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Nueva historia social y proyecto popular en Chile

Pamela Quiroga Venegas

En las siguientes líneas se presentan algunos elementos que han caracterizado la historiografía de
la Nueva Historia Social chilena, principalmente de la vasta obra de su principal exponente, el
historiador Gabriel Salazar.
Pretende ser un aporte para un debate con múltiples aristas, producidas fundamentalmente debido
al propio origen de la Nueva Historia y a las pretensiones a las que ésta intentaba dar respuesta, al
reconocerse como parte importante de la reconstrucción del movimiento popular chileno. A
continuación se presentan algunas de las principales líneas en las que se inscribe esta
problemática. Más que “demostrar” se busca exponer y ampliar la discusión, reconociendo que al
igual que todas las propuestas involucradas, la presente, también posee una sensibilidad
particular.[1]

1. DE LA HISTORIOGRAFÍA MARXISTA CLÁSICA A LA HISTORIOGRAFÍA SOCIAL-


POPULAR

El golpe de Estado de 1973 significó la intervención militar de todas las universidades, la


designación en ellas de rectores-delegados por la Junta de Gobierno y el inicio de un proceso de
extensa represión político ideológica.
Según cifras entregadas por diversos estudios, se calcula que, para el conjunto de universidades y
áreas científicas y profesionales, alrededor de un 25 por ciento del personal docente, incluyendo
todas las categorías académicas y tipos de jornada, fue removido o forzado a renunciar en las
semanas y meses siguientes al derrocamiento del gobierno de Salvador Allende.[2]
La historiografía marxista que había desempeñado un rol relevante en el proceso desarrollado por
los sectores populares en torno a un proyecto de transformación social, también debió absorber el
signo de la derrota, lo que llevó a distintos núcleos a enfrentar de diversas maneras esta crisis tanto
política como teórica. Con el transcurso de los años, algunos intentaron preservar ciertos
elementos de aquel análisis vencido, mientras otros viraron de las posiciones que habían defendido
a través de la “renovación” de sus anteriores planteamientos, desplegándose una amplia gama de
matices en cuanto a las respuestas que emergieron frente al fin de un agudo proceso de lucha
social.
Como señalaba Luis Moulian al referirse a la historiografía post-dictadura “queda más claro que
nunca que la historia es un conocimiento de gran valor para cohesionar ideológicamente
los intereses de lo distintos proyectos sociales, presentados por los grupos en pugna”,[3] cuestión
que hace evidente el compromiso que sufre la historiografía marxista clásica en este nuevo
contexto que se inaugura. Diversos centros, colectivos e institutos se desarrollaron frente a la
embestida represiva y frente al panorama mundial en que las ciencias sociales vieron dificultada
su función. Así mismo, surgieron distintas iniciativas, amparadas por ciertas instituciones, algunas
por organismos no gubernamentales, y otras tendieron a desaparecer por falta de recursos para la
investigación.

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Como consecuencia del remezón post-dictadura y principalmente a partir de mediados de la
década del ochenta, las múltiples fisuras existentes al interior del marxismo posibilitaron que
emergiera una evaluación crítica de la historiografía marxista-clásica que había acompañado y
estimulado una forma de entender la política y la “revolución” por varias décadas de nuestra
historia. Frente a este proceso de crítica y revisión de las claves con las que había sido explicado el
movimiento popular, distintas respuestas comienzan a elaborarse, las cuales irán depurándose con
el transcurso de los años.
En este contexto, surgió la Nueva Historia Social chilena, también conocida como Historia Social
Popular, que se gestó desde el exilio, y que tuvo como vehículo de expresión la revista Nueva
Historia. Esta iniciativa se presentaba dentro del mundo de la izquierda, pero como una alternativa
a la historiografía marxista clásica, la que era criticada principalmente por su sesgo economicista y
por su falta de flexibilidad teórica. Por lo tanto, representaba una propuesta diferente no sólo
como innovación en el plano historiográfico sino también dentro del marxismo y de la izquierda
en general. Ya en los años ochenta emergía con una distancia importante respecto de algunos de
los elementos con que la historiografía marxista clásica había caracterizado al movimiento popular
chileno, se alejaba principalmente de los enfoques del marxismo estructuralista, y en términos
políticos, del leninismo.
El desarrollo historiográfico del grupo “que editó la revista Nueva Historia en Inglaterra, por un
lado, y la práctica de la educación popular, de los estudios de ‘identidad’ y un posicionamiento
político democrático anti dictatorial, desarrollados por ‘ECO’ y por el ‘Encuentro de
Historiadores Jóvenes’, terminarían por confluir en el año 1985. La fusión de ambos procesos de
acumulación teórica y metodológica previa, dará como resultado la conformación de la llamada
‘generación de historiadores del 85’”. Aquella sería reconocida más tarde como el grupo fundador
de la corriente historiográfica de la “Nueva Historia Social”.[4]
Un factor importante en esta transformación fue la influencia que ejercieron las diferentes escuelas
historiográficas, especialmente europeas. Para el tema laboral es notorio el prestigio ganado por
Edward P. Thompson, Eric Hobsbawm y George Rudé.[5] Influyó la propuesta de Thompson
quien “dio cuenta del error y las insuficiencias de subestimar el papel de los factores culturales y
la supremacía de la metáfora infraestructurasuperestructura, destacando el papel de las
intermediaciones culturales y morales que constituyen las formas de cómo las experiencias
materiales son procesadas en términos culturales.[6]
Este proyecto recurría a la historia, pero no a aquella vieja Historia tradicional centrada en la
sucesión de gobiernos republicanos y sus guerras parlamentarias; tampoco a la Nueva Historia
académica, entusiastamente adherida a los postulados estructuralistas de la Escuela de los
Annales; ni siquiera a la historia Política –supuestamente “renovada”– que se elaboró
apresuradamente para consumar el balance histórico de la Unidad Popular y restaurar las viejas
prácticas democráticas.[7] Por el contrario se recurría a una nueva historia “centrada en los sujetos
de carne y hueso, en la reconstrucción cultural de la sociedad civil y en los movimiento
sociales”.[8]
El giro que se produce con la Nueva Historia Social, es un giro que tuvo consecuencias
importantes, tanto en el plano estrictamente historiográfico como en las lecturas y perspectivas
políticas que desde allí comenzaron a desprenderse. La crítica a la historiografía marxista clásica,
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se concentró en dos aspectos significativos. Por un lado, una crítica a la forma de construir el
conocimiento histórico de los sectores populares, cuestión que llevó a que se abrieran nuevas
perspectivas de análisis y nuevos enfoques, lo que además determinó la incorporación de nuevas
metodologías. Y por otro lado, una crítica a los supuestos teóricos y políticos implícitos con los
que se analizaba el devenir del movimiento popular, que tenía directa relación con la necesidad de
remirar los orígenes de éste, pregunta que resultaba ineludible como consecuencia del “quiebre
social y político de 1973 [que] impactó en un conjunto de historiadores aun muy jóvenes en esa
época e hizo que se revisaran los fundamentos teóricos e ideológicos del modo de interpretar los
procesos sociales en perspectiva histórica”.[9]
Como señala Salazar, narrando su propia experiencia desarrollada en el Reino Unido “un grupo de
historiadores exiliados (encabezado por Leonardo León, Luis Ortega y el que suscribe) intentaron,
desde 1981, echar las bases de una “nueva historia”, que superara las limitaciones de la
historiografía conservadora, marxista y academicista, tanto en lo que se refiere a su relación con
los enfoques y métodos de las ciencias sociales, al modo de construir los conceptos y el enfoque
teórico, a su inserción activa en los debates contemporáneos, como también a su capacidad de
integrar las preguntas de la base social”.[10]
En términos fundacionales, para la Nueva Historia Social, si bien los precursores de la
historiografía social chilena de raigambre marxista, habían sido los primeros en centrar su
atención en los pobres como sujetos históricos, esta atención se había dedicado a los pobres pero a
los pobres proletarios, los que laboraban en un medio modernizado, o en vías de modernizarse, y
que se reconocían en una clase que aspiraba al poder. Las objeciones se concentraban en la forma
como los historiadores marxistas le habían dado vida y voz a los sectores populares –que hasta ese
entonces no eran vistos como actores con historicidad propia–, pues al incorporarlos como sujetos
históricos se habría optado por relevar el devenir del movimiento obrero –su constitución como
tal, su desarrollo y las luchas desplegadas por éste–, subsumiendo la existencia de otros sujetos
populares, en la historia del movimiento obrero.
Se objetaba a los historiadores marxistas clásicos el haber supuesto que la clase obrera había
adquirido su condición de tal, de manera mecánica, por el sólo hecho de insertarse dentro de ramas
productivas asociadas al capitalismo de fines del siglo XIX: la minería, el transporte, las obras
públicas.
También el haber simplificado el análisis al considerar que la identidad obrera se definía a partir
de su condición de “clase explotada”, condición que habría afectado a todos los asalariados por
igual. De esta manera, se rebatía lo que se consideraba una mistificación de parte de los
historiadores marxistas clásicos a quienes se acusaba de haber establecido una descripción lineal
que era homogenizante e impedía comprender la complejidad de los procesos sociales.
Se consideraba que el análisis marxista al exaltar al máximo la condición del proletariado,
reconociéndola como punto cúlmine en un contexto de progresiva “toma de conciencia”, dejaba al
descubierto una situación paradójica que indicaba de manera categórica el estudio documental del
siglo diecinueve. Éste revelaba que había existido un periodo de resistencia al proceso de
proletarización, lo que demostraba que pocos deseaban alcanzar tal condición y que si la
aceptaron, fue por el agotamiento de otras opciones y alternativas, desarrollándose variados
procesos de insubordinación, desacato y rebeldía frente la modernización capitalista que
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experimentaba el país, experiencias previas a la formación del movimiento obrero moderno, que
no habrían sido sólo “el antecedente” de éste, ni habría representado “formas pre-políticas” sino
que tendrían historicidad y un devenir propio.
La historiografía marxista clásica en Chile fue cuestionada entonces por su mecanicismo,
reduccionismo y por su exceso de ideologismo; de hecho, desde la Nueva Historia se cuestionaba
también la real ruptura en la práctica de la producción de conocimiento, pues se sostenía que los
historiadores marxistas clásicos, no habrían superado las lógicas del pensamiento positivista, ya
que entre otros elementos, habrían analizado la historia de Chile, en función de leyes históricas
inmanentes, junto a una visión teleológica de ésta. Para Gabriel Salazar, el marxismo chileno de
este periodo, se correspondía en un primer momento, con una recepción pasiva de los postulados
políticos del marxismo internacional entre 1920 y 1949 aproximadamente, mientras que entre
1949 y 1972 se encontraría el surgimiento “de una historiografía marxista chilena ceñida a los
postulados del marxismo internacional, a partir del “Ensayo” de Julio César Jobet y cerrado por la
“Interpretación marxista de la Historia de Chile”, de Luis Vitale”.[11]
Salazar consideraba que el conocimiento científico de las “clases populares” hasta por lo menos
1978 se estructuraba en base a conceptos rígidos, definiéndose como claves explicativas únicas “la
explotación económica y la represión político-policial de que eran objeto, y los esfuerzos de los
partidos proletarios para la conquista del poder. La clase en sí y para sí, el militante, el partido y el
sindicato”,[12] cuestión que le parecía insuficiente y que lo llevó a plantear la necesidad de revisar
y proponer nuevas perspectivas de análisis.
Fue así como se generó un enfoque que se proponía sobrepasar los márgenes del “proletariado” y
la “conciencia de clase”, integrándose variables como la identidad social, territorial, étnica o de
género,[13] proponiendo fundamentalmente una nueva línea interpretativa que tenía por objetivo
desarrollar una lectura que incorporaba matices, pliegues y contradicciones al interior de los
sectores populares y sus posibles aspiraciones superando ciertas mistificaciones que poco
informaban sobre el verdadero estado de éste.

2. UN BALANCE PROVISORIO

Haciendo una síntesis de la cuestión, el historiador Julio Pinto señaló hace algunos años, que en
las últimas dos décadas el enfoque de la historiografía marxista clásica, al cual lo denomina como
“estructural”, ha sido objeto de variadas críticas. Por un lado se le ha cuestionado su incapacidad
para reconocer la diversidad cultural al interior de los sectores populares. También se le ha
criticado su tendencia a privilegiar las relaciones entre los trabajadores y los partidos de izquierda,
haciendo aparecer a estos últimos como los verdaderos y únicos protagonistas de la historia e
incluso se le había atribuido un sesgo “iluminista”, en el sentido de privilegiar la acción racional-
instrumental o el apego a determinados “proyectos” por sobre una disposición a reconocer a un
actor popular que no era necesariamente discursivo o proyectista.[14]
Para Eduardo Devés, este “quiebre epistemológico” únicamente se hizo posible a partir del
quiebre político y humano que significó el golpe de Estado de 1973. El quiebre teórico sería
producto del quiebre afectivo. Para este historiador, no se trata sólo ni prioritariamente de una
evolución al interior del campo de las ideas y que podría estudiarse principalmente a partir de la
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lectura de Marx o Gramsci o cualquier pensador europeo, sino que debe ser explicado, en primer
lugar, como un cambio de postura ante la realidad y ante la vida.[15] A juicio de Devés,
las certezas fundamentales que habían representado un largo ciclo de acumulación y una forma de
entender la teoría y la práctica revolucionaria, habían sido echadas por tierra, cuestión que
explicaría en parte los nuevos tránsitos que adoptó la historiografía dedicada al estudio de los
sectores populares.
Puede decirse que, mientras la historiografía marxista clásica había privilegiado al movimiento
obrero urbano, poseedor de un carácter ilustrado que lo insertaba en un contexto mundial de
desarrollo del socialismo, el énfasis de la Nueva Historia se concentró en aquellos sujetos
populares que habían quedado subordinados o relegados a un plano muy marginal, por lo que se le
otorgaba historicidad a sectores que desarrollaron otro tipo de experiencias, menos vinculadas a la
“lucha mundial por el socialismo”, y más próxima a la conflictividad social como modo de
preservación de elementos culturales propios de la identidad y memoria popular.
Uno de los elementos más significativos en esa entonces “nueva” propuesta historiográfica,
consistió en que puso en entredicho aquella visión mistificadora en la cual, como señala Jorge
Rojas existió una “selección intencionada [que] dejó a un lado, obviamente, a un grueso de la
población trabajadora que no se incorporó, sino muy tardíamente, en este proceso de
modernización capitalista.[16]
Las indagaciones que inaugura la Nueva Historia y que se enriquecen con aportes de muchos
historiadores e investigadores, que más cerca o más lejos de esta columna vertebral, forman parte
de “este nuevo aire”, logran establecer elementos que caracterizan a los sectores populares en sus
experiencias de vida, sus esperanzas y contradicciones, relevando la experiencia efectiva de éstos
y no sólo su condición “objetiva” en una estructura determinada.
Historiadores como Gabriel Salazar, Julio Pinto, María Angélica Illanes, Mario Garcés y Sergio
Grez, por nombrar sólo algunos, son ejemplos de sólidos esfuerzos que ahondaron en el
conocimiento acerca del desarrollo orgánico del movimiento obrero, subsanando las falencias
antes descritas y también, incorporaron otros tópicos de interés a la investigación de los sectores
populares, ya no centrados exclusivamente en la historia de sus organizaciones y huelgas, sino
también en las variadas formas y experiencias de vida del mundo popular.

3. LA NECESIDAD DE HISTORIZAR A LOS “CLÁSICOS”

Como se ha expuesto, las críticas formuladas a la historiografía marxista clásica señalan que en
cuanto a la producción historiográfica propiamente tal de estos autores, ella revelaba por una
parte, una insuficiencia general en la base empírica de apoyo (salvo algunas excepciones), al
mismo tiempo que una débil asimilación del método dialéctico y de la propuesta teórica más fina
del marxismo”.[17] Las críticas a esta historiografía tienen asidero más que suficiente; sin
embargo, también es necesario considerar el propio contexto histórico en el que dichos autores
desarrollaron sus investigaciones, consideración que nos permitirá juzgar y sobre todo comprender
los elementos más problemáticos presentes en sus obras.
Es claro que estos historiadores –aunque algunos más que otros–, presentan una historia cargada
de supuestos de lo que el proletariado “debía ser”, por sobre lo que éste realmente era. Sin
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embargo, debemos considerar, que, primero, hay diferencias notables entre estos historiadores,
segundo, hay diferencias al interior de las obras de un mismo autor y, tercero, hay que comprender
que su historiografía formó parte de un proyecto político de cambio social, que con todos los
reparos posibles, se encontraba vigente en aquel periodo de ascendente lucha social.
En tal sentido, estas lecturas respondían al contexto del marxismo mundial, en el que no
predominaban las reflexiones, por ejemplo, de Lukacs o de Gramsci, por lo que es necesario
también historizar el propio devenir de éstos. No se trata de “suavizar” la crítica sino de dar una
explicación más completa.
Al respecto en un reciente coloquio dedicado a la “revalorizada” figura de Antonio Gramsci, se
reconocía que indefectiblemente “la tendencia hacia la lectura ortodoxa en la izquierda es de larga
data. [El análisis de] la década del cincuenta señala que socialistas y comunistas, no obstante
furibundas discusiones, finalmente llegaron a estructurar una alianza que caracterizó a Chile como
una colonia semifeudal azotada por la crisis general del capitalismo, conceptos propios del
marxismo ortodoxo”.[18] Lo que instala esta aseveración, dice relación con que no sólo es
necesario constatar – y criticar si se estima necesario– “la ortodoxia” que caracterizó las lecturas
tanto de la izquierda como de la historiografía que la acompañaba, sino que también es necesario
evidenciar que estas lecturas se corresponden con el marxismo hegemónico en esa coyuntura.
En tal sentido, es necesario señalar que esta corriente en su momento de génesis marca a su vez,
una gran novedad y una importante diferencia con los historiadores anteriores; esto es, el
establecimiento de un vínculo entre la historiografía y el compromiso social, que determinó para
los marxistas clásicos, la realización de sus producciones bajo la concepción de que los
historiadores tenían un rol social, un compromiso con los sectores populares y con los procesos de
cambio social que éstos intentaban llevar a cabo. Historiadores como Julio César Jobet, Hernán
Ramírez Necochea, Jorge Barría, Marcelo Segall, Luis Vitale y Fernando Ortiz, entre otros,
marcan un tránsito significativo, al asumir el materialismo histórico por una parte, y al enlazar
compromiso militante con historiografía. Aunque pertenecientes a distintas generaciones y con
muchas diferencias internas, todos ellos tuvieron en común el dedicar su atención a este tema, a
partir de una preocupación que nacía de un interés político explícito por aportar al protagonismo
de los trabajadores y la proyección de un proyecto socialista.[19] De hecho, la gran mayoría de
estos historiadores sufrieron de manera directa la represión, el exilio e inclusive la desaparición,
como el caso del historiador Fernando Ortiz, que encontró la muerte y desaparición bajo la
dictadura.
En tal sentido, como señala Jorge Rojas, “el énfasis en el proletariado y en su acción referida a
proyectos políticos, en estrecha vinculación con las vanguardias políticas no nació de una pura
limitación ideológica o de una incapacidad profesional. Fue fruto de un proceso que estaba en
curso. No entenderlo así impide ver detrás de la actual producción historiográfica, un contexto que
también la explica en un grado importante”.[20] Por lo tanto, la crítica a esta corriente
historiográfica, debe considerar que el tipo de materialismo histórico en el cual reposaba, era
indefectiblemente hijo de su tiempo.
Pero más allá de esta crítica radical a la historiografía marxista clásica, a pesar de las múltiples
innovaciones de la Nueva Historia Social y de la introducción de elementos centrales como la
identidad y la memoria histórica, el historiador Luis Osandón plantea que “este tipo de nueva
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historia social conserva un interés común por descifrar las claves políticas del devenir histórico de
nuestro país, por desentrañar las características de un eventual proyecto histórico que sustentaría la
eventual continuidad de la experiencia histórica de los sectores populares en la sociedad chilena,
haciéndola inteligible”.[21] Osandón sostiene, que existe una filiación con los enfoques de historia
social marxista que le han precedido, emparentándose con ésta y dándole continuidad, cuestión
que comenzaría a desdibujarse con las nuevas generaciones de historiadores sociales,
especialmente las formadas en las décadas de los noventa, que habrían comenzado a cuestionar
subterráneamente el locus político presente en la historia social chilena, al abrir nuevas miradas a
lo social, redefiniendo incluso el sentido común del concepto.
En tal sentido, para esta generación de historiadores sociales jóvenes, ya no se trataría de escribir
sólo de los seres humanos en clave de dominación en tanto trabajadores, campesinos, ni menos
como movimiento popular sino que de indagar además en otras dimensiones de lo social, como la
diversión, el alcoholismo, el encierro carcelario, la locura, las relaciones entre hombres y mujeres,
la infancia, las expresiones culturales, etc. En síntesis, “se trata de escribir sobre y, muchas veces,
desde los márgenes de la sociedad, desde los fragmentos menos evidentes de la estructura social y
la subjetividad, cuestionando (a veces sin quererlo) la validez de las explicaciones en clave
política de las relaciones de dominación”.[22]
Sin lugar a dudas, la tendencia que describe Osandón, en su presentación del texto del Colectivo
de Oficios Varios, es certera y pertinente, en tal sentido, parece adecuado considerar, que las
orientaciones y perspectivas que asumen los historiadores están profundamente determinadas por
el contexto en el que éstos se desenvuelven, y muchas veces las distintas visiones responden a
reacciones sobre lo que nos precede.

4. DE LA CRÍTICA A LA ACADEMIA AL ¿ACADEMICISMO POPULAR?

En términos generales, la propuesta de la Nueva Historia, logró traspasar numerosas barreras y


limitaciones de todo tipo. Como señala Sergio Grez, “tal vez el aporte más significativo en Chile
de la llamada “Nueva Historia Social” ha sido instalar sólidamente lo social, y más
particularmente lo social popular, como un referente ineludible de la historia y de la práctica
historiográfica. Ya casi no se encuentran historiadores profesionales que rechacen abiertamente la
necesidad de incorporar esa dimensión en el trabajo de reconstrucción de la historia o que
cuestionen la historicidad de los sujetos populares […] es indudable que el aporte de los
exponentes de la llamada “Nueva Historia Social” que comenzaron a emerger durante la década de
1980 ha sido muy trascendente.[23]
Inclusive, aún considerando el restringido ámbito en donde estas lecturas circulan, las ideas-fuerza
que inspiraban la propuesta de la Nueva Historia, han llegado a ser consideradas y valoradas por
vastos sectores de estudiantes en formación y también por sectores del mundo social en general,
que reconocen en estas perspectivas una historia significativamente distinta a la tradicional
historia centrada en batallas y personajes. Un reconocimiento especial puede hacerse de aquellas
iniciativas que han vinculado “Historia” y “Memoria” al quehacer de la Educación Popular,
logrando construir y socializar conocimientos, traspasando los muros de las Universidades. En
suma, en la actualidad, es posible reconocer que las críticas de la nueva historia a la historiografia
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marxista clásica han sido incorporadas casi al sentido común historiográfico, al menos en los
sectores de “izquierda”.
Conscientes de estos aportes, dos décadas después de iniciado el tránsito descrito, han emergido
algunas voces críticas, que señalan que al emprender tal empresa, se tendió a desechar muy
apresurada y tajantemente algunos elementos que habían sido significativos tanto en el análisis
como en la propia constitución del movimiento popular. En particular, pareciera que esto se
expresa con mayor fuerza en algunos elementos presentes en la obra del principal exponente de la
Nueva Historia chilena, el historiador Gabriel Salazar, en las valoraciones explícitas o implícitas
qué ha expresado en sus investigaciones acerca del mundo popular, y es por tal razón, que el
debate recientemente inaugurado se ha concentrado en polemizar con éste y no con otros
historiadores, considerando, además, que es Salazar –premio nacional de Historia– el historiador
más prolífico e importante de esta tendencia.
A esto se agrega que en algunas reflexiones de este historiador, ha existido una crítica manifiesta
hacia aquellos elementos que fueron constitutivos de la izquierda, que son leídos como “viejos” y
propios de un pasado ya superado. Aunque no es una opinión presente en todas sus obras y es
posible reconocer matices al respecto, es claro que Salazar también se suma a esta condena a las
“viejas” formas de comprensión de la política. Señala por ejemplo, que “Dado que la credibilidad
se había centrado en los “sistemas estructurales” (ideología, partido político, liderazgo, bloque
soviético, etc.) más bien que en los sujetos sociales de carne y hueso, la desarticulación de
aquéllos provocó en éstos una virtual crisis de fe, e incluso de identidad, que terminó en
desembocar en un segundo gran desbande”.[24]
El “desbande” al cual hace referencia Salazar, efectivamente es preciso para describir a aquellos
que olvidaron sus anteriores convicciones, justificándolas como parte de un momento histórico
“álgido”, como una etapa de su juventud; que no tuvieron problema en asumir un mea culpa en los
hechos que llevaron a la “polarización” del país, pasando a acomodarse sin problemas en la
administración de las políticas neoliberales. Sin embargo, como el mismo Salazar señala en su
artículo, éstos sólo fueron una parte, mientras que muchos otros luchadores sociales y militantes,
quedaron desplazados no sólo por la “caída de las estructuras”, sino por una derrota contundente,
por la represión, la marginación, por la imposición de una forma de vida centrada en un nuevo
pragmatismo y en la promoción del individualismo sin comparación. En la lectura al menos de
este texto, queda la impresión que se considera a la(s) izquierda(s), disociada de los sectores de
base, como si la cultura política de izquierda(s) atentara contra el devenir que se desarrolla “desde
abajo”.[25]
Tanto las adhesiones como las disidencias que han emergido recientemente, remiten en
consecuencia, tanto al enfoque historiográfico como a las implicancias y consecuencias políticas
de éste, ya que la Nueva Historia en sus orígenes se presentaba a sí misma, como parte de la
reconstrucción del proyecto histórico del movimiento popular[26] por lo que dadas sus
aspiraciones es pertinente el ejercicio de sopesar cuánto ha contribuido a tal “reconstrucción del
movimiento popular” su enfoque, cuánta relevancia ha tenido y tiene hoy en día, si ha sido
coherente con los objetivos que se autoimponía, etc.
Al interior de los márgenes de la historia social, algunas voces plantean por un lado, la re-
inclusión de la dimensión política de los fenómenos históricos; y por otro, cuestionan cierta
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actitud que habrían mantenido algunos historiadores, en el sentido de pretender que la labor de
investigador social, es asimilable a cierto compromiso político, eludiendo una real toma de
posición. Es lo que expresan las recientes reflexiones colectivas del Taller de Ciencias Sociales
Luis Vitale, de la ciudad de Concepción, que reflexiona en torno a estas dimensiones. Señalan lo
siguiente: “Parece que ha tendido a predominar el afán del puro interés intelectual y se ha
desdibujado el compromiso ético-político (o se da por descontado, asumiendo que es un “don”
implícito en el investigador), de tal manera que se ha reemplazado el atractivo del compromiso del
historiador con su realidad histórica, por el atractivo de la fuente, como un fin en sí
mismo”.[27] Es posible reconocer, un cuestionamiento a un proceso de creciente incorporación al
mundo académico, en el cual, la historia social popular habría pasado de una enfática crítica al
academicismo, a establecerse como un enfoque más dentro del mundo académico, siendo
inclusive un enfoque preeminente en algunas escuelas. Su creciente legitimidad en el mundo
académico, sin embargo, no representa necesariamente una contradicción con sus objetivos, pero
sí plantea algunas interrogantes, entre otras, el impacto real de ésta, y de su capacidad de traspasar
los muros de la academia.

5. EL DEBATE ENTRE “DOS MIRADAS A LA HISTORIA SOCIAL EN EL SIGLO XIX”

La controversia propiamente tal, surge fruto del artículo del historiador Sergio Grez, “Escribir la
historia de los sectores populares ¿con o sin la política incluida?”,[28] que expresa una serie de
inquietudes y reparos, que pueden resumirse en las líneas a continuación. Grez sostiene que “el
ascendiente de la Escuela de los Anales (que) se ha hecho sentir –de manera indirecta y sutil– en
la historiografía del “pueblo llano” bajo la forma de una historia con la política excluida […] ha
llevado a algunos historiadores sociales a postular (si no en la teoría, al menos en los hechos) una
historia de “los de abajo” vaciada de su acción política. La puesta en relieve de otros sujetos
históricos como el peonaje, los vagabundos y marginales de todo tipo, ha redundado en la
reconstrucción de historias predominantemente “culturalistas” en las que frecuentemente estos
sujetos aparecen como objetos de las políticas de la elite pero raramente como actores de la
política porque en ciertos momentos históricos carecían de estas capacidades o porque desde que
su propia transformación social y cultural hizo de ellos hombres plenamente políticos, dejaron de
ser atractivos para aquellos investigadores que valoraban su “ser natural”.[29]
Sobre el relevante libro “Labradores, peones y proletarios” de Gabriel Salazar, texto en el cual se
concentra el artículo, señala que “su supuesto teórico y metodológico reposa en la convicción de
que a la sociedad popular es preciso estudiarla tal como es “naturalmente” en los espacios donde
vive y se reproduce. Por eso el autor ha prescindido de la dimensión política del accionar histórico
del mundo popular”.[30]
Grez cuestiona por un lado, el no haber incluido el despliegue “orgánico” de parte importante de
los sectores populares en dicho siglo, a la vez que critica el menosprecio de que serían objeto estos
intentos por instituir ciertas prácticas y discursos, desmedro que se produciría al sobre valorar
elementos identitarios del peonaje y su rebeldía. Para Sergio Grez, en esta obra de Salazar “no
están las luchas políticas, económicas o ideológicas de “los de abajo”. Conscientemente, Salazar

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dejó de lado la intervención popular en las asambleas, guerras civiles, elecciones y partidos
políticos, participación muy real en ese siglo (a menudo subordinada a las elites)”.[31]
En el mismo sentido, Sergio Grez, parafrasea un pasaje de Salazar, quien señala en relación al
movimiento popular: “¿Qué importa [que los peones] no hayan desarrollado un discurso político
general, unificado y coherente? ¿Qué importa que no hayan formado una organización para fines
electorales y parlamentarios? ¿Qué importa que no hayan puesto por escrito sus memorias, sus
cabildeos marginales, sus desenfrenos regados de alcohol, la camaradería y el sexo? Su
historicidad estuvo siempre allí, a todo lo largo del siglo XIX, estorbando en todo el territorio, sin
dejar dormir tranquilo a ningún oligarca demasiado millonario. La historicidad de los rotos fue,
durante ese siglo, un “poder” social y cultural agazapado, presto a saltar no sólo sobre los tesoros
mercantiles sino también sobre la yugular de la Cultura y el Estado”.[32]
Al respecto se pregunta en su artículo, si los proyectos individuales de vida, la camaradería y la
rebeldía peonal (aun suponiendo que esta fue masiva, permanente y no matizada por actitudes y
estrategias de acomodo y subordinación) constituyen por sí solas expresiones políticas.[33] Para
tal autor, el enfoque de Salazar “rompió novedosamente con la historiografía marxista clásica que
había puesto énfasis en la explotación económica capitalista y en los aspectos reivindicativos,
organizacionales y políticos recién mencionados. Pero al emprender dicho camino, la política
quedó circunscrita a las leyes, decretos, disposiciones administrativas, cavilaciones y medidas de
todo tipo adoptadas por las clases dirigentes para contener, controlar y dominar al “bajo
pueblo”.[34]

6. EL DEBATE QUE RECIÉN SE INAUGURA

Posterior a la crítica de Grez a Labradores, peones y proletarios..., han emergido tentativas –de
muy variada naturaleza–, que han comenzado a conceptualizar y discutir acerca de la historia
social popular, su (posible) rol, las valoraciones subyacentes y los criterios políticos implícitos en
ésta. Las reflexiones de estos artículos, superan ampliamente los márgenes de este trabajo, pero se
intentará presentar un panorama del recorrido de la reciente discusión, hacer que dialoguen para
que en el futuro puedan ser revisadas y problematizadas en profundidad.
Miguel Fuentes, quien realiza una acuciosa tesis de licenciatura respecto al tema, señala que a la
reflexión iniciada por Sergio Grez, debe agregársele el entendimiento de que además de la
ausencia de la dimensión política, lo que existe en la historiografía de Salazar es sencillamente
otra forma de concebir la política, incluyéndola, por tanto, también de “otra forma”.[35] La línea
interpretativa que propone Fuentes señala que “las concepciones que maneja Salazar “acerca de la
“política” y del “poder”, no sólo se conectan con una perspectiva teórica y política autonomista
[…], sino que también a una perspectiva “foucaultiana”. Este enfoque, que en relación del análisis
social tiende a rechazar una perspectiva de clases acerca de la política y del poder […] para pasar
a una comprensión de la política y del poder como una relación unilateral, meramente subjetiva,
entre sujetos (microfísica del poder), se encuentra también presente en la reflexión historiográfica
y epistemológica de este autor.[36]
Una entrada distinta es la que plantea Manuel Bastías, quien señala que si bien la
problematización que hace Grez es necesaria y pertinente, ésta carece de solidez en su definición
10
de política implícita, que correspondería según Bastías a una concepción de la política asociada
estrechamente al ámbito estatal. Para Bastías, no sólo es necesario distinguir la noción de política,
entre su versión liberal y su versión republicana, distinción en la que sigue a Habermas, sino que
es necesario disociar la relación tradicional que se realiza, entre política y poder, ya que esta
relación en lo fundamental, reduciría la política únicamente a las relaciones de dominación.[37]
Bastías señala que “la crítica que Grez hace a la obra de Salazar está regida fundamentalmente por
una comprensión liberal de la política […] En la medida en que entren en el juego elitista de las
luchas por el control del poder administrativo los sujetos pueden ser considerados participantes de
la vida política de la nación”.[38]
Aunque sus reflexiones se inician desde un lugar distinto, menos interesado en relevar los
conceptos de “ciudadanía” que reposiciona Bastías y que ciertamente se encuentran en Salazar, y
desarrollando un recorrido que abarca preocupaciones tan dispersas como complejas; en un
reciente artículo de Miguel Urrutia y Sergio Villalobos-Ruminott, se señala que las reflexiones
propuestas por Sergio Grez más que sustentar una visión liberal de la política es parte de una
“reacción” más cercana al “reformismo” del Partido Comunista, y que nos retrotraería a las
limitaciones que se suponían superadas de la historiografia marxista clásica.
Los autores señalan que les ha sorprendido que un debate que podría darse en otros términos, haya
encontrado “un cierto olvido de las concepciones con las que la Izquierda Revolucionaria
cuestionó los preceptos jurídico-contractualistas, estadocéntricos y excepcionalistas de la política
tradicional.[39] Cuestión en la que señalan habría caído el historiador Sergio Grez, “cuyas
investigaciones sobre la formación del movimiento popular chileno en el siglo XIX, y más
recientemente, sobre el anarquismo en Chile son sin duda, contribuciones relevantes para fustigar
el excepcionalismo chileno”,[40] pero que en su disputa sobre “la política incluida en la historia
social”, pecaría del mismo mal que antes había combatido.
Estos autores utilizan como ejemplo un debate acaecido en otras latitudes y que supuestamente
podría ayudar a develar la posición de Grez. Para ello señalan que “este tipo de consideraciones al
interior de la historiografía marxista ha sido ya discutida poniendo en juego relaciones de centro y
periferia o de dominación y subalternidad tan nítidas como las sostenidas entre las formaciones
sociales de la India e Inglaterra,[41] en las cuales se describe de manera muy acotada el debate
entre historiadores como Ranajit Guha respecto de historiadores como Eric Hobsbawm y la crítica
del primero a la distinción entre lo pre-político y lo político, del segundo.
Tomando este ejemplo, señalan que “los principales detractores internos de Guha son
historiadores que, vinculados al Partido Comunista indio rechazan la pérdida de centralidad del
proletariado clásico [...] Esta tradición subortodoxa desecha la categoría gramsciana de subalterno,
la que en América Latina encuentra un claro correlato con la de oprimido trabajado por Paulo
Freire. […] Nos parece que Guha habita esta huella, mientras que la reacción del PC indio es
equivalente a la crítica que Grez realiza al Labradores de Salazar”.[42]

7. ALGUNAS PREGUNTAS Y COMENTARIOS

Si bien el objetivo de este trabajo, no es juzgar cual posición historiográfica y a su vez política es
más pertinente, ya que eso dependerá de los intereses propios, sí considero relevante realizar
11
algunas precisiones, que permitan a su vez, interrogar las afirmaciones que se han descrito con
anterioridad.
Respecto de las dos “entradas” al estudio de los sectores populares en el siglo XIX, es posible
sostener, que es un buen punto de partida el asumir que estos dos enfoques para abordar el estudio
de los sectores populares en dicho siglo, no son contradictorios y de hecho, cada uno informa de
experiencias significativas en su transcurso. En tal sentido, cuando Salazar señala que en su
mirada “no se hace “técnicamente” necesario desgarrar al “pueblo” definiéndolo por facetas,
dividiéndolo entre un hombre doméstico y otro político, entre uno consciente y otro inconsciente,
entre un pueblo organizado y otro desorganizado, entre un proletariado industrial y una masa
marginal, o entre la vanguardia y la clase,[43] su énfasis está puesto en superar los enfoques que
restaban historicidad a las experiencias de los sectores populares que no se inscribían en ninguna
“estructura” representativa. El problema se produce sin embargo, cuando se asume como
contraparte, que no existen diferencias, particularidades y distinciones, al interior de esas mismas
experiencias y se desconoce que ellas se encuentran cruzadas por diversas relaciones, que las
constriñen, limitan y moldean.
En consecuencia, una primera idea que parece importante destacar, es la necesidad de distinguir
los planos –pese a todas las imbricaciones–, de las perspectivas personales respecto de la
investigación historiográfica propiamente tal. Como sostenía el historiador Luis Vitale, se trata
“de ser objetivos pero no objetivistas”, es decir, de construir conocimiento acerca de la socie dad
del pasado desde inquietudes del presente pero no de relevar sólo lo que se ajusta a nuestras
perspectivas generales ni menos generar nuevas apologías; por lo tanto, es necesario incorporar los
procesos sociales en su diversidad; incluyendo en el caso en cuestión, tanto los elementos
propiamente culturales de los sectores populares que constituyen formas de memoria social, como
las iniciativas explícitas que reconocen reivindicaciones, una oposición particular y que en
general, se constituyen en el conflicto social.
Respecto de las reflexiones posteriores al artículo de Sergio Grez, si bien Miguel Fuentes hace una
exhaustiva investigación y aporta elementos importantes para el debate, su interpretación asume
que existe algo así como una “verdadera y correcta” lectura al interior del marxismo, y que ésta es
la de los clásicos, de los cuales Fuentes se siente portavoz, cuestión que tiende a cerrar el debate
más que a abrirlo, ya que los elementos “foucaultianos” presentes en la obra de Salazar, no pueden
ser leídos en sí mismos como indicadores que restan validez a su propuesta, necesitan ser
problematizados.
Aún así, Miguel Fuentes, plantea que sea por la influencia de Foucault, sea por otras
condicionantes, en la obra de Salazar, la “lucha de clases” y el horizonte revolucionario habrían
sido desplazados, cuestión que sería necesaria abordar.
Por su parte, Manuel Bastías asume que lo que está en juego, es un intento de reposicionar una
visión de la política vista sólo y exclusivamente como una interpelación al Estado. Las
argumentaciones de Urrutia y Villalobos-Ruminott, plantean que Grez, representa un retroceso en
cierto camino ya establecido, una vuelta que intentaría reposicionar el ámbito estatal y partidista
como el preeminente de la política en desmedro de la capacidad autónoma de los sectores
populares. Ambas reflexiones parten del supuesto, que lo que Grez está indicando en su ya citado
artículo, es una arremetida contra la historicidad de los sectores populares en la medida de la
12
autonomía de éstos frente a distintos “elementos externos”. Quizás debiera profundizarse sobre
qué se considera como “externo” a los movimientos social-populares y también qué ocurre cuando
la existencia de éstos es también precaria.
Uno de estos elementos considerado como “externo”, entra en el debate como consecuencia del
planteamiento de Grez de la necesidad de incluir la “política”, la que entiende como la actividad
específica, las ideologías, organizaciones, partidos, etc., en el estudio de los sectores populares. En
esta conceptualización, este historiador abre un campo que es significado de varias maneras por
los autores revisados, lo que muchas veces desdibuja el sentido de sus palabras. Por ejemplo, en el
caso de Miguel Fuentes, éste interpreta este reconocimiento de la “política” casi como sinónimo
de un partido especializado, cuestión que también sería necesaria revisar, ya que Grez, se refiere a
formas de politización de lo social, no a la formación de “cuadros” profesionales que administren
lo social. Pero a la vez, junto a los otros autores, es posible preguntarse en qué medida lo que Grez
identifica como “la política” puede contribuir o empantanar los procesos autónomos de
politización, entre otros aspectos que recién comienzan a abordarse.
Se sostiene que Grez plantea un reposicionamiento de elementos exógenos a los movimientos
social-populares y que éste reconoce como actores con historicidad propia a los movimientos
social-populares, en la medida de la interpelación del movimiento popular al Estado, que lo
llevaría hacia la “integración”.
Al parecer, se asume que cuando se habla de “poder”, se hace referencia indiscutida al “Estado”,
que cuando se plantea dar lugar a “la política” se hace referencia a una nueva vanguardia. Pero el
cuestionamiento que hemos revisado, y que abre estas problemáticas en sus aspectos generales, se
inicia más bien discutiendo la precariedad en la que nos sitúan aquellas concepciones que han
tendido a concebir que cualquier manifestación de rebeldía forma parte de un proyecto histórico
“agazapado”. La crítica de Grez, se inscribe en esta lógica. En ésta no se intenta discutir la
necesidad de un proyecto autónomo de los sectores populares, ni se intenta señalar que éstos
puedan considerarse como sujetos políticos sólo en la medida que otros agentes medien por ellos,
ni menos que la acción de éstos necesiten dirigirse hacia la integración de la institucionalidad del
sistema político para ser reconocido como actores. Simplemente lo que se está planteando, es que
la tendencia a la autonomía no se encuentra siempre presente ni históricamente inalterada, y como
no es así, el “pueblo” no se vuelca “naturalmente” a defender sus intereses ni a cuestionar la
legitimidad de la explotación, menos a cimentar una alternativa de cambio social.
En síntesis, en lo que respecta a la historiografía, es necesario el reconocimiento de los procesos
sociales del mundo popular en su diversidad, en sus contradicciones, en sus particularidades, en
sus distintos caminos, en su vocación de resistencia y de continuidad.
Si el posicionamiento detrás de lo estrictamente historiográfico se corresponde con una búsqueda
por la reconstrucción del movimiento popular, que transite desde los caminos de la autonomía,
entonces podría comprenderse que “autonomía” no representa sólo la “cara interna” de los
movimientos social-populares, sino que se experimenta también en la disputa.
En tal sentido, es necesario considerar la importancia de la “efectividad” de las acciones y las
prácticas de los sectores populares, no como criterio único pero sí como un indicador importante,
sobre todo en un contexto de progresiva valoración de manifestaciones aparentemente radicales
pero que no logran traspasar la barrera del testimonio, que no logran desarrollar respuestas desde
13
los mismos involucrados a sus necesidades y demandas. Se habla de autonomía, pero ésta no es
sinónimo de marginalidad, es precisamente lo contrario, es la capacidad de establecer y proyectar
cierta voluntad social, desde los mismos sujetos pero no en “sí mismos”. No entenderlo así,
implica una concepción que roza la autocomplacencia, ya que pareciera en el discurso representar
una posición radical y de autonomía, pero que carece de la masividad que le dé contenido.
Por último, sería interesante relacionar la experiencia histórica del anarquismo en Chile, con esta
discusión, ya que ésta invita a ensayar respuestas acerca de la acción política, que incluyen
diversas formas de significar y comprender los conceptos en cuestión. Como señala el historiador
Julio Pinto, respecto de principios de siglo veinte, “el propósito anarquista de no reconocer al
Estado ni a las instituciones era de todas formas un acto político, basado en un antagonismo
explícitamente discursivo no muy presente en rebeldías populares anteriores”,[44] que desde un no
reconocimiento al Estado y a la intermediación de diversos agentes, promovía de igual forma, una
acción política concreta.

8. AUTONOMÍA E INTEGRACIÓN

Pareciera que entonces, el problema se traslada desde el debate de la necesidad de la dimensión


política en la historia social, a otras interrogantes, que hacen aún más complejo e interesante que
estas discusiones se sigan produciendo, ojalá no sólo desde la inquietud académica, sino desde el
interés original de “reconstrucción” del movimiento popular. Entre medio de muchas aristas, en un
rompecabezas en que cada pieza articula otros problemas, hay elementos que sobresalen en este
debate, principalmente en relación con qué se está entendiendo por “proyecto histórico” y cómo se
inscribe en él, la tensión entre autonomía e integración y las vías de politización popular que
permiten el desarrollo de una u otra alternativa.
El tema de la autonomía, y de los indicadores que se reconocen válidos para hablar de ella, han
estado presentes en las preocupaciones de la historia social, en la misma medida que ha sido una
tensión permanente en la experiencia efectiva del movimiento popular. En este sentido se puede
reconocer que la disputa no reside exclusivamente en la discusión entre si son necesarios los
aspectos políticos o no, sino que también es relevante qué se conceptúa como resistencia, qué
experiencias reconocemos expresan disconformidad y rechazo frente al orden social hegemónico
y cuáles pueden ser interpretadas como elementos constitutivos de un “proyecto histórico” del
movimiento popular.
En este sentido, la experiencia histórica que se desarrolla en el contexto de la “cuestión social” y
el desarrollo del movimiento popular, se presenta como un periodo histórico clave para afirmar
determinadas visiones acerca del movimiento popular en su conjunto. En el contexto de esta
tensión, puede sostenerse que a partir de la nueva historia, pareciera existir un cierto desencanto
respecto del “encauzamiento” de las formas de rebeldía y/o resistencia que se producen al
desarrollarse el movimiento por la “emancipación de los trabajadores”, en el que “una vez
asumida la condición proletaria, a los trabajadores no les quedó más que luchar por mejorar su
calidad de vida, conduciendo las formas de rebeldía pura por los cauces de la acción
organizada”.[45]

14
Puede identificarse una crítica implícita respecto de la efectiva capacidad del movimiento obrero
en el Chile de comienzos de siglo XX, de constituir una posibilidad cierta de superar los márgenes
que el capitalismo le imponía, cuestión que en una de sus dimensiones tendría relación con la
superposición de elementos propios de una cultura que se organizó en función de parámetros
propios de la “civilización” debiendo diferenciarse de la “barbarie”, de aquellos sujetos que
intentaban insubordinarse a través del nomadismo, el bandidismo, los desacatos individuales o
colectivos sin organización mayor.
Varios historiadores han indagado en si la emergente clase obrera rescató de las rebeldías del
peonaje decimonónico algunos comportamientos en la lucha social. Para Sergio Grez, aunque en
el estado actual de los conocimientos sobre el tema resulte imposible dar una respuesta segura,
todo parece indicar que a medida que el movimiento obrero se iba constituyendo y extendiendo,
dichas conductas iban siendo superadas o sobrevivían como rémoras del pasado sin constituir
aportes importantes en la lucha social, ya que la resistencia contra los efectos perversos de la
modernidad se haría desde su interior y con los elementos materiales, culturales, ideológicos y
políticos que ella ofrecía.[46]
Señala Grez que “La mutación del ethos colectivo del movimiento tenía mucho de sincretismo, de
mezcla de lo viejo con lo nuevo: la lucha por “la emancipación de los trabajadores” recogía del
ideario de la “regeneración del pueblo” su prédica moralizadora, el racionalismo, la confianza en
el progreso y la civilización, el proyecto de ilustración. Eduardo Devés tiene razón al hablar de
una “cultura obrera ilustrada” en tiempos del Centenario, pero parece necesario subrayar los
evidentes puntos de continuidad con la cultura societaria popular del siglo XIX”,[47] cuestión que
indicaría que los elementos de las rebeldías primitivas no habrían sido un aporte sustantivo para el
movimiento obrero, que habría radicalizado el ideario ilustrado de las luchas principalmente de
sectores artesanales de mediados del siglo XIX.
¿Cuándo y por qué razones la violencia de “los de abajo” se fue extinguiendo y comenzó a ser
suplantada por petitorios ordenados, disciplinadas medidas de presión y una tendencia creciente a
la negociación?, ha sido uno de las preguntas centrales, que tanto Grez como muchos otros
historiadores sociales han intentado responder.
Si convenimos junto a este historiador que hacia 1905 probablemente ya se experimentaba una
separación en las formas de lucha y/o de resistencia, la diferencia con situaciones anteriores estaba
dada por el surgimiento de corrientes políticas –como los anarquistas– cuyo discurso tendía a
estimular “acciones directas”, algunas de las cuales eran similares en sus manifestaciones externas
a las que espontáneamente incurría la masa marginal en sus estallidos de cólera. Hasta qué punto
existía una convergencia o retroalimentación entre la práctica política de los libertarios y el
espontaneísmo de la “barbarie”, es algo muy difícil de precisar.[48] Se ha establecido
documentalmente que la elite criminalizó a los anarquistas, haciéndoles responsables de variados
incidentes callejeros, lo que indujo a adjudicarles erróneamente, una participación mayor que la
que efectivamente tuvieron en éstos.[49] Y por el contrario, se ha demostrado parcialmente que al
parecer los anarquistas estuvieron más proclives a la actitud de demócratas y socialistas, que se
distanciaban de lo que consideraban actos y formas impropias de proceder, propios de la
“muchedumbre”.

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O bien la convergencia y retroalimentación entre la “barbarie” espontaneísta y la “acción directa”
con objetivos revolucionarios propiciada por los anarquistas no ha sido perceptible por la pobreza
de las fuentes utilizadas hasta ahora, o simplemente, la fusión no se produjo ya que el grado de
marginalidad social dejaba a ciertos sectores del “bajo pueblo” sin posibilidades de incorporarse a
las dinámicas movimientistas que implicaban ir más allá de la asonada, accediendo a niveles
de organización y representación permanentes.[50]
Una explicación posible, de porqué no se produce una articulación de elementos propios de las
rebeldías peonales y las formas de lucha del movimiento obrero, puede deberse también al carácter
ilustrado del segundo. Devés señala, que háyase tratado de organizaciones mutuales,
mancomunales, sindicales o demócratas, comunistas, socialistas, ácratas o católicas, todas han
tenido muy predominantemente el carácter ilustrado,[51] y este carácter ilustrado de alguna
manera habría situado al movimiento popular en una contradicción con sus aspiraciones de
cambios profundos, ya que constituiría tanto un horizonte como un límite, al pensarse como
diferente pero “deseando rescatar los verdaderos valores de la cultura dominante”, al haber
disociado elementos identitarios que le eran propios al mundo popular antes de su constitución
como proletariado.[52]
Esta “cultura obrero-ilustrada”, que caracterizaría al movimiento obrero chileno, podría
describirse como una cultura interesada en rescatar y realizar los valores del saber científico o de
la democracia política y social traicionados por la oligarquía. Ello significaba quizás sin darse
cuenta del todo, un afán por incorporarse al mundo de las decisiones del poder, de la palabra, ya
que fue una cultura que no quiso ignorar a su opuesta pues se consideraba heredera, heredera de lo
mejor de esa tradición que creía moribunda en manos burguesas.[53]
La cultura obrera ilustrada forma claramente parte de este universo. Ella posee igualmente un
fuerte carácter sarmientino, ha idealizado la ciencia y la técnica; ha tomado como modelo de su
actuar las teorías y las prácticas del movimiento obrero europeo de España o Bélgica, cuenta con
líderes que juegan el rol de intermediarios que viajan y se impregnan para traer las novedades; es
urbana y legalista; su arma privilegiada es la prensa; habla de ilustración, progreso y país culto; se
organizan en partidos y elige representantes. Es relevante destacar cómo para esta cultura el
imperialismo y el colonialismo no son un problema, lo campesino y lo autóctono tampoco, el
indio prácticamente no existe, lo latinoamericano ni siquiera se nombra.[54]
Sostiene Devés, que la línea “bárbara” sólo ha tenido manifestaciones esporádicas y marginales,
debiendo esperar para ser recuperada y expuesta, ya que los grandes instrumentos y motivos de
acción del movimientos de trabajadores y que la historiografía privilegió, en desmedro de otras
experiencias populares, fueron la educación, la organización, la sede social, el periódico, la
biblioteca, la conferencia, la votación. Todo ello, por otra parte sólo adquiere la significación que
queremos darle al comprenderlo por relación al modelo de sociedad expresado y que proviene
manifiestamente de la misma vertiente ilustrada-civilizadora.[55]
En tal sentido, es claro que el movimiento obrero forjado a comienzos del siglo XX, depositaba
grandes esperanzas en la educación como agente de cambio, valoraba la ciencia y creía en el
progreso redentor, características que hacen indudable su carácter ilustrado, y el divorcio que en
torno a este carácter se produce, entre las distintas tentativas que pudieron existir previas a la
construcción más estructurada y orgánica del movimiento obrero.
16
Sin embargo al respecto podríamos preguntarnos si efectivamente, estas características permiten
afirmar, la existencia de una continuidad con los valores dominantes y en tanto, un compromiso
con la defensa de aquella cultura que a la vez se quería subvertir. La formación de esta cultura
obrera ilustrada no parece indicar necesariamente, el rescate de los valores domi nantes, ni sugiere
que indefectiblemente haya representado un escollo para las aspiraciones de los sectores
populares.
Esta reflexión se introduce en la conflictiva conceptualización respecto de si pueden considerarse
como actitudes tendientes a la autonomía, aquellas experiencias que no expresan la autoconciencia
de los sujetos involucrados sobre sus propios actos. Y parece que es allí donde reside el punto de
inflexión entre las rebeldías peonales y la cultura popular que se genera en su seno; y las distintas
corrientes con elementos ilustrados que irrumpen como vías de politización del movimiento
obrero.
Por otro lado, como ya hemos descrito con anterioridad, esas otras experiencias, ese devenir que
refiere a estallidos de cólera, al desacato y la valoración por la movilidad, por “echarse al camino”
sin sujeción mayor, esa disposición a la libertad, esa violencia sin mediaciones, esa historicidad
“agazapada”, fue subsumiéndose en el otro tránsito “ilustrado” descrito. Muchos de esos
elementos son parte de la identidad popular, posibles de reconocer, de identificar indicios de
rechazo al dominio oligárquico y de ciertas iniciativas que escaparon a su control.
Sin embargo, es posible preguntarse si estas constataciones empíricas permiten afirmar la
existencia de un proyecto histórico “agazapado”. Quizás sea más pertinente reconocer la
existencia de características de resistencia a pautas culturales dominantes pero no necesariamente
que refieran a anhelos de cambio social.
Frente a la pregunta que enuncia Salazar, con cierto dejo de arrogancia, respecto de “qué importa”
si los peones hicieron esto o lo otro, la respuesta es inequívoca si lo que está en juego es un interés
por desentrañar las limitaciones e insuficiencias del movimiento popular para extraer ciertas
lecciones y perspectivas. Pues, una respuesta tentativa, en principio, es que sí importa la capacidad
de construir una voluntad popular que se transforme en poder popular efectivo, al menos si
hablamos de movimiento y de proyecto popular. Evidentemente la construcción de un proyecto
histórico, no nace divorciado de la vida cotidiana, de la memoria y de las identidades populares,
pero si tiene vocación de proyecto, necesariamente debe tener perspectivas, que superen el ruido –
no despreciable–, que quizás haya logrado “atemorizar” en la forma de “insubordinación” a los
sectores dominantes, pero no mucho más que eso.
Este aspecto es aún más incierto en lo que respecta al siglo XX, el cual se ha caracterizado por
desarrollar diversas formas de mediación y seducción que amortiguan el conflicto y que generan
en los sectores populares disposiciones a reproducir las pautas culturales hegemónicas.
Un excelente ejemplo, lo entrega nuevamente el historiador Jorge Rojas, al señalar que “la bondad
de la proletarización (en un sentido etapista, vista como el triunfo de las formas modernas) es
reemplazada por la virtud de la peonización. Pero si bien la proletarización fue impuesta ¿acaso la
realidad del peonaje libre fue una verdadera opción para los sectores populares?
Además, ¿las consecuencias laborales de la modernización capitalista fueron aceptadas finalmente
con resignación y nunca con cierto nivel de satisfacción?”.[56]

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9. REFLEXIONES FINALES

Siendo un aporte insoslayable el relevo teórico-metodológico que propicia la nueva historia social
y el refinamiento de su análisis, es también discutible la sobre valoración de algunos conceptos,
que tienden a constituirse como claves de cualquier explicación. Ya no es el proletariado sino el
bajo pueblo, ya no es la conciencia de clase sino la identidad.
El cuestionamiento a la forma de conocimiento y a las insuficiencias metodológicas, la
incorporación de sujetos populares hasta entonces no estudiados y la incorporación de variables y
matices ha sido quizás el mayor aporte de esta escuela. Su principal exponente ha otorgado
historicidad y ha validado y dignificado la vida cotidiana del amplio mundo popular. Pero a la vez,
se tendió a enjuiciar una forma de construcción social y política, que guste o no, representó un
ciclo importante en la constitución del movimiento popular chileno, llegando inclusive a restar
“historicidad” a aquellos que en el pasado fueron parte de un proceso que hoy podemos mirar con
ojos críticos, que podemos considerar como tendiente a la integración, determinados por
“estructuras” externas, proclive a la cooptación institucionalEstatal, etc.; pero que también nos
habla de sujetos de “carne y hueso” que vivieron una experiencia –tradicional, ortodoxa, etc.–, que
con todo tuvieron la capacidad de desequilibrar el orden social existente, con las consecuencias
ampliamente conocidas.
Por último, reformistas, estatistas e insuficientes, fueron éstas y no otras, las posibilidades de las
cuales en un determinado contexto histórico, el movimiento popular logró dotarse. Jorge Rojas
sostiene que es posible reconocer en algunos autores de esta tendencia que “no sólo se han
distanciado de los historiadores clásicos marxistas por su exceso de ideologismo.
A veces la oposición se ha concentrado en su crítica al proyecto político (calificado de reformista)
que estos encarnaban. En ese sentido, la tendencia a sobreideologizar la interpretación de los
hechos no es algo privativo de los años 60 y 70, sino un fenómeno que también ha rondado en los
años más recientes”.[57] Si las experiencias históricas que tendían a la autonomía y que
encontraron formas de politización propias, no lograron sobreponerse a la cooptación estatal y a
las mediaciones partidistas, es un asunto que debe ser analizado desde el propio mundo popular,
desde las deficiencias que le impidieron posicionarse desde una mejor correlación de fuerzas.
Si en el futuro del movimiento popular los caminos que interesa transitar deben ser los mismos o
no, es algo que corresponde resolver a los actores sociales involucrados. La historiografía si bien
tiene un rol importante que jugar al respecto, no puede ser “la nueva vanguardia” dedicada a
esclarecer.
Puede ser de mayor utilidad si junto con constituirse como herramienta de los oprimidos en su
capacidad de afirmarse a sí mismos, logra posicionar y contraponerse a las lecturas elitistas;
liberales o conservadoras, a la historia tradicional y en general, a la historia entendida como
legitimación del poder.
Puede aportar a la elaboración de esas perspectivas colectivas, el dejar a un lado ese afán “un tanto
obsesivo por buscar rebeldía, autonomía y verdadero espíritu revolucionario (antes bajo el prisma
del vanguardismo, hoy del basismo)”.[58] Ya que en ambos casos se omite la necesidad de
desentrañar las razones y motivaciones, los procesos y las representaciones, a través de las cuales
se reproduce la cultura dominante.
18
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[1]Sensibilidad más que certeza, que se construyó en conjunto con las reflexiones de importantes
compañeros. Cuando conocimos la propuesta de la Nueva Historia, encontramos en ella, una serie
de perspectivas que parecían muy cercanas a nuestras inquietudes políticas que existían
previamente y que eran resultado de pequeñas experiencias de distinta índole, que se habían
desarrollado desde “lo social”.
A poco andar, reconocimos algunos elementos de esta propuesta, que nos parecían tendía a
producir el efecto contrario al que suponíamos se quería estimular. El gran objetivo de aportar a la
“reconstrucción del movimiento popular”, que la Nueva Historia asumía para sí, se desdibujaba –
en nuestro parcial entendimiento–, al desconocer que en la actualidad frente a la fragmentación, la
desarticulación y el peso de la ideología dominante, eran necesarias iniciativas concretas,
elementos que permitieran politizar lo social –no reemplazar lo social–, que permitieran aunar,
reconstruir y acumular experiencia, tanto para preservar sentidos comunitarios como para cimentar
perspectivas que reposicionen la posibilidad y el deseo por el cambio social. Si bien seguimos
actualizando las mismas dudas de siempre, y los comentarios que realizo hacia el final del texto
reconocen sus limitaciones, en esta oportunidad, se privilegió el sentido de las preocupaciones
más que la erudición de éstas.
[2]Miguel Valderrama, Renovación socialista y renovación historiográfica, Documento de
Trabajo, Programa de Estudios Desarrollo y Sociedad (PREDES), Santiago, Septiembre 2001,
pág. 4.
[3] Luis Moulian. “Balance historiográfico sobre los últimos 30 años de la historia de Chile”, en
Luis Vitale et. al. Para recuperar la memoria histórica. Frei, Allende y Pinochet. CESOC 14
Ediciones, Santiago, 1999, pág. 44.
[4] Miguel Fuentes, Gabriel Salazar y la “Nueva Historia” elementos para una polémica desde el
marxismo clásico. Exposición y debate, Informe de Seminario de grado para optar al grado de
licenciado en Historia, Universidad de Chile, Santiago, 2007, págs. 63-64.
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[5] Jorge Rojas, “Los trabajadores en la historiografía chilena: balance y proyecciones”, en
Revista de Economía & Trabajo, Nº 10, 2000, pág 64.
[6] Citado en Miguel Fuentes, Op. cit., pág. 67
[7] Gabriel Salazar, La historia desde abajo y desde dentro. Facultad de Artes. Universidad de
Chile. Departamento de Teoría de las Artes, Santiago, 2003. “Historiografía y dictadura en Chile:
Búsqueda, dispersión, identidad”, pág. 105
[8] Ibid.
[9] Luis Osandón, “Historia Social, nuevamente”. Introducción a Colectivo Oficios Varios. Arriba
quemando el sol. Estudios de Historia Social Chilena: Experiencias populares de trabajo, revuelta
y autonomía (1830-1940). LOM Ediciones, Santiago, 2004, pág. 8.
[10] Gabriel Salazar, La historia desde abajo y desde adentro…, Op. cit., pág. 111.
[11] Gabriel Salazar, La historia desde abajo y desde adentro…, Op. cit., pág. 50.
[12] Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletarios: Formación y crisis de la sociedad popular
chilena del siglo XIX, SUR Ediciones, Santiago, 1985. Introducción, pág. 9.
[13] Luis Osandón, Op. cit., pág. 10.
[14] Julio Pinto y Gabriel Salazar, Historia contemporánea de Chile II: Actores, identidad y
movimiento, LOM Ediciones, Santiago, 1999, pág. 113.
[15] Eduardo Devés, “La cultura obrera ilustrada chilena y algunas ideas en torno al sentido de
nuestro quehacer historiográfico”, en Mapocho, N° 30, Santiago, segundo semestre de 1991, pág.
127.
[16] Jorge Rojas, Op. cit., pág. 51.
[17] Gabriel Salazar, La historia desde abajo y desde adentro…, op.cit., pág. 51
[18] Patricio Quiroga, “Gramsci y la política. Una reflexión desde la historia de los derrotados”,
en Rolando Álvarez y Jaime Massardo Editores, Gramsci a 70 años de su muerte, Ariadna,
Santiago, 2008, pág. 118.
[19] Jorge Rojas, Op. cit., pág. 51
[20] Op. cit., pág. 64.
[21] Luis Osandón, Op. cit., pág. 11.
[22] Ibid.
[23] Sergio Grez, De la regeneración del pueblo a la huelga general, Génesis y evolución histórica
del movimiento popular en Chile (1810-1890), Prologo a la segunda edición, RIL Editores,
Santiago, 2007, págs. 31-32.
[24] Gabriel Salazar, “Transformación del sujeto social revolucionario: Desbandes y
Emergencias”, en Revista Actuel Marx, N°1, Segundo Semestre de 2003, Santiago, págs. 81-82.
[25] En el citado artículo, Salazar valora las diferencias de la rebeldía de los jóvenes del ‘2000’,
sus flexibles redes socio-culturales, su expresión en “nuevas” formas como el “nuevo rock de
población” a diferencia del ahora “viejo” canto nuevo de los años sesenta. Describe a estos
jóvenes, como una generación “menos adicta a la ideología y más prestos a la acción directa”
(pág. 87). Pero siguiendo la metáfora propuesta respecto a la música, se puede afirmar que la
influencia del hip-hop ‘combativo’ o del punk ‘contestatario’, no representan necesariamente, para
quienes hemos crecido bajo su alero indiscutido, un distanciamiento ni un menosprecio de figuras

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que como la de Víctor Jara, siguen teniendo un lugar importante. Cuestión que da cuenta que lo
“nuevo” y lo “viejo” no son elementos puros.
[26] Gabriel Salazar, La historia desde abajo y desde dentro…, Op. cit., pág. 111
[27] Taller de Ciencias Sociales Luis Vitale. Historia Sociopolítica del Concepción
Contemporáneo. Memoria, identidad y territorio. Colección Historia Vital. Universidad ARCIS-
Ediciones Escaparate, Concepción, 2006. Véase la introducción “Hacia una Historia Sociopolítica
Regional” (págs. 7-16), y el artículo de José Luis Cifuentes, “Memoria, identidad y proyecto.
Nuestra historia en tiempo presente” (págs.17-38).
[28] Sergio Grez, “Escribir la historia de los sectores populares. ¿Con o sin la política incluida? A
propósito de dos miradas a la historia social (Chile, siglo XIX)”, en Política, Vol. 44, Santiago,
2005.
[29] Op. cit., pág. 21.
[30] Op. cit., pág. 22.
[31] Ibid.
[32] Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletario…, Op. cit., pág. 160
[33] Sergio Grez, Escribir la historia…, Op. cit., pág. 23.
[34] Ibid.
[35] Miguel Fuentes, Op. cit., pág. 101.
[36] Op. cit., pág. 106.
[37] Manuel Bastías, “Historiografía social y política. Algunos comentarios críticos”. En Revista
Proposiciones Vol. 36, SUR, Santiago, 2007, pag. 6.
[38] Manuel Bastías, Op. cit., pág. 14.
[39] Miguel Urrutia, Sergio Villalobos-Ruminott, “Memorias antagonistas excepcionalidad y
biopolítica en la historia social popular chilena”, en De/rotar, Volumen 1, Número 1, Santiago,
2008, pág. 14.
[40] Ibid.
[41] Op. cit., pág. 14.
[42] Op. cit., pág. 15
[43] Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletarios…, Op. cit., pág. 160.
[44] Julio Pinto, “¿Cuestión social o cuestión política? La lenta politización de la sociedad popular
tarapaqueña en el fin de siglo (1889-1900)”, en Revista Historia, Pontificia Universidad Católica
de Chile, Vol. 30, 1997, pág. 215.
[45] Julio Pinto y Gabriel Salazar, Historia Contemporánea de Chile, Op. cit., pág. 113.
[46] Sergio Grez, “Transición en las formas de lucha: motines peonales y huelgas obreras en Chile
(1891- 1907)”, en Historia, vol. 33, Santiago, 2000, págs. 141-225.
[47] Sergio Grez, “1890-1907: “De una huelga general a otra. Continuidades y rupturas del
movimiento popular en Chile”, en Diversos autores, A los noventa años de los sucesos de la
Escuela Santa María de Iquique, Santiago, DIBAM - LOM Ediciones, Universidad Arturo Prat,
1998, págs. 131-137.
[48] Sergio Grez, “Una mirada al movimiento popular desde dos asonadas callejeras (Santiago,
1888-1905)”, en Cuadernos de Historia, N°19, Santiago, diciembre de 1999, pág. 193.

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[49] Alberto Harambour, “‘Jesto y palabra idea y acción’. La Historia de Efraín Plaza Olmedo” en
Colectivo de Oficios Varios, Arriba quemando el sol. Estudios de Historia Social chilena.
Experiencias populares de trabajo revuelta y autonomía (1830-1940), Santiago, LOM Ediciones,
2004, págs 137-193.
[50] Sergio Grez, Una mirada…, Op. cit., pág. 193.
[51] Sergio Grez, “1890-1907: “De una huelga general a otra…”, Op. cit., págs. 131-137.
[52] Eduardo Devés, Op. cit., pág. 131.
[53] Ibid.
[54] Ibid.
[55] Eduardo Devés, Op. cit., pág. 132.
[56] Jorge Rojas, Op. cit., pág. 76.
[57] Jorge Rojas, Op. cit., pág. 73.
[58] Op. cit., pág. 88.

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