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Predicación

Iglesia Luterana Príncipe de Paz


Houston, Texas
20 octubre 2013

Texto: Lucas 18:1-8

Jesús les contó una parábola para enseñarles que debían orar siempre, sin
desanimarse. Les dijo: «Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba
a los hombres. En el mismo pueblo había también una viuda que tenía un pleito y
que fue al juez a pedirle justicia contra su adversario. Durante mucho tiempo el juez
no quiso atenderla, pero después pensó: “Aunque ni temo a Dios ni respeto a los
hombres, sin embargo, como esta viuda no deja de molestarme, la voy a defender,
para que no siga viniendo y acabe con mi paciencia.”» Y el Señor añadió: «Esto es lo
que dijo el juez malo. Pues bien, ¿acaso Dios no defenderá también a sus escogidos,
que claman a él día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que los defenderá sin
demora. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra?»

“La peor enfermedad es no ser nadie para nadie.” Esas son palabras de la
Madre Teresa de Calcutta, quien dedicó la mayor parte de su vida a atender a la
gente enferma, incluyendo particularmente a las personas con lepra. Lo que quiso
decir con esa frase es que, aunque es terrible tener una enfermedad como la lepra,
la experiencia le había enseñado que lo más terrible es ser rechazado por los
demás—no ser nadie para los demás.
Eso es lo que vivían los enfermos con los que ella trabajaba. Para la gran
mayoría de la sociedad, esa gente no tenía importancia. Su vida no valía nada. Y
por eso, creían que no tenía sentido ayudarles y servirles, como hacía la Madre
Teresa. Eso es lo que la llevó a afirmar que la mayor pobreza y la mayor
enfermedad es no ser querido por nadie.
Desde hace 30 años, vivo y trabajo en México, donde veo que ocurre lo mismo.
Dentro de la cultura mayoritaria, hay tanta gente cuya vida no vale nada. La gente
pobre y marginada. Los enfermos. Los que están en la cárcel. Los ancianos. Los
indígenas. Los campesinos. Nadie se preocupa por ellos. Inclusive muchos quisieran
ver desaparecer a toda esa gente.
Y podemos ver lo mismo aquí en este país. Cuando llegan los inmigrantes de
México y países centroamericanos, son tratados con desprecio y hasta odio. Así
ocurre también con los que viven en la pobreza o en zonas marginadas. Muchos
tienen la sensación de que aquí, en este país, no son nadie. A nadie le importan—ni

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al gobierno, ni a la cultura mayoritaria, ni siquiera a la gente de la iglesia. Da lo
mismo que vivan o mueran, porque su vida no vale nada.
En nuestro texto del evangelio hoy, Jesús cuenta una historia de una viuda
pobre. En aquel tiempo, cuando una mujer quedaba viuda, su vida perdía
importancia para los demás. Ya no tenía a quien le cuidara y ayudara, sobre todo si
no tenía hijos. No tenía a un hombre que hablara por ella y la defendiera. En los
ojos de los demás, una pobre viuda ya no era nadie. Por eso, cuando le hacían
alguna injusticia, quitándole algo de lo muy poco que tenía para sostenerse, no
tenía a quien acudir ni ante quien reclamar.
Según la parábola de Jesús, esta viuda empezó a presentar su reclamo ante un
juez que era malo. Dice Jesús que el juez “no temía a Dios ni respetaba a los seres
humanos.” Como muchos que están en posiciones de autoridad hoy, al juez no le
importaba la vida de los demás, y menos gente como la viuda. No se preocupaba
de cuidar los derechos de los más desafortunados, ni le interesaba la justicia.
Probablemente era corrupta y aceptaba sobornos, pues lo único que le
importaba era vivir bien. Cuando se presenta la viuda ante él, no le hace caso ni le
da importancia. Pero ella no se da por vencida. No deja al juez en paz. Sigue
insistiendo y reclamando al juez, molestándolo día y noche hasta que él ya no la
aguanta más.
Por fin, dice Jesús, el juez le da a la viuda lo que quiere, no porque le interese al
juez la justicia, sino simplemente porque quiere que lo deje en paz. Aunque para el
juez, ella no era nadie, ella no dejó que la trataran así. Dijo, “Yo sí soy alguien, una
persona con derechos que vale mucho, y exijo que me traten con justicia.”
Al introducir esta parábola, el evangelista San Lucas dice que Jesús la narró
para enseñarles a sus discípulos que deben orar siempre de manera persistente. El
hecho de que la parábola presenta a una viuda intercediendo ante un juez injusto
podría llevarnos a pensar que Dios es como aquel juez que no quiso escuchar a la
viuda hasta que no la soportaba más.
Pero sería un gran error pensar así. En ese caso, tendríamos un Dios a quien no
le preocupa la justicia ni le interesa la gente necesitada que se acerca a él en
oración, un Dios que no nos quiere hacer caso cuando le pedimos algo a menos de
que no lo dejemos en paz. Si vemos de cerca la parábola, se dice que el juez más
bien era una persona que “no temía a Dios.” Eso significa que actuaba de una
manera totalmente contraria a la voluntad de Dios.
El hecho de que Dios no es como el juez es evidente también por la forma en
que Jesús concluye la parábola: “Oigan lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará
justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Los hará esperar? Les
digo que les hará justicia pronto.” En otras palabras, Jesús está haciendo un
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contraste entre ese juez y Dios: si inclusive el juez injusto a quien no le importa la
gente que tiene necesidad les concede lo que piden cuando son persistentes,
¡cuánto más el Dios bueno y justo que nos ama nos hará caso cuando somos
persistentes en nuestras oraciones y solicitudes!
La idea no es que tenemos un Dios que no nos quiere escuchar a menos de
que lo estemos molestando constantemente, como la viuda ante el juez. Más bien,
la idea es que tenemos un Dios que es todo lo contrario a ese juez: para él, sí
somos alguien importante. Por eso, siempre está atento a nosotros y lo que
necesitamos. En su amor, quiere que constantemente nos estemos acercando a él,
buscándolo, presentándole nuestras peticiones y necesidades, creyendo que él nos
escuchará y nos dará todo lo que nos hace falta para nuestro bien.
Por eso, Jesús termina la parábola hablando de la fe. Dice, “Pero, cuando el
Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” Para Jesús, tener fe es
creer en un Dios bueno. Es estar convencido de que nuestro Dios nos ama
infinitamente y quiere nuestro bien. Es decir como la viuda, “Ante Dios sí soy
alguien. Soy importante ante sus ojos. Para él, mi vida vale mucho y por eso
siempre está atento a mí.” Pensar así es creer en Dios. Martín Lutero decía que el
mayor honor que le podemos dar a Dios es creerle y creer que nos ama. Eso es lo
que él más quiere y lo que más le agrada. Que confiemos plenamente en él.
Si tenemos esa confianza, estaremos siempre acercándonos a él, buscando su
presencia para hablar con él de lo que está ocurriendo en nuestra vida. Y para él, el
hecho de que estemos constantemente buscándolo y hablándole no será motivo
de molestia y disgusto, como en el caso del juez injusto de la parábola. Más bien,
para Dios es motivo de gran gusto y alegría que lo busquemos en todo momento
sin cesar.
Eso significa que estamos confiando en él como nuestro Padre amoroso y que
hemos creído lo que nos dice acerca de todo lo que valemos ante sus ojos. Es lo
mismo que dice Jesús en otro lugar a sus discípulos: “¿No se venden dos pajaritos
por una monedita? Sin embargo, ni uno de esos pajaritos cae a tierra sin que el
Padre de ustedes lo permita. En cuanto a ustedes mismos, hasta los cabellos de la
cabeza él los tiene contados uno por uno. Así que no se preocupen: ustedes valen
más que muchos pajaritos” (Mt 10:29-31).
Cada una y cada uno de nosotros, por pequeño o insignificante que parezca
ante los ojos del mundo, es de valor infinito para Dios. Aunque el mundo nos diga
que no somos nadie, Dios nos dice que sí somos alguien de suma importancia. Y
eso no es por nuestros méritos o nuestras capacidades o las cosas que hemos
realizado en la vida. Somos de sumo valor ante Dios simplemente porque somos
creación suya y de esa manera hijos e hijas suyos. Pero si Dios nos ve de esa

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manera, también debemos vernos los unos a los otros de esa manera. Cuando
consideramos el ministerio de Jesús, vemos que no se puso a trabajar entre las
personas más ricas y poderosas de su tiempo sino entre la gente que a nadie más
le importaba.
Se dedicó a servir a los pobres campesinos, a la gente que vivía en los pueblos,
a los enfermos y leprosos, a las personas olvidadas que en los ojos de la sociedad
de su tiempo no valían nada. De hecho, Jesús mismo era uno de ellos. En su
tiempo, muchos de los fariseos y maestros de la ley decían de él, de manera
despectiva, “Este es el hijo de un carpintero. Viene de Galilea, de puros campesinos.
¿Qué nos va a enseñar a nosotros, que somos gente letrada e inteligente?”
Lo mismo decían de sus discípulos y sus primeros seguidores. Después de la
resurrección de Jesús, cuando Juan y Pedro se presentan ante el supremo consejo
judío y hablan con valentía acerca de Jesús, las autoridades judías se sorprendían
porque eran “hombres sin estudios ni cultura” (Hech 4:13). Para esas autoridades, si
uno no tenía una preparación de alto nivel académico, no valía la pena escuchar lo
que decía, porque era un ignorante, un nadie.
Pero en los primeros años de la iglesia, muchos de los primeros seguidores de
Jesús se olvidaban de practicar lo que él había enseñado. En la Iglesia de Corinto
que San Pablo había fundado, comenzaron a surgir divisiones y pleitos porque
algunos se creían más que otros. Al enterarse de esto, aparte de recordarles que él
mismo era un hombre débil que no tenía mucha capacidad para hablar en público,
San Pablo les reprocha, diciéndoles: “Hermanos, deben darse cuenta de que Dios
los ha llamado a pesar de que pocos de ustedes son sabios según los criterios
humanos, y pocos de ustedes son gente con autoridad o pertenecientes a familias
importantes.
Y es que, para avergonzar a los sabios, Dios ha escogido a los que el mundo
tiene por tontos; y para avergonzar a los fuertes, ha escogido a los que el mundo
tiene por débiles. Dios ha escogido a la gente despreciada y sin importancia de
este mundo, es decir, a los que no son nada, para anular a los que son algo. Así
nadie podrá presumir delante de Dios” (1 Co 1:26-29).
Algo parecido leemos en la carta de Santiago. Les dice a los hermanos y las
hermanas de su iglesia que, cuando llega entre ellos un hombre rico vestido de
manera elegante, lo hacen pasar adelante a sentarse en el mejor lugar, pero
cuando llega un pobre mal vestido, lo hacen estar parado atrás o sentarse en el
piso. Santiago les dice que eso está muy mal, pues Dios ha elegido a la gente
pobre y no sólo a los ricos, y que ante sus ojos deben dar el mismo trato a todos,
sin discriminar ni humillar a nadie.
El hecho de que en los ojos de Dios cada uno de nosotros, por pequeño e

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insignificante que parezca ante otros, es de sumo valor significa que todos
nosotros debemos considerar a los demás de la misma forma. Eso es verdad sobre
todo aquí en la comunidad que es la iglesia. Aquí no cabe ningún tipo de
discriminación ni desprecio. Aquí nadie vale más ni nadie vale menos. A cada uno
hay que darle la misma atención y el mismo trato.
Y lo mismo vale allá afuera. Vivimos en un mundo en que se trata a la gente
como el juez de la parábola de Jesús trató a la pobre viuda. Si eres pobre, si eres
minoría, si eres inmigrante, si eres anciano, si no tienes educación, si no hablas
inglés, si no tienes dinero, si no usas ropa fina, si no eres joven y guapo o guapa,
no eres nadie.
Si a ti te tratan así, como si no fueras nadie, tienes que ser como la viuda de la
parábola, ponerte de pie y protestar y decir, “No, señores, yo sí soy alguien. Por ser
creación de Dios, valgo tanto como todos los demás. Y por eso, yo debo ser
escuchado o escuchada. Merezco que se me haga justicia.” Eso es vivir con la fe de
la que habla Jesús.
Pero no basta con eso. Porque no se trata sólo de que cada uno y cada una de
nosotros se defienda de esa manera. También se trata de que cada uno y cada una
de nosotros defienda a los demás de la misma forma. Que al ver las injusticias y el
mal trato que reciben los que son considerados como personas sin valor,
levantemos la voz igual que la viuda y exijamos que se haga justicia.
Es sorprendente ver a veces como los mismos que han sufrido mal trato y
discriminación en el pasado, o que vieron sufrir eso a sus padres, son los que más
llegan a discriminar y menospreciar a los demás. Quieren ser importantes ante los
ojos del mundo como aquel juez injusto, y creen que la forma de lograrlo es
tratando a los demás como el juez trató a aquella viuda. Vivir con fe en el Dios de
Jesús es rechazar categóricamente esa forma de tratar a la gente. Es afirmar con
firmeza y valor que, por ser creación de Dios, cada uno y cada una de nosotros es
de infinito valor y merece ser tratado como tal.
Por eso, es mi deseo hoy al estar entre ustedes, hermanas y hermanos, que
haya aquí entre ustedes esa misma fe y esa misma convicción. Espero que aquí en
esta comunidad se enseñe no sólo de palabra sino también con hechos que cada
una y cada uno de los que llegan a este espacio vale muchísimo.
Y también espero que ustedes sean instrumentos de Dios para crear un mundo
diferente allá afuera donde se aprecie y se valore a cada persona, por pequeña e
insignificante que parezca. Una sociedad alternativa donde nadie es menospreciada
ni olvidada. Espero que en el ministerio que llevan a cabo como comunidad y
como individuos en su vida cotidiana puedan seguir el ejemplo de gente como la
Madre Teresa que se acordaba de los que vivían olvidados y se interesaba en ellos,

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acompañándolos en sus necesidades.

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Y eso lo podrán hacer, siempre y cuando parten de la misma visión de Dios que
Jesús nos presenta en nuestro texto de hoy. Un Dios que nos valora a cada uno y
cada una, un Dios que nos ama con todo su corazón y anhela que constantemente
nos estemos acercando a él y buscándolo—no sólo para que nos atienda a
nosotros mismos sino también para que atienda a los demás que necesitan de su
ayuda igual que nosotros.
Tener fe en ese Dios es lo más precioso que se puede tener en este mundo.
Porque si tú crees en ese Dios, también creerás en tu propio valor como persona y
en el valor de los demás. Y así tendrás, no sólo a un Dios que siempre está ansioso
de escucharte y atenderte, sino también podrás formar parte de una comunidad de
hermanos y hermanas que también te escuchan, te acompañan y te valoran.
Le pido a nuestro buen Dios que así sea siempre esta comunidad, la Iglesia
Luterana Príncipe de Paz. Amén.

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