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El artista como desfogue del poder

El pasado miércoles se llevó a cabo el “Diálogo por la Reforma Cultural en Morelos 2018”
convocado por la organización Cultura 33. A él asistieron distintos candidatos a la
gubernatura por el estado de Morelos. Los comentarios que deseo rescatar son los
provenientes del priista Jorge Meade. Entre sus propuestas sobre el tema hizo énfasis en la
necesidad de la generación de políticas públicas en pos de una búsqueda por la identidad
morelense que salvaguarden una cultura del tipo folclórica y popular, o sea, indígena.
Remarcó que en su gobierno desarrollará la infraestructura para lograrlo porque, cito:
“Tenemos que recuperar las costumbres y tradiciones de las comunidades; rescatar y difundir
las expresiones artísticas, que sean un vehículo para reestructurar el tejido social”. Se trata,
por lo tanto, de dar un espacio para el ordenamiento de las manifestaciones culturales
segregadas. En una primera lectura esto puede parecer una idea solidaria, qué bueno eso de
darle lugar a los olvidados. Habría que hacer una relectura de otro tipo para percibir los
distintos matices que a primera vista permanecen ocultos.

Me parece pertinente comenzar con la explicación de aquello que conlleva esa intención de
querer representar y dar lugar a las figuras de exclusión dentro del sistema. Lo revolucionario
—entendido como el cambio profundo en las estructuras políticas y socioeconómicas de una
comunidad nacional— de los excluidos (migrantes, cualquier no heterosexual cisgénero,
indígenas, campesinos, etc) yace en el afuera que habitan, pues lo que se percibe de ellos es el
caos de la no definición, del no-lugar que deviene de su resistencia a la conceptualización
racional que impera en la cosmovisión occidental. Occidente, por no decir la burguesía, está
urgido de orden. Podemos verlo desde las universidades (cátedras especializadas en tal o cual
tema), gobierno (las distintas Secretarías dedicadas a las diversas necesidades del Estado),
museos (el proceso curatorial que organiza las obras basado en diversos criterios), entre otros.

Todo ha de tener un lugar como los capítulos de un libro, puesto que dar lugar equivale a
existir y así es como podemos ser pensados. Es similar a la gran discusión de si el náhuatl es
dialecto o lengua. Mientras los de este lado discutimos sobre su validación conceptual, afuera
se sigue hablando desde hace cientos de años importando poco el lugar que ocupe en nuestro
sistema epistémico. En términos políticos, existo si y sólo si mis padres me llevaron al
registro civil; ahí ya no fui únicamente una vida, sino un nombre, un CURP, una estadística.
De no contar con estos requerimientos protocolares, se me puede negar la atención médica en
el IMSS incluso si estoy al filo de la muerte. Existir en occidente quiere decir ser
representado por el poder; existo cuando el poder lo quiere y me lo autoriza. Se me enseñó a
que sea deseable ser alguien para el poder y, en un tierno arrebato, asumimos que eso es
bueno para todos.

Me remito al siguiente ejemplo. Durante mi primer semestre en la universidad, un profesor al


que estimo y respeto mucho soltó un argumento en plena clase que cambió para siempre mi
lectura acerca de las figuras de exclusión: la necesidad de pertenecer al sistema por parte de
la comunidad LGBTQ se dispara en el pie al querer legitimarse dentro de éste cuando busca
la aprobación del matrimonio entre ambos sexos. No basta mi autoconocimiento, necesito el
reconocimiento del otro, el magno-otro: el Estado. El deseo de pertenecer a esa institución
que en el pasado me oprimía o negaba, más que revolucionario conlleva a la antítesis de esto
mismo. La reformas multiculturales e incluyentes en primera instancia muestran resistencia a
ser aprobadas, no obstante, terminan por acontecer no en un acto amoroso, sino en beneficio
del desarrollo de un mercado con fines capitalistas. “Represéntate ante mí, legitímate en mis
libros de actas (pagando antes la cuota en la siguiente ventanilla, gracias), bien, ahora que ya
te di el reconocimiento existen como matrimonio, puesto que soy yo el auténtico gestor de
este derecho”. Habitando en la radicalidad no podemos ser pensados, por ello el waltz entre el
rechazo y las reformas se siente tan tenso, mas es como las malas películas cuyo fin nos
olemos desde lo primeros cinco minutos de que comenzó: al final todos seremos bienvenidos.

Ahora bien, una vez hemos puesto en duda la inclinación por reproducir esa ilusión “disque”
natural que nos obliga a vivir dentro de la normatividad, situación que sobreviene de una
autoimposición, es momento de agregar otro factor a la ecuación: la figura del intelectual. El
papel de éste dentro del gran campo de juego epistémico y cultural se resiste con frecuencia a
ser una herramienta, tal y como en su momento lo propuso Michel Foucault. En cambio,
impera el deseo de protagonismo a fin de ser quien lleva la batuta en la “liberación” cultural.
Primeramente, aquel intelectual que busca reformar una episteme (siempre contingente)
comete a voluntad el olvido de la diferencia. La pretensión de una representatividad en un
intento de hablar en nombre del otro es el símil de una represión oculta y, al mismo tiempo,
acentuada.

Los medios técnicos han posibilitado el que las masas puedan prescindir de la figura del
intelectual y ello le ha puesto en semejante peligro que hará lo que le sea posible por no
morir, incluso si el bien de aquel por el que pretende hablar está en peligro. La opresión se
baña de perfume bondadoso y humilde. Este clase de discursos no van contra el poder, si no
que lo alimentan; son la válvula de escape de esta llamada “dictadura perfecta”. No es
coincidencia el que las cúpulas de intelectuales en México tengan una interacción constante
con la hegemonía. Verbigracia, el documental lanzado hace unos meses dirigido por Diego
Enrique Osorno y Alexandro Alderete: La muñeca tetona. Este narra la relación que existió
entre los intelectuales del periodo salinista con el polémico mandatario a través de una alegre
fotografía entre los que se encuentran Iván Restrepo, Elena Poniatowska, Héctor Aguilar
Camín, Carlos Monsiváis, Gabriel García Márquez y, claro, Carlos Salinas de Gortari, entre
otros. Esto es ejemplo de lo que mencionaba en la columna pasada: la política para el arte
termina por ser arte para la política.

Tranquilos todos, mis palabras no quieren decir algo como “es malo esto” o “es bueno
aquello”, esta columna no es más que una observación juguetona en la que nunca podría
atreverme a decirles que me crean. Hay que poner todo en duda partiendo del recogimiento
de distintos matices que de vez en cuando se nos escapan. “Si quieres pensar algo, que sea
desde la radicalidad”, era eso lo que me decía otro profesor. Es aquí cuando hago uso de la
voz de Michel Foucault durante una entrevista que tuvo con Gilles Deleuze: “Ahora bien, lo
que los intelectuales han descubierto después de la avalancha reciente, es que las masas no
tienen necesidad de ellos para saber; saben claramente, perfectamente, mucho mejor que
ellos; y lo afirman extremadamente bien. Pero existe un sistema de poder que obstaculiza,
que prohíbe, que invalida ese discurso y ese saber. Poder que no está solamente en las
instancias superiores de la censura, sino que se hunde más profundamente, más sutilmente en
toda la malla de la sociedad. Ellos mismos, intelectuales, forman parte de ese sistema de
poder, la idea de que son los agentes de la 'conciencia' y del discurso pertenece a este
sistema". Los intelectuales que impulsan políticas públicas como las del candidato a la
gubernatura no son los libertadores, sino funcionarios del poder-discurso, en este caso
ejercido por el Estado, pues no representan a los no-representados, pero sí el desfogue de
aquel al que sirven. Su politización consiste en ser el escape de la olla de presión a través de
aparentar ser una víctima de la hegemonía que busca la participación ciudadana y la
representación de las figuras de exclusión en aras de la justicia y la libertad que no pasan de
la apariencia.

Les hablo desde el cómodo lugar que ocupo como columnista de un periódico. Yo misma soy
manifestación de esta gran comedia. El que la hegemonía permita la existencia de la crítica,
no atenta contra contra él, sino que lo legitima. Los indígenas y campesinos en México han
representado siempre dentro de nuestro sistema epistémico el rezago económico y social en
términos capitalistas. Son los quedado, los que atentan contra el bienaventurado progreso de
poner un Oxxo en el pueblo, los revoltosos que expulsan a la policía para formar guardias
comunitarias porque se cansaron de ser levantados y asesinados, los que incomodaron el
sexenio de tantos presidentes, tal como fue el caso de Salinas y el EZLN. Ellos cuya piel,
cultura, modo de expresarse y pensar son sinónimo de burla, de vergüenza. “Hay que mejorar
la raza”, dicen y redicen. Tan insulsos que aseguran estar conectados con la tierra y se atreven
a exigir se le respete al río, la piedra, el teporingo. “Indios patarrajada”, los que ni España
pudo exterminar, ni Acteal, Aguas Blancas, Oxchuc y las que vengan. Las reformas culturales
mediante el filtro del intelectual que le da validez a fin de lograr “inclusión” significan
museificar la explotación de la que han sido víctimas. Colocar puestos para que nahuas
vendan sus diversos productos en ferias, tiendas y festivales, otorgándoles su validación
como “artistas” libres, a fin de lograr la inteligibilidad en la producción por parte de dicha
figura de exclusión, no es la cúspide del progreso: es la legitimación del aparato que les ha
explotado.

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