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Historia de la Iglesia - ITEC Alto Paraná -

Iglesia del Evangelio Cuadrangular “Ágape” - Abril de 2018


INTRODUCCION
Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el
mundo fuese empadronado.
Lucas 2:1

Desde sus mismos orígenes, el evangelio se injertó en la historia humana. De hecho, eso es el
evangelio: las buenas nuevas de que en Jesucristo, Dios se ha introducido en nuestra historia, en
pro de nuestra redención.
Los autores bíblicos no dejan lugar a dudas acerca de esto. El Evangelio de San Lucas nos dice que
el nacimiento de Jesús tuvo lugar en tiempo de Augusto César, y “siendo Cirenio gobernador de
Siria” (Lucas 2:2). Poco antes, el mismo evangelista coloca su narración dentro del marco de la
historia de Palestina, al decirnos que estos hechos sucedieron “en los días de Herodes, rey de
Judea” (Lucas 1:5).
El Evangelio de San Mateo se abre con una genealogía que enmarca a Jesús dentro de la historia y
las esperanzas del pueblo de Israel, y casi seguidamente nos dice también que Jesús nació “en días
del rey Herodes” (Mateo 2:1). Marcos nos da menos detalles, pero no deja de señalar que su libro
trata de lo que “aconteció en aquellos días” (Marcos 1:9). El Evangelio de San Juan quiere
asegurarse de que no pensemos que todas estas narraciones tienen un interés meramente transitorio,
y por ello comienza afirmando que el Verbo que fue hecho carne en medio de la historia humana
(Juan 1:14) es el mismo que “era en el principio con Dios” (Juan 1:2).
Pero después todo el resto de este evangelio se nos presenta a modo de narración de la vida de
Jesús. Por último, un interés semejante puede verse en la Primera Epístola de San Juan, cuyas
primeras líneas declaran que “lo que era desde el principio” es también “lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos” (l Juan 1:1).
Esta importancia de la historia para comprender el sentido de nuestra fe no se limita a la vida de
Jesús, sino que abarca todo el mensaje bíblico. En el Antiguo Testamento, buena parte del texto
sagrado es de carácter histórico. No sólo los libros que generalmente llamamos “históricos”, sino
también los libros de la Ley, por ejemplo, Génesis y Éxodo, y de los profetas nos narran una
historia en la que Dios se ha revelado a su pueblo. Aparte de esa historia, es imposible conocer esa
revelación.
También en el Nuevo Testamento encontramos el mismo interés en la historia. Lucas, después de
completar su evangelio, siguió narrando la historia de la iglesia cristiana en el libro de Hechos. Esto
no lo hizo Lucas por simple curiosidad anticuaria. Lo hizo más bien por fuertes razones teológicas.
En efecto, según el Nuevo Testamento la presencia de Dios entre nosotros no terminó con la
ascensión de Jesús. Al contrario, el propio Jesús les prometió a sus discípulos que no les dejaría
solos, sino que les enviaría otro Consolador (Juan 14:16–26).

Y al principio de Hechos, inmediatamente antes de la ascensión, Jesús les dice que recibirán el
poder del Espíritu Santo, y que en virtud de ello le serán testigos “hasta lo último de la tierra”
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(Hechos 1:8). La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés marca el comienzo de la vida de
la iglesia. Por lo tanto, lo que Lucas está narrando en el libro que generalmente llamamos “Hechos
de los Apóstoles” no es tanto los hechos de los apóstoles como los hechos del Espíritu Santo a
través de los apóstoles. Lucas escribe entonces dos libros, el primero sobre los hechos de
Jesucristo, y el segundo sobre los hechos del Espíritu. El segundo libro, empero, casi parece haber
quedado inconcluso. Al final de Hechos, Pablo está todavía predicando en Roma, y el libro no nos
dice qué fue de él ni del resto de la iglesia. Esto tenía que ser así, porque la historia que Lucas está
narrando necesariamente no ha de tener fin hasta que el Señor venga.
Naturalmente, esto no quiere decir que toda la historia de la iglesia tenga el mismo valor o la
misma autoridad que el libro de Hechos. Al contrario, la iglesia siempre ha creído que el Nuevo
Testamento y la edad apostólica tienen una autoridad única. Pero lo que antecede sí quiere decir
que, desde el punto de vista de la fe, la historia de la iglesia o del cristianismo es mucho más que la
historia de una institución o de un movimiento cualquiera. La historia del cristianismo es la historia
de los hechos del Espíritu entre los hombres y las mujeres que nos han precedido en la fe.

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LOS GRANDES PERÍODOS DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA
En esta etapa quizá nos convenga recordar dos puntos importantes. El primero de estos puntos es
que la historia que estamos narrando es la historia de los hechos del Espíritu Santo, sí; pero es la
historia de esos hechos entre gentes pecadoras como nosotros. Esto puede verse ya en el Nuevo
Testamento, donde Pedro, Pablo y los demás apóstoles se nos presentan a la vez como personas de
fe y como miserables pecadores. Y, si ese ejemplo no nos basta, no tenemos más que mirar a los
“santos” de Corinto a quienes Pablo dirige su primera epístola.
El segundo punto que debemos recordar es que ha sido precisamente a través de esos pecadores y
de esa iglesia al parecer totalmente descarriada que el evangelio ha llegado hasta nosotros. Aun en
medio de los siglos más oscuros de la vida de la iglesia, nunca faltaron cristianos que amaron,
estudiaron, conservaron y copiaron las Escrituras, y que de ese modo las hicieron llegar hasta
nuestros días. Además, según iremos viendo en el curso de esta historia, nuestro propio modo de
interpretar las Escrituras no deja de manifestar el impacto de esas generaciones anteriores. Una y
otra vez a través de los siglos el Espíritu Santo ha estado llamando al pueblo de Dios a nuevas
aventuras de obediencia. Nosotros también somos parte de esa historia, de esos hechos del Espíritu.
Para nuestro estudio hemos dividido la historia de la Iglesia en cuatro grandes períodos, marcados
por fechas cruciales, que son los siguientes:
 Primer período: La Iglesia Antigua (hasta el año 476).
 Segundo período: La Iglesia Medieval (476-1517).
 Tercer período: La Reforma y La Contrarreforma (1517-1648).
 Cuarto período: La Iglesia Moderna (1648- 1980).
*LA IGLESIA ANTIGUA (33-476)
Desde Pentecostés hasta el año 476, en el que se produce la disolución del Imperio Romano
Occidental con la caída del último emperador romano, dura esta primera gran etapa de la Iglesia
antigua. Desde el punto de vista de la ubicación cronológica de los personajes eclesiásticos de esta
etapa, podemos clasificarla así:

1 - Edad apostólica (33-100).


2 - Padres de la Iglesia (cinco primeros siglos).
 Padres apostólicos (90-150).
 Padres apologistas (130-180).
 Padres ante-nicenos (siglos II-III).
 Padres nicenos y post-nicenos (siglos IV-V).

Edad Apostólica
... los que recibieron su palabra fueron bautizados, y se añadieron aquel día como tres mil personas.
Hechos 2:41
El libro de Hechos nos da a entender que hubo desde los inicios una fuerte iglesia en Jerusalén. Sin
embargo, después de sus primeros capítulos, ese mismo libro nos dice muy poco acerca de la
historia de aquella comunidad original. Esto se entiende, pues el propósito del autor de Hechos no
es escribir toda una historia de la iglesia, sino más bien mostrar cómo, por obra del Espíritu Santo,
la nueva fe fue extendiéndose hasta llegar a la capital del Imperio.

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El resto del Nuevo Testamento nos dice aun menos acerca de la iglesia de Jerusalén, puesto que en
este caso también la mayor parte de los libros del Nuevo Testamento trata acerca de la vida de la
iglesia en otras partes del Imperio. Esto quiere decir que al intentar reconstruir la vida y la historia
de aquella primera iglesia nos encontramos ante una infortunada escasez de datos. Sin embargo,
leyendo cuidadosamente el Nuevo Testamento, y añadiendo algunos pormenores que nos ofrecen
otros autores de los primeros siglos, podemos hacernos una idea aproximada de lo que fue aquella
primera comunidad cristiana Es error común entre muchas personas el de idealizar la iglesia del
Nuevo Testamento. La firmeza y elocuencia de Pedro en el día de Pentecostés nos hacen olvidar
sus dudas y vacilaciones en cuanto a qué debía hacerse con los gentiles que eran añadidos a la
iglesia. Y el hecho de que los discípulos poseían todas las cosas en común frecuentemente eclipsa
las dificultades que esa práctica acarreó, según puede verse en el caso de Ananías y Safira, y en la
“murmuración de los griegos contra los hebreos, de que las viudas de aquellos eran desatendidas en
la distribución diaria” (Hechos 6:1).
Inmediatamente después de narrar el testimonio y muerte de Esteban, el libro de Hechos pasa a
contarnos la labor misionera de Felipe, otro de los siete. Felipe funda una iglesia en Samaria, y los
apóstoles envían a Pedro y a Juan para supervisar la labor de Felipe. Luego, resulta claro que ya va
comenzando a formarse una iglesia fuera del ámbito de Judea, que esa iglesia no es fundada por los
apóstoles, y que a pesar de ello los doce siguen gozando de cierta autoridad sobre toda la iglesia.
Después de esto, en el capítulo nueve, Hechos empieza a hablarnos de Pablo, y la iglesia fuera de
Palestina se va volviendo cada vez más el centro de la narración. La nueva fe pasó al mundo gentil,
y pronto la iglesia contó con más miembros entre los gentiles que entre los judíos. Por tanto, la
mayor parte de nuestra historia trata acerca del cristianismo entre los gentiles. Los primeros
cristianos no creían pertenecer a una nueva religión. Ellos habían sido judíos toda su vida, y
continuaban siéndolo. Esto es cierto, no sólo de Pedro y los doce, sino también de los siete, y hasta
del mismo Pablo. Su fe no consistía en una negación del judaísmo, sino que consistía más bien en
la convicción de que la edad mesiánica, tan esperada por el pueblo hebreo, había llegado. Según
Pablo lo expresa a los judíos en Roma hacia el final de su carrera, “por la esperanza de Israel estoy
sujeto con esta cadena” (Hechos 28:20). Es decir, que la razón por la que Pablo y los demás
cristianos son perseguidos no es porque se opongan al judaísmo, sino porque creen y predican que
en Jesús se han cumplido las promesas hechas a Israel.
Por esta razón, los cristianos de la iglesia de Jerusalén seguían guardando el sábado y asistiendo al
culto del Templo. Pero además, porque el primer día de la semana era el día de la resurrección del
Señor, se reunían en ese día para “partir el pan”’, en conmemoración de esa resurrección. Aquellos
primeros servicios de comunión no se centraban sobre la pasión del Señor, sino sobre su
resurrección y sobre el hecho de que con ella se había abierto una nueva edad. Fue sólo mucho más
tarde, siglos más tarde, que el culto comenzó a centrar su atención sobre la crucifixión más bien
que sobre la resurrección. En aquella primitiva iglesia el partimiento del pan se celebraba “con
alegría y sencillez de corazón” (Hechos 2:46).
En aquella primitiva iglesia, los dirigentes eran los doce, aunque todo parece indicar que eran Pedro
y Juan los principales. Al menos, es sobre ellos que se centra la atención en Hechos, y Pedro y Juan
son dos de los “pilares” a quienes se refiere Pablo en Gálatas 2:9. Además de los doce, sin
embargo, Jacobo el hermano del Señor también gozaba de gran autoridad. Aunque Jacobo no era
uno de los doce, Jesús se le había manifestado poco después de la resurrección (1 Corintios 15:7), y
Jacobo se había unido al número de los discípulos, donde pronto gozó de gran prestigio y
autoridad.

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Según Pablo, él era el tercer “pilar” de la iglesia de Jerusalén, y por tanto en cierto sentido parece
haber estado por encima de algunos de los doce. Por esta razón, cuando más tarde se pensó que la
iglesia estuvo gobernada por obispos desde sus mismos inicios, surgió la tradición según la cual el
primer obispo de Jerusalén fue Jacobo el hermano del Señor. Esta tradición, errónea por cuanto le
da a Jacobo el título de obispo, sí parece acertar al afirmar que fue él el primer jefe de la iglesia de
Jerusalén.

Padres de la Iglesia
Se conoce con el nombre de Padres de la Iglesia a ciertos dirigentes eclesiásticos de los cinco o seis
primeros siglos que, por su aporte e influencia decisiva, jugaron un papel primordial en la vida de
la Iglesia de aquel tiempo, especialmente en lo que a la formulación de la doctrina se refiere, ya sea
en su lucha contra las herejías o en su defensa del cristianismo frente a las autoridades.
En aquellos siglos surgen las primeras controversias doctrinales en cuanto a la naturaleza de Dios
(gnósticos), de Cristo (arrianos), del hombre (pelagianos) o de la Iglesia (donatistas). También se
fija, de una vez por todas, el canon del Nuevo Testamento, es decir, la lista de libros recibida como
inspirada por el Espíritu Santo.
En el conjunto de toda esta etapa hay una fecha crucial que la divide en dos: el año 313 el
emperador Constantino promulga el ‘edicto de Milán’ por el que se pone fin a la persecución y la
intolerancia hacia el cristianismo por parte de las autoridades romanas.
Naturalmente, la consecuencia más inmediata y notable de la conversión de Constantino fue el cese
de las persecuciones. Los pocos gobernantes paganos que hubo después de él no persiguieron a los
cristianos, sino que trataron de restaurar el paganismo por otros medios.
A partir de ahí, salvo el reinado de Juliano el Apóstata, el cristianismo gozará de libertad e incluso
hará alianza con el Estado convirtiéndose, en ese sentido, en sucesor del antiguo paganismo oficial.
Por lo tanto podemos decir que existe una etapa, dentro de este período, de iglesia perseguida y
otra, de iglesia oficial.
Podemos también establecer este periodo como el “nacimiento” de la Iglesia Católica Romana, no
exactamente tal como la conocemos hasta nuestros días, pero sí, como punto de partida para
algunos de los dogmas más conocidos de la misma, algunos cuyas afirmaciones compartimos hasta
hoy los protestantes.
Otra fecha clave en este ciclo es la que marca la celebración del concilio de Nicea (325) en el que
queda fijada la doctrina de la Trinidad, especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre el
Padre y el Hijo. De ahí que muchos historiadores dividan a los Padres de la Iglesia en antenicenos,
nicenos o post-nicenos dependiendo si vivieron antes, durante o después de ese Concilio. El
Concilio de Constantinopla (381) reafirmó lo que había dicho el de Nicea acerca de la divinidad del
Verbo, y añadió que lo mismo podría decirse del Espíritu Santo. Luego, fue ese concilio el que
proclamó definitivamente la doctrina de la Trinidad. En gran medida, sus decisiones, y la teología
que esas decisiones reflejaban, fueron obra de los Grandes Capadocios.
También es en esta época cuando se sientan las bases de la división del pueblo de Dios en dos
clases netamente diferenciadas: el clero y los laicos, con todo lo que eso supondrá para el desarrollo
del sacerdocio, del obispado y del papado.

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* LA IGLESIA MEDIEVAL (476-1517)
Esta larga etapa se extiende desde el fin del Imperio Romano de Occidente hasta el nacimiento de
la Reforma. Durante ella tiene lugar el ascenso del papado y de la iglesia de Roma a sus máximas
alturas de poder, la expansión del cristianismo fuera de las fronteras del Imperio Romano fruto del
esfuerzo misionero, el nacimiento y el avance imparable del islam y la reacción de las Cruzadas.
Por otra parte, las conquistas musulmanas le arrebataron a la cristiandad varios de sus más antiguos
centros de difusión y pensamiento: Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Cartago. En consecuencia,
sólo dos ciudades quedaron entonces que podrían disputarse la hegemonía sobre el mundo
cristiano: Roma y Constantinopla. Alrededor de cada una de ellas el cristianismo fue tomando su
propia forma, hasta que se produjo la ruptura definitiva, en el año 1054. Esta es una fecha clave que
marca el período en el que ocurrió el “cisma”, es decir la división entre la Iglesia de occidente, con
sede en Roma, y la de oriente, con sede en Constantinopla. Esa división perdura hasta nuestros
días; las Iglesias orientales son las que comúnmente se denominan Iglesias Ortodoxas.
Durante esta fase el pensamiento teológico llega a un punto de estancamiento con el
escolasticismo, que fue el intento de compaginar la fe cristiana y la filosofía griega. Este será uno
de los factores que prepararán los movimientos pre-Reforma y la Reforma misma.
El ocaso del papado no fue tan rápido, sino que implicó un proceso de creciente decadencia, al
principio de esta época, al faltar la unidad imperial, y por un breve tiempo, los papas fueron la
única fuente de autoridad universal en la Europa occidental. Luego de los papados de Nicolás I y
Adriano II, los cuales actuaron con celo y apuntaron la vida pecaminosa de muchos, incluyendo a
reyes y otras autoridades, los acontecimientos fueron tomando otro rumbo.
Podemos decir, que todo este declinio se inicia a finales del siglo IX, en la época del papa Juan
VIII, quien fue asesinado y que no contó con un papado de mucha relevancia. A partir de entonces
los papas se suceden unos a otros con rapidez vertiginosa. Su historia se vuelve tan complicada y
tan llena de intrigas y crímenes que aquí no podemos sino mencionar algunos acontecimientos que
son típicos de aquellos tiempos. El papado se volvió manzana de discordia entre distintos partidos
romanos y transalpinos. No faltaron los papas que fueron estrangulados, o que murieron de hambre
en los calabozos en que los habían puesto sus sucesores. Eran moneda corriente el comportamiento
libertino de los llamados “pontífices” y la simonía (la compra y venta de cargos eclesiásticos) eran
los principales males. A veces hubo más de un papa, y hasta tres. Es en este período cuando la
depravación del papado llega a su apogeo y cuando se produce lo que se ha dado en llamar ‘la
cautividad babilónica del papado’, en el que incluso varios papas coexisten a la vez. En medio de
aquel caos, Enrique III de Alemania decidió intervenir, declaró depuestos a tres papas que se
disputaban el título y nombró a otro, además promulgó una serie de decretos contra la corrupción
eclesiástica.
El monasticismo alcanza aquí su máximo auge; lo que comenzó siendo algo pensado para unos
pocos que, ante la apatía general de la cristiandad, buscaban un cristianismo más radical y
comprometido, se multiplican y crecen las órdenes monásticas: Las hay mendicantes, estrictas,
relajadas, militares, contemplativas, etc.

*LA REFORMA Y LA CONTRARREFORMA (1517-1648)

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Antes de entrar por completamente en el asunto de la reforma, hablaremos breve e
introductoriamente de algunos precursores de la reforma.
La corrupción de la Iglesia era ya un problema evidente desde el año 1000 y así han de entenderse
los intentos de reforma de Cluny y de Císter, dos monasterios que se rebelaron contra los vicios de
la Iglesia ligada a los estados feudales del mundo laico, acusada por su enriquecimiento y un poder
temporal excesivo, estas órdenes estaban inspiradas en un idealismo de pobreza y austeridad, a la
vez que enfatizaron y difundieron los principios de la reforma.
Los problemas de este momento fueron además de las entregas de dinero, las ventas de cargos
eclesiásticos y otros casos de corrupción. La Iglesia recibía dinero por entregar indulgencias para la
salvación ante Dios. Papas y obispos fueron más figuras políticas que eclesiásticas, usando sus
cargos siempre en su beneficio personal. Se ignoraban los principios de castidad y pobreza
quebrando así la autoridad moral de la Iglesia. Además, se daba un frecuente absentismo y la
situación del bajo clero era tan mala como en la Edad Media, sin formación y sin medios
suficientes.
La posición de superioridad de la Iglesia y su abuso de autoridad dio lugar a un fuerte
resentimiento hacia ella. Los monarcas cada vez estaban más molestos al tener que recaudar
impuestos para enviar dinero a Roma y por el pago de diezmos. Las clases altas veían además una
oportunidad de obtener las tierras de la Iglesia. La invención de la imprenta jugó un papel
fundamental al permitir una circulación de autores ajenos a la doctrina oficial y de carácter
nacionalista. En este contexto hay que entender la obra de John Wyclif, que inició la primera
traducción al inglés de la Biblia y por la gran transmisión que logra su obra se le considera un
precursor de la reforma protestante.
Otro pilar en la denominada pre-reforma es Jan Huss, importante filósofo y teólogo proveniente de
Bohemia (actual República Checa), fue escritor de una gran obra denominada Eclessia, detallando
sus mayores discrepancias contra el sistema católico imperante en esa época. Su conclusión más
importante se basa en que Cristo es la cabeza de la Iglesia y no el papa y los cardenales. Este
escrito fue clave para el despertar de la Iglesia protestante. En este contexto, Huss fue nombrado en
1409 rector de la Universidad de Praga. A la luz de las doctrinas de Wyclif, a cuyos escritos tuvo
acceso, quería que la Iglesia católica fuera pobre, que todo lo que hiciera estuviera claramente
basado en el Evangelio; además, criticaba la venta de indulgencias. Le decía a todo el pueblo que
debía desobedecer a la Iglesia porque era evidente que los sacerdotes vivían en el pecado. También
pretendía que se prohibieran los bailes. Participó en los grupos que surgieron en la escuela de
predicadores que deseaban volver a la pureza de los primeros años del cristianismo y se oponían a
los grandes dirigentes de la Iglesia.
El 4 de mayo de 1415, el Concilio condenó a Wyclif y su doctrina a título póstumo. El 5 de junio
del mismo año, se llevó a Huss al convento de los Franciscanos, donde pasó las últimas semanas de
vida. Del 5 al 8 de junio de 1415 fue sometido a interrogatorio en el refectorio del convento, donde
se le instó a que se retractara de todas sus doctrinas, incluso de varias que se le atribuyeron
falsamente.
Por fin, el 6 de julio, fue llevado a la catedral de Constanza. Allí, tras un sermón acerca de la
obstinación de los herejes, se le vistió de sacerdote y se le entregó el cáliz, solo para luego
arrebatárselo en señal de que se le retiraban sus órdenes sacerdotales, además de otras muchas
burlas y torturas. Camino del suplicio, lo llevaron junto a una pira en que ardían sus libros.
De nuevo se le pidió que se retractara, y una vez más se negó firmemente. Por fin oró diciendo:
“Señor Jesús, por ti sufro con paciencia esta muerte cruel. Te ruego que tengas misericordia de mis
enemigos”. Murió cantando los Salmos.

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En la noche del 31 de Octubre de 1517 un fraile agustino clavaba Noventa y Cinco Tesis, que él
mismo había escrito, en la iglesia del castillo de Wittenberg (Alemania). Aquel fraile se llamaba
Martín Lutero y con ese gesto, sin él saberlo, estaba inaugurando una nueva etapa en la historia en
general y en la de la iglesia en particular.
Pocos personajes en la historia del cristianismo han sido discutidos tanto o tan acaloradamente
como Martín Lutero. Para unos, Lutero es el ogro que destruyó la unidad de la iglesia, la bestia
salvaje que halló la viña del Señor, un monje renegado que se dedicó a destruir las bases de la vida
monástica. Para otros, es el gran héroe que hizo que una vez más se predicara el evangelio puro, el
campeón de la fe bíblica, el reformador de una iglesia corrompida.
En los últimos años, debido en parte al nuevo espíritu de comprensión entre los cristianos, los
estudios de Lutero han sido mucho más equilibrados, y tanto católicos como protestantes se han
visto obligados a corregir opiniones formadas, no por la investigación histórica, sino por el fragor
de la polémica. Hoy son pocos los que dudan de la sinceridad de Lutero, y hay muchos católicos
que afirman que la protesta del monje agustino estaba más que justificada, y que en muchos puntos
tenía razón.
Al estudiar su vida, y el ambiente en que ésta se desarrolló, Lutero aparece como un hombre a la
vez tosco y erudito, parte de cuyo impacto se debió a que supo dar a su erudición un giro y una
aplicación populares. Era indudablemente sincero hasta el apasionamiento, y frecuentemente vulgar
en sus expresiones. Su fe era profunda, y nada le importaba tanto como ella. Cuando se convencía
de que Dios quería que tomara cierto camino, lo seguía hasta sus últimas consecuencias, y no como
quien, puesta la mano sobre el arado, mira atrás. Su uso del lenguaje, tanto latino como alemán, era
magistral, aunque cuando un punto le parecía ser de suma importancia lo hacía recalcar mediante la
exageración. Una vez convencido de la verdad de su causa, estaba dispuesto a enfrentarse a los más
poderosos señores de su tiempo.
Pero esa misma profundidad de convicción, ese apasionamiento, esa tendencia hacia la
exageración, lo llevaron a tomar posturas que después él o sus seguidores tuvieron que deplorar.
Por otra parte, el impacto de Lutero se debió en buena medida a circunstancias que estaban fuera
del alcance de su mano, y de las cuales él mismo frecuentemente no se percataba. La invención de
Ia imprenta hizo que sus obras pudieran difundirse de un modo que hubiera sido imposible unas
pocas décadas antes. EI creciente nacionalismo alemán, del que él mismo era hasta cierto punto
partícipe, le prestó un apoyo inesperado, pero valiosísimo. Los humanistas, que soñaban con una
reforma según la concebía Erasmo de Rotterdam, aunque frecuentemente no podían aceptar las
afirmaciones exageradas del monje alemán, tampoco estaban dispuestos a que se le aplastara sin ser
escuchado, como había sucedido el siglo anterior con Jan Huss.
Las circunstancias políticas al comienzo de la Reforma fueron uno de los factores que impidieron
que Lutero fuera condenado inmediatamente, y cuando por fin las autoridades eclesiásticas y
políticas se vieron libres para actuar, era demasiado tarde para acallar la protesta.
El grito de la Reforma: ‘el justo por la fe vivirá’, destruiría entonces las bases de ceremonias,
buenas obras, méritos, sacramentos, reliquias, compra-venta de indulgencias y todo un sistema de
salvación que se había elaborado lentamente, convirtiéndose en un espeso velo que ocultaba la
sencillez y la eficacia del evangelio.

El redescubrimiento de la Gracia de Dios como sola fuente de salvación, de la Fe, como único
medio de obtenerla, del sacrificio expiatorio de Jesucristo, como único acto de paga por los
pecados, de la Escritura como autoridad y guía para el cristiano, y de la Gloria de Dios como

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propósito final de la salvación, estos serán los cinco pilares de ese movimiento conocido como la
Reforma: ‘Sola fide, sola gratia, sola scriptura, solus Cristus, soli Deo Gloria’.
Lejos de ser un movimiento rígido, la Reforma adquiere un amplio abanico de manifestaciones,
unas más conservadoras y otras más radicales: desde Erasmo que abogaba por una reforma moral
de la Iglesia católica romana pero sin llegar a una ruptura, hasta los grupos más extremistas que
promovían la ruptura con cualquier institución humana, autoridades y gobiernos incluidos.
La contestación de la Iglesia de Roma vino por medio del movimiento conocido como
Contrarreforma que cristalizó en el concilio de Trento (1545-1563), en el cual quedaron fijadas las
posiciones doctrinales de esa iglesia en los asuntos que la Reforma había planteado, especialmente
en lo que se refiere a la salvación y la forma de recibirla.
La convulsión que la Reforma trajo no sólo fue de orden espiritual, sino que también tuvo sus
manifestaciones sociales y políticas, fruto de ellas fueron las conocidas como ‘Guerras de religión’
en las que estaban en juego aspiraciones, intereses y reclamaciones de diversa índole. La Paz de
Westfalia (1648) pone fin a este período y por ella se fijan las fronteras de los nuevos estados y las
áreas de influencia del protestantismo y catolicismo en Europa.
*LA IGLESIA MODERNA (1648- 1980)
Luego de los tiempos de la Reforma Protestante y la llamada Contra-reforma. Tenemos una época
que dividiremos en cuatro partes principales. A saber:

 El Monaquismo y Las Nuevas Órdenes.


 El Nuevo Continente y El Avivamiento.
 Las Misiones Modernas.
 La Iglesia y La Teología Contemporánea.

El Monaquismo y Las Nuevas Órdenes


En la Iglesia católica el intento de síntesis entre la fe y la filosofía desembocó en un escolasticismo
frío y estéril; con el advenimiento del racionalismo algo semejante le ocurrió al protestantismo: se
comienzan a poner en tela de juicio doctrinas que hasta ese momento se consideraban
fundamentales. El auge de las ciencias y el conocimiento de las leyes de la naturaleza parecen dar
al hombre la respuesta a sus necesidades; de ahí que muchos abandonen la fe en la Palabra para
sustituirla por una especie de componenda entre razón y revelación.
Sin embargo, frente a estas señales de decadencia surgen de dentro del protestantismo movimientos
que abogan por una vuelta a las raíces y por una renovación de la vida espiritual: el pietismo, que
quiere vigorizar desde adentro la Iglesia luterana o el metodismo, que reacciona ante la frialdad de
la oficial Iglesia anglicana.
Cuando los reformadores alemanes comenzaron a cerrar los conventos y monasterios, hubo buenos
católicos que no se preocuparon grandemente por ello. Lo mismo sucedió en Inglaterra cuando
Enrique VIII se apoderó de las casas monásticas. Pero esto no quiere decir que todo el monaquismo
estuviera corrompido. Había innumerables monjes y monjas que estaban convencidos de que era
necesario reformar la vida monástica, y que se dedicaron a ello. Así comenzaron a aparecer en
diversas partes de Europa nuevas órdenes.
Algunas de ellas eran un intento de volver a la antigua observancia, mientras otras iban más lejos, y
trataban de crear nuevas organizaciones que pudieran responder mejor a las necesidades de la
época. Quizá el mejor ejemplo de las primeras sea la orden de carmelitas descalzas, fundada por
Santa Teresa; y de las segundas, la de los jesuitas, que le debe su existencia a San Ignacio de
Loyola.
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El Nuevo Continente y El Avivamiento
Por otra parte las inmensas tierras del nuevo continente, todavía en buena parte por explorar,
ponían ante los ojos de muchos el deseo de fundar en esas tierras lo que en la vieja Europa no se
había conseguido: colocar los cimientos para que cada ser humano pudiera adorar a Dios con toda
libertad, y establecer gobiernos justos que garantizaran la libertad de conciencia.
De ese modo un grupo de exiliados europeos llegan a las costas de América del Norte en el
Mayflower en 1620: Son los ‘padres peregrinos’, un grupo de familias, puritanos en su mayor
parte, que buscan el oxígeno de la libertad para adorar a Dios lejos de la intolerancia europea.
Tras los peregrinos del Mayflower vinieron millares de personas con sueños parecidos, aunque
diferentes. Los moravos fundaron sus comunidades en Pennsylvania, y lo mismo hicieron los
menonitas y otros anabaptistas, buscando un lugar donde les fuera posible practicar su pacifismo y
apartarse de Ia corrupción del resto de la sociedad. Los pietistas alemanes fundaron en el mismo
estado la comunidad de Efrata, y varias otras tanto en Pennsylvania como en Ohio. En algunos
casos, estos experimentos comunitarios se iban a los extremos, como en la comunidad de Oneida,
donde llegó a practicarse no solo la comunidad de bienes, sino lo que llamaban el “matrimonio
complejo”, en el que todos los adultos decían estar casados entre sí.
A consecuencia de la guerra y de la independencia norteamericana, varias decenas de millares de
anglicanos partieron para Inglaterra y Canadá. Por fin, en 1783, los anglicanos que quedaban en el
país organizaron la Iglesia Protestante Episcopal, que incluía buena parte de la aristocracia
norteamericana.
Al principio el metodismo sufrió reveses parecidos, y por causas semejantes. Juan Wesley era
partidario decidido de la corona, y exhortó a los metodistas norteamericanos a obedecer los edictos
reales. Tras la declaración de independencia, todos los predicadores metodistas ingleses, excepto
Asbury, regresaron a la Gran Bretaña. Por esas razones, los metodistas eran impopulares entre los
patriotas norteamericanos. Pero, gracias a la tenacidad de Asbury, el metodismo norteamericano
cobró su propia forma e independencia, y se reclutaron nuevos predicadores.
Por fin, en 1784, en la “Conferencia de Navidad”, se organizó la iglesia Metodista norteamericana,
con su propia jerarquía, aparte tanto de la Iglesia Episcopal como del metodismo británico. A
diferencia de este último, el metodismo norteamericano quedó bajo la dirección de obispos cuya
autoridad era grande. A partir de entonces, y por varias décadas, el metodismo continuó creciendo
en el país.
Las otras iglesias siguieron diversos rumbos. Los congregacionalistas, a pesar del gran prestigio
que su apoyo a la revolución les dio, solo se extendieron hacia los territorios colonizados a partir de
Nueva Inglaterra. Los presbiterianos lograron algún crecimiento, aunque no tanto como los
metodistas y los bautistas. Las demás denominaciones se dedicaron a reorganizarse según lo
requería la nueva situación política, y a reparar los daños causados por la guerra.
Esa palabra que acabamos de emplear, “denominación”, representa una de las características
principales del cristianismo que resultó de Ia experiencia norteamericana. La palabra misma da a
entender que las diversas “iglesias” son en realidad “denominaciones”; es decir, distintos nombres
que los cristianos se dan. Para muchas personas las diferentes doctrinas de las iglesias eran cuestión
de poca importancia o hasta de valor negativo. Estas ideas, llevadas al ámbito de Ia vida
eclesiástica, implicaban que los distintos grupos o “iglesias” no debían pretender ser “la Iglesia”,
sino “denominaciones” que los cristianos se daban.

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De aquí surge un modo de ver la iglesia que se ha generalizado cada vez más en el cristianismo
norteamericano: la Iglesia verdadera es invisible, y consiste de todos los creyentes; “las iglesias”
son organizaciones voluntarias de miembros de la Iglesia, que se reúnen según sus convicciones y
deseos. Una consecuencia práctica de este modo de ver “la Iglesia” y “las iglesias” es que los
grandes debates que han dividido al cristianismo norteamericano no se han limitado a una u otra
“iglesia”, sino que se han cruzado las barreras “denominacionales”. Así, por ejemplo, temas tales
como la esclavitud, las actitudes ante la teoría de la evolución, el fundamentalismo, el liberalismo y
las luchas raciales han dividido a varias denominaciones al mismo tiempo, y los partidarios de una
posición dada se han unido a través de supuestas barreras denominacionales.
Uno de los más interesantes resultados de ese modo de ver las “denominaciones” fue el
surgimiento de varios nuevos movimientos, mayormente en pro de una mayor proclamación del
evangelio y de una participación activa de la Iglesia en las cuestiones sociales. También renace en
varias partes del mundo, principalmente en Europa y Estados Unidos, el fervor por las misiones
cristianas. El otro grupo que logró gran crecimiento a raíz de la independencia fue el de los
bautistas, cuyo número aumentó notablemente en Virginia y otras regiones del sur, y de allí se
extendió hacia los nuevos territorios de Tennessee y Kentucky. En este contexto es que ocurren los
dos grandes avivamientos de la época, en 1734 y a fines del siglo dieciocho.
Desde fecha muy temprana, algunos entre los colonos norteamericanos habían insistido en la
importancia para la vida cristiana de una experiencia personal. Pero ese énfasis cobró mayor ímpetu
con una serie de acontecimientos que tuvieron lugar a partir de 1734. En esa fecha aparecieron en
Northampton, Massachusetts, las primeras manifestaciones del Gran Avivamiento. El pastor de esa
ciudad era Jonathan Edwards, quien se había formado intelectualmente en Ia Universidad de Yale y
era calvinista convencido. Pero, Edwards creía también en la necesidad de una experiencia personal
de conversión, y él mismo la había tenido.
Edwards llevaba varios años predicando en Northampton sin obtener resultados sorprendentes,
cuando él mismo se maravilló al ver la respuesta que su predicación comenzó a provocar. Sus
sermones no eran excepcionalmente emotivos, pero sí subrayaban la necesidad de una experiencia
de convicción de pecado y de perdón por parte de Dios. En ese año de 1734, las gentes empezaron
a responder, algunos con demostraciones de profunda emoción, y muchos con un cambio de vida
notable, y con una profundidad de devoción hasta entonces insólita. En unos pocos meses, el
movimiento sobrepasó los límites y llegó hasta Connecticut. Pronto las experiencias extraordinarias
se hicieron menos frecuentes, y a los tres años habían cesado por completo. Pero siempre quedó el
recuerdo de aquel avivamiento, y la esperanza de que volviera a surgir.
A fines del siglo XVIII, comenzó en Nueva Inglaterra un Segundo Gran Avivamiento semejante al
primero, del que tratamos en la sección anterior. Contrariamente a lo que podría pensarse, este
avivamiento no se caracterizó por grandes explosiones emotivas, sino que lo que sucedía era más
bien que, de modo inusitado, la gente empezaba a tomar su fe con mayor seriedad, y reformaban
sus costumbres para ajustarse mejor a las exigencias de esa fe. La asistencia a los cultos aumentó
notablemente, y eran numerosas las personas que contaban experiencias de conversión.
Tampoco tuvo este avivamiento al principio los matices anti-intelectuales que han caracterizado
otros avivamientos. Al contrario, se abrió paso entre muchos de los más distinguidos teólogos de
Nueva Inglaterra, y pronto uno de sus principales predicadores fue el presidente de Ia Universidad
de Yale, Timothy Dwight, nieto de Jonathan Edwards. En esa universidad, y en muchos otros
centros docentes, se notó un gran despertar religioso, que hallaba eco en el resto de la comunidad.
Como resultado de aquella primera fase del avivamiento, se fundaron docenas de sociedades con el
propósito de difundir el mensaje del evangelio. De ellas, las más importantes fueron la Sociedad
Bíblica Americana, fundada en el 1816, y la Junta Americana de Comisionados para Misiones
Extranjeras, fundada seis años antes.
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Esta última fue el resultado de un compromiso mutuo que un grupo de estudiantes hizo años antes
cuando, reunidos sobre un montón de heno, decidieron dedicarse a las misiones extranjeras.
Cuando uno de los misioneros enviados por esa organización, Adoniram Judson, se hizo bautista,
los bautistas norteamericanos se sintieron llamados a dejar a un lado algo de su congregacionalismo
y organizar una Convención General cuyo propósito original era apoyar a misioneros bautistas en
otras partes del mundo.
Otras sociedades surgidas de aquel avivamiento se dedicaron a diversas causas sociales, tales como
la abolición de la esclavitud (la sociedad Colonizadora) y la guerra contra el alcohol (la Sociedad
Americana para la Promoción de Ia Temperancia, fundada en 1826).
Las mujeres fueron ocupando una posición cada vez más destacada en esta última causa. En la
segunda mitad del siglo, la Unión Femenina Cristiana de Temperancia se volvió un instrumento en
la lucha por los derechos femeninos. En buena medida, entonces, el feminismo norteamericano
tiene sus orígenes en este Segundo Gran Avivamiento.
Debemos abrir en este punto un pequeño, pero significativo paréntesis para hablar de ciertas
consecuencias de los mencionados periodos de avivamiento.
Entretanto, que el avivamientos había roto las barreras de Nueva Inglaterra y de las clases más
educadas, y empezado a abrirse campo entre las personas menos instruidas, muchas de las cuales
marchaban hacia los nuevos territorios del occidente, llevaban consigo la fe vibrante que las
primeras fases del avivamiento habían despertado, y en sus nuevos lugares de residencia trataron de
mantener viva esa llama.
Puesto que allí la situación era diferente, pronto el despertar religioso tomó un tono más popular,
más emotivo, y menos intelectual, hasta el punto de que, al final se volvió anti-intelectual.
Quizá el paso más notable en esa transformación fue el avivamiento de Cane Ridge, en Kentucky,
organizado por el pastor presbiteriano de la iglesia local. Con el fin de despertar la fe de los
habitantes de la comarca, este pastor anunció una gran asamblea de avivamiento, o “reunión de
campamento”. Al llegar el día asignado, fueron decenas de millares las personas que se
congregaron.
En una zona en que eran pocas las oportunidades que había para reunirse y festejar, el anuncio del
pastor atrajo a toda clase de gentes. Muchos venían por motivos religiosos. Posiblemente muchos
otros ni sabían a ciencia cierta por qué venían. A más del pastor presbiteriano del lugar, había otros
predicadores bautistas y metodistas. Mientras unos jugaban y otros bebían, los pastores predicaban.
Inesperadamente, comenzaron a darse inauditas expresiones de emoción, pues unos lloraban, otros
reían, otros temblaban, algunos salían corriendo, y no faltaban quienes ladraban. Una semana duró
aquella gran reunión, y al salir de allí muchos iban convencidos de que aquél era el verdadero
modo de dar a conocer el mensaje del Señor. A partir de entonces cuando se habló en los Estados
Unidos de “evangelismo” o de “avivamiento” se pensó en términos parecidos a los de Cane Ridge.
Pronto en muchos círculos comenzó la costumbre de organizar un “avivamiento” todos los años.
Aunque Ia reunión de Cane Ridge había sido organizada por un pastor presbiteriano, esa
denominación no veía con buenos ojos las manifestaciones de emoción y pronto se tomaron
medidas disciplinarias contra los pastores que participaban en cultos al estilo de Cane Ridge….

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Las Misiones Modernas
A pesar de que en esa época, y como siempre, hubieron desacuerdos y divisiones en la iglesia, es
en este momento en el que surgen los movimientos misioneros; grandes hombres como Carey,
Judson o Taylor serán los pioneros para ir más allá de los mares a cumplir el mandato de Cristo:
“Id y predicad el evangelio a toda criatura”. Con la fuerza de la Palabra, no de las armas, estos
hombres sientan las bases de lo que será una de las características del protestantismo moderno: el
empuje misionero.
Por todas estas razones, puede decirse que el fundador de las misiones modernas, por lo menos en
lo que a Ia Gran Bretaña se refiere, fue William Carey. Este se había criado en el hogar de un
maestro anglicano, y en sus años mozos, tras una profunda experiencia religiosa, se había hecho
bautista. De su hogar había adquirido el hábito de la lectura, que nunca abandonó, y leyendo acerca
de los viajes del capitán Cook y otros, se despertó en él un profundo interés en tierras lejanas y
culturas diversas. Ello le llevó a preparar un mapa del mundo que incluía notas sobre la cultura y
religión de cada lugar, y a estudiar, además del latín, el griego y el hebreo, el holandés y el italiano.
Todo esto, unido a su fe profunda y su constante estudio de las Escrituras, le convenció de que la
obligación de predicar el evangelio a toda Ia humanidad no era un mandato dado únicamente a los
apóstoles, como muchos pensaban entonces, sino que era la obligación de los cristianos de todas las
generaciones. Tras publicar un ensayo en donde proponía esa tesis, en 1792 predicó ante la
Asociación de Ministros Bautistas un famoso sermón de exhortación a las misiones, con el
resultado de que pronto se fundó la Sociedad Bautista Particular para Propagar el Evangelio entre
los Paganos. Su propósito era recolectar fondos para enviar misioneros, y reclutar personas idóneas
para esa tarea. Pero finalmente resultó que el propio Carey se sintió llamado a emprender
personalmente la tarea misionera.
En 1793, William Carey desembarcó en Calcuta, en compañía de su familia y de la del Dr. John
Thomas, quien esperaba utilizar sus ingresos como médico para sostenerlos a todos. Puesto que la
Compañía de las Indias Orientales se oponía a la labor misionera, no declararon su intención. Pero
las primeras dificultades no resultaron de la oposición de la Compañía, sino del mal manejo
económico del doctor Thomas, quien ya en Inglaterra se había visto abrumado de deudas, y ahora
se inclinaba hacia el mismo camino.
A pesar de ello, Carey continuó en su empeño, dedicándose a cuanta ocupación pareció ofrecerle
medios de sostén. Una de ellas fue la producción de añil (un pigmento vegetal azul, para tejidos)
mediante la fermentación de hojas y tallos de índigo. En su país natal había sido un humilde
zapatero.
En el momento de mayores estrecheces les escribió a sus amigos en Inglaterra: “Mi posición resulta
ya insostenible... Hay dificultades por todas partes, y muchas más por delante. Por lo tanto,
tenemos que seguir adelante”. Tal tesón no quedó sin recompensa. Pronto llegaron de Inglaterra,
además de los fondos necesarios para la subsistencia de Carey y sus acompañantes, otros
misioneros dispuestos a sufrir las mismas estrecheces y participar de la misma aventura.
Puesto que la Compañía de las Indias Orientales no les permitió a los recién llegados desembarcar
en Calcuta, se establecieron en la colonia danesa de Serampore, frente a Calcuta. A la postre Carey
se les unió, y a partir de entonces Serampore fue el centro de la obra misionera en la región.
Allí los misioneros se dedicaron a múltiples tareas, todas con el propósito de darles a conocer el
evangelio a los indios. EI propio Carey, que poseía habilidades lingüísticas extraordinarias, se
dedicó a traducir Ia Biblia a los diversos idiomas de la India. A su muerte, había traducido las
Escrituras, o porciones de ellas, a treinta y cinco idiomas.

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Uno de los misioneros, Ward, era impresor, y produjo las matrices necesarias para imprimir las
traducciones de Carey. Otro, Marshman, se dedicó a la enseñanza, y pronto hubo en Serampore una
escuela de estudios superiores en la que tanto indios como europeos estudiaban.
A ambos se les enseñaban las Escrituras cristianas, la ciencia occidental, y los libros sagrados de la
India. De ese modo se esperaba que los europeos llegaran a comprender mejor la cultura del país, y
que los naturales, que a la postre serían los encargados de llevar el evangelio a las diversas regiones
de la India, pudieran hacerla con pleno conocimiento, no solo de las Escrituras cristianas, sino
también de las de los hindúes y budistas.
Todo esto indica que Carey y los suyos sentían un profundo respeto por la cultura y las tradiciones
de la India. Su propósito era crear una iglesia que fuese fiel a esa cultura, siempre que ello no se
opusiera al mandato bíblico. A pesar de esto, dos costumbres había en la India que horrorizaban a
Carey y sus compañeros: los sacrificios de niños en el río Ganges, y la quema de las viudas en las
piras fúnebres de sus esposos.
EI gobernador Wellesley se mostraba deseoso de prohibir los sacrificios de niños, pero no se
atrevía a hacerla si con ello contravenía lo ordenado en los libros sagrados de Ia India. Por ello le
pidió a Carey que le rindiera un informe al respecto. Cuando, tras minucioso estudio, Carey le
informó que los sacrificios de niños no encontraban apoyo alguno en sus libros, sino que era más
bien una práctica de origen oscuro, Wellesley prohibió que se continuara sacrificando niños. Al
principio fue necesaria una vigilancia constante para evitar que se continuara esa práctica. Pero
poco a poco, en parte convencidos por los argumentos de Carey, los propios hindúes concordaron
en abandonarla.
La costumbre de quemar viudas en las piras fúnebres de sus esposos -el rito llamado sati- fue
mucho más difícil de desarraigar. El propio Carey cuenta de la primera vez que vio tan horrible
rito. Al ver lo que estaba a punto de suceder, imprecó a los presentes, apelando a sus sentimientos
humanos y acabando por llamarles asesinos. Pero todo fue en vano. La viuda misma, burlándose de
la sensibilidad del misionero, bailó alrededor de la pira, y se acostó junto al cadáver de su esposo.
Entonces le colocaron encima dos fuertes cañas, y lo ataron todo de tal modo que la viuda no
pudiera levantarse.
Cuando Carey protestó, diciendo que se suponía que la viuda muriera voluntariamente y que
estando atada no podría abandonar la pira al sentir las llamas, le dijeron que las cañas y la soga no
eran para atar a la viuda, sino para que la leña no se esparciera. Además lo invitaron a marcharse,
diciéndole que no se inmiscuyera en asuntos ajenos. Mas Carey decidió permanecer en medio de
aquella turba hostil, dispuesto a saltar y librar a la viuda a su menor queja. Cuando prendieron el
fuego, todos los presentes empezaron a dar gritos de júbilo, y fue tanta la algarabía que Carey
nunca supo si la viuda clamó en su dolor o no. Pero a partir de entonces quedó convencido de la
necesidad de abolir el rito del sati.
La lucha fue ardua. Las autoridades británicas estaban más interesadas en el comercio que en
cualquier otra cosa, y temían que la prohibición del sati interrumpiera el comercio. Carey se dedicó
una vez más a demostrar que esa práctica no encontraba apoyo alguno en los libros sagrados.
Además él y los suyos, mediante informes y correspondencia, crearon en Inglaterra una fuerte
corriente de opinión pública contra el sati. Por fin, tras larga lucha, llegó el edicto que prohibía tal
rito.
Si nos hemos detenido a narrar con tantos detalles la obra de Carey, esto es porque esa obra sirvió
de inspiración y de pauta a buena parte del trabajo misionero del siglo XIX.

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En Birmania, la figura misionera más notable fue el norteamericano de origen congregacionalista
Adoniram Judson, uno de los fundadores de la Junta Norteamericana de Comisionados para
Misiones Extranjeras, a que nos hemos referido anteriormente. Tras muchas vicisitudes, Judson y
su esposa embarcaron para la India. Durante el viaje, se dedicaron a estudiar el Nuevo Testamento,
y llegaron a la conclusión que el bautismo de niños, práctica común entre congregacionalistas, no
era bíblico. Al llegar a la India establecieron contacto con Carey y los suyos, y fueron bautizados
como bautistas. Naturalmente, esto quería decir que renunciaban al sostén de la Junta
Norteamericana de Comisionados, y por tanto fue necesario fundar en los Estados Unidos, una
sociedad misionera bautista. Luego, en este caso se dio la extraña circunstancia de que hubo
primero misioneros y luego una sociedad para sostenerlos.
Aunque al principio Judson y su esposa habían proyectado establecerse cerca de Carey, las
autoridades británicas les pusieron demasiadas trabas, y por ello decidieron emprender su obra en
Birmania, donde uno de los hijos de Carey, Félix, era médico, y adonde el poderío británico no se
había extendido todavía.
La travesía fue difícil, y en ella ocurrió el nacimiento prematuro y sin vida del primogénito de los
misioneros. En Birmania, el Dr. Félix Carey les prestó escaso apoyo. Pero a pesar de ello los
Judson continuaron su obra, siguiendo en mucho el patrón establecido por William Carey.
Se dedicaron especialmente al estudio de los idiomas, y a la traducción de las Escrituras. Ambos
aprendieron el birmano, y además él estudió el antiguo idioma pali, en que estaban escritos los
libros budistas, y ella el tai, que se hablaba en Siam.
Los bautistas norteamericanos enviaron un impresor, y en 1817 apareció la traducción birmana del
Evangelio de Mateo. Dos años más tarde bautizaron al primer converso, y por fin sus esfuerzos
empezaban a producir frutos cuando estalló la guerra entre Birmania y la Gran Bretaña.
Judson había recibido a través de Inglaterra fondos procedentes de los bautistas norteamericanos, y
por tanto las autoridades birmanas sospecharon que servía de agente británico, y lo encarcelaron.
Su esposa intervino a su favor, y tras varias semanas fue dejado en libertad, aunque con salud
quebrantada.
En Estados Unidos, las noticias de su encarcelamiento, y de la heroica actitud de su esposa,
despertaron nuevo interés en la misión en Birmania. Pero las semanas de angustiosa incertidumbre
afectaron la salud de la señora Judson, que murió en 1826.
Judson continuó en su empeño, y por fin en 1834 terminó la traducción de la Biblia al birmano. Ese
mismo año se casó con la viuda de otro heroico misionero, George D. Boardman, quien había
muerto prematuramente tres años antes. En 1845, la segunda esposa de Judson enfermó, y ambos
decidieron regresar a los Estados Unidos. Pero ella murió en la travesía, y al año siguiente Judson,
tras contraer nuevas nupcias, regresó a Birmania, donde pasaría el resto de sus días.
Judson y los primeros misioneros vieron pocas conversiones. Pero poco después, gracias a un
converso de la tribu de los karens, Ko Tha Byu, comenzó una conversión en masa entre los
miembros de esa tribu. Hasta el día de hoy, la principal fuerza numérica de los protestantes en
Birmania está entre los karens.
Es difícil referirnos a todos los muchos hombres que Dios usó a lo largo de todo este periodo en
auge de las misiones cristianas. Pero mencionaremos un tercero de gran relevancia y que ha sido
puesto como ejemplo para muchos otros que le sucedieron.
Posteriormente a que algunos compañeros de Carey y otros tantos misioneros tuvieran el deseo de
predicar de Cristo en la gran potencia territorial y cultural de China y algunos hasta lograron
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establecerse en los bordes de la misma. Luego de varias guerras y conflictos que entremezclaban
religión, intereses comerciales, culturales y políticos, en ese ambiente de ánimos exaltados y
desconfianza hacia todos los extranjeros, es que se inicia la rebelión de T’ai P’ing.
Este movimiento fue iniciado por un maestro de escuela que leyó nueve tratados cristianos y
decidió que había llegado la hora de establecer el Reino celestial de la gran paz, cuyo rey él sería.
En ese reino, todas las cosas serían tenidas en común, habría igualdad entre hombres y mujeres, y
se prohibiría la prostitución, el adulterio, la esclavitud, la costumbre de atar los pies de las niñas, el
opio, el tabaco y las bebidas alcohólicas. En 1850, el movimiento estalló en rebelión militar
occidentales, las tropas imperiales chinas aplastaron la rebelión y los muertos en los quince años
que duró la revuelta fueron veinte millones.
Fue durante la rebelión de T’ai P’ing que por primera vez llegó a China quien sería uno de sus más
famosos misioneros, Hudson Taylor. Esa primera visita se vio interrumpida cuando Taylor tuvo
que regresar a Inglaterra por motivos de salud. Allí se dedicó a promover el interés en las misiones
en China, y comenzó a organizar la Misión del Interior de la China (China Inland Mission) bajo
cuyos auspicios regresó a China. La organización creada por Taylor tenía el propósito de
evangelizar el interior de la China sin introducir en el país las divisiones que existían entre
protestantes en Occidente. La Misión del Interior de Ia China aceptaba misioneros de todas las
denominaciones, siempre que se mostraran deseosos de proclamar el evangelio.
Las cuestiones referentes a la organización de la iglesia, la administración de los sacramentos, y
otros asuntos semejantes en que las diversas denominaciones diferían, quedaban a cargo de los
cristianos en cada región de la China. Además, Taylor se percataba de que el apoyo por parte de las
potencias extranjeras, aunque pareciera facilitar el trabajo misionero, en realidad lo dificultaba,
pues al tiempo que provocaba aversión entre los chinos y creaba incentivos para falsas
conversiones. Por ello casi todos los misioneros de la China Inland Mission se negaban a acudir a
las autoridades extranjeras cuando su obra era amenazada.
Aunque tal política era difícil, y no siempre se cumplió a cabalidad, sí contribuyó a mostrarles a
algunos chinos que no todos los cristianos concordaban con las actitudes de las potencias invasoras.
Las misiones tanto católicas como protestantes crecieron y se fortalecieron en las regiones citadas
de Asia, como India y China tuvieron un inicio interesante.
Luego en el Japón y en Corea también, el cristianismo estaba firmemente establecido, y supo
sobreponerse a las muchas dificultades reinantes. En el siglo XX, los cristianos coreanos,
esparcidos por otros países a causa de repetidas guerras, darían muestra de Ia constancia de su fe.
Todo esto nos indica por qué hemos dicho que el siglo XIX fue una época de nuevos horizontes
para el protestantismo en Asia. Al iniciarse ese siglo, no había en la región más que unos pocos
protestantes, mayormente en India.
En 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, había no solo misioneros, sino también fuertes
congregaciones, en casi todas las principales ciudades del Oriente, y en muchas aldeas remotas.
Este fenómeno, que se repitió en el Pacífico, en África y en América Latina, a la larga sería de
mayor importancia para la historia del cristianismo que los debates que tenían lugar en círculos
teológicos europeos, o la multiplicidad de denominaciones que aparecían en los Estados Unidos.

17
La Iglesia y La Teología Contemporánea.
Los principios racionalistas de los siglos anteriores, especialmente en su aplicación a las ciencias y
la tecnología, arrojaron resultados inesperados. En el apogeo de la modernidad, se pensó que la
humanidad se asomaba a una época gloriosa de abundancia y felicidad. Todos los problemas
humanos tendrían solución mediante el uso de la razón y su hermana menor, la tecnología. Las
naciones industrializadas del Atlántico del Norte (Europa y los Estados Unidos) llevarían al mundo
hacia ese futuro mejor.
Pero el siglo XX se ocupó de ponerles fin a tales sueños con una serie de acontecimientos que
mostraron que la supuesta promesa de la modernidad no era sino un sueño. Aunque hoy veamos el
colonialismo a través de otros lentes, lo cierto es que durante el siglo XIX y buena parte del XX las
potencias colonizadoras justificaron su empresa sobre bases morales y religiosas. Se pensaba que la
ciencia, la tecnología, y en general el progreso eran la gran contribución de Occidente al resto del
mundo. Se hablaba por ello de «la obligación del hombre blanco» de llevarles estos beneficios a los
pueblos más «atrasados» del resto del mundo, y de hacerlo por fuerza, de ser necesario.
Luego al tiempo que las potencias colonizadoras, y los empresarios dentro de ellas, se enriquecían
a base de los sistemas coloniales y neocoloniales, se pensaba que todo ello se justificaba por cuanto
todo el globo a la larga se beneficiaría con los adelantos traídos por los colonizadores.
Sin embargo, durante el siglo XX toda una serie de acontecimientos mostró que, si bien los
beneficios de la tecnología moderna eran valiosos, también podían resultar costosos. Durante los
treinta años entre 1914 y 1944, prácticamente toda la humanidad se vio envuelta en dos «guerras
mundiales» que, aunque verdaderamente mundiales en su impacto, se debieron principalmente a
conflictos entre las potencias occidentales. En esas guerras, los supuestos avances modernos
produjeron más bajas entre civiles que en cualquier conflicto anterior.
En Rusia, y luego en varias docenas de países, el poder quedó en manos del comunismo, con su
promesa de una vida mejor para todos, y especialmente para los más pobres y oprimidos. Pero, tras
más de siete décadas de experimentación social y cuatro de «guerra fría», resultó claro que esta otra
versión de la promesa moderna tampoco era capaz de cumplir lo prometido.
Aunque en menor escala, pero con consecuencias igualmente trágicas, varias de las naciones más
pobres del mundo se vieron envueltas en guerras internas en las que los «adelantos» de la
tecnología tuvieron amplia oportunidad de mostrar su mortífera eficiencia.
Por otra parte, aun en sus usos supuestamente pacíficos, los adelantos modernos produjeron
descalabros ecológicos en todos los continentes del globo. En unas pocas décadas desaparecieron
bosques milenarios, grandes ríos se volvieron cloacas químicas incapaces de sostener la vida, y en
las ciudades más pobladas hasta respirar el aire se volvió peligroso.
En todo el mundo ocurrió una rápida descolonización. Esto también fue parte del fin de la
modernidad, pues lo que ocurrió fue que se perdió la confianza en las promesas de la modernidad,
que habían sido la justificación de la empresa colonizadora. En Asia, África y América Latina,
hubo una fuerte reacción, tanto política como intelectual, contra el colonialismo y el neo-
colonialismo.
Al principio del siglo XX, prácticamente todo el continente africano se encontraba bajo regímenes
coloniales. Hacia fines del mismo siglo, el mapa de África había cambiado radicalmente, con la
independencia de docenas de países. Algo semejante sucedió en Asia, Oceanía y el Caribe. En
América Latina, políticamente independiente desde el siglo anterior, se escucharon protestas cada
vez más fuertes contra el neocolonialismo económico.

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En todas partes del mundo, surgió un movimiento de revitalización de viejas tradiciones,
costumbres y culturas que habían quedado sumergidas bajo el auge del colonialismo.
Para analizar el impacto de esos acontecimientos en la vida de la iglesia, lo más sencillo es
comenzar siguiendo el curso de las tres principales ramas del cristianismo: la oriental, la católica
romana, y la protestante. A principios del siglo XX, toda la iglesia oriental se vio sacudida por la
revolución rusa, y por su impacto en Europa oriental. El marxismo, tal como se le aplicó en la
Unión Soviética, era una versión de la promesa moderna. Pero hacia fines del siglo XX resultaba
claro que la empresa había fracasado, y la Iglesia Rusa, que por varias décadas había tenido que
existir bajo fuerte presión gubernamental, mostraba nuevas señales de vida.
El desmembramiento del Imperio Otomano en los siglos XIX y XX hizo que surgieran varias
iglesias nacionales independientes de Constantinopla en países tales como Grecia, Servia, Bulgaria
y Rumania. Durante buena parte del siglo XX, varias de estas iglesias vivieron bajo regímenes
hostiles (musulmanes primero, y comunistas después). Pero a pesar de ello dieron fuertes muestras
de vitalidad.
La Iglesia Rusa y las otras iglesias orientales en diversos países de la Unión Soviética fueron objeto
de fuertes presiones gubernamentales. Muchos pensaron que a la postre desaparecerían. Pero lo
cierto es que perduraron hasta la caída del régimen comunista, y que salieron de él dando muestras
de vigor y vitalidad. Esto se debió en buena medida al mantenimiento de las tradiciones litúrgicas y
catequéticas, que muchos en Occidente no apreciaban, pero que a pesar de ello se mostraron
capaces de fortalecer y sostener la fe en tan difíciles circunstancias.
El catolicismo romano continuó su lucha contra ciertos aspectos de la modernidad a través de toda
la primera mitad del siglo. Fue a partir de 1958, con el advenimiento al trono papal de Juan XXIII,
que esa iglesia comenzó a abrirse al mundo moderno. Pero ya para entonces, el mundo a que la
iglesia se abrió se movía rápidamente hacia la postmodernidad, y la teología que siguió al Segundo
Concilio Vaticano se volvió cada vez más crítica de la modernidad, aunque no a base de la actitud
reaccionaria de generaciones anteriores, sino mirando hacia un futuro más allá de la modernidad.
Los papas de la primera mitad del siglo XX continuaron las políticas de sus predecesores. Para
ellos, lo importante era defender la iglesia y sus prerrogativas a todo costo. Por esa razón, varios de
ellos mostraron simpatías hacia el fascismo, y ninguno adoptó posturas heroicas ante los retos y las
tragedias que se desataron sobre el mundo durante la primera mitad del siglo XX. Varios de los
principales portavoces de actitudes teológicas más abiertas fueron silenciados por el Vaticano.
Esta actitud cambió con la elección de Juan XXIII, quien veía la necesidad de abrir la iglesia al
mundo contemporáneo, y de responder a las necesidades reales del pueblo. Por ello convocó al
Segundo Concilio Vaticano. En este concilio, la mayoría de los obispos representaban iglesias del
Tercer Mundo, en su mayoría pobres.
Varios de los teólogos que habían sido silenciados por papas anteriores asistieron al Concilio como
«peritos». Por tanto, el Concilio se declaró solidario con «los gozos y esperanzas, las tristezas y las
angustias» del mundo contemporáneo, y tomó medidas a favor de la libertad de conciencia, el
desarrollo de liturgias adecuadas a cada cultura y situación, la celebración de la misa en los idiomas
de cada pueblo, etc.
Aunque después de la muerte de Juan XXIII se perdió algo de este impulso, las fuerzas desatadas
no podían ahora volverse a contener, y por tanto la Iglesia Católica se abocó al futuro postmoderno
con nueva vitalidad, pero también con fuertes disensiones internas.

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El intento de armonizar la fe con nuevas teorías científicas lleva a algunos, a finales del siglo XIX
y principios del siglo XX, a poner en entredicho la veracidad de la Biblia y la historicidad de sus
relatos: la creación, la caída, el diluvio, los milagros, la resurrección de Cristo; en una palabra, todo
queda sujeto a la crítica más implacable. Es lo que se conoce como liberalismo teológico que
naciendo en Alemania se expandirá por todo el orbe. Frente a ello, otros cristianos se esfuerzan por
demostrar, con argumentos y con pruebas la fiabilidad de la revelación bíblica: son los
fundamentalistas o conservadores.
El optimismo de los teólogos protestantes liberales en Europa se vio sacudido por las dos guerras
mundiales. Lo mismo sucedió en los Estados Unidos, aunque en menor grado y más lentamente. En
cierto modo, la rebelión de Karl Barth contra el liberalismo fue un primer anuncio de la necesidad
de una teología postmoderna. En los Estados Unidos, las luchas por los derechos civiles, y los
conflictos y crisis sociales de fin de siglo, jugaron un papel parecido.
Durante la primera mitad del siglo XX, Europa continuó siendo el principal centro de actividad
teológica protestante. Allí se destacó sobre todo el teólogo Karl Barth, quien reaccionó contra el
liberalismo de sus maestros con una «teología de la Palabra de Dios», «teología de la crisis» o
«neo-ortodoxia». Aunque pocos le siguieron en todos los aspectos de sus enseñanzas, el impacto de
Barth fue enorme, y le puso fin al auge del liberalismo.
Esta nueva teología fue la base sobre la cual el protestantismo alemán pudo resistir al nazismo,
sobre todo en la famosa «Declaración de Barmen». Y fue también la inspiración del más conocido
mártir de la época, Dietrich Bonhoeffer. Además, buena parte de la teología europea se dedicó al
diálogo con el marxismo, sobre todo con algunos marxistas a quienes los demás no consideraban
ortodoxos. El teólogo más distinguido en esta empresa fue el checo Joseph Hromádka.
Por otra parte, el proceso de secularización que caracterizó toda la edad moderna continuó en
Europa occidental, donde eran cada vez menos quienes participaban de la vida de la iglesia. En los
Estados Unidos, aunque en forma menos dramática, los acontecimientos siguieron un curso
parecido. Allí los hermanos Niebuhr (Richard y Reinhold) jugaron un papel semejante al de Barth
en Europa.
Y la lucha por los derechos civiles de los negros, bajo el liderazgo de Martin Luther King, Jr.,
proveyó oportunidades de obediencia radical, es decir, obediencia a Dios y desobediencia a las
injustas leyes humanas semejantes a las que el nazismo proveyó en Europa. Y allí también, aunque
en menor grado, se vio el proceso de secularización que tuvo lugar en Europa.
Por otra parte, en todas las tradiciones cristianas hubo también una reacción paralela al
anticolonialismo. Las iglesias «jóvenes», producto de la empresa misionera, comenzaron a
reclamar su autonomía y su derecho y obligación de interpretar el Evangelio dentro de su propio
contexto y desde su propia perspectiva.
A comienzos del siglo XX nace uno de los movimientos más influyentes en cuanto a número y
rapidez de propagación dentro del cristianismo, el pentecostalismo, que a mediados de siglo
produce a su vez un nuevo vástago en la iglesia católica, la renovación carismática.
En América Latina, una de las más notables manifestaciones de esta tendencia fue el auge del
movimiento pentecostal. En todas partes del mundo, las minorías étnicas y culturales dentro de la
iglesia, así como también las mujeres, hicieron oír su voz.
En Asia, África y América Latina surgieron nuevas corrientes teológicas que tomaban en cuenta las
circunstancias políticas, económicas y culturales de cada lugar. En todo el mundo cristiano, las
minorías étnicas y las mujeres comenzaron a reclamar que las teologías tradicionales no respondían
a su situación ni a sus experiencias. Esto dio origen a varias teologías que reciben el nombre común

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de «teologías contextuales» por ejemplo, la teología de liberación en América Latina, las varias
teologías feministas, la teología negra en los Estados Unidos, etc. aunque lo cierto es que toda
teología siempre ha sido contextual. En varias de sus manifestaciones, estas diversas teologías han
enriquecido el diálogo teológico, y han llamado a la iglesia a reconocer dimensiones en el
Evangelio que han sido frecuentemente desconocidas u olvidadas. En cierto modo, el auge de estas
teologías es señal del fin de la modernidad, que daba por sentado que el modo de pensar y de actuar
de las élites intelectuales de Occidente finalmente se impondría sobre el resto del mundo.
Algo semejante ha sucedido con el movimiento pentecostal. Este movimiento, en sus muchas
manifestaciones, se ha abierto paso en todo el mundo, y especialmente en América Latina. Aunque
al principio se mostraba reacio a la reflexión e investigación teológica, hacia fines del siglo XX
contaba ya con varios teólogos distinguidos, y comenzaba a impactar el resto de la teología
cristiana. Esto también era señal del fin de la modernidad, pues durante el auge de la misma se
llegó a pensar que la insistencia en los milagros, en la experiencia de la presencia del Espíritu, y en
dones tales como la glosolalia, etc., eran cosa que pertenecía a la ignorancia del pasado. Hoy,
cuando la modernidad misma da señales de fracaso, una de esas señales es precisamente el
crecimiento y el impacto del pentecostalismo.
El resultado fue un nuevo tipo de ecumenismo. El movimiento ecuménico había surgido
principalmente del impulso y las necesidades misioneras. Ahora, con el auge de las iglesias
jóvenes, tomó un nuevo giro. Y lo mismo puede decirse del movimiento misionero mismo, en el
que las «iglesias jóvenes» ocuparon un lugar cada vez más importante. El movimiento ecuménico
moderno tuvo sus orígenes principalmente en el movimiento misionero, pues bien pronto quienes
servían en tierras de misión se percataron de que las divisiones entre los cristianos eran uno los
mayores impedimentos a la conversión de los no cristianos. Por ello tuvieron lugar varias
conferencias misioneras cuyo propósito era lograr mayor colaboración y comunicación entre las
diversas empresas misioneras. La más notable de ellas fue la que tuvo lugar en Edimburgo,
Escocia, en 1910. De ella, por diversos caminos, surgieron el Consejo Internacional Misionero, el
movimiento de Fe y Orden y al final, el Consejo Mundial de Iglesias. Por largo tiempo, estas
organizaciones fueron la principal expresión de las ansias de unidad entre los cristianos.
Pero, con el crecimiento de las iglesias jóvenes, y especialmente de iglesias autóctonas que no se
derivan directamente de las misiones occidentales, la situación ha cambiado. Al tiempo que el
Consejo Mundial de Iglesias y otras organizaciones semejantes buscan expresar la unidad cristiana,
en cada país y lugar del mundo hay numerosas otras expresiones de unidad y de colaboración entre
cristianos. En varios países varias de las llamadas «iglesias jóvenes» se han unido en una sola
iglesia, mostrando así mayor flexibilidad y creatividad que las viejas iglesias misioneras. En otros
lugares se han organizado sociedades misioneras y de servicio público que cuentan únicamente con
los recursos del lugar, sin dependencia alguna de recursos del extranjero.
Pero lo más notable de todo, y lo que marca verdaderamente el comienzo de una nueva era en la
historia de la iglesia, es el cambio que ha tenido lugar en la composición demográfica y la
distribución geográfica del cristianismo. Mientras en 1900 el 49.9% de todos los cristianos vivía en
Europa, hacia 1985 ese número se calculaba en un 27.7%. Y, mientras en 1900 el 81.1% de todos
los cristianos era de raza blanca, para el año 2000 se esperaba que esa cifra fuera el 39.9%.
Luego, no importa cuál sea la reacción de cada cual a las teologías del Tercer Mundo, es fácil
suponer que el siglo XXI se caracterizará por una vasta empresa misionera de las iglesias del Sur
hacia el Norte. Por tanto, las tierras que dos siglos antes fueron consideradas ‘el fin de la tierra’
tendrán entonces la oportunidad de devolver el testimonio del evangelio que escucharon del Norte
generaciones antes. Y así la misión ‘hasta lo último de la tierra’ se volverá misión ‘desde lo último
de la tierra’, mostrando una vez más que la Palabra de Dios no volverá vacía, sino que hará aquello
para lo cual Dios la ha enviado, por extraño e increíble que nos parezca a nosotros los mortales.»
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Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas hasta Berea. Y ellos, habiendo
llegado, entraron en la sinagoga de los judíos. Y éstos eran más nobles que los que estaban en
Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras
para ver si estas cosas eran así. Así que creyeron muchos de ellos, y mujeres griegas de distinción,
y no pocos hombres.
Hch. 17:10-12
De los hijos de Isacar, doscientos principales, entendidos en los tiempos, y que sabían lo que Israel
debía hacer, cuyo dicho seguían todos sus hermanos.
1Cr. 12:32

Silvia Velázquez L. 2018.


Bibliografía/Infografía:
GONZÁLES, Justo. Historia del Cristianismo - Vol. I
GONZÁLES, Justo. Historia del Cristianismo - Vol. II
Santa Biblia, Versión Reina Valera, 1960.
https://es.wikipedia.org

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