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Curso “La Estética y la Teoría del Arte en el siglo XVIII”.

TRANSCRIPCIÓN DE LAS VIDEOPRESENTACIONES:

-La teoría del gusto de David Hume (parte 1 de 2)

-La teoría del gusto de David Hume (parte 2 de 2)

Profesor: Juan Martín Prada

AVISO: Este documento se ha realizado a través de software de reconocimiento de voz,


partiendo de las videopresentaciones impartidas por el profesor Juan Martín Prada e incluidas
en este curso MOOC. Dada la dificultad en convertir una presentación oral en texto escrito,
este documento puede contener algunas variaciones respecto al material original.

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-La teoría del gusto de David Hume


Profesor: Juan Martín Prada

[inicio de audio]

En esta sesión vamos a continuar abordando la problemática cuestión del gusto estético y que
ya iniciamos comentando el discurso introductorio a la obra de Edmund Burke Indagación
filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello. En esta segunda
sesión dedicada a la cuestión del gusto, vamos a hablar de otro autor, David Hume. Pensador
nacido en Edimburgo, Escocia, en 1711, y sin duda alguna una de las figuras más importantes
de la Ilustración europea.

Habitualmente se considera la obra filosófica de Hume sucesora de la de Berkeley y de Locke y


la que llevó a su culminación el llamado “empirismo inglés”. En sesiones posteriores veremos
cómo influyó Hume muy decisivamente en Kant y en otros muchísimos pensadores
posteriores.

En esta sesión, centrada en las cuestiones del gusto y del juicio estético, vamos a
aproximarnos, en primer lugar, a uno de los escritos incluidos en la publicación titulada Four
Dissertations, publicada en Londres en 1757, cuando Hume contaba con 46 años de edad. Este
escrito es el titulado Of the Standard of Taste, traducido habitualmente como Sobre la norma

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del gusto y que, como su propio título indica, es un texto en el que Hume se va a preguntar si
es posible o no obtener una norma del gusto, es decir, si es posible llegar a enunciar una regla
aplicable a ese lábil y escurridizo concepto, abordando así la siguiente cuestión: ¿existen
principios del gusto que sean universales?

Ya en las primeras páginas nos avisa de que "Existe una concepción filosófica que elimina todas
las esperanzas de éxito en tal intento y representa la imposibilidad de obtener nunca una
norma del Gusto" (p. 42). Para esta concepción filosófica (se refiere Hume a los que creen que
el gusto es una cuestión totalmente relativa) todo sentimiento sería correcto, porque el
sentimiento no tiene referencia a algo fuera de sí, es decir, porque no tiene referencia a
ninguna cuestión de hecho. Bajo este enfoque, sería inútil discutir sobre gustos, pues, en
última instancia, todos los juicios de gusto serían igualmente válidos. Y esto es algo que a
Hume no le convence en absoluto. Pues si bien la afirmación de que es inútil discutir sobre
gustos sería algo comúnmente aceptado, para Hume también habría una especie de “sentido
común” que se opondría a esta afirmación (p. 43). Y para defender este punto, Hume propone
algunos ejemplos, comparando entre sí la obra de algunos literatos: "Si alguien afirma que
existe una igualdad de ingenio y elegancia entre Ogilby y Milton ((este último es uno de los
escritores favoritos de Hume)), o entre Bunyan y Addison, pensaríamos que ese individuo
defiende una extravagancia no menor que si sostuviese que la madriguera de un topo es tan
alta como el pico de Tenerife, o un estanque tan extenso como el océano” (…) Y aunque
puedan encontrarse personas que prefieran los primeros autores, nadie presta atención a tales
gustos, y sin ningún escrúpulo mantenemos que esos presuntos críticos son absurdos y
ridículos“ (p. 43).

Por tanto, en estos casos no podría ser aceptado el principio de la igualdad natural de gustos,
pues no sería para Hume admisible decir que John Bunyan es mejor que Joseph Addison, o que
la literatura de Ogilby es mejor que la de Milton. Por tanto, si para el filósofo escocés no todos
los juicios de gusto son igualmente válidos, no podremos dejar de preguntarnos ahora en qué
se basa él para hacer esa afirmación, y en última instancia, en qué consisten las reglas del arte,
es decir, en qué podríamos basarnos para enjuiciar y valorar diferentes obras y artistas.

Pues bien, en primer lugar, hay que tener en cuenta que en el pensamiento de Hume "todas
las reglas generales del arte se encuentran solo en la experiencia y en la observación de los
sentimientos comunes de la naturaleza humana" (p. 44). Por tanto, las reglas generales de la
belleza se derivarían de la observación de lo que nos agrada o desagrada cuando esas cosas,
apostilla Hume, "se presentan aisladas y en un alto grado" (p. 47).

Queda implícito en esta argumentación, pues, que para Hume los principios del gusto vendrían
a ser casi, si no exactamente, los mismos en todos los hombres (p. 54) abogando así por el
reconocimiento de la universalidad de los principios del gusto.

Y si las reglas de composición, las reglas del arte, las reglas de lo bello, solo podrían derivarse
de la experiencia, de la observación de lo que nos agrada o desagrada, no podríamos pensar
en ningún caso que esas reglas pudieran estar fijadas por razonamientos a priori, ni que
pudieran considerarse "como conclusiones abstractas del entendimiento a partir de la
comparación de tendencias o relaciones de ideas que sean fijas e inmutables" (p. 43), al
contrario de lo defendido por las estéticas racionalistas.

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Para Hume, por tanto, "Parece (…) que en medio de toda la variedad y capricho del gusto hay
ciertos principios generales de aprobación o censura, cuya influencia pueden distinguir unos
ojos cuidadosos en todas las operaciones de la mente. Algunas formas o cualidades
particulares, a causa de la estructura original de nuestra configuración interna, están
calculadas para agradar y otras para desagradar, y si fracasan en producir su efecto en algún
caso particular, es a causa de algún defecto aparente o imperfección del organismo" (p. 54).

Recordemos nuevamente que Hume considera que los principios del gusto son universales y
son "casi, si no exactamente, los mismos en todos los hombres" (p. 54). Pero si las reglas
generales del arte pueden ser encontradas en la experiencia y en la observación de los
sentimientos comunes de la naturaleza humana, ¿cómo es que en muchas ocasiones no hay
coincidencia en los juicios de gusto? ¿cómo se explicaría que no haya uniformidad de
sentimientos en relación a las mismas formas? ¿cómo es posible la diferencia de juicios de
gusto cuando varias personas contemplan una misma obra de arte, si en teoría los principios
de la belleza son universales, si son los mismos en todas las personas? ¿en qué podemos
basarnos para afirmar que el juicio de gusto de un hombre es preferible al de otro si los
principios de lo bello serían universales?

Pues bien, la explicación que nos da Hume es que las "emociones más refinadas de la mente
son de una naturaleza tan tierna y delicada que el menor impedimento exterior las perturba y
altera" (p. 44). Por tanto, para poder valorar la belleza de un objeto, nos advierte, tendríamos
que "escoger con cuidado el tiempo y el lugar apropiados y poner la imaginación en una
situación y disposición adecuadas" (p. 44). Así pues, una perfecta serenidad mental y una
atención apropiada al objeto serían condiciones esenciales para que nuestra experiencia no
fuese engañosa y pudiéramos así juzgar adecuadamente la belleza (p. 44). Si no nos hallamos
en ese estado de serenidad, ni ponemos la suficiente atención al objeto que contemplamos,
nuestro juicio, nos advierte Hume, será erróneo. En estas circunstancias, nos dice, es como si
un hombre con fiebre pensara que su paladar es capaz de decidir con respecto a los sabores, o
si un hombre afectado de ictericia pretendiese dar un veredicto con respecto a los colores (p.
46). De modo que solo los estados sanos y no los defectuosos del hombre nos proporcionan
"una verdadera norma del gusto y del sentimiento" (p. 46). Sin embargo, para nuestro filósofo,
es muy frecuente que ocurran incidentes y situaciones particulares que, "o bien vierten una luz
falsa sobre los objetos, o bien impiden que la verdadera transmita a la imaginación el
sentimiento y la percepción adecuados" (p. 46).

Y entre las más importantes causas de que muchas personas no consigan el sentimiento
apropiado de la belleza se hallaría lo que él denomina la “falta de delicadeza de imaginación”
(p. 47).

Ya hemos señalado que en este texto admite Hume que hay ciertas cualidades en los objetos
que por naturaleza son apropiadas para producir los sentimientos de la belleza y la deformidad
(p. 47). Esto es algo que, por cierto, ya vimos afirmado por Addison en 1712. Sin embargo, y
puesto que esas cualidades pueden encontrarse en pequeño grado, y pueden estar mezcladas
y confundidas entre sí, puede que el gusto no llegue a verse afectado por esas cualidades tan
pequeñas o no sea capaz de distinguirlas. De ahí la importancia de la delicadeza del gusto, que
consistiría en que los órganos de los sentidos "sean tan sutiles que no permitan que se les

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escape nada y, al mismo tiempo, tan exactos que perciban cada uno de los ingredientes del
conjunto" (p. 47). Y sólo en el caso de que exista en el sujeto esa delicadeza, y que, como
decíamos antes, el observador se halle en un estado de perfecta serenidad mental y dedique la
atención apropiada al objeto que contempla, solo entonces, insiste Hume, serían "aplicables
las reglas generales de la belleza" (p. 47).

Pero detengámonos por un instante en este interesante concepto de la "delicadeza del gusto",
al que Hume le había dedicado en 1742 un texto titulado Sobre la delicadeza del gusto y de la
pasión. Qué debemos entender por este tipo de "delicadeza" queda muy claramente expuesto
en el siguiente fragmento de este escrito: "Cuando presentáis a un hombre que posee este
talento un poema o un cuadro, la delicadeza de sus sentimientos le hace que se vea afectado
sensiblemente por cada una de sus partes y el exquisito goce y satisfacción con que percibe
sus rasgos magistrales no son mayores que el disgusto y desazón con que percibe los
descuidos y disparates" (p. 66).

Es decir, que la delicadeza del gusto nos sensibiliza a lo que conforma las obras de arte,
proporcionándonos gran goce y satisfacción en la percepción de su rasgos magistrales, pero
también engrandeciendo nuestro disgusto o desagrado al ser capaces de percibir aquellos
errores, descuidos o incoherencias en las obras, que personas carentes de esa delicadeza de
gusto nos serían capaces de apreciar.

A este respecto, cabe que insistamos en la importancia que Hume da a la dimensión estética
en el camino hacia la “perfección” del hombre, anticipando muchas de las consideraciones en
las que, sobre todo la estética alemana, insistirá años más tarde. Así, escribe Hume: "la
perfección del hombre y la perfección del sentido o del sentimiento se encuentran unidas".

Desde luego, en su texto Sobre la delicadeza del gusto y de la pasión vemos a un Hume
convencido de que cultivar el goce de las artes liberales nos permite formarnos nociones más
exactas de la vida, y que entonces "muchas cosas que complacen o afligen a otros nos
parecerán demasiado frívolas para merecer nuestra atención". Es también pertinente recordar
que el cultivo del goce de las artes liberales, el fomento de nuestra delicadeza de gusto,
ayudaría también a ir, poco a poco, perdiendo lo que él denomina “delicadeza de pasión”, ésa
que nos hace extremadamente sensibles a todos los accidentes de la vida, ésa que nos genera
un penetrante dolor cuando nos encontramos con desgracias y adversidades y que para Hume
"tan incómoda resulta". Es decir, que el cultivo de la delicadeza del gusto conseguiría reducir
nuestra sensibilidad ante aquellas cosas que nos afligen, pero que no son suficientemente
importantes, al tiempo que nos impediría caer en la complacencia que a otros les producen
cosas simplemente frívolas. Con lo que, concluye Hume, un gusto cultivado para las bellas
artes "mejora nuestra sensibilidad para todas las pasiones delicadas y agradables, al mismo
tiempo que deja la mente incapaz de emociones más rudas y turbulentas" (p. 67). En su
opinión, nada mejora tanto el temperamento como el estudio de la belleza, la poesía, de
elocuencia, la música o la pintura. Incluso, escribe, "producen un cierto sentimiento elegante
al que el resto de la humanidad es ajeno. Las emociones que excitan son suaves y delicadas.
Apartan la mente del apresuramiento producido por los negocios y el interés personal,
fomentan la reflexión, predisponen a la tranquilidad y producen una agradable melancolía que,
de todas las disposiciones de la mente, es la más apropiada para el amor y la amistad" (p. 67).

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Un posicionamiento éste que conformará, como veremos en futuras sesiones, un claro
antecedente de muchas de las consideraciones que, algunas décadas más tarde, defenderá
Friedrich Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre.

Es, de hecho, tal la importancia que Hume concede a la delicadeza del gusto, que llegará a
escribir lo siguiente: "un gusto delicado del ingenio o de la belleza (…) es la fuente de los goces
más refinados e inocentes de que es susceptible la naturaleza humana" (p. 49).

Y si un gusto delicado resulta algo de tantísima importancia, es imperativo que nos


preguntemos ¿cómo podemos desarrollar la delicadeza de nuestro gusto? La respuesta que
nos ofrece Hume es muy explícita: “En primer lugar ((nos dice)) nada tiende con más fuerza a
incrementar y mejorar este talento que la práctica de un arte particular y el frecuente examen
y contemplación de una clase particular de belleza" (p. 49). Es decir, que "la misma habilidad y
destreza que da la práctica para la ejecución de cualquier obra, se adquiere también por
idénticos medios para juzgarla" (p. 50). Así pues, si adquirimos experiencia en el trato y juicio
de las obras de arte nuestros sentimientos se volverán más exactos y adecuados.

Otro aspecto de enorme importancia en lo relativo a estas cuestiones es la relación que Hume
establece entre razón, entendimiento y gusto, como queda muy claramente planteado en el
siguiente párrafo: "Las propias excelencias de las facultades que contribuyen a mejorar la
Razón (…) son esenciales a las operaciones del verdadero gusto y sus infalibles acompañantes"
y es raro "encontrar un hombre que, teniendo un gusto preciso, no posea también un
profundo entendimiento". Lo que viene a indicar Hume aquí es que un gusto refinado
equivale, en alguna medida, a buen sentido o, al menos, “depende tanto de él que son
inseparables". ¿Y en qué se basa Hume para hacer esta observación? Pues en que "para juzgar
correctamente una obra genial, hay tantos puntos de vista a tener en cuenta, tantas
circunstancias que comparar, y tanta necesidad de conocer la naturaleza humana, que ningún
hombre que no posea el juicio más sólido hará nunca una crítica aceptable de tales obras
(Sobre la delicadeza del gusto…, p. 67).

Y pienso que no podemos dejar de señalar aquí la importancia de esta conexión entre
entendimiento y gusto, que como ya mencioné antes, Schiller recuperará años más tarde en
sus Cartas sobre la educación estética del hombre, y para quien "casi sin excepción, a un gusto
cultivado van unidos entendimiento claro, un sentimiento vivaz, una conducta liberal, e incluso
digna, y a un gusto inculto, generalmente lo contrario" (Cartas sobre la educación estética del
hombre, p. 183).

Y hechas estas aclaraciones, volvamos de nuevo a la cuestión de los principios generales de la


belleza.

Para Hume, ya lo hemos comentado antes, las reglas generales de la belleza se derivarían de la
observación de lo que nos agrada o desagrada (p. 47).

Nuestro filósofo parece convencido de que la naturaleza habría puesto una relación "entre la
forma y el sentimiento" (p. 45), una relación que deberemos descubrir para alcanzar esas
reglas generales de lo bello. Sin embargo, reconoce que puede que éste no sea el mejor
camino; que investigar la acción de cada belleza en particular (p. 45) podría no ser la más

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adecuada vía para llegar a esas reglas generales de la belleza. Por eso, planteará la posibilidad
de que esas reglas generales se deriven de una segunda vía, de carácter histórico, y que
tendría que ver con el análisis de modelos ya establecidos en la historia y que han conseguido
perdurar en el tiempo. Esta vía consistiría en constatar "la duradera admiración que rodea a
aquellas obras que han sobrevivido a todos los caprichos de la moda y que han sorteado todos
los errores de la ignorancia y de la envidia" (p. 45).

Y para explicar esta vía Hume pone un ejemplo: "Homero que complació en Atenas y en Roma
hace dos mil años, es todavía admirado en París y en Londres. Todos los cambios de clima,
gobierno, religión y lengua han sido incapaces de oscurecer su gloria. La autoridad o el
prejuicio pueden dar una forma temporal a un mal poeta u orador, pero su reputación no será
duradera ni universal. Cuando sus obras son examinadas por la posteridad o por los
extranjeros, los encantos se disipan y sus defectos aparecen claramente" (p. 45).

Es decir, que esta segunda vía para alcanzar las reglar generales del arte se basaría en "apelar a
aquellos modelos y principios que se han establecido por el consentimiento y la experiencia
común de las naciones y las épocas" (p. 49). En opinión de Hume, aunque una nación pudiera
estar equivocada en su preferencia por un autor épico o trágico, "nunca se ha visto que yerre
durante mucho tiempo en su preferencia" cediendo finalmente ante la fuerza del verdadero
“genio”.

Kant en su Crítica del juicio se referirá a esta misma cuestión, aunque sin citar a Hume: “es
precisamente el gusto, porque su juicio no es determinable por conceptos o preceptos, el que
más necesita de ejemplos de lo que más persistentemente ha merecido el aplauso en el
progreso de la cultura” (Crítica del juicio, p. 132).

Y es precisamente desde este enfoque histórico desde el que Hume se atreve a afirmar que "la
dificultad de encontrar la norma del gusto, incluso en casos particulares, no es tan grande
como parece" (p. 55).

En relación a esto, y refiriéndose a la poesía, escribe Hume lo siguiente: "Las palabras que son
fiel expresión de las pasiones y de la naturaleza han de ganarse, transcurrido algún tiempo, el
aplauso del público, que conservan para siempre (…) Terencio y Virgilio mantienen un dominio
universal e indiscutido sobre las mentes de los hombres (p. 55). Del mismo modo, añade, “La
filosofía abstracta de Cicerón ha perdido su crédito, pero la vehemencia de su oratoria es
todavía objeto de nuestra admiración" (p. 55).

De esta manera, cuando al mal crítico "le mostramos un principio artístico generalmente
admitido, cuando ilustramos ese principio con ejemplos cuya efectividad, de acuerdo con su
propio gusto particular, admite que se adecúa a tal principio, cuando probamos que el mismo
principio puede aplicarse al caso en cuestión, en el que no percibió ni sintió su influencia,
deberá entonces aceptar, tras todo ello, que la falta está en sí mismo, y que carece de la
delicadeza que se requiere para ser sensible a toda belleza y toda imperfección presente en
cualquier obra o discurso” (p. 48).

Por otra parte, Hume insiste en que "antes de emitir un juicio sobre cualquier obra importante,
debería ser incluso un requisito necesario el que esa misma obra concreta haya sido analizada

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por nosotros más de una vez y haya sido examinada atenta y reflexivamente bajo distintos
puntos de vista" (p. 50). Hume denuncia así los peligros de esa "cierta agitación o premura de
pensamiento que acompaña al primer examen de una obra" y que nos lleva a la confusión
sobre el genuino sentimiento de la belleza (p. 50) exigiéndonos, pues, que percibamos
cuidadosamente la relación entre las partes que integran una obra, distinguiendo los
verdaderos caracteres del estilo, así como las diversas perfecciones y defectos. También nos
advertirá Hume de que "existe una especie de belleza que, por ser llamativa y superficial,
agrada al principio, pero que al hallarla incompatible con una justa expresión, bien de la razón
o de la pasión, deja pronto de agradar al gusto y entonces se la rechaza con desdén, o al
menos se la valora a un nivel mucho más bajo" (p. 50).

Y como medio para no caer en errores, para un correcto juzgar las obras de arte, Hume nos
propone, en primer lugar, acudir a la comparación, afirmando que "Sólo por comparación
fijamos los epítetos de alabanza o rechazo y aprendemos cómo asignar a cada uno su debido
grado" (p. 51). ¿Y por qué? Pues porque "Una belleza mediocre molesta a una persona versada
en las muestras más excelentes del mismo género y, por tal razón, la considerará deforme, ya
que el objeto más acabado de que tenemos experiencia se considera de modo natural que ha
alcanzado la cima de la perfección y que merece consecuentemente el mayor aplauso" (p. 51).
Es obvio que esta metodología basada en la comparación parte de la perspectiva histórica que
antes señalaba, y como muy claramente se hace explícito en el siguiente párrafo: "Alguien
acostumbrado a ver, examinar y sopesar las diversas obras que han sido admiradas en las
diferentes épocas y naciones, no puede por menos que evaluar los méritos de una obra que se
le presenta y asignarle su lugar correspondiente entre las producciones geniales" (p. 51). Por
otro lado, y anticipando aquí la exigencia kantiana de un total desinterés en relación a la obra
de arte, afirmará Hume que para que un crítico esté capacitado de la manera más plena para
llevar a cabo esta tarea, debe mantener su mente libre de todo prejuicio y no permitir que
nada influya en su consideración fuera del objeto mismo que está sometido a examen (p. 51).
Ya comenté anteriormente que, en opinión de Hume, para que una obra de arte produzca su
debido efecto en nuestra mente ésta debe ser examinada atentamente y en un estado ajeno a
incidentes y situaciones particulares que pudieran verter una luz falsa sobre los objetos
contemplados.

De todo ello, Hume concluirá que "aunque los principios del gusto sean universales y vengan a
ser casi, si no exactamente, los mismos en todos los hombres, sin embargo son pocos los
cualificados para emitir un juicio sobre una obra de arte, o establecer su propio sentimiento,
como la norma de la belleza" (p. 54).

No obstante, creo que conviene ahora, antes de continuar, que repasemos muy brevemente
los problemas que Hume detecta como culpables en la elaboración de un juicio erróneo.

En primer lugar, ya vimos que para él los órganos de la sensación interna suelen operan con
algún defecto, o se hayan viciados por algún desorden, y que, por tanto, pueden excitar
sentimientos erróneos. En segundo lugar, y como ya señalé, cuando un crítico no tiene
delicadeza de gusto, juzga sin ninguna distinción, siendo solo afectado "por las cualidades más
manifiestas y palpables del objeto" (p. 54) escapándosele los rasgos más sutiles que la obra de
arte contiene. En tercer lugar, en los casos en que el crítico no está auxiliado por la práctica, su

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juicio suele ir acompañado de confusión y duda. Recordemos que, en opinión de Hume, nada
tiende con más fuerza a incrementar y mejorar este talento que la práctica de un arte
particular y el frecuente examen y contemplación de una clase particular de belleza (p. 49). En
cuarto lugar, en aquellos casos en que el crítico no ha recurrido a la comparación, se corre el
riesgo de que las bellezas más frívolas sean las que se conviertan en objeto de su admiración.
En quinto lugar, en los casos en que el crítico se halla bajo la influencia de los prejuicios, de
elementos externos a lo que conforma la obra, todos sus sentimientos naturales estarán
pervertidos.

Y no asumiendo Hume una perspectiva demasiado optimista a este respecto, afirmará que,
dado que "La mayor parte de los hombres se hallan bajo una u otra de estas imperfecciones,
por ello, se considera como personaje francamente raro al verdadero juez en bellas artes,
incluso hasta en las épocas más cultas".

Así, la descripción del verdadero crítico que propone Hume será la siguiente: "Solamente
pueden tenerse por tales a aquellos críticos que posean un juicio sólido, unido a un
sentimiento delicado, mejorado por la práctica, perfeccionado por la comparación y libre de
todo prejuicio, y el veredicto unánime de tales jueces, dondequiera que se les encuentren, es
la verdadera norma del gusto y de la belleza" (p. 54).

Es decir, que la verdadera norma del gusto y de la belleza sería solo derivable del veredicto
unánime, de la coincidencia plena de los juicios de aquellos que cumplan estos requisitos, esto
es, de aquellos críticos poseedores de un juicio sólido, de un sentimiento delicado y mejorado
por la práctica, perfeccionado por la comparación y libre de todo prejuicio.

Y ya casi para terminar, hay dos aspectos que creo son también especialmente importantes en
el texto de Hume, y que no quisiera obviar en esta presentación. Por un lado, Hume retoma la
idea de que la belleza depende en gran parte de la apreciación de relaciones, como se hace
muy explícito en el siguiente fragmento: "En todas las producciones más nobles de la
genialidad humana existe una relación mutua y una correspondencia entre sus partes y ni la
belleza ni la deformidad pueden ser percibidas por aquel cuyo pensamiento no es capaz de
aprehender todas estas partes y compararlas entre sí, con el fin de percibir la consistencia y
uniformidad del conjunto" (p. 53). Esta idea de que la belleza depende en gran parte de la
apreciación de relaciones había sido defendida también por Diderot en el artículo “Bello”
escrito por Diderot en la Enciclopedia e incluido en el volumen II (publicado en enero de 1752).

Por otra parte, Hume nos exige atender, en el juicio de una obra, a los fines o propósitos para
los que ésta ha sido concebida. Leamos a este respecto lo siguiente: "Toda obra de arte
responde también a un cierto fin o propósito para el que está pensada y ha de ser, así,
considerada más o menos perfecta, según su grado de adecuación para alcanzar este fin. El
objeto de la elocuencia es persuadir, el de la historia instruir, el de la poesía agradar por medio
de las pasiones y de la imaginación. Estos fines hay que tenerlos constantemente a nuestra
vista cuando examinamos cualquier obra y debemos ser capaces de juzgar hasta qué punto los
medios empleados se adaptan a sus respectivos propósitos" (p. 53).

Por último, señala Hume dos fuentes de discrepancia acerca de las valoraciones de gusto que,
nos dice, "aunque sin duda no son suficientes para confundir todas las fronteras de la belleza y

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de la deformidad, sin embargo a menudo sirven para marcar una diferencia en los grados de
nuestra aprobación o rechazo".

La primera tiene que ver con los diferentes temperamentos de los diversos hombres, y por
ello, escribe, “escogemos a nuestro autor favorito de la misma manera que seleccionamos a
nuestros amigos, por la similitud de temperamento y de carácter”, así como por lo que tiene
que ver con la edad, de manera que "un hombre joven, cuyas pasiones son más intensas, será
mucho más afectado por imágenes de amor y ternura que un hombre de edad avanzada, quien
disfruta con las reflexiones prudentes y filosóficas respecto a la conducta y a la moderación de
las pasiones. A los veinte años Ovidio puede ser el autor favorito, Horacio a los cuarenta, y
posiblemente Tácito a los cincuenta. En tales casos sería vano esforzarnos por penetrar en los
sentimientos de los demás y desviarnos de aquellas tendencias que son naturales en nosotros”
(p. 57).

Como segunda fuente de discrepancia acerca de las valoraciones de gusto que, insisto en ello,
para Hume no son en ningún caso suficientes para confundir todas las fronteras de la belleza y
de la deformidad, pero que sí que pueden marcar una diferencia en los grados de nuestra
aprobación o rechazo, se hallarían los hábitos y opiniones particulares de cada época y país. (p.
56). Así, "nos agradan más, en el curso de nuestra lectura, las escenas y personajes que nos
recuerdan los que encontramos en nuestra propia época y país, frente a aquellos que
describen un conjunto diferente de costumbres” (…) “No nos resulta fácil adaptarnos a la
simplicidad de los antiguos cuando se nos describen princesas trayendo agua del arroyo y
reyes o héroes aderezándose ellos mismos sus propias vituallas. Podemos admitir, en general,
que la representación de tales hábitos no es una falta del autor ni un defecto de la obra, pero
no nos conmueven de un modo tan sensible. Ésta es la razón por la que la comedia no es
transferible de una época o nación a otra”. Así pues, "A un francés o un inglés no les agrada la
Andria de Terencio o la Clizia de Maquiavelo, ya que la noble dama de la que trata la obra
nunca aparece en escena, sino que se mantiene siempre oculta, cosa apropiada para el humor
reservado de los antiguos griegos y de los modernos italianos. Un hombre culto y reflexivo
puede aceptar estas peculiaridades y usos, pero un auditorio popular nunca puede desviarse
tanto de sus ideas y sentimientos usuales como para que le agraden escenas que no tienen
nada en común con ellos" (p. 58).

Otro aspecto de indudable interés es que estas consideraciones en torno a las fuentes de
discrepancia acerca de las valoraciones del juicio de gusto en una dimensión psicológica y otra
histórico-geográfica cree Hume que quizá podrían ser útiles al examinar las viejas ya
controversias acerca de lo antiguo y lo moderno.

Hume se está refiriendo aquí al llamado “debate de los antiguos y los modernos” también
conocido como la “Querella de los antiguos y los modernos”, una serie de diatribas que fueron
catalizadas a finales del siglo XVII sobre todo con la publicación en 1688 de la obra Charles
Perrault, Parallèle des anciens et des modernes. Un debate que muy pronto pasó también a
Inglaterra. El grupo de los antiguos estaba conformado por aquéllos para los que los artistas de
la Antigüedad serían límites insuperables, un grupo apoyado en Francia por Jean Racine, Jean
de La Fontaine o Jean de La Bruyère, entre otros muchos, mientras que el de los partidarios de
lo “moderno” estaba apoyado por Bernard Le Bovier de Fontenelle o Jean Desmarets de Saint-

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Sorlin, entre otros. Para Hume en estas diatribas "a menudo encontramos que una de las
partes disculpa los aparentes absurdos de los antiguos como debidos a los hábitos de la época,
y que la otra se niega a admitir tal disculpa o, al menos, la admite sólo como apología del autor
y no de la obra. En mi opinión, las fronteras adecuadas de esta cuestión raramente han sido
fijadas entre las partes contendientes".

Por último, quisiera hacer mención a un aspecto al que hace referencia Hume en otro de sus
más conocidos textos, Sobre la simplicidad y el refinamiento en la literatura, publicado en
1742. Un texto en el que se aprecia cómo en Hume subyace el convencimiento de que "Todo el
mundo acepta que la belleza, al igual que la virtud, reside siempre en un término medio, pero
la gran cuestión es dónde se emplaza este medio, y nunca puede ser suficientemente
explicada por medio de razonamientos generales" (p. 74).

Un texto en el que Hume reconoce que en crítica literaria no hay tema más debatido que el
"de la adecuada proporción de simplicidad y de refinamiento en la literatura" (p. 72). Hume,
ciertamente, siempre consideró que había que estar "más prevenidos contra el exceso de
refinamiento que contra el de simplicidad", pues el exceso en el refinamiento sería a la vez
“menos bello y más peligroso que el exceso en la simplicidad”.

Una búsqueda del término medio que explica su pasión por Virgilio y Racine, escritores que, en
su opinión, eran los más cercanos al centro y los más alejados de los extremos (p. 73).

Ciertamente, Hume era un convencido de las cualidades de la simplicidad, como dejó patente
en la siguiente afirmación, con la que termino esta presentación: "las obras que leemos con
más frecuencia y que todo hombre de buen gusto conoce de memoria, poseen el atractivo de
la simplicidad” (p. 74).

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