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Arnold J.

Toynbee:
Guerra y civilización

Selección de «Estudio de la Historia»


por Albert Vann Fowler
El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
Emecé Editores
Buenos Aires
Título original: War and Civilization. Publicado en inglén por
Oxford University Press, London
Traductor: Jorge Zamalea

Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1976


Segunda edición en «El Libro de Bolsillo»: 1984

© Oxford University Press, London


© Emecé Editores, S. A., Buenos Aires, 1952
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1976, 1984 (por autorización
de Emecé Editores, S. A.). Calle Milán, 38 ® 200 00 45
ISBN: 84-206-1603-6
Depósito legal: M. 5.732-1984
Papel fabricado por Sniace, S. A.
Impreso en Lavel
Printed in Spain
Prefacio

El contenido de este breve volumen ha sido extractado


por Albert Vann Fowler, en consulta con el autor, de los seis
relativamente extensos volúmenes de una obra que
probablemente alcance, cuando se publique el resto, a los
nueve volúmenes. Los extractos han sido escogidos para
ilustrar las opiniones que sobre la guerra tiene el autor de
Estudio de la Historia,}» este tema común les confiere su
unidad; pero el lector del presente libro debe tener en
cuenta que no está leyendo aquí esos fragmentos en su
contexto original, y que la guerra no es el tema principal de
la obra de la cual han sido tomados, aunque
infortunadamente sea imposible estudiar la historia de la
humanidad —desde la aparición, hace unos cinco o seis mil
años, de sociedades del tipo conocido con el nombre de
civilización—, sin descubrir que la institución de la guerra
está íntimamente ligada al corazón de este trágico tema.
Al estudiar la decadencia de las civilizaciones, el autor
ha aceptado desde luego la conclusión —¡no muy nueva!—
de que la guerra ha demostrado ser la causa inmediata del
derrumbamiento de todas las civilizaciones

1
8 Arnold J. Toynbee

de cuya caída se tenga conocimiento, y esto hasta donde ha


sido posible analizar la naturaleza de esos derrum-
bamientos y explicar su ocurrencia. Aparte de la guerra, ha
habido otras siniestras instituciones con las cuales la
humanidad se ha castigado a sí misma en su era de
civilización; la esclavitud es uno de estos autocastigos que
inmediatamente se presentan a nuestro espíritu; no obstante
ello, aunque la esclavitud, las castas, la luche de clases, la
injusticia económica y muchos otros síntomas sociales de la
némesis del pecado original hayan desempeñado su papel
como instrumentos del autotor-mento del hombre, la guerra
se destaca entre ellos como el principal agente empleado
por el hombre para derrotarse a sí mismo social y
espiritualmente durante un período de su historia que
ahora comienza a ser capaz de ver en perspectiva.
Un panorama comparativo del declinar conocido de las
civilizaciones muestra que la decadencia social es una
tragedia cuya intriga tiene su clave en la institución de la
guerra. Ciertamente, la guerra pudo haber sido en realidad
hija de la civilización, ya que la posibilidad de emprender
una guerra presupone un mínimo de técnica y de
organización y una riqueza sobrante, superior a la
indispensable para mantener la vida, y estos nervios de la
guerra le faltaban al hombre primitivo, en tanto que, por
otra parte, no sabemos de civilización alguna (con la
posible excepción de la Maya, de la que sólo poseemos
actualmente conocimientos fragmentarios) en cuya vida la
guerra no haya sido, ya en la más remota etapa a que
podamos alcanzar en la historia retrospectiva de cualquier
civilización, una institución establecida y dominante.
Como otros males, la guerra tiene una manera insidiosa
de parecer tolerable, al mismo tiempo que se asegura un
dominio tal sobre la vida de sus adictos que éstos pierden
toda posibilidad de escapar de sus garras cuando su
letalidad se manifiesta. En las etapas iniciales del
desarrollo de una civilización, el costo de las guerras, en
sufrimientos y destrucción, puede parecer superado por los
beneficios que la conquista de pode-
Guerra y civilización 9
río y riqueza y el cultivo de las «virtudes militares»
proporcionan; en esta fase de la historia, los estados se han
hallado a menudo en condiciones de entregarse a la guerra
casi con impunidad incluso para el partido vencido. La
guerra no comienza a revelar su índole nefasta sino cuando
la sociedad agresora empieza a incrementar su capacidad
económica en la explotación de la naturaleza física y su
capacidad política en la organización del potencial humano;
pero, tan pronto como esto sucede, el dios de la guerra, que
la naciente sociedad vino adorando por tanto tiempo, se
revela como un Moloch, pues devora una parte cada vez
mayor de los frutos que se acrecientan en el proceso con
que la industriosidad y la inteligencia del hombre tienden a
procurar un grado cada vez mayor de vida y felicidad; y
cuando el aumento de eficacia de la sociedad llega al punto
de ser capaz de movilizar para uso militar la cantidad letal
de energías y recursos, la guerra se revela entonces como un
cáncer que habrá de ser fatal para la víctima a menos que
ésta pueda extirparlo y desprenderse de él, pues los tejidos
malignos ya han aprendido a crecer más de prisa que los
tejidos sanos de que se alimentan.
En el pasado, cuando en la historia de las relaciones
entre Guerra y Civilización se alcanzaba ese punto crítico y
se lo reconocía, algunas veces se hicieron serios esfuerzos
para librarse de la guerra a tiempo de salvar a la sociedad,
y estos intentos pudieron adoptar una u otra de dos
direcciones alternativas. La salvación, naturalmente, no se
puede buscar en parte alguna que no sea el trabajo de las
conciencias de los seres humanos individuales; pero los
individuos pueden optar entre tratar de realizar sus
propósitos mediante la acción directa como personas
privadas o tratar de cumplirlos mediante la acción indirecta
como ciudadanos de los estados. La negativa personal a
participar de cualquier manera en cualquier guerra
emprendida por su estado con cualquier propósito y en
cualquier circunstancia es una línea de ataque contra la
institución de la guerra, que probablemente puede atraer a
las naturalezas fer-
10 Arnold J. Toynbee
vorosas y dispuestas al sacrificio de sí mismas; compa-
rativamente, la otra estrategia de paz que trata de per-
suadir y acostumbrar a los gobiernos a ajustarse a la
resistencia unánime a la agresión cuando ésta se presenta y
a tratar de remover sus estímulos previamente, puede
parecer una tortuosa y poco heroica línea de ataque ante el
problema. Sin embargo hasta ahora y de una manera
indubitable, la experiencia indica, a juicio de este escritor,
que el segundo de estos dos arduos caminos es con mucho
el más prometedor.
El peligro más evidente que hay que arrostrar en la
estrategia del pacifismo reside en la manera como los
pacifistas se enfrentan al hecho de que, en la misma medida
en que su acción resulte eficaz, el primer efecto podría ser
el de colocar a los estados en los cuales el pacifismo tenga
una fuerza política apreciablemente poderosa a merced de
los estados en que sea impotente; lo que equivaldría a
permitir que los más inescrupulosos gobiernos de las más
tenebrosas potencias militares se hiciesen dueños del
mundo en el primer capítulo del drama. Enfrentarse con ese
problema y atenerse a sus consecuencias inmediatas
presupone una activa perspicacia y un heroísmo pasivo que
han sido exhibidos por los santos, pero nunca por el hombre
corriente de la masa. Ciertamente, a menudo los pueblos se
han sometido en masse al dolor y al agravio de ser
oprimidos por conquistadores que, en cotejo con sus
víctimas, fueron brutales y bárbaros. En 1940, el mundo
estuvo a punto de aceptar la dominación de una Alemania
controlada por los nazis e inspirada por el espíritu satánico
de Hitler; pero apenas tenemos para qué recordar el ánimo
que prevalecía en Francia y Gran Bretaña durante los años
de «apaciguamiento» y más larde en Francia en la época de
Vichy, para que se comprenda la verdad de que, entre los
motivos que inspiran la negativa en masa a resistir a la
agresión militar con la fuerza de las armas en defensa
propia, el generoso horror del santo ante el pecado de la
guerra cuenta mucho menos que la natural y ordinaria
adversión del mortal a pagar
Guerra y civilización 11
el horrendo precio de sangre y de lágrimas que la guerra
impone.
La complacencia en el pago de este precio es la raíz de
las llamadas «virtudes militares» sin las cuales no puede
emprenderse la guerra pero por las cuales esa diabólica
institución nunca habría sido condenada, como lo fue
recientemente, por la opinión pública y los sentimientos de
una mayoría de sociedades humanas en proceso de
civilización. Esa expresión tradicional de «virtudes
militares» es, desde luego, engañosa, ya que todas las
virtudes exhibidas en la guerra tienen también una esfera de
acción ilimitada en otras formas de combate y de relación
humana, en tanto que, por la otra parte, a menudo la
exhibición de esas virtudes por los soldados ha resultado,
infortunadamente, compatible con una exhibición
simultánea de crueldad, rapacidad y multitud de otros
vicios. En un torneo de virtud entre el guerrero que emplea
la violencia y el santo que la rehuye, ganaría hoy el santo
una batalla moral que podría dar prácticos frutos mañana;
pero, por desgracia, los personajes típicos en el drama de
pacifismo versus guerra no son un guerrero y un santo
armados en la misma panoplia de la rectitud; son el
guerrero —virtuoso o vicioso— que tiene el valor de
arriesgar cuerpo y alma, y el mortal corriente que huye de
la lucha y el peligro; y, como lo hemos descubierto por
propia experiencia en 1939 y 1940, el personaje antiheroico
que rehuye la guerra por la común debilidad de la
naturaleza humana, y no por el horror de cometer un
pecado, prefiere alzarse a cualquier precio al nivel del
guerrero si sabe que la elevación del santo se halla fuera de
su alcance.
Elevándose al nivel del guerrero en las guerras mun-
diales de 1914-18 y 1939-45, pueblos no agresores ejer-
cieron las virtudes cardinales de la guerra con tan buenos
resultados que derrotaron por dos veces a un imperio
militarista que había preparado largamente su intento de
conquistar al mundo; y, al obtener estas sucesivas victorias
a un horrendo precio de sangre y lágrimas, ofrecieron dos
veces a nuestra sociedad la opor-
12 Arnold J. Toynbee
tunidad de desembarazarse de la guerra por un mejor
camino que el del sometimiento a una pax oecumenica
impuesta por la fuerza de un conquistador del mundo. La
primera de aquellas oportunidades se desperdició y la
segunda guerra mundial fue el castigo por esa flagrante
falta de corazón y de cabeza. La segunda oportunidad está
ahora en nuestras manos. ¿La aprovecharemos? Lo que la
situación evidentemente exige es una asociación voluntaria
de los pueblos amantes de la paz con suficiente fuerza y
cohesión para que no puedan ser atacados por ninguno que
rechace su pacto de seguridad colectiva o lo rompa; y ese
poder mundial de preservación de la paz debe no sólo ser
suficientemente preponderante en su fuerza para convertir
en desesperado cualquier ataque contra él; debe también
ser suficientemente justo y sabio en el uso de su fuerza para
impedir que surja ningún serio deseo de desafiar su
autoridad.
Esta empresa, con ser inmensa, no es superior a nuestra
capacidad. Los éxitos obtenidos por la humanidad en el
pasado para unir voluntariamente a estados antes
independientes y soberanos son otras tantas garantías de
que poseemos la experiencia y la técnica necesarias para
realizar la gran obra de construcción política que ahora se
nos demanda. Si tenemos voluntad, tendremos capacidad.
Nuestro destino reposa en nuestras propias manos.
ARNOLD J, TOYNBEE
1. El malherido mundo actual

A diferencia de nuestros antecesores, los miembros de la


actual generación sentimos en lo más profundo de nuestro
corazón que una pax oecumenica es ahora la más urgente de
las necesidades. Vivimos en el cotidiano espanto de una
catástrofe que tememos pueda sorprendernos si dejamos
todavía por mucho tiempo sin solucionar aquella necesidad.
No es exagerado decir que la sombra de ese temor que se
atraviesa en nuestro futuro nos está hipnotizando,
sumiéndonos en una parálisis espiritual que comienza a
afectarnos incluso en las actividades más triviales de nuestra
vida diaria. Y si podemos armarnos de valor para
enfrentarnos a ese espanto, no obtendremos la recompensa
de sentirnos capaces de desecharlo desdeñosamente como si
sólo se tratase del pánico de un maniático. El aguijón de ese
temor yace en el hecho innegable de que nuestro miedo tiene
una raíz racional.
Abrigamos grandes temores respecto del futuro inmediato
porque hemos sufrido una horrenda experiencia en el pasado
inmediato. Y la impresión que esta experiencia ha dejado en
nuestros espíritus es, desde
13
14 Arnold J. Toynbcc
luego, aterradora. A través del sufrimiento, nuestra
generación ha aprendido dos verdades esenciales. La
primera de ellas es que la institución de la guerra se
mantiene todavía con pleno vigor en nuestra sociedad
occidental. La segunda, que bajo las condiciones técnicas y
sociales existentes en el mundo occidental no puede haber
guerra que no sea intestina. La experiencia de las guerras
mundiales de 1914-18 y de 1939-45 ha ahincado estas
verdades en nosotros; pero el carácter más ominoso de esas
guerras es que no fueron calamidades aisladas o sin
precedentes. Fueron dos guerras dentro de una serie; y
cuando contemplamos la serie completa con visión
panorámica, descubrimos que se trata no sólo de una serie,
sino también de una progresión. En nuestra reciente historia
occidental, la guerra ha seguido a la guerra en un orden
ascendente de intensidad; y hoy ya resulta evidente que la
guerra de 1939-45 no marcó el climax de este crescendo. Si
la serie continúa, la progresión llegará a grados todavía más
altos, hasta que este proceso de intensificados horrores
alcance un día su término con la autodestrucción de la
sociedad guerrera.
No debemos olvidar ahora que esta serie progresiva de
guerras occidentales, de las que la de 1939-45 fue la más
reciente pero.tal vez no la última, es uno de los dos capítulos
de una historia que ya estudiamos en otro contexto. Hemos
observado que la historia de nuestras guerras occidentales
en la llamada «Edad Moderna» puede ser analizada en dos
partes que están separadas la una de la otra
cronológicamente por un período de calma intermedio y que
se distinguen también una de otra cualitativamente por una
diferencia en el objeto —o, en todo caso, en el pretexto de
las hostilidades. La primera parte consiste en las guerras de
religión, que comienzan en el siglo xvi y concluyen en el
xvn. La segunda la forman las guerras de nacionalidad, que
se inician en el siglo xvni y que todavía son el azote del xx.
Aquellas feroces guerras de religión y estas feroces guerras
de nacionalidad, estuvieron separadas por un interludio de
guerras moderadas que se
Guerra y civilización 15
libraban como «deporte de los reyes». Como es evidente,
este interludio no comenzó en el continente hasta después de
concluida la Guerra de los Treinta Años, en 1648, y en la
Gran Bretaña hasta después de la restauración de la
monarquía en Inglaterra, en 1660; y es no menos evidente
que la tregua sólo duró hasta el estallido de la guerra de la
Revolución francesa, en 1792, aun si dejamos de lado el
problema de si sobrevivió o no a la Guerra de la
Independencia de los Estados Unidos, en 1775-1783. En un
recuento más ajustado, podemos limitar el período de la
«Edad de Oro» de la moderación dieciochesca de 1732 a
1755, si tomamos la expulsión de una minoría protestante del
principado eclesiástico de Salzburgo, en 1731-2, como el
último acto positivo de persecución religiosa en la Europa
occidental y la expulsión de los habitantes franceses de
Acadia, en 1755, como el primer acto positivo de per-
secución por razones de nacionalidad en Norteamérica. En
todo caso, la tregua es palpable; y cualesquiera sean las
fechas que podamos escoger como mojones en un esquema
convencional de demarcación cronológica, el drama se
presentará siempre con los mismos tres actos en idéntica
secuencia, y esta secuencia de actos presentará la misma
intriga. Esta intriga subyacente, y no la superficial
cronología, es lo que interesa a nuestro propósito actual. Y
en el enredo de esta obra en tres actos, con sus dos partes de
feroces guerras separadas por un intermedio de guerras
moderadas, ¿no podremos discernir el esquema de dos
paroxismos separados por una pausa de alivio en el que
reconociésemos el sello de un «tiempo de angustias»
subsecuente a una catástrofe? Si examinamos bajo esta luz el
cuadro que nos presenta la historia moderna de nuestro
mundo occidental, encontraremos que, de todos modos, el
paralelo es perfectamente adecuado.
Si el estallido de las guerras de religión en el siglo xvi ha
de tomarse como un síntoma de desquiciamiento social,
habrá que ver también como primer síntoma de reacción de
una sociedad occidental, que desde entonces se hallaba en
desintegración, el movimiento en favor de
16 Arnold J. Toynbee
la tolerancia religiosa que se impuso en el curso del siglo
xvn y dio término a las guerras de religión. Esta victoria del
principio de tolerancia en la esfera religiosa ganó a su
debido tiempo, y para varias generaciones sucesivas, aquel
interludio de moderación que proporcionó al achacoso
mundo occidental un indispensable respiro entre el primero
y el segundo paroxismo de su trance letal. Y el paralelo es
también perfectamente adecuado cuando observamos que el
alivio fue sólo temporal y no permanente, y cuando
inquirimos las razones de ello. Pues un estudio empírico del
ritmo del proceso de desintegración nos lleva a esperar que
la reacción ceda el paso a la recaída; y nos lleva también a
creer que esta historia monónotamente repetida de fracasos
puede explicarse en cada paso por algún particular elemento
de debilidad que viciara la abortada reacción. ¿Se han
cumplido exactamente estas expectativas en el caso
occidental? Tenemos que limitarnos a responder que,
también en este caso, la razón por la cual fracasara la
reacción es tan clara como evidente el hecho de la reacción
misma. Después de todo, el moderno principio occidental de
la tolerancia no ha conseguido salvarnos porque, tenemos
que confesarlo, no había salud en él. Los espíritus que
presidieron su concepción y nacimiento fueron desilusión,
aprensión y cinismo, no fe, esperanza y caridad; el impulso
fue negativo, no positivo; y estéril el suelo en que se sem-
braron las semillas.
Y otra Tparte] cayó sobre pedregales, donde no tenía mucha
tierra; y nació luego, porque no había profundidad de tierra: mas
luego que salió el sol, se asolanó; y como no tenía raíz, se secó. 1

El principio de tolerancia que inesperadamente revistiera


el pétreo corazón de la moderna cristiandad occidental con
un súbito y fresco asomo de verdor cuando el fiero sol del
fanatismo religioso se calcinaba a sí mismo hasta reducirse
a polvo y ceniza, se ha marchitado —no menos inesperada
y repentinamente— ahora
1
[MARCOS IV. 5-6.]
Guerra y civilización

17

que en el firmamento se ha encendido llameante el sol, aún


más terrible, del fanatismo nacional. En el siglo xx estamos
asistiendo a la rendición incondicional de nuestra tolerancia
del xvn a un imperioso demonio cuyas arremetidas ha sido
incapaz de contrarrestar. Y la causa de esta desastrosa
impotencia es manifiesta.
Una tolerancia que no tenía sus raíces en la fe ha
fracasado en el mantenimiento de su imperio sobre el
corazón del homo occidentalis porque la naturaleza humana
aborrece el vacío espiritual. Si la habitación de la cual sale
un espíritu inmundo se deja vacía, limpia y adornada, el
poseedor momentáneamente desalojado entrará de nuevo en
ella, más tarde o más temprano, con un séquito de espíritus
más perverso que él, y el nuevo estado de ese hombre será
peor que el primero. Las guerras del nacionalismo son más
inicuas que las guerras de religión porque el objeto—o
pretexto—de las hostilidades es menos sublime y menos
etéreo. La consecuencia es que a las almas hambrientas a las
que se dio una piedra cuando pedían pan no se les puede im-
pedir que traten de satisfacer su hambre devorando la
primera piltrafa de carroña que encuentran en su camino. El
donante de la piedra no las puede disuadir con la advertencia
de que la carroña caída del cielo está envenenada; e incluso
cuando las anunciadas agonías comiencen puntualmente a
retorcerles las entrañas, los míseros devoradores de piltrafas
persistirán en regalar con la corrupta carne su insaciable
apetito hasta que la muerte extinga su voracidad, como aquel
derrotado ejército ateniense que enloqueció de sed
recorriendo los secanos de Sicilia, buscando reposo sin
encontrarlo, y que desatentadamente bebió de las aguas del
río Asinaro mientras el enemigo lo diezmaba desde la orilla
y la corriente fluía roja con la sangre de los compañeros ya
asesinados de los bebedores agonizantes.
Todavía hay otro punto en el que la moderna historia
occidental concuerda con el modelo del «tiempo de
angustias» de una sociedad que se desintegra; y acaso sea
éste el más alarmante de todos los puntos de congruencia.
Nuestro examen nos ha mostrado que,
Toynbee, 2
18 Arnold J. Toynbcc
como regla, el paroxismo que sigue a la tregua intermedia
de respiro es más violento que el paroxismo que la precede;
y esta regla se halla ejemplarizada ciertamente en nuestro
caso occidental si se toman las guerras de nacionalidad
como el segundo paroxismo de nuestro trance y las guerras
de religión como el primero. Nuestros antepasados que
libraron aquel primer ciclo de feroces guerras occidentales
no debieron ser más parcos en su voluntad de destrucción,
pero —afortunadamente para ellos y para sus descendientes
— carecían de los medios de que ahora disponemos,
desventuradamente para nuestros hijos y para nosotros
mismos. No cabe duda de que las guerras de religión fueron
mucho peores —tanto en la pasión rencorosa como en los
recursos que poseían y en la habilidad técnica para em-
plearlos— que las guerras occidentales de las épocas
precedentes, durante las cuales todavía se hallaba indis-
cutiblemente en crecimiento nuestra cristiandad occidental.
Las guerras de religión fueron precipitadas por la invención
de la pólvora y los viajes de descubrimientos que, al menos
en el terreno material, extendieron la esfera de actividad de
la sociedad occidental desde un pequeño rincón del
continente eurasiático hasta todas las riberas de los mares
navegables sobre la faz de la Tierra. Los metales preciosos
que se acumulan en las tesorerías de Tenoxtitlán y Cuzco, se
invirtieron finalmente en pagar mercenarios que lucharon en
las guerras de religión sobre los campos de batalla de
Europa, después del descubrimiento, la conquista y el
saqueo de los mundos centroamericano y andino por los
conquistadores - españoles, de la misma manera que,
después de la correspondiente expansión geográfica del
mundo helénico lograda con las hazañas de Alejandro, los
tesoros acumulados por la política aqueménida en Ecbatana
y Susa fueron a parar a las manos de los mercenarios que
pelearon en las guerras de los diadocos y epígonos de
Alejandro en los campos de batalla de Grecia. Y la
soldadesca profesional que el mundo occidental de los siglos
xvi y xvn mantuvo gracias a este ingente incre-
1
Sic en el original. (N. del T.)
Guerra y civilización 19
mentó de las reservas de metales preciosos de los príncipes
no sólo era más numerosa que la milicia feudal de Europa
occidental transalpina, sino que estaba también más
poderosamente armada y, lo que es peor todavía, más
ferozmente enardecida contra un enemigo que ahora, como
regla general, no sólo era un adversario militar, sino también
un infiel a los ojos de su contrincante. La violencia sin
precedentes de que estuvieron imbuidas las guerras de
religión por esas diversas causas habría sorprendido sin duda
tanto a san Luis como al emperador Federico II si hubiesen
resucitado para presenciar las guerras occidentales de los
siglos xvi y xvn. Pero también podemos estar seguros de que
el duque de Alba y Gustavo Adolfo se escandalizarían si
resucitasen para presenciar las posteriores guerras de
nacionalidades. Este último ciclo de las feroces guerras
occidentales que comienza en el siglo xvm y que no ha
concluido en el xx ha sido llevado a un grado de ferocidad
sin precedentes por el titánico poder de dos fuerzas rectoras,
Democracia e Industrialismo, que se incorporaron a la
institución de la guerra en nuestro mundo occidental precisa-
mente al tiempo en que ese mundo completaba virtual-mente
su estupenda hazaña de integrar la total superficie de la
Tierra y la entera generación viva de la humanidad en su
propio cuerpo material. Nuestro último estado es peor que el
primero, porque en esta habitación ampliamente ensanchada
estamos poseídos hoy por demonios más terribles que
cualquiera de los que atormentaron nunca a nuestros abuelos
de los siglos xvi y xvn.
¿Residirán estos demonios en nuestra habitación vacía,
limpia y adornada hasta conducirnos al suicidio? Si la
analogía entre la historia moderna de la civilización
occidental y el «tiempo de angustias» de otras civilizaciones
se extiende a la cronología, debemos esperar que el «tiempo
de angustias» occidental, que parece haber comenzado en
algún momento del siglo xvi, encuentre su término en
cualquier momento del siglo xx; y esta perspectiva debiera
estremecernos; pues, en otros casos, el asalto final que ponía
término a un «tiempo de an-
20 Arnold J. Toynbee

gustias» y anunciaba un estado universal era un «golpe de


gracia» que se asestaba a sí misma la sociedad intes-
tinamente dividida y del cual nunca le fue posible re-
cobrarse. ¿Tendremos también nosotros que pagar nuestra
pax oecumenica a ese precio mortal? Es ésta una pregunta
que nuestros mismos labios no pueden responder, ya que el
destino de una civilización viva es forzosamente tan oscuro
para sus miembros vivientes como el sino de una
civilización muerta, cuyas claves no son otra cosa que
indescifradas escrituras o mudos artefactos, lo es para los
estudiantes. No podemos decir con certeza que nuestra
perdición sea inminente; pero tampoco tenemos garantía
alguna de que no lo sea; pues lo contrario sería pretender
que somos distintos de los demás hombres; y semejante
pretensión estaría reñida con cuanto sabemos acerca de la
naturaleza humana, bien sea por observación en torno o por
introspección. Esta oscura duda es un desafío que no
podemos eludir; y nuestro destino depende de nuestra
respuesta.
Soñé, y he aquí que vi a un hombre cubierto de andrajos, de pie
en cierto lugar, con el rostro vuelto hacia su propia casa, un libro
en la mano y un gran fardo a la espalda. Miré, y le vi abrir el libro
y leer en él; y mientras leía, sollozaba y temblaba; y, sin poder ya
contenerse se interrumpió con un grito lamentable: «¿Qué voy a
hacer?».

No sin justa causa se angustiaba tanto Christian.


«De buena fuente sé —dijo— que nuestra ciudad será incendia-
da con fuego del cielo, en cuya espantable ruina tú, esposa mía, y
vosotros, mis dulces hijos, y yo mismo, encontraremos mísero fin,
a menos que podamos hallar un camino de escape que yo
desconozco, por el que podamos salvarnos.»3

¿Qué respuesta dará Christian a este desafío? ¿Buscará el


camino y, si quiere recorrerlo, lo hallará sin saber aún qué
dirección habrá de tomar en él, mientras el fuego del cielo
desciende a su hora sobre la ciudad de destrucción y los cuitados
bienhabientes perecen en un holocausto que él tan tristemente
pronosticara sin
* [BUNYAN, JOIIN: Pilgrim's Progress.]
Guerra y civilización 21
siquiera alcanzar para sí mismo la ocasión de escapar de la
cólera inmanente? ¿O se echará a correr y correr, gritando: «
¡Vida! ¡Vida! ¡Vida Eterna! », con los ojos puestos en una
luz fulgurante y los pies en vuelo hacia una distante barrera?
Si la respuesta a esta pregunta sólo depende del propio
Christian, nuestro conocimiento de la uniformidad de la
naturaleza humana nos inducirá a predecir que el destino
inminente de Christian es la muerte y no la vida. Pero en la
versión clásica del mito se nos dice que el protagonista
humano no fue abandonado enteramente a sus propios
recursos en la hora decisiva de su destino. Conforme a John
Bunyan, Christian fue salvado por su encuentro con
Evangelista. Y como quiera que es imposible suponer que la
naturaleza de Dios sea menos constante que la del hombre,
podemos y debemos orar por que el aplazamiento de !a
sentencia, concedido por Dios a nuestra sociedad, no nos sea
negado si una vez más lo solicitamos con espíritu contrito y
dolorido corazón.
2. El militarismo y las virtudes militares

Es difícil que cualquier persona que tenga ideas maduras


pueda discutir la afirmación de que el militarismo es
suicida; pero si esta afirmación es casi un axioma, no es
menos cierto que es más improbable que nos ofrezca una
solución para el problema moral presentado por la
institución de la guerra; y, en efecto, la palabra militarismo
en sí implica que esta forma suicida e inicua de emplear la
fuerza militar es no sólo la única posible, sino además una
perversión —para la que tendríamos que crear una palabra
especial— de una institución respecto a la cual, aun cuando
se admita que conduce a un abuso monstruoso, no queda
por ello demostrado ipso jacto que sea en esencia nefasta.
¿Es la guerra intrínseca e irremediablemente mala en sí
misma? Esta es una presunta que no puede ser eludida por
ningún estudiante de historia ni por ningún miembro de la
sociedad occidental de nuestra generación, pues se trata de
una cuestión crucial de la que depende el destino de la
civilización. Ha llegado la hora de abordarla; pero, antes de
debatirnos con ella, debe-
22
Guerra y civilización 23
mos estar seguros de que hemos tomado en cuenta todas las
dificultades.
La dificultad mayor es, desde luego, la evidente existencia
e importancia de las «virtudes militares». Se yer-guen ante
nosotros como un hecho monumental que sería imposible
aminorar o desechar. Uno de los lugares comunes de la
observación sociológica popular es que los pueblos, castas y
clases militares despiertan una admiración mayor que sus
vecinos que se ganan la vida en actividades que no implican
arriesgar la propia vida en el intento de disponer de la de los
demás. Hay, naturalmente, un anticuado tipo de oficial inglés
de marina o de tierra —pulcro en su sentido del honor,
considerado con sus semejantes y afectuoso con los animales
( ¡aunque goce matándolos por deporte! )— que ha sido
considerado, al menos durante los dos últimos siglos, como
uno de los más finos productos ingleses de nuestra
civilización cristiana occidental. Ni puede descartarse
desdeñosamente esta admiración por ingenua o esno-bista. Si
la consideramos seriamente y sin partí pris, seguramente nos
confirmaremos en nuestra creencia de que es merecida. Pues
las «virtudes militares» no pertenecen a una clase aparte; hav
virtudes que son tales en cualquier género de vida. El valor,
que es la más eminente de ellas, es una virtud cardinal en
toda acción que un ser humano, cualquiera sea su sexo, em-
prenda; y las demás virtudes que hemos adscrito a nuestro
legendario coronel o comodoro son, como es evidente,
moneda corriente en la vida civil tanto como en la militar. El
coronel Newcome y el caballero Ba-yardo; Corazón de León
y Rolando; Olaf Tryggvason y Sigfrido; Régulo y Leónidas;
Partap Singh y Prithi-rai; Jalal-ad-Din Mankobirni y Abdalah
al-Battal; Yo-shitsune Minamoto y Kuang Yu: ¡qué buenos
camara-das son y que vasto lugar llenan en el paisaje
histórico de estos últimos cinco o seis mil años en que la
humanidad se embarcó en la empresa de la civilización!
¿Qué vamos a hacer con esta vena de nuestra tradición
social que hasta ayer inspirara héroes como ésos y que
todavía hoy nos mueve a todos a admirarlos? Si
24 Arnold J. Toynbcc
queremos entender el valor de las «virtudes militares» o la
sinceridad de la admiración que ellas ganan, debemos
tomarnos el trabajo de considerarlas en su marco social
nativo; entonces, prestamente saltará a la vista un aspecto
de ellas que se relaciona con nuestra investigación. Las
«virtudes militares» son cultivadas y admiradas en un
ambiente en el que, para la mentalidad popular, las fuerzas
sociales no se hallan nítidamente diferenciadas de las
fuerzas naturales no humanas, y en el que, al mismo tiempo,
se admite que las fuerzas naturales no pueden ser sometidas
al control humano.
Hasta los tiempos modernos, la guerra fue considerada casi
umversalmente como algo que en sí mismo no requería justifica-
ción. Desde luego, se reconocían sus remoras y horrores, pero en el
peor de los casos se la condenaba como un mal inevitable, una
calamidad, un azote enviado por Dios, de la misma inconfesable
naturaleza de la peste. Una comunidad amenazada por vikingos u
otros vecinos agresivos no tenía otra manera más lógica de con-
siderarla. Desde el punto de vista de la víctima, no había, en
principio, distinción entre las incursiones repentinas de tales pue-
blos v una manga de langostas o una nube de gérmenes infeccio-
sos. Y esto trajo en consecuencia que nada hubiese más natural que
el admirar y honrar las proezas de un Alfredo o de un Car-
lomagno, que podían nroteger a su pueblo del desastre en seme-
jantes circunstancias. Hasta los tiempos modernos, aunque pueda
discutirse la justificación de una guerra determinada —y esto
difícilmente se logra—, la lucha formó parte de la vida, era un
incidente de la existencia humana cuya abolición resultaba una
posibilidad difícilmente imaginable. En estas circunstancias, aun-
que sólo unos poces encomiasen la guerra, todos apreciaban al
guerrero y gustosamente se sometían a su jefatura y control. Hasta
e' siglo xix, la militar fue considerada como la única profesión
digna de un caballero, y un caballero es un «armígero». *

El cabellera y letrado que comunicó estas observaciones al


autor de este libro llega, en el curso de la misma carta, a hacer un
luminoso paralelo entre guerra y «deporte».
En los tiempos prehistóricos, antes de la domesticación de los
animales, el cazador cumplía una función necesarísima al sumi-
nistrar alimento. Rodeado de invasores bárbaros, el soldado sirve
igualmente para hacer más tolerable la vida y más asequible la
4
G. M. GATHORNE-HARDY, en carta al autor.
Guerra y civilización 25
justicia. Los mejores hombres se consagraban a estos propósitos
y sus hazañas eran rectamente celebradas; y el mismo tipo de
hombres tiende a heredar con sus cualidades sus instintos. Pero
sus funciones se han hecho menos necesarias; en el caso del caza-
dor, tal vez totalmente inútiles.

La comparación es luminosa porque, en la cacería, vemos


cómo una empresa que en un nivel de vida primitivo fue
socialmente valiosa e incluso vitalmente necesaria, resulta
innegablemente superflua en una temprana y muv a menudo
alcanzada etapa de progreso económico. En esta etapa, la
práctica de la cacería como medio de vida se transforma,
acaso hnbitualmente por medio de un proceso gradual de
cambios, en un «deporte» económicamente inútil. Basados
en esta analogía, ¿podemos suponer una etapa de proqreso
social en la cual la práctica de la guerra en clara defensa
propia contra incontrolables fuerzas hostiles se transforme
de la misma manera en un militarismo socialmente inútil?
En esta comparación, el siniestro militarismo que empírica-
mente podemos diferenciar de las inocentes proezas del feliz
guerrero acaso pueda definirse como la práctica de la guerra
por amor a la guerra cuando la institución ha dejado a la vez
de ser y de considerarse una necesidad social.
En el capítulo que llaman «moderno» de la historia de
nuestro mundo occidental, hemos visto a la guerra colocada
en el mismo pie que la caza durante aquella «calma» del
siglo xvín en que la guerra sólo estuvo de moda como
«deporte de los reyes». El mal nombre de militarista, que
rebota en la armadura de un Corazón de León o de un
Bayardo, es la escaranela del diablo prendida en el tricornio
de un Carlos XII o de un Federico el Grande. Los reyes aue
practicaron su deporte en los campos de batalla occidentales
de aquella época fueron indiscutiblemente militares. Sin
embargo, a la luz de nuestra última experiencia, hay que
decir en favor de ellos que Federico y sus pares no fueron
los más perniciosos exponentes del militarismo que habría
de afligir a nuestra sociedad occidental. Federico, por ejem-
plo, jamás hubiese pensado en glorificar la guerra como
26 Arnold J. Toynbee
fue glorificada en un clásico fragmento debido a la pluma
de un militarista prusiano posterior: Hcllmuth von Moltke.

La paz perpetua es un sueño —y ni siquiera un hermoso sueño


— y la guerra es una parte integral (ein glied) del orden universal
de Dios (weltordnurrg). En la guerra entran en acción (ef21falten
sicb) las m;ís nebíes virtudes del hombre: valor y renunciamiento,
fidelidad al deber y una disposición al sacrificio que no se detiene
siquiera ante la ofrenda de la misma vida. Sin la guerra, el mundo
se hundiría en el materialismo.

En este extravagante panegírico de la guerra hay una nota


de pasión, de ansiedad y de rencor que está muy lejos del
caballeresco y filosófico escepticismo de Federico el
Grande. Tan profundo cambio de tono bien pudiera ser el
eco de similares profundos cambios de temperamento y
circunstancia sobrevenidos en el mundo occidental durante
el período, menor de cien años, transcurrido entre la muerte
de Federico en 1786 y el año en que von Moltke escribió
aquella carta a Bluntschli. Podemos observar dos cambios
de ese tipo y que tienen esa magnitud.
Por la época en que nuestro militarista prusiano del siglo
xix era un hombre viejo, la práctica dieciochesca de la
guerra como «deporte de los reyes» había, en efecto,
producido dos reacciones que eran no sólo diferentes, sino,
además, antitéticas. Ambas procedían del postulado popular
de que luchar por diversión era vergonzoso; pero mientras
una escuela de reformistas sostenía que un mal que se ha
convertido en deporte puede y debe a la vez abolirse, la otra
profesaba que el mal no podría tolerarse en tanto no hubiese
que sufrirlo por un motivo grave. De esta manera, cuando el
regio deporte del siglo xvín cayó en unánime descrédito, los
pacifistas decimonónicos se vieron enfrentados a los atre-
vidos militaristas del tipo de von Moltke, ciue eran bastante
más peligrosos que sus frivolos predecesores del siglo
anterior.
Esta querella entre las dos diferentes escuelas «pro-
gresistas» del siglo xix, sobre la reforma de un abuso
Guerra y civilización 27
del siglo XVIII, tuvo sin duda algo que ver en el tono
adoptado por von Moltke en el fragmento que citamos. Con
esa extravaganza, von Moltke desafía la desconfianza de los
pacifistas contemporáneos.
Cuando una institución deja de parecer necesaria, entonces se
buscan o inventan fantásticas razones para satisfacer el prejuicio
instintivo que las favorece y que ha sido creado por su larga
permanencia. Exactamente lo mismo acontece con el deporte de
la caza; usted encontrará su más minuciosa defensa en una lite-
ratura muy reciente, precisamente porque lo que5 ahora se recusa
fue dado por supuesto en un período anterior.
En este litigio entre los pacifistas que pretendían abolir el
«deporte de los reyes» y los militaristas que aspiraban a que
volviera a ser una seria empresa de los pueblos, ¿qué
propósitos pueden hacerse hoy? Difícilmente podríamos
dejar de formular una pregunta aue acaso contenga el
enigma de nuestro destino; pero los presagios, hasta donde
nos es posible leerlos, no son ahora tranauilizadores. En
nuestros propios días hemos visto adootadas las desafiantes
tesis de von Moltke como uno de los artículos fundamentales
de su credo por los profetas del fascismo y del nazismo, y
aceptadas con entusiasmo por las masas que esos profetas
lograron convertir en fe.
En dos ocasiones diferentes, el señor Mussolini definió la
fe militarista del fascista. En el discurso con motivo de la
terminación de las maniobras de 1934 del ejército italiano,
dijo: «Nos estamos convirtiendo —y apresuraremos este
proceso, porque tal es nuestro deseo— en una nación militar.
En una nación militarista, quiero agregar, pues nosotros no
tenemos miedo a las palabras. Para completar este retrato: en
una nación guerrera, es decir, dotada en el más alto grado de
las virtudes de obediencia, sacrificio v dedicación al país.» Y
en el artículo dedicado a la «doctrina del fascismo» en la
Enciclopedia Italiana, escribió: «Sólo la guerra lleva todas
las energías humanas a su más alta tensión e impone un sello
de nobleza a los pueblos que tienen la virtud de afrontarla.»
s
G. M. GATHORNE-HARDY, en la carta antes citada.
2S Arnold J. Toynbce
Esta llamada «heroica» actitud ante la vida recibida en
aquel momento con los brazos abiertos y adoptada con fatal
seriedad por millones de jóvenes. La razón de ello es
evidente. Estaban ávidos de virtudes del tipo de las
«virtudes militares», porque se les había racionado
cualquiera otra especie de alimento espiritual, como el hijo
pródigo que, ávido de alimento humano, «deseaba henchir
su vientre de las mondaduras que los puercos comían» °. Por
lo demás, sabemos cuál suele ser el alimento espiritual de
tales pródigos v cuándo comienza su hambre. Estos
novísimos adoradores occidentales de las «virtudes
militares» son los epísonos de generaciones que fueron
nutridas con «las virtudes cristianas»; v comenzaron a sentir
hambre de la tradicional moral cristiana, en aue se criaran
sus antecesores cuando, en el paso del siglo XVIII al xix, la
incredulidad de una minoría cultivada del mundo occidental
comenzó a contagiar a las masas menos viciadas.
La verdad es que el espíritu del hombre aborrece el vacío
espiritual; y si un ser humano, o una sociedad humana, tiene
el tráqico infortunio de perder la inspiración sublime que
hasta entonces lo animara, tarde o temprano querrá
apoderarse de cualquier otro alimento espiritual que pueda
encontrar —por grosero e insuficiente oue sea—. antes que
continuar sin sustento espiritual alguno. A la luz de esta
verdad, la reciente historia espiritual de nuestra sociedad
occidental podría sintetizarse —explicando a la vez la
glorificación de la guerra— en los siguientes términos:
Como consecuencia del declinar del papado hildebrandino,
aue fue la institución clave de la cristiandad occidental de la
Edad Media, nuestra p'ebs christiana occidental sufrió un
tan grave choque moral que la forma de vida cristiana, en
aue se criaran nuestros antepasados, perdió gran parte de su
imperio sobre nosotros; y al encontrarnos, al final de una
serie de calamidades y desilusiones, con nuestra casa
barrida y amueblada por un aufkl'árung intelectual, pero
deshabitada por el espíritu cristiano que antes se alojara en
4
[LUCAS XV. 16.]
Guerra y civilización

29

ella, nos volvimos hacia otros huéspedes que pudieran


reparar aquel agónico vacío espiritual. Nuestra cultura
occidental tenía tres fuentes, a saber: el proletariado interno
y el proletariado externo y la minoría dominante de la
sociedad helénica de la que nuestra sociedad occidental era
«filial»; y cuando el cristianismo, que era el legado religioso
del proletariado interno helénico, pareció fracasar para
nosotros, nos volvimos ávidamente hacia las religiones del
proletariado externo helénico y de la minoría dominante
griega. En realidad, estas dos religiones eran virtualmente la
misma: vanantes, ambas, del primitivo culto idolátrico de la
tribu o del estado; de consiguiente, el moderno apóstata
occidental del cristianismo, al buscar un nuevo dios
encuentra, en cualquiera de las dos direcciones a que podía
volver su mirada, el mismo ídolo que su adoración espera
encontrar. Maquiavelo consultando su Tito Livio; Rousseau,
su Plutarco; De Gobineau, su Sturlason; y Hitler, su Wag-ner,
fueron llevados por sus oráculos literarios o musicales a las
gradas del altar de la misma «abominación de la desolación»
7
: el estado totalitario provinciano. En este culto pagano de la
comunidad provinciana —así sea de inspiración griega,
gótica o escandinava— la veneración de las «virtudes
militares» es de práctica obligatoria y la glorificación de la
guerra artículo fundamental de fe. Y ahora podemos entender
por qué von Moltke declara, con una pasión indudablemente
sincera, que la «paz perpetua ni siquiera es un hermoso
sueño» y por qué condena la abolición de la guerra por el
temor evidentemente sincero, de que la realización del sueño
pacifista conduzca nuevamente a nuestro mundo neopa-gano
a una oquedad espiritual.
En realidad, tendríamos que admitir que von Moltke tiene
razón si también la tiene al suponer, implícitamente, que el
hombre occidental moderno está obligado a elegir entre dos,
y sólo dos, alternativas. Si realmente perdimos eJ poder o el
deseo de practicar las virtudes de Getsemaní, ciertamente es
mejor practicar las de Es-
T
[MATEO XXIV. 15.]
30 Arnold J. Toynbee
parta o las del Walhalla que no practicar ninguna. Y en una
ci-devant sociedad cristiana esta conclusión deja de ser
académica; pues von Moltke consiguió, al convertir nuestra
cláusula condicional en simple indicativo, que las masas lo
sigan; y sus discípulos de nuestra generación puedan alegar,
sin temor a ser contradichos, que tienen los mayores
batallones de su lado. El novísimo culto occidental de las
«virtudes militares» como los Diez Mandamientos de un
estado totalitario provinciano se está convirtiendo
rápidamente en la religión preponderante de la época; y esta
fe, por arcaicamente bárbara que sea, nunca podrá ser
superada por el espíritu mefistofélico de la negación total,
contra el cual constituye una protesta victoriosa. Las
sociedades tienden a adquirir las religiones, como los
gobiernos, que merecen; y si nos hemos hecho indignos de
nuestra progenitura cristiana, nos hemos condenado a
nosotros mismos a adorar la resucitada sombra de un Odín o
de un Ares. Es preferible tener esta fe bárbara a no tener
ninguna; de la muerte de un Leónidas y de un Olaf
Tryggvason el heroísmo inculcado por el militarismo
asciende a la cima de lo sublime; pero ésta no es la su-
blimidad de los santos, ni un heroísmo que pueda llevar a
otra cosa que no sea al suicidio. Testigo de ello, el sino de la
abortada Civilización Escandinava y de la detenida
Civilización Espartana. Y tal sería también el destino de
nuestra Civilización Occidental si von Moltke estuviese en
lo cierto en su implícito supuesto y en la consecuencia moral
que extrae de él. Queda por ver, si ese supuesto es correcto,
o si, por el contrario, el cristianismo, lejos de estar
descartado, tiene todavía poder para libertar el alma del
homo occidentalis de las garras de un odioso y destructor
paganismo, ofreciéndole, una vez más, una más alta y
positiva alternativa. ¿Puede levantarse de nuevo
Hildebrando en todo su poderío para curar las heridas
infligidas a las almas de su grey por los pecados de un
Rodrigo Borgia, de un Sinibaldo Fieschi? Es ésta la más
grave de todas las preguntas que nuestro mundo occidental
habrá de contestar en el siglo xx.
Guerra y civilización 31
Siguiendo la pista que nos ha suministrado von Moltke y
examinando el imperio que el culto de las «virtudes
militares» ha ido readquiriendo sobre las almas occidentales
en estos últimos tiempos, podemos cerciorarnos de que
hemos hecho algún progreso hacia la solución del problema
de si la institución de la guerra es en sí mismo un mal
intrínseco e irreparable. Hemos descubierto, en efecto, que el
problema había sido planteado erróneamente. Acaso la
verdad sea que ninguna cosa creada puede ser intrínseca e
irremediablemente mala, pues ninguna cosa creada es
incapaz de servir de vehículo a las virtudes que manan del
Creador. No por estar montadas en sangre y hierro dejan de
ser virtudes las «virtudes militares»; pero su valor reside en
las joyas mismas y no en su horrenda montura; y es negar la
experiencia el precipitarse a la conclusión de que el único
lugar en el cual haya esperanza de encontrar esas preciosas
cosas sea el matadero, donde por primera vez se
manifestaron ante los ojos humanos. El diamante escondido
en la arcilla no permanece en ella, sino que encuentra su
cabal montura en la corona de un rey; y la mina de
diamantes, una vez que ha entregado su tesoro, no es sino
una trampa mortal para el minero que no pueda apartarse de
la escena de su faena habitual y de su accidental hallazgo. Lo
que es verdad respecto a la escoria en que yacía sepulto el
diamante es verdad también respecto a la efímera institución
de la guerra en la que por un tiempo se vislumbra
oscuramente, bajo la máscara de las «virtudes militares», un
eterno principio de bondad que debería luego brillar
esplendorosamente en la perfecta paz física de la Ciudad de
Dios. Es la virtud divina —inmutable en sí misma, pero que
cambia siempre su morada temporal— la que derrama el
reflejo de su propia luz interior sobre cada una de sus suce-
sivas residencias; y cada una de éstas asume una negligente
fealdad tan pronto como el espíritu que temporalmente la
habita deja de iluminar sus tinieblas.
Difícilmente se halle acontecimiento o fenómeno acerca del cual
debamos tener siempre el mismo concepto, si rastreamos sus orí-
genes a través de las edades. Es decir, ningún mal fue original-
32 Arnold J. Toynbee

mente un mal, sino que llegó a serlo... Podrían citarse muchos...


ejemplos de cosas originalmente buenas, pero que sobrevivieron a
su objeto; y acaso pudiésemos incluir entre ellas la guerra. Como
teda cosa viva, la guerra nunca permanece estacionaria, sino que
está siempre en desarrollo. Los animales nunca guerrean, pero los
seres humanos lo hacen, y nuestros descendientes —los
«superhombres», como los llamaron Goethe y Nietzs-che—
dejarán de hacerlo... La [institución de la] guerra, cuya historia
conocemos, nació antiguamente; era joven y ahora es vieja. Pero,
de la misma manera que el amor de una doncella nos parece
encantador y el de una anciana repulsivo, otro tanto sucede con la
guerra: no podemos nosotros, ni debemos, juzgar conjuntamente dos
cosas que por su propia naturaleza y significado son totalmente
diferentes. No hay absolutamente nada en común entre el eterno
canto de odio de Aquiles y el himno de odio a Inglaterra de
Lissauer; y parejamente, hay la más profunda diferencia entre las
batallas en el valle del Eseamandro y las luchas entre el Mosa y el
Mosela.8

Si hemos persistido en el culto de la guerra cuando a la bondad,


que una vez encontró una genuina aunque inadecuada expresión en
las «virtudes militares», se le dio, en la vida cristiana, una esfera
incomparablemente más alta donde ejercitarse, entonces nos
hemos hecho culpables de esa idolatría de las instituciones
efímeras que es una de las formas de la némesis del poder creador.
Y nuestro pecado se agrava si, después de siglos gastados en
intentar la imposible empresa de servir a dos señores, poco tiempo
acá insistimos en defender lo más bajo y menospreciar lo más alto,
entregándonos a la vez al servicio de Odín y Ares y repudiando
incluso el mezquino servicio ofrecido a Cristo por nuestros ante-
cesores. Este último estado de paganismo es mucho peor que el
primero; pues la deliberada y consciente perversidad del
militarismo arcaizante de von Moltke y Musso-lini es tan diferente
de las candidamente arcaicas «virtudes militares» del caballero
Bayardo y del coronel Newcome como la oscuridad de la noche lo
es del esplendor de la aurora. La inocencia que el coronel heredó
del caballero nunca podrá ser recuperada en nuestro mundo
occidental por los herederos del cinismo de Federico
8
NICOLAT, G. F.: The Biology of War, págs. 420-21 de la tra-
ducción inglesa.
Guerra y civilización 33
y Napoleón. El propio autor sabía muy bien, al crear a
mediados del siglo xix el encantador personaje del coronel
Newcome, que la gracia y la tragedia de su criatura algo
debían al hecho de tratarse de un ser realmente anacrónico.
Los devotos que ven en Mussolini a Marte redivivo no serán
Newcomes ni Bayardos, sino robots y marcianos. Este
proceso de perversión, que es el fruto del mar Muerto de una
idolatría amadrinada con arcaísmo, es el reverso exacto de
aquel proceso de «eterealiza-ción» y de aquella transferencia
progresiva del campo de acción del macrocosmo al
microcosmo, en los que podemos hallar un criterio del
crecimiento. Este criterio nos dirá a priori, si es válido, que
la institución de la guerra no puede ser moralmente estática.
Admitiendo que esta horrenda institución ofreció ayer un
campo para el ejercicio de las «virtudes militares», podemos
estar seguros de que mañana el tipo de guerra «caballeresco»
se encontrará en un militarismo sin vestigio alguno de virtud
o de belleza o bien se transfigurará en una militia Christi en
la que la lucha física de un hombre contra otro se traducirá
en un combate espiritual de todos los hombres unidos en el
servicio de Dios contra los poderes del mal.
Si nuestra actual apostasía resulta ser sólo la convulsión
final de un paganismo in artículo mortis y si esta suprema
crisis de la larga lucha indecisa entre paganismo y
cristianismo concluye con la derrota total del paganismo,
podremos soñar con una era futura en la que la guerra física
habrá sido eliminada de nuestra vida y borrada de nuestra
memoria hasta que la misma palabra «guerra» no tenga
curso —como no lo tiene ya la palabra afín «sacrificio»—
excepto en un sentido que originalmente fue metafórico.
Cuando en esos días venideros los hombres hablen de
«guerra», se referirán a la guerra del espíritu; y, si algo
recuerdan de la guerra física que fuera el azote constante de
sus predecesores durante seis o siete mil años, pensarán en
ella como en uno de aquellos crueles ritos de iniciación a
que solía someterse a sí mismo el homo cateckumenus a fin
de abrirse camino hacia una Comunión de Santos en la que
Toynbec, 3
34 Arnold J. Toynbee

el teatro de la guerra ha sido desplazado de un campo de


batalla externo a otro interno. La lucha de esta perfecta
Respublica Chrhtiana ha sido pintada con una poética
riqueza de imaginería militar y descrita con la visión
profética de la santidad por uno de los ciudadanos que
proclamaran el advenimiento de las Civitas Dei con varios
cientos o miles de años de anticipación. San Pablo
entregaba su mensaje a los ciudadanos de las ciudades —
azotadas por la guerra— de un estado universal helénico, en
un período de la historia helénica en que el brillo de las
«virtudes militares» aún podía atraer y cautivar la mirada
por debajo del velo que el militarismo de un «tiempo de
angustias» había depositado; y el apóstol se apodera de
todas las nobles y gloriosas connotaciones de la guerra que
sobreviven todavía en el espíritu de sus conversos a fin de
hacerlos partícipes, mediante una serie de metáforas
militares, en la más etérea gloria y nobleza de la vida
cristiana.
No obstante movernos en la carne, no pelearnos por la carne (pues
las armas de nuestra lucha no son carnales, aunque gracias a Dios
sean suficientemente poderosas para derrocar las más fuertes
fortalezas): humillando las imaginaciones y todo lo que se levante
contra el conecimiento de Dios y cautivando todo pensamiento a la
obediencia de Cristo.
3. Esparta, el estado militar

Cuando concibió su utopía, Platón estaba inspirado por las


instituciones existentes en el estado-ciudad de Esparta: una
comunidad helénica que era la mayor entre las grandes
potencias del mundo helénico de los días de Platón. Si
consideramos los orígenes del sistema espartano vemos que
los espartanos se hallaban enfrentados a la necesidad de
realizar su tour de forcé y de equiparse a sí mismos para la
empresa con su «institución especial», porque, en una etapa
anterior de su desarrollo histórico, habían adoptado una
actitud especial. En determinado momento de su historia, los
espartanos se separaron del rumbo común de los estados-
ciudades de Grecia.
Los espartanos dieron una respuesta especial a la inci-
tación común que se les presentó a todas las comunidades
helénicas en el siglo VIII a. de C; cuando, como
consecuencia del curso inmediatamente anterior del de-
sarrollo social helénico, la extensión del área cultivada en la
Grecia peninsular y en el archipiélago por la Sociedad
Helénica comenzara a disminuir su rendimiento en tanto que
la población de la Hélade se multiplicaba rápidamente. La
solución «normal» que se encontró para

35
36 Arnold J. Toynbce
este problema común de la vida helénica en el siglo VIII fue
la de ampliar el área total cultivable en manos griegas
mediante el descubrimiento y la conquista de nuevos
territorios ultramarinos. En la galaxia de los nuevos
estados-ciudades helénicos que nacieron como resultado de
este movimiento general de expansión ultramarina hubo una
fundación, Tarento, que alegaba ser de origen espartano;
pero aun en el supuesto de que esta pretensión estuviese de
acuerdo con el hecho histórico, el caso de Tarento fue
único. Fue ésta la única ciudad griega ultramarina que
presumiese ser colonia espartana; y esta tradición tarentina
simplemente subraya la verdad de que, por lo común, los
espartanos aspiraron a resolver el problema general de la
población helénica en el siglo VIII a. de C, no de acuerdo
con las líneas usuales de la colonización ultramarina, sino a
su propio modo.
Cuando encontraron que incluso sus amplias y fértiles
tierras arables del valle del Eurotas eran demasiado es-
trechas para una población creciente, los espartanos no
volvieron sus ojos hacia el mar, como los calcidicenses,
corintios y megarenses. El mar no es visible desde la ciudad
de Esparta ni desde punto alguno de la llanura espartana y
ni siquiera desde las alturas que la rodean. La característica
dominante en el paisaje espartano es la empinada cadena de
montañas del Taigeto, que se yer-gue tan abruptamente en la
banda occidental de la llanura que parece casi
perpendicular, en tanto que su línea es tan recta y continua
que da la impresión de un muro. Este aspecto amurallado
del Taigeto atrae la mirada hacia Langadha: una garganta
que parte de la cordillera en ángulo recto como si el titánico
arquitecto de llanura y montaña hubiese dispuesto esa
visible ruptura —en una barrera que de otro modo habría
sido uniformemente infranqueable— para dotar a su pueblo
de una salida de escape. En el siglo VIII a. de C, cuando
comenzaron a sentir el acoso de la presión demográfica, los
espartanos levantaron sus miradas a las colinas y
contemplaron el Langadha, viendo su salvación en el paso a
través de las montañas, en tanto que los vecinos, bajo el
mismo acicate de la necesidad, veían la suya en la salida
Guerra v civilización 37
hacia el mar. En esta primera bifurcación de los caminos, la
avuda les vino a los espartanos del señor Apolo de Amiclea v
la señora Atenea de la Casa de Bronce. La Primera Guerra
Mesenoespartana (área 736-720 antes de Cristo),
contemporánea de las primeras colonizaciones helénicas en
las costas de Tracia y Sicilia, dejó a los espartanos
victoriosos en oosesión de más vastas tierras conauistadas en
la Hélade que las ganadas por los colonizadores de Calcis en
Lentini o por los propios famosos colonizadores espartanos
en Tarento. Pero el genio tutelar de Esparta, que la guiaba y
que «no permitió» que «fuese movida su planta» después de
alcanzado su objetivo en Mesenia, no la «oreservó» con ello
«de todo mal». Por el contrario, la sobrehumana —o in-
humana—rigidez de la subsecuente actitud de Esnarta, como
la mítica condena de la mujer de Lot, manifiestamente era un
castigo y no una bendición.
Las peculiares inquietudes de los espartanos comenzaron
tan pronto como la Primera Guerra Mesenoespartana
concluyó con la victoria de Esparta; pues conquistar a los
mesenios en la guerra era una tarea menos difícil para los
espartanos que la de dominarlos en tiempo de paz. Aquellos
mesenios derrotados no eran bárbaros tracios o sículos, sino
griegos de la misma cultura y las mismas pasiones que los
propios espartanos. Aquella primera guerra (área 736-720 a.
de C.) fue un juego de niños comparada con la Segunda
Guerra Mesenoespartana (área 650-620 a. de C), en la que
los avasallados mesenios, templados por la adversidad y
rebosantes de vergüenza e ira de verse sometidos a un
destino que ningún otro pueblo griego había tolerado, se
levantaron ahora en armas contra sus amos de Esparta,
luchando más dura y largamente en este segundo asalto para
recuperar su libertad que lo que lo hicieran en el primero
para preservarla. Su tardío heroísmo no pudo impedir,
finalmente, una segunda victoria espartana; y después de
esta guerra sin precedentes por su tenacidad y destrucción,
los vencedores trataron a los vencidos con una severidad
también sin precedentes. Sin embargo, en los vastos
designios de los dioses los insurgentes mesenios
38 Arnold J. Toynbee

se habían asegurado su venganza contra Esparta, en el


sentido en que Aníbal alcanzaría la suya contra Roma. La
Segunda Guerra Mesenoespartana cambió todo el ritmo de
la vida de Esparta y torció en su totalidad el curso de su
historia. Fue una de aquellas guerras en que el acero se
hinca en las almas de los supervivientes. Tan terrible fue
esta experiencia, que dejó la vida espartana
indisolublemente atada a la miseria y las cadenas y en un
callejón sin salida su desviada evolución. Y no siendo
capaces los espartanos de olvidar nunca lo que habían
pasado, jamás fueron capaces de reposarse ni, por lo tanto,
de salir por sí mismos de la impasse de su reacción de
posguerra.
Las relaciones de los espartanos con su entorno humano
de Mesenia pasaron por las mismas irónicas vicisitudes que
las relaciones de los esquimales con su entorno físico de la
zona ártica. En ambos casos, tenemos el espectáculo de una
comunidad que se aventura a aferrarse a un entorno que
intimida a los vecinos de la comunidad, a fin de extraer de
una empresa excesivamente formidable una recompensa
excepcionalmente rica. En la primera etapa, este acto de
audacia parece estar justificado por los resultados. Los
esquimales encuentran mejor caza en los hielos del Ártico
que la que podrían hallar sus menos aventureros primos
indios en las praderas de Norteamérica; los espartanos, en la
primera guerra contra Mesenia, ganan a sus parientes
griegos del otro lado de las montañas, tierras más ricas que
las que pudieran ganar más allá del mar a los bárbaros los
colonizadores contemporáneos de Calcis. Pero, en la etapa
siguiente, el original —e irrevocable— acto de audacia trae
consigo su ineludible castigo. El entorno conquistado hace
ahora cautivo a su audaz conquistador. Los esquimales se
tornan prisioneros del clima ártico y tienen que ajusfar la
vida a sus exigentes dictados hasta en el más pequeño
detalle. Los espartanos, después de conquistar a Mesenia en
la primera guerra a fin de vivir en ella, se ven obligados, en
la segunda guerra e incluso después, a consagrar sus vidas a
la tarca de conservar a Mesenia. Desde entonces y para
siempre, viven como
Guerra y civilización

39

los humildes y sumisos sirvientes de su propio dominio


sobre Mesenia.
Los espartanos se equipan a sí mismos para realizar su
tonr de forcé, adoptando instituciones ya existentes para
satisfacer nuevas necesidades.
La manera... como estas instituciones primitivas, que de otro
modo hubiesen desaparecido de todas las comunidades griegas ante
la naciente cultura (helénica), fueron empleadas como piedra angular
del organismo espartano, es algo que suscita en nosotros li más
profunda admiración.
En esta adaptación, nadie podría negarse a ver algo que es más
que el simple resultado de un desarrollo automático. La forma
metódica y deliberada con que se hizo que cada cosa condujese
hacia un objetivo único, nos obliga a ver aquí la intervención de
una mano conscientemente creadora... La existencia de un hombre,
o de diversos hombres trabajando en el mismo sentido, que reajusta
las primitivas instituciones en la agógé y en el kosmos, se impone
como una hipótesis necesaria.0

La tradición helénica atribuye a «Licurgo» no sólo la


reconstrucción de la Sociedad Lacedemonia después de la
Segunda Guerra Mesenoespartana —reconstrucción que hizo
de Esparta lo que fue y lo que siguió siendo hasta su colapso
— sino también todos los anteriores y menos anormales
acontecimientos de la historia social y política de Esparta.
Pero «Licurgo» era un dios; y los modernos letrados de
Occidente, en busca del autor humano del sistema
«licúrgeo», se inclinan a reconocer al personaje en Quilón,
éforo espartano que dejó reputación de sabio y que parece
haber ejercido su cargo alrededor del 550 a. de C. Acaso no
incurramos en muy grave error si consideramos el sistema
«licúrgeo» como la obra acumulada de una serie de
gobernantes espartanos que actuaran durante un lapso
aproximado de un siglo, a partir de la iniciación de la
Segunda Guerra Mesenoespartana.
El rasgo primordial del sistema espartano —el rasgo que
por igual explica la asombrosa eficiencia del sistema, su
fatal rigidez y su consecuente derrumbamiento— fue
6
NILSSON, M. P.: Die Grundlagen des Spartanischen Lcbcns,
en «Klio», vol. XII, pág. 308.
40 Arnold J. Toynbce
«su gran desprecio por la naturaleza humana». Virtual-
mente, la carga total de mantener el dominio de Esparta
sobre Mesenia fue impuesta a los libres hijos de los
espartiatas libres. Al mismo tiempo, dentro de la propia
ciudadanía espartana, el principio de igualdad no solamente
estaba bien establecido, sino que se le daba largos alcances.
Aunque no existiese una igualdad de riqueza, todo «par»
espartiata recibía del estado uno de los feudos o dotes de
igual magnitud —o de igual productividad— en que fuera
dividida la tierra arable de Mesenia después de la segunda
guerra; y cada uno de estos lotes, cultivados por mesenios
vinculados al suelo como siervos, estaba calculado para el
sostenimiento de un «par» espartiata y su familia, dentro de
un frugal nivel de vida «espartano» y sin que tuviese que
trabajar con sus propias manos. En consecuencia, todo
«par» espartiata, aunque pobre, se hallaba económicamente
en condiciones de dedicar todo su tiempo y energía al arte
de la guerra; y como el permanente y perpetuo
adiestramiento y servicio militar recaía exclusivamente
sobre cada uno de los «pares» espartiatas, por rico que
fuese, la restante desigualdad de riqueza no se reflejaba, en
Esparta, en ninguna diferencia fundamental, entre las
formas de vida del rico y el pobre.
En lo que respecta a la jerarquía hereditaria, parece que la
nobleza espartana no detentaba ningún privilegio negado a
los plebeyos, como no fuese la elegibilidad al Consejo de
Estado. Por lo demás, se hallaban absorbidos por la tropa de
los «pares» y, en particular, los trescientos caballeros de
Esparta no fueron otra cosa, bajo el sistema «licúrgeo» que
un club de nobles o una fuerza montada. Se habían
convertido en un corps ¿'élite de infantería pesada que se
reclutaba por méritos entre los «pares», quienes competían
afanosamente para ser admitidos. La más sorprendente
manifestación del espíritu igualitario del sistema «licúrgeo»
fue el estado legal a que redujo a los reyes. Aunque éstos
continuaban sucediéndose en el trono por derecho
hereditario, el único poder efectivo que retenían era el
comando mr-
Guerra y civilización 41
litar en servicio activo. Por lo demás, aparte de ciertos
deberes y privilegios ceremoniales menos importantes que
pintorescos, los reyes reinantes, así como todos los demás
miembros de las dos familias reales, tenían que someterse a
la misma rígida y perenne disciplina que los «pares»
ordinarios. Como presuntos herederos, recibían la misma
educación; y su sucesión al trono no les significaba exención
alguna.
Así, pues, dentro de la fraternidad de los «pares»
espartiatas, las diferencias de cuna y los privilegios here-
ditarios poco o nada contaban bajo el sistema «licúrgeo», y
aunque una de las calificaciones normales para la admisión a
aquella fraternidad fuera el haber nacido espartano libre,
ningún candidato habría soñado siquiera en decir —ni aun
entre los suyos y no hay para qué decir que en público— la
frase espartana equivalente al «Tenemos por padre a
Abraham»; pues la cuna no era en Esparta garantía de
promoción al codiciado aunque oneroso estado de «par». En
realidad, el ser espar-tiata de nacimiento, aunque se
reauiriese normalmente, no constituía un sine qua non. El
haber nacido espar-tiata simplemente condenaba al niño —si
no se libraba porque lo rechazaran por canijo en el momento
de nacer en cuyo caso se le dejaría morir al aire libre— a
sobrellevar la ordalía de una educación espartana, orda-lía
que apenas daba título al joven para aspirar a un puesto en la
fraternidad de los «pares» cuando tuviese edad para ello. En
última instancia, la manera como soportase el niño aquella
ordalía pedagógica contaba mucho más que su cuna. Hubo
espartiatas de nacimiento que no respondieron
adecuadamente a la prueba educacionista y a quienes por
ello se les negó eventualmente la admisión a la fraternidad
de los «pares», condenándolos al llanto y al crujir de dientes
en las tinieblas exteriores de la indeseable situación de
«inferiores». A la inversa, hubo casos —aunque fueron
evidentemente raros— en los que permitió a niños no
espartiatas someterse a la educación espartana; y si estos
«niños extranjeros» cumplían bien, adquirían tantos
derechos a ser elegidos «pares» como sus condiscípulos
espartanos.
42 Arnold J. Toynbcc

A tal grado ignoró el sistema espartano las pretensiones


de cuna y herencia; y el dios Licurgo fue todavía más allá
en su menosprecio de la «naturaleza humana». El
reformador social de Esparta no vaciló en intervenir incluso
en el matrimonio con objetivos eugenésicos y aspiró a hacer
cuanto pudiera por obtener la especie de material humano
que necesitaba mediante la crianza, mientras llegaba el
momento de la selección. La conscripción espartana era
universal para la clase que estaba sometida a ella —es decir,
para los espartiatas nacidos libres que no habían sido
expuestos después de nacer. Los espartanos sacaban a los
niños de sus hogares para llevarlos a la escuela a la edad de
siete años. Finalmente, los espartanos no sólo extendían la
conscripción y el entrenamiento a las niñas, sino que fueron
más lejos todavía, dando un tratamiento idéntico a ambos
sexos. Para las niñas espartanas, tanto como para los niños,
la conscripción era universal; y se las adiestraba no en
tareas especialmente femeninas ni separadamente de los
hombres. Se las adiestraba, como a los niños, en un sistema
de competencias atléticas; y las niñas, como los niños,
competían desnudas ante un público masculino.
En la crianza del material humano, el sistema espartano
perseguía simultáneamente dos objetivos diferentes. Se
proponía a la vez, cantidad y calidad. La primera se
aseguraba —en orooorción a la minúscula escala sobre la
cual estaba edificada la Sociedad Espartana— por presión
directa sobre el varón espartano adulto, tratando de influir
en su conducta mediante alicientes y castigos. El soltero
voluntario e inveterado era castigado por el estado e
insultado por sus menores por su vergonzosa falta de
espíritu público. Por otra parte, el padre de tres hijos era
exceptuado de la movilización y el padre de cuatro de toda
obligación para con el estado. Al mismo tiempo, la calidad
se aseguraba manteniendo, con un deliberado y definitivo
propósito eugenésico, ciertas costumbres sociales primitivas
que regían las relaciones sexuales y que parece eran
reliquias de un sistema de organización social a base de
grupos sexuales, anterior al sistema representado por el
matrimonio y la familia. Un
Guerra y civilización 43
marido espartiata ganaba la aprobación popular, en vez de
exponerse a la condenación pública, si se tomaba el trabajo
de mejorar la calidad de la progenie de su esposa,
arreglándoselas para que sus hijos fuesen concebidos por un
progenitor más varonil —o mejor animal humano— que él
mismo. Y parece que incluso la esposa espartiata podía
impunemente arreglar las cosas por su propia cuenta, si el
esposo no quería tomar la iniciativa de suministrarle un
reemplazante cuando probadamente se hallaba por debajo de
su tarea. El espíritu con que los espartanos practicaban la
eugenesia es descrito por Plutarco en un pasaje en el que
dice que el reformador social de Esparta

sólo veía vulgaridad y vanidad en las convenciones sexuales del


resto de la Humanidad, que cuida de suministrar a sus perras
y a sus yeguas los mejores sementales que pueda comprar o alqui-
lar, sin periuicio de encerrar a sus mujeres y mantenerlas bajo
custodia a fin de estar seguros de que sólo parirán hijos engen-
drados por sus maridos, como si éste fuese un sagrado derecho
del esposo, así sea éste débil de espíritu, senil o enfermizo. Este
prejuicio ignora las dos obvias verdades de que los malos padres
producen malos hijos y los buenos padres buenos hijos, y que los
primeros en sentir esta diferencia serán aquellos que posean les
hijos y tengan que criarlos.

Al educar a los niños espartanos que han sido criados de


esta manera con el último objeto de seleccionar a los
mejores de ellos para su incorporación a los «pares» y su
dotación con parcelas públicas, el sistema espartano se vale
nuevamente de las reliquias de un sistema de organización
social pre-familiar, en el que el niño que no necesita ya los
cuidados personales de la madre es educado, 'no en el
aprendizaje de la profesión de su padre en un ambiente
patriarcal, sino por sucesivas asociaciones en una serie de
«recuas humanas» en las que, a cada etapa, se junta con
otros niños de la tribu de su misma edad y sexo. La reforma
«licúrgca» acepta este sistema de «edad-clase» y al mismo
tiempo lo adapta a sus propios propósitos educacionales
introduciendo una división mixta en la que niños de todas las
edades eran reunidos en un solo grupo, de manera que los
mayores
44 Arnold J. Toynbee
pudiesen asistir en su adiestramiento a los más peaue-ños.
Estas «bandas» juveniles eran renroducción de y
preoaraciones para las «mesas» de adultos, que eran
asociaciones de «nares» pertenecientes a diferentes «clases
por edades», desde la más alta hasta la más baja, de las
cuarenta «clases anuales» —de los veintiuno a los sesenta
años inclusive— que se hallaban sometidas al servicio
militar. La culminación de los trece años de educación de un
mozo espartano en una «banda» era su candidatura, al
finalizar los veinte años, para entrar en una de las «mesas»,
que era la única vía de ingreso a la fraternidad de los
«pares». La entrada en una «mesa» sólo podía obtenerse por
votación v bastaba una «balota necra» para acarrear el
rechazo del candidato. Una vez elegido en esta forma, el
candidato victorioso entraba a ser miembro de la «mesa»
durante cuarenta años, a menos que dejase de pagar su
contribución, en vituallas y dinero, para el sostenimiento de
la mesa común o resultase convicto de un acto
imperdonable de cobardía en la guerra.
Los rasgos fundamentales del sistema esnartano eran:
sunervisión, selección y esnecialización: espíritu de com-
petencia; y el uso simultáneo del estímulo negativo del
castigo y el estímulo positivo de la recompensa. Y en la
fraternidad espartiata de los «pares» estos rasgos no estaban
limitados a la etapa educacional. Continuaban dominando la
vida del espartiata adulto como habían dominado su
infancia; y desde el momento en que, al cumplir los sicle
años, había sido apartado de su madre, estaría
continuamente sometido a la disciplina hasta que el
cumplimiento de su sexagésimo aniversario lo liberase del
servicio militar. El signo exterior y visible de esta disciplina
era la regulación que prescribía cincuenta y tres años de
«servicio bajo bandera»; pues el espartano que había sido
trasladado, siendo niño, del hogar de sus padres a una
«banda» juvenil carecía de libertad de vivir en un hogar
propio cuando había sido elegido para una «mesa» y había
sido dotado con un lote público y había cumplido con su
deber social de tomar una esposa en matrimonio. Los
«pares» espartía-
Guerra y civilización 45
tas estaban obligados a casarse, pero se les prohibía hacer
una «vida de hogar». El novio espartiata estaba obligado,
incluso, a pasar su noche de bodas en el cuartel: y aunque la
prohibición de pasar la noche en casa se hacía menos
rigurosa a medida que se avanzaba en edad, la prohibición
de comer en el hogar era absoluta y permanente.
Licurgo se cuidó de que los espartiatas no tuviesen la libertad de
tomar una comida preliminar en sus casas a tin de evitar que
estuviesen con el estomago lleno a la hora del rancho. Si un
espartiata demostraba entonces no tener apetite, era «reprendido»
por sus companeros de mesa como gioton uemasiaao delicado para
gustar de la comida común; y si se le comprooaba su taita era
multado. Jbamoso ejemplo de esto es el que nos oírece el rey Agís
al regresar de la guerra después de larga ausencia, al tinal de su
victoriosa guerra ue desgaste contra Atenas, ll rey quiso comer, tan
soio una vez, con su esposa y envió a la cantina uel cuartel por su
raneno; pero el Consejo del Ejército no permitió que le ruese
enviado y cuando, al día siguiente, se iníoimó del incidente a la
junta de éíoros, esta hizo pagar ai rey una multa.'"

Un sistema que desafía con tanta crueldad la «naturaleza


humana» no podía evidentemente imponerse sin alguna
abrumadora sanción externa; y en Esparta esta sanción era
aplicada por la opinión pública que sabía cómo castigar a los
infractores del código social espartano con escorpiones más
cruelmente mordiscantes que el látigo de ios éforos. Este
asunto es expuesto por un observador ateniense lL que
estudió el sistema espartano en su hora undécima 12, en
vísperas ya de su colapso.
Una de las notables realizaciones de Licurgo consistió en hacer
que en Esparta iuese prelerible morir de una noble muerte antes
que vivir en la deshonra. Ln realidad, la investigación revela que
los espartanos tienen en la guerra menos muertos que les ejércitos
que abren puertas al miedo y prefieren huir del campo de batalla;
de tal modo que, en la práctica, el valor se revela como un factor
más efectivo de supervivencia que la cobardía. Ll sendero del valor
es más fácil y agradable, más llano y más seguro... Y conviene que
no omita explicar en qué forma se aseguró Licurgo de que ese
sendero sena seguido siempre
10
PLUTARCO: Apophtbegmata Lacónica: Lycurgus, N.° 6.
11
JENOFONTE: Kespublica Lacedaemomorum, Lap. IX.
u
MATEO XX. 6 y 9. (N. del T.)
46 Arnold J. Toynbee

por sus espartanos. Se aseguró de ello, garantizando inevitable


felicidad para el valiente e inevitable desdicha para el cobarde. En
otras comunidades, el único castigo reservado a éste es el baldón
del epíteto. Por lo demás, se le deja libre de trabajar y divertirse
codeándose, si quiere, con hombres de valer. En Esparta, por el
contrario, todos se avergonzarían de tener por comensal a un co-
barde o de hacer de él su compañero en los juegos atléticos. Y
ocurrirá a menudo que cuando se hallen eligiendo los equipos para
los juegos, el cobarde se vea rechazado, y que se lo relegue en los
coros a las posiciones menos honorables, y que tenga que dar
precedencia a todo el mundo en la calle y en la mesa, y ceder el
paso a sus menores, y mantener la puerta cerrada a las mujeres de
su familia y soportar sus reproches por su falta de hombría, y
resignarse a no tener en su hogar ama de casa y a pagar por ello
una multa, y a no mostrarse nunca fuera de casa con la piel
aceitada, y a no hacer en realidad cosa alguna de las que hacen los
espartanos que no tienen mancilla en su reputación, so pena de
recibir castigos corporales de sus superiores. Por mi parte, no me
sorprende en modo alguno que en una comunidad en la que la
cobardía es señalada con tan terribles penalidades, la muerte sea
preferible a vida tan ignominiosa y a semejante deshonra.

Sin embargo, el solo castigo, por implacable que sea, nunca


hubiera podido crear el éthos espartano o inspirado el
sobrehumano heroísmo que ese éthos hace posible. La sanción que
hizo del espartano lo que fue, era tanto interna como externa; pues
aquellas almas implacables, cuya opinión pública hacía la vida
intolerable para cualquiera de sus miembros que fracasara en
mantener las normas generales de conducta, eran implacables en
tales casos simplemente por exigirse sinceramente a sí mismos
idéntico rigor de conducta. En el alma de cada auténtico «par»
espartiata, este «imperativo categórico» fue el motor esencial que
permitió actuar duramente más de doscientos años al sistema
«licúrgeo», en abierto desafío a la «naturaleza humana». Y su
esencia se nos revela en la sin duda imaginaria pero no menos
ilustrativa conversación que pone Herodoto en labios del padisha
aqueménida Jerjes y el exilado rey espartano Demaratos, qué
servía en la plana mayor de Jerjes cuando el ejército de éste
marchaba hacia las Termopilas desde los Dardanclos. Jerjes había
preguntado a Demaratos si debía esperar alguna resis-
Guerra y civilización 47
tencia; y Demaratos le había respondido que, cualquiera que
fuese la actitud de los demás griegos, podía garantizarle, con
respecto a sus propios conciudadanos de Esparta —aunque
personalmente no tuviese razón alguna para amarlos—, que
acudirían a la lucha sin tener para nada en cuenta la
disparidad de efectivos. Cuando Jerjes se negó a admitir la
idea de que tropas formadas por hombres libres, como lo
eran los espartanos ex hypothesi, quisieran someterse
voluntariamente a una ordalía a la que las propias tropas de
Jerjes sólo podían ser llevadas por el temor que les inspiraba
su jefe y por la fuerza del látigo, Demaratos replica que

aunque los espartanos sean libres, no lo son del todo. También


ellos sirven a un amo bajo la apariencia de la Ley, a la que temen más
intensamente que tus servidores a ti mismo. Lo demuestran
haciendo cuanto su amo les ordena, y las órdenes son siempre las
mismas: «En acción, está prohibido retirarse frente a las fuerzas
enemigas, cualquiera que sea su poderío. Las tropas deben
conservar su formación y vencer o morir.»

Tal fue el espíritu que inspiró las hazañas de los es-


partanos; y esas empresas estamparon el nombre de Esparta
con el significado que todavía conserva en toda la lengua
viva de nuestros días. Tan famosas son sus proezas que no
necesitamos repetir aquí historias familiares. ¿No está escrita
en el Libro Séptimo de Herodoto la historia de Leónidas y
de los Trescientos en las Termopilas? ¿Y no se relata en la
Vida de Licurgo, de Plutarco, la historia del niño y el zorro?
¿Y no encierran estas dos historias, entre sí, la totalidad del
tour de forcé de la adolescencia y la virilidad espartanas? Y
si no podemos apartar nuestros ojos de los espartanos —
como, sinceramente, no lo podemos— sin mirar primero
también al otro lado del escudo espartano, debemos recordar
sencillamente que los dos últimos años de la educación de
un niño espartano —los años cruciales de los que dependían,
más que cualesquiera otros, sus posibilidades de elección a
una «mesa»— se empleaban probablemente en el servicio
secreto, y que éste no era otra cosa que una «banda de
asesinos» ofi-
48 Arnold J. Toynbee

cial que patrullaba subrepticiamente el territorio de La-


conia, ocultándose de día y acechando en la noche por todas
partes como un auténtico negotium perambulans in tenebris
13
, con el objeto de eliminar a todo ilota que hubiese
mostrado síntomas de insubordinación o acaso simples
vestigios de carácter y de ingenio. Si Esparta demanda, y a
su debido tiempo exige, el viril heroísmo de un Leónidas y
de sus Trescientos con el fin de cubrir el nombre espartano
de incomparable gloria militar, también demanda —y no
deja de exigir— la criminalidad juvenil de su servicio
secreto con el objeto de que la reducida minoría de «pares»
pueda mantener sus pies sobre los cuellos de una
abrumadora mayoría numérica de «inferiores»,
«dependientes», «miembros nuevos» y «siervos» que se
regocijaría, si tuviese la oportunidad, de «comerse vivo» al
puñado de amos. Si bajo el sistema «licúrgeo» los
espartanos se elevan hasta algunas de las más sublimes
cimas de la conducta humana, también se sumergen en
algunos de sus más tenebrosos abismos.
En el sistema «licúrgeo», todo aspecto —material o
espiritual, malo o bueno— se hallaba dirigido hacia un
objetivo único; y este objetivo definido se alcanzó ca-
balmente. Bajo el sistema «licúrgeo», la infantería pesada de
Lacedemonia fue la mejor infantería pesada del mundo
helénico. Muy superior a cualesquiera otras tropas helénicas
de la misma arma. Por cerca de dos siglos, los ejércitos de
las otras potencias helénicas temieron enfrentarse al ejército
lacedemonio en batalla campal. En disciplina y también en
morale los lacedemonios fueron inimitables. Pero
precisamente por esto en la Esparta «licúrgea» no había
cabida para otro género de profesionalismo.
El genio unilateral de la agógc «licúrgea» salta a la vista
de quienquiera visite en nuestros días el Museo de Esparta.
Pues este museo es totalmente distinto a cualquier otra
colección moderna de obras de arte helénicas, así se hallen
en Grecia o en otros países. En esas
a
Jeremías XLIX. 9; Abdías 5. (N. del T.)
Guerra y civilización 49
colecciones, el visitante busca, encuentra y se sacia con las
obras de la «Edad Clásica», que coinciden aproximadamente
con los siglos v y iv a. de C. En el Museo de Esparta, en
cambio, ese arte helénico «clásico» brilla por su ausencia. La
mirada del visitante queda aquí cautiva, en primer término, y
fascinada por las obras «pre-clásicas»: delicadas tallas en
marfil y asombrosa alfarería policromada, obra de artistas
que tenían, a la par, el don de la línea y del color. No
obstante ser fragmentarias, estas reliquias del arte primitivo
espartano ostentan inequívocas huellas de originalidad e in-
dividualidad; y el visitante que las descubre allí por primera
vez, busca anhelosamente sus secuelas —sólo que busca en
vano, ya que este temprano florecimiento del arte de Esparta
sigue siendo una promesa sin cosecha. En el lugar que
debiera hallarse ocupado por los monumentos que nos dieran
la versión espartana del arte «clásico», hay un gran vacío; y
el Museo de Esparta apenas si contiene algo más que un
sobrante de obras de escultura menor, sin inspiración, hechas
sobre modelo, que datan del último período helenístico y del
primer gran período Imperial. Entre estas dos series de obras,
hay una gran laguna cronológica en el Museo de Esparta;
laguna que explican las mismas fechas. La fecha en que
aparece el arte primitivo espartano corresponde
aproximadamente a la de la magistratura de Quilón, a
mediados del siglo vi a. de C. La casi igualmente abrupta
reaparición de la «producción artística» en el período de
decadencia es posterior a 189-8 a. de C, fecha en la que es
sabido se abolió en Esparta el sistema de «Licurgo» por la
política premeditada de un conquistador extranjero después
de que se incorporó por la fuerza a Esparta a la Liga Aquea.
El arte era imposible en Esparta mientras la vida espartana
estuviese limitada, por el férreo sistema, al único carril del
militarismo.
La parálisis que desciende, con la agógé, sobre el arte
pictórico y glíptico de Esparta, fue igualmente fatal para la
música, en la que habían dado también los espartanos
precoces promesas. Las autoridades habían
Toynbee, 4
50 Arnold J. Toynbee
desalentado a sus ciudadanos de cultivar un arte que, no
obstante ello, se halla tan próximo al soldado que en nuestro
moderno mundo occidental se le considera como la mejor
preparación para el adiestramiento militar. A los espartanos
se les prohibió concurrir a los grandes juegos atléticos
panhelénicos, so pretexto de que el profesionalismo en la
carrera, el salto y el levantamiento de pesas era una cosa y
el profesionalismo en el manejo de la lanza y el escudo y la
realización de evoluciones en el campo de maniobras algo
totalmente diferente y del cual no deberían distraerse el
corazón ni el espíritu del espartiata por razón alguna.
Así, pues, Esparta pagó el castigo por haber tomado su
propia, terca y aventurada carrera en aquella bifurcación de
caminos que fue el siglo VIII a. de C, condenándose a sí
misma a permanecer inmutable en el siglo vi —presentando
armas como un soldado en revista—, en el momento mismo
en que los demás griegos se ponían nuevamente en marcha
hacia adelante en uno de los más memorables movimientos
de todo el curso de la historia helénica.
Necesitamos hacer un esfuerzo de imaginación para
recordar que la fraternidad de los «pares» espartiatas fue la
primera democracia helénica, y que la redistribución de las
tierras arables de Mesenia entre los miembros de aquel
demos espartiata en lotes iguales se convirtió en el santo y
seña de la revolución que convulsionara a Atenas en la
generación subsiguiente. En Esparta, el movimiento que se
había autodeclarado precoz en la reforma «licúrgea» estaba
condenado a interrumpirse prematuramente en una etapa
rudimentaria porque el sistema «licúrgeo» cambió la faz de
la vida espartana, sólo para petrificarla para siempre. No fue
en Esparta, ni en respuesta a la peculiar incitación propuesta
a los espartanos con la Segunda Guerra Mesenoesparta-na,
donde las nuevas tendencias de la vida helénica estaban
destinadas a expresarse en nuevos actos de creación. La
obra creadora del siglo vi a. de C. fue suscitada por una
incitación de otra especie; y esta incitación fue presentada
en primera instancia a aquellas comuni-
Guerra y civilización 51
dades helénicas que habían respondido a la previa incitación
del siglo VIII, no conquistando, a la manera de Esparta, la
casa de su vecino en la Hélade, sino colonizando en ultramar
como lo hicieran calcidicenses y me-garenses.
El problema maltusiano, después de ser solucionado —o
archivado— por el sistema de colonización y por un período
de casi dos siglos, surgió de nuevo, y esta vez más
agudamente que antes, por la detención simultánea de la
expansión territorial del mundo helénico en todas las
regiones. La expansión helénica hacia Oriente fue contenida
en el siglo vi a. de C. por la aparición de nuevas grandes
potencias: los saítas en Egipto y los lidios en Anatolia, y el
mucho más poderoso Imperio Aqueménida que dominó
primero y absorbió luego a los otros dos. Durante ese mismo
siglo, la expansión helénica fue detenida en el Mediterráneo
occidental por la unión de las colonias levantinas rivales —
fenicios y etruscos— que descubrían ahora en la cooperación
política un contrapeso para su inferioridad en vitalidad y
número con respecto a los griegos. Al mismo tiempo, los
bárbaros indígenas de Occidente comenzaban a aprender a
defender lo suyo de los intrusos levantinos, empleando
contra éstos sus propias armas. De estas diferentes maneras,
la expansión helénica fue interrumpida en todas partes; y esta
incitación estimuló a los helenos para resolver su recurrente
problema social reemplazando el simple crecimiento
extensivo que ya no les era posible, por un crecimiento
intensivo, de más alto orden social, que todavía se hallaba a
su alcance. Pasaron del «cultivo para la subsistencia» al
«cultivo comercial» y a la manufactura; de un régimen de
autosuficiencia local a un régimen de comercio internacional;
de una economía natural a una economía monetaria; y de una
política basada en el nacimiento a una política basada en la
propiedad. La iniciativa en dar esta victoriosa respuesta fue
tomada por Atenas: un «caballo tapado» que no había
tomado parte en el movimiento inicial de colonización
ultramarina, pero que se había
52 Arnold J. Toynbee

abstenido, al mismo tiempo, de seguir a Esparta por su


callejón sin salida mesénico.
Sólo hay que mencionar la naturaleza de la respuesta
ateniense para establecer el contraste entre el progreso
helénico bajo la jefatura de Atenas y la inmovilidad
antihelénica de Esparta; este contraste se halla
adecuadamente simbolizado en la diferencia existente entre
el cuño monetario del Ática y el de Esparta. La reciente
invención de la moneda acuñada se había abierto camino en
Esparta antes de que el sistema «licúr-geo» se impusiese
rígidamente; e incluso posteriormente continuó
desempeñando un papel no despreciable en la vida interna
de la fraternidad de los «pares» espartiatas, ya que la
contribución del «par» a su «mesa» —que tenía que ser
pagada so pena de perder el título— era pagadera tanto en
moneda como en especies. Sin embargo, aunque los
reformadores espartanos del siglo vi no pudiesen, o no
quisiesen, suprimir totalmente la moneda en Laconia,
lograron adaptarla, como lo hicieran con todas las demás
instituciones que encontraran vigentes, a sus propios fines.
Permitieron a sus conciudadanos retener una moneda-
símbolo de hierro que era demasiado pesada y voluminosa
para el uso ordinario y que había sido tratada químicamente
de tal manera que resultara demasiado pobre en calidad para
tener ningún valor comercial intrínseco, ni siquiera como
volumen. De esta manera, Laconia quedó excluida del
conjunto de las relaciones financieras, exactamente como si
en realidad no hubiese tenido moneda alguna, con sólo
darle un cuño que no tenía curso más allá de sus fronteras.
Entre tanto, «los buhos de Atenas» se convirtieron en la
moneda corriente de todo el mundo mediterráneo, y el
ocasional arribo de una bandada de estas aves migratorias a
la propia Esparta creó mayor consternación aun entre las
autoridades espartanas que la importación de un
instrumento musical con más de siete cuerdas. El propio
espartano Gilipo, que acaso hiciera más que ningún otro
hombre por derrotar a Atenas en la Gran Guerra de 431-404
a. de C, frustrando el intento de Atenas de conquistar la
Sicilia, fue
Guerra y civilización 53
obligado a partir al exilio al día siguiente de la paz por haber
informado su criado que había «una bandada de buhos en el
tejar».
De este modo, el sistema «licúrgeo», establecido por los
espartanos con el objeto de defender su imperio sobre los
ilotas, tuvo el efecto de colorarlos a la defensiva contra todo
el mundo helénico por añadidura. Y lo más irónico en la
situación de Esparta era el hecho de que, habiendo
sacrificado todo lo que hace a la vida digna de ser vivida con
el único propósito de forjar un instrumento militar
irresistible, se encontró con que no podía aventurarse a hacer
uso de un poder tan caramente pagado porque su equilibrio
era, bajo el sistema «licúrgeo», tan exacto y su tensión social
tan alta, que el más ligero quebrantamiento del statu quo
podía tener desastrosas repercusiones; y este desastre tanto
podía producirse por una victoria que incrementase la de-
manda permanente de material humano, como por una
derrota que abriese el camino a la invasión de los territorios
centrales de Esparta. En el terreno de los hechos, la fatal
victoria de 404 a. de C. y la consecuente fatal derrota del año
371 trajo a su hora el desastre que los espartanos no habían
cesado de temer desde que lograron convertirse en la más
formidable potencia militar de su mundo. No obstante ello,
los gobernantes espartanos lograron posponer el calamitoso
día por cerca de dos siglos, a partir de la consumación de las
reformas «licúrgeas», negándose a aceptar para Esparta la
grandeza que las circunstancias trataban incesantemente de
imponerle.
En este estado de ánimo, los espartanos esquivaban, una y
otra vez, la incitación a asumir la jefatura de la Hélade que
les presentaba el peligro aqueménida. Se abstuvieron de
enviar ayuda a los griegos insurgentes de Anatolia en 499 a.
de C; llegaron demasiado tarde a la batalla de Maratón en
490; y después de cubrirse de gloria, a regañadientes, en las
Termopilas y en Platea, renunciaron al alto mando de las
fuerzas de liberación en 479-8. Antes que incurrir en los
riesgos que la grandeza significaba para Esparta,
deliberadamente per-
54 Arnold J. Toynbce

mitieron que su propia repudiada grandeza yaciese aban-


donada y se la apropiase Atenas; y, sin embargo, ni siquiera
a tan duro precio, fueron capaces finalmente de eludir su
trágico destino. Pues la gran negativa de Esparta a aceptar la
incitación de 499-479 a. de C. sólo compró para Esparta, y
no podía ser de otra manera, una breve inmunidad ante su
peculiar dilema. Al preferir, a todo evento, el mal menos
inmediato de dar su oportunidad a los atenienses, los
espartanos abrían la puerta a una amenaza para las
libertades helénicas que podría presentarse ahora bajo la
forma de un peligro ateniense; y esta vez se encontraron los
espartanos enfrentados a una incitación que les era
imposible ignorar. En opinión de Tucídides, «la causa
fundamental de la guerra atenopeloponense fue el temor que
inspiraba a los lacedemonios la ascensión de Atenas a la
grandeza; y este temor les obligó a tomar las armas», bajo la
amenaza de ver disuelto el «cordón sanitario» de su alianza
peloponésica y a sus enemigos atenienses del otro lado del
istmo unir sus manos, para ruina suva, con sus enemigos
mesénicos dentro de sus propias puertas.
Finalmente, en 431 a. de C, la diplomacia corintia losró
obligar a los gobernantes espartanos a asumir la jefatura de
la Hélade; y en la Gran Guerra de 431-404 la máquina
militar esoartana —puesta por primera vez a toda prueba—
realizó todo cuanto sus creadores se habían propuesto y todo
lo que los vecinos de Esparta esperaban o temían. La
pesadilla que significaba para los espartanos una unión
sacrée entre Atenas y los ilotas no se hizo realidad, ni
siquiera cuando el estratego ateniense Demóstcnes realizó la
brillante empresa de establecer una fortaleza en Pilos, sobre
la costa mesenia de Laconia, en 425 a. de C. Por otra parte,
la expedición terrestre del comandante espartano Brasidas a
la costa tracia y el quebranto sufrido por el poderío naval de
Atenas en la expedición de Nirias a Sicilia abrieron paso a la
pesadilla que para los atenienses constituía la posibilidad de
que los peloponcnses lograran concertarse con los vasallos
helénicos de Atenas del otro lado
Guerra y civilización 55
del Egeo y pudiesen dominar a Atenas en su propio elemento
con una flota tripulada por marineros jónicos financiada por
el oro aqueménida. Cuando, en 404 antes de Cristo, llegó a
término esta primera etapa de la atrición que a sí misma se
impusiera la Sociedad Helénica, fue Atenas y no Esparta la
que yacía postrada. Sin embargo, la profecía del rey
espartano Agis —proferida en el momento en que se
echaban los dados— de que «ese día» demostraría «ser el
comienzo de los grandes males de la Hélade», resultó
verdadera respecto a los vencedores no menos que a los
vencidos; pues la grandeza que ahora, tardía e
involuntariamente, recuperaba Esparta de su postrada rival,
resultaría ser una verdadera túnica de Neso.
La victoriosa guerra de 431-404 a. de C. colocó a los
esoartanos ante un peculiar predicamento. Un pueblo
adiestrado cabal pero exclusivamente para el contacto bélico
con sus vecinos, se encontró obligado de repente y como
consecuencia de una guerra determinada, a entrar en
relaciones no militares para las cuales no sólo no estaba
preparado, sino que era positivamente incapaz por razón de
sus propias peculiares instituciones, costumbres y éthos.
Estas peculiaridades que los espartanos desarrollaran con el
fin de solucionar un problema previo y que les dieran una
fuerza sobrehumana dentro de los límites del estrecho
entorno al que previamente ajustaran sus directivas, se
vengaban ahora de este pueblo peculiar haciéndolo
inhumana o infrahumanamente incapaz de vivir en el más
ancho mundo al que eventualmente lo llevara la fortuna de la
guerra. La rigurosa exactitud de su adaptación a su propio
entorno hacía que cualquier readaptación a un entorno nuevo
resultara vir-tualmente imposible; y las mismas cualidades
que habían sido el secreto de sus triunfos en una situación
dada se convertían en sus peores enemigos al encontrarse en
otra distinta. Los espartanos comenzaron a sufrir cuando, a
consecuencia de una victoria militar, tuvieron que tomar
sobre sus hombros las responsabilidades imperiales de
Atenas en vez de limitarse simplemente a tener en jaque el
poderío naval y militar de Atenas.
56 Arnold J. Toynbce
El contraste que ofrecía el espartano en su patria y el
espartano fuera de ella fue proverbial en la Hélade, pues en
tanto que en su propia tierra superaba espontáneamente los
ordinarios niveles helénicos de disciplina y desinterés
personal, tan pronto como se encontraba fuera de su
elemento caía por debajo de ellos en no menor medida. La
espectacular desmoralización del regente espartano
Pausanias, cuando las circunstancias lo colocaron al mando
de las fuerzas panhelénícas en territorio aqueménida, fue
una terrible advertencia que pesó mucho en la decisión
tomada por el gobierno espartano de abdicar la jefatura de la
Hélade en 479-8 antes de Cristo. Y esta decisión vino casi a
justificarse retrospectivamente cuando, en una segunda y
decisiva etapa de la Gran Guerra de 431-404 a. de C, se vio
obligada Esparta a enviar al exterior docenas de Pausanias.
«Hemos hecho aquellas cosas que no hubiéramos debido
hacer y hemos deiado de hacer aquellas otras que hu-
biéramos debido hacer, y no hay salvación para nosotros»,
pudo ser la reflexión que se impusiera, al día siguiente de
Leuctra, al espíritu de un gobernante espartano como el rey
Agesilao, que tenía suficiente edad para recordar el anden
régtmé.
En aquel año de 371 a. de C, la mayoría de los «pares»
espartiatas se hallaban prestando servicio de guarnición,
fuera de las fronteras de Laconia, en los otros estados
helénicos que antiguamente fueran aliados voluntarios de
Esparta, pero cuya fidelidad sólo podía ya obtenerse
mediante la fuerza militar; y la flor y nata de estos «pares»
había sido aligerada de sus deberes militares a fin de que
ocupasen puestos políticos y administrativos en los que se
estaban haciende tan notorios, en pequeña escala, como el
propio Pausanias, por su espartana falta de tacto, su
despotismo y su corrupción. Hasta el respetable título de
«moderadores» que se daba a estos ordenancistas del
servicio exterior espartano llegó a hacerse odioso a los
oídos helénicos. Estos mismos «pares» espartiatas que
estaban haciendo el nombre de Esparta tan hediondo como
pez fuera del agua, sin duda alguna hubiesen manifestado
las tradi-
Guerra y civilización

57

cionales virtudes espartanas si al Hado les hubiese permitido


realizar las esperanzas en que crecieran, dejándoles vivir su
vida de soldados en los bancos del Eurotas hasta tanto fuera
movilizado el ejército lacedemonio para la campaña de
Leuctra. Infortunadamente para su propia reputación y para
la de su país, todos estos hombres se hallaban ausentes en
aquella grave hora, y en el contingente lacedemonio del
ejército al mando del rey Cleombroto, que fuera tan
memorablemente derrotado por los tebanos en Leuctra en
371 antes de Cristo, sólo había 400 espartiatas en acción,
aparte de los 300 «caballeros» que formaban siempre la
guardia personal del rey espartano en servicio activo. Estas
cifras parecen indicar que en la infantería de línea lace-
demonia, en aquella ocasión crítica, sólo un hombre de cada
diez era espartiata, en vez de cuatro espartiatas por cada diez
lacedemonios, que era la cuota regular. Si la cuota espartiata
no hubiese sido rebajada de esta manera en Leuctra a una
cuarta parte de su poderío normal, podríamos dudar de que
todo el valor de la infantería tebana y el genio táctico de su
conductor, Epa-minondas —que sabía cómo obtener el
mayor resultado del poder combativo de sus tropas—, fuesen
canaces de realizar la histórica proeza de romper la tradición
de invencibilidad de los lacedemonios que se había man-
tenido intacta, hasta aquella fecha, por no menos de dos
siglos y medio.
Por otra parte, la victoria de Esparta sobre Atenas en la
Gran Guerra de 431-404 a. de C., arruinó a Esparta en otras
y más sutiles formas, aparte de obligarla a relevar a sus
«pares» del servicio militar, del que no se les podía
dispensar impunemente, para encargarlos de deberes no
militares que no podían ejercer sin tropiezos. La arruinó, por
ejemplo, exponiéndola tardía, y por ende desastrosamente, a
los efectos socialmente subversivos de una economía
monetaria, de la que por tan largo tiempo se resguardara
artificialmente a su pueblo. «La fecha en la cual fue atacada
por primera vez Lace-demonia por la decadencia social y la
corrupción coincide prácticamente con el momento en que
destruyó el Impe-
58 Arnold J. Toynbee
rio Ateniense y se hartó de metales preciosos» M. Y la
introducción de una economía monetaria trajo consigo una
revolución igualmente subversiva en la actitud espartana
ante la propiedad personal. El conservatismo espartano no
podía, desde luego, llegar por sí mismo hasta el extremo de
permitir que los bienes raíces fuesen comprados y vendidos
en el mercado; pero en alguna fecba desconocida del siglo
iv a. de C. la Asamblea de Esparta convirtió en ley «un
proyecto que autorizaba al tenedor de una propiedad
familiar o de un lote a transmitirlo en vida o legarla por
testamento a cualquier persona que escogiese» 15. El efecto
que tuviera este acto legislativo, al reducir el número de los
«pares» espartiatas, debió ser mucho mayor que el
producido por las pérdidas de vidas, relativamente
pequeñas, sufridas por Esparta en Leuctra, y posiblemente
tan grande como el que tuvo la pérdida de Mesenia, que fue
el castigo político que correspondió a su derrota militar.
Cuando Aristóteles escribía su Política, esta infortunada ley
estaba produciendo ya notorios resultados desfavorables. En
la época del rey Agis, el Mártir, que ascendió al trono en los
primeros años de la segunda mitad del siglo ni a. de C,
«sobrevivían no más de 700 espartiatas y de éstos acaso
solamente eran 100 los que poseían tierras y lotes, en tanto
que los restantes sólo formaban una muchedumbre
menesterosa y privada de derechos políticos» 10.
Otro notable fenómeno social de la decadencia espartana
fue «el monstruoso regimiento de mujeres». Como la mala
distribución de la propiedad, esta mala distribución de
influencia y autoridad entre los dos sexos era notoria ya en
Esparta en la época de Aristóteles; y en la leyenda de los
Reyes Redentores, Agis y Cleóme-nes, que reinaron en
Esparta un siglo después, el papel reservado a las nobles
mujeres que inspiran, estimulan, consuelan y deploran a los
héroes es tan prominente como en el Nuevo Testamento.
Esta leyenda sugiere
11
PLUTARCO: Vida de Agis, Cap. V. " Ib.,
ibid. " Ib., ibid.
Guerra y civilización 59
que, a despecho de lo que escribiera Aristóteles sobre la
conducta de las mujeres espartanas durante la invasión del
valle del Eurotas que comandara Epaminondas en el invierno
de 370-369 a. de C, fue realmente por razón de sus virtudes
que, en la época de la decadencia espartana, establecieron las
mujeres su ascendiente moral sobre sus maridos y sus hijos;
y, si esto es verdad, alguna luz arroja sobre el fracaso del
sistema «licúrgeo». Pues aun cuando el sistema había sido
aplicado por igual a las mujeres y a los hombres, las
doncellas y las mujeres casadas de Esparta no habían sido
sometidas a su presión en el mismo grado que sus hermanos
y sus esposos; y si no nos equivocamos en nuestra creencia
de que la quiebra moral de la virilidad espartana fue el
castigo a una rigidez moral producida por la excesiva
severidad del carácter «licúrgeo», podremos conjeturar
entonces que fue la relativa inmunidad de la muier ante
aciuel rigor antinatural lo que le dejó la elasticidad moral
necesaria para plegarse y distenderse como reacción contra
una ordalía que había quebrantado completamente el espíritu
de los hombres espartanos.
El epitafio del sistema «licúrgeo» fue escrito por Aris-
tóteles en forma de una proposición general:
Los pueblos no deben prepararse a sí mismos en el arte de la
guerra con la mira nuesta en avasallar vecinos que no merecen ser
sojuzgados... El designio fundamental de todo sistema social debe
ser aiustar las instituciones militares, como todas las demás
instituciones, con la vista puesta en las circunstancias del tiempo de
paz, cuando el soldado se baila fuera de servicio; v esta proposición
se desprende de los hechos de experiencia. Pues les estados
militaristas sólo pueden sobrevivir mientras permanezcan en guerra,
en tanto ciuc se arruinan tan pronto como han terminado sus
conquistas. La paz hace que su metal pierda su temple: v el error
reside en un sistema social oue no enseña a sus soldados lo oue
hayan de hacer con sus vidas cuando se hallen fuera de servicio.

De modo, pues, que el sistema «licúrgeo», en última


instancia e inevitalVemente, se destruyó a sí mismo; no
obstante, aun suicidándose, le costó morir. Aunque su
creación se debiera al objetivo preciso de capacitar a Esparta
para mantener su dominio sobre Mesenia, en
60 Arnold J. Toynbec
realidad la agógé «licúrgea» continuó practicándose en
Esparta, por simple conservatismo, por cerca de dos siglos
después de que se perdiera Mesenia irreparablemente. Y, a
pesar de que el rey Cleómenes, el Mártir, reemplazara
tardíamente los 4.000 lotes espartiatas perdidos en Mesenia,
redistribuyendo el territorio que le quedara a Esparta al
oriente de Taigeto, en el valle del Eurotas, en nuevos lotes
de igual número, el revolucionario regio no aprovechó esta
oportunidad para liberar a su país del antiguo anatema del
ilotismo. Puesto que, en números redondos, los 700
espartiatas supervivientes sólo podían ocupar el 20 por 100
de los cuatro mil lotes en que se habían dividido las
propiedades de los c'en «pares» espartiatas sobrevivientes,
es presumible que Cleómenes concediera los derechos
políticos de Esparta a más tres mil ilotas y periecos a fin de
completar el número de su nueva ciudadanía esoartana;
pero éstos eran solamente una minoría de los ilotas
supervivientes, pues Cleómenes libertó a más de seis mil de
ellos, a tanto la cabeza en dinero contante, y enroló a dos
mil de estos libertos en su ejército, en vísperas de la batalla
de Se-lasia, cuando su adversario macedonio, Antígono
Doson, había llegado a Tegea. Y cuando los romanos
invadieron Laconia en 195 a. de C. todavía encontraron allí
ilotas que vivían en su tradicional estado.
La más notable empresa de esa «resistencia a morir»
esoartana fue el intento de los mártires reales, Agis y
Cleómenes, de revestir con carne nueva los secos huesos 1T
del sistema «licúrgeo», de insuflar el soplo de una vida
nueva en el cadáver, siglo y medio después de que la gran
victoria de Esparta sobre Atenas sellara el destino de ese
sistema. En este último y desesperado tour de forcé, la
remisa rueda de la vida espartana se hizo girar, en un
supremo esfuerzo de conservación, hacia atrás en tal grado
que en realidad cumplió una revolución; y este violento
movimiento final rompió el mecanismo desde hacía largo
tiempo dislocado. La cirugía de Cleómenes mató en
realidad un cuerpo social al que

Ezcquiel XXXVII. 6. (N. del T.)


Guerra y civilización 61
no podía curar. La caña cascada fue rota por la mano que
pretendía fortalecerla, y el humeante pabilo se extinguió
para siempre bajo el soplo que se proponía reanimar la
llama 18.
Desde entonces, Esparta vivió totalmente de sus sueños
del pasado, sin distinguirse —si esto es una distinción— en
nada sino en el deleite con que se introdujo en el académico
juego del arcaísmo que estuviera de moda en todo el mundo
helénico durante los dos primeros siglos del Imperio
Romano. Los espartanos de la era imperial se complacían,
como todos sus contemporáneos, en componer inscripciones
honoríficas en una caricatura de su obsoleto dialecto local;
pero esta inocua pedantería arcaizante iba acompañada por lo
menos de una morbosidad arcaizante de horrenda naturaleza.
Un primitivo rito de fecundidad que consistía en la
flagelación de muchachos en el altar de Atermis Orthia y que
había sido convertido, dentro del sistema «licúr-geo», para
sus propios, inflexibles pero todavía utilitaristas propósitos,
en una competencia de resistencia al dolor, fue exagerado, en
la época de Plutarco, hasta hacer de él una atrocidad sádica
en la que los muchachos eran excitados hasta la histeria y
azotados luego hasta la muerte. Al relatar la historia del niño
espartano y el zorro robado, Plutarco escribe: «Esto no le re-
sultaría increíble a la juventud espartana de nuestros días,
pues yo mismo he visto a muchos miembros de ella morir
bajo el látigo en el altar de Orthia.» La esencia de esta
escena, en la que se acepta sin titubeo, aunque vanamente,
una sobrehumana —o inhumana— prueba de resistencia, es
característica del élbos espartano y simboliza el destino de
Esparta. Pues si algún espartano imploró nunca, por la paz
de su alma, que tantus labor non sil cassus, sin duda esta
plegaria fue susurrada en vano por labios espartanos.
La vanidad de las aspiraciones espartanas se revela en el
resultado de una transacción arbitral sin importancia que el
historiador romano Tácito recoge —sin percatarse en
apariencia de su significación histórica—
,a
Isaías XLII. 3. (N. del T.)
62 Arnold J. Toynbee
en sus anales del Imperio Romano en el año 25 de la era
cristiana:
Se ha dado audiencia a las delegaciones de les gobiernos de
Laccdemonia y Mesenia en el asunto del estado jurídico del templo
de Diana [/'. e., Artcmis] Limnatis. Los lacedemonios sostenían que
el templo había sido fundado por sus propios antepasados
lacedemonios en territorio de Laccdemonia y apoyaban su
reclamación en pruebas literarias, tanto históricas como poéticas.
Declararon que el templo les había sido arrebatado por la fuerza,
en la guerra, por Filipo de Macedonia y que luego les había sido
devuelto en virtud de un dictamen jurídico dado por Cayo César y
Marco Antonio. Los mesenios, por su parte, alegaron la antigua
división del Peloponeso entre los descendientes de Hércules [/'. e.,
Heracles] y sostuvieron que el territorio de Dentheliatis, en donde
se hallaba situado el templo, formaba parte de la porción asignada a
su rey. Declararon que había allí constancias positivas de la
transacción todavía en vigor, grabadas en piedras y en bronces
arcaicos; y agregaron que, si hubiese de apelarse a las pruebas
literarias, podrían también vencer a los lacedemonios con la
validez y amplitud del testimonio de este género que se hallaban
en condiciones de citar. Por lo que hace a la decisión del rey
Filipo, argüyeron que no había sido un acto arbitrario de poder,
sino que se basaba en los hechos y había sido confirmado por
idénticos juicios del rey macedonio Antígono y el general romano
iMumio, por una decisión arbitral del gobierno milesio y, más
recientemente, por decisión de Atidio Gemino, gobernador de la
provincia romana de Acaya. En vista de esto, se falló ahora en
favor del gobierno de Mesenia.

De manera, pues, que en el siglo i de la era cristiana los


espartanos se hallaban pleiteando todavía —y esta postrera vez sin
éxito— sobre el territorio disputado en la montañosa frontera que
separa el valle del Euro-tas de Mesenia y por el cual combatieran
sus antepasados, conquistándolo en el siglo vm a. de C. Una
disputa sobre Dentheliatis fue la causa tradicional de la Primera
Guerra Mesenoespartana; y ahora, después de más de ocho siglos,
la misma disputa entre las dos mismas partes, sobre el mismo
insignificante trozo de territorio, era solucionada ante el tribunal
arbitral del emperador romano Tiberio. En realidad, no se necesita
mejor prueba de que los espartanos fueron verdaderamente un
pueblo sin historia.
4. Asiría, el hombre fuerte
armado
La ceguera del militarismo es tema de una parábola del
Nuevo Testamento:
Cuando el fuerte armado guarda su atrio, en pa^ están todas
las cosas que posee. Mas si sobreviniendo otro más fuerte que
él, le venciere, le quitará todas sus armas en que fiaba, y repar-
tirá sus despojos."

Tan confiado está el militarista en su propia habilidad


para resguardarse a sí mismo en este sistema social —o
antisocial— en que todas las disputas son resueltas manu
militan, y no por proceso legal o conciliatorio, que arroja su
espada a la balanza cuando en ella se decide entre un
régimen de violencia y un régimen de paz organizada. El
peso de la espada inclina oportunamente la balanza en favor
de la continuación del antiguo régimen bárbaro; y el
militarista, alborozado por haber impuesto una vez más su
voluntad, muestra su último triunfo como la prueba final de
la omnipotencia de la paz. En el siguiente capítulo de la
historia, descubrirá, sin embargo, que falló en probar su tesis
ad
a
[Lucas XI. 21-22.]

63
64 Arnold J. Toynbee

hominem en el caso particular que le interesa exclusi-


vamente; pues el siguiente suceso será su propio ava-
sallamiento por un militarista más fuerte que él. Su éxito en
prolongar el régimen militarista sólo habrá servido para
garantizar que él mismo puede aprender, finalmente,
qué se siente cuando se es degollado. Podemos pensar
aquí en los aztecas y los incas, que diezmaron
implacablemente a sus vecinos más débiles en sus
respectivos mundos, hasta que fueron sorprendidos por los
conquistadores20 españoles que cayeron sobre ellos desde
otro mundo y los abatieron con armas con las cuales no
podían competir las suyas. Pero es igualmente ilustrativo, y
considerablemente más provechoso, pensar en nosotros
mismos.
La condena que el invencible «hombre fuerte armado»
insiste en atraer sobre su cabeza, se halla descrita en la
mitología helénica en la leyenda de cómo Cronos suplantó
brutalmente a su padre Urano en el gobierno del
Universo, pero sólo para conocer, a su turno, la expe -
riencia de Urano a manos del propio hijo del usurpador,
Zeus. En Zeus tenemos el retrato del militarista que se
salva, a despecho de sí mismo, gracias al sufrimiento de
otro ser que es más noble y también más sabio que él; la
salvación de Zeus por Prometeo, es la versión he lénica
de la salvación de Pedro por Jesús, cuando Pedro
comete el crimen militarista en el momento crucial del
huerto de Getsemaní.
Y uno de los que estaban con Jesús, alargando la mano, sacó su
espada, y hiriendo a un siervo del pontífice, le cortó la oreja.
Entonces le dijo Jesús: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos
los que tomaren espada, a espada morirán.21

El retrato clásico del militarista que trama su propia


derrota nos es ofrecido por el Antiguo Testamento en la
historia de Benadad y Achab ". Cuando el rey Be-nadad de
Damasco pone sitio al rey Achab de Israel en su ciudad de
Samaria, el agresor envía mensajeros a la
10
Sie en el original. (N. del T.)
" [Mateo XXVI. 51-52.] " I
Reyes XX. (N. del T.)
Guerra y civilización 65
ciudad cercada para pedir a su víctima la entrega de cuanto
posee. Y Achab le envía este blanda respuesta: «Conforme a
tu palabra, mi rey y señor, tuyo soy, y todas mis cosas.» Pero
Benadad no se abstiene de humillar más aún a su humilde
adversario; envía, pues, un segundo mensaje para informar a
Achab que los siervos del conquistador irán ahora a
escudriñar su casa «y tomarán con sus manos, todo lo que
les agradare, y se lo llevarán». A esto responde Achab que
todavía acepta la primera demanda pero que rechaza la
segunda; y cuando Benadad comienza a vomitar amenazas
de fuego y mortandad, Achab responde a los portadores de
su tercer mensaje: «Decidle: No se alabe el que ciñe las
armas, como el que las deja.» Tras esto, de acuerdo con la
voluntad de Benadad y contra los deseos de Achab, el pleito
entre los dos reyes se decide en una batalla campal; y en esta
batalla el agresor sufre una abrumadora derrota. La historia
concluye con un cuadro en el que los siervos de Benadad
salen de la ciudad, donde se hallan ahora sitiados a su vez
con su amo, ceñidos los lomos de saco y con sogas a la
cabeza e imploran merced del victorioso Achab. Este no
incurre en el error de Benadad y evita el «cambio de
papeles» que tan rápidamente invirtiera las respectivas
posiciones de los dos reyes. Al mensaje: «Tu siervo Benadad
dice: 'Viva, te ruego, mi alma'», Achab responde: «Si aún es
vivo, mi hermano es.» Y cuando, siguiendo sus
instrucciones, Benadad es llevado honrosamente a su
presencia, Achab hace con su arrepentido contricante un
tratado —en los términos extremadamente favorables que
Benadad se apresura a ofrecerle— e inmediatamente lo deja
marchar en libertad.
Ahora podemos considerar el caso del militarismo asirio
que proyectó su sombra sobre el mundo siríaco en la
generación de Achab y Benadad.
El desastre que puso fin al poderío militar de Asiría en
614-10 a. de C. fue todavía más abrumador que aquellos
que abatieron a la falange macedónica en 197 y 168 a. de
C. a las legiones romanas en 53 antes de
Toynbee, 5
66 Arnold J. Toynbee
Cristo y 378 d. de C. o a los mamelucos egipcios en 1516-
17 y 1798. El desastre de Pidna le costó a Ma-cedonia su
independencia política; el desastre de Adria-nópolis fue
soportado por el Imperio Romano a costa de «rebañar» los
derrotados legionarios y enrolar en lugar suyo a los
victoriosos catafractarios; la repetición francesa del golpe
dado originalmente por los otomanos era necesaria a fin de
acabar una vez por todas con las amenazas de los
mamelucos que pesaban sobre los hombros de un
campesinado egipcio que procuraba sobrevivir a la
dominación francesa y otomana no menos que a la de los
mamelucos. En el otro caso, el desastre que puso término
al poderío militar asirio remató la destrucción de la
maquinaria bélica asiría con la extin ción del estado
asirio y el exterminio de su pueblo. Una comunidad que
había existido por más de dos mil años y desempeñado
un papel cada vez más importante en el Asia
sudoccidental por un período aproximado de dos siglos y
medio fue casi totalmente borrada en 614-10 a. de C.

Voz de azote, y voz de rueda, y de caballo que relincha, y


carro encendido, y de caballería que avanza, y de espada relu-
ciente, y de lanza reluciente, y de muchedumbre de muertos, y
de gran estrago: no tienen fin los cadáveres, y caerán los unos
sobre los otros...
Durmiéronse tus pastores, oh rey de Assur, enterrados serán
tus príncipes; se escondió tu pueblo por los montes, y no hay
quien lo junte.13

En este caso, la maldición de la víctima que vivió lo


suficiente para ver la caída de su opresor, se cumplió en sus
resultados con una precisión extraordinaria. Los diez mil
mercenarios griegos de Ciro el Joven, cuando en 401 a.
de C. se retiraban por el valle del Tigris del campo de
batalla de Cunaxa hacia la costa del mar Negro, pasaron
sucesivamente por el emplazamiento de Calan y Nínive,
sobrecogiéndose de asombro, no tanto ante la solidez de
las fortificaciones y la extensión del área que cubrían,
cuanto ante el espec-
13
[Nahum III. 2, 3, 18.]
Guerra y civilización

67

táculo de abandono en que yacían aquellas vastas obras


del hombre. El carácter sobrenatural de aquellas armaduras
vacías que testimoniaban con su inanimada resistencia el
vigor de una vida desaparecida, nos ha sido vivamente
transmitido por el arte literario de un miembro de la fuerza
expedicionaria griega que relata sus experiencias. Sin
embargo, a un lector occidental moderno del relato de
Jenofonte —conocedor, como es, de la historia de Asiría,
gracias a la obra de nuestros modernos arqueólogos
occidentales— le resulta aún más asombroso advertir que
Jenofonte, a pesar de que su imaginación había sido
conmovida profundamente, y su curiosidad agudamente
excitada por el misterio de aquellas ciudades abandonadas,
fuese incapaz de averiguar ni siquiera los hechos más
elementales de la historia auténtica. Aunque la totalidad del
Asia sudoccidental, desde Jerusalén hasta el Ararat y desde
Elam hasta Lidia, hubiese sido dominada y aterrorizada por
los amos de aquellas ciudades a una distancia de tiempo
apenas mayor de dos siglos de la fecha en que Jenofonte
recorrió aquel camino, la mejor información que se halla en
condiciones de dar acerca de ellas —presumiblemente sobre
la base de las informaciones de los guías locales del ejército
griego— es más burdamente fabulosa que la información que
sobre los constructores de las pirámides egipcias logró
abrirse camino hasta la obra de Herodoto después de viajar
por las disolventes aguas de la «memoria popular» durante un
recorrido apenas inferior a dos milenios y medio. Conforme a
la historia que de Calah y Nínive oyera Jenofonte, se
trataba de dos ciudades medas que habían sido sitiadas
por los persas mientras Ciro arrebataba el imperio a
Astiages, y milagrosamente despobladas por la inter-
vención divina después de que los persas se reconocieran
incapaces de apoderarse de ellas por asalto. Ni siquiera el
simple nombre de Asiría fue asociado a los emplazamientos
de su segunda y tercera capitales en las leyendas que corrían
respecto a aquellos sitios y que llegaron a oídos del
investigador griego que por ellos pasaba.
68 Arnold J. Toynbcc

¿Dónde está la morada de los leones, y los pastos de sus


leoncillos, adonde iban a reposar el león y el leoncillo, sin haber
quien los espante? "

En realidad, si los diez mil hubiesen marchado por la


banda derecha del Tigris en vez de cruzar, como lo hicieron,
a la orilla izquierda en Sittace, en el camino de Babilonia a
Susa, hubieran pasado entonces por el emplazamiento de
Assur —la primera y epómina capital del Assyrium nomen
— y hubieran encontrado allí, refugiada todavía entre las
ruinas, una pequeña y miserable población que no había
olvidado su derecho histórico al nombre asirio. Con todo, la
fabulosa información de Jenofonte sobre Calah y Nínive
se halla más cerca de la «verdad filosófica» que el
descubrimiento de nuestros arqueólogos de las huellas
dejadas en Assur por los intrusos; pues, en realidad, la
catástrofe de 614-10 a. de C. extirpó a los asirios; y en
los días del Imperio Aqueménida de Jenofonte los ilotas
asirios supervivientes eran incomparablemente menos
visibles que los vestigios de los pueblos del contorno a los
que los militaristas asirios hollaran antaño y redujeran,
se< gún creían ellos, a polvo 25. En una época en que los
auténticos nombres y nacionalidad de Nínive y Calah se
habían olvidado, Susa, que fuera saqueada por las tropas de
Asurbanipal área 639 a. de C, era la capital de un imperio
cuyo dominio efectivo se extendía entonces, casi en todas
direcciones, hasta una inmensa distancia más allá de los
puntos más remotos a que llegaran nunca los invasores
asirios. Una de las capitales subsidiarias de este imperio
era Babilonia, que había sido saqueada por Senaquerib
en 689 a. de C. Los estados-ciudades fenicios, a los que
los asirios amedrentaran y esquilmaran incesantemente
desde el siglo IX hasta el vil, eran entonces autónomos y
satisfechos miembros de un estado universal siríaco; e
incluso las comunidades siríacas e hititas del interior,
que aparentemente fueron reducidas a pulpa por el
mangual asirio,
" [Nahum II. 11.]
15
Ezequiel XXXVI. 36. (N. del T.)
Guerra y civilización 69
se habían dado maña para mantener una apariencia de
su anterior organización estatal bajo la forma de
templos-estados administrados sacerdotalmente. En su-
ma, dos siglos después del derrumbamiento de Asiría era
posible ver claramente que los militaristas asirios habían
cumplido su labor en beneficio ajeno y para ma yor
ventaja de aquellos a quienes más despiadadamente
trataran. Al triturar a los pueblos montañeses del Za-gros y
el Tauro, los asirios habían abierto el paso para que los
nómadas cimerios y escitas descendiesen sobre los mundos
babilónico y siríaco; al desterrar a los quebrantados
pueblos de Siria al extremo opuesto de su imperio,
habían colocado a la Sociedad Siríaca en una posición
que le permitía cercar y eventualmente asimi lar la
Sociedad Babilónica a la que pertenecían los propios
asirios; al imponer por la fuerza una unidad polí tica en el
corazón del Asia sudoccidental, habían pre parado el
campo para sus mismos «estados-sucesores»: Media,
Babilonia, Egipto y Lidia, y para el heredero común de
aquellos sucesores: el Imperio Aqueménida. ¿No es
verdad que, como estas comparaciones y con trastes lo
prueban, el monstruo engendrado por el largo terror
asirio fue más cruel para con su progenitor que para con
sus víctimas?
Retrospectivamente, las propias víctimas sólo pueden
explicar este tremendo «cambio de papeles» invocando «la
envidia de los dioses».
Mira a Assur como un cedro en el Líbano, hermoso en ramas, y
frondoso en hojas, y de grande altura, y entre sus densas ramas se
elevó su copa...
No hubo cedros más altos que él en el paraíso de Dios: los
abetos no igualaron a su copa, y los plátanos no fueron iguales a
sus ramos: ningún árbol del paraíso de Dios se asemejó a él ni a su
hermosura.
Porque lo hice hermoso y de muchas y espesas ramas; y tuvieren
de él envidia todos los árboles deliciosos, que había en el paraíso
de Dios.
Por tanto, esto dice el Señor Dios: Por cuanto se ha encumbrado
en altura y ha ostentado su copa verde, y frondosa, y se ha
levantado su corazón en su altura.
Lo entregué en mano del más poderoso de las gentes; hará de él
lo que querrá: lo he desechado según su impiedad.
70 Arnold J. Toynbec
Y le cortarán extraños, y los más crueles de las naciones, y
le echarán sobre los montes, y en todos los valles caerán sus
ramas, y serán cortadas todas sus arboledas sobre tedas las rocas
de la tierra, y se retirarán 16
de su sombra todos los pueblos de
h tierra y lo abandonarán.

¿Podemos interpretar en este caso la obra de «la envidia


de los dioses» de acuerdo con el comportamiento de la
propia criatura malherida? Desde luego, a primera vista
parece difícil comprender el destino de Asiria, pues no se
puede probar que sus militaristas fuesen culpables de la
pasiva aberración a la que pode mos atribuir la ruina de
macedonios, romanos y mamelucos que «se durmieron
sobre los laureles». Cuando cada una de las máquinas de
guerra de mamelucos, romanos y macedonios sufrió su
fatal accidente, hacía tiempo que se habían tornado
estáticas, irremisiblemente anticuadas y chocantemente
descompuestas. En cambio, la máquina de guerra asiria,
que se singulariza por la totalidad de su desastre final, se
distingue también de las otras máquinas de guerra —lo
que parecerá contradictorio— por la eficacia con que
constantemente fue revisada, renovada y reforzada hasta
el día mismo de su destrucción. El acopio de genio militar
que lleva a producir el embrión del hoplita en el siglo xvi
antes de Cristo, en vísperas del primer intento que hiciera
Asiria para dominar el sudoeste de Asia, y el embrión del
cata-fracta-arquero de caballería en el siglo vil a. de C,
en vísperas de la desaparición de la misma Asiria, fue igual-
mente productivo durante los siete siglos intermedios y
nunca tanto como en el paroxismo final de los cuatro his -
tóricos golpes que asestara al mundo el militarismo
asirio. La enérgica inventiva y el incansable celo reformista
que fueron las características del postrer éihos asirio en su
aplicación al arte de la guerra, se hallan irrecusablemente
atestiguados por las series de bajorrelieves, hallados in
situ en los palacios reales, en los cuales están registrados
pictóricamente, con cuidadosa precisión y minucioso
detallismo las fases sucesivas del equipo y la

" rEzequiel XXVI. 3, 8, 9; 10. 11, 12.]


Guerra y civilización 71
técnica militares de Asiría durante las tres últimas cen -
turias de su historia.
Mediante estas pruebas, podemos averiguar los sucesivos
mejoramientos logrados-entre el final del tercer asalto, área
825 a. de C, y el final del cuarto, justamente doscientos años
después. La infantería montada del tiempo de
Asurbanipal, a la que se pusiera a lomos de caballo —sin
duda por imitación de los nómadas— sin descargarla de
la impedimenta de su escudo de infantería, se transforma
ahora en catafractarios en embrión a los que se
desembaraza del escudo, proporcio nándoles en cambio
una ligera coraza. Equipar a la caballería con una armadura
corporal había sido posible por una mejora en la forma y
material de la coraza misma, que se hace entonces de hojas
metálicas y se corta en la cintura, en reemplazo del tosco
manto de guata o cuero que se empleara como coraza en las
épocas anteriores y que cubría desde el cuello hasta las
rodillas. Las piernas de los jinetes, que quedarían, así,
expuestas, se protegen en cambio con calzas que llegan hasta
el muslo y botas que cubren la pantorrilla; y este mismo
calzado permite a la infantería operar en terrenos quebrados
con mayor facilidad que lo que lo hiciera en las épocas en
que las sandalias eran la única alternativa para no andar
descalzo. Durante el mismo transcurso de tiempo se
efectúan muchas mejoras en los carros de combate: por
ejemplo, un aumento en el diámetro de las ruedas, en la
altura del tablero y en el número del personal: el
conductor y el arquero se hallaban ahora reforzados por
una pareja de escuderos. Se obtiene también una mejora en
las defensas de mimbre tras de las cuales disparaban los
arqueros de a pie. Acaso la mejora mayor sea, sin embargo,
una de la cual tenemos información, no por la prueba
pictórica de los bajorrelieves, sino por los textos escritos de
las inscripciones; se trata de la institución de un ejército
real permanente, obra probable de Teglatfasalar —
regnabat 145-121 a. de C.— o de Sargón —regnabat 722-
705 antes de Cristo. El ejército permanente servía como
un núcleo, y no como un sustituto, para la milicia
nacional de
72 Amold J. Toynbec
la que dependiera previamente la corona asiría para el
reclutamiento de sus ejércitos de campaña. De cualquier
manera, el establecimiento de un ejército permanente
debió elevar el nivel general de la eficacia militar asiría
y garantizar el máximo resultado de las innovaciones
técnicas mencionadas anteriormente.
Para la época de Asurbanipal —regnabat 669-626 antes
de Cristo—, en vísperas de la gran catástrofe, dos siglos de
constante progreso en el arte de la guerra habían
producido un ejército asirio que se hallaba tan bien
preparado para cualquier empresa como científicamente
diferenciado en una serie de armas especializadas. Con-
taba entonces con cuerpos de carros y. de arqueros de
caballería que eran semicatafractarios; arqueros de in-
fantería pesada, acorazados desde el casco hasta las bo -
tas y arqueros de infantería ligera que arriesgaban su
vida, cubierta apenas la cabeza con bandas, el cuerpo
con taparrabos y los pies con sandalias; hoplitas, arma -
dos a semejanza de los arqueros de infantería pesada,
con la diferencia de que aquéllos iban armados con
lanzas y escudos en vez de arcos y carcaj; y coraceros
que también portaban lanza y escudo pero iban revesti -
dos con un pectoral, en vez de armadura, asegurado por
dos correas entrecruzadas a la espalda. Es probable que
tuviera también un cuerpo de ingenieros, pues ciertamente
existía un tren de asedio —no, desde luego, con catapultas,
sino con arietes y torres movedizas— y, una vez que estas
máquinas habían cumplido su misión y habían sido
demolidos los muros de la fortaleza enemiga, los jefes
asirios de las operaciones militares sabían cómo cubrir los
lugares asaltados con andanadas de flechas disparadas por
concentradas baterías de arqueros. Equipado de esta
forma, el ejército asirio se hallaba igualmente preparado
para las operaciones de sitio, para la guerra de
montañas o para la batalla cam pal en las llanuras; y su
eficacia en la esfera de la técnica iba aparejada a su
eficacia táctica y estratégica. Los asirios creían
firmemente en la soberana virtud de la ofensiva.
Guerra y civilización

73

No hay en él quien se canse, ni fatigue; no se adormecerá ni le


tomará sueño, ni se le desatará el cinto de los riñones, ni se le
romperá la correa de su zapato.
Sus saetas agudas, y todos sus arcos entesados. Las uñas de sus
caballos como pedernal, y sus ruedas como ímpetu de tempestad.
Su rugido como de león, rugirá como los cachorros de los leones;
y crujirá de dientes, y cogerá la presa; y la abrazará, y no habrá
quien se la saque."

Tal fue el espíritu del ejército asirio hasta el final, como lo


demostró con la prueba que de sí mismo diera en la campaña
de Harrán en 610 a. de C, luchando por una causa perdida,
con la ciudad capital del imperio tomada ya por asalto y
eliminada. Es evidente que, en la víspera de su
destrucción, el ejército asirio no se hallaba en las mismas
condiciones del macedonio, el romano y el mameluco en
168 a. de C. y 378 y 1798 después de Cristo. ¿Por qué,
pues, sufrió un desastre todavía más aterrador que el de
aquéllos? La respuesta no es otra que ésta: el propio
activismo del espíritu militar asirio agravó la ruina que
finalmente se había precipitado sobre Asiría.
En primer término, la política de la ofensiva siste mática
y la posesión de un poderoso instrumento para
desarrollar esa política llevó a los señores de la guerra
asirios, en el cuarto y último asalto de su militarismo, a
extender sus empresas y conquistas mucho más allá de
los límites a que llegaban sus predecesores. Asiría estaba
sujeta a una perpetua apelación previa a sus re cursos
militares para cumplir su tarea de Guardián de las
Marcas babilónicas contra los bárbaros montañeses del
Zagros y el Tauro, por una parte, y los ptoneers árameos
de la Civilización Siríaca, por la otra. En sus tres
primeras explosiones de militarismo, se había con tentado
con pasar de la defensiva a la ofensiva en esos dos
frentes, sin forzar la ofensiva ¿ outrance y sin disipar sus
fuerzas en otras direcciones. Aun así, en el tercer asalto, que
ocupó los dos cuartos medios del siglo ix a. de C, suscitó la
coalición temporal de los esta-
[Isaías V. 27, 28, 29.]
74 Arnold J. Toynbee
dos siríacos que fue dominada por el avance asirio en
Karkar en 853 a. de C. y encontró en Armenia una más
formidable riposte en la fundación del Reino de Urartu,
una potencia militar ex bárbara que copiaba ahora la
cultura asiría a fin de prepararse para resistir su
agresión en términos de igualdad. A despecho de estas
recientes advertencias, Teglatfalasar III —regnabat 145-
121 antes de Cristo—, al iniciar la última y más grande de
las ofensivas asirías, se permitió abrigar ambiciones
políticas y aspirar a objetivos militares que colocaron a
su país en colisión con tres nuevos adversarios:
Babilonia, Elam y Egipto, cada uno de los cuales era,
potencialmente, tan fuerte como Asiría en materia
militar.
Al emprender por su cuenta el total avasallamiento de los
pequeños estados siríacos, Teglatfalasar reservaba a sus
sucesores un conflicto con Egipto; pues éste no podía
permanecer indiferente al hecho de que el Imperio Asirio se
extendiese hasta sus propias fronteras asiáticas, y se hallaba
en condiciones de frustrar o contrarrestar la obra de los
imperialistas asirios antes de que éstos se hiciesen a la idea
de redondearla, embarcándose en la empresa todavía más
formidable de subyugar al propio Egipto. La audaz
ocupación de Filistia por Teglatfalasar en 734 a. de C. pudo
ser un magistral golpe estratégico que fue premiado con la
sumisión temporal de Samaría en 733 y la caída de
Damasco en 732. Pero fue también causa de las
escaramuzas que enfrentaron a Sargón en 720 y a
Senaquerib en 700 con los egipcios de la frontera
siroegipcia; y estos encuentros indecisos llevaron, a su
turno, a Asaradón a la conquista y ocupación de Egipto,
desde el Delta hasta la Tebaida inclusive, en las campañas
de 675, 674 y 671 antes de Cristo. Desde entonces se vio
que si los asirios eran su ficientemente fuertes para
derrotar a los ejércitos egipcios y ocupar su territorio y
repetir la hazaña, no lo eran bastante para mantener
avasallado al país. El propio Asaradón se hallaba una vez
más en marcha contra Egipto cuando lo sorprendió la
muerte en 669; y aun cuando la insurrección egipcia que
estalló entonces fue victoriosamente dominada por
Asurbanipal en 667, tuvo
Guerra y civilización 75
que reconquistar de nuevo a Egipto en 663. Por este tiempo,
el propio gobierno asirio parece haberse percatado de que en
Egipto se había comprometido en la Labor de Psyche; y
cuando Psamético expulsó sin inconvenientes a las
guarniciones asirías en 658-651, Asur-banipal cerró los ojos
ante el hecho. Al cancelar así las pérdidas que Egipto le
significaba, el rey de Asiría obraba indudablemente con
prudencia; no obstante ello, su sensatez tras el fracaso era la
confesión de que las energías empleadas en las cinco
camparlas egipcias habían sido malbaratadas; y la retirada de
Asurbanipal no restauró el statu quo ante 675 a. de C, pues
la pérdida de Egipto en la quinta década del siglo vii fue
el preludio de la pérdida de Siria en la siguiente
generación.
Las consecuencias finales de la intervención de Te-
glatfalasar en Babilonia fueron todavía más graves que
las de su atrevida política en Siria, ya que, por un en-
cadenamiento directo de causa a efecto, llevaron a la
catástrofe de 614-610 a. de C.
Difícilmente podía conciliarse la agresión de Asiría a
Babilonia en 745 a. de C. con el tratado que delimitara la
frontera asiriobabilónica por amistoso acuerdo —y esto
sobre una línea que decididamente favorecía a Asiría— en la
primera década del siglo viii antes de Cristo. Probablemente,
Teglatfasalar justificó su acción alegando que la anarquía en
que había caído Babilonia se estaba extendiendo a Asiria a
través de la frontera común; y, después de marchar sobre
Babilonia, parece haber recibido alguna especie de mandato
de sus ciudadanos, que en la soberanía del vecino reino,
sedentario y de cultura afín, veían una posible protección de
la vida cívica de Babilonia contra la creciente marejada del
nomadismo local de árameos y caldeos. También puede ser
cierto que tanto Teglatfalasar como sus sucesores se hallasen
sinceramente deseosos de restringir al mínimo la
intervención asiria en Babilonia y evitar la anexión. El
propio Teglatfalasar deió en su trono a Nabopolasar, el
monarca reinante de Babilonia en 745; y fue tan sólo
después de la muerte de éste, ocurrida once años más tarde,
y tras de la posterior represión de una con-
76 Arnold J. Toynbee

secuente insurrección tribal caldea contra el protectorado


asirio, cuando Teglatfalasar «tomó las manos de Bel» en
729. Este precedente fue seguido por Salmanasar V; pero no
por su sucesor, Sargón, hasta tanto una segunda, y mucho
más seria insurrección caldea, no lo obligó, a su vez, a
«tomar las manos de Bel» en 710; e incluso entonces, el
victorioso asirio solicitó un entendimiento con el derrotado
y archiinsurgente caldeo, Merodach-Baladan.
Posteriormente, Senaquerib, al suceder a su padre Sargón en
705, se abstuvo deliberadamente de ceñir la corona
babilónica; y a pesar de que una nueva insurrección caldea
impusiese su intervención en Babilonia en 703, confirió la
corona babilónica, primero a un príncipe babilonio
asirianizado y luego a un príncipe asirio que no era
heredero del trono de Asiría. Fue sólo después de la gran
sublevación de 694-689 cuando Senaauerib puso término
oficial a la independencia de Babilonia, nombrando a su
propio hijo —y sucesor designado— Asaradón como
gobernador general asirio.
Ciertamente, estos hechos parecen testimoniar una
política de moderación de Asiría vis-a-vis de Babilonia;
pero prueban, con evidencia aún mayor, que la política era
un fracaso. Una y otra vez, la mano del gobierno asirio fue
forzada por las sublevaciones caldeas que se hacían tanto
más frecuentes y poderosas ante la paciencia persistente de
Asiría. Y aunque la intervención de ésta realizase el
milagro de imponer orden en el caos babilónico, este
orden, lejos de forjarse bajo la égida asiría, era el
subproducto de un movimiento antiasirio que crecía
incesantemente en extensión y vigor a pesar de la
derrota.
La primera etapa de un proceso que se prolongó durante
un siglo, y culminó en una gran alianza medoba-bilónica,
fue la unificación política de todas las tribus caldeas de
Babilonia entre 731 y 721 a. de C, bajo la dirección de
Merodach-Baladan, jefe de Bit Yakin. La etapa siguiente
fue la alianza entre los caldeos y el Reino de Elam, cuyo
gobierno se había alarmado tan seriamente con la
intervención de Teglatfalasar en Ba-
Guerra y civilización 77
bilonia como los egipcios con su invasión de Filistia. Gracias
a esta alianza elamita, Merodach-Baladan pudo entrar a la
ciudad de Babilonia y reinar allí como un rey por cerca de
doce años, no obstante el hecho de que en aquella etapa los
ciudadanos de la capital encontrasen todavía más pesado el
gobierno de los nómadas locales que el de la sedentaria
potencia extranjera. No llegó a término la carrera de
Merodach-Baladan cuando éste fue expulsado de Babilonia
por los ejércitos de Sargón en 710. Después de la muerte de
su vencedor asi-rio, ocurrida en 705, encontramos al
infatigable caldeo estableciendo relaciones con los árabes del
Shamiyah y el Hamat, y enviando una embajada a través de
sus filas a tan distante enemigo de Asiria como Ezequías, rey
de Judá. Más tarde, en 703, Merodach-Baladan logró ocupar
de nuevo la ciudad de Babilonia con la ayuda de sus aliados
elamitas; pero a pesar de que por segunda vez fue expulsado
de allí antes de terminar el año y murió poco después como
refugiado en Elam, la desaparición del caudillo no puso más
al alcance del gobierno asirio la solución del problema
caldeo; pues, contando todavía con el apoyo de Elam, las
tribus caldeas desafiaron victoriosamente los esfuerzos que
hiciera Senaquerib para ponerlas fuera de combate. Cuando
el señor de la guerra asirio ocupó y devastó sus tierras
tribales en la propia Babilonia, buscaron refugio en los
pantanos y fangales que rodean el golfo pérsico; y cuando, en
694, construyó una flota en el Tigris, maniobrada por tripula-
ciones fenicias, y embarcó en ella al ejército asirio con él
propósito de destruir a los caldeos en sus fortalezas acuáticas
mediante operaciones anfibias, no logró otra cosa que dar a
los elamitas oportunidad para caer sobre sus líneas de
comunicación, entrar en la ciudad de Babilonia y llevarse
cautivo al rey títere que allí tenía. Ni tampoco se benefició
Senaquerib cuando, al año siguiente, se vengó derrotando a
los elamitas en el campo de batalla y se apoderó, a su torno,
del títere que éstos pusieran en el trono de Babilonia en
reemplazo de su propio rey de mentirijillas. Pues fracasó en
su intento de recuperar la capital, y el trono vacante fue ocu-
78 Arnold J. Toynbee
pado por un hombre de carácter, Mushezib-Marduk, quien
logró apartar a los ciudadanos babilónicos de su política pro
Asiría.
Esta secesión de la ciudad de Babilonia en 693 del campo
asirio al caldeoelamita, fue acaso el acontecimiento decisivo
en el largo proceso de construir un frente antiasirio; pues
aunque los asirios, como de costumbre, resultaran
vencedores sobre las fuerzas combinadas de caldeos y
elamitas y estuviesen en condiciones de dar a la ciudad de
Babilonia una lección con su saqueo en 689, la lección que
la ciudad aprendió fue la opuesta a la que esperaban sus
maestros. Con este impío ultraje a la ciudad que era la
capital cultural de su mundo, los asirios cumplieron en
Babilonia una operación de alquimia política que los
babilonios no hubiesen podido realizar nunca por sí
mismos. En el hervor del odio unánime que aquel
«espanto» asirio había prendido tanto en la antigua
población urbana como en los nómadas intrusos, ciudadanos
y tribales olvidaron la mutua antipatía que hasta entonces
los dividiera, y se fundieron en una nueva nación babilónica
que no podía olvidar ni perdonar lo que sufriera en manos
asirías y que no descansaría hasta no derribar al opresor.
En esta penúltima etapa del largo y trágico proceso que
inconscientemente pusiera en marcha Teglatfalasar en 745 a.
de C, el sentimiento antiasirio de Babilonia era tan vigoroso
que logró dominar, y poner al servicio de sus objetivos, el
alma de un príncipe asirio de la sangre que había sido puesto
en el trono babilónico por forcé majeure y que era nada
menos que el hermano del propio soberano reinante de
Asiría. Circa 654 antes de Cristo, Asurbanipal vio
amenazada la existencia del Imperio Asjrio por una
coalición hostil formada por la corona baSilónica, las tribus
caldeas y arameas del territorio de Babilonia, el Reino de
Elam, los árabes del norte, varios principados del sur de
Siria y el recientemente establecido «estado sucesor» de la
difunta dominación asiría sobre Egipto. Esta combinación
de fuerzas antiasirias, más vasta de la que lograran nunca
Merodach-Baladan o Mushezib-Marduk, estaba encabezada
por el
Guerra y civilización

79

propio hermano de Asurbanipal, de nombre Shamash-shum-


ukin; y la actitud de éste parecerá tanto más extraordinaria si
consideramos que para aquella fecha había ocupado
pacíficamente el trono babilónico, con la aquiescencia de
Asurbanipal, por cerca de quince años, y en cumplimiento
del testamento político de su padre Asaradón. Además, el
archirrebelde y principal aliado, Elam, acababa de recibir —
acaso apenas un año antes de que Shamash-shum-ukin
jugase su fortuna a la carta de su apoyo— la más grave
derrota que hasta entonces le infligieran los ejércitos asirios,
derrota en que pereciera el monarca reinante y su presunto
heredero y fueran capturadas ambas ciudades reales. Estos
hechos dan la cabal medida del vigor del movimiento
nacional babilónico que sacó de sus casillas a Shamash-
shum-ukin. Una vez más, el ejército asirio salió victorioso de
esta crisis. El traidor Shamash-shum-ukin escapó de más
duro destino quemándose vivo en su palacio cuando el
hambre obligaba a la ciudad de Babilonia a rendirse en
648; y circa 639 Elam recibió de los ejércitos asirios un
tan aniquilante golpe que su abandonado territorio pasó
a la dominación de los montañeses persas de la región
interior oriental y se convirtió en el trampolín desde el
cual se abalanzarían los aqueménidas sobre la silla
vacante cuando, un siglo más tarde, se hicieron amos de
toda el Asia sudoccidental. Este sacrificio de los instru-
mentos asirio y elamita de los nacionalistas babilónicos en la
guerra de 654-639 a. de C. no impidió, sin embargo, que
alcanzase su objetivo el movimiento nacionalista; pues si los
aqueménidas encontraron vacía la silla en el siglo vi, fue
porque el jinete asirio había sido finalmente desmontado
antes de finalizar el siglo vii Inmediatamente después de la
muerte de Asurbanipal, acaecida en 626, Babilonia se
rebeló otra vez bajo un nuevo jefe nacional; y este
Nabopolasar completó la obra que comenzara
Merodach-Baladan. En el nuevo Reino de Media
encontró un aliado más potente que ocupase el lugar del
extinguido Reino de Elam; y Asiría, que no se había
recuperado de la guerra de 654-639, fue liquidada en la
guerra de 614-610 a. de C. Aun entonces,
80 Arnold J. Toynbee
in extremis, el ejército asirio pudo ganar victorias en el
campo de batalla. Con la ayuda de los saítas, antes vasallos
y ahora protectores, rechazaron, en 610, a los babilonios
hasta más allá de Harran, en una etapa de aquella guerra de
aniquilamiento en que tanto Harran como Nínive y Assur
habían sido ya saqueadas y devastadas y en que el ejército
luchaba de espaldas al Eufrates en el último rincón aún no
conquistado del territorio nacional asirio; pero esta victoria
final debió constituir la mortal agonía del ejército asirio, ya
que es el último suceso registrado por los anales militares de
Asiría.
Cuando consideramos el siglo y medio de guerras
cada vez más virulentas que se inicia con la accesión de
Teglatfalasar al trono de Asiria en 745 a. de C. y se
clausura con la victoria babilónica de Nabucodonosor
sobre el egipcio Ñeco en Carchemish y en el año 605, los
mojones históricos más visibles a primera vista si guen
siendo los sucesivos golpes con que Asiria destruyó
comunidades enteras, arrasando ciudades y lleván dose
cautivos pueblos íntegros. Pensamos en el saqueo de
Damasco en 732; en el saqueo de Samaría en 722; en el
saqueo de Musasir en 714; en el saqueo de Babilonia en
689; en el saqueo de Sidón en 677; en el saqueo de Menfis
en 671; en el saqueo de Tebas en 663; en el saqueo de Susa
área 639. De todas las ciudades capitales de todos los
estados al alcance de los ejércitos asirios, sólo Tiro y
Jerusalén permanecieron invioladas en vísperas del saqueo
de Nínive en 612. La destrucción y miseria infligidas por
Asiria a sus vecinos es incalculable; e incluso la legendaria
observación del hipócrita maestro al colegial que azota: «Te
hace menos daño del que me hace a mí», sería una crítica
todavía más pertinente de las actividades militares asirías
que las desvergonzadas, truculentas e ingenuamente
jactanciosas anécdotas con que los señores de la guerra
asirios han registrado sus hazañas para enseñanza de la
posteridad.
El copioso y ampuloso registro de las victorias obtenidas
por los asirios en el exterior se halla significativamente
complementado por las muy escasas y breves
Guerra y civilización 81
noticias de las tribulaciones internas que nos suministran
algún atisbo del precio a que esas victorias se pagaron; y
cuando examinamos esa crónica doméstica de Asiría en
el momento en que ésta llega a la cima de su poderío
militar, ya no podemos sorprendernos de que la victoria
le acarrease la muerte.
Un creciente exceso de abuso militar se castiga a sí
mismo con la creciente frecuencia de revoluciones pala-
ciegas y de rebeliones campesinas. Cuando apenas se ha
cumplido el segundo asalto agresivo en el siglo ix antes de
Cristo, encontramos a Salmanasar III, que muere en 827, en
guerra con su hijo, y vemos en rebelión a Ní-nive, Assur y
Arbela. Assur se rebela de nuevo en 763-762, Arrapka en
761-760, Gozan en 769; y en 746, la rebelión de Calah, la
capital asiría del momento, fue seguida por la exterminación
de la dinastía reinante. Te-glatfalasar III (regnabat 145-121
a. de C), era un novus homo que no podía disfrazar su
proveniencia bajo el prestado manto de un nombre
histórico; y si fue también el Mario asirio, la analogía
romana sugiere que el establecimiento de un ejército
permanente debe ser considerado síntoma de una
avanzada etapa de desintegración social. Nosotros
sabemos que en la Italia de la época de Mario, la ruina de
un campesinado belicoso, que fuera desarraigado del
suelo por constantes llamamientos al servicio militar o a
más distantes campañas, hizo posible y necesario al
mismo tiempo un ejército permanente, 'posible porque
entonces era una reserva de «potencial humano» sin
empleo, que se podría utilizar, y porque esos hombres que
habían perdido sus medios de vida campesinos debían ser
provistos de otra alternativa vital si es que se quería
impedirles aventar su infortunio y su resentimiento en el
vehículo de la revolución. En la creación del ejército
permanente asirio podemos descubrir una intención similar
de hallar la misma solución militar a idéntico problema
social. Sin embargo, esta solución militar no tuvo mayor
éxito en el apaciguamiento de los disturbios domésticos de la
Asiría de Teglatfalasar que el que tuviera Mario en el
apaciguamiento de Italia. Salmanasar V (regnabat 727-
Toynbee, 6
82 Arnold J. Toynbcc
722 antes de Cristo), sucesor de Teglatfalasar, parece haber
chocado con la ciudad de Assur, como los predecesores de
Teglatfalasar. Senaquerib fue asesinado en 681 por uno de
sus hijos, que aparentemente se hallaba en las mejores
relaciones con las nacionalistas babilónicos; y ya vimos
cómo el trono y el imperio de Asurbanipal fueron
traicionados por obra de su hermano Shamash-shumu-kin,
rey de Babilonia, en 654, cuando el renegado príncipe asirio
se colocó a la cabeza de la coalición contra su patria. De
este modo, las dos corrientes de stasis doméstica y de
guerra exterior se fundieron en una sola; y, después de
la muerte de Asurbanipal, creció hasta convertirse en
poderoso río cuyos torbellinos arrastra ron a Asiría a su
irremediable pérdida. Durante los últimos años de su
historia, es difícil distinguir el aspecto doméstico y el
externo de la desintegración de Asiría.
La ruina inminente proyecta su sombra sobre el alma del
propio Asurbanipal en los años de su declinación.
He hecho adoptar de nuevo la práctica de las ofrendas a los
muertos y las libaciones a los fantasmas de los reyes, mis ante-
pasados. Obré bien con dios y con el hombre, con muertos y vivos.
¿Por qué caen sobre mí enfermedades y achaques, miserias y
desventuras? No puedo acostumbrarme a las contiendas de mi país
y a las disensiones de mi familia. Disturbios y escándalos me
oprimen de continuo. La miseria del espíritu y de la carne me
doblegan; cen gritos de angustia arrastro mis días hacia su fin. En
el día del Dios-Ciudad, el día de la festividad, soy desdichado; la
Muerte se va apoderando de mí y me derrumba. Con lamentación
y duelo lloro día y noche; y gimo: «¡Oh, Dios, concédeme ver tu
luz a pesar de mi impiedad!» ¿Hasta cuándo, oh Dios, querrás
contender así conmigo? Como quien no tiene temor de dios ni de
diosa, soy juzgado.

Esta confesión es notable en su espontaneidad y


conmovedora en su sinceridad e incluso patética en su
desconcierto, pero sobre todo es reveladora en su ceguera.
Una vez que ese humor se hubo apoderado de él, el último
de los señores de la guerra asirios, ¿no se sorprendería
nunca a sí mismo recitando en silencio aquel terrible
catálogo de ciudades saqueadas y pueblos exterminados por
los ejércitos asidos..., lista que concluye con su propio
saqueo de Susa y la destrucción de Elam?
Guerra y civilización

83

¿O era tan intolerable el peso de esos recuerdos que el


atormentado militarista se desembarazó de él, desespe-
radamente, cada vez que trataba de anonadarlo? En todo
caso, su sucesor Sin-shar-íshkun debió de vivir un momento
en que estas obsesivas reminiscencias lo cercasen sin poder
ser negadas, como fueron acosados los atenienses por los
fantasmas de sus delitos al recibir las noticias de la batalla
de Egospótamos.
El desastre fue anunciado en Atenas por la llegada del Para-
lus, y el llanto corrió desde el Pirco a través de la Gran Muralla
y entró en la ciudad a medida que la noticia pasaba de boca en
boca. Nadie durmió aquella ncche. Además de dolerse por los
muertos, más amargamente se dolían aun por sí mismos, pues
esperaban sufrir el destino que infligieran a los melenses —que
fueron ¡os colonos de los lacedemonios— cuando sitiaron y captu-
raron su ciudad, y a los histianos, escicnenses, toronienscs, cgi-
netos y a tantos otros pueblos helénicos. A la mañana siguiente
celebraron una asamblea en la que se decidió bloquear todos los
puertos excepto uno, preparar las fortificaciones para la defensa,
disponer tropas para guarnecerlas y colocar a la ciudad en cabal
estado de defensa para la eventualidad de un asedio.

Lo que el demos ateniense sintió e hizo en aquella


horrenda hora del año 405 a. de C. debió sentirlo y hacerlo el
último rey de Asiría en 612 a. de C, al recibir la noticia de
que sus aliados escitas, que habían sido su última esperanza
de salvación terrena, se habían pasado al enemigo y que las
fuerzas unidas de la coalición hostil se cerraban
irresistiblemente en torno a Ní-nive. El resto de la historia no
es el mismo en los dos casos; pues el demos ateniense
capituló y fue perdonado por la generosidad de sus
vendedores, en tanto que el rey Sin-shar-ishkun soportó el
asedio en Nínive, resistiendo hasta el más amargo final, y
pereció con su pueblo cuando la ciudad fue tomada al tercer
asalto. De este modo, el destino que imprecara Asurbanipal
abrumó a su sucesor y no fue conjurado siquiera por la tardía
contricción de Asurbanipal ni por su parcial conversión de
las obras de la guerra a las artes de la paz. La docta
biblioteca de literatura babilónica de Asurbanipal, museo
asirio de una cultura que el militarismo asirio agostara, y sus
exquisitos bajorrelieves —dibuja-
84 Arnold J. Toynbee
dos por vigorosos artistas asirlos y descriptivos de la
científica mortandad de hombres y bestias por la técnica
militar asiría— habían hecho de Nínive por el año 612 a. de
C. una tesorería no del todo incomparable con la Atenas de
405-404. Los tesoros de Nínive fueron sepultados bajo sus
ruinas para que enriqueciesen a una posteridad remota en el
apogeo vital de una civilización que no cuenta a la Sociedad
Babilónica entre sus pre-desores. Pero si Nínive pereció en
tanto que Atenas sobrevivía, es porque ya Asiria se había
suicidado antes de que la sorprendiese su destrucción
material. Los claramente probados progresos que el
lenguaje arameo hiciera a expensas del acadio nativo en la
propia tierra asiria durante el último siglo y medio de la
existencia de Asiria como estado, demuestran que el pueblo
asirio iba siendo pacíficamente suplantado por los cautivos
del arco y la lanza asirios en una época en que su poderío
militar se hallaba en el cénit. La despoblación fue el precio
que hubo que pagar por el militarismo, y fue un precio que
finalmente resultó tan ruinoso para el ejército como para el
resto del cuerpo social asirio. El indomable guerrero que
permanece acorralado en la brecha ninivita en 612 a. de C,
era «un cadáver con armadura», cuya figura ahora sólo se
mantenía erecta por la rigidez del equipo militar con que
este felo de se se asfixiara ya hasta la muerte. Cuando las
bandas asaltantes de medos y babilonios llegaron hasta
aquella envarada y amenazante figura y la precipitaron,
resonante y rechinante, desde la morena de arruinada
mampostería al foso, no sospechaban que aquel terrible
adversario no era ya un hombre vivo en el momento en que
le asestaban el audaz y, aparentemente, decisivo golpe.
5. La aflicción de Nínive: Carlomagno
y Timur Lenk

Hemos dibujado de cuerpo entero nuestro retrato del


militarismo asirio por tratarse del prototipo de muchos
memorables ejemplos de la misma aberración. El cuadro del
«cadáver con armadura» evoca la imagen de la falange
espartana en el campo de batalla de Leuctra en 371 a. de C.
El irónico destino del militarista, que tan inmoderado es en
imponer guerras de destrucción a sus vecinos que se inflige a
sí mismo involuntaria destrucción, recuerda la ruina que se
proporcionaran también a sí mismos los carolingios o los
timúridas, que construyeron grandes imperios sobre la
agonía de sus víctimas sajonas o persas sólo para proveer de
ricos despojos a los escandinavos o a los aventureros usbecos
que vivieron para ver a los constructores de imperios pagar
su imperialismo cayendo de la dominación mundial a la
impotencia dentro del lapso de una simple vida.
Otra forma de suicidio que el ejemplo asirio trae a la
mente es la autodestrucción de aquellos militaristas —así se
trate de bárbaros o de pueblos de alta cultura con capacidad
de dar mejor empleo a sus talentos —que violentan y
disuelven algún estado universal u otro gran im-
85
86 Arnold J. Toynbee
perio que ha venido dando un período de paz a los pueblos
y a las tierras sobre las cuales tendiera su égida.
Cruelmente, los conquistadores rasgan en jirones el manto
imperial a fin de exponer a los millones de seres humanos,
antes cobijados por él, al terror de las tinieblas y a la
sombra de la muerte; pero la sombra desciende
inexorablemente sobre los criminales no menos que sobre
sus víctimas. Desmoralizados al día siguiente de su victoria
por el esplendor y la magnitud de su premio, estos nuevos
amos de un acosado mundo son capaces, como los gatos de
Kilkenny, de ejercer uno contra otro «el amistoso oficio»,
hasta que no quede en la pandilla un solo bandolero con
vida para gozar de la rapiña.
Podemos observar cómo los macedonios, después de
invadir el Imperio Aqueménida y presionar, hasta más allá
de sus remotas fronteras, en la India, durante los once años
que siguieron al paso de Alejandro por el Helesponto,
vuelven luego sus 2rmas para combatirse entre sí con igual
ferocidad durante los cuarenta y dos años transcurridos entre
la muerte de Alejandro en 323 antes de Cristo y la derrota de
Lisímaco en Curuoedión en 281 a. de C. La torva hazaña fue
repetida mil años más tarde en otro episodio de la historia
siríaca, cuando los primitivos árabes musulmanes emularon
—y de este modo se perdieron— la empresa
helenomacedónica invadiendo en doce años los dominios
romanos y sasánidas del Asia sudoccidental en una
extensión territorial casi tan vasta como la que en once años
conquistara Alejandro a los aqueménidas. En el caso árabe,
los doce años de conquista fueron seguidos por veinticuatro
de contiendas fraticidas que comienzan con el asesinato del
califa Ot-mán en 656 y culminan en el martirio del nieto del
profeta, Hassan, en 680. Una vez más, los conquistadores
del Asia sudoccidental caen bajo sus propias espadas; y la
gloria y provecho de reconstruir el estado universal siríaco
que Alejandro destruyera, son dejadas a los usurpadores
omeyas y a los abasidas intrusos, en vez de recaer sobre
aquellos compañeros y descendientes del profeta cuyas
conquistas relámpago habían preparado el camino. El nuevo
mundo presenta el mismo espectáculo
Guerra y civilización 87
cuando aztecas e incas caen ante los españoles. Los con-
quistadores españoles de México y del estado universal
andino invaden dos continentes —desde Florida hasta el
istmo y desde el istmo hasta Chile— tan sólo para luchar
sobre los despojos tan ferozmente como los compañeros de
Mahoma o los compañeros de Alejandro; y en su tumba no
fue el macedonío señor de la guerra más impotente en el
mantenimiento de la disciplina entre las tropas que antaño lo
siguieron en la batalla, que el monarca vivo de Madrid en la
imposición de la paz regia a los aventureros que le rendían
nominal pleitesía al otro lado del Atlántico. También los
bárbaros que invadieron las abandonadas provincias del
decadente Imperio Romano denunciaban la misma vena
suicida del militarismo asirio. Los visigodos fueron abatidos
por los francos y los árabes; la morralla de los «estados-
sucesores» ingleses en Bretaña fue devorada por Mercia y
Wessex; los merovingios fueron desalojados por los
carolingios, y los omeyas por los abasidas. Y este final
suicida de nuestro clásico ejemplo de una «edad heroica» es
característico, en alguna medida, del fin último de todos los
vólkemoanderungen 28 que han invadido los dominios de
otros estados universales decrépitos.
Hay otra especie de aberración militarista cuyo prototipo
también podemos encontrar en el militarismo asirio, si
consideramos a Asiría, no como una entidad artificialmente
aislada, sino en su propio marco como parte integrante de un
más vasto cuerpo social, que hemos llamado la Sociedad
Babilónica. Como vimos ya, en este mundo babilónico
Asiría se hallaba encargada de la misión especial de servir
como marca, con el deber primordial de defender, no sólo a
sí misma, sino al resto de la sociedad en que vivía, de la cual
recibía su ser, contra las depredaciones de los bárbaros
montañeses del oriente y el norte y la agresividad de los
pioneers árameos de la Civilización Siríaca que la
amenazaban desde los opuestos puntos cardinales. Al
establecer una marca de ese tipo asirio fuera de una
estructura social previamen-
Migracioncs de pueblos. (N. del T.)
88 Arnold J. Toynbce

te indiferenciada, la sociedad debía beneficiarse en todos


sus miembros; pues si bien la marca misma resulta
estimulada en la medida en que responde con éxito al
desafío —con el que ahora se encara— de resistir a las
presiones externas, el interior —protegido ahora por la
marca— se alivia de la presión en grado correspondiente,
quedando así libre para enfrentarse con otros desafíos y
cumplir otras tareas. Esta división del trabaio es saludable
en tanto la frontera continúe enderezando exclusivamente
todas sus hazañas militares específicas a la misión que se le
encomendara de repeler al enemiao externo. Mientras se
empleen con este objetivo social-mente legítimo, las
virtudes militares no tienen porqué ser socialmente
destructoras, lo que no impide aue la necesidad de ponerlas
en acción sea un testimonio lamentable de las
imperfecciones de la naturaleza humana en estas
generaciones de hombres que han puesto sus pies sobre los
más bajos peldaños de la escalinata de la civilización
durante los últimos seis mil años. Pero aquellas virtudes,
tales como son, se transforman fatalmente en el vicio del
militarismo —en su siniestro sentido—, si alguna vez el
centinela de la frontera vuelve las armas, aue aprendiera a
emnlear contra el intruso del otro lado de la marca, contra
los miembros de la propia sociedad, a los que correspondía
defender y no atacar.
Lo pernicioso de esta aberración no es tanto que exponga
a la sociedad como un todo a los asaltos de un enemigo
externo que el guarda de frontera tiene hasta ahora en jaque;
pues rara vez este centinela se volverá contra sus propios
parientes y amigos mientras no haya establecido tan grande
ascendencia sobre sus adversarios naturales que sienta libres
las manos para otras fechorías y estimuladas sus ambiciones
para apuntar a mayores objetivos. Desde luego, cuando una
marca se rebela y desgarra el interior de su propia sociedad,
habitualmente se las arregla para mantener alejado al
enemigo externo con su mano izquierda mientras promueve
una guerra fraticida con la derecha. El perjuicio letal de este
extravío de las energías militares reside no tanto en abrir las
puertas a un invasor extranjero —aunque a veces
Guerra y civilización 89
sea ésta, al final, una de las consecuencias incidentales—
cuanto en la traición a una confianza y en la precipitación de
un conflicto intestino entre dos partidos cuya relación natural
es la de vivir unidos. Una marca, cuando se vuelve contra su
propio interior, toma la ofensiva en lo que realmente es una
guerra civil; y es notorio que las guerras civiles se libraron
siempre con mavor amargura y ferocidad que cualesquiera
otras. Esto explica la importancia de las consecuencias
postreras que siguieron a la acción de Teglatfalasar III en
745 antes de Cristo, cuando volvió sus ejércitos asirios
contra Babilonia en vez de continuar empleándolos
exclusivamente contra Nairi y Aram, que era su legítimo
campo; y podemos ver, examinando otros ejemplos que el
prototipo asirio nos trae a las mientes, que el desenlace de la
subsiguiente guerra asiriobabilónica de cien años, por
catastrófico que fuera, no fue peculiar de este caso concreto.
La aberración de la marca que se vuelve contra el interior es,
en su naturaleza auténtica, desastrosa para la sociedad toda;
v es especialmente destructora para el partido responsable
del primer acto de violencia. Cuando un perro oveiero, que
ha sido criado v educado para ser compañero de las oveias
cae en el étbos v la conducta de los lobos cuva misión fue
cazar, y traiciona la confianza asolando a las ovejas por
cuenta propia, produce mayor estrago que el que pudiera
hacer un auténtico lobo si un leal perro ovejero le anduviese
a la zaga; pero al mismo tiempo, no es el rebaño el que más
duramente sufre la catástrofe que sigue a la traición del perro
ovejero. El rebaño es diezmado, pero sobrevive; el perro es
eliminado por su ofendido amo; y el guarda de frontera que
se vuelve contra su propia sociedad, se condena a sí mismo a
inexorable destrucción porque va contra la fuente misma de
que surge su propia vida. Es semejante al brazo armado con
espada que hunde la hoja en el cuerpo del cual es miembro;
o como el leñador que poda la rama en que se asienta y cae
con ella al suelo en tanto que el mutilado tronco permanece
en pie.
Acaso fuera un sentido intuitivo de la perversidad de
90 Arnold J. Toynbce

este extravío de las energías lo que moviera a los austra-


sianos a protestar tan vehementemente en el año de 754
contra la decisión de su señor de la guerra, Pipino, de
responder al llamamiento a las armas del papa Esteban
contra sus hermanos lombardos. El papado había vuelto sus
oios hacia aquella potencia transalpina y espoleado la
ambición de Pipino, ungiéndolo rey en 749, y coronándolo
en vísperas de la proyectada expedición italiana, porque, en
la generación de Pipino, Austrasia se había distinguido por
sus proezas, sirviendo de marca a la Cristiandad Occidental
en dos frentes: contra los bárbaros sajones paganos en la
«tierra de nadie» de la Europa septentrional, v contra los
árabes musulmanes, conquistadores del África
noroccidental y de la península ibérica, que presionaban
ahora a través de los Pirineos. En 754, los austrasianos
fueron invitados a distraer sus energías de los campos en
que justamente encontraron hasta entonces su verdadera
misión, y a imponer a los lombardos de Italia el mismo
destino que los ejércitos austrasianos impidieran a árabes y
sajones imponer a los francos de Galia. Los recelos
despertados entre las tropas austrasianas por esta aventura
italiana demostraron con los hechos estar más justificados
que el apetito d?l jefe; pues desovendo las objeciones de sus
satélites, el rey Pipino forjó el primer eslabón de una cadena
de compromisos militares y políticos que ligaría a Austrasia
a Italia cada vez más estrechamente. La campaña italiana de
Pipino contra Astulfo en 755 y 756 conduce a la campaña
italiana de Carlomagno contra Desiderio en 773-4, a
despecho de los esfuerzos que hiciera la reina Bertrada,
madre de Carlomagno y viuda de Pipino, para reparar la
brecha que, contra la voluntad de su pueblo, abriera el rey
Pipino entre francos y lombardos. Cuando Bertrada arregló
el matrimonio de su hijo, que había sucedido ahora a su
padre, Pipino, con la hija del sucesor de Astulfo, Desiderio,
Carlomagno repudió a su esposa lombarda, Desiderata, y
realizó las ambiciones de su propio padre, conquistando
inmediatamente el reino del padre de su esposa. Pero el
hecho de que Carlomagno se apoderara de la corona
lombarda no arregló
Guerra y civilización 91
la cuestión italiana ni relevó a la potencia transalpina de sus
inquietudes ultramontanas. Al abolir la independencia del
Reino Lombardo, Carlomagno echó sobre su propia casa la
responsabilidad de defender y controlar al papado; y su
protectorado del Ducatus Romanus lo mezcló en posteriores
complicaciones con los principales lombardos, y las
avanzadas romanas en el sur de Italia. Incluso cuando, en la
cuarta de las expediciones que se vio obligado a hacer a
Roma, alcanzó el apogeo de su éxito exterior siendo
coronado por el papa y aclamado como Augusto por el
pueblo romano, el honor le costó el disgusto de un conflicto
diplomático con la corte de Constantinopla, que se prolongó
por más de diez años. El justo veredicto sobre la política
italiana de Carlomagno nos lo da el cundro cronológico de
los hechos de su reinado, que muestra cómo aquellos
compromisos ultramontanos lo distrajeron repetidamente —y
muy a menudo en momentos críticos— de su primordial em-
presa militar, que era la prosecución de la Gran Guerra
Sajona. Después de arrojar el guante a los sajones invadiendo
el interior de su país en 772, Carlomagno desaparece tras los
Alpes durante los dos años siguientes, dejando así abierto el
camino para la conquista de Hes-sen por los saiones en 774.
Además, el presunto golpe decisivo de 775-6 hubo de
aplazarse en la primavera de este último año, mientras el
destructor de los sajones partía en una segunda expedición
ultramontana para sofocar la rebelión encabezada por
Hrodgau, duque lombardo de Friuli. A la mitad de la
siguiente y más formidable etapa de la guerra, en la que los
saiones estuvieron conducidos durante ocho años —777-85
—'por Wi-dukind, capitán cuya estrategia era la ofensiva
defensiva, Carlomagno hubo de hacer su tercera visita a
Italia y la segunda a Roma; y la tremía en la Guerra Sajona
que siguió a la sumisión de Widukind en 785 no dio reposo a
los eiércitos austrasianos, pues en 787 Carlomagno hubo de
hacer su tercera visita a Roma, dirigir una expedición sin
consecuencias contra el ducado lombardo de Benevento e
imponer su autoridad, con una demostración de fuerza
militar, a sus antiguos amigos
92 , Arnold J. Toynbee

lombardos y a sus propios alborotados vasallos bávaros. La


cuarta y última etapa de la Guerra Sajona, en la que los
conquistados pero no doblegados bárbaros hacen un
desesperado y prolongado esfuerzo por liberarse del yugo
austrasiano con la ayuda de los frisios —niteban-tur 792-
804—, se desarrollaba durante la cuarta visita de
Carloma.qno a Roma, que era la quinta que hiciera a Italia,
en 800-1.
Esta guerra de atrición contra los sajones debilitó gra-
vemente el poderío carolingio. La debilidad se reveló con la
disolución del Imperio Carolingio a la muerte de Car-
lomagno y en la revanche tomada por los escandinavos a
cuenta de los sufrimientos sajones —contraataque iniciado
antes de aue muriera el conquistador austrasiano de los
sajones. Debe recordarse también que el frente sajón allende
el Rin no era la única frontera de la Cristiandad Occidental
de la aue fuese responsable Austrasia; era también el
centinela de la frontera ánbe allende los Pirineos: y
Carlomagno, cuando salió al Reino Lombardo y redujo a los
bávaros a la obediencia, heredó de sus vencidos adversarios
la guarda de una tercera frontera: el frente de Avar, allende
los Alpes estirios. En el segundo año de su guerra a muerte
con Widukind, pudo haber sido inevitable que Carlomagno
fuese arrastrado a la expedición transpirenaica que tan
lamentablemente concluvó en Roncesvalles; pero, teniendo
que mantener un frente transpireinaico y un frente transre-
nano, y con el descontento siempre latente en Aquitania, es
evidente que Carlomagno no podía permitirse contraer
nuevos compromisos en el lado italiano de los Alpes; y su
política italiana resultó suicida cuando, como de hecho
sucedió, se la combinó con un ambicioso movimiento más
allá del doble frente transalpino que la gran Austrasia
militarista heredara de sus antepasados. La carga que
inconsideradamente se impusiera a sí mismo Carlomagno
con sus cinco expediciones italianas fue lo que agravó hasta
el punto de fractura la presión que pesaba sobre las espaldas
de Austrasia.
Si Carlomagno quebrantó los lomos de Austrasia vol-
viendo sus armas contra el interior lombardo y bávaro
Guerra y civilización 93
de una naciente Cristiandad Occidental cuando a ésta le era
indispensable toda su fuerza para la terrorífica lucha contra
los sajones allende la línea renana, Timur, en modo
semejante, quebró la espada de su propia Transo? xania,
dispersando en expediciones sin objeto al Irán, al Irak, a la
India, a Anatolia, a Siria las escasas reservas de la fuerza de
Transoxania, que hubiera debido concentrar en el
cumplimiento de su propia misión: imponer su paz a los
nómadas eurasiáticos.
En el curso de dieciocho años —1362-80— de extenuante
campaña, Timur había rechazado los intentos hechos por los
nómadas de Chaghatay para conquistar los oasis
transoxianos; asumido a su tumo la ofensiva contra los
chasqueados invasores en su suelo nativo de «Mogolistán», y
redondeado sus propios dominios en la marca eurasiática del
mundo iránico, liberando el oasis de Kiva, en el Oxo inferior,
de los nómadas dependientes de Juji. Al completar esta gran
tarea en 1380, Timur tenía a su alcance un premio todavía
mayor: nada menos que la sucesión del imperio eurasiático
de Gen-ghis Kan; pues en la época de Timur los nómadas
eurasiáticos se hallaban en retirada en todos los sectores de
la larga frontera entre el Desierto y el Sembrado. Mientras
Timur alcanzaba su victoria sobre las hordas del
«Mogolistán» y Kipchak en el sector situado entre los
Pamires y el Caspio, los moldavos, lituanos y cosacos
desmembraban el territorio de Juji en el extremo opuesto de
la enorme ensenada occidental formada por la estepa entre
las Puertas de Hierro del Danubio y las cataratas del
Dniéper; los moscovitas se desembarazaban del yugo de la
horda kipchaka; y los chinos expulsaban a los kha-qanes
mongoles —rama menor de la casa de Genghis Kan y
señores nominales de todas las heredades genghisi-das— de
Pekín, capital de Kubilai, a una tierra de nadie allende el
costado exterior de la Gran Muralla, de donde
originariamente procedían aquellos nómadas intrusos. En
todos los sectores, los nómadas se hallaban en retirada y el
inmediato capítulo en la historia de Eu-rasia sería una carrera
en que los resucitados pueblos sedentarios se disputarían
como premio la herencia de
94 Arnold J. Toynbcc
Genghis; los moldavos y lituanos se hallaban demasiado
remotos para participar en la carrera; los moscovitas se
aferraban a sus bosques y los chinos a sus campos; los
cosacos y los transoxianos eran los únicos competidores que
habían logrado adaptarse a la estepa sin desarraigar las
bases sedentarias de su propia forma de vida. Cada uno a su
manera, habían adquirido algo de la fuerza del nomadismo
para combinarlo con el vigor de una civilización sedentaria.
Un observador agudo hubiese pensado, en 1380, que la
victoria en la carrera por el dominio de Eurasia se hallaba
entre aquellos dos competidores y que, en aquel momento,
el transoxiano tenía según todas las apariencias, muchas
más posibilidades, pues, aparte de ser más fuerte y de
hallarse más próximo al corazón de la estepa, era el primero
en el campo ya que, como campeón reconocido de la
Sunnah, contaba con partidarios potenciales entre las
sedentarias comunidades musulmanas que eran las
avanzadas del Islam en la linde opuesta de la estepa: en
Khazan y Krim, por un lado, y en Kansu y Shensi por el
otro.
Por un momento, Timur pareció apreciar su oportunidad
y aferrarse resueltamente a ella. La guerra civil entre las
facciones rivales de la horda kipchaka, que permitiera a
Timur la conquista de Kiva y a los moscovitas asegurar su
independencia, fue aprovechada oportunamente por Timur
para un fin más ambicioso que el de la mera adquisición de
una simple provincia fronteriza. Intervino entonces en los
asuntos internos del Kip-chak. dando su apoyo a uno de los
pretendientes rivales, Tokatmysh; gracias a la ayuda de
Timur, aquél pudo unir, en el curso de los años 1378-82,
toda la heredad de Juji bajo su propia jefatura, reducir
nuevamente a los moscovitas a la obediencia con la toma e
incendio de la propia Moscú e infligir una grave derrota a
los lituanos. Todo esto fue realizado por Tokatmvsh como
vasallo de Timur, y el resultado fue convertir a éste, directa
o indirectamente, en amo de toda la región occidental de la
estepa eurasiática con sus sedentarias dependencias
circunvecinas, desde el Irtish hasta el Dniéper y desde los
Pamires hasta los Urales. No obstante ello,
Guerra y civilización 95
en esta coyuntura el conquistador transoxiano de la tierra de
nadie eurasiática se revolvió repentinamente, dirigió sus
armas contra el interior del mundo iranio y consagró los
restantes veinticuatro años de su vida a una serie de
infructuosas y destructoras campañas en este sector. Incluso
cuando Tokatmysh, envalentonado al ver a su soberano
escapar por la tangente, lo hizo volver inadvertidamente a su
propio campo mediante un audaz acto de agresión, Timur se
obstinó en reanudar su nueva carrera tan pronto como se
deshizo de aquel estorbo en Kipchak, en una campaña de
invierno a través de las estepas que fue el más brillante y
característico tour de ¡orce en toda la historia del capitán
transoxiano.
Una breve exposición de los anales de los últimos
veinticuatro años de la vida de Timur, mostrará con cuánta
persistencia rechazó, a todo lo largo de este lapso de casi un
cuarto de siglo, una oportunidad que tuviera en sus manos
en el momento de transición de la primera a la segunda
etapa de su carrera
Con la sola excepción de una expedición punitiva rea-
lizada en 1383-4 contra un todavía rebelde kan Cha-ghatay
en el «Mogolistán», Timur empleó los siete años corridos de
1381 a 1387 en la conquista del Irán y la Transcaucasia. Ni
siquiera tomó nota de un choque ocurrido entre sus propias
tropas y las de Tokatmysh en Azerbaiján en 1385; y a
comienzos de 1388 se hallaba en Fars, a punto de completar
su conquista de la meseta irania, cuando urgentemente fue
llamado a Samarkanda: Tokatmysh había invadido Kiva y
Transoxania. La aplastante victoria que obtuviera sobre
Tokatmysh en Urtapa, en la linde opuesta de la estepa
kipehaka, volvió a poner en manos de Timur, en 1390, la
oportunidad que se le presentara en 1380 y que desdeñara
desde 1381. Esta vez, se hallaba en condiciones de llegar a
ser el amo directo de Kipchak y de todas sus dependencias.
Además, desoués de su triunfal regreso a Samarkanda desde
Kipchak a comienzos de 1392, pudo pisotear los últimos
rescoldos de rebelión en el «Mogolistán» y establecer de-
finitivamente su soberanía sobre la horda Chaghatay. Ahora
tenía a Eurasia a sus pies; pero en vez de déte-
96 Arnold J. Toynbee

nerse a recoger el premio, partió de nuevo aquel verano, en


dirección opuesta, precisamente hacia Fars —es decir, el
punto de su carrera en el cual se viera obligado a desistir de
conquistar el Asia sudoccidental en 1388— y procedió
sistemáticamente a subyugar el Irak, Armenia y Georgia. En
el curso de su famosa «campaña de cinco años» —julio de
1392-julio de 1396—, una vez más, y a despecho de sí
mismo. Timur fue distraído de su propósito por una nueva
incursión de Tokatmysh en Trans-caucasia en la primavera
de 1395. La contraofensiva de Timur lo llevó a través del
Cáucaso, el Terek y la estepa hasta Moscovia; pero en 1396
volvió sobre sus pasos desde Kipchak hasta el Asia
sudoccidental, y regresó a Samarkanda a través del Irán.
Del verano de 1396 a la primavera de 1398, reposa Timur
en Samarkanda de sus devastadoras tareas; pero esta pausa
no fue seguida por una consolidación o extensión de su
dominio sobre Eurasia. Habiendo completado ya la
pulverización del corazón del mundo iranio —del que él
mismo era hijo—, se dedicó luego a asolar sus extremidades
del sudeste y el noroeste, en donde los príncipes Taghlaki
del Hindustán y los osmanlíes de Rum extendían por aquella
época el dominio iranio a expensas del mundo hindú y de la
Cristiandad Occidental, respectivamente. Los emires de
Timur objetaron el cruce del Hindú Kush y el ataque a sus
propios parientes y correligionarios turcos de la India con la
misma vehemencia con que los satélites de Pipino objetaran
en circunstancias similares, el paso de los Alpes y el ataque
a sus parientes lombardos de Italia; pero Timur, como
Pipino, hizo prevalecer su voluntad. La campaña hindú lo
mantuvo ocupado desde la primavera de 1398 hasta la
primavera del año siguiente; y en el otoño de 1399 partía de
nuevo para la que habría de ser la más famosa, si no
realmente más brillante etapa de su carrera militar: una
segunda campaña de cinco años que «incluye su encuentro
con el filósofo magrebí Ibn Khaldun en Damasco, en 1401,
y la derrota y captura del sultán otomano Bayace'o Yilderim
en 1402.
De regreso a Samarkanda en julio de 1404, Timur se
Guerra y civilización

97

hallaba de nuevo en el sendero de la guerra en noviembre; y


en esa circunstancia, por primera vez en veintitrés años,
volvía deliberadamente la mirada en una dirección propicia;
pues su objetivo, esta vez, era China; y aunque pueda
dudarse, a la luz de sus hazañas en el Asia sudoccidental, de
que hubiese podido repetir inmediatamente la proeza
mongólica de conquistar China —empresa que insumió a los
mongoles mismos setenta años para llevarla a término
(1207-1277)—, con todo, esta última campaña de Timur, si
éste hubiese vivido para realizarla, hubiera tenido durables
consecuencias de importancia histórica; pues incluso una
incursión transitoria en China habría dejado a Timur en
posesión permanente de los sectores orientales de la frontera
sureña de la estepa eurasiática con la cuenca del Tarim en
Manchuria; y esto habría colocado la totalidad de la estepa
en su poder. En todo caso, entramos aquí en el reino de la
conjetura; pues ni siquiera un militarista favorecido por tan
benéfica estrella como Timur puede luchar impunemente
treinta y tres años. En su campaña china, no había llegado
más allá de Utrar cuando la muerte lo llamó.
El engaño a que Timur se induce a sí mismo es un
ejemplo supremo del carácter suicida del militarismo, como
se verá al comparar este fracaso' con el de Car-lomagno.
En ambos casos, el intento de conquista del interior por la
marca fue efímero, y naturalmente es raro que una
comunidad relativamente retrógrada logre asimilarse, por el
crudo expediente de la conquista militar, otra comunidad que
se halla más avanzada en el mismo sendero de civilización.
Como la dominación transoxiana que Timur impuso por la
fuerza de las armas al Irán y al Irak, la dominación
austrasiana impuesta por Carlo-magno a Lombardía y
Bavaria se disipó tras la muerte del conquistador. No
obstante ello, los efectos del militarismo de Carlomagno no
fueron del todo transitorios; pues en cierto modo su imperio
permaneció unido por tres cuartos de siglo después de que
fuera removida su mano; y los destinos de las diversas
partes sufrieron
Toynbee, 7
98 Arnold J. Toynbee

un cambio permanente en virtud de su unión en un solo


cuerpo social que vivió, bajo la forma de una Respublica
Christiana, mucho después de evaporarse la fuerza militar
mediante la cual se fraguara originalmente la unión. En
cambio, el imperio de Timur no sólo fue de más corta
duración que el de Carlomagno sino que careció de toda
consecuencia social de carácter positivo. Al occidente de las
Puertas Caspianas se disolvió en 1405 con la noticia de la
muerte de Timur; en Jorasán y Transoxania se quebró en
débiles y enconados fragmentos tras de la muerte del shah
Rukh, acaecida en 1446; y la única consecuencia discernióle
es totalmente negativa. Arramblando con todo lo que
encontraba en su camino, a fin de correr temerariamente
hacia su propia destrucción, el imperialismo de Timur
creaba simplemente un vacío político y social en el Asia
sudoccidental; y este vacío condujo eventualmente a
osmanlíes y safavíes a entrar en una colisión que asestó a la
convulsa Sociedad Irania el golpe de muerte.
El haber distraído Carlomagno las energías militares de
Austrasia de las fronteras de la Cristiandad Occidental hacia
el interior fue fatal para la propia Austrasia sin resultar
igualmente fatal para la sociedad de la cual ésta formaba
parte. La expansión de la Cristiandad Occidental a expensas
de los bárbaros de la Europa continental fue eventualmente
aceptada y proseguida por los descendientes de las víctimas
sajonas de Carlomagno, y su expansión a expensas del
mundo siríaco en la península ibérica por un número de
principados locales cristianos occidentales, muchos de los
cua'les eran «estados sucesores» directos del Imperio
Carolingio. El precio que la Cristiandad Occidental hubo de
pagar en estos dos frentes por el militarismo de Carlomagno
fue una pausa que duró poco menos de dos siedos y que
luego fue seguida por tres siglos —circa 915-1275— de
avances adicionales. En el otro caso, el militarismo de
Timur privó para siempre a la Sociedad Iránica de su Tierra
de Promisión en Eurasia.
El despilfarro que hiciera la Sociedad Iránica de la
herencia del mundo nómada se revela en primer térmi-
Guerra y civilización 99

no en el plano religioso. A través de cuatro siglos que


terminan con la generación de Timur, el Islam había venido
estableciendo progresivamente su imperio sobre les pueblos
sedentarios que rodean las costas de la estepa eurasiática y
cautivando a los propios nómadas en donde quiera saliesen
del Desierto para pasar al Sembrado. En el siglo x de la era
cristiana, cuando el poderío militar y político de los
soberanos musulmanes del Califato Abasida se hallaba en
disolución, su religión conquistaba los sedentarios pueblos
turcos del Vol-ga medio y de los oasis de la cuenca del Tarim
y a los nómadas turcos seguidores de los kanes selyúcidas y
de los ilegkanes en la franja transoxiana de la estepa, entre el
mar de Aral y el lago Balkash. Incluso en la última y mayor
irrupción de la üólkerwandertmg posabasida —cuando la
estepa se convulsionó profundamente y arrojó sobre Dar-al-
Islam una horda de nómadas a los que nunca llegara la
irradiación de la cultura islámica y que, antes bien, por su
tinte de nestorianismo fueron hostiles al Islam, cuando se
encontraron con él— el daño ocasionado al Islam por la
persecución espasmódica a que lo condenaran los primeros
khaqanes mongoles, se vio más que compensado por el
servicio no intencional que recibió de la política mongólica
de entremezclar deliberadamente los pueblos y culturas de su
vasto y heterogéneo imperio. Gracias a estos paganos
nómadas señores de la guerra, se propagó el Islam en China,
y esto no sólo en las provincias del noroeste, vecinas al más
viejo dominio islámico de la cuenca del Tarim, sino también
en la nueva provincia de Yunnan, en el remoto sudoeste, que
había sido tomada de la tierra de nadie bárbara y anexada a
China por los ejércitos mongoles. Más tarde, cuando en el
paso del siglo XIII al xiv de la era cristiana los tres territorios
occidentales dependientes del Imperio Mongol —la casa de
Hulagu en Irán, la casa de Juji en la estepa del Kipchak y la
casa de Chaghatay en Transoxania y Zungaria— se
convirtieron, uno tras el otro, al Islam, pareció como si nada
pudiese impedir ya que el Islam fuese la religión de toda
Eurasia; y por la época en que Timur se levantó
100 Arnold J. Toynbee
como campeón de la Sunnah en Transoxania, una «diás-
pora» musulmana que se sembrara a sí misma a lo largo de
las costas occidentales y sureñas de la estepa había
preparado —como ya vimos— el camino para que aquél
recogiese la cosecha de un imperio musulmán paneura-
siático. Es muy significativo el hecho de que la propagación
del Islam en Eurasia, que tan grandes progresos hiciera
hacia la época de Timur, entrase entonces en un período de
inercia. La única ganancia posterior que hiciera el Islam en
este terreno fue la conversión del kanato turco de la Siberia
occidental en alguna fecha inmediatamente anterior a la
conquista cosaca de 1582; y este éxito en un remoto y
atrasado rincón fue poca cosa para que el Islam se
vanagloriase de ella en un momento en que se veía a otra de
las «religiones superiores» cautivar a todo el resto de los
nómadas eurasiáticos que hasta entonces permanecieran en
su primitivo paganismo.
El acontecimiento religioso más importante de Eurasia en
el paso del siglo xvn al xvín fue la conversión de los
mongoles —1576-7— y de sus parientes occidentales los
calmucos —circa 1620— a la forma lamaísta del budismo
mahayánico; y este asombroso triunfo de una reliquia
fosilizada de la vida religiosa de la hacía tiempo extinta
cultura índica, da alguna medida de la profundidad en que
había caído el prestigio del Islam en la estimación de los
nómadas eurasiáticos en los dos siglos transcurridos desde
los días de Timur.
También hizo bancarrota en el plano político la cultura
iránica de que Timur se hiciera campeón antes de
traicionarla. Las sociedades sedentarias que, finalmente,
realizaron la hazaña de domeñar políticamente el noma-
dismo eurasiático, fueron la rama rusa de la Sociedad
Cristiana Ortodoxa y la rama china de la del Lejano Oriente;
y la sentencia de vasallaje que el destino había pronunciado
sobre los nómadas cuando Timur atravesó la estepa en
invierno y aniquiló a Tokatmysh en Urta-pa, en 1391, no fue
ejecutada por manos transoxianas. Fue confirmada cuando,
a mediados del siglo xvn, los cosacos al servicio de
Moscovia y los amos manchúes de
Guerra y civilización 101
China se encontraron inesperadamente al buscar su camino
por opuestas direcciones en torno a la banda norte de la
estepa y libraron su primera batalla por el dominio de
Eurasia en las vecindades de los pasturajes ancestrales de
Genghis Kan en la cuenca superior del Amur. La partición de
Eurasia y la dominación de sus antiguos ocupantes nómadas
por la misma pareja de competidores, fue completada un
siglo más tarde cuando el emperador Chien Lung {imperabat
\12>5-9(>) quebrantó el poder de los calmucos zúngaros en
1755 y dio asilo a los ya quebrantados fugitivos calmucos
torgotes, que venían de los dominios del zar, en 1771. De
este modo se disipó el último aguaje del nomadismo
eurasiático; y cuando moscovitas y manchúes se dividieron
el vasallaje de los kazakos —lastre y despojo de la penúltima
ola que ahora se tendía perezosamente sobre la porción
oriental de la estepa del Kipchak, entre el Irtish y el Yaik—
la totalidad de Eurasia, hasta la linde norteña de los oasis
transoxianos, se encontró bajo el control ruso y chino.
El daño causado por el militarismo de Timur al mundo
iránico, incluida en éste la propia patria transoxiana del
conquistador, no se detuvo en la pérdida de un campo
potencial para la expansión a través de la estepa eu-rasiática
y en torno a ella. La condenación definitiva del destructor
militarismo que se apoderó de Timur durante los últimos
veinticuatro años de su carrera, se hallará en el hecho de que,
además, de ser infructuoso en sí mismo, llevaba en realidad
—como lo demostraron sus consecuencias en la tercera y
cuarta generaciones— a la ruina irrevocable de la obra
constructiva a que se dedicara Timur mismo durante
diecinueve años antes de hacer «amok» en 1381. El
libertador de la naciente Sociedad Iránica en Transoxiana
gastó el resto de su vida en consumir tan imprudentemente
las energías que en un comienzo movilizara contra el
nómada intruso, que el mundo al que garantizara contra las
hordas de Cha-ghatay y Juji se halló expuesto, un poco más
de cien años después de la muerte del libertador que se
hiciera militarista, a la reiteración del peligro nomádico bajo
la
102 Arnold J. Toynbce
forma de los usbecos; y en esta emergencia, los epígonos de
la casa de Timur fueron impotentes —herederos como eran
del legado socialmente extenuante de los excesos militares
de Timur— para repetir la proeza original de su antepasado.
El golpe usbeco al corazón del mundo iránico fue parado
eventualmente, no por ningún príncipe timúrida de Farghana
o Jorasán, sino por la nueva potencia safaví de Shah Ismail;
e incluso los ejércitos de éste, que efectivamente impidieron
a los usbecos efectuar nuevos progresos, fueron incapaces
de hacer retroceder a los intrusos hasta la tierra de nadie
eurasiática de donde salieran. Con su base de operaciones
relativamente distante en Azerbaiján y sus grandiosas
ambiciones en el oeste —ambiciones que lo llevaron a una
lucha desigual con los osmanlíes— su poder para
desempeñar el papel de libertador en el frente oriental fue
limitado; y después de expulsar definitivamente a los
usbecos de Jorasán se vio finalmente obligado a dejarlos en
posesión permanente de Transoxania.
Así, pues, siglo y medio después en que Timur se armara
para liberar a su país del dominio de la horda Chaghatay,
Transoxania cayó bajo el yugo de otro enjambre de
nómadas, venidos de remotas rc.qiones, que eran todavía
más bárbaros que los aborrecibles y despreciables «jatah»; y
bajo este yugo la precedente marca eurasiática del mundo
iránico, que una vez sembrara el terror tan poderosamente
como Asiría, estaba destinada a yacer postrada y pasiva por
los próximos trescientos cincuenta años, hasta que, en el
tercer cuarto del siglo xix de la era cristiana, el
campesinado largo tiempo abatido de los oasis transoxianos
obtuvo finalmente el alivio de cambiar a su amo usbeco por
un amo ruso.
Es una curiosa reflexión la de que, si Timur no hubiese
vuelto la espalda a Eurasia y sus armas contra el Irán en
1381, las actuales relaciones entre Transoxania y Rusia
hubieran podido ser exactamente inversas a lo que son en la
actualidad. En esas hipotéticas circunstancias, la Rusia de
hov podía hallarse incluida en un imperio de una extensión
muy semejante a la de la
Guerra y civilización 103
Unión Soviética, pero con un muy diferente centro de
gravedad: un Imperio Iránico en el que Samarkanda regiría a
Moscú, en vez de éste a Samarkanda. Este cuadro
imaginario de un curso alternativo de la historia iránica
puede parecer ridículo porque el curso actual tomó una
dirección muy diferente durante los últimos cuatro siglos. Al
menos, una pintura igualmente extraña puede surgir ante
nuestros ojos si imaginamos un curso distinto de la historia
occidental en el que las consecuencias del militarismo de
Carlomagno hubiesen sido para nuestro mundo tan
totalmente desastrosas como lo fueron para el suyo las del
militarismo de Ti-mur. En esta analogía, veríamos a
Austrasia aplastada por los magiares y a Neustria por los
vikingos en el siglo x; el núcleo del Imperio Carolingio bajo
esta misma dominación bárbara hasta que en el siglo xiv
entrasen allí los osmanlíes para imponer el mal menor de
una civilización extranjera a las abandonadas marcas de la
Cristiandad Occidental.
Así, pues, además de perder la Tierra Prometida, Ti-mur
arruinó su propia obra de liberación del país nativo; pero el
mayor de todos sus actos de destrucción lo cometió contra sí
mismo. Logró inmortalizar su nombre a costa de borrar de la
mente de la posteridad toda memoria de los hechos por los
cuales hubiera debido recordársele siempre. ¿En cuántas
personas de la Cristiandad o del Dar-al-Islam actuales
suscita el nombre de Timur la imagen de un campeón de la
civilización contra la barbarie, que condujo al clero y al
pueblo de su patria a una victoria duramente ganada después
de una lucha de diecinueve años por la independencia? Para
la vasta mayoría de aquellos para quienes el nombre de
Timur Lenk, o Tamerlán, significa algo, ese nombre
conmemora a un militarista que cometió tantos horrores en
el transcurso de veinticuatro años como los que cometiera en
un siglo una sucesión de reyes asirios desde Teglatfalasar III
hasta Asurbanipal inclusive. Pensamos en el montruo que
arrasó literalmente a Is-farain en 1381; que construyó una
fortaleza viviente con dos mil prisioneros y la hizo cubrir
luego de ladri-
104 Arnold J. Toynbec
lio, en Sabzawar, en 1383; que aquel mismo año, en Zirih, apiló en
minaretes 5.000 cráneos humanos; que en 1386 hizo arrojar vivos
por precipicios a sus prisioneros lures; que masacró a 70.000
personas y apiló las cabezas de sus víctimas en minaretes, en
Ispahan, en 1387; que pasó a cuchillo la guarnición de Tankrit, en
1393, repitiendo allí su fantasía arquitectónica; que masacró a
100.000 prisioneros en Delhi, en 1398; que enterró vivos a 4.000
soldados cristianos de la guarnición de Sivas después de su
rendición en 1400; que construyó veinte torres de esqueletos en
Siria en 1400 y 1401, e hizo en Bagdad, en 1401 lo que catorce
años antes hiciera con Ispahan. En espíritus que sólo lo conocen a
través de tales hazañas, Timur logró ser confundido con los ogros
de la estepa; un Genghis, un Atila y sus pares, en contra de quienes
saben que empleó la mejor mitad de su vida en pelear una Guerra
Santa. La megalomanía del loco homicida cuya única idea es
impresionar la imaginación de la humanidad con la sensación de su
poderío militar, haciendo de éste un horrendo abuso, está
brillantemente expuesta en las hipérboles que el poeta inglés
Marlowe pone en boca de su Ta-merlán:

Con cadena de hierro pongo coto a los Hados,


Y voltea mi mano la rueda de la Fortuna,
Y antes caerá el Sol de su Esfera Que
morir Tamerlán o ser vencido...

El Dios de la guerra resigna en mí su reino,


Designándome Generalísimo del mundo;
Viéndome armado, Júpiter palidece y desmaya,
Temeroso de que mi poder lo arroje de su trono.
Dondequiera que voy, las fatales hermanas sudan,
Corriendo, implacables y mortíferas, de un lado a otro
Para rendir su incesante tributo a mi espada...
Millones de almas yacen en las riberas de la Estigia,
Esperando regrese la barca de Caronte,
Averno y Elíseo pululan de fantasmas humanos
Oue allí envié desde diversos campos de batalla
Para que esparciesen mi fama por el infierno y por el cielo...
Tampoco se me ha hecho Archimonarca del mundo,
Coronado e investido por mano de Júpiter,
Por liberalidad o por razones de cuna;
Guerra y civilización 105
Mas como ejerzo un nombre mayor,
Azote de Dios y terror del mundo,
Debo aplicarme a merecer tales títulos
En guerra, en sangre, en muerte, en crueldad...
Deseo persistir en ser terror del mundo,
Haciendo que los Meteoros, que como hombres armados
Vemos marchar sobre las torres del cielo,
Corran dando lanzadas por el firmamento
Y rompan en el aire sus llameantes lanzas
En homenaje a mis maravillosas victorias.

Examinando las carreras de Timur y Carlomagno y de los


reyes de Asiría de Teglatfalasar III a Asurbanipal, hemos
observado el mismo fenómeno en los tres casos. Las proezas
militares que una sociedad estimula entre sus hombres de
frontera para su defensa contra los enemigos externos, sufren
una siniestra transformación —en la enfermedad moral del
militarismo— cuando se las desplaza de su campo propio,
que es la tierra de nadie allende la línea, y se vuelven contra
la propia hermandad de los centinelas en el interior de un
mundo al que tienen por misión proteger y no devastar.
Muchos otros ejemplos de esta destructora enfermedad
social se presentarían fácilmente a nuestro espíritu.
Podríamos pensar en Mercia volviendo contra los otros
«estados sucesores» ingleses del Imperio Romano en
Bretaña las armas que aguzara en el cumplimiento de su
función primordial de marca inglesa contra Gales; en el
reinado inglés de los Plantagenet tratando de conquistar en la
Guerra de los Cien Años el reino hermano de Francia en vez
de cuidar de sus asuntos propios extendiendo las fronteras de
su madre común, la Cristiandad Latina, a expensas de la
«franja celta»; y en Roger, el rey normando de Sicilia,
empleando sus energías militares en la expansión de sus
dominios en la Italia central —a expensas de los ducados de
la Lom-bardía del sur, del Sacro Imperio Romano y de los
Estados Papales— en vez de dedicarse a adelantar la obra de
sus antepasados de extender las fronteras de la Cristiandad
Occidental en el Mediterráneo, a expensas de la Cristiandad
Ortodoxa y del Dar-al-lslam. En el mundo mexicano, vemos
a los aztecas aniquilando a los tolte-
106 Arnold J. Toynbce
cas, de quienes recibieran su propia iniciación en la cultura
mexicana, en vez de limitarse a su misión de vigilar la
frontera norte contra los salvajes inconversos chi-chimecas.
En el mundo andino vemos a los incas dirigir sus energías
al avasallamiento de sus vecinos de las tierras bajas de la
costa y sus vecinos de las mesetas ecuatorianas, que eran
sus coherederos en el legado de la Civilización Andina, en
tanto que oponían escasa resistencia contra los peligrosos
salvaies de la Amazonia o los valientes bárbaros del sur de
Chile y de las oampas, a los que les correspondía mantener
a rava. De igual manera, las avanzadas micénicas de la
Civilización Mi-noica en el continente europeo,
deslustraron las hazañas que realizaran defendiéndose de
los bárbaros continentales al volverse contra la madre Creta
y desgarrarla; y los macedonios y los romanos, cuva
función en el mundo helénico era servir de centinelas de las
marcas contra los mismos bárbaros, cometieron a su vez el
mismo crimen que los micenios cuando lucharon contra sus
vecinos y, finalmente, entre sí por el premio ilegítimo de
una hegemonía panhelénica. En el mundo chino, el papel de
Roma estuvo representado por Tsin, frontera occidental
contra los montañeses bárbaros de Shensi y Shansi y contra
los nómadas de la estepa eura-siática, cuando sus príncipes
entraron en la arena que ellos mismos formaran en el
interior y dieron allí even-tualmente el golpe de gracia en la
lucha entre los estados contendores.
En el mundo egipcíaco, la clásica marca del sur, en la
sección del valle del Nilo inmediatamente después de la
primera catarata, se adiestró en las armas cumpliendo su
deber de contener a los bárbaros nubios del Nilo superior
tan sólo para revolverse luego contra las comunidades
egipcíacas del interior y aprovechar su superioridad militar
para establecer por la fuerza el Reino Unido de las Dos
Coronas. Este acto de militarismo, que era a la vez hechura
y destrucción de la Civilización Egipcíaca, fue descrito por
su autor, con toda la franqueza de la autocomplacencia, en
uno de los más remotos documentos egipcíacos que
hayan llegado a
Guerra y civilización 107
manos de nuestros modernos arqueólogos occidentales. La
paleta de Narmer describe el regreso triunfal del señor de la
guerra del Alto Egipto después de su conquista del Bajo
Egipto. Henchido hasta una estatura sobrehumana, el regio
conquistador marcha detrás de una pomposa fila de
portaestandartes hacia una doble hilera de decapitados
cadáveres enemigos, en tanto que, abajo, representado en la
imagen de un toro, pisotea al caído adversario y derriba los
muros de una ciudad fortificada. Se cree que la escritura que
acompaña a estas imágenes enumera un botín de 120.000
prisioneros, 400.000 bueyes y 1.422.000 ovejas y cabras.
En esta horrenda obra del arte arcaico egipcíaco tenemos
toda la tragedia del militarismo, tal como ha sido
representada una y otra vez desde los tiempos de Narmer por
los Senaqueribes y Tamerlanes y Carlo-magnos de veinte
civilizaciones diferentes hasta nuestros propios militaristas
del mundo occidental de hoy. Acaso la más acerba de todas
las representaciones de esta tragedia en su trayectoria de
cerca de seis mil años sea aquella de que se hizo culpable
Atenas cuando la «libertadora de la Hélade» se transformó
en «ciudad tirana», mal empleando en oprimir a sus aliados
y protegidos helénicos el poder naval con que a sí misma se
armara tan poco tiempo antes con el objeto de salvarse —
rescatando a la vez a toda la Hélade— de la agresión de los
aqueménidas. Esta aberración de Atenas acarreó a la
totalidad de la Hélade, no menos que a la propia Atenas, el
nunca reparado desastre de 431-404 antes de Cristo. Y si una
Atenas en armas sucumbió bajo tan craso pecado y con tan
fatales consecuencias, ¿puede ninguna de estas potencias
navales y militares de nuestro mundo occidental moderno
que superan a Atenas en armas tan señaladamente como le
son inferiores en artes, estar segura de preservar su propia
integridad moral?
En todos los ejemplos que hemos recordado en sumario
repaso, el carácter suicida del militarismo es tan evidente
como en los tres casos clásicos sobre los cuales nos hemos
detenido más largamente; y se revela más asombrososo que
nunca cuando el cambio fatal de
108 Arnold J. Toynbce
frente no fue exclusivamente devastador en sus efectos, sino
también incidentalmente constructivo. El desplazamiento de
los ejércitos atenienses y macedónicos de la frontera externa
hacia el interior del mundo helénico fue desastroso para la
Hélade, aunque los militaristas atenienses y macedonios
estuviesen haciendo algo por dotar a la Sociedad Helénica
con el orden político mundial de que todavía se hallaba
necesitada. Los correspondientes cambios de frente
realizados por Roma, Sin y los Incas fueron igualmente
desastrosos para sus respectivas sociedades a pesar del
hecho de que en cada uno de estos casos la comunidad
militarista lograra, con el triunfo de su militarismo, dotar a
esa sociedad de un estado universal. Y el cambio de frente
efectuando por Narmer en el valle del Nilo tuvo un efecto
siniestro en el curso posterior de la historia egipcíaca,
aunque tuviese por resultado el establecimiento del Reino
Unido. En la paleta de Narmer tenemos la primera prueba
de esa vena brutal en el étbos esiocíaco que tan pronto
detendría el desarrollo de la Civilización Egincíaca. Los
descendientes de los campesinos del Bajo Egipto que
Narmer asesinara o esclavizara serían aquellos infortunados
seres humanos que los constructores de pirámides
convirtieran en simple mano de obra.
El campo militar que hemos venido inspeccionando en
este capítulo, ilumina el estudio de la fatal cadena de
«hartazgo», «atropello» y «desastre», porque la pericia y las
proezas militares son filosos instrumentos aptos para infligir
fatales heridas a quienes se aventuran a manejarlos, si en su
empleo se incurre en la más ligera torpeza o error. Cuando
un individuo, un gobierno o una comunidad que tienen
mando de fuerza militar equivocan los límites del campo
dentro del cual puede emplearse con resultado esa fuerza, o
juzgan erradamente la naturaleza de los objetivos que es
posible alcanzar por su medio, los desastrosos efectos de esa
aberración difícilmente podrán dejar de evidenciarse en la
gravedad de sus consecuencias práctiers. Pero lo que es
palpablemente cierto con respecto a la acción militar lo es
también en relación a otras actividades humanas en cam-
Guerra y civilización

109

pos menos aventurados en los que el tren de pólvora que


lleva del «hartazgo» al «desastre» a través del «atropello»
no es tan explosivo. Cualquiera que sea la facultad humana,
o la esfera de su ejercicio, la presunción de que porque una
facultad ha demostrado ser capaz de realizar una empresa
determinada dentro de su propio campo puede contarse con
ella para producir algunos efectos irregulares en un diferente
conjunto de circunstancias, no será nunca cosa distinta a una
aberración intelectual y moral y jamás conducirá a nada que
no sea un desastre seguro.
6. La embriaguez de la victoria

Una de las formas más corrientes en que suele pre-


sentarse la tragedia del «hartazgo», «atropello» y «desastre»
es la de la embriaguez de la victoria —así sea la lucha en
que se gane el premio fatal una guerra de ejércitos o un
conflicto de fuerzas espirituales. Ambas variantes del drama
pueden ilustrarse con la historia de Roma: la embriaguez de
una victoria militar desde el quebrantamiento de la
república en el siglo II antes de Cristo, y la embriaguez de
una victoria espiritual desde el quebrantamiento del papado
en el siglo xni de la era cristiana.
La desmoralización bajo la cual sucumbió la clase go-
bernante de la República Romana después del medio siglo
de titánica lucha —220-168 a. de C.— que comenzara con
la terrible ordalía de la Segunda Guerra Púnica y
concluyera en la conquista del mundo, fue cáusticamente
descrita por un observador griego contemporáneo, que
resultó ser una de las víctimas.
El primer resultado de la amistad entre Polibio y Escipión
Emiliano fue un dinámico entusiasmo por más altas cosas que se
apoderó de ambes y les inspiró la ambición de ganar distin-

110
Guerra y civilización 111
ción moral y competir victoriosamente en este terreno con sus
contemporáneos. El gran premio al que aspiraban sus corazones
hubiese sido difícil de alcanzar en circunstancias ordinarias; pero,
infortunadamente, en la Roma de aquella épeca el nivel de la
competencia había caído por la desmoralización general de la so-
ciedad. Algunos corrían tras las mujeres, otros buscaban los vicios
contra natura y muchos se dedicaban a los espectáculos y a la
embriaguez y a todas las extravagancias a que dan ocasión los
espectáculos y la bebida. Vicios todos por los cuales sentían
debilidad los griegos; y los romanos se habían contagiado ins-
tantáneamente de esta enfermedad durante la Tercera Guerra
Romanomacedónica. Tan violenta e incontrolada era la pasión por
estos vicios que se apoderara de la más joven generación romana
que era cosa corriente comprarse un favorito por un talento y un
pote de caviar por trescientas dracmas, conducta que en un discurso
público arrancara a Marco Catón la exclamación indignada de que la
desmoralización de la Sociedad Romana se hallaba chocantemente
expuesta en el mero hecho de que los efebos alcanzaron mayor
precio que la tierra y los potes de caviar que el ganado. Si se
pregunta por qué coincidió aquella enfermedad social con esa época
determinada, pueden darse dos razones en respuesta. La primera,
que los romanos, al aniquilar el Reino de Macedonia, sintieron que
no quedaba ya peder en el mundo que pudiese disputarles su propia
supremacía. La segunda, que la ostentación material, tanto privada
como pública, de la vida en Roma había sido enormemente
acrecentada por las riquezas que de Macedonia se trasladaran allí.""

Tal fue el desfiladero moral a que llevara a la clase gobernante


romana la aplastante victoria que obtuviera la república después de
años de agonía en que se tambaleara al borde de un abismo. La
primera reacción de una generación que había vivido el
azoramiento de esa experiencia fue la ciega presunción de que el
irresistible poder material de un vencedor era la clave para so-
lucionar todos los problemas humanos, y que el único fin
concebible del hombre era el desenfrenado goce de los burdos
placeres que ese poder podía poner a su alcance. Los vencedores no
comprendieron que ese mismo estado de ánimo daba testimonio de
la derrota moral que lograra infligirles Aníbal, el adversario derrota-
do militarmente. No se percataron de que el mundo en que pasaban
por vencedores era un mundo en ruinas, y que su propia y
ostensiblemente victoriosa República
:o
POLIBIO: Historia Ecuménica, libro XXXI, cap. 25.
112 Arnold J. Toynbec
Romana era el más penosamente golpeado de todos los
postrados estados con que se fabricara ese arruinado
mundo. En esta aberración moral, vagaron por el yermo
durante más de cien años; y en ese horrendo siglo infli-
gieron una calamidad tras otra a un mundo puesto a merced
de ellos por la victoria; y la mayor de todas las calamidades
se la infligieron a sí mismos.
Incluso en el cuño militar, que era Ja moneda que ellos
mismos eligieran, su bancarrota se puso pronto de
manifiesto. Los triunfos romanos tan arduamente
conseguidos sobre un Aníbal y un Perseo, fueron seguidos
por una serie de humillantes reveses infligidos a los
romanos por mano de adversarios que se hallaban total-
mente superados por Roma en fuerza militar: la que-
brantada, desarmada y casi indefensa Cartago, sobre la cual
dictara a sangre fría el gobierno romano una sentencia de
destrucción en 149 a. de C; los bárbaros nu-mantinos que
desafiaron todos los esfuerzos hechos por Roma para
subyugarlos de 153 a 133; los esclavizados y expatriados
orientales que irrumpieron desde su er-gástula sobre las
plantaciones sicilianas en 135 y 104; los amotinados
gladiadores a cuya cabeza anduvo Es-partaco por Italia de
73 a 71 tan libremente como lo hiciera el propio Aníbal de
218 a 211; los «ciudadanos del Sol» que pusieron su fe en
Aristónico de Pérgamo y durante tres años —132-130—
resistieron al poder de Roma con el vigor de su creencia en
el advenimiento de una nueva revelación; y los rebeldes en
el advenimiento de un Yugurta y un Mitridates— que
repudiaron su lealtad y desafiaron la fuerza de su agraviada
soberana hasta el último extremo antes de que ésta lograse
llamarlos a capítulo.
La razón por la cual se cubrió Roma de esta manera de
deshonra militar al día siguiente de un triunfo militar no es
otra que el hecho de que durante aquel siglo sus oficiales
estaban dirigiendo soldados que ya nada tenían que ganar
con la victoria sobre un enemigo que, por su parte, no tenía
ya nada que esperar con deponer las armas. Tanto la
movilización del campesinado italiano como la esclavitud
de los bárbaros y orientales eran
Guerra y civilización 113
explotadas ahora implacablemente en beneficio pecuniario
de la clase gobernante romana. Las provincias eran
despojadas de su riqueza material y de sus pobladores a fin
de proveer de lucrativos contratos a los hombres de negocios
de Roma y de mano de obra barata a las plantaciones y
ganaderías de los senadores romanos; y la tierra que había
sido cultivada con el trabajo de aquellos esclavos extranjeros
a fin de multiplicar las fortunas de una pequeña clase de
hombres ya ricos, era tierra italiana que había sido puesta a
disposición de aquellos capitalistas por el empobrecimiento
y la expulsión de los originarios propietarios campesinos. El
núcleo del latifundio que «arruinó a Italia» era el área
devastada del sur que se convirtió en propiedad pública
como resultado de la Segunda Guerra Púnica, parte en
castigo por la defección de los propietarios originales al
campo adverso, y parte por la simple desaparición de los
propietarios originales. En consecuencia, la nueva clase de
«plantadores» y «ganaderos» de posguerra se halló en
condiciones de acumular tierras, comprando los títulos que
invadían el mercado cuando sus propietarios eran
movilizados y llamados bajo banderas por años
interminables en algún remoto teatro de la crónica guerrera
de fronteras en los límites occidentales de las dos provincias
de España, o en los límites norteños de la provincia de
Macedonia.
En aquella época, los vasallos y ciudadanos de la Re-
pública Romana eran víctimas de una ci-devant clase
gobernante romana que había sido transformada por la
embriaguez de la victoria en una banda de ladrones. En 104
a. de C, cuando todo el mundo helénico se hallaba
ensombrecido por la amenaza común de un alud de bárbaros
del norte de Europa, el rey de Bitinia (oficialmente era un
estado amigo bajo el protectorado romano) pudo responder,
con mordaz ironía, a la solicitud de tropas que le hiciera el
más alto representante del gobierno romano «que la mayor
parte de sus vasallos habían sido asaltados por los
recaudadores de impuestos, y vivían ahora como esclavos en
territorios administrados por Roma». Y en 133 a. de C, un
magnáni-
Toynbee, 8
114 Arnold J. Toynbee
mo joven aristócrata romano que trató de realizar una
reforma social, precipitando con ello una revolución, pudo
declarar sin contradicción:

Los animales salvajes que andan por Italia tienen una cueva,
y cada uno de ellos tiene su cubil y su nido, pero los hombres
que luchan y mueren por Italia no tienen parte ni lote en cosa
alguna que no sean el aire y la luz del sol. En beneficio de la
riqueza y el lujo de otros hombres, van a la guerra e inmolan sus
vidas. Se les llama señores del mundo, y no tienen siquiera un
terrón de tierra al que puedan llamar suyo.

La belicosa negativa de los compañeros de Tiberio Graco


a apoyarlo en la búsqueda de un remedio para los males de
los campesinos romanos promueve una revolución que se
encona hasta convertirse en guerra civil; y la violencia
autodestructora que se desencadenó dentro de la República
Romana con el asesinato del presunto reformista en 133 a.
de C. sólo pudo ser controlada con el establecimiento de la
Pax Augusta, en 31 antes de Cristo, después de la batalla de
Accio.
La Pax Augusta inauguró no una «Edad de Oro», sino
apenas un «veranillo». Los daños que los atropellos
romanos ocasionaron ya a la propia Roma y a la totalidad de
la Sociedad Helénica, no tenían reparación posible. Lo más
que podían conceder los dioses de la minoría dominante a
sus últimos favoritos era una tregua que no era un indulto; y
aun este aplazamiento redundaba en beneficio, no del
propio pueblo de los fracasados dioses, sino de una nova
progenies: una «raza venidera» cuyos ojos se hallaban fijos
en distantes horizontes y cuya fe estaba fundada en el poder
de un salvador diferente. El acontecimiento irreparable que
ocurriera en el mundo helénico entre la generación de Po-
libio y la generación de Virgilio, fue la secesión del pro-
letariado; y el acontecimiento inexorable que se produciría
entre la generación de Virgilio y la de Marco Aurelio sería
el brote, dentro del seno de ese proletariado, de un nuevo
orden social.
El agravio material que Graco pensara remediar con la
acción política, reapareció finalmente, en forma perni-

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