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Sociedad civil en Locke y el derecho de resistencia

Marco Parra M.

Introducción

El presente escrito busca delimitar las instancias en que, dentro del sistema político concebido por
el pensador inglés John Locke, es legítimo que los individuos desobedezcan o resistan a las
autoridades en el ejercicio de la vida política. Para ello intentaremos, en primer lugar, situar el
pensamiento de Locke en el contexto del pensamiento político europeo. Seguiremos con una
aproximación a los fundamentos que el autor esgrime relativos al origen y fines de la sociedad, para
luego continuar con una revisión de las circunstancias en que y los argumentos mediante los cuales
el autor valida el ejercicio de la resistencia civil. Finalizaremos con algunas consideraciones en torno
a su propuesta.

La filosofía política de John Locke (1632-1704) se inscribe en la llamada “escuela de derecho natural”
o lusnaturalismo, que, con antecedentes remotos, tiene sus primeras versiones modernas en la obra
de autores como Hugo Grocio (1583-1645) (Fasso, 1982) y Thomas Hobbes (1588-1679), para luego
dominar el panorama del pensamiento político de los siglos XVII y XVIII (Fernández, 1992). Esta
escuela agrupa a autores bastante heterogéneos – entre ellos los ya mencionados Grocio y Hobbes
pero también Pufendorf (1632-1694), Rousseau (1712-1778) y Kant (1724-1804) –, con ideas y
valores diversos y en ocasiones antagónicos. Aun así, es posible señalar algunos elementos
relativamente comunes (Fasso, 1982):

 En su mayoría son laicos;


 Acentúan la idea de que el Derecho natural tiene por fuente sólo a la razón humana, aun
cuando alguno, como el propio Locke, remitan finalmente a Dios como fundamento de tal
Derecho.
 En general se manifiestan proclives a privilegiar y hacer prevalecer los derechos naturales
del sujeto (derechos innatos), determinando una esfera de libertad propia de todo
individuo, que estando determinada por naturaleza el Estado no puede modificar.

En particular esta última característica estará muy presente en Locke, quien hará de la libertad y la
propiedad dos derechos naturales del hombre, que no desaparecen ni se modulan en el paso del
estado de naturaleza a la sociedad civil y cuyo respeto y conservación es el principal fin de tal paso.
Desde la perspectiva lockeana, al entrar en sociedad el hombre conserva todos sus derechos,
excepto el de hacerse justicia por propia mano. Así, para Locke la sociedad civil no sería, como para
Hobbes que entiende la libertad sólo como la posibilidad de combatir a los otros (Fasso, 1982), la
supresión o superación del estado de naturaleza (Fernández, 1992) sin salvar nada de él, sino su
perfeccionamiento en pos de su conservación y perdurabilidad. Desde esta perspectiva es posible
afirmar que Locke no sólo postula la libertad natural del hombre, sino que la proyecta en la
formación del Estado y el gobierno (Godoy, 2004). El Estado no debe, a lo Hobbes, anular la
condición natural del ser humano, debe conservar lo que en ella es esencial: la libertad, el no
depender de más voluntad que la propia. Luego de la entrada en la sociedad civil, la libertad tal
como la entiende Hobbes (Fernández, 1992), queda subordinada al orden, en tanto en el caso de
Locke, la libertad debe ser la que guíe toda noción de orden. El poder político tiene, pues, una esfera
de acción limitada por los derechos naturales que el contrato social no modifica y a los que no es
posible renunciar: “Ese estar libres de un poder absoluto y arbitrario es tan necesario, y está tan
íntimamente vinculado a la conservación de un hombre, que nadie puede renunciar a ello sin estar
renunciando al mismo tiempo a lo que permite su autoconservación y su vida. Pues un hombre sin
poder sobre su propia vida no puede, por contrato o acuerdo otorgado por su propio
consentimiento, ponerse bajo el absoluto poder arbitrario de otro que le arrebatase esa vida cuando
se le antoje. Nadie puede otorgar más poder del que tiene; y quien no tiene el poder de quitarse a
sí mismo la vida no puede darle a otro hombre poder sobre ella” (cap. 4, 23). Se plasma en el Estado
lockeano la típica imagen del Estado liberal respetuoso de los derechos de los individuos, opuesto
al Estado absolutista hobbeseano, donde los individuos renuncian a todos sus derechos para entrar
a formar parte del cuerpo político. Este lugar de preminencia de los derechos naturales a la libertad
y la propiedad presente en la filosofía política de Locke, serán centrales en su justificación del
legítimo derecho a resistir a la autoridad en específicas situaciones.

Pero lo que más caracterizaría al iusnaturalismo moderno es su postura eminentemente


contractualista (Fernández, 1992) y que merece mención aparte. Básicamente, el “modelo”
iusnaturalista se apoya en la idea de un “estado de naturaleza” o estado no-político integrado por
individuos no asociados, previo a la constitución de la sociedad civil. A este estado de naturaleza,
donde los individuos están sin haberlo decidido, se contrapone la sociedad civil, estado político en
base a la racionalidad y voluntad de los hombres. Cualquiera sea el punto de partida sobre la
“naturaleza humana” que asuman los autores iusnaturalistas modernos, conciben al estado civil
como una creación artificial, no como la evolución natural (aristotelismo) del trato entre sujetos,
sino como una convención adquirida libre y voluntariamente y “concretizada” en un contrato. Al
concebir las leyes e instituciones como creaciones humanas, se tenderá, en particular el liberalismo
británico (Colomer, 1995), a evaluarlas por sus resultados más que por su apego a principios
trascendentes, abriéndose al cambio y mostrándose contrario al reforzamiento arbitrario de la
autoridad. Se valorará, como en Locke, la idea de convención, de reformas basadas en el consenso
más que el discurso de legitimación moral de la absoluta obediencia como obligación política. La
sociedad estará basada en el compromiso libre de los sujetos, no en sujeción alguna y cualquier
conflicto al que se vea enfrentada la sociedad deberá resolverlo ya sea por las vías legales, o por el
consenso tratándose de situaciones no contempladas. Nadie pondrá imponer arbitrariamente
ninguna nueva disposición en el cuerpo social ni subvertir las ya acordadas, sin correr el riesgo de
que el cuerpo social procure remediar la dislocación del orden civil por medio del legítimo derecho
a resistencia.

Estas concesiones a los individuos presentes en los iusnaturalistas modernos abonarán el


surgimiento del liberalismo británico, que desplegará gran parte del marco ideológico que servirá
de trasfondo a las más significativas revoluciones liberales anteriores al siglo XIX: la inglesa de 1688
y las americana y francesa de fines del siglo XVIII y que tendrá en Locke quizá a su mayor exponente.
El surgimiento de la sociedad civil en Locke

Locke realizará en su obra, respecto sus antecesores, diferenciaciones sobre el origen, consecución,
atributos y consecuencias de la sociedad civil o lo que hoy podemos llamar Estado1. Una de mucha
importancia es la desidentificación del estado de naturaleza y el estado de guerra que postulara
Hobbes, dedicándole Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil2, un capítulo aparte a cada
uno. En esta obra, el estado de naturaleza es caracterizado como: “un estado de paz, buena
voluntad, asistencia mutua y conservación” (cap. 3, §19), en tanto el estado de guerra: “es un estado
de enemistad, malicia, violencia y mutua destrucción” (cap. 3, §19). De la dicotomía “estado de
naturaleza/guerra” versus “sociedad civil” en Hobbes, se pasa a la dicotomía “estado de naturaleza”
versus “sociedad civil” en Locke, donde el estado de guerra se convierte en una instancia que puede
desencadenarse en ambos estados sociales. Mientras Hobbes acepta la paz sólo en el contexto de
la sociedad civil, Locke la instala como posibilidad también del estado de naturaleza. En un estado
de naturaleza pacífico deberían de prevalecer: a) la libertad o el derecho de los hombres para actuar
y disponer de sus bienes en el marco de la ley, guiados sólo por su propia voluntad; b) la igualdad,
que implica no sólo la noción de que no hay subordinación ni sometimiento entre los hombres (la
igualdad como garantía del ejercicio de la libertad), sino también un equilibrio de posesiones.

La libertad natural en Locke no supone que los hombres hagan su antojo, sólo permite disponer de
la propia persona y bienes, sin dar licencias para atentar arbitrariamente contra otros o los bienes
de otros, ni aún contra sí mismo o las criaturas poseídas. Esta libertad natural estaría orientada por
una ley natural que rige el estado de naturaleza y que Locke identifica sin más con la razón: “El
estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón,
que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla que siendo todos los hombres
iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o
posesiones” (cap. 2, §6). Este cuidado del otro será importantísimo en Locke al punto de señalar: “la
principal ley de naturaleza es la preservación de la humanidad, ninguna acción humana que vaya
contra eso puede ser buena o válida” (cap. 10, §135). La ley de la naturaleza se identifica con la
razón en cuanto se entiende que “el hombre ha sido dotado por Dios de la facultad de extraer de su
propia razón la regulación o medida de sus actos, tanto de aquellos relacionados consigo mismo
como los relacionados con el otro” (Godoy, 2004: 269).

No obstante, siempre existe la posibilidad de que alguien no acate esta ley natural, y como en el
estado de naturaleza la aplicación de dicha ley queda en manos de todos, surge el inconveniente de
que todos pueden castigar por igual la violación de la ley natural, convirtiéndose en jueces de su
propia causa en caso de que su libertad sea atacada. Y quien es juez de su propia causa corre el
riesgo de juzgar con parcialidad, excediéndose e influido por la pasión convierta el castigo en
venganza, violando los derechos del agresor y manteniendo de este modo el estado de guerra que
éste desatara. El surgimiento de estos conflictos marca el paso de un inicial estado de naturaleza

1
Godoy nos informa que Locke “no usa el término Estado (state) sino sus equivalentes ingleses de la época, o
sea, sociedad civil (civil society), sociedad política (political society), cuerpo político (body politic or political
body), comunidad política (commonwealth). Además, incidentalmente usa el término acuñado por Hobbes,
Leviatán, y también comunidad (community)” (2004: 269, nota a pie de página). En la traducción por nosotros
revisada se emplea en ocasiones “Estado”.
2
Locke, 2010. En lo que sigue todas las citas de Locke estarán tomadas de esta obra y se citarán sólo con el
número del capítulo y el parágrafo correspondiente (cap.x, §x).
pacífico a uno belicoso o de guerra. Se muestra así, el problema inherente al estado de naturaleza:
la falta de un juez imparcial que pueda dirimir las eventuales controversias entre sujetos. El estado
de naturaleza cuenta con leyes que lo regulan (leyes naturales), pero no cuenta con el órgano idóneo
para hacerlas respetar.

El inicial estado de naturaleza pacífico, aquel en que los hombres habitan guiados por la razón y en
observancia de las leyes naturales, no puede persistir porque no todos los hombres se conducen
racionalmente y ante las eventuales violaciones a los derechos de otros, es decir ante la declaración
de un estado de guerra, no existe un soberano común que pueda intervenir como juez e impartir
justicia. En efecto, para Locke el estado de guerra se refiere al uso de la fuerza “o una intención
declarada de utilizar la fuerza sobre la persona de otro individuo allí donde no hay un poder superior
y común al que recurrir para encontrar en él alivio; y es la falta de la oportunidad de apelar lo que
le da al hombre el derecho de hacer la guerra a un agresor, incluso aunque éste viva en sociedad y
sea un conciudadano” (cap. 3, §19). En el estado de naturaleza pacífico reina el imperio de la razón
que se inclina por la ley natural. En el estado de naturaleza belicoso, impera la violencia y la ausencia
de razón. Ahora bien, como en el estado de naturaleza no puede garantizarse la paz permanente y
el estado de guerra acecha de continuo, surge la necesidad de salir de este estado de naturaleza y
por medio de un pacto consensuado entre individuos, instituir la sociedad civil: “Para evitar este
estado de guerra – en el que sólo cabe apelar al Cielo, y que puede resultar de la menor disputa
cuando no hay una autoridad que decida entre las partes en litigio – es por lo que, con gran razón,
los hombres se ponen a sí mismos en un estado de sociedad y abandonan el estado de naturaleza.
Porque allí donde hay una autoridad, un poder terrenal del que puede obtenerse reparación
apelando a él, el estado de guerra queda eliminado y la controversia es decidida por dicho poder”
(cap. 3, §21).

El pacto que da origen a la condición política del hombre es del todo específico: “no todo pacto pone
fin al estado de naturaleza entre los hombres, sino solamente el que los hace establecer el acuerdo
mutuo de entrar en una comunidad y formar un cuerpo político” (cap. 2, §14). Este pacto representa
el consenso (cap. 2, §15) libre y voluntario de cada miembro de adscribir a una sociedad civil y en
ese acto abandonar el estado de naturaleza, común al género humano, que aunque otorga al
hombre todos sus derechos, no puede garantizarlos. En Locke, el contrato permite la afirmación del
principio de legitimidad basado en el consenso. El poder político se fundamenta en el consenso de
los individuos manifestado en el contrato social. “Lo que crea una comunidad y saca a los hombres
del desorganizado estado de naturaleza llevándolos a formar una sociedad política es el acuerdo
que cada individuo hace con los demás, con el fin de incorporarse todos y actuar como un solo
cuerpo, constituyendo de este modo un Estado claramente definido” (cap. 19, §211). “Lo que origina
y de hecho constituye una sociedad política cualquiera no es otra cosa que el consentimiento de
una pluralidad de hombres libres que aceptan la regla de la mayoría y que acuerdan unirse e
incorporarse a dicha sociedad. Eso es, y solamente eso, lo que pudo dar origen a los gobiernos
legales del mundo” (cap. 8, §99).

En torno a porqué el hombre procura salir del estado de naturaleza, Locke responderá en un
clarificador parágrafo del capítulo nueve (De los fines de la sociedad política y del gobierno) del
Segundo tratado…:
“Si bien en el estado de naturaleza la libertad de un hombre es tan grande como hemos dicho, si él
es señor absoluto de su propia persona y de sus posesiones en igual medida que puede serlo el más
poderoso; y si no es súbdito de nadie, ¿por qué decide mermar su libertad? ¿Por qué renuncia a su
imperio y se somete al dominio y control de otro poder? La respuesta a estas preguntas es obvia.
Contesto diciendo que aunque en el estado de naturaleza tiene el hombre todos esos derechos, está
sin embargo expuesto constantemente a la incertidumbre y a la amenaza de ser invadido por otros
Pues como en el estado de naturaleza todos son reyes lo mismo que él, cada hombre es igual a los
demás; y como la mayor parte de ellos no observa estrictamente la equidad y la justicia, el disfrute
de la propiedad que un hombre tiene en un estado así es sumamente inseguro. Esto lo lleva a querer
abandonar una condición en la que, aunque él es libre, tienen lugar miedos y peligros constantes;
por lo tanto, no sin razón está deseoso de unirse en sociedad con otros que ya están unidos o que
tienen intención de estarlo con el fin de preservar sus vidas, sus libertades y sus posesiones, es decir,
todo eso a lo que doy el nombre genérico de “propiedad”” (cap. 9, §123).

Aunque en el estado de naturaleza existen la libertad y la propiedad, el hombre no las goza a


plenitud, pues está expuesto a la incertidumbre de eventuales vulneraciones realizadas por otros
que no respetan la natural equidad y justicia. Esta inseguridad “plagada de sobresaltos y de
continuos peligros” (cap. 2, §5) es la que propicia el decidido paso a la sociedad civil. En Locke, el fin
principal de unión política y la sumisión al gobierno es la conservación de las propiedades (en
sentido amplio, vida, libertad, posesiones) de los individuos. Al crearse la sociedad civil, se resuelve
la no existencia de: a) un juez reconocido, imparcial y con legítima autoridad para decidir las
divergencias entre particulares en base a la ley; b) un poder que respalde y sostenga las sentencias.

Tenemos, entonces, que para Locke el principal objetivo de los hombres para entrar en sociedad es
disfrutar de sus propiedades en paz y tranquilidad. Siendo el principal instrumento para alcanzar
dicho objetivo las leyes que la propia sociedad se establezca. Así, el poder supremo de la sociedad
civil será el de poder hacer leyes: el legislativo. Dicho poder, dentro de la óptica de limitar el poder
político manifiesta en Locke, deberá ceñirse a algunos preceptos fundamentales (cap. 11): a) no es
ni podrá ser arbitrario respecto la vida y bienes de los individuos; b) no tiene la facultad de gobernar
por decretos improvisados y arbitrarios; c) no puede apropiarse de parte alguna de las propiedades
de un hombre sin que este lo consienta; d) no puede transferir a otros la facultad de hacer leyes.

Importa mencionar, y como ya lo habíamos adelantado, que en la concepción política lockeana el


legislador debe en todo momento, en las leyes que dicte, regirse y obedecer las leyes naturales,
siendo un límite insoslayable: “Las obligaciones de la ley de naturaleza no cesan cuando se vive en
sociedad; y hay muchos casos en los que se hacen más estrictas y van acompañadas de leyes
humanas, las cuales imponen castigos públicos para reforzarlas y para que sean más vigorosamente
observadas. Así, la ley de naturaleza permanece como regla eterna a la que han de someterse todos
los hombres, tanto los que son legisladores como los que no lo son. Las reglas que aquéllos dictan
para que los demás hombres actúen de acuerdo con ellas deben estar de acuerdo – lo mismo que
sus propias acciones – con la ley de naturaleza, es decir, con la voluntad de Dios, de la cual la ley de
naturaleza es manifestación” (cap. 11, §135).

Al ser el Estado creado específicamente para garantizar el apacible disfrute de las propiedades de
los individuos, apunta a cumplir la más básica ley de naturaleza, aquella que dicta la igualdad e
independencia de todos los hombres y por tanto la ilegitimidad de cualquier daño a otro “en lo que
atañe a su vida, salud, libertad o posesiones” (cap. 2, §6). El Estado, pues, debe apoyarse en la razón
sin sobrepasarla: “incluso allí donde es necesario un poder absoluto no necesita ser éste
precisamente arbitrario, sino que siga estando limitado por la razón y confinado a las finalidades
que en ciertos casos exige esa condición de absoluto en el poder” (cap. 11, §139).

Esa es, a grandes rasgos, la propuesta sobre el origen, legitimidad y alcances de la sociedad civil en
Locke, donde resaltan las ideas de: a) un estado de guerra distinto al estado de naturaleza, que
permite extraer del estado de naturaleza una ley natural basada en la razón, que apunta a la
igualdad y libertad de los individuos y al respeto de sus propiedades y que es norte insoslayable de
todo orden político; b) un estado civil basado en el consenso de individuos libres para proveerse de
una legislatura que les permita garantizar los derechos de la ley natural. Principalmente desde estas
dos nociones eje es que Locke desarrollará su teoría sobre el legítimo derecho a resistencia.

Locke y el derecho de resistencia

Si para Hobbes el mayor mal de una sociedad civil es la anarquía, producida por la conducta
desordenada de los individuos, por lo que, poniéndose del lado del príncipe, considera que el deber
del súbdito es sólo obedecer (Fernández, 1992), para Locke el peor de los males será el despotismo,
que proviene de la conducta inapropiada del soberano, por lo que tenderá a ponerse del lado del
pueblo otorgándole en algunos casos puntuales el derecho de resistencia, es decir, el derecho de
no obedecer y aún atacar al soberano.

Será en los últimos cuatro capítulos del Segundo tratado… que Locke definirá los casos donde es
legítimo el derecho de resistencia. Se trata de los capítulos 16 al 19 titulados respectivamente: 16.
De la conquista; 17. De la usurpación; 18. De la tiranía; 19. De la disolución del gobierno. Si bien
atenderemos todas las posibles instancias legitimantes del derecho a desobedecer, nos
detendremos mayormente en el caso de la disolución del gobierno, que es el más atentamente
analizado por Locke, por su relevancia en la teoría de la resistencia y la desobediencia civil.

En el caso de la conquista, Locke la declara lisa y llanamente como un origen ilegítimo del poder
civil. La única fundamentación del Estado es el consenso del pueblo. Aunque existen conquistas
justas, estas darán origen a poderes despóticos. Aquí y en el caso de la tiranía es donde destaca la
distinción lockeana entre estado de naturaleza y estado de guerra, es decir, retrotrae la relación al
momento belicoso del estado de naturaleza, donde reina la violencia y la arbitrariedad y ya no la
razón y la ley natural. En el caso de las conquista injustas, el agresor se instala en un estado de
guerra contra el agredido por lo que, aunque logre conquistar, no establecerá una sociedad civil con
el conquistado, pues en la relación no hay libertad, igualdad ni consenso: “aquel que conquista en
una guerra injusta no puede por ello tener derecho a la sumisión y obediencia del conquistado”
(cap.16, §176)

La usurpación se produce al asumir alguien un poder constituido sin haber sido designado en el
cargo por el pueblo mediante los mecanismos establecidos, es decir, cuando se asume un poder sin
derecho a ello, invalidándose la asunción. La ilegitimidad de la toma de poder permite en opinión
de Locke, emplear el legítimo derecho de resistencia
En lo que concierne a la tiranía, para nuestro autor un tirano es quien ha llegado al poder
legítimamente, pero ejerciéndolo fuera de la ley lo utiliza en su provecho. Locke realiza la siguiente
comparación para aclarar el punto: “la diferencia entre un rey (gobernante legítimo apegado a la
ley) y un tirano radica exclusivamente en esto: en que el uno hace que las leyes limiten su poder y
que el bien del pueblo sea la finalidad de su gobierno, y el otro hace que todo tenga que someterse
a su propia voluntad y apetito” (cap. 18, §200. Paréntesis nuestro). El buen gobernante es aquel que
siempre se rige por las leyes y el bien común, siendo la subversión de la ley el signo de la tiranía y la
justificación del derecho a resistencia: “Allí donde termina la ley empieza la tiranía, si la ley es
transgredida para daño de alguien. Y cualquiera que, en una posición de autoridad, excede el poder
que le ha dado la ley y hace uso de la fuerza que tiene bajo su mando para imponer sobre los
súbditos cosas que la ley no permite cesa en ese momento de ser un magistrado, y, al estar actuando
sin autoridad, puede hacérsele frente igual que a cualquier hombre que por la fuerza invade los
derechos de otro” (cap. 18, §202).

El tirano o gobernante se pone frente al pueblo en estado de guerra, con lo que deslegitima toda
relación de autoridad y obediencia surgida con el contrato social y restituye al pueblo todos los
derechos anteriores al contrato, incluido el de hacer justicia por propia mano. El derecho de
resistencia enfrenta una fuerza legítima (popular) contra una fuerza injusta (tiránica), que viola las
leyes, propiedades, libertades y vida de la mayoría del pueblo. Los ciudadanos tienen el derecho e
incluso la obligación de rectificar la ruta tomada por el gobernante y reorientar el cuerpo político.
Que el pueblo se percate de la utilización arbitraria del poder en pos de intereses privados,
abandonando las garantías que permiten el goce de los individuos de sus propiedades, es
contradictorio e implica que el pueblo se engaña a sí mismo, pues se pone en contra de su propia
autonomía y libertad. Vale mencionar que Locke asume que la tiranía no es exclusiva de los
regímenes monárquicos, pudiendo generarse en cualquier régimen legítimo: “siempre que el poder
que se ha depositado en cualesquiera manos para el gobierno del pueblo y para la preservación de
sus propiedades es utilizado con otros fines y se emplea para empobrecer, intimidar o someter a los
súbditos a los mandatos abusivos de quien lo ostenta, se convierte en tiranía, tanto si está en manos
de un solo hombre como si está en las de muchos” (cap. 18, §201).

En cuanto a las circunstancias en que es posible ejercer el derecho a resistencia, derivadas de la


disolución del gobierno, Locke afirma que la principal es la intromisión de una fuerza extranjera, es
decir la invasión, que como vimos no es una forma legítima de constituir una sociedad civil y que
puede gatillar la legítima resistencia al haberse establecido un estado de guerra. Además de esta
circunstancia externa, Locke reconocerá causas internas que podemos desagregar en tres tipos: a)
alteración del poder legislativo; b) mala actuación del ejecutivo; c) cuando el legislativo y/o el
ejecutivo actúan, en el cumplimiento de sus funciones, de manera contraria al fin para el que fueron
instituidos (conservación y seguridad de la propiedad de los individuos). Se asume que los poderes
ejecutivo y legislativo están separados y Locke advierte que usará el modelo político sobre las causas
de la disolución de un gobierno, basado en un sistema de gobierno de tres personas, propio de la
constitución inglesa y que Locke considera el más sabio y apropiado para la conservación de la
libertad, a saber: “1) Una persona individual, con carácter hereditario, que tiene permanentemente
el supremo poder ejecutivo y, con él, el de convocar y disolver periódicamente a las otras dos
personas. 2) Una asamblea de la nobleza hereditaria, 3) Una asamblea de representantes elegidos
pro tempore por el pueblo” (cap. 19, §213). Pasemos, entonces, a detallar las instancias posibles de
una disolución del gobierno.

a) Se produce la disolución del gobierno por alteración del poder legislativo cuando:

I) el príncipe impone su voluntad arbitrariamente, transgrediendo las leyes que son la voluntad de
la sociedad expresada por el poder legislativo. El ejecutivo altera la estructura de poderes al asumir
funciones exclusivas del poder legislativo, socavando las instancias de legitimación (el contrato
social) del mismo. Las leyes emanadas del ejecutivo no son legítimas;

II) el príncipe impide que la legislatura se reúna en los debidos tiempos o que actúe con libertad en
pro de los fines para los que fue creada, alterando su funcionamiento;

III) Se produce la alteración de los electores o los sistemas de elección sin consentimiento del pueblo
y contra sus intereses comunes;

IV) Se entrega al pueblo a la sujeción de un poder extranjero, ya sea lo haga el príncipe o la


legislatura. “El fin que perseguía el pueblo al entrar en sociedad era el de conservarse como un
entero, libre e independiente cuerpo social, y el de ser gobernado por sus propias leyes; y esto se
pierde siempre que el pueblo es entregado al poder de otro” (cap. 19, §217).

b) Se produce la disolución del gobierno por mal desempeño del ejecutivo cuando:

I). “el supremo poder ejecutivo descuida y abandona ese cargo, de tal modo que las leyes que ya
han sido hechas dejan de ponerse en ejecución” (cap. 19, §219). Se cae así en la anarquía que no es
sino la disolución del gobierno al romperse la articulación entre el legítimo surgimiento de la ley y
su ejecución. “Allí donde las leyes no se pueden ejecutar, es lo mismo que si no hubiera leyes; y un
gobierno sin leyes es, supongo yo, un misterio en política, inconcebible para la capacidad humana e
inconsistente con la humana sociedad” (cap. 19, §219).

Cualquiera sea la forma en que se produzca el cese de la ejecución de la leyes legítimamente


asumidas – que son “como lazos que sujetan a la sociedad y mantienen en su lugar y función a los
miembros del cuerpo político” (cap. 19, §219) –, el gobierno desaparece, “y el pueblo degenera en
una multitud confusa, sin orden ni conexión” (cap. 19, §219). En tales casos el pueblo tiene libertad
de valerse por sí mismo y erigir un nuevo poder legislativo, cambiando el sistema de gobierno y/o a
las personas. “Porque la sociedad nunca puede, por culpa de otro, perder su nativo y original
derecho de preservarse a sí misma, lo cual sólo puede hacerse mediante el establecimiento de un
poder legislativo y una justa e imparcial ejecución de las leyes por él dictadas” (cap. 19, §220). Es
notable como en este punto Locke introduce un llamado a la prevención antes que no se encuentre
remedio y se llegue a la situación extrema e inevitable de la desobediencia civil.

c) Se produce la disolución del gobierno por funcionamiento contrario a fines del ejecutivo y o
legislativo cuando:

I) El ejecutivo y o el legislativo actúan de manera contraria al fin para el que fueron instituidos, que
es la conservación y seguridad de la propiedad de los individuos y, por el contrario, la invaden o
atentan contra ella de manera arbitraria. Con tal acción, ejercida por cualquiera de los dos poderes,
se instalan estos en estado de guerra respecto al pueblo, volviendo al estado de naturaleza belicoso
que permite al pueblo no sólo ya no obedecer sino además defenderse como ante cualquier poder
arbitrario y ejercer la desobediencia, asumiendo las riendas de una restructuración del gobierno
civil. Queda de manifiesto que la soberanía popular es superior como legitimación política que el
poder eventual de cualquier representante o príncipe.

A continuación Locke dedicará algunos parágrafos a responder a eventuales críticas a su doctrina de


la legítima resistencia, las que revisamos a continuación:

1) Frente a la crítica de que basar los fundamentos del gobierno en la inconstante opinión de un
pueblo ignorante y siempre descontento, seria condenar a todos los gobierno a existencias cortas
dado que el pueblo establecería un nuevo poder legislativo cada vez que se sintiera ofendido por el
actual, Locke responde acusando cierta inercia política en el pueblo: “El pueblo no está predispuesto
a salir de sus viejas formas de gobierno como algunos quieren sugerir. Es muy difícil convencerlo de
que tiene que corregir los errores declarados que tienen lugar dentro del régimen al que está
acostumbrado. Y si hay defectos que aquejan a dicho régimen desde un principio, o que con el
tiempo y la corrupción se han ido introduciendo en él, cuesta mucho trabajo hacer que el pueblo
los corrija, aunque el mundo entero vea que hay oportunidad para ello” (cap. 19, §223).

2) Ante la crítica de que la teoría de retrotraer el poder al pueblo en casos de mal gobierno es el
fermento de frecuentes rebeliones, Locke replicará que no lo hace más que cualquier otra teoría,
pues no son estas teorías las que ponen al pueblo contra sus gobernantes, sino la miseria y el abuso
debido a un ejercicio arbitrario del poder, deslizando una afirmación digna de un verdadero
revolucionario: “Cuando al pueblo se le hace sufrir y se encuentra expuesto a los abusos del poder
arbitrario, la rebelión tendrá lugar, por mucho que se les diga que sus gobernantes son hijos de
Júpiter, sagrados o divinos, descendidos de los cielos o autorizados por ellos, o cualquier otra cosa.
Un pueblo que es maltratado y cuyos derechos no son respetados estará siempre listo para, en
cualquier ocasión, sacudirse de encima la carga que pesa sobre él” (cap. 19, §224). Insistirá en la
pasividad y resignación del pueblo ante la injusticia, arguyendo que una revolución no se
desencadena por causa de pequeños errores administrativos de las autoridades, sino ante “una
larga serie de abusos, prevaricaciones y artimañas”, que ponen en alerta al pueblo y lo instan a
“poner el gobierno en manos de quienes puedan garantizarle los fines para los que todo gobierno
fue en un principio establecido, y sin los cuales los rancios títulos y las sofisticadas formalidades
vienen a resultar en algo mucho peor que el estado de naturaleza o de pura anarquía; pues los
inconvenientes son casi o igual de grandes, y el remedio está mucho más lejano y es más difícil de
lograr” (cap. 19, §225).

3) Como reforzamiento a sus respuestas anteriores, Locke argumentará que “esta doctrina que da
al pueblo el poder de procurar su propia seguridad mediante el establecimiento de un nuevo cuerpo
legislativo cuando sus previos legisladores han actuado en contra de la misión que se les encomendó
y han invadido las propiedades de los súbditos es la mejor defensa contra la rebelión, y el medio
más probable de evitarla” (cap. 19, §225). Esto porque una rebelión no es una oposición a personas,
sino a la autoridad basada en las constituciones y las leyes. Por tanto, serán rebeldes los que
intencionadamente y por la fuerza violen la ley, como en el caso de los legisladores y príncipes de
los que se ocupa Locke. Son estas autoridades que han descuidado las labores que les fueron
encomendadas las que verdaderamente están rebelándose “es decir, los que estén trayendo de
nuevo el estado de guerra” (cap. 19, §226).

4) Locke añadirá que advertir al pueblo que puede desobedecer cuando se intenta invadir su libertad
y propiedades, no es una doctrina que “está sembrando la semilla de la rebelión, pues puede dar
lugar a guerras civiles y conflictos internos. Afirmar esto último sería lo mismo que concluir “que los
hombres honestos no pueden oponerse a los ladrones y piratas, porque esto puede dar ocasión a
desorden y a derramamiento de sangre”” (cap. 19, §228). Cualquier desgracia que surja del uso
arbitrario de la violencia es culpa de quien la ejerce, no de quien la recibe. Callar ante la injustica
sólo por mantener la paz, es avalar “una paz que consistiría en la violencia y en la rapiña, y que
habría de mantenerse para beneficio exclusivo de ladrones y opresores (cap. 19, §228).

5) Frente a quienes puedan mostrarse preocupados respecto de que la idea de la resistencia y la


reconformación del poder legislativo por obra del pueblo puede traer malas consecuencias en
espíritus inquietos o revoltosos, Locke responderá que aquello podría ser un peligro, pero que el
pueblo se alzará sólo si la situación es de verdadera crisis y no por seguir algún ejemplo particular.
Realizando a continuación una aguda interrogación a la historia: “Concedo que el orgullo, la
ambición y la turbulencia causada por individuos particulares han producido a veces grandes
desórdenes en las sociedades, y que las facciones han sido fatales para estos reinos. Pero que el mal
haya comenzado con mayor frecuencia en la temeridad del pueblo y en su deseo de echar abajo la
autoridad legítima de sus gobernantes, o que se haya debido a la insolencia de los gobernantes y a
su empeño por ejercer un poder arbitrario sobre el pueblo; que haya sido la opresión o la
desobediencia lo que en un principio dio origen al desorden es cosa que dejaré que sea decidida por
la imparcial historia” (cap. 19, §230).

Se aprecia que la principal causa del derecho a resistencia es el arbitrario uso de la fuerza por parte
de las autoridades, en tanto tal uso rompe con el orden político instaurado por medio del pacto o
contrato social, retrotrayendo la situación al estado de guerra. Llama la atención de Locke que
cuando la agresión viene de extranjeros u otros súbditos, tal derecho se acepte sin más, pero que
tratándose de magistrados se cuestione, en circunstancias que si la transgresión es cometida por un
magistrado el delito es aún más grave: “tanto por la ingratitud de los mismos como por haber
recibido más de la ley y por defraudar la confianza que sus hermanos depositaron en él” (cap. 19,
§231). Sea quien fuere que utiliza la fuerza fuera de la ley en una sociedad, pone a quien la ejerce
en estado de guerra frente a quien la sufre, prescribiendo con ello todos los acuerdos y restaurando
en los sujetos el derecho a hacer su propia justicia, único derecho que los individuos pierden al
conformar la sociedad civil. Así, si un rey se pone en estado de guerra con su pueblo, deja de ser rey
y su ataque puede y debe ser resistido, situación que Locke legitima en dos instancias: 1) cuando el
rey quiere aniquilar el reino y el Estado (cap. 19, §237); 2) cuando se hace dependiente de otro
entregándole el dominio del pueblo (cap. 19, §238).

Locke en este último capítulo no sólo hará una defensa del derecho a resistir, sino que también
deslizará algunos comentarios sobre las instancias donde aquello es ilegítimo. En general dirá que
cuando el orden político no ha sido gravemente subvertido no es aplicable el derecho a resistencia,
y condenará enérgicamente a quien pretenda caprichosamente desarticular el cuerpo social:
“quien, ya sea gobernante o súbdito intenta invadir por la fuerza los derechos del príncipe o del
pueblo, y da así fundamento para que se eche abajo la constitución y el régimen de cualquier
gobierno justo, es culpable del mayor crimen del que un hombre es capaz; y que habrá de responder
por todas las desgracias, todos los derramamientos de sangre, toda la rapiña y toda la desolación
que el derrumbamiento de los gobiernos acarrea a un país. Y quien hace eso puede justamente ser
considerado como un enemigo y peste de toda la humanidad, y debe ser tratado como merece”
(cap. 19, §238).

No es extraño que Locke dedicara sus mejores argumentos respecto a legitimar el derecho a
resistencia en el contexto de una eventual disolución del gobierno, pues al ser éste fruto eminente
del estado civil, es el fundamento y condición de posibilidad de la vida del hombre en comunidad.
Al socavar su integridad, se desarticula todo el aparato de acuerdos y convenciones que permitían
a los sujetos gozar de sus propiedades de manera apacible y segura, instalando nuevamente la
incertidumbre y el conflicto como situación cotidiana, circunstancias que precisamente impulsaron
a los sujetos a conformar un cuerpo político. Ante la pérdida del orden y la imposibilidad de recurrir
a un juez terrenal válido para procurar el castigo de los atropellos, sólo queda a los individuos el
recurso de la resistencia, o como lo llama Locke a partir del relato bíblico de Jefté, “clamar al cielo”,
que no es otra cosa que asumir la propia convicción y poner a Dios como juez de mi recto proceder:
“Pues en esto soy yo el único juez en mi propia conciencia, y el que, en el gran día, habrá de dar
cuenta al Juez Supremo de todos los hombres” (cap. 3, §21).

Consideraciones finales

Locke da la siguiente definición del poder político: “el poder político es el derecho de dictar leyes
bajo pena de muerte y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de
regular y preservar la propiedad y emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes
y en la defensa del Estado frente a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr
el bien público” (cap. 1, §3).

En esta definición están expresados todos los elementos que constituyen al poder político (derecho
de establecer leyes, uso de la fuerza, defensa ante invasiones extranjeras, búsqueda del bien
público) y que son básicamente los mismos que, transgredidos, legitiman la resistencia civil. Roto el
orden social, como hemos dicho, los sujetos caen en la confusión al carecer de los referentes
organizadores que brindaba el gobierno. Es esta carencia la que permite diferenciar de algún modo
la idea de legítima defensa de la de resistencia, pues la primera es el estado de guerra entre dos o
más particulares que no implica la desaparición del gobierno, siempre existirá el recurso de acudir
a las autoridades legítimas para dar solución al conflicto. En tanto la resistencia no sólo se da ante
la disolución del gobierno, sino que además no implica la participación de particulares, pues es toda
la comunidad la que asume su rol de emanador de legitimidad. Se presenta aquí una problemática
que aunque Locke no trabaja mucho al parecer si acepta: la existencia de dos momentos del pacto
social, uno que crea la comunidad social y otro que crea el gobierno que la rige. Si el pueblo puede
actuar como un todo frente a uso de la violencia que desestructura al gobierno es porque al interior
del pueblo no hay un estado de guerra. Esta es, nos parece, una de las más interesante propuestas
de Locke, la idea de una comunidad capaz de sobreponerse y rearticularse acudiendo a la única
instancia capaz de aquello: el consenso. Así, el derecho de resistencia sería “la recuperación legítima
de los poderes preexistentes del cuerpo político y no de sus miembros considerados de modo
individual” (Fernández, 2012: 131). El derecho de resistencia no es individual. En caso de
controversia entre el príncipe y algunos miembros del pueblo sobre asuntos que no contempla la
ley, el árbitro, en opinión de Locke, debiera ser el conjunto del pueblo, quien debiera asumir el
veredicto de la mayoría, siendo el rechazo de este veredicto una causal para apelar a los cielos (cap.
19, §242).

Puesto en la disyuntiva que la humanidad enfrentaba en su tiempo, esto es, someterse a la voluntad
arbitraria del tirano o presentar resistencia contra el gobernante abusivo, Locke parece inclinarse
por la defensa del oprimido, por la libertad y no el orden aparente, por la comunidad y no los
magistrados, por la ley legítimamente concebida y no la arbitrariedad. Este es su mayor atractivo y,
creemos, la justificación de su resonancia mundial.

Bibliografía

Colomer, Josep (1995). “Ilustración y liberalismo en Gran Bretaña: J. Locke, D. Hume, los
economistas clásicos, los utilitaristas”. En: Vallespín, Fernando (Ed.). Historia de la Teoría Política,
Vol. 3. Madrid: Alianza Editorial.

Fernández, Diego (2012). “La disolución de la personal majesty: el derecho de resistencia


comunitario lockeano”. En: Thémata. Revista de filosofía. N° 45. 119-139.

Fernández, José (1992). Locke y Kant. Ensayos de filosofía política. México: Fondo de Cultura
Económica.

Godoy, Óscar (2004): “Absolutismo, tiranía y resistencia civil en el pensamiento político de John
Locke”. En: Estudios Públicos, N° 96, 247-280.

Locke, John (2010): Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo acerca del verdadero origen,
alcance y fin del Gobierno Civil. Madrid: Tecnos. Trad., introducción y notas de Carlos Mellizo.

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