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CARTA DEL FILÓSOFO ANDRÉ GORZ A SU ESPOSA DORINE KEIR, ANTES DE SUICIDARSE JUNTOS EN 2007

http://culturainquieta.com/es/inspiring/item/13452-carta-del-filosofo-andre-gorz-a-su-esposa-dorine-keir-antes-de-suicidarse-juntos-en-2007.html

Era un 23 de octubre de 1947 cuando André Gorz, uno de los


mayores exponentes de la ecología política, vio a Dorin Keir
jugando poker en un baile en París, en la plaza de Saint-
Sulpice, sin saber que aquella viajera se convertiría en el
único y gran amor de su vida.

Tiempo después, el azar los volvió a reunir. Ella andaba sola


con su andar de bailarina. Al verla, Gorz corrió para
alcanzarla; lo logró y nunca más se separaron.
Dorine Keir y André Gorz

Hasta aquel día todo era incierto, sobre todo para Gorz, que
no tenía mucha fe en el amor. “No podía pasar más de dos
horas con una muchacha sin aburrirse y hacérselo sentir”.

Dorine, por su parte, era una inglesa que hizo su vida en


París. Venía de una familia que se rompió cuando su padre
debió enlistarse en la primera guerra mundial. Cuando tenía
cuatro años, su madre se enamoró de un aventurero y, en el
momento de la ruptura, dos años después, fue él quien se
hizo cargo de ella.

De personalidad extremadamente discreta, Gorz (Viena, 1923- Francia, 2007) perteneció a la cultura francesa, viviendo
principalmente en París, donde fundó —junto a Jean Daniel— el semanario Le Nouvel Observateur y colaboró con el círculo
filosófico de Les Temps Modernes, con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

Su vida intelectual siempre fluctuó entre el periodismo y la filosofía.


A los 60 años, se le detectó una enfermedad degenerativa a ella, y
Gorz decidió jubilarse y dedicarse a cuidarla. “Me pregunté qué era
lo accidental a lo que debía renunciar para concentrarme en lo
esencial”. Además, creía que para entender, de verdad, los
acontecimientos de aquellos tiempos (estaba muy cerca la caída
del muro de Berlín), le era necesario tener más tiempo para la
reflexión, algo que, escasamente, le permitía el periodismo. No lo
pensaron más y se mudaron al campo.

«Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis


centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues
siendo bella y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos
juntos y te amo más que nunca. (...) Necesito reconstruir la historia
de nuestro amor para captar todo su sentido. Gracias a ella,
somos lo que somos, uno por el otro y uno para el otro (...) Te
escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido
juntos».

Así inicia Carta a D. Historia de un amor (2006), una confesión de casi 90 páginas que un anciano André Gorz le dedica a su
compañera de vida, luego de que le diagnosticaran cáncer de endometrio y aranoicditis, esta última causada por una inflamación
en una de las tres membranas que rodean el cerebro y la médula espinal.

“Éramos tú y yo, hijos de la precariedad y del conflicto", le escribió Gorz.


"Estábamos hechos para protegernos el uno al otro. Necesitábamos crear
juntos, el uno para el otro, un lugar en el mundo que nos había sido
originalmente negado. Pero, para ello, era necesario que nuestro amor fuera
también un pacto para toda la vida”.

La carta es un recuento sobre esa historia de amor que duró casi seis
décadas junto a su cómplice personal e intelectual. No obstante, el texto
completo es una reivindicación del autor consigo mismo, al darse cuenta de
que entre lo que piensa y su vida personal hay una distancia que no recorrió
con su compañera. Gorz, como muchos escritores, se sentía cómodo en la
estrategia del fracaso y la aniquilación, no en la afirmación y el éxito. Pero fue
en el ocaso de su vida cuando tuvo que admitir que lo más importante, tras
haber escrito tantos libros, ensayos y artículos, era ese ‘vínculo invisible’ que
ambos construyeron. “¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito
si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida?”.
Todos los escritos de Gorz tratan sobre lo humano. Pero Carta a D. va más allá. “Lo que quería poner en relieve —dijo alguna
vez el pensador— es que la única riqueza humana es la sensibilidad. Cuando esta se elimina, entonces sólo hay sinsentido,
solamente riqueza material, instrumental, pero no humana. Dorine me enseñó eso”.

“Seremos lo que hagamos juntos”, le dijo André a Dorine. Y de eso no cabe duda.
Siempre desearon morir juntos, en el mismo día y de la misma forma. Y así fue. El 22
de septiembre de 2007, sobre la cama que los acogió durante casi seis décadas, se
inyectaron una sustancia letal.

Murieron en su casa de Vosnon, una vez más: abrazados.

El texto termina como empezó y sería injusto —opinamos— no reproducir el párrafo


entero.

“Acabas de cumplir 82 años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace 58


que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti
una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo
apretado contra el mío.

Por la noche veo la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y en un paisaje
desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien lleva esa carroza. No
quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta ‘Die Welt ist
leer, Ich will nicht leben mehr’ (El mundo está vacío, no quiero vivir más) y me despierto. Espío tu respiración, mi mano te
acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en el caso
de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos”.

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