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E n vi d i a

El dolor de ser rico


Por Tomás Abraham
No hay cosa más envilecedora que la envidia. Nadie se atreve a reconocerse envidioso, es inadmisible. No
existe la sana envidia, sólo es una broma festejada entre amigos. La envidia nunca se expresa, se mastica en
silencio, y se escupe la cizaña con frases cortas.

El envidioso no admite su ambición de poseer lo que tiene el otro, sólo anhela que se destruya esa posesión.
El envidioso siempre está a la pesca de alguna oportunidad que le permita degradar al envidiado.

La envidia envilece del mismo modo que la avaricia. A pesar de no pertenecer a un mismo espectro de
sentimientos, parten de direcciones opuestas para llegar a una misma mirada. El avaro y el envidioso miran
igual. Tienen una sombra espesa sobre los párpados y la expresión anhelante y guarecida. Viven en una
guarida, la guarida de la codicia.

Ser paje del Rey: momento luminoso de la envidia


Envidia viene del latìn invidere, mirar con malos ojos. En el decálogo mosaico Dios nos manda no codiciar ni
siquiera al burro del prójimo, pero esto lo dice un Poder que lo primero que ordena es no adorar a nadie más
que a Él. Se dice que Jehová es extremadamente celoso, atributo distinto al del envidioso pero combinado en
la misma pasión.

En la Biblia los problemas de envidia son constantes especialmente entre hermanos. Los crímenes y las
luchas fratricidas derivan de la acción del Padre, de los privilegios que distribuye.

¿Son más envidiosos los hombres o las mujeres? Según la ciencia del inconciente es la mujer. Se llama a
esta estructura envidia del pene, y es totalmente falsa. Son los hombres los que envidian el pene. Estuvo más
cerca Freud de este descubrimiento en sus análisis de la paranoia, los celos y la homosexualidad. Los
hombres quieren tener el pene del otro, el más grande, fuerte, duro, el pene en jefe. Si no se lo puede tener
se comienza por acercársele para estar al menos bajo su sombra. Son los que admiran el pene del otro. En la
envidia hay un movimiento de admiración y adulación. Lo llamamos el sueño de ser el paje del Rey. Es el
momento luminoso de la envidia, se adora la efigie del Grande. Es el estadio matinal previo al sacrificio
urológico que lo mutilará mientras duerme.

Las mujeres nada tienen que ver con esto, no quieren tener un pene, les basta con su vagina. Bruno
Bettelheim compensaba la afirmación freudiana con su modelo teórico de la envidia de la vagina, sentimiento
del varón que se ve impedido de crear vida. Su esterilidad en el orden biológico, el bulto que clausura su
poder fecundador, lo lanza al mundo en busca de paliativos infinitos que jamás suturan aquella falta. La falta
de vulva. Por eso los varones son hipercompetitivos, se encandilan con los espejitos de colores del poder,
pero no pueden ser porque no crean seres, sólo pueden tener, y temer a perder lo que tienen.

Las abejas y la envidia del mucamo


Hablemos de las abejas. El etólogo Manreim Levitz estudió el comportamiento de las abejas y creó el
concepto de envidia del mucamo.

Se refiere a la Reina de las Abejas y a la presencia de un abejón siempre a su lado y a su disposición ya sea
para fecundarla o para mejorar permanentemente su sitio. Las abejas del común intentan en varias y
frecuentes incursiones provocar daños en la tarea del abejón. Adoran a la reina y odian al mucamo.

Esta realidad animal es otra fuente de inspiración para los economistas que, desde los ejemplos de
Mandeville hasta los de Darwin y Lorenz, siempre han estado atentos a lo que desde la naturaleza puede
justificar sus teorías.
Se envidia al mucamo porque no puede envidarse al Inalcanzable, no se envidia a Gardel sino a Tito Lusiardo.
Es un mundo de pares el que fabrica la envidia. Los politólogos hablan de la envidia en democracia. Los
pobres envidian a los ricos porque el pobre puede soñar con ser rico. No tiene sentido la envidia en un mundo
feudal, sólo aparece cuando hay movilidad social. Por eso en el capitalismo la envidia es un síntoma de salud
democrática y el deseo de ver pudrirse al favorecido por la fortuna, no es más que el efecto pasional de un
trasfondo equitativo.

Toda pasión supone una esperanza de realización, y en este caso de emulación. La envidia no sólo resulta de
un mundo de pares y del sentimiento de equidad social, también es un sentimiento a favor de la vida.

Un mundo sin envidia es un mundo silencioso y gris como un planeta deshabitado. Por eso en los grupos de
autoayuda del hospital Pirovano, las técnicas que se emplean son generadoras de situaciones de envidia en
las que la práctica de la humillación estimula el espíritu competitivo a la vez que la solidaridad.

La generosidad: cura de la envidia


Se cura la envidia sembrando la semilla de la generosidad. La generosidad es sin duda una virtud, pero no es
la de dar. Generoso no es el que da, dar no es un acto asertórico, sino hipotético. La generosidad es una
posibilidad que tiene el que recibe. Aquel que da es preso del narcisismo secundario -el primario es
constitutivo del sujeto-, pero el que recibe adquiere una deuda que puede provocar en su imagen del yo una
herida narcisista y generar resentimiento. Hay gente que se queja, reclama y pide todo el tiempo y odia al que
le da. Reconocerse deudor es un acto de generosidad, es lo que más cuesta, lo que más duele. Duele deber.

La generosidad tiene que ver con la gratitud. La envidia, por el contrario, es una actitud mezquina, no
soportamos que el otro pueda y tenga. Endeudarse y agradecer el don es la terapia adecuada para los
espíritus mezquinos.

Desde este punto de vista no estoy de acuerdo con la afirmación de Nietzsche que asocia la deuda con la
noción de culpa. Reconocernos deudores no es pensarnos culpables, sino agraciados. Lo decía el
antropólogo Marcel Mauss en su modelo de intercambio desigual llamado potlach, pero lo hizo desde una
perspectiva de poder, es decir desde el lugar del acreedor. Prestar o regalar es, según su teoría sobre el don,
inscribir una falta o deuda en el receptor, de ahí la ambivalencia que siente el receptor. No sabe si ponerse
contento con el regalo porque con el bien recibido puede inocularse también un mal. Nos dan una cosa y
pagamos con una declaración de impoder -el otro tiene más que nosotros-, ofrecemos sumisión -nos
declaramos deudores- y debemos obedecer el mandato de una reciprocidad creciente -nuestro obsequio debe
ser más importante aún que el recibido para devolver la obligación-. Esta intercambio de dones expresa un
modo de transferencia de poder. Pero no basta con el juego del poder, la envidia es un sentimiento y se
neutraliza con nuevos sentimientos.

La generosidad motiva a pagar con alegría -también es importante la alegría- no sólo porque anula la deuda
-no se hace en este caso más que cumplir con el deber- sino porque calma al acreedor que padece la culpa
de tener y se ve liberado así del peso de su fortuna. Aliviar al rico es un gesto de nuestro querer, por eso es
generoso.

El envidioso quiere que el rico sufra, que le duela su posesión, que se sienta en deuda infinita, que la
compasión le agríe el almuerzo.

La terapia de autoyuda respecto de la envidia, se basan en las teorías de Michael Brendan, que aplicó la
filosofía de Hobbes y Gropius a ciertas situaciones microsociales en las que la disparidad de los haberes es
extrema.

De la envidia intelectual
El investigador en filosofía política Jean Pierre Dupuy sostiene que la envidia pensada universalmente, como
un imperativo categórico, lleva a un suicidio colectivo. El envidioso es aquel que prefiere destruir lo propio
antes de que se lo apropie otro; esta práctica llevada a cabo in extenso y que lleva a conformar una sociedad
de envidiosos, culmina en la destrucción total de los bienes.

Es gracias a la inteligencia de Adam Smith, nos dice Dupuy, que la visión de la sociedad se modificó
sustancialmente. Smith afirma que el individuo lejos de ser un ente egoísta, movido sólo por sus propios
intereses, motivado por el amor propio y la vanidad, tal como lo sostenían los moralistas escépticos como
Montaigne, La Rochefoucauld y La Bruyère, o los pensadores cínicos como Hobbes, es un ser incompleto,
fisurado, necesitado de los demás y dependiente del prójimo. El reconocimiento de esta fragilidad nos obliga a
cuidar del otro, a inclinarnos hacia él, a seguir el movimiento de una natural simpatía que sabe lo que ya sabe
la naturaleza: sin el otro nada seríamos.

La envidia tiene para el fundador de la economía política el antídoto de lo que define como simpatía, y la
situación de jungla original que dio nacimiento a las filosofías de la guerra de todos contra todos y a una ética
de la crueldad necesaria, se convierte así en solidaridad colectiva por necesidad individual.

Esta natural simpatía no existe en ambientes en los que la envidia es creciente. Es el caso de los medios
intelectuales en donde al no existir el dinero como botín de poder, la dominación se ejerce por medio de
símbolos y las dádivas del prestigio. La expresión de la envidia se manifiesta por el ninguneo que es una
declaración de inexistencia del prójimo, una actitud nominalista que parte de la idea de que nombrar a alguien
es darle existencia y ponerlo en circulación; por lo tanto, el ninguneo es la muerte en vida. La difamación,
decir cualquier cosa de la persona de alguien, de su modo de ser, de alguna singularidad de su carácter que
instale su cuerpo antes que su obra, es también un modo de hacerla olvidar antes de ser conocida.

En lo que a mí respecta no soy envidioso en general, soy un envidioso singular, tengo una envidia. Envidio la
estampa jovial, delgada, la altura y el contento de sí de los holandeses. Su don de la amabilidad, de la
caballerosidad, su espíritu ecológico, su liberalidad de costumbres y la tolerancia ante las dificultades
inesperadas. Se decía hace veinticinco años: el que no salta es un holandés. La proposición debe ser
invertida: ni el que salta es un holandés. No llegamos ni con brincos a su garbo y alegría láctea. Tengo un
sueño recurrente: Wagner compone la obra El holandés sonriente y me la dedica, me entrega la partitura, la
arrojo al fuego de la chimenea, tomo la azada de hierro negro, la templo a fuego vivo y circuncido al
compositor.

Tomás Abraham nació en Rumania y es naturalizado argentino. Es filósofo y escritor. Desde hace veinte
años, dirige un grupo de aficionados a la filosofía conocido como el Seminario de los Jueves. Sus últimos
libros publicados son Pensamiento rápido, Situaciones postales (finalista del Premio Anagrama 2003) y
recientemente, El último Foucault (2003).

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