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Este es solo uno de muchos ejemplos sobre cómo la actitud estética se vuelve
problemática cuando se aplica a las artes. Y de hecho, la actitud estética no
necesita del arte ya que funciona mucho mejor sin él. Habitualmente se dice que
todas las maravillas del arte palidecen en comparación con las maravillas de la
naturaleza. En términos de experiencia estética, ninguna obra de arte puede
compararse a una sencilla y bella puesta de sol. Y por supuesto, el aspecto sublime
de la naturaleza y de la política puede ser experimentado por completo solo
cuando se es testigo de una verdadera catástrofe natural, una revolución, o una
guerra, no al leer una novela o mirar una imagen. De hecho, esta era la opinión
compartida por Kant y los poetas y artistas románticos, por aquellos que fundaron
el primer discurso estético influyente: el mundo real, no el arte, es el objeto
legítimo de la actitud estética y también de las actitudes científicas y éticas. Según
Kant, el arte puede convertirse en un objeto legítimo de contemplación estética
solo si es creado por un genio, entendido como una encarnación de la fuerza
natural. El arte profesional solo sirve como herramienta para la educación del
gusto y el juicio estético. Una vez que esta educación se ha completado, el arte
puede dejarse de lado como la escalera de Wittgenstein, y el sujeto confrontarse
con la experiencia estética de la vida misma. Visto desde una perspectiva estética,
el arte se revela como algo que puede y debe ser superado. Todo puede ser visto
desde una perspectiva estética; todo puede servir como fuente de la experiencia
estética y convertirse en objeto del juicio estético. Desde la perspectiva de la
estética, el arte no ocupa una posición privilegiada sino que se ubica entre el sujeto
de la actitud estética y el mundo. Una persona adulta no necesita de la tutela
estética del arte, puede simplemente confiar en su propio gusto y sensibilidad. El
uso del discurso estético para legitimar al arte, en verdad, sirve para desvalorizarlo.
Hoy en día, esta práctica autopoética puede ser fácilmente interpretada como un
tipo de producción comercial de la imagen, como el desarrollo de una marca o el
trazado de una tendencia. No hay duda de que toda persona pública es también
una mercancía y de que cada gesto hacia lo público sirve a los intereses de
numerosos inversores y potenciales accionistas. Es claro que los artistas de
vanguardia se convirtieron en una marca comercial hace tiempo. Siguiendo esta
línea de argumentación, es fácil percibir cualquier gesto autopoético como un
gesto de mercantilización del Yo y por lo tanto, iniciar una crítica a la práctica
autopoética como una operación encubierta, diseñada para ocultar las ambiciones
sociales y la avidez por el dinero. Aunque a primera vista parece convincente, surge
otra cuestión. ¿A qué intereses responde esta crítica?
Aquí surge una pregunta más amplia que concierne al valor del análisis sociológico
en la teoría general del arte. El análisis sociológico considera cualquier arte
concreto como algo que emerge de cierto contexto social concreto –presente o
pasado– y manifiesta ese contexto. Pero esta comprensión del arte nunca ha
aceptado completamente el giro moderno desde el arte mimético al arte no-
mimético, constructivista. El análisis sociológico todavía considera al arte como un
reflejo de cierta realidad dada de antemano, que es el campo social “real” en el que
el arte se produce y distribuye. Sin embargo, el arte no puede explicarse
completamente como una manifestación del campo cultural y social “real”, porque
los campos de los que emerge y en los que circula son también artificiales. Están
formados por personas públicas diseñadas artísticamente y que, por lo tanto, son
ellas mismas creaciones artísticas.
Las sociedades “reales” están integradas por personas reales y vivas. Y por lo tanto,
los sujetos de la actitud estética también son personas reales, vivas, y capaces de
tener experiencias estéticas reales. Es más, es en este sentido que la actitud estética
cierra el abordaje sociológico del arte. Pero si alguien aborda el arte desde una
posición poética, técnica y autoral, la situación cambia drásticamente porque,
como sabemos, el autor está siempre muerto o, al menos, ausente. Como
productor visual, uno opera en un espacio mediático en el que no hay una
diferencia clara entre los vivos y los muertos ya que ambos están representados por
personas igualmente artificiales. Por ejemplo, las obras producidas por los artistas
vivos y las producidas por los muertos habitualmente comparten los mismos
espacios en los museos –el museo es, históricamente, el primer contexto del arte
construido artificialmente. Lo mismo puede decirse sobre Internet como espacio
que tampoco diferencia claramente entre vivos y muertos. Por otra parte, los
artistas habitualmente rechazan la sociedad de sus contemporáneos, así como la
aceptación del museo o los sistemas mediáticos, y prefieren, en cambio, proyectar
sus personalidades en el mundo imaginario de las futuras generaciones. Y es en
este sentido que el campo del arte representa y expande la noción de sociedad,
porque incluye no solo a los vivos sino también a los muertos e incluso a los que
todavía no nacieron. Este es el verdadero motivo de las insuficiencias del análisis
sociológico del arte: la sociología es una ciencia de lo viviente, con una preferencia
instintiva por los vivos por sobre los muertos. El arte, en cambio, constituye un
modo moderno de sobrellevar esta preferencia y establecer cierta igualdad entre
vivos y muertos.
El campo del arte hoy en día es frecuentemente equiparado con el mercado del
arte, y la obra de arte se identifica primordialmente como una mercancía. Que el
arte funciona en el contexto del mercado del arte, y que toda obra de arte es una
mercancía, no cabe duda; aun así, también se hace y exhibe arte para aquellos que
no quieren ser coleccionistas de arte, y son en efecto estas personas las que
constituyen la mayoría del público del arte. El típico visitante de exhibiciones rara
vez mira a la obra exhibida como mercancía. Al mismo tiempo, un número de
exhibiciones de gran escala –bienales, trienales, documentas, manifestas—está en
constante crecimiento. A pesar de las grandes cantidades de dinero y energía
invertidos en estas exhibiciones, no existen primordialmente para los compradores
de arte, sino para el público –para un anónimo visitante que quizás jamás
comprará una obra de arte. Del mismo modo, las ferias de arte, aunque en
apariencia existe para servir a los compradores de arte, se encuentran ahora cada
vez más transformados en eventos públicos, atrayendo a una población con poco
interés por comprar arte, o sin la capacidad financiera para hacerlo. El sistema del
arte se encuentra por lo tanto en vías se formar parte de la misma cultura de masas
que por tanto tiempo había buscado observar y analizar a la distancia. El arte se
está volviendo parte de la cultura de masas, no como una fuente de obras
individuales que se intercambian en el mercado del arte, sino como una práctica de
exhibición, combinada con la arquitectura, el diseño y la moda –así como se
visualizaba por las mentes pioneras de la vanguardia, por los artistas de la Bauhaus,
los Vkhutemas, y otros que datan desde la década de los veinte. Por lo tanto, el arte
contemporáneo puede entenderse sobre todo como una práctica de exhibición.
Esto quiere decir, entre otras cosas, que se está volviendo cada vez más difícil hoy
en día, diferenciar entre dos principales figuras del mundo del arte
contemporáneo: el artista y el curador.
La división del trabajo tradicional dentro del sistema del arte era claro. Las obras
serían producidas por los artistas y luego seleccionadas y exhibidas por los
curadores. Sin embargo, por lo menos desde Duchamp, esta división del trabajo ha
colapsado. Hoy en día, ya no hay una diferencia “ontológica” entre hacer y
presentar arte. en el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar cosas
como arte. de modo que surge la pregunta: ¿es posible, y si es así, cómo es posible
diferenciar entre el papel del artista y el del curador, cuando no existe diferencia
entre la producción de arte y la exhibición de arte? Ahora bien, yo argumentaría
que esta distinción sigue siendo posible. Y me gustaría hacerlo, analizando la
diferencia entre la exhibición estándar y la instalación artística. Una exhibición
convencional como una acumulación de objetos de arte se coloca una enseguida de
la otra en un espacio de exhibición para ser visto en sucesión. En este caso, el
espacio de exhibición funciona como una extensión del espacio urbano neutral y
público –algo como un callejón al lado, para el cual el transeúnte puede ingresar
una vez que pague la cuota de admisión. El movimiento de un visitante por el
espacio de exhibición sigue siendo similar al de aquel que camina por la calle y
observa la arquitectura de las casas a la izquierda y la derecha. No es coincidencia
que Walter Benjamin construyó su “Arcades Project” alrededor de esta analogía
entre un paseante urbano y el visitante de una exhibición. El cuerpo del espectador
en este escenario sigue por fuera del arte: el arte ocurre frente a los ojos del
espectador –como un objeto de arte, un performance, o una película. Del mismo
modo, el espacio de exhibición se entiende aquí como un espacio público vacío,
neutral –una propiedad simbólica del público. La única función de dicho espacio
es hacer que los objetos de arte que se colocan en su interior sean fácilmente
accesibles a la mirada de los visitantes.
Existe una dimensión de la cultura de masas que muchas veces pasamos por alto,
que se vuelve particularmente manifiesta en el contexto del arte. Un concierto de
música pop o una exhibición de cine crea comunidades entre sus asistentes. Los
miembros de estas comunidades transitorias no se conocen –su estructura es
accidental; sigue siendo poco claro de dónde vienen y a dónde van; tienen poco
qué decirse los unos a los otros; carecen de una identidad conjunta o de una
historia previa que pudiera proporcionarles memorias comunes qué compartir; sin
embargo, son comunidades. Estas comunidades se parecen a las de los viajantes en
un tren o en un avión. Para decirlo de otro modo: estas son comunidades
radicalmente contemporáneas –mucho más que las comunidades religiosas,
políticas o laborales. Todas las comunidades tradicionales se basan en la premisa
de que sus miembros, desde el principio, están vinculados por algo que viene de
sus pasados: un lenguaje común, una fe en común, una historia política común,
una crianza común. Tales comunidades tienden a establecer límites entre ellos y
los extraños con los cuales no comparten un pasado común.
Más que cualquier otra cosa, lo que ofrece la instalación a las multitudes fluidas y
circulantes es un aura del aquí y ahora. La instalación es, encima de todo, una
versión de cultura de masas de un flânerie individual, como lo describe Benjamin, y
por lo tanto, un sitio para la emergencia del aura, para la “iluminación profana.”
En general, la instalación opera como el reverso de la reproducción. La instalación
toma una copia a partir de un espacio abierto y no marcado de circulación
anónima y la coloca –aunque sólo temporalmente—dentro de un contexto fijo y
cerrado del topográficamente bien definido “aquí y ahora.” Nuestra condición
contemporánea no puede reducirse a una situación de “pérdida de aura” a la
circulación de la copia más allá del “aquí y ahora,” como lo describe el famoso
ensayo de Benjamin “La obra de arte en la era de su reproducción mecánica.” Más
bien, la era contemporánea organiza un intercambio complejo de dislocaciones y
relocalizaciones, de desterritorializaciones y reterritorializaciones, de
desauratizaciones y reauratizaciones.
Somos incapaces de estabilizar una copia como copia, así como somos incapaces
de estabilizar un original como un original. No hay copias eternas así como
tampoco hay originales eternos. La reproducción es igualmente infectada por la
originalidad como la originalidad es infectada por la reproducción. Al circular en
varios contextos, una copia se convierte en una serie de originales distintos. Todo
cambio de contexto, todo cambio de medio puede ser interpretado como una
negación del estatus de la copia como copia –como una ruptura esencial, como un
nuevo comienzo que abre un nuevo futuro. En este sentido, una copia nunca es
realmente una copia, sino más bien un nuevo original, en un nuevo contexto. Toda
copia es en sí misma un flâneur, experimentando una y otra vez sus propias
“iluminaciones profanas” que la convierten en un original. Pierde viejos auras y
adquiere nuevos auras. Sigue siendo quizás la misma copia, pero se convierte en
distintos originales. Esto también nos muestra un proyecto postmoderno de
reflejar el carácter repetitivo, iterativo, reproductivo de una imagen (inspirada por
Benjamin) como igual de paradójico que el proyecto moderno de reconocer el
original y lo nuevo. Esto es igualmente la razón por la cual el arte postmoderno
tiende a verse muy nuevo, aun cuando –o en realidad debido a—que se dirige
contra la misma noción de lo nuevo. Nuestra decisión por reconocer cierta imagen
ya sea como original o como copia depende del contexto –de la escena en la cual se
toma la decisión. Esta decisión es siempre una decisión contemporánea –una que
pertenece no al pasado ni al futuro, sino al presente. Y esta decisión es siempre
una decisión soberana –de hecho, la instalación es un espacio para dicha decisión,
donde el “aquí y ahora” emerge y toma lugar la iluminación profana de las masas.
El tema de este ensayo es el trabajo artístico. Por supuesto, yo no soy artista. Pero
a pesar de ser muy específico en algunos aspectos, el trabajo artístico no es
completamente autónomo. Depende en las condiciones más generales –sociales,
económicas, técnicas y políticas—de la producción, distribución y presentación de
arte. Durante las décadas recientes, estas condiciones han cambiado
drásticamente, debido, primero que nada, al surgimiento de internet.
Claro, los individuos y las organizaciones tratan de escapar de esta visibilidad total,
con la creación de passwords sofisticados y sistemas de protección de datos. Hoy en
día, la subjetividad se ha convertido en una construcción: el sujeto contemporáneo
es definido como el dueño de una serie de passowrds que él o ella conoce... y que
otros no. El sujeto contemporáneo es primordialmente alguien que guarda un
secreto. En cierto sentido, esta es una definición muy tradicional del sujeto: el
sujeto fue desde hace mucho definido como conocedor de algo sobre sí mismo que
solo Dios sabía, algo que otras personas no podrían saber porque estaban
ontológicamente prevenidas de “leer nuestros pensamientos”. Hoy en día, sin
embargo, ser un sujeto tiene menos que ver con la protección ontológica, y más
que ver con los secretos técnicamente protegidos. El internet es un lugar donde el
sujeto está originalmente constituido como un sujeto transparente y observable –y
solo después comienza a estar técnicamente protegido, para poder ocultar el
secreto originalmente revelado. Sin embargo, toda protección técnica puede
quebrantarse. Hoy en día, el hermeneutiker se ha convertido en hacker. El internet
contemporáneo es un sitio donde se desarrollan guerras cibernéticas en las cuales
el premio es el secreto. Y saber el secreto es controlar al sujeto constituido por este
secreto –y las ciberguerras son las guerras de esta subjetivación y des-subjetivación.
Pero estas guerras solo pueden ocurrir porque el internet es originalmente el sitio
de la transparencia.
¿Qué significa esta transparencia original para los artistas? A mí me parece que el
verdadero problema con el internet no es el internet como un sitio para la
distribución y exhibición de arte, sino el internet como un sitio para trabajar. Bajo
el régimen del museo, el arte era producido en un lugar (el taller del artista) y se
mostraba en otro lugar (el museo). El surgimiento de internet borró esta diferencia
entre la producción y exhibición de arte. El proceso de producción de arte, en la
medida que involucra el uso de internet, siempre está permanentemente expuesto
– desde su inicio hasta su fin. Anteriormente, solo los trabajadores industriales
operaban bajo la mirada de otros – bajo el tipo de control tan elocuentemente
descrito por Michel Foucault. Los escritores y los artistas trabajaban en
aislamiento, más allá de un control panóptico, público. Sin embargo, si el llamado
trabajador creativo usa el internet, él o ella están sujetos al mismo o incluso a un
mayor grado de vigilancia que el trabajador foucaultiano. La única diferencia es
que esta vigilancia es más hermenéutica que disciplinaria.
Los resultados de la vigilancia son vendidos por las corporaciones que controlan el
internet, porque son los dueños de los medios de producción, la base material-
técnica de internet. No deberíamos olvidar que el internet es de propiedad privada.
Y las ganancias vienen más que nada de publicidad dirigida. Aquí, nos
confrontamos a un fenómeno interesante: la monetización de la hermenéutica. La
hermenéutica clásica que buscaba al autor detrás de la obra fue criticada por los
teóricos del estructuralismo y de la “lectura cercana”, quienes pensaron que no
tenía sentido ir en busca de secretos ontológicos que son, por definición,
inaccesibles. Hoy en día, esta vieja hermenéutica tradicional renace como un
medio para la explotación económica en internet, donde todos los secretos son
revelados. El sujeto aquí ya no está oculto detrás de su obra. El valor excedente
que dicho sujeto produce y es apropiado por las corporaciones es este valor
hermenéutico: el sujeto no solo hace algo en internet, sino que también se revela
como un ser humano con ciertos intereses, deseos y necesidades. La monetización
de la hermenéutica clásica es uno de los procesos más interesantes que hayan
surgido en décadas recientes.
A primera vista, parece que para los artistas, esta exposición permanente tiene más
aspectos positivos que negativos. La re-sincronización de la producción de arte y
de exposición de arte a través de internet parece hacer que las cosas sean mejores,
no peores. Efectivamente, esta re-sincronización significa que un artista ya no
necesita producir algún producto final, alguna obra de arte. La documentación de
los procesos para hacer arte ya es en sí mismo una pieza de arte. La producción,
presentación y distribución coinciden. El artista se convierte en blogger. Casi todos
en el mundo del arte contemporáneo actúa como blogger – artistas individuales,
pero también instituciones de arte, incluyendo los museos. Ai Weiwei es
paradigmático en este sentido. El artista de Balzac, que jamás puede presentar su
obra maestra, no tendría problema ante estas condiciones: la documentación de
sus esfuerzos, por crear una obra maestra sería su obra maestra. Así, el internet
funciona más como la Iglesia que como el museo. Después que Nietzsche
famosamente declaró, “Dios ha muerto”, continuó diciendo: hemos perdido al
espectador. El surgimiento de internet significa el retorno del espectador
universal. De modo que parece que estamos de vuelta en el paraíso y, como santos,
hacemos la obra inmaterial de la existencia pura bajo la mirada divina. De hecho,
la vida de un santo puede ser descrita como un blog leído por Dios y que sigue
ininterrumpido incluso después de la muerte del santo. Entonces, ¿para qué
necesitamos más secretos? ¿Por qué rechazamos esta transparencia radical? La
respuesta a estas preguntas depende de la respuesta a una pregunta más
fundamental con respecto a internet: ¿Acaso internet efectúa el retorno de Dios, o
del malin génie, con su ojo malagüero?
Yo podría sugerir que el internet no es el paraíso sino más bien, pues, el infierno –
o si quieres, el paraíso y el infierno al mismo tiempo. Jean-Paul Sartre dijo que el
infierno son los otros – la vida bajo la mirada de los otros. (Y Jacques Lacan dijo
después que el ojo del otro siempre es un ojo maligno). Sartre sostenía que la
mirada de los otros nos “objetiva”, y de esta manera, niega la posibilidad de
cambio que define nuestra subjetividad. Sartre definió la subjetividad humana
como un “proyecto” dirigido hacia el futuro, y este proyecto tiene un secreto
ontológicamente garantizado, porque no puede ser revelado aquí y ahora, sino solo
en el futuro. En otras palabras, Sartre entendió a los sujetos humanos como
aquellos que luchan contra la identidad que la sociedad les otorga. Esto explica por
qué interpretó la mirada de los otros como el infierno: bajo la mirada de los otros,
vemos que hemos perdido la batalla, y permanecemos prisioneros de nuestra
identidad, socialmente codificada.
De este modo, tratamos de evitar la mirada de los otros por un tiempo, para poder
revelar nuestro “verdadero ser” después de cierto periodo de encierro – para
reaparecer en público bajo una nueva forma. Este estado de ausencia temporal
constituye lo que nosotros llamamos proceso creativo – de hecho, es precisamente
lo que llamamos proceso creativo. André Breton nos cuenta una historia sobre un
poeta francés que, cuando se iba a dormir, colocaba un letrero en la puerta que
decía: “Por favor guarden silencio: el poeta está trabajando”. Esta anécdota resume
el entendimiento tradicional del trabajo creativo: el trabajo creativo es creativo
porque ocurre más allá del control público –e incluso más allá del control
consciente del autor. Este tiempo de ausencia puede durar varios días, meses, años
–incluso toda una vida. Solo al final de este periodo de ausencia se espera que el
autor presente un trabajo (quizá se encontró póstumamente en sus escritos) que
hasta entonces sería aceptado como creativo, precisamente porque pareció emerger
de la nada. En otras palabras, el trabajo creativo es el trabajo que presupone la
desincronización del tiempo para trabajar del tiempo de exposición de sus
resultados. El trabajo creativo es practicado en un tiempo paralelo de encierro, en
secreto, de manera que exista un efecto sorpresa cuando este tiempo paralelo se re-
sincroniza con el tiempo del espectador. Es por eso que el sujeto de la práctica
artística tradicionalmente quiso ocultarse, volverse invisible, darse un tiempo libre.
La razón no fue que los artistas habían cometido un crimen u ocultaban algún
sucio secreto que querían ocultar de la mirada de otros. Experimentamos la mirada
de los otros como un ojo maligno no cuando quiere penetrar en nuestros secretos
para hacerlos transparentes (dicha mirada penetrante es más bien halagadora y
emocionante) sino cuando niega que tenemos algún secreto, cuando nos reduce a
lo que ve y registra.
Los artistas modernos se rebelaron en contra de las identidades impuestas por los
otros –por la sociedad, el estado, la escuela, los padres. Querían el derecho a una
auto-identificación soberana. El arte moderno era la búsqueda del “verdadero yo”.
Aquí la cuestión no es si el ser verdadero es real o simplemente una ficción
metafísica. La pregunta sobre la identidad no es una cuestión sobre la verdad sino
una cuestión sobre el poder: ¿Quién tiene el poder sobre mi propia identidad, yo
mismo o la sociedad? Y más generalmente: ¿quién tiene control sobre la
taxonomía social, los mecanismos sociales de identificación –yo mismo o las
instituciones del estado? Esto quiere decir que la lucha contra mi propia persona
pública e identidad nominal, en nombre de mi persona soberana, mi identidad
soberana, también tiene una dimensión pública, política, ya que está dirigida
contra los mecanismos dominantes de la identificación –la taxonomía social
dominante, con todas sus divisiones y jerarquías. Es por eso que los artistas
modernos siempre decían: No me mires a mí. Mira lo que estoy haciendo. Ese es mi
verdadero ser – o quizás ningún ser en realidad, quizás la ausencia de ser.
Posteriormente, los artistas en su mayoría se dieron por vencidos en la búsqueda
del ser oculto y verdadero. En cambio, comenzaron a usar sus identidades
nominales como readymades, organizando un juego complicado con ellos. Pero
esta estrategia aun presupone la desidentificación de las identidades nominales,
socialmente codificadas, para poder reapropiar, transformar y manipularlas
artísticamente.
La modernidad fue la época del deseo por las utopías. La expectativa utópica
significa nada menos que el proyecto de descubrir o construir al verdadero ser llega
se logra –y se vuelve socialmente reconocido. En otras palabras, el proyecto
individual de buscar al verdadero ser adquiere una dimensión política. El proyecto
artístico se convierte en un proyecto revolucionario que apunta a la transformación
total de la sociedad, y la erradicación de las taxonomías existentes. Aquí, el
verdadero ser se vuelve resocializado –al crear la verdadera sociedad.
El sistema del museo es ambivalente hacia este deseo utópico. Por un lado, el
museo ofrece al artista una oportunidad por trascender su propio tiempo, con
todas sus taxonomías e identidades nominales. El museo promete llevar la obra del
artista al futuro –es una promesa utópica. Sin embargo, el museo traiciona esta
promesa al mismo tiempo que la cumple. La obra del artista es llevada al futuro,
pero la identidad nominal del artista se reimpone en su obra. En el catálogo de
museo, leemos el mismo nombre, fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad, y así.
Es por eso que el arte moderno quería destruir al museo. Sin embargo, el internet
traiciona la búsqueda del verdadero ser de una manera aún más radical: el internet
inscribe esta búsqueda desde su inicio –y no solo en su final—de vuelta a una
identidad nominal, socialmente codificada. A su vez, los proyectos revolucionarios
se vuelven historiados. Podemos ver hoy en día, conforme la anterior humanidad
comunista se renacionaliza y se reinscribe en las historias rusas, chinas y demás.
Aquí, estoy discutiendo sobre el internet tal y como lo conocemos ahora. Pero las
próximas guerras cibernéticas cambiarán radicalmente al internet. Estas guerras
cibernéticas ya han sido anunciadas –y destruirán o dañarán seriamente al internet
como un mercado dominante y como un medio de comunicación. El mundo
contemporáneo se parece mucho al mundo del siglo XIX. Ese mundo fue definido
por las políticas de los mercados abiertos, un capitalismo creciente, una cultura de
la celebridad, el retorno de la religión, terrorismo y contra-terrorismo. La Primera
Guerra Mundial destruyó a este mundo e hizo imposible las políticas de un
mercado abierto. Al final, los intereses geopolíticos y militares de las naciones
estado se mostraron más poderosos que los intereses económicos. Veamos lo que
sucederá en el futuro cercano.
Me gustaría concluir con una consideración más general sobre la relación entre
utopía y archivo. Como he intentado demostrar, el impulso utópico siempre está
relacionado con el deseo del sujeto por salir de su propia identidad, históricamente
definida, para dejar su lugar en la taxonomía histórica. En cierto sentido, el
archivo le otorga al sujeto la esperanza de sobrevivir a su propia
contemporaneidad, revelando su verdadero ser en el futuro, porque el archivo
promete sostener y hacer accesibles los textos o las obras de este sujeto después de
su muerte. Esta promesa utópica, o por lo menos heterotópica, es crucial para la
habilidad del sujeto de generar un distanciamiento y una actitud crítica en torno a
su propio tiempo y su propia audiencia inmediata.
Los archivos son muchas veces interpretados como un medio para conservar el
pasado –para presentar el pasado en el presente. Pero al mismo tiempo, los
archivos son máquinas para transportar el presente en el futuro. Los artistas
siempre hacen su obra no para su propio tiempo sino para los archivos del arte –
para el futuro, en el cual la obra del artista permanecerá presente. Esto produce
una diferencia entre la política y el arte. Los artistas y los políticos comparten el
“aquí y ahora” común del espacio público, y ambos quieren transformar el futuro.
Esto es lo que une al arte y a la política. Pero la política y el arte transforman el
futuro de maneras distintas. La política entiende el futuro como resultado de
acciones que ocurren aquí y ahora. La acción política tiene que ser eficaz, tiene que
producir resultados, debe de transformar la vida social. En otras palabras, la
práctica política transforma al futuro, pero desaparece en y a través de este futuro,
termina totalmente absorbido por sus propios resultados y consecuencias. La meta
de la política es volverse obsoleta –y dar lugar a la política del futuro.
Pero los artistas no trabajan dentro del espacio público de su tiempo. También
trabajan dentro del espacio heterogéneo de los archivos de arte, donde sus obras
son colocadas entre las obras del pasado y futuro. El arte, tal y como funcionó en
la modernidad y aun funciona así en nuestra época, no desaparece después que se
haya terminado el trabajo. Más bien, la obra de arte sigue estando presente en el
futuro. Y es precisamente esta presencia de futuro anticipado del arte la que le
garantiza su influencia en el futuro, su oportunidad para moldear el futuro. La
política moldea el futuro para su propia desaparición. El arte moldea el futuro para
su propia presencia prolongada. Esto crea una brecha entre el arte y la política –
una brecha que se demostró muchas veces a través de la historia trágica de la
relación entre arte de izquierda y política de izquierda en el siglo XX.
1. Douglas Crimp, On the Museum’s Ruins (Cambridge, MA: MIT Press, 1993),
58.
2. Hans Ulrich Obrist, “In Conversation with Julian Assange, Part I,” e-flux
journal 25 (May 2011).
Artículo original: Boris Groys, “Art Workers: Between Utopia and the Archive”
E-flux journal, 45, mayo 2013
http://www.e-flux.com/journal/art-workers-between-utopia-and-the-archive/
En estos días, caso todos parecen estar de acuerdo que la época en que el arte trató
de establecer su autonomía –con éxito o sin éxito—ha terminado. Aun así, este
diagnostico se hace con sentimientos encontrados. Uno tiende a celebrar la
disponibilidad del arte contemporáneo para trascender los confines tradicionales
del sistema del arte, como si esta movida fuera dictada por una voluntad para
modificar las condiciones sociales y políticas dominantes, para hacer un mundo
mejor –si la movida, en otras palabras, es éticamente motivada. Uno tiende a
deplorar, por otro lado, que los intentos por trascender el sistema del arte nunca
parecen ir más allá de la esfera estética: en vez de cambiar el mundo, el arte solo lo
hace verse mejor. Esto causa una gran frustración dentro del sistema del arte, en el
cual el ánimo predominante parece cambiar casi perpetuamente, para adelante y
para atrás, entre las esperanzas por intervenir en el mundo más allá del arte, y la
decepción (incluso desesperanza) que trae la imposibilidad de lograr dicha meta.
Mientras que este fracaso muchas veces se interpreta como una prueba de la
incapacidad del arte por penetrar la esfera política como tal, argumentaría en vez
de esto que si la politización del arte tuviera una intención y una práctica serias, la
mayor de las veces tiene éxito. El arte, en efecto, puede entrar en la esfera política
y, efectivamente, el arte ha entrado en ésta muchas veces en el siglo XX. El
problema no es la incapacidad del arte por hacerse verdaderamente político. El
problema es que la esfera política actual ya se ha vuelto estetizada. Cuando el arte
se vuelve político, está obligado a hacer el desagradable descubrimiento de que la
política ya se ha convertido en arte –que la política ya se ha situado en el campo
estético.
En nuestra época, cada político, héroe de los deportes, terrorista o estrella de cine
genera un gran número de imágenes, porque los medios automáticamente cubren
sus actividades. En el pasado, la división del trabajo entre la política y el arte eran
muy claras: el político era responsable de la política y el artista representaba estas
políticas por medio de la narración o la representación. La situación cambió
drásticamente desde entonces. El político contemporáneo ya no necesita a un
artista para cobrar fama o inscribirse dentro de la conciencia popular. Toda figura
y evento político es inmediatamente registrada, representada, descrita, esbozada,
narrada e interpretada por los medios. La máquina de cobertura de los medios ya
no necesita una intervención artística individual o decisión artística para echarse a
andar. En efecto, los medios masivos contemporáneos han emergido hasta ahora
como la más grande y más poderosa máquina productora de imágenes –mucho
más extensa y efectiva que el sistema del arte contemporáneo. Constantemente
somos alimentados con imágenes de guerra, de terror y de catástrofes de todo tipo,
en un nivel de producción y distribución con el cual las habilidades artesanales del
artista ya no pueden competir.
Hoy en día, si un artista logra ir más allá del sistema del arte, este artista comienza
a funcionar de la misma manera como ya funcionan los políticos, los héroes del
deporte, los terroristas, las estrellas de cine y otras celebridades menores o
mayores: a través de los medios. En otras palabras, el artista se convierte en la
obra. Mientras que la transición del sistema del arte al campo político es posible,
esta transición opera primordialmente como un cambio en el posicionamiento del
artista con respecto a la producción de la imagen: el artista deja de ser un
productor de imágenes y se convierte en una imagen en sí mismo. Esta
transformación ya había sido registrada a finales del siglo XIX por Friedrich
Nietzsche, quien declaró que es mejor se una obra de arte que un artista. Claro,
convertirse en obra de arte no sólo provoca placer, sino que también la ansiedad de
ser sujeto de una manera muy radical a la mirada del otro –a la mirada de los
medios funcionando como super-artistas.
Uno podría decir que la producción modernista de sinceridad funcionó como una
reducción del diseño, donde la meta fue la de crear un espacio en blanco, vacío, en
el centro del mundo diseñado, para eliminar el diseño, para practicar el grado cero
del diseño. De esta manera, la vanguardia artística quería crear áreas libres de
diseño que pudieran percibirse como áreas de honestidad, de alta moralidad,
sinceridad, y confianza. Al observar todas las superficies diseñadas de los medios,
uno espera que el espacio oscuro, oscurecido debajo de los medios, de alguna
manera, se traicione o se exponga a sí mismo. En otras palabras, estamos
esperando un momento de sinceridad, un momento en el cual la superficie de
diseño se abra para ofrecer una vista a su interior. El diseño Cero intenta producir
artificialmente este quiebre para el espectador, permitiéndole ver las cosas como
realmente son.
Pero también existe una forma más sutil y sofisticada de auto-diseño y auto-
sacrificio: el suicidio simbólico. Siguiendo esta estrategia más sutil de auto-diseño,
el artista anuncia la muerte del autor, esto es, su propia muerte simbólica. La obra
resultante no se proclama a sí misma como mala, sino como muerta. La obra
resultante, entonces, se presenta como colaborativa, participativa y democrática.
Una tendencia hacia la práctica colaborativa y participativa es innegablemente una
de las principales características del arte contemporáneo. Numerosos grupos de
artistas alrededor del mundo están afirmando una autoría colectiva, e incluso
anónima, para sus obras. Adicionalmente, prácticas colaborativas de este tipo
tienden a estimular al público a unirse, a activar el ámbito social en el que se
desenvuelven estas prácticas. Pero este autosacrificio que renuncia a la autoría
individual también encuentra su compensación dentro de una economía simbólica
de reconocimiento y fama.
Por esta razón, muchos artistas modernos han intentado recuperar una base
común con sus públicos, al atraer a los espectadores para que salgan de sus roles
pasivos, al unir la cómoda distancia estética que permite a los espectadores que no
se involucran a juzgar una obra de arte imparcialmente desde una perspectiva
segura y externa. La mayoría de estos intentos están relacionados con un
compromiso político o ideológico de algún tipo u otro. La comunidad religiosa,
por lo tanto, es reemplazada por un movimiento político, en el cual los artistas y
los públicos participan comunalmente. Cuando el espectador se involucra en la
práctica artística desde el inicio, toda crítica enunciada se convierte en autocrítica.
Es así como las convicciones políticas compartidas hacen que el juicio estético sea
parcial o completamente irrelevante, como fue el caso con el arte sacro del pasado.
Para decirlo sin rodeos: hoy en día, es mejor ser un autor muerto que un autor
malo. Aunque la decisión del artista de renunciar a la autoría exclusiva parecería
principalmente que es del interés de un empoderamiento del espectador, este
sacrificio finalmente beneficia al artista, ya que lo libra a su obra de la mirada fría
del juicio no involucrado del espectador.
Una versión de este texto se presentó como conferencia en el Frieze Art Fair,
Londres, el 16 de octubre de 2008.
Boris Groys, “Self-Design and Aesthetic Responsibility (Production of Sincerity)”
Revista e-flux, 68, junio 2009. http://www.e-flux.com/journal/view/68
Los intentos del arte activismo por combinar el arte y la acción social fueron
atacados desde estas dos perspectivas opuestas, las tradicionalmente artísticas y las
tradicionalmente activistas. La crítica artística tradicional opera de acuerdo a la
noción de calidad artística. Desde este punto de vista, el activismo en el arte parece
ser no muy bueno artísticamente: muchos críticos dicen que las intenciones
moralmente buenas del activismo en el arte sustituyen la calidad del arte. Esta
clase de crítica es, en realidad, fácil de rechazar. En el siglo XX, todo criterio de
calidad y de gusto fue abolido por distintas vanguardias artísticas, de modo que,
hoy en día, no tiene sentido apelar a ellas nuevamente. Sin embargo, la crítica del
otro lado es mucho más seria y exige una respuesta crítica detallada. Esta crítica
opera primordialmente de acuerdo a nociones de “estetización” y
“espectacularidad”. Cierta tradición intelectual, con raíces en los escritos de Walter
Benjamin y Guy Debord sostiene que la estetización y la espectacularización de la
política, incluyendo la protesta política, son cosas malas, porque distraen la
atención de las metas prácticas de la protesta política y las dirige hacia su forma
estética. Y esto quiere decir que el arte no puede ser usado como un medio para la
protesta política genuina, porque el uso del arte para la acción política
necesariamente estetiza a dicha acción, la convierte en espectáculo y, por lo tanto,
neutraliza el efecto práctico de dicha acción. Como ejemplo, basta con recordar la
reciente Bienal de Berlín, curada por Artur Żmijewski, y la crítica que provocó,
descrita como tal por distintos lados ideológicos como un zoológico para artistas
activistas.
En otras palabras, el componente de arte del arte activismo es visto muchas veces
como la razón principal por la que dicho activismo fracasa en el nivel pragmático,
práctico, en el nivel del impacto social y político inmediato. En nuestra sociedad,
el arte es tradicionalmente visto como inútil. De manera que esta inutilidad cuasi
ontológica parece infectar al arte activismo y lo condena a su fracaso. Al mismo
tiempo, el arte es visto como algo que en última instancia celebra y estetiza al
status quo –socavando, por lo tanto, nuestra voluntad para cambiarlo. De modo
que la salida de esta situación es vista más que nada como el abandono general del
arte –como si el activismo social y político nunca fracasa siempre y cuando no se
infecte por el virus del activismo.
La crítica del arte como algo inútil y por lo tanto moral y políticamente malo no es
nueva. En el pasado, esta crítica obligaba a muchos artistas a abandonar el arte,
para comenzar a practicar algo más útil, algo moral y políticamente correcto. Sin
embargo, el activismo contemporáneo en el arte no se apresura por abandonar el
arte, sino más bien, trata de hacer que el arte mismo sea útil. Esta es una posición
histórica nueva. Su novedad es muchas veces relativizada por una referencia al
fenómeno de la vanguardia rusa, que famosamente quiso cambiar al mundo por
medios artísticos. Me parece que esta referencia es incorrecta. Los artistas de la
vanguardia rusa de la década de 1920 creían en su habilidad para cambiar el
mundo, porque en aquel entonces su práctica artística fue apoyada por las
autoridades soviéticas. Ellos sabían que el poder estaba de su lado. Y tenían la
esperanza de que este apoyo no cesara con el paso del tiempo. El activismo
contemporáneo en el arte, por el contrario, no tiene razón para creer en un apoyo
político externo. El arte activista actúa por cuenta propia –depende sólo de sus
propias redes y en un apoyo financiero débil e incierto, generado por instituciones
de arte de mentalidad progresista. Como lo dije anteriormente, ésta es una
situación nueva, que merece una nueva reflexión teórica.
“Si alguien me preguntara si el palacio que ahora veo me resulta más bello,
bien podría decir que no me gustan ese tipo de cosas...; en un estilo
verdaderamente Rousseauiano, incluso hasta podría vilificar la vanidad de
los grandes que desperdician el sudor del pueblo en cosas tan superfluas...
Todo esto podría ser aceptado y aprobado por mí; pero este no es el tema
en cuestión... Uno no debe ser parcial en lo más mínimo, a favor de la
existencia de la cosa, sino ser completamente indiferente en este sentido,
para poder jugar el rol de juez en cuestiones del gusto.”1
Kant no está interesado en la existencia del palacio como representación del poder
y la riqueza. Sin embargo, está dispuesto a aceptar el palacio como algo estetizado,
esto es, negado, vuelto inexistente para todo efecto práctico, reducido a una pura
forma. Aquí surge la pregunta inevitable: ¿Qué es lo que uno debería decir sobre la
decisión de los revolucionarios franceses, de sustituir la desfuncionalización
estética del Antiguo Régimen con una destrucción totalmente iconoclasta? Y:
¿Acaso la legitimación teórica de esta desfuncionalización estética que se propuso
casi simultáneamente por Kant, como signo de la debilidad cultural de la
burguesía europea? Quizá sería mejor destruir por completo el cadáver del Viejo
Régimen en vez de exhibir este cadáver como arte, como un objeto de pura
contemplación estética. Yo diría que la estetización es una forma mucho más
radical de muerte que la iconoclastia tradicional.
Ya desde el siglo XIX, los museos muchas veces se comparaban con cementerios, y
los curadores de museos con sepultureros. Sin embargo, el museo es mucho más
un cementerio que cualquier cementerio de verdad. Los cementerios de verdad no
exponen los cadáveres de los muertos; los ocultan. Esto también aplica para las
pirámides egipcias. Al ocultar los cuerpos, los cementerios crean un espacio oscuro
y escondido de misterio, y por lo tanto nos sugieren la posibilidad de resurrección.
Todos hemos leído acerca de fantasmas, vampiros que abandonan sus tumbas, así
como otras criaturas que merodean por las noches en los cementerios. También
hemos visto películas sobre las noches en los museos: cuando nadie los ve, los
cuerpos muertos de las obras de arte cobran vida. Sin embargo, el museo a la luz
del día es un sitio de muerte definitiva que no permite la resurrección, ni el
retorno al pasado. El museo institucionaliza la violencia verdaderamente radical,
atea y revolucionaria que muestra al pasado como incurablemente muerto. Es una
muerte puramente materialista sin posibilidad de retorno –el cadáver material
estetizado funciona como testimonio a la imposibilidad de resurrección. (De
hecho, esta fue la razón por la que Stalin insistió tanto en exhibir
permanentemente el cuerpo muerto de Lenin al público. El Mausoleo de Lenin es
una garantía visible de que Lenin y el leninismo han muerto definitivamente. Es
por eso que los líderes actuales en Rusia no se apresuran en enterrar a Lenin –
contrario a las peticiones hechas por muchos rusos para que lo hagan. No quieren
el regreso del leninismo, el cual sería posible si entierran a Lenin.)
Estetizar la Modernidad
De hecho, esto aplica especialmente para los artistas de la vanguardia, que muchas
veces han sido mal interpretados como heraldos de un nuevo mundo tecnológico –
como si quisieran impulsar la vanguardia del progreso tecnológico. Nada más
alejado de la verdad histórica. Claro, los artistas de las vanguardias históricas
estaban interesados en la modernidad tecnológica, industrializada. Sin embargo,
estaban interesados en la modernidad tecnológica sólo por la meta de estetizar la
modernidad, desfuncionalizándola, para revelar la ideología del progreso como
algo fantasmal y absurdo. Cuando uno habla de la vanguardia en su relación con la
tecnología, uno normalmente tiene una figura histórica específica en mente:
Filippo Tomaso Marinetti y su “Manifiesto Futurista”, publicado en la primera
plana del periódico Figaro en 1909.2 El texto condenaba al gusto cultural
“passéistic” de la burguesía, y celebraba la belleza de la nueva civilización industrial
(“... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la
Victoria de Samotracia”), glorificaba la guerra como “la higiene del mundo”, y
deseaba “destruir los museos, las librerías y cualquier tipo de academia”. La
identificación con la ideología parece estar completa aquí. Sin embargo, Marinetti
no publicó el texto del “Manifiesto Futurista” aislado, sino que incluyó dentro de
éste una historia que comienza con una descripción sobre cómo él había
interrumpido una larga charla sobre poesía con sus amigos, invitándolos a que se
levantaran y que manejaran lejos en un auto veloz. Y eso fue lo que hicieron.
Marinetti escribe”: “Y nosotros, como jóvenes leones, nos pusimos a perseguir a la
muerte... No hay nada para lo que valga la pena morir, más allá del deseo por
finalmente despojarnos de la valentía que se había convertido en una carga”. Y
sucedió el despojo. Marinetti describe un poco más el paseo nocturno: “¡Qué
ridículo! ¡Qué fastidio!... pisé los frenos con fuerza y para mi disgusto las ruedas se
separaron del suelo y volamos hacia una zanja. ¡Oh, una madre de zanja, hasta el
borde de agua lodosa! ... Cómo me deleité con ese fango, dador de fuerza, que
tanto me recordó a los sagrados pechos negros de mi enfermera sudanesa”.
Como nos muestra Foucault, el ser humano deja aquí de ser visto simplemente
como fuerza laborar vendida al mercado capitalista. En cambio, el individuo se
convierte en propietario de un conjunto no alienado de cualidades, capacidades y
habilidades que son parcialmente hereditarias e innatas, y parcialmente producidas
por la educación y el cuidado –primordialmente por nuestros padres. En otras
palabras, hablamos aquí de una inversión original hecha por la naturaleza misma.
La palabra “talento” expresa esta relación entre naturaleza e inversión lo
suficientemente bien, siendo el talento un obsequio de la naturaleza y al mismo
tiempo cierta suma de dinero. Aquí, la dimensión utópica de la noción neoliberal
del capital humano se vuelve clara. La participación en la economía pierde su
carácter de trabajo alienado y alienante. El ser humano se convierte en valor en sí
mismo. Y lo que es más importante, la noción de capital humano, como nos
muestra Foucault, borra la oposición entre consumidor y productor –la oposición
que se arriesga en desgarrar al ser humano bajo las condiciones estándares del
capitalismo. Foucault indica que, en términos de capital humano, el consumidor se
convierte en productor. El consumidor produce su propia satisfacción. Y de este
modo, el consumidor deja crecer su capital.8
A principios de la década de los setenta, Joseph Beuys se inspiró por la idea del
capital humano. En sus famosas Lecciones de Achberger, publicadas bajo el
título Art=Capital (Kunst=Kapital), nos dice que toda actividad económica debería
entenderse como práctica creativa, de modo que todo mundo se convierte en
artista.9 Así, la noción expandida de arte (erweiterter Kunstbegriff) coincidiría con
la noción expandida de economía (erweiterter Oekonomiebegriff). Con esto, Beuys
trata de superar la desigualdad que, para él, se simboliza por la diferencia entre
obra creativa y artística, y el trabajo no-creativo y alienante. Decir que todos son
artistas implica para Beuys, que debe introducirse una igualdad universal por
medio de la movilización de aquellos aspectos y componentes del capital humano
de todas las personas, pero que permanecen ocultos e inactivos bajo las
condiciones estándares del mercado. Sin embargo, durante las discusiones que
siguieron a estas lecciones, se volvió claro que el intento de Beuys por basar la
igualdad social y económica en la igualdad entre la actividad artística y la no
artística en realidad no funciona. Y la razón de esto es muy sencilla: de acuerdo
con Beuys, un ser humano es creativo porque la naturaleza le otorgó el capital
humano inicial; precisamente, la capacidad para ser creativo. De modo que la
práctica artística sigue siendo dependiente de la naturaleza, y por lo tanto, de la
distribución desigual de dones naturales.
Sin duda vivimos en una era de estetización total. Este hecho muchas veces se
interpreta como señal de que hemos llegado a un estado después del final de la
historia, o un estado de total agotamiento, que hace que cualquier acción histórica
posterior sea imposible. Sin embargo, como he tratado de demostrar, el nexo entre
estetización total, el fin de la historia, y el agotamiento de las energías vitales, es
ilusorio. Al usar las lecciones del arte moderno y contemporáneo, somos capaces
de estetizar totalmente al mundo –esto es, de verlo ya como un cadáver—sin ser
necesariamente situado al final de la historia o al final de nuestras fuerzas vitales.
Uno puede estetizar al mundo –y al mismo tiempo, actuar dentro de éste. De
hecho, la estetización total no bloquea a la acción política; la estimula. La
estetización total significa que vemos el statu quo actual como algo ya muerto, ya
abolido. Y significa además, que toda acción que sea dirigida hacia la
estabilización del statu quo finalmente lo logrará. Por lo tanto, la estetización total
no sólo no excluye a la acción política; crea el horizonte final para una acción
política exitosa, si esta acción tiene una perspectiva revolucionaria.
1. Immanuel Kant, Critique of the Power of Judgment, ed. Paul Guyer (Cambridge:
Cambridge University Press 2000), 90–91.
2. F. T. Marinetti, “The Foundation and Manifesto of Futurism,” in Critical
Writings (New York: Farrar, Strauss and Giroux, 2006), 11–17.
3. Walter Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction,”
Illuminations (New York: Schocken, 1992).
4. Kazimir Malevich, “On the Museum,” in Essays on Art, vol. 1 (New York:
George Wittenborn, 1971), 68–72.
5. Kazimir Malevich, “God is Not Cast Down,” ibid., 188–223.
6. Walter Benjamin, “Ueber den Begriff der Geschichte,” in Gesammelte
Schriften, vol. 1–2 (Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag, 1974).
7. Michel Foucault, The Birth of Biopolitics: Lectures at the Collège de France 1978–
1979 (New York: Palgrave Macmillan, 2008), 215ff.
8. Ibid., 226.
9. Joseph Beuys, Kunst=Kapital (Wangen/Allgäu: FIU-Verlag, 1992).
10. Leon Trotsky, Literature and Revolution, ed. William Keach (Chicago:
Haymarket Books, 2005), 207.
Sin embargo, la teoría nunca fue tan central para el arte como lo es ahora. De
modo que la pregunta es: ¿Por qué es este el caso? Yo sugeriría que, hoy en día, los
artistas necesitan una teoría para explicar lo que están haciendo –no a otros, sino a
sí mismos. En este sentido, no están solos. Cualquier sujeto contemporáneo
constantemente se hace estas dos preguntas: ¿Qué tiene que hacerse? y la más
importante, ¿cómo puedo explicarme a mí mismo lo que ya estoy haciendo? La
urgencia de estas preguntas resulta de un colapso agudo de la tradición que
vivimos hoy en día. Nuevamente, tomemos al arte como ejemplo. En tiempos
anteriores, hacer arte significaba practicar –bajo una forma en constante
modificación—lo que las generaciones previas de artistas habían hecho. Durante la
modernidad, hacer arte significaba protestar en contra de lo que estas generaciones
previas hicieron. Pero en ambos casos, fue más o menos claro lo que pareciera
tradicional –y, del mismo modo, qué forma tomaría una protesta contra esta
tradición. Hoy en día, nos confrontamos a miles de tradiciones flotando alrededor
del mundo –y con miles de formas distintas de protesta contra éstas. Por lo tanto,
si alguien ahora quiere convertirse en artista y hacer arte, no le queda
inmediatamente claro lo que su arte es en realidad, y lo que el artista
supuestamente debe hacer. Para poder comenzar a hacer arte, uno necesita una
teoría que explique lo que el arte es. Y dicha teoría le otorga al artista la
posibilidad de universalizar, globalizar su arte. Un recurso hacia la teoría libera a
los artistas de sus identidades culturales –del peligro de que su arte fuera percibido
sólo como una curiosidad local. La teoría abre una perspectiva para que el arte se
vuelva universal. Esta es la razón principal del surgimiento de la teoría en nuestro
mundo globalizado. Aquí la teoría –el discurso teórico, explicativo—precede al
arte, en vez de surgir después del arte.
Sin embargo, una duda sigue sin resolverse. Si vivimos en una época en la que toda
actividad tiene que comenzar con una explicación teórica de lo que esta actividad
es, entonces uno puede llegar a la conclusión de que vivimos después del fin del
arte, porque el arte estuvo tradicionalmente opuesto a la razón, a la racionalidad, a
la lógica –cubriendo, se decía, el dominio de lo irracional, lo emocional, lo
teóricamente impredecible e inexplicable.
Sin embargo, la teoría crítica moderna y contemporánea no es nada más que una
crítica a la razón, la racionalidad y la lógica tradicional. Con esto, me refiero no
sólo a ésta o aquella teoría en particular, sino al pensamiento crítico en general,
conforme se ha desarrollado desde la segunda mitad del siglo XIX, tras la caída de
la filosofía hegeliana.
Por otro lado, Nietzsche explicó el amor de la filosofía por la razón y la verdad,
como síntoma de la posición poco privilegiada del filósofo en la vida real. Veía la
voluntad hacia la verdad como efecto del filósofo que sobrecompensa una falta de
vitalidad y de poder real, al fantasear sobre el poder universal de la razón. Para
Nietszche, los filósofos son inmunes a la seducción del arte, simplemente porque
son demasiado débiles, demasiado “decadentes” como para seducir y ser seducido.
Nietzsche niega la naturaleza pacífica y puramente contemplativa de la actitud
filosófica. Para él, esta actitud es simplemente un frente usado por los débiles para
lograr el éxito en la lucha por el poder y la dominación. Detrás de la aparente
ausencia de los intereses vitales, el teórico descubre una presencia oculta de la
voluntad de poder “decadente” o “enferma.” De acuerdo con Nietzsche, la razón y
sus supuestos instrumentos están diseñados sólo para subyugar a otros personajes,
no filosóficamente inclinados –esto es, apasionados, vitales. Es este gran tema de
la filosofía nietzscheana que posteriormente fue desarrollado por Michel Foucault.
Y así, la teoría comienza a ver la figura del filósofo meditativo y su propia posición
en el mundo, desde la perspectiva de, a saber, una mirada normal, profana,
externa. La teoría ve al cuerpo viviente del filósofo a través de aspectos que no son
accesibles a la visión directa. Esto es algo que el filósofo, como cualquier otro
sujeto, necesariamente pasa por alto: no podemos ver nuestro propio cuerpo, sus
posiciones en el mundo y los procesos materiales que ocurren dentro y fuera de
éste (físicos y químicos, pero también económicos, biopolíticos, sexuales y demás).
Esto quiere decir que no podemos realmente practicar una autorreflexión en el
espíritu del dictum filosófico, “conócete a ti mismo.” Y lo que es más importante:
no podemos tener una experiencia interna de las limitaciones de nuestra existencia
temporal y espacial. No estamos presentes en nuestro nacimiento –y no estaremos
presentes en nuestra muerte. Es por ello que todos los filósofos que practicaron la
autorreflexión llegaron a la conclusión de que el espíritu, el alma y la razón son
inmortales. Efectivamente, al analizar mis propios procesos de pensamiento,
nunca puedo encontrar evidencia de su finitud. Para descubrir las limitaciones de
mi existencia en el espacio y el tiempo necesito la mirada del Otro. Leo mi muerte
en los ojos de los Otros. Es por eso que Lacan dice que el ojo del otro siempre es
un ojo maligno, y Sartre dice que “el infierno son los otros.” Sólo por medio de la
mirada profana de Otros puedo yo descubrir que no sólo pienso y siento –sino que
también nací, viví, y moriré.
Pero claro, la teoría no nos hace un simple llamado a la acción, rumbo a una meta
específica. Más bien, la teoría llama a la acción que ejercería –y extendería—la
condición misma de la teoría. Efectivamente, toda teoría crítica no es solamente
informativa sino también transformativa. La escena del discurso teórico es de una
conversión que se excede a los términos de la comunicación. La comunicación en
sí no cambia a los sujetos del intercambio comunicativo: he transmitido
información a alguien, y alguien más ha transmitido información a mí. Ambos
participantes permanecen idénticos en sí mismos durante y después del
intercambio. Pero el discurso teórico crítico no es sólo un discurso informativo, ya
que no sólo transmite ciertos conocimientos. Más bien, nos hace preguntas
concernientes al significado del conocimiento. ¿Qué significa que yo tenga cierto
nuevo extracto de conocimiento? ¿Cómo este conocimiento me ha transformado,
cómo ha influido en mi actitud general sobre el mundo? ¿Cómo este conocimiento
ha cambiado mi personalidad, ha modificado mi modo de vida? Para responder
estas preguntas, uno tiene que ejecutar la teoría –para mostrar cómo cierto
conocimiento transforma nuestro comportamiento. En este sentido, el discurso
crítico es similar a los discursos religiosos y filosóficos. La religión describe al
mundo, pero no está satisfecho con este papel descriptivo nada más. También nos
llama a creer esta descripción, y a demostrar esta fe, y actuar con base en nuestra
fe. La filosofía también nos llama no sólo a creer en el poder de la razón, sino
también a actuar razonablemente, racionalmente. Ahora, la teoría no sólo quiere
que creamos que somos cuerpos vivientes y primordialmente finitos, sino también
quiere demostrarnos esta creencia. Bajo el régimen de la teoría no es suficiente
vivir: uno también debe demostrar que vive, uno debe ejecutar el acto de estar
vivo. Y ahora, podría decir que en nuestra cultura, es el arte el que ejecuta este
conocimiento de estar vivos.
Y por cierto, el llamado a actuar no está hecho por un llamador divino. El teórico
es también un ser humano, y no tengo razón para confiar completamente su
intención. La Ilustración nos enseñó, como ya lo he mencionado, no confiar en la
mirada del Otro, sospechar de Otros (sacerdotes y demás) al perseguir sus propias
agendas, ocultas detrás de su discurso apelativo. Y la teoría nos enseñó a no confiar
en nosotros, y en la evidencia de nuestra propia razón. En este sentido, toda
ejecución de una teoría es al mismo tiempo una ejecución de la desconfianza de
esta teoría. Ejecutamos la imagen de la vida para demostrarnos como vivos ante
los otros –pero también para protegernos del ojo maligno del teórico, para
ocultarnos detrás de nuestra imagen. Y esto, de hecho, es precisamente lo que la
teoría quiere de nosotros. Después de todo, la teoría también desconfía de sí
misma. Como Teodoro Adorno dijo, lo total es falso y no hay vida verdadera en lo
falso.2
Dicho esto, uno también deberá tomar en consideración el hecho que el artista
puede adoptar otra perspectiva: la perspectiva crítica de la teoría. Los artistas
pueden, y de hecho lo hacen, adoptar esto en muchos casos; se ven a sí mismos no
como ejecutantes de conocimiento teórico, usando la acción humana para
preguntarse acerca del significado de este conocimiento, sino como mensajeros y
propagandistas de este conocimiento. Estos artistas no ejecutan, sino que más bien
se unen al llamado transformativo. En vez de ejecutar la teoría llaman a otros a
hacerlo; en vez de volverse activos quieren activar a otros. Y se vuelven críticos en
el sentido de que la teoría es exclusiva hacia cualquiera que no responda a su
llamado. Aquí, el arte toma un papel ilustrativo, didáctico, educativo –comparable
al rol didáctico del artista en el marco de, digamos, la fe Cristiana. En otras
palabras, el artista hace propaganda secular (comparable a la propaganda religiosa).
No soy crítico de este giro propagandístico. Ha producido muchas obras
interesantes en el curso del siglo XX y sigue siendo productivo ahora. Sin
embargo, los artistas que practican este tipo de propaganda muchas veces hablan
de la inefectividad del arte, como si todos pueden y deben ser persuadidos por el
arte, aun cuando él o ella no sea persuadido por la teoría. El arte de propaganda no
es específicamente ineficiente; es sólo que comparte los éxitos y fracasos de la
teoría que propaga.
De hecho, la misma urgencia, la misma falta de tiempo que nos empuja a actuar,
nos sugiere que nuestras acciones probablemente no lograrán ninguna meta, o
producirán algún resultado. Es una idea que fue bien descrita por Walter
Benjamin en su famosa parábola, usando el Angelus Novus de [Paul] Klee: si vemos
hacia el futuro vemos sólo promesas, mientras que si vemos hacia el pasado sólo
podemos ver las ruinas de estas promesas.3 Esta imagen fue interpretada por los
lectores de Benjamin como algo mayormente pesimista. Pero en realidad es
optimista, en cierta medida, esta imagen reproduce una temática de un ensayo
mucho anterior, en el que Benjamin distingue entre dos tipos de violencia: divina
y metafísica.4 La violencia mítica produce destrucción que nos lleva de un viejo
orden a nuevos órdenes. La divina violencia solamente destruye, sin establecer un
nuevo orden. Esta destrucción divina es permanente (similar a la idea de Trotsky
de la revolución permanente). Pero hoy en día, un lector del ensayo de Benjamin
sobre la violencia inevitablemente se preguntará, ¿cómo es que la violencia puede
ser eternamente infligida si sólo es destructiva? En algún momento, todo sería
destruido, y la violencia divina en sí se volverá imposible. De hecho, si Dios ha
creado el mundo de la nada, también puede destruirlo completamente, sin dejar
rastro.
Pero el punto es precisamente este: Benjamin usa la imagen del Angelus Novus en
el contexto de su concepto materialista de la historia, en el cual la violencia divina
se convierte en violencia material. Por lo tanto, se vuelve claro porqué Benjamin
no cree en la posibilidad de la destrucción total. En el mundo secular, puramente
material, la destrucción sólo puede ser una destrucción material, producida por
fuerzas materiales. Pero cualquier destrucción material sigue siendo parcialmente
efectiva. Siempre deja ruinas, rastros, vestigios detrás, precisamente como lo
describe Benjamin en su parábola. En otras palabras, si no podemos destruir
totalmente el mundo, el mundo tampoco puede destruirnos totalmente. El éxito
total es imposible, pero igualmente el fracaso total. La visión materialista del
mundo abre una zona más allá del éxito y el fracaso, la conservación y el
aniquilamiento, la adquisición y la pérdida. Ahora bien, esta es precisamente la
zona en la cual el arte opera, si es que quiere ejecutar su conocimiento sobre la
materialidad del mundo, y de la vida como proceso material. Y mientras que el
arte de las vanguardias históricas también ha sido acusado de ser nihilista y
destructivo, la destructividad del arte de vanguardia fue motivada por su creencia
en la imposibilidad de una destrucción total. Uno puede decir que la vanguardia,
mirando hacia el futuro, vio precisamente la misma imagen que el Angelus
Novus de Benjamin vio cuando miró hacia el pasado.
Durante mucho tiempo, el hombre fue ontológicamente situado entre Dios y los
animales. En aquel entonces, parecía ser más prestigiado ser colocado más cerca de
Dios, y más lejos del animal. Dentro de la modernidad y nuestro tiempo presente,
tendemos a situarnos entre el animal y la máquina. En este nuevo orden, parecería
que es mejor ser animal que máquina. Durante los siglos XIX y XX, pero también
en la actualidad, había una tendencia a presentar la vida como desviación de cierto
programa, como la diferencia sólo entre un cuerpo viviente y una máquina. Cada
vez más, sin embargo, conforme se asimiló el paradigma maquínico, el ser humano
contemporáneo puede verse como un animal actuando como máquina, una
máquina industrial o una computadora. Si aceptamos esta perspectiva
foucaultiana, el cuerpo humano viviente –la animalidad humana—efectivamente
se manifiesta por medio de la desviación del programa, a través del error, de la
locura, el caos y la imprevisibilidad. Es por esto que el arte contemporáneo tiende
muchas veces a tematizar la desviación y el error, todo lo que rompa con la norma
y perturbe el programa social establecido.
Aquí, es importante señalar que la vanguardia clásica se colocaba más del lado de
la máquina que del lado del animal humano. Los vanguardistas radicales, desde
Malevich y Mondrian hasta Sol LeWitt y Donald Judd, practicaron su arte de
acuerdo a programas maquinales, en los cuales la desviación y la discordancia
estaban contenidas por las leyes generativas de sus respectivos proyectos. Sin
embargo, estos programas eran internamente distintos de cualquier programa
“real,” porque no eran ni utilitarios ni instrumentalizadores. Nuestros programas
sociales, políticos y técnicos reales se orientan hacia lograr cierta meta, y son
juzgados de acuerdo a su eficiencia o habilidad por lograr esta meta. Los
programas de arte y las máquinas, sin embargo, no son de orientación teológica.
No tienen una meta definitiva; simplemente siguen y siguen. Al mismo tiempo,
estos programas incluyen la posibilidad de ser interrumpidos en cualquier
momento sin perder su integridad. Aquí, el arte reacciona a la paradoja de la
urgencia producida por la teoría materialista y su llamado a la acción. Por un lado,
nuestra finitud, nuestra falta ontológica de tiempo nos obliga a abandonar el
estado de contemplación y pasividad y comenzar a actuar. Y no obstante, esta
misma falta de tiempo dicta una acción que no está dirigida hacia una meta en
particular, y puede ser interrumpida en cualquier momento. Dicha acción es
concebida desde el principio como algo que no tiene un final específico, a
diferencia de una acción que termina cuando se logra su meta. De ahí que la
acción artística se vuelve infinitamente continuable y/o repetible. Aquí la falta de
tiempo es transformada en un excedente de tiempo, de hecho, en un excedente
infinito de tiempo.
En el mismo sentido, uno puede decir que el performance de la teoría por parte
del arte también implica la estetización de la teoría. El surrealismo puede
interpretarse como la estetización del psicoanálisis. En su primer Manifiesto
Surrealista, Andre Breton propuso famosamente una técnica de escritura
automática. La idea era escribir tan rápido que ni la conciencia ni la inconciencia
pudieran estar a la par con el proceso de escritura. Aquí, la práctica psicoanalítica
de la libre asociación es imitada, pero desapegada de su meta normativa.
Posteriormente, después de leer a Marx, Breton exhortó a los lectores del Segundo
Manifiesto sacar un revólver y disparar al azar entre la multitud: nuevamente la
acción revolucionaria se vuelve sin propósito. Incluso anteriormente, los dadaístas
practicaron el discurso más allá del sentido y la coherencia, un discurso que podía
ser interrumpido en cualquier momento sin perder su consistencia. Lo mismo
puede decirse, de hecho, de los discursos de Joseph Beuys: eran excesivamente
largos pero podían ser interrumpidos en cualquier momento porque no estaban
sujetos a la meta de llegar a un argumento. Y lo mismo puede decirse sobre
muchas otras prácticas artísticas contemporáneas: pueden ser interrumpidas o
reactivadas en cualquier momento. El fracaso, entonces, se vuelve imposible,
porque los criterios para el éxito están ausentes. Ahora, muchas personas en el
mundo del arte deploran el hecho de que el arte no es y no puede ser exitoso en la
“vida real.” Aquí la vida real es entendida como historia, y el éxito como éxito
histórico. Anteriormente, les mostré que la noción de historia no coincide con la
noción de vida –en particular con la noción de “vida real”—ya que la historia es
una construcción ideológica basada en un concepto de movimiento progresivo
hacia cierto telos. Este modelo teológico de historia progresiva tiene raíces en la
teología Cristiana. No corresponde a la visión post-Cristiana, post-filosófica y
materialista del mundo. El arte es emancipador. El arte cambia el mundo y nos
libera. Pero lo hace precisamente al liberarnos de la historia –al liberar la vida de la
historia.
Pero claro, uno puede preguntarse además: ¿Cuál es la relevancia social de tal
performance artístico, no instrumental, no teológico, de la vida? Yo podría sugerir
que es la producción de lo social como tal. Efectivamente, no deberíamos pensar
que lo social está desde siempre ahí. La sociedad es un área de igualdad y
semejanza: originalmente, la sociedad, o la politeia surgió en Atenas, como una
sociedad de lo equitativo y lo similar. Las sociedades griegas antiguas –que son un
modelo para toda sociedad moderna—estaban basadas en el interés común, tales
como la formación, el gusto estético, el lenguaje. Sus miembros eran efectivamente
intercambiables por medio de la realización física y cultural de valores establecidos.
Cada miembro de la sociedad griega podía hacer lo que los otros también podían,
en los campos del deporte, la retórica o la guerra. Pero las sociedades tradicionales
basadas en intereses comunes ya no existen.
Hoy en día, vivimos no en una sociedad de semejanza, sino más bien en una
sociedad de diferencia. Y la sociedad de la diferencia no es una politeia sino una
economía de mercado. Si yo vivo en una sociedad en la que todos somos
especializados, y cada uno tiene su identidad cultural específica, entonces yo
ofrezco a los otros lo que tengo y sé hacer, y recibo de ellos lo que tienen y pueden
hacer. Estas redes de intercambio también funcionan como redes de
comunicación, como un rizoma. La libertad de comunicación es sólo un caso
especial del libre mercado. Ahora, la teoría y el arte que ejecuta la teoría, producen
similarmente más allá de las diferencias que son inducidas por la economía de
mercado –y, por lo tanto, la teoría y el arte compensan la ausencia de los intereses
comunes tradicionales. No es casualidad que el llamado a la solidaridad humana es
casi siempre acompañado en nuestro tiempo no por una apelación de los orígenes
comunes, el sentido común y la razón, o el interés común de la naturaleza
humana, sino el peligro de la muerte común por medio de la guerra nuclear o el
calentamiento global, por ejemplo. Somos diferentes en nuestros modos de
existencia, pero similares debido a nuestra mortalidad.
En tiempos antiguos, los filósofos y los artistas querían ser (y se entendían así)
seres humanos excepcionales, capaces de crear ideas y cosas excepcionales. Pero
hoy en día, los teóricos y los artistas no quieren ser excepcionales –más bien,
quieren ser como todos los demás. Su tema preferido es la vida cotidiana. Quieren
ser típicos, no-específicos, no-identificables, no-reconocibles en una multitud. Y
quieren hacer lo que todo mundo hace: preparar comida (Rirkrit Tiravanija) o
patear un bloque de hielo por la calle (Francis Alÿs). Kant ya sostenía que el arte
no es una cuestión de verdad sino de gusto, y que puede y debería ser discutido por
todos. La discusión del arte está abierta a cualquiera porque, por definición, nadie
puede ser especialista en arte –sólo puede ser un diletante. Esto quiere decir que el
arte desde sus inicios es social, y se vuelve democrático si uno derriba los límites de
la high society (aun sigue siendo un modelo de sociedad para Kant). Sin embargo,
desde la época de las vanguardias en adelante, el arte se volvió no sólo un objeto
para la discusión, libre de los criterios de la verdad, sino una actividad universal,
no específica, no productiva y generalmente accesible, libre de cualquier criterio de
éxito. El arte contemporáneo de avanzada es básicamente una producción artística
sin producto. Es una actividad en la cual todo mundo puede participar, es
incluyente y verdaderamente igualitaria.
Al decir esto, no estoy pensando en estética relacional. Tampoco creo que el arte,
si se entiende de esta manera, puede ser verdaderamente participativo o
democrático. Y ahora trataré de explicar por qué. Nuestro entendimiento de la
democracia está basado en una concepción de la nación-estado. No tenemos un
marco de democracia universal que trascienda los límites nacionales –y nunca
tuvimos ese tipo de democracia en el pasado. De modo que no podemos decir a
qué se parece realmente una democracia verdaderamente universal e igualitaria.
Adicionalmente, la democracia es tradicionalmente entendida como la regla de la
mayoría, y claro, podemos imaginar la democracia como algo que no excluye a
ninguna minoría y que opera por consenso –pero aun así, este consenso
necesariamente incluirá sólo personas “normales, razonables.” Nunca incluirá a los
“locos,” a los niños y así.
Tampoco incluirá a los animales. No incluirá a los pájaros. Pero, como sabemos,
San Francisco de Asís daba sermones a los animales y a los pájaros. Tampoco
incluirá a las piedras –y sabemos de Freud que existe un impulso en nosotros que
nos obliga a convertirnos en piedras. Tampoco incluirá a las máquinas –incluso si
muchos artistas y teóricos quisieran convertirse en máquinas. En otras palabras, un
artista es alguien que no es simplemente social, sino supersocial, para usar el
término acuñado por Gabriel Tarde en el marco de su teoría de la imitación.6 El
artista imita y se establece como similar e igual a demasiados organismos, figuras,
objetos y fenómenos, que nunca formará parte de un proceso democrático. Para
usar una frase muy precisa de Orwell, algunos artistas son, efectivamente, más
iguales que otros. Mientras que el arte contemporáneo es muchas veces criticado
por ser demasiado elitista, no suficientemente social, en realidad el caso es lo
contrario: el arte y los artistas son supersociales. Y como Gabriel Tarde
correctamente sostiene: para ser verdaderamente supersocial uno tiene que aislarse
de la sociedad.
1. Arnold Gehlen Zeit-Bilder. Zur Soziologie und Aesthetik der modernen Malerei,
(Frankfurt: Athenaeum, 1960).
2. Theodor Adorno, Minima Moralia: Reflections from Damaged Life, trans. E.N.
Jephcott (London: Verso, 1974), 50 and 39 respectively.
3. Walter Benjamin, “On the Concept of History,” in Selected Writings, vol. 4:
1938-40, ed. Howard Eiland and Michael Jennings (Cambridge: Harvard
University Press, 2003), 389-400..
4. Benjamin, “Critique of Violence,” in Selected Writings, vol. 1: 1913-26, ed.
Marcus Bullock and Michael Jennings (Cambridge: Harvard University Press,
1999), 236-52.
5. Gabriel Tarde, The Laws of Imitation (New York: H.Holt and Co., 1903), 88.
La relación entre arte y dinero puede entenderse por lo menos de dos maneras.
Primero, el arte puede interpretarse como la suma de obras que circulan en el
mercado del arte. En este caso, cuando hablamos de arte y dinero, pensamos sobre
todo en las transformaciones espectaculares en el mercado del arte que ocurrieron
en décadas recientes: las subastas de arte moderno y contemporáneo, las enormes
sumas que se pagaron por las obras, y demás –lo que los periódicos reportan
mayormente cuando quieren decir algo sobre el arte contemporáneo. Ahora no
cabe la menor duda que el arte puede verse en el contexto del mercado del arte y
toda obra de arte puede verse como mercancía.
Efectivamente, por lo menos desde los readymades de Duchamp, han surgido las
obras de arte que sólo existen si son exhibidas. Producir una obra de arte significa
precisamente exhibir algo como arte –no hay producción más allá de la exhibición.
No obstante, cuando la producción de arte y la exhibición coinciden, las obras
resultantes rara vez pueden circular en el mercado del arte. Ya que una instalación,
por definición, no puede circular con facilidad, se entiende que si el arte
instalación no recibe un auspicio, simplemente dejaría de existir. Podemos ver
ahora una diferencia crucial entre auspiciar una exhibición de, digamos, objetos
tradicionales de arte y auspiciar una exhibición de instalaciones de arte. En el
primer caso, sin un auspicio adecuado, ciertos objetos no serán accesibles al
público en general; no obstante, estos objetos siguen existiendo. En el segundo
caso, un auspicio inadecuado significaría que las obras, entendidas como
instalaciones de arte, no llegarían a suceder. Y eso sería una lástima, por lo menos
por una razón importante: las instalaciones artísticas y curatoriales funcionan cada
vez más como sitios para atraer cineastas, músicos y poetas que desafían el gusto
del público de su tiempo y no pueden volverse parte de la cultura comercializada
de masas. Los filósofos, también, están descubriendo a la exhibición de arte como
el territorio para sus discusiones. La escena del arte se ha convertido en un
territorio en el cual las ideas y los proyectos políticos que son difíciles de situar en
la realidad política contemporánea pueden ser formulados y presentados.
Se vuelve obvio que cuando decimos que el arte de vanguardia es “elitista,” lo que
uno quiere decir realmente por la palabra “elite” no se refiere a los gobernantes y a
los ricos, sino a los productores: los mismos artistas. Se entendería, entonces, que
el arte “elitista” quiere decir aquel arte que está hecho no para la apreciación de los
consumidores, sino más bien para los mismos artistas. Aquí, ya no estamos
lidiando con un gusto específico –sea éste de elite o de las masas—sino con el arte
para artistas, con una práctica del arte que sobrepasa al gusto. Sin embargo, ¿este
tipo de arte que sobrepasa el gusto realmente es un arte “elitista”? O para
plantearlo de otro modo: ¿Son los artistas realmente una elite? De una manera
muy obvia, no lo son, ya que simplemente no son lo suficientemente ricos o
poderosos. Pero las personas que usan la palabra “elitista” en relación con el arte
producido para artistas en realidad no quieren sugerir que los artistas dominan al
mundo. Simplemente quieren decir que ser artista significa que perteneces a una
minoría. En este sentido, el arte “elitista” significa realmente un arte “de
minorías.” ¿Y los artistas son realmente esta minoría en nuestra sociedad
contemporánea? Yo diría que no.
Quizá ese haya sido el caso en la época de Greenberg, pero hoy en día no lo es.
Entre finales del siglo XX y principios del XXI, el arte ingresó a una nueva era –
principalmente, una era de producción masiva de arte, seguida de una era de
consumo masivo de arte. Los medios contemporáneos de producción de imágenes,
tales como el video y las cámaras de celulares, así como medios de redes sociales
para la distribución de imágenes, tales como Facebook, YouTube y Twitter, le
otorgan a las poblaciones globales la posibilidad de presentar sus fotos, videos y
textos de una manera que no puede distinguirse de cualquier otra obra de arte
post-conceptual. Y el diseño contemporáneo le otorga a estas mismas poblaciones
la posibilidad de moldear y vivir sus propios cuerpos, departamentos o espacios de
trabajo, como objetos artísticos e instalaciones. Esto quiere decir que el arte
contemporáneo definitivamente se ha convertido en una práctica cultural de
masas. Adicionalmente, quiere decir que el artista actual vive y trabaja
primordialmente entre productores de arte –no entre consumidores de arte. O
para usar la frase de Greenberg, el artista es finalmente colocado justo en el centro
del contexto de la producción. Esto sitúa al arte contemporáneo profesional por
fuera del problema del gusto, e incluso por fuera de la actitud estética como tal.
La actitud estética es, por definición, la actitud del consumidor. La estética, como
tradición filosófica y disciplina académica, se relaciona y reflexiona en torno al arte
desde la perspectiva del consumidor de arte –el espectador ideal de arte. Este
espectador espera recibir la llamada experiencia estética del arte. Por lo menos
desde Kant, sabemos que la experiencia estética puede ser una experiencia de
belleza o de lo sublime. Puede ser una experiencia de placer sensual. Pero también
puede ser una experiencia “anti-estética” de desagrado, de frustración provocada
por una obra de arte que carece de las cualidades que la estética “afirmativa” espera
que tenga. Puede ser la experiencia de una visión utópica que lleva a la humanidad
a extraerse de su condición actual, hacia una nueva sociedad en la cual reina la
belleza; o, en términos un tanto distintos, puede redistribuir lo sensible de manera
tal que refigura el campo visual del espectador, al mostrarle ciertas cosas y darle
acceso a ciertas voces que anteriormente se hallaban ocultas u oscurecidas. Pero
también puede demostrar la imposibilidad de ofrecer experiencias estéticas
positivas en medio de una sociedad signada por la opresión y la explotación –sobre
una comercialización total y mercantilización del arte que, desde el comienzo,
socava la posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, ambas
experiencias estéticas, aparentemente contradictorias, pueden proveernos el mismo
disfrute estético. Sin embargo, para poder experimentar un disfrute estético de
cualquier tipo, el espectador debe estar estéticamente educado, y esta educación
necesariamente refleja los ámbitos sociales y culturales en los cuales el espectador
nació y en el que vive. En otras palabras, la actitud estética presupone la
subordinación de la producción de arte al consumo de arte –y por lo tanto la
subordinación de la teoría del arte a la sociología.
De hecho, la actitud estética no necesita del arte, y funciona mucho mejor sin él.
Muchas veces se dice que las maravillas del arte palidecen en comparación con las
maravillas de la naturaleza. En términos de experiencia estética, no hay una obra
de arte que pueda siquiera compararse con una caída de sol medianamente bella.
Y, claro, el lado sublime de la naturaleza y de la política pueden ser vividos
completamente sólo al ser testigos de una verdadera catástrofe natural, de una
revolución o de la guerra –no leyendo una novela o viendo una pintura. De hecho,
esa fue la opinión compartida de Kant y los poetas y artistas Románticos que
lanzaron los primeros discursos estéticos influyentes: el mundo real es el objeto
legítimo de la actitud estética (así como de las actitudes científicas y éticas) –no el
arte. De acuerdo con Kant, el arte se puede convertir en un objeto legítimo de
contemplación estética sólo si es creado por un genio –entendido como la
encarnación humana de la fuerza natural. El arte profesional sólo puede servir
como un medio de educación, en nociones de gusto y de juicio estético. Después
de terminada esta educación, el arte puede ser arrojada, como la escalera de
Wittgenstein, para confrontar al sujeto con la experiencia estética de la vida
misma. Visto desde la perspectiva estética, el arte se revela como algo que puede, y
debe, superarse. Todas las cosas pueden verse desde una perspectiva estética; todas
las cosas pueden servir como fuentes de experiencia estética y convertirse en
objetos del juicio estético. Desde la perspectiva de la estética, el arte no tiene una
posición privilegiada. Más bien, el arte está entre el sujeto de la actitud estética y el
mundo. Una persona madura no tiene necesidad de la tutela estética del arte, y
simplemente puede depender de su propia sensibilidad y gusto. El discurso
estético, cuando se usa para legitimar al arte, efectivamente sirve para aminorarlo.
En estos tiempos, sabemos que todo puede ser una obra de arte. O mejor dicho,
que todo puede convertirse en una obra de arte por un artista. No existe la
oportunidad de que un espectador distinga entre una obra de arte y una “simple
cosa” sólo sobre la base de la experiencia visual del espectador. El espectador debe
conocer un objeto particular primero para ser usado por un artista en el contexto
de su práctica artística para identificarla como obra de arte o como parte de una
obra de arte.
Pero, ¿quién es este artista, y cómo es que él o ella se distingan de un no-artista –si
acaso es posible esta distinción? Para mí, esto me parece una pregunta mucho más
interesante que la de cómo diferenciamos entre una obra de arte y una “simple
cosa.”
Mientras tanto, tenemos una larga tradición de crítica institucional. Durante las
últimas décadas, el papel de los coleccionistas, curadores, miembros de consejos,
directores de museos, galeristas, críticos de arte y así sucesivamente, ha sido
extensamente analizado y criticado por los artistas. Pero ¿qué pasa con los artistas?
El artista contemporáneo es claramente también una figura institucional. Y los
artistas contemporáneos, en su mayoría, están dispuestos a aceptar el hecho de que
sus críticas a las instituciones del arte son críticas desde el interior. Hoy en día, el
artista podría ser definido simplemente como un profesional que cumple cierto rol
en el marco general del mundo del arte, un mundo que está basado –como
cualquier otra organización burocrática o corporación capitalista—en la división
del trabajo. Podría decirse también que parte de este rol es el de criticar al mundo
del arte con el objeto de hacerlo más abierto, más incluyente, y mejor informado, y
debido a esto, también más eficiente y más redituable. Esta respuesta es
ciertamente plausible –pero al mismo tiempo no muy persuasiva.
1. Desprofesionalizar el arte
Ahora puede decirse –y efectivamente, muchas veces se dijo—que Beuys tenía una
comprensión Romántica y utópica de la figura y papel del artista. Y también se
dice muchas veces que esta visión romántica y utópica está pasada de moda. Pero
este diagnóstico no me resulta muy persuasivo. La tradición sobre la cual funciona
nuestro mundo del arte contemporáneo –incluyendo nuestras actuales
instituciones de arte—fue formada después de la Segunda Guerra Mundial. Esta
tradición se basa en las prácticas artísticas de la vanguardia histórica –y en sus
actualizaciones y codificaciones durante los cincuenta y sesenta. Ahora bien, uno
no tiene la impresión de que esta tradición haya cambiado mucho desde entonces.
Por el contrario, a través del tiempo se ha vuelto más y más establecida. Las
nuevas generaciones de artistas profesionales encuentran sus accesos al sistema del
arte sobre todo por medio de la red de escuelas de arte y programas educativos que
se han globalizado cada vez más en décadas recientes. Esta educación artística,
globalizada y más o menos uniforme, se basa en el mismo canon de la vanguardia
que domina a otras instituciones de arte contemporáneo –y eso incluye, claro está,
no sólo la producción de arte de vanguardia en sí, sino también el arte que fue
hecho posteriormente, siguiendo la misma tradición de vanguardia. El modo
dominante de la producción de arte contemporáneo es la vanguardia academizada
del periodo tardío. Es por ello que me parece que, para ser capaces de responder a
la pregunta de quién es el artista, uno debe primero regresarse a los comienzos de
la vanguardia histórica –y al papel del artista que se definió en aquel entonces.
En su libro más reciente, The Time that Remains, Giorgio Agamben describe –
usando el ejemplo de San Pablo—el conocimiento y dominio que se requería para
convertirse en un apóstol profesional.2 Este conocimiento es un conocimiento
mesiánico: el conocimiento de la llegada del fin del mundo tal y como lo
conocemos, de contraer el tiempo, de la escasez del tiempo en que vivimos –la
escasez de tiempo que anula toda profesión, precisamente porque la práctica de
toda profesión necesita una perspectiva de longue durée, la duración del tiempo y la
estabilidad del mundo como tal. En este sentido, la profesión del apóstol es, como
escribe Agamben, la de practicar “la constante revocación de toda vocación.”3 Uno
también puede decir “la des-profesionalización de todas las profesiones.” La
contracción del tiempo empobrece, vacía todos nuestros signos y actividades
culturales –convirtiéndolas en signos cero o, mejor dicho, como Agamben las
llama, señales débiles.4 Tales señales débiles son las señales de la llegada del fin del
tiempo que está siendo debilitado por dicha llegada, que ya manifiesta esa carencia
de tiempo que se necesitaría para producir y contemplar señales fuertes, ricas. Sin
embargo, al final del tiempo, estas señales débiles mesiánicas triunfan por encima
de las señales fuertes de nuestro mundo –señales fuertes de autoridad, tradición y
poder, pero también señales fuertes de revuelta, deseo, heroísmo, o conmoción. Al
hablar de las señales débiles de lo mesiánico, Agamben está pensando obviamente
en el “mesianismo débil” –un término introducido por Walter Benjamin. Pero uno
también puede recordar (aun cuando Agamben no lo hace) que, en la teología
griega, el término “kenosis” caracterizaba a la figura de Cristo –la vida, pasión y
muerte de Cristo como una humillación de la dignidad humana, y un vaciado de
las señales de la gloria divina. En este sentido, la figura de Cristo también se
convierte en una señal débil que puede ser fácilmente malinterpretada como una
señal de debilidad –un punto extensamente discutido en El Anticristo de
Nietzsche.
A través de la era moderna, vimos que todas nuestras tradiciones y estilos de vida
heredados, fueron condenados a su caída y desaparición. Pero hoy en día, tampoco
confiamos en nuestro tiempo presente –no creemos que sus modas, sus estilos de
vida, o maneras de pensar tendrán algún tipo de efecto duradero. De hecho, en el
momento que emergen nuevas modas, inmediatamente imaginamos que tarde que
temprano llegará su inminente desaparición. (Efectivamente, cuando llega una
nueva moda, el primer pensamiento que entra en la mente es: ¿pero cuánto durará?
Y la respuesta es siempre que no durará mucho.) Uno puede decir que no sólo la
modernidad, sino incluso –y a un grado mayor—nuestro propio tiempo, es
crónicamente mesiánico, o, mejor dicho, crónicamente apocalíptico. Vemos casi
automáticamente que todo lo que existe y todo lo que emerge desde la perspectiva
de su inevitable caída y desaparición.
De tal modo que las vanguardias se preguntaban si los artistas podían continuar
haciendo arte en medio de la permanente destrucción de la tradición cultural y el
mundo conocido, por medio de la contracción del tiempo, que viene siendo la
principal característica del progreso tecnológico. O, si lo ponemos de otra manera:
¿Cómo pueden los artistas resistir la capacidad destructiva del progreso? ¿Cómo
puede hacerse arte que se escaparía del cambio permanente –arte que fuera
atemporal, transhistórico? La vanguardia no quería crear el arte del futuro –quería
crear arte transtemporal, arte para todos los tiempos. Escuchamos y leemos
repetidas veces que necesitamos un cambio, que nuestra meta –también en el
arte—debería ser la de cambiar el estatus quo. Pero el cambio es nuestro estatus
quo. El cambio permanente es nuestra única realidad. Y en la prisión del cambio
permanente, cambiar el estatus quo sería cambiar el cambio –escaparse del cambio.
De hecho, toda utopía no es más que un escape a este cambio.
Esta reducción radical de la tradición artística tuvo que anticipar todo el grado de
su inminente destrucción en manos del progreso. Por medio de la reducción, los
artistas de la vanguardia comenzaron a crear imágenes que parecían ser tan pobres,
tan débiles, tan vacías, que sobrevivirían a toda posible catástrofe histórica.
Posteriormente, con Black Square, Malevich emprende una reducción aun más
radical de la imagen, hacia una relación pura entre imagen y marco, entre objeto
contemplado y campo de contemplación, entre uno y cero. De hecho, no podemos
escapar del cuadrado negro –cualesquier imagen que veamos es simultáneamente
el cuadrado negro. Lo mismo puede decirse acerca del gesto de readymade
introducido por Duchamp: lo que sea que queramos exhibir y lo que sea que
vemos como lo que se exhibe presupone este gesto.
Incluso ahora, uno puede escuchar en las exposiciones del arte de vanguardia:
“¿Por qué esta pintura,” digamos, de Malevich, “debe estar en el museo si mi hijo
puede hacerla –e incluso lo hace?” Por un lado, esta reacción a Malevich es, claro,
correcta. Nos muestra que sus obras siguen siendo experimentadas por el público
en general como imágenes débiles, no obstante su celebración arte-histórica. Pero
por otro lado, la conclusión a la que la mayoría de los visitantes de la exhibición
llegan es incorrecta: uno piensa que esa comparación desacredita a Malevich,
mientras que la comparación puede usarse, en cambio, como una manera de
admirar al hijo que tenemos. Efectivamente, por medio de su obra, Malevich abrió
la puerta hacia la esfera del arte para las imágenes débiles –de hecho, para todas las
posibles imágenes débiles. Pero esta apertura puede ser entendida sólo si el auto-
borrado de Malevich es debidamente apreciado –si sus imágenes son vistas como
trascendentales y no empíricas. Si el visitante a la exhibición de Malevich no
puede apreciar la pintura de su hijo o hija, entonces tampoco puede este visitante
apreciar verdaderamente la apertura de un campo del arte que permite que las
pinturas de este niño sean apreciadas.
El arte de vanguardia, hoy en día, sigue siendo impopular por default, aun cuando
se exhibe en los principales museos. Paradójicamente, es visto generalmente como
un arte no-democrático, elitista, no porque sea percibido como un arte fuerte, sino
porque es percibido como un arte débil. Lo cual quiere decir que la vanguardia es
rechazada –o mejor dicho, pasada por alto—por públicos más amplios y
democráticos, precisamente por ser un arte democrático; la vanguardia no es
popular porque es democrática. Y si la vanguardia fuera popular, sería no-
democrática. Efectivamente, la vanguardia abre una manera para que una persona
promedio se entienda a sí mismo como artista –para entrar en el campo como
productor de imágenes débiles, pobres, sólo parcialmente visibles. Pero una
persona promedio no es popular, por definición –solo las estrellas, las celebridades
y las personalidades excepcionales y famosas pueden ser populares. El arte popular
es hecho para una población que consiste de espectadores. El arte de vanguardia es
hecho para una población que consiste de artistas.
Claro, aquí nos surge la pregunta sobre lo que ha ocurrido con el arte de
vanguardia trascendentalista, universalista. En la década de los veinte, este arte fue
usado por la segunda ola de movimientos de vanguardia como un supuesto
cimiento estable para construir un nuevo mundo. El fundamentalismo secular de
esta segunda ola de vanguardia fue desarrollada en los veinte por el
Constructivismo, Bauhaus, Vkhutemas y así sucesivamente, aun cuando
Kandinsky, Malevich, Hugo Ball y otras figuras principales de la primera
vanguardia rechazaron este fundamentalismo. Pero incluso si la primera
generación de la vanguardia no creía en la posibilidad de construir un nuevo
mundo concreto sobre la base débil de su arte universalista, aun creían que ellos
efectuaban la reducción más radical, y produjeron obras de una debilidad mucho
más radical. Pero mientras tanto, sabemos que esto fue también una ilusión. Fue
una ilusión no sólo porque estas imágenes podían ser hechas más débiles que lo
que fueron, sino porque su debilidad fue olvidada por la cultura. De la misma
manera, desde la distancia histórica nos parecen o muy fuertes (para el mundo del
arte) o irrelevantes (para todos los demás).
Eso quiere decir que el gesto artístico débil, trascendental no puede ser producido
de una vez y para todos los tiempos. Más bien, debe repetirse una y otra vez para
mantener visible la distancia entre lo trascendental y lo empírico –y resistirse a las
imágenes fuertes del cambio, la ideología del progreso, y las promesas de
crecimiento económico. No es suficiente revelar los patrones repetitivos que
trascienden al cambio histórico. Es necesario repetir constantemente la revelación
de estos patrones –esta repetición en sí debe ser vuelta repetitiva, porque cada
repetición del gesto débil y trascendental produce simultáneamente clarificación y
confusión. Por lo tanto, necesitamos más clarificación que nuevamente produzca
una posterior confusión, y así sucesivamente. Es por esto que la vanguardia no
puede ocurrir una vez y para todos los tiempos, sino que debe repetirse
permanentemente para resistirse al cambio histórico y a la falta crónica de tiempo.
Este gesto, repetitivo y al mismo tiempo fútil, abre un espacio que me parece que
es uno de los espacios más misteriosos de nuestras formas democráticas
contemporáneas: redes sociales como Facebook, MySpace, Youtube, Second Life
y Twitter, los cuales ofrecen a las poblaciones globales la oportunidad de subir sus
fotos, videos y textos de manera tal que no pueden distinguirse de cualquier otra
obra de arte conceptualista o post-conceptualista. En un sentido, entonces, este es
un espacio inicialmente abierto por el arte conceptual de la neovanguardia radical
de los sesenta y setenta. Sin las reducciones artísticas efectuadas por estos artistas,
la emergencia de la estética de estas redes sociales sería imposible, y no pudieran
ser abiertas a un público democrático masivo de la misma manera.
Pero al mismo tiempo, Warhol produjo películas como Sleep o Empire State
Building que duraban varias horas y eran tan monótonas que nadie podía esperar
que los espectadores permanecieran atentos durante toda la película. Estas
películas también son buenos ejemplos de signos mesiánicos y débiles, porque
demuestran el carácter transitorio del sueño y de la arquitectura –que parecen
peligrar, puestos en la perspectiva apocalíptica, listos para desaparecer. Al mismo
tiempo, estas películas en realidad no necesitan de una atención dedicada, o de
hecho, no necesitan ni siquiera de un espectador. No es accidental que ambas
películas de Warhol funcionan mejor no en una sala de cine sino en una
instalación, donde como regla son presentadas en constante repetición. El
visitante de la exhibición puede verlas por un momento –o quizás ni siquiera
verlas. Lo mismo puede decirse de los sitios en Web de las redes sociales –uno
puede visitarlos o no. Y si uno sí los visita, entonces sólo esta visita como tal es
registrada, no cuánto tiempo se mantuvo esa persona viendo la página. La
visibilidad del arte contemporáneo es una visibilidad débil, virtual, la visibilidad
apocalíptica del tiempo contraído. Uno queda ya satisfecho con que cierta imagen
pueda verse o de que cierto texto pueda ser leído –la facticidad de ver y leer se
vuelve irrelevante.
Al inicio de sus Lecciones de Estética, Hegel afirmó que en su época, el arte ya era
una cosa del pasado. Hegel creía que, en los tiempos de la modernidad, el arte ya
no podía manifestar nada verdadero acerca del mundo como tal. Pero la
vanguardia ha mostrado que el arte sigue teniendo algo qué decir acerca del
mundo moderno: puede demostrar su carácter transitorio, su falta de tiempo; y
para trascender esta falta de tiempo por medio de un gesto débil y mínimo, se
requiere poco tiempo, o incluso nada de tiempo.