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LAS BRUJAS

Y las brujas caminaban por las aceras. Miraban sus reflejos en las vitrinas de los grandes
aparadores de las tiendas, escondían sus ojos tras refinados lentes de sol. Algunas
pasaban las tardes en las cocinas de sus enormes casas familiares en los suburbios,
horneando pasteles y galletas, arrullando bebés y paseándose con sus lujosas aspiradoras.
Otras encontraban diversión entre libros y pequeñas tertulias en departamentos
europeos, aquellas en las que se reúnen pobres pimpollos con aspiraciones de somelier.
Allí estaban, intentando aspirar un poco de la estupidez que hemos construido, de las
mentiras que nos alegran y nos hacen sentir tranquilos. ¡Vaya despropósito! Es una
lástima sólo poder verlas bailando por las calles con sus falsos vestidos de mujeres
insulsas. Sería toda una dicha atisbarlas en su intimidad. Verlas cuándo se conjuran el
rostro con aceites naturales, escucharlas ensalzándose en las bañeras con la música que
les desorienta el cuerpo y les dirige el alma. Sus pequeños rituales represados en la
intimidad de sus alcobas deben ser un secreto difícil de guardar.

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