de transformar la
red amorfa de vínculos particulares en un campo consistente totalizado
por la posición excepcional del Uno. En otras palabras, el Uno “almo­
hadilla” el campo de la multitud.22

21. Para un análisis materialista histórico, los puntos de especial interés son los fenó-
menos en los que el dinero no ha sido aún redu­cido a un “equivalente general” neutro,
cuando todavía atestigua el peso material de relaciones sociales concretas. Un ejemplo
obvio es la distinción aparentemente “irracional” y “superflua” entre la libra y la guinea
(una libra y un chelín). ¿De dónde ha salido este misterioso excedente del cinco por cien-
to? Con la guinea se pagaba a los médi­cos, abogados y otros profesionales; era una libra
más una especie de propina para quienes, por la dignidad de su posición social, no po­dían
aceptar propinas. En la división kantiana de las facultades, estas profesiones se contaban
entre las basadas en el “discurso del Amo” y no en el “discurso de la Universidad”: tienen
que ver con la creen­cia y el poder (la creencia como fundamento del poder) y no con el
conocimiento “impotente” (la facultad de teología, la facultad de de­recho, la facultad de
medicina).
22. Un análisis adicional debería abordar la fuerza de trabajo, una mercancía espe­
cial cuyo “valor de uso”, el trabajo en sí, es fuente de valor y, por lo tanto, produce un
excedente o plusvalía sobre su pro­pio valor como mercancía. Es aquí, en este punto de
autorreferencia, donde la fuerza que produce valor se intercambia por valor, encontramos el

38
1. Sobre el Uno

¿Por qué la moral es la más sombría de las conspiraciones?

El “caso Dreyfus” despliega de modo paradigmático esta “inversión


milagrosa” del campo discursivo, producida por la intervención del
punto de almohadillado. Su papel en la his­toria política de Francia y
Europa ya se asemeja al de un point de capiton: reestructuró todo el cam­
po y, directa o indirecta­mente, disparó una serie de desplazamientos
que todavía hoy determinan la escena política (la separación de la Igle­
sia y el Estado en las democracias burguesas, la colaboración socialis­
ta en los gobiernos burgueses y la escisión de la democracia social en
socialistas y comunistas que siguió a este episodio, hasta el nacimiento
del sionismo y la elevación del antisemi­tismo al momento clave del po­
pulismo de derecha).
No obstante, aquí solo trataremos de ubicar el giro decisi­vo en su
desarrollo: la intervención que convirtió un proceso judicial sobre la
equidad y la legalidad de un veredicto en el punto central de una bata­
lla política que conmovió los funda­mentos mismos de la vida nacional.
Este punto de inflexión no debe buscarse, como se suele suponer, en el
célebre J’accu­se que apareció en Aurore el 13 de enero de 1898, donde
Émi­le Zola asumió una vez más todos los argumentos de la defen­
sa de Dreyfus y denunció la corrupción de los círculos oficiales. La
intervención de Zola seguía en el reino del libe­ralismo burgués, el de
la defensa de las libertades y derechos de los ciudadanos, etcétera. El
verdadero vuelco se produjo en la segunda mitad de ese año. El 30 de

otro aspecto del dinero: no es solo S1, el significante amo, el equi­valente general, sino
también el objeto. El correlato lacaniano de la plusvalía es el goce excedente encarnado en
el objet petit a, el objeto causa de deseo. El intercambio de la fuerza de trabajo por dinero
postula entonces una equivalencia “imposible”: fuerza de trabajo = di­nero, una especie de
“juicio infinito” hegeliano, cuyos términos son radicalmente incompatibles.
Marx determina al proletariado como una subjetividad pura, sin sustancia, una pura
posibilidad de actualización que se vuelve contra sí misma (cuanto más produce el tra­
bajador, menos posee, puesto que el producto de su trabajo asume la forma de un poder
extraño dirigido contra él). De este modo Marx presenta su propia versión de la fórmula
hegeliana “el espíritu es un hueso” (el propio Hegel propuso la versión “la riqueza es la
persona”, que ya prefigura a Marx): el proletariado es un sujeto sin sustancia, un vacío
de pura potencialidad sin ningún contenido positivo, liberado de todos los vínculos sus­
tanciales con las condiciones objetivas de producción, y una entidad que se vende en el
mercado y es por lo tanto postulada como igual a una pieza muerta de metal ($&a, la
conjunción de la subjetividad vacía, barrada, y la moneda, el objeto causa de deseo en el
capitalismo). Lo que dice Marx, discípulo de Hegel, es, desde lue­go, que no hay ningún
S sin sostén en a: el sujeto no puede llegar a su ser-en-sí, no puede liberarse de todos
los lazos sustanciales y apa­recer como el punto de la negatividad pura, a menos que sea
puesto como equivalente a su antípoda absoluta, la moneda, esa pieza inerte de metal que
uno puede tener en la mano y manipular a discre­ción…

39
Slavoj Žižek

agosto fue arrestado el teniente coronel Henry, nuevo jefe del servicio
de inteli­gencia francés; se sospechaba que hubiera fraguado uno de los
documentos secretos sobre cuya base Dreyfus había sido condenado
por alta traición. Al día siguiente Henry se suicidó en su celda con
una hoja de afeitar. Esta noticia conmocionó a la opinión pública: si
Henry había confesado su culpa (¿qué otro sentido se le podría dar
a su suicidio?), la acusación con­tra Dreyfus debía carecer de solidez
en su totalidad. Todos esperaban un nuevo juicio y la absolución de
Dreyfus. Pero

Entonces, en medio de la confusión y la consternación, apa­reció un artículo


periodístico que alteró la situación. Su autor era Maurras, un escritor de 30
años hasta entonces conocido sola­mente en círculos limitados. El artículo
se titulaba “La primera sangre”. Veía las cosas de un modo en el que nadie
había pensa­do o se había atrevido a mirar.23

¿Qué hizo Charles Maurras? No presentó ninguna prueba adicio­


nal ni refutó ningún hecho. Simplemente realizó una reinterpretación
global en virtud de la cual todo el “caso” aparecía bajo una luz diferen­
te. Convertía al teniente coronel Henry en una víctima heroica que
había preferido el deber patriótico a la justicia abstracta. Es decir, al
ver que el “Sindi­cato de la Traición” judío había explotado un pequeño
error judicial para socavar el fundamento de la vida francesa y que­brar
la columna vertebral del ejército, Henry, según Maurras, no vaciló en
realizar un pequeño crimen patriótico para dete­ner la carrera hacia el
precipicio. Lo que estaba verdadera­mente en juego no era ya la equidad
de una sentencia sino la degeneración del poder vital francés, orques­
tada por los fi­nancieros judíos que se ocultaban detrás del liberalismo
co­rrupto, la libertad de prensa (que ellos controlaban), la auto­nomía
de la justicia, etcétera. En consecuencia, la verdadera víctima no habría
sido Dreyfus sino el propio Henry, el pa­triota solitario que lo arriesgó
todo por la salvación de Fran­cia y al que sus superiores, en el momento
decisivo, le volvie­ron la espalda: la “primera sangre” derramada por el
complot judío.
La intervención de Maurras lo cambió todo: la derecha unió fuer­
zas, y la unidad “patriótica” rápidamente prevaleció sobre el desorden.
Maurras había provocado esta inversión al crear el triunfo, el mito de la
“primera víctima”, con los mismos elementos que, antes de su intervención, ha-
bían suscitado desorien­tación y estupefacción (la falsificación de documentos,
la injusti­cia de la sentencia, etcétera), y que él estaba lejos de impug­nar.

23. Ernst Nolte, Three Faces of Fascism, Nueva York, Mentor, 1969, pág. 85.

40
Sobre el Uno

No sorprende que hasta su muerte él considerara este artículo como su


logro más perfecto.
La operación elemental del punto de almohadillado debe buscarse
en este giro “milagroso” y en este quid pro quo por medio del cual lo que
inmediatamente antes era la fuente misma del desorden se convirtió
en la prueba de un triunfo, del mismo modo en el que el primer acto
de Atalía, cuando la intervención del “miedo suplementario”, el temor
de Dios, de inmediato convierte todos los otros miedos en su opuesto.
Estamos ante el acto de creación strictu sensu: el acto que con­vierte el
caos en una nueva armonía y súbitamente hace com­prensible lo que
hasta entonces era una perturbación sin sen­tido e incluso terrorífica.
Resulta imposible no recordar al cristianismo: no tanto al acto de Dios
que convirtió el caos en un mundo ordenado, como el giro decisivo del
que resultó la forma definitiva de la religión cristiana, la forma que ha
de­mostrado su valía en la tradición que es la nuestra; me refiero, desde
luego, a la ruptura paulina.
San Pablo centró todo el edificio cristiano precisamente en el pun­
to que hasta entonces a los discípulos de Cristo les parecía un trauma
horrible, “imposible”, no simbolizable, no integrable en su campo del
significado: la vergonzosa muerte de Cristo en la cruz, entre dos la­
drones. San Pablo convirtió este fracaso final de la misión terrenal de
Cristo (que era libe­rar a los judíos de la dominación romana) en el acto
mismo de la salvación: por medio de su muerte, Cristo había redimi­do
a la humanidad.
Se puede echar otra luz sobre la lógica de esta “inversión mágica” de
la derrota en triunfo si se da un pequeño rodeo por las novelas policia­
les. ¿Cuál es su principal encanto, con­cerniente a la relación entre la ley
y su transgresión, a la aven­tura criminal? Tenemos por un lado el reino
de la ley, la tranquilidad, la certidumbre, pero también la trivialidad, el
aburrimiento de la vida cotidiana; del otro lado está el cri­men, que es,
para citar a Brecht, la única aventura posible en el mundo burgués. Las
novelas policiales, no obstante, reali­zan una inversión radical de esta
relación entre la ley y su transgresión:

Mientras que la tendencia constante del Viejo Adán es rebe­larse contra una
cosa tan universal y automática como lo es la ci­vilización, predicar la des-
viación y la rebelión, la novela de la ac­tividad policial en cierto sentido hace
presente que la civilización en sí es la más sensacional de las desviaciones y
la más romántica de las rebeliones… Cuando el detective de una novela po-
licial está solo, y un tanto fatuamente impávido entre los cuchillos y puños
de los ladrones, por cierto sirve para recordarnos que el agente de la justicia
de la sociedad es la figura original y poética, mientras que los escaladores
nocturnos y los salteadores de cami­nos son solo plácidos y viejos conserva-

41
Slavoj Žižek

dores cósmicos, felices en la respetabilidad inmemorial de los monos y los


lobos. La novela de la fuerza policial es entonces la novela de todo el género
hu­mano. Se basa en el hecho de que la moral es la más oscura y osada de las
conspiraciones.24

La operación fundamental de las novelas policiales consis­te en pre­


sentar al propio detective (a quien trabaja en defensa de la ley, en nom­
bre de la ley, para restaurar el reino de la ley) como el mayor aventurero
y violador de la ley, como una persona en comparación con la cual es el
criminal el que apa­rece como un pequeño burgués indolente, un con­
servador cuidadoso… Por supuesto, muchas transgresiones de la ley,
crímenes, aventuras, quiebran la monotonía de la vida coti­diana leal
y tranquila, pero la única verdadera transgresión, la única verdadera
aventura, la única que convierte a todas las otras aventuras en mezquin­
dades burguesas, es la aventura de la civilización, de la defensa de la ley
(una vez más, como si todos los otros crímenes fueran intercambiados
por el crimen propio de la ley en sí, lo cual realiza el pase mágico de
con­vertir todos los otros crímenes en perfectas trivialidades).
Y lo mismo sucede con Lacan. También para él la mayor transgre­
sión, lo más traumático y carente de sentido, es la ley en sí: la “loca” ley
superyoica que inflige el goce. No tenemos por un lado una multitud
de transgresiones, perversiones, agresiones, etcétera, y por el otro una
ley universal que regu­la, normaliza ese atolladero, que hace posible la
coexistencia pacífica de los sujetos. Lo más loco es el reverso de la ley
pa­cificadora en sí misma, la ley como un mandato mal com­prendido,
obtuso, de goce. Se puede decir que la ley se divide necesariamente en
una ley “pacificadora” y una ley “loca”: la oposición entre la ley y sus
transgresiones se repite dentro de la ley misma (en “hegelés”, se “re­
fleja en”). De modo que en­contramos en este caso la misma operación
que en Atalía: an­te las transgresiones criminales comunes, la ley apa­
rece como la única transgresión verdadera, así como en Atalía aparece
Dios, frente a los miedos terrenales, como lo único que hay que temer
realmente. Dios se divide entonces en un Dios pa­cificador, un Dios de
amor, serenidad y gracia, y un Dios fe­roz, colérico, que provoca en el
hombre el más terrible de los temores.
Este giro de ciento ochenta grados, este punto de inver­sión en el
cual la propia ley aparece como la única transgre­sión verdadera, co­
rresponde exactamente a lo que Hegel de­nominó “negación de la ne­
gación”. Tenemos la oposición simple entre la posición y su negación.

24. G. K. Chesterton, “A Defence of Detective Stories”, en H. Haycraft (comp.), The


Art of the Mystery Story, Nueva York, The Universal Library, 1946, págs. 5-6.

42
Sobre el Uno

En nuestro caso, entre la ley positiva, pacificadora, y la multitud de sus


transgresiones y crímenes particulares, la “negación de la ne­gación” se
produce cuando uno advierte que la única verda­dera transgresión, la
única verdadera negatividad, es la de la propia ley, que convierte todas
las transgresiones criminales ordinarias en una positividad indolente.
En este preciso sen­tido, la negación de la negación designa la “negativi­
dad res­pecto de sí misma”: el momento en que la relación negativa ex­
terna entre la ley y el crimen se convierte en una autonega­ción interna
de la ley, cuando la ley aparece como la única transgresión verdadera.
Por ello la teoría lacaniana es irreductible a cualquiera de las varian­
tes del transgresionismo, del antiedipismo, etcétera: el único verdadero
anti-Edipo es el propio Edipo, su reverso superyoico… Es posible seguir
esta economía “hegeliana” de Lacan hasta sus decisiones puramente or­
ganizativas: la disolu­ción de la École freudienne de París y la constitución
de la Cause freudienne en 1980 podrían haber dado la impresión de actos
liberadores (Causa en lugar de Escuela; final de la burocratización y la
regimentación de la escuela…); pero un par de meses después, la nueva
organización fue rebautizada École de la Cause freudienne, la Escuela de la
Causa en sí, in­comparablemente más severa que todas las otras escuelas,
así como la superación de todos los miedos terrenales por el amor di­
vino presupone la intervención del temor de Dios, in­comparablemente
más terrorífico que todos los miedos de la tierra.

¿Cómo contar el cero como uno?

Derrida como lector de Hegel

En defensa de Derrida contra la crítica filosófica tradicio­nal –repre­


sentada, por ejemplo, por Habermas en su Discurso filosófico de la moder-
nidad–, debe señalarse que la descons­trucción derrideana no tiene nada
en común con la afirma­ción de una “textualidad” o “escritura” exhaus­
tiva en la que estén abolidas las fronteras que separan la literatura de la
ciencia, la metáfora del sentido literal, el mito del logos, la re­tórica de
la verdad, etcétera, es decir, en la cual la ciencia quede reducida a una
especie de literatura, el sentido literal a un caso especial de la metáfora,
el logos (el pensamiento racio­nal) a la “mitología del hombre occiden­
tal”, la verdad a un efecto retórico especial, y así sucesivamente. La
línea argu­mentativa de Derrida es mucho más refinada. A propósito de
la diferencia entre verdad y retórica, por ejemplo, Derrida in­tenta de­
mostrar que la oposición misma entre la verdad y la “pura retórica” (el

43
Slavoj Žižek

establecimiento de la verdad como algo que es anterior e independiente


respecto de los efectos y figu­ras retóricas “secundarias”) se basa en un
gesto retórico radical.25 Lo mismo sucede con todos los otros pares que
hemos men­cionado: el logos filosófico implica una “mitología blanca”
(mythologie blanche) invertida, y así sucesivamente.
El aspecto esencial que no debe pasarse por alto es que en este punto
Derrida resulta totalmente “hegeliano”, en cuanto es “hegeliana” la in­
versión por medio de la cual el momento que niega el punto de partida
coincide con ese punto de partida llevado a su extremo. La “verdad”
como opuesta a la “pura retórica” no es más que la retórica llevada a su
extremo, al punto de su autonegación; el sentido literal no es nada más
que la metáfora llevada a la autonegación; el logos no es nada más que el
mito llevado a la autonegación, etcétera. En otras palabras, la diferencia
entre la retórica y la verdad cae dentro del campo mismo de la retórica; la
diferencia entre mythos y logos es inherente al campo del mito; la dife­
rencia entre metáfora y sentido literal depende de la autodiferenciación
de la metafo­ricidad. En el curso del proceso dialéctico, el momento
que a primera vista aparecía como límite externo del punto de par­tida
resulta no ser nada más que el extremo de su autorrela­ción negativa, y
la perspicacia de un análisis dialéctico queda demostrada precisamente
por su aptitud para reconocer como gesto retórico supremo la referen­
cia a la Verdad que despre­cia altivamente a la retórica, para discernir
en el logos que tra­ta con condescendencia al “pensamiento mítico” su
funda­mento mítico oculto, o bien, en cuanto a la relación de la ley con
el crimen, para identificar la “ley” como el crimen univer­salizado. La
oposición externa de los crímenes particulares y la ley universal tiene
que ser disuelta en el antagonismo “inte­rior” del crimen: lo que llama­
mos “ley” no es más que el cri­men universalizado, es decir que la ley
resulta de la relación negativa del crimen consigo mismo.
El problema del enfoque derrideano consiste en que pasa sistemá­
ticamente por alto el carácter hegeliano de su propia operación básica,
y reduce la dialéctica de Hegel al círculo te­leológico de la auto media­
ción del concepto, con lo cual (para referirnos de nuevo a los ejemplos
ya mencionados) el crimen aparece como nada más que un momento
“negado” de la au­tomediación de la ley, de modo que el movimiento
teleológi­co de la Verdad subordina la retórica, el sentido literal abarca

25. Digamos al pasar que esta era ya la tesis de Adorno. En su Negative Dialectics
(Nueva York, Continuum, 1973) señaló que la desvalorización filosófica tradicional de la
retórica como herramien­ta secundaria que no hace más que perturbar el enfoque directo
de la verdad, pertenece en realidad al ámbito de la retórica. El gesto retó­rico supremo
consiste en renunciar a la retórica y referirse a ella de modo negativo (“Lo que diré ahora
no es pura retórica, lo digo se­riamente…”).

44
Sobre el Uno

la metáfora, y así sucesivamente. La ley necesita del crimen para afirmar


su propio reino por medio de la “superación” del crimen… A propósito
de la dialéctica de la ley y del crimen sa­len a luz con mayor claridad los
contornos de las dos lectu­ras opuestas de la dialéctica hegeliana:

• La lectura tradicional (que es también la de Derrida), se­gún la cual


la particularidad negativa (el crimen como ne­gación particular de
la ley universal, por ejemplo) es solo un momento de pasaje de la
identidad-consigo-misma me­diada de la ley.
• La lectura según la cual la ley universal en sí no es más que el crimen
universalizado, el crimen llevado a su extre­mo, al punto de autone­
gación, con lo cual la diferencia entre el crimen y la ley cae dentro
del crimen. La ley “do­mina” al crimen cuando algún “crimen abso­
luto” particu­lariza todos los otros crímenes, los convierte en “puros
crímenes particulares”, y este gesto de universalización por medio
del cual una identidad se convierte en su opuesto es, desde luego,
precisamente el del punto de al­mohadillado.

La identidad como “determinación refleja”

De tal modo llegamos al núcleo mismo del problema de la identi­


dad. Estas dos lecturas apuntan a dos enfoques diferen­tes del concepto
hegeliano de la identidad consigo mismo.

• La primera lectura implica la oposición habitual entre la identidad


“abstracta”, que excluye la diferencia, y la identi­dad “concreta” qua
“identidad de la identidad y la no-iden­tidad”, que incluye toda la
riqueza de la dife­rencia, puesto que, en última instancia, consiste en
la identidad del proceso mismo de mediación entre las dife­rencias.
Para volver una vez más al ejemplo de la ley (la ley como la agencia
que excluye el crimen, que se opone abs­tractamente a él, es una
identidad abstracta, en cuanto se trata de un esquema muerto), toda
la vida real, efectiva, queda fuera de su alcance; la ley se limita al
contenido par­ticular que le provee el crimen. Por el contrario, la
identi­dad concreta es la identidad de la ley “mediada” por la parti­
cularidad del crimen, la que incluye el crimen como un momento
negado de la riqueza de su contenido. Esta concepción se expresa
usualmente con bien conocidas fra­ses de manual: “la identidad no
es la identidad-consigo-­misma muerta y rígida de una entidad, que
excluye todo cambio, sino la identidad que se preserva a través de la
misma dinámica del cambio, la identidad del proceso vital en si…”.

45
Slavoj Žižek

• Dentro del marco de la segunda lectura, la identidad-con­ sigo-


mismo es otro nombre de la “contradicción absolu­ta”. En la coin­
cidencia entre la ley y el crimen universali­zado, por ejemplo, la
identidad-consigo-misma de la ley significa que la ley coincide con
su opuesto, con el crimen universalizado. En otras palabras, la ley
en su “identidad abstracta” (opuesta a los crímenes, con exclusión
de su contenido particular) es en sí misma el crimen supremo. Es
así como hay que leer la tautología de “la ley es la ley”. En la pri­
mera mención (“la leyes…”) se trata de la ley universal en cuanto
opuesta abstractamente al crimen, mientras que la segunda (“…la
ley”) revela la verdad ocul­ta de la primera: la violencia obscena, el
crimen absoluto, universalizado, como su reverso oculto. (Podemos
sentir esta dimensión oculta de violencia incluso en la lectura co­
tidiana, “espontánea” de la proposición “la ley es la ley”: ¿acaso no
suele pronunciarse esta frase precisamente cuando enfrentamos una
coacción “injusta”, “incompren­sible”, propia de la ley? En otras pa­
labras, ¿qué significa efectivamente esta tautología, si no la sabiduría
cínica de que la ley sigue siendo, en su dimensión fundamental, una
forma de violencia radical que hay que obedecer con inde­pendencia
de nuestra apreciación subjetiva?). En La lucha de clases en Francia,
en medio de un análisis concreto del proceso revolucionario, Marx
introdujo un caso ejemplar de esa duplicación del universal cuando
se lo enfrenta con su contenido particular. Marx discute el papel del
“Partido del Orden” en los acontecimientos vitales posteriores a la
revolución de 1848:

el secreto de su existencia [era] la coalición de orleanistas y le­gitimistas en un


partido… El reino sin nombre de la república era el único en el que ambas
facciones podían conservar con igual po­der el interés de clase común sin
renunciar a su rivalidad recí­proca. […]. Si bien todas sus facciones, conside-
radas por separa­do, en sí mismas, eran realistas, el producto de su combina-
ción química tenía que ser necesariamente republicano.26

26. KarI Marx/Friedrich Engels, Collected Works, vol. 10, Londres, Lawrence & Wis-
hart, 1978, pág. 95. Incidentalmente, esta pa­radoja del “reino sin nombre de la república”
también sirve como ejemplo perfecto de lo que significa la “reconciliación” hegeliana. El
Partido del Orden creía en la Restauración, pero la posponía indefi­nidamente, “preser-
vando la forma republicana con su ira espuma­jeante e invectivas implacables contra
ella” (ibíd., pág. 96). En sínte­sis, al seguir cautivada por el espectro de la monarquía que
había que restaurar, al tratar la Restauración como un ideal cuya realización se posponía
indefinidamente, el Partido del Orden pasaba por alto el hecho de que este ideal estaba ya
plenamente realizado en el “reino sin nombre de la república”. Ellos ya tenían en sus manos lo
que buscaban, la “forma republicana” era la forma de aparición de su opuesto, el realismo
como tal.

46
Sobre el Uno

En esta lógica, “republicano” es una especie del género realismo; en


el nivel de la especie, ocupa el lugar del género: el género universal del
realismo es representado, adquiere existencia particular, en la forma de
su opuesto. En otras pa­labras, el género del realismo aparece dividido
en tres espe­cies: los orleanistas, los legitimistas y los republicanos. Tam­
bién podemos captar esta conjunción paradójica como una cuestión de
opciones. Un realista se veía obligado a optar en­tre el orleanismo y el
legitimismo. ¿Podía abstenerse de op­tar, y elegir al realismo en general,
que era el ámbito mismo de la opción? Sí, optando por ser republicano,
ubicándose en el punto de intersección del conjunto orleanista y el con­
junto legitimista. Este elemento paradójico, el tertium datur, el ter­cero
excluido de la opción, es el punto insólito en el cual el género universal
se encuentra dentro de su propia especie par­ticular; es decir, que la pro­
posición “un realista es un republi­cano” constituye una tautología cuya
estructura corresponde perfectamente a la de la proposición “Dios es
Dios”, desen­mascarada por Hegel como pura contradicción:

Orleanista Republicano Legitimista

Si alguien abre la boca y promete decir lo que es Dios, a sa­ber, que Dios
es… Dios, la expectativa queda defraudada, pues lo que se esperaba era una
determinación diferente […]. Si consideramos más atentamente este efecto
tedioso producido por esa verdad, vemos que el principio, “La planta es…”,
comienza a decir algo, a presentar una determinación adicional. Pero, puesto
que se repite lo mismo, ha sucedido lo opuesto, no ha emergido nada. Ese
pa­labrerío idéntico, por lo tanto, se contradice a sí mismo. La identi­dad, en
lugar de ser en sí misma verdad y verdad absoluta, es con­secuentemente
lo opuesto; en lugar de ser lo simple inalterado, es el pasaje más allá de sí
misma a la disolución de sí misma.27

Como el propio Hegel señala en el párrafo siguiente, la clave de esta


paradoja reside en la tensión entre forma y con­tenido: en el hecho de
que incide en nosotros “la forma de la proposición”. Es esta forma la que

27. Hegel’s Science of Logic, Londres, Allen & Unwin, 1969, pág. 415. [Ed. cast.: Ciencia
de la lógica, Buenos Aires, Mondolfo, 1982.]

47
Slavoj Žižek

produce la “expectativa” de que la segunda parte de la proposición ge­


nere la determina­ción específica de la universalidad inicial neutra, abs­
tracta. Al contrario de la concepción usual, es la forma de la proposi­ción
la que transmite la diferencia, mientras que el contenido sigue pegado en
la identidad inerte. La forma exige que la se­gunda parte de la ecuación
indique una especie del género, una determinación de la universalidad abs­
tracta, una marca inscrita en el lugar, un elemento del conjunto… ¿Qué
es lo que tene­mos, en cambio? La identidad, ese tedioso punto en el cual
un conjunto se encuentra entre sus elementos, un género se en­cuentra
en la forma de su propia especie.
Más precisamente, en lugar de encontrarse a sí mismo, el momento
inicial se cruza con su propia ausencia, el conjunto se topa consigo mismo
como conjunto vacío. Si el primer “Dios” (“Dios es…”) es el Dios posi­
tivo, el género que abarca todas las especies, todo Su contenido parti­
cular, el Dios de la paz, la reconciliación y el amor, el segundo “Dios”
(“…Dios”) es el Dios negativo, El que excluye todos Sus predicados,
todo contenido particular, el Dios del odio y la furia destructiva, el Dios
malo –como en la proposición “el realista es un republi­cano”, en la cual
“republicano” encarna al realismo general y excluye la totalidad de su
contenido particular (las dife­rentes especies de realismo)–. Esto es lo
que Hegel quiere de­cir con la notoria “identidad de opuestos”. Lejos de
implicar la identificación carente de sentido de predicados mutuamen­te
excluyentes (“esta rosa es simultáneamente roja y azul”), esta identidad
designa la ya mencionada autorreferencia del universal: el universal como
opuesto a sí mismo en cuanto se relaciona consigo mismo en el particu­
lar, en cuanto llega a su ser-para-sí en la forma de su opuesto.
El efecto de la contradicción solo puede producirse dentro del mar­
co de una economía dialógica. La primera parte (“Dios es…”) provoca
en el interlocutor la expectación determinada por la forma misma de la
proposición (uno espera un predicado diferente del sujeto, una determi­
nación específica de la univer­salidad divina [Dios es… omnipotente,
infinitamente bueno y sabio, etcétera]). La expectativa así provocada es
entonces de­fraudada por la segunda parte (“…Dios”), en la cual reapa­
rece el mismo término. Esta economía dialógica implica, por lo tan­
to, una temporalidad puramente lógica: una escansión temporal entre el
momento de la expectación y el momento de su de­sencanto, una demo-
ra mínima de la segunda parte de la tauto­logía. Sin esta temporalidad
mínima, la proposición A = A si­gue siendo una simple afirmación de
identidad y no puede producir el efecto de la contradicción pura.

48
Sobre el Uno

“Dios es…”

En síntesis, en esto consiste la concepción hegeliana de la identidad:


la identidad de una entidad consigo misma equiva­le a la coincidencia de
esta identidad con el espacio vacío de su “inscripción”. Encontramos
identidad cuando fracasan los predicados. La identidad es el excedente
que no puede ser captado por los predicados: más precisamente (y esta
preci­sión es crucial si queremos evitar una comprensión errónea de He­
gel), la identidad-consigo-mismo no es nada más que esta imposibilidad
de los predicados, nada más que esta con­frontación de una identidad con
el vacío en el punto en que esperamos un predicado, una determinación
de su contenido positivo (“la leyes…”). La identidad-consigo-mismo
es en­tonces otro nombre de la negatividad absoluta (autorreferen­cial),
otro nombre de la relación negativa con todos los pre­dicados que de­
finen ¿qué?: la propia identidad. En cuanto en Hegel la negatividad ab­
soluta constituye el rasgo fundamen­tal de la subjetividad, podríamos
añadir que “A = A” nos ofre­ce la más breve formulación posible de la
identidad de la sus­tancia y el sujeto: el sujeto es la sustancia reducida
al puro punto de relación negativa con todos sus predicados; es la sus­
tancia en cuanto excluye toda la riqueza de sus contenidos. En otras
palabras, se trata de una sustancia totalmente desus­tancializada, y toda
su consistencia reside en el rechazo de sus predicados.28

28. Un ejemplo perfecto de esta inversión hegeliana (el pasaje del sujeto al predicado)
se encuentra en la teoría de la relatividad. Como se sabe, la revolución de Einstein en la
concepción de la rela­ción entre el espacio y la materia se produjo en dos pasos. Primero,
él refutó la idea newtoniana de un espacio homogéneo, “uniforme”, al demostrar que la
materia “curva” el espacio. Se debe a la materia que el camino más corto entre dos puntos
no sea necesariamente una línea recta; si el espacio es “atraído” por la materia, el camino
más corto es una curva. Pero este fue solo el primer paso de Eins­tein; implica aun el
concepto de la materia como una entidad sustan­cial, un agente independiente del espacio,
que actúa sobre él: lo cur­va. La ruptura irruptiva crucial fue generada por el segundo paso
de Einstein, su tesis de que la materia en sí no es más que espacio curvo.
Ya en el nivel del estilo, esta inversión (de la materia qua causa que curva el espacio en
materia qua la curvatura misma del espacio) es profundamente hegeliana. Repite la figu-
ra que aparece reiterada­mente en Hegel, cuya forma general es ejemplificada del mejor
mo­do por la dialéctica de la esencia y la apariencia. No basta con decir que la esencia
(oculta) aparece de un modo distorsionado, que la aparien­cia no es nunca adecuada a su
esencia. Debemos añadir que la esencia misma no es más que esta distorsión de la apariencia,
esta no-adecuación de la apariencia a sí misma, esta auto fisura. (En los términos de la lógica
de la reflexión: la esencia se refleja en la apariencia, puesto que no es más que el reflejo-
sobre-sí de la apariencia.) Esto es lo que está en juego en el “pasaje del sujeto al predica-
do” hegeliano. Cuando He­gel dice que (en oposición al juicio del entendimiento, en el
cual el sujeto qua entidad sólida, sustancial, dada, es complementada por los predicados,
sus atributos), el juicio especulativo se caracteriza por el “pasaje” del sujeto al predicado,

49
Slavoj Žižek

Ahora bien (para volver a Derrida) este es el paso que la desconstruc­


ción derrideana parece incapaz de dar. Es decir que Derrida despliega
variaciones incesantes sobre el tema de la imposibilidad de la plena
identidad-consigo-mismo; sobre el hecho de que es siempre, constitu­
tivamente, diferida, es­cindida; de que la condición de su posibilidad es
la condición de su imposibilidad; de que no hay ninguna identidad sin
re­ferencia a un exterior que siempre-ya la trunca, etcétera, etcé­tera.
Pero lo que lo elude es la inversión hegeliana de la iden­tidad qua imposi-
ble en la identidad en sí como nombre de una cierta imposibilidad radical. La
imposibilidad desenterrada por Derrida, a través del duro trabajo de la
lectura desconstructiva que se supone subvierte la identidad, constituye

la estructura de este pasaje paradó­jico se corresponde perfectamente con el mencionado


ejemplo de la teoría de la relatividad.
Primero, la curvatura del espacio es postulada como un “predica­do” de la materia qua
entidad sustancial; después, “el sujeto pasa al predicado”; se pone de manifiesto que el
sujeto real de este proceso es la “curvatura misma del espacio”; lo que antes aparecía como
predicado. Incluso la tesis hegeliana fundamental so­bre la “sustancia como sujeto” tiene
que aprehenderse contra el fon­do de este pasaje del sujeto al predicado. La sustancia es el
“sujeto” en cuanto soporte sólido, idéntico a sí mismo, de sus “predicados”, mientras que
el sujeto hegeliano es el sujeto (sustancial) que ha “pa­sado al predicado”.
Según la bien conocida crítica nominalista a Hegel que encon­tramos en el primer
Marx (entre otros autores), la mistificación bási­ca de la especulación hegeliana está en el
modo en que el predicado comienza a funcionar como sujeto: “En lugar de concebir la
idea universal como un predicado de los sujetos individuales, concebimos estos sujetos
individuales que existen concretamente como puros momentos-predicados de la Idea uni-
versal, verdadero sujeto del pro­ceso dialéctico”. Esta crítica dice la verdad sin advertirlo.
Su único problema es que le atribuye a Hegel el sustancialismo platónico de las ideas,
como si la Idea hegeliana fuera un universal sustancial pla­tónico que penetra y anima la
esfera de lo particular, la realidad ma­terial. En otras palabras, lo que pasa por alto es que la
matriz funda­mental de la dialéctica hegeliana es el mecanismo que expone como “secreto
de la construcción especulativa”, como mecanismo oculto de la “mistificación” dialéctica;
es decir, la “inversión” de sujeto y predicado. En el curso del proceso dialéctico, lo que al
principio se presuponía como sujeto se transforma retroactivamente en algo puesto por
su propio “predicado”.
Este trastrocamiento podría especificarse adicionalmente como la inversión de la
“alteridad” u “otredad de la conciencia” en la “con­ciencia misma en su alteridad”. Con-
sideremos la conocida tesis de Lévi-Strauss de que la descripción (emológica) del “pen-
samiento sal­vaje” es una descripción salvaje de nuestro propio pensamiento. Lo que apa-
rece como una propiedad del objeto es en realidad una pro­piedad de nuestro propio
procedimiento interpretativo acerca del ob­jeto. Lo que aparece como la “alteridad de la
conciencia” (el exótico “pensamiento salvaje”, ajeno a nosotros) es “la conciencia misma
en su alteridad” (nuestro propio pensamiento en su estado “salvaje”). En otras palabras,
lo que tenemos es, una vez más, la inversión del sujeto en predicado: el sujeto sustancial
opuesto a “conciencia”, que aparece como una entidad dada positivamente (“pensamiento
salvaje”), pasa a un “predicado”, a una determinación de esta misma “conciencia” que
observa (el carácter “salvaje” de su procedimiento descriptivo).

50
Sobre el Uno

su definición misma. Aquí debemos recordar la proposición de la Lógica


(de Hegel). “A modo de reconciliación, la fuerza negativa recono­ce su
propia fuerza en aquello contra lo que lucha”. A modo de reconciliación,
la desconstrucción reconoce en la identidad “la propia esencia” que in­
tenta subvertir a través de la empe­ñosa lectura sintomal: es el nombre de
la imposibilidad que obstruye la constitución de una plena identidad-
consigo-mis­mo. La misma proposición se aplica a la relación entre la ley
y el crimen: a modo de reconciliación, la fuerza negativa del crimen re­
conoce en la ley contra la que lucha su propia esen­cia, el crimen univer­
salizado.29
Esta misma lógica de la identidad operaba en la imagen fantasmática
de Margaret Thatcher. Desde un enfoque des­constructivista, es fácil ubi­
car el exterior paradójico con refe­rencia al cual construyó su identidad
el thatcherismo. La in­vasión de poderes “ajenos” (los inmigrantes “in­
adaptados”, el terrorismo del IRA, el NUM de Scargill como “enemigo
in­terior”, etcétera) amenazaban socavar el “carácter británico”, la actitud
de confianza en sí mismo, de ley y orden, respeto a los valores y al tra­
bajo industrioso, y de tal modo desbordar y disolver la identidad inglesa.
Es sumamente significativo que en su descripción del adversario That­
cher recurriera a menu­do a la metáfora del monstruo ajeno que erosiona
y corrom­pe la trama de “nuestro modo de vida”. El enfoque descons­

29. Es casi superfluo señalar la aplicabilidad de este concepto de la identidad al análisis


de la identidad social. La tríada de la ley como opuesta al crimen, los crímenes particulares
y la ley como crimen universalizado (el modo en que la ley misma, ante el contenido par­
ticular de los crímenes, se escinde en ella misma y su propio reverso obsceno, perverso) ya
ha sido utilizada por Lilian Zac para analizar el discurso ideológico de la dictadura militar
argentina (véase su ma­nuscrito inédito “Logical Resources and the Argentinian Military
Discourse”, Colchester, University of Essex, 1989).
En su confrontación con la amenaza subversiva “terrorista”, el discurso oficial se escin-
dió en discurso público y discurso secreto. En el nivel público, se organizó en torno a los
valores de la unidad nacional, la ley y el orden, la paz pública, etcétera, contra la amenaza
del enemigo subversivo omnipresente. Pero el discurso público era siempre acompañado
por su doble sombrío: un discurso secreto en el que el “enemigo” era reducido a un objeto
impotente de tortura; un discurso que hablaba de “desaparecidos”; el discurso de la llama­
da “guerra sucia”, el cual, en nombre de la salvación nacional, per­mitía violar las normas
legales y los derechos humanos más elemen­tales; un discurso en el que emergía un goce
obsceno generado por el hecho de que la razón de Estado transforma nuestra indulgencia
con las pulsiones sádicas en la realización del Deber patriótico […].
Este reverso oculto del discurso oficial, que circunda a “lo que todo el mundo sabe”
aunque no se habla de ello públicamente (los “secretos públicos” sobre a quién se lleva-
ron anoche, dónde están las cámaras de tortura y las tumbas colectivas, etcétera), no es
una espe­cie de mancha externa en la superficie inmaculada del discurso pú­blico, sino su
reverso necesario, la condición de su eficiencia. El dis­curso público, que se legitima con
una referencia a la estabilidad y la paz sociales, etcétera, solo sigue siendo “eficaz” mientras
lo duplica un discurso oculto que difunde un terror generalizado, indefinible, y un horror
paralizante.
51
Slavoj Žižek

tructivista señalaría la ambigüedad fundamental de ese elemento “aje­


no”, su estatuto doble: está simultáneamente dentro de la estructura
como un elemento subordinado, con­tenido (el inmigrante que admite
la superioridad del modo de vida inglés), y fuera de ella (es el cuerpo
extraño amenazante, canceroso).
Esta ambigüedad nos obliga a invertir la percepción ideo­lógica es­
pontánea del thatcherismo: no basta con decir que lo obsesionaba el
miedo al intruso “ajeno” que supuestamente socavaba la identidad in­
glesa; hay que agregar que la identi­dad misma del “carácter británico”
se constituía con referen­cia a este intruso, no solo en el sentido de la
simple oposición diferencial que le permite a una identidad afirmarse
exclusiva­mente a través de la diferencia con su otro, sino en términos
mucho más radicales. Nuestra identidad está en sí misma siempre-ya
“truncada”, mutilada, es siempre-ya imposible, “antagónica”, y el in­
truso amenazante no es más que una pro­yección en el exterior, una
encarnación de nuestro propio an­ tagonismo intrínseco… Desde la
perspectiva hegeliano-laca­niana, no obstante, hay que dar otro paso
esencial, ya indicado por Jacqueline Rose en su análisis del atractivo del
thatcherismo.30
El punto de partida del análisis de Rose es la ominosa se­mejanza
entre Thatcher, la “fría” partidaria de medidas “du­ras”, la Dama de
Hierro, y Ruth Ellis, una figura mítica de la historia inglesa del crimen,
una asesina que irritaba al público al no realizar sus crímenes a la mane­
ra “femenina” habitual (con estallidos de pasión, derrumbes histéricos,
etcétera), y que has­ta el final, conservó su compostura, no dio muestras
de remordimiento, asistió al juicio impecablemente vestida… El “se­
creto” de Thatcher consistía en la misma conjunción “im­posible” de la
feminidad con una actitud “masculina” resuelta y calculadora: aunque
ella actuaba como un criminal varón, podía hacerlo impunemente por­
que era mujer… ¿No encon­tramos de nuevo la fórmula hegeliana de la
identidad? La ecuación “Thatcher = Ellis”, ¿no es una nueva versión de
la tautología “Dios es Dios” o “el realista es republicano”? No se trata
solo de que la identidad de Thatcher se generara con referencia a un
exterior constitutivo; esta identidad consiste en sí misma en una coin­
cidencia “imposible” de mujer solíci­ta, de ley y orden, con la más ruda
actitud criminal posible. Cuando los críticos de Thatcher llamaron la
atención sobre su lado “oscuro” (su frío espíritu de venganza, etcétera),
sin saberlo estaban consolidando su identidad.

30. Jacqueline Rose, “Margaret Thatcher and Ruth Ellis”, en New Formation, 6, Lon-
dres, Routledge, 1989.

52
Sobre el Uno

Un “intercambio quiasmático de propiedades”

El péndulo de Foucault, de Umberto Eco, contiene una di­gresión iró­


nica que nos permite captar claramente esta dife­rencia crucial entre la
transgresión de una identidad y la con­cepción de la identidad en sí como
resultado de una cierta “transgresión”. Con respecto a algunos grandes
clásicos litera­rios, la “transgresión” de su identidad consistiría en tratar­
los de modo sacrílego. Podría esperarse que se los imite irónica­mente,
que se introduzcan cambios arbitrarios de detalle, pa­ra demostrar que
no son un todo cerrado y armonioso, sino que están llenos de grietas (y
de elementos que llenan esas grietas)… En síntesis, nuestra meta sería
“desconstruir” la identidad-consigo-mismo del clásico. Pero lo que Eco
realiza en la dirección irónica a propósito del Hamlet de Shakespeare es
de una naturaleza totalmente distinta. Él no desconstruye la identidad
de Hamlet. Por el contrario, la (re)construye, pero de tal modo que esa
identidad aparece como resultado de una serie de operaciones contin­
gentes incoherentes. Para emplear la terminología hegeliana, en lugar
de subvertir la consisten­cia positiva de Hamlet y liberar el desconstruc­
tivo “poder de lo negativo”, Eco permite ver la positividad misma de
Hamlet como algo que resulta de la actividad autorreferencial del “po­
der de lo negativo”. Esta digresión consiste en una con­versación imagi­
naria entre Shakespeare y su editor:

–Me ha gustado mucho su obra. No está mal. Tiene ten­sión, imagina-


ción. ¿Es esta su primera pieza?
–No. He escrito otra tragedia. Es la historia de dos amantes de Verona
que…
–Hablemos primero de esta pieza, señor Shakespeare. Me pregunto por
qué la ubicó en Francia. ¿Podría yo sugerirle… Di­namarca? No habría mu-
cho que cambiar. Bastaría con modificar dos o tres nombres y convertir el
castillo de Chalons-sur-Marne en, digamos, el castillo de Elsinore… En una
atmósfera nórdica, protestante, a la sombra de Kierkegaard, por así decirlo,
todos esos acordes existenciales…
–Quizás usted tenga razón.
–Creo que sí. La obra necesitaría un pequeño retoque esti­lístico. Nada
drástico; las tijeras del peluquero antes de que le ponga el espejo para que
usted se vea, por así decirlo. Por ejem­plo, el fantasma del padre. ¿Por qué
al final? Yo lo habría puesto al principio. De ese modo las advertencias del
padre ayudarían a motivar la conducta del joven príncipe, y plantearían el
conflicto con la madre.
–Hum, buena idea. Solo tendría que mover una escena.
–Exactamente. Ahora bien, el estilo. Este pasaje, donde el príncipe se
vuelve hacia la audiencia y comienza su monólogo sobre la acción y la inac-

53
Slavoj Žižek

ción. Es un hermoso parlamento, pero, bien, no parece lo bastante pertur-


bado. “Actuar o no actuar… Este es mi problema.” Yo no diría “mi proble-
ma” sino “la cues­tión”. “Esa es la cuestión.” ¿Entiende lo que quiero decir?
No se trata tanto de su problema individual como de toda la cuestión de la
existencia. La cuestión de ser o no ser…31

El efecto logrado de este modo invierte la Verfremdung brechtiana:


no solo hace “extraño”, “desnaturaliza” a un clási­co sumamente fami­
liar, sino que más bien nos permite ver la negatividad en obra en la
constitución misma de este clásico; ofrece una respuesta a la pregunta
de “cómo el clásico se con­virtió en clásico”. Al desplegar el entrecruza­
miento de en­cuentros contingentes que dieron origen al clásico, “ge­
nera” al clásico familiar a partir de lo “extraño”. Para volver de nue­vo a
los términos hegelianos, pone de manifiesto que lo fami­liar resulta del
doble “extrañamiento”: de la autorreferencia del extrañamiento. Nues­
tro punto de partida es lo no-fami­liar: al introducirle variaciones, extra­
ñándolo respecto de sí mismo, nos encontramos de pronto en medio de
lo familiar; en esto pensaba Hegel al definir la identidad como una “de­
terminación refleja”, como resultado del movimiento autorre­ferencial
de la negatividad.
Volvamos por última vez a la dialéctica de la ley y al cri­men como su
transgresión. La ley en su identidad positiva re­sulta de la relación ne­
gativa del crimen consigo mismo a tra­vés de su universalización, de un
gesto criminal “absoluto” que excluye todos los otros crímenes particu­
lares; en otras pa­labras, del autoextrañamiento del crimen como “extra­
ño” a la “normalidad” de la ley. Esta inversión, la “generatriz” dialéc­tica
de la identidad, es homóloga a lo que Andrzej Warminski ha denomi­
nado concisamente “un intercambio (quiasmático) de propiedades”,32
aunque él también es víctima de un error común entre los críticos pers­
picaces de Hegel, y le formula como reproche lo que en realidad es un
rasgo básico de su pensamiento.
Warminski examina este “intercambio de propiedades” a propósito
del ejemplo del ejemplo y el modo en que Hegel concibe la diferencia
entre el ejemplo (Beispiel) y su significa­do, pensamiento puro. A prime­
ra vista, las cosas parecen cla­ras. Un ejemplo es solo un recurso externo,
pasivo, que nos permite dar expresión plástica a nuestro pensamiento;
aunque el pensamiento lo necesita para lograr una comprensión clara,
debemos cuidar que no nos seduzca su literalidad, el exceso de su con­

31. Umberto Eco, Foucault’s Pendulum, Nueva York, Harcourt Brace Jovanovich,
1989, pág. 69. [Ed. cast.: El péndulo de Foucault, Buenos Aires, Ed. De La Flor, 1997.]
32. Andrzej Warminski, Readings in Interpretation, Minneapolis, University of Min-
nesota Press, 1987, pág. 110.

54
Sobre el Uno

tenido externo, particular; en última instancia, un ejemplo es “solo un


ejemplo”, debe “negarse” a sí mismo y dirigir nuestra atención hacia su
núcleo conceptual. A prime­ra vista, lo que tenemos es un caso puro de
la clásica metafísi­ca del lenguaje. Debemos impedir que la presencia-
para-sí interna del pensamiento se pierda y se disperse en la riqueza
falsa y engañosa de su ejemplo: el contenido interior debe prevalecer y
penetrar la falsa inmediatez del ejemplo.
No obstante, como lo demuestra Warminski por medio de un aná­
lisis detallado del modo en que Hegel trata el ejem­plo aristotélico clá­
sico de la cera y el anillo (así como la cera toma solo el sello del anillo
de oro, y no el oro mismo, sino puramente su forma, en la sensación
solo la forma del objeto percibido llega al alma, sin la materia), siempre
existe un pun­to en el cual se derrumba, se invierte, esta oposición del
pen­samiento interno/activo y su ejemplo externo/pasivo: el pun­to en el
que Hegel intenta explicar por medio de un ejemplo la diferencia misma
entre las lecturas literal y correcta (teórica) de un ejemplo. En ese punto se
produce una especie de cortocir­cuito paradójico: la diferencia entre el
ejemplo y el contenido conceptual que se supone ejemplificado aparece
inscrita en el ejemplo mismo; el mismo ejemplo “proporciona un ejemplo”
de cómo debemos tratarlo en tanto “puro ejemplo”. En sínte­sis, existe
por cierto el peligro de que la riqueza excesiva del contenido inmediato
de un ejemplo nos seduzca, pero el úni­co modo de evitarlo es basarse
en un “buen ejemplo”. Esta es la inesperada inversión a la que se refie­
re Warminski: un “inter­cambio (quiasmático) de propiedades” entre el
interior del pensamiento y el exterior de su ejemplo. Entonces lo “acti­
vo” pasa a ser el ejemplo, que genera su diferencia con el pensa­miento,
mientras que el pensamiento interior subsiste como un medio pasivo
que alcanza su contenido con la ayuda del ejemplo…
La homología entre este “intercambio de propiedades” y la génesis
dialéctica de la ley a través de la universalización del crimen es impre­
sionante. Si la génesis de la ley saca a la luz el punto en el que la ley
coincide con el crimen universalizado, el intercambio de propiedades
entre el pensamiento y su ejemplo pone de manifiesto el punto en el
que el “ejemplo” se vuelve indiscernible de su pensamiento, en cuanto
se basa en su propia diferencia con ese pensamiento. En ambos casos,
la diferencia entre el momento “superior” y el “inferior” (entre la ley
y el crimen, entre el pensamiento y el ejemplo) está contenida en el
momento “inferior”; se genera por autodiferenciación a través de la
relación negativa consigo mismo.
En esto consiste en última instancia la concepción hege­liana de Je­
sucristo. Desde luego, todos los individuos huma­nos son “ejemplifica­
ciones” de la Idea divina. Pero esta Idea alcanza su ser-para-sí, se actua­

55
Slavoj Žižek

liza plenamente, solo por me­dio de su encarnación en Jesús, quien es


entonces “el ejemplo más sublime”, el “ejemplo reflejo del ejemplo”, la
ejemplifica­ción del principio mismo del ejemplo (de la verdad cristiana
de que el propio Dios se convirtió en hombre, de que esta “ejemplifica­
ción” de Dios en el Hombre forma parte de la noción misma de Dios).
El punto crucial que no se debe pasar por alto es que el “ejemplo del
ejemplo” coincide con la Verdad misma (en contraste con el menosprecio
platónico de la “imi­tación de la imitación”): Cristo es un punto en el
que el ejem­plo (humano) y la Idea (divina) se vuelven indiferenciables,
un punto de “intercambio quiasmático de propiedades” en el cual lo
exterior (de Jesucristo, ese individuo miserable, lasti­moso) es “activo”
en relación con lo interior, la Idea divina. Podríamos incluso decir que
este “intercambio quiasmático de propiedades” define el estatuto mis­
mo del sujeto en la filo­sofía de Hegel. La “sustancia se vuelve sujeto”
por medio de un intercambio análogo de sus respectivas “propiedades”:
el sujeto atrapado al principio en sus presupuestos sustanciales, que
está “insertado” en ellos (ese es su atributo pasivo) re­troactivamente
los “postula”, o “pone”, los subordina a la for­ma de él, hace de ellos su
propio objeto pasivo.

La “lógica del significante”

Ante la multitud de crímenes particulares, la ley universal se reve­


la como el crimen universalizado absoluto; frente a la multitud de los
horrores terrenales, el propio Dios, la beati­tud de la paz y el amor, se
revela como el horror absoluto… Esta tríada, esta estructura ternaria en
la cual el universal, enfrentado a su contenido particular, se redobla en
lo positi­vo y lo negativo, lo abarcativo y lo excluyente, lo “pacifica­dor” y
lo destructivo (en otras palabras, la estructura ternaria en la cual la posi­
ción inicial, confrontada con la multitud de sus negaciones particulares
que la “median”, es retroactiva­mente transcodificada como una negati­
vidad pura en relación consigo misma), proporciona la matriz elemental
del proceso dialéctico. Este espacio lógico autorreferencial en el que el
género universal se encuentra en la forma de su opuesto dentro de su propia
especie (donde, por ejemplo, el Dios del amor se encuentra a Sí mismo
en la forma del horror absoluto y la ira destructiva), es decir, donde un
conjunto se encuentra a sí mismo entre sus propios elementos, se basa
en la posibilidad de reducir la estructura del conjunto a un caso límite:

el de un conjunto con un solo elemento. Ese elemento tiene que diferir solo
del conjunto vacío, del conjunto que no es más que la falta del elemento

56
Sobre el Uno

en sí (o debe diferir de su lugar como tal, o de la marca de su lugar, lo que


equivale a decir que está es­cindido). Para que el conjunto exista, el elemen-
to tiene que salir, tiene que excluirse, exceptuarse, aparecer como déficit o
exceso.33

Dentro de este espacio lógico, la diferencia específica ya no funciona


como la diferencia entre los elementos contra el fondo del conjunto
neutro-universal: coincide con la diferen­cia entre el conjunto universal
en sí y sus elementos particula­res; el conjunto es posicionado en el mismo
nivel que sus elementos, opera como uno de sus propios elementos, como
el elemento paradójico que “es” la ausencia en sí, el elemento-falta (es
de­cir que, como sabemos por los fundamentos de la teoría de los con­
juntos, cada conjunto incluye como uno de sus elemen­tos el conjunto
vacío). Esta paradoja se basa en el carácter di­ferencial del conjunto de
los significantes: en cuanto aborda­mos un conjunto diferencial, debe­
mos incluir en la red de diferencias la diferencia entre un elemento y
su propia ausen­cia. En otras palabras, hay que considerar la ausencia del
signifi­cante como parte de ese significante; hay que postular la existencia de
un significante que positiviza, “representa”, “da cuerpo a” la falta mis­
ma del significante (es decir que coincide con el lu­gar de inscripción del
significante). Esta diferencia es en un sentido “autorrefleja”: el punto
paradójico, “imposible” pero necesario en el cual el significante no di­
fiere solo de otro sig­nificante (positivo) sino de sí mismo como significante.
Aunque puedan parecer abstractas y fútiles, estas cavila­ciones nos
llevan al núcleo mismo de la dialéctica hegeliana, en el cual el géne­
ro universal tiene solo una especie particu­lar, y la diferencia específica
coincide con la diferencia entre el género en sí y su especie. Al principio
tenemos el universal abstracto; no llegamos al particular complemen­
tándolo con su contraparte particular, sino aprehendiendo que el uni-
versal es ya en sí mismo particular: es no “todo”; lo que no puede in­cluir
es el particular mismo, en cuanto el universal es abstrac­to, en cuanto lo
obtenemos mediante el proceso de abstraer los rasgos comunes de un
conjunto particular de entidades.
Por esta razón, la discordia entre el universal y el particu­lar es cons-
titutiva: su encuentro siempre “se frustra”. El impul­so del proceso dia­
léctico consiste precisamente en esta “con­tradicción” entre el universal
y su particular. El particular es siempre insuficiente o excesivo, o ambas
cosas, con relación a su universal: es excesivo, puesto que el universal,
en cuanto es “abstracto”, no puede incluirlo; insuficiente (y esta es la
con­tracara de la misma dificultad), porque nunca hay bastante del parti­

33. Jacques-Alain Miller, “Matrice”, en Ornicar?, 4, París, 1975, pág. 6.

57
Slavoj Žižek

cular para “llenar” el marco universal. Esta discordia entre el universal y


el particular podría “resolverse” si se al­canzara el reposo de un encuen­
tro afortunado en el que la dis­yunción, la división del género universal
en especies particula­res, fuera exhaustiva, sin resto; pero esta disyunción/
división de un conjunto significante no es nunca exhaustiva, siempre
que­da un lugar vacío ocupado por el elemento excedente que es el con­
junto mismo en la forma de su opuesto, es decir, como conjunto vacío.
En esto difiere la clasificación significante de la clasificación usual, de
sentido común: junto a la especie “normal” siempre encontramos una
especie suplementaria que ocupa el lugar del propio género.
Esta es entonces la paradoja básica de la lógica lacaniana del “no
todo” (pas tout): para transformar una colección de elementos particu­
lares en una totalidad consistente, hay que añadir (o sustraer, lo que es
lo mismo: postular como excep­ción) un elemento paradójico que, en su
misma particulari­dad, encarna la universalidad del género en la forma
de su opuesto. Recordemos el ejemplo marxista del realismo: el gé­nero
universal (realismo) se totaliza cuando le añadimos “re­publicanismo”
como encarnación inmediata del realismo en general como tal:, la uni­
versalidad de la función “realista” pre­supone la existencia de “por lo
menos uno” que actúe como excepción. La consecuencia radical es que
la escisión, la divi­sión, está ubicada del lado de el universal, y no del lado
del parti­cular. Es decir que, al contrario de la idea usual según la cual
la diversidad de contenidos particulares crea división, diferencia espe­
cífica en el marco neutro del universal, el universal en sí se constituye
al sustraer de un conjunto algún particular de­signado para encarnar el
universal como tal: el universal surge (en términos hegelianos: es puesto
como tal, en su ser-para-­sí) en el acto de escisión radical entre la rique­
za de la diversi­dad particular y el elemento que, en medio de ella, “da
cuer­po” al universal.
En esto consiste la lógica de la diferencia sexual: el con­junto de las
mujeres es particular, no totalizado, no universal; su multitud adquie­
re la dimensión de la universalidad (preci­samente, de la “humanidad”)
en cuanto se excluye de ella un elemento con el que se encarna la hu­
manidad como tal: el hombre. La oposición de hombre y mujer no es
entonces si­métrica: el género “hombre” tiene una especie, la mujer. La uni­
versalidad de la “humanidad” no es lógicamente anterior a la diferencia
sexual, es postulada como tal a través de la inscrip­ción de esa diferencia.
Es un lugar común de la teoría femi­nista señalar la ambigüedad del tér­
mino “hombre” (por un la­do designa al varón, y por otro lado al ser hu­
mano) como prueba de la tendencia “chauvinista masculina” de nuestro
lenguaje cotidiano; sin embargo, habitualmente se pasa por alto en rela­
ción con esta ambigüedad la tensión dialéctica que existe entre esos dos

58
Sobre el Uno

aspectos: por cierto, el hombre qua va­rón “da cuerpo” a la universalidad


del hombre qua ser huma­no, pero lo hace en la forma de su opuesto (como
en la Atalía de Racine, donde Dios qua fuente de horror indecible “da
cuer­po” a Dios qua amor y beatitud). En otras palabras, precisa­mente
en cuanto encarna inmediatamente a la humanidad, el hombre qua va­
rón es radical, constitutivamente, más “inhu­mano” que la mujer.34
Ni el idealismo neohegeliano ni el nominalismo materia­lista reco­
nocen bien el estatuto de esta diferencia paradójica, que es constitutiva
del universal en sí y, por lo tanto, no pue­de reducirse a una diferen­
cia específica común contra el fon­do neutro de un género universal.
Aunque, por lo general, la categoría de la sobredeterminación se conci­
be como “antihege­liana” (Althusser y otros), ella en realidad designa
precisa­mente esta paradoja intrínsecamente hegeliana de una totali­dad
que siempre incluye un elemento particular que encarna su principio estructu-
rante universal. Es el caso de la producción en Marx:

En todas las formas de sociedad hay un tipo específico de producción que


predomina sobre el resto, y sus relaciones asig­nan rango e influencia a los
otros. Es una iluminación general que baña a todos los otros colores y
modifica su particularidad. Es un éter particular que determina la gravedad
específica de to­do ser que se ha materializado dentro de él.35

Esto es la “sobredeterminación”: una determinación del todo por


uno de sus elementos que, según el orden de la clasi­ficación, debería
ser solo una parte subordinada. Es decir que una parte de la estructura
“envuelve” a su todo. Cuando, en la totalidad de la producción, distri­
bución, intercambio y consu­mo, Marx le atribuye este lugar a la pro­
ducción, está re­curriendo a la categoría hegeliana de la “determinación
anti­tética” (gegensätzliche Bestimmung): “La producción no solo predo­

34. En la cuestionada proposición de Lacan “La Mujer no exis­te”, la “existencia” debe


concebirse en el estricto sentido hegeliano, no simplemente como sinónimo de “ser”.
En la Lógica de Hegel, la categoría de la existencia tiene su lugar al final de la segunda
parte, que trata sobre la “esencia”, pero el correlato de la existencia no es la “esencia”,
presentada en pareja con la “apariencia”; la “esencia” es el ser en cuanto “aparece”, en
cuanto es puesto como “mera aparien­cia”. En efecto, el correlato de la existencia es el
“fundamento” [das Grund]: la existencia es el ser en cuanto está “fundamentada”, funda­da
en un Fundamento único universal que actúa como su “razón su­ficiente”. En este preciso
sentido “La Mujer no existe”: ella no posee un fundamento único, no puede ser totali-
zada con referencia a algún principio abarcativo. En consecuencia podemos ver que esta
tesis la­caniana excluye radicalmente la idea “chauvinista masculina” de que el hombre es
el centro propio y fundamento de la mujer, en cuyo ca­so la mujer existiría: se sustrae al
“dominio masculino” precisamente en la medida en que no existe.
35. Karl Marx, Grundrisse, Harmondsworth, Penguin, 1972, pág. 107.

59
Slavoj Žižek

mina sobre sí misma, en la determinación antitética de la producción,


sino también sobre los otros momentos”.36 Esta “determinación antité­
tica” es la forma en que el universal se encuentra a sí mismo dentro de
sus particularidades: la producción se encuentra dentro de su especie,
o la producción es una especie que incluye a su propio género (la tota­
lidad de la pro­ducción, la distribución, el intercambio y el consumo),
como en teología, donde Dios qua amor predomina sobre Él mismo
en la determinación antitética, es decir, qua horror e ira inde­cibles. El
lema hegeliano “la verdad es el todo” resulta profun­damente engañoso
si uno lo interpreta en el sentido del “ho­lismo” tradicional, según el
cual el contenido particular no es más que un momento transitorio,
subordinado, de la totalidad integral; el “holismo” hegeliano es, por
el contrario, de tipo autorreferencial: el todo es siempre-ya parte de sí
mismo, siem­pre está incluido entre sus propios elementos. El progreso
dia­léctico no tiene entonces nada que ver con la ramificación gra­dual
de alguna totalidad inicialmente no diferenciada, hasta convertirse en
una red de determinaciones concretas; su meca­nismo es más bien el de
un todo que se añade una y otra vez a sus propias partes, como en el
conocido desliz lógico citado a menudo por Lacan: “Yo tengo tres her­
manos, Pablo, Ernesto y yo mismo”. “Yo mismo” es aquí exactamente
la “determina­ción antitética” de “yo”.

La estructura subjetivizada

A través de este elemento excedente que encarna al uni­versal en su


forma negativa, por la vía de este punto en el cual el universal se en­
cuentra consigo mismo en su determinación antitética, la estructura de
su significante se subjetiviza: el su­jeto solo existe dentro de este “en­
cuentro frustrado” entre el universal y el particular; en última instancia
no es más que el nombre de su discordia constitutiva. El particular es
siempre insuficiente, nunca basta para “llenar” la extensión del univer­
sal, pero al mismo tiempo lo excede, puesto que se suma a la serie de
elementos particulares como el Uno que encarna al género mismo. En
cuanto abolimos este cortocircuito entre el universal y el particular, esta
distribución en banda de Moe­bius, donde el universal y el particular
están ubicados en la misma superficie, o, en otras palabras, en cuanto
llegamos a una clasificación que presenta el universal dividido en espe­
cies sin el resto paradójico de su determinación antitética, te­nemos una

36. Ibíd., pág. 99.

60
Sobre el Uno

estructura “objetiva”, una estructura que no esce­nifica la representación


del sujeto.
¿No hemos desembocado de este modo en la fórmula la­caniana del
significante? Esta “determinación antitética”, es­te particular paradójico
que, dentro de la serie de los particu­lares, ocupa el lugar del universal
mismo, lo representa, ¿no es el significante que representa al sujeto
para los otros signi­ficantes? Como en el análisis marxista de la lógica
del realis­mo, en el cual el republicanismo representa al realismo gene­
ral para las (otras) especies de realismo. La respuesta es definitivamente
negativa: lo que esa lectura simplista no toma en cuenta es la dialéctica
de la falta y el exceso. El particular excedente encarna al universal en
la forma de su opuesto, está en exceso precisamente en cuanto llena la
falta del particular con respecto al universal. El excedente es entonces
la forma de aparición de la falta; el Uno (el “más-Uno” lacaniano) es la
forma de aparición del cero, y la fórmula del significante so­lo puede
introducirse legítimamente en este punto: el exceso, el Uno excedente
que llena la falta es el significante que re­presenta al sujeto (el vacío, el
cero, el conjunto vacío de la es­tructura). Para aclarar este punto crucial,
recordemos el si­guiente pasaje del tercer libro de la Ciencia de la lógica
de Hegel:

Por cierto, yo tengo conceptos, es decir, conceptos determi­nados, pero el yo


es el puro concepto en sí que, como concepto, ha entrado en la existencia.37

El yo (para Hegel es sinónimo del sujeto) está entonces ubicado en


la intersección del “ser” y el “tener”. El concepto universal que solo
tiene predicados es aún una sustancia uni­versal a la que le falta la auto­
rreferencialidad propia del suje­to. Por una parte, el sujeto es pura uni­
versalidad negativa: una identidad-consigo-misma que “rechaza” todo
su conteni­do determinado, hace abstracción de él (“yo” no soy ninguna
de mis determinaciones, sino la universalidad que simultánea­mente las
contiene y las niega); pero, por otro lado, “yo” es ese poder abstracto de
la negatividad “que ha entrado en la existencia en el dominio mismo de
sus determinaciones”, que ha adquirido “ser determinado”. Como tal,
es lo opuesto a la identidad del universal consigo mismo, es un punto
de fuga, el “otro de sí mismo” que elude cualquier determinación. En
otras palabras, un punto de pura singularidad. Es precisamen­te esta os­
cilación entre la universalidad negativa abstracta (abstracción de todo
contenido determinado) y el punto de fuga de la pura singularidad, esta
“universalidad absoluta que es también inmediatamente una individuali-

37. Hegel’s Science of Logic, ob. cit., pág. 583.

61
Slavoj Žižek

zación absoluta”, lo que constituye, según Hegel, “la naturaleza del yo y


también la naturaleza del concepto”38: la identidad fundamental del yo
y el concepto. Lejos de ocupar el polo opuesto de la universa­lidad, la
individualidad hegeliana designa el punto en el cual el contenido en fuga
que se niega a sí mismo coincide con la forma abstracta del receptáculo
universal que es indiferente a todo contenido determinado.
Los tres términos –el universal positivo (el realismo como género),
el particular (sus diferentes especies: orleanismo, le­gitimismo…) y la
excepción que encarna al universal en la forma de su opuesto (el repu­
blicanismo como el único modo de ser “realista en general”)– pueden
entonces suplementarse con un cuarto: el vacío mismo llenado por la
excepción. Este vacío sale a la luz en la subversión hegeliana del prin­
cipio de identidad: la identidad-consigo-mismo tal como se expresa en
una tautología (“Dios es Dios”, por ejemplo) es en sí misma la contra­
dicción más pura, absoluta, la falta de cualquier de­terminación; donde
uno esperaba una determinación específi­ca, un predicado (“Dios es…”),
no se obtiene nada, hay ausencia de determinación. Lejos de presentar
una suerte de plenitud autosuficiente, la tautología abre un vacío en la
sus­tancia, que es llenado por la excepción: este vacío es el sujeto, y la
excepción lo representa para todos los elementos de la sustancia. “Dios
es Dios” es por lo tanto la manera más sucin­ta de decir “la sustancia es
el sujeto”. La repetición de lo mis­mo añade a los predicados divinos
(sabiduría, bondad, omni­potencia…) una cierta “nada”, un lugar vacío,
una falta de determinación que la subjetiviza. Por ello solamente del
Dios judeocristiano, el de la tautología “Yo soy el que soy”, puede de­
cirse que es un sujeto.
El punto de partida del proceso dialéctico no es la pleni­tud de una
sustancia autosuficiente, idéntica a sí misma, sino la contradicción ab­
soluta: la pura diferencia es siempre-ya el “predicado” imposible de la iden-
tidad-consiga-mismo o, para decir­lo en términos lacanianos, la identi­
dad de una marca signifi­cante (S) siempre-ya representa al sujeto ($).
Esta contradic­ción absoluta se “resuelve” al excluir del conjunto sus­
tancial un elemento encargado de representar el vacío, la falta de de­
terminación propia de la tautología: se resuelve excluyendo de una serie
de marcas significantes “por lo menos Una” que de tal modo subraye
el vacío de su espacio de inscripción. El sujeto es este vacío, esta falta en la
serie de los predicados de la sus­tancia universal: es la “nada” implícita en la
autorreferencia tautológica de la sustancia, el cuarto término mediador
que fuga hacia el resultado final, en la tríada lograda.

38. Ibíd.

62
Sobre el Uno

La “metáfora del sujeto”

Estas paradojas de la “lógica del significante” nos permi­ten ubicar


adecuadamente la tesis de Lacan sobre la “metáfo­ra del sujeto”, su afir­
mación de que el estatuto mismo del su­jeto está vinculado con una me­
táfora, con una sustitución me­tafórica. En un primer enfoque, hay dos
lecturas complemen­tarias de esta tesis:

• La primera lectura consistiría simplemente en concebir al sujeto


como el último significado, siempre elusivo, de la cadena signifi­
cante: no hay ningún significante “adecuado” para el sujeto; nin­
gún significante puede ser más que su metáfora; en él, el sujeto está
siempre mal representado, si­multáneamente revelado y oculto, dado
y retirado, indica­do, sugerido entre líneas…
• La lectura opuesta insistiría en que una cadena significan­te está
“subjetivizada” precisamente por su metaforicidad: lo que llamamos
“sujeto” no es la X insondable, punto de referencia final de su sig­
nificado, sino un nombre para la brecha misma que impide que el
lenguaje humano se con­vierta en una herramienta neutra para la de­
signación de algún estado de cosas objetivo; es un nombre para los
di­ferentes modos en que el estado de cosas descrito es siem­pre-ya
presentado desde alguna posición de enunciación parcial, sesgada.
En otras palabras, nuestra palabra está “subjetivizada” precisamente
en cuanto nunca “dice direc­tamente lo que quiere decir”: en lugar
de “vagina”, pode­mos decir “flor de la feminidad”; esta segunda ex­
presión, por repulsivamente exuberante que resulte, no es menos
“objetiva” que la primera.39

El punto interesante de estas dos lecturas consiste en que, aunque


opuestas, ambas poseen una especie de evidencia “pri­maria”, “de sen­
tido común”: de algún modo “sentimos” que no hay palabras para re­

39. A causa de esta metaforicidad original, el ciframiento como tal genera un goce
excedente que no puede explicarse por la necesidad de eludir la censura que prohíbe
mencionar de modo directo, literal, algún contenido. Uno de los casos supremos de goce
procurado por el ciframiento del significante es la obra de Bertolt Brecht titulada Me Ti.
Buch der Wendungen, que traspone la historia del socialismo a un relato sobre la guerra
civil en un antiguo imperio chino (Trotski se convierte en “To-Tsi”, y así sucesivamente).
El efecto mismo de “extrañamiento” que sirve como justificativo “oficial” del procedi­
miento de Brecht (la necesidad de obligar al lector a tomar distancia de su propia conste-
lación histórica y observarla como un país exóti­co, extranjero, en el que las cosas pierden
su carácter evidente) pre­supone como base de su eficacia el goce procurado por el acto
de ci­framiento como tal.

63
Slavoj Žižek

presentar adecuadamente nuestra sub­jetividad más íntima, y su conte­


nido propio solo puede ser alu­dido, pero al mismo tiempo “sentimos”
que una pala­bra que funcionara como un medio puro y transparente
de designación sería en cierto sentido “sin-sujeto”, y que siempre se
puede detectar la presencia de un sujeto en los elementos del estilo,
los recursos metafóricos, etcétera. En síntesis, a tra­vés de todos los ele­
mentos que, desde el punto de vista de la información que se transmite,
representan un “ruido” super­fluo. ¿Cómo podemos explicar esta opo­
sición? La clave está contenida precisamente en la lógica paradójica de
la excep­ción, del término reflejo bajo cuya forma el género universal se
encuentra consigo mismo entre sus especies. Recordemos una vez más
la lógica marxista del realismo: el republicanismo en el cual se encuen­
tra a sí mismo el realismo en la forma de su opuesto es una sustitución
metafórica del realismo:

republicanismo

realismo

Es decir que el republicanismo ocupa el lugar del realis­ mo-en


-general. Pero, como acabamos de ver, esta excepción (el significan­te
“puro”) es una entidad de dos caras, como Jano.

• Por un lado, mantiene una relación metonímica con el gé­nero uni­


versal: en esa relación, una parte funciona como sustituto metoními­
co del todo; lo hemos visto en el ejem­plo marxista de la producción:
la producción es un térmi­no de la tétrada producción-distribución-
intercambio­consumo, pero simultáneamente representa al todo.
• Por otro lado, mantiene una relación metafórica con el vacío, la falta
en el universal sustancial: la excepción llena el vacío que está en
medio de la sustancia.

A esta dualidad se refiere precisamente Lacan cuando ha­bla del sig­


nificante como “metonimia del objeto” y “metáfora del sujeto”: la ex­
cepción mantiene una relación metonímica con el objeto sustancial y
una relación metafórica con el vacío sin sustancia que es el sujeto. La
metáfora, en su dimensión más radical, es esta última sustitución del
cero por Uno, este acto por medio del cual el Uno (el rasgo significan­
te) “repre­senta” el cero, el vacío que “es” el sujeto: en síntesis, el acto
por medio del cual cero es contado como Uno. Esta sería la defi­nición laca­
niana más elemental del sujeto: una nada que no es una nada sino que es
ya contada como Uno, vertida y remarcada por la excepción, el más-Uno

64
Sobre el Uno

de la serie de marcas. En otras palabras, una nada que aparece en la for­


ma del opuesto que la representa, del Uno. La “metáfora original” no es
una susti­tución de algo por otra cosa sino la sustitución de algo por na­da;
es el acto mediante el cual “hay algo en lugar de nada”, de modo que
la metonimia es una especie de la metáfora: el desliza­miento metonímico
desde un objeto (parcial) a otro es puesto en marcha por la sustitución
metafórica constitutiva del suje­to; el “uno por otro” presupone el “uno
por nada”.
Ahora podemos volver a los modos de leer la fórmula de la “metá­
fora del sujeto”. Está claro que en la primera lectura (el sujeto como
el último punto de referencia, eternamente elusivo), el sujeto es aún
concebido como sustancia, como una entidad sustancial trascendente,
mientras que la segunda lec­tura (el sujeto como la brecha que impi­
de que nuestra palabra sea un medio neutro de designación) indica la
dimensión pro­pia del sujeto. En otras palabras, estas dos lecturas ex­
presan en el nivel intuitivo del sentido común la dualidad misma de la
sustancia y el sujeto.

El “un Uno” hegeliano

Hegel articula esta relación paradójica entre el cero y el Uno (en


la cual el Uno es la inscripción del cero) en uno de los “nudos” cru­
ciales de su Lógica, el pasaje del ser determina­do (Dasein) al ser-para-sí
(Fürsichsein) y el ser-para-uno (Sein­für-Eines) como su especificación. Al
comienzo recuerda la expresión alemana empleada para preguntar por
la cualidad de una cosa: Was für ein Ding ist das? (literalmente, “¿para
qué una cosa es esto?”, con el sentido de “¿qué clase de cosa es esta?”).
Sobre la base del doble significado de la palabra alema­na ein (el artículo
indeterminado “un” y el número “uno”), la lee como el “uno” de la uni­
dad, como el “uno” opuesto a los otros (los “otros-unos”): “¿para qué
Uno la cosa es esto?”. Y desprende la pregunta obvia: ¿cuál es este Uno
para el cual al­go (la cosa) es?
Hegel señala que este Uno no puede coincidir con “algo” (Etwas):
el correlato de algo es algo-otro (ein Anderes); esta­mos en el nivel de la
finitud, de la realidad finita, de su red de determinaciones recíprocas, en
la que algo está siempre vin­culado con alguna otra cosa, limitado, defi­
nido, “mediado” por otros “algo”. El ser del algo es por lo tanto siem­
pre un ser-para-otro (Sein-für-Anderes); solo se llega al Uno cuando este
otro, este algo-otro para el cual él es algo, se refleja en el algo mismo
como su propia unidad ideal, es decir, cuando al­go ya no es para algo-

65
Slavoj Žižek

otro sino para sí; de este modo, pasamos del ser-para-otro al ser-para-sí.
El Uno denota la unidad ideal de una cosa más allá de la multitud de
sus propiedades reales: la cosa como elemento de la realidad es superada
(aufgehoben) en el Uno. El pasaje de algo al Uno coincide entonces con
el pasaje de la realidad a la idealidad: el Uno para el cual es la cosa qua
real (“¿Para qué uno la cosa es esto?”) es esta cosa misma en su idealidad.
Este pasaje implica claramente la intervención del orden simbólico:
solo puede producirse cuando el Uno, la unidad ideal de una cosa más
allá de sus propiedades reales, es nueva­mente encarnada, materializada,
externalizada en su signifi­cante. La cosa como elemento de la realidad
es “asesinada”, abolida y, al mismo tiempo, preservada en su contenido
ideal (en síntesis, superada) en el símbolo que la pone como Uno: la re­
duce a un rasgo unitario designado por su marca signifi­cante. En otras
palabras, el pasaje del ser-para-otro al ser-pa­ra-sí entraña un descentra­
miento radical de la cosa respecto de ella misma: este “sí” de “para-sí”,
el núcleo más íntimo de su identidad, es postulado, “puesto”, adquiere
existencia real, solo en cuanto es una vez más externalizado en una mar­
ca significante arbitraria. El ser-para-sí equivale al ser de una cosa para su
símbolo: la cosa es “más sí misma” en su símbolo exter­no arbitrario que
en su realidad inmediata.
Si el correlato de algo es algo-otro, ¿cuál es entonces el correlato de
Uno? Hay que tener presente que, en cuanto al orden intrínseco de las
categorías de la Lógica de Hegel, toda­vía nos encontramos en el nivel
de la cualidad: el Uno que es­tamos abordando no es aún el Uno de la
cantidad, el Primer­Uno al que puede añadirse el segundo, el tercero,
etcétera. Por esta razón, el correlato de Uno no es el otro sino el vacío
(das Leere): no puede ser el (algo-)otro puesto que el Uno es ya la uni­
dad de sí mismo con su otro, el reflejo-en-sí-mismo del otro, su propio
otro, el Uno es precisamente el otro “in­trínseco” para el cual es la cosa,
en el que persiste como supe­rada. Si, en consecuencia, el Uno es algo
reflejado-en-sí-mis­mo, puesto como su propia unidad ideal, el vacío es
precisamente el reflejo-en-sí-mismo de la alteridad, es decir, una “pura”
alteridad que ya no es algo-otro.
Sin embargo, persiste una ambigüedad: la relación entre el Uno y el
vacío se concibe habitualmente como una coexisten­cia externa, seme­
jante por ejemplo a la de los átomos y el es­pacio vacío que los rodea.
Aunque esta concepción puede pa­recer confirmada por el propio He­
gel, para quien la categoría del ser-para-sí adquirió existencia histórica
en la filosofía ató­mica de Demócrito, nada más erróneo: el vacío no es
externo al Uno, mora en su corazón. El Uno está en sí “vacío”; el vacío
es su único “contenido”. En este punto puede ayudarnos una referencia
a la “lógica del significante”: el Uno es lo que Lacan llama el “signi­

66
Sobre el Uno

ficante puro”, el significante “sin signifi­cado”, el significante que no


designa ninguna propiedad posi­tiva del objeto, puesto que solo se refie­
re a su pura unidad conceptual, generada performativamente por este
significante (desde luego, los nombres propios son el caso ejemplar) y el
vacío, ¿acaso el vacío no es precisamente el significado de este significante
puro? Este vacío, el significado del Uno, es el sujeto del significante: el
Uno representa al vacío (el sujeto) para los otros significantes. ¿Qué
otros? Solo sobre la base de este Uno de la cualidad podemos llegar al
Uno de la cantidad, al Uno como el primero de una serie de conteo. No
sorprende entonces que la misma expresión paradójica “el un Uno” (das
eine Eins; l’un Un) aparezca tanto en Hegel como en Lacan: necesitamos
el Uno de la cualidad, el “rasgo unario” (le trait unaire) de Lacan, para
poder contarlos y decir “aquí hay un Uno, aquí está el segundo Uno,
aquí el tercero…”. Con este pasaje del Uno de la cualidad al uno de la
cantidad, el vacío se convierte en el cero.
En otro nivel, lo mismo sucede con la primera pareja (de mala fama)
de la Lógica de Hegel: el ser y la nada. En cuanto al “contenido”, no
existe ninguna diferencia entre ellos. ¿Qué es, entonces, lo que sostiene
la brecha que los separa, por qué no coinciden inmediatamente? El “ser”
es la primera (más va­cía, más inmediata) determinación formal (Form-
bestimmtheit), la “verdad” (el “contenido”) de lo que es “nada”: una pura
fal­ta de cualquier contenido determinado. Precisamente a causa de esta
coincidencia inmediata de sus respectivos “conteni­dos”, la contradicción
entre el ser y la nada es absoluta: no se trata de una simple incompatibi­
lidad de dos “contenidos” po­sitivos, sino de la contradicción más pura
entre “contenido” y “forma”. Es decir que, en cuanto a su forma, el ser
posee ya la determinación de “algo”, pero su contenido es “nada”; por lo
tanto, es “nada en la forma de algo”, la nada contada como al­go. Sin esta
tensión absoluta, el ser y la nada coincidirían in­mediatamente, y el pro­
ceso dialéctico no se “pondría en mar­cha”. En cuanto esta contradicción
es absoluta, “real-imposible”, es “reprimida”, “desalojada” a un pasado
in­temporal (como el antagonismo primordial de los impulsos en Sche­
lling): Hegel reitera una y otra vez que el ser “no se pasa sino que se ha
pasado”40 a la nada, por lo cual la primera categoría que puede emplearse
en el presente es el ser deter­minado (Dasein) o algo, la unidad del ser y la
nada que “de­viene”. En otras palabras, solo con algo podemos realmen­
te comenzar a pensar; el ser y la nada son la ausencia de deter­minación
concebida desde el interior del campo de la deter­minación conceptual y,
como tales, condenados al reino oscu­ro del pasado eterno, intemporal.41

40. Hegel’s Science of Logic, ob. cit., págs. 82-83.


41. En otro nivel, lo mismo ocurre con el pasaje de la “postula­ción” a la reflexión

67
Slavoj Žižek

El papel desempeñado por la singular expresión alemana Was für ein


Ding… en el pasaje del ser-para-otro al ser-para­-sí no puede menos que
recordar las observaciones irónicas en cuanto a que “según Hegel, el
Absoluto habla alemán”. Ade­más, este no es el único caso; en la Lógica
hay toda una serie de “pasajes” conceptuales basados en juegos de pala­
bras o ambigüedades propios del idioma alemán: por ejemplo, los tres
significados de Aufhebung (anular, conservar, superar), el modo en que
la categoría de Grund (razón y fundamento) es deducida de la lectura
del verbo alemán zugrundegehen (des­componer, desintegrar) como zu-
Grunde-gehen (ir al propio fundamento), etcétera. Pero Hegel de ningún
modo concibe estos rasgos como una especie de privilegio del alemán (a
di­ferencia de Heidegger respecto del alemán y del griego). Pa­ra Hegel,
estos son coincidencias afortunadas en las que, por azar, el significado
de alguna palabra (más exactamente, la es­cisión de su significado) ad­
quiere una dimensión especulativa. Los significados habituales y coti­
dianos de las palabras siguen activos en el nivel del entendimiento y las
definiciones cientí­ficas “exactas” no hacen más que endurecer el cerco
no-dia­léctico; el significado especulativo que, en principio, elude tanto
a las palabras (conceptos) como a las proposiciones, puesto que solo
emerge en el movimiento completo del silo­gismo en virtud de un en­
cuentro contingen­te feliz, puede surgir en el nivel puro de las palabras.
Vemos entonces que Hegel está lejos del cuadro con­vencional del
“panlogicismo” que se le atribuye: la “verdad especulativa”, expresión
del Absoluto, ¡tiene que basarse en recursos tan frívolos como los jue­
gos de palabras y las ambi­güedades contingentes! Hegel socava en este
punto la oposición platónica (planteada en el Cratilo) entre “lo natural”
y “lo arbitrario” del lenguaje, oposición a partir de la cual, más tarde, en

“externa”: ¿cómo es posible que la reflexión que postula se conciba a sí misma como
externa respecto de sus presu­puestos; cómo es posible que asuma la existencia de algunos
presu­puestos sustanciales y en consecuencia “olvide” que esos presupues­tos son pues-
tos por su propia actividad? Por cierto, ¿cómo es esto posible, cuando, en el nivel de la
reflexión postuladora encerrada en su círculo, no hay, estrictamente hablando, nada que
olvidar? O, pa­ra decirlo de otro modo: ¿cómo puede el sujeto que reflexiona caer de
pronto víctima de la ilusión de que el contenido sustancial está perdido para él, cuando
no hay ningún contenido sustancial suscep­tible de perderse antes de la experiencia de la
pérdida? La respuesta, desde luego, es que para “olvidar” (o “perder”) algo, primero es
pre­ciso olvidar que no hay nada que olvidar: este olvido es lo que por empezar posibilita
la ilusión de que hay algo que olvidar.
Por abstractas que puedan parecer, estas cavilaciones se aplican inmediatamente al
modo en que funciona una ideología: la lamenta­ción nostálgica por los valores olvidados
del pasado olvida el hecho de que esos valores no tenían ninguna existencia anterior a
nuestros lamentos, que los hemos literalmente inventado con nuestros lamen­tos por su
pérdida…

68
Sobre el Uno

el pensamiento moderno, evolucionaron las dos concepciones funda­


mentalmente divergentes del lenguaje: la “racionalista” (que lo reduce a
un sistema de signos arbitrarios cuyo significado es convencional y que,
en consecuencia, no porta ninguna verdad intrínseca) y la “romántica”
(según la cual el lenguaje no puede reducirse a una herramienta o medio
externo puesto que, en su profundidad, lleva un senti­do original olvida­
do por el progreso de la historia). La posi­ción de Hegel con respecto a
esta alternativa es paradójica: sostiene que el lenguaje no contiene una
verdad intrínseca, que esa verdad no debe buscarse en oscuros orígenes,
en una remota raíz original disipada por la instrumentalización pro­
gresiva; esta verdad resulta más bien de los encuentros con­tingentes
que se producen más tarde. En principio, el lenguaje “miente”, hace in­
visible el movimiento dialéctico de los con­ceptos, pero a veces, gracias
a algún accidente oportuno, pue­de emerger el contenido especulativo.
Al contrario de lo que sostiene la tradición platónica, la verdad no está
contenida en el universal como tal, su emergencia es estrictamente una
cuestión de coyunturas particulares.

69
2. La caprichosa identidad

La imposibilidad

El “monismo” de Hegel

La opinión sobre Hegel contra la que se dirige toda nues­tra inter­


pretación (una opinión que es hoy en día un lugar co­mún en todo el
espectro filosófico, desde Adorno hasta el postestructuralismo) sostiene
que Hegel afirma el derecho de lo particular, que él, por así decirlo,
abre la puerta a su rique­za y concibe la red de diferencias como algo in­
trínseco del concepto universal, como resultante de la autoarticulación
de su contenido inmanente, pero que, precisamente a través de esta
operación, el exterior fenoménico queda reducido a la automediación
del concepto interior, y todas las diferencias son “superadas” de ante­
mano, en cuanto se las postula como mo­mentos ideales de la identidad
mediada del concepto consigo mismo… La lógica involucrada es, desde
luego, la de la renegación fetichista, transmitida por la fórmula “je sais
bien, mais quand même…”: sé muy bien que Hegel afirma la diferencia y
la negatividad, pero sin embargo… (por medio de la relación del con­
cepto consigo mismo, esta negatividad es en última instancia reducida a
un momento abstracto de la autodiferen­ciación de la identidad).
Lo que hay detrás de esta renegación es el miedo al “co­nocimiento
absoluto” como a un monstruo que amenaza con suprimir todo conte­
nido particular, contingente, en la auto­mediación de la Idea absoluta, y
de tal modo “tragarse” nues­tra libertad más íntima y nuestra individua­
lidad singular. Este miedo adquiere la forma de la conocida paradoja de
la prohi­bición de lo imposible: el “conocimiento absoluto” es imposi­

71
Slavoj Žižek

ble, es un ideal inalcanzable, un ensueño filosófico, y, por esta razón,


debemos luchar para que no nos tiente… En síntesis, el “conocimiento
absoluto” es lo Real de sus críticos: la construcción de una posición
teórica inalcanza­ble, “imposible”, que estos críticos deben presuponer
para definir su propia posición distanciándose de aquella, afirman­do,
por ejemplo, la positividad del “proceso vital efectivo”, irreductible al
movimiento lógico del concepto.1
El enigma es por qué los críticos de Hegel necesitan este adversario
de paja para establecer su posición. Esto resulta aún más extraño por el
hecho de que la mayoría de los defen­sores de Hegel, con una especie
de mala conciencia, también aceptan tácitamente la necesidad de dis­
tanciarse del monstruo de la Idea que todo lo devora, e intentan “salvar
a Hegel” al afirmar tímidamente que “en realidad, Hegel admite una
autonomía relativa de lo particular y no anula simplemente todas las
diferencias en la unidad de la Idea”. Por lo general se refugian en la
conocida fórmula de “la identidad de la iden­tidad y no-identidad” (la cual,
digámoslo al pasar, es más propia de Schelling que de Hegel).
Lo que no advierten los críticos ni tampoco esos defenso­res es el
hecho crucial de que Hegel subvierte paradójicamen­te el “monismo”
al afirmarlo de un modo mucho más radical que el que sus críticos se
atreverían a sospechar. La idea habi­tual del “proceso dialéctico” es la
siguiente: hay una escisión, una dispersión de la unidad original; lo
particular prevalece sobre lo universal, pero cuando la desintegración
alcanza su punto culminante, se invierte en su opuesto, y la Idea logra
reunir-internalizar (ver-innern) toda la riqueza de las determi­naciones
particulares, con lo cual reconcilia los opuestos… En este punto, los

1. Este estatuto paradójico de lo Real qua construcción podría ejemplificarse con el


concepto matemático de la “prueba no cons­tructiva”, elaborado por Michael Dummett
a propósito del intuicio­nismo (véase su Truth and Other Enigmas, Cambridge, MA, Har-
vard University Press, 1978). Dummett piensa en un procedimiento por el cual podemos
demostrar (construir) la existencia de cierta identidad matemática (por ejemplo, de cierto
número), aunque no podamos presentar a esta entidad (número) en su determinación
positiva: enunciados del tipo “de tal modo se demuestra que debe existir un número car-
dinal que es múltiplo de…”, que son totalmente válidos a pesar de que nunca podremos
decir con precisión cuál es ese número.
El estatuto de lo Real freudiano-lacaniano (el trauma del parrici­dio primordial, por
ejemplo) es exactamente el mismo. Podemos de­ducir el hecho del parricidio por medio
de una “prueba no construc­tiva”; podemos demostrar que el parricidio debe presuponerse
para que la historia (subsiguiente) conserve su coherencia, aunque nunca podremos pre-
sentar su realidad empírica e, incidentalmente, en su “Pegan a un niño”, Freud describe
del mismo modo el estatuto del término medio en la cadena fantaseada que va desde “el
padre le pe­ga a un niño” hasta “un niño está siendo pegado”; la escena “el padre está
pegándome” es totalmente inaccesible a la conciencia, pero de­bemos construirla para
poder explicar el pasaje de la primera a la tercera forma.

72
La caprichosa identidad

críticos se apresuran a añadir que esta “su­peración” (Aufhebung) de las


determinaciones externas, con­tingentes, nunca se produce sin un cierto
remanente: siempre hay un resto que se resiste a la internalización-
superación dia­léctica, siendo al mismo tiempo su condición de posi­
bilidad. En otras palabras, lo que el movimiento dialéctico no puede
explicar es un cierto exceso que es simultáneamente la condi­ción de su
posibilidad y de su imposibilidad…
¿Qué hay de erróneo en esta crítica? La clave está en la gramática,
en el empleo de los tiempos por Hegel. El mo­mento final del proceso
dialéctico, la “superación de la dife­rencia”, no consiste en el acto de
su superación, sino en la ex­periencia de que la diferencia estaba siem-
pre-ya superada; de que, en un sentido, nunca existió efectivamente. La
superación dialéctica es entonces siempre una especie de “deshacer”
re­troactivo (Ungeschehen-Machen); no se trata de superar el obs­táculo a
la unidad, sino de hacer la experiencia de que el obs­táculo nunca lo fue,
de que la apariencia de “obstáculo” se debió exclusivamente a nuestra
errónea perspectiva “finita”.
Podríamos rastrear esta lógica paradójica hasta análisis particulares
de Hegel, por ejemplo, su tratamiento del crimen y el castigo en la fi­
losofía del derecho. La meta del castigo no es restablecer el equilibrio
haciendo pagar el crimen, sino afirmar que, en un sentido ontológico
radical, el crimen no existió en absoluto, es decir, que no tiene efectivi­
dad plena; por medio del castigo, el crimen no es abolido externamente,
sino postulado como algo que ya antes era ontológicamente nulo. Lle­
vada al extremo, la lógica del castigo en Hegel dice lo siguiente: ontoló­
gicamente, el crimen no existe, no es nada más que una apariencia nula
y vacía, y precisamente por esta ra­zón debe ser castigado.2
En este punto podemos ya ubicar el primer error de la lectura des­
constructiva de Hegel realizada por Derrida: ella derrumba una puerta
abierta. Derrida señala la paradoja bási­ca del argumento de la “metafí­
sica de la presencia” cuando enfrenta fenómenos que tienen el estatuto
de “suplementos” y son ejemplificados por la escritura, en la sucesión
de argu­mentos mutuamente excluyentes, del tipo del chiste freudiano
de la olla prestada (“Nunca te pedí prestada una olla; además, la olla ya
estaba rota cuando me la prestaste…”). La escritura es totalmente ex­
terna a la presencia interior del significado, sencillamente el significado
no concierne a su constitución; la escritura es extremadamente peli­
grosa en cuanto amenaza os­curecer la inteligibilidad de la intención-
del-significado… Pero Hegel, paradójicamente y de un modo que para

2. Véase Slavoj Žižek, Le plus sublime des hystériques - Hegel passe, París, Point-hors-
ligne, 1988, págs. 100-3.

73
Slavoj Žižek

Derrida es impensable, asume abiertamente ambas proposiciones: lo que


dentro de la metafísica tradicional funciona como un síntoma, un desliz
que debe desenterrar el trabajo empeñoso de la lectura desconstructiva,
es en Hegel la tesis fundamental y ex­plícita; hay que luchar contra el
crimen, por ejemplo, preci­samente a causa de que no tienen ninguna
consistencia onto­lógica.

El “tejer silencioso del Espíritu”

El rasgo crucial de esta “anulación retroactiva” dialéctica es el in­


tervalo que separa el proceso del cambio de “conteni­dos” respecto del
acto formal de cierre: la necesidad estructu­ral de la demora del último
respecto del primero. En un senti­do, en el proceso dialéctico “las cosas
ocurren antes de que ocurran efectivamente”; todo está ya decidido, el
juego ha terminado antes de que podamos tomar conocimiento de él,
de modo que la “palabra de reconciliación final” es un acto puramente
formal, una simple enunciación de lo que ya había tenido lugar. Quizás
el ejemplo más sutil de este intervalo sea el tratamiento por Hegel de
la lucha de la Ilustración contra la superstición en la Fenomenología del
espíritu, donde él habla del “tejer silencioso e incesante del Espíritu en
la simple inti­midad de su sustancia”, que

es comparable con una expansión silenciosa o con la difusión, digamos, de


un perfume en una atmósfera que no se resiste. Es una infección penetrante
que no se hace notar de antemano co­mo algo opuesto al elemento indife-
rente en el cual se insinúa, y contra la cual, en consecuencia, es imposible
prevenirse. Solo cuando la infección se ha propagado, la conciencia, que
sin advertirlo ha cedido a su influencia, se percata de ella…, cuando la con-
ciencia se percata de la pura percepción [de la Ilustración], esta última ya
está difundida; la lucha contra ella refleja el hecho de que la infección se ha
producido. La lucha es demasiado tar­día, y todos los remedios adoptados no
hacen más que agravar la enfermedad, pues ella ha aferrado la médula de la
vida espiritual, es decir, el concepto de conciencia, o la pura esencia en sí de
la conciencia. Por lo tanto, además, no hay ningún poder en la conciencia
que pueda superar la enfermedad. Como está presen­te en la esencia misma,
sus manifestaciones, mientras siguen ais­ladas, pueden suprimirse, y suavi-
zarse los síntomas superficiales. Esto constituye una gran ventaja para ella,
pues le permite no di­lapidar su poder ni mostrarse indigna de su naturaleza
real, que es lo que ocurre cuando irrumpe en síntomas y simples erupcio­
nes antagonistas al contenido de la fe y a sus conexiones con la realidad del
mundo externo a ella. Más bien, siendo por el mo­mento invisible e imper-
ceptible Espíritu, infiltra las partes no­bles de un extremo al otro, y pronto

74
La caprichosa identidad

ha asumido la posesión completa de todas las vísceras vitales y los miembros


del ídolo inconsciente; entonces, “una hermosa mañana le da a su camara­
da un empujón con el codo, y ¡bang!, ¡plaf!, el ídolo cae al suelo” (Diderot,
El sobrino de Rameau). “Una hermosa mañana” cuyo mediodía es exangüe
si la infección ha penetrado en todos los ór­ganos de la vida espiritual. Solo
la memoria conserva aún la for­ma muerta del estado anterior del Espíritu
como una historia que se ha esfumado, no se sabe de qué manera. Y la nueva
ser­piente de la sabiduría elevada para recibir adoración puede de es­te modo
desprenderse sin ningún dolor de lo que no es más que una piel marchita.3

De modo que el proceso dialéctico está marcado por una doble es­
cansión. Primero tenemos el “tejer silencioso del Es­píritu”, la transfor­
mación inconsciente de toda la red simbó­lica, de todo el campo del sig­
nificado. Después, cuando la obra ya está hecha y todo está decidido “en
sí mismo”, llega el momento de un acto puramente formal por medio
del cual la forma anterior del espíritu también se quiebra “para sí”. El
punto crucial es que la conciencia llega necesariamente demasia­do tarde; solo
puede advertir que han retirado los cimientos bajo sus pies cuando la en­
fermedad infecciosa ya domina el campo. La estrategia de lo nuevo, de
la “enfermedad” espiri­tual, debe entonces evitar la confrontación directa
mientras sea posible; debe ser un “tejer silencioso”, como la excava­ción
subterránea de un topo, mientras aguarda el momento en que un leve
empujón con el dedo bastará para derrumbar el poderoso edificio.
Esta lógica, ¿no evoca espontáneamente la conocida esce­na de los
dibujos animados en la que un gato camina con toda tranquilidad sobre
el precipicio, pero cae cuando mira hacia abajo y toma conciencia de
que está en el aire? El arte de la subversión no consiste en luchar con el
gato mientras camina sobre terreno firme, sino en permitir que conti­
núe con la ca­beza alta y, mientras tanto, socavar el fundamento mismo
so­bre el que se desplaza, de modo que una vez realizado el tra­bajo sea
suficiente un simple silbido, un recordatorio para que mire abajo de sus
pies, y el gato caerá solo. Además, ¿no esta­mos en el centro mismo de
la idea lacaniana del “entre-dos-­muertes” (l’entre-deux-morts)? A propó­
sito de la “forma de la conciencia”, cuyo cimiento está ya socavado por
el “tejer si­lencioso” del Espíritu, aunque aún no lo sabe, ¿no podríamos
decir que ya está muerta sin saberlo, que solo está aún viva porque no
sabe que está muerta?4 En el pasaje citado, lo que dice Hegel es que al

3. G. W. F. Hegel, Phenomenology of Spirit, Oxford, Oxford Uni­versity Press, 1977,


págs. 331-2. [Ed. cast.: Fenomenología del espíritu, Buenos Aires, FCE, 1992.]
4. Véase una elaboración más detallada del concepto de “entre­-dos-muertes” en Sla-
voj Žižek, The Sublime Object of Ideology, Londres, Verso, 1989, págs. 131-6. [Ed. cast.: ob.
cit. en nota 1 de la “Introducción”.]

75
Slavoj Žižek

prestarse a tomar parte en el debate, al responder a los argumentos de la


Ilustración, la reacción mis­ma a la Ilustración ya estaba “infectada” por
ella: aceptaba de antemano la lógica de su enemigo.
La polémica de sir Robert Filmer con John Locke consti­tuye un
caso paradigmático. Filmer intenta reafirmar la auto­ridad patriarcal con
argumentos racionales propios de la Ilus­tración (se refiere a los dere­
chos naturales, recorre un largo camino mientras trata de demostrar
que al principio los reyes eran los padres biológicos de sus súbditos,
etcétera). Encontramos una paradoja análoga en los neoconservado­
res modernos, que aducen la necesidad de poner límite a los “excesos”
democrá­ticos igualitarios con argumentos tomados del razonamiento
de su adversario: señalan los efectos benéficos de la ley y el orden en
la libertad y el bienestar individuales, etcétera. En general, podríamos
decir que se gana una batalla ideológica cuando el adversario comienza a
hablar nuestro lenguaje sin te­ner conciencia de ello. Lo que encontramos
es el lapso ya mencionado. La ruptura nunca se produce “ahora”, en el
pre­sente en que las cosas desembocan en una decisión. “En sí”, la bata­
lla ha terminado antes de que estallara: el hecho mismo de que comience es
un signo inequívoco de que ya ha concluido, de que “el tejer silencioso” ya ha
hecho su trabajo, de que los dados ya han sido arrojados. El acto final de
la victoria tiene siem­pre un carácter retroactivo; la decisión final tiene la
forma de la afirmación de que todo está ya decidido.
No carece de importancia que hoy en día el citado pasaje de Hegel
tenga connotaciones psicoanalíticas; el “tejer silen­cioso del Espíritu”
es el nombre que da Hegel a la reelabora­ción inconsciente, y sería legíti­
mo leer el pasaje citado como una refinada descripción psicológica del
proceso de conver­sión. Tomemos el caso de un ateo que se convierte
en cre­yente. A él lo desgarran feroces luchas interiores, la religión lo
obsesiona, escarnece agresivamente a los creyentes, busca las razones
históricas del surgimiento de la “ilusión religiosa”, etcétera: todo esto
no hace más que probar que el asunto ya está decidido. Él ya cree, aun­
que todavía no lo sabe. La lucha interior no termina con la gran deci­
sión de creer, sino con la sensación de alivio por el hecho de que, sin
saberlo, él siem­pre-ya había creído, de modo que solo le resta renunciar
a su vana resistencia y reconciliarse con su creencia. Lo que de­muestra
del mejor modo que el psicoanalista tiene una per­cepción refinada es su
capacidad para reconocer el momento en que el “tejer silencioso” ya ha
realizado su trabajo, aunque el paciente esté aún asediado por dudas e
incertidumbres.5

5. Esta lógica paradójica del momento en el cual, antes del acto formal de la decisión,
las cosas ya están decididas, tal vez nos permi­ta iluminar de modo nuevo una típica escena

76
La caprichosa identidad

“De la nada a la nada a través de la nada”

Una primera respuesta a la objeción de que Hegel es “mo­nista”


consistiría entonces en afirmar que Hegel es incluso un “monista” más
radical que lo que sus críticos osan imaginar: en el curso del proceso
dialéctico, la diferencia no es “dejada atrás”, sino que su existencia mis­
ma se cancela retroactiva­mente. Sin embargo, ¿no nos encontramos
en la posición in­sostenible de los defensores de un monismo absur­
damente “fuerte”, según el cual lo que efectivamente existe es el Uno
y las diferencias son ficticias, sin ningún fundamento en la rea­lidad?
La salida de este aparente atolladero aparece en la na­turaleza circular

wagneriana sobre la cual ya ha llamado la atención Claude Lévi-Strauss: la escena de la


paz interior del héroe, de su conciliación, de su armonía con el mundo, de su entrega al
flujo del mundo, inmediatamente antes de la ordalía crucial. Hay tres versiones de esta
escena en las óperas de Wagner: el idilio del “murmullo del bosque” antes de la lucha con
el dragón en el Acto Segundo de Sigfrido; el sexteto que prece­de al concurso de canto final
en Los maestros cantores de Nuremberg, y el encantamiento del Viernes Santo antes de la
curación por Parsifal de la herida de Amfortas, en Parsifal. En estos casos, la paz interior
que precede a la ordalía crucial, ¿no expresa el presentimiento de que la decisión ya ha
sido tomada, de que el “tejer silencioso del es­píritu” ya ha hecho su trabajo, y que lo que
falta es un acto pu­ramente formal que proclame el desenlace? La dimensión de esta esce-
na de conciliación es especialmente delicada en Los maestros can­tores de Nuremberg, donde
sigue inmediatamente al fuerte estallido de pasión entre Hans Sachs y la futura esposa de
Walter von Stolzing. De pronto y violentamente surge la verdad que la tensión libi­dinal
real irradia entre la joven y la figura paternal de Hans, no en­tre ella y Walter, quien está
predestinado a vencer en el concurso y desposarla. La significación del “sexteto de conci-
liación” está enton­ces sobredeterminada, junto a la influencia tranquilizadora de Wal­ter
ante la ordalía inminente, escenifica el reconocimiento catártico y, con el mismo gesto, la
renuncia al vínculo incestuoso “imposible” entre la joven y Hans.
Sería extremadamente interesante comparar este sosiego wagne­riano del héroe antes
de la ordalía con los momentos de las novelas de Raymond Chandler en los cuales, ago-
tado por su actividad, Phi­lip Marlowe se desconecta del curso frenético de las cosas, se
recues­ta y se toma un descanso. Lejos de generar algún tipo de concilia­ción interior,
esos momentos en los que Marlowe cede al “flujo del mundo” marcan la intrusión de
las “cosas” con su suciedad y corrup­ción. Cuando su vigilancia se debilita, Marlowe se
encuentra frente a frente con la náusea de la existencia. En las luces de los carteles publi-
citarios, en el hedor del alcohol y la basura, a través del ruido intrusivo de la gran ciudad,
toda la corrupción y podredumbre de la que trataba de escapar por medio de la actividad
volvía para golpear­le el rostro. En esos momentos no hay nada tranquilizador o confor­
tante; por el contrario, el pensamiento pasivo, confrontado con la positividad de la exis-
tencia, es penetrado por la paranoia. Marlowe “piensa”, pero su pensamiento no es una
reflexión flotante, tranqui­lizadora, sino que se arrastra furtivamente bajo el ojo atento de
un superyó cruel: “Yo pensaba, y en mi mente el pensamiento se movía con una suerte
de lenta clandestinidad, como si estuviera siendo ob­servado por ojos severos y sádicos”
(Farewell, My Lovely). De modo que este sería el cogito de Marlowe: pienso, por lo tanto,
un superyó obsceno, sádico, me vigila.

77
Slavoj Žižek

del proceso dialéctico; a través de él, las co­sas se convierten en lo que


siempre-ya eran.
En general, se considera que este lugar común trillado apunta al
supuesto evolucionismo ontológico de Hegel; el de­sarrollo en su tota­
lidad sería solo una explicitación de lo que la cosa ya es “en sí”, implíci­
tamente: una realización externa de su potencial interior. El círculo del
desarrollo dialéctico está entonces cerrado, nada nuevo ocurre en reali­
dad, la se­milla ya es “en sí” el árbol, etcétera. Para disipar el espectro de
este evolucionismo ontológico que como regla se le impu­ta a Hegel, es
preciso invertir toda la perspectiva, introducir la dimensión de la nega­
tividad radical: la “verdad” de cualquier cosa (determinada, particular)
reside en su autoanu­lación. La proposición “una cosa se convierte en lo
que siem­pre-ya ha sido” significa por lo tanto “en el curso del proceso
dialéctico, una cosa alcanza su verdad mediante la superación de su ser
inmediato”: un paso hacia la verdad implica por de­finición una pérdida
de ser.
Recordemos la distinción lacaniana entre las dos muertes, y conec­
témosla con la teoría hegeliana de la repetición en la historia: todos
tenemos que morir dos veces. Napoleón, en Elba, ya estaba muerto (su
rol histórico había concluido), pe­ro él aún realizaba agitación y trataba
de recobrar el poder. ¿Por qué? Hay una sola respuesta posible: no tenía
conciencia de que estaba muerto. En este preciso sentido podríamos decir
que, con la derrota de Waterloo, Napoleón “se convirtió en lo que ya
era”, en un muerto; murió por segunda vez. Lejos de ser una excepción,
una “demora” que perturbaba el curso “normal” de la dialéctica del
proceso histórico, Napoleón en Elba es el paradigma de esta matriz ele­
mental. Todo el pro­ceso dialéctico transcurre “entre las dos muertes”,
una enti­dad “se convierte en lo que es” al realizar su negatividad in­
trínseca; en otras palabras, al tomar conocimiento de su propia muerte.
¿Qué es el “conocimiento absoluto” sino el nombre del momento final
de este proceso, cuando la “con­ciencia” se purifica de todo presupuesto
de ser positivo, el momento que se paga con una pérdida radical, el
momento que coincide con la pura nada?
Esta “nada” a la que se llega al final de la Fenomenología del espíritu no
es más que otra designación del hecho de que “el concepto no existe”,
o, para decirlo en términos lacanianos, de que “el gran Otro no exis­
te”, de que es una estructura pu­ramente formal “muerta”, sin ningún
contenido sustancial. Aquí está la respuesta al reproche de “monismo
absoluto”. Hegel solo parece un “monista” si le atribuimos un ser real,
sustancial, al concepto, es decir, solo si olvidamos la relación negativa
descrita entre el conocimiento y el ser. La fórmula hegeliana de tan
mala reputación, según la cual hay identidad entre la razón y la realidad,

78
La caprichosa identidad

debe por lo tanto leerse de un modo que difiere del habitual: significa
que ni la razón ni la realidad existen “en sí”.

• La realidad es en sí nula, carece de consistencia: solo “existe” en


cuanto está fundada en la estructura concep­tual, en cuanto estructu­
rada a través de la razón.
• Por otro lado, Hegel es antiplatónico por excelencia: na­da hay más
extraño a él que una concepción sustancia lista del concepto (se­
gún la cual “solo los conceptos existen efectivamente”). Todo lo que
“existe efectivamente” es la naturaleza y la historia extraconceptua­
les; el concepto no es más que su pura estructura lógica, sin ninguna
sustan­cialidad.

En este sentido, podríamos decir que el “conocimiento absoluto”


implica el reconocimiento de una imposibilidad absoluta, insuperable: la
imposibilidad de acuerdo entre el co­nocimiento y el ser. En este punto
debemos invertir la fór­mula kantiana de las “condiciones de posibili­
dad” trascenden­tales; un objeto dado positivamente solo es posible, solo
surge contra el fondo de su imposibilidad; nunca puede “convertir­se en
sí mismo” por completo, realizar todo su potencial, al­canzar la plena
identidad consigo mismo. En cuanto acepta­mos la definición hegeliana
de la verdad (el acuerdo de un objeto con su concepto) podemos decir
que ningún objeto es nunca “verdadero”, nunca “se convierte plena­
mente en lo que efectivamente es”. Esta discordia es una condición positiva
de la consistencia ontológica del objeto, no porque el concepto sea un ideal
que el objeto empírico no alcanza nunca, sino porque el concepto en sí
participa del movimiento dialéctico. En cuan­to un objeto se acerca de­
masiado a su concepto, esta proximi­dad cambia al concepto mismo, lo
desplaza. Tomemos por ejemplo las tres formas del “Espíritu absoluto”:
el arte, la re­ligión y la filosofía. Una forma de arte en total acuerdo con
el concepto de arte (en la cual la idea aparezca intacta en el me­dio de
los sentidos) ya no sería arte sino religión; sin embar­go, en la religión
cambia la medida de la verdad, el concepto al que el objeto debe corres­
ponder. De modo homólogo, la filosofía no es más que una forma de
religión que correspon­de a su concepto.6

6. La lógica que opera en este caso es, por lo tanto, opuesta a la del excedente del ideal
respecto de su realización efectiva, opuesta a la insistencia “idealista” en que la realidad
empírica nunca puede co­rresponder plenamente a su concepto. Lo que tenemos aquí es,
por el contrario, un elemento (real) que, aunque no es un miembro del género X, es “más
X que el propio X”. Esta dialéctica aparece a me­nudo aludida en expresiones cotidianas,
como cuando decimos de una mujer resuelta que ella es “más hombre que los propios
hom­bres”, o de un converso religioso que él es “más católico que el Pa­pa”, o del saqueo

79
Slavoj Žižek

La condición de (im)posibilidad

El cuadro del sistema hegeliano como un todo cerrado que asigna


su lugar propio a cada momento parcial es por lo tanto profundamente
engañoso. Cada momento parcial, por así decirlo, está “truncado des­
de dentro”, nunca puede con­vertirse plenamente “en sí mismo”, nunca
puede alcanzar “su propio lugar”, está marcado por un impedimento
intrínseco, y este impedimento es lo que pone en marcha el desarrollo
dialéctico. El “Uno” del “monismo” de Hegel no es entonces el Uno
de una identidad que abarque todas las diferencias, si­no un “Uno” pa­
radójico de negatividad radical que siempre bloquea la realización de
cualquier identidad positiva. La “as­tucia de la razón” hegeliana debe
concebirse precisamente contra el trasfondo de este imposible acuerdo
del objeto con su concepto; no destruimos un objeto al destrozarlo des­
de afuera, sino, todo lo contrario, permitiéndole que despliegue libre­
mente su potencial y de tal modo llegue a su verdad:

La astucia [List] no es lo mismo que el engaño [Pfiffigkeit]. La mayor astucia


es la actividad abierta al público (el otro debe ser to­mado en su verdad). En
otras palabras, con esta apertura un hombre expone al otro que tiene en sí,
aparece como es en y pa­ra sí mismo y, por lo tanto, se deshace de sí mismo.
La astucia es el gran arte de inducir a los otros a ser como son en y para
sí mismos y sacar esto a la luz de la conciencia. Aunque los otros están en
lo cierto, no saben cómo defenderlo por medio de la pala­bra. La mudez es
astucia mala, mediocre. En consecuencia, un verdadero maestro es en el
fondo solo el que puede provocar que el otro se transforme a sí mismo a través
de su acto.7

La astucia de la razón simplemente toma en cuenta la grieta ontoló­


gicamente constitutiva del otro: el hecho de que el otro nunca corres­
ponde plenamente a su concepto. Por lo tanto, no debe ser obstruido;
basta con tentarlo a revelar su verdad, con la confianza de que de tal
modo el otro se disol­verá (transformará). Este procedimiento tiene
su lugar en las relaciones interpersonales más íntimas, así como en la
estrate­gia política. Por ejemplo, en una relación interpersonal tensa,

legal en el juego bursátil que es “más delictivo que el propio delito”. Esta es la lógica de
la mencionada relación del arte y la religión: la religión es “más arte que el propio arte”,
realiza el concepto del arte y de tal modo lo subvierte, transformándolo en otra cosa. De
modo que el “excedente” está del lado del “ejemplo”, y no del lado del concepto ideal; la
religión es un “ejemplo” de arte que es “más arte que el propio arte”, y realiza entonces el
pasaje a un nuevo concepto. (Véase el capítulo 3.)
7. G. W. F. Hegel, Jenaer Realphilosophie, Werke 6-6. Hamburgo, Meiner Verlag, 1967,
pág. 199.

80
La caprichosa identidad

cuando alguien se queja del modo en que su compañero los frustra a


ambos en la realización de su potencial, es sensato replegarse y dejar
el camino abierto a la supuesta víctima de la opresión. Pronto resultará
claro si detrás de la queja hay al­gún contenido sustancial, o si toda la
identidad del otro con­siste en lamentarse y quejarse. Es decir: ¿necesi-
ta el otro desesperadamente la figura de un adversario “represivo”, en
cuya ausencia toda su identidad se desintegraría?
Daniel Sibony ha reconocido el mismo procedimiento en lo que él
denominó “el trabajo de Mitterrand como analista”. En lugar de empu­
jar a los comunistas a un gueto político, Mitterrand les pidió sabiamen­
te que se unieran al gobierno, poniendo a prueba su “capacidad para
gobernar”. El resulta­do es conocido. Resultó evidente que detrás de
su retórica “reformista” no había ningún contenido político sustancial.
Ahora bien, debería quedar en claro en qué sentido Lacan, a principio
de la década de 1950 (bajo la influencia obvia de Kojève), equiparó la
posición del psicoanalista con la del sa­bio hegeliano. La “inactividad”
del psicoanalista consiste en no intervenir activamente en el trabajo del
analizante, en ne­garse a ofrecerle cualquier apoyo en la formación de
ideales, metas, etcétera: el analista solo le permite, le hace posible lle­gar
a su contenido reprimido, y articularlo en el medio de la palabra, con lo
cual este contenido es puesto a prueba como su verdad.
Uno de los grandes temas centrales de la desconstrucción derrideana
es la ya mencionada inversión o complementación de la fórmula tras­
cendental kantiana de las “condiciones de posibilidad”. La condición
infraestructural de posibilidad de una entidad es al mismo tiempo la
condición de su imposibi­lidad; su identidad-consigo-misma solo es po­
sible contra el fondo de su autorreferencia, de una autodiferenciación
y una autoposposición mínimas, que abren una brecha para siem­pre,
y obstruyen la plena identidad-consiga-misma… Debe­ría estar claro
que la misma paradoja está inscrita en el núcleo de la dialéctica hege­
liana. La “inversión” clave del proceso dialéctico se produce cuando
reconocemos en lo que al prin­cipio aparecía como una “condición de
imposibilidad” (como un obstáculo para nuestra plena identidad, para
la realización de nuestro potencial) la condición de posibilidad de nuestra
con­sistencia ontológica.
En sentido estricto, esta es la lección de la dialéctica del “alma bella”
en la Fenomenología del espíritu. El “alma bella” lamenta incesantemente
las crueles condiciones del mundo del que es víctima, que le impide
la realización de sus buenas intenciones. Lo que pasa por alto es que
sus propias quejas contribuyen a la preservación de esas “condiciones”
lamenta­bles: el alma bella es en sí misma cómplice del desorden del
mundo del que se queja. Encontramos elemen­tos del alma bella en cier­

81
Slavoj Žižek

to tipo de “disidencia” en el “socia­lismo real” que se derrumba. Incluso


después de que el siste­ma ha iniciado su desintegración terminal, esa
“disidencia” sostiene con vehemencia que “nada ha cambiado realmen­
te”, que detrás de una máscara nueva subsiste “el mismo antiguo meollo
bolchevique totalitario”, etcétera. Esa “disidencia” ne­cesita literalmente
a un adversario totalitario, “bolchevique”. Su “desenmascaramiento”
compulsivo en realidad provoca al adversario y lo lleva a desplegar su
carácter “totalitario”. Vi­ve en el momento, mientras augarda que “la
máscara caiga” y resulte evidente que el adversario es el mismo y viejo
partido totalitario. El “objeto del deseo” real de ese “disiden­te” no es
derrotar al adversario, y menos aún restablecer un orden democrático
en el cual el adversario se vea obligado a aceptar el papel de un rival
por el poder en pie de igualdad con los otros, sino su propia derrota, en
concordancia con la lógica de “Tengo que perder, tengo que recibir un
golpe du­ro, puesto que este es el único modo de demostrar que yo te­nía
razón en mis acusaciones al enemigo”.
Este razonamiento paradójico ilustra con claridad el ca­rácter intrín­
secamente antagonista del deseo. Mi deseo “ofi­cial” es que el Partido
Comunista se convierta en un acompa­ñante y rival democrático, pero
en realidad temo ese cambio más que a la plaga en sí, pues sé muy bien
que me haría per­der pie y me forzaría radicalmente a modificar toda mi
estra­tegia; mi deseo real es que el Partido Comunista no cambie, que
siga siendo totalitario. La figura del enemigo, el partido que supuesta­
mente impide mi realización, es en realidad la precondición misma de
mi posición de alma bella; con esa fi­gura yo perdería al gran Culpable,
el punto con referencia al cual mi posición subjetiva adquiere su consis­
tencia. Es contra este fondo como debemos concebir una proposición
de Hegel que encontramos en su Ciencia de la lógica: “Como camino de
reconciliación, la fuerza negativa reconoce su propia presen­cia en aque­
llo contra lo que lucha”. En el monstruo del “Par­tido”, la fuerza nega­
tiva de la “disidencia” debe reconocer una entidad de la que depende su
propia consistencia ontoló­gica, una identidad que le da significado a su
actividad: en otras palabras, su esencia.
Esta lógica paradójica podría ser ejemplificada con una idea que es
una especie de correlato en la filo­sofía analítica de la “astucia de la razón
hegeliana”: la idea de los “estados que son esencialmente subproduc­
tos”, elaborada por Jon Elster.8 Cuando, como resultado de la actividad
del sujeto, surge un cierto estado de cosas no deseado (cuando, por
ejemplo, en un Estado “totalitario” en desintegración, un intento inti­
midatorio se dispara por la culata y fortalece a las fuerzas de la oposi­

8. Jan Elster, Sour Grapes, Cambridge, Cambridge University Press, 1983.

82
La caprichosa identidad

ción democrática, como el asesinato de Chamorro en los últimos meses


de la dictadura de Somoza en Nicaragua), el sujeto no tiene derecho a
decir “Yo no preten­día esto”, y de tal modo eludir su responsabilidad.
En cuanto la “realidad es racional”, precisamente la realización externa,
social, de nuestras metas e intenciones es lo que demuestra su verdade­
ro significado; cuando realizamos nuestra intención, quedamos frente
a su “verdad”.
Este es también el modo de concebir la célebre proposi­ción lacania­
na de que quien habla recibe su propio mensaje en forma invertida (en
su verdad) del otro al que se dirige. El sujeto cuya actividad no da en el
blanco, que consigue lo opuesto de lo que quería, debe cobrar fuerzas
suficientes para reconocer en este resultado inesperado la verdad de su
inten­ción. Es decir que la verdad es siempre la verdad del “gran Otro”
simbólico; no se produce en la intimidad de mi expe­riencia interior,
sino que resulta del modo en que mi activi­dad se inscribe en el campo
“público” de las relaciones inter­subjetivas. Para citar la famosa frase
final de Lacan en su “Seminario sobre ‘La carta robada’”: “Una carta
siempre lle­ga a su destino”. Aunque el alma bella no esté preparada
para reconocerse como destinataria de la carta que le devuelve la reali­
dad “social”, aunque se niegue a descifrar en el desorden del mundo la
verdad de su propia posición subjetiva, la carta llega de todas maneras
a destino: el desorden del mundo es un mensaje que atestigua la verdad
de la posición del sujeto; cuanto más ignorado es este mensaje, más
insiste y continúa su “tejer silencioso”.

Reflexión

La lógica de la remarca

La lección de lo que hemos elaborado hasta ahora es que Hegel


debe leerse cuidadosa y literalmente. Por ejemplo, cuando dice que el
hueso más duro de roer del enfoque espe­culativo es el reconocimiento
de la identidad de los contrarios como contrarios, descubrir la positividad
en la negatividad mis­ma, esto no significa que los contrarios sean de al­
gún modo unificados, armonizados (contra lo cual siempre podríamos
aducir que en esta operación nunca deja de quedar un resto que resiste
a la síntesis), ni que la fuerza negativa sea de algún modo “invertida”
y convertida en positividad, que la positivi­dad la “envuelva” (contra lo
cual siempre podríamos sostener que hay un exceso de negatividad que
se resiste a la absorción en la positividad de la identidad mediada dialéc­

83
Slavoj Žižek

ticamente). Como hemos visto a propósito de la astucia de la razón, el


gesto crucial del enfoque dialéctico consiste en presentar la dimensión
“positiva” (habilitadora, “productiva”) propia de lo negativo como tal;
ese gesto consiste en comprender que lo que ha aparecido en primer lu­
gar como una agencia pura­mente negativa (obstructora) funciona como
una condición de posibilidad positiva de la entidad a la que obstruye.
El carácter erróneo de la opinión corriente sobre Hegel surge más
claramente en este punto, a propósito de la inversión de lo negativo en
positividad. El hueso más duro de roer para el enfoque no-dialéctico es
la afirmación hegeliana de la “fuerza infinita de lo negativo”. Es decir
que no basta con concebir a Hegel como el pensador de la negatividad,
como el filósofo que se lanzó a la danza báquica de la negatividad al ba­
rrer con toda identidad sustancial positiva. Lo que este enfoque deja al
margen es simplemente la identidad en sí, el modo en que la identidad se
constituye a través de la relación refleja de lo negativo consigo mismo.
Trataremos de echar luz sobre este hueso duro a partir de un atolladero
sintomáti­co de la lectura derrideana de Hegel.
Parecería que el abordaje derrideano de Hegel repite la mencionada
lógica paradójica del “suplemento” elaborado por Derrida a propósito
de su análisis modelo del papel de la escritura en el texto platónico.
Primero, la escritura es sim­plemente excluida como una externalidad
secundaria que no afecta la presencia interior de la Idea; después, en
segundo lu­gar, él se ve obligado a reconocer su proximidad inespera­
da, como si la esencia interior estuviera siempre-ya afectada, in­cluso
constituida por el proceso de escribir (por ello tenemos que repetir la
exclusión de la escritura en otro nivel, dentro de la Idea misma). Derri­
da y los intérpretes derrideanos (Nancy, Lacoue-Labarthe, Gasche), de
modo análogo, co­mienzan oponiendo a Derrida y Hegel, y presentan a
Hegel como una especie de antípoda efectivo de Derrida.
Dicen ellos que la dialéctica hegeliana es la culminación de la me­
tafísica de la presencia, la máquina lógica del concep­to, que, por medio
de su automediación, “supera” y abarca toda heterogeneidad, y cierra el
círculo de un movimiento teleológico en cuyo seno toda diversidad es
postulada de an­temano como su propio momento ideal –y esto en con­
traste con Derrida, quien afirma la diseminación irreductible del proce­
so de la differance, la imposibilidad de encerrar este pro­ceso en el círculo
de la identidad automediada–. Pero, en se­gundo término, esos intérpre­
tes derrideanos reconocen que es casi imposible trazar una distinción
entre el proceso de la autodiferenciación del concepto y el movimiento
de la diffe­rance; reconocen que la línea de separación entre ellos es casi
imperceptible, que su proximidad es casi absoluta. Por esta razón, la de­
limitación que ellos dibujan debe repetirse y, co­mo ya hemos señalado,

84
La caprichosa identidad

la forma de esta repetición se asemeja inesperadamente a la renegación


fetichista, a la fórmula “je sais bien, mais quand même…”. Su primera
parte articula el co­nocimiento que subvierte al punto de partida (Hegel
como el filósofo de la identidad metafísica, etcétera), mientras que la se­
gunda parte no refuta la primera, sino que simplemente vuelve al punto
de partida y se aferra a él como a un artículo de fe: “Sé muy bien que en
Hegel cualquier identidad es solo un momento transitorio en el proceso
de la diferencia, pero a pesar de esto (yo sigo creyendo que) la identidad
especulativa en última instancia supera todas las diferencias”.
Encontramos lo que quizá sea el ejemplo más claro de esta discordia
en The Tain of the Mirror,9 de Rodolphe Gasche, li­bro en el cual la re­
lación entre la desconstrucción derrideana y la filosofía de la reflexión
aparece elaborada con inmensa erudición y agudeza teóricas. Pero la
primera sorpresa es el modo en que Gasche presenta como específica­
mente “derri­deana” toda una serie de proposiciones que parecen toma­
das de la Lógica de Hegel (por ejemplo, en las págs. 201-2): “cual­quier
entidad es lo que es solo por estar dividida por el Otro al que se refiere
para constituirse”. Esta es una cita casi literal del comienzo de la “ló­
gica de la esencia” de Hegel. Para con­servar la distancia entre Hegel y
Derrida, Gasche se ve en­tonces obligado a atribuir a Hegel una versión
simplificada absurda del “idealismo absoluto”, que resume las trilladas
tri­vialidades de manual sobre “el Uno dialéctico que abarca al Uno y
lo múltiple” (pág. 277, etcétera). Se llega a un extremo cuando Gasche
refuta a Hegel por medio del propio Hegel: pre­senta un supuesto límite de
Hegel, y para trascenderlo aduce proposiciones elementales de la pro­
pia lógica hegeliana, co­mo en el siguiente pasaje característico:

La posibilidad de comprender dialécticamente la oposición entre lo dupli-


cado y su doble como una relación de exterioriza­ción y reapropiación del
doble en tanto negativo de lo duplicado depende lógicamente de la duplica-
ción originaria según la cual ningún uno puede referirse en su aparición a sí
mismo salvo du­plicándose en un Otro (pág. 228).

En síntesis, primero se le atribuye a Hegel una noción ab­surdamente


simplificada de la reflexión dialéctica (“reapropia­ción del doble como
negativo de lo duplicado”); a continua­ción se enuncia como condición
de esta reapropiación, supuestamente para salir de la dialéctica, la per­
cepción dialéc­tica elemental de que una entidad solo puede referirse a
sí misma duplicándose en un Otro.

9. Rodolphe Gasche, The Tain of the Mirror, Cambridge, MA, Harvard, University
Press, 1987.

85
Slavoj Žižek

Esta ambigüedad intrínseca de la lectura desconstructiva de He­


gel surge con la mayor violencia a propósito del con­cepto crucial de
“superación” (Aufhebung). Por supuesto, en la primera etapa, Hegel y
Derrida aparecen claramente opues­tos. Se llama Aufhebung a la supe­
ración dialéctica de las dife­rencias, al modo en que el concepto abarca
la heterogeneidad, la diversidad, transformándose en un momento su­
perado ideal de su propia identidad; las diferencias son reconocidas qua
“superadas”, qua momentos de una totalidad articulada, mientras que
todo el énfasis de Derrida está en un resto “in­fraestructural” que se re-
siste a la sublimación, que persiste en su heterogeneidad, y precisamente
como tal (como el límite de la superación, como una roca en la que se
basa necesariamen­te la superación) es su condición positiva. Pero en
una segun­da etapa esta oposición entre la Aufhebung y su resto queda
desdibujada. Por ejemplo, cuando en Dissémination Derrida aborda la
problemática mallarmeana de la “remarca” (ré-mar­que) concede que la
Aufhebung como matriz elemental de la reflexión especulativa hegeliana
es casi indistinguible de los gráficos de la remarca, de modo que los ges­
tos de diferencia­ción tienen que repetirse de un modo más refinado y
ambi­guo. La lectura/reescritura derrideana de la remarca mallar­meana
merece un examen más atento puesto que, como veremos, es allí donde
Derrida se acerca más a la lógica laca­niana del significante.
¿Cómo llegarnos desde la marca (marque) a la remarca? ¿Por qué
toda marca (todo trazo significante) tiene que ser remarcado? El pun­
to de partida de Derrida es el carácter di­ferencial de la textura de las
marcas. Una marca no es más que un trazo, un haz de rasgos que la
diferencian de otras marcas; esta diferencialidad debe buscarse en su
autorreferen­cia; toda serie de marcas, en cuanto sémica (portadora de
sig­nificado), “debe contener un movimiento tropológico adicio­nal en
virtud del cual el sema (la marca) se refiere a lo que demarca las marcas,
a los blancos entre las marcas que rela­cionan cada marca con todas las
otras”.10 En síntesis, en cual­quier serie de marcas hay siempre por lo
menos una que fun­ciona como “vacía”, “asémica”, es decir que remarca
el espacio diferencial de inscripción de las marcas. Una marca solo se
convierte en marca a través del gesto de remarcar, puesto que solo la
remarca abre y sostiene el lugar de su ins­cripción.
¿No estamos así en medio de la “lógica del significante” tal como la
ha elaborado Jacques Alain Miller en sus dos bre­ves textos “canónicos”,
“Suture” y “Matrix”,11 en el segundo de los cuales incluso emplea los

10. Ibíd., pág. 219.


11. Jacques-Alain Miller, “Suture”, Cahiers pour l’Analyse, 1, Pa­rís, 1967 y “Matrice”
(Matrix), Ornicar?, 4, París, 1975.

86
La caprichosa identidad

mismos términos que Derri­da (la marca y el lugar vacío de su inscrip­


ción, sostenido por una marca vacía adicional, etcétera)? ¿No es acaso
la proposi­ción elemental de la “lógica del significante” (que Derrida de­
secha en una breve nota, rémarque, en De la gramatología) que toda serie
de significantes debe contener un elemento exce­dente paradójico que,
dentro de esta serie, ocupe el lugar de la ausencia misma de significante
o, para recurrir a la fórmula que durante mucho tiempo ha formado
parte de la jerga, sea un significante de la falta del significante? Es decir
que, en cuanto el orden del significante es diferencial, la diferencia en sí
entre el significante y su ausencia debe estar inscrita dentro de él, y esta
“valencia que no es solo una entre otras”,12 ¿no es el S1 lacaniano, el sig­
nificante amo, el significante-sin-signi­ficado, “asémico”, que siempre
suplementa la cadena del co­nocimiento (S2) y de tal modo la habilita?
Además, el lugar vacío representado por la remarca, ¿no es el “sujet
barré” laca­niano, el sujeto del significante, de modo que esta matriz que
es la más elemental ya hace posible inferir la definición laca­niana del
significante como lo que “representa al sujeto para todos los otros sig­
nificantes”? La remarca, ¿no representa al espacio vacío de inscripción
para todas las otras marcas?
Para hacer “palpable” esta lógica de la remarca, recorde­mos cierto
procedimiento que se puede encontrar en diferen­tes ámbitos del arte,
desde la pintura (la relación entre figura y fondo) hasta la música (la
relación entre la melodía y el acompañamiento) y el cine: la inversión
paradójica por medio de la cual lo que al principio aparece como moti­
vo (figura), retroactivamente, después de ser remarcado por un nuevo
motivo (figura) se convierte en acompañamiento (fondo); mientras en
una inversión complementaria lo que al principio parece como “puro
acompañamiento” se convierte retroacti­vamente en el motivo prin­
cipal. Comencemos por las parado­jas gráficas de Escher. Su proce­
dimiento básico es el interjue­go dialéctico de la figura y el fondo, la
gradual transformación del fondo en figura, la remarcación retroactiva
del fondo co­mo figura y viceversa. El resultado paradójico de este inter­
juego (por ejemplo, la incongruencia de una serie de escaleras por las
cuales, si uno desciende, termina encontrándose de nuevo en la cima)
atestigua la presencia del sujeto: el sujeto es esta misma inconsistencia de
la estructura –en nuestro caso, el vacío, la brecha invisible e “imposible”
entre el escalón más alto y el más bajo, llenada por una ilusión óptica– y
la más conocida de las paradojas visuales de Escher, la de dos manos que
sostienen lápices y se dibujan recíprocamente, ¿no es un caso perfecto
de dos marcas que simultáneamente se “remar­can entre sí”?

12. Rodolphe Gasche, ob. cit., pág. 221.

87
Slavoj Žižek

No obstante, para detectar la lógica de la remarca no se necesita


buscar en los márgenes del arte, donde el arte se aproxima al engaño
técnico (las paradojas, la anamorfosis, et­cétera). Basta con considerar
bajo otra luz las obras de la “co­rriente principal”. Por ejemplo, Mozart.
Todos conocemos el lugar común de que la música de Mozart es “ce­
lestial”, “divi­na”. Esta caracterización tiene un grano de verdad. Apun­
ta a un procedimiento mozartiano típico, en el cual la melodía inicial
es acompañada por otra línea melódica que, por así de­cirlo, descien­
de “desde arriba” y retroactivamente cambia el estatuto de la primera,
convirtiéndola en un “acompañamien­to” (el ejemplo más conocido es
el del tercer movimiento de la Serenata n° 10 en Si Mayor). Podríamos
decir que este se­gundo motivo “celestial” remarca, reenmarca de modo
nuevo, el motivo inicial. Quizá podríamos también arriesgar la hipó­
tesis elemental de que precisamente ese remarcamiento de los motivos,
ese pasaje al acompañamiento, se pierde en Beetho­ven, en cuya obra
solo aparece excepcionalmente (por ejem­plo, en el tercer movimiento
de la Novena Sinfonía).13
En el ámbito del cine, Alfred Hitchcock suele practicar una inver­
sión análoga. Es un ejemplo la famosa panorámica de Los pájaros, que
desde gran altura toma un pequeño pueblo en el cual acaba de estallar
un incendio. Súbitamente entra en el cuadro un pájaro desde atrás de la
cámara, pronto se le une una pareja, seguida por toda la bandada. De tal
modo se re­marca la misma toma. Lo que al principio parecía una visión
de la escena desde un punto de vista “neutral”, objetivo, es subjetivizado
como la visión amenazante que las propias aves tienen de sus víctimas.
Francis Ford Coppola utilizó un pro­cedimiento semejante, aunque in­
verso, en los títulos iniciales de La conversación. La cámara muestra di­
versas escenas de un parque lleno de transeúntes durante la pausa del
almuerzo, con una banda sonora de voces extrañamente distorsionadas.
Los espectadores pensamos automáticamente que se trata de un fondo
neutro, solo ilustrativo de los títulos, cuya única función es crear el
clima correcto. Pero pronto resulta evi­dente que la escena presentada
durante los títulos (una agen­cia de detectives intenta espiar con disposi­
tivos electrónicos a una pareja adúltera) es la clave de toda la película. El
punto crucial que no hay que pasar por alto es que la referencia al nivel
imaginario de la Gestalt no basta para explicar este inter­juego dialéctico

13. Una interesante variación de este procedimiento aparece en la obertura de la


ópera El oro del Rin, de Wagner. El “motivo” con­siste en la repetición rítmica de una sola
nota, mientras que el “acompañamiento” contiene una rica textura melódica. Esta inver­
sión de la proporción “normal” crea una tensión extrema que se des­carga con el pasaje
instantáneo a la canción de las “doncellas del Rin”, en la cual el acompañamiento adquiere
el estatuto de melodía principal.

88
La caprichosa identidad

de “figura” y “fondo”. Las inversiones de este tipo solo son posibles


dentro del universo del significante, es decir, en un universo en el que
por lo menos un elemento re­presenta el lugar de inscripción de todos
los otros. Sin la ins­cripción, sin la serie de elementos, sin un elemento
que re­marca el lugar de inscripción de los otros, la distancia entre la
“figura” y el “fondo” no puede establecerse.
La dialéctica de la figura y el fondo permite discernir la homolo­
gía entre remarca y Aufhebung, señalada por el propio Derrida. Un
elemento es “superado” (y este término implica que lo superado ha
sido también suprimido y conservado) cuando es remarcado por un
nuevo marco, incluido en una nueva red simbólica, “elevado” en su
elemento. En la men­cionada toma de Los pájaros, por ejemplo, la vi­
sión “objetiva” desde arriba de la ciudad es suprimida-y-conservada
al ser re­marcada como una vista “subjetiva” de los propios pájaros.
“La cosa sigue siendo exactamente la misma que antes, pero de pron­
to su significado cambia por completo”; sigue siendo la misma qua
marca, pero es remarcada de un modo diferen­te. En este sentido, la
inversión dialéctica sigue siempre la ló­gica de la remarca: la cosa en
sí en su inmediatez no cambia; lo que cambia es la modalidad de su
inscripción en la red sim­bólica. También resulta claro por qué la re­
marca coincide con el S1 lacaniano, el significante amo, el punto de
almoha­dillado. El efecto de almohadillado se produce cuando, con
una inversión súbita de perspectiva, lo que un momento antes era
aún percibido como derrota se convierte en victoria. Con­sideremos
el caso de san Pablo, cuya relectura de la muerte de Jesús dio su perfil
definitivo al cristianismo. Pablo no añadió ningún contenido nuevo
a los dogmas ya existentes, todo lo que hizo fue remarcar como el
mayor triunfo, como la reali­zación de la misión suprema de Cristo (la
reconciliación de Dios con la humanidad), lo que antes experimen­
taba como una pérdida traumática (la derrota de Cristo en su misión
mundana, su muerte infame en la cruz).14 Nos encontramos de nuevo
con un tema fundamental lacaniano: la “reconcilia­ción” no consiste
en alguna clase de curación milagrosa de la herida de la escisión, sino
solo en una inversión de perspecti­va por medio de la cual percibimos
que la escisión en sí es ya reconciliación; que, por ejemplo, la derrota
y la muerte infa­me de Jesús son ya en sí mismas la reconciliación. Para
reali­zar la reconciliación no tenemos que “vencer” la escisión, si­no
solo remarcarla.15

14. Sobre el concepto de “punto de almohadillado”, véase Slajov Žižek, The Sublime
Object of Ideology, Londres, Verso, 1989, capítulo 3.
15. Žižek, Le plus sublime des hystériques, ob. cit., capítulos 2 y 6.

89
Slavoj Žižek

Además, esta lógica de la remarca, ¿no apunta al carácter de auto-


rreflejo de lo que Derrida llama “textualidad”? ¿No se refiere al punto
en que la textura de las marcas necesariamen­te “refleja” en sí misma,
dentro de sí misma, su propio espa­cio de inscripción, sus propias con­
diciones de posibilidad, desde luego que en la forma de su opuesto? El
espacio vacío de inscripción (la falta) se refleja en la forma de una marca
positiva, de “uno entre otros”. Gasche propone la siguiente formula­
ción concisa: “Al afectarse a sí misma mediante la re­marca, al designar
su propio espacio de engendramiento, la marca se inscribe dentro de
sí misma, se refleja dentro de sí mis­ma bajo la forma de lo que no es”.16
La lógica de la remarca, ¿no es por lo tanto la matriz elemental del
hegeliano movi­miento de autorreflexión del concepto? En De la grama-
tología, Derrida describe el modo en que Rousseau “inscribe la textua­
lidad dentro del texto”, cómo “nos dice en el texto lo que es el texto”.
Los temas en los que se centra la lectura de­rrideana de Rousseau (por
ejemplo, la “suplementariedad”), no son simples ternas entre otros de
la cadena; son ternas que describen (reflejan dentro del texto) la cadena
textual en sí, el modo en que “opera” el propio texto. Por lo tanto, si,
según lo señala Gasche refiriéndose a Derrida, existe una coinciden­cia
casi perfecta entre la lógica de la remarca y el momento reflexivo de la
Aufhebung, ¿cómo distinguirlos entre sí?
La estrategia básica de Gasche consiste en trazar una dis­tinción en­
tre la capa autorrefleja del texto (elementos, moti­vos, por medio de los
cuales la textualidad es reflejada, repre­sentada, dentro del texto) y su
fondo “infraestructural”, las operaciones textuales que hacen posible y,
en el mismo gesto, ocultan esa reflexividad, que abren su espacio, pero
simultá­neamente le impiden el éxito pleno y la coincidencia consigo
mismo en un autorreflejo logrado. Gasche cita el pasaje si­guiente de De
la gramatología: “Si un texto siempre se da por una cierta representación
de sus propias raíces, esas raíces viven solo por esa representación, por­
que nunca tocan el suelo, por así decirlo”. Comenta al respecto: “El dis­
curso circunscrito en el que un texto se presenta es una representación
constan­temente excedida por el sistema total de los propios recursos y
leyes del texto”.17
En este punto debemos permitirnos una breve lectura des­
constructiva del propio Gasche. Su comentario pasa por alto (o ubica
mal) el énfasis de la proposición de Derrida. Gasche subraya el modo
en que el autorreflejo está insertado en meca­nismos infraestructurales
que lo exceden, mientras que lo que fundamentalmente dice Derrida en

16. Rodolphe Gasche, ob. cit., pág. 222 (las cursivas son mías).
17. Ibíd., págs. 290-291.

90
La caprichosa identidad

la proposición citada es lo opuesto. Esos mecanismos infraestructurales


“solo viven por esa representación”; es decir que la textualidad mis­
ma del tex­to está sostenida por este autorreflejo. No hay ninguna “in­
fraestructura” textual primordial que, como resultado, pueda reflejarse
de modo distorsionado, parcial, dentro del texto; la “textualidad” no es
más que el nombre de este mismo proceso de autorreflejo textual; en
otras palabras, de este proceso de remarcamiento. Pero consideremos el
principal argumento de Gasche contra la identificación de la “infraes­
tructura de la re­marca” con el movimiento hegeliano de la reflexión:

Este tema [que describe la cadena en sí] no refleja la totali­dad de la cadena,


si por reflejo se entiende lo que ha significado siempre, una representación
especular a través de la cual un sí­-mismo se re apropia de sí mismo. En
lugar de reflejar en ella la cadena del texto, “suplementariedad” remarca esa
cadena del mismo modo que ella misma es remarcada, es decir, restituida
a la posición de una marca dentro de la cadena textual… La ilu­sión de que
un tema o un concepto realizan una totalización re­fleja se basa en la bo­
rradura representacional de su posición co­mo marca dentro de la cadena
que tiende a gobernar. A causa de la remarca, la autorrepresentación y el
autorreflejo nunca se pro­ducen. Un tema o concepto solo puede designar al
texto en abis­mo, es decir que su representación es la representación de una
representación.18

La primera frase es ya reveladora: solo se puede diferen­ciar la re­


marca del reflejo si se presupone que “el reflejo sig­nifica lo que siem­
pre ha significado”; este enunciado es do­blemente cuestionable: tanto
desde el punto de vista de la forma como del contenido. En el nivel del
contenido (para recurrir a términos ingenuos que son apropiados aquí),
es sen­cillamente erróneo. Le atribuye a Hegel una noción estricta­mente
prehegeliana del reflejo (“una representación especular a través de la
cual un sí-mismo se reapropia de sí mismo”), y este concepto ignora lo
que Hegel trató de circunscribir co­mo “reflejo absoluto”. Si esta fuera la
concepción hegeliana del reflejo, por cierto no podríamos hablar de una
“semejan­za” entre el movimiento de la reflexión y la remarca, y, desde
el punto de vista formal, este enunciado suena un tanto extra­ño en la
boca de un desconstructivista. ¿Acaso el esfuerzo de la desconstrucción
no apunta a desplegar el modo en que las palabras nunca “significan
(sencillamente) lo que han signifi­cado siempre”, el modo en que nunca
alcanzan la plena iden­tidad de su “significado propio”? Pero aquí nos
vemos de pronto obligados a apelar a lo que “reflejo” “ha significado
siempre…”. ¿Y si el propio Hegel hubiera ya desconstruido el concepto

18. Ibíd., pág. 291.

91
Slavoj Žižek

de reflejo, haciéndolo funcionar de un modo desco­nocido en la tradi­


ción prehegeliana (y quizá también poshe­geliana)? ¿Y si precisamente
en Hegel el “reflejo” ya no “sig­nificara lo que ha significado siempre”?

El abismo remarcado

Para decidir este punto crucial, tenemos que considerar con aten­
ción la línea argumentativa de Gasche. Contraria­mente a lo que ocurre
en el movimiento de la reflexión (en el cual, por medio de una totaliza­
ción reflexiva, su agente “do­mina” a toda la cadena y “se reapropia” del
contenido refleja­do), en la lógica derrideana de la remarca el elemento a
través del cual se refleja la textualidad dentro del texto (el elemento que
remarca el lugar de la cadena como tal) nunca “domina” a la cadena,
puesto que él mismo ocupa la posición de uno de sus elementos, y es
por lo tanto remarcado a su vez por todos los otros.19 En consecuencia,
un elemento solo puede reflejar la textualidad en abismo, a través de una
posposición intermi­nable: siempre hay un cierto exceso de remarca que
elude la totalización dialéctica.

de tal modo se añade a la serie un tropo en demasía y, como apoderado


[…], representa lo que en realidad no pertenece a la serie de semas, el no-
significado contra el cual se destacan las marcas plenas. Si ese tropo se sus-
trae a la serie que debe totali­zar el concepto [de la marca], sin embargo,
esta totalización deja al menos una marca no explicada. De tal modo remar-
cado por el espacio de inscripción que demarca todas las marcas, ningún
concepto o tema de la marca podría llegar a coincidir con lo que apunta
a abarcar. La remarca es un límite esencial para toda re­flexión coinciden-
te o especular, una duplicación de la marca que hace imposible cualquier
adecuación autorrefleja. Por razones estructurales, hay siempre más que la
totalidad; la valencia adi­cional añadida por el delegado del espacio asémico
de la diferen­ciación diacrítica de la totalidad de los semas siempre (infinita­
mente) queda por explicar.20

19. Obsérvese el modo en que Gasche, por una especie de nece­sidad estructural, se
enreda en una contradicción. En el pasaje cita­do, la “ilusión de una totalización refleja”
equivale a borrar el hecho de que la remarca en sí está de nuevo inscrita dentro de la serie
de marcas que se supone que domina, mientras que sesenta páginas an­tes (en la pág. 221)
había calificado la “ilusión metafísica del referen­te presente para sí mismo” reduciendo la
remarca a una mera fun­ción sémica. Caemos víctimas de la ilusión metafísica en cuanto
nivelamos la remarca con las otras marcas, en cuanto borramos su carácter excepcional,
el hecho de que no es solo otro portador de una función sémica, sino que representa el
espacio vacío de la inscripción de todas ellas.
20. Rodolphe Gasche, ob. cit., pág. 221.

92
La caprichosa identidad

La argumentación es clara. La totalización (conceptual) de una ca­


dena de marcas está siempre remarcada por una marca adicional que,
dentro de la serie de las marcas sémicas, repre­senta (ocupa el lugar de)
su fundamento, su campo de inscrip­ción, es decir, su diferencialidad,
la diferencia entre las mar­cas como tales. La totalidad solo tiene lugar
como remarcada; en cuanto se produce, siempre se añade una marca
excedente. En otras palabras, la totalización nunca totaliza todo; en vir­
tud de una necesidad estructural, se logra por medio de un exceso que
en sí mismo sigue no totalizado, no explicado. Lo que no es posible es
una totalización que, a través de una igualdad autorreflexiva consigo
misma, se abarque a sí misma, a su propia remarca; lo que la remarcaría
a ella misma y de tal modo establecería una autocoincidencia transpa­
rente. Pe­ro –dice Gasche– la reapropiación reflexiva hegeliana es pre­
cisamente esa totalización imposible en la cual el campo de las marcas
remarca (refleja) sus propias condiciones sin nin­gún resto, en la cual el
marco del texto es inscrito en el texto mismo, que lo explica, da razón
de él. ¿Se sostiene este argu­mento? ¿Es efectivamente un argumento
contra Hegel? En lugar de dar una respuesta formal, me arriesgaré a
una “refu­tación empírica”, por ingenua que pueda parecer, refiriéndo­
me a una línea de pensamiento hegeliana particular que se adecua per­
fectamente a la descripción realizada por Gasche del modo en que la
remarca funciona como un excedente por medio del cual tiene lugar
la totalización: me refiero a la de­ducción por Hegel de la monarquía, a
partir de su filosofía del derecho.
En general, esta deducción suele ser desdeñada. Se ve en ella la
prueba de una concesión de Hegel a las circunstancias históricas pre­
burguesas, cuando no una demostración directa de su conformismo.
Causa sorpresa la inconsistencia y la in­sensatez de Hegel, el filósofo de
la Razón absoluta, que sostiene que la decisión acerca de quién debe ser
la cabeza del Es­tado ha de basarse en el hecho no-racional, biológico,
de la ascendencia. Se señala que toda la argumentación hegeliana de­
pende de un juego de palabras sobre la “inmediatez”: para ser efectiva
–sostiene Hegel–, la unidad de Estado debe encarnarse una vez más en
un individuo, y solo en su existencia la Voluntad existirá por sí misma
(logrará existencia inmedia­ta); esta exigencia de inmediatez natural se­
ría satisfecha del mejor modo precisamente por el linaje… No obstan­
te, esta crítica falla por completo: no se trata de que sea sencillamen­te
errónea, sino de que, sin saberlo, confirma la idea básica de Hegel. La
monarquía constitucional es un todo orgánico arti­culado racionalmen­
te, en cuya cabeza hay un elemento “irra­cional”, la persona del rey. Lo
crucial es precisamente el he­cho acentuado por los críticos de Hegel: el
abismo que separa al Estado como totalidad racional orgánica, del fac-

93
Slavoj Žižek

tum brutum “irracional” de la persona que encarna el poder supremo, es


decir, por medio de la cual el Estado asume la forma de la subjetividad.
Contra la objeción de que de tal modo el desti­no del Estado queda li­
brado a la contingencia natural de la constitución psíquica del soberano
(su sabiduría, honestidad, coraje, etcétera), Hegel replica:

esto se basa en un presupuesto trivial, a saber: que todo de­pende del carácter
particular del monarca. En un Estado com­pletamente organizado, se trata
solo del punto culminante de la decisión formal […]. Es por lo tanto un
error pedir que el mo­narca tenga cualidades objetivas; él solo tiene que de-
cir “sí” y ponerle el punto a la “i” […]; cualquier otro poder que pueda te­ner
el monarca además de este poder de la decisión final, forma parte y parcela
de su carácter privado y no debería tener ninguna consecuencia […]. En una
monarquía bien organizada, el aspec­to objetivo pertenece exclusivamente a
la ley, y la parte del mo­narca consiste solo en sumarle a la ley el “yo quiero”
subjetivo.21

De modo que el acto del monarca es de naturaleza pura­mente for­


mal: su marco está determinado por la constitución política, y el con­
tenido concreto de sus decisiones le es pro­puesto por sus consejeros,
de modo que “a menudo, lo único que tiene que hacer es firmar con su
nombre. Este nombre es importante. Es la última palabra, más allá de
la cual no se puede ir”.22
Con esto queda todo dicho. El monarca funciona como un signifi­
cante “puro”, un significante-sin-significado; toda su realidad (su auto­
ridad) reside en su nombre, y precisamen­te por esta razón su realidad
física es totalmente arbitraria y puede quedar librada a las contingen­
cias biológicas del linaje. El monarca encarna entonces la función del
significante amo en su mayor pureza; es el Uno de la excepción, la
protuberan­cia “irracional” del edificio social, que transforma la masa
amorfa del “pueblo” en una totalidad concreta de costumbres. Por me­
dio de su ex-sistencia de significante puro, él constitu­ye el todo de la
trama social en su “articulación orgánica” (or­ganische Gliederung), el
excedente “irracional” como condición de la totalidad racional, el ex­
ceso del significante “puro”, sin significado, como condición del todo
orgánico de significan­te/significado: “Tomado sin su monarca y sin la
articulación del todo que es la concomitancia indispensable y directa
de la monarquía, el pueblo es una masa informe y ya no un Esta­do”.23

21. G. W. F. Hegel, Philosophy of Right, ob. cit., págs. 288-9. [Ed. cast.: Filosofía del
derecho, Buenos Aires, Claridad, 1987.]
22. Ibíd., pág. 288.
23. Ibíd., pág. 183.

94
La caprichosa identidad

En otras palabras, el monarca no es solo un “símbolo” de la comuni­


dad, es decididamente más. A través de él, en él, la comunidad alcanza
su ser-para-sí y de tal modo se realiza: es un símbolo paradójico por
medio del cual se actualiza el con­tenido simbolizado. El monarca solo
puede realizar esta tarea en la medida en que su autoridad sea de natu­
raleza puramen­te performativa y no basada en sus capacidades efectivas.
Se supone que solo sus consejeros, la burocracia total en general, han
sido escogidos de acuerdo con sus respectivas capacidades y su idonei­
dad para las tareas requeridas. Por lo tanto, se mantiene la brecha en­
tre los empleados del Estado que deben obtener su puesto por medio
del trabajo duro, luego de demostrar sus méritos, y el propio monarca
como punto de la pura auto­ridad del significante:

una multitud de individuos, la masa del pueblo, enfrenta a un individuo


Único, el monarca: ellos son la multitud, el movimien­to, la fluidez; él es la
inmediatez, lo natural. Solo él es natural, es decir, en él se refugia la natura-
leza; él es su último resto, un resto positivo; la familia del príncipe es la única
familia positiva (todas las otras deben ser dejadas atrás), los otros individuos
solo tienen valor en cuanto están desposeídos, en cuanto se han hecho a sí mis­
mos.24

Esta coincidencia de la pura cultura (el significante vacío) con el


resto de la naturaleza en la persona del rey, entraña la paradoja de la
relación del rey con la ley: en términos estric­tos, el rey no puede violar
la ley, puesto que su palabra hace la ley inmediatamente; solo contra este
trasfondo se llega a la justificación racional de la prohibición incondi­
cional kantiana respecto del derrocamiento violento del rey. En este
sentido, el monarca funciona como una personificación de la “parado­ja
escéptica” de Wittgenstein: no podemos decir que este ac­to viola la re­
gla, puesto que la (re)define. Todos los otros su­jetos están marcados por
la brecha que separa para siempre su realidad “patológica”, lo que ellos
efectivamente son y hacen, respecto del orden ideal de lo que deben
ser: ellos nunca co­rresponden plenamente a su concepto y, en conse­
cuencia, pueden ser juzgados y medidos por su (in)adecuación a aquel;
el monarca, en cambio, es inmediatamente la actualidad de su propio
concepto. Para decirlo en términos kantianos: el rey es una cosa que
ha adquirido existencia fenoménica, un punto de cortocircuito entre el
orden nouménico de la libertad (la ley moral) y el nivel de la experiencia
fenoménica; más preci­samente, aunque él no es la Cosa, nosotros, los
súbditos, esta­mos obligados a actuar como si fuera la Cosa encarnada.

24. G. W. F. Hegel, Naissance de la philosophie hégélienne d’état, Jacques Taminiaux


(comp.), París, Payot, 1984, pág. 268.

95
Slavoj Žižek

De modo que la paradoja del monarca hegeliano consiste en que, en


un sentido, él es el punto de locura de la trama so­cial; su posición social
está determinada inmediatamente por su linaje, por la biología; él es el
único individuo que, por su “naturaleza”, es ya lo que (socialmente) es:
todos los otros de­ben “inventarse” a sí mismos, elaborar el contenido de
su ser por medio de su actividad. Como siempre, Saint-Just tenía razón
cuando, en su acusación contra el rey, exigió su ejecu­ción, no a causa de
cualquiera de sus hechos específicos, sino simplemente porque era rey.
Desde un punto de vista republi­cano, el crimen supremo consiste en el
hecho mismo de ser el rey, y no en lo que él haga como rey.
En este punto Hegel es mucho más ambiguo que lo que podría pa­
recer. Su conclusión es aproximadamente la siguien­te: en la medida en
que un amo es indispensable en política, no debemos condescender con
el razonamiento de sentido común según el cual “el amo debe ser por
lo menos tan sabio, valiente y bueno como resulte posible…”. Por el
contrario, tenemos que mantener la mayor brecha posible entre la legi­
timación simbólica del amo y el nivel de las calificaciones “efectivas”,
localizar la función del amo en un lugar excluido del todo, reducirlo a
una agencia de decisión puramente for­mal, de manera que no impor­
te que sea en realidad un idio­ta…25 En el punto mismo donde Hegel
parece elogiar a la monarquía, traza una suerte de separación entre S1 y
a, entre el significante puro y el objeto. Si el poder de fascinación ca­
rismático del rey depende de una concomitancia de S1 y a (de la ilusión
de que el significante amo oculta profundamente dentro de sí al objeto
precioso), Hegel los separa y nos mues­tra, por una parte, a S1 en su
tautología imbécil de nombre vacío y, por la otra, al objeto (el cuerpo
del monarca) como puro excremento, un resto anexado al nombre.26

25. Una de las razones del éxito público de la presidencia de Ronald Reagan fue que
muchas de las que sus críticos consideraban de­bilidades y convertían en objeto de mofa
(los límites obvios a los que él estaba en condiciones de comprender, etcétera) eran en
realidad condiciones efectivamente positivas de su reinado. Reagan era perci­bido pre-
cisamente como alguien que gobernaba a la manera de un rey: haciendo gestos vacíos,
poniendo los puntos sobre las íes (escri­tas por otros), sin advertir realmente lo que suce-
día… Del mismo modo, se equivocan quienes piensan que la lógica del monarca hege­
liano es una sutileza excéntrica, carente de importancia en el mundo de hoy.
26. Por lo tanto, lo crucial en el monarca hegeliano es que no pue­de ser reducido a
una pura agencia del significante amo carente de sentido: su estatuto es al mismo tiempo
el de lo Real. No debe enton­ces sorprendernos que el propio Hegel le asignara al monar-
ca un lu­gar en la serie de las “respuestas de lo Real”. En el párrafo 279 de la Filosofía del
derecho, él aborda la diferencia entre la aristocracia o la de­mocracia antiguas y la monar-
quía moderna: en la aristocracia o en la democracia antiguas, el “momento de la decisión
final, autodetermi­nante, de la voluntad” no era aún postulado explícitamente como un
“momento orgánico inmanente al Estado”; el punto de decisión per­formativo puro, el

96
La caprichosa identidad

Desde la reflexión frustrada al fracaso reflejado

El rasgo crucial es entonces que el monarca hegeliano cae fuera de


la mediación dialéctica de naturaleza y Espíritu. Él presenta un punto
de pasaje inmediato de una al otro, un pun­to paradójico en el cual el
puro nombre, la pura agencia del significante, se aferra inmediatamente
al “último residuo” de lo natural positivo, a lo que NO ES aufgehoben,
superado, por medio del trabajo de la mediación… En esta posición del
mo­narca, ¿no tenemos un caso claro del elemento que, en su re­lación
con la totalidad semiótica (del Estado) funciona preci­samente como
una “remarca” en el sentido derrideano del término? Este elemento,
¿no es “más que la totalidad”, no se “desprende” de la totalidad racional
del Estado, en cuanto úl­timo residuo de la naturaleza (de la no-razón);
pero precisa­mente como tal “refleja” el espacio mismo de articulación
de la totalidad racional? ¿No es un elemento que literalmente “repre­
senta lo que no pertenece a la serie de los semas”, la na­turaleza en su
inmediatez? El monarca es un cuerpo extraño dentro de la trama del
Estado; la mediación racional “no da cuenta” de él. No obstante, pre­
cisamente como tal, es el ele­mento a través del cual se constituye la
totalidad racional. Allí está el secreto de la mediación dialéctica de los
elementos so­ciales por la totalidad racional del Estado. Esta mediación
so­lo puede ser generada por la vía de un residuo “irracional” de natu­
raleza no-mediada, es decir, por el estúpido hecho bioló­gico del cuerpo

“¡Así sea!” que transforma una opinión en una de­cisión de Estado, no había adquirido
aún la forma de la subjetividad; el poder de una pura decisión inambigua es entonces
delegado en
un fatum que determina las cuestiones desde fuera. Como momento de la Idea, esta
decisión tenía que entrar en la existencia, aunque arraigada en algo externo al círculo
de la libertad humana, que es lo que concierne al Estado. Aquí está el origen de la
necesidad de derivar la última palabra sobre los grandes acontecimientos y los asun-
tos importantes de Estado partiendo de oráculos, de un “signo divino” (en el caso de
Sócrates), de las entrañas de animales, de la comida y el vuelo de las aves, etcétera.
Mientras los hombres no se han sumergido aún en las profundidades de la autocon-
ciencia o emergido a su independencia desde su unidad indiferenciada de sustancia,
les falta fuerza para buscar la palabra final dentro de su propio ser (G. W. F. Hegel,
Philosophy of Right, págs. 183-184).
Oráculos, entrañas… Otros tantos nombres de una respuesta su­puestamente escrita en
lo Real: el estatuto de los oráculos es por de­finición el de una escritura que hay que inter-
pretar, que hay que in­tegrar en nuestro universo simbólico. La subjetividad del monarca
ocupa este mismo lugar de las “respuestas de lo Real”: en lugar de buscar la “palabra final”
(el significante amo) en una escritura conte­nida en lo Real (entrañas, comida de aves…),
es la persona del mo­narca la que asume el acto de transformar la opinión de sus minis­tros
en una decisión de Estado.

97
Slavoj Žižek

del monarca. En otras palabras, lo que la des­construcción derrideana


saca a la luz después de un gran es­fuerzo y declara como límite intrín­
seco de la mediación dialéctica (el punto en el cual el movimiento de
la Aufhebung necesariamente fracasa), en Hegel aparece directamente
pos­tulado como el momento crucial de ese movimiento. “Todo puede
ser mediado”, superado en su inmediatez y postulado como momento
ideal de la totalidad racional, con la condi­ción de que ese mismo po­
der de inmediación absoluta sea en­carnado de nuevo en la forma de su
opuesto, de un residuo inerte, no-racional, de la inmediatez natural. Es
posible que ahora veamos por qué la concepción del monarca es “entre
todas las concepciones, la más difícil de razonar”,27 incluso más difícil
que la concepción desconstructiva.28
Por esta razón debe asignársele todo su peso y considerar­se más
literalmente la siguiente proposición de Gasche: “Así remarcado por
el espacio de inscripción que demarca todas las marcas, ningún con­
cepto o tema de la marca puede llegar a coincidir con lo que apunta a
abarcar”. Por su mera presen­cia, la remarca (que representa el lugar de
inscripción de las otras marcas-temas) obstruye, impide que las otras
marcas coincidan consigo mismas, que logren su plena identidad. La
identidad-consigo-misma de una remarca encarna la negativi­dad, la au­
tofisura inherente a todas las marcas, en la medida en que esta identidad
consiste en la coincidencia imposible de un elemento con el lugar vacío
de su inscripción (esta es la definición de la identidad en Hegel y Witt­
genstein). En vir­tud de su mera presencia, el monarca sirve como recor­
datorio de la inestabilidad fundamental de la trama social, del hecho de
que lo que llamamos “sociedad” es la congelación de una violencia ori­
ginal que en cualquier momento puede volver a irrumpir y pulverizar

27. G. W. F. Hegel, Philosophy of Right, ob. cit., pág. 182.


28. La paradoja de Lacan consiste en que, aunque en sus enun­ciados explícitos él tam-
bién suscribe lo que más tarde se convirtió en la argumentación desconstructivista contra
Hegel (el cuento de que “hay siempre un resto que se resiste a la Aufhebung”), su trabajo
teó­rico concreto va en sentido contrario, y es hegeliano precisamente donde él mismo no
lo sabe. La consecuencia es que Lacan a menudo “refuta” a Hegel con un argumento que
es profundamente hegelia­no, como en el siguiente pasaje de los Escritos:
Sin duda alguna hay aquí lo que se llama un hueso. Por ser justa­mente lo que adelan-
tamos aquí –estructural del sujeto–, constituye esen­cialmente ese margen que todo
pensamiento ha evitado, saltado, rodeado o taponado a la vez que logra aparentemen-
te sostenerse con un círculo: ya sea dialéctico o matemático (Jacques Lacan, Écrits: A
Selection, Lon­dres, Tavistock, 1977, pág. 318).
En este “hueso” que es estructural del sujeto, precisamente en cuanto se resiste a la
simbolización (la mediación dialéctica), ¿cómo podríamos no reconocer una alusión a la
tesis hegeliana de que “el Espíritu es un hueso”?

98
La caprichosa identidad

el orden establecido. Por lo tanto, el monarca es el punto que garantiza


la estabilidad y la consis­tencia y, al mismo tiempo, la encarnación de
una negatividad radical: es el elemento central con referencia al cual la
estruc­tura obtiene estabilidad y significado, el punto de identidad que
en su núcleo coincide con su opuesto.29
Debe estar claro ahora por qué la premisa básica de la crí­tica de­
rrideana a Hegel (que el Aufhebung en sí no puede ser aufgehoben, que
la remarca en sí está a su vez siempre-ya re­marcada por la serie dentro
de la que aparece inscripta) yerra por completo su objetivo. Según
Derrida, la Aufhebung signi­ficaría una inscripción/remarca “exitosa”
del espacio en la se­rie de marcas, es decir, de la textualidad en el texto.
Contra esta “ilusión”, él señala que la remarca nunca puede reflejar
enteramente la cadena de marcas, que nunca podría coincidir plena­
mente consigo misma en un autorreflejo perfecto: el texto siempre
se refleja-en-sí-mismo con una perspectiva dis­torsionada, desplazada,
“sesgada”; en síntesis, con una pers­pectiva remarcada. De este modo
Derrida ubica mal como un límite de la reflexión lo que en Hegel es el
verdadero rasgo fundamental de la reflexión “absoluta”. Por supuesto,
la refle­xión siempre se frustra en última instancia: ninguna marca po­
sitiva incluida en la serie puede representar/reflejar “exito­samente” el
espacio vacío de la inscripción de las marcas. Pe­ro es este mismo fracaso
como tal el que “constituye” el espacio de inscripción. El “lugar” de la ins­
cripción de las marcas no es más que el vacío abierto por el fracaso de la
remarca. En otras pa­labras, sin la remarca no hay espacio infraestruc­
tural de la inscripción de las marcas. La remarca no “representa”/re­
fleja alguna red infraestructural constituida previamente: el acto mismo
de la reflexión en tanto frustrada constituye retroactivamen­te lo que la elude.
Para aclarar este problema crucial, volvamos a Gasche. Según él, los
“límites de la Aufhebung especulativa” consisten en el hecho de que ella

es incapaz de dar cuenta de la remarca como tal, no solo porque esta infraes-
tructura no puede ser fenomenologizada y experi­mentada, sino también
porque por lo menos una de sus repre­sentaciones (es decir, por lo menos

29. Por esta razón, en la Ciencia de la lógica de Hegel la identidad aparece como la
primera “determinación de la reflexión” (Reflexions-­bestimmung). La identidad de un objeto
consigo mismo es el punto en el cual, dentro de la serie de sus predicados-determinacio-
nes, este objeto se encuentra “a sí mismo”, al espacio vacío de su inscripción; en la forma
de la “identidad”, este espacio vacío es “reflejado” en el objeto mismo. La estructura de
la identidad-consigo-mismo es, por lo tanto, precisamente, la de la remarca: la identidad
“representa” al lugar de inscripción de todos los predicados, y de tal modo los re­marca.
Consideremos el caso de la tautología “la ley es la ley”: su vacío mantiene abierto el espacio
en el cual pueden inscribirse todos los otros predicados-determinaciones positivos de la ley.

99
Slavoj Žižek

una figura en la que ella de­saparece) queda sin que se dé cuenta de ella. Esta
última figura es fundamentalmente la figura de la Aufhebung en sí.30

Lo que debería suscitar nuestra sospecha es el empleo de la aparen­


temente inocente figura de “no solo… sino tam­bién…”, la enumera­
ción de dos razones por las que la Aufhe­bung necesariamente fracasa: por
un lado, el exceso inalcanza­ble, siempre elusivo de la “infraestructura”,
que nunca puede ser plenamente reflejado dentro del texto; por el otro,
el ex­ceso inexplicable de la figura misma de la Aufhebung que nun­ca
puede totalizarse a sí misma. La paradoja consiste en que la relación en­
tre estos dos “excesos” que supuestamente se sus­traen al movimiento de
la reflexión es en sí misma reflexiva. Primero tenemos el exceso de lo que
se sustrae al movimien­to reflexivo de la Aufhebung y después el exceso
de este mis­mo movimiento de la Aufhebung. Y pasamos de Gasche (y
Derrida) a Hegel al comprender que este “no solo… sino también…”
es superfluo, que los dos excesos no son más que dos aspectos del mismo
gesto, que en lugar de “no solo… si­no también…” debe haber un “vi-
delicet”, que el exceso inal­canzable de la “infraestructura” se constituye
por medio de la Aufhebung como aquello “de lo que no se pude dar
cuenta”. La “reflexión absoluta” hegeliana no es más que el nombre de
esa relación “reflexiva” entre estos dos excesos. Por así decir­lo, se trata
de una reflexión redoblada, la remarca reflexiva del excedente mismo
que se sustrae a la reflexión.31
Comienza entonces a tomar forma el bosquejo de una po­sible crítica
hegeliana a Derrida. Lo que no advierte Derrida es el meollo “nega­
tivo” de la identidad en sí, el hecho de que la identidad como tal es
una “determinación refleja”, una pre­sentación invertida de su opuesto.
Consideremos la siguiente proposición de Gasche:

En la medida en que [el] espacio asémico es representado por un apode­


rado dentro de la serie y sumado a ella, metafórica o metonímicamente se
transforma en una marca, es decir, precisa­mente en lo que supuestamente
él hace posible.32

30. Rodolphe Gasche, ob. cit., pág. 223.


31. En la teoría psicoanalítica, esta paradoja adopta la forma de la relación entre
el inconsciente qua reprimido y sus “retornos” en los síntomas. Contra la concepción
habitual, según la cual los síntomas “reflejan” de modo fragmentario, distorsionado, la
“infraestructura” inconsciente previa, nosotros debemos seguir a Lacan y afirmar que
la represión y el retorno de lo reprimido son dos caras del mismo proceso. El contenido “repri-
mido” se constituye retroactivamente, por medio de su retorno frustrado/distorsionado
en síntomas, en esos excesos “inexplicables”: no hay ningún inconsciente fuera de sus
“retornos”.
32. Rodolphe Gasche, ob. cit., pág. 222.

100
La caprichosa identidad

La paradoja de la remarca consiste entonces en que su identidad


representa a su propio opuesto (la pura diferencia, el espacio entre las
marcas), que el Uno de la remarca repre­senta el blanco de su propio
lugar de inscripción, etcétera. Basta con agregar que esta paradoja, le­
jos de caracterizar la identidad adicional de la remarca, de suplementar
la identi­dad de las marcas “ordinarias”, define la identidad como tal. La
“identidad” de un objeto consiste en el rasgo que remarca el espacio
asémico de su inscripción (el “significante sin signifi­cado” lacaniano).
En otras palabras, toda identidad-consigo-­mismo no es más que el “sus­
tituto o los sustitutos sémicos del espaciamiento semi abierto que [la]
hace posible”,33 es decir, el representante invertido del espacio de su
propia condición de (im)posibilidad. En consecuencia, cuando Gasche
habla de “un tropo en demasía” sumado a la serie de las marcas sémi­
cas, lo que debe señalarse es que este “uno en demasía” es preci­samente
el Uno como tal; después no hay ningún Uno al que se le pueda añadir
un “uno en demasía”: el Uno es “original­mente” uno-en-demasía, el
significante-uno cuyo significado es el vacío. 34
De modo paradójico, Derrida queda prisionero de la con­cepción (en
última instancia “de sentido común”) que apunta a liberar la heteroge­
neidad de las coacciones de la identidad; queda prisionero de una con­
cepción obligatoria para presu­poner un campo de identidad constituido
(la “metafísica de la presencia”) y poder aplicarse a la tarea interminable
de su subversión. La respuesta hegeliana sería la siguiente: nosotros
“desconstruimos” la identidad al examinar retroactivamente la identi­
dad en sí como una “determinación reflexiva”, una forma de aparición
de su opuesto; la identidad como tal es la más alta afirmación de la dife­
rencia, es el modo en que la di­ferencialidad, el espacio de las diferencias
“como tal”, se ins­cribe-refleja dentro del campo de las diferencias (de la
serie de las diferentes determinaciones).
Este es un hueso duro de roer incluso para los seguidores de Hegel
que siguen fascinados por el “poder de lo negativo”, por la danza salvaje
de la negatividad que licua todas las de­terminaciones sólidas, positivas.
Para ellos, el “secreto final” de la especulación dialéctica está todavía
fuera de su alcance. El “punto de vista del entendimiento” (que Hegel
denomina “razonamiento abstracto”) está hechizado por el eterno “fluir
de las cosas” que condena a muerte a cualquier forma sólida definida, y
en virtud del cual cualquier identidad fija es solo un momento efímero

33. Ibíd.
34. Hegel estaba perfectamente en claro acerca de esto. Basta con examinar el modo
en que articula el pasaje del ser-para-otro al ser-para-sí a propósito de la expresión alema-
na “Was für ein Ding ist das?”, Véase el capítulo 1.

101
Slavoj Žižek

de la vorágine omnipresente de la gene­ración y la corrupción. Lo que se


sustrae a este enfoque no es la “mediación” de todas las formas sólidas,
fijas, por el poder negativo de la “licuefacción”, sino el pasaje inmediato
de esta “licuefacción” a un punto de identidad-consigo-mismo inerte,
fija, del mismo modo que el Estado como agencia de la “me­diación”
racional de la sociedad solo adquiere plena realidad, se realiza, en la in­
mediatez “irracional”, inerte, del cuerpo del monarca. Para el punto de
vista del entendimiento, esto po­dría significar solamente que la persona
del monarca simboli­za, representa la totalidad del Estado, pero lo que
no puede captar es que el monarca, en su misma corporalidad, es el Es­
tado de un modo que está lejos de ser metafórico. No puede captar que
lo que el monarca “simboliza” (“representa”) no tiene ninguna consis­
tencia fuera de esta “representación”.

El estaño del espejo

En realidad, el error básico del libro de Gasche queda ejemplifica­


do del mejor modo por su título: El estaño del es­pejo, la parte donde la
superficie reflectora está rayada, de mo­do que vemos el revés oscuro.
En la línea argumentativa de Gasche, este estaño del espejo es desde
luego una metáfora del límite de la reflexión filosófica en los dos sen­
tidos de la palabra. La reflexión (el reflejo del sujeto en el objeto, la
rea­propiación del objeto por medio del sujeto que se reconoce en él,
que lo reconoce como su propio producto) encuentra su límite en el
“estaño del espejo”, en los puntos donde, en lugar de devolverle a quien
se mira su propia imagen, el espe­jo lo enfrenta con un punto negro
carente de sentido. Estos puntos negros, por supuesto, son al mismo
tiempo la condi­ción de la posibilidad y la imposibilidad de la reflexión.
Preci­samente al limitar la reflexión, crean la distancia mínima en­tre lo
reflejado y su imagen especular, la distancia que hace posible el proceso
mismo de la reflexión.
En este punto Gasche paga tributo al hecho de que, en un libro
en última instancia dedicado a una crítica del concepto dialéctico de
reflexión, no elabora la estructura elemental de ese concepto en He­
gel (como reflexión que “pone” externa, determinante). El examen de
esa estructura nos confrontaría inmediatamente con el modo en que la
reflexión “absoluta” hegeliana está en sí misma siempre-ya redoblada,
“mediada” por su propia imposibilidad. Hegel sabe perfectamente que
la reflexión siempre falla, que el sujeto siempre encuentra en el espejo
algún punto negro, un punto que no le devuelve su imagen especular,
en el cual no puede reconocerse. Pero pre­cisamente en ese punto de

102
La caprichosa identidad

“extrañeidad absoluta” el sujeto, el sujeto del significante, $, no el yo


imaginario, cautivo en la re­lación especular m–i(a) estará inscrito en la
figura. El punto negro de la figura especular es, por lo tanto, estricta­
mente constitutivo del sujeto; el sujeto qua sujeto de la mirada solo es
en cuanto la figura especular que mira es intrínsecamente incompleta (es
decir, en cuanto contiene una mancha “patoló­gica”); el sujeto es corre­
lativo de esa mancha.
En esto consiste, en última instancia, la constante referen­cia de La­
can a la anamorfosis; Los embajadores de Holbein ejemplifica literalmen­
te la proposición especulativa hegeliana sobre la frenología: “El espíritu
(= sujeto) es un hueso (= cala­vera)”, es decir, el punto ciego del cuadro.
En la inversión del proceso de reflexión, el sujeto se experimenta como
correlati­vo al punto de ese Otro en el cual se encuentra con un poder
absolutamente extraño, un poder con el que no es posible ningún inter­
cambio especular. En la lectura hegeliana del Terror de la Revolución
Francesa, por ejemplo, el sujeto de­be reconocer, en el poder arbitrario
que está en condiciones de cortarle la cabeza en cualquier momento,
una materializa­ción de su propia esencia. La guillotina, esa imagen
de la Al­teridad incontrolable con la que no parece posible ninguna
identificación, no es más que el “correlato objetivo” de la ne­gatividad
abstracta que define al sujeto. El pasaje de la refle­xión “externa” a la
reflexión “absoluta” consiste precisamente en este redoblamiento de
la reflexión. La reflexión como re­flejo simétrico del sujeto en la objeti­
vidad fracasa, siempre queda algún residuo que resiste a la integración,
y en este re­siduo que se sustrae a la captación reflexiva se “refleja” la
di­mensión propia del sujeto. En otras palabras, el sujeto es la ra­ya, el
estaño del espejo.35

35. En este punto surge con fuerza la diferencia entre las con­cepciones derrideana
y lacaniana del sujeto. En Derrida, como en Lacan, la identidad del sujeto, el proceso
que lleva a ella (la identifi­cación, la interpelación, el “reconocerse como sujeto”), está
siempre trunco, frustrado; la condición de posibilidad del sujeto es simultá­neamente la
condición de su imposibilidad: para constituirse, el su­jeto debe entregarse al juego de
la autoafección, la autoposposición; el gesto mismo que lo constituye lo daña irrepara-
blemente.
Pero en cuanto a la concepción lacaniana, no basta con decir que la identidad del
sujeto está siempre, constitutivamente, truncada, dis­persa a causa de la intrusión de un
exterior irreductible. Se trata de que el “sujeto” no es más que el nombre de esta “muti-
lación”, de es­ta imposibilidad de la sustancia para realizarse plenamente, para al­canzar
su plena identidad-consigo-misma. Y, en la teoría lacaniana, este exterior irreductible,
este cuerpo extraño, este intruso que impi­de la constitución plena del sujeto y al cual el
sujeto es estrictamente correlativo, tiene un nombre preciso: es el objeto a (objet petit a).
En su mismo (no) estatuto ontológico, el sujeto es el negativo del cuer­po extraño que
le impide a la sustancia lograr la identidad consigo misma. Desde luego, no es por azar

103
Slavoj Žižek

En el apólogo de Kafka sobre la Puerta de la Ley (que aparece en


El proceso), el personaje ocupa, hasta el desenlace, la posición de “reflejo
externo”. Él enfrenta la imagen tras­cendente del Palacio de la Ley don­
de, detrás de cada puerta, hay otra puerta que oculta un secreto inalcan­
zable y cuyo re­presentante (el guardián) lo trata con total indiferencia y
des­precio. La inversión crucial se produce cuando el guardián le explica
al hombre agonizante que esa puerta le estaba destina­da solamente a
él desde el principio mismo: en otras palabras, la Ley que el hombre
contemplaba con un respeto reverente, suponiendo que ella ni siquiera
advertía su presencia, lo había estado mirando desde siempre; precisa­
mente como excluido, él había sido siempre-ya tomado en cuenta. La
“reflexión absoluta” es el nombre de esta experiencia de que el sujeto,
por su fracaso en captar el secreto del Otro, está ya inscrito en “lo que
el Otro toma en cuenta”, reflejado en el Otro: es la experiencia de que
este re­flejo “externo” del Otro es ya una “determinación reflexiva” de
ese mismo Otro.
En la introducción a la Fenomenología del espíritu hay una proposi­
ción citada con frecuencia, y con mayor frecuencia mal comprendida.
Hegel dice que sería vano que el sujeto tratara de captar el Absoluto
si el Absoluto no estuviera y no quisiera estar en y para-sí ya en noso­
tros. Esa idea tiene que ser entendida contra este fondo. Al reafirmar
que “el Absolu­to está siempre con nosotros”, incluso Heidegger pierde
de vista lo esencial. Lo que está en juego no es el concepto de que el
Absoluto está (siempre) con nosotros, y menos aún la idea de que, por
medio de una síntesis final (la reconcilia­ción), llegará a estar con noso­
tros, sino la experiencia de que siempre-ya estaba con nosotros. Nuestra
experiencia de la “pérdida”, de la fisura entre nosotros (el sujeto) y
el Absoluto, es precisamente el modo en que el Absoluto está ya con
noso­tros. En este sentido, la afirmación final del guardián en cuanto
a que desde el principio mismo la Puerta estaba exclu­sivamente des­
tinada al hombre, es la versión kantiana de la proposición de Hegel.
La aparición misma de la trascenden­cia inaccesible, del secreto oculto
detrás de la interminable serie de puertas, es una aparición “para la
conciencia”: es el modo en que la Ley se dirige al sujeto. Así es como
aprehen­demos el pasaje de la reflexión “externa” a la reflexión “deter­
minante” (absoluta). El concepto del absoluto inaccesible des­cendente

que esta diferencia entre Derri­da y Lacan pueda articularse mediante la figura hegeliana
de la in­versión reflexiva: la inversión del “sujeto mutilado” en “sujeto qua mutilación”.
Sobre esta diferencia crucial entre la concepción des­constructiva y la concepción laca-
niana del sujeto, véase Joan Copjec, “The Ortopsychic Subject”, Octubre, 49, Cambridge,
MIT, 1989.

104
La caprichosa identidad

solo tiene sentido en cuanto la mirada del sujeto es­tá ya allí: en su con­
cepto mismo, el Otro inaccesible implica una relación con su propio
otro (el sujeto). El sujeto no “in­ternaliza”, no “media”, el ser-en-sí del
Absoluto, sino que simplemente toma conocimiento del hecho de que
este En-Sí es en-sí para el sujeto.

105
Segunda Parte

El malestar en la dialéctica
3. Lalengua hegeliana

Con un ojo en nuestra mirada

Cómo hacer una totalidad con fracasos

El actual pensamiento posmoderno parece estar dominado por la


alternativa de la totalización y la diseminación dialécti­cas: ¿es posible
mediar los elementos heterogéneos que en­contramos en nuestra expe­
riencia, postularlos como momen­tos ideales de una totalidad racional, o
estamos condenados a un interjuego de fragmentos que nunca pueden
ser totaliza­dos? El modo en que se plantea este interrogante está lejos
de ser neutro, puesto que privilegia claramente el segundo tér­mino de
la alternativa: siguiendo el tema pop-ideológico pos­moderno del “final
de los grandes relatos”, tácitamente se asume que cualquier intento de
totalización racional está con­denado de antemano al fracaso, que siem­
pre queda un resto que se sustrae a la incautación totalizadora, etcétera.
Sin embargo, el problema de esta alternativa no es la elec­ción anti­
cipada que implica, sino el hecho de que falsifica sus términos al repre­
sentar de un modo crucialmente erróneo la verdadera idea hegeliana de
la totalidad racional. Hegel sabía muy bien que todo intento de tota­
lización racional en última instancia fracasa; este fracaso es el impulso
mismo del progre­so dialéctico; la apuesta de Hegel está en otro nivel:
por así decirlo, concierne a la “totalización ajustada”, a la posibilidad
de “hacer un sistema” a partir de la serie misma de totaliza­ciones frus-
tradas, encadenarlas de modo racional, discernir la extraña “lógica” que
regula el proceso por medio del cual el derrumbe de una totalización
genera otra totalización. En úl­tima instancia, ¿qué es la Fenomenología

109
Slavoj Žižek

del espíritu sino la re­presentación de una serie de intentos abortados


del sujeto tendientes a definir el Absoluto y de tal modo llegar al anhe­
lado sincronismo de sujeto y objeto? Por ello, su desenlace (el “cono­
cimiento absoluto”) no produce una armonía final­mente hallada, sino
que entraña una especie de inversión re­flexiva: confronta al sujeto con
el hecho de que el verdadero Absoluto no es más que la disposición lógica de
los frustrados intentos anteriores de concebir al Absoluto; confronta al sujeto
con la ver­tiginosa experiencia de que la verdad en sí coincide con la
senda hacia la verdad.
Un error análogo suele ser suscitado por la idea marxista de la lucha
de clases. Por cierto, la lucha de clases es el momen­to “totalizador” de
la sociedad, su principio estructurante; sin embargo, esto no significa
que sea una especie de garantía fi­nal que nos autorice a aprehender la
sociedad como una tota­lidad racional (“el significado último de todo
fenómeno social está determinado por su posición en la lucha de cla­
ses”). La paradoja fundamental del concepto de “lucha de clases” es que
la sociedad “se mantiene unida” por el mismo antagonis­mo, la misma
escisión que impide por siempre su cierre en un todo racional, transpa­
rente, armonioso: la mantiene unida el mismo impedimento que socava
cualquier totalización racio­nal. Aunque la “lucha de clases” no aparece
dada en ningún lado como una entidad positiva, funciona no obstan­
te, en su misma ausencia, como el punto de referencia que nos permite
ubicar todos los fenómenos sociales, no relacionándolos con la lucha
de clases como su significación última (el “significado trascendental”),
sino concibiéndolos como un (otro) intento de ocultar y “remendar”
la grieta de la lucha de clases, borrar sus huellas: lo que tenemos es la
típica paradoja estructural­dialéctica de un efecto que solo existe para borrar
las causas de su existencia, de un efecto que en un sentido “se resiste” a su
pro­pia causa.
En otras palabras, la lucha de clases es real en un estricto sentido la­
caniano: un obstáculo, un impedimento que da ori­gen a nuevas simbo­
lizaciones por medio de las cuales trata­mos de integrarlo y domesticarlo
(por ejemplo, la traducción de la lucha de clases en una articulación or­
gánica de los “miembros” del cuerpo social), pero que simultáneamente
condena esos esfuerzos a un fracaso final. Por lo tanto, si nos remitimos
a la oposición hegeliana de sustancia y sujeto, la lucha de clases es el
sujeto (no la sustancia) de la historia; la sustancia es el universal qua es­
pacio positivo de mediación de su contenido particular, el receptáculo
que contiene a toda su riqueza particular, mientras que el sujeto es el
universal en cuanto mantiene una relación negativa con su contenido
par­ticular, el límite insondable que elude por siempre sus efectos par­
ticulares. En síntesis, la versión marxista del lema hegelia­no de que el

110
Lalengua hegeliana

Absoluto no ha de concebirse como sustancia si­no también como sujeto


es que la historia debe concebirse no solo como la evolución de la “base
económica” (la dialéctica de las fuerzas productivas y las relaciones de
producción), si­no también como lucha de clases.1
Este meollo de lo Real rodeado por los intentos frustrados de sim­
bolizarlo-totalizarlo es radicalmente no-histórico: la his­toria en sí no es
más que una sucesión de intentos frustrados de aprehender, concebir,
especificar este extraño meollo. Por esto, lejos de rechazar el reproche
de que el psicoanálisis es no-histórico, hay que reconocerlo plenamen­
te, y simplemen­te transformar ese reproche en una proposición teórica
posi­tiva. En ello consiste la diferencia entre la histeria y la psico­sis: en­
tre histeria/historia hay más que un juego de palabras trivial; la histeria
es el modo en que el sujeto resiste a la for­ma de interpelación o identi­
ficación simbólica prevaleciente, históricamente especificada.
La histeria significa interpelación frustrada, significa que el sujeto,
en el nombre de lo que es “en él más que él mismo” (el objeto que
hay en él) rechaza el mandato que le impone el universo simbólico;
como tal, queda condicionado por la for­ma dominante de identifica­
ción simbólica (en cuanto es su in­verso). En la psicosis, en cambio, el
mantenimiento de una distancia externa respecto del orden simbólico
es “ahistóri­co”, de modo que, en ese nivel, no nos resulta difícil postu­
lar la igualdad de los estallidos psicóticos descritos en las fuentes clá­
sicas y los casos clínicos contemporáneos. El acto qua “psi­cótico” es,
en este sentido, ahistórico. No obstante, un meo­llo ahistórico de lo
Real está presente también en la historia­/histeria: el error fundamen­
tal del historicismo que “relativiza” todo contenido histórico, convertido
en dependiente de las “circunstancias históricas” –es decir, el error del
historicismo en tanto opuesto a la historicidad–, consiste en que elude el
encuentro con lo Real.
Consideremos la actitud habitual del discurso Universita­rio respec­
to de grandes “maestros” de nuestro siglo: Heideg­ger y Lacan. La pri­
mera compulsión de ese pensamiento es realizar un ordenamiento de
los edificios teóricos en “fases”: Heidegger I (Ser y tiempo) en contraste
con Heidegger II (Pensamiento del ser); el Lacan fenomenológicamen­
te hegelia­no de la década de 1950, después el Lacan estructuralista y

1. Desde esta perspectiva, incluso la teoría que resume el horror y la imbecilidad


del “materialismo dialéctico” estalinista (la bendita “teoría del reflejo”) podría recibir un
nuevo giro si la interpretamos en el nivel de la “reflexión ajustada”. Un edificio ideológico
fracasa por definición, desde luego, en “reflejar correctamente” la realidad social en la que
está inserto, pero este mismo “excedente” de distor­sión está socialmente determinado, de
modo que una ideología “refleja” un contexto social a través del modo mismo en que distorsiona
“el reflejo”.

111
Slavoj Žižek

más tarde el Lacan de la “lógica de lo Real”. Desde luego, es­te tipo


de ordenamientos tiene algún efecto tranquilizador; el pensamiento se
vuelve transparente, aparece adecuadamen­te clasificado…, pero perde­
mos algo: en realidad, perdemos lo crucial, el encuentro con lo Real.
Con Heidegger, perdemos el hecho de que sus diversas fases son solo
múltiples intentos de captar, de indicar, de “rodear”, el mismo meo­
llo, la “cosa del pensamiento” que constantemente aborda, elude, y a
la que incesantemente vuelve.2 La paradoja consiste entonces en que
la historicidad difiere del historicismo porque presupone algún núcleo
traumático que persiste como “lo mismo”, no­histórico, y las diversas
épocas históricas son concebidas co­mo intentos frustrados de aprehen­
der ese meollo.
El problema del supuesto “eurocentrismo” del psicoanáli­sis es ho­
mólogo. Hoy en día es un lugar común subrayar que el mito freudiano
de Tótem y tabú se basa en la antropología eurocentrista de su época:
la antropología en la que Freud se basó era una proyección sobre los
tiempos primitivos de la fa­milia patriarcal y la sociedad moderna. Solo
sobre esta base pudo Freud construir el mito del “padre primordial”.
Este punto de vista solo pudo fracturarse más tarde, cuando Mali­
nowski, Mead y otros demostraron que la vida sexual en las sociedades
primitivas estaba organizada de un modo total­mente distinto, que en
tal sentido no se podía hablar de un “complejo de Edipo”, que la in­
hibición y la angustia no esta­ban asociadas con la sexualidad. De tal
modo todo quedaba claro, sabíamos dónde estábamos parados, dónde
estaban los “primitivos” y no reducíamos al otro, preservábamos su
di­versidad… Sin embargo, esta historización era falsa: en la dis­tinción
simple entre nuestra propia sociedad y la sociedad del pasado evitába­
mos cuestionar nuestra propia posición, el lu­gar desde el cual nosotros
hablábamos.
La “diversidad” fascinante del otro funciona como un feti­che por
medio del cual podemos preservar la identidad no-­problemática de

2. Al pasar, podemos decir que lo mismo es cierto de las diversas “historias del ser”
heideggerianas, en las que la historia de Occidente se reduce a una sucesión de episodios
que son otros tantos modos de develar el ser (la época griega, la subjetividad cartesiana,
la voluntad de poder poshegeliana, etcétera): lo que se pierde es la manera en que la
experiencia de la verdad del ser es en cada una de estas épocas un fracaso, una derrota del
esfuerzo del pensamiento por aprehender la Cosa. El propio Heidegger, por lo menos en
sus grandes momen­tos, nunca cayó en este error: por ejemplo, el énfasis de su interpre­
tación del Tratado sobre la libertad humana de Schelling es que el au­tor presintió un cierto
núcleo que seguía impensado en toda la tradición metafísica anterior, pero al que él se
cegó al formularlo en las categorías de la metafísica aristotélica (Hölderlin, en sus poemas,
puso más adecuadamente este meollo en palabras).

112
Lalengua hegeliana

nuestra posición subjetiva: aunque pretende­mos “relativizar histórica­


mente” nuestra posición, en realidad ocultarnos su división; nos enga­
ñarnos a nosotros mismos en cuanto a que esta posición está ya “des­
centrada desde den­tro”. Lo que Freud denominó “complejo de Edipo”
es un nú­cleo traumático no-histórico (el trauma de la prohibición so­bre
el que se basa el orden social) y las distintas regulaciones históricas de la
sexualidad y la sociedad no son más que múl­tiples modos (en el último
análisis siempre frustrados) de do­minar ese núcleo traumático. “Com­
prender al otro” significa apaciguarlo, impedir que el encuentro con el
otro se convier­ta en un encuentro con lo Real que socava nuestra propia
po­sición. Nos encontrarnos con lo Real como con aquello que “siem­
pre retorna a su lugar” cuando nos identificamos con lo Real del otro,
es decir, cuando reconocemos en el atolladero, en el obstáculo a cuya
causa fracasó el otro, nuestro propio obstáculo, eso que es “en nosotros
más que nosotros mis­mos”.3
Mucho más subversivo que “entrar en el espíritu del pasa­do” es en­
tonces el procedimiento por medio del cual lo trata­mos “antihistórica­
mente” con plena conciencia, “reducimos el pasado al presente”. Brecht
empleó este procedimiento en Los negocios del señor Julio César, donde el
ascenso de César al po­der es presentado en los términos del capitalismo
del siglo XX: a César lo preocupan los movimientos de la bolsa y la es­
peculación financiera, organiza manifestaciones “espontáneas” de estilo
fascista con el Lumpenproletariat, etcétera. Este pro­cedimiento puede
llevarse a la autorreferencia cuando sobre el pasado se proyecta la ima­
gen contemporánea de ese pasado. Por ejemplo, hoy solo conocemos a
los presocráticos gracias a fragmentos que han sobrevivido a una histo­
ria turbulenta; sin advertirlo, olvidamos que Heráclito y Parménides no
escribie­ron “fragmentos”, sino extensos y verbosos poemas filosófi­cos.
Habría algo de humor filosófico subversivo en represen­tarse a Herácli­
to diciendo, por ejemplo, “¡Hoy no consigo escribir ningún fragmento
bueno!” o, en otro nivel, imaginar al escultor desconocido de Milos
exclamando: “¡Hoy no pue­do romper los brazos de mi Venus!”. Ba­
sándose en un análogo procedimiento reduccionista, no-histórico, en
su Dialéctica de la Ilustración,4 Adorno y Horkheimer leen retroactiva­

3. En realidad, esto es mucho menos “racista” que esa clase de “comprensión del
otro en su diversidad” que nos permite conservar una distancia segura respecto de él
y borrar de nuestra experiencia del otro todo lo que podría perturbar nuestra posición
subjetiva: un resentimiento directo y rudo con el otro, que hace algunos años ejemplificó
un antropólogo inglés cuando, después de estudiar una tribu nigeriana durante algunos
años, escribió que nunca había visto un grupo humano más corrupto, que ellos instintiva
y sistemática­mente trataban de explotarlo y engañarlo, etcétera.
4. Véase Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Dialectic of Enlightenment, Nueva

113
Slavoj Žižek

mente La Odisea desde la experiencia de la razón contemporánea téc­


nico-instrumental; desde luego, ese procedimiento es no-his­tórico; sin
embargo, precisamente a través de la sensación de absurdo que suscita,
abre una distancia histórica real para no­sotros (lo mismo que la afirma­
ción de Hegel de que “el Espí­ritu es un hueso”, en la cual el efecto real
de la contradicción absurda es la discordia que despierta en el lector).

La (falta de) identidad especulativa

Contra este trasfondo hay que aprehender la paradoja fun­damental


de la identidad especulativa tal como ha sido reciente­mente vuelta a
enunciar por Gillian Rose:5 en el juicio dialéc­tico de identidad, la marca
de la identidad entre su sujeto y predicado designa solo y precisamen­
te la modalidad específi­ca de su falta de identidad. Recordemos el caso
mencionado por la propia Rose: el de la identidad fundamental de la
reli­gión y el Estado, la proposición hegeliana de que “En gene­ral, la
religión y el fundamento del Estado es una y la misma cosa: son idénti­
cos en y por sí mismos”. Si leemos esta tesis de un modo no-especula­
tivo, como una descripción del esta­do fáctico de las cosas, por supuesto
resulta fácil “refutarla”: solo se aplica a las teocracias, e incluso con
reservas, etcétera. Por supuesto, una manera de salvar su legitimidad
consistiría en leerla como un enunciado que no se refiere a hechos sino
a valores, como a un enunciado sobre el deber (Sollen): el Esta­do ideal,
perfecto, sería un estado basado en la religión, y los Estados existentes
solo pueden acercarse a este ideal en ma­yor o menor grado…
Pero lo esencial está en otro lugar. Consideremos un Es­tado parti­
cular, por ejemplo, el Estado feudal medieval euro­peo. Aunque basado
directamente en la religión, ese Estado estaba por supuesto lejos del
ideal; su contenido cristiano se encontraba cruelmente pervertido, se
expresaba de un modo distorsionado; el fundamento final de esta de­
ficiencia, sin em­bargo, no debe buscarse en las circunstancias sociales
externas que impedían la realización adecuada y plena de los valores
cristianos dentro de las instituciones estatales, sino en el con­cepto in­
suficientemente articulado de la religión cristiana en sí, en el ascetismo
sin vida de la Iglesia, en su obsesión con el Más Allá religioso, y su
reverso necesario: la depravación de la Iglesia como institución social
(según Hegel, solo con el protestantismo la religión cristiana llegó a su

York, Herder & Herder, 1972. [Ed. cast.: Dia­léctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sudame-
ricana, 1988.]
5. Véase Gillian Rose, Hegel contra Sociology, Londres, Athlone, 1981, págs. 48 y sigs.

114
Lalengua hegeliana

verdad). De tal modo, la deficiencia se redoblaba, se “reflejaba sobre sí


mis­ma”: la inadecuación del Estado real a la religión cristiana qua fun­
damento del Estado se correspondía con la inadecuación de la religión
cristiana en sí con su propio concepto, y tenía sus raíces en esta última
inadecuación. En esto consiste la identidad especulativa del Estado y
la religión; en la superpo­sición de las dos faltas, en la codependencia
entre la deficien­cia del Estado (su falta de identidad con la religión) y la
defi­ciencia intrínseca de la forma determinada de religión a la cual ese
Estado se remite como a su fundamento: el Estado y la religión son en­
tonces idénticos per negationem; su identidad consiste en la correlación
de sus faltas de identidad con la fal­ta (deficiencia) intrínseca del término
central que cimenta su relación (la religión).
En otras palabras, Hegel acepta plenamente la premisa subyacente
de la lógica kantiana-fichteana del Sollen, el hecho de que la identidad
del Estado y la religión se realiza siempre de un modo incompleto, dis­
torsionado, de que la relación de la idea universal con sus actualiza­
ciones particulares es nega­tiva. No obstante, lo que pasa por alto esta
lógica del Sollen (de la aproximación infinita al ideal en última instancia
inalcan­zable) es que la serie misma de intentos frustrados que tienden a
encarnar la religión en la constitución del Estado actualiza la reali­dad de su
identidad especulativa; el “contenido concreto” de esta identidad es la
lógica que “regula” su falta de identidad, la coacción conceptual que
vincula la brecha que separa al Esta­do de su fundamento religioso con
la deficiencia intrínseca de ese fundamento.6
El caso supremo de relación “negativa” de este tipo entre el uni­
versal y sus ejemplificaciones particulares es desde luego el parricidio
edípico, paradigma del crimen, ese crimen kat’ exochen, ese acto del cual
es culpable todo ser humano como ser de lenguaje, puesto que solo
podemos hablar bajo la égida de la metáfora paterna, del padre muerto
(asesinado) que re­torna como su Nombre. La versión lacaniana del co-
gito es en consecuencia “soy culpable, por lo tanto existo”: la existencia
misma del hombre qua ser del lenguaje implica una culpa fun­damental,
y el denominado “complejo de Edipo” no es más que un modo de evi­

6. En un diferente nivel conceptual, es lo mismo que lo que La­can designa como el


“sujeto del significante” (opuesto al “sujeto del significado”). Por definición, todo signifi-
cante representa mal al su­jeto, lo distorsiona, pero el sujeto no posee ninguna consistencia
ontológica fuera de esta serie de malas representaciones significan­tes: toda su “identidad”
consiste en su falta de identidad, en la instan­cia que lo separa de la identidad que podría
haberle conferido una representación significante “adecuada”. En síntesis, el “sujeto del
significante” no es en última instancia más que el nombre de un cierto límite que ninguna
representación significante alcanza, un lí­mite constituido retroactivamente por el fracaso
mismo de la repre­sentación.

115
Slavoj Žižek

tar esta culpa. El hecho de que, como dice Lacan, el propio Edipo no
tuviera complejo de Edipo signifi­ca precisamente que él había pasado al
extremo, al límite últi­mo del destino humano, y había asumido plena­
mente su cul­pa. La relación de los crímenes particulares, “reales”, con
este Crimen por excelencia, es realmente ambigua: al asumir la respon­
sabilidad de un crimen particular, el sujeto trata de borrar la culpa que
macula su existencia misma.
El notorio “sentimiento de culpa” no es, por lo tanto, más que una
estratagema para engañar al gran Otro, apartar su atención del crimen
real.7 En esto consiste la relación negati­va entre el universal y el par­
ticular: el crimen particular está aquí para ocultar la universalidad del
crimen kat’ exochen; hay una tensión dialéctica entre el universal y el
particular; el particular reniega y subvierte al universal que ejemplifica.
En cuanto al estatuto del universal, Lacan no es por consiguiente un
nominalista, sino definidamente un realista: el universal es el “Real”,
no el medio o ámbito apaciguador que une las par­ticularidades diver­
gentes, sino el límite insondable que impi­de que el particular alcance
su identidad consigo mismo. Y es precisamente a la luz de esta paradoja
como resulta manifies­to que “todo se ilumina al aprehender y expresar
la verdad, no solo como sustancia, sino también como sujeto”:8 todo el
“contenido” de la sustancia consiste en la serie de modos frustrados, distorsiona-
dos, en que la sustancia se reconoce (mal) a sí misma.
El mejor remedio para esta interpretación errónea de la tesis he­
geliana sobre la sustancia como sujeto consiste en ba­sarse en la idea
cotidiana, de sentido común, de lo “subjeti­vo”, como cuando decimos
de alguna opinión que ella repre­senta una visión “subjetiva” (distorsio­
nada, parcial) de la cosa en cuestión: la “sustancia como sujeto” significa
(también) que la no-verdad, el error, es intrínseco a la verdad misma;
para resumir la perspicaz fórmula de Rose, la sustancia “es la no-verdad
como sujeto”. Una vez más, esto es lo que signifi­ca la identidad es­
peculativa de la sustancia y el sujeto: su falta misma de identidad, es

7. Véase Michel Silvestre, Demain la psychanalyse, París, Navarin Éditeur, 1987, pág.
93. No obstante, hay un punto preciso acerca del cual no estamos de acuerdo con Silves-
tre. Para él, el “sentimiento de culpa” es engañoso, pues sirve para eludir la culpa real del
parricidio, mientras que a nosotros nos parece que, en una perspectiva lacania­na, incluso
esta culpa radical es ya una estratagema engañosa por medio de la cual el sujeto elude el
hecho traumático de que el gran Otro está “muerto” desde el principio mismo (es decir, es
un impos­tor inconsistente, impotente). Nosotros no lo matamos, desde siem­pre, siempre-
ya estuvo muerto, y la idea de que somos responsables de su muerte nos permite sostener
la ilusión de que en algún mo­mento, antes de nuestro crimen, él estaba vivo y coleando
(por ejem­plo, en la forma del padre-goce primordial).
8. G. W. F. Hegel, Phenomenlogy of Spirit, Oxford, Oxford Uni­versity Press, 1977, pág.
10. [Ed. cast.: Fenomenología del espíritu, Buenos Aires, FCE, 1992.]

116
Lalengua hegeliana

decir, el modo en que su no-identi­dad (la brecha que separa al sujeto de


la sustancia) es estric­tamente correlativa a la no-identidad, la división
intrínseca de la sustancia en sí. ¿Qué mejor modo de ejemplificar esta
(no)identidad especulativa de la sustancia y el sujeto que remitirnos de
nuevo a la parábola de Kafka sobre la Puerta de la Ley, tomada de El
proceso? El protagonista (el sujeto) se encuentra impotente y anulado
frente al impenetrable Pala­cio de la Ley (la sustancia). Parecería que el
siguiente pasaje de Hegel en la Fenomenología hubiera sido escrito como
una especie de comentario avant la lettre sobre la parábola de Kafka.

La disparidad que existe en la conciencia entre el “yo” y la sustancia que


es su objeto es la distinción entre ellos, lo negativo en general. Esto puede
considerarse como el defecto de ambos, que es su alma, o lo que los mueve
[…]. Ahora bien, aunque esto negativo aparece primero como una dispari-
dad entre el “yo” y su objeto, es en igual medida la disparidad de la sustancia
consigo misma. De modo que lo que parece suceder fuera de ella, ser una
actividad dirigida contra ella, es en realidad su propio hacer, y la sustancia se
muestra como esencialmente sujeto.9

Lo que el azorado protagonista no llega a advertir ante el terrorífico


y magnificente Palacio de la Leyes es que esta exter­nalidad respecto
de la sustancia, esta disparidad entre él y la sustancia, es siempre-ya la
“disparidad de la sustancia consigo misma”: su mirada, que percibe la
sustancia (el Palacio de la Ley) desde fuera, como el misterio inalcan­
zable, trascen­dente, es al mismo tiempo la mirada por medio de la cual
la sustancia se percibe a sí misma, aparece para sí misma como un misterio
insondable (imposible no recordar en este punto la observación de He­
gel en cuanto a que los secretos de los egipcios eran secretos para los
propios egipcios). En otros términos, la palabra final del guardia al per­
sonaje agonizante “(esta puerta estaba destinada solamente a ti”) no es
más que una paráfrasis, en los términos de Kafka, de la identidad espe­
culativa hegeliana de la sustancia y el sujeto: la mirada ex­terna del sujeto
sobre la sustancia inescrutable está desde el principio mismo incluida en
la sustancia como índice de su disparidad consigo misma. Esto es lo que
no se advierte desde la “reflexión extrínseca” (la posición que percibe
la sustancia como una inalcanzable cosa-en-sí), que su externalidad a la
sustancia es una autoalienación de esta sustancia misma, el modo en que
la sustancia es externa a sí misma.
Para explicar este cortocircuito paradójico entre la exter­nalidad y la
autorrelación interna, pensemos en un caso (fal­samente) “concreto”: el

9. Ibíd., pág. 21.

117
Slavoj Žižek

del sujeto burgués “atomizado” que se experimenta como un individuo


abstracto, aislado, y ve a la sociedad como una entidad ajena, impene­
trable, que gobierna su vida a la manera de un destino todopoderoso.
Lo que él no percibe es que su externalidad respecto de la sociedad es
un producto de esa misma sociedad, un índice de que la sociedad está en
sí misma escindida, reducida a una red de individuos abs­tractos “man­
tenidos juntos” por una coerción externa, mecá­nica, y no es todavía la
sociedad consistente con su concepto: una comunidad viviente de indi­
viduos a quienes sus vínculos sociales no les parecen una coerción ajena,
sino una parte de su “naturaleza” más íntima, que abre el campo para
la realiza­ción de sus potenciales más propios. En síntesis, el excedente
de la sociedad sobre el individuo (la sociedad como una cosa­-en-sí inal­
canzable, misteriosa) no es más que la forma inverti­da de aparición de
esta falta, del hecho de que la sociedad misma no corresponde aún a su
concepto, sino que sigue siendo una red “mecánica” externa que vincula
a los indivi­duos. El carácter “trascendente” de la sustancia, su excedente
que se sustrae a la aprehensión del sujeto, resulta de una espe­cie de ilu­
sión de perspectiva: es la consecuencia de que el su­jeto olvida incluir en
el cuadro su propia mirada.
Recordemos a la enigmática Sarah de The French Lieute­nant’s Wo-
man, de John Fowles, esa mujer paria, estigmatizada por su pasado pe­
caminoso, que goza plenamente de su sufri­miento. No basta decir que
su enigma fascina al héroe de la novela; debemos dar un decisivo paso
más y señalar que su enigma es escenificado para fascinar la mirada del
héroe. Algo análogo sucede con la enigmática y terrorífica agencia del
Po­der (el tribunal, el castillo) en Kafka: la totalidad del espectá­culo se
monta para fascinar la mirada de quienes intentan en vano penetrar en
su misterio. El edificio pavoroso e impo­nente del Poder, por comple­
to indiferente al individuo mise­rable, finge esa indiferencia para atraer
su mirada. En cuanto Sarah es una histérica que erige su fantasía del
“teniente fran­cés” para que su deseo sea sostenido como insatisfecho,
mon­ta también su teatro histérico a fin de atraer la mirada de los cir­
cunstantes: dar un paseo a caballo, al paso, en un estado de trance ab­
sorto bajo el cielo tormentoso, y contar con el hecho de que ese trance
solitario sea advertido.
Ahora podemos tal vez entender la razón de que, para La­can, Hegel
sea “el más sublime de los histéricos”; la inversión dialéctica elemen­
tal consiste precisamente en convertir de tal modo la trascendencia en
inmanencia, como es característico en el teatro histérico: el misterio
de una aparición enigmática no debe buscarse más allá de su aparien­
cia, sino en la misma apariencia de misterio. Esta paradoja se expresa del
mejor mo­do en la frase francesa “il me regarde en me donnant à voir le

118
Lalengua hegeliana

ta­bleau” (“él me mira dándome a ver el cuadro”). La ambigüe­dad del


verbo francés regarder (mirar, pero también, entre otras cosas, consi­
derar, tomar en cuenta) es crucial: precisa­mente al ofrecer a mi vista el
cuadro del misterio horrible e inalcanzable (del tribunal, del castillo,
de la mujer, etcétera) que no se perturba por mí (je n’y suis pour rien,
no cuento para nada), la cosa, la sustancia, se interesa por mí, toma mi
mira­da en cuenta. Todo el espectáculo del misterio está montado para
esa “nada” que es la mirada del sujeto.
Hay una conocida historia real sobre una expedición an­tropológica
que intentó tomar contacto con una tribu salvaje de la selva de Nueva
Zelanda; se suponía que esos aborígenes bailaban una terrible danza de
guerra con máscaras grotescas. Cuando la expedición llegó hasta la tri­
bu, ellos se prestaron a danzar frente a los científicos, y el baile se ajus­
taba de hecho a la descripción, de modo que los exploradores obtuvie­
ron el material que deseaban sobre las extrañas y horribles cos­tumbres
de ese pueblo. Sin embargo, poco tiempo después se demostró que esa
danza salvaje no existía en absoluto; los aborígenes solo habían tratado
de satisfacer el deseo de los exploradores; hablando con ellos descubrie­
ron lo que querían y lo representaron para darles el gusto… Esto es lo
que Lacan quiere decir cuando afirma que el deseo del sujeto es el deseo
del Otro: los exploradores recibían de vuelta desde los aborí­genes su
propio deseo; lo extraño y perverso que les parecía insólitamente terri­
ble se montaba exclusivamente para ellos. La misma paradoja está muy
bien satirizada en Supersecreto (Zucker, Abrahams y Abrahams, 1978),
una comedia sobre los turistas occidentales en la ex Alemania Orien­
tal. En la es­tación ferroviaria de la frontera, esos turistas presencian un
es­pectáculo aterrador, con policías brutales, perros, niños gol­peados.
Pero, al terminar la inspección, todo el puesto aduanero se transforma,
los niños golpeados se ponen de pie y se sacuden el polvo y, en síntesis,
el despliegue de “brutali­dad comunista” había sido preparado para los
ojos occidentales.
La ilusión kafkiana de una Cosa omnipotente que no nos presta nin­
guna atención, indiferente a nuestra mirada, es el contrapunto simétri­
co-inverso de la ilusión que define la in­terpelación ideológica, a saber:
la ilusión de que el Otro siem­pre-ya, desde siempre, nos mira, se dirige
a nosotros. Cuando nos reconocemos como interpelados, como los desti­
natarios de un llamado ideológico, no reconocemos la contingencia radical
de que nos encontremos en el lugar de la interpelación; no advertimos
que nuestra percepción “espontánea” de que el Otro (Dios), la Nación,
etcétera, nos ha elegido como desti­natarios de su apelación resulta de
la inversión retroactiva de la contingencia en necesidad: no nos reco­
nocemos en el lla­mado ideológico porque hayamos sido elegidos; por el

119
Slavoj Žižek

con­trario, nos percibimos como elegidos, como los destinatarios de un


llamado, porque nos reconocemos en él. El acto con­tingente de reconoci-
miento engendra retroactivamente su propia ne­cesidad (la misma ilusión del
lector de un horóscopo que “se reconoce” como su destinatario al tomar
las coincidencias contingentes de las oscuras predicciones con su vida
real co­mo una prueba de que el horóscopo “habla sobre él”). La ilu­sión
kafkiana, por otro lado, es mucho más ingeniosa: mien­tras nos percibi­
mos a nosotros mismos como circunstantes externos que logran deslizar
una furtiva mirada a algún miste­rio majestuoso indiferente a nosotros,
somos ciegos al hecho de que todo el espectáculo de ese misterio está
montado con un ojo en nuestra mirada, para atraer y fascinar nuestra mi­
rada: el Otro nos engaña, en cuanto nos induce a creer que no he­mos sido
elegidos; en este caso, el destinatario real confunde su posición con la de
un circunstante accidental.10
Estas dos ilusiones tienen en común que en ambos casos el sujeto
no advierte que él mismo pone al Otro: con el acto mismo de reco­
nocerme como destinatario del llamado ideo­lógico, yo (presu)pongo
al Otro como la agencia que confiere significado a la contingencia de
lo Real; por medio del acto mismo de percibirme como el testigo im­
potente, desdeñable, insignificante, del espectáculo del Otro, yo cons­
tituyo su ca­rácter misterioso, trascendente. La relación intersubjetiva
psi­coanalítica presenta este aspecto, pasado en silencio por la teoría
althusseriana de la interpelación, en su forma más pura, por así decir,
destilada: en el acto de la transferencia, el anali­zante (presu)pone al
Otro (el analista) como “el sujeto su­puesto saber”, como una garantía
de que sus “asociaciones libres” contingentes en última instancia recibi­
rán un signifi­cado, y la “pasividad” y “neutralidad” del analista apuntan
precisamente a frustrar la demanda de interpelación por par­te del ana­
lizante, es decir, su expectativa de que el analista le ofrezca un punto de
identificación simbólica. De este modo, el analista obliga al analizante a
enfrentar su propio acto de pre­suponer al Otro.

La lengua y sus límites

Esta “relación negativa entre el universal y el particular también da


una clave de la distinción hegeliana entre borde y límite: el borde es la
limitación externa de un objeto, el confín cualitativo que le confiere

10. Esta ilusión nos permite evitar la mirada crucial a los ojos del Otro: cuando con-
frontamos al Otro ojo a ojo, encontramos la muerte.

120
Lalengua hegeliana

su identidad (un objeto es “él mis­mo” solo dentro de esos confines, en


cuanto satisface un con­junto de condiciones cualitativas), mientras que
el límite re­sulta de una “reflexión sobre sí mismo” del borde; el lími­
te surge cuando las determinaciones (la determinidad) que defi­nen la
identidad del objeto se reflejan en este objeto y asumen la forma de su
propio límite inalcanzable, de aquello en lo que el objeto nunca podrá
convertirse plenamente, de aquello a lo que solo puede aproximarse
(mal) en el infinito. En otras palabras, el límite es aquello en lo que el
objeto debe (aunque en realidad nunca puede) convertirse. En el curso de
la evolu­ción dialéctica, todo borde demuestra ser un límite: a propó­sito
de cada identidad, un poco antes o después experimenta­mos necesa­
riamente que su condición de posibilidad (el borde que delimita sus
condiciones) es simultáneamente su condi­ción de imposibilidad.
La identificación nacional es un caso ejemplar de borde externo que
se refleja en un límite interno. Desde luego, el primer paso hacia la
identidad de la nación pasa por sus dife­rencias respecto de otras na­
ciones, y establece un borde exter­no: si me identifico como un inglés,
me distingo de los france­ses, los alemanes, los escoceses, los irlandeses,
etcétera. Sin embargo, en la etapa siguiente, se plantea la cuestión de
quién es “el verdadero inglés” entre los ingleses, el paradigma de la “an­
glicidad”. ¿Quiénes son los ingleses que corresponden ple­namente al
concepto de inglés? ¿Lo son los nobles terrate­nientes que aún quedan?
¿Los obreros industriales? ¿Los ban­queros? En realidad, en la imagi­
nería política del gobierno de Thatcher se produjo una revolución, con
un cambio en el centro de gravedad de “la anglicidad real”: dejaron
de ser “verdaderos ingleses” los terratenientes de la nobleza que pre­
servaban las antiguas tradiciones, reemplazados por los self­made men
de los estratos inferiores, que se habían “hecho a sí mismos”. Pero, por
supuesto, la respuesta final es que nadie es plenamente inglés, que todo
inglés empírico contiene algo “no-inglés”. La “anglicidad” se convierte
entonces en un “lí­mite interno”, un punto inalcanzable que les impide a
los in­gleses empíricos realizar su plena identidad consigo mismos.
En otro nivel, la misma díada puede servir como herra­mienta con­
ceptual para definir la grieta entre el arte tradicio­nal y el arte moderno.
La obra de arte tradicional presenta un todo orgánico redondeado al
que se le ha conferido armonía por medio del borde que lo separa de
su exterior, mientras que el modernismo, por así decirlo, internaliza
este borde ex­terno, que de tal modo comienza a funcionar como límite,
como el impedimento interno para su identidad. La obra de arte ya
no puede alcanzar su redondez orgánica, “convertirse plenamente en
sí misma”; lleva una marca indeleble del fraca­so y del deber (Sollen); de
allí su intrínseco carácter épico. Ya la escritura de Mallarmé no era en

121
Slavoj Žižek

su totalidad más que una se­rie de intentos frustrados por producir “el
Libro”; este fraca­so constitutivo es lo que justifica la definición del arte
moder­no como “experimental”. Contrariamente a lo que sostiene la
opinión prevaleciente, que concibe el advenimiento del arte moderno
como una ruptura de los confines edípicos de la me­táfora paterna, tene­
mos que reconocer sus rasgo fundamental en el surgimiento de la agen­
cia ética de una deuda simbólica irreparable que socava la “regresión” al
fetichismo preedípico propio del estatuto de la obra de arte tradicional.
El concepto lacaniano de lalengua (lalangue)11 tiene que ver con el
campo del lenguaje en cuanto está “barrado” por un límite intrínseco
de ese tipo, que le impide constituirse co­mo un todo consistente. Es
decir que “lalengua” es el lengua­je en cuanto el borde externo que le
garantiza su identidad consigo mismo se refleja en el propio lenguaje y
asume la for­ma de un impedimento intrínseco que transforma el campo
en una totalidad inconsistente, “no-toda”. Desde luego, el punto crucial
en Lacan es que la secuencia lógica tiene que ser invertida: lalengua es
lógicamente “primordial”, y el modo de convertir su campo inconsis­
tente, no-universal, en una to­talidad cerrada y coherente es “expulsar”,
Si evocamos su límite in­trínseco hacia un borde externo. Evocando la
conocida frase irónica, tenemos que hablar de “todas las cosas posibles
y también algunas otras”: lo que hay que excluir para que el campo de
“todas las cosas posibles” pueda constituirse. En otras palabras, un todo
siempre se basa en una excepción constitutiva: nunca podemos obtener
un conjunto completo de significantes sin excepción, puesto que el ges­
to mismo de completamiento entraña la exclusión.
En esto consiste la paradoja fundamental de la “lógica del signifi­
cante”: a partir de una colección no-toda, no-universal, constituimos
una totalidad, pero no agregando algo, sino, por el contrario, sustra-
yéndole algo, a saber: el “también”, el “ade­más” excedente cuya exclu­
sión genera la totalidad de “todas las cosas posibles”. Una totalidad sin
excepción que sirva co­mo borde no deja de ser un conjunto inconsis­
tente, defectuo­so, que “no se mantiene unido”, un conjunto “no-todo”
(pas­tout). Tomemos, por ejemplo, la verdad: solo puede decirse que es
“toda” si se la concibe como adequatio a un borde-ob­jeto externo (la
“realidad”, el “pensamiento puro”, etcétera). Sostener que la verdad es
“no-toda” equivale a decir que no consiste en una relación externa de
la proposición con alguna medida externa, sino que mora en el seno del
lenguaje mis­mo, que es un efecto inmanente del significante.

11. En la traducción realizada por Russell Grigg de un texto de Jacques Lacan,


“Geneva lecture on the symptom”, en Analysis, 1, Mel­bourne, 1989, se exponen argumen-
tos para traducir “lalangue” al in­glés como “llanguage”.

122
Lalengua hegeliana

Por lo tanto, si no hay ningún borde (externo) del lengua­je, esta


misma ausencia de borde indica el movimiento circu­lar que caracteri­
za el campo de lalengua: puesto que el signi­ficante carece de soporte
externo, en última instancia solo se relaciona consigo mismo. Allí re­
side la diferencia entre la “ar­bitrariedad” (del signo) y la “diferenciali­
dad” (del significan­te): se trata de la “arbitrariedad” cuando podemos
trazar un borde externo con referencia al cual los signos son “arbitra­
rios” (la “realidad”, el “pensamiento puro”, los “datos inme­diatos de
los sentidos”, etcétera); cuando este borde desapare­ce, cuando ya no
es posible construirlo, nos encontramos en el círculo vicioso que de­
fine a un orden diferencial. Un signi­ficante es solo su diferencia res­
pecto de los otros significantes, y, puesto que lo mismo puede decirse
de todos los otros, ellos no pueden formar nunca un todo consistente.
El conjunto de los significantes está condenado a girar en círculo, lu­
chando en vano por alcanzar…, ¿qué? Alcanzarse a sí mismo como pu­
ra diferencia. Lo inaccesible para él no es (como en el caso del signo)
la “realidad externa”, sino el puro significante en sí, la diferencia que
separa y de tal modo constituye los signifi­cantes, su interdicción. El
borde del signo es la “cosa”; el límite del significante es el significante
“puro” en sí.12
¿Y lo Real? ¿Dónde está en este movimiento circular de lalengua?
En este punto podemos utilizar la distinción entre la realidad y lo Real:
la realidad, como acabamos de ver, sirve como borde externo que nos
permite totalizar el lenguaje, convertirlo en un sistema cerrado y cohe­
rente, mientras que lo Real es su límite intrínseco, el pliegue insonda­
ble que le impide realizar su identidad consigo mismo. En esto consiste
la paradoja fundamental de la relación entre lo Simbólico y lo Real: la
barra que los separa es estrictamente interna de lo Sim­bólico, puesto que
impide que lo Simbólico “se convierta en sí mismo”. El problema del
significante no es su imposibilidad para tocar lo Real, sino su imposi­
bilidad para “alcanzarse a sí mismo”; lo que le falta al significante no
es el objeto extralin­güístico, sino el Significante en sí, un Uno no ba­
rrado, no obstruido. O bien, para decirlo en “hegelés”, el significante
no pierde sencillamente al objeto, sino que desde siempre “se extravía”
en su relación consigo mismo, y el objeto se inscribe en el blanco abierto
por este fracaso. La positividad misma del objeto no es más que una
positivización, una encarnación de la barra que le impide al significante
“convertirse en sí mis­mo” plenamente. Esto es lo que Lacan quiere
decir con su ex­presión “La Mujer no existe”: La Mujer qua objeto no es

12. Recordemos que Marx produjo la misma fórmula a propósi­to del capital: el límite
del capital es el capital mismo, el modo capi­talista de producción.

123
Slavoj Žižek

más que la materialización de una cierta barra del universo simbó­lico.


Lo puede atestiguar Don Giovanni.

La disputa sobre el Todo

La figura de Don Giovanni (el donjuán de la ópera de Mozart) es


habitualmente concebida como la encarnación de la lujuria salvaje, de­
moníaca, que aplasta todo obstáculo, arrasa con todas las convenciones
sociales, incluso con los lazos del lenguaje: una suerte de fuerza primor­
dial que amenaza la consistencia misma del edificio social. Esta opi­nión
ha encontrado su expresión suprema en el famoso texto de Kierkegaard
en O bien… o bien…, donde el donjuán perso­nifica la “etapa estética”,
la actitud de un sujeto que agota su naturaleza en el goce momentáneo
que se consume a sí mis­mo; el vehículo propio de este modo de vida
regulado por el principio de placer es, desde luego, la música, una danza
dio­nisíaca ejemplificada del mejor modo por el “aria del cham­pán” de la
ópera de Mozart. A esta “etapa estética” Kierkegaard le opone la “etapa
ética”, en la cual el sujeto se eleva a la norma moral universal, cuyo
vehículo propio es la palabra (como lo ha señalado Hegel, el significado
de las palabras es siempre universal: incluso “aquí y ahora” significa todo
“aquí y ahora”); este es un modo de vida regulado por el principio de
realidad.
Pero esta interpretación no toma en cuenta la dimensión crucial de
Don Giovanni: nadie es más diferente que él de un Narciso enamorado
de sí mismo, carente de compasión, que goza la orgía del momento,
socavando toda la estructura co­dificada, etcétera. En el corazón mismo
de su ímpetu, encon­tramos una relación con la estructura (significante).
Por cierto, Don Giovanni quiere “tenerlas a todas”, pero aparecen los
problemas en cuanto ya no se contenta con tomar a las muje­res “una
por una”, en cuanto intenta ordenarlas en especies y subespecies, y con­
vierte su colección dispersa en un Todo estructurado.
Basta con recordar el hecho sintomático de que el frag­mento más
célebre de Don Giovanni, el aria de Leporello “Madamina, il catalogo è
questo…”, cataloga sus conquistas; se enreda en diferentes atolladeros
precisa­mente cuando trata de calibrarlas “a todas” sobre la base de un
principio único, de modo que se ve obligado a recurrir a diferentes cri­
terios de clasificación: primero, el criterio nacio­nal (en Italia seiscientos
cuarenta, etcétera, hasta las “mille e tre” de España); después, el criterio
del estrato social (campe­sinas, criadas, mujeres de la ciudad, condesas…);
finalmente, en una especie de “reflexión sobre sí mismo” del procedi­
miento, la enumeración de los criterios (mujeres de todo grado, forma y

124
Lalengua hegeliana

edad…). A continuación de este primer momento que llega al hartazgo,


Leporello, por así decirlo, cambia de registro y pasa a la enumeración
de las características “inma­nentes”, “naturales” de las mujeres, dispues­
tas en parejas de opuestos (rubia/morena, corpulenta/delgada, baja/
alta), des­critas con referencia a su “valor de uso” (cuando Don Gio­vanni
tiene frío en invierno seduce a una dama entrada en carnes; cuando ne­
cesita ternura, se acerca a una rubia delica­da, etcétera). La última pareja
de la serie (mujer vieja/joven virgen) introduce de nuevo un nivel de
“reflexión sobre sí mismo”: “Conquista a las viejas/ por el puro placer
de sumar­las a la lista/ mientras que su pasión predominante/ es la joven
virgen”. No resulta difícil ubicar la paradoja de esta úl­tima oposición:
¡como si a todas sus conquistas no las acompa­ñara la pasión y su causa
no fuera aumentar la lista! En otras palabras, es como si la última pareja
ocupara, entre las dife­rentes especies, el lugar de su género como tal:

como si, junto a (y distinto de) los leones, los tigres, las lie­bres y todos los
otros animales reales que constituyen en un gru­po las diferentes razas, es-
pecies, subespecies, familias, etcétera, del reino animal, existiera, además, el
Animal, la encarnación in­dividual de ese reino.13

O bien, según lo diría Leporello, como si junto a (y distin­to de)


las mujeres que encarnan diferentes cualidades para sa­tisfacer distintas
necesidades, existiera además La Mujer, la encarnación individual del
reino femenino: esa es la mujer que, según Lacan, “no existe”, y por
ello Don Giovanni está condenado a huir de una mujer a otra. ¿Por qué
entonces esta “La Mujer”, el equivalente general de las mujeres, está
dividi­da en “vieja” y “joven”? Como acabamos de ver, el valor de uso
de la mujer “vieja” consiste en que añade otro nombre a la lista: preci­
samente por no tener ningún uso particular, ella presenta y personifica
el valor de cambio de todas las otras mujeres; la “joven”, por su lado,
encarna lo opuesto, la “utili­dad” como tal, en su aspecto no específico,
universal. La res­puesta proviene entonces de la homología con el mun­
do de la mercancía: la división es simplemente la que separa el valor de
cambio (la equivalencia simbólica de todas las mujeres en cuanto están
inscritas en el catálogo) y el valor de uso (la pro­piedad que deben tener
para satisfacer la pasión de Don Gio­vanni).
Pero lo esencial es que la existencia misma de esta división implica
el predominio del valor de cambio (el significante) so­bre el valor de
uso (la pasión). Como en el caso de las mer­cancías, estamos ante una

13. Paul-Dominique Dognin, Les “sentiers escarpés” de Karl Marx, 1, París, CERF,
1977.

125
Slavoj Žižek

inversión fetichista; el valor de uso es una mera forma de aparición del


valor de cambio. En otras palabras, la fuerza impulsora fundamental
de las conquistas de Don Giovanni no es la pasión sino el placer de
añadir a la lis­ta, como se afirma abiertamente en la mencionada “aria
del champán”. Por lo general se considera que esta pieza consti­tuye
el más puro despliegue de la supuesta actitud de Don Giovanni, cuyo
goce devastador lo devora todo en su torbelli­no caótico y, a medida que
avanza, el aria parece confirmarlo; no obstante, en su ápice, en el clímax
del frenesí dionisíaco informe, de pronto, por así decirlo, nos encontra­
mos del otro lado de la banda de Moebius. Don Giovanni asocia el goce
supremo con la lista: “¡Ah, a mi lista/ mañana por la mañana/ tendrás
que agregar/ una docena!”, le dice a Leporello, su servidor a cargo del
catálogo (un hecho que no es en absoluto insignificante, esta referencia
a la lista que determina la pa­sión más íntima de Don Giovanni hace que
su posición subje­tiva dependa de su servidor).
La conclusión general es entonces bastante clara: puesto que “La
Mujer no existe”, Don Giovanni está condenado a un interminable
movimiento metonímico; su potencia no es más que una forma de
aparición de lo opuesto: una funda­mental impotencia designada por La­
can como “la imposibili­dad de la relación sexual”. Esta imposibilidad
se hace efectiva en el momento en que la sexualidad es atrapada en la
telaraña del lenguaje: está claro que la sexualidad es posible para los
animales llevados por su olfato infalible, mientras que todos sabemos
qué cruel jugarreta le hizo el olfato a Don Giovanni. En el primer acto,
cuando él siente el odor di femina y em­prende la seducción de la desco­
nocida velada, ¡pronto descu­bre que la misteriosa bella es Donna Elvi­
ra, su esposa, a quien quería evitar a cualquier precio!
Esta respuesta, no obstante, deja abierta la cuestión de las condicio­
nes históricas concretas de la aparición de una figura como Don Gio­
vanni. A propósito de Antígona, Lacan escribió que presenta el caso
paradójico de un rechazo del humanismo antes de su advenimiento; ¿no
ocurre de algún modo lo mis­mo con el Don Giovanni de Mozart, que
articula el rechazo de la ideología burguesa del amor de pareja, antes de
su hege­monía en el curso del siglo XIX? (Incluso dentro de la obra de
Mozart, la glorificación de la pareja armoniosa en La flauta mágica sigue
a su rechazo en Don Giovanni.) Una respuesta implícita casi marxista es
la que se encuentra en la versión fíl­mica de la ópera realizada por Joseph
Losey: la huida de Don Giovanni al libertinaje expresa la perspectiva
social desespera­da de la clase gobernante feudal en declinación… Aun­
que Don Giovanni pertenece sin duda a la clase gobernante, pare­ce sin
embargo que esa “sociologización” rápida no toma en cuenta la media­
ción histórica concreta que condicionó su emergencia.

126
Lalengua hegeliana

Permítasenos perfilarla por medio de una comparación entre Don


Giovanni y Casanova. Casanova es el opuesto exacto de Don Giovanni:
alegre estafador e impostor, un epi­cúreo que irradia simple placer y no
deja detrás de sí ningún sabor amargo de venganza, y cuyo libertinaje
no representa ninguna amenaza seria para su ambiente. Él es una es­
pecie de correlato de los librepensadores del salón burgués del siglo
XVIII: lleno de ironía e ingenio, cuestiona todas las opiniones esta­
blecidas, pero su transgresión de lo socialmente aceptable nunca toma
la forma de una posición firme que constituya una amenaza seria para
el orden existente. A su libertinaje le falta la nota fanática-metódica,
su espíritu es el de la permisi­vidad, no el de las purgas; propugna la
“libertad para todos”, y no todavía “ninguna libertad para los enemigos
de la liber­tad”. Casanova sigue siendo un parásito que se alimenta del
cuerpo en descomposición de su enemigo, y como tal está profunda­
mente ligado a él: no sorprende que condenara los “horrores” de la
Revolución Francesa, puesto que ella barrió con el único universo en el
cual él podía prosperar. Solo Don Giovanni llevó el libertinaje al punto
de su “autonegación” y transformó la resistencia al Deber en el Deber
de resistir: sus conquistas no son una cuestión de gozar los placeres
simples de la vida, sino stricto sensu un Deber compulsivo. Para em­plear
términos kantianos, son estrictamente “no-patológicas”; a él lo impulsa
una compulsión interior que está “más allá del principio de placer”.
En síntesis, si Casanova fue un correlato del salón prerre­volucionario
de librepensadores, el Don Giovanni de Mozart es un correlato del
jacobinismo, una especie de “jacobinismo de la economía libidinal”: la
paradoja de un puritan débauché. Los jacobinos cortaban las cabezas
de los ciudadanos que cedían a placeres decadentes y nunca asumían
plenamente el ideal del Ciudadano; Don Giovanni rechazaba con des­
precio a las mu­jeres que nunca vivían a la altura de La Mujer. Pero
esta ho­mología es mediada por una imposibilidad: el “jacobinismo de
la economía libidinal” de Don Giovanni nunca puede satisfa­cer al ja­
cobinismo político “real”. A causa de su posición so­cial (miembro de la
clase gobernante en decadencia), Don Giovanni realizó el jacobinismo
en el único campo abierto a él, el de la sexualidad.14 Por ello su destino
final fue el mismo que el de los jacobinos: un “excedente” molesto, un
“media­dor evanescente”, destinado a desaparecer, apartado del cami­

14. En este caso la relación es la misma que entre la política francesa y la filosofía
alemana en la época de la Revolución France­sa: los grandes idealistas alemanes elabora-
ron los fundamentos filo­sóficos de la Revolución Francesa, no a pesar del retraso político
ale­mán, sino precisamente porque el bloqueo político solo dejaba abier­to el camino de la
teoría.

127
Slavoj Žižek

no en cuanto se estableció la hegemonía ideológica burguesa del amor


íntimo de pareja.

Juicio en ausencia

“La palabra es un elefante”

La “falta de identidad” como componente clave de la identidad es­


peculativa encuentra su expresión más clara en la teoría hegeliana del
juicio, en el hecho (sorprendente para quienes siempre esperan de He­
gel la misma bendita “tríada”) de que hay cuatro tipos de juicio, y no
tres: el juicio de exis­tencia, el juicio de reflexión, el juicio de necesidad y
el juicio de concepto. De inmediato mostramos nuestras cartas: los tres
primeros juicios adquieren el cuarto porque “la sustancia es sujeto”; en
otras palabras, la falta de identidad entre sujeto y predicado es postulada
como tal en el cuarto juicio (el de concepto).15
Comencemos por la primera forma, el juicio de existencia. Esta
forma deriva directamente lo individual como último (tercer) momen­
to del concepto. Hegel inicia su sección sobre el juicio con la propo­
sición siguiente: El juicio es la determinidad del concepto puesta en el
concepto mismo.16 El juicio (Ur­teil) originalmente divide (ur-teilen) el
concepto (uno más de los célebres juegos de palabras de Hegel) en su­
jeto y predica­do, es decir que la determinidad de una individualidad
(una entidad sustancial que subsiste por sí misma como momento final
de la tríada conceptual de lo universal, lo particular y lo individual) es
externalizada, opuesta a la individualidad, y de tal modo puesta como
tal. El sujeto individual es ese predica­do (esta o aquella determinación
abstracta-universal). En el ejemplo de Hegel, “la rosa es roja”.
Debemos tener cuidado en dos puntos. En primer lugar, todo el
contenido sustancial está del lado del sujeto: lo que se presupone que
tiene “existencia real” (y por esta razón hablamos de “juicio de existen­
cia”) es el sujeto, el individuo, y el predicado es solo alguna propiedad
abstracta-universal que él adquiere; no tiene existencia por sí mismo.
La contracara es que la relación entre sujeto y predicado aparece como
completamente extrínseca: el predicado es alguna propiedad abstracta-

15. Recordemos que en la última sección de su Ciencia de la lógica, Hegel dice que
podemos considerar que los momentos del proce­so dialéctico son cuatro; el sujeto es en
realidad el cuarto momento excedente, esa “nada”, esa negatividad autorreferencial, que
no obs­tante cuenta como “algo”. (Véase también el capítulo 5.)
16. Hegel’s Science of Logic, Londres, Allen & Unwin, 1978, pág. 623. [Ed. cast.: ob.
cit., nota 27 del cap. 1.]

128
Lalengua hegeliana

universal completamente indiferente, adquirida por el sujeto, y no algo


que dependa de la naturaleza interior de este último.
Después del juicio positivo, la segunda forma del juicio de existencia
es el juicio negativo: pone esa relación extrínseca indiferente como tal,
al negar la primera forma; si la natura­leza sustancial de la rosa es por
completo indiferente a que sea o no roja, sería igualmente razonable
postular que “la rosa no es roja”. Como lo subraya Hegel, no negamos
la relación entre sujeto y predicado como tal: la sentencia “la rosa no es
roja” se considera solo contra el fondo de que la rosa tiene algún (otro)
color, digamos el azul. De manera que el juicio ne­gativo procede desde
lo universal a lo particular: la determini­dad del predicado inicialmente
postulado como un universal abstracto es ahora especificada como algo
particular, como una determinación particular; la expresión positiva del
juicio negativo es “el sujeto (este individuo) es una particularidad”; la
rosa, por ejemplo, tiene algún color particular (es azul, o amarilla, o
roja…).
La tercera forma del juicio, el juicio infinito, redobla la negación
que ya opera en el juicio negativo, o más bien la lle­va a la autorre­
ferencia: no solo niega algún predicado (parti­cular) sino el dominio
universal en sí presente en la negación del predicado particular. El
juicio infinito es entonces absurdo, en su forma se niega un predicado
(particular) cuyo género (universal) es en sí incompatible con el suje­
to. Tenemos en­tonces sentencias de saber vacío como “la rosa no es
un ele­fante”, “el espíritu no es rojo”, “la razón no es una meta”, et­
cétera. Como dice Hegel, estos juicios son exactos o verdaderos, pero
sin embargo absurdos e insulsos. Hegel aduce el crimen como ejemplo de
juicio infinito, y podemos enten­der por qué precisamente a partir de
lo mencionado: en con­traste con un conflicto legal ante los tribunales,
en el que am­bas partes invocan leyes particulares, una detrás de otra,
pero admitiendo la ley universal (la legalidad) como ámbito obliga­
torio, el acto criminal cuestiona la esfera general de la ley misma, la
ley como tal.17
La forma positiva del juicio infinito (precisamente porque niega no
solo el predicado particular sino el género en el que el predicado puede
reunirse con el sujeto) no es ya un juicio particular implicado por la
negación: de “la rosa no es roja” se sigue que la rosa es de algún otro
color, pero de “la rosa no es un elefante” no se sigue ninguna determi­

17. En realidad, el pasaje desde el juicio negativo al juicio infini­to epitomiza la lógica
de la “negación de la negación”: revela que la negación de la negación no es simplemente
un retorno a la identidad inmediata, sino la negación que niega al campo universal en sí,
mientras que la simple negación del predicado lo deja intacto.

129
Slavoj Žižek

nación particular po­sitiva. De modo que el polo opuesto positivo del


juicio infini­to negativo solo puede ser una tautología: de “la rosa no es
un elefante” se sigue solo que “la rosa es una rosa”. La tautología expre­
sa en forma positiva solo la externalidad radical del predi­cado respecto
del sujeto; lo que aparece en el juicio infinito es esta “verdad” de toda la
esfera del juicio de existencia: como sujeto y predicado son completa­
mente extrínsecos, ningún predicado puede determinar adecuadamente
al sujeto, o más bien, el único predicado adecuado al sujeto es el sujeto
mismo.
Lo que sigue siendo enigmático en este punto es solo que He­
gel, junto a la negación y a la tautología “insulsa”, no men­cione la
tercera forma del juicio infinito, la forma afirmativa aparentemente
“absurda” (digamos, “la rosa es un elefante”). Lo que tenemos aquí
no es una especie de posibilidad vacía, puesto que esa forma de juicio
infinito porta el contenido es­peculativo de la dialéctica de la feno­
menología en la Fenome­nología del espíritu: “el Espíritu es un hueso”.
Solo este juicio expresa plenamente la “falta de identidad” especulati­
va me­diante la afirmación de la identidad imposible de dos momen­tos
mutuamente excluyentes: este juicio (si lo leemos inme­diatamente) es
experimentado como obviamente absurdo; la discrepancia entre los
momentos es absoluta; sin embargo, el “Espíritu” como poder de la
negatividad absoluta no es más que esta absoluta discrepancia.18 La
tesis “la sustancia es el sujeto” debe leerse exactamente como una es­
pecie de “juicio infinito”: no significa que la sustancia sea “realmente
sujeto” (que el sujeto, la autoconciencia, sea el fundamento, la sustan­
cia de toda existencia), sino que nos arrastra a una contradic­ción ab­
soluta entre sustancia y sujeto: la sustancia nunca pue­de alcanzar al
sujeto, nunca puede abarcar en sí el poder negativo del sujeto, y el
sujeto no es más que esta incapacidad de la sustancia para contenerlo
dentro de sí, esta escisión in­terna de la sustancia, esta falta de identi­
dad consigo misma.
En esto consiste la inversión especulativa que nos da la clave de la
lógica del juicio infinito. No basta decir que hay una falta de identidad
entre sustancia y sujeto: si solo hace­mos esto, seguimos presuponiendo
que la sustancia y el suje­to son dos entidades (positivas, idénticas) en­
tre las cuales no hay identidad; se trata más bien de que uno de los dos
momentos (el sujeto) no es más que la no-identidad-consigo-mismo del otro
momento (la sustancia). “El Espíritu es un hueso” significa que el hueso
en sí nunca podría lograr una completa identidad consigo mismo, y el

18. Véase Slavoj Žižek, The Sublime Object of Ideology, Londres, Verso, 1989, págs. 207-
209. [Ed.cast.: ob. cit., nota 1 de la “Introducción”.]

130
Lalengua hegeliana

“Espíritu” no es más que la “fuerza de la negatividad” que le impide al


hueso “convertirse en sí mis­mo” plenamente.19
El juicio infinito queda entonces ramificado internamente en la tría­
da “la rosa no es un elefante”, “la rosa es una rosa” y “la rosa es un
elefante”. La verdad especulativa de esta última forma es demostrada
por Lacan cuando, en su primer Semina­rio, evoca una paradoja análoga
(“La palabra es un elefante”), para ejemplificar la relación dialéctica
negativa entre la pala­bra y la cosa, el hecho de que la palabra implica el
asesinato simbólico de la cosa: “la palabra es un elefante” significa que
un elefante está “más presente” en la palabra que lo evoca que en su ser
físico inmediato; está presente (como Lacan lo seña­la por medio de una
referencia a Hegel) en su concepto:

Por cierto, el concepto no es la cosa tal como ella es, por la sencilla razón
de que el concepto está siempre donde no está la cosa, está allí para reem-
plazar a la cosa, como el elefante que in­troduje en la habitación el otro día
por medio de la palabra ele­fante. Si esto fue tan sorprendente para algunos
de ustedes, se debió a que resultó claro que el elefante estuvo realmente allí

19. Esta paradoja del “juicio infinito” es la prueba más clara del error de la (mala)
lectura de Hegel según la cual él considera que nuestro lenguaje “ordinario” es una herra-
mienta dura e inadecuada para expresar las finezas de la automediación dialéctica, una
herra­mienta limitada al nivel del entendimiento, de las determinaciones “abstractas”.
Por supuesto, esta (mala) lectura suscita el sueño de otro lenguaje, etéreo, que evitaría
la torpeza del lenguaje común y daría una expresión adecuada inmediata al movimien-
to especulativo. Quizás ese lenguaje sea accesible a los dioses, mientras que nosotros,
los mortales comunes, estamos lamentablemente condenados al ins­trumento vulgar del
que disponemos, obligados a pensar, para ex­presarnos, “en el lenguaje contra el lenguaje
mismo”… Alguien ver­sado en el procedimiento hegeliano tiene perfectamente en claro
que esa noción es por completo errónea, pues se trata de que para captar el movimiento
especulativo no necesitamos ningún otro len­guaje más adecuado: nuestro lenguaje “ordi-
nario” es más que sufi­ciente. Todo lo que tenemos que hacer, por así decirlo, es tomarlo
más literalmente de lo que él se toma a sí mismo, tomar conciencia de que incluso los
juicios más rudos tienen éxito por medio de su fra­caso.
Para decirlo sucintamente: “el juicio especulativo” es lo mismo que un juicio ordina-
rio del entendimiento, solo que leído dos veces: el fracaso de la primera lectura nos obliga
a realizar el cambio dialécti­co de perspectiva y a discernir el éxito en el fracaso mismo.
Por ejemplo, “el Espíritu es un hueso”: de la primera lectura resulta un total desaliento
y fracaso, una sensación de incompatibilidad absur­da entre el sujeto y su predicado. Pero
basta con que observemos que la noción especulativa de “sujeto” consiste precisamente en
esta radical incompatibilidad, división, negatividad. O, para decirlo de otro modo, todo lo
que tenemos que hacer para llegar a la verdad es­peculativa de una proposición del enten-
dimiento es incluir en su sig­nificado nuestra posición subjetiva de enunciación, comprender que
lo que en primer lugar tomamos por nuestra reacción “subjetiva” a ella (la sensación de
fracaso, incompatibilidad, discordia) define la “cosa misma”. De modo que, contrariamente
a la opinión difundida, Hegel no habla una especie de “lenguaje privado” esotérico, habla
el mis­mo lenguaje que nosotros, solo que lo habla más.

131
Slavoj Žižek

en cuanto lo nombramos. De la cosa, ¿qué es lo que puede estar allí? Ni su


forma, ni su realidad, puesto que, en la situación ac­tual, todos los lugares
están ocupados. Hegel lo dice con extre­mo rigor, el concepto es lo que hace
que la cosa esté allí, mien­tras, constantemente, no lo está.20

“La palabra es un elefante” expresa entonces la identidad especula­


tiva de “palabra” y “elefante”, el hecho de que un ele­fante está presente
en la palabra “elefante” como aufgehoben, internalizado-superado.
¿Adónde, entonces, nos lleva el resultado de la dialéctica del juicio
de existencia? A la contradicción absoluta, al de­rrumbe de cualquier
medio común entre sujeto y predicado, lo que culmina con la reducción
del sujeto a una tautología, en la que el único predicado que admite es
él mismo. No po­demos decir nada sobre el sujeto como tal, no podemos
atri­buirle nada, ninguna determinación: está reducido a un “esto” nulo.
Allí se produce la transición a la forma siguiente del jui­cio, el juicio de
reflexión: que toma conoci­miento del resultado del juicio de existencia
(que el sujeto del juicio es un “esto” nulo, vacío, carente de contenido
sustan­cial) y traslada el centro de gravedad al otro lado, al predicado, que
entonces aparece como el momento sustancial.
El rasgo crucial del juicio de reflexión es, por lo tanto, que dentro de
él se postula alguna individualidad contingente en relación con alguna
determinación que no es ya su propiedad abstracta-universal indiferen­
te, sino su determinación esencial. La universalidad no es aquí la “propie­
dad” abstracta de una cosa sustancial, sino una esencia abarcativa que
subsume las individualidades. Como dice Hegel, los juicios de reflexión
son juicios de subsunción: el predicado subsume un círculo cada vez
más amplio de sujetos como una determinación esencial que existe en
sí misma. Son ejemplos de juicio reflexivo: “los hombres son mortales”,
“las cosas son transitorias”, etcétera. Que todas las cosas (materiales,
finitas) son transito­rias es su determinación esencial; deriva de su con­
cepto mis­mo, del hecho de que tengan la negatividad fuera de sí mis­mas
(en la forma del poder del tiempo, al que están sometidas). El hecho
de que estos juicios son “reflexivos” se le revela incluso a una primera
mirada superficial, que en este caso no engaña: los juicios del tipo “las
cosas son transito­rias”, “los hombres son mortales”, etcétera, expresan
lo que queremos decir por “reflexión” en el lenguaje cotidiano –pen­
samientos más profundos sobre la naturaleza de las cosas–.
Pero Hegel emplea el término en un sentido estrictamen­te técnico:
en los juicios reflexivos el sujeto (que anteriormen­te, en el juicio de

20. The Seminar of Jacques Lacan, Book I, Cambridge, Cambridge University Press,
1988, págs. 242-3.

132
Lalengua hegeliana

existencia, era concebido como una entidad sustancial subsistente por


sí misma) es postulado como algo transitorio-insustancial, como algo
que solo “refleja”, cuya realidad contingente solo refleja el en-sí de una
esencia per­manente, expresada en el predicado. La “reflexión” debe en­
tenderse aquí en el sentido de reflexión extrínseca: el mundo finito es
postulado como la apariencia indiferente, transitoria, que refleja alguna
esencia trascendental, universal.
Según hemos visto, en el juicio de existencia todo el movi­miento
está del lado del predicado: el sujeto es puesto como una entidad sus­
tancial permanente, y el predicado pasa de lo universal a lo individual a
través de lo particular. En el juicio de reflexión, por el contrario, todo el
movimiento está del la­do del sujeto, mientras que el predicado perma­
nece como un firme contenido sustancial; la dirección del movimiento
es también contraria: va de lo individual a lo universal a través de lo
particular. Esta inversión de la dirección es fácil de cap­tar: el predicado
de un juicio de existencia se adecua gradual­mente al sujeto (individual),
hasta coincidir con él en una identidad imposible, mientras que en el
juicio de reflexión el sujeto se adecua gradualmente al predicado uni­
versal, expan­diéndose desde lo individual a lo universal. Las tres for­
mas de juicio de reflexión son, por lo tanto, el juicio singular, el jui­cio
particular y el juicio universal. Por ejemplo: “este hombre es mortal”,
“muchos hombres son mortales”, “todos los hom­bres son mortales”.

Las paradojas de la sexuación

Pasamos entonces del juicio de reflexión a la forma siguiente, el jui­


cio de necesidad: basta con que postulemos expresamente la determi­
nación de universalidad contenida en el juicio universal; en términos
concretos, en lugar de “todos los hombres son mortales”, debemos decir
solamente “el hombre es mortal”. El cambio concierne solo a la forma,
aunque es esencial; incluso en el nivel intuitivo no resulta difícil sentir
que los enunciados “todos los hombres son mortales” y “el hombre es
mortal” no tienen el mismo peso: al pasar del pri­mero al segundo nos
movemos desde el conjunto empírico de “todos los hombres” (de lo que
todos los hombres tienen en común) hasta la universalidad, a la determi­
nación necesaria del concepto de hombre como tal. En otras palabras,
mientras que en el juicio de reflexión aún nos referimos a la relación
de la determinación conceptual (el predicado) con el conjunto contin­
gente, no-conceptual de las entidades empíricas (“es­to”), en el juicio
de necesidad ingresamos en el dominio de las relaciones necesarias del

133
Slavoj Žižek

concepto, de las autodetermina­ciones inmanentes del concepto como


tal. La “mortalidad” no es ya el predicado de una entidad extraconcep­
tual, sino la de­terminación inmanente de “hombre”.
El alcance total de este cambio puede ser determinado más precisa­
mente por medio de la conocida paradoja de la re­lación entre el juicio
universal y el juicio de existencia en el silogismo aristotélico clásico:
el juicio de existencia implica la existencia del sujeto, mientras que el
juicio universal es verda­dero aunque su sujeto no exista, puesto que
solo se refiere al concepto del sujeto. Por ejemplo, si decimos “por lo
menos un hombre es (o algunos hombres son) mortal (mortales)”, este
juicio es verdadero solo si por lo menos existe un hom­bre; en cambio,
si decimos “el unicornio tiene un solo cuer­no”, este juicio sigue siendo
verdadero aunque no existan uni­cornios, puesto que se refiere solo a las
determinaciones inmanentes del concepto de “unicornio”.
Si esta distinción parece excesivamente sutil, recordemos cuánto
puede pesar la diferencia entre lo universal y lo parti­cular en la “lógica
de las emociones”. Si yo sé en general, sin detalles particulares, que mi
esposa se acuesta con otros hom­bres, tal vez pueda sobrellevarlo, pero
el mundo se derrumba cuando alguien me describe detalles concretos
que confirman su adulterio (una imagen de ella en la cama con otro
hombre, etcétera): el pasaje de lo universal a la particularidad existen­
cial es lo que establece toda la diferencia. En síntesis, si yo sé, en gene­
ral, que mi esposa me engaña, en cierto sentido sus­pendo la realidad del
hecho, lo trato como si no fuera serio; solo se vuelve serio con el pasaje
a lo particular. Es precisa­mente este desequilibrio entre la existencia y
la universalidad lo que proporciona la clave de la paradoja de las “fór­
mulas de la sexuación” lacanianas, en las cuales el lado “masculino” de
la función universal (∃x.Φx: todas las x están sometidas a la función Φ)
implica la existencia de una excepción (∃x.no Φx: hay por lo menos una
x que está exenta de la función Φ), mientras que, del lado femenino, una
negación particular (no∀x.Φx: no toda x está sometida a la función Φ)
implica que no hay ninguna excepción (no∃x.no Φx: no hay ninguna x
que pueda ser exceptuada de la función Φ):

∃x.Φx ∃x.Φx
∀x.Φx ∀x.Φx

Para el sentido común, estas fórmulas, si se las vincula en pares dia­


gonales, son equivalentes: “todas las x están sometidas a la función Φ”,
¿no es estrictamente equivalente a “no hay ninguna x que pueda ser
exceptuada de la función Φ”? Y, por otro lado, “no todas las x están
sometidas a la función Φ”, ¿no es estrictamente equivalente a “hay (por

134
Lalengua hegeliana

lo menos) una x que está exceptuada de la función Φ”? Pero, como


acabamos de ver, para Lacan la equivalencia es vertical. Nos acercamos
a la solución si no leemos el cuantificador universal del par inferior de
las fórmulas en el nivel del juicio reflexivo, sino en el nivel del juicio de
necesidad: no “todas las x están sometidas a la fun­ción Φ”, sino que “la x
como tal está sometida a la función Φ”.
La Φ de Lacan, por supuesto, significa la función de cas­tración (sim­
bólica): “el hombre está sometido a la castración”, implica la excepción
de “por lo menos uno”; el padre primor­dial del mito freudiano de Tótem
y tabú, un ser mítico que te­nía a todas las mujeres y que podía alcanzar
la satisfacción completa. Pero es preferible que sigamos con nuestro
ejem­plo de la mortalidad: por cierto, “ningún hombre es inmor­tal”
equivale a “todos los hombres son mortales”, pero no (como acabamos
de ver) a “el hombre es mortal”. En el pri­mer caso hablamos del con­
junto empírico de los hombres, en el cual los tomamos “uno por uno” y
de tal modo establece­mos que no hay ninguno inmortal, mientras que
en el segun­do caso nos referimos al concepto mismo de hombre. Y la
premisa básica de Lacan es que el salto desde el conjunto ge­neral de todos
los hombres hasta el “hombre” universal es solo posible a través de una
excepción: lo universal (en su diferencia con la generalidad empírica) se
constituye a través de la excepción; no pasamos del conjunto general a
la universalidad del con­cepto de lo Uno al añadir algo al conjunto sino,
por el con­trario, sustrayéndole algo, a saber: el “rasgo unario” (trait unai­
re) que totaliza el conjunto general y lo convierte en una universalidad.
Abundan los ejemplos para el lado “masculino” de la “to­talización a
través de la excepción”, así como para el lado “fe­menino” de la colección
no-toda sin excepción. ¿No ha sido Marx quien, en el capítulo primero
de El capital, en la dialéc­tica de la forma mercancía (en la articulación de
las tres for­mas por medio de las cuales una mercancía expresa su valor
con alguna otra mercancía que sirve como su equivalente), fue el prime­
ro en desarrollar la lógica de la totalización a tra­vés de la excepción? La
forma “ampliada” pasa a la forma “general” cuando alguna mercancía es
excluida, exceptuada del conjunto de mercancías, y aparecen entonces
como equi­valente general de todas ellas, como la encarnación inmediata
de la Mercancía como tal, como si, junto a todos los animales reales,
“existiera el Animal, la encarnación individual de todo el reino animal.”21
Solo por medio de esta totalización a través de la excep­ción llegamos
a la universalidad de la mercancía, encarnada en las mercancías indivi­
duales, si se parte del conjunto empí­rico de “todas las mercancías”. En
otro nivel, Hegel repite la misma operación a propósito del monarca: el

21. Citado de P.-D. Dognin, Les “sentiers escarpés” de Karl Marx I, ob. cit., pág. 72.

135
Slavoj Žižek

conjunto de los hombres se convierte en una totalidad racional (el Es­


tado) so­lo cuando su unidad como tal es encarnada en algún indivi­duo
definido de modo no racional, “biológico”: el monarca. Lo que para
nosotros tiene un especial interés en este caso es el modo en que Hegel
determina el carácter excepcional del monarca: todos los otros hombres
no son lo que son por na­turaleza, sino que deben ser “hechos”, educa­
dos, formados, mientras que el monarca es único, al ser por su natura­
leza lo que es su mandato simbólico. Tenemos aquí en forma clara la
ejemplificación del “lado masculino” de la fórmula de sexua­ción de La­
can: todos los hombres están sometidos a la fun­ción de la “castración”
(ellos no son de modo directo lo que es su mandato simbólico, llegan
a su rol social positivo por medio del trabajo duro de la “negatividad”,
a través de la in­hibición, el entrenamiento…) con la condición de que
haya el Uno exento de ella, que sea lo que es por naturaleza (el rey).
Esta paradoja nos ayuda al mismo tiempo a comprender la lógica
hegeliana de la “autorrelación negativa del concepto”: un concepto uni­
versal llega a su ser-para-sí, es puesto como concepto, solo cuando, en el
dominio mismo de la particula­ridad, se refleja en la forma de su opuesto
(en algún elemento que niega el rasgo fundamental de su universalidad
concep­tual). El concepto de hombre (como un ser activo, un ser que
no es por naturaleza lo que es, sino lo que debe crearse, “de­finirse”
por medio del trabajo empeñoso) llega a su ser-para-­sí reflejándose en
una excepción, en un individuo que aparece como la encarnación del
hombre en general, como tal, preci­samente en cuanto él ya es lo que es
por naturaleza (el mo­narca). El valor de cambio, en su contraste con el
valor de uso (es decir, el valor como expresión de una relación social) es
puesto como tal cuando lo encarna alguna mercancía particu­lar, cuando
aparece como una propiedad casi “natural” de al­guna mercancía parti­
cular (el dinero: el oro).
En cuanto al otro lado, el lado “femenino” de las fórmulas de la
sexuación, basta recordar cómo opera el concepto de lu­cha de clases
en el materialismo histórico. El buen lema de la antigua izquierda (hoy
en día, en el mundo supuestamente “postideológico”, más válido que
nunca) según el cual “no hay nada que no sea político”, no debe leerse
como el juicio universal “todas las cosas (la sociedad como un todo)
son po­líticas”, sino en el nivel de la lógica “femenina” del conjunto no-
todo: “no hay nada que sea no político” significa precisa­mente que el
campo social está irreductiblemente marcado por una división política,
que no hay ningún “punto cero” neutro a partir del cual la sociedad
podría concebirse como un todo. En otras palabras, “no hay nada que
no sea político” significa que en política “no hay ningún metalenguaje”:
cual­quier tipo de descripción o intento de concebir la sociedad implica

136
Lalengua hegeliana

por definición una posición de enunciación parcial; en algún sentido


radical, ella es ya “política”, siempre-ya he­mos “tomado partido”. Y la
lucha de clases no es más que el nombre de este límite, esta división in­
sondable, que no pue­de ser objetivizada, ubicada dentro de la actividad
social, puesto que es en sí ese límite lo que impide que concibamos la
sociedad en general como una totalidad. De modo que es precisamente
el hecho de que “no hay nada que no sea políti­co” lo que impide con­
cebir la sociedad como un todo, aun­que determinemos este todo con el
predicado “político” y di­gamos “todo es político”.22
Pero, esta lógica del no-todo, ¿es compatible con la dia­léctica he­
geliana? ¿No se basa en uno de los temas clave de la crítica tradicional
a Hegel, el de la brecha irreductible que se­para la universalidad y la
realidad de la existencia particular? ¿No es la ilusión hegeliana que lo
particular puede deducirse del automovimiento del concepto universal,
y ser absorbido sin ningún resto? Y, ¿no se opone esto a la lección del
cuadra­do lógico de Aristóteles, en cuanto a que hay una brecha irre­
ductible entre lo universal y la existencia, y la existencia no puede de­
ducirse de lo universal? En realidad, Lacan logró de­mostrar a partir
de esta brecha la angustia que el “panlogicis­mo” de Hegel suscitó en
Schelling y Kierkegaard: angustia ante la idea de que nuestra existencia
esté subsumida en el au­tomovimiento del concepto y pierda su singula­
ridad, su para­doja de libertad sin fondo. Como dijo Freud, la angustia es
el único afecto que no engaña; por medio de él encontramos lo real: lo
real de un objeto perdido que no puede ser absorbido en un movimien­
to circular de simbolización.
No obstante, si admitimos la paradoja de la totalidad ra­cional he­
geliana que puede discernirse, por ejemplo, a propó­sito del rey como

22. Hoy en día se habla mucho del anacronismo de la distinción entre la derecha
y la izquierda; para no engañarse resulta útil recor­dar la asimetría de estos conceptos:
un izquierdista es alguien que puede decir “yo soy un izquierdista”, es decir, reconocer
la división, la distinción derecha/izquierda, mientras que un derechista puede ser inva-
riablemente reconocido por el modo en que se posiciona en el centro y condena a todo
“extremismo” como “fuera de moda”. En otras palabras, la distinción izquierda/derecha
es percibida como tal (en “hegelés”: cuenta) solo desde una perspectiva de izquierda,
mientras que la derecha se percibe en “el centro”; ha­bla en nombre del “todo”, rechaza la
división. La articulación del es­pacio político es entonces una paradoja bien ejemplificada
por los atolladeros de la sexuación: no se trata simplemente de la articula­ción del todo
en dos polos, sino de que un polo (la izquierda) repre­senta la división como tal; el otro
(la derecha) la niega, de modo que la escisión política izquierda/derecha necesariamente
asume la forma de la oposición entre “la izquierda” y “el centro”, y deja vacío el lugar de
“la derecha”. La derecha queda definida por el hecho de que sus adherentes nunca pueden
decir de sí mismos, en primera persona, “yo soy un derechista”; solo aparecen como tales
desde una perspectiva de izquierda.

137
Slavoj Žižek

condición del Estado qua totalidad racional, cambia toda la perspectiva.


En cuanto la angustia muestra la proximidad, y no la pérdida del obje­
to qua real (según Lacan invierte a Freud), debemos preguntar a qué
objeto nos hemos acercado demasiado al establecer una totalidad racio­
nal. Des­de luego, este objeto es precisamente ese objeto absolutamen­te
contingente, el “trocito de lo real” que emerge como en­carnación de la
totalidad racional en sí (a través del cual la totalidad racional llega a su
ser-para-sí, se actualiza): en el ca­so del Estado, el rey como individuo
biológico, contingente. Este es el objeto cuya existencia está implicada
en la universa­lidad en sí, puesto que solo a través de él lo universal “se
po­ne”, llega a su ser-para-sí. Por lo tanto, Hegel está lejos de trascen­
der la brecha entre lo universal y la existencia particu­lar “deduciendo
lo particular del automovimiento del concep­to universal”; él expone
la particularidad contingente a la cual está vinculado lo universal en
sí como con un cordón umbili­cal (en el lenguaje de las fórmulas de la
sexuación, expone la excepción particular que debe existir para que la
función uni­versal siga vigente).

De qué modo la necesidad surge de la contingencia

Volvamos al juicio de necesidad. Como hemos visto, en él el predi­


cado es puesto como una especificación intrínseca, necesaria, como una
autodeterminación del sujeto. Así llega­mos a la primera forma del juicio
de necesidad, el juicio cate­górico, mediante el cual la relación “cate­
górica” (conceptual­mente necesaria) entre sujeto y predicado es puesta
como la relación entre una especie y su género: por ejemplo, “una ro­sa
es una planta”, “la mujer es un ser humano”. No obstante, este juicio
es inadecuado, en cuanto deja a un lado el hecho de que el contenido
del género no es solo esa especie, sino que articula en su seno una serie
de especies. La otra forma del juicio de necesidad, el juicio hipotético,
postula entonces un contenido particular (la especie) del género en su
relación necesaria con otra especie: digamos, en nuestro caso, “donde
hay mujeres, hay también hombres”, o más bien, “el ser de la mujer no
es solo el suyo propio sino también el ser de otro, del hombre”. En la
tercera forma, el juicio disyuntivo, el con­tenido particular del juicio es
explícitamente postulado como una autoarticulación, autoespecificación
del concepto univer­sal: “un ser humano es hombre o mujer”.
En este preciso punto encontramos la mayor sorpresa de la teoría
hegeliana del juicio. Desde la idea estereotipada que se tiene de Hegel,
¿no cabría esperar que hubiéramos llegado al final? La tríada de los jui­
cios (de existencia, de reflexión, de necesidad), ¿no encapsula la tríada

138
Lalengua hegeliana

de ser, esencia y con­cepto? ¿No está el juicio de existencia condenado a


disolver­se en una tautología vacía, precisamente en cuanto permane­ce
en el nivel del ser y, como tal, no puede traducir la rela­ción reflexiva
entre el sujeto y el predicado? ¿No es el juicio de reflexión, como lo su­
giere su mismo nombre, un juicio que articula la relación de alguna en­
tidad fenoménica contin­gente con su determinación esencial, una rela­
ción en la cual esta determinación esencial se refleja en la pluralidad de
enti­dades contingentes? Y, finalmente, el juicio de necesidad, ¿no nos
libera de la externalidad contingente? Todo el contenido que incluye,
¿no es explícitamente puesto como resultado del automovimiento del
concepto universal, es decir, como su autoespecificación inmanente?
¿Qué es lo que puede seguir? La respuesta de Hegel es: la contingencia.
El juicio de necesidad es seguido por una cuarta forma, el juicio de
concepto. Solo entonces el juicio se convierte real­mente en lo que la
palabra sugiere, la apreciación de algo. Los predicados que contiene
este juicio no están en el mismo nivel que los predicados de las formas
anteriores. El juicio conceptual es literalmente un juicio sobre el con­
cepto; el contenido del predicado es la relación del sujeto con su concepto (es
decir, con lo que era el predicado en las formas anteriores de juicio): es
un predicado del tipo “bueno, malo, hermoso, justo, verdadero”. Según
Hegel, la verdad no es simplemente la adecuación o correspondencia de
una proposición con el objeto o el estado de cosas que describe, sino la
adecuación del objeto a su propio concepto: en este sentido, podríamos
decir de un objeto “real” (por ejemplo, una mesa) que es “ver­dadero”
en cuanto se adecua al concepto de mesa, a la fun­ción de que le corres­
ponde como mesa.
El juicio conceptual tiene que ubicarse en este nivel, con él evalua­
mos la medida en que algo es “verdadero”, en que corresponde a su
concepto. La primera e inmediata forma de juicio conceptual, el juicio
asertórico, comprende por lo tan­to las proposiciones del tipo “esta casa
es buena”. Desde lue­go, el problema que surge inmediatamente es que
no toda ca­sa es buena; algunas casas lo son y otras no; ello depende de
una serie de circunstancias contingentes: la casa debe estar construida
de un modo predeterminado, etcétera. La segunda forma de juicio con­
ceptual, el juicio problemático, problema­tiza precisamente esas condi­
ciones de la “verdad” del objeto (el sujeto del juicio): que una casa sea
buena o no, depende de las circunstancias, del tipo de casa que es…
La tercera forma, el juicio apodíctico, despliega en forma positiva las
condicio­nes de la “verdad” del sujeto del juicio: ciertas construcciones
de una casa son buenas, ciertos actos son legítimos, etcétera.
No es difícil elaborar el pasaje desde el juicio al silogis­mo, pues­
to que ya encontramos en nosotros mismos el silo­gismo en cuanto los

139
Slavoj Žižek

elementos contenidos en el juicio con­ceptual son puestos como tales:


“Una cierta construcción de la casa es buena; esta casa está construida
de ese modo; esta casa es buena”. No cuesta trabajo conjeturar que la
cuarta forma de juicio afirma el momento de la contingencia: las cir­
cunstancias de las que depende que la casa sea o no buena (que sea real­
mente una casa, que corresponda a su concepto) son irreductiblemente
contingentes, o más bien son puestas como tales por la forma misma del
juicio de concepto. En es­to consiste el pasaje crucial desde la segunda a
la tercera for­ma del juicio de concepto, del juicio problemático al juicio
apodíctico: el juicio problemático opone de modo extrínseco el concep­
to intrínseco, necesario, del objeto (lo que una casa debe ser para ser
realmente una casa) y las condiciones con­tingentes externas de las que
depende que una casa empírica sea realmente una casa; el juicio apo­
díctico supera esta rela­ción extrínseca entre contingencia y necesidad,
entre las con­diciones contingentes y el interior del concepto… ¿Cómo?
Desde luego, la respuesta tradicional ha sido que lo hace concibien­
do el concepto como una necesidad teleológica que prevalece a través
de la lógica intrínseca y que regula el aparente conjunto externo de cir­
cunstancias, en concordancia con la idea usual de que en “la dialéctica”
la necesidad se realiza a través de un conjunto de contingencias. De in­
mediato pensa­mos en los ejemplos de grandes personalidades históricas
co­mo César y Napoleón. En la Revolución Francesa, la propia lógica
inmanente generó la necesidad de pasar desde la forma republicana a
una dictadura personal, es decir, la necesidad de una persona como Na­
poleón; el hecho de que esta necesidad se realizara precisamente en la
persona de Napoleón se debió sin embargo a una serie de contingen­
cias… Así se concibe ha­bitualmente la teoría hegeliana de la contin­
gencia: la contin­gencia no se opone abstractamente a la necesidad, sino
que es su forma de aparición: la necesidad es la unidad abarcativa de ella
misma y su opuesto. Pero la teoría de Hegel según la cual un fenómeno
establece su necesidad al poner él mismo sus presupuestos contingentes
abre la posibilidad de una lectura distinta:

Lo posible que se vuelve actual no es contingente sino nece­sario, puesto que


pone él mismo sus propias condiciones… La necesidad pone sus condicio-
nes, pero las pone como contingen­tes.23

En otras palabras, cuando, a partir de las condiciones ex­trínsecas


contingentes, toma forma su resultado, esas condi­ciones desde el pun­
to de vista del resultado final en sí son retroactivamente percibidas

23. Dieter Henrich, Hegel im Kontext, Francfort, Suhrkamp Ver­lag, 1971, pág. 163.

140
Lalengua hegeliana

como sus condiciones necesarias. La dialéctica es en última instancia


la enseñanza de que la ne­cesidad surge de la contingencia: enseña que
un bricolage con­tingente produce un resultado que “transcodifica” sus
condi­ciones iniciales como momentos internos necesarios de su auto­
rreproducción. Por lo tanto, es la necesidad la que de­pende de la con­
tingencia: el gesto mismo que convierte la contingencia en necesidad es
radicalmente contingente.
Para aclarar este punto, recordemos ahora que, en algún punto de
inflexión de la historia del sujeto (o de la historia colectiva), un acto de
interpretación en sí mismo completa­mente contingente (no deducible
de la serie precedente) hace legible de modo nuevo el caos anterior, al
introducir en él or­den y significado, es decir, necesidad. Una novela
injustamen­te menospreciada de John Irving, A prayer for Owen Meany,
es una especie de “roman à thèse” lacaniana, un texto sobre este tema
de que la necesidad surge de una contingencia traumáti­ca. Su héroe,
Owen Meany, accidentalmente golpea con un bate de béisbol y mata a
la madre de su mejor amigo; para to­lerar este trauma, para integrarlo
en su universo simbólico, se concibe a sí mismo como un instrumento
de Dios, cuyas ac­ciones han sido preordenadas y pueden considerarse
inter­venciones de Dios en el mundo. Incluso su muerte es una perfecta
inversión obsesiva del proceso acostumbrado de tra­tar de evadir una
profecía ominosa (y con ello precipitar su realización): cuando Owen
toma un hecho accidental como la profecía de que morirá en Vietnam,
hace todo lo posible para que esa profecía se cumpla; lo aterroriza
la perspectiva de per­der su muerte, puesto que en tal caso se perdería
todo sentido y él mismo sería culpable de haber matado a la madre del
amigo…
Aunque esta necesidad retroactiva parece estar limitada a los proce­
sos simbólicos, tiene sumo interés para el psicoanáli­sis el hecho de que
la misma lógica pueda discernirse en la biología contemporánea: por
ejemplo, en la obra de Stepehn Jay Gould, que liberó al darwinismo de
la teleología evolucio­nista y sacó a la luz la contingencia radical de la for­
mación de las nuevas especies naturales. La capa geológica del esquisto
burgués, que él analiza en Wonderful Life,24 es única porque los fósiles
preservados en ella pertenecen al momento en que la evolución podría
haber tomado un curso totalmente distin­to: apresa la naturaleza, por así
decirlo, en el punto de su in­decibilidad, en el punto de coexistencia de
un conjunto de po­sibilidades que hoy en día, retrospectivamente, desde
una línea evolutiva ya establecida, parecen absurdas, impensables. En
ese punto tenemos ante nosotros una riqueza excesiva de formas (hoy

24. Stephen Jay Gould, Wonderful Life, Londres, Hutchinson Radius, 1990.

141
Slavoj Žižek

en día) impensables, de organismos complejos, altamente desarrollados,


construidos según planes diferentes de los actuales, que se extinguieron
no por un menor valor intrínseco o por su inadaptabilidad, sino sobre
todo por su discordancia contingente respecto de un ambiente particu­
lar. Podríamos incluso aventurarnos a decir que el esquisto bur­gués es
un “síntoma de la naturaleza”, un monumento que no puede ubicarse
en la línea de la evolución, tal como esta se desarrolló posteriormente,
puesto que representa el perfil de una alternativa histórica posible, un
monumento que nos per­mite ver lo que fue sacrificado, consumido, lo
que se perdió para que pudiera producirse la evolución que conocemos
en el presente.
Es esencial comprender que este tipo de relación entre la contin­
gencia y la necesidad, en la que la necesidad deriva del efecto retroacti­
vo de la contingencia (es siempre una “necesi­dad dirigida hacia atrás”,
y por ello el búho de Minerva solo levanta vuelo en el crepúsculo), no
es más que otra variación sobre el tema de la sustancia como sujeto. Es
decir que, en cuanto la contingencia es reducida a la forma de aparición
de una necesidad subyacente, a una apariencia a través de la cual se rea­
liza una necesidad más profunda, aún nos encontramos en el nivel de
la sustancia, prevalece la necesidad sustancial. La “sustancia concebida
como sujeto”, por el contrario, es el momento en que esta necesidad
sustancial se revela como el efecto retroactivo de un proceso contingen­
te. De tal modo hemos también respondido el interrogante de por qué
hay cuatro y no tres tipos de juicio: si el desarrollo de los juicios se hu­
biera resuelto con el juicio de necesidad, habría permaneci­do en el nivel
de las sustancias, en el nivel de la necesidad sus­tancial del concepto que,
por medio de su partición, despliega su particular contenido desde den­
tro de sí mismo. Esta ima­gen del “automovimiento del concepto” que
pone su propio contenido particular puede parecer muy “hegeliana”;
corres­ponde a la idea convencional sobre el “trabajo del concepto” en
Hegel, pero en realidad no es posible estar más lejos del sujeto hege­
liano que pone retroactivamente sus propios pre­supuestos. Solo con
el cuarto tipo de juicio se afirma el hecho de que “la verdad de la sus­
tancia es el sujeto”; solo entonces el sujeto pone su propio presupuesto
sustancial (retroactivamente postula las condiciones contingentes de su
necesidad conceptual). El núcleo del “poner el presupuesto” hegeliano
consiste precisamente en esta conversión retroacti­va de la contingencia
en necesidad, en esta atribución de una forma de necesidad a las cir­
cunstancias contingentes.
Pero para discernir el hecho de que con el cuarto tipo de juicio lle­
gamos a nivel del sujeto no es necesario un aparato conceptual refina­
do: basta con que recordemos que este tipo contiene lo que llamamos

142
Lalengua hegeliana

inadecuadamente evaluación, un juicio evaluativo que (de acuerdo con


el sentido común filosó­fico) concierne al sujeto (“evaluación subjeti­
va”). En este punto no es suficiente llamar la atención sobre el hecho
ele­mental de que, en Hegel, el juicio no es “subjetivo” en el sen­tido
habitual del término, sino una cuestión de relación entre el objeto y su
propio concepto. La conclusión radical es que no hay ningún sujeto sin
una brecha que separe al objeto de su con­cepto, que esta brecha entre el obje­
to y su concepto es la con­dición ontológica de la emergencia del sujeto.
El sujeto no es más que la brecha en la sustancia, la inadecuación de la
sus­tancia respecto de sí misma: lo que llamamos “sujeto” es la ilusión
de perspectiva en virtud de la cual la sustancia se per­cibe en una forma
distorsionada (“subjetiva”). Más importan­te aun es que por lo general
se pasa por alto el hecho de que este tipo de juicio sobre la correspon­
dencia de un objeto con su propio concepto implica una especie de
redoblamiento re­flexivo de la voluntad y el deseo del sujeto.
En este preciso sentido hay que concebir la dialéctica del deseo en
Lacan, cuya tesis básica es que el deseo es siempre deseo de un deseo: el
deseo nunca apunta directamente a algún objeto, sino que es siempre
deseo “ajustado”; el sujeto en­cuentra en sí una multitud de deseos he­
terogéneos, incluso mutuamente excluyentes, y la cuestión que enfren­
ta es qué deseo debe escoger, qué deseo debe desear. Esta reflexividad
constitutiva del deseo se revela en la experiencia paradójica de sentirse
colérico o avergonzado cuando uno desea algo que considera indigno
del propio deseo, un atolladero que podría describirse precisamente
con las palabras Yo no deseo (no quie­ro desear) mi deseo. Lo que llamamos
“evaluación” se basa en todos los casos en esta reflexividad del deseo,
que por supues­to solo es posible dentro del orden simbólico: el hecho
de que el deseo sea siempre-ya “simbólicamente mediado” significa que
es siempre el deseo de un deseo. Esta reflexividad del de­seo descubre
la dimensión del engaño simbólico; si el sujeto quiere X, de ello no se
sigue que también quiera su deseo o, más bien, es posible que finja su
deseo de X, precisamente pa­ra ocultar el hecho de que no quiere X.
Tampoco es difícil de comprender el modo en que esta reflexivi­
dad está conectada con el motivo de la contingencia. Tomemos, por
ejemplo, el tema filosófico de los “valores”; es erróneo afirmar que, en
las sociedades llamadas “tradiciona­les” (basadas en la aceptación no re­
flexiva de un sistema de valores), las personas “tienen” valores; lo que
desde nuestra perspectiva externa llamamos “sus valores” son algo que
las personas mismas aceptan como un marco no cuestionado del que no
tienen conciencia; les falta por completo la actitud re­flexiva implícita
en la noción de “valor”. En cuanto comenza­mos a hablar de “valores”,
tenemos valores postulados a priori como algo relativo, contingente,

143
Slavoj Žižek

cuyo ámbito no es incuestio­nable, como algo que es necesario discutir,


es decir, precisa­mente, valorar: no podemos eludir la cuestión de si estos
va­lores son “verdaderos valores”, de si “corresponden a su concepto”.
En “hegelés”, en cuanto el concepto de valor es “puesto”, explicado, en
cuanto este concepto llega a su ser­-para-sí, el valor es experimentado
como algo contingente, li­gado al “problema del valor”. ¿Hemos elegido
los valores co­rrectos? ¿Cómo los evaluamos? Etcétera.
Lo mismo puede decirse sobre el concepto de “profesión”; respec­
to de la sociedad precapitalista, en la cual la posición de un individuo
quedaba decidida primordialmente por un con­junto de vínculos orgá­
nicos tradicionales, es anacrónico ha­blar de una “profesión” (incluso
en un nivel inmediato pode­mos sentir cuán adecuado resulta decir que
en la Edad Media alguien tenía la “profesión” de siervo). El concepto
de “profe­sión” presupone a un individuo indiferente, abstracto, libera­
do de las determinaciones de los vínculos sustanciales-orgáni­cos, que
puede decidir “libremente” su profesión, escogerla. En un tercer nivel,
lo mismo ocurre con el concepto de estilo artístico; resulta anacrónico
hablar de estilos medievales o in­cluso clásicos; solo podemos referirnos
a ellos cuando se pone como tal la posibilidad de elegir entre diferentes
estilos, cuando, por lo tanto, el estilo es percibido como algo básica­
mente arbitrario.

“En el padre más que el padre mismo”

La división que introduce el juicio de concepto, a pesar de una pri­


mera impresión engañosa, no es por lo tanto una divi­sión simple entre
el concepto y su actualización empírica (por ejemplo, entre el concepto
de una mesa y las mesas empíricas, que, por cierto, según sean las cir­
cunstancias, se correspon­den más o menos con su concepto); si fuera
sencillamente eso, se trataría de una simple tensión entre el ideal, el
concep­to ideal, y su realización siempre-ya incompleta. En última ins­
tancia, nos encontraríamos de nuevo en el nivel del juicio reflexivo,
puesto que la relación ideal/real es una relación tí­pica de la reflexión. El
movimiento que en este momento nos interesa en el juicio de concepto
es más sutil: la división está dentro del concepto mismo.
La reflexividad de la que acabamos de hablar queda indi­cada por la
pregunta de si el concepto es algo “adecuado a sí mismo”. Por cierto,
Hegel habla de las circunstancias de las que depende que la casa sea
buena (digamos, “realmente una casa”); sin embargo, aquí no se trata
de que ninguna casa em­pírica pueda corresponder completamente a su
concepto, sino de que en las que aparecen como “circunstancias externas”

144
Lalengua hegeliana

que ac­tualizan el concepto de una casa, ya opera otro concepto, que no es el de


una casa, aunque corresponda a la Casa más que la casa misma: nos referi­
mos a la dialéctica desplegada en la conocida para­doja de decir sobre
alguna no-X que es “más X que la misma X” (por ejemplo, sobre un
cicatero, que “es más escocés que los propios escoceses”, o sobre una
madre sustituta que es “más maternal que la propia madre”, o sobre un
jenízaro fa­nático que es “más turco que los propios turcos”).
La falta de identidad que impulsa el movimiento del juicio de con­
cepto no es entonces la falta de identidad entre el con­cepto y su reali­
zación, sino que se extiende al hecho de que el concepto nunca puede
corresponderse a sí mismo, ser adecua­do a sí mismo, porque en cuanto
se realiza plenamente pasa a ser otro concepto: una X plenamente reali­
zada como X es “más X que la X misma”, de modo que no es ya X. En la
falta de identidad entre el concepto y su actualización, el exceden­te está
por lo tanto del lado de la actualización, y no del lado del concepto: la
actualización de un concepto produce un ex­ceso conceptual sobre el con­
cepto mismo. Esta clase de división opera en las pinturas del “realista”
norteamericano Edward Hopper. En algunas de sus conocidas declara­
ciones, Hopper ha sostenido que no le gustan las personas, que las per­
sonas carecen de interés, que le resultan extrañas. Y en sus cuadros se
puede sentir realmente que la figura humana aparece neu­tra, carente de
interés, mientras que se pone de manifiesto un sentimiento mucho más
intenso en relación con tipos particu­lares de objetos, sobre todo con sus
célebres ventanas vacías ilumi­nadas por el sol. En un sentido muy pre­
ciso podría decirse que en esos objetos, aunque, o precisamente porque,
el hombre está ausente, la dimensión humana es intensamente llamati­
va; si podemos aventurar una fórmula heideggeriana, esta dimen­sión es
presentada por medio de la ausencia misma del hom­bre: un hombre que
está más presente en esas huellas que en su presencia física directa. Solo
a través de esas huellas (una cortina medio abierta en la ventana, etcé­
tera) se vierte efecti­vamente la dimensión “humana” auténtica, como
en la cono­cida experiencia de que, después de la muerte de alguien,
to­mamos conciencia de quién era realmente esa persona al pasar revis­
ta a los objetos personales cotidianos que ha dejado (su escritorio, las
pequeñas cosas de su dormitorio), es decir, en “hegelés”, que tomamos
conciencia de su concepto.
De modo que los cuadros de Hopper describen una no-X (objetos
inanimados, “muertos”, calles vacías, fragmentos de edificios de de­
partamentos) que es “más X que la propia X”; las dimensiones huma­
nas se revelan más que en el hombre mismo. Y, como ya hemos visto,
el caso supremo, el caso pa­radigmático de esta inversión paradójica,
es el significante en sí: en cuanto entramos en el orden simbólico, la

145
Slavoj Žižek

cosa está más presente en la palabra que la designa que en su pre­


sencia in­mediata, el peso de un elefante es más notorio cuando pro­
nunciamos la palabra “elefante” que cuando un elefante real entra en
la habitación.
En esto consiste el enigma del estatuto del padre en la teoría psi­
coanalítica: la no-coincidencia de lo simbólico y el padre real significa
precisamente que algún “no-padre” (un tío materno, el supuesto ante­
pasado común, el tótem, el espí­ritu, en última instancia, el significante
“padre” en sí) es “más padre” que el padre (real). Por esta razón La­
can llama metáfo­ra paterna al Nombre-del-Padre, esa agencia ideal que
regula el intercambio legal, simbólico: el padre simbólico es una me­
táfora, un sustituto metafórico, una superación (Aufhebung) del padre
real, en cuyo Nombre es “más padre que el padre mismo”, mientras
que la parte “no superada” del padre apare­ce como la agencia obscena,
cruel y absurdamente impotente del superyó. En cierto sentido, Freud
ya lo había advertido cuando, en Tótem y tabú, escribió que, a continua­
ción del pa­rricidio primordial, el padre muerto “retorna más fuerte que
cuando estaba vivo”: la palabra crucial, “retorna”, indica có­mo debemos
pensar otra proposición lacaniana de aspecto misterioso, la de que el
padre es un síntoma. El padre sínto­ma es un síntoma en la medida en
que es “el retorno del re­primido” padre primordial, el obsceno y trau­
mático padre­-goce que aterrorizaba a su horda.25
Pero lo que debemos tener en mente acerca del padre-go­ce primor­
dial es una vez más la lógica de la “acción diferida”, el hecho de que el
padre no-simbolizado se convierte en el espectro terrorífico del padre-
goce solo más adelante, al mi­rar hacia atrás, retroactivamente, después
de que ya esté allí la red simbólica. El padre-goce, en última instancia,
solamente llena una insuficiencia estructural de la función simbólica
del Nombre-del-Padre; su estatuto original es el de un resto pro­ducido
por el fracaso de la operación de superación (Aufhe­bung) que establece
la regla del Nombre-del-Padre; su estatu­to supuestamente “original”

25. Acerca de Joyce, Lacan habla del “sinthome” como formación sustitutiva que
le permite al psicótico eludir la desintegración de su universo simbólico, como una
agencia que el sujeto construye para suplementar el fracaso del Nombre-del-Padre en
tanto punto de al­mohadillado de su discurso; en el caso de Joyce, este sinthome era, por
supuesto, la literatura en sí. (Véase Jacques Lacan, “Joyce le symptôme” I-II, en Joyce
avec Lacan, París, Navarin Éditeur, 1987.) Lo que hay que hacer en este caso es invertir
y al mismo tiempo universalizar esta lógica de la sustitución. No se trata solo de que
el sinthome actúe como sustituto del padre simbólico efectivo, sino de que el padre como
tal es ya un síntoma que tapona una cierta defectividad, inconsistencia, del universo
simbólico. En otras palabras, hay que dar el paso desde el síntoma del padre hasta el padre
en sí como síntoma.

146
Lalengua hegeliana

(“padre primordial”) resulta de una ilusión de perspectiva en virtud de


la cual percibimos el resto como punto de origen.26
En otro enfoque, Lacan determina el Nombre-del-Padre como sus­
tituto metafórico del deseo de la madre, es decir:

Nombre-del-Padre

deseo de la madre

Para comprender esto, basta con recordar la película Intriga inter-


nacional de Hitchcock [en España fue titulada como Con la muerte en
los talones]. Hay un momento en el que Roger O. Thornhill es “erró­
neamente identificado” como el misterioso “George Kaplan”, y de tal
modo enganchado en su Nombre­-del-Padre, su significante amo: en
ese mismo momento le­vanta la mano para realizar el deseo de la ma­
dre, hablándole por teléfono. Lo que obtiene en retorno del Otro (es
decir, lo que logra en lugar del deseo de la madre que quiere cumplir)
es “Kaplan”, su metáfora paterna. De este modo la película presenta
un caso de sustitución “exitosa” de la metáfora pa­terna por el deseo
de la madre. Nos tienta incluso a arriesgar la hipótesis de que Intriga
Internacional presenta una suerte de análisis espectral de la figura del
padre, separándola en tres componentes: primero, el padre imaginario,
el funcionario de las Naciones Unidas cuyo apuñalamiento (parricidio)
en el corredor de la Asamblea General se atribuye a Thornhill; se­
gundo, el padre simbólico, el “Profesor”, el funcionario de la CIA que
fraguó al inexistente “George Kaplan”, y tercero, el padre real, la figura
trágica, obscena e impotente de Van Damm, el principal adversario de
Thornhill.
Por el contrario, una película como La sombra de una duda despliega
las espantosas consecuencias del fracaso de esta sus­titución metafórica.
El análisis de esta obra se centra por lo general en la relación dual de los
dos Charlie (la joven sobri­na y su tío asesino); lo que de este modo deja
de considerarse es la presencia del crucial tercer elemento que los une,
a saber: el deseo de la madre. El tío Charlie visita a la familia en res­puesta
al deseo de la madre de la sobrina (hermana de él). En otras palabras, la
lección de la película es que la relación dual termina en un atolladero
asesino cuando el tercer elemento que media entre los polos sigue sien­
do el deseo de la madre no “superado” en la metáfora paterna.

26. Por esto Lacan describe el espectro del padre-goce como una construcción fan-
tasmatizada del neurótico, como su intento de salir del atolladero de su relación con el
padre simbólico.

147
Slavoj Žižek

La prueba fundamental de que la articulación hegeliana de las cua­


tro especies de juicio tiene una lógica intrínseca está en el hecho de que
su consistencia es la del “cuadrado semiótico” greimasiano de necesi­
dad/posibilidad/imposibilidad/contin­gencia:

Necesario Imposible

Posible Contingente

La categoría fundamental del juicio de existencia es la im­posibilidad


(su “verdad” es el juicio infinito en el que la rela­ción entre sujeto y pre­
dicado es puesta como imposible); el juicio de reflexión se caracteriza
por la posibilidad (a saber, la posibilidad de la siempre-más-inteligible
correspondencia en­tre sujeto y predicado); el juicio de necesidad afirma
una rela­ción necesaria entre sujeto y predicado (como lo indica su nom­
bre); mientras que el juicio de concepto presenta la con­tingencia funda­
mental de la que depende la necesidad misma. ¿Es preciso que añada­
mos que este aparato conceptual se re­laciona con la tríada lacaniana de
ISR? El estatuto de la impo­sibilidad es real (lo “real como imposible”);
toda necesidad es en última instancia simbólica; lo imaginario es el domi­
nio de lo “posible” mientras que la emergencia del síntoma que vincula
las tres dimensiones del ISR es radicalmente contingente.

148
4. Sobre el Otro

Histeria, certidumbre y duda

Wittgenstein como hegeliano

En su Lógica, Hegel “escenifica” la identidad (imagina a un sujeto


diciendo “la planta es… una planta”) y llega de tal modo a su verdad:
demuestra que la identidad-consigo-mis­mo consiste en la contradic­
ción absoluta, en la coincidencia del sujeto (lógico) con el vacío del
lugar del predicado espera­do pero frustrado. Al traducir la identidad de
un objeto con­sigo mismo escenificando satíricamente el procedimiento
del sujeto, el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas está en este
punto muy cerca de Hegel:

“Una cosa es idéntica a sí misma.” No hay mejor ejemplo de proposición in-


útil, conectada sin embargo con un cierto jue­go de la imaginación. Es como
si en la imaginación pusiéramos una cosa en su propia forma y viéramos que
calza. [Nosotros po­dríamos también decir “Toda cosa calza en sí misma”,
o bien “Toda cosa calza en su propia forma”. Vemos una cosa, y al mis­mo
tiempo imaginamos que había un blanco reservado para ella, y que ahora
calza en él exactamente.] ¿“Calza” este punto • en su alrededor blanco? Pero
eso es exactamente lo que habría parecido si hubiera habido un agujero en su
lugar y el punto hubiera calzado en él…1

Lo mismo que Hegel, Wittgenstein determina la identi­dad-consigo-


mismo como la coincidencia paradójica de una cosa con su propio es­

1. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, Oxford, Blackwell, 1976, pág.


216. [Ed. cast.: Investigaciones filosóficas, Madrid, Grijalbo Mondadori, 1988.]

149
Slavoj Žižek

pacio vacío: el concepto de identidad­-consigo-mismo no tiene ningún


sentido fuera de este “juego de la imaginación” en el cual una cosa ocu­
pa su espacio, fuera de este procedimiento de “escenificación”.
Lo crucial es que este concepto de la identidad implica la presencia
del orden simbólico: para que un objeto “coincida” con su lugar vacío,
debemos previamente “abstraerlo” de su lugar; solo de este modo pode­
mos percibir el lugar sin el ob­jeto. En otras palabras, la ausencia del ob­
jeto puede percibirse como tal solo en el seno de un orden diferencial en
el cual la ausencia adquiere un valor positivo (por ello, según Lacan, la
experiencia de castración equivale a la introducción del orden simbóli­
co: a través de esta experiencia, el falo, por así decirlo, es “abstraído” de
su lugar).2 Para determinar más es­trechamente esta inesperada proximi­
dad de Hegel y Witt­genstein, tomemos como punto de partida la carac­
terización que Lacan hizo de Hegel: “el más sublime de los histéricos”,
¿Es esta solo una agudeza vacía o soporta el examen teórico riguroso?
Permítasenos responder a este dilema comenzando por el interrogante
básico: ¿qué es lo que caracteriza la posi­ción subjetiva de un histérico?

El teatro histérico de Hegel

La forma elemental de la histeria, la histeria por excelen­cia, es la


denominada “histeria de conversión” (Konversionshys­terie), en la que el
sujeto “da cuerpo” a su atolladero, al meo­llo que no puede poner en
palabras, mediante un síntoma histérico, la anormalidad de una parte de
su cuerpo o de una función corporal (comienza a toser sin ninguna ra­
zón física aparente, repite gestos convulsivos, se paraliza su pierna o su
mano, aunque no hay ningún trastorno médicamente recono­cible, etcé­
tera). En este sentido preciso hablamos de conver­sión histérica: el núcleo
traumático obstruido es “convertido” en un síntoma corporal; el con­
tenido psíquico que no puede ser significado en el medio del lenguaje
común se hace oír con la forma distorsionada del “lenguaje corporal”.
A partir de este breve boceto, podemos ya conjeturar dón­de resi­
de la conexión con Hegel: una conversión homóloga es la que define
las “figuras de la conciencia” en la Fenomenología del espíritu de Hegel.
“Dominio y sumisión”, “conciencia des­dichada”, “ley del corazón”, “li­

2. El carácter tautológico paradójico de la definición lacaniana del significante (“el sig-


nificante representa al sujeto para otro significan­te”) puede comprenderse precisamente
contra el fondo del concepto hegeliano de identidad-consigo-mismo como contradicción
supre­ma. El sujeto no es más que el nombre de la contradicción implícita en la autoiden-
tidad; en su dimensión más elemental, emerge como un vacío que se abre en medio de la
tautología “X es… X”.

150
Sobre el Otro

bertad absoluta”, etcétera, no son solo posiciones teóricas abstractas; lo


que designan es siempre una especie de “dramatización existencial” de
una posición teórica, y de tal modo se produce un cierto excedente: la
dramatización da su dirección a la posición teórica, al sacar a la luz sus
presupuestos implícitos.3
“Dramatizando” su posición, el sujeto pone de manifiesto lo que
queda sin decir en ella, lo que debe seguir tácito para que esta posición
conserve su consistencia. En otras palabras, la dramatización refleja las
condiciones de una posición teóri­ca no advertidas por el sujeto que la
adopta: la “figura de con­ciencia” escenifica (“figura”) la verdad oculta
de una posición; en este sentido, toda “figura de conciencia” implica
una espe­cie de teatro histérico. Podemos ver ya que la lógica de esta
dramatización subvierte la relación idealista clásica entre un concepto
teórico y su ejemplificación: lejos de reducir la ejemplificación a una
ilustración imperfecta de la idea, la es­cenificación produce ejemplos
que, paradójicamente, subvier­ten la idea misma que ejemplifican o, como
diría Hegel, la im­perfección del ejemplo con respecto a la idea es un
índice de la imperfección propia de la idea en sí.
Lo que tenemos aquí es literalmente una “conversión”: la figuración
(el “acting out” o representación escénica) de un ato­lladero teórico (de lo
“no-pensado” de una posición teórica) y, al mismo tiempo, la inversión
mejor volcada por una de las fi­guras retóricas constantes en Hegel. Por
ejemplo, cuando aborda la posición del asceta, dice que este convierte
la nega­ción del cuerpo en la negación corporizada. En este punto debe­mos
tener el cuidado de no confundir esta inversión con la simple inversión
especular que se limita a cambiar la posición relativa de los elementos
dentro de la misma configuración. Lo esencial es que la conversión he­
geliana es “mediada” por una imposibilidad: puesto que el asceta no pue­
de negar al cuerpo (esto sencillamente significaría su muerte), lo único
que le queda es corporizar la negación, organizar su vida corporal como
un repudio y una renuncia constantes. De tal modo su propia práctica
subvierte la posición teórica según la cual la vida te­rrenal, corporal, es
intrínsecamente nula e indigna: él está constantemente preocupado por
su cuerpo, inventando nue­vos modos de mortificarlo y apaciguarlo, en
lugar de asumir una distancia indiferente respecto de él. El pasaje des­
de una figura de conciencia a la siguiente se produce cuando el sujeto
toma conocimiento de esta brecha entre su “enunciado” (su posición
teórica) y su posición de enunciación, y asume de tal modo lo que sin
saberlo escenifica como su nueva posición teórica explícita: cada figura

3. Véase Judith Butler, Subjects of Desire, Nueva York, Columbia University Press,
1987.

151
Slavoj Žižek

de conciencia, por así decirlo, es­cenifica de antemano lo que llegará a


ser la posición siguiente.
Y ¿qué es la histeria sino la escenificación corporal de la misma
figura retórica? Según Lacan, la experiencia funda­mental del hombre
qua ser-de-lenguaje es que su deseo está obstaculizado, constitutiva­
mente insatisfecho: él “no sabe lo que realmente quiere”. Lo que la
conversión histérica realiza es precisamente una inversión de este im­
pedimento: por me­dio de ella, el deseo impedido se convierte en un
deseo de im­pedimento; el deseo insatisfecho se convierte en un “deseo de
insatisfacción”, en un deseo de mantener “abierto” nuestro deseo; el
hecho de que “no sabemos lo que realmente quere­mos” (no sabemos
qué desear) se convierte en un deseo de no saber, un deseo de ignoran­
cia… En esto consiste la paradoja básica del deseo del histérico: lo
que él desea es sobre todo que su deseo permanezca insatisfecho, obs­
taculizado; en otras palabras, vivo como deseo. Lacan demostró este
hecho de modo brillante a propósito del sueño de la “bella carnicera”
citado por Freud:4 como desafío a Freud, a su teoría de que el sueño es
un deseo realizado, ella le propuso un sueño en el cual el deseo no se
realizaba; desde luego, la solución de este enigma era que su verdadero
deseo consistía precisamente en que su esposo demasiado obediente
por una vez no la satisfi­ciera, para mantener entonces su deseo abierto
y vivo. Esta conversión confirma la naturaleza “reflexiva” del deseo: el
de­seo es siempre también un deseo del deseo mismo, un deseo de desear
o no desear algo.
¿Necesitamos añadir que la misma conversión opera ya en el con­
cepto kantiano de lo sublime?5 En otras palabras, la pa­radoja de lo su­
blime está en la conversión de la imposibilidad de presentación en la
presentación de la imposibilidad: no es posible presentar la cosa-en-sí
transfenoménica dentro del dominio de los fenómenos, de modo que
lo que podemos ha­cer es presentar esta misma imposibilidad y “hacer pal­
pable” la dimensión trascendente de la cosa-en-sí. Además, ¿no encon­
tramos este mismo mecanismo en el más notorio aspecto for­mal de
la dialéctica hegeliana, el de la negación concreta, de­terminada, cuyo
resultado no es una nada vacía sino una nueva positividad? Lo que te­
nemos entonces es la misma in­versión reflexiva de la “negación del ser
[determinado]” en el “ser [determinado] de la negación”: el ser deter­

4. Sigmund Freud, The Interpretation of Dreams, Harmonds­worth, Penguin, 1976,


págs. 228-229. [Ed. cast.: La interpretación de los sueños, Buenos Aires, Amorrortu, 1986,
vol. 4.]
5. Sobre este concepto, véase el capítulo 6 de Slavoj Žižek, The Su­blime Object of Ideo-
logy, Londres, Verso, 1989. [Ed. cast.: ob. cit., pág. 15.]

152
Sobre el Otro

minado qua desenlace de la negación no es más que una forma en la cual


la negación como tal asume existencia positiva.
Este aspecto se pierde en la comprensión habitual de la negación
“concreta”, cuando se piensa la negatividad como el momento interme­
dio, pasajero, de la automediación del con­cepto; es erróneo decir que
el resultado final “supera” la ne­gatividad convirtiéndola en un momen­
to subordinado de la totalidad concreta. Se trata, en cambio, de que
la nueva posi­tividad del resultado no es más que el poder positivizado
de lo negativo. Es así como debe leerse la muy citada proposi­ción del
prefacio de la Fenomenología del espíritu que define el Espíritu como el
poder para mirar al rostro a lo negativo y convertirlo en ser: uno “se
demora en lo negativo” no opo­niéndolo abstractamente a lo positivo,
sino concibiendo al ser positivo en sí como materialización de la nega­
tividad, como “metonimia de la nada”, para usar la expresión lacaniana.
Como ya hemos visto, la única contracara filosófica de es­ta estra­
tegia hegeliana de subvertir una posición teórica por medio de su es­
cenificación, su conversión en una actitud exis­tencial determinada, es
el “carácter ‘escénico’ de la presenta­ción de Wittgenstein”,6 del Witt­
genstein II, el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, por supuesto.
¿Cómo procede Wittgenstein para resolver un problema filosófico que,
si es enfocado directamente, en su forma inmediata, abstracta, pa­rece
ser un atolladero oscuro, insoluble? Wittgenstein se reti­ra de “la cosa
misma” (el problema en su forma filosófica ge­neral) y se concentra en
sus “ejemplificaciones”, en los “usos” de los conceptos que definen el
problema dentro de nuestra “forma de vida” cotidiana.
Tomemos, por ejemplo, conceptos básicos de la filosofía de la men­
te, como recordar, imaginar, calcular: si abordamos el problema de
modo directo y nos preguntamos cuál es la naturaleza real del recordar,
el imaginar, el calcular, un poco antes o después nos vemos arrastrados
al callejón sin salida de las divagaciones estériles sobre los diferentes
tipos de “hechos mentales”, etcétera. Lo que Wittgenstein propone es
que reemplacemos nuestro interrogante original por el de cuáles son
las circunstancias que presuponemos cuando decimos de alguien que “súbita­
mente recordó donde había dejado el sombrero”, o “imaginó la casa que
quería”, o “calculó el número men­talmente”. Desde luego, para el sen­
tido común filosófico este procedimiento equivale a “evadir la cuestión
real”, mientras que el enfoque dialéctico reconoce como único acceso
a la verdad la dramatización escénica que desplaza el interrogan­te, y
reemplaza la forma abstracta del problema por las es­cenas concretas
de su actualización en una forma de vida: solo somos admitidos en el

6. Henry Staten, Wittgenstein and Derrida, Oxford, Blackwell, 1985, pág. 67.

153
Slavoj Žižek

dominio de la verdad dando un paso atrás, si resistimos a la tentación


de entrar directamente.
En otras palabras (hegelianas), la única solución de un problema
filosófico consiste en su desplazamiento, en una re­formulación de sus
términos que lo haga desaparecer como problema. Lejos de implicar
una actitud de sentido común, por lo general (y erróneamente) asocia­
da con el Wittgenstein II, esta estrategia es el meollo mismo del pro­
cedimiento he­geliano: un problema desaparece cuando tomamos en cuenta
(cuando “escenificamos”) su contexto de enunciación. Cuando Wittgens­tein
dice “Ahora mostraremos un método por medio de ejem­plos”,7 lo que
está en juego, al igual que en la escenificación de Hegel, no es una “ilus­
tración” de proposiciones generales; los ejemplos no son en este caso
“meros ejemplos” sino pre­sentaciones escénicas que sacan a la luz los
presupuestos tácitos. Estas escenificaciones de Wittgenstein no carecen
de aguijón satírico, como en Investigaciones filosóficas 38, donde ironiza
sobre el problema filosófico de la nominación, de enganchar “palabras”
a los “objetos”, imagina una escena solitaria con un filósofo ante la pre­
sencia inmediata de un objeto, al cual el filósofo mira, mientras repite
compulsivamente su nombre o incluso la palabra “esto, esto…”. ¿Es
necesario añadir que Wittgenstein (probablemente sin saberlo) resume
aquí la dia­léctica de la “certidumbre de los sentidos” del capítulo I de la
Fenomenología del espíritu, donde Hegel subvierte análoga­mente la certi­
dumbre de los sentidos por medio de la esceni­ficación de un sujeto que
apunta a un objeto y repite una y otra vez “esto, aquí, ahora”?
El contenido del “conductismo” de Wittgenstein es por lo tanto
el esfuerzo de traducir, transponer el “significado” co­mo entidad dada
fetichista, “reificada”, en una “propiedad de la palabra”, en una serie
de utilizaciones de esa palabra. O bien, para remitirnos al ejemplo del
propio Wittgenstein: si decimos “en ajedrez, el rey es la pieza a la que
podemos dar jaque”, esto “solo puede significar que en nuestro juego
de ajedrez solo le damos jaque al rey”.8 Henry Staten añade un agudo
comentario: “Obsérvese la distinción precisa que traza Wittgenstein.
Lo que vemos como una propiedad de la cosa se traduce en una ob­
servación sobre cómo hacemos algo.”9 En “hegelés”, se encuentra que la
propiedad de un objeto es su “determinación reflexiva” (Reflexionsbes-
timmung); la reflexión­-en-el-objeto de nuestro propio trato (el propio
trato del suje­to) con él.10

7. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, ob. cit., pá­rrafo 133.


8. Ibíd., pág. 136.
9. Henry Staten, ob. cit., pág. 80.
10. ¿Es preciso recordar que en la larga tradición que va desde Pascal a Marx, el “rey”

154
Sobre el Otro

El cogito y la elección forzada

¿Cuál es la dimensión, el medio o ámbito común que nos permi­


te “comparar” (concebir como miembros del mismo li­naje) a Hegel y
a Wittgenstein? La respuesta de Heidegger se­ría rápida e inequívoca:
ambos pertenecen a la tradición de la subjetividad cartesiana. Nosotros
trataremos de demostrar, por el contrario, que Wittgenstein y Hegel
por igual cuestio­nan la tradición cartesiana de “la certidumbre a través
de la duda radical”.
Comencemos con las paradojas del cogito cartesiano tal co­mo las
presenta Lacan. El hecho crucial que, como regla, se pasa por alto, es
que en la enseñanza de Lacan hay dos inter­pretaciones distintas, incluso
mutuamente excluyentes, del co­gito cartesiano. Una de ellas solo consi­
dera habitualmente el texto del Seminario XI, que concibe el cogito como
resultante de una elección forzada del pensamiento: el sujeto enfrenta la
opción de “pensar o ser”; si elige ser, pierde todo (incluso el ser mismo,
puesto que solo tiene ser como ser pensante); si elige el pensamiento,
se queda con el pensamiento, pero truncado de la parte en la que se
intercepta con el ser, esa parte perdida del pensamiento, ese “no-pensa­
miento” intrín­seco al pensamiento mismo, es lo inconsciente. El error
de Descartes consistió en suponer que al escoger el pensamiento el su­
jeto se aseguraba una pequeña pieza de ser, que obtenía la certidumbre
del “yo” como “sustancia pensante” [res cogi­tans]. Según Lacan, de este
modo Descartes no reconocía la dimensión propia de su propio gesto:
el sujeto que queda co­mo resto de la duda radical no es una sustancia,
una “cosa que piensa”, sino un puro punto de subjetividad insustancial,
un punto que no es más que una especie de brecha evanescente bauti­
zada por Lacan como “sujeto del significante” (en oposi­ción al “sujeto
del significado”); el sujeto carece de cualquier sostén en el ser positivo
determinado.11
A la sombra de esta difundida tesis del Seminario XI, habi­tualmente
se olvida el hecho de que dos años más tarde, en el seminario sobre la
lógica del fantasma (1966-7), Lacan reali­zó una de las inversiones de
su posición anterior, tan caracte­rística del procedimiento lacaniano, y

es el paradigma de la “determinación reflexi­va”? Las propiedades del rey (su aura carismá-
tica, etcétera) deben tra­ducirse en una descripción del modo en que lo tratan sus súbditos.
11. Véanse los capítulos 11 y 16 de Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts
of Psycho-Analysis, Londres, Hogarth, 1977. [Ed. cast.: ob. cit., nota 11 del cap. 1.] Des-
cartes debe ser opuesto en este punto a Husserl, quien señaló directamente que el resto
que queda después de la duda radical no es una “pequeña pieza de reali­dad”, puesto que
su estatuto es trascendental y no mundano: la epojé fenomenológica “desrealiza” toda la
“realidad”, suspende su existen­cia.

155
Slavoj Žižek

propuso la lectura opuesta de la duda cartesiana. Siguió sosteniendo


que los tér­minos del cogito se definen como una opción forzada entre
el pensamiento y el ser, pero añadió que el sujeto estaba conde­nado a
optar por el ser: lo inconsciente es precisamente el pensamiento perdi­
do por esta opción del ser. En consecuen­cia, en la nueva paráfrasis de
Lacan el cogito ergo sum tomaba la forma siguiente: Yo (el sujeto) soy en
cuanto ello (Es, el in­consciente) piensa. El inconsciente es literalmente
“la cosa que piensa” y, como tal, inaccesible al sujeto: en cuanto yo
soy, nunca soy donde “ello piensa”. En otras palabras, yo soy solo en
la medida en que algo queda no-pensado: en cuanto invado demasiado
profundamente este dominio del pensa­miento prohibido/imposible, el
ser mismo se desintegra.
Esta es la paradoja lacaniana fundamental de un ser funda­do en el
no-reconocimiento: el inconsciente es un conoci­miento que debe se­
guir desconocido, cuya represión es una condición ontológica para la
constitución misma del ser.12 El ser escogido por el sujeto tiene desde
luego su sostén en el fantasma: la elección del ser es la elección del fan­
tasma que procura marco y consistencia a lo que denominamos “reali­
dad”, mientras que el “inconsciente” designa los fragmentos de conoci­
miento que subvierten este marco fantasma.
Este cambio tiene consecuencias más importantes que lo que podría
parecer: a través de él se desplaza radicalmente el énfasis del concepto
de transferencia. En el Seminario XI, La­can define la transferencia como
un supuesto conocimiento basado en el ser (es decir, en el “objet petit a”
qua resto-sem­blante del ser perdido en la elección forzada del significa­
do), mientras que en La lógica del fantasma, la transferencia es concebi­
da como una irrupción en el dominio del conocimien­to (pensamiento)
perdido en esa opción forzada del ser. La transferencia surge cuando el
conocimiento perdido en la elección del ser es “transferido” a un objeto
(el sujeto con el que mantenemos una relación transferencial), es decir,
cuan­do presuponemos que ese objeto (sujeto) posee el conoci­miento
cuya pérdida es una condición de nuestro ser mismo. Primero teníamos
el conocimiento basado en el resto-sem­blante del ser; ahora tenemos el
ser (del sujeto con el que mantenemos una relación de transferencia) al
que está engan­chado algún conocimiento imposible/real.
En el trasfondo de este pasaje encontramos uno de los cambios
cruciales entre la enseñanza lacaniana de la década de 1950 y la de
los años 70: el cambio de énfasis en la rela­ción entre sujeto y objeto.
En el apogeo de la década de 1950, el objeto era desvalorizado y la
meta del proceso psicoanalítico quedaba consecuentemente definida

12. Véase el capítulo 2 de Slavoj Žižek, The Sublime Object of Ideology.

156
Sobre el Otro

como la “(re)subjetiviza­ción”: la traducción del contenido reificado a


los términos de la dialéctica intersubjetiva. En los años 70, en cambio,
pasó al primer plano el objeto que está dentro del sujeto: lo que le procu­ra
dignidad al sujeto es el agalma, lo que es “en él más que él mismo”, el
objeto que hay en él.13 Más precisamente, en los años 50, el objeto era
reducido a un medio, un instrumento de la dialéctica intersubjetiva del
reconocimiento (un objeto se convierte en objeto en el estricto sentido
psicoanalítico en la medida en que el sujeto discierne en él el deseo
del otro: no lo deseo por él mismo, sino porque otro lo desea); en los
años 70, por el contrario, el objeto que pasa al primer plano es el objet
petit a, el objeto que hace posible la estructuración trans­ferencial de
la relación entre los sujetos: supongo un conoci­miento en otro sujeto,
en cuanto hay en él algo más que él mis­mo, el objeto a. Por ello, desde la
década de 1960 en adelante, Lacan evitó hablar de “intersubjetividad”,
y prefirió el tér­mino “discurso” (en clara oposición a la década del ’50,
cuan­do repetía una y otra vez que el domino del psicoanálisis es el
de la intersubjetividad): lo que diferencia el “discurso” res­pecto de la
“intersubjetividad” es precisamente la adición del objeto como cuarto
elemento a la tríada de los (dos) sujetos y el gran Otro como medio o
ámbito de su relación.
Pero, para volver a la lectura lacaniana del cogito cartesia­no, lo que
ambas versiones tienen en común es que Lacan, en oposición a Des­
cartes, insiste en la brecha irreductible que separa el pensamiento y
el ser. Como sujeto, nunca soy donde pienso. El hecho de que se tome
esta brecha en cuenta permite formular lo que Lacan, en su Seminario
XI, denomina “el cogi­to freudiano”: el paso freudiano desde la duda a la
certidum­bre, el modo freudiano de confirmar nuestra certidumbre por
medio de la duda.
Según Lacan, la variación freudiana del “pienso, por lo tanto existo”
es: “donde el sujeto [el analizante] tiene dudas, podemos estar segu­
ros de que hay inconsciente”, las dudas del analizante, su vacilación y
su resistencia ante una interpreta­ción propuesta por el analista, son la
mejor prueba de que la intervención de este último ha tocado algún
nervio incons­ciente traumático. En la medida en que el sujeto acepta

13. Desde luego, una de las consecuencias de este cambio es que se invierte la relación
de fuerzas entre el universal y el particular. En la década de 1950, Lacan concebía los
síntomas como huellas imagi­narias particulares aún no integradas en el orden simbólico
univer­sal, de modo que la meta del psicoanálisis consistía precisamente en efectuar esta
universalización demorada; en la década de 1970, por el contrario, Lacan pensaba que
la meta era aislar al objeto-causa del deseo, el modo absolutamente particular en que un
sujeto organiza su goce, el modo que se resiste incondicionalmente a todo intento de
universalización.

157
Slavoj Žižek

las in­terpretaciones del analista sin perturbación ni incomodidad, aún


no hemos tocado “eso”; la súbita aparición de resistencia (desde la duda
irónica hasta el rechazo horrorizado) confirma que finalmente estamos
en la buena senda.
A pesar de su semejanza formal, la lógica intrínseca de este modo
freudiano de usar la duda como palanca para alcanzar la certidumbre
difiere radicalmente de la inversión cartesiana de la duda en certidum­
bre: la duda no es empleada como ges­to hiperbólico de suspensión de
todos los contenidos hetero­géneos con ella, sino por el contrario como
la prueba final de que hay un núcleo traumático insistente que se sustrae
al al­cance de nuestro pensamiento. Una vez más, la única homo­logía fi­
losófica con este procedimiento es la estrategia hege­liana de reconocer
la heteronomía en el modo mismo en que una conciencia afirma su au­
tonomía (como el asceta que exhi­be su dependencia del mundo material
con su misma obse­sión de liberarse de él).
Pero la última palabra de Lacan no es la certidumbre so­bre el in­
consciente: él no reduce la duda del sujeto a la resis­tencia a la verdad in­
consciente. En cuanto al problema del es­cepticismo, al cuestionamien­
to de nuestras certidumbres cotidianas más seguras, Lacan es mucho
más radical que Des­cartes: su escepticismo concierne a lo que el último
Witt­genstein definió como el campo de la “certidumbre objetiva”, el
campo que Lacan bautizó como “el gran Otro”.

La “certidumbre objetiva”

La referencia de Wittgenstein a la “certidumbre objetiva” enclavada


en la “forma de vida” es la respuesta a una duda que da un paso más
que la cartesiana. Wittgenstein cuestiona la coherencia y la consistencia
misma de nuestro pensar. ¿Có­mo sé que pienso? ¿Cómo puedo estar
seguro de que las pala­bras que uso significan lo que yo pienso que sig­
nifican? Con la referencia a la forma de vida, Wittgenstein trata de
discernir un apoyo firme presupuesto desde siempre en nuestros juegos
de lenguaje, incluso en el juego de la duda filosófica. En este punto
debemos ser precisos para no equivocarnos en cuanto a su énfasis cru­
cial: la forma de vida (a diferencia del cogito car­tesiano) no es un resto
que resiste incluso a la duda más radi­cal; es simultáneamente menos y
más: es la agencia que senci­llamente convierte en carente de significado
a cualquier tipo de escepticismo radical, que corroye sus cimientos. En
otras pa­labras, no es la agencia que satisface la prueba, que resuelve el
interrogante, una respuesta a él, sino la agencia que nos obli­ga a renun-
ciar al interrogante, como interrogante falso.

158
Sobre el Otro

En un primer enfoque, la solución de Wittgenstein parece ba­


sarse en un nivel fundamental de creencia, aceptación, ver­dad: por el
hecho mismo de hablar, compartimos el pacto social bá­sico, presuponemos
la consistencia del orden del lenguaje. “Nuestro aprendizaje se basa
en la creencia.”14 /“El conoci­miento se basa en última instancia en la
aceptación-reconoci­miento” (Anerkennung).15 /“Un juego de lenguaje
solo es po­sible si uno confía en algo.”16 Pero debemos tener cuidado
para no confundir al sujeto de esta aceptación-reconocimien­to con el
sujeto cartesiano: el “gran Otro” sobre cuya consis­tencia reposa el su­
jeto no es en este caso el Dios cartesiano que no engaña. Lo que dice
Wittgenstein es que nuestro co­nocer, pensar, hablar, solo tiene sentido
como momentos de una forma de vida determinada, dentro de cuyo
marco los in­dividuos pueden relacionarse prácticamente entre sí y con
el mundo que los rodea. “Hablar” significa relacionarse con los objetos
del mundo, dirigirnos a nuestro prójimo, etcétera.
Por ello, las preguntas del tipo “¿cómo puedo estar seguro de que
los objetos del mundo corresponden realmente al signifi­cado de mis
palabras?” están estrictamente más allá de la cues­tión: presuponen una
brecha que, si existiera, haría imposible el acto mismo de hablar.
Para aislar el nivel específico de este pacto del que forma­mos par­
te por el acto mismo de hablar, Wittgenstein intro­duce la diferen­
cia entre la certidumbre “subjetiva” y la “obje­tiva”. La “certidumbre
subjetiva” es una certidumbre sujeta a duda; concierne a estados de
cosas en los que se aplican los criterios usuales de verdad y falsedad,
conocimiento e igno­rancia. La actitudes y creencias que constituyen la
“certidum­bre objetiva”, por el contrario, no están sujetas a la prueba
y la duda (y esto a priori): el acto de cuestionarlas socavaría el mar­
co mismo de nuestra forma de vida y entraña lo que el psicoanálisis
llama “pérdida de la realidad”. De modo que es superfluo y erróneo
incluso decir que la “certidumbre objeti­va” concierne a las cosas que
“indudablemente sabemos que son ciertas”: esta afirmación introduce
una distancia reflexiva que está totalmente fuera de lugar, puesto que
las actitudes y creencias de la certidumbre objetiva forman el trasfon­
do con­tra el cual podemos dudar consistentemente de algo, ponerlo
a prueba, etcétera. Supongamos que tengo dudas sobre la presencia
de una mesa en mi habitación, junto a la puerta: en­tro y veo que la
mesa está allí; ahora bien, si alguien me pre­gunta “¿Pero cómo sabe

14. Ludwig Wittgenstein, On Certainty, Oxford, Blackwell, 1969, pág. 170. [Ed. cast.:
De la certeza, Barcelona, Península, 1983.]
15. Ibíd., pág. 378.
16. Ibíd., pág. 509.

159
Slavoj Žižek

que es usted quien ha entrado en la habitación, cómo puede estar se­


guro de que vio una mesa?”, sería totalmente inadecuado responder
“Lo sé, tenía plena conciencia de mí mismo cuando entré, vi la mesa
con mis propios ojos…”. Esos interrogantes (y las respuestas que im­
plícitamente aceptan su validez) simplemente carecen de sen­tido den­
tro del marco de nuestra forma de vida.
Lo que Wittgenstein llama “certidumbre objetiva” es, por lo tanto,
la contracara del gran Otro lacaniano: el campo de un pacto simbólico
que desde siempre, “siempre-ya” está allí, que “siempre-ya” nosotros
aceptamos y reconocemos. Quien no lo reconoce, aquel cuya actitud es
de incredulidad respecto del gran Otro, tiene un nombre preciso en psi­
coanálisis: es el psicótico. Un psicótico está “loco” precisamente en cuan­
to adopta actitudes y creencias excluidas por la forma de vida existente:
no es casual que los ejemplos que proporciona Wittgenstein de propo­
siciones que cuestionan la certidumbre objetiva se parezcan a las bro­
mas con locos (Wittgenstein sostie­ne que se llama Napoleón, alguien
que está en medio de un pantano escocés sostiene que se encuentra en
Trafalgar Squa­re, etcétera). En consecuencia, parecería que, después de
to­do, Wittgenstein suscribe su apego al procedimiento cartesia­no en el
gesto mismo de socavar el estatuto abstracto del cogito: la certidumbre
objetiva ¿no desempeña el papel de la base y el horizonte fundamentales
que nos permite desem­barazarnos de la posibilidad misma de la duda?
Pero la última palabra de Wittgenstein no es la certidumbre objeti­
va: en una colección de sus últimos fragmentos que lleva un título un
tanto cartesiano (Sobre la certidumbre) afirma que una brecha irreductible
(aunque imperceptible e inefable) sepa­ra la “certidumbre objetiva” de la
“verdad”. La “certidumbre objetiva” no tiene que ver con la “verdad”;
por el contrario, es una “cuestión de actitud”, una posición implícita en
la forma de vida existente, y no da ninguna seguridad de que no surgirá
“algo realmente sin precedentes”17 capaz de socavar la “cer­tidumbre obje­
tiva” sobre la que se basa nuestro “sentido de la realidad”. Recordemos
el ejemplo trillado de una tribu de la Edad de Piedra que de pronto se
viera enfrentada a la tele­visión: esa “caja con hombres vivos dentro”
necesariamente barrería su “certidumbre objetiva”, lo mismo que ha­
ría con nosotros el encuentro con seres extraterrestres (o, de hecho,
como ya lo hace la física de las partículas y sus tesis sobre el continuum
espacio-tiempo, el espacio curvo, etcétera).
En otras palabras, Wittgenstein tiene perfecta conciencia de que las
formas de vida, en última instancia, y por así de­cirlo, “flotan en el va­
cío”, no tienen ningún “cimiento firme bajo sus pies” o, para decirlo en

17. Ibíd., pág. 513.

160
Sobre el Otro

términos lacanianos, consti­tuyen círculos viciosos simbólicos autorre­


ferenciales y man­tienen una distancia innominable respecto de lo Real.
Esta distancia está vacía; no podemos puntualizar ningún hecho posi­
tivo, determinado, capaz de cuestionar la certidumbre ob­jetiva (puesto
que ese hecho aparecería siempre-ya contra el trasfondo incuestiona­
ble de la certidumbre objetiva), pero hay hechos que atestiguan la falta
de sostén del gran Otro, su impotencia fundamental: demuestran que,
como dice Lacan, “el gran Otro no existe”, que su estatuto es el de un
impostor, una pura simulación. Y es solo aquí donde Wittgenstein sale
de los confines cartesianos, al afirmar una discontinuidad ra­dical entre
la certidumbre y la verdad, al postular una certi­dumbre que, aunque
incuestionable, no garantiza su verdad.18

Del % a $

En sus Investigaciones filosóficas, Wittgenstein ya se había encontrado


con la “no-existencia del gran Otro” como garan­te de la consistencia
de nuestro universo simbólico, en la for­ma de su “paradoja escéptica”:
“ningún curso de acción po­dría ser determinado por una regla, porque
se puede hacer que cualquier curso de acción concuerde con la regla”.19
En síntesis, cualquier curso de acción que parezca infringir el conjunto
establecido de reglas puede interpretarse retroacti­vamente como una ac­
ción concordante con otro conjunto de reglas. Todos conocemos la fun­
ción matemática de la adición significada por la palabra “más”. Digamos,
por ejemplo, que “68 + 57” es un cálculo que nunca he realizado antes;
cuando finalmente lo ejecuto, determino que “68 + 57 = 5”. Suponga­
mos, además, que la palabra “quus” designa una regla de adi­ción que da

18. Este “escepticismo radical” sin precedentes que socava cual­quier tipo de “eviden-
cia”, especialmente la obtenida en la experiencia fenomenológica, tiene consecuencias
políticas de suma importancia: es perfectamente posible que una posición subjetiva pro-
fundamente auténtica sea sin embargo “errónea”. Por ejemplo, la posición de los comu-
nistas norteamericanos en los años de la caza de brujas de Mc­Carthy. En el nivel de las
verdades fácticas, está claro que, por lo menos en lo concerniente a la Unión Soviética, los
impulsores de la Guerra Fría “tenían razón” (la Unión Soviética era en efecto un vasto reino
del terror, con agresivas metas imperialistas, etcétera), pero nuestro sentimiento “espon-
táneo” de que la posición de las víctimas de la caza de brujas era “auténtica”, mientras que
los cazadores eran truhanes, está sin embargo totalmente justificado. Una de las leccio­nes
del psicoanálisis es precisamente que debemos asumir esta brecha irreductible entre la
“autenticidad” y la verdad fáctica.
19. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, ob. cit., pág. 201. Tomamos la
interpretación de la “paradoja escéptica” de Saul Kripke, Wittgenstein on Rules and Private
Language, Oxford, Black­well, 1982.

161
Slavoj Žižek

el mismo resultado que “más”, con la única ex­cepción de que para “68 +
57” la cifra que resulta es “5”. De modo que, ante las protestas de mi con­
fundido compañero, yo respondo: “¿Cómo sabe que este es un error? Yo
me he li­mitado a seguir otra regla, para mí ‘más’ significa y ha signi­ficado
siempre ‘quus’, y ‘68 + 57 = 5’ es una aplicación co­rrecta de ‘quus.’”.20
Desde luego, sería muy sencillo refutar esta paradoja den­tro de un
enfoque hermenéutico, si se señala que presupone una cierta distancia res­
pecto de la “regla” y que esa distancia no aparece en nuestra actitud coti­
diana. Cuando sumamos en nuestra vida cotidiana, no estamos “siguien­
do” alguna regla externa al acto: la “regla” es intrínseca al acto mismo;
consti­tuye el horizonte dentro del cual es posible hablar de “adi­ción”,
por lo cual, cuando sumamos, no podemos primero ha­cer abstracción
de la regla y después preguntarnos cuál fue la regla que seguimos. Este
horizonte hermenéutico del significado, que está siempre-ya presente
como el trasfondo intrín­seco de nuestras operaciones –y, como tal, cons­
tituye el lugar desde el cual hablamos y que, por lo tanto, no puede ser
cuestionado de modo consistente– es una de las dimensiones de lo que
Lacan designa como “el gran Otro”: el gran Otro está siempre-ya allí;
con el acto de hablar atestiguamos nues­tra “creencia” en él.
Pero el campo del psicoanálisis no se limita a esta dimen­sión del
gran Otro. Lo demuestra el papel crucial que desem­peña la inter­
pretación de los lapsus verbales: ellos no pueden ser explicados por el
horizonte hermenéutico. Pero, el lapsus verbal, ¿no es precisamente
un acto que no podemos ejecutar de acuerdo con su regla intrínse­
ca? Nuestra desviación res­pecto de esa regla, ¿no se ha producido en
concordancia con otra regla desconocida, a saber: la regla sacada a la
luz por la interpretación? La meta de la interpretación, ¿no es precisa­
mente discernir una regla que se ha seguido sin saberlo, allí donde
el “sentido común” no ve nada más que un caos sin significado? En
otras palabras, la meta de la interpretación, ¿no es discernir el “quus”
allí donde el sentido común ve un simple error, un simple fracaso de

20. Detengámonos, al pasar, en la homología entre esta “parado­ja escéptica” y la


estructura de una broma a la que Lacan se refiere a menudo: “Mi novia nunca faltará a
una cita conmigo, pues en cuanto falte dejará de ser mi novia”. Por otro lado, tenemos:
“Nunca come­to un error al aplicar una regla, puesto que lo que yo hago define la regla”.
Por supuesto, esta homología oculta una oposición radical: en el caso de la regla, esta es
reducida a la factualidad de lo que yo hago, mientras que la infortunada novia pierde el
estatuto de novia en cuanto deja de cumplir con sus obligaciones. Esta oposición está en
la base del conflicto y de la simultánea semejanza inesperada en­tre los jacobinos y el rey:
los jacobinos, que seguían la lógica de “Un ciudadano francés nunca deja de cumplir con
su deber, puesto que quien no cumple con su deber deja de ser un ciudadano francés (y
como tal puede ser liquidado)”, se veían naturalmente forzados a de­capitar al rey, que
nunca violaba la ley, puesto que él era la ley.

162
Sobre el Otro

nuestro esfuerzo por seguir el “más”? Precisamente, se supone que el


analista como “suje­to de supuesto saber” conoce el “quus”, la regla
oculta que se­guimos sin saberlo, la regla que retroactivamente confe­
rirá significado y consistencia a nuestro lapsus… Sin embargo, de este
modo no hemos hecho más que reemplazar al gran Otro del horizon­
te hermenéutico por otro gran Otro, por otra re­gla que garantiza la
consistencia de nuestra palabra: el gran Otro sigue existiendo, sigue
habiendo un garante (el analista) de que nuestros deslices y errores
obedecen a alguna regla oculta.
La conclusión final de la “paradoja escéptica” es mucho más radical.
Constituye la contracara exacta de la última tesis de Lacan según la cual
“el gran Otro no existe”: si se puede hacer que cualquier violación con­
cuerde con la regla, entonces, como dice Kripke sucintamente, “al final
hay que patear la escalera”.21 En efecto, en sentido estricto nunca sa­
bemos qué regla estamos siguiendo, si acaso seguimos alguna. La con­
sistencia de nuestro lenguaje, de nuestro campo de sig­nificado, sobre el
cual basamos nuestra vida cotidiana, es siempre un bricolage precario,
contingente, que en cualquier momento puede explotar en una serie de
singularidades sin ley. El Wittgenstein II, el Wittgenstein de las Inves-
tigaciones filosóficas, todavía consideraba posible eludir esta conclusión
radical remitiéndose al basamento incuestionable de la forma de vida;
solo en Sobre la certidumbre articuló su versión de la “no-existencia del
gran Otro”.
Sobre la certidumbre nos obliga por lo tanto a diferenciar otro Witt­
genstein, el Wittgenstein III, respecto del Witt­genstein II: lo que el
Wittgenstein II no había tenido en cuenta es el abismo, la distancia va­
cía que separa para siempre una forma de vida de lo Real no-simboliza­
ble. Los “aconteci­mientos sin precedentes” cuya emergencia socava “la
certi­dumbre objetiva” constituyen precisamente (para decirlo en térmi­
nos lacanianos) la intrusión de algún Real traumático que entraña una
“pérdida de la realidad”. En Sobre la certi­dumbre Wittgenstein bosqueja
tres modos posibles de res­puesta del sujeto a esos “acontecimientos sin
precedentes”; permítasenos ejemplificarlos con el ya mencionado caso
de la física contemporánea.
Primero, puedo comportarme “racionalmente” y reempla­zar la cer­
tidumbre anterior por la duda (“tal vez las partículas se comporten efec-
tivamente de este modo extraño, quizá la materia sea solo espacio curvo,
aunque mi sentido común me dice que esto es absurdo”); la segunda
posibilidad es que ese choque socave completamente mi capacidad para
pensar y juzgar (“si la naturaleza se comporta de este modo, el univer­so

21. Saul Kripke, ob. cit., pág. 21.

163
Slavoj Žižek

está loco y no puede decirse nada realmente consistente sobre nada”);


finalmente, puedo sencillamente rechazar la nueva prueba y aferrarme
a mi certidumbre anterior (“todas las divagaciones sobre el continuum
espacio-tiempo, el espacio curvo, etcétera, son totalmente absurdas, lo
que hay que ha­cer es abrir los ojos y experimentar el mundo como es
real­mente…”). ¿Qué es un “trauma” en psicoanálisis, si no uno de esos
“acontecimientos sin precedentes” que, una vez asu­midos plenamente,
socavan la “certidumbre objetiva” propia de nuestra “forma de vida”?
En otras palabras, los tres modos articulados por Witt­genstein, ¿no
se corresponden con las tres posibles reacciones del sujeto a la intrusión
del trauma psíquico? Es decir, a la asunción por el aparato psíquico, la
desintegración del aparato o la negativa del aparato a tomar en cuenta
el suceso traumáti­co. Pero lo interesante para nosotros es que esta in­
consistencia del gran Otro (del campo de la certidumbre objetiva, del
“co­nocimiento común”) tiene su reverso en la escisión del propio suje­
to, en su división en S1 (un significante que lo representa en el registro
simbólico) y lo que deja como resto la represen­tación significante, el
puro vacío cuya contracara es el objeto a no simbolizado. Wittgenstein
rastreó esta escisión con sus ob­servaciones refinadas sobre el modo en
que funciona el pro­nombre “yo”; él rechaza resueltamente la idea de
que “yo” sea un pronombre demostrativo por medio del cual una frase
indi­ca de modo autorreferencial su sujeto de enunciación:

Cuando digo “yo sufro”, no apunto a una persona que sufre, puesto que en
cierto sentido no sé en absoluto quién está sufrien­do. Y esto puede justificarse.
Pues el punto principal es que no digo que una cierta persona sufre, sino que
“yo sufro…”. ¿Qué significa saber quién sufre? Significa, por ejemplo, saber
qué hombre que se encuentra en esta habitación está sufriendo: por ejemplo,
el que está sentado allí, o el que está de pie en ese rin­cón… ¿Qué quiero de-
cir? Que hay muchos diferentes criterios de la “identidad” de una persona.22

Lo esencial es que, al contrario del sentido común filosó­fico, “yo”


no asegura la identidad del sujeto: “yo” no es más que un punto de fuga
vacío del “sujeto de la enunciación” que solo llega a su identidad por
medio de su identificación con un lugar en la red simbólica que estruc­
tura la realidad social; solo allí el sujeto se convierte en “alguien”; solo
allí podemos responder a la pregunta de quién sufre. A causa de esta
distan­cia entre el “sujeto de la enunciación” y el “sujeto del enun­ciado”,
frases como “yo, Ludwig Wittgenstein, de tal modo me comprometo
a…” no son pleonásticas: la función del “Ludwig Wittgenstein” es pre­

22. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, ob. cit., pág. 404.

164
Sobre el Otro

cisamente responder al interro­gante de “¿quién soy yo?”. Cuando, en


lugar de decir senci­llamente “yo sostengo que…”, digo “yo, Ludwig
Wittgens­tein, sostengo que…”, me identifico con un lugar en la red
simbólica intersubjetiva.
Como Lacan lo ha señalado en su análisis de Hamlet,23 las frases
del tipo “yo, Ludwig Wittgenstein…” atestiguan la ap­titud del sujeto
para “pasar al acto”, basándose en la certi­dumbre de la identificación
simbólica, de la asunción plena de un mandato simbólico. El propio
Hamlet, la encarnación misma de la posposición obsesiva, incapaz de
pasar al acto, se vuelve capaz de actuar en el momento exacto en que,
en el úl­timo acto de la obra, responde a la pregunta retórica de “¿quién
soy yo?”: “¿Quién es aquel cuya pena/ es tan inten­sa? …/ …ese soy yo,
Hamlet, el danés.” Lo primordial es la escisión entre “yo” y “Hamlet,
el danés”, entre el punto de fuga del sujeto de la enunciación y su sos­
tén en la identifica­ción simbólica: el momento del “pasaje al acto” no
es más que un momento ilusorio de decisión en el que el ser del sujeto
parece coincidir sin resto con su mandato simbólico. Witt­genstein es
totalmente claro y unívoco en su insistencia sobre el carácter primor­
dial de esta escisión: “La palabra ‘yo’ no significa lo mismo que ‘L. W.’,
aunque yo sea L. W., ni tampoco significa lo mismo que la expresión ‘la
persona que está hablando’”.24
Así nos encontramos de nuevo en el principio, puesto que es preci­
samente esta escisión (la resistencia, la vacilación del sujeto en asumir
plenamente su mandato simbólico) lo que define la posición del histé­
rico: ¿qué es un histérico si no un “yo” que se resiste a la plena iden­
tificación con el mandato de “Ludwig Wittgenstein” (“padre”, “espo­
sa”, “hijo”, “líder”, “alumno”…)? y ¿qué es el teatro histérico si no una
escenifi­cación de esta resistencia? Este es el dominio fundamental de la
duda y de la certidumbre: la certidumbre de que “yo” soy mi mandato
simbólico, la duda de que “yo” sea realmente eso.

El aspecto formal

Historia de una aparición

¿Cuál fue la primera “inversión materialista” de Hegel? Podemos


situarla con precisión: se produjo el 26 de mayo de 1828, en el par­

23. Véase su seminario inédito Le désir et son interprétation (1958­-1959).


24. Ludwig Wittgenstein, The Blue and The Brown Books, Oxford, Blackwell, 1958,
pág. 67.

165
Slavoj Žižek

que central de la ciudad de Nuremberg. Ese día apareció allí un joven


vestido con extravagancia, de gestos rígidos, carentes de naturalidad;
todo su lenguaje consistía en unos pocos fragmentos del Padrenuestro,
aprendidos de me­moria y pronunciados con errores, y en la enigmática
frase “Quiero convertirme en un caballero como mi padre”, desig­nio
de una identificación con el ideal del yo. En la mano iz­quierda llevaba
un papel con su nombre, Kaspar Hauser, y la dirección de un capitán de
caballería de Nuremberg. Más tar­de, cuando aprendió a hablar “pro­
piamente”, Kaspar narró su historia: había pasado toda su vida solo, en
una “cueva oscu­ra”, donde un misterioso “hombre negro” le llevaba
comida y bebida, hasta el día en que lo vistió y lo condujo a Nurem­
berg, enseñándole algunas frases en el camino… Kaspar fue confiado
a la familia Daumer, se “humanizó” rápidamente y se convirtió en una
celebridad, objeto de investigación filosó­fica, psicológica, pedagógica y
médica, e incluso fuente de es­peculación política sobre su origen (¿era
acaso el desapareci­do príncipe de Baden?). Después de un par de años
tranquilos, la tarde del 14 de diciembre de 1833 fue hallado mortal­
mente herido con un puñal; en su lecho de muerte dijo que su asesino
era el mismo “hombre negro” que lo había lle­vado al parque central de
Nurenberg cinco años antes…
Aunque la súbita aparición de Kaspar Hauser provocó una conmo­
ción del tipo de las que generan los encuentros brutales con un real-im­
posible que parece interrumpir el circuito simbólico de causa y efecto,
lo más sorprendente fue que, en cierto sentido, su llegada era aguardada,
precisamente como sorpresa, llegó a tiempo. No se trata solo de que
Kaspar rea­lizara el mito milenario de un niño de origen real abandona­
do en un lugar salvaje y hallado en la adolescencia (recuérdese el rumor
de que era el príncipe de Baden), ni tampoco de que los únicos objetos
de su “cueva oscura” fueran una pareja de figuras animales de madera
que encarnaban patéticamente el mito del héroe salvado por animales
que se hacen cargo de él. La cuestión era más bien que hacia fines del
siglo XVIII el te­ma de un niño que vivía excluido de la comunidad
humana se había convertido en objeto de numerosos textos literarios
y científicos: escenificaba de modo puro, “experimental”, la cuestión
teórica de cómo distinguir en el hombre la parte propia de la cultura y
la parte propia de la naturaleza.
“Materialmente”, la aparición de Kaspar resultó de una serie de
accidentes impredecibles e improbables, pero, desde el punto de vista
formal, era necesaria: la estructura del conoci­miento de la época le había
preparado el lugar de antemano. Su aparición causó tal impacto preci­
samente porque ya estaba allí el lugar vacío que aguardaba ser llenado:
un siglo antes o después, habría pasado inadvertido. Captar esta forma,

166
Sobre el Otro

este lugar vacío que precede al contenido que lo llena, ese es el objetivo
de la razón hegeliana, es decir, la razón en cuanto opuesta al entendi­
miento, para la cual una forma expresa un contenido positivo anterior.
En otras palabras, lejos de ser su­perado por sus “inversiones materialis­
tas”, Hegel dio cuenta de ellas de antemano.

Decir y querer decir

Según la Vulgata dialéctica, el entendimiento aborda las categorías,


las determinaciones conceptuales, como momen­tos abstractos, coagu­
lados, segregados de su totalidad vivien­te, reducidos a la particularidad
de su identidad fija, mientras que la razón supera este nivel, al presen­
tar los procesos vivos de la (auto)mediación subjetiva cuyos momentos
abstractos, “muertos”, cuyas “objetivizaciones”, son las categorías del
en­tendimiento. Donde el entendimiento solo ve determinacio­nes rí­
gidas, la razón ve el movimiento vivo que las engendra. La distinción
entre entendimiento y razón es entonces conce­bida como una especie
de oposición bergsoniana entre el fle­xible élan vital y la materia inerte,
su producto, accesible al entendimiento.
Esta concepción no comprende lo que está en juego en la distinción
hegeliana entre razón y entendimiento: la razón no es de ningún modo
algo “más” en relación con el entendi­miento, decididamente no es un
movimiento vivo inapresable en el esqueleto muerto de las categorías
del entendimiento; por el contrario, la razón es el mismo entendimien­
to en cuan­to no le falta nada, en cuanto no hay nada “más allá” de él: es
la forma absoluta más allá de la cual no hay ningún contenido trascen­
dente que se sustraiga a su captación. Quedamos pega­dos al nivel del
entendimiento mientras creemos que hay algo más allá de él, alguna
cantidad desconocida que no está a su alcance, incluso (y especialmente
cuando) a este más­allá lo llamamos “razón”. Al pasar a la razón, no añadi­
mos na­da al entendimiento, sino que sustraemos algo de él (el espec­tro
de un objeto persistente en su más-allá), lo reducimos a su procedi­
miento formal: uno “supera” el entendimiento cuando toma conciencia
de que él es ya en sí mismo el movimiento vivo de automediación que
buscábamos en vano en su más­-allá.
Una toma de conciencia de este tipo puede ayudarnos a disipar un
error corriente de la crítica hegeliana al “pensa­miento abstracto”. Ha­
bitualmente se retiene la idea de que el sentido común (o entendimien­
to) “piensa abstractamente” en cuanto subsume toda la riqueza de un
objeto en una determi­nación particular: de la red concreta de determi­
naciones que constituyen una totalidad viva, aísla un único rasgo. Un

167
Slavoj Žižek

hom­bre, por ejemplo, es identificado con (reducido a) la determi­nación


de “ladrón” o “traidor”… Por otro lado, se supone que el enfoque dia­
léctico compensa esta pérdida ayudándonos a recobrar la riqueza de la
totalidad viviente concreta. No obstante, como lo ha señalado Gérard
Lebrun,25 esta concep­ción del enfoque dialéctico es totalmente errónea:
en cuanto se entra en el Logos, la pérdida es irrecuperable, lo que se ha
perdido se perdió de una vez por todas o, para decirlo en los términos
de Lacan, en cuanto uno habla, la brecha que sepa­ra lo Simbólico de lo
Real es irreductible.
Lejos de lamentar esta pérdida, Hegel exalta el inmenso poder del
entendimiento capaz de “abstraer” (es decir, des­membrar) la unidad in­
mediata de la vida:

La actividad de disolución es el poder y el trabajo del entendi­miento, el más


sorprendente y poderoso de los poderes, o más bien el poder absoluto. El
círculo que permanece cerrado en sí mismo y, como la sustancia, mantiene
juntos todos sus momen­tos es una relación inmediata y, por lo tanto, no hay
nada sor­prendente en ella. Pero que un accidente como tal, desprendido de
lo que lo circunscribe, de lo que está ligado y es actual solo en su contexto
con otros, pueda obtener una existencia propia y una libertad separada […]
es el poder tremendo de lo negativo, es la energía del pensamiento, del puro
“yo”.26

En otras palabras, lo concreto del pensamiento es total­mente in­


conmensurable con la concreción inmediata de la plenitud de la vida:
el “progreso” del pensamiento dialéctico en relación con el entendi­
miento no consiste en modo alguno en una “reapropiación” de esta
plenitud prediscursiva, sino que entraña la experiencia de su nulidad
final, de que la ri­queza que desaparece en el camino a la simbolización
es ya en sí misma algo que está desapareciendo. Para decirlo sucinta­
mente, pasamos del entendimiento a la razón cuando experimentamos
que la pérdida de la inmediatez por el entendi­miento es en realidad la
pérdida de una pérdida, la pérdida de algo sin consistencia ontológica
propia.
El error del entendimiento no consiste en su lucha por reducir la ri­
queza de la vida a determinaciones conceptuales abstractas: su supremo
error es esta oposición entre la rique­za concreta de lo Real y la red abs­
tracta de determinaciones simbólicas, su creencia en una plenitud origi­
nal de la vida que supuestamente se sustrae a la red de las determinacio­

25. Véase Gérard Lebrun, La patience du concept, París, Galli­mard, 1972.


26. G. W. F. Hegel, Phenomenology of Spirit, Oxford, Oxford University Press, 1977,
págs. 18-19. [Ed. cast.: Fenomenología del espí­ritu, Buenos Aires, FCE, 1992.]

168
Sobre el Otro

nes simbólicas. En consecuencia, cuando lamentamos el poder negativo


del entendimiento, que desmembra la totalidad vi­viente, orgánica, y
lo contrastamos con la capacidad sintética, curadora de la razón, por
lo general erramos en lo esencial: la operación de la razón no consiste
en restablecer la unidad perdida en un nivel “superior”, como un todo
que conserva la diferencia interior poniéndola como su momento su­
perado o algún palabrerío seudohegeliano similar. El pasaje del enten­
dimiento a la razón se produce cuando un sujeto toma con­ciencia de
que el todo orgánico perdido por el entendimien­to “viene a ser cuando
es dejado atrás”, de que no hay nada más allá o anterior al entendimien­
to, de que este más-allá de un todo orgánico es puesto (presupuesto)
retroactivamente por el entendimiento mismo. La ilusión fundamental
del enten­dimiento es precisamente que hay un más-allá que se sustrae a
su aprehensión, de modo que, para decirlo de modo sucin­to, la razón es
simplemente el entendimiento menos lo que se supone que falta, lo que
se supone que elude su aprehensión. En síntesis: lo que se le aparece
como su más-allá inaccesi­ble.27
La fórmula trillada según la cual la razón “pone en movi­miento”
las categorías rígidas del entendimiento, e introduce en ellas el dina­
mismo de la vida dialéctica, deriva en­tonces de una comprensión erró­
nea: lejos de “superar los límites del entendimiento”, la razón marca el

27. Esta paradoja de la relación entre el entendimiento y la razón es ejemplificada del


mejor modo por la filosofía analítica, a la que usualmente se le reprocha que se limite al
nivel del análisis abstracto y, por lo tanto, no abarque la “cosa real” (la historia, la dialécti-
ca, la vida, el Espíritu). Esta crítica infatuada por lo general termina con la apreciación de
que la filosofía analítica es perfectamente aceptable en su propio nivel modesto, mientras
no extienda sus pretensiones de modo ilegítimo, sin hacer lugar a la cosa real. Aunque
esta crítica puede parecer hegeliana, no podría estar más lejos de la actitud he­geliana
real; desde el punto de vista dialéctico, el problema de la fi­losofía analítica consiste, por
el contrario, en que no se toma sufi­cientemente en serio a sí misma: cree en una X que
supuestamente la elude (lo que explica la tendencia de los filósofos analíticos a suple­
mentar su posición con el misticismo, la sabiduría oriental, etcétera). Lo que los filósofos
analíticos no saben es que esa filosofía tiene ya lo que se busca desesperadamente en otras
partes: sus propias paradojas (los círculos viciosos autorreferenciales, etcétera) producen
ya a “el sujeto”, “lo indecible”…
La dialéctica hegeliana diverge en este punto de la crítica habi­tual según la cual la
filosofía analítica solo puede concebir su más-­allá en la forma negativa de las paradojas y
contradicciones con las que se enreda en cuanto penetra en un ámbito que no es el suyo,
mientras que el pensamiento filosófico propiamente dicho (la feno­menología, la herme-
néutica, etcétera) puede aprehender este más­-allá en su propia positividad: “Todo está ya
allí” en las paradojas auto­rreferenciales; en sentido estricto, por el contrario, la positividad
fenomenológica, etcétera, es lo secundario, lo que reemplaza y ocul­ta el abismo señalado
por las paradojas. Por ejemplo, el “sujeto” no es más que el vacío rodeado por el movi-
miento autorreferencial del sig­nificante; en cuanto lo concebimos como autopresencia
positiva, de­jamos de reconocer su dimensión propia.

169
Slavoj Žižek

momento de la reducción de todo el contenido del pensamiento a la


inma­nencia del entendimiento. Las categorías del entendimiento “se
vuelven fluidas”, son puestas en movimiento por la dialéc­tica, cuando
renunciamos a concebirlas como momentos fijos, “objetivizaciones” de
un proceso dinámico que las supera, es decir, cuando situamos el impulso
de su movimiento en la inma­nencia de su propia contradicción. “La contra­
dicción como im­pulso del movimiento dialéctico” resulta de nuevo un
lugar común cuya función, en la mayoría de los casos, es ahorrarnos
el es­fuerzo de determinar la naturaleza precisa de esa contradic­ción.
¿Qué es, stricto sensu, esta “contradicción” que pone en movimiento el
proceso dialéctico?
En un primer enfoque, podíamos determinarla como la contradic­
ción de un universal consigo mismo, con su propio contenido particu­
lar: toda totalidad universal, puesta como “tesis”, necesariamente
contiene entre sus elementos particu­lares “por lo menos uno” que
niega el rasgo universal que la define. En tal sentido es su “punto sin­
tomático”, el elemento que –dentro del campo de la universalidad–
ocupa el lugar de su exterior constitutivo, de lo que tiene que ser
“reprimido” para que la universalidad se constituya. En consecuencia,
no comparamos la universalidad de una “tesis” con alguna ver­dad-en-
sí con la cual se supone que se corresponde: la com­paramos consigo
misma, con su contenido concreto. Uno soca­va una “tesis” universal
cuando saca a la luz la “mancha” de su excepción constitutiva. Recor­
demos El capital de Marx: la ló­gica intrínseca de la propiedad privada
de los medios de pro­ducción (la lógica de las sociedades en las que los
productores son propietarios de sus medios de producción) lleva al
capita­lismo, a una sociedad en la que la mayoría de los productores no
son propietarios de los medios de producción y se ven por lo tanto
forzados a venderse en el mercado, a vender su fuerza de trabajo en
lugar de sus productos.
Además es preciso especificar adicionalmente el carácter de esta
comparación de un universal consigo mismo, con su propio conte­
nido concreto, en última instancia, consiste en la comparación de lo
que quiere decir el sujeto que enuncia una tesis universal, con lo que
realmente dijo. Subvertimos una te­sis universal al demostrarle al sujeto
que la enunció que, con su propia enunciación, ha dicho algo totalmente
distinto de lo que intentaba decir; como Hegel lo señala reiteradamen­
te, lo más difícil del mundo es decir exactamente lo que uno “quie­re
decir”. La forma más elemental de esta subversión dialécti­ca de una
proposición mediante la autorreferencia (es decir, relacionándola con
su propio proceso de enunciación) se en­cuentra en el tratamiento que
da Hegel al “principio de iden­tidad”; sin saberlo, el sujeto que lo enun­

170
Sobre el Otro

cia inscribe la dife­rencia en el meollo mismo de la identidad, en la


identidad misma:

Es entonces a la identidad vacía a lo que se adhieren rígida­mente quie-


nes la toman, como tal, por algo verdadero, y se incli­nan a decir que la
identidad no es diferencia, sino que identidad y diferencia son diferen-
tes. No ven que en esta misma aserción ellos mismos están diciendo que la
identidad es diferente, pues es­tán diciendo que la identidad es diferente de la
diferencia.28

Por esto, para Hegel, la verdad está siempre del lado de lo que se dice
y no del lado de lo que “se quiere decir”. Permíta­senos articular esta
distinción (que, incidentalmente, coincide con la distinción lacaniana
entre significancia [signifiance] y sig­nificación a propósito de la dialéctica
de la esencia y la apa­riencia). “Para nosotros”, para la conciencia dialéc­
tica que ob­serva el proceso ulteriormente, la esencia es “la apariencia
qua apariencia”, el momento mismo de la autosuperación de la aparien­
cia, el movimiento por medio del cual la apariencia es puesta como tal,
es decir, como “mera apariencia”. Sin em­bargo, “para la conciencia”,
para el sujeto tomado en el pro­ceso, la esencia es algo que está más allá
de la apariencia, una entidad sustancial oculta por debajo de la aparien­
cia engaño­sa. La “significación” de la esencia, lo que el sujeto “quiere
decir” cuando habla de una esencia, es entonces una entidad trascen­
dente que está más allá de la apariencia, mientras que lo que “realmente
dice”, la “significancia” de sus palabras, se reduce al movimiento de
autosuperación de la apariencia: la apariencia no posee ninguna con­
sistencia ontológica, es una identidad cuyo ser mismo coincide con su
propia desintegra­ción. El punto crucial es que la “significancia” de la
esencia consiste en el movimiento realizado por el sujeto, en el pro­
cedimiento por medio del cual pone una entidad como la apa­riencia de
alguna esencia.
Esta dialéctica puede ejemplificarse si se considera la inter­pretación
que da Hegel a las paradojas por medio de las cua­les Zenón intentó de­
mostrar la inexistencia del movimiento y de lo múltiple. Zenón, desde
luego, “quería decir” que el mo­vimiento “no existe”, que solo existe
verdaderamente el Uno, el Ser inmóvil e indivisible, pero lo que real­
mente hizo fue demostrar la naturaleza contradictoria del movimiento:
el movimiento solo existe como el movimiento de su autosupe­ración.
En este punto podemos ver cuán errónea es la com­prensión corriente
de la categoría hegeliana del en-sí (An sich); para esa concepción, se trata

28. Hegel’s Science of Logic, Londres, Allen & Unwin, 1969, pág. 413.

171
Slavoj Žižek

de un contenido sustancial-tras­cendente que sigue eludiendo la capta­


ción por la conciencia, que todavía no ha sido “mediado” por ella; desde
luego, este modo de ver toma como modelo el concepto kantiano de la
“cosa-en-sí”.
Pero, ¿cuál es el “en-sí” de la argumentación de Zenón? Para Ze­
nón, su procedimiento argumentativo era una prueba a contrario del
Ser inmóvil que persiste en sí mismo, más allá de la falsa apariencia del
movimiento. En otras palabras, una diferencia entre lo que es solo “para la
conciencia” y lo que existe “en sí” es ya “para la conciencia” (para el propio
Zenón): la idea de Zenón es que el movimiento es una falsa apariencia
que existe para la conciencia ingenua, mientras que solo existe verda­
deramente el Uno inmóvil. Esta es por lo tanto la pri­mera corrección
que hay que introducir en la mencionada concepción corriente: la dife­
rencia entre lo que es solo “para eso” (para la conciencia) y lo que existe
“en sí” es una diferen­cia inherente a la conciencia “ingenua” en sí. La
movida he­geliana consiste solo en desplazar esta diferencia, y demuestra
que su lugar no está donde lo pone la conciencia “ingenua” (o la con­
ciencia “crítica” como forma suprema de ingenuidad).
“Para la conciencia”, para Zenón, se trata de una distin­ción entre
la apariencia contradictoria, autosuperadora del movimiento, y el ser
inmóvil que persiste en su identidad consigo mismo; la “verdad” de
Zenón, su “en-sí o para-noso­tros”, es que todo el contenido de este
Ser inmóvil, todo lo que Zenón dice realmente sobre él, consiste en el
movimien­to de la autosuperación del movimiento: el Ser inmóvil que
está más allá de la apariencia coincide con el proceso de autodi­solución
del movimiento. Lo crucial es que “para la concien­cia”, para Zenón,
este procedimiento, este movimiento argu­mentativo, es algo externo a la
“cosa misma”, es concebido como nuestro camino hacia el Uno que per­
siste en sí mismo, no perturbado por nuestro procedimiento; para recu­
rrir a una conocida metáfora, este procedimiento es como una escalera
que uno empuja después de haber trepado por ella. “Para no­sotros”,
por el contrario, el contenido del Ser es la senda de la argumentación
que lleva hacia él; el Ser inmóvil no es nada más que una especie de
“coagulación” del procedimiento que pone el movimiento como falsa
apariencia.
El pasaje desde lo que es solo “para la conciencia” a lo que es “en sí
o para nosotros” de ningún modo se corresponde entonces con el pasaje
desde una apariencia engañosa a su más-allá sustancial que supuesta­
mente existe en sí mismo; por el contrario, consiste en la experiencia
de que lo que la con­ciencia toma por una senda hacia la verdad, y como
tal exter­na a ella (por ejemplo, el procedimiento argumentativo de Ze­
nón), es ya la verdad en sí. En un sentido, “todo está en la conciencia”,

172
Sobre el Otro

la verdad en sí no está de ningún modo oculta en algún más-allá tras­


cendente, el error de la conciencia es con­fundir la “cosa misma” con el
procedimiento externo que lle­va a ella. En este punto asume todo su
peso la categoría del “aspecto formal” (das Formelle), de la introducción
a la Feno­menología del espíritu: la verdad de un momento o de una etapa
del proceso dialéctico debe buscarse en su misma forma, en el procedi­
miento formal, en el modo en que la conciencia llega a ella:

en el movimiento de la conciencia aparece un momento de ser-en-sí o


ser-para-nosotros que no está presente ante la concien­cia inmersa en la ex-
periencia misma. Pero el contenido, o lo que se presenta a nosotros, existe
para eso; solo comprendemos el as­pecto formal de ese contenido o su pura
originación. Para eso, lo que así ha surgido existe solo como un objeto; para
nosotros, apa­rece al mismo tiempo como movimiento y como un proceso de
devenir.29

Al contrario de la idea habitual de la forma externa que, se supone,


oculta el contenido verdadero, el enfoque dialéctico concibe el conteni­
do como una especie de fetiche, como un objeto cuya presencia inerte
oculta su propia forma (su red de mediaciones dialécticas): la verdad del
Ser eleático es el pro­cedimiento formal por medio del cual se demuestra
la incon­sistencia ontológica del movimiento. Por esta razón la dialéc­
tica hegeliana implica la experiencia de la nulidad final del “contenido”
en el sentido de algún meollo de en-sí al que se supone que uno se acer­
ca a través del procedimiento formal; ese meollo, por el contrario, no
es nada más que el modo in­vertido en que la conciencia percibe (mal)
su propio procedi­miento formal. Cuando Hegel le reprocha a Kant su
“forma­lismo”, lo hace porque Kant no es bastante “formalista”, es decir,
porque aún se aferra al postulado de un en-sí, que su­puestamente se
sustrae a la forma trascendental, y no recono­ce en él una pura “cosa
de pensamiento” (Gedankending). El reverso del pasaje dialéctico a la
verdad de un objeto es en­tonces su pérdida: el objeto, su identidad fija,
se disuelve en la red de mediaciones. Al concebir el movimiento de
la autosu­peración del movimiento como la verdad del Ser de Zenón,
perdemos el Ser como entidad sustancial que existe en sí; solo queda la
vorágine abismal de la autosuperación del movi­miento, Heráclito como
la verdad de Parménides.
A propósito del concepto de verdad, Hegel realiza su céle­bre in­
versión: la verdad no consiste en la correspondencia de nuestro pen­
samiento (nuestra proposición, nuestro concepto) con un objeto, sino

29. Hegel, Phenomenology of Spirit, ob. cit., pág. 56.

173
Slavoj Žižek

en la correspondencia del objeto con su concepto; como es sabido,


Heidegger replicó que esta inver­sión sigue dentro de los confines de
la misma concepción me­tafísica de la verdad como correspondencia.30
Sin embargo, este reproche heideggeriano no se aplica al carácter
radical­mente asimétrico de la inversión hegeliana. En Hegel tenemos
tres y no dos elementos: la relación dual del “conocimiento” entre
“el pensamiento” y su “objeto” es reemplazada por el triángulo del
pensamiento (subjetivo), el objeto y su concepto, que de ningún modo
coincide con el pensamiento. Podemos decir que el concepto es la forma
del pensamiento, la forma en el es­tricto sentido dialéctico del aspecto
formal qua verdad del contenido: lo “no pensado” de un pensamiento
no es algún contenido trascendente que se sustrae a la captación, sino
su forma misma. Por ello, el encuentro entre un objeto y su con­cepto
es necesariamente un encuentro frustrado: el objeto nunca puede co­
rresponder plenamente a su concepto, puesto que su misma existencia,
su consistencia ontológica, depende de esta no-correspondencia. El objeto es
en cierto sentido la no-verdad encarnada; su presencia inerte llena un
agujero en el campo de la verdad, por lo cual el pasaje a la “verdad”
de un objeto en­traña su pérdida y la disolución de su consistencia
ontológica.

El hegeliano performativo

Esta discordia necesaria entre un objeto y su verdad es lo que cuenta


en la paradoja hegeliana fundamental de la “per­formatividad retroac­
tiva”, es decir, en el hecho de que el pro­ceso dialéctico se caracteriza
por dos rasgos que parecen ser mutuamente excluyentes. El principal
tema de la crítica hege­liana a la teoría del conocimiento “ingenua”, de
sentido co­mún, es que concibe el proceso del conocimiento como una
penetración en un dominio previamente desconocido: la idea “espon­
tánea” es que uno descubre, revela, alguna realidad que existía desde
antes de nuestro proceso de conocerla; esta teoría ingenua pasa por alto
el carácter constitutivo del pro­ceso del conocimiento con respecto a su
objeto, el modo en que el conocimiento modifica a su objeto, le confie­
re la forma que tiene como “objeto de conocimiento”.
Este carácter constitutivo del conocimiento parece ser lo que Kant
tenía en mente al hablar de la subjetividad trascen­dental, pero el én­
fasis de Hegel está en otra parte y se dirige precisamente contra Kant.
En Kant, el sujeto le procura la forma universal al contenido sus­

30. Martin Heidegger, Hegel’s Concept of Experience, Nueva York, Harper & Row, 1972.

174
Sobre el Otro

tancial de origen trascenden­te (la “cosa-en-sí”); seguimos entonces


dentro del marco de la oposición entre el sujeto (la red trascendental
de las formas posibles de experiencia) y la sustancia (la “cosa-en-sí”
tras­cendente), mientras que Hegel trata de aprehender la sustan­cia
como sujeto. En el proceso del conocimiento no penetra­mos en al­
gún contenido sustancial que sería en sí mismo indiferente a nuestro
conocer, sino que nuestro acto de cono­cimiento está incluido de an­
temano en su contenido sustan­cial: como dice Hegel, la senda hacia
la verdad forma parte de la verdad misma. Para aclarar este punto, re­
cordemos un ejemplo que confirma la tesis de Lacan en cuanto a que
el marxismo no es una “cosmovisión”.31 Me refiero a la idea de que el
proletariado se convierte en un sujeto revolucionario real al integrar
el conocimiento de su rol histórico:32 el mate­rialismo histórico no es un
“conocimiento objetivo” del desa­rrollo histórico, puesto que es un
acto de autoconocimiento de un sujeto histórico; como tal, implica
la posición subjetiva proletaria. En otras palabras, el “conocimien­
to” propio del materialismo histórico es autorreferencial, cambia su
“obje­to”; solo a través del acto del conocimiento el objeto se con­vierte
en lo que realmente “es”.
El énfasis en la performatividad del proceso hegeliano del conocer,
en el modo en que cambia y crea a su objeto, es des­de luego un lugar
común; lo que por lo general se pasa por alto es su reverso. Cuando He­
gel describe el proceso dialécti­co, su inversión crucial, siempre recurre
a modos de decir que afirman un estado de cosas ya-dado: “ya allí”,
“siempre-ya”, etcétera. El pasaje desde la escisión a la síntesis no consis­
te en algún acto productivo de reconciliación sino en un simple cambio
de perspectiva, por medio del cual tomamos concien­cia de que lo que
consideramos erróneamente una escisión es ya en sí una reconciliación:
la escisión no es “dominada” sino “anulada” retroactivamente.33
¿Cómo, entonces, podremos pensar juntos estos dos as­pectos del
proceso dialéctico que parecen ser mutuamente ex­cluyentes, a saber,
su carácter performativo y el hecho de que, en el curso de un proceso
dialéctico, se remueve un obstáculo comprobando que nunca lo hubo?
En esto consiste la prueba fundamental de que la lógica hegeliana es
una lógica del sig­nificante, puesto que esta unidad de los dos rasgos
opuestos, esta paradoja de la performatividad retroactiva, es precisamente
lo que define al significante: una marca significante “hace” de una cosa

31. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XX; Encore, París, Seuil, 1975, pág. 32.
32. Este punto fue articulado con todo su peso filosófico por Georg Lukács en History
and Class Consciousness, Londres, NLB, 1969.
33. Véase el capítulo 2.

175
Slavoj Žižek

lo que “siempre-ya era”. En un pasaje esencial de la Enciclopedia, Hegel


articula el vínculo entre esta performativi­dad retroactiva y la dialéctica
de la verdad y el engaño:

La consumación del Fin infinito, por lo tanto, consiste mera­mente en re-


mover el engaño que lo hace aparecer como aún no cumplido. El Bien, lo
absolutamente Bueno, está eternamente cumpliéndose en el mundo, y el
resultado es que no necesita aguardarnos, sino que ya está cumplido por
implicación, y tam­bién en plena actualidad. Este es el engaño bajo el cual
vivimos. Él solo proporciona al mismo tiempo la fuerza actualizadora so­
bre la que reposa el interés en el mundo. En el curso de su pro­ceso, la Idea
crea ese engaño, pone una antítesis para con­frontarla, y su acción consiste
en liberarse del engaño que ha creado. Solo fuera de este error surge la
verdad. En este hecho reside la reconciliación con el error y con la finitud.
El error o ser-otro, cuando es superado, es un necesario elemento dinámi­co
de la verdad, pues la verdad solo puede estar allí donde hace de sí misma su
propio resultado.34

A primera vista, las cosas parecen tan claras como podrían serlo:
este pasaje, ¿no confirma acaso el lugar común sobre Hegel? La Idea,
lo absolutamente Bueno, es la sustancia-suje­to de todo el proceso, y la
fisura, el engaño, es precisamente un juego que la Idea juega consigo
misma. La Idea realiza sus verdaderos fines por medio de la “astucia de
la razón”: permi­te que los individuos sigan sus fines finitos, mientras
cumple su Fin infinito a través del desgaste y desgarramiento recípro­
cos y el fracaso de los fines finitos. El “engaño” consiste en­tonces en el
hecho de que los agentes individuales persiguen sus intereses, luchan
por la riqueza, el poder, el placer, la glo­ria y otros valores ideológicos,
mientras que, sin saberlo, no son más que herramientas inconscientes
de la Idea.
Tornemos el caso de la economía de mercado. Los pro­ductores in­
dividuales que aparecen en el mercado, en su es­fuerzo por satisfacer su
codicia egoísta, no tienen conciencia de que la razón histórica utiliza
el interjuego de sus pasiones para realizar el verdadero Fin de la pro­
ducción social, el de­sarrollo de las fuerzas productivas, el crecimiento
del poten­cial productivo de la sociedad, en el cual el Espíritu logra la
existencia “objetiva”. En este sentido, el engaño es un “nece­sario ele­
mento dinámico de la verdad”: la razón histórica solo puede cumplir su
verdadero Fin por medio del engaño, por medio de la explotación as­
tuta de los intereses y pasiones in­dividuales. Para decirlo francamente,
nadie trabaja “por el de­sarrollo de las fuerzas productivas”; los indivi­

34. Hegel’s Science of Logic, pág. 274.

176
Sobre el Otro

duos necesaria­mente perciben este verdadero Fin como un medio para


satisfacer sus propias necesidades…
Sin embargo, esta concepción habitual de la “astucia de la razón”
implica un concepto de la razón como entidad sustan­cial externa al pro­
ceso histórico, elevada por sobre él, que manipula a sus agentes (los
individuos activos), y juega la carta del engaño mientras se mantiene
intacta detrás del esce­nario, a distancia segura del tumulto histórico,
como el Dios de la teología tradicional, que utiliza la historia para al­
canzar Sus metas incomprensibles. Si suscribirnos esta interpreta­ción,
asignamos a los individuos la posición de herramientas de la voluntad
de Dios, inconocible para los humanos. En otras palabras, la sustancia
no sería efectivamente sujeto, puesto que los sujetos son reducidos a la
condición de medios de un Fin sustancial trascendente. Entonces, ¿hay
otra lectu­ra posible del pasaje citado de la Enciclopedia?

La “astucia de la razón” revisitada

Aparece una posibilidad totalmente distinta si leemos este pasaje


contra el fondo de la lógica hegeliana de la reflexión: el “poner presu­
puestos” reflexivos.35 Respecto de esta lógica, el lugar común es que el
proceso dialéctico va desde el punto de partida inmediato, a través de
su mediación reflexiva, has­ta la inmediatez mediada, restaurada, del re­
sultado. Lo que de tal modo se pierde es la idea hegeliana crucial según
la cual la inmediatez inicial misma está siempre-ya “puesta” retroacti­
vamente, de modo que su emergencia coincide con su pérdida:

Por lo tanto, la reflexión “encuentra antes de ella” un inme­diato que es


trascendente y desde el cual retorna. Pero este retor­no es solo la presupo-
sición de lo que la reflexión encuentra antes de ella. De modo que lo que
se encuentra solo llega a ser a través del ser dejado atrás, su inmediatez es
inmediatez superada.36

Con esto, el “engaño” propio del proceso dialéctico apare­ce bajo


una nueva luz. Somos engañados en cuanto pensamos que lo que se “en-
cuentra” ya existía antes de ser “dejado atrás”, en cuanto pensamos que
alguna vez, antes de la pérdida, poseímos lo perdido por la reflexión. En
otras palabras, somos engañados acerca del hecho de que nunca tuvimos
lo que perdimos por la re­flexión. Esta paradoja es precisamente lo que nos

35. Véase el capítulo 6 de Žižek, The Sublime Object of Ideology, ob. cit.
36. Hegel’s Science of Logic, ob. cit., pág. 402.

177
Slavoj Žižek

permite for­mular una delimitación concisa de la reflexión “extrínseca”


y la reflexión “absoluta”. La reflexión extrínseca se ejerce sobre un ob­
jeto percibido como una entidad sustancial, dada de an­temano, es de­
cir, independientemente de la actividad reflexi­va. El problema es que la
propia actividad de la reflexión en­traña la pérdida de la presencia plena,
inmediata, del objeto. En la reflexión, el objeto es perdido “como tal”;
es mortifica­do, disecado por medio de las categorías analítico-reflexi­
vas. Lo que la red de la reflexión retiene son solo aspectos parcia­les, en
lugar de la totalidad viva; quedamos pegados a una abstracción muerta.
En este sentido, el filósofo por excelencia de la “reflexión extrínseca”
es Kant; por ejemplo, con su teo­ría de que la cosa-en-sí se sustrae a la
reflexión subjetiva.
La inversión de la reflexión extrínseca en reflexión absolu­ta se pro­
duce cuando experimentamos que el objeto como al­go dado inmedia­
to, prerreflexivo, “solo llega a ser a través del ser dejado atrás”; que,
en consecuencia, no hay nada anterior al movimiento de la reflexión,
puesto que este mismo movi­miento “pone sus presupuestos”, produce
la ilusión retroacti­va de que su objeto estaba dado de antemano.37 En
esto con­siste la “pérdida de la pérdida” hegeliana: no en la anulación
de la pérdida, ni en la reapropiación del objeto perdido con su plena
presencia, sino en la experiencia de que nunca tuvi­mos lo que hemos
perdido; la experiencia de que, en cierto sentido, la pérdida precede a
lo perdido. “En el principio” hu­bo siempre-ya una pérdida, y esta pér­
dida abre el espacio que debe ser llenado por los objetos. En el pasaje
de la reflexión extrínseca a la reflexión absoluta, la pérdida no queda
enton­ces abolida con la plena presencia-para-sí del sujeto-objeto: solo
cambia de lugar.38

37.También podríamos formular esta diferencia a través de la relación entre un texto


y sus interpretaciones. Para la lógica de la re­flexión extrínseca, las diferentes interpreta-
ciones intentan abordar el texto en sí, el cual, sin embargo, permanece inaccesible y las
elude; pasamos a la reflexión “absoluta” cuando experimentamos que estas interpreta-
ciones forman parte del texto mismo, que no es solo el lector quien, por medio de interpre-
taciones, busca el significado del texto, intenta penetrarlo desde una posición externa,
sino que, a través de nuestras interpretaciones, el propio texto, en cierto sentido, está
“en busca de sí mismo”, se reconstruye, adquiere nuevas dimensiones. El “significado
de un texto” no es algún meollo oculto, dado de ante­mano, que aguarda ser sacado a la
luz; se constituye a través de la se­rie de sus “efectualidades” históricas. Para emplear la
jerga descons­tructivista, por medio de nuestra lectura del texto, el texto mismo se lee y
(re)escribe.
38. A partir de esto, habría que abordar de nuevo el problema freudiano de la rene-
gación (Verleugnung) fetichista de la castración, que sigue el camino abierto reciente-
mente por Elizabeth Cowie (Se­xual Difference and Representation in the Cinema, Londres,
Macmillan, 1991). Desde luego, la renegación es en primer lugar una renegación de la

178
Sobre el Otro

Las conclusiones de este desplazamiento de la pérdida pa­ra la ló­


gica del espacio político son de largo alcance. Tome­mos el caso de la
actual desintegración del “socialismo real”. Desde luego, esta desin­
tegración es percibida inmediatamen­te como una pérdida, la pérdida
de la estabilidad casi idílica que caracterizó la trama social del socia­

falta del falo: el fetichista no puede aceptar el hecho traumáti­co de que la mujer no tiene
falo, por lo cual se aferra al fetiche susti­tuto (con la fundamental ambigüedad que esto
implica; al ocupar el lugar del falo, el fetiche simultáneamente oculta y señala su falta).
Sin embargo, debemos dar un paso más, es cierto que el fetichista reniega la castración,
pero el interrogante esencial es por qué la fal­ta de falo en la mujer es percibida como
“castración”, como la falta de algo. En otras palabras, ¿de dónde surge la expectativa de que
allí haya un falo, puesto que solo contra el fondo de esta expectativa el hecho simple de
no tenerlo puede ser percibido como una “castra­ción”? El hecho mismo de percibir como
una castración que “la mu­jer no lo tenga”, ¿no es ya una renegación, la renegación de que
la mujer, en contraste con el hombre, no lo ha “perdido”, puesto que nunca lo tuvo? En
síntesis, ¿no se trata de la renegación de la dife­rencia sexual? Es decir que la percepción
como “castración” del he­cho de que “la mujer no lo tenga” solo es posible contra el fondo
del supuesto de que las mujeres “deben ser como los hombres”, de que, en realidad, son
“hombres mutilados (castrados)”.
De modo que en el fetichismo la renegación es doble. El fetiche reniega la castra-
ción; por medio de él, evitamos la experiencia trau­mática de que “ella no lo tiene”. Pero
la percepción misma de esta ausencia como castración es ya una interpretación, basada
en la teoría de que ella debería tenerlo. Por lo tanto, la renegación real, fundamental, es la
“castración” en sí (la experiencia de la diferencia sexual como cas­tración de la mujer): el
trauma real no es la pérdida (del falo), sino el hecho de que la mujer nunca tuvo lo que
“perdió”. La misma fórmula se aplica a todas las experiencias de “Paraíso Perdido”. La
experiencia de “pérdida traumática” de una plenitud idílica oculta el hecho de que este
estado de plenitud, por empezar, nunca existió realmente, que “solo llega a ser al ser dejado
atrás”. Hegel lo dice explícitamente en sus conferencias sobre la filosofía de la religión: el
“paraíso” es es­trictamente correlativo a la caída, es una proyección retroactiva, un modo
en que el hombre percibe (mal) su estado animal previo.
Desde luego hay dos principales lecturas posibles de esta renega­ción doble. La lec-
tura feminista habitual consistiría en concebir la diferencia sexual fuera de la categoría
de la “pérdida”, es decir, fuera de la lógica asimétrica en la que un elemento es la versión
mutilada del otro (la mujer como hombre castrado). Aunque esta posibilidad parece muy
“emancipada”, Lacan la rechaza; para él, el falo sigue siendo el único punto de referencia,
el único significante de la dife­rencia sexual. Lo que él hace es simplemente concebir la
castración como simbólica: trata de situarla como una oposición simbólica, sig­nificante. Es
decir que, para Lacan, el hecho de que percibamos la ausencia de falo en la mujer como
una falta presupone el rasgo fun­damental del orden simbólico, su carácter diferencial.
Solo dentro de un orden diferencial puede adquirir significado, asumir un valor positivo,
la ausencia de un elemento como tal, en cuanto esta ausencia es percibida contra el fondo de
la presencia esperada, en una oposi­ción diferencial a ella. (A veces, por ejemplo, el silencio
es más ex­presivo que las palabras, cuando aparece contra el fondo de las pala­bras espera-
das.) Lacan extrae una conclusión radical: si la ausencia de falo en la mujer es percibida
como una falta, su presencia en el hombre debe también ser percibida contra el fondo de
su ausencia posible, en oposición simbólica a ella; en otras palabras, la presencia misma del
falo significa su posible ausencia, la “castración”.

179
Slavoj Žižek

lismo real posestali­nista, la sensación de que hemos perdido nuestro


basamento. El paso crucial que hay que dar es desembarazarse de este
an­helo nostálgico que suscita el universo cerrado que hemos perdido,
y reconocer que nunca lo tuvimos; el idilio era falso desde el principio
mismo, la sociedad estuvo siempre-ya abrumada por feroces antagonis­
mos. La pérdida más traumá­tica que se produce en la desintegración del
socialismo real es sin duda la de la “apariencia esencial” que mantenía
unida a la sociedad:39 la apariencia de que toda la sociedad apoyaba al
Partido y construía con entusiasmo el socialismo; con el de­rrumbe de
esta apariencia tenemos el más puro ejemplo posi­ble de “pérdida de una
pérdida”. Es decir que, a través de esta desintegración, en un sentido
no perdemos nada (nadie creía realmente en la apariencia), pero no
obstante la pérdida es tremenda, se la experimenta como traumática.
De modo que al desintegrarse la apariencia de un apoyo entusiasta al
Parti­do, el Partido literalmente pierde lo que nunca tuvo, a saber: el apoyo
del pueblo.
Con referencia al concepto de antagonismo social elabo­rado por
Laclau y Mouffe,40 podemos también decir que en la pérdida de una
pérdida el antagonismo es reconocido como “primordial”, no como
una mera quiebra secundaria de la ar­monía original. Cuando enfren­
tamos el derrumbe de un or­den social hasta entonces estable, “pérdida
de una pérdida” es el nombre de la experiencia de que esa estabili­
dad anterior era en sí misma falsa, enmascaraba la lucha interna. E,
inci­dentalmente, esto es lo que en última instancia significa la “re­
conciliación” hegeliana: el polo opuesto de lo que habi­tualmente se
supone, la humilde aceptación de que todo NO es racional, de que el
momento del antagonismo contingente es irreductible, de que la nece­
sidad conceptual misma depen­de y está insertada en una contingencia
que la contiene. Para convencerse, basta recordar el lugar exacto de la
Fenomenolo­gía del espíritu en el que aparece la “palabra de reconcilia­
ción”: al final de la dialéctica del alma bella, cuando el sujeto se ve obli­
gado a aceptar que “el modo de ser del mundo” no se deja aprehender
por (su) razón.
Ahora bien, parece asimismo claro que debemos releer el pasaje
citado de la Enciclopedia de Hegel. Caemos víctimas del engaño preci­
samente cuando percibimos el Bien como algo que “no necesita aguar­
darnos, sino que ya está cumplido, por implicación y en plena actuali­

39. Sobre el concepto de “apariencia esencial”, véase Slavoj Žižek, The Sublime Object
of Ideology, ob. cit., págs. 197-9.
40. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, Londres, Verso,
1985.

180
Sobre el Otro

dad”, es decir, cuando pasamos por alto que también lo absolutamente


Bueno “solo viene a ser a través del ser dejado atrás”. Caemos víctimas
del engaño cuando damos por sentada la existencia de una sustancia-
suje­to excluida de las vicisitudes del proceso histórico, que “mon­ta” el
engaño de los sujetos finitos, juega con ellos y explota su actividad para
lograr sus propios fines. En síntesis, el enga­ño supremo es el concepto
vulgar de la “astucia de la razón”, la suposición de la razón como una
agencia trascendente que maneja los hilos y dirige el espectáculo de la
historia.
Pero sería erróneo oponer simplemente estos dos engaños (el enga­
ño de la conciencia cotidiana que persigue sus fines egoístas, sin adver­
tir que es la herramienta por medio de la cual la razón histórica alcanza
su Fin infinito, y el engaño mismo de pensar que somos la herramienta
de alguna razón trascendente que, aunque desconocida para nosotros,
garanti­za el significado y la consistencia del proceso histórico) y de­
nunciar el primero como una “ilusión” y proclamar el se­gundo como
“la verdad”. De este modo perdemos el momen­to de verdad propio de
la primera concepción. La experiencia de que el Fin absoluto “no nos
aguarda, sino que ya está cum­plido” pone de manifiesto el “tejer silen­
cioso del Espíritu”, la demora necesaria del acto formal de decisión. El
“tejer” in­consciente por cierto no nos aguarda, de modo que cuando el
conflicto sale a la luz es ilusorio pensar que todo depende de nosotros,
de nuestra decisión: las cosas, efectivamente, “ya es­tán cumplidas”.
El problema real es el de cómo se pueden pensar juntos los dos ni­
veles de engaño. En otras palabras, ¿por qué es necesaria la suposición
ilusoria de la razón como agencia trascendente? Para ejemplificar esta
conjunción paradójica, tomemos el ca­so de la Revolución de Octubre.
Hoy está claro que era erró­nea la ideología que guiaba a los bolchevi­
ques cuando hicie­ron la revolución, la ideología de que ellos eran me­
ros ejecutores de la necesidad histórica, una “herramienta de la Histo­
ria” que realizaba la misión histórica prescrita. Pero lo esencial es que
si ellos no hubieran creído que eran meras he­rramientas de la Historia
no podrían haber realizado la revo­lución: para recordar la concisa for­
mulación del Leszek Kola­kowski, el éxito de Lenin se basaba en come­
ter los errores correctos en el momento correcto. Aquí tenemos juntos
am­bos niveles de excepción: los bolcheviques creían en la astucia de la
razón, se tomaban por instrumentos de la necesidad his­tórica y su en­
gaño era productivo, una condición positiva de los logros del Partido.
Esta lógica paradójica implica una especie de paradoja temporal. Lo
que buscamos es creado por el proceso mismo de nuestra búsqueda.
Esta idea subyace en una serie de chis­tes, como el del conscripto que
intentaba salvarse del servicio militar fingiendo estar loco. Su síntoma

181
Slavoj Žižek

consistía en verificar de modo compulsivo todos los trozos de papel


que llegaban a sus manos y repetir constantemente: “No es esto”. Fue
deriva­do al psiquiatra militar, en cuyo consultorio también examinó to­
dos los papeles que había, incluso los del cesto, repitiendo sin cesar:
“No es esto”. El psiquiatra, finalmente convencido de que el muchacho
estaba loco, le extendió un certificado que lo exceptuaba del servicio mi­
litar. El conscripto le echó una mirada y dijo alegremente: “¡Es esto!”.41
Cuando Hegel dice que “el error” es “un necesario ele­mento di­
námico de la verdad”, cuando escribe que “la verdad solo puede es­
tar allí donde hace de sí misma su propio resul­tado”, etcétera, hay que
entender estas proposiciones, que pa­recen extrañas, en el contexto de
la lógica del chiste del cons­cripto. Sin el error, sin la ilusión de las per­
sonas que rodeaban al conscripto en cuanto a que él buscaba un papel
ya existente, ese papel nunca habría sido producido; y la Re­volución de
Octubre tampoco se habría producido sin la ilu­sión de los revolucio­
narios de que ellos satisfacían una necesi­dad histórica. En este preciso
sentido, la verdad “hace de sí misma su propio resultado”: el papel que
finalmente satisface al conscripto no es sencillamente hallado, sino li­
teralmente el resultado del alboroto, de la confusión provocada por el
cons­cripto con su búsqueda “loca”. Es así como hay que compren­der la
desprestigiada “teleología de la razón” hegeliana: el Fin al que tiende el
movimiento no está dado de antemano; es, por así decirlo, creado por el
movimiento mismo; el engaño necesario reside en el hecho de que, para
que este movimien­to se produzca, los sujetos no deben advertir que su
propia búsqueda crea lo que “encuentran” al final. El nombre lacaniano
de este engaño estructural es sujet supposé savoir, “sujeto supuesto saber”,
y lo que Hegel llama “conocimiento absolu­to” es precisamente la caída
del sujeto supuesto saber. De mo­do que el punto de partida del proce­
so dialéctico es la presu­posición de conocimiento, la verdad de que el
conocimiento que buscamos ya está presente en el Otro: como Hegel
lo se­ñala reiteradamente, el dialéctico no aplica un método exter­no al
objeto, se limita a presuponer que “la razón gobierna la realidad”, que
la realidad es ya en sí misma “razonable” (y lo mismo ocurre en psi­
coanálisis, donde se presupone que deba­jo de la denominada “asocia­
ción libre”, debajo de su caos apa­rente, hay un significado oculto). Por
esto el dialéctico puede limitar su función a la de un observador puro
que descubre la racionalidad intrínseca de lo real. Al final del proceso
dialéc­tico, este presupuesto pierde fundamento: el sujeto descubre que
desde el principio mismo no había ningún sostén en el Otro, que él mismo

41. Véase una interpretación distinta de este chiste en Slavoj Žižek, The Sublime Object
of Ideology, ob. cit., págs. 160-61.

182
Sobre el Otro

produjo el significado “descubierto”. Y, final­mente, no hay que olvi­


dar que, en el caso del chiste del cons­cripto, el objeto creado mediante
la búsqueda era precisa­mente una carta, una comunicación oficial, de
modo que este chiste es en última instancia un chiste sobre el hecho de que
una carta siempre llega a destino.

183
Tercera Parte

Cum grano praxis


5. ¿Está bien todo lo
que termina bien?

¿Por qué un dialéctico debe aprender a contar hasta cuatro?

La tríada y sus excesos

¿Hasta cuánto debe aprender a contar un dialéctico hege­liano? La


mayoría de los intérpretes de Hegel, para no men­cionar a sus críti­
cos, intentan convencernos al unísono de que la respuesta correcta
es hasta tres (la tríada dialéctica, etcéte­ra). Además, ellos compiten
entre sí por llamarnos persuasiva­mente la atención sobre “el cuarto
lado”, el exceso no dialec­tizable, el lugar del muerto (el dummy, el
francés le mort, en bridge), que supuestamente elude la aprehensión
dialéctica, aunque (o, más precisamente, en cuanto) es la condición de
posibilidad intrínseca del movimiento dialéctico: la negativi­dad de un
puro consumo que no puede ser superado (aufgeho­ben), recobrado en
su resultado.
Pero en este punto la crítica a Hegel enfrenta una vez más su pro­
blema habitual, que es también el que provoca Harry en la película
de Alfred Hitchcock titulada, precisamente, The trouble with Harry [El
tercer tiro; en España, Pero, ¿quién mató a Harry?]: ni Harry ni Hegel se
dejan enterrar fácilmente. Ante una mirada más atenta, resulta obvio
que el reproche su­puestamente devastador que los críticos sacan de la
galera en realidad constituye el aspecto crucial del propio movimiento
dialéctico. Un lector cuidadoso recordará inmediatamente no solo nu­
merosos casos particulares (como el de los cuatro tipos de juicio de la
primera parte de la “lógica subjetiva”), sino también el hecho de que
Hegel tematiza la cuadruplicidad del movimiento dialéctico como tal:
el exceso de la pura nada de la negatividad relacionada consigo misma

187
Slavoj Žižek

que desaparece, se vuelve invisible, en el resultado final. En el último


capítulo de su Lógica, a propósito de la matriz elemental del proceso
dia­léctico, señala que los momentos de este proceso pueden con­tarse
como tres o como cuatro, con el sujeto como momento excedente que
“cuenta como nada”:

En este punto de inflexión del método, el curso de la cogni­ción al mismo


tiempo se vuelve sobre sí mismo. Como contra­dicción autosuperadora, esta
negatividad es la restauración de la primera inmediatez, de la universalidad
simple; pues lo otro del otro, lo negativo de lo negativo, es inmediatamen-
te lo positivo, lo idéntico, lo universal. Si uno insiste en contar, este segundo
término inmediato es, en el curso del método como un todo, el tercer tér­
mino para el primer inmediato y el mediado. Sin embargo, es también el
tercer término para el negativo primero o formal y la negatividad absoluta
o segundo negativo; ahora bien, como el primer negativo es ya el segundo
término, el término computado como tercero puede también ser computa-
do como cuarto, y en lu­gar de una triplicidad, la forma abstracta puede ser
considerada una cuadruplicidad; de este modo, lo negativo o la diferencia es
contado como una dualidad.1

El primer momento es la positividad inmediata del punto de partida;


el segundo momento, su mediación, no es simple­mente su contrario in­
mediato, su opuesto extrínseco: aparece precisamente cuando tratamos
de captar el primer momento, el inmediato en y por sí mismo, como tal.
De este modo, ya lo mediatizamos e, imperceptiblemente, se convierte
en su pro­pio opuesto. De modo que el segundo momento no es lo ne­
gativo del primero, su alteridad; es el primer momento como SU propio
otro, como lo negativo de sí mismo: en cuanto conce­bimos el punto de
partida abstracto-inmediato (en cuanto de­terminamos la red concre­
ta de sus presupuestos e implicacio­nes y explicitamos su contenido),
se convierte en su propio opuesto. Incluso en el nivel más abstracto,
la “nada” no es el opuesto extrínseco del “ser”: llegamos a “la nada”
sencilla­mente al tratar de especificar, de determinar el contenido del
concepto de “ser”. En esto consiste la idea dialéctica funda­mental de
la “negatividad intrínseca”: una entidad es negada, pasa a su opuesto,
como resultado del desarrollo de su propio potencial.
Para tomar un ejemplo trillado, el fascismo no es un opuesto exter­
no a la democracia liberal, sino que tiene sus raíces en los antagonis­
mos interiores de la propia democracia liberal. Por esto la negatividad
debe contarse dos veces: en efecto, para negar el punto de partida,

1. Hegel’s Science of Logic, Londres, Allen & Unwin, 1969, pág. 836. [Ed. cast.: Ciencia
de la lógica, Buenos Aires, Mondolfo, 1982.]

188
¿Está bien todo lo que termina bien?

debemos negar su pro­pia “negación interna” en la cual su contenido


llega a su “ver­dad” (el fascismo, aunque opuesto al capitalismo liberal,
no es su negación efectiva, sino solo su negación “interna”: para ne­gar
al capitalismo liberal debemos por lo tanto negar su nega­ción misma).
La negación segunda, autorreferencial, esta alte­ridad que se refleja so­
bre sí misma (como dice Hegel), es el punto de fuga de la negatividad
absoluta, de la “pura diferen­cia”, el momento paradójico que es tercero,
puesto que es ya el primer momento el que “pasa” a su propio otro. Esto
podría también conceptualizarse como un caso de determinación re­
troactiva: cuando es opuesto a su negativo radical, el primer momento
en sí se convierte retroactivamente en su opuesto. El capitalismo-en-sí
no es lo mismo que el capitalismo-como-­opuesto-al-comunismo: en­
frentado a las tendencias de su di­solución, el capitalismo se ve obliga­
do a negarse “desde den­tro” (pasar al fascismo) para sobrevivir. Esta
dialéctica ha sido articulada por Adorno a propósito de la historia de
la música:

Los medios y las formas de la composición musical descubiertos más tarde


afectaron y modificaron los medios tradicionales y sobre todo las formas de
interdependencia que ellos constituían. Todo trítono empleado hoy en día
por un compositor suena ya como la negación de las disonancias liberadas
entre tanto. Ya no posee su inmediatez anterior […], sino que es algo me-
diado his­tóricamente. En esto consiste su propia oposición. Cuando esta
oposición, esta negación, es pasada en silencio, todo trítono de esta clase,
todo movimiento tradicionalista, se convierte en una impostura afirmativa,
convulsivamente confirmatoria, equivalen­te al discurso sobre el mundo fe-
liz, habitual en los otros domi­nios de la cultura. En música, no cabe resta-
blecer un sentido pri­mordial.2

Este es un caso paradigmático de lo que el estructuralismo deno­


mina “determinación por ausencia”: después de la llega­da de las diso­
nancias, cambia el significado del trítono, pues­to que su uso ulterior
implica la negación de la disonancia; su nuevo significado resulta del
modo en que la ausencia de diso­nancia está presente en el uso del trítono.
En su presencia in­mediata, el trítono sigue siendo lo mismo; su me­
diación his­tórica es revelada por el hecho de que cambia precisamente en
cuanto sigue siendo lo mismo.3 En esto consiste también la false­dad de los

2. Theodor W. Adorno, “Über einige Schwierigkeiten der Kom­ponierens heute”, en


H. Steffen (comp.), Aspekte der Modernität, Go­tinga, 1965, pág. 133.
3. El reverso complementario de esta paradoja es, por supuesto, que las cosas deben
cambiar para que sigan siendo las mismas: el ca­pitalismo se ve obligado a revolucionar las
condiciones materiales precisamente a fin de mantener las mismas relaciones fundamen-
tales de producción.

189
Slavoj Žižek

actuales llamados a un retorno a los valores tradi­cionales: en cuanto


se los restablece, ya no son los mismos, puesto que legitiman el orden
social que es su opuesto.4
Podemos ver cómo emerge el elemento suplementario: en cuan­
to añadimos a lo inmediato su negación, esta negación modifica re­
troactivamente el significado de la inmediatez, de modo que debemos
contar hasta tres, aunque lo que tenemos efectivamente son solo dos
elementos. O bien, si encaramos el ciclo completo del proceso dia­
léctico, hay tres momentos “positivos” que contar (lo inmediato, su
mediación y el retor­no final a la inmediatez mediada), pero además el
insondable excedente de la pura diferencia que “cuenta como nada”,
aun­que impulsa todo el proceso: es ese “vacío de la sustancia” al mis­
mo tiempo “receptáculo” (Rezeptakulum) “de todo y todas las cosas”,
como dice Hegel.

Protestantismo, jacobinismo…

Estas cavilaciones, no obstante, son de naturaleza pura­mente for­


mal, en la mejor tradición de las exasperantes refle­xiones abstractas
sobre el “método dialéctico”; les falta la re­lación interna con un con­
tenido histórico concreto. En cuanto pasamos a este nivel, la idea de
un cuarto momento-­excedente como “mediador evanescente” entre el
segundo momento (la división, la oposición abstracta) y el resultado
fi­nal (la reconciliación) adquiere de inmediato un contorno concreto:
basta con pensar en el modo en que Fredric Jame­son, en su ensayo
sobre Max Weber5, articula el concepto de “mediador evanescente” (va-
nishing mediator) a propósito de la teoría de Weber sobre el papel del
protestantismo en el sur­gimiento del capitalismo. Esta teoría es inter­
pretada habitual­mente (también lo hacía el propio Weber) como una
crítica a la tesis marxista de la primacía de la infraestructura económi­ca:
fundamentalmente, lo que dice Weber es que el protes­tantismo fue una

4. De esto se sigue la incompatibilidad fundamental del procedimiento hegeliano


con los recientes intentos posmodernos de oponer a la Razón “totalitaria”, “monoló-
gica”, “represiva”, “universalizado­ra”, los contornos de otra Razón plural, policéntrica,
dialógica, fe­menina, barroca, etcétera (por ejemplo, el “pensamiento blando”). Desde un
punto de vista hegeliano, ese movimiento es sencillamen­te superfluo: la primera Razón
(la “monológica”) ya se revela como su propio opuesto en cuanto intentamos aprehenderla
“en sí misma”, “como tal”.
5. Véase Fredric Jameson, “The Vanishing Mediator; or Max Weber as Storyteller”,
en The Ideologies of Theory, vol. 2, Minneapo­lis, University of Minnesota Press, 1988.

190
¿Está bien todo lo que termina bien?

precondición del capitalismo. Para Jameson, por el contrario, la teoría


de Weber es perfectamente compa­tible con el marxismo y constituye la
elaboración de la nece­sidad dialéctica en virtud de la cual, en el pasaje
desde el feu­dalismo al capitalismo, se invirtió la relación “normal” entre
la “base” y la “superestructura”.
¿En qué consiste exactamente esta necesidad dialéctica? En otras pa­
labras, ¿de qué modo específico el protestantismo creó las condiciones
para la emergencia del capitalismo? No, como cabría esperar, al limitar
o el alcance de la ideología religiosa, socavando su omnipresencia ca­
racterística de la sociedad me­dieval, sino, por el contrario, al universali­
zar su pertinencia: Lutero se oponía a los conventos y a la Iglesia como
institu­ción apartada, separada por una brecha del resto de la socie­dad,
porque quería que la actitud cristiana penetrara y deter­minara toda la
vida cotidiana secular. A diferencia de la posición tradicional (anterior
al protestantismo), que básica­mente limitaba la pertinencia de la re­
ligión a las metas hacia las que debíamos tender, mientras dejaba los
medios (el ámbi­to de la actividad económica secular) librados al juicio
común no religioso, la “ética del trabajo” protestante concibió la ac­
tividad secular en sí (la codicia económica) como ámbito de la revela­
ción de la Gracia de Dios.
Este cambio puede ejemplificarse con la reubicación del ascetismo:
en el universo católico tradicional, el ascetismo concierne a un estrato
de personas separadas de la vida secu­lar cotidiana, consagradas a repre­
sentar en este mundo su Más-Allá, a representar el Cielo en la Tierra
(los santos, los monjes con su abstinencia), mientras que el protestan­
tismo le requiere a cada cristiano que actúe ascéticamente en su vida
secular, que acumule riqueza en lugar de gastarla irreflexiva­mente, que
viva con temperancia y modestia. En síntesis, que realice su actividad
económica utilitaria “con Dios en mente”; de tal modo se vuelve super­
fluo el ascetismo como asunto de un estrato separado.
Esta universalización de la posición cristiana, la afirma­ción de su
pertinencia en la actividad económica secular, ge­neró la “ética del tra­
bajo” protestante (trabajo compulsivo y acumulación de riqueza, renun­
cia al consumo como un fin en sí); al mismo tiempo, pero sin saberlo ni
quererlo, sirvió a la “astucia de la razón”, abrió camino a la desvalori­
zación de la religión, a su confinamiento en la intimidad de una esfera
privada separada de los asuntos estatales y públicos. La uni­versalización
protestante de la posición cristiana no fue en­tonces más que una etapa
transitoria del pasaje al estado “normal” de la sociedad burguesa, en la
cual la religión es re­ducida a un “medio”, a un recurso que le permite
al sujeto encontrar nuevas fuerzas y perseverancia en la lucha econó­
mica por la supervivencia, semejante a las técnicas de auto­percepción

191
Slavoj Žižek

que ponen el encuentro de nuestro “verdadero sí­-mismo” al servicio de


nuestro bienestar personal.
Por supuesto, resulta fácil tomar una distancia irónica res­pecto de
la ilusión protestante y señalar que el resultado final del esfuerzo pro­
testante por abolir la brecha entre la religión y la vida cotidiana fue la
degradación de la religión, converti­da de tal modo en un medio “tera­
péutico”; mucho más difícil resulta concebir la necesidad del protestan­
tismo como media­dor evanescente entre el corporativismo medieval y
el indivi­dualismo capitalista. En otras palabras, no se debe perder de
vista que era imposible pasar inmediatamente de la sociedad cerrada
medieval a la sociedad burguesa sin la intervención del protestantismo
como mediador evanescente: el protestan­tismo, con la universalización
del cristianismo, preparó el te­rreno para su repliegue a la esfera de la
vida privada.
En el ámbito político, el jacobinismo desempeñó un papel similar,
y puede incluso ser definido como “protestantismo político”: el jaco­
binismo universalizó del mismo modo el pro­yecto político-ideológico
democrático. No lo veía como un mero principio político formal sin
gravitación inmediata en las relaciones económicas, familiares, etcétera,
sino que inten­tó hacer del proyecto democrático igualitario un princi­
pio que estructurara la totalidad de la vida social. Y cayó en la misma
trampa: sin saberlo, su radicalismo político preparó el camino para lo
opuesto, para el universo burgués de indivi­duos egoístas y codiciosos
que no dan ni un alfiler por el mo­ralismo igualitario.
También en este caso es fácil tomar una distancia irónica y seña­
lar que los jacobinos, con su reducción violenta de la totalidad social
al principio abstracto de la igualdad, necesa­riamente terminaron en el
terrorismo, puesto que esta reduc­ción era resistida por la red de relacio­
nes concretas caracterís­ticas de la sociedad civil (véase la crítica hegelia­
na clásica a los jacobinos en la Fenomenología del espíritu); más difícil es
de­mostrar por qué no era posible ningún pasaje inmediato des­de el an-
cien régime a la vida cotidiana burguesa egoísta; por qué, precisamente a
causa de su reducción ilusoria de la tota­lidad social al proyecto político
democrático, los jacobinos eran un mediador evanescente necesario (este
es el punto efec­tivo de la crítica de Hegel, y no los lugares comunes
sobre el carácter utópico terrorista del proyecto jacobino). En otras pa­
labras, es fácil detectar en el jacobinismo las raíces y las pri­meras formas
del totalitarismo moderno; mucho más difícil e inquietante resulta re­
conocer y asumir plenamente el hecho de que, sin el “exceso” jacobino
no habría ninguna democra­cia pluralista “normal”.6

6. Lo inusual del texto de Jameson es que no hace referencia al papel del propio Weber

192
¿Está bien todo lo que termina bien?

Es decir que la ilusión en la que el protestantismo y el ja­cobinismo


quedaron enredados es más compleja que lo que podría parecer a pri­
mera vista: no consiste sencillamente en la universalización moralista
ingenua del cristianismo o del pro­yecto democrático igualitario (esto
es, en que pasaran por al­to la riqueza de las relaciones sociales concretas
que se resis­tían a esa universalización inmediata). Esta ilusión es mucho
más radical: tiene la misma naturaleza que todas las utopías políticas
históricamente importantes; es la ilusión sobre la que Marx llamó la
atención a propósito del Estado platónico, al observar que Platón no
advertía que lo que efectivamente estaba describiendo no era un ideal
aún no realizado, sino la estructura fundamental del Estado griego exis­
tente. En otras palabras, las utopías no son “utópicas” porque describan
un “Ideal imposible”, un sueño irrealizable en este mundo, sino porque
no reconocen que su Estado ideal está ya realizado en su contenido bási­
co (“en su concepto”, como diría Hegel).
El protestantismo se vuelve superfluo, puede desaparecer como
mediador, en el momento en que la realidad social mis­ma queda es­
tructurada como un “universo protestante”: la es­tructura conceptual de
la sociedad civil capitalista es la de un mundo de individuos atomiza­
dos, definidos por la paradoja del “ascetismo adquisitivo” (“cuanto más
posees, más debes renunciar al consumo”), es decir, la estructura del
contenido protestante sin su forma religiosa positiva. Lo mismo ocurre
con el jacobinismo, que pasaron por alto el hecho de que el ideal que
perseguían ya estaba realizado, en su estructu­ra conceptual, en la activi­

como mediador evanescente entre el enfoque tradicional (prepositivista) de la sociedad


y la sociología del siglo XX como “ciencia objetiva”. Jameson señala que el concepto
weberiano de Wertfreiheit, de posición libre de valores, no es aún la ulterior “neutralidad”
positivista: expresa una actitud prepositivista nietzs­cheana de distancia respecto de los
valores, lo que nos permite reali­zar una “transvalorización de los valores” y de tal modo
intervenir con más eficacia en la realidad socia. En otras palabras, la Wertfreit­heit implica
una actitud muy “interesada” respecto de la realidad.
Incidentalmente, ¿no ha desempeñado Wittgenstein el mismo papel en la filosofía
analítica contemporánea? ¿No es él incluso un doble mediador evanescente, en relación
con el positivismo lógico clásico y también con la teoría de los actos de habla? Basta
con una sensibilidad simple a los refinamientos teóricos para advertir que el aspecto más
valioso del Tractatus de Wittgenstein se pierde con su sistematización en el positivismo
lógico: me refiero a ese “exceden­te” con el que Russell, Carnap y otros no saben qué hacer
y descar­tan como confusión o misticismo (el problema de la forma como in­decible y del
silencio que inscribe al sujeto de la enunciación en la serie de las proposiciones, etcétera).
Lo mismo pasa con la codifica­ción de los actos de habla en Searle y otros: perdemos una
serie de paradojas e interrogantes liminares, desde el estatuto paradójico de la “certidum-
bre objetiva” (lo que no puede ser puesto en duda, aun­que no sea necesariamente verda-
dero) hasta la división del sujeto de los actos de habla (la discontinuidad radical entre “yo”
y el nombre propio).

193
Slavoj Žižek

dad adquisitiva “sucia” que les pare­cía una traición a sus altos ideales.
La vida cotidiana burguesa vulgar, egoísta, es la realidad de la libertad,
la igualdad y la fraternidad: la libertad del libre comercio y la igualdad
formal ante la ley, etcétera.
La ilusión propia de los mediadores evanescentes (los pro­testantes,
los jacobinos) es precisamente la del “alma bella” hegeliana: ellos se
niegan a reconocer, en la realidad corrupta de la que se lamentan, la
consecuencia última de su propio ac­to (como diría Lacan, su propio
mensaje en su forma verdade­ra, invertida). Y nuestra ilusión, como he­
rederos “realistas” del protestantismo y el jacobinismo, no es menor:
nosotros percibimos a esos mediadores evanescentes como aberracio­
nes o excesos, sin advertir que no somos más que “jacobinos sin la for­
ma jacobina”, “protestantes sin la forma protestante”.

…y otros mediadores evanescentes

La brecha entre la forma y su contenido conceptual nos da también


la clave de la necesidad del mediador evanescente: el pasaje del feudalis­
mo al protestantismo no es de la misma na­turaleza que el pasaje del pro­
testantismo a la vida cotidiana burguesa, con su religión privatizada. El
primer pasaje con­cierne al “contenido” (bajo el disfraz de preservar la
forma re­ligiosa, o fortalecerla, se produce el cambio crucial, la afirma­
ción del ascetismo adquisitivo en la actividad económica como ámbito
de la manifestación de la Gracia), mientras que el segundo pasaje es un
acto puramente formal, un cambio de forma (en cuanto el protestan­
tismo se realiza como ascetismo adquisitivo, puede desaparecer como
forma).
Por lo tanto, el mediador evanescente surge debido al mo­do en que
la forma, en un proceso dialéctico, persiste detrás del contenido: pri­
mero se produce el cambio crucial dentro de los límites de la forma
antigua, incluso toma la apa­riencia de su afirmación renovada (la uni­
versalización del cristianismo, el retorno a su “verdadero contenido”,
etcétera); después, al concluir “el tejer silencioso del Espíritu”, puede
caer la vieja forma. La doble escansión de este proceso nos permite
captar de modo concreto la fórmula trillada de la “negación de la nega­
ción”: la primera negación consiste en el cambio lento, invisible, sub­
terráneo, del contenido sustancial, que, paradójicamente, se produce
en nombre de su propia forma; después, cuando la forma ha perdido su
derecho sustancial, se desmorona por sí misma; es negada la forma mis­
ma de la ne­gación o, para usar la clásica pareja hegeliana, el cambio que
“en sí” se vuelve “para sí”.

194
¿Está bien todo lo que termina bien?

Es necesario dar un paso más que complica este cuadro. Una mira­
da más atenta revela la presencia de dos mediadores evanescentes en el
pasaje desde la estructura política feudal hasta la estructura política bur­
guesa: la monarquía absoluta y el ja­cobinismo. La primera es el signo,
la encarnación de un com­promiso paradójico, la forma política que le
permite a la bur­guesía en ascenso fortalecer su hegemonía económica y
quebrar el poder económico del feudalismo, de sus guildas y corpora­
ciones. Por supuesto, lo paradójico es que el feuda­lismo “cava su propia
tumba”, precisamente al absolutizar su coronamiento, al otorgar un po­
der absoluto al monarca; el resultado de una monarquía absoluta es un
orden político desconectado de su fundamento económico. Y la misma
“des­conexión” caracteriza al jacobinismo: es ya un lugar común definir
el jacobinismo como una ideología radical que toma literalmente el pro­
grama político burgués (igualdad, libertad, fraternidad) e intenta rea­
lizarlo sin tener en cuenta la articu­lación concreta de la sociedad civil.
Las dos ilusiones se pagaron caras: el monarca absoluto advirtió
demasiado tarde que la sociedad lo ensalzaba como todopoderoso con
el único objeto de permitir que una clase desalojara a otra; también
los jacobinos pasaron a ser super­fluos después de haber realizado su
tarea de destruir el aparato del ancien régime. Tanto al monarca como
a los jacobinos los entusiasmó la ilusión de la autonomía de la esfera
política; uno y otros creían en su visión política: uno, en el carácter
in­cuestionable de la autoridad real, y los otros, en la pertinencia de su
proyecto político. En otro nivel, ¿no podría decirse lo mismo del fas­
cismo y el comunismo, es decir, el “socialismo real”? ¿No es el fascismo
una especie de autonegación intrín­seca del capitalismo, un intento de
“cambiar algo para que nada cambie”, por medio de una ideología que
subordina la economía al ámbito político-ideológico? ¿No es el leni­
nismo “real” una especie de “jacobinismo socialista”, un intento de su­
bordinar la totalidad de la vida socioeconómica a la regula­ción política
inmediata del Estado socialista? En ambos casos se trata de mediadores
evanescentes, mediadores que desapa­recen, pero, ¿en qué? La habitual
respuesta cínica, “desde el capitalismo hasta el capitalismo”, parece un
tanto facilista…
La inversión de la relación “normal” entre el contenido (la “base o
infraestructura económica”) y su forma ideológica (inversión que hace
posible la lectura antimarxista de Weber) consiste por lo tanto en la des­
crita “emancipación” de la for­ma respecto del contenido, característica
del mediador eva­nescente: la ruptura del protestantismo con la Iglesia
medie­val no refleja un nuevo contenido social, sino que es más bien la
crítica al antiguo contenido feudal en nombre de la versión radi­calizada de su
propia forma ideológica; es esta “emancipación” de la forma cristiana res­

195
Slavoj Žižek

pecto de su propio contenido social lo que abre el espacio a la gradual


transformación del viejo con­tenido en el contenido nuevo (capitalista).
En consecuencia, a Jameson le resulta fácil demostrar que la teoría de
Weber so­bre el papel crucial del protestantismo en la emergencia del
capitalismo solo alcanza al economicismo vulgar y es perfec­tamente
compatible con la dialéctica de la “base” y su “supe­restructura ideológi­
ca”; según esta dialéctica se pasa de una formación social a otra a través
de un mediador evanescente que invierte la relación entre base y super­
estructura: al eman­ciparse de su base, la vieja superestructura prepara el
terreno para la transformación infraestructural. De tal modo se salva el
edificio teórico marxista clásico, la emancipación de la for­ma ideológica
queda explicada por los antagonismos internos de la propia base: se
produce cuando estos antagonismos se vuelven tan violentos que ya no
pueden ser legitimados por la forma ideológica.
En esta emancipación de la superestructura ideológica hay una in­
trínseca dimensión ética de carácter trágico: presenta un punto único
en el cual la ideología “se toma a sí misma lite­ralmente” y deja de
funcionar como una legitimación “objeti­vamente cínica” (Marx) de
las relaciones de poder existentes. Permítasenos mencionar otro caso,
más contemporáneo: los “nuevos movimientos sociales” que surgie­
ron durante los úl­timos años de “socialismo real” en Europa oriental,
movi­mientos cuyo paradigma es el Neues Forum de la ex República
Democrática Alemana; los grupos de intelectuales apasionados que “se
tomaban el socialismo en serio” estaban dispuestos a todo para des­
truir el sistema comprometido y reemplazarlo por un utópico “tercer
camino” que fuera más allá del capita­lismo y del socialismo real. Por
supuesto, su sincera creencia y su insistencia en que no trabajaban por
la restaura­ción del capitalismo occidental demostró no ser más que una
ilusión insustancial; sin embargo, podríamos decir que preci­samente
como tal (como una completa ilusión sin sustancia) era, en sentido es­
tricto, no ideológica: no reflejaba en forma ideológica invertida ninguna
relación real de poder.
En este punto debemos corregir la vulgata marxista: con­trariamente
al lugar común según el cual una ideología se vuelve “cínica” (acepta
la brecha entre “palabra” y “acto”, ya “no cree en sí misma”, ya no es
experimentada como una ver­dad sino que se considera un puro medio
instrumental para legitimar el poder) en el período de decadencia de
una forma­ción social, podría decirse que precisamente ese período le
abre a la ideología gobernante la posibilidad de “tomarse en serio” y
oponerse efectivamente a su propia base social (con el protestantismo,
la religión cristiana se opuso al feudalismo, que era su base social, así
como Neues Forum se opuso al so­cialismo real en nombre del “socialis­

196
¿Está bien todo lo que termina bien?

mo verdadero”). De este modo, sin saberlo, esa ideología desencadena


su propia des­trucción final. En cuanto ha realizado su tarea, “la historia
la desborda” (Neues Forum obtuvo el tres por ciento de los votos en
las elecciones), y se aparece un nuevo “tiempo de truha­nes”: tomaron
el poder quienes en su mayor parte habían guardado silencio durante
la represión comunista, pero en el nuevo contexto se permitían llamar
“criptocomunistas” a la gente de Neues Forum…

“Un golpe de dedo…”

Sin embargo, esta interpretación, en la que el mediador evanescente


aparece efectivamente como solo un mediador, una figura intermedia
entre dos estados de cosas “normales”, ¿es la única posible? El aparato
conceptual elaborado por la teoría política posmarxista (Claude Lefort,
Ernesto Laclau) permite otra lectura que modifica radicalmente la pers­
pectiva. Dentro de este campo, el momento del mediador evanescen­te
es definido por Alain Badiou7 como el del “evento” en re­lación con la
estructura establecida: es el momento en que emerge la “verdad” de la
estructura, el momento de apertura que se pierde o, más precisamente,
se vuelve literalmente in­visible cuando la irrupción del “evento” queda
institucionali­zada en una nueva positividad.
Según el lugar común que, contrariamente a lo habitual, no es una
estupidez vestida de sabiduría, “después del hecho”, si se mira hacia
atrás, la historia puede siempre interpretarse como un proceso gober­
nado por leyes, como una sucesión significativa de etapas; no obstante,
mientras somos sus agen­tes, mientras estamos envueltos, atrapados en
el proceso, la situación (por lo menos en los puntos de inflexión en que
“es­tá sucediendo algo”) aparece abierta, indecidible, y está muy lejos de
revelar con claridad una necesidad subyacente: nos encontramos frente
a nuestra responsabilidad, pesa sobre nuestros hombros la obligación
de tomar decisiones.
Recordemos la Revolución de Octubre: retroactivamente, es fácil
ubicarla dentro del proceso histórico más amplio, de­mostrar que fue
generada por la situación específica de Rusia, con su modernización
frustrada y la presencia simultánea de islas de modernidad (una cla­
se obrera altamente desarrollada en lugares aislados). En síntesis, no
es demasiado difícil com­poner un tratado sociológico sobre este tema.
Pero basta re­leer las apasionadas polémicas entre Lenin, Trotsky, los
men­cheviques y otros participantes, para encontrarse cara a cara con

7. Alain Badiou, L’être et l’événement, París, Éditions du Seuil, 1988.

197
Slavoj Žižek

lo que se pierde en un relato histórico “objetivo”: la res­ponsabilidad


de decidir en una situación que, por así decirlo, forzaba a los agentes
a inventar nuevas soluciones y a realizar movidas sin precedentes, sin
ninguna garantía de las “leyes generales del desarrollo histórico”.
Ese momento “imposible” de apertura es el momento de la subjeti-
vidad: “sujeto” es un nombre de esa X insondable a la que se llama, a la
que de pronto se pide cuentas, arrojada a una posición de responsabi­
lidad, a la urgencia de decidir en esos momentos de indecidibilidad. Es
así como hay que inter­pretar la proposición de Hegel en cuanto a que la
verdad de­be aprehenderse “no solo como sustancia, sino también como
sujeto”;8 no solo como un proceso objetivo gobernado por al­guna nece­
sidad racional oculta (aunque esta necesidad asuma la forma hegeliana
de la astucia de la razón), sino también co­mo un proceso puntuado,
escandido por los momentos de apertura/indecibilidad en los que el
acto irreductiblemente contingente del sujeto establece una nueva ne­
cesidad.
Según una difundida opinión, el enfoque dialéctico nos permite
penetrar en el juego superficial de las contingencias y alcanzar la ne­
cesidad racional subyacente que “mueve los hi­los” desde atrás del su­
jeto. Una verdadera maniobra dialécti­ca hegeliana es casi la inversión
exacta de este procedimiento: dispersa el fetiche del “proceso histórico
objetivo” y nos per­mite ver su génesis, el modo en que la misma nece­
sidad histó­rica surge como una positivación, como coagulación de una
decisión radicalmente contingente del sujeto en una situación abierta,
indecidible. La “necesidad dialéctica” es siempre, por definición, una
necesidad après coup: una explicación estricta­mente dialéctica cuestiona
la evidencia de “lo que sucedió realmente” y la confronta con lo que no
sucedió, es decir, consi­dera que lo que no sucedió (una serie de oportu­
nidades perdi­das, de “historias alternativas”) es una parte constitutiva
de lo que “sucedió efectivamente”. La actitud dialéctica respecto de la
problemática de los “mundos posibles” es por lo tanto más paradójica
de lo que parece, puesto que lo que sucede ahora, en nuestra realidad,
es el resultado de una serie de actos radi­calmente contingentes, el úni­
co modo de definir adecuada­mente nuestro mundo actual consiste en
incluir en su defini­ción la negación de los “mundos posibles” conteni­
da en su posición; nuestras oportunidades perdidas son parte de lo que
somos, lo califican (en todos los sentidos de la palabra).
Pero en la interpretación del pasado nuestro horizonte es­tá determi­
nado por los actos contingentes que realizamos y que dan fuerza a la ilu­

8. G. W. F. Hegel, Phenomenology of Spirit, Oxford, Oxford University Press, 1977,


pág. 10. [Ed. cast.: Fenomenología del espíritu, México, FCS, 1992.]

198
¿Está bien todo lo que termina bien?

sión retroactiva de necesidad; por esta razón, nos resulta imposible ocu­
par una posición neutra de puro metalenguaje, desde la cual podamos
ver desde arriba todos los mundos posibles. Esto significa que no pode­
mos de­finir nuestro mundo actual, puesto que solo podríamos hacer­lo
en los términos de su relación negativa con las alternativas (sobre las
que no tenemos perspectiva). En otras palabras, si llevamos la paradoja
a su extremo: desde luego, solo era real­mente posible un mundo, el
mundo en el cual vivimos actual­mente, pero puesto que no tenemos ac­
ceso a la posición de observadores neutros, no sabemos cuál es este mundo,
no sabe­mos en cuál de los “mundos posibles” vivimos realmente. No se
trata de que “nunca sabremos cuáles fueron las oportunida­des perdidas”,
sino de que nunca sabremos realmente cuáles hemos aprovechado. Por
extrema que esta posición pueda pa­recer, ¿no es discernible en la frase
cotidiana que utilizamos para designar a alguien que no se da cuenta de
la suerte que ha tenido al salvarse de una serie de catástrofes posibles?
De­cimos entonces: “No sabe lo afortunado que es…”. Si la “dia­léctica”
no significa también esto, hablar de “la sustancia co­mo sujeto” es en
última instancia nulo, y estamos de nuevo en la razón como necesidad
sustancial que maneja los hilos des­de atrás del escenario.
Contra este fondo debemos pensar la tesis de Hegel sobre “la pues­
ta de presupuestos”: este poner retroactivo es precisa­mente el modo en
que la necesidad surge de la contingencia. El momento en que el sujeto
“pone sus presupuestos” es el mismo momento de su borradura como
sujeto, el momento en que se desvanece como mediador: el momento de
cierre en el que el acto de decisión del sujeto se convierte en su opues­
to esta­blece una nueva red simbólica por medio de la cual la historia
adquiere de nuevo la evidencia de una evolución lineal. Vol­vamos a la
Revolución de Octubre, sus presupuestos fueron puestos cuando, des­
pués de la victoria y la consolidación del nuevo poder, se perdió nueva­
mente la apertura de la situa­ción, cuando fue otra vez posible asumir la
posición de un “observador objetivo” y narrar la progresión lineal de
los acontecimientos, mediante la descripción del modo en que el poder
sovié­tico quebró la cadena imperialista en su eslabón más débil y de tal
modo inició la nueva época de la historia del mundo, etcétera. En este
estricto sentido, el sujeto es un mediador evanescente: su acto logra el
éxito cuando el sujeto se vuelve invisible, al positivizarse en una nueva
red simbólica en la que se ubica y explica a sí mismo como resultado
de un proceso histórico, reduciéndose a un mero momento de la to­
talidad engendrada por su propio acto. Lo atestigua la posición esta­
linista de puro metalenguaje en la cual (contrariamente a los luga­res
comunes sobre la “ciencia proletaria”, etcétera) el com­promiso mismo
de la teoría marxista con el proletariado, su “partidismo”, su “toma de

199
Slavoj Žižek

posición”, no son concebidos co­mo algo intrínseco a la teoría como tal:


los marxistas no habla­ban desde la posición subjetiva del proletariado,
sino que se basaban en el proletariado desde una posición “objetiva”
ex­terna, neutral:

En la década de 1880, en el período de la lucha entre los marxistas y los


narodniks, el proletariado de Rusia constituía una minoría insignificante,
mientras que los campesinos individuales eran la vasta mayoría de la po-
blación. Pero el proletariado era una clase en desarrollo, mientras que el
campesinado como clase estaba desintegrándose, y precisamente porque
el proletariado estaba en desarrollo como clase, los marxistas basaron su
orien­tación en el proletariado y no se equivocaron, pues, como sabe­mos, el
proletariado creció posteriormente desde ser una fuerza insignificante hasta
convertirse en una fuerza histórica y política de primer orden.9

Desde luego, el interrogante crucial es el de desde dónde hablaban los


marxistas en el momento de su lucha contra los narodniks, como para
que pudieran equivocarse al basar su orientación en el proletariado.
Obviamente, desde un punto de vista externo que abarcaba el proce­
so histórico como un campo de fuerzas objetivas, en el que había que
“tener el cui­dado de no equivocarse” y “dejarse guiar por las fuerzas
jus­tas”, las que en última instancia serían las vencedoras; en sín­tesis, en
el que había que “apostar al caballo ganador”.
Leída de este modo (es decir, retroactivamente) la deci­sión sobre
cómo actuar sigue a la evaluación “objetiva”: pri­mero vemos la situa­
ción desde una posición neutra, “objeti­ va”; después de determinar
cuáles serán probablemente las fuerzas ganadoras, decidimos “basar en
ellas nuestra orienta­ción”… Pero esta narración retroactiva padece una
suerte de ilusión de perspectiva: no reconoce el hecho crucial de que “la
verdadera razón de una decisión solo se vuelve aparente una vez que la
decisión ha sido tomada”.10 En otras palabras, las razones para “basar
nuestra orientación en” el proletaria­do solo se vuelven aparentes para
quienes ya hablan desde la posición subjetiva proletaria o, como dirían los
teólogos perspi­caces, por supuesto que hay buenas razones para creer
en Je­sús, pero estas razones solo son plenamente comprensibles para
quienes ya creen en él. Y lo mismo vale para la célebre teoría leninista
del “eslabón más débil” en la cadena del im­perialismo: no es posible
definir primero, con un enfoque ob­jetivo, cuál es el eslabón más débil y
a continuación tomar la decisión de golpear en ese punto; el acto mismo

9. Joseph Stalin, Selected Writings, Westport, Greenwood Press, 1942, pág. 411.
10. John Forrester, The Seductions of Psychoanalysis, Cambridge, Cambridge University
Press, 1990, pág. 189.

200
¿Está bien todo lo que termina bien?

de decidir de­fine al “eslabón más débil”. Esto es lo que Lacan llama un


ac­to: un movimiento que, por así decirlo, define sus propias condi­ciones,
produce retroactivamente los fundamentos que lo justifican:

Lo que es imposible para [quienes cuentan con una aprecia­ción objetiva de


las condiciones] es que un gesto puede crear condiciones que, retroactiva-
mente, lo justifiquen y lo conviertan en adecuado. Pero está demostrado
que esto es lo que sucede y que la meta no es ver [las cosas correctamente],
sino cegarse lo bastante como para poder golpear del modo correcto, es
decir, del modo que dispersa.11

El acto es entonces “performativo” de un modo que exce­de al “acto


de habla”: su performatividad es retroactiva, rede­fine la red de sus pro­
pios presupuestos. Este “exceso” de la performatividad retroactiva del
acto puede también formular­se en los términos de la dialéctica hege­
liana de la ley y su transgresión, el crimen: desde la perspectiva de la
ley positiva existente en una comunidad simbólica, el acto aparece por
definición como crimen, puesto que viola sus límites simbóli­cos e in­
troduce un elemento totalmente nuevo que genera un desorden total.
En un acto no hay rima ni razón; un acto, por su naturaleza misma, es
escandaloso, como lo fue la aparición de Jesús a los ojos de los custodios
de la ley existente, es decir, antes de que Jesús fuera “cristianizado”,
convertido en parte de la nueva ley de la tradición cristiana. Y la génesis
dialécti­ca hace una vez más visible los orígenes “escandalosos” de la ley
existente. Recordemos una vez más la perspicaz observa­ción de Ches­
terton sobre la novela policial:

en cierto sentido presenta a la mente el hecho de que la civi­lización en sí es


la más sensacional de las desviaciones y la más romántica de las rebeliones
[…]. Se basa en el hecho de que la moral es la más oscura y osada de las
conspiraciones.12

El enfoque dialéctico saca a la luz este reverso olvidado de la ley: el


modo en que la propia ley coincide con la suprema transgresión crimi­
nal. Y un acto “tiene éxito” en cuanto “su­tura” de modo nuevo su pro­
pio pasado, sus propias condicio­nes, si se borra su carácter “escandalo­
so”; el acto es la emer­gencia de un nuevo significante amo, ese “golpe
de dedo” adicional que, milagrosamente, convierte el caos anterior en
una “nueva armonía”.

11. Jean-Claude Milner, Les noms indistincts, París, Éditions du Seuil, 1983, pág. 16.
12. G. K. Chesterton, “A Defence of Detective Stories”, en H. Haycraft (comp.), The
Art of the Mystery Story, Nueva York, The Universal Library, 1946, pág. 6.

201
Slavoj Žižek

Un golpe de tu dedo sobre el tambor descarga los sonidos e ini­cia la nueva


armonía. Das un paso, y surgen hombres nuevos e inician su marcha. Des-
vías la cabeza: ¡el nuevo amor! Miras hacia atrás: ¡el nuevo amor!

Rimbaud, A une raison

Lo que se pierde después del inicio de la “nueva armonía” es el ca­


rácter abismal, radicalmente contingente, escandaloso, del nuevo signi­
ficante amo; lo demuestra, por ejemplo, la transformación de Lenin, en
la hagiografía leninista, en una figura sabia que “lo vio todo y lo previó
todo”, incluso el esta­linismo. Por ello, solamente hoy, después del de­
rrumbe del leninismo, resulta posible encarar a Lenin como un actor
del drama histórico, capaz de realizar movidas imprevistas que, como lo
ha dicho sucintamente Leszek Kolakowski, eran los errores correctos
en el momento correcto.13

13. En este preciso sentido podríamos decir que el Lenin que hay que desenterrar
es el que aún no era leninista; lo mismo vale res­pecto del “retorno a Freud” de Lacan:
por medio de él, Lacan inten­tó recrear la frescura del acto descubridor de Freud, de su
subver­sión del campo de la opinión anterior al establecimiento del psicoanálisis como un
nuevo lugar común científico e ideológico.
Pero la paradoja del retorno a Freud de Lacan consiste en su afirmación de que el
Freud que no era aún freudiano era ya lacaniano, que “en la práctica” sabía lo que signi-
ficaba “la autonomía del signi­ficante”. Para persuadirse de esto, basta echar una breve
mirada a uno de los numerosos análisis de sueños de Freud, por ejemplo, el del piano
mal afinado.
El esposo le preguntó: “¿No te parece que tenemos que hacer afinar el piano?”. Ella
replicó: “No vale la pena; los martillos tienen que ser reacondicionados de cualquier modo”.
La clave de la solución estaba en las palabras “no vale la pena”. Estas derivaban de
una visita que la mujer había hecho el día an­terior a una amiga. La habían invitado a
sacarse el saco, pero ella recha­zó hacerlo con las siguientes palabras: “Gracias, pero
no vale la pena, solo me voy a quedar un minuto”. Mientras me estaba diciendo esto,
recordé que durante el análisis del día anterior de pronto se había tomado el sa­co, uno
de cuyos botones estaba desabrochado. Era como si estuviera di­ciendo “Por favor,
no mire, no vale lo pena”. Del mismo modo, la “caja” [“Kasten”] era un sustituto de
“pecho” [“Brustkasten”], y la interpretación del sueño nos devolvía de inmediato al
tiempo de su desarrollo físico en la pubertad… (Sigmund Freud, The Interpretation of
Dreams, Harmonds­worth, Penguin, 1976, págs. 273-4. [Ed. cast.: La interpretación de
los sue­ños, Amorrortu, 1986, vol. 4]).
¿Cómo procede exactamente Freud en este punto? Lejos de bus­car un posible sig-
nificado de la escena como un todo, él, por así de­cirlo, pone entre paréntesis su presión
atmosférica; tampoco intenta discernir el significado de sus componentes individuales
(el piano “significa”…, etcétera). En lugar de ello, busca conexiones particula­res, radi-
calmente contingentes, entre el sueño y su “reprimido” (sus “otras escenas”) en el nivel
del puro significante. De este modo aísla la secuencia del significante “no vale la pena”
que, a través de su doble inscripción (“no vale la pena… afinar el piano, mirar mis

202
¿Está bien todo lo que termina bien?

¿Por qué la verdad es siempre política?

Esta concepción del acto inmediatamente incide sobre la descrip­


ción de las relaciones entre lo social y lo político, y so­bre la diferencia
entre “lo político” y “la política”, en los tér­minos de Lefort14 y Laclau.15
“La política” es un complejo social separado, un subsistema positiva­
mente determinado de relaciones sociales en interacción con otros sub­
sistemas (la economía, las formas culturales…), y “lo político” es el mo­
mento de apertura, de indecibilidad, en el que se cuestiona el principio
estructurante de la sociedad, la forma fundamental del pacto social: en
síntesis, el momento de crisis global supe­rada por el acto de fundar una
“nueva armonía”. De modo que la dimensión política está doblemente
inscrita: es un mo­mento del todo social, uno más entre sus subsistemas,
y tam­bién el terreno en el que se decide el destino del todo, en el que se
diseña y suscribe el nuevo pacto.16
Para la teoría social en general, la dimensión política es secundaria
respecto de lo social: en la sociología positivista, como un subsiste­
ma por medio del cual la sociedad organiza su autorregulación; en el
marxismo clásico, como la esfera se­parada de la universalidad alienada
que resulta de la división de la sociedad en clases (con la implicación
subyacente de que una sociedad sin clases entrañaría el final de lo
político como escena separada); incluso en la ideología de algunos
de los “nuevos movimientos sociales”, lo político es delimitado co­
mo el dominio del poder estatal contra el cual la sociedad ci­vil debe
organizar sus mecanismos regulatorios de autodefen­sa. En oposición
a estos conceptos, podríamos arriesgar la hipótesis de que la génesis
misma de la sociedad es siempre política: un sistema social con exis­
tencia positiva no es más que una forma en la cual la negatividad de

senos”), nos da acceso a la serie de las asociaciones “reprimidas” que llegan hasta el
dominio del erotismo pregenital, anal. (Obsérvese que incluso el ejemplo aparente de
“simbolismo” –el piano que es un sustituto del pecho–, se basa en la autonomía del
significante: no se trata de que el piano “simbolice” el pecho, sino de que una misma
palabra –Kasten– e­ stá inscrita doblemente). Este elemento “doblemente inscrito” de la
secuencia onírica (“no vale la pena”) desempeña por lo tanto un pa­pel estrictamente
homólogo al de una clave en la novela policial: un detalle “dislocado” que nos permite
pasar a la “otra escena”.
14. Claude Lefort, The Political Forms of Modern Society, Cam­bridge, Polity Press,
1986.
15. Ernesto Laclau, New Reflections on the Revolution of Our Time, Londres, Verso,
1990.
16. En términos heideggerianos, podríamos decir que, entre las diferentes esferas
de la vida social, la política es el único lugar al que puede llegar la verdad: donde puede
fundarse una nueva manera de revelarse la comunidad a sí misma.

203
Slavoj Žižek

una decisión radi­calmente contingente asume una existencia positiva,


determi­nada.
No fue por casualidad que los jacobinos, esos mediadores evanes­
centes por excelencia, hayan “absolutizado lo político”; el reproche que
atribuye su fracaso a que quisieron hacer de la política uno de los subsis­
temas sociales, el principio estructurante de todo el edificio social, pasa
por alto el hecho crucial de que para los jacobinos la dimensión política
no era un subsistema entre muchos, sino que designaba la emergen­cia
de una negatividad radical que posibilitaba la nueva fundación de la
trama social: ellos no desaparecieron debido a su debili­dad, sino a su éxito, es
decir, a que concluyeron su trabajo.
En términos más semióticos podríamos decir que la políti­ca como
subsistema es una metáfora del sujeto político, de lo po­lítico como sujeto:
el elemento que, dentro del espacio social constituido, ocupa el lugar
de lo político como negatividad que lo suspende y lo funda de nuevo.
En otras palabras, “la política” como “subsistema”, como una esfera se­
parada de la sociedad, representa dentro de la sociedad su propio funda­
mento olvidado, su génesis en un acto abismal violento; re­presenta,
dentro del espacio social, lo que debe caer fuera pa­ra que este espacio se
constituya. Aquí podemos reconocer fácilmente la definición lacaniana
del significante (lo que “re­presenta al sujeto para otro significante”):
la política como subsistema representa lo político (el sujeto) para to­
dos los otros subsistemas sociales. Por esto los sociólogos positivistas
intentan desesperadamente convencernos de que la política es solo un
subsistema: es como si el tono desesperado y urgente de este intento de
persuasión hiciera eco a un peligro inmi­nente de “explosión” y de que
la política vuelva a “serlo todo”, se convierta en “lo político”. En esta
argumentación hay un inequívoco matiz normativo que le confiere un
aspecto de conjuro: tiene que seguir siendo un mero subsistema…
Lo que está en juego en las dos interpretaciones posibles de esta
paradoja del mediador evanescente es, por lo tanto, el estatuto mismo
del antagonismo social, es decir, de la nega­tividad: la emergencia de la
negatividad en el espacio social, ¿es un mero intermediario en el pasaje
desde una forma de positividad a otra, la “excepción” que caracteriza la
transición desde una “normalidad” a otra, o esta misma “normalidad”
no es más que la secuela, la domesticación de un exceso olvi­dado de
negatividad? La segunda solución invierte totalmente la perspectiva: la
red estable de subsistemas es la forma de hegemonía de un polo del an­
tagonismo social; la “paz de cla­ses”, el índice mismo de la hegemonía de
una clase en la lu­cha de clases… Lo que se pierde cuando se estabiliza
la red de subsistemas (es decir, cuando se establece la “nueva armonía”
y el nuevo orden “pone sus presupuestos”, “sutura” su campo) es la me-

204
¿Está bien todo lo que termina bien?

taforicidad del elemento que representa su génesis: es­te elemento queda


reducido a ser “uno entre otros”; pierde su carácter de Uno que ocupa el
lugar de la Nada (de la negatividad radical).
Ahora podemos volver a la célebre tríada hegeliana: el su­jeto es ese
mediador evanescente, el cuarto momento que, por así decirlo, esceni­
fica su propia desaparición, una desapa­rición que es la medida misma de
su “éxito”, el vacío de la negatividad autorreferencial que se hace invi­
sible cuando miramos el proceso retroactivamente, desde su resultado.
Si te­nemos en cuenta este cuarto momento excedente que opera en la
tríada hegeliana, podemos interpretarla contra el fondo del “cuadrado
semiótico” greimasiano.
La oposición entre la necesidad y la imposibilidad se di­suelve en el
ámbito de la posibilidad (la posibilidad, por así decirlo, es la “negación
de la negación” de la necesidad); lo que desaparece de este modo es
el cuarto término, lo contin­gente, que no es en modo alguno igual a
lo posible: en la con­tingencia hay siempre algo de “encuentro con lo
Real”, algo de la violenta emergencia de una entidad absolutamen­
te nue­va que desafía los límites del campo establecido de lo que uno
sostiene como “posible”. Y “lo posible” es, por así decirlo, una con­
tingencia “domesticada” pacificada, una contingencia a la que se le ha
retirado el aguijón.

Necesario Imposible

Posible Contingente

En psicoanálisis, por ejemplo, la verdad pertenece al or­den de la


contingencia:17 vegetamos en nuestra vida cotidia­na, profundamente
hundidos en la mentira universal que la estructura, cuando, de pronto,
algún encuentro totalmente contingente (el comentario casual de un
amigo, un incidente que presenciamos) suscita el recuerdo de un anti­
guo trauma reprimido y conmueve nuestro autoengaño. El psicoanálisis
es en este sentido radicalmente antiplatónico: lo universal es el ámbito
de la falsedad por excelencia, mientras que la ver­dad surge como un en­
cuentro contingente particular que la hace visible como “reprimida”.18

17. Véase Jean-Claude Milner, ob. cit.


18. Como en Hegel, donde las palabras de este tipo pertenecen al ámbito del enten-
dimiento abstracto y son, por lo tanto, incapaces de expresar la verdad especulativa. Esta

205
Slavoj Žižek

La dimensión perdida en la “posibilidad” es precisamente este carácter


traumático, no garantizado de la emergencia de la verdad: cuando una
ver­dad se vuelve “posible” pierde su carácter de “evento”, se convierte
en una mera precisión fáctica y como tal pasa a for­mar parte de la men­
tira universal gobernante.19
Ahora podemos ver hasta qué punto el psicoanálisis laca­niano está
lejos del “liberalismo” pluralista pragmático del ti­po rortyano: la lec­
ción final de Lacan no es la relatividad y pluralidad de las verdades,
sino el hecho duro, traumático, de que en toda constelación concreta
la verdad debe necesariamen­te emerger en algún detalle contingente. En
otras palabras, aunque la verdad depende del contexto (aunque no hay
nin­guna verdad en general, sino siempre la verdad de alguna si­tuación),
en todo campo plural hay sin embargo un punto particular que arti­
cula su verdad y que como tal no puede ser relativizado; en este preciso
sentido, la verdad es siempre Una. Aquello a lo que apuntamos queda

verdad solo puede emerger por medio de contingencias particulares de juegos de pala-
bras: los tres significados de Aufhebung; zugrundegehen (caer en ruinas) como zu Grunde
gehen (llegar al propio fundamento), etcétera. Véase el ca­pítulo l.
19. En la presente constelación ideológica, donde la glorificación de la “cultura” (pos-
moderna) a expensas de la “civilización” (moder­na) está nuevamente de moda (la cultu-
ra alemana contra las supues­tamente superficiales civilizaciones anglosajona o francesa,
etcétera), sería teóricamente productivo ordenar en un cuadro semiótico las dos oposicio-
nes de cultura-primitivismo y civilización-barbarie:

Cultura Civilización

Barbarie Primitivismo

Lo esencial que no hay que pasar por alto es que la cultura y la barbarie no se excluyen
recíprocamente: lo opuesto a la barbarie no es la cultura sino la civilización (lo “no-civi-
lizado” equivale a “lo bárba­ro”); en otras palabras, la cultura en sí, en cuanto es afirmada
en su oposición a la civilización, libera un inequívoco potencial de barba­rie. Ya Hegel, a
propósito de la cultura medieval, habló de la “barba­rie de la cultura pura” (Barbarismus
der reinen Kultur). El hecho de que la mayor barbarie de nuestro siglo (el nazismo) se haya
produci­do en la nación que glorificaba su cultura contra la civilización super­ficial de sus
vecinos (Alemania) no fue en modo alguno accidental. En última instancia, no hay nin-
guna contradicción entre el Heinrich Heydrich que dirigía el terror nazi en la Bohemia
ocupada y planifi­có la “solución final” de la cuestión judía y el mismo Heydrich que, por
las noches, después de su duro día de trabajo, interpretaba los cuartetos de cuerdas de
Beethoven, quizás el logro supremo de la cultura alemana. El primer modelo de este Kul-
turbarbarismus alemán es Lutero, cuyo rechazo protestante a Roma fue una reacción de
pu­ra cultura interior contra la civilización católica mundial y, al mismo tiempo, por medio
de su actitud salvaje, violenta, desplegó la barba­rie latente propia de la ideología alemana.

206
¿Está bien todo lo que termina bien?

iluminado más clara­mente si reemplazamos el cuadrado “ontológico”


por el cuadrado “deontológico”:

Prescripto Prohibido

Permitido X

Nos falta incluso un término apropiado para esta X, para el extraño


estatuto de lo que es “no prescripto”, “facultativo”, y sin embargo no
sencillamente “permitido”: por ejemplo, la emergencia en la cura psi­
coanalítica de algún conocimiento hasta entonces prohibido que pone
en ridículo la prohibición, desnuda sus mecanismos ocultos, sin por
ello convertirse en una “permisividad” neutra. La diferencia reside en
las distin­tas relaciones con el orden universal, que garantiza la permi­
sividad, mientras que esta garantía falta en el caso del “tú po­drías”…,
que Lacan designa como scilicet: tú podrías conocer (la verdad sobre tu
deseo) si asumieras el riesgo. Este scilicet es quizás el recurso fundamen­
tal del pensamiento crítico.

El eslabón perdido de la ideología

La estructura autorreferencial y su vacío

La paradoja básica del concepto psicoanalítico del fantas­ma consiste


en una especie de bucle temporal: el “fantasma original” es siempre
el fantasma de los orígenes, es decir que el esqueleto elemental de la
escena fantasmática es para el su­jeto estar presente como pura mirada
ante su propia concep­ción o, más precisamente, en el acto mismo de
su propia con­cepción. La fórmula lacaniana del fantasma ($&a) indica
esta conjunción lógica del sujeto y el objeto qua esa mirada impo­sible:
el “objeto” del fantasma no es la escena fantasmática en sí, su conte­
nido (el coito parental, por ejemplo), sino la mira­da imposible que lo
presencia.
Para ejemplificar este “viaje al pasado” constitutivo de la conste­
lación fantasmática, recordemos la escena de Terciopelo azul, de David
Lynch, en la cual el héroe observa a través de una rendija en la puerta
del baño el juego sexual sadomaso­quista entre Isabella Rosellini y Denis
Hopper, un juego en el cual Hopper se relaciona alternativamente con

207
Slavoj Žižek

Rosellini co­mo su madre y su hija. Este juego es el “sujeto”, el tema, el


contenido de la fantasía, y su objeto es el héroe, reducido a presencia
de una pura mirada.20 La paradoja básica del fantas­ma consiste preci­
samente en este cortocircuito temporal “ab­surdo” en virtud del cual el
sujeto qua pura mirada, por así decirlo, se precede a sí mismo y presencia
su propio origen.
Un ejemplo clásico se encuentra en el Frankenstein de Mary Shelley,
donde las escenas más terroríficas describen al doctor Frankenstein y a
su desposada en el momento de la ma­yor intimidad, cuando de pronto
se dan cuenta de que están siendo observados por el monstruo creado
artificialmente (su “hijo”), como testigo mudo de su propia concepción.
“En es­to consiste el enunciado del fantasma que impregna el texto de
Frankenstein: ser la mirada que refleja el goce de los pro­pios padres, un
goce mortal”.21
¿De dónde proviene el tremendo impacto de esa escena fantasmáti­
ca? En otras palabras (y más precisas), ¿por qué el sujeto reemplaza su
falta de ser (su “querer ser”) por esa mi­rada imposible? La clave de este
enigma debe buscarse en la asimetría entre la sincronía y la diacronía:
la emergencia mis­ma de un orden simbólico sincrónico implica una
brecha, una discontinuidad en la cadena causal diacrónica que lleva a
él, un “eslabón perdido” en esa cadena. El fantasma es una prue­ba a
contrario de que el estatuto del sujeto es el de “eslabón perdido”, un
vacío que, dentro del conjunto sincrónico, ocu­pa el lugar de su géne­
sis diacrónica forcluida. En consecuen­cia, la incompletud de la cadena
causal y lineal es una condi­ción positiva para que se produzca el “efecto
sujeto”: si pudié­ramos explicar sin resto el advenimiento del sujeto a
partir de la positividad de algún proceso natural (o espiritual), si pudié­
ramos reconstruir la cadena causal completa que lleva a su emergencia,
el sujeto mismo quedaría cancelado. La brecha, la incompatibilidad
entre causa y efecto, resulta por lo tanto irreductible, ya que es cons-

20. La paradoja temporal implícita en este punto surge directa­mente en una serie de
películas recientes centradas en el motivo del viaje en el tiempo (Volver al futuro, Termina-
tor, etcétera): su matriz es siempre un sujeto que, por medio de un viaje al pasado, intenta
ser testigo de su propia concepción, como en Volver al futuro, film en el cual el héroe es
quien une a sus propios padres y de tal modo se procura su propia existencia… Terminator,
por el contrario, escenifi­ca una situación inversa: el cyborg que llega desde el futuro tiene
la misión de impedir la concepción de un futuro líder. Véase capítulo 7 (“Time Travel,
Primal Scene, and the Critical Dystopia”) de Cons­tance Penley, The Future of An Illusion:
Film, Feminism and Psychoa­nalysis, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1989.
21. Jean-Jacques Lecercle, Frankenstein: mythe et philosophie, Pa­rís, PUF, 1988, págs.
98-9. Incidentalmente, debe recordarse que la figura del monstruo en Frankenstein fue
concebida como una metá­fora del terror de la Revolución Francesa, es decir, de una cre-
ación humana extraviada.

208
¿Está bien todo lo que termina bien?

titutiva del propio efecto: en cuanto completamos la cadena de causas,


perdemos su efecto.
En otras palabras, el estatuto de eslabón perdido no es so­lo episte­
mológico, sino primariamente ontológico. No se tra­ta de jugar al os­
curantismo idealista y predicar “el inescruta­ble misterio de los orígenes
del hombre”, mientras al mismo tiempo se advierte contra la curiosidad
que nos impulsa a per­turbar ese dominio prohibido (por medio de ex­
perimentos biogenéticos, etcétera), de acuerdo con la fórmula paradó­
jica de la prohibición de lo imposible (es imposible penetrar los orígenes
del hombre, por lo cual está prohibido emprender esa investigación, que
podría descubrir demasiado y de tal modo abrir el camino a horribles
manipulaciones genéticas, etcéte­ra). En su ser mismo, el sujeto está
constituido como el esla­bón perdido de la cadena causal: la cadena en la
cual no falta ningún eslabón es la positividad de una sustancia sin sujeto.
“La sustancia es sujeto” significa que hay siempre un eslabón que falta
en la cadena sustancial.
Por abstractas que puedan parecer, estas proposiciones conciernen
directamente a nuestra relación fenomenológica más concreta con el
otro. Solo podemos reconocer al otro co­mo persona en la medida en
que, en un sentido radical, él si­gue siendo desconocido para nosotros: el
reconocimiento impli­ca una ausencia de conocimiento. Un prójimo to­
talmente transparente y revelado ya no es una “persona”, ya no nos
re­lacionamos con él como con otra persona: la intersubjetividad se basa
en el hecho de que el otro es fenomenológicamente experimentado
como “una incógnita”, como un abismo sin fondo que nunca podremos
sondear. El gran Otro lacaniano es habitualmente concebido como el
orden simbólico imper­sonal, la estructura que regula los intercambios
simbólicos; lo que de tal modo se olvida es el hecho crucial de que el
gran Otro (opuesto al “pequeño otro” de la relación especular ima­
ginaria) fue primero introducido para designar la alteridad ra­dical de
la otra persona, más allá de que nos reflejemos en ella, más allá de que
la reconozcamos nuestra imagen especu­lar. En su Seminario III, Lacan
presenta como sigue la razón para introducir al Otro:

¿Por qué [Otro, Autre] con A mayúscula? Por una razón sin duda delirante,
como ocurre siempre que nos vemos obligados a introducir signos suple-
mentarios a los que brinda el lenguaje. La razón delirante es aquí la que
sigue: Tú eres mi mujer, después de todo, ¿qué sabe uno?; Tú eres mi amo, de
hecho, ¿cómo estar se­guro? El valor fundante de estas palabras está preci-
samente en que lo apuntado por el mensaje, así como lo manifiesta en el
fin­gimiento, es que el Otro está ahí en tanto que Otro absoluto. Absoluto,
es decir que es reconocido, pero no conocido. Asimis­mo, lo que constituye
el fingimiento es que, a fin de cuentas, no saben si es o no un fingimiento.

209
Slavoj Žižek

Esta incógnita en la alteridad del Otro es lo que caracteriza esencialmente


la relación de palabra en el nivel en que es hablada al otro.22

En otras palabras, nuestro compromiso con el otro y el compromiso


del otro con nosotros solo tiene sentido contra el fondo de esta incono­
cibilidad absoluta: en cuanto el otro es perfectamente conocido y reve­
lado, no tiene ningún sentido comprometerse con él para una acción;
lo que encontramos aquí es el fundamento “agnóstico” del lenguaje qua
orden del compromiso simbólico. La palabra dada compromete precisa­
mente porque no hay ninguna garantía fáctica de que será mantenida.
De lo que acabamos de decir hay que extraer una conclusión inevitable,
aunque sorprendente: el paradigma fundamental de la Cosa incono­
cible, de su alteridad absoluta, es el hombre mismo, nuestro prójimo,
el otro como persona. La naturaleza es simplemente desconocida, su
inconocibilidad es epistemológica, mientras que el otro qua otra per­
sona es ontológicamente inconocible; su inconocibilidad es el modo
en que está constituido su ser, en que su ser se nos revela. Freud había
tenido ya un presentimiento en tal sentido cuan­do escribió sobre un
“hueso extraño” (fremdes Kern) que hay dentro de nuestro prójimo (Ne-
benmensch): la “cosa en sí” kan­tiana inconocible es en última instancia
el hombre mismo.
A este sujeto qua eslabón perdido Lacan lo bautizó “suje­to del sig­
nificante”; la estructura significante es definida por un vacío central (el
eslabón perdido) en torno al cual está or­ganizada: es precisamente la
articulación de su vacío (y, en este sentido, la representación del sujeto).
El conocido principio estructuralista de la “prioridad de la sincronía
respeto de la diacronía” no es en última instancia más que el reverso
po­sitivo de esta imposibilidad de llegar a los propios orígenes, una im­

22. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre III: Les Psychoses, París, Édi­tions du Seuil, 1981,
pág. 48; traducción citada de John Forrester, The Seductions of Psychoanalysis, Cambridge,
Cambridge University Press, 1990, pág. 138. [Ed. cast.: ob. cit. en nota 13, cap. 1.] Tene-
mos aquí otro ejemplo de coincidencia de los opuestos en las definiciones laca­nianas de
los conceptos cruciales. El “gran Otro” es la razón presu­puesta que confiere significado
a la contingencia sin sentido y, simul­táneamente, la aparición pura del Significado que
hay que mantener a cualquier precio. Es otro ser humano en su singularidad insondable,
más allá del “muro del lenguaje” (la “persona” en su abismo elusivo), y simultáneamente
el mecanismo simbólico anónimo que regula los in­tercambios intersubjetivos. El orden
temporal es el mismo que en el sueño de la inyección a Irma, de Freud. En el momento
mismo en que echamos una mirada a la garganta del Otro, cuando nos encontramos con
la Otra (persona) en su abismo pavoroso que está más allá de la relación especular ima-
ginaria, el registro cambia y pasamos al seno de la “beatitud simbólica” de una máquina
que nos libera de toda respon­sabilidad, nos desubjetiviza, puesto que “marcha por sí
misma”.

210
¿Está bien todo lo que termina bien?

posibilidad constitutiva de la estructura simbólica: el lenguaje como sis­


tema diferencial gira en una especie de círculo vicioso, se esfuerza, por
así decirlo, en alcanzar su propia cola; constituye un abismo sin ningún
punto de refe­rencia externo que sirva como soporte; cada uno de sus
ele­mentos se remite a todos los otros, “es” solo su diferencia respecto
de ellos, razón por la cual resulta imposible a priori explicarlo “gené­
ticamente”. El lenguaje funciona como un círculo cerrado, involuto,
que siempre-ya se presupone a sí mismo. En otras palabras, el lenguaje
aparece por definición ex nihilo: de pronto está “todo allí”, de pronto
“todo tiene significado”.
Esto es lo que significa la “arbitrariedad del significante”: no el he­
cho de que podemos “comparar desde fuera las pala­bras y las cosas, y
verificar que la conexión entre unas y otras es arbitraria (la mesa se lla­
ma mesa, o table, o Tisch, etcétera), sino, por el contrario, la imposibilidad
misma de adoptar una posición externa desde la cual podamos “com­
parar” las pala­bras y las cosas. Las palabras significan lo que significan
solo con respecto a su lugar en la totalidad del lenguaje; esta tota­lidad
determina y estructura el horizonte dentro del cual la realidad se nos
revela, dentro del cual podemos eventualmen­te “comparar” las palabras
individuales con las cosas.
La filosofía analítica reciente ha llegado al mismo resulta­do:23 desde
luego, podemos comparar las proposiciones indi­viduales con la “reali­
dad” y verificar su “correspondencia” con el estado de cosas descrito;
sin embargo, sería ilusorio pensar que de tal modo encontramos una
especie de contacto inmediato, un pasaje desde el “lenguaje” a la “rea­
lidad”, un punto en el cual las palabras están directamente “engancha­
das” a las cosas; por el contrario, la verificación de esta co­rrespondencia
solo es posible dentro del campo global ya es­tablecido del lenguaje. Es
cierto que puedo comparar la proposición “Hay una mesa en la habita­
ción” con el estado de cosas fáctico y de tal modo verificar su exactitud,
pero este procedimiento se basa ya en la totalidad del lenguaje, que es
la que da sentido a la proposición “Hay una mesa en la habi­tación”.24

23. Véase Donald Davidson, “On the Very Idea of a Conceptual Scheme”, en John
Rajchmann y Cornel West (comps.), Post-Analyti­cal Philosophy, Nueva York, Columbia
University Press, 1985.
24. La aceptación de esta brecha que nos impide fundar el len­guaje qua totalidad
significativa a partir de los puntos particulares de correspondencia entre las proposiciones
individuales y la realidad condujo a Davidson a una conclusión radical: una disyunción
estricta entre la teoría de la verdad (cuyo estatuto es puramente semántico) y la problemá-
tica epistemológica de determinar cuándo una proposi­ción o teoría es o no “verdadera”.
De este modo, Davidson rompe el círculo de la epistemología cartesiana que equipara la
teoría de la verdad (es decir, la teoría que nos dice lo que es la verdad) con la teoría que

211
Slavoj Žižek

Por lo tanto, la idea misma de un orden circular sincróni­co implica


una brecha, una discontinuidad en su génesis: la estructura sincrónica
no puede deducirse de un proceso diacróni­co sin cometer una petición
de principio. De pronto, por medio de un salto milagroso, nos encon­
tramos dentro de un orden sincrónico cerrado que no admite ningún
sostén exter­no, puesto que gira en su propio círculo vicioso. Esta falta
de sostén en virtud de la cual el lenguaje, en última instancia, so­lo se
remite a sí mismo (en otras palabras, este vacío que el lenguaje rodea en
su autorreferencia) es el sujeto como esla­bón perdido. La “autonomía del
significante” es estrictamente co­rrelativa a la “subjetivización” de la cadena
significante: los suje­tos no son la presencia efectiva de agentes de carne
y hueso que emplean el lenguaje como parte de su práctica social, que
llenan los esquemas lingüísticos abstractos con un contenido real; el
sujeto es, por el contrario, el abismo que por siempre separa al lenguaje
del proceso vital sustancial.
Por esta razón, la crítica clásica a la lingüística estructural, que le
reprocha su carácter idealista, en cuanto propone un orden ideal autó­
nomo de relaciones diferenciales (y pasa por alto que el lenguaje solo
es real como momento de una “forma de vida” definida, insertado en
la trama de las prácti­cas concretas), yerra por completo: si pu­diéramos
reducir el lenguaje a un momento de la forma de vi­da supralingüística,
se perdería el “efecto de significado” y con él la subjetividad que le es
propia.25 En este punto, lo crucial, una vez más, es que el círculo vicioso
autorreferencial de una totalidad lingüística (el hecho de que el modo
en que ella se relaciona con la realidad supralingüística está ya sobre­
determinado por el lenguaje mismo) funciona como su condi­ción onto­
lógica positiva: lejos de desplegar una especie de “ausencia” que hay que
compensar por medio de un “análisis concreto” del papel del lenguaje
dentro de la totalidad de las prácticas sociales, o con una presentación
genética de la emergencia del lenguaje a partir de la conducta expresiva

procura garantías (formales, trascendentales, a priori) de la verdad de nuestro conoci-


miento (gesto este estrictamente homó­logo al de Louis Althusser).
25. Aunque algunas de las formulaciones de Wittgenstein en las Investigaciones filosófi-
cas permiten esa reducción “conductista” (por ejemplo, las que reducen el lenguaje a una
forma de “conducta ex­presiva” y conciben la expresión verbal del dolor como una forma
de nueva conducta de dolor: en lugar de gritar, digo “me duele”), la in­terpretación más
adecuada parece ser que la totalidad misma de la “forma de vida” qua trama de conducta
lingüística y no lingüística es­tá ya sobredeterminada por el lenguaje. Si “la idea de Wittgens-
tein es que la certidumbre de cualquiera acerca de cualquier cosa presupone una masa
de conocimiento y creencias heredados de otros seres hu­manos y aceptados a ciegas”
(Norman Malcolm, Wittgenstein: Not­hing is Hidden, Oxford, Blackwell, 1986, pág. 235),
¿no implica esto que, como diría Lacan, el “gran Otro”, la garantía de la verdad sim­bólica,
está siempre-ya allí?

212
¿Está bien todo lo que termina bien?

ani­mal, este círculo vicioso es lo que abre el espacio del signifi­cado. En


otras palabras, la barrera que separa lo Simbólico de lo Real es inviola­
ble, puesto que lo Simbólico es esa misma barrera.
Lo que caracteriza al registro simbólico es su modo espe­cífico de
causalidad, a saber: la causalidad retroactiva. La cau­salidad positiva, “sus­
tancial”, es lineal y proactiva: la causa precede a su afecto; en el registro
simbólico, en cambio, “el tiempo corre hacia atrás”: la “eficacia simbóli­
ca” (para tomar esta expresión de Claude Lévi-Strauss) consiste en una
conti­nua “reescritura del propio pasado”, en incluir huellas signifi­cantes
del pasado en nuevos contextos que modifican retroac­tivamente su signi­
ficado. El ejemplo más célebre de esta causalidad retroactiva en el campo
del psicoanálisis es desde luego el del Hombre de los Lobos, el analizan­
te ruso de Freud que de niño presenció un coitus a tergo de los padres:
sus formaciones sintomáticas ulteriores no fueron más que otros tantos
esfuerzos por integrar esta escena primordial en la red simbólica sincró­
nica del presente, para conferirle signi­ficado y de tal modo contener su
impacto traumático. O, con la terminología empleada por Lacan desde
la década de 1950, para situarla dentro de la dimensión de la verdad,
para “reali­zarla en lo Simbólico”. La originalidad de la lectura lacaniana
del concepto freudiano de “acción diferida” (posterioridad, Nachträgli-
chkeit), específica de la causalidad neurótica, consis­te precisamente en
que la vincula con el tema de la “prioridad de la sincronía respecto de la
diacronía”: lo que originalmente era un evento sin sentido adquiere re­
troactivamente el carác­ter de impacto significativo, puesto que solo más
tarde las huellas de ese evento son incluidas en una red simbólica que les
da significado. Por lo tanto, al psicoanálisis no le interesa el pasado como
tal, en su pureza fáctica, sino el modo en que los acontecimientos del
pasado son incluidos en el campo sig­nificativo sincrónico del presente.
En otras palabras, la di­mensión propia del psicoanálisis no es la de la
“realidad”, sino la de la “verdad”:

En la anamnesis psicoanalítica no se trata de la realidad, sino de la ver-


dad, porque es el efecto de la palabra plena reordenar las contingencias
pasadas dándoles el sentido de necesidades por ve­nir, tal como las constituye
la poca libertad por medio de la cual el sujeto las hace presentes.26

En síntesis: la verdad, el pasado (los encuentros traumáti­cos olvida­


dos durante mucho tiempo) determina el presente, pero esta determina­
ción está sobredeterminada por la red sim­bólica sincrónica presente. Si la

26. Jacques Lacan, Écrits: A Selection, Londres, Tavistock, 1977, pág. 48. [Ed. cast.: ob.
cit. en nota 17, cap. 1.]

213
Slavoj Žižek

huella de un antiguo encuen­tro comienza de pronto a producir efectos,


ello se debe a que el universo simbólico presente del sujeto está estructu­
rado de un modo tal que es sensible a dicho encuentro.
Recordemos la lógica de las tendencias artísticas: cuando, por ejem­
plo, hacia fines del siglo XVIII, el interés histórico pasó del clasicismo
a Shakespeare, cuando Shakespeare fue súbitamente “redescubierto”,
no puede decirse con propiedad que “comenzó a ejercer una influencia
renovada”. Lo esencial fue el cambio interior del “espíritu de la época”,
de modo que de pronto se volvió sensible a Shakespeare: lo esencial
fue que por medio de la referencia a Shakespeare empezó a ser posible
reconocer traumas y antagonismos presentes. En este punto, debemos
tener cuidado de no pasar por alto que esta causalidad retroactiva, esta
“reescritura simbólica del pasado”, está intrínsecamente vinculada con el pro-
blema del eslabón perdido: pre­cisamente porque la cadena de la causalidad
lineal está siem­pre rota, porque el lenguaje como orden simbólico está
apre­sado en un círculo vicioso, intenta recobrar el eslabón faltante al
organizar retroactivamente su pasado, al reconstituir sus orígenes mi­
rando hacia atrás. En otras palabras, el hecho mis­mo de la incesante
“reescritura del pasado” demuestra la presencia de una cierta brecha, la
eficacia de un cierto núcleo traumático extraño que el sistema trata de
reintegrar “después del hecho”. Si hubiera continuidad entre la génesis
y la estructura, no habría inversión de la dirección de la causalidad: es
el eslabón perdido el que abre el espacio para el reordenamien­to del
pasado.

La narración de los orígenes

Podemos ahora volver a nuestro interrogante inicial acer­ca de la


función del objeto fantasma: este objeto como mirada llena un vacío
constitutivo del registro simbólico, de su círcu­lo vicioso; sirve para
ocultar el hecho de que cualquier campo dado de significado estructu­
rado simbólicamente en un sen­tido siempre se presupone y precede a
sí mismo. En cuanto estamos dentro de un campo de significado, resulta
por defini­ción imposible adoptar una actitud externa respecto de él; no
hay ningún pasaje continuo desde su exterior a su interior: como dice
Althusser, la ideología no tiene exterior. El abismo oculto de este círcu­
lo vicioso aparece del modo más puro bajo el disfraz de las tautologías:
“la ley es la ley”, “Dios es Dios”. Incluso una sensibilidad cotidiana refi­
nada advierte el modo en que funcionan estas tautologías: precisamen­
te en el senti­do hegeliano, como identidad consigo mismo que revela
la contradicción suprema. El enunciado “Dios es Dios”, ¿no permite

214
¿Está bien todo lo que termina bien?

presentir Su ominoso reverso? El primer “Dios” (“Dios es…”) es el


Dios de la serenidad, la gracia y el amor, mientras que el segundo (“…
Dios”) es el Dios de la ira y la crueldad ingobernables. ¿Y no ocurre lo
mismo con la tauto­logía “la ley es la ley”? ¿No despliega esta tautología
el carác­ter ilegal e ilegítimo del fundamento mismo del reino de la ley?
Blaise Pascal fue probablemente el primero en detectar esta dimensión
subversiva de la tautología “la ley es la ley”:

La costumbre es la suma de la equidad por la única razón de que es acep-


tada. Esta es la base mística de su autoridad. Quien trata de remitirla a su
primer principio, la destruye. Nada es tan defectuoso como las leyes que
corrigen defectos. Quien las obe­dezca porque son justas está obedeciendo a
una justicia imagi­naria, no a la esencia de la ley, completamente contenida
en sí misma: es la ley y nada más… Por ello, el más sabio de los legis­ladores
solía decir que los hombres a menudo deben ser engaña­dos por su propio
bien, y otro político profundo afirmó que cuando él pregunta por la verdad que
le lleve libertad, es bueno que sea engañado. No se debe hacer aparente la verdad
sobre la usurpa­ción; se produjo originalmente sin razón y se ha vuelto razo-
nable. Debemos ver que es mirada como auténtica y eterna, y sus oríge­nes
deben ser ocultados si no queremos que pronto termine.27

Resulta casi superfluo señalar el carácter escandaloso de estas pro­


posiciones: ellas socavan los fundamentos del poder, de su autoridad,
en el momento mismo en que dan la impre­sión de sostenerlo. “En el
principio” de la ley, hay algo “fue­ra de la ley”, un cierto Real de violen­
cia que coincide con el acto del establecimiento del reinado de la ley: la
verdad final sobre el reinado de la ley es la verdad de una usurpación, y
todo el pensamiento político-filosófico clásico se basa en la renegación
de este acto fundador violento. La violencia ilegí­tima por medio de la
cual la ley se sustenta debe ser ocultada a cualquier precio, porque este
ocultamiento es la condición positiva del funcionamiento de la ley: la
ley funciona en cuan­to sus súbditos sean engañados, en cuanto experi­
menten la autoridad de la ley como “auténtica y eterna”, e ignoren “la
verdad sobre la usurpación”.
Esta verdad resurge en los raros momentos en que la re­flexión fi­
losófica toca sus límites: por ejemplo, en la Metafísica de las costumbres
de Kant, donde el autor explícitamente pro­híbe sondear los oscuros
orígenes del poder legal. Precisa­mente a través de esos cuestionamien­
tos aparecería la mancha de violencia ilegítima que siempre macula,
como una especie de pecado original, la pureza del reino de la ley. No
sorpren­de entonces que esta prohibición asuma una vez más cierta for­

27. Blaise Pascal, Pensées, Harmondsworth, Penguin, 1966, págs. 46-7.

215
Slavoj Žižek

ma paradójica bien conocida en psicoanálisis: se prohíbe al­go que ya es


en sí mismo puesto como imposible.

El origen del poder supremo, para todos los propósitos prác­ticos, no es


descubrible por las personas que están sometidas a él. En otras palabras,
el sujeto no debe permitirse especulaciones sobre su origen con la idea de
actuar sobre ellos […], estos son argu­mentos completamente fútiles para una
persona que está ya sujeta a la ley civil, y constituyen una amenaza para el
Estado.28

Es fútil buscar documentación histórica sobre los orígenes de este mecanis-


mo. Es decir que no podemos retroceder al tiempo en que emergió la sociedad
civil […]. Pero sería totalmente culpable emprender esas investigaciones con
la idea de cambiar por la fuerza la constitución existente en el presente.29

Lo que tenemos aquí es una especie de inversión irónica del famoso


lema ético de Kant, “Du kannst, denn du sollst!” (puedes porque debes):
no puedes alcanzar los oscuros oríge­nes de la ley, del orden legítimo,
porque no debes hacerlo. Es decir que Kant prohíbe formalmente la
exploración de los orígenes del orden legítimo, y sostiene que esa ex­
ploración nos pone a priori al margen de dicho orden; cancela su propia
validez al hacer que dependa de circunstancias histórico-em­píricas: no
podemos sostener que la ley se origina en alguna violencia sin ley y, al
mismo tiempo, seguir sujetos a ella. En cuanto la ley es reducida a sus
orígenes sin ley, se suspende toda su validez.
Esto es similar a la búsqueda de los orígenes históricos del cristia­
nismo. Por cierto, podemos explorar el cristianismo co­mo “fenómeno
histórico”, podemos tratar de explicarlo sobre la base de procesos so­
ciales, etcétera. Pero lo esencial es que no podemos hacerlo como cristianos,
porque de tal modo perde­mos acceso al campo cristiano de significa­
dos. El mecanismo de este círculo cerrado fue expuesto por el Bosco
en su céle­bre cuadro de la crucifixión: en él, uno de los dos ladrones
ajusticiados junto con Jesús se confiesa antes de morir con un sacerdote
que tiene una Biblia bajo el brazo. Este cortocircui­to absurdo excede
en mucho a la descripción ingenua del cie­rre de un campo ideológico
incapaz de representar su exterior y por lo tanto obligado a presuponer
su presencia en su pro­pia génesis: este cortocircuito apunta a la “ideo­
logía” del re­gistro simbólico como tal.
El fantasma construido por la ideología burguesa para ex­plicar los

28. Hans Reiss (comp.), Kant’s Political Writings, Cambridge, Cambridge University
Press, 1970, pág. 13.
29. Ibíd., pág. 162.

216
¿Está bien todo lo que termina bien?

orígenes de la sociedad civil (esto es, el reino de la ley) es desde luego


la célebre ficción del “contrato social” por medio de la cual los súbditos
pasan de un estado natural a un estado civilizado. Encontramos aquí el
mismo círculo vicioso autorreferencial que define al fantasma: como lo
ha señalado Hegel, la ficción del contrato social presupone de antemano lo
que es o debe ser su resultado, su desenlace final: la presencia de indivi­
duos que actúan según las reglas de un orden racio­nal civilizado (como
en el mito de la “acumulación primitiva”, que presupone la presencia
del capitalista individual para explicar el advenimiento del capitalismo).
Lo que aquí está necesariamente forcluido (el mediador prohibido que
debe desaparecer, volverse invisible, convertirse en un eslabón per­dido
para que se establezca el reino de la ley) es desde luego el acto “patoló­
gico” de violencia a partir del cual surge la constitución civil, el cordón
umbilical que vincula el contrato social (el orden legal sincrónico) con
la “naturaleza”.30 Esto es lo que tiene que ser objeto de una “represión
primordial” para que entre en vigencia el reino de la ley; no la natura­
leza como tal, sino la paradoja de un acto violento por medio del cual
la naturaleza se supera a sí misma, por así decirlo, y fun­damenta “la
cultura” (el estado civil): la intersección de natu­raleza y cultura, que no
es naturaleza (puesto que es ya natu­raleza pervertida, extraviada, enlo­
quecida) ni cultura (puesto que es un exceso de violencia que la cultura
forcluye por defi­nición). Este extraño tercer dominio, intersección de
natura­leza y cultura, es el del abismo de la libertad absoluta: el Mal puro
de una violencia que ya no es naturaleza (excede a la na­turaleza precisa­
mente por la “naturaleza excesiva” de su de­manda incondicional) y no
es todavía cultura. En otras pala­bras, lo que el reino de la ley tiene que
domar y someter no es la naturaleza sino el exceso de Mal por medio
del cual la na­turaleza se supera a sí misma convirtiéndose en cultura. En
esto, en la domesticación de esta indocilidad radical, consiste la meta
fundamental de la educación:

La indocilidad es independencia respecto de la ley. Mediante la disciplina


los hombres son puestos en sujeción a las leyes de la humanidad, y llevados
a sentir su imposición […]. El amor a la libertad es naturalmente tan fuerte
en el hombre que, una vez acostumbrado a ella, lo sacrificará todo.31

En este punto, lo esencial es la brecha radical que separa esta “indo­

30. En su Paz perpetua: un bosquejo filosófico, el propio Kant da por sentado que, al
principio de la historia, los salvajes concertaron el “primer contrato social” debido a con-
sideraciones “patológicas” (so­brevivir, alcanzar sus intereses “egoístas”, etcétera), y no por
una po­sición moral intrínseca.
31. Kant on Education, Londres, Kegan Paul, Francia, Truebner, 1899, págs. 3-4.

217
Slavoj Žižek

cilidad” de los “impulsos animales” del hombre. Kant es aquí totalmen­


te inequívoco, cuando opone directa­mente la indocilidad del hombre a
la estabilidad instintiva animal:

Debido a su amor natural a la libertad, es necesario que los hombres suavi-


cen su rudeza natural; en los animales, su instinto lo hace innecesario.32

El hombre freudiano de esta indocilidad, de esta libertad auto des­


tructiva que indica la brecha radical con los instintos naturales, es por
supuesto pulsión de muerte. La condición del pasaje desde la naturaleza a
la cultura es entonces una extraña escisión interior de la naturaleza mis­
ma en naturaleza como circuito en equilibrio regulado por los instintos,
y la naturale­za como indocilidad que debe ser domesticada por la ley. El
mediador evanescente fundamental entre la naturaleza y la cultura es la
pulsión de muerte como esa naturaleza extravia­da, desnaturalizada: el
punto en el cual la naturaleza misma comienza insólitamente a aseme­
jarse a la cultura en su forma superior, la del acto moral “no patológico”.
Esta semejanza puede discernirse en lo que es quizá el pasaje crucial de
los escritos políticos de Kant, la extensa (incluso extrañamente extensa)
observación sobre la ya citada Observación general so­bre las consecuencias
legales de la naturaleza de la unión civil, que desempeña la función de
un síntoma: es como si el movi­miento doble de la observación sobre una
observación produjera el efecto verdad, como si el doble reflejo especular
produjera el punto de la identificación simbólica, no imaginaria. Es de­
cir que, en esta observación, Kant “dice más de lo que quería decir” y
llega al umbral de su vínculo con Sade; el tema es la diferencia entre el
regicidio y la ejecución legal del rey.
Esta diferencia tiene que ver con la relación entre la forma y el con­
tenido: aunque el regicidio viola las normas legales de un modo extre­
madamente grave, no afecta la forma de la le­galidad como tal: conserva
con ella la relación de un exceso. Pero si los insurgentes organizan un
juicio y sentencian al rey a muerte, esto representa una amenaza mu­
cho mayor para el Estado, puesto que subvierte la forma misma de la
legalidad y la soberanía: la ejecución legal del rey (de la persona que
en­carna el poder supremo, que sirve como última garantía del orden
legal) no es solo la muerte del rey como persona, sino que equivale
a la muerte de la función real en sí, es un “suici­dio del Estado”.33 La
condena a muerte del juez es un disfraz abominable en el cual el crimen
asume la forma de la ley y, por así decirlo, la socava desde adentro; en tal

32. Ibíd., pág. 5.


33. Hans Reiss (comp.), ob. cit., pág. 146.

218
¿Está bien todo lo que termina bien?

modo, la subver­sión del orden legal se pone la máscara de la legalidad.


Este es por lo tanto “un crimen que debe quedar siempre como tal,
que nunca puede ser borrado (crimen immortale, inexpiabi­le)”.34 O bien,
para emplear la terminología hegeliana, es un crimen que no puede
ser “ungeschehengemacht” (anulado re­troactivamente) y que, para citar
de nuevo a Kant, “nunca puede ser perdonado, ni en este mundo ni en
el próximo”.35 ¿Por qué? Porque involucra “una inversión completa de
los principios que gobiernan la relación entre el soberano y el pueblo.
Pues equivale a convertir a las personas, que deben su existencia pura­
mente a la legislación del soberano, en gober­nantes sobre soberano”, y
de tal modo abre “un abismo que se traga todo sin ninguna esperanza
de retorno”.36
En este punto, el error de Kant consiste en que solo con­cibe este
“abismo que se traga todo” en su aspecto negativo: lo que no advierte
es que cuando se ha cerrado este círculo de autodestrucción, cuando la
serpiente se traga su propia cola, el resultado no es la pura nada sino
precisa y simplemente un (nuevo) reinado de la ley. El crimen absoluto,
autorreferencial, que asume la forma de su opuesto, describe la génesis
misma de la ley, una génesis “olvidada” (reprimida) en cuanto se es­
tablece el reino de la ley. Es por lo tanto contra este fondo como hay
que ubicar la citada tesis kantiana según la cual no es posible llegar al
origen (histórico) del poder legal, puesto que está prohibido buscarlo: el
hecho traumático oculto por es­ta prohibición paradójica es precisamen­
te el crimen absoluto en el que se funda el poder legal. Todo reino de
la ley tiene sus raíces ocultas en ese crimen absoluto (autorreferencial,
autonegador) por medio del cual el crimen asume la forma de la ley y,
para que la ley reine en su forma “normal”, este re­verso debe ser incon­
dicionalmente reprimido.
Aquí debernos recordar la tesis de Freud sobre la corre­lación entre
la represión y la memoria (inconsciente): el cri­men absoluto no puede
ser propiamente olvidado (anulado, expiado y perdonado); tiene que
persistir como un núcleo traumático reprimido, puesto que contiene el
gesto fundante del orden legal; su erradicación de la memoria incons­
ciente entrañaría la desintegración del reino mismo de la ley; este reino
se vería privado de su fuerza fundante (reprimida). In­cluso el poder
absoluto del Espíritu, al que nada puede resis­tir (por su capacidad de
Ungeschehenmachen, de “anular” re­troactivamente el pasado), está iner­
me frente a este crimen supremo: la razón consiste en que dicho crimen

34. Ibíd., pág. 145.


35. Ibíd.
36. Ibíd., pág. 146.

219
Slavoj Žižek

es lo que lite­ralmente da vigencia al reino del Espíritu, es lo negativo del


propio Espíritu, su sostén y su fuente ocultos.
De modo que el estatuto del crimen absoluto kantiano es exacta­
mente el mismo que el del parricidio primordial freudia­no: un Real
imposible que debe presuponerse (reconstruirse retroactivamente) para
explicar el orden social existente. Lo que Kant concibe como “imposible” (la
realidad impensable, insonda­ble del Mal fundamental) es en realidad el fun-
damento siempre-ya realizado (aunque reprimido) del reino mismo de la ley,
y la meta del “recuerdo” dialéctico es precisamente hacernos presente
este crimen absoluto que es el reverso necesario del reino de la ley. Pero
lo crucial es que Kant define expresamente este “cri­men para el que no
puede haber expiación” como un acto for­mal y completamente fútil (no
útil), es decir, no-patológico:

Hasta donde podemos ver, es imposible que los hombres co­metan un cri-
men de tal malicia formal y completamente fútil, aunque ningún sistema de
moral debe omitir considerarlo, aun­que más no fuera como una idea que
representa el mal funda­mental.37

Ahora podemos ver por qué este crimen imposible (es de­cir real)
está extrañamente cerca del acto ético: tiene la forma de la legalidad
(no se trata de una mera rebelión violenta sino de un procedimiento
legal) y, además, no es guiado por moti­vos materiales, egoístas, “pa­
tológicos”. Esta paradoja del Mal “no patológico”, “ético”, es lo que
Sade describe como el “crimen absoluto” que interrumpe el circuito
de la naturale­za: ¿qué es el advenimiento del universo humano sino
una ruptura que introduce un desequilibrio en el circuito natural? Des-
de el punto de vista de la naturaleza, el “Espíritu” en sí es “un crimen que
nunca puede borrarse”; por esto, toda ley positiva, en un sentido, es ya
su propia parodia, el derrocamiento violen­to de una ley anterior “no
escrita”, un crimen convertido en ley. Desde luego, esta ley anterior
“no escrita” nunca ha exis­tido como tal, en el presente, su estatuto es
una vez más el de lo Real: ella es (presu)puesta retroactivamente como
lo que ha sido “violado” con la imposición de nuestro reino “humano”
de la ley.
En otras palabras, no hay ninguna ley “originaria” no ba­sada en el
crimen: la institución de la ley como tal es una usurpación ilegítima. El
crimen kantiano impensable que subvierte la forma de la ley al imitarla
es ya la autosuperación del crimen, la fundación de una nueva ley: lo que
Kant toma por una imitación obscena de la ley es en realidad la ley mis­ma.

37. Ibíd.

220
¿Está bien todo lo que termina bien?

El crimen absoluto, el crimen autorreferencial, es enton­ces “ominoso”


(unheimlich) en el estricto sentido freudiano: lo que tiene de horrible no
es su extrañeidad, sino su proximidad absoluta al reino de la ley.

La denominada “acumulación primitiva”

La célebre proposición de los Grundrisse de Marx según la cual “la


anatomía del hombre nos ofrece una clave de la ana­tomía del mono”
también apunta en esta dirección. Primero debemos disponer de un
concepto articulado del “hombre”, la etapa final de la evolución, y solo
desde este punto de vista podemos reconstruir retroactivamente su gé­
nesis diacrónica a partir del mono. En consecuencia, cuando buscamos
esta gé­nesis, no debemos olvidar ni por un momento que, en verdad,
nosotros no “derivamos al hombre del mono”: lo que efectiva­mente ha­
cemos es reconstruir el proceso hacia atrás, desde el punto de vista del
resultado final. Marx dice esto a propósito de la génesis del capitalismo,
por lo cual también podría ser­virnos como una especie de guía para
captar “la primacía de la sincronía respecto de la diacronía” en el fun­
cionamiento de la ideología capitalista. Según la opinión habitual del
“mate­rialismo histórico”, cabría esperar que Marx buscara en su gé­nesis
histórica la clave que le permitiera articular la lógica del capitalismo,
cabría esperar que “derivara” el capitalismo de la sucesión de los modos
anteriores de producción, de la disolu­ción del feudalismo y la gradual
afirmación de la producción de mercancías orientada al mercado. Des­
pués de todo, la pro­posición básica del método histórico de explicación,
¿no dice que comprender teóricamente un fenómeno equivale a des­
plegar su génesis histórica? Pero lo que hace Marx es todo lo contrario.
En primer lugar, él explora la anatomía del sistema capitalista, presenta
el corte sincrónico del universo del capi­tal, y solo entonces (en el último
capítulo del volumen 1 de El capital) encara la cuestión de su génesis
histórica, en la forma de “la denominada acumulación primitiva”.
Quienes interpretan que la tríada inicial de mercancía-di­ nero-
capital expresa la matriz del desarrollo histórico, reduci­da a su esque­
leto lógico, condensada y purificada de las con­tingencias históricas, se
equivocan profundamente. Desde el principio mismo el objeto de la
investigación de Marx es el capitalismo “desarrollado”: para citar su
propia formulación en la primera línea del primer capítulo, su objeto
son las so­ciedades en las que predomina la producción de mercancías.
Solo cuando el concepto sincrónico del modo capitalista de producción
ya ha sido desarrollado, podemos abordar sus condiciones históricas,
con las circunstancias de su emergen­cia; en este punto, sin embargo,

221
Slavoj Žižek

el razonamiento de Marx es mucho más interesante que lo que pue­


de parecer a primera vista. La sustancia de su argumentación es que,
una vez esta­blecido el capitalismo como sistema plenamente articulado,
es indiferente a las condiciones de su emergencia. Hay dos condi­ciones
principales: por un lado, una fuerza de trabajo liberada de su apego
“sustancial” a las condiciones objetivas de pro­ducción (los medios y
objetos de producción), reducida al es­tatuto de pura subjetividad; por
otro lado, un excedente de dinero (el capital). El modo en que estas dos
condiciones se han originado no es de interés para la deducción dia­
léctica. Se trata sencillamente de una cuestión de investigación histó­
rica empírica: una oscura historia de apropiación violenta y saqueos, de
mercaderes aventureros, etcétera, una historia con la cual no es necesario
que nos familiaricemos para captar el funcionamiento sincrónico del
sistema capitalista.
Dentro de este marco, “la denominada acumulación pri­mitiva” no
es más que el mito ideológico producido retroactiva­mente por el capi­
talismo para explicar su propia génesis y, al mismo tiempo, justificar
la apropiación presente: el mito del “trabajador diligente y ahorra­
tivo” que no consume inmedia­tamente el dinero que le sobra, sino
que lo reinvierte con sa­biduría en la producción, y de tal modo se
convierte gradual­mente en un capitalista, propietario de los medios
de producción, capaz de dar empleo a otros trabajadores que no tie­
nen nada más que su fuerza de trabajo. Como todo mito, este es cir­
cular: presupone lo que pretende explicar, el con­cepto de capitalista.
“Explica” la emergencia del capitalismo al presuponer la existencia
de un agente que “actúa como un capitalista” desde el principio. Lo
que encontramos es enton­ces, una vez más, la lógica del fantasma: la
estructura del mito ideológico de la “acumulación primitiva” corres­
ponde exacta­mente a la del “viaje al pasado”; el “capitalista” está pre­
sente como mirada en su propia concepción. También en la ideolo­gía
el constructo fantasma le permite al sujeto llenar el vacío del eslabón
perdido de su génesis, y asegurar su presencia como pura mirada en
su propia concepción, permitiéndole “saltar al pasado” y aparecer
como su propia causa.
Lo esencial es en este caso que el orden simbólico sincró­nico llene
el vacío de sus orígenes por medio de un relato: el fantasma, por defini­
ción, tiene la estructura de una historia que hay que narrar. Aunque este
parece un punto menor, sus raí­ces están en el conflicto filosófico entre
Hegel y Schelling acerca del modo de presentar (darstellen) el Absoluto:
¿hay que hacerlo por medio del logos o del mythos, de la deducción lógi­
ca o del relato de las “edades” de Dios? Hegel, para em­plear términos
pascalianos, lo apuesta todo al logos (o esto le pareció a Marx, errónea­

222
¿Está bien todo lo que termina bien?

mente): la totalidad del Absoluto pue­de ser concebida y presentada en


la forma del desarrollo lógi­co del concepto; la “historia” es reducida a
la apariencia ex­terna, temporal, de la articulación lógica interior, in­
temporal. Schelling, por el contrario, insiste en el relato como modo
apropiado de presentación del Absoluto: Dios no puede ser deducido al
logos, hay algo en Él que no es razón ni palabra, el oscuro fundamento
de su existencia, lo que es en Dios “más que Él mismo”, lo Real en Dios;
por esto la repre­sentación del contenido del Absoluto debe asumir la
forma de una narración, de un relato sobre las “edades” de Dios, que
haya algo más que traducir la necesidad interior de una red de puras
determinaciones lógicas.
En Marx, esta problemática aparece en la forma de la rela­ción entre
el aspecto “lógico” y el aspecto “histórico”: contra Hegel, Marx insiste
en la limitación intrínseca de una presen­tación puramente dialéctica,
en la necesidad de complemen­tarla con una descripción histórica. Para
él, la brecha que se­para la presentación dialéctica de la descripción his­
tórica es entonces irreductible: la relación no se establece entre “lo in­
terior” y “lo exterior”, entre “esencia” y “apariencia”; la des­cripción
histórica no presenta la riqueza empírica del proceso cuya estructura
conceptual, purificada del contenido empírico contingente, sería en­
tonces traducida por una deducción dia­léctica. Lo que la descripción
histórica pone de manifiesto es, por el contrario, los presupuestos his­
tóricos radicalmente ex­ternos de la totalidad dialéctica sincrónica, su
punto de parti­da contingente que se sustrae a la aprehensión dialéctica,
su eslabón perdido, cuya exclusión la totalidad dialéctica intenta reme­
diar por medio de la escena fantasma.
Volvamos al caso del capitalismo: lo que se presenta dia­lécticamente
es el funcionamiento sincrónico del sistema ca­pitalista, en cuanto este
sistema ya ha “puesto sus presupues­tos”, reordenado sus puntos de par­
tida externos de modo que funcionen como momentos internos del cír­
culo cerrado de su autorreproducción. Pero el papel de la descripción
histórica consiste en “atravesar” el fantasma que enmascara este círcu­lo
vicioso, denunciar la narración mítica por medio de la cual el sistema
sincrónico organiza retroactivamente su propio pa­sado, sus propios orí­
genes, y hacer visible la realidad contin­gente llena de sangre y fuerza
bruta:

la acumulación de capital presupone plusvalía; la plusvalía presupone la pro-


ducción capitalista; la producción capitalista presupone la disponibilidad de
masas considerables de capital y fuerza de trabajo en las manos de los pro-
ductores de mercancías. Por lo tanto, todo el movimiento parece girar en
un círculo vi­cioso, del que solo podemos salir suponiendo una acumulación

223
Slavoj Žižek

primitiva […], anterior a la acumulación capitalista, una acumula­ción que


no sería el resultado del modo capitalista de produc­ción, sino su punto de
partida.
Esta acumulación primitiva desempeña aproximadamente en la eco-
nomía política el mismo papel que el pecado original en teología. Adán
comió la manzana y el pecado cayó sobre la raza humana. Su origen se
supone explicado cuando se narra como anécdota del pasado. Hace mucho
mucho tiempo había dos ti­pos de personas; unas pertenecían a la elite di-
rigente, inteligente y sobre todo frugal; las otras, holgazanes de baja ralea,
despilfa­rraban lo que tenían y lo que no tenían en una vida tumultuosa. La
leyenda del pecado original teológico nos cuenta por cierto de qué modo
el hombre llegó a ser condenado a ganarse el pan con el sudor de la fren-
te, pero la historia del pecado original económico nos revela que existían
personas para las cuales esto no era en modo alguno esencial […]. En la
historia real, es noto­rio que la conquista, la esclavización, el robo, el ase-
sinato, en síntesis, la fuerza, desempeña la parte principal. En los tiernos
anales de la economía política, lo idílico reina desde tiempo in­memorial
[…]. De hecho, los métodos de la acumulación primi­tiva fueron cualquier
cosa menos idílicos.38

En un primer enfoque, estas líneas se ofrecen con una evi­dencia


engañosa como una crítica al círculo cerrado hegelia­no: la circulación
“especulativa” del capital que se engendra a sí mismo, ¿no es el paradig­
ma de la “especulación” dialéctica, o automovimiento del concepto? La
meta implícita del pasaje citado de El capital, ¿no es entonces denunciar
la ilusión de la autorreproducción inmanente del capital qua “Espíritu
abso­luto”, al presentar la huella irreductible de la materialidad con­
tingente imposible de “superar”, recobrar, convertir en un momento
interno puesto por el Capital-Espíritu mismo? Sin embargo, sería un
error fatal sucumbir a esta presunta evi­dencia: Hegel tiene perfecta
conciencia de puntos de partida radicalmente contingentes y externos,
de los “presupuestos” del movimiento dialéctico; tiene perfecta con­
ciencia de que el círculo nunca puede cerrarse al “superar” esos presu­
puestos sin que quede resto. El círculo sigue siendo por siempre un círculo
vicioso o, para emplear términos topológicos, su estructura es la de una
banda de Moebius.
Lo que obtenemos de la presentación dialéctica no es el círculo
cerrado sino el proceso mismo de inversión (en sí mis­mo contingente)
en virtud del cual los presupuestos externos, contingentes, son retroac­
tivamente “puestos”, reordenados dentro de un círculo sincrónico: en

38. Karl Marx, Capital, vol. 1, Harmondsworth, Penguin, 1981, págs. 873-874. [Ed.
cast.: El capital, Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1980.]

224
¿Está bien todo lo que termina bien?

otras palabras, el proceso mismo que genera la ilusión de un círculo cerrado.


En consecuen­cia, lo que la presentación dialéctica desenmascara es
el feti­che de un origen por medio del cual el círculo (el sistema sin­
crónico) intenta ocultar su carácter vicioso: en el caso de El capital, el
mito de “la acumulación primitiva” con el que el ca­pitalismo genera
la historia de sus orígenes. En este sentido, podríamos decir que, en
última instancia, el análisis dialéctico no es más que un reiterado “atra­
vesamiento del fantasma” que mantiene desocultado el carácter vicioso
del círculo.
Hoy en día, en la época de un nuevo renacimiento nacio­nal, los
casos más claros de esta construcción fantasma que llena el vacío de los
“orígenes” son por supuesto los mitos na­cionalistas: no hay ninguna
identidad nacional anterior a su “opresión” (colonialista, etcétera); la
identidad nacional se constituye a través de la resistencia a la opresión.
La lucha por el renacimiento nacional es, por lo tanto, la defensa de al­go
que solo llega a ser a través de ser experimentado como perdido o en peligro.39
La ideología nacionalista intenta eludir este círcu­lo vicioso constru­
yendo un mito de los orígenes, de una épo­ca anterior a la opresión y
explotación, en la que la nación es­taba ya allí (el reino Khmer en Cam­
boya, la India antes del colonialismo inglés, Irlanda antes de la invasión
protestante, etcétera). El pasado es transcodificado como nación que ya
existía y a la que se supone que vamos a retornar mediante una lucha
de liberación.

La paradoja de una totalidad finita

La teoría de los sistemas contemporánea ha llegado a ese concepto


de estructura simbólica organizada en torno a un eslabón perdido como
punto de extimidad (externalidad cen­tral, límite intrínseco): su principal
esfuerzo consiste en for­malizar los denominados sistemas “autopoiéti­
cos”, sistemas que, por medio de una “transcodificación” retroactiva,
trans­forman sus condiciones iniciales, de partida.40 En su “prehis­toria”,
un sistema comienza con condiciones que lo determi­nan desde afuera:
su significación no es determinada por el sistema mismo; cuando esta
prehistoria concluye, el sistema encuentra su equilibrio y comienza a

39. Hegel’s Science of Logic, pág. 802.


40. Véase el perspicaz libro de Dieter Hombach titulado Die Drift der Erkenntnis
(Munich, Raben Verlag, 1990), que detecta esbozos de la misma lógica “autopoiética” en
las paradojas lógicas go­delianas de los sistemas inconsistentes autorreferenciales, en el
psi­coanálisis y en la dialéctica hegeliana.

225
Slavoj Žižek

seguir su propio curso, al transcodificar sus condiciones iniciales trans­


formándolas en momentos intrínsecos de su propio desarrollo.
En esto, en esa “puesta de presupuestos” retroactiva, con­siste la ma­
triz fundamental hegeliana del “autorreferen­cialidad del concepto”: en
el curso del “progreso” dialéctico, la categoría inicial se despliega, con­
virtiéndose en una cate­goría “superior” de un modo tal que es “transco­
dificada”, puesta como su momento mediado subordinado; en el pasaje
del “ser” a la “esencia”, todo el dominio del ser es retroacti­vamente
determinado como el de la apariencia, como el del ámbito en el cual se
manifiesta la esencia, en el que la esencia aparece a sí misma. En cada
“nudo” de la lógica, la emergen­cia de una nueva categoría transcodifica
(reestructura, reorde­na) la totalidad de la red precedente, la hace visible
de un mo­do nuevo41 o, para decirlo más precisamente, la nueva catego­
ría que emerge no es más que el principio de la transcodificación de las
categorías anteriores (la esencia, como dice Hegel, es una “apariencia
qua apariencia”, nada más que el principio de la transcodificación del
ser inmediato en una “mera apariencia”: la ilusión del entendimiento
consiste pre­cisamente en que la esencia es una entidad positiva que está
más allá del movimiento negativo de la superación de la apa­riencia).
Como ya hemos recordado, este proceso involuto de “puesta re­
troactiva de los presupuestos” tiene la estructura de una banda de
Moebius, del ocho enlazado interior: hacia el final de su Lógica, el mis­
mo Hegel determina al proceso dia­léctico como un “círculo cerrado
sobre sí mismo”.42 Y, como acabamos de ver, la presentación de la gé­
nesis del sistema ca­pitalista en El capital de Marx es una descripción de
esta transcodificación retroactiva. ¿No es esta la razón por la que Marx
traza una distinción entre la génesis histórica del capi­talismo y la lógica
de su autorreproducción? El capitalismo alcanza el nivel de la autorre­
producción una vez puestas sus condiciones de partida externas como
momentos de su auto­desarrollo inmanente. Por ejemplo, el dinero es al
principio el presupuesto externo no creado por el capitalismo (se acu­
muló por medios “no capitalistas”, el robo, el comercio inter­nacional,
etcétera); no obstante, una vez puesto en movi­miento el círculo de la
reproducción capitalista, el dinero es puesto como una de las encarna­
ciones del capital en sí, como un momento del movimiento “capitalista,
dinero, mercancía, dinero”.
Estos presupuestos externos (lo real de una violencia que funda al
sistema y, sin embargo, es negada en cuanto el siste­ma alcanza el nivel de

41. Es casi superfluo recordar que esta transcodificación no es más que otro nombre
de la operación significante elemental que La­can denomina “punto de almohadillado”.
42. Hegel’s Science of Logic, pág. 842.

226
¿Está bien todo lo que termina bien?

su alta autorreproducción) desempe­ñan el papel de mediadores evanes­


centes: tienen que desapa­recer, volverse invisibles, para que el sistema
conserve su consistencia y coherencia. En otras palabras, no hay modo
de salvar la brecha que existe entre la génesis de una estructura y su
autorreproducción; la estructura no puede reflejar en sí misma las con­
diciones externas de su génesis, puesto que se ha constituido mediante la
“represión” de esas condiciones, me­diante una transcodificación que borra
su carácter externo, contingente. De tal modo queda claro cuál es el uso
de esta lógica de la transcodificación autopoiética para la conceptua­
lización de la praxis psicoanalítica: la transcodificación tiene que ver
con la integración de algún núcleo traumático exter­no, contingente, en
el universo simbólico del sujeto; es el modo de “domesticar” una expe­
riencia traumática, de borrar su impacto traumático transformándola
en un momento de una totalidad significativa.
Basta con que recordemos la inquietud de la ideología de­mocrática
tradicional cuando se la enfrenta con los “excesos” del jacobinismo, con
el hecho de que los denominados “ho­rrores” de los jacobinos fueron
una mediación necesaria para establecer un orden democrático “nor­
mal”: el problema se soluciona al introducir retroactivamente en el
proceso de la Revolución Francesa una distinción entre su corriente
princi­pal liberal (derechos humanos, libertad, etcétera) y su aberra­ción
protototalitaria, es decir, al caracterizar el jacobinismo como una excep­
ción puramente accidental.
¿Por qué es necesaria esta represión del mediador evanes­cente? Por­
que un sistema simbólico tiene por definición el carácter de totalidad:
solo hay significado si todo tiene signifi­cado. Por ejemplo, en el análisis
de un sueño no se puede sencillamente trazar una distinción entre los
elementos interpretables como significantes y los que resultan de pro­
cesos puramente fisiológicos: si los sueños están “estructurados co­mo
un lenguaje”, todos sus ingredientes tienen que ser trata­dos como ele­
mentos de una red significante; incluso cuando el vínculo causal fisioló­
gico parece obvio (como en el caso caricaturesco de un sujeto que sueña
con una canilla que gotea cuando él mismo tiene necesidad de orinar),
es preciso “po­nerlo entre paréntesis” y limitarse a la gama significante
de los elementos del sueño. Lo que Freud denominó “represión pri­
mordial” (Urverdrängung) es precisamente esta ruptura ra­dical, en vir­
tud de la cual un universo simbólico impide su in­clusión en la cadena
de la causalidad material: si no faltara al­gún significante, no tendríamos
una estructura significante, sino una red positiva de causas y efectos.
En su Seminario XI, Lacan bautizó a este significante “primordialmente
reprimi­do” (el “eslabón perdido” de la cadena significante) como “sig­
nificante binario”: debido a su falta constitutiva, la cadena recorre un

227
Slavoj Žižek

círculo vicioso, produce una y otra vez nuevos sig­nificantes “unarios”


(significantes amo) que intentan cerrar el círculo proporcionándole un
fundamento retroactivamente.
Tal vez sea el concepto filosófico de la dimensión trascen­dental lo
que permite la expresión más clara de esta paradoja de un orden cuya
condición positiva es que algo (su funda­mento mismo) falte, permanez­
ca reprimido: de un orden que gira en torno a su vacío central, un orden
definido por este vacío. Si el vacío fuera llenado, el orden mismo perde­
ría su con­sistencia y se disolvería. Es decir que el orden simbólico que­da
definido por la paradoja de la totalidad finita: todo lenguaje constituye
una totalidad, un universo completo y cerrado en sí mismo; no permite
nada externo, todo puede decirse en él, pero esta misma totalidad está
simultáneamente marcada por una finitud irreductible. La tensión inte­
rior de la totalidad fi­nita es atestiguada por el circuito de nuestra actitud
básica respecto del lenguaje: espontáneamente presuponemos de al­gún
modo que el lenguaje depende de una realidad “externa”, que “traduce”
un estado de cosas independientes, pero esta realidad “externa” aparece
siempre-ya revelada en el lenguaje, mediada por él.
El enigmático estatuto intermedio del registro simbólico correspon­
de precisamente a la noción kantiana de la “consti­tución trascendental”:
que es más que una mera perspectiva subjetiva sobre la realidad, más
que otro nombre para el hecho de que estamos condenados a per­cibir
la realidad dentro de los límites de nuestro horizonte subjetivo. El ho­
rizonte trascendental es ontológicamente consti­tutivo de lo que llamamos
“realidad”, pero la constitución trascendental no es en modo alguno lo
mismo que la causa­ción óntica (“creación”) de la realidad. Es decidida­
mente menos: es su horizonte ontológico.43 En este preciso sentido, el

43. Aunque el propio Heidegger se negaría a utilizar el término “trascendental” (para


él, su lugar está estrictamente en la metafísica de la subjetividad), sería posible elucidar esa
palabra por medio de la tesis heideggeriana que de una gran obra de arte funda una nueva
revelación de la realidad, una nueva “mundanización del mundo”. El ejemplo más céle-
bre es, por supuesto, el de los Alpes Suizos: para los clasicistas prerrománticos, eran una
deformidad caótica y chocante de la naturaleza, que había que cruzar lo más rápidamente
posible en un carruaje con cortinas, en camino a la belleza armoniosa de Italia, mientras
que solo unas décadas más tarde esos “mismos” Alpes pasa­ron a ser la encarnación del
sublime poder abismal de la naturaleza y, como tales, un objeto de arte por excelencia.
La referencia a una “sensibilidad estética modificada” no basta en este caso: subestima el
hecho de que el cambio no fue sencillamente subjetivo; con el con­cepto romántico de lo
sublime, los propios Alpes, en su realidad misma, se revelaron de un nuevo modo, es decir,
se ofrecieron a no­sotros en una nueva dimensión.
Quizá podríamos arriesgar la hipótesis de que una análoga ruptura trascendental
opera en todas las revoluciones artísticas: Arnold Schoenberg, por ejemplo, ¿no consumó
el mismo giro a propósito de la histeria femenina? ¿No convirtió los estallidos histéricos

228
¿Está bien todo lo que termina bien?

concepto de orden trascendental coincide con el de lo Simbó­lico: en


ambos casos estamos ante una totalidad que en el ni­vel del encadena­
miento óntico implica un eslabón perdido. La constitución trascenden­
tal solo tiene lugar dentro de los confines de la finitud óntica, solo en la
medida en que persis­te la brecha que separa el mundo fenoménico de
nuestra ex­periencia respecto noumenon suprasensible, solo en cuanto la
Ding an sich sigue siendo inaccesible. En cuanto salvamos esta brecha,
en cuanto tenemos acceso a la Ding an sich, se produce el fin del ámbito
trascendental como ámbito inter­medio específico. En esto consiste el
núcleo de la revolución filosófica de Kant: en concebir la finitud como
ontológica­mente constitutiva.
Y el punto crucial que no hay que pasar por alto es que, precisa-
mente en virtud del concepto de “conocimiento absoluto”, He­gel permanece
por completo dentro de este horizonte kantiano de la finitud como ontológica-
mente constitutiva. El “conocimiento ab­soluto” hegeliano se suele aducir
como prueba de su retorno a la metafísica precrítica, como si la lección
kantiana hubiera sido olvidada y el pensamiento pretendiera de nuevo
apre­hender el Absoluto mismo… A veces incluso se opone este conoci­
miento absoluto al supuesto historicismo de Hegel: ¿cómo podríamos
concebirnos como parte del proceso his­tórico, como nuestro tiempo
(histórico) concebido en el pen­samiento, y simultáneamente pretender
tener la pretensión de emitir el juicio final de la historia desde un punto
de vista de algún modo exceptuado de aquel proceso, como si la his­toria
hubiera llegado a un fin?
Por supuesto, desde Hegel se podría responder que lo fal­so y preten­
sioso es precisamente la “modesta” perspectiva re­lativista a la manera
de Karl Popper, que pretende tener con­ciencia de sus propias limitacio­
nes (“a la verdad solo es posible acercarse asintóticamente, solo tene­
mos accesos a fragmentos de conocimientos que en cualquier momento
es posible que se demuestre que son falsos”): la posición misma de la
enunciación de estas proposiciones desmiente su enun­ciado modesto,
puesto que asume un punto de vista neutro, exceptuado, desde el cual

en un posible objeto de arte? Por la misma razón Raymond Chandler es efectivamente


“un artista”: él desenterró el potencial poético de lo que hasta ese momento era subes-
timado como el universo sin rostro ni alma de la gran ciudad llamada Los Ángeles. En
la Inglaterra ac­tual, Ruth Rendell ha logrado algo análogo: nadie que haya leído al­guna
de sus novelas policiales puede seguir viendo los suburbios del Gran Londres del mismo
modo que antes; esta autora descubrió el potencial poético de sus jardines cubiertos de
hierba, de sus vías fé­rreas abandonadas, de las fachadas declinantes. Después de leer sus
novelas, el Londres “real” parece “el mismo que antes, pero total­mente distinto” (una
frase trillada que, no obstante, traduce perfec­tamente el cambio en el horizonte trascen-
dental).

229
Slavoj Žižek

puede sustraerse a un juicio sobre la limitación de su contenido. Para


Hegel, por el contrario, no hay ninguna contradicción entre nuestra
absorción en el pro­ceso histórico y el hecho de que no solo podemos
hablar des­de el punto de vista del “fin de la historia” sino que estamos
obligados a hacerlo: precisamente porque estamos absorbidos en la his­
toria sin ningún resto, percibimos como absoluto nuestro punto de vista
presente, no podemos introducir nin­guna distancia, ninguna externali­
dad respecto de él.
En otras palabras, se supera el historicismo absoluto. La historici­
dad consiste en el hecho mismo de que, en cualquier momento histó­
rico dado, hablamos desde un horizonte finito que percibimos como
absoluto; toda época se experimenta como “el fin de la historia” y el
“conocimiento absoluto” no es más que la explicitación de este campo
históricamente de­terminado que limita absolutamente nuestro horizonte:
como tal, es “finito”, puede ser contenido en un libro finito, en las obras
del individuo llamado Hegel, por ejemplo.44 Por esta razón, en el final
mismo de su sistema, en la última página de sus Lecciones sobre la histo-
ria de la filosofía, Hegel dice: “Este es ahora el punto de vista de nues­
tro tiempo, y la serie de las formaciones espirituales está de tal modo
completada por aho­ra (für jetzt)”.45 Esta proposición carece totalmente
de senti­do si la leemos contra el fondo del concepto convencional del
“conocimiento absoluto”.
En este punto podemos arriesgar una especificación topo­lógica de
la relación Kant-Hegel. La estructura del campo trascendental kantia­
no es la de un círculo con una brecha, puesto que el hombre como ser
finito no tiene acceso a la to­talidad de los seres:

44. Uno de los modos convencionales de burlarse de Hegel con­siste en señalar el


absurdo patente del hecho de que un mísero indi­viduo que vivía en Berlín en la década
de 1820 proclamaba que el “absoluto hablaba por su boca”. Pero quienes conocen la dia­
léctica pueden reconocer fácilmente en esta crítica lo que es quizá la variante fundamental
del juicio infinito “el Espíritu es un hueso”. Por lo tanto, hay que leerla del mismo modo:
“su verdad” está preci­samente en el efecto de absurdo que suscita en un lector ingenuo, el
efecto que pone de manifiesto el estatuto precario de la totalidad ra­cional, su dependencia
respecto de alguna “pequeña pieza de lo real” radicalmente contingente. Esta actitud bur-
lona con Hegel está sin saberlo más cerca del verdadero espíritu de la dialéctica hegeliana
que la actitud de comprensión reverente que intenta minimizar las “exuberantes” posicio-
nes hegelianas, como avergonzada de la mega­lomanía del maestro.
45. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philoso­phie, III, Leipzig, Verlag
Philipp Reclam junior, de 1971, pág. 628.

230
¿Está bien todo lo que termina bien?

No obstante, al contrario de la opinión común, el pasaje de Kant a


Hegel no consiste en cerrar el círculo:

Si este fuera el caso, Hegel simplemente volvería a la me­tafísica


precrítica, prekantiana. Hegel no cierra el círculo, si­no que su “cierre”
introduce un bucle que lo transforma en el “ocho interior” de la banda
de Moebius:

En otras palabras, Hegel mantiene claramente la brecha en torno a la


cual está estructurado el campo trascendental: lo atestigua la retroacti­
vidad misma del proceso dialéctico (la “puesta de presupuestos”).
Pero precisamente desplaza esa brecha: el límite externo que impide
el cierre del círculo pasa a ser una curva que convierte vicioso el círculo
cerrado.

La Cosa kantiana

El estatuto de la “cosa en sí” es, por lo tanto, estrictamen­te óntico:


para que se produzca la constitución ontológica (en términos heide­

231
Slavoj Žižek

ggerianos: para que aparezca la diferencia on­tológica), no debe apare­


cer, debe caer fuera del horizonte on­tológico la parte de las entidades
ónticas (de “dentro del mundo”). Kant tenía una profunda conciencia
de esta “ambi­güedad ontológica” de la relación entre lo trascendental
y la cosa en sí; basta echar una mirada al último párrafo de la pri­mera
parte de la Crítica de la razón práctica, donde expresa­mente concibe
la inaccesibilidad de la Cosa (en este caso Dios) como una condición
positiva de nuestra actividad ética: si Dios qua Cosa se nos revelara
inmediatamente, nuestra ac­tividad ya no sería ética, puesto que no
haríamos el bien en virtud de la ley moral, sino por nuestra compren­
sión directa de la naturaleza de Dios, nuestra seguridad inmediata de
que el mal es castigado. En este punto es como si la célebre máxi­ma
ética de Kant “Puedes porque debes”, se invirtiera una vez más en
“No puedes (conocer a Dios qua Cosa) porque no debes (las conse­
cuencias de este conocimiento serían catas­tróficas para el hombre qua
ser moral)”.
Estas consecuencias catastróficas de la intrusión en el do­minio pro­
hibido/imposible de la Cosa se despliegan en la no­vela gótica; no es
en modo alguno accidental que esos libros, góticos, obsesionados por
el tema de la Cosa en sus diferentes encarnaciones (los “muertos vi­
vos”, etcétera), sean contempo­ráneos del giro trascendental kantiano.
Podríamos incluso arriesgar la hipótesis de que la novela gótica es una
especie de crítica avant la lettre a la insistencia kantiana en la brecha
in­superable entre los fenómenos y la cosa en sí trascendente: ¿qué son
los espectros que aparecen en ella si no apariciones de la Cosa, puntos de
cortocircuito en los cuales la Cosa transfe­noménica invade el dominio
fenoménico y perturba su orden causal?
A propósito de la “apercepción trascendental”, Kant seña­la el com­
pleto vacío del “yo” que piensa: “yo” es la forma va­cía de los pensa­
mientos, nunca podemos dar el paso que nos llevaría desde él hasta
la sustancia para alcanzar esa hipotética X, “la Cosa que piensa”, pero
las apariciones de las novelas góticas son precisamente esto: Cosas que
piensan. Este trasfon­do kantiano se percibe sobre todo en las novelas
de vampiros; cuando, en una escena típica, el héroe trata de liberar a la
ni­ña inocente que se ha convertido en un vampiro dándole muerte de
modo apropiado (una estaca de madera clavada en el corazón, etcétera),
la meta de esta operación es diferenciar la Cosa respecto del cuerpo,
expulsar la cosa (esa encarnación del goce perverso y traumático) del
cuerpo subordinado a los vínculos causales “normales”. Recordemos la
escena de Drácula, de Bram Stoker, en la cual Arthur le clava la estaca
a Lucy, su ex novia:

232
¿Está bien todo lo que termina bien?

La Cosa que estaba en el ataúd se retorció, y un grito horri­ble, que helaba


la sangre, surgió de los abiertos labios rojos. El cuerpo se sacudió, se estre-
meció y se retorció en salvajes contor­siones, los afilados dientes blancos se
clavaron en el labio hasta cortarlo, y la boca se tiñó de una espuma carmesí.

Hay una desesperada resistencia de la Cosa, del goce que lucha por
no ser evacuado del cuerpo. Cuando finalmente la Cosa es expulsada, la
expresión del rostro de Lucy vuelve a ser normal, asumiendo de nuevo
los rasgos de la beatitud ino­cente: la Cosa que estaba dentro del cuerpo
ha muerto. Una de las frases usuales acerca de la Cosa en la novela góti­
ca es la exclamación horrorizada “¡Está vivo!”, es decir, la sustancia del
goce no está aún mortificada, desmembrada por la red trascendental-
simbólica. La paradoja de los vampiros consiste en que, precisamente
como “muertos vivos”, ellos están mucho más vivos que nosotros, mor­
tificados por la red simbólica. El marxismo ha recurrido a menudo a
la metáfora del capital como vampiro que chupa la sangre de la fuerza
laboral, mate­rializando el dominio de los muertos sobre los vivos; qui­
zás haya llegado el momento de invertir esa imagen: los verdade­ros
“muertos vivos” somos nosotros, los mortales comunes, condenados a
vegetar en lo Simbólico.
Pero, precisamente por esta razón, los vampiros no forman parte
de nuestra realidad, existen solo como “retorno de lo Real”, como for­
maciones fantasmáticas que llenan la brecha, la discontinuidad radical
entre las dos perspectivas: la “visión hacia adelante”, que percibe la si­
tuación como “abierta”, y la “visión hacia atrás”, que percibe el curso
pasado de los aconte­cimientos como causalmente determinados. Estas
dos perspec­tivas nunca pueden sincronizarse plenamente, puesto que la
brecha que las separa no es más que otro nombre del sujeto. Por ejem­
plo, no se puede reducir una perspectiva a la otra al sostener que el
“verdadero cuadro” es el de la necesidad descu­bierta por la mirada hacia
atrás, que la libertad es solo una ilu­sión de los agentes inmediatos, quie­
nes no advierten que su actividad no es más que un engranaje dentro
del mecanismo causal global. Tampoco se puede realizar esa reducción
adop­tando, a la inversa, una perspectiva existencialista sartreana, afir­
mando la autonomía y libertad fundamentales del sujeto y concibiendo
la apariencia de determinismo como la ulterior objetivización “prác­
tico-inerte” de la praxis espontánea del su­jeto. Si procedemos de este
modo, retenemos la unidad onto­lógica del universo, sea en la forma de
la necesidad sustancial que maneja los hilos desde atrás del sujeto, o en
la forma de la actividad autónoma del propio sujeto que “se objetiviza”
en la unidad sustancial: en ambos casos perdemos al sujeto en el sen­tido
lacaniano, que no es un poder autónomo que “pone” la sustancia, sino

233
Slavoj Žižek

precisamente un nombre de la brecha interior de la sustancia, de la dis­


continuidad que nos impide concebir la sustancia como una totalidad
autocontenida.
Pero la consecuencia última de este estatuto del sujeto qua discon­
tinuidad interior de la sustancia, su no-sincronización temporal, es que
entraña una vuelta de tuerca adicional, una inversión del ya descrito con­
cepto del proceso histórico como “abierto hacia adelante-determinado
hacia atrás”. Cuando ha­blamos de la integración simbólica de un trau­
ma, omitimos un detalle crucial: la lógica del concepto freudiano de
“acción diferida” o “posterioridad” no consiste en la subsiguiente “do­
mesticación” del encuentro traumático por medio de su transformación
en una componente normal de nuestro uni­verso simbólico, sino casi
exactamente en lo opuesto: algo que al principio era percibido como
un acontecimiento sin significado, neutro, después del advenimiento
de una nueva red simbólica que determina el lugar de enunciación del
sujeto, se convierte retroactivamente en un trauma que no puede ser in­
tegrado en esta red.
Basta con que recordemos el análisis por Freud del Hom­bre de los
Lobos. El coitus a tergo parental fue primero perci­bido como algo neu­
tro, una huella sin ningún peso libidinal, y solo años más tarde, con la
ulterior elaboración de las “teo­rías” sexuales del niño, adquirió su es­
tatuto traumático: solo en esa etapa posterior le resultó posible al niño
“hacer algo con eso”, insertarlo en un marco simbólico en la forma de
he­rida traumática. Una vez más podemos reconocer el pleno va­lor de
la proposición de Hegel de que lo que se ha perdido adquiere su ser
gracias a la pérdida: un acontecimiento es ex­perimentado como “trau­
mático” más adelante, con el adveni­miento de un espacio simbólico en
el cual no puede ser com­pletamente integrado.
En última instancia, ¿no ocurre lo mismo con el acto libre? Un acto
nunca está plenamente presente, los sujetos no tie­nen nunca una ple­
na conciencia de que lo que están haciendo ahora es el fundamento
de un nuevo orden simbólico, solo más tarde advierten la verdadera
dimensión de lo que han he­cho. La sabiduría común acerca de que la
historia in actu es experimentada como ámbito de la libertad, mientras
que re­troactivamente podemos percibir sus determinaciones causa­les,
es, después de todo, necia y debe invertirse: cuando esta­mos atrapados
en el flujo de los acontecimientos, actuamos “automáticamente”, como
bajo la impresión de que no es po­sible hacerlo de otro modo, de que
en realidad no hay ningu­na otra opción, mientras que en la visión re­
trospectiva se ad­vierte que los acontecimientos podrían haber tomado
un giro radicalmente distinto, y que lo que habíamos percibido como
necesario era en realidad una decisión libre de nuestra parte. En otras

234
¿Está bien todo lo que termina bien?

palabras, lo que encontramos aquí es otra confirma­ción del hecho de


que el tiempo del sujeto no es nunca el “presente”: el sujeto nunca “es”,
solo “habrá sido”; nunca so­mos libres, solo más tarde descubrimos que
hemos sido libres.46 Este es el significado fundamental del “eslabón per­
dido”: nunca falta ahora; “ahora”, en el tiempo presente, la cadena está
siempre completa; solo más tarde, cuando tratemos de reconstruirla,
descubriremos que “algo falta”.

46. Sobre este problema de la temporalidad de la libertad, véase Slavoj Žižek, The
Sublime Object of Ideology, Londres, Verso, 1989, págs. 165-9. [Ed. cast.: ob. cit. en nota 1
de la “Introducción”.]

235
6. Mucho ruido
por una Cosa

Las variantes del fetichismo tipo

¿Por qué Sade es la verdad de Kant?

Es un lugar común que el psicoanálisis surgió como de­senlace de un


prolongado “período de incubación”. En cam­bio, no hay unanimidad
acerca de dónde y cuándo, en el ám­bito de la historia de las ideas, se
puso en marcha el proceso que finalmente dio origen al psicoanálisis.
En su “Kant con Sade”, Lacan proporciona una respuesta inequívoca
aunque inesperada: según él, el psicoanálisis se originó en la Crítica de
la razón práctica de Immanuel Kant. La esencia de la argu­mentación de
Lacan es que Kant fue el primero en bosquejar la dimensión de lo que
Freud más tarde designó como “más allá del principio de placer”.
El punto de partida de Kant es la pregunta por lo que im­pulsa a
nuestra voluntad, a nuestra actividad práctica. Res­ponde que se trata
de una representación (Vorstellung) que determina nuestra voluntad por
medio del sentimiento de placer o displacer que genera en el sujeto.
Nos representamos un objeto y el placer o displacer ligado a esta repre­
sentación pone en marcha nuestra actividad. No obstante, esta determi­
nación de nuestra voluntad es siempre empírica, siempre vin­culada a cir­
cunstancias contingentes, es decir, “patológica” en el sentido kantiano
del término. El hombre como ser finito está limitado por su experiencia
fenoménica, espacio-tempo­ral; no tiene acceso a la “cosa en sí” que
trasciende el hori­zonte de su experiencia posible. Esto significa que el
Bien Su­premo (el objeto a priori que se sostiene sobre la base de su
necesidad intrínseca y, en consecuencia, no depende de con­diciones ex­
ternas) es irrepresentable, está fuera del alcance de nuestra conciencia.

237
Slavoj Žižek

Si bien Kant no formuló el concepto del A barré (el gran Otro barrado),
por lo menos concibió el B (el Bien) barrado.
Pero Kant busca precisamente el impulso a priori de nues­tra vo­
luntad, es decir, un impulso incondicional e indepen­diente de nuestra
experiencia, de sus circunstancias contin­gentes; puesto que no puede
encontrarse en el objeto, en el contenido de nuestra actividad práctica,
lo único que queda es la forma misma de esta actividad: la forma de la
legislación universal, independiente de su contenido particular contin­
gente (“actúa solo basándote en la máxima que al mismo tiempo puedes
querer que sea una ley universal”). De este modo podemos poner a
prueba toda máxima moral: si con­serva su consistencia después de asu­
mir la forma de ley uni­versal, es adecuada como deber moral (Sollen).
No hay que pasar por alto la paradoja de que el Vorste­llungsrepräsentanz
freudiano (representante de alguna repre­sentación “primordialmente
reprimida” y “perdida”; por su­puesto, en Kant esa representación es la
del Bien Supremo y la Ley, la forma de la Ley) surge precisamente en
el lugar de esa representación prohibida, y llena su vacío. Es decir que
lo que no debe dejar de advertirse es que pasamos a la (forma de la) ley
en el punto preciso en el que falta la representación (a sa­ber, la representa­
ción de un objeto a priori que podría actuar como impulsor de nuestra
voluntad).
De modo que la forma de la ley moral no es simplemente la for­
ma de un cierto contenido, su mediación con el conteni­do es mucho
más paradójica: por así decirlo, es la forma que reemplaza, ocupa el lugar
del contenido perdido. Una vez más, la estructura es la de la banda de
Moebius: la forma no es un simple reverso del contenido; si avanzamos
lo bastante, la en­contramos lo suficiente del lado del contenido.
Ahora podemos ver en qué consiste el vínculo entre Kant y Lacan:
esta “depuración” del contenido incestuoso de la ley paterna emerge
como su sustituto metafórico formal. Para re­currir a un juego de pala­
bras trillado en inglés, llegamos al gran Otro (Other), la ley simbólica,
si tachamos la “M” de Ma­dre (Mother) y creamos de tal modo un agu­
jero en torno al cual el Otro gira en su círculo vicioso. Por esto La­
can rechaza todos los intentos habituales de explicar la prohibición del
in­cesto: desde el utilitarismo hasta Lévi-Strauss, siempre se promete
algo a cambio de esta renuncia radical; siempre se la presenta como una
decisión “razonable” que proporciona una mayor cantidad de placer en
el largo plazo, una multitud de mujeres, etcétera: en síntesis, siempre
está la referencia a al­gún bien como fundamento, a diferencia de Lacan,
para quien la prohibición del incesto es incondicional, puesto que es
radicalmente inexplicable. En virtud de ella, doy algo a cambio de nada o
(y en esto consiste su paradoja fundamental), en cuanto el objeto inces­

238
Mucho ruido por una Cosa

tuoso es en sí mismo imposible, no doy nada a cambio de algo (el objeto no


incestuoso permitido).
Esta paradoja está en las raíces de lo que Freud denominó “el pro­
blema económico del masoquismo”: la extraña econo­mía de nuestro
aparato psíquico solo puede explicarse por medio de la hipótesis de una
cierta pérdida “pura” que abre el campo dentro del cual podemos calcu­
lar las ganancias y las pérdidas. Esta pérdida tiene una función ontoló­
gica, la re­nuncia al objeto incestuoso cambia el estatuto, el modo de ser
de todos los objetos que aparecen en su lugar: todos ellos se presentan
contra el fondo de una ausencia radical abierta por la “depuración” del
Bien Supremo incestuoso. En otras pala­bras, ningún beneficio ulterior
puede compensarnos por la castración; puesto que cualquier beneficio
posible aparece en el espacio abierto por el acto mismo de la castración
–puesto que no hay ninguna posición neutra desde la cual podamos
“comparar” ganancias y pérdidas–, el único campo posible pa­ra esta
comparación es el espacio vacío constituido por la “de­puración” del
objeto. O, para decirlo en los términos topoló­gicos de la “lógica del sig­
nificante”, la castración introduce la distinción entre un elemento y su
lugar (vacío); más precisa­mente, introduce la primacía del lugar respec­
to del elemento; asegura que todo elemento positivo ocupe un lugar no
“con­sustancial” con él, que llene un vacío que no es “el suyo pro­pio”.1
Es este cortocircuito paradójico entre la forma y el conte­nido lo
que le otorga a la ética kantiana sus rasgos rigoristas: puesto que el
campo del bien está barrado, vaciado de todo contenido patológico,
nuestra actividad solo puede conside­rarse verdaderamente moral si está
motivada exclusivamente por la forma, con exclusión de todo impulso
patológico, por “noble” que sea (la compasión, etcétera). No obstante,
el se­ñalamiento importante de Lacan en “Kant con Sade” es que esta
depuración que suprime todos los objetos patológicos, esta reducción a
la pura forma, produce por sí misma un nue­vo tipo de objeto sin prece­
dentes; a este objeto “no-patológico” (una paradoja impensable para Kant)
Lacan lo designa objet petit a, objeto a, el goce excedente, el objeto causa
de deseo. Lo que hace Lacan es repetir la inversión propia de la banda
de Moebius en el nivel de la forma misma: si avanzamos lo bas­tante sobre
la superficie de la pura forma, encontramos una “man­cha” no formal de goce
que macula la forma; es decir que la re­nuncia misma al goce patológico
(la depuración que excluye a todo contenido patológico) genera un cier­
to goce excedente.
Esta mancha de goce propia del imperativo categórico kantiano no
es difícil de discernir, su mismo formalismo rigo­rista asume el tono de

1. Véase Joan Copjec, “The Sartorial Superego”, October, 50, Nueva York, MIT, 1989.

239
Slavoj Žižek

una neutralidad cruel, obscena. Dentro de la economía psíquica del su­


jeto, el imperativo categórico es experimentado como una ciencia que
bombardea al sujeto con mandatos imposibles de cumplir: no admite
excusas (“¡puedes porque debes!”) y observa desde una neutralidad ma­
lévola y burlona la lucha desvalida del sujeto por ponerse a la altura de
esas demandas “locas”, mientras disfruta secretamente con los fracasos.
La demanda categórica del imperativo va contra el bienestar del sujeto
o, más precisamente, es por completo indiferente a él: desde el punto
de vista del princi­pio de placer y su prolongación intrínseca, el princi­
pio de realidad, el imperativo es no-económico, injustificable, caren­te
de sentido. El nombre que da Freud a ese mandato “irra­cional” que le
impide al sujeto actuar de modo adecuado en la circunstancia presente,
y de tal modo organiza su fracaso, es, desde luego, superyó. Según La­
can, Kant no toma en cuenta este reverso maligno, superyoico, de la ley
moral. Este goce obsceno propio de la forma misma de la ley, en cuanto
Kant oculta la escisión del sujeto en el sujeto del enunciado y el su­jeto de
la enunciación, implícita en la ley moral, en esto con­siste el énfasis de la
crítica de Lacan al ejemplo kantiano del dilema moral del depositario:

Por ejemplo, he adoptado como máxima aumentar mi patri­monio por todos


los medios seguros. Ahora estoy en posesión de un depósito cuyo propieta-
rio ha muerto sin dejar ningún registro al respecto. Naturalmente, este caso
cae bajo mi máxima. Ahora quiero saber si esta máxima puede sostenerse
como una ley prác­tica universal. La aplico al caso presente e indago si po-
dría tomar la forma de una ley y, en consecuencia, si yo podría, mediante la
máxima, establecer la ley de que se le permita a todo hombre ne­gar que ha
recibido un depósito cuando nadie puede demostrar lo contrario. De inme-
diato comprendo que al tomar este princi­pio como ley lo anularía, porque,
como resultado, en adelante nadie haría depósitos.2

El comentario de Lacan al respecto es que “la práctica del depósito


reposa sobre las dos orejas que, para constituir al de­positario, deben
cerrarse a toda condición que pueda impo­nerse a esa fidelidad. Dicho
de otra manera, no hay depósito sin depositario a la altura de su cargo.”3
En otras palabras, el “sujeto de la enunciación” es aquí reducido sin de­
cirlo a la condición de “sujeto del enunciado”: el depositario, a su fun­
ción de depositario. Kant presupone que hablamos de un de­positario
“que está a la altura de su cargo”, un sujeto que per­mite que se lo tome

2. Immanuel Kant, Critique of Practical Reason, Indianapolis, Bobbs-Merrill, 1957,


págs. 26-27. [Ed. cast.: Crítica a la razón práctica, Barcelona, Círculo de lectores, 1995.]
3. Jacques Lacan, Écrits, París, Éditions du Seuil, 1966, pág. 767. [Ed. cast.: ob. cit.
en pág. 81.]

240
Mucho ruido por una Cosa

sin resto en la determinación abstracta de ser el depositario. Recorde­


mos la agudeza de Lacan que va en la misma dirección: “Mi novia nunca
falta a una cita, porque en cuanto falta, deja de ser mi novia”; también
en este caso la novia es reducida a su función simbólica de novia.
Hegel ha señalado el potencial terrorista de esta reducción del suje­
to a una determinación abstracta: el presupuesto del terror revolucio­
nario es que el propio sujeto permite que se lo reduzca a su determi­
nación como ciudadano que está “a la altura de su cargo”, lo que lleva
a la liquidación de los sujetos que no están a la altura de su cargo; el
terror jacobino es el re­sultado consecuente de la ética kantiana. En este
punto abor­damos lo que Lacan, en sus primeros seminarios, denomi­
nó “palabra fundadora” (la parole fondatrice), a saber: un mandato sim­
bólico (“tú eres mi novia, mi depositario, nuestro ciudada­no…”), más
tarde conceptualizado como significante amo (S1). Lo que puntualiza
la crítica lacaniana a Kant es que en el sujeto que asume el mandato
simbólico, que acuerda encar­nar a un S1, siempre hay un exceso, un
lado que no permite su inclusión en el S1, en el lugar que le asigna la
red socio­simbólica. Este exceso es precisamente el lado del objeto: el
excedente del “sujeto de la enunciación” que se resiste a ser reducido
al “sujeto del enunciado” (encarnación del mandato simbólico) es el
objeto dentro del sujeto.

El “objeto totalitario”

Tal es entonces la escisión entre el sujeto del enunciado y el sujeto


de la enunciación tal como opera en el ámbito de la ley: detrás del S1,
la ley en su lado neutral, pacificador y so­lemne, está siempre el lado del
objeto que anuncia una malig­nidad obscena. Otra agudeza bien cono­
cida ilustra perfecta­mente esta escisión. En respuesta a los exploradores
que estudian el canibalismo, un nativo responde: “No, ya no que­dan
caníbales en nuestra región. Ayer nos comimos al último”. En el nivel
del sujeto del enunciado, ya no hay más caníbales, mientras que el suje­
to de la enunciación es precisamente ese “nosotros” que se han comido
al último caníbal. En esto con­siste la intrusión del sujeto de la enun­
ciación evitado por Kant: la vigencia del orden de la ley que prohíbe
el canibalis­mo solo puede asegurarse mediante ese agente obsceno que
asume el acto de comerse al último caníbal. La prohibición kantiana de
sondear los orígenes de la ley, del poder legal, tie­ne que ver precisamen­
te con este objeto de la ley, en el sentido de su “sujeto de la enunciación”,
del sujeto que asume el papel de agente-instrumento obsceno.

241
Slavoj Žižek

Por esto Sade debe ser tomado como la verdad de Kant: este objeto
cuya experiencia es evitada por Kant emerge en la obra de Sade bajo
la forma del verdugo, el agente que ejerce su actividad “sádica” sobre
la víctima. El verdugo sadeano no tiene nada que ver con el placer: su
actividad es ética en sen­tido estricto, está más allá de cualquier motivo
patológico, él solo cumple con su deber, como lo atestigua la falta de
inge­nio en la obra de Sade. El ejecutor de la justicia trabaja para el goce
del Otro, no para el suyo propio: se convierte en ins­trumento exclusi­
vo de la voluntad del Otro. Y, en el denomi­nado “totalitarismo”, este
agente-instrumento ilegal de la ley, el verdugo sadeano, aparece como tal
en la forma del Partido, agente-instrumento de la voluntad histórica.4
Este es el signi­ficado de la célebre proposición de Stalin, en cuanto a
que “nosotros, los comunistas, estamos hechos en un molde espe­cial.
Estamos hechos de una materia especial.”5 Esta “materia especial” (po­
dríamos decir, “la materia correcta”) es precisa­mente la encarnación, la
aparición del objet petit a.
En este punto tenemos que volver a la determinación laca­niana de
la estructura de la perversión como “un efecto inver­tido del fantasma.
Es el sujeto quien se determina a sí mismo como objeto, en su en­
cuentro con la división de la subjetivi­dad.”6 La fórmula lacaniana del
fantasma se escribe $ & a: el sujeto tachado, dividido en su encuentro
con el objeto causa de su deseo. El perverso sádico invierte esta estruc­
tura, lo que da a & $: al ocupar él mismo el lugar del objeto (al hacer
de sí mismo el agente ejecutor de la voluntad del Otro) evita la di­visión
constitutiva del sujeto y traslada la división a su otro, como, por ejem­
plo, lo hacía el estalinista frente al “traidor” pequeño-burgués, dividi­
do e histérico, que no quería renun­ciar totalmente a su subjetividad y
continuaba “deseando en vano”. En el mismo pasaje, Lacan vuelve a
su “Kant con Sa­de”, a fin de recordar que el sádico ocupa el lugar del
objeto “para beneficio de otro, por cuyo goce ejerce su acción como
perverso sádico”.7

4. Por lo tanto, el comunismo estalinista es, en un sentido, más directo que el orden
civil “normal”: reconoce abiertamente la vio­lencia en su fundamento. El Partido es como
un aborigen que dice: “Nuestra meta es proscribir el canibalismo, y nuestra tarea consiste
en comernos hasta el último de los caníbales para alcanzar ese obje­tivo”. La conclusión
es, tal vez, que lo que llamamos “democracia” implica una cierta ingenuidad fundamental,
una cierta resolución de dejar algunas cosas sin decir y actuar (como si) no las conocié-
ramos.
5. J. V. Stalin, Works, vol. 6, Moscú, Foreign Languages Publis­hing House, 1953, pág.
47. [Ed. cast.: Obras, Madrid, Ediciones Vosa, 1984.]
6. Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analy­sis, Londres, Hogarth,
1977, pág. 185.
7. Ibíd.

242
Mucho ruido por una Cosa

El Otro del estalinismo, la “inevitable necesidad de las le­yes del de­


sarrollo histórico” a la que el ejecutor estalinista servía con su acto, po­
dría entonces concebirse como una nue­va versión del “ser Supremo del
Mal”, esa figura sadeana del Otro. Más allá de la apariencia engañosa de
distanciamiento cínico, lo que le procura al estalinista su inconmovible
con­vicción de ser solamente el instrumento de la necesidad histó­rica
es esta radical objetivación-instrumentalización de su propia posición
subjetiva. Al hacer de sí mismo el instrumen­to transparente de la volun­
tad del Otro (la Historia), el estali­nista evita su división constitutiva, y
paga como precio la total alienación de su goce: si el advenimiento del
sujeto bur­gués queda definido por su derecho al goce libre, en el sujeto
totalitario verifica que esta libertad es la del Otro, la del “ser Supremo
del Mal”, con referencia a la cual su propia voluntad está totalmente
instrumentalizada.8
De modo que la diferencia entre el amo clásico y el líder totalita­
rio podría conceptualizarse como una diferencia entre S1 (el signifi­
cante amo unario) y el objeto. La autoridad del amo clásico es la de
un cierto S1, significante sin significado, significante autorreferencial
que encarna la función perfor­mativa de la palabra. La Ilustración quiso
deshacerse de esta instancia de autoridad “irracional”; después, el amo
reapare­ció bajo la forma del líder totalitario: excluido como S1, toma
la forma de un objeto que encarna a S2, la cadena del conoci­miento
(el “conocimiento objetivo de las leyes de la historia”, por ejemplo),
y asume la “responsabilidad” de realizar la necesidad histórica con su
crueldad canibalista.9 La fórmula, el matema del “sujeto totalitario”,
sería entonces:

8. Hay un detalle muy expresivo en la película de Bertolucci titulada El último empera-


dor (en otros sentidos, poco inteligente y pretensiosa): el ex emperador preso se queja ante
su benévolo super­visor de que los comunistas lo mantengan vivo y lo traten (relativa­mente)
bien solo porque les resulta útil, a lo cual el supervisor le contesta, con una franqueza que
desarma: “¿Y qué tiene de malo ser útil?”. Tenemos aquí en su forma más pura la oposición
entre el his­térico que teme ser “usado” por los otros como un objeto (esto se ve en el caso
de Dora, la analizante de Freud, que se resistía al rol de objeto de intercambio entre su
padre y el señor K.) y el perverso que asume voluntariamente y disfruta con su posición
de objeto instru­mento útil para el Otro. También por esto resulta clara la razón de que la
forma moderna de la histeria dependa del predominio de la ideología capitalista utilitaria:
es precisamente una rebelión del suje­to que se niega a ser reducido a su “utilidad”.
9. Uno recuerda que en la hagiografía estalinista el líder es des­crito como alguien
que, aunque en privado es una persona gentil y amable (a Lenin le gustaban los gatos y
los niños, etcétera), está sin embargo dispuesto a tomar sin demora decisiones radicales y
crueles cuando lo exige el Otro (la Historia).

243
Slavoj Žižek

S2

Es decir, el semblante de un conocimiento “objetivo” neu­tro, bajo


el cual se oculta el objeto-agente obsceno de una vo­luntad superyoica.
Lo decisivo en este punto es no confundir la autoridad “irracional”
del amo tradicional con la del moderno régimen totalitario: la primera
se basaba en la brecha entre S1 y S2, mientras que el totalitarismo re­
curre a un “conocimiento” (S2) burocrático que carece de sostén en un
significante amo (S1) que “almohadillaría” su campo. Esta diferencia
se pone de manifiesto al considerar la justificación de la obediencia: el
líder totalitario exige sumisión en nombre de sus presuntas capacidades
“efectivas” (su sabiduría, su coraje, su adhesión a la causa, etcétera); por
otro lado, si digo “yo obedezco al rey porque es sabio y justo”, ya estoy
cometiendo un crimen de lesa majestad: la única justificación adecuada
de la obediencia al reyes la tautología “obedezco al rey porque es el rey”.
Kier­kegaard ha desarrollado este punto en un magnífico pasaje que, si
se traza un gran arco, va desde la autoridad divina has­ta la autoridad
de la escuela y la familia (el padre), pasando por la más alta autoridad
secular: el monarca.

Preguntar si Cristo es profundo es una blasfemia y un inten­to de des-


truirlo con astucia (sea consciente o inconscientemen­te) puesto que el inte-
rrogante contiene dudas acerca de su auto­ridad […]. Preguntar si un rey es
un genio –para obedecerlo en el caso de que la respuesta sea positiva– es en
realidad un delito de lesa majestad, puesto que el interrogante contiene la
duda acerca del sentido de la sumisión a su autoridad. Someterse a la escue-
la con la condición de que ese lugar sepa ser inventivo, realmente significa
ponerla en ridículo. Venerar al propio padre porque es listo es impiedad.10

Horkheimer, que cita estas líneas en “Autoridad y fami­lia”, ve en


ellas una indicación del pasaje desde el principio li­beral burgués de la
“autoridad racional” al principio totalita­rio posliberal de la autoridad
“irracional, incondicional”. Contra esta lectura, debemos insistir en que
Kierkegaard se mueve en este caso en el terreno de la autoridad pre­
liberal tradicional: define la autoridad como S1, como un carisma no
basado en capacidades “efectivas”.
Por otro lado, la lógica de la burocracia totalitaria es exac­tamente

10. Sören Kierkegaard, “El concepto de elegido”, citado en Max Horkheimer, Tradi-
tionelle und kritische Theorie, Francfort, Fischer Verlag, 1970, pág. 210.

244
Mucho ruido por una Cosa

opuesta. ¿Cuándo, en qué condiciones, la burocracia estatal se convierte


en totalitaria? No donde S1, el punto de “autoridad irracional”, ejerce
una presión “demasiado fuerte”, “excesiva”, sobre el savoir (faire) buro­
crático, sino, por el con­trario, donde falta este punto unario que “almo­
hadilla” el campo del conocimiento (S2). En otras palabras, cuando el
conocimiento burocrático pierde su sostén en el significante amo (S1)
y queda “librado a sí mismo”, cae víctima de una lo­cura homicida y
asume los rasgos de la “neutralidad malévo­la” propia del superyó. El
punto teórico que no hay que pasar por alto es que la aparente afinidad
evidente de por sí entre el significante (S1) y el superyó es engañosa: el
estatuto del su­peryó es el de una cadena de conocimiento (S2) y no el
de un punto unario de autoridad simbólica (S1).
El ejemplo en el que uno piensa inmediatamente es (una vez más)
el discurso de la burocracia estalinista, un discurso de saber si los hay:
su posición de enunciación, el lugar desde el que sostiene que habla,
es claramente el del conocimiento puro, no subjetivizado (el bendito
“conocimiento objetivo de las leyes del progreso histórico”). Esta po­
sición de saber neu­tral, “objetivo” (es decir, un saber no subjetivizado
por la in­tervención de algún punto de almohadillado, de algún signifi­
cante amo) es en sí mismo malévola: goza con el hecho de que el sujeto
no logra ponerse a la altura de esas demandas imposibles. Esa posi­
ción está impregnada de obscenidad: es superyoica. Lacan insiste en el
vínculo entre el su­peryó y el denominado “sentimiento de realidad”;
lo que aceptamos como “realidad” está siempre sostenido por un im­
perativo superyoico: “Cuando el sentimiento de irrealidad concierne a
algo, esto no está nunca del lado del superyó, es siempre el yo lo que se
pierde”.11¿No surge de tal modo una explicación de las confesiones en
los juicios esta­linistas? Puesto que para el acusado no había “ninguna
rea­lidad” fuera del superyó del Partido, fuera de su maligno im­perativo,
siendo la única alternativa el abismo de lo real, la confesión exigida por
el Partido era, por cierto, el único mo­do que tenía el acusado de evitar
la “pérdida de la realidad”.
Según la tesis fundamental de Lacan, el superyó, en su di­mensión
fundamental, es un mandato de goce: las diversas for­mas de las órdenes del
superyó no son más que variaciones sobre el mismo tema, “¡goza!”.12 En

11. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre III: Les Psychoses, París, Éditions du Seuil, 1981.
[Ed. cast.: ob. cit. en pág. 80.]
12. En sus primeros seminarios, de principios de la década de 1950, Lacan elaboró la
tesis de que el superyó es una ley (un manda­to) que el sujeto experimenta como traumá-
tico, carente de significa­do, como algo que no puede integrar en su universo simbólico;
solo en la década de 1970, en los últimos años de su enseñanza, Lacan dio el fundamento
de esta resistencia del superyó a su integración en lo Simbólico: el trauma básico que se

245
Slavoj Žižek

esto consiste la oposición entre la ley y el superyó: la ley es la agencia


de prohibición que regula la distribución del goce sobre la base de una
re­nuncia común, compartida (la “castración simbólica”), mien­tras que
el superyó marca un punto en el cual el goce permiti­do, la libertad para
gozar, es convertido en lo inverso, en la obligación de gozar –y hay que
añadir que este es el modo más efectivo de bloquear el acceso al goce–.
En la obra de Franz Kafka se encuentra una escenificación perfecta
de la burocracia bajo el aspecto de una ley obscena y maligna que inflige
el goce. “El Tribunal no te reclama nada, te recibe cuando llegas y te
abandona cuando te vas”.13 ¿Có­mo no reconocer, en estas líneas con las
que se cierra la en­trevista entre Josef K. y el sacerdote, en el capítulo
XI de El proceso, la “neutralidad malévola” del superyó? Las dos gran­
des novelas de Kafka, El proceso y El castillo, se inician con el llamado de
una instancia burocrática superior (la ley, el casti­llo) al sujeto; ¿no es
esta una ley que “aparece ordenando ‘¡Goza!’ [Jouis!], a lo cual el sujeto
solo puede responder ‘¡Oigo! ’ [J’ouis!], no siendo el goce más que un
sobreenten­dido”?14 La perplejidad del sujeto frente a esta instancia, ¿no
se debe precisamente al hecho de que no comprende el impe­rativo de
goce que resuena aquí y resuma por todos los poros de su superficie
“neutral”? Cuando Josef K., en el cuarto de interrogatorio vacío, abrió
el primero de los libros que los jueces habían leído mientras el tribunal
estaba en sesión:

encontró una ilustración indecente. Un hombre y una mujer estaban sen-


tados desnudos sobre un sofá, y la intención obscena del dibujante era bas-
tante evidente […]. K. no miró ninguna de las otras páginas, a excepción de
la portada del segundo libro, una novela titulada Cómo Grete era fastidiada
por su esposo Hans.15

Esto es el superyó: una solemne indiferencia, impregnada en parte


de obscenidades. No sorprende entonces que, para Kafka, la burocracia
estuviera “más cerca de la naturaleza hu­mana original que cualquier
otra institución social” (carta a Oscan Baum, junio de 1922): ¿qué es
esta “naturaleza huma­na original” sino el hecho de que el hombre, des­
de el princi­pio mismo, es un ser de lenguaje, un ser hablante (parlêtre)?

resiste a la simbolización es el del goce, de modo que el superyó sigue siendo un cuerpo
extraño que no puede ser integrado en el horizonte de sentido del sujeto precisa­mente en
cuanto ordena el goce.
13. Franz Kafka, The Trial, Harmondsworth, Penguin, 1985, pág. 244. [Ed. cast.: El
proceso, Barcelona, Akal, 1988.]
14. Jacques Lacan, Écrits: A Selection, Londres, Tavistock, 1977, pág. 319.
15. Franz Kafka, ob. cit., pág. 61.

246
Mucho ruido por una Cosa

¿Y qué es el superyó (el modo de funcionamiento del conoci­miento


burocrático) sino la encarnación más pura, más radi­cal del significante
como causa de la división del sujeto, del mandato del significante en su
aspecto traumático, carente de sentido?
El concepto de superyó como reverso obsceno de la ley introduce
un tercer elemento que perturba la oposición acos­tumbrada entre la ley
social externa (las regulaciones estatales y policiales) y la “ley interior”
ética, no escrita, en cuyo nom­bre podemos resistir a las regulaciones le­
gales externas –es decir, la oposición entre la legalidad (la heteronomía
de la ley social) y la legitimidad (la ley autónoma que está dentro nues­
tro)–.16 El modo en que el enfoque lacaniano subvierte esta oposición
encuentra su mejor ejemplo en la crítica a la si­guiente fábula con la que
Kant intentaba ilustrar la ley moral como ratio cognoscendi de nuestra
libertad:

Supongamos que alguien dice que su lujuria es irresistible cuando se en-


cuentra ante el objeto deseado y tiene la oportuni­dad. Preguntémosle si
no controlaría esta pasión en el caso de que, frente a la casa donde está la
oportunidad, se alzara una horca en la que lo colgarían inmediatamente
después de haber satisfecho su deseo. No es necesario pensar mucho cuál
sería la respuesta. Pero preguntémosle si no le sería posible superar su amor
a la vida, por grande que fuera, en el caso de que su sobe­rano lo amenazara
con la misma muerte súbita a menos que de­pusiera falsamente contra un
hombre honorable a quien el go­bernante desea destruir con un pretexto
falso. Tal vez no se aventure a responder qué haría, pero admitirá sin vacilar
que ne­garse le sería posible. En consecuencia, juzga que puede hacer algo
porque sabe que debe, y reconoce que es libre, un hecho que, sin la ley mo-
ral, habría seguido desconociendo.17

Puede parecer que el comentario de Lacan confirma ple­namente


la oposición entre la ley estatal externa y la ley inte­rior no escrita; su
reproche es precisamente que, en la prime­ra parte del apólogo, Kant
las equipara implícitamente: “pues la horca no es la Ley… la policía
puede ser el Estado, como se dice del lado de Hegel. Pero la Ley es otra
cosa, como se sabe desde Antígona.”18 Sin embargo, lo que Lacan quie­
re puntualizar es que un verdadero sujeto moral resistiría a la tentación

16. Esta oposición desempeñó un papel crucial en los últimos años del “socialismo
real”, puesto que articulaba la autopercepción ideológica espontánea de los disidentes:
la autoridad en cuyo nom­bre ellos se negaban a cumplir las órdenes legales “totalitarias”
era la de las “leyes no escritas” de la dignidad y la decencia humanas, en el espíritu de
Antígona, etcétera.
17. Immanuel Kant, ob. cit., pág. 30.
18. Jacques Lacan, Écrits, ob. cit., pág. 782.

247
Slavoj Žižek

de satisfacer su lujuria, no por una actitud moral in­terior, o debido a la


amenaza externa representada por la hor­ca, sino que:

podría suceder que un defensor de la pasión, y que fuese lo bastante ciego


como para mezclar con ella el pundonor, plantea­se un problema a Kant,
obligándolo a comprobar que ninguna ocasión precipitaría con más certi-
dumbre a algunos hombres ha­cia su meta que el verla ofrecerse como un
desafío a la horca, o incluso con desprecio de ella.19

Lo que Kant no toma en cuenta es que el propio deseo del sujeto


funciona “más allá del principio de placer”, más allá de las motivaciones
“patológicas” de la autoconservación, del placer y el displacer: el pro­
blema con Kant no es su idealismo moral, su creencia en que el hombre
puede actuar por puro Deber con independencia de la consideración
utilitaria, pato­lógica, de los intereses y los placeres, sino, por el con­
trario, su ignorancia de que en el ámbito del deseo, de la “pasión” se­
xual, opera ya un cierto “idealismo” (el desdén por las consi­deraciones
patológicas).20 La verdadera “pasión” no solo no es obstaculizada, sino
que incluso resulta alentada y sostenida por la perspectiva del patíbulo:
en otras palabras, la verdadera “pasión” está insólitamente cerca del cumpli-
miento del propio deber a pesar de las amenazas externas (el segundo ejem­
plo del apólo­go de Kant) y es precisamente en este nivel donde hay
que situar la oposición entre el placer y el goce: una relación amo­rosa
ilícita pero sin riesgos tiene que ver con el mero placer, mientras que
si es experimentada como un “desafío al patíbu­lo” (como un acto de
transgresión) procura goce; el goce es el “excedente” derivado de nues­
tro conocimiento de que el pla­cer involucra la excitación de penetrar
en un dominio prohi­bido, de modo que nuestro placer incluye un cierto
displacer.
El exceso inesperado que perturba la simple oposición en­tre la ley
social externa y la ley interior no escrita es, por lo tanto, el cortocircuito
entre el deseo y la ley, es decir, un punto en el cual el deseo mismo se
convierte en ley, un punto en el cual la insistencia en el propio deseo
equivale a cumplir con el propio deber y donde el Deber en sí está mar­
cado por una mancha de goce (excedente), y es este cortocircuito lo que
nos permite ubicar la paradoja de la maquinaria burocrá­tica kafkiana:

19. Ibíd.
20. Obsérvese que el procedimiento de Lacan implica lo opuesto a lo que habitual-
mente se atribuye al psicoanálisis, a saber: la idea de que todo acto ético está en realidad
regulado por consideraciones “patológicas” (codicia de poder, estima, etcétera): Lacan,
por el con­trario, dice que el deseo es ético en sí mismo, en el más estricto de los sentidos
kantianos.

248
Mucho ruido por una Cosa

lejos de ser reductible a la ley social externa (la horca), resume el reverso
perverso de la ley “interior”, “no escrita”, en sí misma.
Si la burocracia kafkiana no estuviera encarnada en una agencia per­
versa éxtima (un cuerpo extraño en el que el suje­to encuentra su propio
corazón, una especie de parásito inte­rior que le impide lograr la identi­
dad consigo mismo), sería posible que el sujeto asumiera una distancia
externa simple respecto de ella; la burocracia no sería algo más “cerca­
no a la naturaleza humana original”. Es decir, ¿qué es lo que el suje­to
descubre en sí mismo después de renunciar a sus intereses patológicos
por la ley moral autónoma? Un mandato incon­dicional que ejerce una
presión feroz sobre él, con total indi­ferencia por su bienestar. En este
punto, el psicoanálisis no puede estar más lejos de la convencional ima­
gen utilitarista del hombre, según la cual la psique humana está comple­
tamente dominada por el principio de placer y, por lo tanto, es suscep­
tible de control y dirección. En tal caso, el bien so­cial podría realizarse
fácilmente, puesto que, por definición, el egoísmo puede manipularse y
canalizarse de modos so­cialmente deseables. Lo que obra contra el bien
social no es la búsqueda egoísta de placer, sino el reverso superyoico de
la ley moral: la presión de la “ley no escrita” que está dentro de mí, su
obsceno llamado al goce, que Freud bautizó con el nombre infortunado
de “masoquismo primario”.21
Por lo tanto, la burocracia kafkiana está indudablemente en el ám­
bito de la ley interior no escrita: resume el reverso “loco” de lo social
que encontramos precisamente al escapar a la regulación legal exter­
na, contingente. Funciona como un cuerpo extraño dentro de noso­
tros mismos, como “lo que es en nosotros más que nosotros mismos”,
una agencia obscena éxtima que demanda lo imposible y observa bur­
lonamente nuestros intentos desvalidos por cumplir con ella. Y la ley
ex­terna que regula el intercambio social quizá tenga precisamente la
finalidad de liberarnos del atolladero insoportable de la ley interior en­
loquecida y generar una suerte de pacifi­cación. Tal vez el totalitarismo
no sea tanto el repliegue de la “ley no escrita” interior bajo la presión
de la ley social exter­na (la explicación convencional según la cual en el
totalitaris­mo el individuo pierde su autonomía moral y sigue la ley del
grupo) como una especie de cortocircuito que provoca la pér­dida de la
distancia entre ambas leyes. Quizás haya que inver­tir la oposición usual
entre la ley social corrupta y el sentido moral interior fiable: la interven­
ción pacificadora de la ley so­cial externa nos permite eludir la autotor­

21.Véase Mladen Dolar, “Foucault and the Enlightenment”, New Formations, 14,
Londres, 1991.

249
Slavoj Žižek

tura provocada por la “ley de conciencia” superyoica obscena.22 La ley


externa regula los placeres para liberarnos de la imposición superyoica
del goce que amenaza con inundar nuestra vida diaria. Carpe diem, goza
el día, consume el goce excedente que nos procu­ran nuestros sacrificios
cotidianos: allí está la fórmula con­densada del “totalitarismo”.
Todos conocemos la frase trillada sobre la argumentación racional
libre: es completamente impotente, no hay ninguna fuerza externa que
la sustente y, sin embargo, precisamente como tal, es a tal punto vin­
culante que nadie puede sustraer­se realmente a ella. Cuando tenemos
conciencia del simple hecho de que alguien tiene razón, toda nuestra
cólera contra él queda en cierto sentido desvalida; él tiene sobre noso­
tros un dominio más fuerte que el de cualquier compulsión exter­na. La
argumentación racional libre no nos somete a ninguna presión abier­
ta, podemos usarla o eludirla, pero en cuanto la aceptamos, desaparece
nuestra libertad. En este preciso senti­do, una argumentación racional
convincente “no te reclama nada, te recibe cuando llegas y te abandona
cuando te vas”. Estas palabras (que ya habíamos citado), con las que el
sacer­dote de El proceso define el modo de funcionamiento del tri­bunal
kafkiano, es decir, de la más pura encarnación de la bu­rocracia en su
dimensión superyoica “irracional” de ley perversa, traumática, inson­
dable, ¿no nos ofrece también la mejor definición posible del modo de
funcionamiento de la argumentación racional libre, no compulsiva? Así
es como opera el superyó en el corazón mismo del sujeto autónomo
li­bre: la ley social externa es sostenida por su imposición com­pulsiva,
mientras que el superyó comparte con la libertad su carácter no intrusi­
vo; en sí mismo, es completamente impo­tente, solo se activa en cuanto
el sujeto se dirige a él. El paté­tico lema de Václav Havel, “el poder de
los impotentes”, se adecua perfectamente al superyó en su dimensión
más obsce­na; en ella, el sujeto, en sentido estricto, solo obtiene lo que
quiere.

“Lo sé, pero sin embargo…”

El predominio del superyó sobre la ley perturba la rela­ción entre

22. Por esto la intervención de la ley se experimenta a veces co­mo una especie de
alivio: “La angustia había estado siempre dentro de él, como una batalla tortuosa de él
contra él mismo que podría haber dado la bienvenida a la intervención de la ley. La ley de
la so­ciedad era laxa comparada con la ley de la conciencia. Podría haber­se presentado ante
la ley y confesar, pero la confesión parecía algo menor, un mero gesto, incluso una salida
fácil, evitar la verdad. Si la ley lo ejecutaba, sería un mero gesto” (Patricia Highs­mith,
Strangers on a Train, Baltimore, Penguin, 1974, pág. 161).

250
Mucho ruido por una Cosa

saber y creencia que determina nuestro horizonte ideológico cotidiano:


la brecha entre el saber (real) y la creen­cia (simbólica). Podemos ilustrar­
lo con la conocida experien­cia psicológica de decir acerca de algo, por
lo general terrible, traumático, “Sé que es así, pero no puedo creerlo”:
el conoci­miento traumático de la realidad queda fuera de lo Simbóli­
co, la articulación simbólica opera como si no su­piéramos, y para que
este saber sea integrado en nuestro uni­verso simbólico es necesario un
“tiempo para comprender”.23 Esta especie de brecha entre el saber y la
creencia, en cuanto uno y otra son conscientes, demuestra la existencia
de una es­cisión psicótica, una “renegación de la realidad”; las proposi­
ciones de este tipo son lo que el análisis lingüístico denomina “parado­
jas pragmáticas”.
Tomemos por ejemplo el enunciado “Sé que no hay nin­gún ratón
en la habitación de al lado, pero sin embargo creo que hay uno”: este
enunciado no es lógicamente insostenible, puesto que no existe ningu­
na contradicción lógica entre “no hay ningún ratón en la habitación
de al lado” y “creo que hay un ratón en la habitación de al lado”. La
contradicción solo surge en el nivel pragmático, en cuanto tomamos
en cuenta la posición del sujeto de la enunciación: el sujeto que sabe
que no hay ningún ratón en la habitación de al lado, no puede al mismo
tiempo, sin contradicción, creer que hay un ratón. En otras palabras,
el sujeto que cree esto es un sujeto escindido. La solución “normal” de
esta contradicción consiste por su­puesto en que reprimimos el otro mo­
mento, la creencia, en nuestro inconsciente. En su lugar aparece algún
momento de reserva que no está en contradicción con el primero: esta
es la lógica de la denominada “racionalización”.
En lugar de la escisión directa “Sé que los judíos no son culpables
de nada, pero sin embargo… (creo que son culpa­bles)” aparece un
enunciado del tipo “Sé que los judíos no son culpables de nada; sin
embargo, es un hecho que, en el desarrollo del capitalismo, los judíos,
como representantes del capital financiero y comercial, por lo general
se han aprove­chado del trabajo productivo de otros”. En lugar de la
esci­sión directa “Sé que no hay Dios, pero sin embargo… (creo que lo
hay)” aparece un enunciado del tipo “Sé que no hay Dios, pero respeto
el ritual religioso y tomo parte en él por­que sostiene valores éticos y
alienta la hermandad y el amor entre las personas”. Estos enunciado
son buenos ejemplos de los que podría denominarse “mentir con la

23. La distinción opuesta está desde luego más difundida: “Sé que esto no es así, pero
sin embargo lo creo”; la fórmula de la rene­gación fetichista (“Sé que mi madre no tiene
pene, pero sin embargo creo que… [lo tiene]”), bien conocida en general en la forma del
de­nominado prejuicio racial (“Sé que los judíos no son culpables, pero sin embargo…”).

251
Slavoj Žižek

verdad”: la segun­da parte de estos enunciados, la afirmación que sigue


al sin­tagma “pero sin embargo”, en un nivel fáctico puede ser en gran
medida exacta, pero opera como una mentira, porque en el contexto
simbólico concreto en el que aparece es una rati­ficación de las creencias
inconscientes (de que los judíos son sin embargo culpables, de que Dios
sin embargo existe, etcé­tera). Si no se toman en cuenta estas investidu­
ras de la creen­cia inconsciente, el funcionamiento de tales enunciados
sigue siendo totalmente incomprensible.
Uno de los más grandes maestros del procedimiento fue sin duda
el “materialismo dialéctico” estalinista, cuyo logro básico consistía en
que, siempre que era necesario legitimar alguna medida política prag­
mática que violaba principios teó­ricos, planteaba que, en principio por
supuesto era así; sin em­bargo, “en las circunstancias concretas…”: el
bendito “análi­sis de las circunstancias concretas” no era básicamente
más que la búsqueda de una racionalización que justificara la vio­lación
del principio.
La brecha entre el saber (real) y la creencia (simbólica) de­termina
nuestra actitud ideológica cotidiana: “Sé que no hay Dios, pero sin em­
bargo actúo como si (creo que) él existiera”; la parte entre paréntesis
está reprimida (la creencia en un Dios cuya existencia atestiguamos con
nuestra actividad es incons­ciente). Tal vez su inversión intrínseca se
aprecie del mejor modo en la obra de Sade: los análisis más incisivos al
respecto (sobre todo los realizados por Pierre Klossowski) han demos­
trado desde hace mucho que la obra de Sade no es nunca sim­plemente
atea, sino que en su economía interna presupone la existencia de Dios,
pero esa existencia no es afirmada en el ni­vel de la creencia sino en el del
saber. El héroe de Sade no cree en Dios, viola todas las normas éticas, et­
cétera, pero lo hace sobre la base del conocimiento de que Dios existe:
esta es la fuerza de la fascinación del héroe de Sade, la fascinación de su
posición heroico-demoníaca. Tratamos en vano de reivindicar a Dios,
no porque el héroe de Sade se rehúse a aceptar nues­tras pruebas, sino
porque él mismo sabe muy bien que Dios existe, pero heroicamente se
resiste a creerlo, aunque sabe que de tal modo se ganará la condenación
eterna. Su posición es: “(Sé que Dios existe, pero sin embargo) actúo
como si cre­yera que no hay Dios”; lo que él reprime es el saber de la
exis­tencia de Dios.24

24. En el tipo de relación que existe entre el conocimiento (real) y la creencia (sim-
bólica), por supuesto no resulta difícil reconocer la característica distinción que traza
Hegel entre el objeto y el conoci­miento del objeto, que son ambos “para la conciencia”;
en Hegel, en lugar del conocimiento (real) tenemos el objeto y en lugar de la creencia
(simbólica) está el conocimiento: ambos momentos, el co­nocimiento “objetivo” de la rea-
lidad y la creencia simbólica “subjeti­va”, “caen dentro del sujeto”; creemos en Dios, pero al

252
Mucho ruido por una Cosa

¿No es este el mismo tipo de distanciamiento el que opera en las de­


nominadas ideologías “totalitarias”, en las cuales los individuos conser­
van cínicamente una “distancia interior” respecto del ritual “externo”
mediante el cual esas ideologías se reproducen, pero tomando parte en
él? Esta apariencia, sin embargo, es engañosa: la ideología totalitaria se
basa en un ti­po de distancia respecto de sí misma característicamente
muy diferente, mucho más radical, que fue revelada por primera vez en
1984 por George Orwell.
La dificultad con Orwell es que el vocabulario de 1984 (el Gran
Hermano, la Policía del Pensamiento, etcétera) ya se ha convertido en
un lugar común, lo que desde luego supone una serie de simplificacio­
nes cruciales; basta con que recorde­mos la idea de la “manipulación
total”: subsiste algún sujeto oculto que supervisa todo el proceso social,
que no ignora na­da, que “tiene todos los hilos en las manos”, que asume
el de­recho de juzgar a toda la sociedad. Esta presentación del “amo to­
talitario” como el gran Otro que no es por su parte “engañado”, que no
está inscrito en un juego que él no gobier­na, reproduce el mito propagado
por el propio totalitarismo… A pe­sar de sus defectos, la visión de Orwell
para “1984” está lejos de este tipo de ingenuidad: él sabe muy bien que
no hay por un lado bobalicones manipulados y por el otro un Manipula­
dor no engañado, que podría “dirigir el juego”; quien más cree en el to­
talitarismo, quien realmente cree en los resulta­dos de la manipulación,
es el propio manipulador:

En nuestra sociedad, quienes mejor saben lo que está suce­diendo son quie-
nes están más lejos de ver el mundo como es. En general, cuanto mayor es
la comprensión, más grande el engaño: cuanto mayor la inteligencia, menor
la sensatez…

Estas líneas aparecen en “el libro de Goldstein” incluido en 1984.25


Esta es la paradoja que está en el núcleo del deno­minado doble pensa­
miento. Debemos manipular consciente­mente y sin pausa, cambiar el
pasado, fabricar la “realidad ob­jetiva”, y al mismo tiempo creer sincera­
mente en los resulta­dos de esta manipulación. El universo totalitario es
un universo de escisión psicótica, de renegación de la evidencia obvia,
no un universo de “secretos reprimidos”: el universo que “alucinamos”
de ningún modo nos impide creer en el re­sultado-efecto del engaño.
Para que no quede la impresión de que estos postulados de Orwell

mismo tiempo podríamos, por así decirlo, “montarnos sobre nuestros propios hom­bros”
y saber que no hay Dios.
25. George Orwell, Nineteen Eighty-Four, Harmondsworth, Pen­guin, 1982, pág. 174.
[Ed. cast.: 1984, Barcelona, Destino, 1997.]

253
Slavoj Žižek

son solo posibilidades abstractas, absurdas, nunca completamente reali­


zadas, basta leer, por ejemplo, el Mein Kampf de Hitler: ya en la primera
lectura se advierte la debili­dad de la idea de que Hitler simplemente
mentía, manipula­ba, contaba conscientemente con los “bajos instintos”
de las masas, etcétera. No se trata de que este reproche sea insoste­
nible, sino de algo mucho más inesperado: equivale a tratar de abrir una
puerta abierta, intentando demostrar laboriosa­mente lo que el propio
Hitler admitía sin reparos, puesto que escribió en abundancia sobre la
manipulación de la “psicolo­gía de las masas”, sobre cómo es necesario
histerizar a la mul­titud, mentir y simplificar los problemas, encontrar
solucio­nes simples y comprensibles, mantenerlas en la obediencia con
una mezcla de promesas y amenazas… Sin embargo, en­frentamos aquí
una trampa crucial: la conclusión falaz de que no es necesario tomar en
serio la teoría nazi, de que no mere­ce una crítica teórica seria, puesto
que ella misma no se toma en serio. Esta es la trampa de pensar que
estamos ante sim­ples medios de manipulación sin pretensiones intrín­
secas de tener valor de verdad, instrumentos externos ante los cuales los
propios nazis conservaban una distancia cínica. Esta es una trampa en
la que incluso ha caído un intelectual crítico perspicaz como Adorno.
Ese modo de ver no advierte el hecho clave: a pesar de te­ner con­
ciencia de la manipulación, Hitler creía básicamente en sus resultados.
Por ejemplo, sabía que la imagen del judío como enemigo que “maneja
todos los hilos” era solo un me­dio para canalizar la energía agresiva de
las masas, para frus­trar su radicalización en la dirección de la lucha de
clases, et­cétera. Pero al mismo tiempo creía realmente que los judíos
eran el enemigo primordial. La dimensión insólita de esta es­cisión, de
esta coexistencia del cinismo y el fanatismo más profundo, es lo que
evitamos al interpretarla como el cinismo de la manipulación, al ver
el momento de la verdad solo en la manipulación (la idea popular de
los nazis como una autori­dad cínica e inescrupulosa que lo manipulaba
todo). Esta evi­tación nos permite reducir el sujeto nazi al tradicional
sujeto burgués utilitario-egoísta.

Poder tradicional, poder manipulativo, poder totalitario

Podríamos, entonces, decir que la fórmula del fetichismo es “Lo sé,


pero sin embargo…” (“Sé que mamá no tiene pe­ne, pero sin embargo…
[creo que tiene]”); no obstante, esta fórmula, por su carácter general, es
demasiado abstracta para permitir un análisis concreto de las diferen­
tes formaciones ideológicas. Hay que complicar un poco la cuestión,
articular tres modos, tres maneras de operar de la lógica de “Lo sé,

254
Mucho ruido por una Cosa

pero sin embargo…”, tres modos de renegación de la castra­ción, que


podrían denominarse “normal”, “manipulativo” y “fetichista en sentido
propio”. Octave Mannoni (en quien nos basamos considerablemente en
este punto),26 ilustra el primer modo con un relato sobre la iniciación
entre los in­dios hopi. Mannoni parte de un libro de Talayesva titulado
Le soleil hopi.27

Aquí vemos muy claramente la creencia en la máscara, y de qué modo se


transforma esta creencia. Las máscaras hopi son lla­madas katchin. Todos
los años, en un momento predeterminado, se despliegan en el pueblo, como
Papá Noel entre nosotros y, lo mismo que Papá Noel, son de gran interés
para los niños. La se­gunda semejanza es que los niños son engañados con el
acuerdo de los padres. Este engaño está organizado muy estrictamente, y a
nadie se le permite revelar el secreto. A diferencia de Papá Noel, que es una
figura vaga pero amistosa, los katchin inspiran terror: lo que fascina a los
niños es que podrían comérselos. Por supuesto, las madres alivian ese miedo
ofreciendo a los katchin trozos de carne…28

Esta es la primera etapa, en la que los niños creen inge­nuamente que


están frente a una aparición terrible. Quienes rompen el encanto de la
creencia ingenua son los propios pa­dres o parientes. Cuando el niño
llega a una cierta edad, se dispone su iniciación ritual y en el curso de
ella, que evoca di­rectamente la castración, las máscaras desfilan ante el
niño y se le hace ver a quiénes ocultan realmente (es decir, a sus pa­dres
y tíos). La cuestión clave es cómo reacciona el niño a es­ta revelación:

“Cuando los katchin […] se desprendieron de las máscaras –escribe Tala-


yesva– fue un gran choque para mí: no eran espíri­tus. Yo los conocía a todos
y me sentí muy desdichado, puesto que durante toda mi vida me habían
dicho que los katchin eran dioses. Me sentí sobre todo defraudado y coléri-
co cuando vi que mi padre y todos mis tíos del clan bailaban vestidos como
kat­chino Lo peor fue ver a mi propio padre.”
Realmente, ¿en qué podemos creer si la autoridad es una im­postura? No
obstante […], este ritual de desmitificación y ruptu­ra de la creencia en los
katchin se convierte en la base institucio­nal de una nueva creencia en los
mismos katchin, como parte esencial de la religión hopi. Debemos recha-
zar la realidad (los katchin son los padres y los tíos) con la ayuda de una
transforma­ción de la creencia […]. Ahora, dicen los niños, ahora sabemos
que el katchin real ya no baila en el pueblo como antes. Los kat­chin solo

26. Véase Octave Mannoni, “Je sais bien, mais quand même…”, en Clefs pour
l’Imaginaire, París, Editions du Seuil, 1968.
27. Talayesva, Le soleil hopi, París, Éditions du Seuil, 1959.
28. Octave Mannoni, Clefs pour l’Imaginaire, ob. cit., págs. 14-15.

255
Slavoj Žižek

vendrán de modo invisible y habitarán místicamente las máscaras el día de la


danza […]. Los hopi divorcian el engaño con el que desorientan a los niños
de la verdad mística en la que son iniciados. Y el hopi puede decir con toda
sinceridad: “Sé que los katchin no son espíritus, que son los padres y los tíos,
pero sin embargo los katchin están aquí cuando los padres y los tíos bailan
con las máscaras puestas”. Este relato de Talayesva es la historia de toda per-
sona, normal o neurótica, sea hopi o no. En última instancia podemos ver
que nosotros mismos, cuando no encontramos huella de Dios en el cielo,
con la ayuda de alguna transformación análoga a la que realizan los hopi,
podemos decir que Dios mora en el cielo.29

Mannoni subraya justificadamente que estamos ante el pa­saje desde


el registro imaginario al registro simbólico: “la creencia abandona su
forma imaginaria y es simbolizada de tal modo como una fe o compro­
miso abierto”.30 Mientras que la creencia de los niños en los katchin
antes de la iniciación es imaginaria, después se transforma en una fe
simbólica. Es esencial advertir que con este pasaje cambia la relación
entre la máscara y lo oculto detrás de ella, el rostro que está detrás de
ella. En cuanto entramos en lo Simbólico, el secreto real ya no es lo
oculto detrás de la máscara, sino la “eficacia” de la máscara como tal: los
padres o tíos pueden ser personas co­munes, sin nada mágico, pero en
cuanto “adoptan” la másca­ra, las cosas ya no son las mismas, el espíritu
gobierna sus mo­vimientos, habla a través de ellos. De modo que el espí­
ritu no es algo oculto detrás de la máscara, sino que la habita: la fun­ción
simbólica, la forma ritual, tiene entonces más peso que su portador, que
quien está oculto detrás de la forma ritual.
Podemos concebir como una “internalización” el pasaje de la creen­
cia ingenua en la máscara a la fe simbólica en su significación: ya no
creemos en la realidad directa de la más­cara, sabemos que es solo una
máscara; la máscara es solo un significante que expresa un espíritu in­
terno invisible, un espa­cio preservado y místico. No obstante, no de­
bemos olvidar que este espíritu místico, este Más Allá invisible, no es lo
que está oculto detrás de la máscara: detrás de la máscara está la ima­gen
cotidiana en la cual no hay nada santo o mágico. Todo lo mágico, todo
el espíritu místico invisible está en la máscara co­mo tal. Este es el rasgo
básico del orden simbólico: hay más verdad en la máscara, en la forma
simbólica, que en lo oculto detrás de ella, que en su portador. Si arran­
camos la máscara, no encontraremos la verdad oculta; por el contrario,
perdere­mos la “verdad” invisible que mora en la máscara.31

29. Ibíd., págs. 16-17.


30. Ibíd., pág. 17.
31. El autor de este libro podría ilustrar el significado de este ca­rácter radicalmente

256
Mucho ruido por una Cosa

Mannoni ilustra el segundo modo con una divertida aven­tura de


Casanova, que en cierta oportunidad intentó seducir a una joven cam­
pesina ingenua. Para impresionarla se hizo pa­sar por brujo, por maestro
del conocimiento oculto. Él sabía muy bien que todo era un ardid, solo
una impostura para ex­plotar la credulidad de la joven. Por la noche se
vistió con una ostentosa “ropa de mago”, dibujó un gran círculo mágico
con papeles en el suelo, y comenzó a musitar conjuros de brujo. Enton­
ces sucedió algo inesperado: estalló una terrible tor­menta, con truenos
y relámpagos, y Casanova quedó aterrori­zado.

Yo sabía muy bien que esa tormenta era natural, que no ha­bía ninguna razón
para ella, que era inesperada. Pero a pesar de esto me asusté tanto que deseé
estar lo antes posible de vuelta en mi cuarto.32

A pesar de saber muy bien que se trataba de un fenómeno natural,


Casanova creía al mismo tiempo que las fuerzas ce­lestiales estaban cas­
tigándolo por su juego profano con la ma­gia, y lo que hizo fue entrar
rápidamente en el círculo de pa­pel, donde se sintió completamente a
salvo.

En ese estado de pánico, estaba convencido de que los rayos no podrían al-
canzarme, puesto que no podrían entrar en el círculo. Sin esta falsa creencia
no me habría sido posible perma­necer en ese lugar un minuto más.33

A pesar de todo, a pesar de ser un engaño perfectamente consciente,


como lo señala Mannoni, ese círculo era sin em­bargo “mágico”. Este
“lo sé, pero sin embargo…” de Casano­va, como podemos ver, es ra­
dicalmente distinto del “lo sé, pe­ro sin embargo…” de los hopi. En

no-psicológico del gran Otro (el orden simbóli­co) con una experiencia tomada de su
propia práctica pedagógica. Con el fin de bloquear la reacción acostumbrada de los estu-
diantes en los exámenes, que consiste en pretender que fue en realidad una cierta pregunta
la que los sorprendió desagradablemente, dando en su punto débil, yo les permití que se
hicieran a sí mismos la pregunta que deseaban. El aparente liberalismo tenía por supuesto un
solapado motivo represivo: de tal modo pretendía impedir que el estudiante huyera ante
la realidad, ya que no le quedaba ninguna excusa. Sin embargo, esta estrategia no bloqueó
el mencionado mecanismo ri­tual. Los propios estudiantes se hacían las preguntas y a conti-
nuación comenzaban tranquilamente a comportarse siguiendo el mismo ritual: la­mentarse, mirar
para todos lados, deplorar la mala suerte; esa había sido exactamente la pregunta maldita,
“¿cómo pudo sucederme a mí?”… Lejos de ser una actitud fingida, de este modo se con-
firmaba la disposición simbólica que actúa directamente, a pesar de las coac­ciones en el
nivel psicológico, la sorpresa ante la pregunta es un ri­tual que surge involuntariamente a
pesar de los hechos psicológicos.
32. Octave Mannoni, Cleft pour I’Imaginaire, ob. cit., pág. 27.
33. Ibíd.

257
Slavoj Žižek

el caso de Casanova tenemos por un lado a los simplones, los niños


de pecho, y por el otro a un manipulador, un impostor que explota
la su­perstición de los tontos. El manipulador “sabe muy bien” que un
ritual mágico es solo un engaño; el momento de la creen­cia (“pero sin
embargo”) es desplazado, proyectado sobre el otro, sobre el simplón,
sobre el objeto de la manipulación; el manipulador necesita siempre de
la credulidad del otro y si el engaño es demasiado exitoso, si se produce
una armonización fortuita entre la manipulación intentada y la realidad,
si pa­rece que lo real responde a la manipulación, se anula la dis­tancia
entre el manipulador y el manipulado, y el propio mani­pulador cae en la
credulidad, comienza a creer en su propio engaño, como lo ejemplifica
la aventura de Casanova.
Casanova es básicamente incapaz de realizar una Aufhe­bung, la su­
peración de la creencia ingenua en una fe simbóli­ca; es incapaz de ex­
perimentar la “presencia mística del espí­ritu” en la máscara durante
el ritual simbólico; la máscara (la apariencia ritual) sigue siendo para él
simplemente una máscara. Por un lado, tenemos al tonto crédulo que
cree directamente en ella y, por otro lado, al manipulador que explota
la creduli­dad del simplón; cuando el manipulador pierde la distancia
externa, no alcanza el nivel de la fe simbólica, sino que cae simplemente
en la misma creencia imaginaria ingenua que caracteriza al objeto de su
manipulación.
Solo con el tercer modo alcanzamos el fetichismo en sen­tido estric­
to: en este caso, como lo demuestra Mannoni, no se trata en absoluto
de una creencia. El fetichista “sabe muy bien”; el segundo momento, la
creencia contenida en el “pero sin embargo”, está directamente encarnada
en el objeto fetiche:

la reinstalación del fetiche suprime el problema de la creencia, mágica o no,


por lo menos en los términos en que nosotros lo planteamos. El fetichista
no busca ningún tipo de credulidad; pa­ra él los otros están en la ignorancia
y él está conforme con de­jarlos en ella […], el lugar de la credulidad, el lugar
del otro, es ahora ocupado por el propio fetiche.34

Por lo tanto, para el fetichista, su otro, “las personas co­munes”,


no son simplones, niños de pecho a los que es nece­sario explotar, sino
sencillamente ignorantes: el fetichista tie­ne un acceso privilegiado al
Objeto cuya significación la gente común desconoce; en cierto sentido,
esta posición es opuesta a la del manipulador Casanova, puesto que es
primordialmente el mismo fetichista el que aparece como un simplón a

34. Ibíd., pág. 32.

258
Mucho ruido por una Cosa

los ojos de la “gente común”, como un tonto convencido del valor ex­
cepcional del Objeto elegido.
Estos tres modos de “renegación de la castración”, del funciona­
miento de la lógica del “lo sé, pero sin embargo…”, pueden interpre­
tarse como tres estructurales elementales del ejercicio de la autoridad.
En el primer modo, la autoridad tradicional se basa en lo que po­
dríamos llamar la mística de la Institución. La autoridad funda su poder
carismático en el ritual simbólico, en la forma de la institución como
tal. El rey, el juez, el presidente, etcé­tera, pueden ser personalmente
deshonestos, corruptos, pero cuando se revisten con la insignia de la
autoridad, sufren una especie de transustanciación mística; el juez ya
no habla como una persona, es la ley misma la que se expresa a través
de él. Esto fue lo que dijo Sócrates ante el tribunal que lo condenó a
muerte: en cuanto al contenido, el juicio era incuestionable­mente de­
fectuoso, estaba condicionado por la naturaleza ven­gativa de los jueces,
pero Sócrates no quiso huir, puesto que la forma de la ley misma, que
debe permanecer inviolada, sig­nifica más que el contenido empírico y
fortuito del juicio. El argumento de Sócrates puede asociarse con la
frase “lo sé, pe­ro sin embargo…”: “Sé que el veredicto que me condena
a muerte es defectuoso, pero sin embargo debemos respetar la forma
de la ley como tal…”. “El espíritu de la ley” mora en­tonces en el ritual
simbólico, en la forma como tal, y no en la corrupción de su portador
momentáneo: la autoridad consti­tucional es mejor, por defectuoso que
resulte su contenido, que la autoridad fortuitamente “justa”, pero sin
sostén en una Institución.
El modo específico de esta autoridad simbólica epitomiza­da por el
Nombre-del-Padre puede ejemplificarse del mejor modo con la versión
del “Je sais bien, mais quand même…” con­tenida en las “sabias palabras”
del Filósofo de la ópera Così fan tutte, de Mozart: hay que confiar en la
fidelidad matrimo­nial de las mujeres, no se debe poner a prueba esa fi­
delidad exponiéndola a una tentación excesiva. Lejos de ser reducti­bles
al cinismo misógino vulgar, estas palabras nos permiten comprender
por qué Lacan determinó a La Mujer como uno de los Nombres-del-
Padre. El Nombre-del-Padre designa la metáfora fálica (el significante
fálico), de modo que la clave de este enigma debe buscarse en la di­
mensión fálica: es esta dimensión la que constituye un vínculo entre las
palabras sa­bias del Filósofo sobre las mujeres y la autoridad simbólica
paterna. Lo que se dice de las mujeres vale también para el padre como
autoridad simbólica: hay que confiar plenamente en la autoridad sim­
bólica del padre, pero no hay que ponerla a prueba a menudo puesto
que, un poco antes o un poco des­pués, uno se ve obligado a descubrir
que el padre es un im­postor y su autoridad un puro semblante… Lo

259
Slavoj Žižek

mismo vale para el rey: hay que confiar en su sabiduría, justicia y poder,
pero no ponerlos a prueba demasiado severamente.
En esto consiste la lógica del poder fálico, para agravar su paradoja,
solo es actual (es decir, efectivo) como potencial: su pleno despliegue
desnuda la impostura. Toda autoridad, en la medida en que es simbólica
(y toda autoridad intersubjetiva es simbólica), se basa en última instancia
en el poder del signifi­cante y no en la fuerza inmediata de la coerción:
implica un cierto excedente de confianza, un cierto “si Él lo supiera
(si conociera las maldades que se realizan en su nombre, las in­justicias
que tenemos que sufrir), arreglaría las cosas sin de­mora”, lo cual, por
necesidad estructural, debe seguir siendo una pura posibilidad. Tal vez
esta paradoja nos permita expli­car la economía como tal: tenemos poder,
estamos “en” él, solo en cuanto no lo utilizamos totalmente, en la me­
dida en que lo mantenemos en reserva, como una amenaza, en síntesis,
en la medida en que economizamos.
El “más-Uno” lacaniano (le plus-Un) es precisamente este excedente
necesario: todo conjunto significante contiene un elemento vacío cuyo
valor se acepta por fe, pero que precisa­mente como tal garantiza la va­
lidez plena de todos los otros elementos. Estrictamente hablando, es
algo que sobra, pero en cuanto lo retiramos se desintegra la consistencia
de los otros elementos. ¿No es esta, prácticamente, la lógica de to­das
las “reservas” (monetarias, militares, alimentarias)? Para que el equili­
brio monetario se mantenga, es preciso que pilas de lingotes de oro se
amontonen inútilmente en Fort Knox; para garantizar el “equilibrio
del miedo” se han acumulado armas que no existía la intención de usar;
montañas de trigo y maíz tienen que echarse a perder en los silos para
asegurar nuestras reservas alimentarias: ¿cómo sería posible no advertir
que la lógica que opera en estos casos carece de sentido desde el punto
de vista de “la realidad”, que para explicar su eficacia hay que pensar en
una función puramente simbólica?35

35. Esta función del “más-Uno” es a menudo escenificada en no­velas policiales de


trama sutil (algunas de las mejores Earle Stanley Gardners, etcétera): en un ambiente
cerrado (un transatlántico, un hotel aislado…) se produce un asesinato o un suicidio (es
decir, una persona que había sido vista antes desaparece sin dejar huellas en circunstan-
cias sospechosas). Desde luego, la solución es que la muerte nunca se produjo: el mismo
sujeto personificaba a dos individuos que nunca aparecían juntos, de modo que se limitó
a asumir la identidad de uno de ellos, y dejó que la policía se deva­nara los sesos por la
desaparición misteriosa del otro… En una va­riación sobre este tema, después de una
escena violenta, alguien, A, es encontrado muerto, y la persona B desaparece; también
en este caso la solución es que ambos eran una y la misma persona, que el cadáver es en
realidad el de la persona que supuestamente ha desa­parecido (mientras que el asesino es el
muerto aparente). Lo que es­tos casos tienen en común es la presencia de un lugar simbólico
vacío, suplementario, al que le falta portador: el rompecabezas queda bien ar­mado en cuanto

260
Mucho ruido por una Cosa

El segundo modo corresponde a lo que podría denomi­narse la auto-


ridad manipulativa: una autoridad ya no basada en la mística de la Insti­
tución (en el poder performativo del ri­tual simbólico) sino directamen­
te en la manipulación de sus sujetos. Este tipo de lógica es propia de la
sociedad burguesa tardía, del “narcisismo patológico”, constituida por
individuos que participan externamente en el juego social, sin “identifi­
cación interna”; ellos “llevan máscaras (sociales)”, “desempe­ñan (sus)
roles”, “no se toman en serio”: la meta básica del “juego social” es en­
gañar al otro, explotar su ingenuidad y credulidad; el rol o la máscara
sociales son experimentados directamente como imposturas manipula­
tivas; la meta de la máscara solo consiste en impresionar al otro.
En consecuencia, la actitud básica de la autoridad manipu­lativa es
cínica, si se entiende el cinismo en el estricto sentido lacaniano: el cí­
nico, a partir del hecho de que “el Otro no existe” (el Otro, el registro
simbólico, es solo una ficción que no pertenece a lo Real), llega erró­
neamente a la conclusión de que el Otro no funciona, no tiene efectos.
El significado de que el Otro, a pesar de ser una ficción, sea “efectivo”,
pue­de ejemplificarse del mejor modo con la mencionada místi­ca de la
Institución, propia del poder tradicional: sabemos que la autoridad es
una ficción, pero esta ficción regula nues­tra conducta actual, real; regu­
lamos la realidad social en sí co­mo si la ficción fuera real. Pero el cínico,
que solo cree en lo Real del goce, mantiene una distancia externa res­
pecto de la ficción simbólica; no acepta en realidad su eficacia simbóli­
ca, se limita a utilizarla para manipular. La eficacia de la ficción se venga
cuando se produce una coincidencia entre ficción y realidad, entonces
él actúa como su propio incauto.
El tercer modo, el fetichismo en sentido estricto, sería la matriz de
la autoridad totalitaria: ya no se trata de que el otro (“las personas comu­
nes”) sea engañado manipulativamente, sino de que nosotros mismos
(aunque “sabemos muy bien” que somos personas como las otras) al
mismo tiempo nos conside­ramos “personas salidas de un molde espe­
cial, hechas de una materia especial”, individuos que forman parte del
fetiche del Objeto-Partido, encarnación directa de la Voluntad de la
Historia.
La brecha entre el cinismo y la lógica totalitaria puede ejemplifi­
carse con la diferente actitud ante la experiencia de que “el rey está
desnudo”. Una variación sobre este tema es la típica “sabiduría” cínica:
“las palabras sobre los valores, el ho­nor, la honestidad, están vacías,
solo sirven para engañar a los incautos; lo único que importa es lo Real

tomamos conciencia de la no-correspondencia entre el número de lugares simbólicos y


el número de personas “reales”, es decir, del excedente, el “más-Uno” en la red simbólica.

261
Slavoj Žižek

(el dinero, el poder, la influencia)”. El cínico pasa por alto que solo es-
tamos desnudos debajo de nuestra ropa: una desmistificación cínica es aún
de­masiado ingenua, en cuanto no advierte que lo “Real desnu­do” se
sostiene en la ficción simbólica. Tampoco el totalitario cree en la ficción
simbólica, en su versión de la vestimenta del rey; él sabe muy bien que
el rey está desnudo (en el caso del totalitario comunista, que el sistema
está realmente corrupto, que el discurso sobre la democracia socialista
es solo un pala­brerío vacío, etcétera). Pero, en contraste con la autori­
dad tradicional, lo que el totalitario añade no es un “pero sin em­bargo”,
sino un “precisamente porque”: precisamente porque el rey está desnudo,
debemos unirnos más, trabajar por el Bien, por ello nuestra Causa es
extremadamente necesaria…
Hay un punto de 1984 en el cual Orwell “produce su pro­pio sínto­
ma”, dice más que lo que tiene conciencia de decir; es una inserción que
ya en su forma opera como algo excep­cional, como una excrecencia,
a saber: el denominado “libro de Goldstein”, el tratado teórico de un
“disidente” que aclara la “naturaleza real” de la sociedad totalitaria, a la
que le interesa el poder por el poder mismo, etcétera. ¿Cuál es su lugar
en el universo de 1984? Hacia el final de la novela nos enteramos de que
ese libro no fue escrito en absoluto por Goldstein, si­no fabricado por el
propio Partido. ¿Por qué? Desde luego, la primera respuesta es que se
trata de una vieja táctica habi­tual de los partidos totalitarios en el poder:
si no hay oposi­ción, es preciso inventarla, puesto que el Partido necesita
enemigos externos e internos para mantener, en nombre de tales peli­
gros, el estado de emergencia y la unidad total. El “libro de Goldstein”
tiene la intención de alentar la forma­ción de grupos opositores y de
tal modo crear la excusa para purgas incesantes y el ajuste de cuentas
interno. Sin embargo, esta respuesta, aunque válida, es insuficiente. En
el “libro de Goldstein” hay algo más: contiene primordialmente una
ver­dad sobre el funcionamiento de un sistema totalitario. ¿De dónde
proviene esta “compulsión” del Partido a producir un texto que exprese
su propia verdad?
1984 es una de las novelas denominadas “del último hom­bre” (no
debe olvidarse que uno de sus títulos provisionales fue, precisamente,
El último hombre): obras que describen una situación catastrófica en la
cual “los últimos seres vivos” recu­rren a todas sus fuerzas para hacer
llegar a los otros (la poste­ridad) la verdad de lo sucedido. Esta situa­
ción catastrófica puede tener las características más disímiles: va desde
las ca­tástrofes naturales que destruyen a un grupo hasta los campos de
concentración (en los cuales, como es sabido, algunos pri­sioneros se
aferran a la vida por el deseo de hacer llegar a la posteridad la verdad
de sus experiencias) y otras catástrofes sociales análogas, como el surgi­

262
Mucho ruido por una Cosa

miento de una sociedad tota­litaria según lo percibe el “último hombre”


que aún se resiste a esa sociedad cerrada. Si este paradigma se aplica a
1984, se llega a un resultado paradójico: el “último hombre” no es tan­to
el desdichado Winston Smith con su diario, como el propio Partido con
su “libro de Goldstein”. Este libro es un “ajuste de cuentas” con el gran
Otro, el garante de la verdad: asienta el “real estado de cosas” como
para el Juicio Final. Por esto el Partido necesita “disidentes”, por esto
lo necesita a “Golds­tein”: no puede expresar su verdad en primera per­
sona; ni si­quiera en el “círculo más íntimo” se puede llegar al punto en
el que “el Partido sepa cómo están realmente las cosas”, en el que re­
conozca la verdad tautológica de que la meta del poder es solo el poder
mismo. A ese punto solo puede llegarse como a una construcción im­
putada a algún otro. De modo que el círculo de la ideología totalitaria
no se cierra nunca: necesa­riamente contiene lo que Edgard Allan Poe
llamaría su “dia­blillo de perversidad” que lo obliga a confesar la verdad
sobre sí mismo.

“El rey es una cosa”

Los dos cuerpos del rey

Según el famoso lema de Saint-Just, la Revolución esta­bleció la fe­


licidad como factor político. Lo que Saint-Just en­tendía por “felicidad”
tiene por supuesto poco que ver con el goce: implica la Virtud revolu­
cionaria, una renuncia radical a los placeres decadentes del ancien régi-
me. En el universo jaco­bino, este excedente de goce que corrompe el
cuerpo sano del pueblo está encarnado en la persona del rey: es como si
el cuerpo mismo del rey condensara la causa secreta del esclavi­zamiento
del pueblo por las fuerzas de la corrupción y la tira­nía. Los jacobinos
realizaban en este punto una especie de in­versión anamorfótica: lo que
en la perspectiva tradicional aparecía como la encarnación carismática
del pueblo, como el punto en el cual la “sustancia vital” del pueblo
adquiría exis­tencia inmediata, vista desde otra perspectiva se convierte
en una protuberancia cancerosa que contamina el cuerpo del pueblo
–por lo cual, la purificación del pueblo exige que esa protuberancia sea
extirpada–. Si se parafrasea a Saint-Just, po­dría decirse que para que
sobreviviera la República, ese hom­bre, el rey, tenía que ser ajusticiado,
porque su existencia mis­ma la amenazaba.
Es un lugar común que con esta lógica de la ejecución necesaria
del rey los jacobinos se encerraron en un atollade­ro; sin embargo, este
atolladero es más complicado de lo que parece. A primera vista, se diría

263
Slavoj Žižek

que sucumbieron a la ilusión señalada, entre otros, por Marx, en una


nota al capítulo 1 de El capital: ellos pasaron por alto que “ser un rey”
no es una propiedad natural inmediata de la persona del rey, sino una
“determinación reflexiva”; un rey es un rey porque sus súbdi­tos lo tra­
tan como rey, y no a la inversa. El modo adecuado de desembarazarse
de esta ilusión no es entonces asesinar al rey, sino disolver la red de re­
laciones sociales en cuyo seno una cierta persona adquiere el estatuto de
rey. En cuanto la red simbólica pierde su poder performativo, de pronto
se ad­vierte que la persona que anteriormente suscitaba tal fascina­ción
es en realidad un individuo como nosotros; quedamos frente al resto
material que estaba adherido a la función simbólica.36 Es cierto que de
tal modo llegamos a la confor­tadora conclusión de que el mayor castigo
para el rey es per­mitirle vivir al margen de su función simbólica, como
un ciu­dadano común, y se supone que este es al mismo tiempo el me­
jor modo de deshacerse de la eficiencia simbólica de la función “rey”.
Sin embargo, esta distinción entre el rey co­mo función simbólica y su
portador empírico pasa por alto una paradoja que podríamos designar
con la expresión “in­tercambio quiasmático de propiedades”, introduci­
da por Andrzej Warminski.37
Claude Lefort ya ha articulado esta paradoja a propósito de su crí­
tica a la tesis clásica de Ernst Kantorowicz sobre “los dos cuerpos del
rey”: el cuerpo sublime, inmaterial, sagrado, y el cuerpo terrestre, so­
metido al ciclo de la generación y la corrupción.38 No se trata sencilla­
mente de que este cuerpo material transitorio sirva como soporte, sím­
bolo, encamación del cuerpo sublime, sino del hecho curioso de que, en
cuanto cierta persona funciona como “rey”, sus propiedades cotidia­nas,
comunes, sufren una especie de “transustanciación” y se convierten en
un objeto fascinante:

36. En síntesis, los jacobinos estaban atrapados en la siguiente paradoja: el rey ¿es
efectivamente un rey o solamente un impostor? Si era efectivamente un rey, no tenía
ningún sentido matarlo, puesto que no había engañado, es decir, era lo que decía ser; por
el contra­rio, si se trataba de un impostor, tampoco había razones para matarlo, puesto
que no representaba ningún peligro real, y bastaba con de­senmascarar su impostura…
La solución jacobina fue que el rey era un semblante engañoso que no existía ontológi-
camente y precisamente por esa razón era tan peligroso. Precisamente debido a su falsedad
on­tológica (la de una nada que pretendía ser algo, una “cosa hecha de nada”) había que
combatirlo por todos los medios. En otras palabras, el misterio real del carisma del rey
es el de la servidumbre voluntaria: ¿cómo era posible que un puro impostor sin ninguna
sustancia hu­biera fascinado y dominado al pueblo durante tanto tiempo?
37. Andrzej Warminski, Readings in Interpretation, ob. cit., 1987, págs. 110-11.
38. Ernst Kantorowicz, The King’s Two Bodies, Princeton, Prince­ton University Press,
1959.

264
Mucho ruido por una Cosa

es el cuerpo natural el que, porque se combina con el cuerpo sobrenatural,


ejerce un encanto que deleita al pueblo. Es en cuanto cuerpo sexuado, cuer-
po capaz de procreación y de amor físico, y cuerpo falible, como realiza una
mediación inconsciente entre lo humano y lo divino.39

Hoy en día, la sabiduría de las familias reales llega no solo a tolerar


sino incluso a suscitar rumores sobre sus intrigas, sus pequeñas fragili­
dades humanas, sus escapadas amorosas, etcé­tera, todo lo cual ha servi­
do precisamente para reforzar el ca­risma de las figuras reales. Cuanto
más nos representamos al rey como a un hombre común, atrapado en
las mismas pasio­nes, víctima de las mismas pequeñeces que nosotros, es
de­cir, cuanto más acentuamos sus rasgos “patológicos” (en el sentido
kantiano del término), más sigue siendo el “rey”. De­bido a este intercam­
bio paradójico de propiedades, tratarlo como un igual no basta para
privar al rey de su carisma. En el momento mismo de su mayor humilla­
ción, suscita una com­pasión y una fascinación absolutas: lo demuestra el
juicio al “ciudadano Luis Capeto”.
Lo que está en juego no es entonces sencillamente la esci­sión entre
la persona empírica del rey y su función simbólica. Se trata más bien de
que esta función simbólica redobla su cuerpo mismo, introduce una divi­
sión entre el cuerpo visi­ble, material, transitorio, y otro cuerpo sublime,
un cuerpo hecho de una materia especial, inmaterial. En su seminario
de 1958-9, sobre el deseo y su interpretación, Lacan propone una lec­
tura similar del conocido diálogo de Hamlet: “El cuer­po está con el rey,
pero el rey no está con el cuerpo. El reyes una cosa. –¿Una cosa, mi
Señor? –Una Cosa hecha de nada”. La distinción entre el cuerpo y la
cosa coincide aquí con la diferencia entre el cuerpo material y el cuerpo
sublime: la “cosa” es lo que Lacan llama objet petit a, un cuerpo sublime,
evasivo, que está “hecho de nada”, un puro semblante sin sus­tancia.
Según Lacan, es aquí donde debemos buscar la razón de la vacilación
y la argumentación falaz de Hamlet: él quiere golpear a Claudio de tal
modo que el golpe a su cuerpo mate­rial alcance a la “cosa” que hay en
él, el cuerpo sublime del rey. Al mismo tiempo, sabe que, en cuanto ese
cuerpo subli­me es puro semblante, nunca podrá alcanzarlo: su golpe
siem­pre dará en el vacío.

no se puede golpear al falo, porque el falo, incluso el falo real, es un sem-


blante.
En su momento nos preocupaba la cuestión de por qué, des­pués de todo,
nadie había asesinado a Hitler –a Hitler, que era en gran medida este objeto

39. Claude Lefort, Democracy and Political Theory, Minneapolis, University of Min-
nesota Press, 1988, pág. 244.

265
Slavoj Žižek

distinto de los otros, este objeto X cuya función en la homogeneización de


la multitud por medio de la identificación ha sido demostrada por Freud–.
¿No nos vuelve a llevar esto a lo que estamos discutiendo aquí?
[…] ¿Qué detenía el brazo de Hamlet? No era el miedo –él no tenía más
que desprecio por el tipo– sino el hecho de que sa­bía que tenía que golpear
a algo que no era lo que estaba allí.40

El atolladero de los jacobinos acerca del rey debe situarse en el mis­


mo nivel. Los guiaba la intuición correcta de que con el rey no pode­
mos limitarnos a distinguir la persona em­pírica y su mandato simbólico:
cuanto más aislamos a la per­sona, más sigue siendo rey. Por todo esto,
su ejecución debe necesariamente impresionarnos como mal dirigida,
como un acting out impotente, al mismo tiempo excesivo y vacío. En
otras palabras, no podemos eludir la impresión paradójica, contradicto­
ria, de que la decapitación del rey fue fundamen­talmente superflua y un
sacrilegio horrible, que confirmó el carisma del rey con su destrucción
física. La misma impresión es la que provocan otros casos análogos, in­
cluso la ejecución de Ceausescu: ante el cuadro de su cuerpo manchado
de san­gre, hasta los más grandes enemigos de su régimen retroce­dieron,
como si fueran testigos de una crueldad excesiva, pe­ro al mismo tiempo
un extraño miedo relampagueó en sus mentes, mezclado con increduli­
dad: ¿era realmente él? O, pa­ra emplear los términos de Hamlet, ¿está
realmente la cosa con este cuerpo? ¿Murió realmente con él?

Los dos cuerpos de Lenin

Esta referencia a Ceausescu no es en modo alguno casual. Dentro


del orden totalitario o revolucionario, hemos presen­ciado un resurgi­
miento del cuerpo político sublime en la for­ma del líder o del Partido o
ambos. La grandeza trágica de los jacobinos consistió precisamente en
que se negaron a dar este paso. Prefirieron perder físicamente la cabeza
antes que asumir ellos mismos el pasaje a la dictadura personal (asistir
al Termidor napoleónico). No quisieron atravesar cierto um­bral, más
allá del cual podían “gobernar inocentemente” de nuevo, al asumir la
posición de un instrumento puro de la voluntad del Otro. Por supuesto,

40. Jacques Lacan, “Death and the Interpretation of Desire in Hamlet”, en S. Felman
(comp.), Literature and Psychoanalysis, Balti­more, Johns Hopkins University Press, 1982,
págs. 50-51. En este punto no debe confundirnos el término “falo”: en 1959 Lacan no
había aún elaborado la diferencia entre falo y objeto a; no obstante, de la articulación ulte-
rior de su teoría surge claramente que la “cosa” fálica mencionada aquí es el objet petit a.

266
Mucho ruido por una Cosa

fue una vez más Saint-Just, el “más puro” entre ellos, quien presintió
de algún modo este umbral, cuando atribuyó a los vacilantes, que no
se atrevían a asumir la responsabilidad del Terror, el siguiente razona­
miento implícito: “Nosotros no somos lo bastante virtuosos como para
ser tan terribles”.
A los jacobinos les faltó la certidumbre absoluta de que no eran más
que un instrumento que cumplía la Voluntad del gran Otro (Dios, la
Virtud, la Razón, la Causa). Siempre los atormentó la posibilidad de
que, detrás de la fachada del ver­dugo del Terror en nombre de la Vir­
tud Revolucionaria, es­tuviera oculto algún interés privado patológico o,
para citar una concisa formulación de Lefort:

El hecho es que la organización del Terror nunca fue tal que sus agentes
pudieran liberarse de su propia voluntad o inscribirse en un cuerpo cuya
cohesión fuera asegurada por la existencia de la conducción. En síntesis, no
pudieron actuar como burócratas.41

En consecuencia, eran, por así decirlo, ontológicamente cul­pables, y


solo era cuestión de tiempo que la guillotina les cor­tara la cabeza. Pero
precisamente por esta razón su Terror era democrático, no aún totali­
tario, en contraste con el totali­tarismo democrático, en el cual el revo­
lucionario asume ple­namente el papel de instrumento del gran Otro y
su cuerpo mismo se redobla una vez más y asume una cualidad sublime.
Contra este fondo debemos entender, por ejemplo, la célebre “promesa
del Partido Bolchevique a su líder Lenin”, formula­da por Stalin: “No­
sotros, los comunistas, somos personas sa­lidas de un molde especial.
Estamos hechos de una materia especial”. Resulta muy fácil reconocer
el nombre lacaniano de esta “materia especial”: objet petit a, el objeto
sublime, la Cosa que está dentro de un cuerpo.
En el capítulo primero de la primera edición de El capital, Marx con­
cibió el dinero, en su relación con todas las otras mercancías, como un
elemento paradójico que inmediata­mente, en su misma singularidad,
encarna la universalidad de todas las mercancías; lo concibió como una
“realidad singular que comprende en sí todas las especies efectivamente
existen­tes en la misma clase”.42 La misma lógica paradójica caracte­riza
el funcionamiento del Partido totalitario: es como si, jun­to a las clases,
los estratos, los grupos y subgrupos, sus estructuras económicas, políti­
cas e ideológicas, que en con­junto constituyen las diferentes partes del
universo sociohis­tórico gobernado por las leyes objetivas del desarrollo

41. Claude Lefort, ob. cit., pág. 87.


42. Cita tomada de Paul-Dominique Dognin, Les “sentiers escar­pés” de Karl Marx, 1,
París, CERF, 1977, pág. 72.

267
Slavoj Žižek

social, junto a todo esto, decimos, existiera el Partido, una encarna­ción


individual inmediata de estas leyes objetivas, un punto de cortocircuito
paradójico entre la voluntad subjetiva y las leyes objetivas. En esto con­
siste el “molde especial” de los comu­nistas: ellos son la “Razón objetiva
de la Historia” encarnada, y en cuanto la materia de la que están hechos
es en última instancia su cuerpo, ese cuerpo sufre una vez más una espe­
cie de transustanciación; se convierte en portador de otro cuerpo dentro
de la envoltura material transitoria.
Sería interesante volver a leer, sobre la base de esta lógica del cuer­
po sublime de los comunistas, las cartas de Lenin a Máximo Gorki,
sobre todo las enviadas a partir de 1913, con­cernientes al debate sobre
la “construcción de Dios” (bogo­graditel ’stro), una corriente revisionista
de la democracia so­cial rusa apoyada por Gorki. Lo primero que sor­
prende es un rasgo que parece carecer de cualquier peso teórico. Lenin
es­tá literalmente obsesionado por la salud de Gorki. Los si­guientes son
algunos ejemplos de las palabras finales de sus cartas:

Hágame saber cómo se encuentra./ Suyo, Lenin.


¿Tiene buena salud?/ Suyo, Lenin.
Cuídese. Envíeme unas palabras. Descanse más./ Suyo, Lenin.

Cuando, en el otoño de 1913, Lenin se enteró de que un camarada


bolchevique estaba tratando a Gorki por su neumo­nía, le escribió de
inmediato:

Cuando un “bolchevique” (verdadero, de los viejos) lo trata con un nuevo


método, ¡debo confesar que esto me inquieta terri­blemente! Dios nos salve
de los médicos amigos en general, y de los médicos bolcheviques en particu-
lar… Le aseguro que solo de­be someterse a un tratamiento con los mejores
especialistas (sal­vo en los casos benignos). ¡¡Es sencillamente horrible que
expe­rimente en usted mismo los inventos de un médico bolchevique!! Por
lo menos hágase un control con los profesores de Nápoles… [en esa época,
Gorki vivía en Capri]…, si estos profesores real­mente saben hacer su traba-
jo… Lo que le digo es que si se va [de Capri] este invierno, debe visitar sin
más ceremonias a algunos médicos de primera clase en Suiza y en Viena. ¡Sería
imperdona­ble que no lo hiciera!

Pasemos por alto las asociaciones que una lectura retroac­tiva de este
pasaje inevitablemente suscita hoy en día (veinte años más tarde, toda
Rusia experimentó sobre sí misma los nuevos métodos de un bolche­
vique); planteemos más bien la cuestión del horizonte de sentido de la
preocupación de Lenin por la salud de Gorki. A primera vista, la razón
parece clara y bastante inocente: Gorki era un aliado precioso y como

268
Mucho ruido por una Cosa

tal merecía el mayor cuidado… Sin embargo, la carta siguiente arroja ya


una luz diferente sobre todo este asunto: Lenin esta­ba alarmado por la
actitud positiva de Gorki respecto de la “construcción de Dios” que, se­
gún el novelista, solo debía ser “pospuesta”, había que hacerla a un lado
“por el momento”, pero definitivamente no “rechazarla”. Esta actitud
era incom­prensible para Lenin, una sorpresa extremadamente desagra­
dable. El último párrafo de la carta se inicia como sigue:

Querido Alexei Maximovich,/ ¿qué está usted haciendo, en­tonces? ¡Real-


mente, es terrible, sencillamente terrible!/ ¿Por qué está haciendo esto? Es
terriblemente penoso./ Suyo, V. I.

y hay además una posdata:

P.D. Cuídese más seriamente, realmente, para poder viajar en invierno sin
resfriarse (en invierno es peligroso).

Lo que realmente estaba en juego se advierte con más cla­ridad al


final de la carta siguiente, enviada junto con la ante­rior:

Ensobro la carta de ayer: no preste atención a mi arrebato. ¿Tal vez no lo es-


toy entendiendo bien? ¿Quizás estaba usted bro­meando cuando escribió “por
el momento”? Acerca de la “cons­trucción de Dios”, ¿es posible que no lo
haya escrito seriamen­te?/ Dios del cielo, cuídese un poco más./ Suyo, Lenin.

Aquí finalmente se dice la cosa de una manera formal y explícita:


básicamente, Lenin concebía la confusión ideológi­ca de Gorki y sus va­
cilaciones como signo de su debilidad y agotamiento físicos. Por ello no
toma en serio sus contraargu­mentos: en última instancia, su respuesta
consiste en repetir “descanse, cuídese más…”
Pero la actitud de Lenin no tiene nada que ver con un ma­terialismo
vulgar, con la reducción inmediata del razona­miento de Gorki a pro­
cesos fisiológicos; por el contrario, im­plica la idea del comunista como
un hombre de “molde especial”: cuando un comunista habla y actúa
como comunis­ta, es la propia necesidad objetiva de la Historia la que
habla y actúa a través de él. En otras palabras, la mente de un ver­dadero
comunista no puede desviarse porque es la autocon­ciencia inmediata
de la necesidad histórica; en consecuencia, lo único que puede marchar
mal e introducir desorden es su cuerpo, esa frágil materialidad que debe
cumplir el mandato de servir como soporte transitorio a otro cuerpo,
“hecho de una materia especial”. El hecho del mausoleo, la compulsión
obsesiva a preservar intacto el cuerpo del líder muerto (Le­nin, Stalin,
Ha Chi Minh, Mao Zedong), ¿no es la prueba de­finitiva de esta actitud

269
Slavoj Žižek

especial de los comunistas leninistas respecto del cuerpo? ¿Cómo expli­


car esta preocupación obse­siva, sino con referencia al hecho de que, en
su universo sim­bólico, el cuerpo del líder no es solo un cuerpo común
transi­torio, sino un cuerpo redoblado en sí mismo, un envoltorio de la
Cosa sublime?

¿Cómo extraer al Pueblo que está dentro de pueblo?

La emergencia de este cuerpo sublime está claramente vinculada


con la violencia ilegal que funda el reino de la ley: una vez establecido
ese reino, gira en su círculo vicioso, “po­ne sus presupuestos”, mediante
la forclusión de sus orígenes; sin embargo, para que funcione el orden
sincrónico de la ley, debe ser sostenido por alguna “pequeña pieza de lo real”
que, dentro del espacio de la ley, ocupe el lugar de su violencia fundadora/for­
cluida: el cuerpo sublime es precisamente esa “pequeña pieza de lo real”
que “se atasca” y de tal modo oculta el vacío del círculo vicioso de la ley.
La lógica del cuerpo sublime del lí­der totalitario, ¿no es sin embargo
la misma lógica tradicional de los “dos cuerpos del rey”? ¿En qué difie­
ren? Para encon­trar la respuesta debemos dar un rodeo inesperado por
el marqués de Sade.
Lacan (para no mencionar a Adorno y Horkheimer) ya ha demos­
trado la conexión interior entre Sade y la ética kantia­na, al afirmar que
el universo sadeano nos ofrece la verdad del formalismo ético kantiano.
La homología estructural en­tre Kant y el Terror democrático es aná­
loga a un topos clásico: en ambos casos, el punto de partida es un acto
de vaciamien­to, de evacuación radical. En Kant, lo evacuado que queda
vacío es el lugar del Bien Supremo: cualquier objeto positivo que ocu­
para este lugar sería por definición “patológico”, esta­ría signado por la
contingencia empírica, razón por la cual la ley moral debe reducirse a la
pura forma que le otorga a nuestros actos el carácter de universalidad.
La operación ele­mental del Terror democrático jacobino es también
la eva­cuación del lugar del poder: quien pretenda ocupar ese lugar es
por definición un usurpador “patológico”; para citar a Saint-Just una
vez más, “nadie puede gobernar inocentemen­te”. La conclusión es que
debe haber también un paralelo en­tre Sade y Saint-Just.
Comencemos por la fantasía sadeana fundamental formu­lada por
el Papa en el libro V de Julieta. La visión sadeana de la naturaleza que
se expresa allí es una precursora efectiva de “materialismo dialéctico”
estalinista: la naturaleza es concebi­da como un circuito externo de ge­
neración y corrupción en el cual, si se sigue leyes de hierro, lo viejo se
marchita y nace lo nuevo. ¿Por qué, entonces, Sade prefiere claramente

270
Mucho ruido por una Cosa

la destrucción, en lugar de dar nacimiento a lo nuevo? Según este modo


de ver, la naturaleza es una esclava de sus propias leyes, está atrapada
en la necesidad implacable de su movi­miento circular; el único modo
de permitirle que cree algo efectivamente nuevo es, por lo tanto, un
crimen absoluto, es decir, un crimen cuya fuerza destructiva exceda
al movimien­to circular de la generación y la corrupción, un crimen
que interrumpa este circuito y, por así decirlo, libere a la natura­leza
de sus propias leyes, haciéndole posible Crear nuevas for­mas de vida
ex nihilo, desde cero. Allí sitúa Lacan el vínculo entre la sublimación
y la pulsión de muerte: la sublimación equivale a la creación ex nihilo,
sobre la base de la aniquila­ción de la tradición precedente. No resulta
difícil ver que to­dos los proyectos revolucionarios radicales, incluso el
del Kh­mer Rojo, se basan en esta misma fantasía de aniquilación radi­
cal de la tradición y creación ex nihilo de un nuevo hom­bre (sublime),
liberado de la corrupción de la historia ante­rior. La misma fantasía
inspiró el Terror revolucionario jaco­bino: la Revolución debía borrar
el cuerpo del pueblo corrompido por el largo reinado de la tiranía y
extraer de él un nuevo cuerpo sublime. El 20 de abril de 1794, Billaud-­
Varenne pronunció en la Convención un discurso del que ex­traemos el
siguiente pasaje:

El pueblo francés os ha encargado una tarea que es tan vasta como difícil. El
establecimiento de la democracia en una nación que ha languidecido enca-
denada durante tanto tiempo podría compararse a los esfuerzos realizados
por la naturaleza durante la sorprendente transición desde la nada a la exis-
tencia, y esos es­fuerzos fueron sin duda mayores que los involucrados en la
tran­sición desde la vida a la aniquilación. Debemos, por así decirlo, recrear
al pueblo que queremos que restaure la libertad.43

En estas palabras resulta fácil discernir los contornos de la fantasía


sadeana: como el agente sadeando con relación a la naturaleza, el revo­
lucionario tiene que liberar al pueblo de las cadenas de la vieja socie­
dad, permitiéndole desprenderse de su cuerpo corrupto y (re)crearse
ex nihilo, es decir, repetir “la sorprendente transición desde la nada a la
existencia”: “Cuando hay que extraer al Pueblo de dentro del pueblo, el
único medio es trazar una distinción entre el ser y la nada”.44 Esta “ex­
tracción del Pueblo de dentro del pueblo” equivale a la extracción del
objeto puro, sublime (la Cosa), del cuerpo corrompido. Su lógica puede
ilustrarse perfectamente con una conocida paradoja tomada de los di­
bujos animados. En un momento de pánico o lucha, el lobo o el gato

43. Claude Lefort, ob. cit., pág. 79.


44. Ibíd.

271
Slavoj Žižek

se despren­den de su piel animal y debajo de ella podemos ver una piel


humana común; en el universo de los dibujos animados, la piel peluda
del animal tiene, por lo tanto, el estatuto de vesti­menta: los animales
son en realidad seres humanos vestidos de animales. Para convencer­
nos, basta con que les arranque­mos su envoltura falaz… La meta del
Terror revolucionario es análoga a ese desnudamiento: hay que desollar
al animal, arrancar la piel bárbara del Pueblo, con la esperanza de que
de tal modo aparecerá y se afirmará libremente su verdadera naturaleza
humana virtuosa.
Todas las paradojas detectadas por Lefort en el pasaje ci­tado de Bi­
llaud-Varenne tienen la misma matriz de la parado­ja temporal. El Pue­
blo le impone a la Convención (es decir, a sus delegados) el mandato de
darle origen, de crearlo de nue­vo a partir de la nada… ¿Cómo puede
alguien que todavía no existe delegar la misión de crearlo? ¿Cómo pue­
de alguien que aún aguarda ser creado preceder a su propia concepción?
En este punto, la teoría lacaniana nos ofrece una respuesta preci­sa: esta
presencia paradójica es la de un puro objeto, voz o mirada. Antes de su
nacimiento en sentido propio, la nación está presente como una voz
superyoica que le impone a la Convención la tarea de darle origen. Le­
fort tiene razón al de­signar esta condición con el término “fantasma”.
La estructu­ra de esta paradoja temporal también nos permite articular
la lógica del cuerpo sublime del líder. Al concebirse como una agencia
a través de la cual el Pueblo se da origen a sí mismo, el líder asume el
papel de un delegado desde (de) el futuro; actúa como un vehículo a través
del cual el Pueblo futuro, aún no existente, organiza su propia concep­
ción. Lo que en el caso del mito de la “acumulación primitiva” era una
proyección retroactiva, se convierte ahora en la autolegitimación de un
agente político actual.

La “hipótesis del amo”

La conclusión general de lo que hemos elaborado hasta aquí es que


no basta captar el funcionamiento de un campo ideológico dado, la re­
ferencia al registro simbólico (el “gran Otro” lacaniano) y sus diferentes
mecanismos (sobredetermi­nación, condensación, desplazamiento, etcé­
tera). Dentro de este campo opera siempre el resto de un objeto que se
resiste a la simbolización, un resto que condensa, materializa el puro goce
y que, en nuestro caso, asume la forma del otro cuerpo, el cuerpo subli­
me, del rey o del líder. El resto del cuerpo su­blime del poder es lo que
fascina al sujeto para que “ceda en su deseo” y de tal modo lo enreda en
las paradojas de la servi­tude volontaire, como ya era claro para La Boétie:

272
Mucho ruido por una Cosa

Tu opresor no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuer­po, y nada que no
tenga el último de tu infinito número de ciu­dadanos, salvo la ventaja que tú
le das, que es el poder para des­truirte. ¿Dónde obtuvo esos ojos con los que
te espía, si tú no se los diste? ¿Tendría todas esas manos para golpearte, si
no las ob­tuviera de ti? Esos pies con los que pisotea tu ciudad, ¿dónde los
consiguió, si no son los tuyos propios? ¿Qué poder tiene él sobre ti, si no el
poder que tú le das?45

Por lo tanto, la respuesta de La Boétie es en última instan­cia la de


Pascal y Marx: es el súbdito mismo quien, compor­tándose con el amo a
la manera de un súbdito, hace de él un amo. El secreto del amo, lo que
es “en el amo más que él mis­mo”, la X insondable que le confiere el
aura carismática, no es más que la imagen invertida de la “costumbre”,
el rito sim­bólico del súbdito. De allí el consejo de La Boétie: nada es
más fácil que liberarse del amo; basta con dejar de tratarlo co­mo tal y,
automáticamente, dejará de serlo.

podéis liberaos si realizáis el esfuerzo, no un esfuerzo por libe­raos, sino el


esfuerzo de querer hacerlo. Resolved que no seréis más esclavos, y seréis
libres. No os estoy pidiendo que lo saquéis de vuestro camino, que lo echéis
abajo: basta con que dejéis de sostenerlo y, como un gran coloso al que se
le retira el basamen­to, se desmoronará y caerá en pedazos bajo su propio
peso.46

Obsérvese la formulación precisa de La Boétie: para libe­rarse del


yugo del amo, el súbdito no está obligado a realizar un esfuerzo por libe­
rarse, sino solo a hacer el esfuerzo de querer ha­cerlo. En otras palabras,
el gesto que constituye al amo es un gesto en el cual no hay ninguna
brecha entre la voluntad y su realización: en cuanto “queremos algo”,
ocurre. ¿Por qué, en­tonces, siguen los súbditos siendo siervos? ¿Por
qué tratan a su amo como a un amo? Hay una única respuesta posible:
porque la misma paradoja también define el estatuto de la li­bertad.

La libertad es algo que los hombres no desean, y parecería que la única


razón de esto es que si la desearan la tendrían.47

Por lo tanto, la libertad es el punto imposible de pura per­formatividad


en el cual la intención coincide inmediatamente con su realización: para
tenerla, basta con desearla. Por su­puesto, esa saturación bloquea com­

45. Étienne La Boétie, Slaves by Choice, Egham, Runnymede Books, 1988, pág. 43.
46. Ibíd., pág. 44.
47. Ibíd., pág. 43.

273
Slavoj Žižek

pletamente el espacio del deseo, y la “hipótesis del amo” es precisamen­


te una de las sa­lidas posibles que nos permiten salvar a nuestro deseo de
esa saturación: externalizamos el impedimento, el atolladero in­trínseco
del deseo, si lo transformamos en una fuerza represiva que se opone a
él desde afuera. La lógica de esta externalización aparece con la mayor
pureza a propósito del déspota, esa fi­gura ejemplar del “capricho del
Otro”: para eludir el hecho inquietante de que el Otro en sí es en última
instancia impo­tente, incapaz de “proporcionarlo” (de proporcionar el
objeto causa de nuestro deseo), construimos una figura del Otro que
podría satisfacernos, “proporcionárnoslo”, pero no lo hace de­bido a su
capricho puramente arbitrario.48
En síntesis, el truco es el mismo que en el amor cortés: “Una mane­
ra muy refinada de reemplazar la ausencia de rela­ción sexual al fingir
que somos nosotros quienes obstaculi­zamos su camino”.49 Eludimos la
imposibilidad intrínseca de la relación sexual poniéndole un obstácu­
lo externo; de tal modo preservamos la ilusión de que, de no existir
ese obstá­culo, podríamos gozarla plenamente. No sorprende, enton­
ces, que la Dama o Señora del amor cortés actúe como la en­carnación
misma del déspota caprichoso, sometiendo a su caballero a las ordalías
más arbitrarias e insensatas. En este punto debemos recordar el pasaje
crucial de “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, donde Lacan
articula el modo en que la ley “refrena” el deseo: el deseo de ser “con­
trolado” por la ley no es el deseo del sujeto, sino el deseo de su Otro, de
la madre como “Otro primordial”; antes de la intervención de la ley, el
sujeto está a merced del “capricho” del Otro, la madre todopoderosa:

Es ese capricho sin embargo el que introduce el fantasma de la Omnipoten-


cia, no del sujeto, sino del Otro donde se instala su demanda…, y con ese
fantasma la necesidad de su refrenamiento por la Ley… [el deseo] invierte
lo incondicional de la demanda de amor, donde el sujeto permanece en la
sujeción del Otro, para llevarlo a la potencia de la condición absoluta (don-
de lo absoluto quiere decir también desasimiento).50

Antes del reinado de la ley, la madre (el Otro primordial) aparece


como el “fantasma de la omnipotencia”; para satisfa­cer sus propias ne­
cesidades, el sujeto depende totalmente del capricho de ese Otro, de su
voluntad arbitraria; en tales con­diciones de dependencia total respecto
del Otro, el deseo del sujeto se ve reducido a la demanda del amor del

48. Véase Alain Grosrichard, La Structure du sérail, París, Édi­tions du Seuil, 1979.
49. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XX: Encore, París, Éditions du Seuil, 1975, pág.
65.
50. Jacques Lacan, Écrits: A Selection, ob. cit., pág. 311.

274
Mucho ruido por una Cosa

Otro, al es­fuerzo por satisfacer la demanda del Otro y de tal modo ga­
nar su amor. El sujeto identifica su deseo con el deseo del Otro-Madre,
y asume una posición de alienación comple­ta. Se encuentra totalmente
sometido al Otro-sin-falta, por su parte no sometido a ningún tipo de
ley, y que, según su capri­cho momentáneo, puede satisfacer o no satis­
facer las deman­das del sujeto.
El advenimiento de la ley simbólica quiebra este círculo cerrado de
la alienación: el sujeto experimenta que el Otro-­Madre en sí obedece a
una cierta ley (la palabra paterna); la omnipotencia y la propia voluntad
del Otro quedan de tal modo refrenadas, subordinadas a una condición
absoluta. En consecuencia, el advenimiento de la ley entraña una espe­
cie de “desalienación”: en cuanto el Otro también aparece some­tido a
la condición absoluta de la ley, el sujeto ya no está más a merced del ca­
pricho de ese Otro, su deseo no está ya total­mente alienado al deseo del
Otro. El sujeto logra entonces es­tablecer una suerte de distancia res­
pecto del deseo de la ma­dre; su deseo no está ya reducido a ser demanda
del amor de la madre. En contraste con el concepto postestructuralista
de una ley que refrena, que canaliza, aliena, oprime, “edipiza” algún
previo “flujo del deseo”, la ley es aquí concebida como una agencia de
“desalienación” y “liberación”: abre el acceso al deseo al permitir que
nos desenredemos del gobierno del capricho del Otro. Desde luego, es­
tos son lugares comunes lacanianos, pero lo que habitualmente se pasa
por alto es el modo en que este “refrenamiento del deseo” del Otro por
medio de la ley tiene la estructura de la “negación de la nega­ción”, de la
negación autorreferencial. El sujeto “se libera”, no al “superar” el poder
negativo del Otro al que está some­tido, sino al experimentar su carácter
autorreferencial: la nega­tividad que el Otro dirigía contra el sujeto está
en realidad di­rigida contra el Otro en sí, lo que significa que este Otro
está ya en sí mismo escindido, marcado por una relación negativa au­
torreferencial, sometido a su propia negatividad. La rela­ción del sujeto
con el Otro deja entonces de ser una relación de subordinación directa,
puesto que el Otro no es ya una fi­gura totalmente omnipotente. El su­
jeto ya no obedece a la voluntad del Otro, sino a una ley que regula sus
relaciones con ese Otro: la ley impuesta por el Otro es simultáneamente
la ley a la que el propio Otro debe obedecer.
El “capricho del Otro” (la imagen fantasmática de un Otro omnipo­
tente de cuya voluntad depende nuestra satisfac­ción) no es entonces más
que un modo de evitar la falta en el Otro: el Otro podría habernos procurado
el objeto de la satisfac­ción plena; si no lo ha hecho, ello depende simple­
mente de su voluntad inescrutable. Es casi superfluo señalar las implica­
ciones teológicas y políticas de esta lógica del “capricho del Otro”: basta
con recordar, por una parte, la teoría calvinista de la predestinación, la

275
Slavoj Žižek

idea de un Dios omnipotente y libre que, no subordinado a ninguna ley,


determina de antemano, según Su “capricho” inescrutable, quién será
condenado para la eternidad y quién será salvado; por otro lado, el ya
mencio­nado fantasma del déspota, de un poder absoluto, omnipoten­te,
que está al mismo tiempo a merced de su propia voluntad absoluta, un
poder en el que la única ley es el capricho del déspota.
En este preciso sentido debemos también concebir la tesis de Lacan
según la cual el padre mismo (como agencia de pro­hibición) es un síntoma,
una formación de compromiso, que demuestra que el sujeto “ha cedido
en su deseo”. Por su­puesto, el deseo puro es pulsión de muerte; aparece
cuando el sujeto asume sin restricciones su “ser para la muerte”, la ani­
quilación final de su identidad simbólica, es decir, cuando so­porta la
confrontación con lo Real, con la imposibilidad cons­titutiva del deseo.
La denominada resolución “normal” del complejo de Edipo (la identi­
ficación simbólica con la metáfo­ra paterna, es decir, con la agencia de
la prohibición) no es en última instancia más que un modo que tiene el
sujeto de evi­tar el atolladero constitutivo del deseo, al transformar en
pro­hibición la imposibilidad intrínseca de su satisfacción: como si fuera
posible satisfacer el deseo de no mediar la prohibición que le cierra el paso…
Sin embargo, el psicoanálisis no “apuesta al padre”; la meta del proceso
analítico no es en absoluto gene­rar una identificación “exitosa” con el
Nombre-del-Padre si­no, por el contrario, inducir al analizante a que
elija “lo peor” en la alternativa “el padre o lo peor” (le père ou le pire), es
de­cir, que disuelva al padre qua síntoma al elegir el atolladero del deseo,
al asumir plenamente la imposibilidad constituti­va del deseo.51

El rey como ocupante del vacío

La paradoja fundamental del cuerpo sublime del amo, sin embargo,


es que su rol no puede reducirse al de un síntoma que le permita al su­
jeto evitar lo Real de su deseo: también hay que invertir la perspectiva,
mostrar que el cuerpo del rey puede asimismo funcionar como la garan-
tía misma del no-cerramiento de lo social, cuya aceptación caracteriza
la democracia. Desde luego, pensamos en la deducción hegelia­na del
monarca en su Filosofía del derecho.

51. Esta es también la razón por la cual, como dice Lacan, La Mujer es “uno de los
Nombres-del-Padre”: la figura de La Mujer, su presencia fascinante, simultáneamente
encarna y oculta una cierta imposibilidad fundamental (la de la relación sexual). La Mujer
y el Padre son los dos modos que tiene el sujeto de “ceder en su deseo” transformando su
atolladero constitutivo en una agencia externa de prohibición o en un Ideal inaccesible.

276
Mucho ruido por una Cosa

La paradoja del monarca hegeliano se pone de manifiesto si la situa­


mos contra el fondo de lo que Claude Lefort ha de­nominado “la inven­
ción democrática”: la ruptura radical en la manera de ejercer el poder,
introducida por la emergencia del discurso político democrático. La
tesis fundamental de Lefort (que hoy es ya un lugar común) sostiene
que, con el adveni­miento de la “invención democrática”, el lugar del
poder se ha convertido en un lugar vacío; lo que antes era la angustia
del interregno, un período de transición que había que supe­rar lo antes
posible (el hecho de que “el trono estaba vacío”), ahora es el único
estado “normal”. En las sociedades prede­mocráticas, siempre hay un
pretendiente legítimo al lugar del poder, alguien que tiene títulos para
ocuparlo, y a quien lo derroca por la violencia le corresponde senci­
llamente el esta­tuto de usurpador, mientras que, dentro del horizonte
demo­crático, quienquiera ocupe el lugar del poder es un usurpador por
definición.52
Dentro de ese horizonte democrático, todo lo permitido es que por
medio de una legitimación electoral un súbdito ejerza temporariamente
el poder, con el estatuto de mandatario: te­nemos una conciencia cons­
tante de la distancia que separa el lugar del poder como tal respecto de
quienes lo ejercen en un momento dado. La democracia se define pre­
cisamente por es­te límite inviolable que impide que cualquier súbdito
se con­sustancialice con el lugar de poder; lo que para nosotros tiene
una significación especial es que Lefort designa este límite va­liéndose
de los conceptos lacanianos de lo Real y lo Simbólico. Con la llegada
del discurso democrático, el lugar del poder se convierte en una cons­
trucción puramente simbólica que no puede ser ocupada por ninguna
agencia política real.

52. Podemos ver que “la invención democrática” realiza la operación que Lacan
denomina “punto de almohadillado”. Lo que en un momento había sido un defecto terri-
ble, una catástrofe para el edificio social (el hecho de que “el trono estuviera vacío”) se
con­vierte en una prerrogativa crucial. La operación fundamental de la in­vención demo-
crática es entonces de naturaleza puramente simbólica: es engañoso decir que la inven-
ción democrática encuentra vacío el lu­gar del poder; se trata más bien de que lo constituye,
lo construye como vacío, de que reinterpreta el hecho “empírico” del interregno como una
condición “trascendental” del ejercicio legítimo del poder.
Incidentalmente, en esto consiste otro argumento a favor de la homología estructural
entre la invención democrática y la filosofía kantiana, en cuanto el “giro trascendental”
de Kant también con­vierte en el poder constitutivo del sujeto lo que la metafísica anterior
había percibido como la debilidad crucial del sujeto (su limitación a la experiencia sensorial
finita). Como lo ha señalado Heidegger en su Kant and the Problem of Metaphysics (Bloom-
ington, Indiana Univer­sity Press, 1962), Kant fue el primero en la historia de la filosofía
que le otorgó un poder ontológicamente constitutivo a la finitud co­mo tal, sin aprehen-
derla simplemente como un obstáculo en nuestro camino a la verdad supra empírica.

277
Slavoj Žižek

Si tenemos presente la homología entre la tesis de Lefort sobre el


lugar vacío del poder y la célebre máxima de Saint­-Just “nadie puede
reinar inocentemente”, que sirvió como le­gitimación inmediata del Te­
rror, se vuelve evidente el hecho crucial: el Terror jacobino no fue una
simple aberración ni una traición al proyecto democrático, sino que,
por el contra­rio, su naturaleza era estrictamente democrática. El Terror
ja­cobino se diferencia del terror totalitario posdemocrático por no ser
el terror de quienes proclaman el derecho a “reinar inocentemente” en
nombre de su “misión histórica (de clase, racial, religiosa…)”; la idea
misma del Partido como encarna­ción del “interés histórico” es ajena
al universo del jacobinis­mo. Los jacobinos, por el contrario, se per­
cibían como protec­tores del lugar vacío del poder, como una salvaguarda
contra los pretendientes ilegítimos a ocupar ese lugar: “El Terror es
re­volucionario en cuanto prohíbe que alguien ocupe el lugar del poder
y, en este sentido, tiene un carácter democrático”.53
Por esta razón, por ejemplo, la argumentación de Robes­pierre con­
tra Danton no aduce ninguna prueba positiva de su culpa. Le basta re­
cordar lo obvio, el hecho puramente formal de que Danton es un héroe
revolucionario y como tal se ha elevado por encima de la masa de los
ciudadanos ordinarios, es decir que reclama un estatuto especial para
sí. En el uni­verso jacobino, el héroe de la Revolución está separado del
traidor por una línea tenue, a menudo indefinible. La forma misma del
héroe puede convertir en un traidor a alguien que, por sus hechos, es un
héroe revolucionario: esa forma lo ele­va por encima de los ciudadanos
comunes y de tal modo lo expone al peligro y a la tentación de la tira­
nía. El propio Ro­bespierre tenía plena conciencia de esta paradoja, y su
grande­za trágica se expresa en su estoica aceptación de la perspecti­va de
ser decapitado al servicio de la Revolución.
Este atolladero de la posición jacobina como protectora del lugar
vacío del poder podría articularse con precisión re­firiéndola a la dis­
tinción lacaniana entre el sujeto del enuncia­do y el sujeto de la enun­
ciación. En el nivel del enunciado, el jacobino salvaguardaba el vacío
del lugar del poder; impedía que alguien ocupara ese lugar, pero ¿no
se reservaba él mis­mo un lugar privilegiado, no funcionaba como una
especie de “rey al revés”? Es decir, la posición misma de enunciación
desde la cual actuaba y hablaba, ¿no es la posición del poder absoluto?
Salvaguardar el lugar vacío del poder, ¿no es el mo­do más astuto y al
mismo tiempo más brutal e incondicional de ocuparlo?
Lejos de entrañar algún tipo de retorno al orden político predemo­
crático, con un pretendiente legítimo “natural” al lu­gar del poder, la

53. Claude Lefort, ob. cit., pág. 86.

278
Mucho ruido por una Cosa

defensa hegeliana de la monarquía nos pre­senta una solución especu­


lativa a este atolladero jacobino. La función del monarca hegeliano se
corresponde exactamente con la del terrorista jacobino: sirve como pro­
tector del lugar vacío del poder. Es decir que su función es en última
instancia de naturaleza puramente negativa; él es una agencia formal
va­cía cuya tarea consiste simplemente en impedir que el ejecuti­vo pre­
sente del poder se “pegue” al lugar del poder, es decir, que se identifique
inmediatamente con él. El monarca no es más que una positivación, una
materialización de la distancia que media entre el poder y quien lo ejer­
ce. Por esta razón –porque sus funciones son puramente negativas–, la
cuestión de “quién debe reinar” puede e incluso debe quedar librada a
la contingencia de linaje biológico: solo así se afirma efectiva­mente la
completa insignificancia de la positividad del monarca.
Podemos ahora ver por qué el monarca, precisamente co­mo punto
que garantiza y personifica la identidad del Estado qua totalidad racional,
es una pura “determinación reflexiva”. El atolladero, el cortocircuito de
la posición jacobina, se di­suelve por medio de un “reflejo sobre sí misma”
de la barrera negativa que, dentro del universo democrático, impide que
los sujetos políticos ocupen el lugar del poder; es esta misma barrera la
que se materializa de un modo nuevo en un sujeto en el cual el Nombre
vacío, puro, coincide con la inmediatez del “último residuo” de natura­
leza. En otras palabras, el úni­co modo de crear una barrera efectiva para
que los sujetos po­líticos no puedan “pegarse” al lugar del poder consiste
en subjetivizar de un modo nuevo esa barrera en la persona del monarca.
El círculo vicioso del Terror –de demócratas que se cortan las cabezas
indefinidamente– queda de tal modo inte­rrumpido. El monarca es una
especie de inversión de la para­doja jacobina. En el jacobino, su posición
de enunciación (co­mo ejecutor del poder) contradice su enunciado (se­
gún el cual él es el protector del lugar vacío del poder, es decir, de su
ca­rácter democrático); el monarca, por el contrario, logra fun­cionar, en
el nivel de la enunciación, como un protector efec­tivo del lugar vacío del
poder, precisamente al asumir, en el nivel del enunciado, la forma de una
persona unitaria, positi­va, la del Soberano, garante y encarnación de la
identidad del Estado consigo mismo.54

54. Un argumento prima facie contra el estatuto puramente for­mal del monarca hege-
liano es que él todavía constituye el punto de decisión, la agencia que, al establecer “Esta
es mi voluntad”, pone fin a la consideración indefinida de los distintos argumentos y
trans­forma las propuestas de sus consejeros en un decreto formal. En este punto debemos
tener presente, sin embargo, el carácter no funda­mentado, “en abismo”, de la decisión del
monarca. Esta decisión no resulta simplemente del cálculo con razones justificadas; en
última instancia, se basa en sí misma; interrumpe la cadena de razones con un acto de pura
voluntad (“Es así porque yo lo digo”).

279
Slavoj Žižek

Por lo tanto, ¿está hoy en día la izquierda condenada a su­mar todas


sus fuerzas para la victoria de la democracia? La ironía es inequívoca:
hasta hace poco tiempo, la izquierda desplegaba todo su virtuosismo
dialéctico para demostrar que la libertad liberal-democrática no es aún
la “libertad real”, que hay en ella un antagonismo intrínseco que la lle­
vará a la tumba, que todos los fenómenos que a la ideología liberal-de­
mocrática le parecen meros excesos, degeneraciones, aberra­ciones (en
síntesis, signos de que el proyecto liberal-democrá­tico no ha sido aún
plenamente realizado) son en sentido estricto sus síntomas, los puntos
en los que emerge la verdad oculta. En consecuencia, ¿debe la izquierda
actual resignarse a aceptar la tesis seudohegeliana del “final de la histo­
ria” y (para parafrasear el prefacio de Hegel de La filosofía del dere­cho)55
reconocer a la razón como la rosa de la única libertad posible en la
cruz del actual capitalismo tardío? ¿Debe quedar muda por vergüenza o
caer en el ritual masoquista de denun­ciar el “potencial totalitario” de su
propio pasado, para la gran satisfacción de los enanos conformistas cuya

Aquí podríamos remitirnos al libro de Jon Elster titulado Solomonic Judgements (Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1989), donde el autor, mediante una serie de ejem-
plos ingeniosos, demues­tra la limitación intrínseca de la toma racional de decisiones. Si
apli­camos la teoría de la elección racional a los dilemas de las relaciones interpersonales
concretas, un poco antes o después llegamos al pun­to de “indecibilidad” en el que ya
no es posible prever de modo ra­cional toda la cadena de consecuencias de las distintas
decisiones. Por esta razón, la decisión más adecuada, desde el punto de vista de la pro-
pia racionalidad, es dejar librada la elección al azar (echar suer­tes, etcétera). El principal
ejemplo de Elster es la disputa por la cus­todia de un hijo. A menudo no es solo imposible
predecir las venta­jas y desventajas en el largo plazo de las diferentes opciones, sino que
este mismo procedimiento de búsqueda de los mejores intereses del niño puede ser con-
traproducente (pone a la criatura en situacio­nes extremadamente embarazosas, en las que
al declarar su preferen­cia por uno de los progenitores puede dañar irreparablemente su
re­lación con ellos, etcétera), de modo que la solución óptima equivale a veces a arrojar
una moneda al aire.
El rol del monarca hegeliano debe concebirse sobre la base de esta limitación intrín-
seca de la toma de decisiones basada en una se­rie de razones positivas. El monarca, efecti-
vamente, “decide”, opta, solo cuando la mejor solución desde el punto de vista racional es
de­jar la decisión librada al azar. De tal modo, impide la consideración interminable de las
presuntas ventajas y desventajas. Hegel es total­mente explícito: en su Filosofía del derecho
compara el rol del monarca moderno con el modo en que la república griega buscaba
una refe­rencia que la ayudara a llegar a una decisión en “signos” naturales (las entrañas
de animales sacrificados ritualmente, la dirección del vuelo de las aves, etcétera). En la
monarquía moderna, este principio de decisión ya no necesita un sostén externo; puede
tomar la forma de la pura subjetividad. La agencia misma del monarca atestigua en­tonces
la limitación intrínseca de la razón: sea este un recordatorio para quienes siguen hablando
del “panlogicismo” de Hegel, su pre­sunta creencia en el poder infinito de la razón…
55. G. W. F. Hegel, The Philosophy of Right, Londres, Clarendon Press, 1942, pág. 12.
[Ed. cast.: Filosofía del derecho, Buenos Aires, Claridad, 1987.]

280
Mucho ruido por una Cosa

complacen­cia consigo mismos triunfa en la actual época de truhanes


sobre el “utopismo” izquierdista?
Ante el aparente triunfo mundial de la ideología liberal-­capitalista,
sería mucho más productivo recordar la máxima de Hegel según la cual
un movimiento político logra la victo­ria cuando se divide. El momento
del triunfo de la democracia liberal, el momento de la desintegración
de su adversario ex­terno, encarnado en el “Imperio del Mal” comunista,
es en sí mismo (y pronto lo será también “para sí”) el momento de la
confrontación con su límite inmanente: sus propias debilida­des ya no
pueden ser exculpadas comparándolas con las de “Ellos”. Tanto en Oc­
cidente como en Oriente, estamos ya en presencia de la aparición de
nuevos movimientos políticos que son “eventos” en el sentido elabora­
do por Alain Badiou: emergencias de algo que no puede ser integrado
en los mar­cos ideológicos existentes, signos de lo Nuevo; el hecho de
que abren caminos es atestiguado por la circunstancia misma de que
ignoran de qué son signo y, por lo tanto, a menudo se refugian en el
lenguaje del pasado; basta con mencionar al Movimiento Verde.
Esto nuevo puede reconocerse por las diversas formas del rechazo
a la fórmula actualizada del imperativo categórico: “Actúa de tal modo
que tu actividad no obstruya la libre cir­culación y reproducción del ca­
pital”. Hoy en día, entre el ver­dor de la fachada planetaria de la demo­
cracia hay cada vez más grietas que dejan ver su carne gris capitalista;
hoy en día (de manera típica en la ex República Democrática Alemana)
el entusiasmo democrático demuestra no ser más que un pre­ludio a la
integración del nuevo territorio en el flujo del capi­tal, esta fuerza efecti­
va de desterritorialización que socava to­das las identidades locales fijas,
este verdadero rizoma de nuestro tiempo; y precisamente hoy en día
el psicoanálisis tie­ne más que nunca la responsabilidad de delimitar el
espacio de la posible resistencia a esta circulación: las nuevas formas del
rechazo histérico del sujeto a asumir el lugar preordenado en esta cir­
culación, las nuevas formas de la pregunta histérica dirigida al capital.
Encontrar nombres propios para esto Nuevo es la tarea que tiene
por delante el pensamiento de izquierda. Para realizarla, la izquierda
no necesita renunciar a su pasado: cuán sintomáti­co es el actual olvido
del hecho de que la izquierda fue el me­diador evanescente que ganó la
mayoría de los derechos y li­bertades de los que hoy en día se apropió
la democracia liberal, empezando por el derecho común al voto; cuán
sintomático es el olvido del hecho de que el lenguaje mismo por medio
del cual incluso los medios de comunicación perciben al estalinis­mo (el
“Gran Hermano”, el “Ministerio de la Verdad”, etcéte­ra) fue el produc­
to de una crítica izquierdista a la experiencia comunista. Hoy más que
nunca, en medio de la época de tru­hanes en la que vivimos, el deber de

281
Slavoj Žižek

la izquierda es mantener viva la memoria de todas las causas perdidas,


de todos los sue­ños y esperanzas rotos y pervertidos que acompañaron a
los proyectos izquierdistas. La ética que tenemos en mente a pro­pósito
de este deber es la ética de la Causa qua la Cosa, la ética de lo Real que,
como dice Lacan, “siempre retorna a su lugar”.
El psicoanálisis conoce muchos tipos de ética. Casi po­dríamos de­
cir que cada patología implica su propia actitud ética. El imperativo
ético histérico es mantener vivo el deseo a cualquier precio: a propósito
de cualquier objeto que pueda satisfacerlo y por lo tanto amenaza con
extinguirlo, la reac­ción histérica es el “¡No se trata de esto!” que una
vez más po­ne al deseo en movimiento. El objeto del deseo obsesivo es la
demanda del Otro: su imperativo es imaginarlo y realizarlo a cualquier
precio. El obsesivo se encuentra totalmente perdido si el Otro no le
hace demandas, si él no puede serle de algún modo “útil” al otro, puesto
que esta falta de demanda lo arro­ja a enfrentar el abismo del deseo del
Otro que está más allá de su demanda; el obsesivo se sacrifica, trabaja
constantemen­te para el Otro, a fin de impedir la aparición del deseo del
Otro. El imperativo de un perverso, por el contrario, es traba­jar para el
goce del Otro, convertirse en un objeto-instrumen­to de él. Y parece­
ría que la izquierda ha vacilado hasta ahora entre esas tres posiciones:
desde la izquierda radical anarquis­ta dominada por el “narcisismo de
una causa perdida”, que se siente bien cuando está lejos del poder y
puede seguir insatis­fecha, conservando su distancia con el orden social
existente, hasta la posición perversa estalinista de instrumento que sirve
al goce del gran Otro de la Historia (las “leyes de hierro del progre­
so histórico”, etcétera), pasando por la ética obsesiva socialdemócrata
tradicional de la satisfacción compulsiva de las demandas del Otro (el
votante): “Olvidémonos de las grandes metas, concentrémonos en lo
que la gente realmente quiere y tratemos de proporcionárselo dentro
de los límites de lo posible”.
Pero junto a estas tres éticas del deseo histérico, la deman­da ob­
sesiva y el goce perverso hay una cuarta actitud ética, la de la pulsión.
Hasta cierto punto, agudizamos la tesis de La­can: no se trata solo de
que el sujeto no deba “ceder en su pulsión”; el estatuto mismo de la pulsión
es intrínsecamente ético. Estamos en el extremo opuesto del biologismo
vitalista: la imagen que más adecuadamente ejemplifica la pulsión no es
el “ciego medrar del animal” sino la compulsión ética que nos impone
marcar repetidamente la memoria de una causa per­dida. No se trata de
recordar el trauma pasado lo más exacta­mente posible: esta “documen­
tación” es falsa a priori, trans­forma el trauma en un hecho objetivo, neu­
tro, mientras que la esencia del trauma consiste precisamente en que
resulta de­masiado horrible para recordarlo, para integrarlo en nuestro

282
Mucho ruido por una Cosa

universo simbólico. Todo lo que tenemos que hacer es mar­car repetida­


mente el trauma como tal, en su misma “imposi­bilidad”, en su horror
no integrado, por medio de algún ges­to simbólico “vacío”.
Un ejemplo profundamente emotivo de ese tipo de gestos es el caso
de un judío polaco que sobrevivió a Auschwitz y que, a pesar de la pre­
sión del poder comunista, se negó a emi­grar a Occidente. Cuando los
periodistas le preguntaron cuá­les eran las razones de su insistencia, res­
pondió que cada vez que visitaba el lugar del campo de concentración,
se detenía en un bloque de hormigón, resto de algún edificio del campo.
Él mismo era como ese bloque de hormigón mudo, lo único importante
era que volviera, que estuviera allí. En otro nivel, Claude Lanzmann
hizo lo mismo en su documental sobre el Holocausto titulado Shoah:
renunció de antemano a cualquier intento de reconstruir la “realidad”
del Holocausto; a través de numerosas entrevistas con los sobrevivien­
tes, con los cam­pesinos que viven actualmente en el lugar de Auschwitz,
a través de tomas de restos desolados del campo, él rodeó, dio vueltas en
torno al lugar imposible de la catástrofe. Y es así como Lacan define la
pulsión: la compulsión de dar vueltas una y otra vez alrededor del sitio
de la Cosa perdida, marcarla en su misma imposibilidad, como lo ejem­
plifica la encarna­ción de la pulsión en su grado cero, en su modalidad
más ele­mental: la lápida que solo marca el sitio del muerto.
Este es entonces el punto en el que la izquierda no debe “ceder”:
debe preservar las huellas de todos los traumas, sue­ños y catástrofes
históricos que la ideología imperante del “fin de la historia” preferiría
obliterar; debe convertirse a sí misma en su monumento vivo, de modo
que, mientras esté la izquier­da, esos traumas sigan marcados. Esta ac­
titud, lejos de confi­nar a la izquierda en un enamoramiento nostálgico
del pasado, es la única posible para tomar distancia sobre el presente,
una distancia que nos permita discernir los signos de lo Nuevo.

283
Índice analítico

A antisemitismo, 29-30, 39, 30 n16


Absoluto, 103-105, 109-110, 222- argumentación racional, la;
223 su fuerza superyoica, 250
acto como exceso, el, 201-202, 216- y el rey, 279 n54
220, 234-235 arte moderno, 121-122
acumulación primitiva, mito de la, ascetismo, 151, 190-194
221-224 “astucia de la razón”, 80-82, 176-
Adorno, Theodor, 24, 189, 254 177, 181
Dialéctica de la Ilustración, 113, véase también Contingencia y
270 necesidad
Dialéctica negativa, 44 n25 autoridad, modos de la, 259-262
ajeno, figura del, 51-52
alegoría, 30 B
alienación, 25-26 Badiou, Alain, 197, 281
“alma bella”, dialéctica del, 81-83, base y superestructura, 195-196
194 Beethoven, Ludwig van, 88
alteridad, Bertolucci, Bernardo, El último em­
de la conciencia, 49 n28 perador, 243 n8
en Hegel, 66, 182 Billaud-Varenne, Jacques-Nicolas,
Althusser, Louis, 214, 211 n24 271-272
amo, hipótesis del, 273-274 bodhisattva, 36-37
amor cortés, 274 borde y límite, 120-123
anamorfosis, 102-103, 263 Brecht, Bertolt, 41
angustia, 137 Los negocios del señor Julio César,
antagonismo, el, como lo primor­ 113
dial, 180, 204 Me Ti, 63 n39

285
Slavoj Žižek

burocracia; contrato social, fantasía del, 216-


y jacobinismo, 266-267 217, 217 n30
y superyó, 245-247, 249-250 conversión,
de los problemas filosóficos, 150-
C 154
capitalismo, génesis del, 221-224, dialéctica de la, 58-59
226-227 Coppola, Francis Ford, La conversa-
caricatura e inversión, 21-22 ción, 88
Carnap, R. 192, n6 Cosa, la,
Casanova, 127, 257-258 asesinato de, por la palabra, 130-
castración, 135, 136, 150, 178 n38, 132
238-239 el rey como, 95-96, 265-266
catálogo, 124-126 la persona como, 210
Ceausescu, Nicolae ejecución de, superación de, 66
266 y el cuerpo sublime, 266-273
certidumbre filosófica, 154-163 cosa-en-sí, 231-233
Chandler, Raymond, 76 n5, 228 n43 crimen, el,
Chesterton, G. K., 201 como juicio infinito, 129
ciframiento, 63 n39 sadeano, 270-271
cinismo y autoridad, 261, 262 y el parricidio edípico, 114-116
cogito, 154-161 cuadruplicidad en la dialéctica, 187-
concepto, el, 190, 204-207
como puramente formal, 78-80, véase también mediador evanes­
174 cente
su movimiento autorreflejo, 90, cuerpo político sublime, 264-273,
79 n6, 136, 226 276-281
y el juicio, 134, 139-148 cultura popular, 12
conciencia siempre tardía, 74-76 cultura y barbarie, 206 n19
conocimiento absoluto, el, 66, 78-­79
y la finitud kantiana, 228-231 D
conocimiento, Danton, Georges Jacques, 278
y creencia, brecha entre, 250- Davidson, Donald, 211 n24
263, 252 n24 decadencia, ideología y, 196-197
y superyó, 242-246, 247 decisión, acto de, 197-201, 234
constitución trascendental, 228-229 democracia,
“construcción de Dios” (bogograditel e izquierda, 280-282
’stro), 268-270 y jacobinismo, 227-231
contingencia y necesidad, 138-144, y lugar simbólico del poder, 276-
148, 198-202, 205-206 281, 277 n52
contradicción, 170-171 Demócrito, 66

286
Índice analítico

Derrida, Jacques, De la gramatología, disidencia, la, como alma bella, 81­-82


87, 90 doble inversión, lógica de la, 21-31,
Diseminación, 86 39-43
sobre el sujeto, 103 n35 doble pensamiento, 253
y el problema de la identidad, Don Giovanni, 124-127
43-45, 50-51 Douchet, Jean, 30
y Hegel, 73, 84-90, 99, 100, 101 Dreyfus, 39-40
Descartes, René, 155 duda, véase certidumbre
desconstructivismo, 130-131 Dummett, Michel, 72 n1
y superación hegeliana ,81, 84-
102 E
deseo obsesivo, 282 Eco, Umberto, El péndulo de
deseo perverso, 282 Foucault, 53
deseo, economía, 260
carácter antagónico del, 82, 150- economía de mercado, 176-177
153 economía dialógica, 48
carácter reflejo del, 143 egoísmo y jacobinismo, 192-194
de la madre, 147 Einstein, Albert, 49 n28
del Otro, 119 ejemplo, estatuto del, 54-56, 151,
y la ley, 247-250, 274-276 153-154
déspota, figura del, 274, 276 Ellis, Ruth, 52
determinaciones antitéticas, 59-61 Elster, Jon, 82
dialéctica, Solomonic Judgements, 279 n54
como práctica formal, 170-183 en-sí, 171-173
de lo universal y lo particular, entendimiento, crítica hegeliana del,
46-62, 71-102 167-170, 169 n27
lectura derrideana de la, 44-45, entre-dos-muertes, 75, 78
73 enunciación, 170-171
transcodificación en la, 225-227 equivalente general, fórmula del,
y contingencia, 140-141 32-­35, 37-38, 38 n21, 135
y reescritura del pasado, 187-­207 Escher, M. C., 87
y relatividad, 49 n28 esencia y apariencia, 171
y relato histórico, 222-224 eslabón más débil, teoría del, 200-
diferancia, 84-86 201
diferencia sexual, lógica de la, 58-59 Eslovenia, 13, 17-19, 19 n3
Dios, Estado,
creencia en, 252 y monarquía, 93-99, 102
identidad de, 48 y religión, 114-115
discursos público y secreto de la ley, estalinismo, 242-245, 252, 281, 242
51 n29 n4

287
Slavoj Žižek

ética, la, y totalización, 135-136


para la izquierda, 281-283 Fowles, John,
y el deseo, 248 n20 La novia del teniente francés, 118
eurocentrismo, 112 Freud, Sigmund,
evolución, la contingencia en la, caso del Hombre de los Lobos,
141-142 213, 234
excedente de goce, 239-241, 248, sobre el deseo, 152
250, 263 sobre el goce, 17-19, 249-250
excedente en la dialéctica, véase me­ sobre el Otro, 210
diador evanescente sobre el significante puro, 202
excepción, funciones de la, 62, 63- n13
64 sobre la angustia, 138
existencia, la, en Hegel, 59 n34 sobre la duda ,157-158
extrañamiento (Verfremdung), 54 sobre la pérdida, 239
sobre la represión, 219, 227
F sobre la teoría, 12
fantasma, sobre lo Real, 72 n1
de los orígenes, 207-209, 214- Tótem y tabú, 112, 135, 146
217, 222-227, 233 fuerza laboral, como subjetividad,
y cuerpo sublime, 270-272 38 n22
fascismo, 188-189, 195
“felicidad”, la, como factor político, G
263-264 Gasche, Rodolphe, The Tain of the
fetichismo, 257-259 Mirror, 85, 90-93, 92 n1998-102
feudalismo y absolutismo, 195 Goce, el,
Feuerbach, Ludwig, 28 en el discurso ideológico, 13
figura y fondo, dialéctica de, 87-89, excedente, 239-242
88 n13 la Cosa como su encarnación,
figuras de la conciencia en Hegel, 232-233
150-151 y el nacionalismo, 12
Filmer, Sir Robert, 76 y el punto de almohadillado,
filosofía analítica, 169 n27, 192 n6 30-31
finitud, 228-229, 277 n52 y el rey, 263
forma de vida, y el superyó, 17-22, 42-43, 245-
y certidumbre, 158-161, 163 250, 245 n12
y lenguaje, 211-212, 212 n25 y ética, 281-282
forma mercancía, Gorki, Máximo, como cuerpo co­
e inversión, 25 munista, 268-269
paralelo con el significante, 32- Gould, Stephen Jay, Wonderful Life
33, 35, 37-38 141

288
Índice analítico

H histeria, 111, 118, 150-154, 165,


Habermas, Jürgen, El discurso filosófi­ 243 n8
co de la modernidad, 43 como objeto de arte, 228 n43
Hamlet, 27, 53, 165, 265-266 imperativo ético de la, 282
Hauser, Kaspar, 166 historicidad, 111-114
Havel, Václav, 250 y conocimiento absoluto, 229-231
Hegel, G. W. F., von, Hitchcock, Alfred,
y el conocimiento absoluto, 182, Con la muerte en los talones, 147
229-231 Intriga internacional, 147
sobre la cultura, 206 n19 La sombra de una duda, 147
deducción de la monarquía, 31, Los pájaros, 88-89
93-99, 96 n25-n26, 135-136, Psicosis, 30
276-279, 279 n54 Vértigo, 27
y la dialéctica, 49 n28, 55-60, Hitler, Adolf, Mein Kampf, 29, 254
71-105, 165-183, 187-190, Holbein, Hans, Los embajadores, 103
199, 222-223, 224, 226, 234, Hopper, Edward, 145
230 n44 Horkheimer, Max, 244
la existencia en, 59 n34 Dialéctica de la Ilustración, 113,
monismo de, 71-73, 77-80 270
sobre el contrato social, 216-217 Husserl, Edmund, 155 n11
sobre el lenguaje, 68-69
teoría del juicio, 128-130, 165­- I
170, 180-182 ideal del yo, 21-22, 24, 27
y el sujeto, 61-62, 102-105, 198, identidad especulativa, paradoja de
241 la, 114-120, 128-133, 145, 131
y el Uno, 65-67 n19
y la autonegación, 42-45 identidad nacional, 121, 224-225
y la ejemplificación, 54-56, 151, y goce, 11-12
154 véase también, (thatcherismo)
y la identidad, 45-66, 114-120, identidad, problemas de, 45-67, 51
128-132, 149-154, 170-171 n29
y la totalización, 109-128, 135- y dialéctica, 81, 98, 99 n29
136 y lo negativo, 84, 100-101
y Lacan, 98 n28 y lo Simbólico, 149-150
Heidegger, Martin, 68, 104, 111- ideología la,
112, 112 n2, 145, 155, 174, 228 como mediador evanescente,
n43 195-197
Henry, teniente coronel, 40 teoría de, 13
heroísmo ético, 37 y el carácter tardío de la con­
Heydrich, Heinrich, 206 n19 ciencia, 75-76

289
Slavoj Žižek

y el fantasma de los orígenes, 222 Jay, Martin, The Dialectical Imagina­


y el pasado, 59 n34 tion, 24
y la alegoría, 30-31 Jesucristo, 55-56
y la brecha entre conocimiento y Joyce, James, 146 n25
creencia, 250-263 juicio, teoría del, 128-148
igualitarismo, 191-194
véase también democracia K
imaginario, 23-24, 31, 183 Kafka, Franz, 118
imperativo categórico, el, y el goce, El castillo, 246
300-241 El proceso, 104, 117, 246, 250
impotencia, 17-19 Kant, Immanuel, 79
inconsciente, 100 n31, 156-158 formalismo de, 173, 174-175,
indocilidad, 217-218 239-240, 270
inmediatez, significado de la, 189- sobre la constitución trascen­
190 dental, 228-231, 277 n52
Institución, mística de la, 259 sobre la cosa-en-sí, 231-232
intención y significado, 82-83 sobre la ley moral, 237-241, 247-
intercambio de propiedades, 54-56, 248, 270
264-265 sobre la monarquía, 95
interpelación, 119-120 sobre los orígenes de la ley, 215-­
inversión, la, como retórica, 151-152 220
Irving, John, A prayer for Owen Kantorowicz, Ernst, 264
Meany, 141 Kierkegaard, Soren, 137, 244
izquierda, proyecto de la, 280-283 O bien… o bien…, 124
izquierda/derecha, distinción, 137 Klossowski, Pierre, 252
n22 Kojève, Alexandre, 81
Kolakowski, Leszek, 181, 202
J Kripke, Saul, 163
jacobinismo, el, 127, 162 n20, 195,
204 L
y el rey, 263-266, 264 n36 La Boétie, Etienne de la, 272-273
y la democracia, 192-194, 227, Lacan, Jacques,
278-279 interpretación de, 111-112
y la ética kantiana, 241 retorno a Freud, 202 n13
véase también Terror revolucio­ sobre Antígona,126
nario sobre el acto, 201
James, Henry, 29 sobre el cogito, 155-158
James, William, Pragmatismo, 12 sobre el deseo, 119, 143, 151-
Jameson, Fredric, 29, 190-191, 196, 152, 274-275
192 n6 sobre el goce, 19, 30-31, 42-43,

290
Índice analítico

239-241, 242, 245-246, 245 y verdad, 211 n24


n12 y verdad especulativa, 68, 131
sobre el lenguaje, 122, 131-132 n19
sobre el Otro, 209-210 Lenin, V. I., 181, 198, 202
sobre el psicoanálisis, 81, 237 y el cuerpo de los comunistas,
sobre el punto de almohadillado, 268-270
27 Lévi-Strauss, Claude, 76 n5, 213,
sobre el rey, 265-266 238
sobre el sujeto, 24, 26, 35-36, 64, ley,
103 n35, 165 como crimen universalizado, 44-
sobre Hegel, 98 n28, 118, 150 46, 54-55, 51 n29, 201-202,
sobre la anamorfosis, 102-103 218-220
sobre la angustia, 137-138 fundación violenta de la, 214-
sobre la castración, 178 n38 220, 270
sobre la culpa, 116, 116 n7 interna y externa, 247-250, 247
sobre la doble reflexión, 21 n16
sobre la inversión de los mensa­ y autoridad simbólica, 259
jes, 194 y deseo, 245-249
sobre la ley, 19, 42-43, 238, 247- y goce, 19, 41-43, 238-242, 245-
248, 270 246, 247-250
sobre la lógica del significante, liberación, la, como pura posibili­
66-67, 227-228 dad, 37
sobre la mujer, 59 n34, 123-124, libertad,
259 y acto del sujeto, 234-235
sobre la posterioridad, 213-214 y deseo, 273-274
sobre la pulsión, 282-283 libertinaje, 123-127
sobre la sexuación, 134-135 líder, cuerpo sublime del, 269-273
sobre la sublimación, 271 Locke, John, 76
Laclau, Ernesto, 180, 197, 203 lógica del no-todo, 58, 122, 136,
lalengua, 122-123 137
Lanzmann, Claude, Shoah, 283 Losey, Joseph, 126
lapsus verbales, 162 lucha de clases, la como principio
Lardner, Ring, “Who Dealt?”, 22-24 totalizador, 110-112, 136-137,
Lebrun, Gérard, 167 204
Lefort, Claude, 197, 203, 264, 267, Lutero, Martín, 191, 206 n19
272, 277-278 Lynch, David, Terciopelo Azul, 207
legitimidad y legalidad, 247-248
lenguaje, M
circularidad del, 211-214, 227- madre, deseo de la, 147, 274-275
228 Malinowski, Bronislaw, 112

291
Slavoj Žižek

Mallarmé, Stéphane, 121 Mozart, W. A., 88


manipulación, Così fan tutte, 259
como forma de autoridad, 261 Don Giovanni, 124-126
mito de la, 252-254, 257-258 La flauta mágica, 126
Mannoni, Octave, 255-259 mujer, la, 59 n34, 123-126, 276 n51
Marx, Karl,
El capital, 35, 135, 170, 221, 224, N
225, 226, 264, 267 nación y sutura, 31-32
Grundisse, 220 Napoleón, 140
La lucha de clases en Francia, 46 naturaleza,
la producción en, 59 visión sadeana de la, 270-271
sobre el equivalente general, 32, y cultura, 217-218, 220
37, 267 negación de la negación, 42-45, 129
sobre Hegel, 49 n28 n17, 195, 275
sobre la génesis del capitalismo, véase también dialéctica,
221-224, 226-227 negatividad interior, 187-190
sobre la inversión, 24, 25-26 negatividad radical,
sobre la monarquía, 264, 273 en Hegel, 78-80, 83-84, 98-99,
sobre la subjetividad, 38 n22 100-101
sobre Platón, 192 la política como, 203-205
y la doble reflexión, 26 n10 materialización de la, 153
Marxismo, Neues Forum, 196-197
como autoconocimiento, 175 Nombre-del-Padre, 145-148, 146
como posición subjetiva, 199-201 n25, 259, 276 y n51
y teoría de la ideología, 195-197 novela gótica, 232-233
masoquismo primario, 249 novela policial, 41-42
Maurras, Charles, 40 nuevos movimientos sociales, 195-
Mead, Margaret, 112 197
mediadores evanescentes, 190-207,
192 n6, 216-220, 226-227 O
metáfora, objeto a, 157, 238-239, 241-242, 265,
del sujeto, 63-64 267
paterna, 145-148 objeto, el,
Miller, Jacques-Alain, 86 como encarnación de la falta de
Mitterrand, François, 81 significante, 123
monarquía absoluta, la, como me­ en el sujeto, 156-157
diadora evanescente, 195 su anulación en la ética kantiana,
monarquía, véase rey, 237-241, 270
Monty Python’s Meaning of Life, 20 su disolución en la dialéctica, 79-­
Mouffe, Chantal, 180 81, 173-175, 178

292
Índice analítico

totalitario, 241-243 su inconocibilidad, 209-210


y la angustia, 137-138 su voluntad y el agente totalita­
objeto-agente totalitario, 241-245, rio, 242-243, 266-270
243 n9, 265-273 y el cinismo, 261
Obras de Hegel, y el deseo, 274-275
Enciclopedia, 176-177, 180 y el sujeto, 103-105, 112-113,
Fenomenología del Espíritu, 21, 113 n3, 116 n7, 119-120, 210
74, 78, 81, 104, 109-110, 117, n22, 256 n31
130, 150, 153, 154, 173, 180, y Kant, 237-238
192 y la forma de vida, 160-165
Filosofía del derecho, 96 n26, 276, y la inversión, 24
279 n54, 280 y la verdad de la palabra, 81-­83
Lecciones sobre la historia de la filo­ y las intenciones, 81-83
sofía, 230
Lógica, 51, 59 n34, 65, 66-68, 82, P
85, 99 n29, 128 n15, 149, 187- Pablo, san, 41, 89
188, 226 Padre-goce, 147
Obras de Kant, paradoja escéptica, 161-163, 162
Crítica de la razón práctica, 232, n20
237 paradojas de Zenón, 171-174
Metafísica de las costumbres, 215 parricidio edípico, 115
Paz perpetua, 217 n30 pasaje al acto, 165
Sobre las consecuencias legales de la Pascal, Blaise, 215, 273
naturaleza de la unión civil, 218 pasión, y derecho, 247-248
Obras de Lacan, pérdida,
El deseo y su interpretación, 265 del objeto, 173-176
El reverso del psicoanálisis, 35 desplazamiento de la, 178-180
Escritos, 33, 98 n28 función ontológica de la, 239
La lógica del fantasma, 156 performatividad retroactiva, 174-
Las psicosis, 27 181, 199-202
Seminario I, 131 persona, la, como cosa-en-sí, 210-
Seminario III, 209 211
“Seminario sobre ‘La carta ro­ personalidad autoritaria, 24-25, 25
bada’”, 83 n8
Seminario XI, 155-157, 227 perversión, 242, 243 n8
ominoso, lo, 220 placer, 247-249, 250
Orwell, Georges, Nineteen Eighty­ Platón,
Four, 253-254, 262-263 Cratilo, 68
Otro, el gran, República, 192
como puramente formal, 78 poder, lugar del, 276-280

293
Slavoj Žižek

política, la R
como forma, 195-197 Racine, Jean, Atalía, 27-28, 41, 42,
como lugar de la verdad, 203 n16 59
como subjetividad, 202-205 Razón hegeliana, 78-80, 167-170,
Popper, Karl, 229 180-182, 190 n4
positivismo lógico, 192 n6 Reagan, Ronald, 96 n25
posterioridad, 213-214, 233-235 Real, lo, 72 n1, 148
“primera víctima”, mito de la, 40 encuentros con, 111-113, 205
procedimiento formal, el, como ver­ y el cinismo, 160-161, 261-262
dad, 167-174 y el entendimiento, 167-168
proceso histórico, el, y el poner retroactivo, 220
como ley, 197-201 y el rey, 96 n26
la brecha en, y el sujeto, 233-235 y la certidumbre, 163
profesión, la, como contingente, y lo Simbólico, 123
143-144 realismo y republicanismo, su dialé­
prohibición, ctica, 46, 60-64, 46 n26
del incesto, 238-239 reconciliación en Hegel, 46 n26,
y deseo, 275-276 89, 180
véase también ley red intersubjetiva, la,
protestantismo, 190-194, 195-196 y el objeto, 157
psicoanálisis, y la doble inversión, 21-24
contingencia de la verdad en, y la inconocibilidad del Otro,
205-207 209-210
e izquierda, 281-283 véase también Otro, gran,
y astucia de la razón, 81 reelaboración inconsciente, 76
y causalidad retroactiva, 213-214, reflexión,
227 significado de la, 67 n41, 90­-93,
y deseo, 276 99-105, 111 n1, 178 n37
y dialéctica, 76 y el objeto, 177-178
psicosis, 111, 160 véase también dialéctica
pueblo, cuerpo del, 338-273 regicidio, 218, 263-266, 264 n36
puesta retroactiva de presupuestos, relaciones interpersonales, las, y la
212-214, 225-231, 233-235 astucia de la razón, 80
pulsión de muerte, 218, 271, 276 relato, el,
pulsión, ética de la, 282-283 y el punto de almohadillado,
punto de almohadillado, 27-32, 39- 29-30
43, 45, 89, 226 n41, 277 n52 y la inversión doble, 22-24
pura diferencia, 189-190 y lo simbólico, 222-225
religión, universalización de la, 190-­
194

294
Índice analítico

remarca, problemática de la, 86-­ Schelling, Friedrich, 67, 137, 222-


102, 92 n19 223
Rendell, Ruth, 228 n43 Tratado sobre la libertad humana,
renegación de la castración/realidad, 112 n2
178 n38, 251, 251 n23, 253, 254- Schoenberg, Arnold, 228 n43
263 Searle, John, 192 n6
repetición histórica, 78 ser, historias del, 112 n2
represión, la, ser-para-sí, 65-66, 95
del mediador evanescente, 226- sexuación, fórmulas de la, 134-136,
227 137, 137 n22
y la ley, 217-218, 219 Shakespeare, renacimiento de, 214
Revolución de Octubre, 181, 182, Shelley, Mary, Frankenstein, 208
198, 199 Shklovsky, Viktor, 29
revoluciones artísticas, 228 n43 Sibony, Daniel, 81
rey desnudo, 22 significado especulativo, 68-69, 205
rey, n18
como significante amo, 244- significante amo, 34-35, 87, 89,
deducción hegeliana del, 30 n16, 227-228
31, 92-98, 101-102, 96 n25- el monarca como, 94-96, 96 n26,
n26, 135-136, 138, 276-279 243-245
ejecución del, 218-220 significante fálico, véase significante
los dos cuerpos del, 264-266, 276 amo
y goce, 263-264 significante,
y jacobinismo, 162 n20, 195-279, arbitrariedad del, 211
264 n36 definición lacaniana del, 32-38,
Robespierre, Maximilien, 278 60-67, 150 n2, 204
roles, estatuto de los, 161-162, 162 lógica del, 56-58, 86-89, 122­-
n20 123, 175-176, 202 n13
Rose, Gillian, 114, 116 puro, 67
Rose, Jacqueline, 52 sujeto del, 115 n6
Rothmann, William, 30 y castración, 238-239
Rousseau, Jean-Jacques, 90 y Nombre-del-Padre, 145-147
Russell, Bertrand, 192 n6 Simbólico, lo,
la causalidad retroactiva en, 212-
S 235
sabio taoísta, 37 y el conocimiento, 251
Sade, Marqués de, 252, 270-271 y el deseo, 143
Juliette, 270 y el lugar del poder, 277
y Kant, 218, 220, 242 y el ser-para-sí, 65-66
Saint-Just, 96, 263, 267, 270, 278 y la autoridad, 259-262

295
Slavoj Žižek

y la castración, 178 n38 el objeto en, 156-157


y la escisión del sujeto, 241 el proletariado como puro sujeto,
y la fe, 255-256, 257 38 n22
y la histeria, 111 el superyó en, 249-250
y la identidad, 149-150 en Derrida y Lacan, 103 n35
y la inversión especular, 21-22, la sustancia como sujeto, 116-
28 120, 128, 130, 141-144, 174-
y la monarquía, 264, 265 175, 208-209
y la necesidad, 148 su escisión, 163-165, 240-243,
y lo Real, 123 251
sincronía y diacronía, 208, 210-214, su metáfora, 63-64
221-225 y el deseo, 273-276
síntoma, 148, 146 n25 y el Otro, 119-120
sobredeterminación, 59 y el universal, 60
socialismo real, el, 247 n16 y la doble inversión, 24, 26
como mediador, 195-197 Supersecreto, 119
su desintegración, 179-180, 280- superación (Aufhebung), 68, 73, 85-­
282 102, 145-148
sociedad la, superyó, el,
como cosa-en-sí, 117-118 y el goce, 19-22, 41-43, 240, 245-
como intotalizable, 136-137 250, 245 n12
Sócrates, 259 y el pueblo, 271
Stalin, José, 242, 267, 269 y el totalitarismo, 241-246
Staten, Henry, 154 sutura, 31-32
Stoker, Bram, Drácula, 232 Swift, Jonathan, Los viajes de Gulliver,
sublimación, 271 21
sublime, conversión en lo, 152
sueños, 227-230 T
sujeto supuesto saber, 163, 182 Talayesva, The Sun Hopi, 255-256
sujeto, el, tautología, 214-215
captación del Absoluto por, 110- véase también identidad
111 teoría de los sistemas, 225
como eslabón perdido en la ca­ teoría del acto de habla, 192 n6
dena causal, 207-214, 235 Terminator, 208 n20
como mediador evanescente, Terror revolucionario, 267, 270-
198-199, 204-205 272, 278-279
como negatividad absoluta, 49, textualidad, 167-171
49 n28, 56 (thatcherismo), 51-52, 121
del significante, 32-36, 67, 87, totalidad finita, el lenguaje como,
102-105, 115 n6, 156, 210 228

296
Índice analítico

totalitarismo, y certidumbre objetiva, 160-161


autoridad del, 261-263 y concepto, 139-140, 172-174,
ideologías del, 252-254 181-182
y ley, 249-250, 270-271 y conjunto no-todo, 122
y prohibición, 18-19 y lenguaje, 211 n24
totalización, 92-93, 109-110 y reescritura simbólica, 213-214
a través de la excepción, 135-138 y retórica, 43-44, 44 n25
tragedia, 196 y totalitarismo, 262-263
transcodificación, 225-227 verdugo, el, como agente de la ley,
transferencia, 156-157 242
transgresión, 41-43, 53 viaje en el tiempo, 208 n20
trauma, el, Volver al futuro, 208 n20
marcarlo, como ética, 282-283
reacción del sujeto, 163 W
y la emergencia de la verdad, Wagner, Richard, 76 n5, 88 n13
205-206 Warminski, Andrzej, 54-55, 264
y la transcodificación, 225-227, Weber, Max, 190, 195, 192 n6
233­-235 Weiss, Edoardo, 17-19
Trotsky, Lev, 198 Wertfreiheit (libre de valores), 192
n6
U Wittgenstein, Ludwig, 95, 149, 158-
universal, 165, 192 n6
autonegación del, 170-171 Investigaciones filosóficas, 149,
duplicación del, 45-48 153154, 161, 163, 212 n25
y particular, 56-62, 115-116, Sobre la certidumbre, 160, 163
136-138, 157 n13 Tractatus, 192 n6
universalidad, pasaje a la, 134-138,
190-194, 238 Z
Uno y cero, 61, 64-67, 80, 101 Zac, Lillian, 51 n29
utopía, 192 Žižek, Slavoj, El sublime objeto de la
ideología, 11, 12
V Zola, Émile, 39
valor de cambio, las mujeres como,
125-126
véase también forma mercancía
valores, tema de los, 143-144
vampiros, los y lo Simbólico, 232-233
verdad,
emergencia de la, como contin­
gente, 205-207

297

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