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En La muerte Vladimir Jankélévitch despliega una profunda reflexión filósofica en torno a la

muerte, entendida en tanto fenómeno y misterio; más allá del ámbito, físico, biológico y social, también
se inscribe dentro del campo metafísico, como un misterio inabarcable que suscita la meditación
filosófica. Es innegable que la muerte afecta a cada ser vivo de manera implacable, situándose como
una ley universal, no obstante, nunca existirán dos muertes idénticas; una misma experiencia pero
infinitas formas de vivirla, esto es lo que impide su fácil generalización e impulsa un fuerte sentimiento
de incredulidad y desconfianza sobre la propia mortalidad. Del mismo modo, el sujeto que piensa sobre
la muerte -incluso sobre su propia-muerte- se exime así mismo de su cauce natural: esta supervivencia
permite convertirla en una abstracción, capaz de ser pensada y problematizada.
En este proceso vital, la concepción del tiempo y, aún más, la conciencia que se tenga de él,
resulta esencial; entremezclando un tiempo de flujo continuo y una “conciencia discontinua”, de
despertar repentino, que permite que el sujeto ahonde en este camino de otro modo; a partir de ella, el
ser humano es capaz de advertir la efectividad, la inminencia y el concercimiento personal de la muerte
(Jankélévitch, 2002, p. 26). En primer lugar, la muerte, en tanto “saber abstracto” o posibilidad
(conocimiento inefectivo) se convierte en un “acontecimiento efectivo” que habrá de llegar de manera
inminente, en el 'ahora', situándose en el ahora, alejado de todo pensamiento retrospectivo (frente a la
muerte de otro) o prospectivo (futuro indeterminado) (Jankélévitch, 2002, p. 27). Para el ser humano, la
muerte siempre llega “demasiado pronto”, de manera imprevista, sin embargo, cuando se despierta la
conciencia del tiempo, se sume en la desesperación frente a su inminencia sobre la propia existencia
(Jankélévitch, 2002, p. 30). De este modo, cuando el sujeto “es consciente de que su turno ha llegado,
se siente llamado a la vez a una muerte inminente y personalmente concernido”, es decir, se representa
su efectividad (Jankélévitch, 2002, p. 31).
Ahora bien, el enfrentamiento con la muerte de un otro conlleva un proceso diferente; si la
muerte-propia conlleva la cesación de todo, la muerte del otro es un incidente más. La muerte no
concierne realmente a nadie más que al sujeto y a su entorno cercano; frente a ella, el mundo y la
historia continúan su curso natural. De este modo, existen tres posibles ópticas o puntos de vista en
torno a la muerte, correspondientes a la primera, segunda y tercera persona: por un lado, mi propia
muerte, por otro, la segunda y tercera persona refieren la muerte de un otro que también puedo ser yo
mismo. Mediante el uso de la primera persona se adopta un “punto de vista reflexivo” que se
corresponde con “la experiencia viviente de la muerte-propia, donde coinciden el objeto de la
consciente y el sujeto del morir” (Jankélévitch, 2002, p. 34). Para la primera persona, su propia muerte
es un hecho que “trastorna al mundo, una muerte inimitable, única en su género y que no se parece a
ninguna otra”, egocentrismo (reflexividad) que resulta esencial (Jankélévitch, 2002, p. 34). A esta se
enfrenta la tercera persona, “intemporal” e “impersonal”, la cual permite referir “la muerte en general,
la muerte abstracta y anónima, o bien la muerte-propia, en tanto en cuanto se considere esta de una
forma impersonal y conceptual”, de modo que se constituye como objeto de análisis, liberado de todo
rasgo de tragedia (Jankélévitch, 2002, p. 40; 35). Sin embargo, ya que tanto la segunda como la tercera
persona pueden referir su propia muerte mediante la primera persona, se reafirma la universalidad de la
muerte, “paradoja del Nosotros”, partícula monstruosa que encierra una fuerte contradicción al reunir
las tres personas en sí (Jankélévitch, 2002, p. 36). Finalmente, la muerte en segunda persona: “entre la
muerte de otro, lejana e indiferente, y la muerte-propia, que es todo nuestro ser, está la proximidad de
la muerte del prójimo”, representado ejemplarmente en las figuras de los progenitores, cuya muerte
anuncia la cercanía de la muerte-propia (Jankélévitch, 2002, p. 39). Cercanía y reconocimiento, lejanía
y extrañeza.
A partir del momento en que un ser nace a la vida, su muerte se sitúa en el futuro: “aunque sea
un segundo antes del último lativo de su corazón, la muerte-propia está todavía por morir”
(Jankélévitch, 2002, p. 41). De modo que siempre es el otro quien muere: “yo sólo muero para los
demás, nunca para mí mismo”, puedo concebir mi muerte, pero nunca experimentarla, de modo que “la
muerte juega al escondite con la conciencia: donde yo estoy, la muerte no está; y cuando la muerte
llega, entonces soy yo el que no está allí”(Jankélévitch, 2002, pp. 41-42). Realmente, independiente de
la persona, existe cierta imposibilidad de pensar la muerte, ya sea el momento mismo o aquel que
refiere un antes o un despúes: el instante de la muerte, impide toda comprensión, al tiempo que lo que
sucede posteriormente se nos escapa por completo, pues nuestra existencia ha desaparecido.
Finalmente, pensar en el “más acá” de la muerte nos remite a un algo completamente diferente que es
la vida. Tal como indica Platón, “no hay nada, literalmente, nada que podamos saber de la muerte”
(Jankélévitch, 2002, p. 49). De hecho, todo pensamiento que la refiera termina por convertirse en
“seudo-pensamiento”, bastante parecido a la somnolencia que linda con la angustia al pensar en
enfrentarse con el monstruo que representa la muerte (Jankélévitch, 2002, p. 49).
Por lo tanto, solo se puede “o bien pensar sobre la muerte, acerca de la muerte, a propósito de la
muerte; o bien pensar en algo distinto a la muerte, por ejemplo en la vida” (Jankélévitch, 2002, p. 51).
Al igual que la figura de Dios, la muerte resulta “impensable” de modo que el sujeto debe resignarse
ante “la idea fija, incansablemente rememorada, eternamente machachona, infatigablemente repetida,
sin cambios ni variaciones, la idea maníaca, monónota y crónica de la muerte” (Jankélévitch, 2002, pp.
51-52). Si se intenta abarcar a esta monstruo, todo pensamiento al respecto será un “pensamiento contra
natura” pues la naturaleza intenta “sustraernos [de] nuestro final impidiéndonos pensar en él,
volviéndolo insensible e invisible” (Jankélévitch, 2002, p. 52; 53). Si este pensamiento existe, debe
constituir “un privilegio del moribundo, del moribundo atento a aquello que, in extremis, se decide a
devenir señal” (Jankélévitch, 2002, 62). De modo que el sujeto que profundiza en ella, deberá pagar por
medio de su preocupación y angustia, constante y anticipada: “el hombre inquieto y razonable es aquel
que, experimentando placer, no piensa en el placer evidente y presente que experimenta, piensa en el
futuro evidente de un dolor que no experimenta” (Jankélévitch, 2002, p. 48). Angustia absoluta y
subterránea, que refiere la mortalidad, condición “normal y patológica” a la vez, “desdicha universal y
enfermedad difusa” (Jankélévitch, 2002, p. 60; 61; 62). Así, la muerte se constituye en “la fuente de
todas las preocupaciones empíricas y naturales; la muerte es la preocupación preocupante y lo que da a
toda preocupación su dimensión trágica” (Jankélévitch, 2002, p. 63). De este modo, este pudor se
rehúye; “[c]omo es innomibale, la angustia sin nombre es también inconfensable, y por otra parte es
inconfesable sobre todo porque es inmotivada y porque un ser dotado de razón no confiesa de buen
grado aquello que no tiene motivos ideológicos” (Jankélévitch, 2002, p. 64).
Sin embargo, más allá de una mirada superficial o literal, hemos de destacar que “[l]a vida nos
habla de la muerte, no habla de otra cosa más que de la muerte” (Jankélévitch, 2002, p. 66). De ella
deriva toda problematización del dolor, la enfermedad o el tiempo: “Todo me habla de la muerte... pero
indirectamente y con palabras veladas, mediante jeroglíficos y sobreentendidos” (Jankélévitch, 2002, p.
66). Si bien no se puede evitar pensarla, el impedimento del lenguaje al menos nos dificulta hablarla: la
muerte es indecible, debido al “carácter vago, confuso y difuso, a [su] indeterminación misma”
(Jankélévitch, 2002, p. 67). Para lograr dotarla de lenguaje, se puede recurrir al eufemismo, la inversión
apofántica o a lo inefable; el primero “nos evita la palabra nefasta”, circunscribiéndola mediante otros
vocablos; perífrasis o circunloquios, “filosofía adjetival o circunstancial” que solo la alude tardía y
lejanamente o, finalmente, dejarse llevar por el silencio, que interrumpe el discurso e incluso impide su
nacimiento; la segunda, se moviliza entre la dificultad de “enunciar directamente la negatividad
mióntica de la muerte y por nuestra impotencia para expresar otra cosa que no sea la positividad vital”
(p. 68; 69; 70). Muerte y vida no son opuestos, especialmente porque ambos no pueden coexistir: “el
no-vivo no es el muerto; el no-vivo es más bien la materia bruta, que jamás ha estado viva”
(Jankélévitch, 2002, p. 71). La inversión apofática, esta filosoía negativa de la muerte, no consiste en
anular la vida oponiéndole un “no”, aunque sí corresponde al “no-ser de todo nuestro ser y el no-
sentido de la esencia” (Jankélévitch, 2002, p. 73). De modo que “la muerte es a la vez la negación pura
y simple de la esencia y la negación pura y simple del ser”, de su positividad (Jankélévitch, 2002, pp.
75-76).
La muerte (no-ser) es el fin de la vida (ser), no su explicación, su justificación o su causa; no
posee sentido, de modo que instala la duda sobre el nacimiento y la vida que sobreviene en el momento
de la concepción; solo indirectamente, remite un sentido al impulsar una búsqueda trascendente, una
reflexión metafísica, que puede llenar y justificar este vacío. No obstante, “es el principio de nuestro
aniquilamiento”; la muerte permite la vida hasta cierto punto, pues sin ella no puede existir, para luego
atacar la “positividad pura de lo eterno”, es decir, la acción de la muerte nos “defime como ser[es]”
(Jankélévitch, 2002, p. 79?). La vida pasa del no-ser al ser; la muerte, por el contrario, va del ser al no-
ser, “fracaso que desemboca en el vacío de la Nada”, relativa en tanto no involucra a todo los seres
(Jankélévitch, 2002, pp. 79-80). No se trata de un 'mal' que aqueje solo al cuerpo o al espíritu, de
manera momentánea o permanente: “es la nihilización de todos los fenómenos vitales” del organismo y
la supresión de todo pensamiento del ser, efectos que se extienden, de manera definitiva, por la
eternidad (o hasta una posible resurrección) (Jankélévitch, 2002, p. 80). No-Absoluto, la muerte ni
siquiera es la Nada, pues esta “puede ser al menos principio fecundo, acontecimiento y principio
fundador” (Jankélévitch, 2002, pp. 86-87).
Indecible e infable, dos formas de referir este misterio inexpresable: por una parte, no existe
“absolutamente nada que decir sobre ella”; por otra, “suscit[a] innumerables discursos” que refieren
veladamente la muerte y terminan por “neutraliz[arse] recíprocamente” (Jankélévitch, 2002, p. 88). Dos
silencios diferentes entre sí: “El silencio inefable, respuesta tácita, tiene algo de sublime, en cambio el
silencio indecible no nos inspira más que temor y angustia” (Jankélévitch, 2002, p. 89). No solo remite
al silencio frente al otro, sino ante nosotros mismos, pues es imposible concebirla: “el No de la muerte
pone punto final a nuestras disertaciones y deja helado a nuestro discurso” (Jankélévitch, 2002, p. 93).
Desde su nacimiento, el ser está dotado de mortalidad, es decir, está “destinado a morir”de
modo que la muerte se convierte en un “absurdo” (Jankélévitch, 2002, p. 95). En este proceso, el
tiempo resulta esencial, en tanto delimita “las dos nadas que le oprimen, la nada anterior al comienzo y
la nada posterior al fin” (Jankélévitch, 2002, p. 97). La vida y la muerte misma solo duran un instante,
limitación que a su vez impulsa la vida y la acción humana: “La vida se afirma a pesar de la muerte y
contra la muerte y a despecho de la muerte, pero al mismo tiempo y desde el mismo punto de vista la
vida sólo es vital porque está abocada a la muerte, la muerte es el órgano-obstáculo de la vida”
(Jankélévitch, 2002, p. 99). Órgano-obstáculo en tanto entorpece y detiene su desarrollo, al tiempo que
lo impulsa y lo anima; la verdadera desesperación y tragedia despierta cuando la muerte solo deviene
obstáculo.
El ser humano guía cada acción e incluso pensamiento en relación al tiempo, aunque desarrolla
una fuerte resistencia ante el concepto de temporalidad; el tiempo (órgano-obstáculo, “mediador y
realizador”) en tanto temporalidad (obstáculo), “tiempo inerte, petrificado, desvitalizado, no representa
más que la lentitud que trasa nuestro destino”, se transforma en una “muerte progresiva” que niega y
afirma el no-ser: “Destructor y constructor, el tiempo es una muerte que es una vida, pero esta vida es
una vida que es una muerte” (Jankélévitch, 2002, p. 106; 107).
El devenir permite el enfrentamiento con esta contradicción que supone lo imposible-necesario
de la muerte, mediante la relación posible de establecer entre el ser y el no-ser, relación de origen y
aniquilación; “la muerte aniquila la vida después de haberla dejado vivir: mientras el ser está en vida, la
negatividad letal permanece virtual y latente”; contradicción y exclusión recíproca, la plenitud vital
exime incluso el pensamiento sobre la muerte y, cuando ésta se presenta, aleja toda energía vital
(Jankélévitch, 2002, p. 110). Este imposible-necesario que “deviene órgano-obstáculo” gracias al paso
del tiempo, “coinciden en su necesaria e incomprensible simbiosis psicosomática” (Jankélévitch, 2002,
pp. 113-114). Este devenir es flujo constante, formado por medio de un movimiento de negación y uno
de supervivencia; de carácter dialéctico, inicia un “movimiento de oscilación entre los extremos […] la
relación ambivalente de la atracción-repulsiva engendra un equilibrio esencialmente precario e
inestable” (Jankélévitch, 2002, pp. 113-114). Cuando la imposibilidad se impone sobre la necesidad,
sobreviene la muerte, de lo contrario, la relación que constituye este imposible-necesario se convierte
en el dinamismo que moviliza el flujo vital (Jankélévitch, 2002, pp. 114-115). Este movimiento
continuo se define en base a elecciones que, encadenadas unas a otras, determinan al sujeto y su vida,
pero también su muerte; la elección posibilita el cambio y el movimiento, pero también limita; son solo
acciones relativas que, de una u otra forma conllevan siempre el mismo fin. Sin embargo, “En las
proximidades de la muerte, la elección pierde sus posibilidades y sus elegibilia” (Jankélévitch, 2002, p.
117).
En definitiva, “la muerte es el órgano-obstáculo de la vida sobre todo en un sentido temporal”
pues marca la “finitud de la vida humana” (Jankélévitch, 2002, pp. 118-119). El ser es “positividad y
plenitud” que parecen expandirse ilimitadamente, de manera “informe e infinit[a]”, no obstante, su
mortalidad conlleva cierta “finitud” y “determinación”; “Mientras el ser exista, la forma del ser
permanece en las brumas del aún-no […] y de la posibilidad; y cuando la forma por fin se actualiza, es
el ser entonces el que se aniquila en la noche del ya-no-más” (Jankélévitch, 2002, p. 120; 121). La vida
constituye una sucesión de acontecimientos, lo que “nos concede el presente sustrayéndonos el pasado,
haciendo del Hoy un Ayer” (Jankélévitch, 2002, p. 121). Una vez muerto el sujeto, “La muerte estiliza,
maginifica, dignifica la existencia pasada”, aunque esto solo es claro para quienes sobreviven al sujeto
(Jankélévitch, 2002, p. 121). Así, “el fin último interpreta, en última instancia, el sentido de toda la
duración, la terminación, perfeccionando y redondeando la totalidad, da testimonio del significado
general de una vida consagra su promoción histórica” (Jankélévitch, 2002, p. 121). Toda vida, en su
unicidad, es guiada por un orden y un sentido, aunque estos no se manifiesten sino en el final, de modo
que pareciera estar regida por cierta improvisación. Lo mismo sucede son cada acción o estado, como
la inocencia: su posesión y conocimiento se excluyen mutuamente: “la inocencia en presente, la
inocencia en el acto es una simple inconsciencia substancial; e inversamente, la conciencia de la
inocencia y el ideal de pureza no aparecen más que cuando la inocencia está despabilada y desde hace
tiempo pasada” (Jankélévitch, 2002, p. 126). De modo que el entramado solo sera descubierto frente a
un otro.
Existe una entreabertura que permite vislumbrar el misterio y la ambigüedad de la muerte
(quoddidad): además de ser “a la vez la imposibilidad de vivir y la condición fundamental de la
existencia […] es también una barrera infranqueable y una fecha indefinidamente aplazada”; entre el
sujeto y su muerte se compone una “Ciencia nesciente y poder impotenete, gnosis a medias y débil
fuerza” (Jankélévitch, 2002, p. 129). Por esta razón, la muerte constituye un misterio, ya que no se
puede dar respuesta clara y demostrable a “las preguntas Dónde, Cuándo y Cómo”, aunque si es posible
determinar su 'Quod', esto es, su existencia: es por tanto “evidente en su ser e inevidente en sus dudosas
e imprevisibles circunstancias” (Jankélévitch, 2002, p. 130; 134). Obviamente, la mortalidad de cada
ser vivo no ha podido ser negada, sin embargo, nadie sabe cuándo, dónde o cómo ha de morir, pues es
totalmente imprevisible; más que un conocimiento científico, 'objetivo' y 'exacto', frente a la muerte
solo existe una “ciencia nesciente”: la Entrevisión (Jankélévitch, 2002, p. 134). Así, vislumbramos la
“vulnerabilidad del organismo y la precariedad de la existencia en general” que se sostiene en una
vulnerable e inestable continuidad y tranquilidad, basada en “la inercia y el automotismo” y la
ignorancia (Jankélévitch, 2002, p. 135; 137). Claro que muchos intentan descubrir qué existe más allá:
“condenado a una medio verdad, se cree lo suficientemente fuerte para soportar la verdad entera”, sin
saber que este conocimiento lo sumirá en la desesperación, sustentada en una “avaricia enfermiza y una
fobia ansiosa por el tiempo perdido”, sin dejar tiempo ni posibilidad de creación o innovación,
deteniendo todo progreso (Jankélévitch, 2002, p. 142; 143). Del mismo modo, sin futuro el pasado se
inmoviliza, de manera que se detiene todo devenir. O por el contrario, la incertidumbre de la hora
(Quando) impulsan “esperanzas insensatas” que llegan a poner en duda incluso la propia mortalidad, de
modo que la quoddidad se transforma en una modalidad más, aunque este deseo no es capaz de
sostenerse ante la abundante evidencia (Quod) (Jankélévitch, 2002, p. 145).
Con el paso de los años, la salud y el organismo se deterioran, por lo que las posibilidades de
sobrevivir decaen al tiempo que aumenta la probabilidad de morir, aunque la incertidumbre mantiene la
ilusión de la inmortalidad: “mezcla de inseguridad y esperanza […] disparidad de un certeza
quodditativa y de un incertidumbre cronológica lo que da a nuestra vida el impulso y la energía
necesarios para emprender cualquier cosa” (Jankélévitch, 2002, p. 149). De modo que tanto la
certidumbre como el conocimiento de sus modalidades, sume al hombre en una tragedia particular.
Conocimiento y acción, son dos campos que se excluyen frente a la muerte; saber y no poder actuar
frente a ella, he aquí el origen de la angustia y la desesperación humana. La existencia solo se sostiene
cuando logramos “saber lo uno (sobre lo que nada podemos), poder lo otro (sobre lo que nada
sabemos), poder sin saber o saber sin poder: vaivén que da impulso a la acción” (Jankélévitch, 2002, p.
150). Así, este “saber impotente y [este] poder ignorante, son en cierto modo las dos mitades
complementarias y separadas de un todopoderoso conocimiento total que ninguna razón puede
concebir” (Jankélévitch, 2002, p. 150).
Es inevitable resignarse a la quoddidad la muerte (mortalidad, doloridad, espacialidad,
temporalidad); desde siempre, el hombre ha modificado su medio para aumentar su calidad de vida, sin
embargo, a pesar de su poder, continua siendo “casi todopoderoso en lo que concierne al Cuándo y al
Cómo de la muerte” (Jankélévitch, 2002, p. 153). Toda muerte es súbita y evitable en sus
circunstancias; evitando suscesiamente la muerte, ad infinitum, el hombre podría alcanzar la
inmortalidad: aún en el lecho de muerte, “sólo hay un moribundo que está vivo y que puede sanar”
(Jankélévitch, 2002, p. 153). Se establece así una especial relación entre el Quando y el Quod,
mutuamente modificables y el ser humano, guiado por un fuerte e insondable “instinto de
conservación” siempre tenderá a buscar su sobrevivencia, por sobre su bienestar (Jankélévitch, 2002, p.
155).
“Dios deja al hombre las modalidades y se reserva la quoddidad” (Jankélévitch, 2002, p. 157);
obligación de morir, pero libertad para decidir cómo, cuándo y dónde. Respecto de la espacialidad
como obstáculo separa y ubica a cada ser, alejado del resto, permitiendo su movilidad. El tiempo, por
su parte, es “Irreversible e Irreparable”; el pasado solo puede ser evocado no revivido, se puede
cambiar la forma de vivir el futuro, pero no su eventual llegada: toda falta puede resarcirse, no así el
hecho de haberla cometido (Jankélévitch, 2002, p. 161).
En sí misma, la muerte “no es ni transformación ni metamorfosis, es decir, tránsito de una forma
a otra, sino nihilización, es decir, tránsito de una forma a la ausencia de toda forma” (Jankélévitch,
2002, p. 162).
Toda acción realizada por el hombre busca alejar la muerte y prolongar el mayor tiempo posible
la vida; por esta razón, nunca se perderá la esperanza de la inmortalidad. Sin embargo, “El combate
contra la muerte es un enfrentamiento sin oponente, y la idea misma de victoria o de derrota no es más
que una metáfora” (Jankélévitch, 2002, p. 164). En relación a la muerte y su quod, existen dos tipos de
resignación: “una a posteriori o consecuente, y que nunca está completamente ni definitivamente
resignada, y la otra antecedente o a priorio”, donde la primera se deriva de la experiencia vital y
conlleva una “serie de renunciamientos negativos” en torno a una idea simplificada del destino, el cual
fijaría el modo y la fecha de la muerte, de modo que no anteponen mayor resistencia; la segunda, en
cambio, retrasa el fin todo lo posible y “hace del medio un fin” (Jankélévitch, 2002, p. 164). La mala
voluntad (noluntad) se guía por “cinco grandes malas razones” que son “Lo incognoscible, lo
imposible, lo incurable, el mal social, la falta moral”; mientras que existe una “subvoluntad” guiado por
la imposibilidad que supone el destino (Jankélévitch, 2002, p. 166; 167). El ser humano es “hacer-ser y
poder-hacer, centro de toda acción y libertad de actuar” de modo que no puede caer en la resignación
(Jankélévitch, 2002, p. 170). Después de todo, “el hombre está a la vez fuera y dentro de la muerte; está
fuera por la conciencia trascendente que tiene de ella, y está dentro en cuanto que el ser pensante es él
mismo un ser mortal” (Jankélévitch, 2002, pp. 170-171). La muerte sobrevendrá de igual modo, pero la
“condición humana” de por sí sigue siendo “maleable” (Jankélévitch, 2002, pp. 170-171).
El devenir siempre se orienta hacia el futuro, por lo que “es en principio orientación y
dirección, vocación y finalidad” (Jankélévitch, 2002, pp. 171-172). La vida, determinada en su
comienzo, se mentiene entreabierta, pues no es posible predecir su final; “esta abertura es la abertura de
un ser «relativamente eterno» o eterno «a medias»”, un humano que es al mismo tiempo un semidiós
(Jankélévitch, 2002, p. 172). Entreabertura cerrada en su inicio, determinada por el nacimiento, y semi-
cerrada en su terminación, debido a la certeza de la muerte; el nacimiento tiene lugar en coordenadas
exactas (espacio-tiempo), generalmente fáciles de determinar, del mismo modo que lo será la defunción
del sujeto. Sin embargo, el nacimiento también es importante por otra razón, pues en él “nos vienen
dado los handicaps al principio y los elementos del destino que gravarán la continuación de la
existencia; fatalidades biológicas, taras anatómicas, herencia” (Jankélévitch, 2002, pp. 173-174). El
nacimiento establece “el más extremo pretérito”, así como la muerte “es el futuro más extremo”, que no
se convertirá en presente ni pasado, excepto para los testigos y los supervivientes, respectivamente
(Jankélévitch, 2002, p. 174). Entonces, se establece una especie de simetría que solo se concretará al
momento de acaecidos, entre ambos eventos: “la muerte, en el último momento, enuncia la forma de la
vida, pero debe negar esa vida para poder enunciar su forma; dice sí y no a la vez. El nacimiento, por el
contrario, dice dos veces sí: primero afirma, y después confirma lo que afirma” (Jankélévitch, 2002, p.
175).
Por su parte, el instante mortal, aquel instante que podría revelar el misterio, no permite ningún
tipo de filosofía por su brevedad: “en esa nada de duración, ninguna conclusión [se puede] sacar de ese
no-sentido” (Jankélévitch, 2002, p. 208). Si bien podría existir cierta “simultaneidad-relámpago” entre
la conciencia y la muerte, esto no permite concluir nada, pues “al instante siguiente, o mejor aún en el
mismo instante, ya no hay conciencia ni ser consciente” (Jankélévitch, 2002, p. 208). De todos modos,
el instante “No puede ser vivid[o] como una experiencia psicológica consciente -puesto que toda
conciencia es o bien anticipadora o bien retardatoria” (Jankélévitch, 2002, pp. 208-209). Por esta razón,
“La especie de pudor que nos inspira la muerte se debe en gran parte a ese carácter inimaginable e
inenarrable del instante mortal”, de ahí nuestra “fobia [al] Adiós” (Jankélévitch, 2002, p. 209). Incluso
cuando se habla incesantemente, esto no es más que una señal de timidez que solo busca confundir y
aturdir con su incesante balbuceo. Una forma de evitar este instante podría ser construir su relato, sin
embargo, en tanto serie de (pequeños o micro) acontecimientos sucesivos, narrar la muerte es
imposible. Es más, lo más probable es que, de poder analizarlo, en su brevedad solo encontraríamos “el
hecho puro y simple de morir […] [que] se reduce a una fecha en el calendario y a un segundo en el
cronómetro” (Jankélévitch, 2002, p. 210; 211). Nuestro movimiento se ve delimitado rápidamente: “no
nos queda más elección que entre el relato del más acá, que es biografía, y la novela del más allá, que
es escatología y cuento fantástico” (Jankélévitch, 2002, p. 211). Por medio de las celebraciones
fúnebres es posible alargar el instante, revestirlo de gloria e introducirlo en el diario vivir, aunque no
incrementan su duración, sino “el estrecemiento social” de los supervivientes, impotentes frente a la
muerte (Jankélévitch, 2002, pp. 212-213).
El instante mortal no puede ser reducido a un concepto, de modo que la categoría de cantidad no
le concierne; tal vez puede ser reconocido como el momento de mayor intensidad, como el “grado
mortal” (Jankélévitch, 2002, p. 219). La muerte (el morir) “representa perfectamente […] el límite
infranqueable que una experiencia soberana puede alcanzar”, luego de la cual se deriva en la nada
(Jankélévitch, 2002, p. 215). Frente a la muerte, la enfermedad se transforma en un peligro: “la
enfermedad sólo es una enfermedad porque la criatura puede teóricamente morir de ella” (Jankélévitch,
2002,p. 216). Así, todo acto, toda afección, cada dolor, posee su propia “dosis de muerte infinitesimal”
(Jankélévitch, 2002, p. 217). Por su parte, tal vez se podría pensar en términos cualitativos, entendiendo
la calidad como una alteración, un cambio considerado en términos de intervalo. La muerte constituye
un cambio monstruoso, incomparable e inexpresable. El devenir (maduración, envejecimiento) consiste
en una alteración continua que, sin embargo, no modifica la substancia, manteniendo la continuidad del
ser. El devenir conlleva cierta “modificación cualitativa”; existe una “transubstanciación” metafísica
que involucra un cambio real que “se inscribe en efecto en la continuación y en la plenitud del
existente”, mientras que la nihilización mortal impide toda continuación (Jankélévitch, 2002, p. 221): la
muerte transforma a todo ser vivo en cadáver, en este “algo informe” y caótico (Jankélévitch, 2002, p.
221?). Más que una mera transformación, más que una “transubstanciación radical que es un cambio
total, o transmutación del otro en un otro distinto” la mutación que constituye la muerte “empuja al ser
del todo a la nada y le precipita en la Nada total”, es decir, “la descreación mortal” (Jankélévitch,
2002, pp. 221-222).
La muerte, como negación, conlleva “la liquidación universal, la gran desmovilización general”,
aniquilamiento total y cambio particular, que se opone a toda “supresi[ón] parcia[l]”, pues supone el
“vacío absoluto, incompensable, dejado por la desaparición de la persona” (Jankélévitch, 2002, pp.
222-223; 224). Frente a la muerte, si no se posee salud, “el dolor es una señal de sensibilidad [que]
representa un éxito relativo e incluso una remota esperanza”; la muerte, más que dolor, es su liberación
(Jankélévitch, 2002, p. 226). La muerte no despliega ningún tipo de transformación: ni temporal ni
espacial. La muerte “es una alteración sin otro […] un devenir que hace como si deviniera algo,
especialmente otra cosa, pero no deviene nada” sino que desemboca en un “no-futuro” (Jankélévitch,
2002, pp. 227-228). No puede existir ni transformación ni devenir pues no hay un después de la muerte,
ahora nihilización total y definitiva, de modo que, si se considera en tanto transformación, la muerte
constituye la última, rompiendo la secuencia de cambios que toda transformación reúne y reinicia.
Alejada de todo aspecto topográfico o cronológico, la muerte “es un indeterminable
determinado”, instante que inaugura, a su vez, una nueva “era intemporal que es la eternidad póstuma”,
“umbral del tiempo y del no-tiempo” (Jankélévitch, 2002, p. 230). La muerte alcanza al sujeto en un
lugar determinado de modo que es, efectivamente, localizable, aunque así mismo “deviene en el acto y
sobre la marcha un misterio transespacial” que no aterriza en una parte que no es ninguna-parte:
“distancia infinita [que] implica una separación definitiva” (Jankélévitch, 2002, p. 231; 232).
“Ausencia metaempírica y, literalmente, escatológica” (Jankélévitch, 2002, p. 233). El desplazamiento
que supone la muerte encierra un misterio más: el vivo es reemplazado por un muerto, sin que exista
movimiento alguno, es decir, el muerto deja tras de sí rastros: un cadáver. Sin embargo, éste “no
merece ser visto; ni está hecho, hablando con propiedad, para ser visto”; rechazo ante la carroña que
despierta, no obstante, un sentimiento mitad horror y mitad fascinación (Jankélévitch, 2002, pp. 233-
234). En vida, el ser (cuerpo-alma) y en la muerte, el no-ser presentan un estado ambigüo, juego de
presencias y ausencias: “presencia ausente”, cuerpo físico y aquel “misterio impalpable que por sí solo
hacía de ese cuerpo «una presencia»” (Jankélévitch, 2002, p. 237; 235).
El no-ser no puede establecer ningún tipo de “relación o comunicación con una alteridad”
(Jankélévitch, 2002, p. 238). No se trata de “una simple ausencia” sino de una completa “inexistencia”:
el muerto siempre será la tercera persona: no constituye un “tú” al que es posible dirigirse
(Jankélévitch, 2002, pp. 238-239). El muerto es, por tanto “irrelativo”; no existe un punto de
comunicación ni parámetro de comparación entre los planos en los que se inscriben el ser y el no-ser:
“El muerto no está en relación con nadie; y en consecuencia la muerte de ese muerto es absolutamente
incomunicable” (Jankélévitch, 2002, p. 239).
Existiría un “medio de trivializar, de minimizar e incluso de ahorrar completamente el instante
de la muerte […] consiste en hacer de la vida una muerte perpetua, y del vivo si no un ser nacido-
muerto, al menos un ser naciente-moribundo” (Jankélévitch, 2002, p. 245). De este modo, “La muerte
en este caso no es ya un acontecimiento único que sobreviene al final de la vida, sino un fenómeno
incesante que interviene a cada minuto mientras dura la existencia; la muerte se encuentra por tanto
repartida todo a lo largo de la duración, en todas las horas y en todos los minutos de esas horas”
(Jankélévitch, 2002, p. 245). De modo que la muerte pierde toda excepcionalidad, “no es más que el
prosaico instante final y pierde toda solemnidad” (Jankélévitch, 2002, p. 246). Específicamente, para
los ascéticos, la mortificación, en tanto “envejecimiento filosófico” permite apresurar el
envejecimiento; mediante el aislamiento o la purificación, se busca “aflojar lo más posible el lazo que
une el alma y el cuerpo, para que en el último momento, el nudo sea más fácil de desatar”
(Jankélévitch, 2002, p. 247). No obstante, “no hay comparación posible entre una muerte en miniatura
instantáneamente neutralizada por la reacción o la readaptación del organismo, y la muerte propiamente
dicha” (Jankélévitch, 2002, p. 248). Solo existe una gran muerte, absoluta y total; la muerte no puede
ser medida de manera cuantificable o de ninguna otra forma, de lo contrario, existiría “una cierta
mezcolanza despreciable de ser y de no-ser, algo que siempre ha estado a mitad de camino entre los dos
y que no es nunca ni lo uno ni lo otro y que nunca se decide a ser o francamente lo uno o claramente lo
otro” (Jankélévitch, 2002, p. 249). El ser que está vivo, sin importar la condición de su estado, no
puede estar muerto, sino que está “tan alejado de la muerte como un recién nacido”, pues la distancia
que lo separa del instante mortal solo podrá ser considerada luego de su muerte (Jankélévitch, 2002, p.
250).
Esta indeterminación solo supondría la inexistencia de la muerte o de la vida: “Pues la vida no
se convierte gradualmente en una muerte, del mismo modo que la muerte no nace poco a poco de la
vida ni madura en ella” (Jankélévitch, 2002, p. 252). Aún así, la idea de la concreción de tal encuentro
suscita nuestro terror: “La conciencia fabrica un espantajo, que es la muerte vista desde la vida”
(Jankélévitch, 2002, p. 253). Más allá de ello, la muerte nunca aqueja al sujeto: “nunca nadie se siente
concernido, ni antes (pues la muerte, por supuesto, no ha sobrevenido todavía) ni después (pues ya no
hay nadie a quien la muerte concerniría)” (Jankélévitch, 2002, p. 253). El instante que supone la
muerte, es un “casi-nada […] el hecho mismo del tránsito y el acontecimiento de ese tránsito”, es decir,
la “transición misma” (Jankélévitch, 2002, p. 254). Aquí, el “casi” supone “un mundo y una distancia
infinitamente infinita entre el Instante y la nada”, entre este “intervalo infinitesimal” (Jankélévitch,
2002, p. 255).
La angustia que se despierta ante la muerte, no tiene relación con la muerte en sí, sino con su
“advenimiento” en tanto “acontecimiento”; sin embargo, de uno u otro modo, “esta fobia del instante
supremo es lógicamente poco razonable”, angustia que se disfraza al remitir constantemente al más allá
de la muerte (Jankélévitch, 2002, p. 255).
Resulta curioso la relación que se establece entre el instante mortal y el envejecimiento: “las
posibilidades de muerte aumentan objetivamente con el desgaste del organismo, pero a pesar de todo
una conciencia interior vive su presente como un eterno presente: mientras los estragos en el organismo
son cada vez más graves, el hombre que envejece se irá acercando poco a poco a la muerte, hasta
morir; pero en la medida en que todo presente es igual a otro presente, en que un vivo está en vida
mientras no está muerto, y esto hasta el último segundo, en esa medida la muerte es siempre una muerte
tajante y trascendente” (Jankélévitch, 2002, pp. 256-257). La muerte es pura improvisación, no acepta
preparación alguna; no es necesario vencer ningún obstáculo ni es necesario practicar, pues solo se
posee una oportunidad: “el carácter irreparable de la muerte excluye esos retoques y remiendos, esas
repeticiones sucesivas, esos tanteos, en fin, esos ensayos que son la señal de todo aprendizaje y la
condición misma del progreso; no hay perfeccionamiento ni, por consiguiente habilidades
gradualmente capitalizadas; las lecciones, los hábitos, los recuerdos depositados en nosotros en el
transcurso de la experiencia precedente no nos sirven para ninguna experiencia nueva” (Jankélévitch,
2002, p. 258). Sin saber el origen del peligro o sus dimensiones, es imposible aspirar a cualquier tipo de
preparación, además, claro de que solo podemos preveer su quoddidad, ignorando todos los detalles
restantes. Todo ser humano, tarde o temprano, se convence de la necesidad de morir, aunque no logre
persuadirse completamente. Así, la muerte “revela en el último momento la micropsiquis innata del
falso héroe y el heroísmo insospechado de aquel a quien se creía cobarde” (Jankélévitch, 2002, p. 260).
Claro que, a medida que vive, el hombre se acerca irremediablemente a su propia muerte: “por
una parte el desgaste del organismo envejecido aumenta sin cesar las posibilidades de muerte, hace a la
muerte cada vez más probable […] pero por otra parte si no se produjera un hecho nuevo, un accidente
en ocasiones mínimo y apenas apreciable […] el hombre envejecería indefinidamente sin morir jamás”
(Jankélévitch, 2002, p. 263). Debido a ello, se requiere de “una conclusión expresa [que] ponga el
punto final a los preámbulos y precipite las cosas forzando al penúltimo minuto a declararse último”
así, “toda muerte, incluso la más insensible, es una muerte relativamente súbita y accidental; toda
muerte es en algún grado muerte violenta -más aún: la muerte es la violencia misma” (Jankélévitch,
2002, pp. 263-264).

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