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León Grinberg y Rebeca Grinberg

Psicoanálisis de la migración y del exilio

El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
Prefacio

Este libro es el resultado de la experiencia de haber estudiado en forma directa, en consulta


privada y hospitalaria, y en forma indirecta —a través de supervisiones e intercambios con
colegas— las complejas vivencias transmitidas por numerosas personas que realizaron
trasplantes migratorios en distintas direcciones: de Europa a América, de un país americano a
otro, de un país europeo a otro, de América a Europa, y de muy variadas partes del mundo a
Israel.

Cada migración, su «porqué» y su «cómo», se inscriben en la historia de cada familia y de cada


individuo.

Nuestras observaciones psicoanalíticas fueron recogidas en tres países distintos en los que hemos
trabajado: Argentina, nuestro país de origen, donde transcurrió la mayor parte de nuestra vida y
nuestra formación; Israel, donde hemos permanecido varios períodos, por razones académicas, y
España, nuestro actual país de residencia.

En todos ellos hemos tenido ocasión de analizar las vicisitudes del proceso de migración, tanto
en personas que la habían vivido como en otras que se preparaban para llevarla a cabo.

A todas ellas nuestro profundo reconocimiento.

Por cierto, no es ajeno a nuestro interés por el tema nuestra propia experiencia migratoria.

LEÓN GRINBERG y REBECA GRINBERG.


Madrid, 1982.
Introducción

Viejas como el hombre, las migraciones humanas han sido encaradas desde muchos puntos de
vista. Numerosos estudios han considerado las implicaciones históricas, demográficas,
culturales, religiosas, políticas, ideológicas, sociológicas, económicas, etc., de las migraciones,
implicaciones que son, sin duda, importantes y trascendentales.

En los últimos años, el tema ha empezado a interesar también a los profesionales de la salud
mental, en virtud del alto número de inmigrantes que consultaban por trastornos psíquicos y por
problemas que podían tener una relación directa con la migración.

En efecto, no se puede desestimar, aun cuando su evaluación sea difícil, la incidencia de una
problemática psicológica particular, que afecta a la persona que migra y a su entorno (el antiguo
y el nuevo) y se relaciona tanto con las motivaciones de la migración como con sus
consecuencias.

Llama la atención, por lo tanto, que este tema haya sido poco investigado desde la vertiente
psicoanalítica; a pesar de que (o, tal vez, precisamente por ello) muchos de los pioneros del
psicoanálisis sufrieron migraciones personales.

Es nuestra intención ocuparnos en profundidad de estos fenómenos que forman parte de lo que,
de ser sistematizados, podrían constituir una «psicopatología de la migración».

Empezaremos por definir el alcance del término «migración» y los distintos tipos de
desplazamientos geográficos incluidos en dicho término: cercanos y lejanos, temporarios y
permanentes, voluntarios y forzados, etc.

Estudiaremos también las motivaciones externas e internas, junto con las expectativas que
influyen en la decisión de un individuo o un grupo a emigrar.

Las situaciones externas influyen sustancialmente sobre las condiciones internas para afrontar la
migración, el carácter que ésta adquiere, las consecuencias que puede desencadenar, y las formas
de su posible elaboración. Recíprocamente, frente a las mismas circunstancias externas, la
personalidad previa del sujeto, sus características psicológicas predominantes y su momento
vital, determinarán que decida emigrar o no y, de hacerlo, la calidad de la migración que haga.
Una situación de crisis personal (o colectiva) puede provocar una migración, la que, a su vez,
puede originar nuevas crisis.

Tomaremos en consideración también el interjuego de actitudes y reacciones emocionales que


surgen, tanto en la persona que migra como en las que constituyen el entorno que abandona o el
que lo recibe. En relación al primero, nos referiremos a los sentimientos del emigrante frente a su
grupo de pertenencia (liberación, persecución, culpa, pérdida, etc.) y los de su grupo frente a él
(pena, resentimiento, culpa, envidia, etc.). En cuanto al nuevo entorno, puede recibir al recién
llegado como intruso, con rechazo y desconfianza, o con grados variables de aceptación y
esperanza. El inmigrante, frente a ellos, pondrá en juego sus posibilidades de lo que se ha
llamado «adaptación», «ajuste» o «integración». Sin desestimar estas categorías, intentaremos
desarrollar, desde otra perspectiva, las calidades de vínculos que se pueden establecer entre el
recién llegado y el grupo receptor que, hasta cierto punto, estarán influidas por las características
de las relaciones objetales que ha tenido el individuo antes de la migración y por las de la
comunidad que lo recibe.

Destacamos las características específicas del exilio, que marcan una diferencia fundamental en
las vicisitudes y evolución del proceso migratorio: la imposición de la partida y la imposibilidad
del retorno. Sin duda, el exilio configura uno de los problemas más serios de nuestro tiempo,
derivado de las luchas fratricidas y la violencia que convulsiona a muchos países del mundo
actual.

Por otra parte, estudiaremos el fenómeno de la migración en relación con los distintos tipos de
ansiedades que puede despertar en el individuo: ansiedades persecutorias frente al cambio, lo
nuevo, lo desconocido; ansiedades depresivas, que dan lugar al duelo por los objetos
abandonados y las partes perdidas del self, y ansiedades confusionales por fracaso en la
discriminación entre lo «viejo» y lo «nuevo». Estas ansiedades, junto con los mecanismos
defensivos y síntomas a que pueden dar lugar, formarán parte de la «psicopatología de la
migración» que hemos mencionado anteriormente, y cuya evolución dependerá de la capacidad
de elaboración de estas ansiedades y de los sentimientos de desarraigo y pérdida.

Por último, aunque no por ello menos importante, nos referiremos a la incidencia de la migración
en el sentimiento de identidad y en las crisis que, en ese sentido, se puedan producir. Estas crisis
constituyen una situación de «cambio catastrófico», tal como Bion la ha descrito, que podrá tener
como desenlace una catástrofe verdadera o —por el contrario— una evolución exitosa y creativa,
con el significado profundo de un «renacimiento» enriquecedor.

1. La migración en los mitos

Los mitos poseen una riqueza singular que les es propia. Transmiten ciertas ideas de tal modo
que, en oportunidades, lo hacen mejor que los términos que se refieren específicamente al
concepto que se trata de describir. Pueden ser comparados a un poliedro polifacético, móvil que,
de acuerdo al ángulo desde el cual lo observaremos, nos muestra caras, vértices o aristas
diferentes.

El esfuerzo que se requiere, a veces, para la comprensión de los mitos y para el descubrimiento
de lo que en ellos se plantea, es análogo al esfuerzo necesario para el hallazgo del significado
latente detrás del contenido manifiesto del material en la tarea analítica.

Algunos mitos han trascendido con mucha fuerza en el campo del psicoanálisis, en particular, en
lo que a material primitivo se refiere.

Los mitos del Edén, de Babel y de Edipo ofrecen la posibilidad de hacer más inteligibles los
fenómenos de las partes de la personalidad que tienden al conocimiento y las que se oponen
activamente a ese logro. Podemos ver en ello el intento del hombre de «migrar» buscando
elconocimiento donde quiera que esté, trasponiendo fronteras prefijadas al mismo tiempo que
existe en él una tendencia a obstaculizar ese intento (prohibición), transformando la «migración-
búsqueda» en «migración-exilio-expulsión-castigo», que origina dolor, confusión e
incomunicación.

La primera migración se remontaría, pues, a Adán y Eva. Estos, impulsados por la curiosidad
(simbolizada por la serpiente), se trasladaron a la zona prohibida del Paraíso, donde se
encontraba el árbol... «que era bueno para comer, agradable a los ojos y codiciable para alcanzar
la sabiduría».... «Eva comió de su fruto y dio a su marido»... «y fueron abiertos los ojos de
entrambos» ... «Conocieron el bien y el mal»..., lo que les valió la ex pulsión-exilio del Paraíso,
perdiéndolo con todas sus gratificaciones y condiciones de seguridad y placer.

Este exilio impidió que la primera pareja humana pudiera llegar a la adquisición del
conocimiento más profundo y vivencial, el que perdura a través del tiempo, que podría estar
representado por el «árbol de la vida».

La Biblia dice textualmente que... «después de echar al hombre y a la mujer del Paraíso»...
Jehová puso... «al oriente del huerto del Edén querubines con espadas encendidas que se
revolvían a todos lados para guardar el camino del árbol de la vida». Es precisamente esta
imagen superyoica y prohibidora de Jehová, y este modelo de castigo y obstrucción para alcanzar
el verdadero conocimiento, el que se repite en las narrativas de los mitos de Babel y Edipo.

Estos mitos proporcionan, por lo tanto, enunciados que nos ayudan a comprender las dificultades
que se presentan al individuo para tolerar el dolor de ese conocimiento verdadero que implica
«no sólo el saber acerca de algo, sino el ser ese algo», ser uno mismo, con un real efecto de
crecimiento y maduración mental.

Retomando el mito del Edén, creemos que representa, además, el símbolo del nacimiento, la
primera migración de la historia individual, con la disociación consecutiva al mismo («supieron
del bien y del mal»), con el incremento de las ansiedades más primitivas (paranoides y
depresivas) determinadas por la pérdida del objeto ideal, y la angustia del yo de quedar
desamparado y librado a sus propias fuerzas. «Parir con dolor»: el dolor del propio nacimiento;
del desprendimiento; y «ganarse el pan con el sudor de la frente»: perder el suministro continuo e
incondicional del cordón umbilical, tener que buscar el propio alimento (pecho), sufrir por la
pérdida de objeto (destete) y esforzarse por su reparación y recuperación. Estas son algunas de
las experiencias «migratorias» por las que tendrá que pasar el hombre en su desarrollo evolutivo,
alejándose progresivamente de su objeto original materno.

Abraham el patriarca, fundador de pueblos, debe abandonar la ciudad de sus antepasados, Ur,
rodeado de su tribu y rebaños, rompiendo sus vínculos con los ídolos venerados por sus
habitantes. Su nomadismo responde al llamado, según él, de un Dios creador del cielo, la tierra y
las estrellas, que le impulsa a emigrar en busca de una nueva tierra que le es prometida, para
fundar un nuevo pueblo, que sería «numeroso como las estrellas del cielo y las arenas del mar».

Esta migración respondía, en efecto, a la necesidad de encontrar una divinidad más abstracta que
la de los ídolos, que le permitiera ampliar el conocimiento del Universo (origen del cielo y de la
tierra). Pero, al igual que en el mito del Edén, el afán de alejarse de los objetos originarios para
conocer y crear, es castigado por ese mismo Dios que lo incita, con la exigencia más terrible:
ofrecer lo más preciado, la vida del propio hijo al que el padre debía estar dispuesto a inmolar: el
«sacrificio de Isaac».

En el mito de Edipo se encuentran también varias migraciones: su condena a muerte, para evitar
el cumplimiento del oráculo, fue sustituida por una migración que lo alejó de sus padres reales y
grupo de pertenencia original. La segunda migración ocurrió cuando creyendo eludir el vaticinio
del oráculo, huyó de sus padres adoptivos dirigiéndose a Tebas. La tercera es el exilio, después
del parricidio y el incesto. El mito de Edipo, relatado con maestría en la tragedia griega, fue
elaborado por Freud y sus continuadores en la teoría del complejo de Edipo, acentuando
especialmente su significado sexual, y los sentimientos de amor, odio, celos y rivalidad.
Corresponde a la historia de la horda primitiva en que las leyes del totemismo imponían la
migración de la exogamia para evitar infringir los tabúes del parricidio y el incesto.

Pero este mito fue estudiado también desde un ángulo que contempla otros elementos, que
fueron desplazados en la teoría clásica por el énfasis otorgado al componente sexual del mismo,
aunque sin excluir la importancia de este último. Desde el ángulo a que hacemos referencia, se
enfoca el vínculo del conocimiento, tan esencial en el ser humano, como lo son los vínculos de
amor y odio (Bion, 1963).

El enigma de la Esfinge sería una expresión de la curiosidad del hombre dirigida hacia sí mismo,
curiosidad que está también expresada por la determinación con que Edipo llevó adelante su
indagación del crimen, a pesar de las advertencias de Tiresias (esta curiosidad tiene el mismo
status de pecado en el mito edípico, en el del Edén y en el de Babel).

Edipo vuelve a Tebas para indagar la verdad. Al desafiar el enigma de la Esfinge, Edipo logra el
conocimiento venciendo a una imagen, mitad humana y mitad animal, que simboliza la pareja
combinada de los padres cuya unión da lugar a fantasías persecutorias muy arcaicas. Al derrotar
a la Esfinge, Edipo siente que derrota a sus padres unidos, a quienes, en su fantasía, arrebata el
conocimiento.

En la narrativa del mito, un aspecto de Edipo obstruye la determinación con que otra parte de él
intenta proseguir la indagación. Tiresias, que, significativamente, también ha sido enceguecido
por ver la escena primaria prohibida, es quien intenta prevenir a Edipo para que no siga adelante
con su. investigación. Tiresias simboliza un aspecto disociado del mismo Edipo. Es el conflicto
inherente a la naturaleza de todo ser humano, entre una parte que reprime los impulsos de
arrebatar al padre su bien más valorado y envidiado y otra que tiende a llevarlos a cabo,
exponiéndose al castigo y al exilio.

En la teoría clásica la madre es considerada como posesión del padre, y objeto de la rivalidad y
los celos edípicos. En el otro enfoque del mito de Edipo, así como en el del Edén, el
conocimiento profundo es el objeto equivalente a la madre, cuya posesión exclusiva se atribuye
al padre-dios.

Moisés, el que condujo el Exodo de un pueblo de esclavos hacia la libertad, y se atrevió con la
cima del Monte Sinaí para buscar el conocimiento de la Ley, fue castigado con la prohibición de
pisar la Tierra Prometida, y sólo le fue dado verla desde lejos antes de morir.
Aunque no se trate de un mito, sino de una realidad histórica, podríamos mencionar los viajes de
Colón como otro ejemplo ilustrativo de la fuerte tendencia en el ser humano de salir en búsqueda
de lo desconocido. En este caso, a pesar de la enorme trascendencia del descubrimiento de un
nuevo mundo, Colón murió pobre, abandonado por sus protectores y agobiado por sus pesares.

Parece existir una fantasía universal, que surge de diversas maneras en los mitos y leyendas, y
también en cuentos infantiles de todas las épocas en que la satisfacción de la curiosidad, después
de recorrer largos y difíciles caminos llenos de peligros, procura gran poder. Este tema ha sido
retomado en la literatura desde Las mil y una noches hasta la ciencia-ficción, pasando por los
viajes fantásticos de .Julio Verne. Pero esta satisfacción está tan plagada de riesgos porque es
sentida como prohibida por las fantasías que involucra.

La prohibición del conocimiento profundo parece provenir de no poder sentirlo como símbolo,
sino como si realmente fuera una relación sexual incestuosa, tomando al pie de la letra la
expresión bíblica de «conocer a una mujer» en el sentido de vincularse sexualmente a ella.

La ceguera de Edipo condensa el castigo de ambos pecados: pierde los ojos como instrumentos
para la satisfacción de la curiosidad, y como representantes simbólicos de los órganos sexuales
que sufren la castración.

El exilio convierte el movimiento de indagación, la migración voluntaria, en castigo y migración


forzada. Análogamente, la expulsión del vergel del Edén convierte el trabajo-parir-creación (con
dolor de desprendimiento y alegrías de nacimiento) en trabajo-parir-castigo (con el dolor como
maldición).

En el mito de la torre de Babel, el impulso migratorio se expresa en el deseo de «llegar al cielo»


para alcanzar el conocimiento de «otro mundo», distinto del conocido. Pero, en este mito, este
deseo es castigado con la confusión de lenguas y la destrucción de la capacidad de
comunicación.

Podríamos aplicar el contenido de este mito a lo que puede sucederle a un inmigrante que, al
llegar al «mundo nuevo», distinto del conocido, puede encontrar fuertes obstáculos internos para
su integración al medio, el aprendizaje del idioma, la incorporación de costumbres y normas,
etc., con el peligro de caer en una confusión que le dificulta la comunicación con los demás y
consigo mismo. Pero estos estados confusionales pueden ser también el resultado del fracaso del
mantenimiento de una disociación defensiva eficaz o de la búsqueda demasiado prematura de
una integración que aún no puede darse. Es relativamente frecuente que el inmigrante recurra al
mecanismo de disociación, idealizando —por ejemplo— todas las experiencias y aspectos
nuevos correspondientes al ambiente que lo acaba de recibir, al mismo tiempo que atribuye todo
lo desvalorizado y persecutorio al lugar y a las personas que ha dejado. Esta disociación le sirve
para evitar el duelo, el remordimiento y las ansiedades depresivas que se agudizan por la misma
migración, sobre todo cuando se trata de una migración voluntaria.

Describiremos más adelante con detalle, al analizar la calidad del vínculo existente entre el
individuo que parte y el grupo que queda, las distintas reacciones emocionales y las fantasías que
surgen de ambos. Pero queremos destacar, por ahora, la mezcla de sentimientos de ansiedad,
tristeza, dolor y nostalgia, por un lado, junto con las expectativas e ilusiones esperanzadoras, por
el otro, que cada inmigrante lleva consigo en sus maletas.

Precisamente, con el fin de protegerse de los efectos dolorosos de estas emociones, a veces
intolerables, utiliza la disociación para no tener que evocar —en forma desesperada— las
pérdidas sufridas: los familiares queridos, los amigos de toda la vida, las calles de su ciudad o
pueblo, los múltiples objetos cotidianos a los que ha estado ligado afectivamente, etc. Mediante
la desvalorización de tales pérdidas y la denigración de lo familiar y conocido, reforzadas por la
exagerada admiración de lo nuevo y desconocido, se tiende a negar la angustia y la culpa,
sentimientos casi inevitables —en cierta proporción— en toda experiencia migratoria.

Otras veces, y por influencia de ciertas circunstancias, se puede invertir el contenido de la


disociación trastocándose los valores respectivos de ambas orillas: la que se ha abandonado es
evocada con toda clase de virtudes magnificadas y añoradas, mientras que la orilla en la que se
ha desembarcado queda revestida de defectos y connotaciones negativas y persecutorias: es el
«desencanto de la tierra prometida».

Lo esencial es mantener la disociación: «lo bueno» en un extremo y «lo malo» en el otro, no


importa cuál de ellos represente una u otra de esas características. Por- - que, en el caso de
fracasar la disociación, surge inexorablemente la ansiedad confusional, con todas sus temidas
consecuencias: ya no se sabe quién es el amigo y quién el enemigo, dónde se puede triunfar y
dónde fracasar, cómo diferenciar lo útil de lo perjudicial, cómo discriminar entre el amor y el
odio, entre la vida y la muerte.

Esta confusión puede llegar a ser vivida, entonces, como el castigo por el impulso migratorio,
por el deseo de «conocer» un mundo nuevo... distinto.

2. La migración como experiencia traumática y de crisis

Pensamos que este título puede suscitar dudas, ya que algunos autores consideran el trauma
como un fenómeno agudo, que ocurre en un espacio de tiempo corto, y produce un colapso
psíquico porque la mente se ve desbordada por la intensidad de los estímulos que lo
desencadenan. Sin descartar que la migración tiene una fase traumática aguda, que se prolonga,
sin embargo, en el tiempo, creemos que el concepto de trauma debe ser referido no sólo a un
hecho aislado y único (como, por ejemplo, la muerte súbita de un familiar, un ataque sexual, una
intervención quirúrgica o un accidente inesperado, etc.), sino a situaciones que se extienden
durante períodos de tiempo más o menos largos, como de privaciones físicas y afectivas,
separaciones de los padres, reclusiones en colegios o asilos, hospitalizaciones o migraciones.

El término «trauma» proviene etimológicamente del griego, designando una herida con
efracción: este significado no es tomado en su uso en sentido estricto, ya que un golpe intenso,
de naturaleza física o psíquica, aún sin efracción, es considerado como trauma. En cambio, el
término «traumatismo» suele reservarse para designar las consecuencias que sufre el organismo a
causa de una agresión resultante de una violencia externa.
El psicoanálisis ha trasladado al plano psíquico los significados inherentes a estos términos:
choque violento y consecuencias sobre la personalidad.

En un comienzo, Freud (1895 y 1896) atribuyó la etiología de las neurosis a experiencias


traumáticas pasadas, ocurridas generalmente en la infancia, aconsejando como técnica específica
de la cura la catarsis y la elaboración psíquica de dichas experiencias. Lo que confería al
acontecimiento su valor traumático eran determinadas circunstancias específicas: condiciones
psicológicas especiales en las que se encontraba el sujeto en el momento del acontecimiento, la
situación afectiva que dificultaba una reacción adecuada y, finalmente, el conflicto psíquico que
impedía al sujeto integrar en su personalidad consciente la experiencia que le había sobrevenido.

En Más allá del principio del placer (Freud, 1920) el trauma fue concebido como un exceso de
excitaciones externas que superan la barrera protectora contra las mismas, dando lugar a
trastornos duraderos en el funcionamiento del yo. Este trata de movilizar todas las fuerzas
disponibles a fin de establecer contracatexis y consolidar así las condiciones de funcionamiento
del principio del placer. La existencia de las «neurosis de accidente» y «neurosis de guerra»
atrajo más la atención de Freud sobre el trauma bajo la forma de «neurosis traumática». La
repetición de los sueños en los que el sujeto revive el accidente, o la tendencia a colocarse
nuevamente en la situación traumática fue atribuida por él a lo que llamó «compulsión a la
repetición». El trauma no es una simple perturbación de la economía libidinal, sino que amenaza
más radicalmente la integridad del sujeto.

Posteriormente, el concepto de trauma adquirió para Freud (1926) un valor distinto, aparte de
toda referencia a la neurosis traumática propiamente dicha. El yo desencadena una «angustia-
señal» procurando evitar verse desbordado por la «angustia automática» (catastrófica)
quecaracteriza a la situación traumática en la cual el yo se hallaría indefenso (desamparo).

Esta concepción lleva a establecer una simetría entre el peligro interno y el externo: el yo es
atacado desde dentro como lo es desde afuera. Más adelante veremos cómo en las experiencias
migratorias el individuo puede producir síntomas fóbicos u otras manifestaciones de ansiedad
(insomnios, pesadillas), como una manera de utilizar la angustia señal de un modo dosificado y
controlado, para evitar verse inundado por la masividad de la angustia catastrófica.

Es conveniente distinguir entre el traumatismo psíquico agudo, denominado también «shock


trauma», de otros tipos de traumas, descritos por algunos autores como traumas de «tensión»,
«múltiples», «acumulativos», «silenciosos», etc. (Moses, 1978).

Freud mismo ha señalado (1895) que el trauma puede ser causado por un acontecimiento
importante o la sumación de numerosos acontecimientos traumáticos parciales. Más aún, las
observaciones sobre experiencias traumáticas llevan a pensar que los traumas nunca se pueden
aislar, sino que ocurren en un conjunto; por ejemplo, la muerte de un padre implica además la
depresión de la madre, el cambio en la estructura familiar y las condiciones de vida, lo que ese
padre hubiera podido dar en el futuro, etc.

La migración, justamente, no es una experiencia traumática aislada, que se manifiesta en el


momento de la partida-separación del lugar de origen, o en el de llegada al sitio nuevo,
desconocido, donde se radicará el individuo. Incluye, por el contrario, una constelación de
factores determinantes de ansiedad y de pena.

Estas situaciones podrán manifestarse o no clínicamente desde el inicio del proceso de


migración. La reacción del individuo en el momento del acontecimiento traumático no es
decisiva para determinar si el hecho será traumático en sus consecuencias, ya que dependerá de
la personalidad previa del sujeto y de numerosas circunstancias. Es, inclusive, bastante general
que haya lo que podría llamarse un «período de latencia» variable entre los hechos traumáticos y
sus efectos detectables, así como puede observarse muchas veces lo que hemos denominado
«duelos postergados», en las experiencias migratorias.

Creemos, entonces, que la migración, en cuanto experiencia traumática, podría entrar en la


categoría de los así llamados traumatismos «acumulativos» y de «tensión», con reacciones no
siempre ruidosas y aparentes, pero de efectos profundos y duraderos.

G. Pollock (1967) señaló que las situaciones traumáticas deben ser vistas siguiendo tres líneas,
tomando en cuenta las «tres P»: «predisposición, precipitación y perpetuación». Es decir, que en
la historia de cada sujeto puede haber factores que sin ser traumáticos en sí mismos, pueden
funcionar como predisponentes para que sucesos que no son traumáticos para otros puedan
desencadenar respuestas en ellos, que a su vez pueden perpetuarse si están permanentemente
expuestos a su repetición, produciendo efectos de situación traumática crónica.

La predisposición conserva su importancia en la respuesta a situaciones traumáticas, aún


considerando las más devastadoras como las de los campos de concentración, estudiadas en los
sobrevivientes del holocausto y las reacciones ante el combate. Moses (1978) reafirma este
hecho insistiendo en que siempre reaccionamos frente a los sucesos del presente en función de
las experiencias del pasado infantil (particularmente las que se refieran a pérdidas de objeto,
separaciones y sentimientos de culpabilidad). Compara las situaciones traumáticas con las
reacciones inmunológicas donde las sensibilizaciones sucesivas al mismo tipo de traumatismo
conducen a una propensión a reaccionar de una manera más incontrolable.

Creemos que la calidad específica de la reacción frente a la experiencia traumática de la


migración es el sentimiento de «desamparo».

Este sentimiento de desamparo está basado originalmente en el modelo del trauma del
nacimiento (O. Rank, 1961) y la pérdida de la madre protectora. Correspondería también a la
experiencia de la pérdida del «objeto continente» (Bion, 1970), que trae como consecuencia la
amenaza, en situaciones extremas, de desintegración y disolución yoica, con pérdida de los
límites del yo.

Este riesgo es sentido con más intensidad, si en la infancia se han sufrido situaciones importantes
de carencia y separaciones, con las consiguientes vivencias de angustia y desamparo.

Las migraciones como situaciones de crisis

Generalmente considerada como un cambio brusco y decisivo en el curso de un proceso, la crisis


ha sido definida (R. Thom, 1976) como una perturbación temporaria de los mecanismos de
regulación de un individuo o de varios.

Una situación de crisis, individual o colectiva, puede ser la causa desencadenante de una
experiencia migratoria, o bien su consecuencia. Toda crisis implica una idea de «ruptura»,
separación o arrancamiento (Kaes, 1979).

En las crisis de desarrollo hay momentos de deprivación y pérdida, como en las situaciones de
nacimiento (crisis inaugural de la existencia), destete, crisis edípica, pubertad y adolescencia,
crisis de la edad media de la vida, entrada en la vejez.

Las crisis, tanto las de desarrollo como las que pueden sobrevenir por distintos motivos externos
e internos, son períodos de transición que representan para el individuo a la vez una ocasión de
crecimiento como un peligro de aumento de la vulnerabilidad a la enfermedad mental.

Si bien Winnicott (1971) sostenía que la continuidad de la existencia está asegurada por la
herencia cultural, la aparición de una crisis, con su significado de «ruptura», parece demostrar
que la herencia cultural no basta por sí sola para asegurar dicha continuidad. Esto ocurre en el
adolescente, en el inmigrante, en el campesino que pasa a vivir a la ciudad, etc.

Winnicott considera «la herencia cultural» como una extensión del «espacio potencial» entre el
individuo y su ambiente. El uso del «espacio potencial» está, pues, supeditado a la formación de
un «espacio entre dos», entre el yo y el no-yo, entre el «adentro» (grupo de pertenencia) y el
«afuera» (grupo de recepción), entre el pasado y el porvenir.

El inmigrante necesita un «espacio potencial» que le sirva de «lugar de transición» y «tiempo de


transición», entre el país-objeto materno, y el nuevo mundo externo: «espacio potencial» que
otorgue la posibilidad de vivir la migración como «juego», con toda la seriedad e implicaciones
que éste tiene para los niños.

Si se fracasa en la creación de ese «espacio potencial», se produce la ruptura en la relación de


continuidad del entorno y del self. Esta ruptura puede ser comparada a las ausencias prolongadas
del objeto necesitado por el niño, que traen como consecuencia la pérdida de la capacidad de
simbolización y la necesidad de recurrir a defensas más primitivas.

En efecto, un niño deprivado es incapaz de jugar y muestra un empobrecimiento en su evolución


en el campo cultural.

Un inmigrante deprivado, con la pérdida prolongada de objetos confiables en el ambiente,


también sufre una disminución de su capacidad creativa. Dependerá de sus condiciones para
elaborar esa deprivación y superarla, el que pueda recuperar sus habilidades.

La migración es una de las contingencias de la vida que exponen al individuo que la experimenta
a pasar por estados de desorganización, que exigen una reorganización ulterior, que no siempre
se logra.
Hasta cierto punto es posible prever éxitos o fracasos en una migración, evaluando la capacidad
potencial para reorganizarse en un tiempo relativamente breve, después de la desorganización
transitoria ocasionada por la angustia, en una situación de stress. En experiencias realizadas,
sobre la base de entrevistas, para seleccionar personas destinadas a determinados trabajos a ser
realizados en otro país, se tomó en cuenta esta capacidad de reorganización rápida como
indicador positivo.

Resumiendo, diremos que la migración es una experiencia potencialmente traumática


caracterizada por una serie de acontecimientos traumáticos parciales y configura, a la vez, una
situación de crisis. Esta crisis puede, por otra parte, haber sido el disparador de la decisión de
emigrar, o bien la consecuencia de la migración.

Si el yo del emigrante, por su presdisposición o las condiciones de su migración, ha sido dañado


demasiado severamente por la experiencia traumática o la crisis que ha vivido o está viviendo, le
costará recuperarse del estado de desorganización a que ha sido llevado y padecerá distintas
formas de patología psíquica o física.

Por el contrario, si cuenta con capacidad de elaboración suficiente, no sólo superará la crisis, sino
que, además, ésta tendrá una cualidad de «renacimiento» con desarrollo de su potencial creativo.

3. ¿Quiénes emigran?

Los individuos que emigran y las condiciones de migración son de una variedad infinita
imposible de abarcar, por lo cual nos limitaremos a describir algunas de las situaciones que
permitan establecer «modelos básicos» aplicables a otras. Tenemos plena conciencia de que las
vivencias de un diplomático, o un profesor, por ejemplo, que vive lejos de su país de origen, e
incluso cambiando frecuentemente de lugar de destino, tienen enormes diferencias con las de un
emigrante que huye de la miseria con la esperanza de encontrar un sitio que le permita salvarse y
sobrevivir. A pesar de la disparidad de estas experiencias, el estudio más profundo de las mismas
permitirá descubrir elementos comunes en algunas de las reacciones emocionales de los sujetos
implicados en esas migraciones.

Para comenzar, habría que definir el alcance de los términos que estamos utilizando y, antes que
nada, el de «migración».

En general, el término «migración» ha sido estrictamente aplicado para definir la movilidad


geográfica de las personas, que se desplazan ya sea en forma individual, en pequeños grupos o en
grandes masas.

Quizá resulte útil recordar ciertas corrientes migratorias masivas, por sus importantes
consecuencias históricas. Una de las corrientes más antiguas con significación histórica fue la de
las tribus nómadas de Europa y Asia Central hacia Occidente, que coincidió con la caída del
Imperio Romano. La migración europea y africana hacia América del Norte y del Sur y Oceanía,
probablemente tuvo consecuencias históricas aún más importante: este flujo comenzó poco
después de los viajes de Colón, calculándose que más de sesenta millones de europeos se
dirigieron hacia otros continentes, por causas derivadas de la miseria, las guerras y las epidemias,
junto con la necesidad de aportes humanos por parte de regiones poco pobladas. Condiciones
políticas o religiosas adversas motivaron también migraciones forzadas y masivas.

Estas grandes masas de gente que se desplazaban, en cada época por motivos distintos
(económicos, políticos, religiosos, etc.), seguían rumbos determinados, hacia sitios considerados
o fantaseados como más acogedores. Más allá de los factores externos que justificaban estas
migraciones, operaría también la fantasía inconsciente de búsqueda de una madre-tierra nutricia
y protectora, frecuentemente idealizada.

La migración propiamente dicha, es decir, la que da lugar a la calificación de las personas como
«emigrantes» o «inmigrantes», es aquella en la cual el traslado se realiza de un país a otro, o de
una región a otra suficientemente distinta y distante, por un tiempo suficientemente prolongado
como para que implique «vivir» en otro país, y desarrollar en él las actividades de la vida
cotidiana.

Este concepto constituye la base de las definiciones que encontramos en la mayor parte de los
tratados recrea de la migración: «acción y efecto de pasar de un país a otro para establecerse en
él».

El término «trasplante» ha sido utilizado también como sinónimo de migración, pero con un
matiz diferencial, ya que se lo suele aplicar a individuos que tienen que emigrar pero han estado
muy «arraigados» en su medio original, lo cual determinará una mayor intensidad en el
sentimiento de «desarraigo» que sufre todo inmigrante, en mayor o menor grado.

Sin embargo, aunque no responda a la definición corriente, psicológicamente, también


podríamos considerar migración al traslado desde un pequeño pueblo a una gran ciudad, cambiar
la vida de ciudad por la del campo, bajar de la sierra al llano y aún, para ciertas personas,
mudarse de casa.

A los desplazamientos en el interior de un mismo país, que pueden ser más o menos definitivos o
temporales (por razones de trabajo, para realizar estudios, etc.), se les denomina «migraciones
interiores».

Es importante también establecer una diferenciación entre los llamados «trabajadores


extranjeros» y los «inmigrantes» propiamente dichos. Los primeros son, en el sentido amplio del
término, personas que trabajan temporariamente en un país que no es el propio, pero tienen el
proyecto cierto de volver a su país de origen en un plazo determinado, mientras que los segundos
han decidido establecerse en el nuevo país en forma permanente, aunque tengan la posibilidad de
retornar al país del cual provienen.

La distinción entre estas dos categorías de personas que abandonan su tierra natal va más allá de
lo semántico. Los primeros «tienen el pensamiento más puesto en la vuelta que en la ida» (F.
Calvo, 1977). Saben, o suponen, que su separación de su lugar de origen y sus familias tiene una
limitación temporal, que les ayuda a enfrentarse con las inevitables vicisitudes presentes en las
experiencias con el nuevo ambiente. En los segundos, la vivencia de pérdida de todo lo que han
dejado es mucho mayor porque sienten, aunque luego pueda no ser así, que la ruptura de los
vínculos tiene un carácter más definitivo. Ya veremos más adelante cómo unos y otros deberán
pasar por períodos de duelo, desarraigo e intentos de adaptación, que podrán ser exitosamente
elaborados o desencadenar síntomas psicopatológicos.

Por último, hay personas que se ven forzadas a vivir fuera de su país: configuran el gran capítulo
de los «exiliados», «refugiados», «desplazados» o «deportados» por motivos políticos,
ideológicos o religiosos, que no tienen la posibilidad de volver a su lugar de origen.

De modo que, en líneas generales, podría hablarse de «emigrantes voluntarios» y «emigrantes


forzados», categorías sobre las que volveremos más adelante. Esta diferenciación es relativa, ya
que muchos de los emigrantes que parecen no estar obligados por causas externas a dejar su país
lo hacen, sin embargo, por temor a que las condiciones sociopolíticas o económicas de su sitio de
residencia puedan deteriorarse en el futuro inmediato hasta un punto no tolerable para sus
objetivos, sus niveles de vida o posibilidades de subsistencia.

Estas «migraciones forzadas» ocurren no sólo a nivel individual, sino también masivo. Así, por
ejemplo, entre 1947 y 1950, diez millones de personas fueron obligadas a emigrar de Pakistán a
la India y siete millones de la India a Pakistán, por sus respectivos gobiernos, por motivos
religiosos.

No debemos olvidar que existen también «no-migraciones forzadas», por leyes que restringen la
salida o entrada de emigrantes, en determinados países, lo que da lugar a que haya personas que
se sientan «encerradas» en un país en el que no quisieran permanecer, o se expongan a
situaciones ilegales que entrañan emigrar en condiciones de peligro, con todas sus
consecuencias.

A veces, paradójicamente, ciertos cambios sociales importantes pueden determinar migraciones


por «resistencia al cambio» y el temor a la amenaza de pérdida de valores, de condiciones de
vida y, en última instancia, de las partes del self que ese cambio podría involucrar. En estos
casos, el individuo no se atreve a enfrentar miedos primarios, como ser el miedo a la pérdida de
estructuras establecidas, la pérdida de acomodación a pautas prescritas en el ámbito social, los
que generan intensos sentimientos de inseguridad, incrementando el aislamiento, la soledad, y
debilitando, fundamentalmente, el sentimiento de pertenencia a un grupo social establecido.
Muchos de los que emigran por este motivo suelen buscar sitios que, aunque puedan ser lejanos
geográficamente, presentan condiciones y características similares a las del lugar de origen,
previas al cambio. En estos casos se podría hablar de «migraciones sedentarias», ya que se busca
rehuir lo nuevo o lo distinto, para recrear y mantener sin modificaciones lo familiar y conocido.
Es irse de un sitio para poder seguir quedándose en lo mismo: es irse para no cambiar.

Dada la magnitud del fenómeno migratorio, que afecta a un número tan elevado de individuos,
esto pasa a ser un componente más de la «forma de vida» de nuestro tiempo, tal como lo señala
F. Calvo (1977), y estamos de acuerdo con él cuando afirma que por más que se revista a este
fenómeno con explicaciones sociopolíticas o económicas, no deja por ello de representar un serio
problema personal para cada uno de los individuos afectados por esta experiencia, que justifica
que se lo estudie en particular.
Hubo autores que se dedicaron a la investigación de los aspectos psicológicos de la
«emigrabilidad», tratando de precisar las características específicas de las personas que
consideraban en mejores condiciones para emigrar. Así, por ejemplo, Menges (1959) 1 define el
concepto de «emigrabilidad» como la capacidad potencial del emigrante de adquirir en el nuevo
ambiente, en forma gradual y comparativamente rápido, una cierta medida de equilibrio interno
que es normal para él —siempre y cuando el nuevo ambiente lo haga razonablemente posible—
y que, al mismo tiempo, pueda integrarse en el nuevo contexto sin ser un elemento perturbado o
perturbador dentro del mismo.

Menges plantea también «indicaciones y contraindicaciones» para la emigración, sobre la base


de la capacidad de dominar o superar la nostalgia (homesickness). Según él, el peligro de caer
víctima de la nostalgia se incrementa si el individuo ha tenido escaso éxito en su desarrollo
mental hacia la individuación. Los que sucumben ante la nostalgia suelen tener problemas
infantiles no resueltos provenientes de una relación conflictiva con la madre. Se trataría en estos
casos de algo más que el sentimiento de nostalgia, sino de una dependencia enfermiza del hogar.

La estabilidad en la pareja matrimonial y en la vida familiar del emigrante constituye uno de los
factores más favorables para poder realizar una migración adecuada, así como la habilidad
profesional y la satisfacción en el trabajo. En las mismas condiciones se encuentran los que
emigran por razones ideológicas, ya que son menos dependientes de las circunstancias exteriores
que les esperan en el lugar de destino. Por el contrario, los que presentan problemas personales y
familiares, con poca eficacia en su tarea laboral, o los que tienen perturbaciones psíquicas
acentuadas (como en el caso de las personalidades esquizoides por sus dificultades de
integración, las paranoicas o las profundamente depresivas), estarían contraindicados para
afrontar el impacto de una migración.

Las características de los distintos tipos de grupo familiar también inciden favoreciendo o
dificultando la posibilidad de migración de sus miembros. Así, será difícil que emigren
individuos pertenecientes a grupos familiares que se describen como aglutinados, apiñados o
«epileptoides», que parecen «tragar» a sus miembros, entre los que se observan enormes
dificultades para la separación. Por el contrario, los grupos familiares de tipo «esquizoide»
parecen «vomitar» a sus miembros, que tienden al alejamiento mutuo y la dispersión.

En términos generales, podríamos clasificar a los individuos, en lo que a su tendencia migratoria


se refiere, en dos grandes categorías: aquellos que necesitan estar siempre en contacto con gente
y lugares conocidos, y los que disfrutan cuando tienen la posibilidad de ir a lugares desconocidos
e iniciar relaciones nuevas.

En ese sentido, Balint (1959) acuñó dos términos, el de «ocnofilia» y «filobatismo», para
referirse a dos tipos opuestos de actitudes: una, con la tendencia a aferrarse a lo seguro y estable,
y otra, orientada hacia la búsqueda de experiencias nuevas y excitantes, actitudes que pueden
aplicarse también a situaciones y lugares. Etimológicamente, estos términos derivan de voces
griegas que significan, respectivamente: «aferrarse», una, y «caminar sobre los «dedos», la otra

1
En «Fitness for Emigration», a Research on Some Psychological Aspects of Emigrability, 1959. El original está en
alemán: Menges, L. J.: «Geschichtheid voor emigratie. Ein onderzock naar enkele psychologische aspecten der
emigrabiliteit» (Dess. Univ. Leiden: 5-Gravenhage, 1959).
(como acróbata).

Los ocnofílicos se caracterizan por su enorme apego a las personas, a los sitios y a los objetos;
suelen tener gran cantidad de amigos y es vitalmente importante para ellos estar siempre cerca de
alguien (no necesariamente siempre la misma persona) que pueda brindar comprensión y ayuda.
Necesitan objetos, tanto humanos como físicos, por la sencilla razón de que no pueden vivir
solos.

Los filobáticos, por el contrario, evitan toda clase de ataduras, tendiendo a una vida más
independiente y a buscar placer en aventuras, viajes y, sobre todo, emociones nuevas. Los
objetos humanos y físicos les significan una molestia, y se apartan de ellos sin dolor ni pena,
para buscar continuamente actividades nuevas, ropas nuevas, lugares y costumbres nuevas.

Se desprende, por lo tanto, y en lo que a la migración se refiere, que los individuos


pertenecientes al primer grupo son los más arraigados en sus sitios de origen y difícilmente los
abandonarán, salvo circunstancias que lo exijan perentoriamente. En cambio, los del segundo
grupo serán los más proclives a emigrar en pos de horizontes desconocidos y nuevas
experiencias. Buscan situaciones que cumplan tres condiciones fundamentales: que incluyan una
meta que implique cierto riesgo, que permitan la actuación voluntaria de exponerse a ese riesgo y
la expectativa (a veces, omnipotente) de que vencerán el peligro. Ninguna de estas categorías
constituye por sí misma y en forma aislada un índice de salud mental. Quizá lo deseable fuera
lograr una buena integración de ambas, de manera de poder actuar en uno u otro sentido según se
evalúen las circunstancias.

En los juegos infantiles, las zonas de seguridad se llaman «casa» u «hogar», y representan a la
madre. Muchos juegos y diversiones, como los de los parques de atracciones, incluyen
situaciones que despiertan cierto temor (por ejemplo, por la velocidad) a las que el sujeto se
expone voluntariamente sobre la base de cierta confianza de que ese miedo podrá ser tolerado y
dominado, y que luego se retornará a la situación de seguridad. Esa mezcla de miedo, placer y
confianza frente al peligro es componente de todos esos juegos.

Las actitudes extremas, en cualquiera de las categorías básicas a las que nos hemos referido,
configuran, a nuestro juicio, su patología. En última instancia, podrían ser equiparadas a la
agorafobia y claustrofobia, respectivamente. Es posible, por ejemplo, que algunas de las víctimas
del holocausto desencadenado por el nazismo lo hayan sido por su exagerada necesidad de
aferrarse a lo conocido, y no atreverse a intentar irse a tiempo. Inversamente, otros se destruyen
por la búsqueda compulsiva y descontrolada de experiencias nuevas: empresas arriesgadas,
drogas o migraciones continuas e injustificadas de tipo maníaco.

Otros autores atribuyen otros caracteres a la personalidad pre-migratoria: hay quienes sostienen
que la tendencia a migrar es mayor en las personalidades esquizoides, que parecen no tener
sentimientos de «arraigo» en ningún sitio. Algunos señalan que son las personalidades
paranoides e inseguras las que por sus temores de persecución buscan repetidamente sitios que
consideran más seguros.

Por el contrario, hay quienes afirman que sólo tienden a migrar los que tienen un yo más fuerte y
capacidad para enfrentar riesgos.

Uno de estos riesgos es la soledad que, en distintos grados, sufrirá quien emigra. La capacidad de
estar solo es uno de los rasgos más importantes de madurez en el desarrollo emocional, tal como
lo señala Winnicott (1958). El individuo la adquiere en la niñez sobre la base de su habilidad
para manejar sus sentimientos en su relación con la madre y, una vez que ha quedado establecida
la relación triangular, con ambos padres. En otras palabras, el niño que se siente excluido frente a
la pareja de sus padres en la escena primaria, y es capaz de dominar sus celos y su odio,
incrementa su capacidad de estar solo.

Esa capacidad implica la fusión de los impulsos agresivos y eróticos, la tolerancia frente a la
ambivalencia de sus sentimientos y la posibilidad de identificarse con cada uno de sus padres.
Para que esta capacidad se mantenga durante el curso de su evolución hasta la vida adulta será
necesaria la existencia de objetos buenos instalados en la realidad psíquica del individuo. La
relación del individuo con estos objetos internos, junto con la confianza que ellos le
proporcionan y la integración alcanzada, constituirán la base primordial para que pueda tolerar
las separaciones y la ausencia de estímulos y objetos externos conocidos. En estos individuos
habrá menor tendencia a las reacciones paranoides y mayor posibilidad para disponer de sus
objetos internos buenos, que podrán proyectar en el mundo externo en el momento conveniente.

En la experiencia migratoria, el individuo que ha adquirido esta capacidad se encuentra en


mejores condiciones para enfrentarse tanto con la pérdida de los objetos familiares como con la
inevitable exclusión que sufrirá durante los primeros tiempos de su instalación en el nuevo
ambiente. Para su vivencia, se re-editará la situación de frustración y exclusión infantiles
experimentada con la pareja de sus padres, ya que los integrantes de la nueva comunidad
mantienen lazos entre sí y comparten multitud de cosas (idioma, recuerdos, experiencias,
conocimientos de lo cotidiano, etc.) relativas al nuevo país, a las que él es aún ajeno.

M. Klein (1963) se refiere al sentimiento de soledad basado en la vivencia de incompletud que


deriva del fracaso de una integración personal plena. A esto se agrega la convicción en el sujeto
de que ciertas partes disociadas y proyectadas del self no se recuperarán jamás. Ello contribuye a
que el individuo no se sienta en completa posesión de sí mismo, ni pueda sentirse perteneciendo
a ninguna persona o grupo.

La posibilidad de desarrollar un sentimiento de «pertenencia» parece ser un requisito


indispensable para integrarse exitosamente en un país nuevo, así como para mantener el
sentimiento de la propia identidad, tal como lo hemos desarrollado en otra obra (Grinberg, L. y
R., 1971).

Las personas en quienes el sentimiento de soledad con las características anteriormente


mencionadas se da con marcada intensidad tendrán problemas, que se agudizarán en sus
experiencias migratorias, porque éstas acentúan, durante cierto tiempo, la vivencia de «no
pertenencia». «No se pertenece ya» al mundo que se deja, y «no se pertenece aún» al mundo al
que se llega.

Volviendo a pensar en «¿quiénes emigran?», creemos que no existe un tipo de personalidad


específica que condicione la tendencia migratoria, pero sí pensamos que puede haber una mayor
o menor predisposición a migrar, vinculada con todo lo que hemos expuesto y basada en la
constitución e historia de cada individuo, que puede ponerse de manifiesto en función de
circunstancias y motivaciones externas e internas, en un momento dado, llevándolo a emigrar.

4. Análisis de una pre-migración

(Parte A)

Este capítulo estará dedicado al estudio de las perturbaciones en el sentimiento de identidad,


desencadenadas por circunstancias de la realidad externa: en este caso, el fenómeno migratorio y
su vinculación con los trastornos de las identificaciones introyectivas y proyectivas, mediante el
análisis de Marisa, tratada por uno de nosotros (Rebeca Grinberg, 1965).

Estos trastornos, y muy especialmente la dificultad en establecer buenas identificaciones


introyectivas, eran consecuencia, a su vez, en gran parte, de migraciones previas de importancia
en la vida de la paciente y la poca confianza que podía depositar en sus objetos, que por sus
características ofrecían pocas garantías de estabilidad.

Las migraciones, cambios que abarcan un gran espectro de las relaciones objetales externas,
agravadas en este caso particular por haber sido repetidas y no elaboradas, quitaron estabilidad a
su self y, en consecuencia, a su sentimiento de identidad.

La perspectiva de una nueva migración, que surgió durante su análisis, permitió ver la dificultad
de elaborar los múltiples duelos que ésta suponía y la emergencia de ansiedades confusionales,
persecutorias y depresivas, caída en estados de regresión con incremento de los mecanismos de
disociación, omnipotencia e identificación proyectiva, y la necesidad de recurrir a
exteriorizaciones psicopáticas con actitudes maníacas, aunque controladas por mecanismos
obsesivos.

El concepto de que el desarrollo y afianzamiento del sentimiento de identidad se basa en las


identificaciones introyectivas asimiladas está presente, de manera explicita o implícita, en casi
todas las definiciones sobre identidad. Y sabemos también que las identificaciones resultan del
interjuego de los mecanismos de introyección y proyección.

Citando a M. Klein (1955): «Un buen objeto establecido en forma segura da al yo un sentimiento
de riqueza y abundancia... y es precondición para lograr un yo integrado y estable.»

Esta estabilidad permite mantener la continuidad y mismidad que todos los autores consideran
como características que definen la identidad y hace posible que, por contraste, cada individuo
sea distinto de los demás aunque con caracteres comunes a otros y, en consecuencia, único.

Este es el punto de encuentro con nuestra preocupación: la migración. Las alternativas normales
del desarrollo de los individuos incluyen una permanente elaboración de los distintos cambios
que constituyen el vivir: continuamente se ven enfrentados con la necesidad de sufrir y aceptar la
pérdida de estadios anteriores elaborando esos duelos y de afrontar el temor a lo desconocido que
se presentará en los estadios subsiguientes.

La migración es un cambio, sí, pero de tal magnitud que no sólo pone en evidencia, sino también
en riesgo, la identidad. La pérdida de objetos es masiva, incluyendo los más significativos y
valorados: personas, cosas, lugares, idioma, cultura, costumbres, clima, a veces profesión y
medio social o económico, etcétera, a todos los cuales están ligados recuerdos e intensos afectos,
como así también están expuestos a la pérdida partes del self y los vínculos correspondientes a
esos objetos.

Siendo un cambio que afecta simultáneamente muchos vínculos, se disminuyen las posibilidades
de que algunas partes del self, menos afectadas, permanezcan estables y sirvan de soporte a las
que están sufriendo los cambios. Es una conmoción que sacude toda la estructura psíquica, por
supuesto más expuesta a sus consecuencias cuanto menos consolidada se encuentre.

Por otra parte, es indudable que las condiciones en que se realiza la migración determinan el tipo
de ansiedades que se movilizan predominantemente, así como su intensidad, las defensas que se
erigen contra ellas y las posibilidades de elaboración.

Son distintos en su contenido los duelos que haya que realizar por un país perdido como
consecuencia de persecuciones, con el consiguiente incremento de ansiedades paranoides, de los
vinculados con un abandono voluntario, en relación con el cual pueden predominar la culpa y
ansiedades depresivas. Y es infinita la cantidad de factores y situaciones que, en cada caso,
llevan a configurar distintas fantasías inconscientes, tanto en relación con el propio país, perdido
o abandonado, definitiva y temporariamente, como con el «otro país», amenazante o seductor,
perseguidor o idealizado.

Veremos cómo se dan estos fenómenos en un caso particular: Marisa y su migración, a la luz de
los conceptos expuestos. Queda entendido que se ha extractado del historial clínico
exclusivamente el material atingente al tema.

II

Situación familiar

Los motivos que trajeron a Marisa al análisis cuando tenía veinte años y en vísperas de su
casamiento estaban estrechamente vinculados con sus dificultades en la introyección: anorexia,
temores hipocondríacos difusos aunque particularmente referidos al tracto oral-digestivo, dudas
con respecto a su próximo matrimonio, temor ante las relaciones sexuales y un estado de
permanente angustia.

El clima de falsedad y engaño estaba permanentemente presente en la vida de Marisa,


incrementando su desconfianza frente a sus objetos e impidiéndole saber qué era y qué tenía.

El padre había pertenecido al servicio diplomático, que finalmente había abandonado para
instalar un estudio como abogado. Ella no sabía por qué medios el padre había obtenido su
fortuna. La madre había abandonado una carrera universitaria al nacer la paciente, hija mayor, a
la que siguió una hermana a los dos años.

El padre era de carácter violento. En ciertos períodos caía en crisis melancólicas con fantasías de
suicidio.

La madre, muy seductora, parecía siempre «ocultar cosas».

La paciente era aparentemente la persona más centrada de la familia, mediadora entre los padres,
y entre éstos y la hermana en los frecuentes conflictos familiares, pero siempre enferma
físicamente.

III

Reconstrucción sintética de su análisis hasta el período premigratorio

Su primer contacto conmigo fue de naturaleza contrafóbica. Trató de mostrarse muy segura de sí
misma en la entrevista, dándole un carácter muy formal. Me informó escuetamente de los
motivos por los cuales quería analizarse y que el doctor X, con quien había mantenido una
entrevista, me la enviaba para iniciar tratamiento. Había concurrido a aquella consulta alarmada
por intensos ataque de ansiedad y miedo a enloquecer ante la inminencia de su casamiento.

Marisa manifestó que no había tenido intenciones de analizarse con el doctor X porque prefería
una analista mujer, y que había acudido a él solamente para que le recomendara a alguien con
quién tratarse.

Sin embargo, en su primera sesión, lo primero que me dijo, comentando la entrevista, fue: «Me
desilusioné al verla. La imaginaba más masculina, con traje sastre y pelo oscuro y recogido; tal
vez un rodete.»

Pudimos ver luego que esperaba encontrar en mí la proyección de su propia imagen corporal,
identificada con una madre fálica, y a través de la cual realizaría, además, la fantasía de
analizarse con el doctor X.

Ella misma usaba rodete. La cabeza y el peinado aparecieron reiteradamente en su material


durante el primer período de su análisis, asociado a frecuentes sueños en que el análisis era
representado por una peluquería y en que yo, como peluquera, cuidaba o atacaba,
alternativamente, su abultada cabeza, que simbolizaba, en ocasiones, un vientre embarazado o un
pecho extremadamente lleno.

Esta imagen me parece trascendental, pues era la expresión, por intermedio del cuerpo, de su
fantasía básica transferencial en que yo sería una madre con toda la omnipotencia del
pensamiento, físicamente visible en la cabeza, y donde estaría concentrado también todo el poder
del padre (doctor X).
En ese sentido, la erotización del pensamiento y sobre-valoración de la inteligencia
correspondería a una erotización de la relación con el pezón de ese pecho omnipotente (rodete),
confundido con un pene. Quería analizarse con una mujer, pero de aspecto masculino.

El vínculo transferencial que se estableció desde las primeras sesiones (donde externalizó sobre
mí diversos personajes de su infancia) señalaba una doble disociación: arriba-abajo (mente-
cuerpo) y bueno-malo. (Dificultades en el vínculo de integración espacial.)

La primera imagen que proyectó sobre mí fue la de médico, que luego comenzó a alternar con la
de peluquera. La relación conmigo como peluquera era una relación de a tres, en la que
intervenía el doctor X, pero como una parte mía disociada. Representábamos dos imágenes de
médicos de su infancia. Colocó sobre el doctor X la imagen del médico agresivo que la había
maltratado de niña, acribillándola a inyecciones. Yo, en cambio, resultaba ser un médico
cariñoso, como uno que la había atendido alguna vez y le daba caramelos, pero al que los padres
despidieron porque el médico «malo» ganaba la confianza de los padres.

La situación traía, de todos modos, un planteo edípico muy franco al vivirme como médico
hombre, pero demasiado manifiesto: recordó que quería casarse con el médico bueno, aunque
tenía una hija de su misma edad.

La aparición de ese material edípico era precoz y no correspondía a la situación real de la


paciente.

Lo que se estaba expresando realmente eran sus ansiedades persecutorias que trataba de
mantener alejadas del vínculo transferencial, movilizadas en relación con la situación actual de
casamiento y su terror durante el coito frente a los ataques sádicos del padre malo, pero vivido
como objeto parcial: pene-inyecciones que yo debía contrarrestar con un pene-caramelo.

Al surgir en las asociaciones «las enfermedades» por las cuales los médicos habían hecho
irrupción en la vida de la paciente y se habían convertido en personajes que integraban el cuadro
familiar, se pudo apreciar la extensión e intensidad de su angustia persecutoria en niveles más
regresivos y esta vez en relación con el objeto materno.

Desde su infancia había sufrido una variada sintomatología oral-digestiva, predominando la


anorexia y una constipación pertinaz, síntomas que se mantenían al iniciarse su análisis.

Esta modalidad de funcionamiento retentivo se evidenciaba en el trato que daba a las


interpretaciones: no se refería nunca a algo que yo le hubiera dicho en la sesión, ni acusaba
recibo de interpretación alguna, sino hasta la sesión siguiente, después de haberlas llevado a su
casa y desmenuzado en lugar seguro, lejos de mi presencia. Surgía así su ansiedad y
desconfianza frente al alimento, y a todo lo que la madre le podía meter dentro, consecuencia de
los conflictos de su lactancia, como veremos luego, y del extremo control que debía ejercer sobre
su esfínter para ponerse a cubierto de la posibilidad de que le sacaran sus contenidos por la
fuerza. Estas fantasías se confirmaban por un acontecimiento muy traumático que surgió como
un recuerdo un tanto confuso. A los doce años, en un período en que su padre empezó a
desempeñar cargos en el extranjero y sufrió varios cambios de destino sucesivos que le creaban
una situación de incertidumbre, sus trastornos se agudizaron, y en uno de los países de tránsito
tuvieron que tomarle radiografías del aparato digestivo. Pero no pudo eliminar la «leche opaca»
que le dieron: hizo un cuadro grave de retención intestinal y hubo que extraerle el bolo fecal
formado.

Recurrió, profundamente, a la disociación entre el país de origen —leche buena— que se había
visto obligada a abandonar y el país nuevo —leche mala— que asumía las características
persecutorias. Esta última estuvo representada por «la leche de bario» que era la leche mala que
se le metía para «mirarla» desde adentro y delatarla, como ahora su analista, mostrando lo que
había en su interior.

Este episodio estaría denunciando, además, una reacción melancólica frente a la pérdida del país,
por medio de la retención masoquista del bario.

Pero no era ésa su primera situación de migración. Su lactancia también había transcurrido en
otro país, por razones familiares. Esta lactancia se prolongó hasta los dos años, porque su madre
desconfiaba de los alimentos que se podrían obtener en el «otro país». En esa época no padecía
anorexia y era un bebé rollizo. Pero esa leche que recibía iba acompañada de fantasías paranoicas
de la madre a una edad en que necesitaba otro tipo de alimentos, creándole la sensación de que
«todo lo de afuera era malo», y llevándola a una regresión con incremento de la idealización del
pecho, en última instancia, del «adentro». Un pecho que daba leche pero poco contacto afectivo,
tal vez por la depresión de la madre por la misma situación de migración. Esto se puede deducir
de algunos sueños que surgieron durante el análisis.

La otra situación importante que gravitó en sus posibilidades de identificaciones introyectivas


fue haber cursado parte de la escuela primaria en una institución de una colectividad extranjera a
la que no pertenecía, sintiéndose extranjera entre sus compañeras, en su propio país, por ser
argentina. Al mismo tiempo, la directora de esa escuela era su profesora particular, ya que el
padre estaba interesado en que aprendiera el idioma del país al que probablemente sería
destinado. En síntesis, era «diferente» porque era extranjera, o porque no lo era donde todos lo
eran (colegio), porque era muy rica (le daba vergüenza mostrar su casa excesivamente ostentosa),
porque gozaba de privilegios (la directora) o porque podía perder todos los privilegios al menor
cambio político.

El acontecimiento de la leche de bario se vinculó también para la paciente con la menarca, que se
tiñó a su vez con las mismas fantasías catastróficas de tener el interior atacado violentamente y
robado. La madre se refería a su menstruación preguntándole si estaba «enferma», y en general
tendía a fomentar sus preocupaciones hipocondríacas, sugiriéndole frecuentemente que visitara a
distintos médicos porque suponía que pudiera padecer de una u otra enfermedad. Desde ya, con
esta actitud, la madre condenaba su femineidad: ser mujer era ser enferma.

Ella se mostraba muy disgustada por ser mujer, a pesar de lo cual hacía las cosas que consideraba
que una mujer «debe» hacer: ir a la peluquera, modista, etcétera, pero despreciaba estas
actividades, ya que lo único valioso era ser inteligente y estudiar.

La valoración de la «cabeza», sede de la mente y de la tan preciada inteligencia, contrastaba con


el desprecio que manifestaba por su cuerpo.

La madre parecía una figura poco significativa, pero cuando surgió por primera vez en el análisis
fue en conexión con situaciones de «asco» y «engaño».

Pudimos ver que sentía vergüenza porque la madre no era muy refinada a pesar de parecerlo, y
que su propia anorexia estaba vinculada a su sadismo oral, del que se defendía con una
formación reactiva, como la madre, que no comía carne. Pero vimos también que el no comer
significaba de todos modos dañar, porque vivía a su madre como alguien para quien la carne era
el pene del padre despreciado. Y su asco e intolerancia frente a la comida e interpretaciones
expresaba una fantasía oral con el pene, sádica y despreciativa.

Por la época en que se trabajó este material, su constipación comenzó a mejorar y también
lentamente su anorexia, haciéndose presentes, recién entonces, todas las dificultades que habían
estado encubiertas en el área psíquica y en su relación con el mundo externo.

No he hablado aún de su pareja, porque esta elección objetal se hace más comprensible en
posesión de los antecedentes que acabo de exponer. Ricardo era de su misma nacionalidad, pero
lo había conocido en el extranjero. Era una elección de objeto basada, entre otras cosas, en una
actitud paranoica, ya que identificada proyectivamente con la madre, desconfiaba de los
«hombres del otro país». Sin embargo, al mismo tiempo, había elegido a alguien que, en algún
sentido, era «extranjero» para su familia; siendo sus padres católicos practicantes, y para quienes
el serlo era factor importante en su posición social, se había enamorado de un judío.

En las relaciones sexuales, que habían iniciado compulsivamente a instancias de Marisa


(contrafóbicamente), ella era frígida. Estas relaciones la angustiaban en grado sumo, apareciendo
numerosas veces en sus sueños al comienzo de su análisis el temor a que la descubrieran o a que
«se le notara en la cara».

El comienzo de su actividad genital, que ponía en funcionamiento un nuevo aspecto de su


identidad sexual, la angustiaba, haciéndole sentir que toda su identidad tambaleaba: no era
solamente que su cara pudiera delatarla, que todo aquello por lo que se sentía culpable quedara
en descubierto, sino que dejara de ser ella, que tuviera otra cara (Ph. Greenacre, 1958).

Tanto sus relaciones sexuales como su casamiento eran actos de aparente rebeldía contra el
padre. Hacer algo sin su intervención y que, para su vivencia, sólo podía ser «contra él». Sólo
podía diferenciarse estando «en contra». Luego de la tormenta familiar desatada, el padre transó
y aceptó que se casara; comenzó entonces a abrumarla con regalos que ella no podía disfrutar,
porque sentía que la ataba con ellos. Su vivencia era que nunca le habían cortado el cordón
umbilical y no podía diferenciar lo que le habían dado y le era «propio» (identificación
introyectiva o vínculos internos asimilados que forman parte del self y contribuyen al
sentimiento de identidad), de lo que era «del otro». Vivía así también todas mis interpretaciones,
sintiendo que yo siempre las reclamaría como mías.

Pero, a pesar de sus quejas porque no le cortaban el cordón umbilical, la ansiedad predominante
con respecto al casamiento, de naturaleza paranoide, tomaba forma de miedo al empobrecimiento
expresado en términos de dinero; perdería a la familia, quedando «sola y pobre» a merced del
marido (médico malo que pincha sádicamente y saca contenidos del cuerpo).

En realidad, el nuevo estado, la nueva casa, eran el «otro país». Casarse era para ella una nueva
migración.

Quiero recalcar, porque importa a los fines de este capítulo, la participación de las experiencias
de migración en el incremento de las ansiedades persecutorias frente a las situaciones de cambio
y adquisición de nuevos roles.

El análisis de todo este material permitió a Marisa afrontar el casamiento, algunos meses después
de la fecha fijada primitivamente, sin crisis agudas de ansiedad.

Para ese entonces Marisa estaba más sólidamente instalada en el análisis, aunque su
comunicación seguía siendo difícil; en las sesiones había silencios largos y pesados, y se llevaba
las interpretaciones a casa para «rumiar».

Después de su casamiento

En sus intentos de recuperar los vínculos con la familia que sentía perdidos al irse a vivir a otra
casa, se activaron sus mecanismos psicopáticos. Este tipo de conducta fue su respuesta a la
«migración», como intento de recuperar los objetos que corría el riesgo de perder y por los que
no podía hacer el duelo. La psicopatía se ponía en marcha como defensa contra la depresión.

Provocaba peleas constantes con el marido por motivos fútiles, mientras seguía siendo
«razonable» con los padres y «componedora» en los altercados entre ellos. En estas situaciones
su figura se agigantaba, se hacía importante y se sentía «vivir». Es fácil suponer que trataba de
provocar sutilmente las situaciones de ese tipo que le permitían vivir, al mismo tiempo que
negaba participación alguna en su génesis, cosa que sólo se descubría en el análisis.

En las sesiones trataba de provocar impacto y sorpresa. A menudo comenzaba con una frase de
gran efecto como: «Me pasó algo tremendo...», seguida de un largo silencio, con lo cual tendía a
manejar psicopáticamente la relación transferencial, procurando crear suspenso y despertar mi
interés, para que yo me volviera muy dependiente de ella y de lo que contaría.

Comenzó a tener problemas con el estudio: no lograba concentrarse, y entró en una situación de
rivalidad insuperable con el marido, que seguía estudiando además de trabajar. Esta rivalidad
estaba muy negada, mientras toda la persecución se desplazaba hacia los obreros que terminaban
de decorar su casa y las muchachas que podían robarle cosas, aun cuando adoptaba una conducta
muy confiada, dejando joyas y objetos valiosos al alcance de sus manos, como para tentarlas.

Frente al temor a la pérdida de su rol intelectual y despreciando el de ser esposa, encontró como
salida el convertirse en madre.

La fantasía del hijo


Tener un hijo en forma inmediata calmaba angustias de distintas fuentes. 1) Le era urgente como
reparación maníaca y tentativa de negar el vacío interior y consolidar su identidad instalada en el
rol materno. 2) Anulaba el temor de que el marido la hubiera vaciado intelectual y
económicamente sin asegurarse de que le diera algo a cambio. 3) Disimulaba el fracaso que
implicaban sus dificultades en el estudio, muy doloroso para una alumna que había sido brillante.
4) Adscribía, además, a este hijo que vendría una fantasía mesiánica: él uniría a la pareja y le
permitiría tener orgasmo. En ese sentido, la frigidez la angustiaba en cuanto la sentía como
ausencia de una parte del cuerpo, que no le permitía integrar su esquema corporal y su identidad:
era una parte que no le pertenecía. La excitación que experimentaba cuando estaba metida en un
lío de familia era sentida como sustituto de la excitación genital, con el significado de «vivir»
junto con sus cosas. 5) Era un medio de triunfar sobre el marido en la relación competitiva. 6)
Por último, el hijo era también un medio para renovar la dependencia de los padres, creándose
una situación económica más difícil, y para aplacarlos al mismo tiempo ofreciéndoles el hijo;
decía: «Papá tendrá que mantenerlo y mamá que cuidarlo, porque yo tendré que estudiar.»

El análisis detallado de estas fantasías le permitió postergar un tanto la urgencia de embarazarse


y retomar lentamente el estudio, llegando a aprobar algunas materias. Pero en la primera
interrupción del análisis por vacaciones, se embarazó. Evidentemente, no podía tolerar la
separación sin apelar a un recurso maníaco y lo vivió como robo, ocultándome el hecho durante
varias sesiones.

Durante el embarazo

El tema central y permanente de su análisis fue su necesidad de defenderse de esa madre tan
perseguidora que, de mil maneras, según aparecía en múltiples sueños, trataría de arrebatarle el
hijo. Imago ésta que se proyectaba en la transferencia, alternando con la de una madre permisiva
que la protegía de aquélla.

La maternidad no lograba llenarla, no le pertenecía, por la presencia constante de la madre


persecutoria que amenazaba vaciarla. En algunos sueños pudimos ver que esperaba tener una
niña, que la representaba tanto a ella como a la hermana, con la que estaba muy ligada.

Las preocupaciones hipocondríacas pretendieron ocupar de nuevo el escenario de sus sesiones


pero, en este momento, tenían por función probar si me asustaba, si yo era la madre, y ante mi
respuesta interpretativa desaparecieron rápidamente.

El parto transcurrió normalmente, pudiendo utilizar el entrenamiento adquirido para realizarlo


sin dolor. En vez de un cuadro de retención del feto, que hubiera podido temerse dados sus
antecedentes, sólo se enojó con el partero por opinar que se lo habían sacado demasiado
rápidamente.

Pero le era muy difícil separarse de la niña que había nacido: la consideraba parte de su self y
trataba de reforzar con ella su identidad. Desde el primer momento mantuvo con ella un contacto
de mucho amor, pero en el que se hacía difícil diferenciar el cuidado de la sobreprotección y
negación de la separación.
Durante la lactancia

Hubo un viraje: la imagen persecutoria de la madre fue desplazada sobre el padre y el marido, y
en la transferencia sobre mí, adjudicándome en este período caracteres paternos. Reiteradamente
aparecían «los hombres» y «los analistas» como «locos y ladrones» (la locura era robar) en los
más variados contextos.

Al mismo tiempo buscaba la ayuda de su madre para el cuidado de la niña, aunque controlada,
sin dejarla en sus manos.

Lo más significativo era el tipo de relación que mantenía con la hija: una relación ideal e
incondicional, de la que no permitía participar al marido. Limitó a un mínimo su contacto con el
mundo externo y también su contacto sexual porque, según decía, «no podía hacerle eso a la
nena». En ese tiempo abandonó sus estudios, según ella, con carácter definitivo, despreciando la
carrera que antes valorizaba tanto: podía prescindir de la «cabeza omnipotente» mientras poseía
el «pecho omnipotente».

Este tipo de ligamen con la hija iba más allá de lo que pudiera entenderse como la natural
estrecha relación madre-hijo de los primeros períodos de la vida del niño; se trataba de una
actitud autista frente al mundo externo, donde formando con la niña una unidad simbiótica se
apartaba de él.

El destete

Una sesión comenzó con un anuncio dramático: «Se me fue la leche y me apareció la
menstruación. Es horrible verme el pecho así; antes estaba duro y lleno, y ahora está blando,
caído, como muerto (destete catastrófico, en el que revive el parto y el propio nacimiento). Con
usted siento como si también fuera el fin. Quisiera regalarle algo lindo pero no puedo, porque
tengo poco dinero.»

La hija contaba a la sazón siete meses, había comenzado su dentición y el pediatra había
aconsejado ya un «cambio» de comida. Pero Marisa estaba inconsolable: no podía elaborar la
separación y vivía la pérdida del pecho (identificada con la nena destetada) como vaciamiento
interno (pérdida de leche y menstruación) que la dejaba «muerta» y sin capacidad de reparar
(«con poco dinero»). Los sueños de esta época fueron siniestros y reaparecían de distintas
maneras fantasías de «descuartizamientos».

La elaboración de este material marcó un momento muy importante en el análisis de Marisa, ya


que pudo, en esa situación de frustración y cambio, evitar la repetición de sus viejas técnicas
hipocondríacas y psicopáticas, y reta mar un contacto más positivo con el mundo externo.

Sus relaciones con el marido sufrieron un profundo cambio y sus relaciones sexuales se hicieron
más satisfactorias. Por otra parte, disminuyó su rivalidad con él y pudo volver a estudiar y
presentarse a examen en varias materias, obteniendo buenas calificaciones pero, especialmente,
volvió a interesarse por lo que estudiaba y a experimentar esa gratificación como más importante
que las calificaciones.
El mayor logro era poder estudiar sin enfermarse (vieja disociación mente-cuerpo) ni abandonar
los roles de esposa y madre, partes de su identidad que se toleraban en sus respectivas funciones.

El hecho de que pudiera estudiar y mantener relaciones sexuales sin que resultaran actividades
excluyentes fue consecuencia de la elaboración de las múltiples implicaciones de la situación
expresada en los «sueños del destete». Así, pudo comprender que en sus intentos de dejarse
despedazar la mente para salvar el cuerpo, es decir, sacrificar la parte estudiante masculina,
según ella (identificada con el marido que estudiaba) para salvar la parte femenina, el pecho y el
vientre, estaba también sacrificando sus partes sexuales, porque el marido no era sólo estudiante:
era su compañero sexual, y al descuartizarlo estaba descuartizando simultáneamente su parte
sexual ligada a él.

Pudo permitir que la muchacha cocinara la papilla para la nena y la atendiera en su ausencia sin
ser presa de asco y fantasías de contagios y envenenamiento. Mejoró su anorexia y su silueta
adquirió forma, ya que después del parto había vuelto a quedar muy delgada, y se quitó el rodete
(falsa identidad-pecho omnipotente).

Si podía permitir que la muchacha cocinara, empezaba a poder permitir que yo cocinara las
interpretaciones y no temer comerlas aceptándolas como mías: esto significaba que la relación
conmigo como depositaria de sus identificaciones proyectivas estaba lo suficientemente bien
establecida como para que se vislumbrara la posibilidad de mi aceptación como pecho nutricio,
del cual pudiera introyectar alimentos que llenaran el vacío interior.

5. Análisis de una pre-migración

(Parte B)

El precario equilibrio que Marisa acababa de lograr fue severamente amenazado cuando se abrió
para ella la perspectiva de una nueva migración. Fue cuando su marido obtuvo un contrato
ventajoso, que ofrecía posibilidades importantes para su futuro, pero en «otro país».

Esta situación desencadenó nuevamente sus angustias en relación con su identidad y la vivencia
de vacío ante la pérdida de los roles conocidos.

La perspectiva de la migración actuó como amenaza de desintegración. Cuando había podido


llegar a desempeñar más de un rol significativo simultáneamente, sin sentirlos excluyentes, es
decir, con un esbozo de integración, la nueva situación la llevó a un incremento intenso de sus
mecanismos esquizoides, con caracteres que amenazaban convertirla en catástrofe por reactivar
sus migraciones previas.

La función del análisis en estas circunstancias fue la de apuntalar la capacidad de funcionamiento


de las identificaciones introyectivas para evitar que se vaciara nuevamente por sus
identificaciones proyectivas. En otras palabras, llevarla a reintroyectar todas las partes propias
proyectadas y dispersas, y poder reconocer como propias sus pertenencias y sus decisiones. Sólo
entonces podrían verse las motivaciones de la decisión, que finalmente tomó, de acompañar al
marido e irse: tanto las motivaciones que implicaban la actuación de mecanismos maníacos
como las que contenían una tendencia reparatoria.

Afrontar la migración entrañaba afrontar la pérdida simultánea de numerosos objetos, vínculos,


ámbito familiar e idioma, y ser capaz de una flexibilidad y estabilidad suficientes como para
desarrollar la vida cotidiana en el otro país.

Es decir, implicaba la necesidad de elaborar un duelo por pérdidas múltiples y recuperar las
cargas libidinales de objeto necesarias para establecer vínculos nuevos.

El tema del contrato y de la eventual separación que traería aparejada fue surgiendo en el
análisis, al principio como mera fantasía, luego como un proyecto con dudosas posibilidades de
realización, hasta que se convirtió en una situación real en la que Marisa se sintió, de pronto,
instalada.

Durante este desarrollo surgieron y fueron analizadas, sucesivamente, una serie de situaciones.
En primer lugar, recrudeció la rivalidad con el marido; según ella, ahora que había retomado sus
estudios con regularidad y en forma exitosa, él no se lo toleraba y pretendía acelerar su propia
carrera y, más aún, obtener un contrato muy codiciado y de alto grado de exigencia.

En otro plano, sin embargo, el marido era ella misma, que no se toleraba los recientes éxitos y
buscaba un medio de fugarse de las crecientes responsabilidades que los logros traían aparejadas,
como, por ejemplo, cuando decía: «ahora que puedo estudiar, estoy obligada a terminar la
carrera».

En la transferencia, significaba escapar de tener que enfrentarse con la fantasía de haberme


despojado de todo lo valioso que me atribuía y verse expuesta al castigo y la retaliación. Por otra
parte, se pudo ver también que era un intento de independización violenta del padre,
demostrándole que no lo necesitaba, al mismo tiempo que se sometía a sus mandatos porque iría
a vivir al país correspondiente al colegio al cual él la había enviado de niña. Simultáneamente
con ese deseo de independizarse, no toleraba que la hermana quedara en casa porque «ocuparía
su lugar» y la desplazaría totalmente.

Esto ilustra también un aspecto de sus dificultades con su identidad: no podía asumir totalmente
ningún rol porque creía que automáticamente perdía todos los anteriores, perdía su propia
continuidad en el tiempo (vínculos de integración social y temporal).

En un nivel más regresivo sentía que no podía dejar el pecho sin correr el riesgo de perder
totalmente a su madre, porque la hermana quedaba «en el útero».

Luego de las primeras sesiones en que se vio el impacto causado por la obtención del contrato y
la certeza del viaje, con la vivencia de pérdida del rol en la familia y su lugar en el análisis,
miedo a la confusión y fantasías de muerte, en que sería matada y reemplazada por la hermana,
intentó rearmar sus defensas. Hizo una verdadera «fuga a la realidad» durante algunas semanas:
desplegó gran actividad, organizó planes para el futuro, estudió intensamente y logró rendir un
examen satisfactoriamente.

Pero en una sesión, después de haber llegado a un punto en que todo parecía responder a sus
necesidades de reaseguramiento, habiendo podido elegir entre los lugares posibles de destino uno
«que no fuera muy frío», intercaló: «¿Sabe que a mi partero se le murió una paciente?»

De ahí en más, reaparecieron sus angustias con toda intensidad y la perspectiva de separación
fantaseada como castración, como destete y como nacimiento, pero siempre involucrando peligro
de muerte: la migración sería un «nacimiento catastrófico».

II

En los meses que siguieron, las fantasías giraban alrededor de intentos de volver a establecer una
relación idealizada con el pecho o con el interior de la madre donde también estaba el pene; no
estudiaría más, en el otro país tendría un hijo y se encerraría con él en una torre de marfil, no
necesitaría más relaciones sexuales, no saldría y no tendría necesidad de hablar el otro idioma,
etcétera. Estas fantasías llenaban una doble finalidad: expresaban su hostilidad contra el marido,
contra el otro país y contra mí, a quien vivía como pareja del marido, como padres que
queríamos echarla de la teta para tener otra hija; y al mismo tiempo implicaba una negación de la
vivencia de ser «sacada de adentro», que era sinónimo de muerte. Fantaseaba instalar un vientre
en el «otro país».

Frente a un incremento de la persecución, huía hacia una situación regresiva maníaca donde se
cargaba libidinosamente la imagen de un objeto interno idealizado.

Recordaremos, a este respecto, su migración durante la lactancia y la actitud paranoica de la


madre, que la mantuvo al pecho para defenderla de la comida «envenenadora» del otro país, y su
desalojo de ese pecho por la gestación de una hermana que la sustituiría, dejándola librada a los
peligros del otro país. Intentaba también en esa fantasía ser como la madre de entonces, ante la
angustia de no saber cómo iba a ser.

Pero los riesgos que percibía en esta fantasía de regresión también eran graves. Al pensar en
tener un nuevo hijo, recordaba su situación cuando había nacido su hija, Inés, y aunque intentaba
negar su angustia diciendo: «sin análisis igual hubiera salido», agregaba a continuación: «A
veces me asusto cuando pienso cómo estaba y hasta qué punto me sentía fuera del tiempo; en
realidad, pienso que sin análisis me hubiera vuelto loca después del parto.»

Ante el peligro que significaba esta regresión, buscó una salida por medio de la actuación,
estableciendo un vínculo con alguien que representaba al padre con el que planeó instalar un
negocio vivido como «fabuloso», con mercaderías de origen dudoso, pero para el cual hubiera
debido invertir todas sus pertenencias, volviendo a vaciarse de todo lo logrado.

Se mete en un lío con un hombre, en un negocio fantaseado como «comercio sexual», cuando se
asusta de la fantasía homosexual, regresiva y sádica conmigo, que aparecía en sueños en que
pandillas de delincuentes juveniles mataban a una mujer que tenía muchas botellas, quedando la
paciente encerrada con esa mujer.

La forma en que se estableció la relación con este hombre está plena de significados e ilustra
sobre el funcionamiento de la identificación proyectiva. El incremento de la ansiedad
persecutoria determinado por la carencia (hambre-migración) era otro de los factores que
inhibían la identificación introyectiva y hacían aumentar los mecanismos proyectivos.

Este era un comienzo de sesión de esa época: «Estoy completamente loca. Inés ayer tenía hambre
y la chica no le tenía la comida lista, porque estoy muy ocupada estudiando y si yo no miro las
cosas en casa no marchan, y empezó a lloriquear. Yo me turbé mucho y me salieron dos grandes
gotas de leche de los pechos (silencio). Hay otra cosa: estuve pensando en Z. Parece que tiene de
todo, pero anda buscando un socio. A veces lo miro, no sé, así no más. Pensé cómo me sentiría si
yo fuera él. El percibió las miradas. Al principio parecía nervioso y seco, después se tranquilizó.
Me da vergüenza contar algo así tan adolescente.»

Estaba impresionada al ver el miedo que tenía de quedarse sola y muerta de hambre.

Por eso sintió que tuvo que recurrir a la omnipotencia de sus pechos y pezones que le procuraran
las gotas de leche en casos de extrema necesidad. También quiso estar en posesión de un pene
omnipotente para disponer de su eyaculación en todo momento, por lo que buscaba meterse en Z
(«si yo fuera él»), mientras con la mirada trataba de poner en él su parte hambrienta («busca un
socio»).

Prosiguió: «En realidad se parece a papá. Fue lo primero que me llamó la atención, y tiene los
ojos claros como la nena y como usted.»

Aunque parecía ser un acting-out edípico, en otro plano intentaba realizar por su intermedio una
fantasía de autoabastecimiento. Para ello necesitaba tener pezones omnipotentes que dieran leche
permanentemente evitando la menor frustración, o un pene omnipotente, que intentaba obtener
metiéndose en un hombre por identificación proyectiva. La intensidad con que utilizaba ese
mecanismo le hacía sentir que tambaleaba su identidad, sintiéndose enloquecer.

Mediante su regresión, además, no solamente negaba el tiempo que había transcurrido, sino que
pretendía controlar el tiempo futuro (vínculo temporal), anulando la intolerable espera hasta que
se fuera: Z era ya el «otro país», idealizado para no temerlo («negocio fabuloso»).

La relación con Z era, por sus características que no puedo detallar aquí, también un intento de
regresar a ser adolescente y la nena de papá. Manifestaba así su necesidad de recuperar, antes de
irse, una parte de su vida que había salteado, casándose apresurada y contrafóbicamente. Antes
había «escapado hacia adelante» (podríamos decir claustrofóbicamente); ahora estaba asustada
de las consecuencias que tenía que afrontar y quería, fóbicamente (agora-fóbicamente), «escapar
hacia atrás».

No era extraño que necesitara volver justamente a la adolescencia, ya que es la época de la vida
en que se produce la mayor crisis de identidad, en relación con los cambios corporales y cambios
en la imagen de los padres de la infancia.
Marisa no había podido superar esa etapa; en la adolescencia estaba nuevamente presente la
nena, la nena de la pandilla, la nena que mataba a la mamá para separarla del papá. En ese
sentido, vivía el irse a otro país como escaparse de mí para casarse con el padre, dejándome sola
y sin pareja.

Esta regresión a situaciones infantiles de disociación perversa y sádica recuerda sueños de la


época del destete de la hija, en que una pandilla de adolescentes descuartizaba a la pareja
combinada en el altillo.

Vemos que, frente a la angustia de separación actual, reacciona con el modelo de respuesta
catastrófica ante el destete, en la que ocurre una regresión a fantasías sádico-orales y actuadas
por múltiples partes disociadas: la pandilla de delincuentes.

En el intento de acting out, las partes que se habían disociado de la relación transferencial eran su
parte infantil femenina (la nena hambrienta) y la parte masculina (pene omnipotente).

III

Identidad femenina

Su identidad femenina no podía sostenerse sobre la base de esas fantasías narcisistas y


«hambrientas» que le impedían acercarse a la resolución normal de su Edipo positivo.

Volvió a caer entonces, como consecuencia del «hambre» desencadenada por la situación de
migración, en la confusión de sexos y la rivalidad con el marido y los hombres.

«Papá me quiso dar dinero. Pero ahora me trata como a una mantenida: no quiere que Ricardo lo
sepa; sólo faltaría el abrigo de visón... Últimamente estoy otra vez mal con Ricardo. Debe influir
la nena: se despierta de noche y grita llamándolo, y dice 'mío, mío'; pronuncia bien ahora. El otro
día dijo que papá era malo porque no le quería poner un caramelo ahí, y se señalaba la vagina.»

El hecho de que la madre no le hubiera servido para una buena identificación de su rol sexual
maduro, ya que «todo lo que viene de mamá es falso» y que el padre hubiese estimulado
preferentemente un tipo de relación perversa («la mantenida») o las tendencias infantiles
masturbatorias («el estudio como distracción») hizo abortar sus posibilidades de consolidar su
identidad femenina y su relación con los aspectos de la realidad en la que tenía que funcionar
como tal.

El déficit de su identidad femenina la impulsaba a la fantasía de la posesión de un pene


omnipotente puesto en el intelecto, con el cual poder castrar al padre. La misma frustración
edípica temprana le incrementaba sus impulsos oral-sádicos, localizados en una vagina
hambrienta que ambicionaba tomar posesión del objeto («mío, mío») para quedarse con él.

Este fracaso en su identidad femenina la llevaba al mantenimiento de un tipo de sexualidad


infantil con características perversas, que impregnaba sus fantasías edípicas.
Ante la proximidad de la separación por las vacaciones de verano, para ella anticipo de la gran
separación, el material que se repetía con matices de desesperación era la sensación de
desubicación, de no tener dónde estudiar, ambulando por las calles, porque «todos los bares
estaban cerrados y no había ni un lugar donde sentarse». Entre otras cosas, se sentía perdida y
desamparada por quedarse sin la comida del análisis, y dicho sentimiento constituía la expresión
de su mayor ansiedad referida a la separación por su viaje, y a la vez de su dependencia y hambre
de mí, que le costaba tolerar.

Era lógico que la separación por las vacaciones le significara en esta ocasión enfrentarse con
toda la ansiedad contenida en la migración. Pero quisiera destacar, sobre todo, la forma en que
trató de protegerse frente a los sentimientos que le resultaban intolerables: dependencia y
hambre. Se hizo más manifiesto su rechazo a admitir su dependencia oral del análisis. Los bares
cerrados en la realidad (vacaciones del análisis) reflejaban, esta vez, algo que había constituido
una realidad psíquica interna durante todo este período premigratorio: el «bar cerrado» interno
aunque hubiera análisis, por su incapacidad de identificarse introyectivamente con un pecho de
buena leche... Le era muy difícil sentir que ella tenía algún valor para mí, si no era viéndome
muy necesitada de ella, y pensaba que si volviera yo no la reconocería: no existiría para mí.

La vivencia de que «no le daban» no estaba referida a que no le dieran cosas materiales, a que el
pecho no hubiera dado leche, sino que no había sentido contacto afectivo real: «en mamá todo
parece falso».

Yo, revestida de esa imagen materna, sólo la atendía «por el dinero»: las heces omnipotentes que
servían para atacar, para conquistar, para aplacar o para autoabastecerse. El hecho de que yo no
me opusiera activamente a su viaje, tratando de retenerla, era vivido como que no la necesitaba y
no me importaba que se fuera. Esto le significaba, entre otras cosas, «no existir», como así
también haber perdido su identidad. Ella creía «no ser nadie» que pudiera importar.

Pienso que necesitaba también invertir la situación, sentirse muy omnipotente, ya que cuando
ella necesitaba mucho y no le daban, se sentía no existir.

E. Bick (1965) dice que cuando el niño llora y la madre no acude se siente humillado y siente
que no existe para la madre.

Por lo tanto, recurrió nuevamente a introyecciones patológicas de «figuras fuertes» (yo, yéndome
de vacaciones), desde dentro de las cuales por identificación proyectiva, intentaba controlar
sádica y omnipotentemente a sus objetos. Pero ¿qué ocurría? Dentro de ella esas figuras se
mezclaban con aspectos diferentes de esos objetos totales y parciales, que la hacían entrar en
confusión, ya que entonces no podía discriminar lo bueno de lo malo, con un serio trastorno de
su identidad (locura) y con el peligro de que su buena relación conmigo (padre) se perdiera por
sus ataques provenientes del sector identificado con sus objetos malos.
IV

La «identidad de cristal»

Después de las vacaciones su disociación reapareció en diversas formas, particularmente a través


de referencias a «la nena», para poder controlar los dos objetos simultáneos: el «otro país»,
nuevo, desconocido, y el original.

Esta situación se vio claramente en una sesión en que comentó que la hija había descubierto que
en el cristal de la ventana se veían los muebles de la habitación y la calle, y que también la silla
estaba «adentro» y «afuera» en la ventana.

Analizando este material pudimos ver que, por una parte, ella deseaba sentirse la silla, con el
significado de estar «dentro y fuera» a la vez, es decir, poder estar en dos lugares a un mismo
tiempo, con lo cual intentaba negar omnipotentemente la separación, la pérdida y la situación
traumática de la migración. Pero, por otro lado, la fantasía básica era sentirse identificada con el
«cristal», en quien podían reflejarse los demás objetos.

Así era cómo ella veía el rol del analista, quien debía ser solamente eso: pantalla de los
analizados sin existencia propia, mamá y papá que sólo existían cuando ella se reflejaba en ellos.
Pero aun así, no era una pantalla en la que se pudiera confiar; devolvía una imagen confundida
con lo que se veía por transparencia. Era una pantalla-pecho permeable que le comía la
identidad.

En última instancia, sentirse cristal constituía la expresión de su falta de identidad y el


sentimiento de estar vacía de pertenencias propias.

«Cada cosa que voy a decir, pienso que es prestada de Ricardo, de interés de él o influida por
usted. Entonces me siento completamente vacía. Adoptaría la forma de cualquiera, podría ser «la
esposa de XX». Recuerdo la película La señora y sus maridos; me siento como si no fuera
nadie.»

El material de La señora y sus maridos demostró además la utilización que hacía de sus objetos
como depositarios de todo lo no tolerado, pero donde se le iba todo lo propio valorado,
vaciándola. Para ello los fragmentaba (muchos maridos) como para repartir la peligrosidad de lo
proyectado y disminuir el peligro de la introyección.

El aspecto negado en este material es que «la señora» de la película imprimía un destino igual a
todos sus maridos: los enriquecía («les daba suerte») y después se morían. Marisa tenía,
efectivamente, también la vivencia de haberme enriquecido (como al marido), pero era tanto el
temor de matarme que no podía asumir ninguna responsabilidad por lo que ocurría en la relación;
todo era con «el dinero de papá», del que ella era simple intermediaria, como lo era mamá: un
cristal en el que no queda huella de lo reflejado.

A medida que se aproximaba la fecha de la partida, sus ansiedades depresivas aparecieron con
más fuerza, pero de tal modo que se le hacían intolerables y se intensificó su necesidad de
recurrir nuevamente a la disociación e identificación proyectiva.

Este último período de su análisis fue importante porque marcó un acmé en su regresión, y sus
tentativas de tomar este viaje como repetición de las migraciones anteriores en que había sido un
elemento pasivo, sometido, transportado, en que no había decidido irse ni quedarse.

Todo esto se hizo muy notorio cuando tuvo que empezar a tomar medidas concretas en relación
con el viaje, que implicaban «moverse» asumiendo algún grado de responsabilidad por sus
movimientos.

Pudimos ver que, además, «moverse» estaba también asociado profundamente para ella con el
«movimiento intestinal»; es decir, significaba «salir» de su constipación y de un aspecto de su
parálisis interna. Implicaba, por otra parte, el riesgo de «poner en movimiento» sus contenidos
fecales que, vividos como aspectos concretos de su self, podían quedar desparramados en el
afuera, exponiéndola nuevamente al vaciamiento. Tampoco quería enfrentarse con todo aquello
que pudiera provocarle dolor.

Tenía que alquilar o vender su piso y no quería mostrarlo a la gente que venía a verlo, para no
sufrir. Ella se iba de la casa y dejaba al marido para que lo enseñara.

La interpretación de ese material se centró en señalarle que ésa era su actitud respecto de su
situación interna: para no sufrir por lo que dejaba, no quería ver qué era lo que tenía. Por otra
parte, proyectaba en el marido, junto con las pertenencias del departamento, todo lo negado en
ella: tener cosas, querer irse para tener más de algunas y sufrir por irse y perder otras.

Al hacer que el marido fuera quien mostraba el piso estaba disociando y proyectando en él el
sufrimiento, tomándolo como hermano menor que tiene que sufrir ser echado de la casa,
posiblemente porque la hermana debe haber nacido cuando la destetaron; ahora ella intentaba
irse maníacamente, dejando en un hermano la parte en que se sentía echada, como también la
parte que debía sufrir las ansiedades claustrofóbicas.

Estos hermanos eran también los posibles analizados que ocuparían su sitio cuando se fuera. Se
había enterado de que algunas personas de su conocimiento me habían solicitado análisis,
pedidos que no pude satisfacer. Esto le producía gran placer porque tenía en quién proyectar su
vivencia de sentirse echada y se defendía de los celos hacia la persona que ocuparía sus horas,
indicándome a quién debía aceptar. Pero no podía evitar sus fuertes sentimientos de envidia
frente a mí, al pensar que podía tener otros hijos, lo que le hacía suponer que ella, entonces,
perdía todo valor «propio» para mí.

En esta época el análisis se centró alrededor de algunos sueños-clave muy ricos que no puedo
entrar a detallar, pero que hablaban de su incapacidad para la acción: su «estar sentada, sin hacer
nada y pensando todo, todo, hasta sus últimas consecuencias», que la enloquecía. Eran maneras
de masturbarse con los pensamientos, fantaseando que tenía que «pensar por todos». Su falta de
sentimiento de identidad «propia» encubría una fantasía omnipotente en que suponía «ser todos».
Sus mayores esfuerzos estaban dirigidos a «no ver» la realidad, no ver quién era ella ni ver a los
otros. En uno de esos sueños yo aparecía como una profesora que quería limpiar los cristales de
las ventanas de su casa, a lo que ella se oponía desesperada. En esos días perdió también su
libreta con los nombres y direcciones de «todo el mundo», y soñaba reiteradamente situaciones
que implicaban quedarse en mi interior.

Fluctuaba entre su necesidad de no nacer, «no salir afuera», identificada con la hermana que
quedaba dentro de la madre y, por otra parte, volver a la utilización de sus mecanismos de
disociación e identificación proyectiva mediante los cuales se proyectaba en muchos objetos. Si
salía afuera, ya era «en pedazos»: se vaciaba en cada cambio.

Con todo, para no perderse totalmente en los objetos, trató de mantener un manejo obsesivo de
su disociación, rotulando a cada uno con los roles adjudicados, incluso tratando de retener un
aspecto suyo con el que se auto-definía: «Lo único que reconozco como mío son las peleas»; era
el único rol admitido en ese momento, la parte «peleadora», aspecto parcial de su identidad.

Comenzó a preguntar a los demás cómo la veían, y trataba de que el marido le hablara de ella,
como un recurso desesperado para saber qué rol tenía frente a él, y en qué estado se encontraban
sus partes proyectadas en los otros.

Estaba lanzada a la búsqueda de sus partes dispersas y empezaba a traerlas a sesión, pero
sintiendo que ella no podía contenerlas, no podía reintroyectar esos aspectos propios, aún
amados, porque le eran desconocidos y además temía que se le mezclaran dentro. Material
ulterior hace pensar que los temía porque los suponía robados, ajenos.

«Ricardo me dijo algo que me dejó totalmente desorientada; dijo que yo era apasionada. Muy
sorprendida, le pregunté cuándo, y dijo: Siempre, después de los primeros tiempos.' Yo no
entiendo. Una amiga me dijo que era cariñosa. Que me digan eso me conmueve, y entonces
siento que tengo algo que ver con lo que pasa. Pero también siento bronca, porque si él sabía
¿por qué no me lo dijo antes?»

Experimentaba resentimiento contra sus partes apasionadas y tiernas que querían volver, por
haber estado afuera tanto tiempo, por haberse hecho extrañas, y también contra sus objetos que
-sabían de esas partes, como si la hubieran estado robando, porque les había dado algo sin darse
cuenta.

Al mismo tiempo, vemos que algunos aspectos son más fácilmente reintroyectados que otros;
admitía con más facilidad ser tierna que apasionada, estableciéndose una competencia entre las
partes proyectadas para ser aceptadas nuevamente.

El que denominamos, con la paciente, el «sueño de los espejos» ilustra sobre el estado de su
identidad en ese momento.

Sueño de los espejos


«Yo iba a un hotel con un hombre a solas, no sé, y era un hotel dudoso, de parejas, por horas,
como ése de la vuelta de su casa. En la ventanilla de entrada, el conserje miraba muy fijamente y
la catalogaba a una. Había también gente respetable y parejas raras; uno era profesor, mis tíos,
gente de mi familia... El conserje me preguntaba si yo pensaba que el hotel era `hortera', y yo le
decía que no, pero pensaba que era de parejas. Yo quería que vieran que yo era una persona bien.
Después iba otra vez al hotel con compañeras. En la ventanilla había espejos y una se veía, y
entre los espejos se veía una fila de mujeres como si fueran telefonistas. En el espejo yo tenía el
pelo corto como hace unos meses, que me quedaba mejor. Me parece que me lo voy a cortar de
nuevo.»

De este sueño, que fue importante en este período, tomaré sólo aquellos aspectos relacionados
con los intentos de la paciente por conocer e integrar los distintos aspectos de su identidad
(vínculos de integración espacial, temporal y social).

El hotel era el análisis donde en cada hora hay otra pareja analista-paciente. Además, las distintas
parejas son las que formaba conmigo por medio de sus distintos roles. Sentía que cada vez que
venía yo la observaba fijamente para «catalogar» con qué rol venía y cuál sería entonces su
relación conmigo, proyectando en mí su mirar escrutador, en función de su curiosidad y
necesidad de control.

Pero uno de los aspectos más importantes del sueño correspondía a su tentativa de discriminar
entre las diversas figuras introyectadas, para conocer los diferentes aspectos de su identidad: las
figuras respetables y las «raras», las no aceptadas, las extrañas para sí misma.

También vimos que el sueño en sus dos partes representaba dos momentos de su análisis. En la
primera parte, ella llegaba al hotel-análisis, no sabía bien si sola o acompañada por una parte
masculina que, habíamos visto, estaba incluida en su rodete-pene-pezón omnipotente.

En la segunda parte, en la misma ventanilla, en lugar de un conserje que la escruta y al que tiene
que ocultar la verdad, hay espejos donde ella puede verse. El pecho-espejo devuelve la imagen,
no la come como el pecho-transparente.

Pero el espejo está aún fragmentado: son muchos espejos, ella es ella y muchas compañeras; yo
soy muchas telefonistas. Pero las telefonistas están entre los espejos, tratando de comunicar unos
con otros. Respondía a su necesidad de que yo tuviera una parte para reflejar cada parte de ella y,
por otro lado, integrara sus distintos aspectos.

Cortarse el pelo implicaba la aceptación de la pérdida de la fantasía omnipotente de «ser» la


pareja y verse más guapa como mujer. Esto implicaba reconocer la existencia del otro sexo y su
necesidad de él, situación que normalmente se elabora en la adolescencia.

VI

Otro ejemplo de su dificultad para admitir sus logros se puede ver en este fragmento de material:

«El lunes fue gracioso, porque me dolían las muelas y creía que estaban enfermas y no se lo dije
a usted, y le hablaba en cambio de ir a ver a un médico para consultar por masajes en el vientre,
y por las pastillas ésas. Y usted me interpretaba mi relación sexual como algo de comer y yo no
decía nada; no sé por qué no lo relacioné, como si no tuviera nada que ver. Y después fui al
dentista y es que me está saliendo la muela del juicio.»

Encubre su crecimiento, satisfaciendo la fantasía de estar enferma. No lo dice porque cree que
crecer la separa de mí y que, en cambio, el estar enferma la une conmigo como ocurría con
mamá. Parece que para ser aceptada debe ser la nena sin dientes y sin juicio propio.

En este material vemos que la dificultad de admitir sus logros y pertenencias va unida a la
dificultad de adquirir nuevos roles porque implicaba perder la conexión con la madre, y que todo
ello reside en la fantasía de que los logros, el crecimiento y los roles nuevos que consolidan la
identidad significan adquirir muelas-juicio con los que se puede descuartizar a mamá y no poder
recuperarla.

La dificultad de recibir y contener sus partes y el temor hacia esas partes hace que me pida que
se las reúna y mantenga, expresando de las más diversas maneras su miedo a la desintegración
como consecuencia de nuestra separación, como correspondiendo a la fantasía que su parte bebé
sintiera: que la madre abre los brazos que la sostenían y la deja caer y hacerse añicos.

VII

Ya estábamos en el último mes antes de su partida; el marido tenía fecha fija para irse, pero ella
pudo tomar la decisión, que la angustiaba mucho, de quedarse el tiempo que necesitara para
terminar su carrera.

Esto era importante en varios sentidos: 1) Tomar la decisión de «cuándo» irse implicaba también
aceptar que estaba decidiendo irse, es decir, que estaba aceptando una parte de su, identidad
como «mujer en pareja». 2) Que si decidió irse en el momento en que se graduara, estaba
decidiendo «cómo» irse, estaba admitiendo otra parte de su identidad como «persona con
intereses propios» o «profesional».

En los días en que quedó sola, después de la partida de Ricardo, buscó un escribano entre «sus»
amistades para liquidar sus asuntos, en lugar de utilizar las vinculaciones del padre. Descubrió,
con gran sorpresa, que nunca se había preocupado por saber a nombre de quién estaba su piso, e
incluso alcanzó a arreglar algunas cosas que el marido, antes de irse, había dejado en manos de
personas poco responsables.

Finalmente dio la última materia de su carrera y se recibió. Llegó con la cara radiante y dijo:
«Me recibí. La iba a llamar por teléfono pero no lo hice: lo siento como un trámite más.»
Le señalé la disociación entre lo que decía y su expresión y el tono de su voz.
«Papá vino a esperar al examen, cosa que yo no esperaba. Al principio estuvo muy contento,
pero en seguida empezó a arruinarlo. Dijo que si yo fuera inteligente ahora no tocaba un libro
más. Pedí una llamada por teléfono para avisarle a Ricardo y papá se empezó a poner nervioso.
Después vino mi tío y dijo que había un lío y tendrían que pagar mucho dinero; papá se puso
como si hubiera muerto alguien.»
Le interpreté que estaba celosa del dinero de papá, heces omnipotentes que parecían valer para
papá más que las que ella podía producir, y que creía que por recibirse hacía perder ese dinero
tan valioso a papá, o que mataba a alguien valioso.

«Es que además quería hablar con el auxiliar que me ayudó a preparar esta materia, y como
estaba papá no pude.»

Le dije que la parte de ella sometida a papá y culpable ante él no le había permitido comunicarse
con la parte de ella que valorizaba haberse recibido, y con quien la ayudó a lograrlo, como no
puede comunicarse conmigo para decirme que está contenta, sino sólo para decirme que cumplió
con un trámite. Tampoco está comunicada con mamá, que no aparece en todo esto.

«Sí... No sé por qué no incluí a mamá. Justamente ayer me llamó para decirme que se enteró por
terceros de que a papá le está yendo bien y a ella no le dijo nada; después de aguantar todos estos
años de líos, cuando empieza a rendir frutos no se lo dice.»

No me incluyó, como papá no incluyó a mamá, no me comunicó que le estaba yendo bien: teme
que yo esté enojada porque ahora que el análisis empieza a rendir frutos se va.

«La verdad es que mamá cambió mucho. Antes se burlaba de mí diciendo que de lo único que
me iba a recibir era de mamá, pero después me ayudó bastante con la nena para que yo pudiera
estudiar; sin ella no me hubiera podido recibir.

«Ayer yo sentía que no podía hablarle al auxiliar, ni agradecer a mamá, ni llamarla a usted. Me
doy cuenta de que la ubiqué con las personas a las que más les importa que me reciba. Pero pasa
una cosa rara, no puedo expresar el agradecimiento porque si digo eso ya no es cosa mía» (como
si temiera aún vaciarse nuevamente).

Me dice que mi imagen dentro de ella cambió mucho, que piensa que la ayudé a estudiar y
concluir su carrera, pero que necesita que yo pueda comprender y aceptar su imposibilidad de
agradecerme, aunque el reconocimiento de esa imposibilidad lleva implícito su deseo de
agradecer, que es lo máximo que puede ofrecerme en su lugar.

El hecho de que mi imagen como madre hubiera cambiado dentro de ella evitó que tuviera que
recurrir a una total negación de sus logros, aunque sus ansiedades persecutorias y depresivas no
habían disminuido lo suficiente como para expresar agradecimiento sin sentir que perdía esos
logros.

En las sesiones finales alternaron las fantasías y planes con respecto al futuro y la ansiedad por la
separación.

«Es increíble; me ofrecieron sacar una visa independiente para trabajar, en lugar de la familiar, y
acepté. En el impreso dice: profesión, y por primera vez puse la mía; me emocionó. Ahora que
me recibí tengo más ganas de trabajar, hacer algo y no ser siempre sólo una estudiante. Pero esa
sensación no me dura todo el tiempo.
»A veces pienso que la separación con usted es espantosa y sufro por lo que no aproveché del
análisis, y otras pienso que aproveché bastante bien y la separación no es tan horrible.»

Síntesis

La migración, como hemos dicho y repetiremos, es una situación traumática múltiple que
implica numerosos cambios de la realidad externa con la consiguiente repercusión en la realidad
interna.

La posesión de un vínculo con un «buen objeto interno, establecido en forma segura» da al yo la


capacidad de tolerar y elaborar esos cambios externos e internos, y aun de enriquecerse con ellos.

Sabemos que ésa no era la situación de Marisa, cuyo historial infantil nos las muestra expuesta a
experiencias de cambios traumáticos, y a la relación con objetos muy poco estables, en quienes
difícilmente podía confiar.

La tan repetida frase «partir es morir un poco» adquiría contornos dramáticos cuando Marisa
decía: «Es como asistir a la propia muerte; todos hablan del futuro y hacen planes en los que uno
ya no cuenta.» Y cuando se refería al «otro país» decía: «Nadie me conocerá; allá no seré nadie.»

Este sentimiento de «no ser nadie» reactivaba el que había experimentado frente al pecho.

La migración enfrentaba a Marisa con una nueva situación de nacimiento que, en su


inconsciente, había sido equiparado a muerte, después de la cual dejaría de ser; es decir, en el
«otro país» no sería nada, estaría de nuevo ante un pecho que la ignoraría. La fantasía de
nacimiento estaba cargada con todas las vivencias derivadas de su destete tardío y la represión en
el uso de sus dientes, el retardo en el «cambio de comida» y las consiguientes fantasías de
descuartizamiento del pecho, del pene y del interior de la madre, por la frustración en la etapa
genital temprana. Es decir, ese nacimiento implicaba para ella un vaciamiento de todos sus
contenidos, que pienso que es la fantasía inconsciente que subyace al temor a la pérdida de
identidad.

La fantasía de vaciamiento provenía de distintas fuentes: 1) fantasías de desparramo de sus partes


por identificación proyectiva en las situaciones de separación: nacimiento, destete, viaje; 2)
dificultad de reintroyectar esas partes por sentirlas peligrosas y por la desconfianza de que el
pecho pudiera disminuirles la peligrosidad; 3) introyección e identificación proyectiva ulterior en
un pecho vaciado hasta el agotamiento; 4) actuación de los mismos respecto a una imagen de la
madre vaciada por fantasías hostiles, movilizadas por la envidia, y los celos de la fase edípica
temprana; 5) fantasías, confirmadas por acontecimientos traumáticos reales, de haber sido
vaciada vengativamente por la madre; 6) fantasías de que el pene la vaciara en la relación sexual.

Todo eso correspondía a la fantasía de un nacimiento catastrófico, que era lo que determinaba el
carácter extremadamente persecutorio de la vivencia de migración.

La posibilidad de que el abandono del propio país tenga un carácter de «nacimiento depresivo» y
no «catastrófico» depende en cada caso de todo lo que, a lo largo de su evolución, haya
permitido al individuo sentirse «rico y lleno». Es decir, tener suficientes pertenencias internas
adquiridas por identificaciones introyectivas, un objeto interno estable y seguro y,
consecuentemente, un sentimiento de identidad sólidamente establecido, para poder hacer frente
a las tremendas pérdidas que supone una migración, que expone siempre al riesgo del
«nacimiento catastrófico».

6. ¿Partir?...

¿Qué alimenta el deseo de partir?

El deseo de partir puede surgir, a veces, como algo que «sorprende» al individuo mismo, como
un pensamiento que pudo haber estado flotando sin haber encontrado cabida en su mente. En un
momento dado, y sin saber claramente por qué, le da paso y se hace receptivo a esa idea.

En otras personas, el proyecto de viajar puede responder a un deseo largamente acariciado, tal
vez considerado imposible de concretar y satisfecho sólo en múltiples fantasías.

En uno y otro caso puede haber razones externas que justifican y alimentan ese deseo; así, por
ejemplo, razones económicas pueden explicar la necesidad de trasladarse a un ambiente que
ofrezca condiciones más favorables para el desarrollo personal o de los hijos, como el caso de las
familias que abandonan sus pequeños pueblos para dirigirse a las grandes ciudades; o bien, las
posibilidades de desarrollar y perfeccionar estudios y profesiones pueden impulsar a muchas
personas hacia otros países en los que hay mejores perspectivas para el logro de tales objetivos.

Pero, aunque estas razones existan, en un plano más profundo, pueden ser utilizadas como
racionalizaciones que permitan satisfacer otras necesidades, conflictivas o no, de origen interno.

A veces puede tratarse de una búsqueda de nuevos horizontes, nuevas experiencias, otras formas
de cultura y filosofías de vida: responderían al afán de conocimiento y el deseo de descubrir lo
lejano, lo ignoto, quizá lo considerado prohibido o lo idealizado, tal como lo desarrollamos en el
capítulo de los mitos.

En otros casos, el deseo de partir puede ser el resultado de una vivencia persecutoria de la que se
intenta huir. Por lo tanto, no se trataría de un «dirigirse hacia» lo desconocido sentido como lo
bueno o lo mejor, sino «escaparse de» lo conocido, experimentado como malo o perjudicial.

Estos deseos no siempre llegan a concretarse en experiencias migratorias, no sólo por las
dificultades externas con que pueden tropezar, sino porque entran en conflicto con las tendencias
a quedar aferrados a lo familiar y seguro que, en mayor o menor grado, existen en todos los
individuos.

Las actitudes «filobácticas» y «ocnofílicas», a las que nos hemos referido en un capítulo anterior,
se encuentran en distintas proporciones en todas las personas, dando lugar a los conflictos de
ambivalencia que el deseo de partir genera.
Cuando predomina la angustia frente al cambio, ésta puede surgir no sólo como consecuencia de
los conflictos internos del individuo, sino también en estrecha relación con el mundo externo.
Por lo general, el individuo tiene la sensación de que hay algo que permanece constante en él,
cualesquiera sean los cambios que ocurran a su alrededor. Sin embargo, existen circunstancias en
que el sujeto puede no tolerar los cambios que se produzcan en su realidad circundante.

Esto puede hacer que tambalee su sentimiento acerca de la identidad del mundo externo y,
concomitantemente, el sentimiento de identidad del self.

La consecuencia puede ser una «angustia frente al cambio» que determine la necesidad de
reasegurarse de que todo permanece igual. Por influencia de esta angustia ciertos individuos
procuran evitar moverse hacia un mundo de realidades nuevas, ya que el cambio implica,
inevitablemente, una incursión en lo desconocido, comprometerse con hechos futuros que no son
previsibles, y afrontar sus consecuencias.

Inexorablemente esto provoca sentimientos de ansiedad y depresión, la necesidad de adherirse a


lo ya conocido, como lo hemos señalado antes, y a recurrir a toda clase de justificaciones para la
evitación del cambio.

El individuo se enfrenta con miedos primarios: miedo a la pérdida de estructuras ya establecidas


y la pérdida de la acomodación a pautas prescritas en el ámbito social, ello genera graves
sentimientos de inseguridad, incrementa el aislamiento y vivencia de soledad y,
fundamentalmente, debilitan el sentimiento de pertenencia a un grupo social establecido.

Las personas que se sienten capaces de tolerar el cambio que una migración supone, y tienen
razones externas o internas valederas para llevarla a cabo, pasan, de todos modos, por un siempre
difícil proceso de elaboración, con inevitables fluctuaciones, hasta llegar finalmente a tomar la
decisión de partir.

Durante este proceso, el responsable de un grupo familiar tendrá que afrontar el hacerse cargo de
una determinación que afecta también a otras personas de su entorno cercano. Las personas que
dependen de él pueden sentir admiración y gratitud hacia quien asume tal responsabilidad, que
puede coincidir con deseos latentes de cada uno: se hará así depositario y ejecutor de las
fantasías del grupo familiar.

Pero también el que toma la decisión tendrá que afrontar los reproches y las quejas de los que se
van con él, frente a cualquier contrariedad o desilusión que pueda sobrevenir. En ocasiones será
blanco de la hostilidad, latente o manifiesta, de las personas que de él dependen, ya que su
decisión les afecta en su proyecto de vida y atañe a su pasado, su presente y su futuro.

Las personas dependientes podrán experimentar depresión, impotencia, resentimiento o deseos


de venganza. He aquí material de análisis de una adolescente, cuyo padre ha decidido que la
familia emigre, por razones inherentes a su profesión.

«Ay... tengo una rabia... y una cosa aquí... Mis padres decidieron que nos vamos del país a fin de
año. ¡Le tengo una rabia a papá! Todo gira alrededor de él. ¡Los demás no valemos nada! ...
Mamá está triste. Ella aquí tiene su posición consolidada; allí tendrá que empezar todo de
nuevo... Y aun así, defiende a papá, dice que él sufre, tiene jaquecas, así que no le podemos ni
protestar...» «... Hubo algo bueno: recibía carta de N. de Inglaterra. Es un consuelo: como tener
«una inversión en el extranjero'.» «¡Pero eso de irnos! ¡No se lo voy a perdonar a papá! Dentro
de dos años seré mayor de edad, y si ellos no vuelven yo me vuelvo. Piensan alquilar la casa. ¿Te
imaginas lo que es volver y que otra gente ocupe tu casa?»

El consuelo de tener algo bueno en el extranjero era muy precario frente a la vivencia de pérdida
masiva de todas sus cosas, su casa, y su sitio en el análisis que sería alquilado a «otros».

«¡Ah... y tuve unos sueños!... Yo estaba con D, S y J (amigos). Ellos conversaban. Y yo les decía:
¿se dan cuenta que me voy? Y ellos no me hacían caso; decían: sí; pero seguían hablando de sus
cosas...»

Su vivencia era la de estar muerta para los demás y para su analista, viendo que la vida seguía,
como si ella no le hiciera falta a nadie. Se sentía como un supuesto fantasma, que ve y oye, pero
no es visto ni tenido en cuenta. Y se desesperaba pensando que nadie podía comprender la
intensidad de su dolor.

A la sesión siguiente llegó muy acatarrada. Refiere que hubo una tormenta de nieve en la ciudad
donde en estos momentos está el padre. Resulta claro que se está identificando con el que siente
su agresor y del que su destino depende. Ahora es ella la que tiene dolor de cabeza y la que
parece haber estado expuesta al frío de la lejana ciudad (dejando de lado, por el momento, los
otros significados de la tormenta y el frío). Al señalárselo, responde: «Ah, sí, es cierto. ¡Bah!, no
quiero ser mi papá, pero ayer hice algo que hace siempre él y que después soñé. Compré
confitura de frambuesa, pero como a todos en casa les gusta y se la comen en un día, la escondí
entre la verdura para que no esté tan a la vista. Y soñé que abría la nevera de mi casa, y mi papá
había escondido los chocolates en cajas para que no se notaran.» El padre era vivido como el que
la privaba de todas las cosas que tendría que dejar, el análisis, el país materno, la comida infantil,
lo dulce, lo apetecido, guardándolo todo para él.

Sentía que algo se había roto en su comunicación con los otros: estaba ya como en «otro»
mundo. No podía compartir sus sentimientos: le parecía que los demás eran indiferentes a su
sufrimiento; pero si le demostraban su pena, ella se bloqueaba. «Cuando vuelva, todos habrán
cambiado. No quedarán petrificados, sin moverse ni cambiar hasta mi regreso para que yo
encuentre todo igual.» Comprobaba la inevitabilidad de las pérdidas, aun cuando proyectara
volver. «La amistad se hace de cosas que se comparten: y aquí todos seguirán compartiendo
cosas que yo no compartiré. Yo allí viviré como 'en suspenso', hasta volver.» «... Siento lo que
pasa, pero estoy endurecida; especialmente lo noto si veo que los otros se ablandan demasiado:
mis amigas lloran y yo estoy dura.»

El que decide emigrar necesita apoyo para concretar esta decisión, y hacer frente al enojo y
críticas de los que se quedan, los objetos que serán abandonados: amigos, vecinos, colegas,
parientes, etc. En realidad, el mundo de personas que le rodea comienza a dividirse en función de
la actitud que ha asumido ante sus planes de marcharse: los que lo aplauden y alientan e, incluso,
le envidian, los que le objetan y descalifican, y los que se deprimen y angustian.
El ambiente, en general, empieza a teñirse de variados colores en relación con sus proyectos: el
sitio que se piensa abandonar puede ser denigrado, magnificando sus defectos, en la búsqueda de
justificaciones que refuercen los motivos para partir, tendiendo —a la vez— a exagerar los
encantos del nuevo lugar.

Pero tales emociones y fantasías pueden invertirse rápidamente, ya que este período presenta las
características de ser una situación en que el individuo está en «el filo de una navaja» (Grinberg,
1978), pasando con facilidad y bruscamente por sentimientos contradictorios.

Un fragmento clínico ilustrará lo dicho: pertenece a un paciente que consideraba a Roma la


ciudad más bella del mundo, de cielos azules, cultura milenaria, tesoros artísticos de valor
incalculable y poblada por la gente más cordial. Por supuesto, su ciudad de origen era sentida
como sucia, de cielos siempre grises, donde la contaminación no dejaba ver el sol. Sin embargo,
al regresar de un corto viaje preparatorio para su migración, esos sentimientos se alternaban
peligrosamente, llegando a consternarle.

Así decía: «Mientras estuve en Roma, solo, me sentía atemorizado, amedrentado, encerrado en
mí mismo: salía sólo lo indispensable, viendo a la gente indispensable... Hasta pensaba antes de
entrar en la cafetería si el camarero no me miraría con mala cara. ¡Qué raro!, la ciudad que tanto
me gustaba me parecía fea y oscura, y sus gentes, que siempre me parecieron amables, me
resultaban hostiles. La sorpresa al volver a mi ciudad fue que no era tan oscura como yo la
recordaba, ni había tanta contaminación como pensaba: me sorprendió su aire límpido y su cielo
azul.»... «Las relaciones con nuestros amigos han cambiado, y la línea divisoria pasa por la
aceptación o no de la migración. Algunos se enfadan porque nos vamos y dicen que somos
atolondrados; otros manifiestan que irnos está bien para nosotros, pero ellos prefieren quedarse.
Esto nos hace dudar: si el país es bastante bueno para ellos, ¿por qué no para nosotros? Los
únicos con los que nos sentimos cómodos son los que también se van o querrían irse...»

Hemos descrito y ejemplificado, hasta ahora, dos situaciones «tipo»: la de quien «decide»
emigrar y asume la responsabilidad de hacer emigrar a su familia y la de quien, como la
adolescente, no tiene poder de decisión y es «obligada» a emigrar, a pesar de su oposición.

Los sentimientos que despierta el partir son considerablemente modificados por la vivencia de
tener la posibilidad de retorno o no tenerla, como desarrollaremos más adelante. Esto hace
grandes diferencias entre las migraciones deseadas y las forzosas; las «temporarias» con fecha
prefijada de retorno, las que tienen una posibilidad de duración indefinida y las consideradas
«definitivas».

Pese a todas las matizaciones y variedades posibles, partir duele, y ver partir a otros también
duele y, a veces, mucho. En ocasiones, este dolor está enmascarado por cuestiones de momento,
preocupaciones de orden burocrático y contingente, o por la excitación y las ilusiones puestas en
el traslado; otras veces es agudamente sentido.

Una paciente (de uno de nosotros) expresaba así su recuerdo de la partida: «Partir fue tremendo.
Muy duro... Un arrancón terriblemente doloroso. Dejaba todo atrás, yendo al encuentro de un
futuro... que sólo Dios, si lo hay, sabría cómo sería.»... «No podía borrar de mi retina los rostros
de los familiares y amigos en el aeropuerto, mirándonos desde el otro lado de un cristal, desde
donde ya no los podía oír ni tocar. Podía verlos como en una foto o en una película, pero no
podría abrazarlos por largo tiempo, sabiendo que por todos lados el destino era incierto. Tuve que
apelar a todas mis fuerzas para no estallar en llanto, y aun así sentía que el corazón me sangraba
al dejar todo lo que había sido mi pasado, mi vida entera, mis seres más queridos y mi casa, que
durante años fue mi orgullo, convertida en un desierto.»

Cuando el dolor psíquico no es tolerado como un sufrimiento depresivo, puede llegar a


transformarse en un sentimiento persecutorio, por el cual la partida es vivida, profundamente,
como un sentirse «echado del hogar» y «no querido», aunque haya sido el resultado de la propia
iniciativa.

Así, una mujer joven que había emigrado con su marido y sus hijos, se quejaba amargamente de
que sus padres no hubieran intentado por todos los medios impedir su partida, y le parecía que
hasta se alegraban de su alejamiento. La fantasía persecutoria parecía estar referida más
específicamente a su madre y hermanas, que la excluían como rival y se quedaban cerca del
padre.

Otra manera de contrarrestar el dolor del desprendimiento es vivirlo maníacamente, negando la


pena y experimentando sentimientos de triunfo sobre los que se quedan, a los que se siente
limitados, incapaces, o expuestos a peligros o penurias. Estas defensas maníacas suelen surgir
cuando al dolor de la separación se agregan fuertes sentimientos de culpa por abandonar a los
que quedan: a veces, entre ellos, familiares muertos o en situaciones de riesgo y desamparo.

Aunque nos hemos referido al dolor psíquico, sería útil aclarar que hay personas que, aunque lo
experimenten, no lo pueden sufrir, sobre todo en las circunstancias particulares de separación o
de perturbación del equilibrio previo en que ese dolor surge. Bion (1970) ha señalado que existen
individuos con tanta intolerancia al dolor o la frustración que por no poder padecer dolor
tampoco pueden sentir placer.

La naturaleza de ese dolor resulta difícil de definir Aunque está vinculado con sentimientos de
pérdida, no es lo que llamaríamos depresión y tampoco propiamente ansiedad, aunque incluya
elementos de angustia. Las personas suelen experimentarlo como algo casi físico, a pesar de
saber que no es hipocondríaco ni psicosomático: está como en el límite entre lo mental y lo
físico. Lo que queremos destacar es que el tipo de dolor experimentado por estas personas,
cuando parten para realizar una migración, no es el que corresponde al dolor psíquico peculiar de
la posición depresiva, ya que no se lo vivencia como preocupación y responsabilidad por la
pérdida de los objetos. La naturaleza de ese dolor es más primitiva y menosconsciente, porque
implica un retorno a la utilización de mecanismos más regresivos, del período esquizo-paranoide.
En otras palabras: «la experiencia de ese dolor aún no es congoja, aunque puede contener la
semilla de la capacidad para sentirla» (Betty Joseph, 1978).

En la medida en que el individuo pueda ir elaborando la experiencia de su migración a lo largo


del tiempo, pudiendo integrar los aspectos y sentimientos negados y disociados, habrá «crecido»
lo suficiente como para poder «padecer» su dolor: equivaldría a lo que en el lenguaje popular se
denominan «dolores de crecimiento». Tendrá entonces un mayor conocimiento de las
experiencias que ha vivido. No será sólo un conocimiento intelectual (vínculo K), sino mucho
más vivencial («el devenir 0», como lo ha llamado Bion); no sólo sabrá que emigra, sino que
«será» un emigrante.

Para quienes no están suficientemente familiarizados con las ideas de Bion, diremos que
considera el término «vínculo» como una experiencia emocional en que dos personas, o dos
partes de una persona, están relacionadas una con la otra (Bion, 1962). Hay emociones básicas
que están siempre presentes cuando hablamos de un vínculo. Propone seleccionar tres de estas
emociones: amor (love: L), odio (hate: H) y conocimiento (knowledge: K), como las emociones
intrínsecas más importantes en el vínculo entre dos objetos. El vínculo K, derivado de la inicial
de la palabra inglesa knowledge, es el que relaciona a un sujeto que busca conocer un objeto y un
objeto que se presta a ser conocido. Puede representar también al individuo que busca por
introspección conocer la verdad acerca de sí mismo. Este particular matiz está expresado por el
sentimiento doloroso que puede discernirse en la pregunta: «¿Cómo puede X (el sujeto) conocer
algo?» Es necesario distinguir la «adquisición de un conocimiento», como resultado de la
modificación del dolor (en cuyo caso el conocimiento obtenido [K] servirá para nuevas
experiencias de descubrimiento), de la «posesión de un conocimiento» utilizado para evitar la
experiencia dolorosa. Esta última situación suele encontrarse en las personas en las que
predominan las defensas maníacas y la omnipotencia, y en las que queda excluido el verdadero
aprendizaje por la experiencia emocional. Esta evitación del dolor puede estar al servicio de la
actividad llamada «vínculo —K» (menos K): des-conocer, en la que la negación, la envidia y la
voracidad constituyen los factores predominantes: en este caso, no habrá descubrimiento,
aprendizaje ni desarrollo posible.

Bion (1970) agrega que son las «transformaciones en 0» las que se relacionan efectivamente con
el cambio, con el crecimiento, la búsqueda de la verdad y el logro del insight. «0» representa la
realidad última incognoscible, el infinito, la verdad absoluta contenida en cualquier objeto y que
es propia de éste. Esta realidad psíquica no puede ser conocida: sólo puede ser «sida». (Debiera
haber una forma transitiva del verbo ser para usarse expresamente en relación con dicha
realidad.) Denomina a esto «devenir 0». Significa ir más allá del «saber» acerca de la realidad.

La transformación en «0» es algo así como «ser lo que se es», o bien «ser uno mismo su propia
verdad». Por lo mismo, esa transformación es tan temida y resistida.

«Ser» un emigrante es, pues, muy distinto a «saber» que se emigra. Implica asumir plena y
profundamente la verdad y la responsabilidad absolutas inherentes a esa condición. Las
realizaciones de este tipo pertenecen a un estado mental y emocional difíciles de soportar. Ello
explica la necesidad de recurrir a múltiples operaciones defensivas, para quedarse tan sólo en el
«saber» y no en el «ser» emigrantes.

7. Los que se quedan

Las reacciones de las personas que se quedan cuando otras emigran y la naturaleza de sus
sentimientos dependen de la calidad e intensidad de los vínculos que los unen a los que parten.
Si se trata de familiares muy allegados, resultará inevitable que experimenten vivencias de
pérdida y abandono. Se sentirán invadidos por la pena y por sentimientos depresivos, no exentos
de hostilidad hacia el que se va, por el sufrimiento que les ocasiona. A veces esta separación es
vivida como muerte, sí las circunstancias del que emigra hacen difícil pensar en un pronto
retorno, o el alejamiento se prevé como definitivo. En mayor o menor grado, siempre se cumple
algo de lo que la sabiduría popular ha volcado en la conocida expresión: «partir es morir un
poco». Lo es para quien se va, y también para quien se queda. El duelo con que responden a la
separación puede ser equiparado al duelo producido por la muerte de un ser querido. Esta
equiparación inconsciente del partir con el morir puede ser muy intensa. Ya lo hemos visto en la
adolescente del capítulo anterior, que sentía morirse, para los demás, al partir.

Nos fue dable observar el caso de otra adolescente, que «se quedaba» mientras su hermano
emigraba a un país muy lejano y sin propósito de volver. Después de llorar varios días y noches
luego de su partida, quedó atónita cuando recibió la primera carta: en su desesperación había
considerado imposible toda forma de comunicación con él, como si realmente se hubiera ido a
«otro mundo».

El concepto de duelo implica todo un proceso dinámico complejo que involucra a la personalidad
total del individuo y abarca, de un modo consciente o inconsciente, todas las funciones del yo,
sus actitudes, defensas y, en particular, las relaciones con los demás.

Etimológicamente, el término duelo significa «dolor» y también «desafío o combate entre dos».
Ambas acepciones pueden aplicarse tanto al sufrimiento provocado por la pérdida de objeto y de
partes del self proyectadas en el mismo, como también al enorme esfuerzo psíquico que implica
recuperar el ligamen con la realidad y el «combate» librado por desligarse de los aspectos
persecutorios del objeto perdido y asimilar los aspectos positivos y bondadosos. Las dos
acepciones del término duelo son específicamente aplicables a los que emigran, ya que
experimentan «dolor» por lo que dejan y afrontan un «desafío» ante lo que les espera.

Los sentimientos de dolor y culpa correspondientes a la pérdida de partes del self previamente
proyectados en el objeto suelen convertirse en factores que agravan o perturban la elaboración
del duelo (L. Grinberg, 1963).

Pensamos que la diferencia entre la evolución normal y patológica de un duelo se debe a la


existencia de dos tipos de culpa: la culpa persecutoria y la culpa depresiva. La culpa persecutoria
determinará la aparición de duelos patológicos que, frecuentemente, presentan somatizaciones o
desembocan en cuadros melancólicos u otras formas de psicosis. En cambio, la culpa depresiva
se manifiesta por la preocupación, la pena y una tendencia reparatoria auténtica que permite una
mejor elaboración del duelo.

Los padres de un hijo que emigra, por ejemplo, pueden no sólo experimentar la pérdida del hijo
como si se tratara de su muerte, sino que pueden temer también la proximidad de su propia
muerte sin volver a verle. Estas situaciones pueden ser patéticas y desgarradoras, por la mezcla
de ansiedades depresivas y persecutorias inherentes a las mismas. En la fantasía, responsabilizan
al hijo de ser el causante de su dolor y de despojarles de las expectativas y gratificaciones que
podían esperar de él y, aún más, arrebatarles tiempo de vida. Desde luego, estos sentimientos se
invierten, si la migración del hijo es forzada, por ejemplo, por circunstancias político-
ideológicas, y debe partir perentoriamente para salvar su libertad o incluso la vida. En tales
condiciones, el pesar de la partida es ampliamente compensado por el alivio de saber al hijo a
salvo de persecuciones y peligros. En otros casos, sin embargo, los padres podrán sentir esa
partida con ambivalencia, en la medida en que predominen conflictos de rivalidad generacional u
hostilidad proveniente de otras fuentes.

Los miembros del grupo de pertenencia del que emigra pasarán por estados emocionales diversos
que pueden desplegarse en todo un espectro, según las motivaciones que determinen esa partida,
las condiciones y el contexto ambiental del que se queda, y el vínculo afectivo que los une.

Un paciente de uno de nosotros relataba el fuerte impacto que le produjo la respuesta de uno de
sus amigos y compañeros más apreciados, al comunicarle su decisión de partir por unos años al
extranjero, por haber obtenido una beca para el perfeccionamiento en su profesión. El amigo se
puso pálido y con voz entrecortada por la emoción y la angustia dijo: «¡Qué agujero!» Con este
término sintetizaba los sentimientos de pérdida y vacío que le había producido la inesperada
noticia. En contraste con esa experiencia, el mismo paciente comentaba las reacciones de envidia
y hostilidad manifiestas o encubiertas expresadas por otros colegas al enterarse de sus proyectos.

Alguno de ellos abiertamente dijo: «Si yo pudiera, también me iría.»

Es frecuente que el que parte se haga depositario de las proyecciones de distintas clases de
fantasías de su grupo. El contenido de esas fantasías puede corresponder al deseo de emigrar de
algunos de ellos, que intentan satisfacerse por identificación proyectiva, a través del que lo
realiza; se suele escuchar: «era bueno que alguno de nosotros pudiera ir», «nos beneficiaremos
todos», etcétera.

Otras veces, el que se va puede ser sentido como «chivo emisario» de todo lo indeseable o
temido, que cargará con las culpas de los demás, expiándolas a través de todo lo que pierda al
irse. Los que se quedan, en cambio, quedarán liberados y podrán seguir gozando de las cosas que
tengan.

Hemos hablado de la satisfacción latente que puede experimentar el grupo por depositar en el
que emigra la responsabilidad colectiva, pero además esa satisfacción puede ser experimentada
porque se sientan liberados de un rival, frente al cual sentían fuerte competitividad, y que les deja
el campo libre.

Así como ocurre en el que parte, también los que se quedan y sufren la partida del que emigra
utilizan distintos procesos defensivos para contrarrestar el dolor que les embarga.

Estas defensas pueden ser de tipo maníaco, procurando negar o subestimar la importancia de la
separación, diciendo cosas como: «nos mantendremos en contacto», «nos veremos pronto», «nos
escribiremos mucho», «en la era del jet todo está muy cerca», etcétera.

Otras veces son de índole paranoide: los que se quedan se sienten traicionados por los que se
van, reaccionan con enojo o ira, les acusan de ligereza o falta de responsabilidad y consideración
hacia quienes habían compartido con ellos muchas experiencias vitales.

No falta tampoco la reacción melancólica, con autorreproches, atribuyéndose la responsabilidad


directa o indirecta por perder al que se va. La identificación melancólica con el que se ausenta es
similar a la que tiene lugar en los procesos de duelo por la muerte de alguien ambivalentemente
querido.

Los síntomas hipocondríacos y las somatizaciones que aparecen a poco de la partida de alguien
muy significativo para el sujeto (por ejemplo, un padre que sufre un infarto frente a la partida del
hijo) pueden constituir el medio defensivo para mantener el control del objeto ausente en el
cuerpo.

Se desprende de lo dicho hasta ahora que la decisión de partir en una migración no es un hecho
aislado que incumbe exclusivamente al sujeto que lo decide. Como vimos, hay una interacción,
con una serie de consecuencias que atañen al individuo y a su entorno.

Pensamos que la migración puede constituir un «cambio catastrófico» en la medida en que


ciertas estructuras se transforman en otras, a través de los cambios, pasando por momentos de
desorganización, dolor y frustración. Estas vicisitudes, una vez elaboradas y superadas, darán la
posibilidad de un verdadero crecimiento y evolución de la personalidad.

No siempre sucede así, ya que, a veces, en lugar del «cambio catastrófico», doloroso pero
evolutivo, la experiencia puede terminar en catástrofe, pero no sólo para los que emigran, sino
para algunos de los que se quedan.

Sabemos que entre «los que se quedan» hay seres que por su particular y estrecha relación con
los que emigran constituyen un caso especial: los hijos de emigrantes que no emigran con sus
padres, sino que se quedan en forma temporaria, pero a veces por largos años, a cargo de
familiares que permanecen en el país de origen a la espera del regreso de sus padres.

Esta situación ocurre con bastante frecuencia en países con fuerte tasa de emigración, como
España. Los padres, empujados por la miseria, iban a «hacer la América», según expresión
corriente, para volver «indianos», habiendo hecho fortuna. Muchos de los que no lo lograban ya
no volvían, por no enfrentar el fracaso de sus ilusiones. En las últimas décadas, los países de
atracción para este tipo de migración fueron los que en Europa gozaban de mayor desarrollo,
como Alemania o Suiza.

Algunos de estos niños dejados por sus padres desarrollan síntomas claramente vinculados con
esta situación. En algunos casos, los síntomas comienzan poco después del abandono de los
padres; en otros, por el contrario, aparecen como reacción frente al retorno de los mismos.
Aunque paradojal, es un comportamiento que hace recordar al de los niños que se lastiman en
ausencia de los padres, pero sólo lloran y se quejan cuando éstos vuelven: como expresión de
reproche, como acusación, y también porque reaparecen como objetos a los que va dirigido el
llanto.

Tal es el caso de Javier, cuyos padres, españoles, estaban trabajando en Alemania en el momento
en que su madre quedó embarazada. No deseado, su nacimiento interfería seriamente en los
proyectos de sus padres. La madre volvió a España sólo para dar a luz, y lo dejó al cuidado de los
abuelos.

Dos años después, y a causa de un nuevo embarazo del que nace una niña, los padres deciden
retornar, y Javier regresa a su hogar.

Pero Javier no se integra realmente en su familia; su resentimiento por el abandono y la envidia a


su hermana, que no lo ha sufrido, se manifiesta de múltiples maneras. Acosa a su madre con
quejas acerca de dolores abdominales, vómitos, anginas y dolor en una pierna, dolores que ceden
con analgésicos corrientes y hasta con placebo. También desde el regreso de los padres tiene
frecuentes pesadillas: sueña con Drácula o un hombre lobo que le va a morder, o bien que es
policía y mata ladrones.

Sus síntomas demuestran que debido a la frustración y la carencia afectiva sufrida por el
abandono de sus padres, éstos habían sido internalizados como objetos persecutorios y dañinos
que atacan su interior, produciéndole dolor y vaciamiento. Además, sentía como que le habían
robado los cuidados directos y el sostén parental de los primeros años, a los que se consideraba
con derecho: no habían sido artífices ni testigos de sus primeros logros (comer, hablar, caminar).
Estos logros fueron luego atacados por su propio resentimiento y fantasías de venganza cuando
sus padres volvieron, por lo que se dificultó su alimentación (dolores abdominales, vómitos y
adelgazamiento), su locomoción (dolor en la pierna) y su escolaridad (hablar, aprender). En sus
pesadillas no sólo es un policía que se defiende de los ladrones, del hombre lobo y de Drácula
que le quiere morder, sino que también, en otro nivel y por proyección, estos personajes
representan sus propios deseos voraces con incremento de su sadismo oral, como resultado de la
frustración.

A los siete años, después de cinco de exploraciones infructuosas, los pediatras le envían a una
consulta de tipo psicológico.

Sus dibujos, en los que representa a su familia, son elocuentes; hay multitud de parientes:
abuelos, tíos, primos, abuelas con grandes pechos, la hermana jugando con tacitas y él jugando
con una pelota, pero como el niño más pequeño de la familia. Olvida dibujar a los padres: los
agrega luego, de pequeño tamaño, en un rincón y «ocupados trabajando». En algunos dibujos
incluye un perro, del que dice que «ya ha muerto pero es el que siempre le defendió».

Comenta que la familia «no le salió muy bien», que «el padre le salió torcido», que «tiene
todavía muchos más pero no le caben»...

En otros dibujos los padres aparecen sin cara; sólo cuando él se coloca como un niño pequeño
aferrado a su madre les agrega los rasgos del rostro.

Y tal vez lo más significativo es la forma en que se representa repetidamente a sí mismo y a su


hermana, en varias ocasiones: él, jugando siempre con una pelota, pero con una pierna separada
del cuerpo, como el «miembro» separado del cuerpo familiar, el «desmembrado» del grupo. Su
hermana juega con un muñeco «a la mamá», pero tiene al muñeco como apoyado sobre el tórax,
mientras ella está con los brazos caídos a los lados del cuerpo, sin sostener al crío, como él no
fue sostenido por la madre: es impresionante la actitud indiferente y de falta de sostén.

A través de los dibujos se puede apreciar la utilización de las defensas maníacas como intento de
compensar la falta de los padres: aparecen sustituyéndolos multitud de personajes familiares, las
abuelas que lo han criado tienen grandes pechos, para contrastarlos con las tacitas-pechos
pequeños de la hermana alimentada por la madre. Se comprende que olvide en un primer
momento dibujar a sus padres, así como ellos «olvidaron» llevarle consigo. Y cuando los dibuja
lo hace reduciendo su tamaño, pretendiendo con ello desvalorizarlos, negando la importancia que
tienen en su vida.

En otros momentos, los padres son figuras sin rostro, mostrando con ello que durante mucho
tiempo no lo tuvieron para él, y sólo adquieren rasgos definidos cuando él se incluye en la escena
como un niño pequeño pudiendo aferrarse a la madre.

Cuando comenta que su familia «no le salió bien» al dibujarlos o que «el padre le salió torcido»
está diciendo, en forma conmovedora, que siente que sus padres no han cumplido con la función
que les correspondería para con él.

En la misma línea, la referencia al perro «que ya ha muerto pero fue el que siempre le ha
defendido» puede aludir a un aspecto de sí mismo, con su capacidad de auto-defensa extinguida
(muerta), por la falta de atención parental. Esta vivencia reaparece en el dibujo de «el miembro
separado» (la pierna que le duele), que interpretamos como su sentimiento de ser el
«desmembrado» de la familia, lo que se ve confirmado patéticamente en la imagen de la hermana
que juega a «la mamá» con un muñeco sólo «adherido» superficialmente a ella, pero «no
sostenido».

8. Llegar

Para dar una idea de lo tormentosa y agitada que puede ser la adolescencia, ese largo tránsito de
la infancia a la adultez, se la ha comparado a la de un emigrante que, en un barco sacudido por
las tempestades, va haciendo lentamente su camino hacia el Nuevo Mundo.

Los emigrantes en el barco, habiendo dejado atrás el mundo que conocían, se dirigen hacia un
mundo que no pueden visualizar aún en forma realista. Lejos de toda costa, viven en un estado
irreal, sólo compartido por sus compañeros de viaje que, como lo decimos en otro lugar, pueden
llegar a convertirse en una nueva familia; valga la conocida expresión: «hermanos de barco».
Esta expresión no ha perdido vigencia, en su sentido profundo, aunque actualmente se pueda
emigrar en avión.

Los emigrantes en el barco o avión que los conduce hacia un mundo aún irreal para ellos no
saben, hasta haberlo vivido, que pasará mucho tiempo, aun después de llegados a tierra firme,
antes de que sientan esa tierra como «realmente firme». El «mareo» del viaje no desaparecerá
fácilmente.

La migración es un proceso tan largo que tal vez no termine nunca, como nunca se pierde el
acento de la lengua-natal.

Una paciente, mujer, descubrió sólo después de años de análisis lo dolorosa que le había
resultado una migración que había realizado de jovencita, con ánimo alegre y ligero. «Si hubiera
reconocido todo lo penoso que era, no hubiera podido realizarla o me hubiera hundido.»

En ocasión de la compra de unos muebles se pudo ver también, en el análisis de esa paciente, el
significado de algo que había pasado desapercibido para ella anteriormente. Hasta entonces,
aparentemente por razones económicas y apoyada en cierta moda, había instalado su casa en el
nuevo país con profusión de cojines, telas, colchones en el suelo, tapices en las paredes, etcétera.
La descripción evocaba una tienda de beduinos, que puede estar ricamente adornada y
alfombrada, pero constituida por elementos fácilmente transportables, adaptados a una vida
nómade, o «de gitanos».

La experiencia migratoria la había transformado en una niña pequeña abandonada e insegura,


que sentía que todo se había vuelto provisorio, ya que nadie garantizaba que no tuviera que
volver a mudarse y, por lo tanto, todo tenía que ser trasladable junto con ella. Las almohadas y
cojines fueron los pechos blandos, mullidos y cálidos de los que había necesitado rodearse, para
contener su vivencia de orfandad y desamparo. Fue mucho después cuando, habiendo encontrado
a través de su análisis, en su medio interno y externo, un sostén más estable, pudo comprar
muebles más sólidos y fuertes: camas y sillas que la contuvieran en forma más firme y con
posibilidades de durabilidad.

Las vivencias de inseguridad que experimentan los inmigrantes recién llegados están
determinadas no sólo por las incertidumbres y ansiedades frente a lo desconocido, sino también
por la inevitable regresión que esas ansiedades conllevan. Es esa regresión la que les hace
sentirse en situación de desamparo e inhibidos, a veces, de poder aprovechar con eficacia los
recursos de que disponen y constituyen su «bagaje».

Kafka relata esta situación de manera harto elocuente y conmovedora en su novela América
(1977). Describe la emoción que embarga a su joven protagonista, Karl, cuando el barco en el
que viaja como emigrante entra en el puerto de Nueva York y se prepara a descender con su baúl
al hombro. «La estatua de la Libertad, que hacía mucho venía observando, se le apareció como
envuelta en una luz solar que repentinamente se hubiera vuelto más fuerte.» Pero su euforia se
transforma bien pronto en desazón al comprobar, momentos después, la desaparición de su baúl,
que había dejado por unos instantes al lado de un desconocido, por ir en busca de un paraguas
olvidado en la confusión y ajetreo del desembarco. «No podía entender por qué durante el viaje
había vigilado el baúl con tanto celo, al punto de que esa vigilancia casi le había costado el
sueño, si ahora se lo dejaba robar tan fácilmente.»

La pérdida del baúl condensa, simbólicamente, en un nivel, toda la serie de pérdidas sufridas en
la migración: parte de sus pertenencias más valoradas; en otro nivel representa, como hemos
dicho, la pérdida transitoria de sus capacidades yoicas, y de su propia identidad debido al
impacto del llegar...

Una experiencia similar fue relatada por un joven paciente que recuerda que al llegar al nuevo
país donde pensaba ejercer su actividad profesional olvidó nada menos que su diploma que lo
acreditaba como tal, elemento que constituía su mayor patrimonio, en el maletero de un taxi,
aunque pudo recuperarlo días después.

En estas condiciones, el individuo necesita imperiosamente que alguien, persona o grupo, en el


nuevo medio, asuma funciones de «maternaje» y «continencia» que le permitan sobrevivir y
reorganizarse.

El «desconocido» que roba el baúl al personaje de Kafka representa todo «lo desconocido» que
desorganiza y confunde al recién llegado: lo que lo «esquizofreniza».

Frente a ello es, pues, necesario alguien «conocido» o que se haga prontamente conocido.

Miguel Delibes, en su Diario de un emigrante, testimonio literario que marca un hito en la actual
estilística española, recoge esta vivencia intensa y apabullante de encontrarse frente a lo nuevo y
desconocido, cuando hace decir a su protagonista, Lorenzo, que emigra de España a Chile:
«Atracamos en Buenos Aires, para seguir en tren a Santiago...» ... «Andaba yo ya un poco
achucharrado y me dio por pensar, viendo pasar por esas calles tanta gente como nunca vi, que
así desfilasen delante de mis narices cinco millones de tipos no encontraría una jeta conocida y,
entonces, me dio por pensar que esto era peor que estar en el desierto, y se me puso una cosa así,
como una pena de todo, que no podía parar. Empecé a acordarme de casa, y de la cuadrilla, y de
los caseríos, y le dije a la Anita que qué harían en ese momento los viejos, que qué hora sería
allá...»

Ya páginas antes hay una leve alusión a lo que podemos entender como la percepción de la
regresión que se va acentuando a medida que los personajes se acercan a su lugar de destino.
Durante la travesía en barco han tenido que ir retrasando de a poco sus relojes, para ajustarlos al
meridiano que atraviesan. Poco antes de llegar, Lorenzo comenta: «retrasamos otra media hora
los relojes; lo que yo digo es que a este paso, pronto me veo otra vez de calzones cortos».

La necesidad de una figura confiable que se haga cargo o neutralice las ansiedades y temores
frente a lo nuevo y desconocido que siente el inmigrante se puede comparar con la búsqueda
desesperada del rostro conocido de la madre, o de un sustituto, que experimenta el niño cuando
queda solo.

Un modelo que se acerca a la idea que estamos exponiendo es el del imprinting proporcionado
por los etólogos, que explican la tendencia de todo ser recién nacido a acercarse a otro ser vivo
que potencialmente le pueda proporcionar «contacto» y protección. De hecho, parecen quedar
fijados al primero que encuentran, aunque sea de otra especie, pero que ofrece disponibilidad
para la satisfacción de esas necesidades.

Bowly (1960) se basó en ese modelo etológico para desarrollar su teoría del «apego», que estudia
el vínculo del niño con figuras confiables que calman la angustia de separación.

En la teoría de las relaciones objetales, esa figura es siempre representante de una madre interna
con características protectoras, que calma las ansiedades, al ofrecer «contacto» y «continencia».
En el mismo sentido, para que los objetos internos buenos, transitoriamente inhibidos por la
ansiedad de separación de las situaciones conocidas y el impacto del encuentro con las
situaciones nuevas, puedan ser reactivados en su función protectora, el inmigrante necesita
encontrar en el mundo externo personas que los representen: algo así como «padrinos» o padres
sustitutos.

La sensibilidad del recién llegado, como del recién nacido, es grande. La necesidad de sentirse
bien acogido es tal que cualquier persona que le demuestre algún interés, que manifieste
cordialidad y empatía, o cualquier gestión que se resuelva favorablemente, le hace sentirse
querido, así como cualquier contrariedad puede hacerle sentirse rechazado por el nuevo hogar.

Nos estamos refiriendo, naturalmente, a las primeras impresiones, que impactan de un modo
singular al inmigrante. Sus reacciones tendrán un contenido persecutorio de mayor o menor
grado, según la naturaleza de las relaciones objetales previas que, ya internalizadas,
condicionarán la intensidad paranoide de sus respuestas frente a las inevitables frustraciones con
las que tropezará en su camino. Si predomina la calidad conflictiva en sus vínculos objetales
internos dará lugar —muy probablemente—a una regresión más profunda con incremento de la
utilización de mecanismos y defensas más primitivas, de tipo esquizo-paranoide: disociaciones
más acentuadas, negaciones marcadas frente a situaciones displacenteras, idealizaciones
compensatorias de ciertos aspectos parciales, uso frecuente y masivo de identificaciones
proyectívas, etcétera.

La disociación tiene por objeto contrarrestar tanto las ansiedades persecutorias como las
depresivas, como así también evitar la amenaza de los sentimientos de confusión, por no tener
bien discriminado aún lo viejo de lo nuevo.

La tendencia más manifiesta inicialmente es la de idealizar el país nuevo, magnificando sus


cualidades positivas y subestimando lo abandonado. Tal idealización lleva a estados
hipomaníacos, y a vivencias de bienestar psíquico y corporal, que suelen ser fugaces y
transitorias.

Así, por ejemplo, en algunos casos, los pacientes refieren que «nunca se han sentido mejor y que
hacía años que no dormían tan a gusto». Ese «dormir tan a gusto» puede ser la defensa ante la
experiencia de disgusto por encontrarse en circunstancias difíciles, frente a las cuales el dormir
es un refugio. A veces, el dormir prolongado refleja una depresión que expresa una fantasía
profunda de huir de la vida. En otras ocasiones, este mecanismo fracasa y las mismas fantasías
inconscientes se expresan en forma opuesta, determinando trastornos del dormir, con insomnio o
sueños agitados con contenidos persecutorios.

Tengamos presente que los nuevos códigos de comunicación que deberá incorporar el recién
llegado, que le son prácticamente desconocidos o mal entendidos en sus primeros contactos,
aumenta el nivel de ambigüedad y contradicción implícitos en las informaciones que recibe, tal
como lo señalan L. Achard y J. P. Galeano (1982). Una de las consecuencias es que el inmigrante
pueda sentirse «invadido» por los, para él, «caóticos mensajes» que le llegan, o bien, «devorado»
por un mundo desconocido y hostil.
En esa regresión a niveles más primitivos de funcionamiento mental, las emociones suelen
expresarse en relación con elementos tan primordiales como la comida, que pasa a tener una
significación de particular relevancia, ya que simboliza el vínculo más temprano y estructurante
que se ha tenido con la madre o con su pecho. Puede ocurrir, entonces, que el inmigrante
experimente un particular rechazo por los platos típicos del nuevo país y recurra con añoranza a
buscar aquellos otros que representen las características de su tierra.

Una mujer argentina que había emigrado a los Estados Unidos insistía —en los primeros
períodos de su migración— en que sólo comería «empanadas y churrascos» para no perder así su
identidad.

Correlativamente, un niño hijo de inmigrantes en Argentina se negaba sistemáticamente a comer


carne, el producto de mayor consumo en ese país, reduciendo su dieta exclusivamente a leche y
huevos, base de su alimentación en su tierra natal, exigiendo, además, que hubieran sido
importados de allí. Es claro, en este caso, el rechazo del pecho considerado malo (carne),
desconocido y «persecutorio», y la búsqueda del conocido e «idealizado» (leche y huevos «de su
país»).

En otras ocasiones, el inmigrante recurre al comer para calmar la ansiedad, recreando así un
«pecho idealizado», generoso e inagotable, con el que intenta llenar el vacío determinado por las
diversas pérdidas sufridas en el trasplante. Estas comidas suelen celebrarse en compañía de
connacionales, constituyendo una especie de ritos recordatorios. Otras veces, el comer se realiza
en soledad y toma la forma de un «comer compulsivo», como búsqueda frenética de
recuperación de los objetos perdidos.

En los primeros tiempos de su traslado el individuo tiene la mente más ocupada con la gente y
los lugares que ha dejado, a menudo acompañado por añoranzas y deseos de reencuentro.
Gradualmente, y en la medida en que se va comprometiendo más con su nueva forma de vida y
los seres que le rodean, empieza a distanciarse en el recuerdo de sus parientes y viejos amigos.
Las toneladas de cartas que algunos inmigrantes escriben y reciben de su viejo mundo al
principio de su llegada al nuevo van disminuyendo paulatinamente, constituyéndose en un
indicador de ese distanciamiento mutuo.

Los seres humanos van cambiando, tanto los que se han ido como los que se han quedado, del
mismo modo que van cambiando los hábitos, las formas de vida y el lenguaje (aunque se trate
del mismo idioma). Lo que no cambia, y eso es importante, por su influencia y repercusión
ulterior, es el ambiente no-humano, que llega a constituir una parte significativa del sentimiento
de identidad. Este ambiente no-humano, en especial el que ha sido el entorno natural y específico
del individuo, y ha sido revestido con un intenso contenido emocional, es el que suele persistir,
no modificado, como objeto de añoranza y símbolo de lo propio.

John Denford (1981) cita a Searls, que considera al mundo «no-humano» como «un lugar para
experimentación y alivio de tensión», y menciona el concepto de Winnicott del «espacio
transicional» que puede extenderse para incluir el mundo «no humano», correspondiente al sitio
donde el juego empieza con los primeros objetos que son «no-yo» y «no-madre». Para Denford,
la pérdida y la deprivación de ese ambiente no-humano y esos objetos materiales especialmente
valorados del viejo entorno, desempeña un rol muy importante en la evolución de estos
inmigrantes; tan importante como la pérdida y deprivación de la presencia de las personas
queridas.

Esto explica por qué muchos emigrantes tratan de llevar consigo todas sus pertenencias,
independientemente de su utilidad: muebles viejos que se destartalan por el camino, ropas que ya
no usan o aparatos que no funcionan. Aun pequeños adornos o cacharros de escaso valor, pero
fuertemente investidos en el plano emocional, pueden cumplir esta función altamente
significativa para el sentimiento de identidad.

Fuertemente impactante ha sido el cambio radical experimentado por una paciente emigrada al
recibir sus muebles, que demoraron más tiempo que ella en llegar. Al comenzar una sesión dijo:
«Desde que llegué, mis sueños eran totalmente locos, no parecían míos, no los reconocía, nunca
había tenido sueños así, no parecía yo... Pero hace unos días vuelvo a tener sueños como los de
siempre. Creo que es desde el día en que recibí mis muebles: volví a sentirme entre `mis' cosas;
el reencuentro fue emocionante. Cada objeto traía el recuerdo de una situación, de un momento,
de un pasado. Me siento más yo.»

9. Los que reciben

Un factor de enorme importancia que puede gravitar en el destino de una migración es la


reacción de los miembros de la comunidad receptora frente a la llegada del inmigrante. La
calidad de estas reacciones influye de distintas maneras en la evolución de su asentamiento y
adaptación.

Esto ha sido siempre reconocido así. Lo que no está tan reconocido es el hecho de que la
comunidad autóctona también sufra el impacto de la llegada del «nuevo», que con su presencia
modifica la estructura de un grupo, pone en cuestionamiento algunas de sus pautas de conducta
moral, religiosa, política o científica, y pudiera desestabilizar la organización existente. Por lo
tanto, también para los nativos será una difícil tarea «metabolizar» e incorporar la presencia del
«extraño».

No sólo el que emigra siente en peligro su propia identidad: también, aunque en distinta medida,
la comunidad receptora puede sentir amenazada su identidad cultural, la pureza de su idioma, sus
creencias y, en general, su sentimiento de identidad grupal.

En lo referente a este punto, nos parece atingente desarrollar aquí, aunque lo hayamos
mencionado antes someramente, el modelo sugerido por Bion (1970) de la relación «contenido-
continente (♂↔♀), porque pensamos que puede ilustrar de manera clara las diferentes
vicisitudes que suelen producirse en la interacción entre el inmigrante y el grupo humano que lo
recibe. Este modelo es igualmente aplicable al cúmulo de reacciones emocionales que surge
entre el individuo que decide emigrar y las personas que se quedan en su país y de las que nos
hemos ocupado en un capítulo anterior.

Originalmente, Bion aplicó este modelo para mostrar las distintas posibilidades de evolución que
puede tener una idea nueva, o el individuo que la sustenta, en relación con el grupo establecido
(establishment) que la recibe.

Esta interacción dinámica entre el individuo o la idea nueva (el inmigrante) y su entorno (el país
que lo recibe) configuraría —en términos de Bion— un «cambio catastrófico», con una fuerza
potencialmente disruptiva que puede violentar, en mayor o menor grado, la estructura del grupo
en que se manifiesta y la de sus componentes.

En otras palabras, el inmigrante, con todo su bagaje y sus características específicas, representa
la «idea nueva-contenido» (♂) que encuentra en el «continente-grupo receptor» (♀) diversas
tendencias como respuesta. Sus extremos serían la aceptación entusiasta o el rechazo absoluto.

Antes de ampliar lo expuesto en forma más detallada, diremos que la expresión «cambio
catastrófico» se refiere a un conjunto de hechos que se encuentran ligados entre sí por una
«conjunción constante»2. Entre estos hechos se pueden mencionar la violencia, la subversión del
sistema y la invariancia: esta última se refiere a aquello que permite reconocer en la nueva
estructura aspectos de la anterior.

La migración constituye un «cambio catastrófico» en la medida en que ciertas estructuras se


transforman en otras a través de los cambios, pasando por momentos de dolor, desorganización y
frustración. Estos momentos, una vez superados y elaborados, darán la posibilidad de un
verdadero crecimiento y evolución enriquecida de la personalidad.

Pero la migración puede tener también consecuencias que no correspondan al «cambio


catastrófico», sino a una verdadera catástrofe. El que ocurra una u otra de estas contingencias
dependerá, en gran parte, de cómo se configura la interacción entre el «contenido» y el
«continente».

El «contenido», por su fuerza disruptiva, puede amenazar destruir el «continente». Este, por
exceso de rigidez o de temor, puede ahogar al «contenido», impidiendo su evolución.

La tercera posibilidad, sin duda más fructífera, es que ambos puedan funcionar con la suficiente
flexibilidad para que el «continente» acepte un «contenido» no destructivo, y que permita su
integración y evolución con mutuo beneficio.

Ya hemos tenido oportunidad de referirnos a las diferentes reacciones, de todo tipo, del
inmigrante al llegar al nuevo país: maníacas, depresivas, paranoides, confusionales.

Veamos ahora lo que puede ocurrir en el grupo receptor. Por de pronto, será importante el hecho
de que éste haya participado de algún modo en la llegada del inmigrante, sea por haberlo
invitado activamente o por haber sido informado previamente y aceptado su llegada. En tal caso,
la recepción será positiva o, por lo menos, no habrá hostilidad manifiesta. Si el recién llegado
irrumpe sin previo aviso, podrá despertar una reacción inicial de «ponerse en guardia» como
preparándose para rechazar cualquier posible ataque hasta conocer sus intenciones,

2
Conjunción constante es un concepto tomado de Hume, y se refiere al hecho de que ciertos datos de observación
aparecen regularmente unidos.
especialmente si se le considera agresivo o amenazador para el grupo.

Desde luego, la actitud del inmigrante, su personalidad y su conducta podrán reforzar o


modificar estas expectativas y las primeras impresiones. Esto dependerá de su historia previa y la
posibilidad de proyectar sobre el ambiente buenos vínculos con sus objetos internos. No se puede
descartar que, en algunos casos, la presencia del inmigrante incrementa las ansiedades
paranoides del grupo receptor, y el recién llegado puede ser vivido persecutoriamente como un
intruso que intenta despojar a los locales de sus legítimos derechos a disfrutar de su trabajo,
adquisiciones y bienes. En casos extremos puede dar lugar a reacciones xenofóbicas intensas con
marcada hostilidad.

El inmigrante puede acercarse a los demás si éstos demuestran un respeto por la dignidad y
autenticidad de su existencia. En cambio, si le rehúsan ese reconocimiento y su presencia
despierta rechazo, el inmigrante vivirá a los nativos como enemigos irreconciliables.

Kafka, en su novela El castillo, describe la animosidad de los pobladores de una aldea frente a la
llegada del protagonista, agrimensor supuestamente contratado para trabajar en el castillo. Aun
los que manifiestan protegerle e intentan ayudarle le dicen: «No es usted del castillo, no es usted
de la aldea, no es usted nada. Pero, por desgracia, es usted, sin embargo, algo: un forastero, uno
que resulta supernumerario, y está siempre ahí, molestando. Uno por cuya causa se tienen
siempre líos.»

Es notable, en el fragmento transcrito, el ataque a la identidad del recién llegado: los lugareños
reaccionan ante el que no es de allí considerando que no es «nada», que no existe; aunque luego
admiten que es «algo»: «un forastero que molesta». La vivencia persecutoria de los pobladores
es tan fuerte que necesitan deshumanizar y «cosificar» al inmigrante, negando su condición de
persona (de «alguien» lo transforma en «algo»), después de haber intentado anular su existencia
misma.

«... Es tremendamente ignorante respecto de las condiciones del lugar; le estalla a uno la cabeza
de escucharle y comparar, mentalmente, lo que usted dice y piensa, con la situación real. Esta
ignorancia no puede ser enmendada de golpe, y acaso no podrá serlo nunca.» «... Acaba de llegar
y quiere saber más que yo que he vivido siempre aquí.»

Muchas veces ocurre que se refuerzan las fantasías de rivalidad, celos y envidia ante las
capacidades y poderes atribuidos al «invasor». Esto puede originar complejos círculos viciosos,
con incremento de la persecución y del odio en el inmigrante que no encuentra la acogida
esperada y necesitada.

La hostilidad puede manifestarse, a veces, en formas sutiles. Por ejemplo, no intentando entender
ni hacerse entender por el extranjero, sino acentuando las diferencias lingüísticas, como para
confirmar que es imposible lograr la comprensión del medio. Estos interlocutores usan la lengua
como defensa frente al nuevo, utilizando giros locales o bien un lenguaje especialmente refinado
y culto, ambos inaccesibles para el inmigrante.

Otras veces se refieren en sus conversaciones, en su presencia y sin aclaraciones, a hechos y


personajes que forman parte de su propia historia y tradición, de la que el forastero está, por
supuesto, excluido.

No son infrecuentes las denominaciones despectivas de los extranjeros, con motes que se
perpetúan, a veces, por generaciones, y en los que pueden condensarse la envidia por
sobreestimación y el desprecio para defenderse de aquélla.

En otras ocasiones, el grupo receptor reacciona muy positivamente a la llegada del inmigrante, a
quien ha revestido, inconscientemente, de una imagen omnipotente e idealizada, que «debería
poder» solucionar o ayudar a resolver los problemas intrincados, de mayor o menor gravedad,
que puede padecer la comunidad.

En estos casos se lo considera como una especie de líder «mesiánico» y se lo trata con la máxima
cordialidad y benevolencia, ofreciéndole toda la colaboración que necesita para su instalación en
el medio. Pero, como el recién llegado nunca puede satisfacer tales expectativas, el grupo puede
reaccionar más tarde con desilusión y hostilidad, sintiéndose defraudado y creando dificultades
ulteriores al extranjero.

Algunos países que, por sus condiciones socioeconómicas, están especialmente interesados en la
inmigración, y son conscientes de la importancia de satisfacer las necesidades de los que llegan a
un país nuevo, prestan la máxima atención a crear buenas condiciones de holding.

Así, por ejemplo, en Israel tienen institucionalizadas las funciones de continencia a través de
«Centros de absorción de inmigrantes», donde los recién llegados conviven durante varios meses
con otras personas que están en su misma situación, aprenden el nuevo idioma y están bajo la
guía de personas que funcionan como «tutores» hasta que aprenden los nuevos códigos y pautas
con que tendrán que manejarse.

En otros casos, algunas personas o grupos de connacionales ya establecidos en el nuevo país


pueden cumplir la función de recibir y acoger a los nuevos.

Esta ayuda es inapreciable, visto y considerado todo lo que hemos dicho de la regresión de los
inmigrantes y de su necesidad temporaria de figuras maternas o paternas de las que ya no
necesitaban en su país de origen.

Así y todo, no siempre es fácil para el recién llegado aceptar esta ayuda: es doloroso admitir tal
necesidad. Para algunas personas resulta intolerable aceptar su regresión, que viven como una
infantilización humillante, y hacer uso de una «moratoria» que la sociedad puede concederles,
antes de entrar en pleno funcionamiento en las nuevas condiciones.

Tuvimos ocasión de tratar, en breve psicoterapia, a un hombre maduro cuyo sufrimiento


resultaba patético. Había sido un prestigioso arquitecto en su país, y había emigrado por razones
familiares. Sus dificultades idiomáticas y de adaptación a la nueva situación le habían llevado a
aceptar un trabajo sumamente desvalorizado, que contrastaba enormemente con su posición
profesional y social anterior, así como con su capacidad intelectual, todo lo cual desencadenó una
profunda depresión que motivó la consulta. Cuando se pudo lograr que esta persona entendiera y
tolerara su estado regresivo, como una moratoria necesaria para elaborar el cambio operado en su
vida, pudo superar el momento agudo de su crisis depresiva y enfrentar su situación con una
disposición interna más favorable. Ello le permitió encontrar también en el afuera respuestas más
favorables a sus necesidades y encontrar un «sitio» más adecuado para él en la nueva sociedad.

Finalmente, la interacción entre el recién llegado y el grupo local puede ser suficientemente
equilibrada, sin caer en los extremos de idealización ni de persecución, como para permitir un
proceso de mutuo conocimiento que favorecerá la integración paulatina entre ambos que será,
entonces, más sólida y segura.

10. Evolución del proceso migratorio: integración al medio

Las angustias que pueden surgir poco después del período inicial de una migración son de tipo
persecutorio, confusional y depresivo. Estas angustias están presentes como una constante en
todo proceso migratorio, pero con grandes variaciones en cuanto a intensidad, durabilidad y
evolución.

Las angustias paranoides pueden llegar a tener el carácter de verdadero pánico por su intensidad
frente a las exigencias, vividas por el inmigrante como abrumadoras, con las que se tiene que
enfrentar: la soledad, el desconocimiento del idioma, búsqueda de trabajo, vivienda, etcétera.
Algunas personas, incapaces de superar tales exigencias, o por temor al fracaso, deciden en esta
etapa un retorno precipitado, si sus condiciones de emigración lo permiten.

La angustia confusional surge por la dificultad de diferenciar los sentimientos dirigidos a los dos
focos primordiales de intereses y conflictos: el país y la gente que se ha dejado y el ámbito nuevo
al que se acaba de llegar.

En ocasiones, la migración puede hacer revivir la situación triangular edípica entre los dos
países, como si representaran simbólicamente a los dos padres frente a los cuales resurgen la
ambivalencia y los conflictos de lealtades. A veces es vivido como si se tratara de padres
divorciados con fantasías de haber establecido una alianza con uno de ellos en contra del otro.

Hay momentos en que la confusión se incrementa porque se superponen y mezclan las culturas,
los idiomas, los lugares, los puntos de referencia, los recuerdos y las vivencias actuales.

Estos estados de confusión pueden surgir también por los intentos defensivos contra las
ansiedades persecutorias frente a lo desconocido. Ocurren, por ejemplo, en formas leves, cuando
se pretende transformar precisamente lo desconocido en algo familiar, homologando las calles de
una ciudad nueva con las similares de la ciudad natal, midiendo las distancias, considerando
como unidades de medida trayectos conocidos y frecuentados en el pasado, creyendo reencontrar
rostros conocidos en los desconocidos transeúntes, etcétera.

Esto puede acentuarse en los casos en que se emigra a un país de características similares al
propio, o que tiene el mismo idioma, lo cual induce a negar que, aunque sea semejante, se trata
de otro país. Tales fantasías tendentes a facilitar la adaptación sobre la base de lo familiar,
pueden provocar —paradójicamente— un retorno de lo persecutorio, otorgándole el carácter de
lo «siniestro» a las personas y a las cosas, el de lo que parece ser y no es, el de lo «muerto-vivo».

Las ansiedades depresivas están determinadas por las experiencias masivas de pérdida de todo lo
que se ha dejado, con el temor de no poder recuperarlo jamás. Esto obliga a un trabajo de duelo,
como ya hemos dicho, duelo que es siempre difícil y que, a veces, adquiere características
patológicas, especialmente cuando el sujeto no tiene posibilidades de reconocerlo, sentirlo,
expresarlo y elaborarlo.

En los casos que evolucionan patológicamente, los distintos tipos de angustia pueden dar lugar a
verdaderos estados psicóticos, como desarrollaremos luego. En la paranoia con francos delirios
persecutorios todo el entorno se transforma en hostil y peligroso, adjudicándosele estar incluido
en confabulaciones tendentes a dañar o perjudicar específicamente al sujeto. La psicosis
confusional puede llevar no sólo a la pérdida del sentimiento de identidad, sino también a la
desorientación en el tiempo y en el espacio, particularmente referida al antes y ahora, allí y aquí.
Es el más común de los cuadros psiquiátricos de los registrados entre los inmigrantes
hospitalizados. Las melancolías profundas involucran un sentimiento intenso de
empobrecimiento yoico, con vivencias de «despojo» y vaciamiento de todos los contenidos,
pertenencias y capacidades.

Hemos mencionado situaciones extremas: ello no implica una generalización, sino la intención
de señalar que la situación de migración favorece la eclosión de la patología latente en algunos
individuos particularmente lábiles, o puede constituir potencialmente puntos de partida para
trastornos psíquicos más o menos serios. Tal como lo señala Garza-Guerrero (1974), se debe
diferenciar la elaboración patológica de la migración, con su crisis de identidad no resuelta,
enfermedad depresiva y desadaptaciones sociales crónicas, de la elaboración sana con las
vicisitudes de la identidad derivadas del shock cultural. En términos de Ticho (1971), «el shock
cultural es una crisis autolimitante».

Algunas personas reaccionan con una sobreadaptación maníaca, identificándose rápidamente con
los hábitos y modalidades de funcionamiento de las gentes del nuevo país, tratando de olvidar el
propio, en mérito a un pretendido «realismo». Otros, por el contrario, se aferran tenazmente a sus
propias costumbres e idioma, buscando relacionarse en forma exclusiva con sus connacionales,
dando lugar a grupos cerrados que funcionan como verdaderos ghetos.

De José Donoso, que en su novela El jardín de al lado (1981) da cuenta de una encrucijada en
que varias crisis se dan cita: la del desarraigo como latinoamericano residente en España, la crisis
en la relación con su pareja y consigo mismo, con su capacidad creadora y con su momento vital,
mencionaremos sólo una escena en que un grupo de exiliados prepara «el asado» ritual a orillas
del Mediterráneo, mientras en tono amargo y burlesco, con un vaso de vino en la mano y un
fondo musical de carnavalitos y chamamés, dicen que no se pueden tomar en serio países que
están «mal orientados», donde nunca se ve la puesta de sol sobre el mar, «como debe ser» (como
en Chile). Los que no alcanzan a integrarse y se refugian detrás de la «empalizada» que contiene
sus recuerdos y afectos lejanos, parecen estar condenados a mirar la vida como algo que
transcurre siempre en un «jardín de al lado», ajeno, espiando sin poder participar.

No hay duda de que el inmigrante tiene que renunciar, al menos temporariamente, a parte de su
individualidad para poder integrarse al ambiente que lo recibe. Cuanto más difiera el grupo
nuevo del grupo al que ha pertenecido, mayor será su renuncia. Estas renuncias o pérdidas
producen, inevitablemente, procesos de duelo conflictivos, ya que chocan con el empeño de cada
individuo por asegurar su ser distinto de los demás: es decir, con el mantenimiento de uno de los
rasgos de su identidad. Es de imaginar, entonces, el padecimiento que implica el tener que
desprenderse, aunque más no sea parcialmente, de símbolos muy valorados que caracterizan a su
grupo nativo, entre ellos su cultura y su lenguaje. Esto puede ser vivido como el equivalente de
una castración psíquica.

El idioma propio, la lengua materna, nunca llega a ser tan investido libidinosamente como
cuando se vive en un país que tiene un idioma distinto. Todas las vivencias infantiles, los
recuerdos y sentimientos referidos a las primeras relaciones de objeto están ligados a él y lo
impregnan de significados especiales. Tan fundamental nos parece, que dedicamos a este tópico
un capítulo aparte, para poder referirnos a él extensamente.

Otro de los grandes problemas con que se encuentra el inmigrante es la dificultad de encontrar
«su lugar», «su sitio», dentro de la nueva comunidad, recuperando la posición social y el status
profesional que tenía en su país nativo. Nadie lo conoce y el sentirse una persona anónima
aumenta su inseguridad interna. El tema del «sitio», difícil de lograr, aparece en numerosos
sueños de inmigrantes.

Su sentimiento de soledad y aislamiento aumenta su depresión frente a sus pérdidas, ya que no


cuenta con el apoyo de su medio sociofamiliar habitual, que puedan acompañarle en su duelo.
Por el contrario, «el inmigrante ha de realizar un esfuerzo agotador para soportar sin hundirse
devastadores sentimientos, el dolor por lo perdido, a la vez que se exigirá otro esfuerzo de igual
intensidad para seguir respondiendo adecuadamente a las demandas presentes», dice Calvo
(1977).

El sueño de una paciente, ocurrido al poco tiempo de su migración, muestra la vivencia de


pérdida de sus objetos y de partes del propio self con un claro contenido depresivo. Sueña que va
al encuentro de una tía suya (que pertenecía a la parte idealizada de su familia y tuvo relación
con los motivos de su migración). En el camino deja su bolso y su abrigo en una tienda,
pensando recogerlos al regresar. Todo parecía muy fácil y agradable. Pero luego todo se torna
difícil: no encuentra a la tía; hay mucha gente en la calle; luego ve a la tía pero de lejos y ésta se
entretiene conversando con otras personas y deja a la paciente excluida. De pronto se da cuenta
de que el sitio donde dejó sus cosas no le queda de camino. Se apresura a volver para recogerlas,
pero las tiendas ya han cerrado y sus cosas han desaparecido. Finalmente, no se sabe bien cómo,
recupera su bolso pero no el abrigo. Se alivia, porque en el bolso están sus documentos de
identidad.

El escenario del sueño tiene elementos de su ciudad de origen y del lugar actual de residencia. La
tía idealizada a cuyo encuentro iba la paciente representa el país idealizado al que acaba de
llegar. En el camino migratorio va dejando despreocupadamente sus pertenencias. Por
predominio de sus mecanismos maníacos, no concede importancia, al principio, a lo que deja, y
todo le parece fácil y agradable. Pero pronto surge la frustración, porque no se siente bien
recibida por la tía —país idealizado-madre sustituta—, en quien había depositado tantas
expectativas, y se siente excluida. Es entonces cuando emerge el sentimiento depresivo por la
pérdida de sus pertenencias, que intenta recuperar. Sólo logra rescatar su amenazado y
tambaleante sentimiento de identidad, y aunque se sienta desamparada y sin abrigo, se alivia
porque el reencuentro con «el saber quién es» contrarresta su temor a un colapso depresivo,
como se había manifestado en el material de las últimas sesiones previas al sueño. (Está claro
que obviamos todas las implicaciones transferenciales, por estar fuera de contexto.)

Durante el proceso de duelo las personas se ven enfrentadas con sus sentimientos de culpa, tanto
de tipo persecutorio como depresivo.

En el análisis de otra mujer, tiempo después de haber emigrado, se pudo apreciar la fluctuación
entre ambos tipos de culpa en el siguiente sueño: Estaba con su marido e hijos en un chalet que
había sido de su propiedad en su país. Sabía que lo había vendido al emigrar. Los dueños
actuales no estaban y ellos conservaban su antigua llave. Instalaron la mesa en el jardín, como
solían hacerlo en el verano, y cuando se disponían a comer e ir a la piscina llegaron los dueños y
aceptaron como natural que ellos estuvieran allí y compartieran la comida.

Pero lo que le impactó más del sueño fue que, extrañamente, en el centro del parque que rodeaba
al chalet había un ataúd apoyado sobre un caballete y cubierto con un paño que contenía el
cadáver de su padre, muerto años antes.

La paciente se preguntaba, en el sueño, si tendría que enterrarlo o dejarlo a cargo de los nuevos
dueños de la casa. Le sorprendía que hubieran comprado el chalet con «el ataúd en el jardín». No
quería que los niños quitaran el paño para ver su interior. Oscilaba entre pensar que no había
motivo para que fuera ella quien se hiciera cargo del entierro, porque el chalet ya no le
pertenecía, y pensar que el muerto sí era suyo y tenía que ocuparse de enterrarlo. Tampoco sabía
si tendría que contratar un coche especial o cabría en su propio coche. Cree que finalmente
decidía llevarlo en su coche.

De sus asociaciones pudo desprenderse que el sueño expresaba sus intentos de elaborar las
pérdidas sufridas al emigrar. No se resignaba a admitir que ese chalet, impregnado de tanta
historia vivida y tantos afectos de la paciente, hubiera dejado de pertenecerle. Intentaba
recuperarlo en el sueño aunque compartiéndolo con sus nuevos propietarios.

La inclusión del ataúd con el cadáver del padre en el centro del parque indicaba que la migración
había reactivado el duelo por su muerte, que condensaba todas las demás pérdidas que ocupaban
ahora el centro de sus preocupaciones.

La culpa persecutoria que sentía en parte, por haber abandonado el país y a su padre muerto, la
impulsaba a intentar negar la obligación de hacerse cargo de ese muerto que era suyo, no
enterrado aún (por no haber terminado de elaborar su duelo) y proyectar la responsabilidad en los
nuevos ocupantes del chalet.

El resentimiento irracional que experimentaba contra ellos por poseer ahora algo que había sido
tan querido para ella hacía que justificara la delegación de dicha responsabilidad. Lo expresaba
diciendo: «Ya que se quedaron con la casa, que se queden también con los muertos.»
Pero, a pesar de la complejidad y mezcla de sentimientos, se daba cuenta de que era ella quien
tenía que asumir la responsabilidad de enterrar a «su muerto», aunque dudaba de su capacidad
(espacio interno) para llevarlo a cabo. La idea de contratar un «coche especial» con mayor
espacio era un pedido implícito al analista para que le ayudara a contenerlo.

En toda pérdida objetal ocurre simultáneamente una pérdida de partes del self que desencadenan
un proceso de duelo por el self, que acompaña al duelo por la pérdida de objeto. Toda
preocupación por el estado del yo implica automáticamente una preocupación por el sentimiento
de identidad. A lo largo del desarrollo se presentan muchas situaciones que amenazan la
integridad del self, exponiéndole a experiencias de dolor, daño y pérdidas parciales que producen
respuestas depresivas. Los mismos mecanismos de defensa utilizados por el yo contra la angustia
se convierten, a veces, en factores atentatorios contra su estructura e integración, provocando su
debilitamiento. El anhelo de complementarse a través de la recuperación de los aspectos que se
sienten perdidos constituye una de las expresiones más definitorias dentro del cuadro de la
elaboración del duelo por sí mismo.

Un paciente espontáneamente lo expresó de este modo: «¡Cuánto tiempo llevan las transiciones!
Estoy pasando del descuido al cuidado, del desorden al orden, de la migración al asentamiento.
Mi hermano vendrá a visitarme. No sé qué pedirle que me traiga de mis cosas que quedaron en
su casa cuando me fui. Ya no sé si están todas allí: algunas se las dieron a mis hermanas o a unos
amigos. Tengo la impresión de haber ido por la vida con una maleta abierta, desperdigando
cosas... Ahora quisiera recoger lo que pueda...»

Quisiéramos destacar un síntoma peculiar que hemos podido observar en muchos inmigrantes
que logran una rápida adaptación a las características, hábitos y demandas del nuevo lugar a poco
de su llegada. Consiguen trabajo, aprenden el idioma, instalan su casa junto con su familia y
hasta alcanzan éxitos en sus relaciones profesionales y sociales en sus primeros dos o tres años
de permanencia, en un estado de aparente equilibrio psíquico y físico. Y es entonces que,
paradójicamente, cuando podrían disfrutar de todo el esfuerzo realizado y los éxitos logrados,
caen bruscamente en un estado de tristeza profunda y apatía que les obliga, a veces, a abandonar
su trabajo y su conexión con el ambiente externo.

Hemos denominado a este cuadro el síndrome de la «depresión postergada», que surge, al


parecer, cuando se han agotado las defensas maníacas utilizadas durante ese período para el logro
y mantenimiento de esa adaptación forzada. En ocasiones, esa «depresión postergada» puede ser
sustituida por una manifestación somática del tipo de infarto de miocardio, úlcera gástrica, etc.
Estos constituyen los síntomas frecuentes del segundo o tercer año de la migración.

Otro hecho, de observación corriente entre los inmigrantes, es lo que podríamos denominar la
«hipocondría del dinero», que se expresa como temor a la miseria y desamparo. Este síntoma
está muy vinculado a la situación de migración, ya que lo hemos detectado en personas que, en
su país, tenían poca preocupación por el dinero, pero en las que el cambio ha promovido
vivencias de inseguridad interna e inestabilidad.

Otras veces, como dijimos, el esfuerzo de superación a nivel emocional se paga con el precio del
desplazamiento del conflicto a nivel corporal. Es entonces cuando pueden aparecer trastornos
psicosomáticos de naturaleza diversa: síntomas digestivos (no se puede «digerir» la experiencia
migratoria, la «nueva comida»), síntomas respiratorios (el nuevo medio «ahoga»), síntomas
circulatorios (el ambiente y sus exigencias producen «opresión» en las arterias y en el corazón),
etc. Puede haber propensión a accidentes, como tentativas de suicidio encubiertas. En otros
casos, en lugar de síntomas somáticos, se observan fantasías y temores hipocondríacos.

La mayor o menor gravedad de todos estos trastornos desencadenados por la migración


dependerá, en buena medida, del hecho de que el que emigra lo haga solo, en grupo o
acompañado de su pareja o familia. Las migraciones de jóvenes que lo hacen sin sus familias, si
son dirigidas por alguna institución, suelen ser organizadas en grupos, ya que los que se ocupan
de ellos saben por experiencia cuánto alivia los malos momentos el poder compartirlos con otros,
a pesar de las tensiones que en los grupos puedan suscitarse.

Los vínculos de pareja o familia sólidos y estables ayudarán a afrontar y tolerar, en mejores
condiciones, los avatares de las experiencias de cambio y elaborar los duelos respectivos. Si, por
el contrario, estos vínculos son muy conflictivos, la situación de migración agudizará los
conflictos y será el disparador de rupturas matrimoniales, o de problemas entre padres e hijos.

Una de las manifestaciones más corrientes de este tipo de conflictos suele ser la disparidad entre
la aceptación y el rechazo del nuevo país por parte de los distintos miembros del grupo familiar:
unos se adaptan con más facilidad que los otros, tienen éxito, hacen amigos, mientras otros
quedan resentidos, desvalorizados, quieren volver a su país, etc.

Por otra parte, en toda migración se producen rupturas en las líneas de parentesco más amplio,
con repercusiones variadas según las estructuras de las respectivas familias, pero siempre
existentes.

Berenstein (1981) sostiene que las personas componentes del sistema familiar están ligadas —sin
saberlo— por una estructura inconsciente, donde se encuentra como matriz de significado la
compleja relación entre la familia conyugal y la familia materna. Ocasionalmente, surgen
individuos que, por sus cualidades, se rebelan contra la estructura familiar o social de diversas
maneras. Si la decisión de emigrar se realiza en función de esta rebeldía, en contra del deseo o
interés de la estructura familiar, esta motivación puede tener incidencia en su ulterior evolución.
Tal decisión, manifiestamente liberadora, puede —latentemente— tener el significado de
convertir al sujeto en mediador en la contradicción entre la familia conyugal y la familia
materna.

Quizá, profundamente, el que decide emigrar busque detentar la función paterna de establecer un
nuevo contexto. Su objetivo sería crear un nuevo sistema, diferente de la familia materna, que le
permita afirmar su exogamia de un modo más rotundo.

Su migración puede ser vivida como el equivalente de' un «acto heroico» que le significa la
conquista de su independencia, junto con un sentimiento de triunfo sobre su padre y su madre
abandonados, o bien la concretización de una fantasía de orfandad. En ambas situaciones
extremas surgirán complicaciones en el proceso evolutivo de la migración debidas al sentimiento
de culpa en el primer caso y la intensidad de la vivencia de desamparo en el segundo.

Quisiéramos destacar la enorme importancia del trabajo, como factor organizador y estabilizador
de la vida psíquica, especialmente si es un trabajo para el cual el sujeto tiene habilidad y del que
obtiene satisfacción. En lo más inmediato y manifiesto, reafirma la autoestima del inmigrante al
permitirle solventar sus gastos y reasumir una de sus funciones de adultez, después del período
regresivo de la llegada. Por otra parte, le hace sentir que tiene un «sitio» en la nueva sociedad.
Finalmente, trabajar significa, profundamente, poner en juego la capacidad creativa, con
contenidos reparatorios para el propio self y los objetos abandonados o perdidos.

En general, si la personalidad previa del inmigrante ha sido suficientemente sana, las


motivaciones de la migración racionales (aunque siempre haya motivaciones irracionales
simultáneas), las condiciones en que se ha realizado adecuadas y el nuevo medio razonablemente
acogedor, el individuo se irá comprometiendo gradualmente con su nueva forma de vida. Si su
situación emocional le permite ser realista, sin recurrir a negaciones o disociaciones extremas,
aceptando las limitaciones, será capaz de aprender lo nuevo de la experiencia y valorar los
aspectos positivos del nuevo país, lo que le posibilitará un enriquecimiento psicológico y un
ajuste real al medio.

El «trabajo de elaboración» de los duelos es un largo proceso que se inicia en el momento mismo
de la pérdida, y en el que el yo adquiere un papel fundamental. Incluye los distintos aspectos que
hemos señalado: el duelo por el objeto y el duelo por las partes del self perdidas, procesos que
creemos se realizan simultáneamente. A partir de las primeras reacciones de shock como
resultado del brusco desequilibrio experimentado al tomar conciencia de la pérdida masiva de los
objetos valorados, el yo intenta reorganizarse por medio de la elaboración paulatina de tales
pérdidas.

El proceso de elaboración es la resultante dinámica de un movimiento dialéctico entre regresión


y progresión. Se trata, por cierto, de un tipo de regresión útil, como la descrita por Winnicott
(1955) para lograr reemplazar el «falso self» por el self verdadero. Esta regresión es favorecida si
el individuo acepta ese estado como transitorio. La elaboración involucra a la personalidad total
del individuo, incluyendo todas sus funciones yoicas, para realizar el enorme esfuerzo psíquico
de aceptar las pérdidas y recuperar el ligamen afectivo con la realidad, superando las negaciones
y los efectos de los múltiples mecanismos defensivos utilizados.

La elaboración onírica interviene activamente mediante la producción de sueños que, en un


primer período, son del tipo de «sueños evacuativos» (Grinberg et al., 1967), repetidos, como
ocurre en las neurosis traumáticas con la finalidad de descargar la angustia y la culpa; luego,
estos sueños se irán transformando, e irán adquiriendo una calidad cada vez más elaborativa, con
elementos que representarán recuerdos del pasado y de las relaciones con los objetos amados.
Todo ello llevará a una mayor reintegración del yo.

El proceso de elaboración, cuando sigue cauces normales, determinará un aumento de la


capacidad creativa y de la función sintética del yo. Si el yo logra elaborar en forma positiva su
depresión y se siente con impulsos reparatorios y constructivos hacia sí mismo, podrá estar en
mejores condiciones para experimentar y aplicar sus tendencias reparatorias hacia los objetos. De
esta manera, puede comprenderse más cabalmente el proceso de integración simultáneo que
ocurre tanto en la esfera del objeto total como del self total. En última instancia, será este
proceso de integración del self, por el resultado exitoso de la elaboración del duelo por sí mismo
y por los objetos, lo que permitirá el afianzamiento progresivo del propio sentimiento de
identidad, como veremos más adelante.

Poco a poco, y en la medida en que haya podido elaborar los duelos que la migración implica,
pasará a sentirse parte integrante del nuevo medio, llegando a vivir como propias sus
características particulares, como el idioma, las costumbres, la cultura, manteniendo a la vez una
relación positiva y estable con su antiguo país, con su cultura e idioma, sin tener que rechazarlo
para aceptar y ser aceptado por el nuevo. La integración, siempre lenta y trabajosa, será la
resultante de pasos sucesivos y complementarios.

Recapitulando, y sin que eso signifique que el proceso recorra siempre los mismos caminos,
podríamos decir que el proceso migratorio pasa por varias etapas.

1) En la primera priman sentimientos de intenso dolor por todo lo abandonado o perdido, el


temor a lo desconocido, y vivencias muy profundas de soledad, carencia y desamparo. Las
ansiedades paranoides, confusionales y depresivas ocupan la escena alternadamente,
produciendo momentos de verdadera desorganización.

Esta primera etapa puede ser seguida o sustituida por un estado maníaco, en que el inmigrante
minimiza la trascendencia del cambio que se opera en su vida o, por el contrario, magnifica las
ventajas del cambio.

2) Después de un tiempo variable, aflora la nostalgia y la pena por el mundo perdido; el


inmigrante empieza a reconocer los sentimientos antes disociados o negados por demasiado
intolerables, y a poder «padecer» su dolor (dolores de crecimiento), al tiempo que se hace más
accesible a la incorporación lenta y progresiva de los elementos de la nueva cultura. La
interacción entre su mundo interno y externo se hace más fluida.

3) Recuperación del placer de pensar, desear, y de la capacidad de hacer proyectos de futuro, en


relación con el cual el pasado es vivenciado como «pasado», y no como «paraíso perdido» al que
se aspira continuamente a volver y sin que interfiera en la posibilidad de vivir plenamente el
presente.

En esta época se podría considerar que se ha realizado la elaboración del duelo por el país de
origen, hasta donde es posible hacerlo, ya que tal vez sea un proceso que, totalmente, no se
termina nunca. Esta elaboración facilita la integración de la cultura nativa con la cultura nueva,
sin tener que renunciar a ninguna de ellas. Por lo tanto, promueve un enriquecimiento del yo con
la consolidación de, podríamos decir, un «sentimiento de identidad remodelado».

11. Migración y lenguaje

Ya que el cambio de idioma es uno de los problemas más importantes que tiene que afrontar el
inmigrante, merece que le dediquemos particular atención. Por lo tanto, procuraremos exponer
en el presente capítulo algunas consideraciones generales sobre la esencia del lenguaje y su
marcada influencia en la evolución del ser humano desde su más temprana infancia, en el
desarrollo de su sentimiento de identidad y, muy especialmente, en sus vínculos comunicativos
con sus semejantes.

Por lenguaje entendemos un producto continuo, uniforme, de signos y significados que


desempeñan una función real en el habla humana. Las características del lenguaje contienen una
Weltanschaung definida que determina la manera en que percibimos y aprehendemos la realidad.
El lenguaje «crea» la imagen que nos hacemos de la realidad, a la vez que nos impone esa
imagen. Para Schaff (1969), se trata de un producto social, en vinculación genética y funcional
con el conjunto de las actividades prácticas del hombre en la sociedad; es, para él, uno de los
elementos más tradicionales de la cultura, el más resistente a las mutaciones. (El subrayado es
nuestro.)

Ello explicaría, a nuestro entender, las enormes dificultades del inmigrante para «mutar» su
idioma, producto de la cultura que ha «mamado» y que le ha servido desde que era pequeño para
«crear» y asimilar la imagen del mundo que le rodeaba. En el nuevo ambiente al que ha llegado
deberá aprender —con mucho esfuerzo— un lenguaje nuevo que le ayude a percibir la realidad
específica que le rodea y a comunicarse con los seres que forman parte de esa realidad.

Se ha dicho (Benveniste, 1969) que todas las lenguas comparten ciertas categorías expresivas
que parecen ajustarse a un modelo invariable. Entre ellas hay dos categorías fundamentales que
se destacan en el discurso, necesariamente conjuntas: son las de la persona y la del tiempo. Todo
ser humano se determina en su individualidad como «yo mismo» con respecto a «tú» y a «él». El
hablante se refiere siempre mediante el mismo indicador, «yo», a sí mismo, al que habla. Ahora
bien, ese acto del discurso que enuncia al «yo» aparecerá, cada vez que se lo reproduce, como el
mismo acto para el oyente; pero respecto de quién lo enuncia, se trata en cada ocasión de un
nuevo acto, en el que se efectúa la inserción del locutor en un nuevo instante del tiempo y en una
textura diferente de circunstancias y discursos. Siempre que el pronombre «yo» aparece en un
enunciado donde evoca —explícitamente o no— el pronombre «tú», se renueva una experiencia
humana y se pone de manifiesto el instrumento lingüístico.

Aun suponiendo que el inmigrante se encuentre en un país donde se habla su propio idioma (pero
que nunca puede ser el mismo), su acto de discurso tendrá lugar en un instante particularmente
distinto de su tiempo y en una textura de circunstancias significativamente diferente. La
experiencia humana, producto del diálogo entre su «yo» y el «tú» desconocido, tendrá
características nuevas y hasta cierto punto alienadas para él, que podrían convertirse en una
amenaza para su sentimiento de identidad.

Esta amenaza se pueden concretar aún más, si su instrumento lingüístico familiar tiene que ser
sustituido por otro extraño para lograr aprehender la nueva realidad que le rodea e intentar
establecer la comunicación con sus pobladores.

Si es siempre interesante estudiar los diversos enfoques con los que se puede plantear la
comunicación humana, lo es mucho más si esa comunicación ocurre en un contexto tan especial
como aquel en que los protagonistas son un inmigrante y un nativo. No nos referimos a la
comunicación aislada que puede darse en un momento determinado, sino a todo el proceso
comunicativo (con sus inevitables equívocos y distorsiones, no siempre atribuibles a la
imperfección en el manejo del nuevo idioma, sino también al estado emocional de los que
dialogan) que se va desarrollando paulatinamente en la toma de contacto entre ambas partes.

Si consideramos el origen del impulso epistemofílico en la primera época de la vida,


comprobaremos que el niño pequeño se encuentra oprimido por una multitud de preguntas y
problemas para los que su intelecto no está todavía capacitado. El reproche típico que el niño
puede hacer contra su madre es, principalmente, que «ella no contesta esas preguntas» y que, del
mismo modo que no ha satisfecho totalmente sus deseos orales, tampoco satisface en forma
completa su deseo de saber. Este «reproche» juega una parte importante tanto en el desarrollo del
carácter del niño como en el de sus impulsos epistemofílicos. Hasta dónde retrocede esta
acusación puede verse en otro reproche, íntimamente asociado al primero, que el niño hace
habitualmente: el de que «no pudo entender lo que los mayores estaban diciendo o las palabras
que usaban». Esta segunda queja debe referirse a una época anterior a la de la adquisición del
lenguaje.

Además, el niño liga una extraordinaria cantidad de afecto a estos dos reproches, ya sea que
aparezcan aislados o combinados. Si el resentimiento es muy intenso, en una eventual migración
podría llegar a tener serias dificultades en su comunicación con los nativos. Podría hablar de tal
manera que no fuera posible comprenderle y, al mismo tiempo, tenderá a reproducir las
reacciones de rabia que originariamente sintió, al ser incapaz de entender las palabras que se le
dirijan. No podrá transformar en lenguaje articulado las preguntas que querrá formular y no
podrá comprender ninguna respuesta que se le dé en palabras.

La desilusión a la cual está condenado el despertar del impulso epistemofílico en los estadios
tempranos del desarrollo es, creemos, la fuente más profunda de los trastornos de este impulso.

El odio que se puede llegar a sentir por la gente que habla otra lengua y la dificultad
experimentada para aprender una lengua extranjera parecen derivar de cuán intensas hayan sido
estas primeras desilusiones, tal como lo señaló Melanie Klein (1932).

De ahí que resulte útil también aplicar, en estos casos, los conocimientos proporcionados por la
lingüística en general, y por los teóricos de la comunicación en particular, para el abordaje de los
procesos de Peed-back en el circuito de interacción comunicativa, en los que se pueden apreciar
las modificaciones mutuas o recíprocas entre el emisor y el receptor de los mensajes
intercambiados.

Entre los psicoanalistas, Liberman (1971) ha sido uno de los que más se dedicaron a este tipo de
investigaciones de la comunicación humana y de las relaciones entre las personas que emiten
mensajes («fuentes») y las personas que los reciben («destinos»), y que quedan comprometidos
así en el circuito comunicativo. Apoyándose en las ideas de los lingüistas modernos, elaboró un
modelo operativo que puede llegar a evaluar una situación de diálogo (el diálogo psicoanalítico)
con la finalidad de estructurar una estrategia de complementariedad entre el terapeuta y el
paciente.
La temática de este libro no nos permite extendernos en el desarrollo de estos puntos. Sin
embargo, pensamos que puede ser de interés presentar una breve síntesis de algunos de los
conceptos principales elaborados por distintos autores, como Morris, Jakobson, Prieto,
Chomskyy Ruesch, entre otros, en quienes se basó Liberman para desarrollar sus teorías, junto
con el concepto de «aparato psíquico» de Freud considerado desde el punto de vista de las
funciones de comunicación y simbolización.

Para Morris (1962), por ejemplo, la semiótica es la ciencia que estudia la teoría de los signos y
que está subdividida en tres áreas: semántica, sintáctica y pragmática. La semántica estudia la
relación entre los significantes y los significados intercambiados (o atribuidos respectivamente)
entre el emisor y el receptor. Las opciones que cada uno de ellos hace al seleccionar y estructurar
determinadas señales del código verbal para transmitir los ingredientes verbales de los mensajes
comprenden el campo de la sintaxis. (Esto ocurre «si y sólo si» existe un campo común de
experiencia entre ambos integrantes del diálogo.) La pragmática enfoca la relación que
mantienen receptor y emisor con las señales que reciben, y con los mensajes que transmiten a
través de las señales que emiten. En síntesis: la manera que cada individuo tiene de transmitir
información a un interlocutor constituye la sintaxis; el fondo de dicha información es la
semántica y la conducta que acompaña a esta información es la pragmática.

La semiología es la ciencia que se ocupa de todos los sistemas de signos (o símbolos) gracias a
los cuales los hombres se comunican entre sí. La semiótica es el resultado de la aplicación
particular de la semiología a un tipo específico de signos en un campo determinado. Prieto
(1967), que se ha ocupado especialmente de la semiótica, manifiesta que transmitir un mensaje
quiere decir establecer alguna de las relaciones sociales denominadas «información»,
«interrogación» u «orden»: el emisor es el que suministra una señal; es decir, el que la produce,
dando lugar así a lo que se llama un «acto sémico».

La noción de estructura en lingüística surgió luego que de Saussure diferenciara la lengua, como
sistema lógico, del habla, como práctica, dentro del lenguaje.

A partir de la lingüística estructural se desarrolló la semiología estructural que estudia el


comportamiento de los signos. Convendría aclarar, entonces, el sentido de algunos de los
términos empleados como, por ejemplo: señal, significante, significado, mensaje, signo y
estructura.

Usaremos el ejemplo del semáforo tal como es visto por el peatón, ejemplo desarrollado por
Prieto, porque nos parece muy ilustrativo. Cuando el peatón ve la luz roja del semáforo, decimos
que percibe una señal. Al comparar la luz roja que ha visto con otras luces rojas vistas en
oportunidades anteriores, el peatón está recurriendo al color rojo como un concepto o como un
significante (que es una clase de señales). Cuando relaciona el concepto color rojo con el
concepto de peligro, tendremos el significado (clase de mensajes). Cuando ve venir un coche a
velocidad, recibe el mensaje de la señal como un peligro concreto. Ahora bien, el signo es una
entidad psíquica bifásica constituida por un significante (el color rojo en el ejemplo mencionado)
y un significado (el peligro).

S rojo señal concreta


--- = signo --------
S peligro mensaje concreto

Para obtener una estructura, debemos relacionar dos signos (como mínimo) cuyas características
sean opuestas y complementarias:

signo 1 signo 2
---------- -----------
rojo verde
peligro no peligro

Jakobson (1961), por su parte, distinguió seis factores y seis funciones que pueden adquirir
predominio en todo acto de comunicación verbal: «la fuente envía un mensaje al destinatario.
Para ser operante, el mensaje requiere ante todo un contexto al cual remite, contexto que hace
que el destinatario esté en condiciones de aprehender el mensaje, que puede ser verbal, o
susceptible de ser decodificado, transformado y encodificado en forma verbal. El mensaje
requiere un código que sea común —en todo o al menos en parte— a la fuente y al destinatario.
Finalmente, el mensaje requiere un contacto, un canal físico y una conexión psicológica entre
fuente y destino, contacto que permite establecer la comunicación».

En cuanto a la «gramática generativa» de Chomsky (1965), se refiere a un sistema de reglas que,


en forma explícita y bien definida, asigna a las oraciones descripciones estructurales.
Evidentemente, enfatiza Chomsky, cada hablante de una lengua ha aprendido e internalizado una
gramática generativa que expresa su conocimiento de esa lengua. Esto no significa que tiene
consciencia de las reglas de la gramática ni que sus afirmaciones acerca de su conocimiento
intuitivo de la lengua sean necesariamente exactas.

En su mayor parte, cualquier gramática generativa interesante tratará los procesos mentales que
están mucho más allá del nivel de consciencia real o aun potencial; más aún, es bastante evidente
que los informes y puntos de vista del hablante acerca de su conducta y capacidad pueden estar
equivocados. Choinsky afirma que la generación actual se está preocupando por el aspecto
«creador» del lenguaje. Dicho «aspecto creador» exterioriza «una proliferación ilimitada de
formas y una independencia de expresión con relación a la acción puramente refleja, por efecto
de un estímulo inmediato». Esto lo llevó a considerar que «todo sucede como si el sujeto que
habla, inventando la lengua a medida que se expresa, o redescubriéndola a medida que la oye
hablar a su alrededor, hubiese asimilado a su propia sustancia pensante un código genético que
determine, a su vez, la interpretación semántica de un conjunto indefinido de frases reales
expresadas u oídas».

Siguiendo estos conceptos de Chomsky, pensamos que el niño que aprende a hablar se apoya en
un código genético o desarrolla una gramática generativa que le permite «inventar» la lengua a
medida que empieza a expresarla o la «redescubre» a medida que la oye hablar a su alrededor.
Anzieu (1976) habla de una «envoltura sonora» que rodea al niño desde el comienzo de la vida,
así como lo envuelve una piel que mantiene unidos sus contenidos. La voz de la madre, que el
lactante reconoce desde las primeras semanas, es como leche que entra por el oído. Por algo en el
folklore de todas las culturas las canciones de cuna ocupan tan importante lugar.
Racker (1952) habla de las cualidades específicas de la música que hacen posible que signifique
para el inconsciente lo que significa: puede funcionar como una defensa y es un medio para la
superación de la depresión frente a la vivencia de la pérdida de la madre, por el principio de la
«unidad en la multiplicidad» que rige a la forma musical.

Frente al estado de desintegración en que el niño se siente cuando cree haber agredido y perdido
a su madre, la música, enlace y unión entre partes diversas, le hace sentirse nuevamente unido
consigo mismo y con su madre.

El grito y el llanto están ligados a todas las experiencias de separación, como intentos de librarse
de algo que abruma, surge antes que la palabra y reaparece cuando el monto de ansiedad se hace
incontrolable, paraliza la simbolización y no se puede expresar en palabras. El grito y el llanto
son intentos de librarse de algo malo y se convierten en llamados a un objeto que libre de la
necesidad, la carencia, la frustración y el dolor.

A su vez, cuando el niño grita es la primera vez que escucha su voz. Al comenzar a integrar la
figura de la madre como buena y mala empieza también a organizar los sonidos: comienza el
laleo que se transformará en palabra. Palabra que adquirirá un valor mágico, ya que con ella el
niño recrea el objeto que nombra y creía perdido, y logra que reaparezca a su conjuro.

En un trabajo de psicoanálisis aplicado, Melanie Klein (1929) se refiere al contenido de la ópera


de Ravel, sobre libreto de Colette, llamada La palabra mágica. El argumento refiere las
peripecias de un niño que no quiere estudiar y, ante la imposición de su madre, saca la lengua;
aquélla lo pone en penitencia, amenazándole, además, con no darle torta a la hora del té. Frente a
esta frustración oral el niño se rebela: rompe todo lo que tiene a su alcance y ataca al gato y a
otros animales. Acto seguido, todos los objetos animados e inanimados que él atacó lo persiguen
y acosan por todos lados. La pesadilla cesa en el momento en que una ardilla del jardín cae y el
niño espontáneamente saca un pañuelo y ata la pata lastimada del animal. A continuación
murmura: «Mamá.»

La palabra «mamá» es la palabra mágica. A su conjuro todos los animales y entes inanimados
vuelven a recuperar sus formas anteriores. Melanie Klein interpreta este material en relación a
las angustias provocadas por las fantasías de ataques sádicos del niño contra su madre y la
superación de dichas angustias mediante la simpatía y la piedad. El niño ha aprendido a amar y
cree en el amor. Colette, con profunda captación psicológica, da lugar a que el cambio se opere
cuando el niño, después de curar a la ardilla, pronuncia la palabra «mágica» reparadora.

Greenson (1950) también ha enfatizado la relación entre el lenguaje y la madre. Afirma que el
hablar es un medio para retener la relación con la madre y también para separarse de ella. Las
palabras pueden ser vividas como leche, de modo que —agrega— la relación del niño con el
pecho materno influye decisivamente en su relación ulterior con la lengua materna.

Al mismo tiempo esa lengua es la que los adultos usan para entenderse entre sí, siendo objeto de
celos, odio y apasionado deseo por parte del infante que no logra comprenderla más que
imperfectamente. Esta situación se acentúa en los casos en que los padres tienen una lengua
«secreta», de la que los niños están excluidos, como están excluidos de las relaciones sexuales de
la pareja parental.

Así como los recuerdos reprimidos nunca son olvidados por completo, tampoco las lenguas
borradas desaparecen por completo: dejan huellas en el inconsciente. Así, por ejemplo, las
huellas de las antiguas lenguas «olvidadas» del niño Sigmund Freud, que emigró de Freiberg a
Viena, le sirvieron para connotar viejos recuerdos, correspondientes a la época en que esas
lenguas vivían.

Freud aprendió a hablar varias lenguas porque tuvo varias «madres», y porque en sus
conversaciones los padres usaban, a veces, una lengua de pertenencia y, otras veces, una lengua
de referencia: idish y alemán. Su verdadera lengua materna, por ser la de su verdadera madre y
por haber sido ella la que se la enseñó, sólo se precisó para él cuando aprendió a leer y a escribir.

¿Por qué Freud se convirtió en un genio y no en un disléxico? Con frecuencia, tanto en las
situaciones de multilingüismo como en aquellas donde un cambio de residencia provoca una
modificación importante del medio afectivo, sociocultural, lingüístico, los códigos superpuestos
se enmarañan y producen trastornos de la escritura y del aprendizaje escolar.

Los niños a quienes la vida o los padres plantean problemas demasiado difíciles para su edad, si
son amados de una manera que favorece su narcisismo y valora su omnipotencia imaginaria,
desarrollan con mayor rapidez una inteligencia más viva: necesitan comprender prematuramente,
por una parte para dominar conflictos externos cuyos contragolpes los alcanzan y amenazan su
integridad psíquica y, por otra parte, para hacerse amar todavía más, a causa de su brillantez.

Elías Canetti (premio Nobel de Literatura 1981) describe magistralmente esta situación en su
autobiografía, La lengua absuelta. Nacido en Bulgaria, de padres sefardíes, su infancia y
juventud transcurrieron entre Bulgaria, Inglaterra, Austria y Suiza. «Mis padres tenían un idioma
propio que yo no comprendía: hablaban en alemán, la lengua de su feliz época escolar en Viena.»
... «Es por esto que tenía buenos motivos para sentirme excluido cuando mis padres empezaban a
hablar en su lengua. Se ponían extraordinariamente joviales y contentos y yo vinculaba este
cambio, que notaba perfectamente, al sonido del alemán. Yo creía que se trataba de cosas
maravillosas que sólo podían expresarse en esa lengua.»

«...Repetía para mí las frases que les había oído a ellos, con la misma entonación, como si fueran
conjuros mágicos. Pero me cuidaba mucho de que mis padres no se apercibieran de nada,
respondiendo así a su secreto con el mío.» «Ellos no sospechaban nada, pero uno de los deseos
más intensos que recuerdo de aquella época era el de llegar a entender su lengua secreta. No
logro explicar cómo no guardé rencor a mi padre por ello. Sin embargo, alimenté un profundo
resentimiento contra mi madre, que desapareció por vez primera cuando, años más tarde, después
de la muerte de mi padre, ella misma me enseñó el alemán.»

Aunque sus padres hablaban entre ellos alemán, idioma que no le estaba permitido entender,
hablaban al niño en ladino. «Era éste el idioma vernáculo, castellano antiguo; y nunca lo he
olvidado. Las campesinas de casa sólo hablaban búlgaro y debo haberlo aprendido con ellas,
pero al abandonar Bulgaria a los seis años, lo olvidé rápidamente. Todos los acontecimientos de
los primeros años fueron en ladino. Los acontecimientos especialmente dramáticos, muertes u
homicidios, y los peores terrores se me han grabado en ladino, de manera exacta e indeleble. El
resto, casi todo, y en especial todo lo búlgaro, como los cuentos, se me han traducido, en su
mayor parte, al alemán. No sé cómo, ni cuándo, dentro de mí, se me tradujo esto o aquello. Sólo
puedo decir que tengo presentes aquellos años con toda frescura y todo su vigor: han sido mi
alimento durante más de sesenta años. Sin embargo, en su mayor parte, están ligados a palabras
que en aquel entonces no conocía. Pero no es como en las traducciones literarias de los libros en
que se realiza un trasvase de una lengua a otra; se trata más bien de una traducción en el
inconsciente.»... «El alemán fue para mí una tardía lengua materna, a la que quedé
indisolublemente unido.» A pesar de ello, en su época de rebeldía adolescente volvió a
reivindicar el español explícitamente como su lengua materna, «al desafiar la autoridad de un
profesor de geografía, defendiendo la pronunciación correcta del río «Desaguadero», en contra
de la opinión del profesor, alemán, que sostenía que debía decirse «río Desagadero», eliminando
el sonido de la ‘u’».

Si nos hemos detenido en este texto, es porque creemos que ilustra con toda la fuerza de la pluma
privilegiada de ese poeta la trascendencia y el peso que contienen las vivencias infantiles ligadas
a la lengua en la historia de cada ser.

Para Lacan (1953), el lenguaje preexiste a la aparición del sujeto y también lo engendra. Sostiene
que el medio propiamente humano no es biológico ni social: es lingüístico. En ese sentido habría
una aproximación entre sus ideas y las de Chomsky, ya que este último destaca que el lenguaje
no es una forma «mecánica» impuesta del exterior al sujeto, sino una forma «orgánica» como un
germen innato que se despliega del interior y que adquiere progresivamente el pleno desarrollo
de sus particularidades; es un sistema generativo de reglas y de principios que ofrecen unos
medios finitos para unas posibilidades infinitas. Chomsky insiste, además, en que el lenguaje
hace posible instaurar el orden del mundo; sirve, ante todo, de órgano del pensamiento, de la
conciencia y de la reflexión, dotando al espíritu y a la mente de una autonomía sobre lo vivido.

Uno de los aportes más importantes de Lacan es el de la valoración otorgada a los conceptos de
significante y significado. Lacan define el significante como el conjunto de los elementos
materiales del lenguaje, vinculados por una estructura; es el soporte material del discurso. El
significado es el sentimiento común a todos de una experiencia referida en el discurso. El
significante y el significado son dos relaciones que no se recubren la una a la otra. La primera
red, la del significante, es la estructura sincrónica del material del lenguaje; mientras que la
segunda red, la del significado, es el conjunto diacrónico de los discursos. El significante posee
una autonomía con respecto al significado. Esta posibilidad del lenguaje de significar otra cosa
distinta de lo que concretamente dice determina su autonomía con respecto al sentido. Para
Lacan, la metáfora constituye el principal agente de esa autonomía relativa; pero otorga igual
importancia a la figura de la metonimia, que es la que reemplaza un término por otro sobre la
base de un lazo de proximidad, de conexión de sentido entre los dos términos. La metáfora y la
metonimia son asimiladas a la condensación y al desplazamiento respectivamente, que son dos
de los mecanismos más característicos del funcionamiento del inconsciente.

El lenguaje determina el conocimiento del mundo, de los demás y de uno mismo. Suministra un
punto de apoyo para la propia identidad. El despertar de la conciencia en el niño se irá
incrementando en la medida en que progresa su aprendizaje del lenguaje que, poco a poco, lo va
introduciendo como individuo en la sociedad.

Nos preguntamos en qué medida el inmigrante adulto es capaz de funcionar como el niño que
aprende a hablar, «inventando» la lengua a medida que se expresa o redescubriéndola a medida
que la oye hablar a su alrededor. Creemos que el inmigrante, en general, tiene más dificultades
que el niño para identificarse con el medio y dejarse impregnar por el nuevo idioma. Al intentar
aprenderlo, el adulto tiende a incorporar el vocabulario y la gramática en forma racional; pero no
el acento, la entonación y el ritmo, es decir, «la música» del idioma, como lo hace el niño.

Frente al idioma nuevo, no comprendido, el inmigrante puede llegar a sentir el mismo tipo de
exclusión que siente el niño ante el idioma no comprendido utilizado por sus padres y vivido
como «lenguaje secreto». En ese sentido, las vivencias descritas por Canetti podrían
corresponder a los recién llegados a un país que ante la lengua extraña reaccionan con celos, odio
y desesperado deseo de adquirirla para poder ser partícipes de ese mundo inicialmente vedado.

Los niños de corta edad, hijos de inmigrantes, parecen superar con más facilidad el problema de
la incorporación del nuevo idioma no sólo por su mayor receptividad a las imitaciones e
identificaciones, sino también por su intenso anhelo de no ser «los diferentes» en la escuela o en
la calle.

A menudo esto trae como consecuencia un conflicto entre padres e hijos, al sentirse aquéllos
superados y criticados por sus hijos, que se avergüenzan de ellos por su deficiente manejo del
idioma.

Sin embargo, algunas personas muestran una llamativa facilidad para incorporar un nuevo
lenguaje que, además de provenir de un talento específico para ello, puede responder a
motivaciones defensivas.

Así, por ejemplo, E. Stengel (1939) señala que cuando se aprende otro idioma, durante una
migración, algunos lo incorporan rápidamente por sobrecompensación maníaca frente a las
angustias de la nueva situación. En otros casos puede tratarse de una huida del lenguaje y objetos
primitivos, vividos como persecutorios, ya que el lenguaje nativo está más ligado a fantasías y
sentimientos más primitivos. Una paciente, de origen austríaco, solía decir que «en alemán, la
palabra orinal huele a orina».

Otros individuos, por el contrario, experimentan intensas resistencias ante el aprendizaje de la


nueva lengua, vinculadas a defensas disociativas: sostienen que su lengua materna es la única
auténtica y la que mejor puede expresar las experiencias vitales, despreciando el segundo idioma
como pobre e insuficiente. Esta reacción puede deberse a la culpa por no mantener la fidelidad al
idioma de los padres.

Una vez superada esta etapa, el progreso en el desarrollo del nuevo idioma se detiene en cierto
punto límite, variable para cada uno, que corresponde a una transacción entre la imposición del
medio y las resistencias internas. A veces surgen sentimientos de vergüenza al utilizar
expresiones idiomáticas, ya que es vivido como penetrar en el «lenguaje secreto» de los nativos,
que siempre sigue teniendo algo de misterioso para el extranjero. Pero también existe un temor
inconsciente al efecto mágico del lenguaje: el inmigrante se resiste a usar ciertas expresiones
como un paciente puede resistirse a analizar sus sueños; es como sentirse forzado a la regresión
de la creación del idioma.

Meltzer (1973) también se refiere a «los límites del lenguaje» y cita, en ese sentido, a
Wittgenstein, que intenta establecer el límite entre lo que se puede decir (lo que se puede
representar en un «juego lingüístico») y lo que sólo se puede mostrar, dejando abierta la
posibilidad de desplazar dicho límite mediante el invento de nuevos juegos lingüísticos.

Para Wittgenstein, el lenguaje no es más que un juego mediante el cual el hombre intenta superar
su posición solipsista en el mundo, su alienación con respecto a los otros seres humanos y su
desconocimiento de la naturaleza. Según él, el hablante se plantearía lo siguiente: «No sólo digo
esto, quiero significar algo con esto. Cuando consideramos lo que sucede en nosotros, cuando
significamos (y no sólo decimos) palabras, tenemos la impresión de que algo va unido a estas
palabras que, de otra manera, carecerían de sentido. Como si por así decirlo estuvieran
conectadas con algo en nosotros.»

Pero las personas suelen padecer muy fuertes impedimentos en este campo; y mucho más los
inmigrantes por las difíciles circunstancias en que se encuentran. «Algunos no pueden significar
lo que dicen; otros no pueden decir lo que significan; en algunos casos, el aspecto
correspondiente a significar está tan empobrecido que resulta imposible distinguirlo del
sinsentido y, en otros, es tan superficial que resulta inútil, y así sucesivamente.»

El contexto histórico de cada uno es tan importante que el «juego lingüístico» suele ser único
para su propio contexto e ininteligible para quienes están fuera de ese marco.

Ya hemos señalado que los nuevos códigos de comunicación con los que se debe enfrentar el
recién llegado pertenecen a un contexto tan diferente al suyo que aumenta el nivel de
ambigüedad y contradicción en las informaciones que recibe. Tanto es así que, aun en los países
donde se usa el mismo idioma, una determinada palabra o expresión que es de uso corriente y
contenido anodino en uno de ellos puede tener un significado sexual, procaz o despreciativo en el
otro.

En consecuencia, en la comunicación que el inmigrante establece con sus interlocutores nativos


se producirán, inevitablemente, alteraciones en el campo semántico y sintáctico (confusiones y
malentendidos entre los significantes y significados respectivos, y uso inadecuado en las
estructuras verbales) que repercutirán en el sector pragmático a través de su conducta y
reacciones frente a los mensajes que emite y recibe del otro participante del diálogo.

Por lo tanto, y mientras esta situación perdura, puede sentirse «alienado» dentro de su entorno.
Algunos, al usar el nuevo idioma se sienten «disfrazados», y como habiendo perdido el idioma
que sienten «auténtico» en ellos.

Pero cuando este estado de cosas se supera, el inmigrante siente que puede contener al nuevo
idioma sin que éste desplace a su lengua materna: siente que dentro de sí hace lugar, espacio,
para más cosas distintas que lo enriquecen y con lo que puede enriquecer a otros.

12. Importancia de la edad en la experiencia migratoria

Las experiencias migratorias, si bien producen su impacto en cualquier etapa de la vida, serán
asimiladas de distinta manera en función de la edad en que se produzcan: no será igual para los
adolescentes y adultos jóvenes con un largo futuro por vivir que para personas maduras con
mucha historia vivida.

Cuando intentamos determinar de qué modos influye la migración en los niños, nos encontramos
con problemas más complejos aún que los que se presentan en los adultos, dado que a todas las
variables previas y las que hemos considerado que modifican las condiciones, efectos y
evolución del proceso migratorio en cualquier persona, se agregan las inherentes a la edad y
estadio evolutivo del niño.

En algunos aspectos podríamos pensar que cuenta con algunas ventajas para vivir la migración
como una situación menos traumática que los adultos: dado que su entorno está reducido a pocas
personas (variable según su edad, por supuesto), si ellas migran con él: padre, madre, hermanos,
el traslado se realiza como acompañado de una capa protectora, de una envoltura que lo contiene.
Por otra parte, es más hábil para imitar, para dejarse impregnar por impresiones nuevas, está más
abierto al aprendizaje y, por lo tanto, más capaz de asimilar un nuevo lenguaje, costumbres, etc.

Pero, por el contrario, sufre también carencias especiales. No ha participado en la decisión de


emigrar, generalmente no entiende las motivaciones que los adultos pueden haber tenido para
ello, aun en el caso en que le hayan dado explicaciones, cosa que no siempre ocurre
(dependiendo del tipo de comunicación familiar y de su edad). Al mismo tiempo, si bien hemos
dicho que si migra con su entorno inmediato éste obra como un amortiguador de estímulos, no
podemos olvidar que ese entorno inmediato está muy sacudido, justamente, por la experiencia
migratoria.

Hay personas que habiendo sufrido migraciones siendo bebés, ponen de manifiesto las
consecuencias de esa situación durante toda su vida.

Así, en el tratamiento analítico de un hombre que padecía fobias alimenticias se pudo descubrir
que a la edad de pocos meses sus padres habían realizado una migración temporaria a Marruecos,
por razones de trabajo. La madre, europea, desarrolló una intensa aversión y desconfianza frente
a ese país al que no había querido trasladarse, rechazando todo lo que de él proviniera aduciendo
sus caracteres de primitivismo y malas condiciones higiénicas. Intentando proteger a su bebé de
toda contaminación, no le dio de comer, en dos años, más que «comida envasada» que traía de
«su país». Es fácil suponer la multitud de derivaciones a que estos hechos pudieron dar lugar en
la vida de esta persona.

Algo similar habíamos visto en el historial que describimos en detalle en los capítulos 4 y 5.
Marisa, que había hecho su primera migración con la familia a los pocos meses de edad, sufrió
con ello la pérdida de la conexión afectiva con su madre, que si bien la cuidaba y, más aún,
prolongó exageradamente su lactancia, no podía prestarle suficiente atención por su intensa
depresión. Se intensificó así un vínculo simbiótico (sólo la leche de la madre era «confiable») al
tiempo que la distancia afectiva crecía («la madre siempre estaba pensando en otra cosa o estaba
en otra parte: en otro país»).

E. Erikson (1959) considera de crucial importancia y primera tarea del yo el establecimiento


firme de pautas permanentes para la solución del conflicto entre la «confianza básica» versus la
«desconfianza básica». Considera que la cantidad de confianza que se deriva de las primeras
experiencias infantiles no parece depender de las cantidades absolutas de alimento o
demostraciones de afecto, sino más bien de la cualidad de la relación maternal, que interactuará
con la potencialidad del niño para recibirla. Piensa que las madres crean un sentimiento de
confianza en sus niños combinando el cuidado sensitivo de las necesidades individuales del
recién nacido con un sentimiento firme de confianza personal, dentro del marco de su estilo de
vida cultural. Esto es, justamente, lo que a las madres emigradas o inmigrantes les falta; en
mayor grado aún, si son madres exiliadas: su sentimiento de confianza personal está en crisis.

Si nos atenemos a todo lo que en este libro hemos expuesto, toda la época previa a la migración,
aunque con características diferentes si la migración es voluntaria o forzada, es una época
convulsionada por dudas, temores, penas: a veces el niño presencia agrias discusiones familiares,
otras veces comparte con los padres situaciones de angustia o pánico, o se convierte en blanco de
agresión de los padres, que descargan sobre él la angustia que no logran contener, y otras, en fin,
es olvidado por los padres ensimismados como pueden estar en su propia problemática, sus
dificultades o su depresión.

A todo esto se agregarán, como en los adultos, los conflictos previos no resueltos, el tipo de
relación que cada niño ha sido capaz de establecer con sus objetos internos, y las fantasías
inconscientes operantes en el momento en que la migración se produce.

Una vez llegados al país nuevo, el niño sufrirá su propio duelo y, dependiente como es, el de sus
familiares, ya que, como hemos dicho, el marco familiar le protege, pero es un marco en crisis.

Algunos niños pequeños que emigran acusan muy intensamente la ausencia de personas del
entorno más amplio: amiguitos, colegio, maestros, abuelos, tíos, vecinos, así como el entorno no
humano: la casa, juguetes, parques, etcétera. A veces, incapaces de manifestar pena, la expresan
como rabia. Así, un niño de seis años, hablando de un amiguito, dijo de pronto: «¡Qué mierda
que Enrique no vino con nosotros!»; y a continuación agregó: «¿Por qué mi papá no tiene
trabajo?» Asociaba de este modo sus dos principales fuentes de ansiedad: reconocer todo lo que
había perdido, y que sus padres no se habían recuperado aún de la regresión desencadenada por
la migración, como para ayudarle, o servirle como modelo de identificación; también había
perdido al padre, transitoriamente, en las funciones que siempre había desempeñado para él.

A pesar de todo, si los conflictos previos no han sido muy serios, y la relación con los objetos
externos e internos suficientemente buenos, el niño se integrará al nuevo ambiente, aunque con
las inevitables vicisitudes penosas inherentes a la migración: encuentro con el nuevo medio,
colegio, compañeros, pautas culturales extrañas, ser «el nuevo», «el diferente», etcétera.

En caso contrario, mostrará su desajuste en formas diversas según su edad: se apegará


exageradamente a la madre, manifestará fobias, recurrirá al aislamiento, rechazará el colegio,
inhibirá sus capacidades y tendrá dificultades para el aprendizaje, se sentirá perseguido por la
burla o el desprecio de sus compañeros porque habla o viste de otro modo o porque no
comprende los códigos de comunicación o de conducta; puede tratar de invertir esos roles
volviéndose despreciativo, irónico, crítico o muy agresivo.

En otros casos presentará síntomas más directamente expresados con el cuerpo, que serán
indicios de su regresión y depresión: inapetencia o voracidad, pesadillas y trastornos del sueño,
masturbación compulsiva, enuresis, encopresis, modificaciones en el esquema corporal y
propensión a enfermedades o accidentes (traumatofilia) en los que tenderá a repetir lo que para él
fueron situaciones traumáticas o actuará micro-suicidios melancólicos.

Algunos ejemplos clínicos podrán ilustrar estas situaciones que, en cada caso, tienen
características propias.

Así, Graciela, que emigró con sus padres a los dos años y medio, de una república
centroamericana a España, lo hizo bajo la presión de circunstancias muy adversas: un brusco y
violento cambio político puso la vida de la familia en peligro, y en la necesidad de exiliarse.
Durante el período inmediatamente previo a la emigración la ansiedad del grupo alcanzó las más
altas cotas: el padre partió antes, precipitadamente; la madre, que estaba embarazada, abortó;
todos estaban angustiados y agresivos, incluso los parientes y amigos, con mucha dificultad de
tolerarse mutuamente.

Graciela había sido hasta ese momento una niña con algunos problemas: sus antecedentes más
significativos habían sido su nacimiento por cesárea, la operación gravísima y urgente de la
madre por cálculos vesiculares en el postparto y su negativa a abandonar el pecho y pasar a
alimentación sólida cuando estuvo en edad de hacerlo.

En la época en que emigraron Graciela estaba adquiriendo su control de esfínteres. Había


logrado recientemente controlar su orina de día, pero aún no por las no ches. Este proceso de
aprendizaje se detuvo con el exilio, y no fue posible ponerlo en marcha nuevamente, lo que hizo
que a los cinco años los padres consultaran por la persistencia de su enuresis nocturna. En este
aspecto, su evolución no había sufrido un retroceso pero se inhibió su progreso.

Su lenguaje, en cambio, se había desarrollado, pero desde su llegada al nuevo país hacía un uso
particular de él: en ocasiones era muy regresivo, especialmente en la casa, con los padres. Estos
se quejaban también de que era muy «exigente», aunque utilizaban reiteradamente este
calificativo para las distintas guarderías y colegios a los que había concurrido, tanto en su país de
origen como en el de migración, lo que había motivado frecuentes cambios de los mismos.

Lo que quedaba claro en el discurso de los padres era que se sentían culpables de haber sometido
a Graciela, por la fuerza de múltiples y poderosas circunstancias, a excesivas «exigencias» para
su corta edad. Ahora ella, por el contrario, no aceptaba exigencias corrientes como, por ejemplo,
no mojar la cama o separarse de su madre para ir a la escuela. Le costaba mucho esfuerzo
integrarse con sus compañeros, ya que, en un principio, decía que los niños se reían de su manera
de dibujar.
La consciencia de su diferencia con los demás la agobiaba, pero, por otra parte, la enfatizaba con
«orgullo», como se puso de manifiesto en la primera entrevista terapéutica, en que se presentó
diciendo: «Soy centroamericana. Hablaré en otro idioma», y dibujó la bandera de su país.

Aludía ya, con estas breves palabras y desde el primer momento, a sus preocupaciones acerca de
su identidad que necesitaba reafirmar en un sitio extraño, y los problemas en relación con la
comunicación (idioma) que deseaba y temía. Utilizaba defensivamente su «ser diferente»,
haciendo gala de ello, así como, en otros momentos, intentaba asumir una actitud despreciativa y
frustradora a través de engaños, ya que ocultaba información en forma provocativa, diciendo: «Si
quiero, te lo digo», para fantasear tener al interlocutor dominado y a su merced.

Retenía la información porque quería demostrar a los demás y a ella misma que, en algunas
áreas, ella podía retener y controlar cosas, ya que no podía hacerlo con su orina de noche. Al
mismo tiempo trataba así de mantener dominado al que podía considerar un interlocutor
persecutorio; más aún, intentaba engañar por miedo a ser engañada, por miedo a quedar expuesta
a la utilización hostil de su información, que atribuía al «otro».

La entrevista terapéutica fue, sin embargo, muy rica, ya que hizo tres juegos, que condensaban
claramente sus angustias, repitiendo un tema central en varias formas distintas, como una
melodía con variaciones.

En primer lugar construyó una casa. En esa construcción lo que resultaba muy conflictivo era la
colocación de las puertas, y el hecho de que se mantuvieran abiertas o cerradas. Mostraba mucha
desconfianza ante quien pudiera entrar por esas puertas. Acompañaba su trabajo con comentarios
del tipo siguiente: «es para que no entre nadie»; «porque puede decir: soy de tu banda, y ser un
malo». Al pedirle aclaración acerca de quién era de su banda dijo: «Mi papá.»

Vemos en este planteamiento su ambivalencia frente al padre, su deseo y desconfianza hacia él,
ante quien quiere dejar abierta la puerta para que entre, pero por quien teme ser «engañada»; la
puerta abierta, receptiva, se convierte en un esfínter abierto que echa orina descontroladamente.
Continuamente su temor se centra en que algún enemigo quisiera entrar fingiéndose amigo: el
engaño podría ser que entrara la madre en vez del padre, el padre en vez de la madre, o la unión
de padre y madre vividos como malos en vez de los ansiados padres buenos.

Continuó agrandando la casa para que cupieran más personajes, como intentando crecer, poder
contener más orina y más angustia, pero el problema con las puertas reaparecía, tanto con una
puerta trasera como con una lateral, que trataba reiteradamente de cerrar con mucha dificultad.

Está claro que estaba expresando, además, a través de sus fantasías y su cuerpo, experiencias de
terror vividas antes del exilio, en que siempre acechaba el peligro de que la casa fuera invadida
por enemigos poderosos, de los que no había forma de defenderse, que podían engañar, forzar y
dañar o matar a ella, a su papá y a su mamá.

En el segundo juego se repite el mismo tema, pero depositando todas las figuras temidas en un
personaje mítico infantil: el lobo. Cuenta la historia de los tres cerditos, mientras la dramatiza
con los juguetes: el lobo los persigue y ellos se escapan; el lobo «dice que es la madre, pero ellos
saben que los quiere comer» (nuevamente, el miedo a ser víctima de engaños). El lobo intenta
entrar en la casa por la chimenea, pero ellos le preparan una olla de agua hirviendo en la que el
lobo se quema. Después de esto pide agua para beber.

La tercera dramatización es la del cuento de Caperucita: «la madre le da una cestita con comida
para la abuelita», etc. Relata el encuentro con el lobo «que la engaña, haciéndole creer que es la
buena abuelita»... «pero se la come». El cazador lo abre, salva a la niña y llena al lobo de
«piedras». Luego el lobo tiene sed, va a beber al río, y el peso de las piedras le hace ahogarse.

El cuento de Caperucita parece el relato de su nacimiento por cesárea, en que el cazador (padre-
cirujano) tuvo que sacarla (operando) de una madre que, en su fantasía, se la había comido y no
quería dejarla salir. Hasta la sustitución por las piedras parece vincularse a los cálculos de los que
la madre tuvo que ser operada después de su nacimiento y la pusieron al borde de la muerte.

Por otra parte, ella se siente identificada con el lobo que se quema de sed y pide agua para beber
después del cuento en que lo queman, así como para calmar su excitación.

La enuresis cumple, pues, en este caso, varias funciones en relación con sus fantasías
inconscientes: la salva del lobo que teme se la quiera comer, (quema con la orina como agua
caliente) y la salva de morirse ahogada por dentro con lo que ella misma desea beber como lobo
(y de lo que desea comer e inhibe). Al mismo tiempo satisface la fantasía de recibir al lobo en su
olla (al pene del padre en su genital), pero anulando su peligrosidad y la culpa.

El engaño es el leit motiv de las fantasías de Graciela: quiere «cerrar» todo «para que no entren
los malos (engañando) diciendo que son de la banda del papá» y «abrir» para poder escaparse
«del lobo que (engañando) dice que es la abuelita, adonde la mandó la mamá», lobo que se la
quiere comer y encerrar en su panza.

Estas fantasías inconscientes que se expresan en el juego explican el significado de sus síntomas.
Tiene miedo a que le entren cosas malas: ideas en la cabeza (nuevo idioma), comidas sólidas
(que se negaba a masticar), penes en la vagina (se dibujaba con una imagen masculina); pero si
se cierra teme no poder escapar y que otros se la coman. Por lo tanto, se abre de tal modo que
pierde el control sobre sus contenidos: orina, rabia (como la madre que aborta).

En síntesis: frente a su intensa angustia claustroagorafóbica no puede renunciar a la enuresis que,


de momento, es su posibilidad de «salida», y su defensa frente al terror, sentido como muy real,
de ser engañada y matada.

La migración produjo un fuerte incremento de la ansiedad paranoide que se manifestó por su


miedo al engaño: miedo a todo lo que pudiera entrar de afuera y ser falso en el nuevo país
(desconocido y posiblemente enemigo que se presenta como amigo), y a todo lo que podía
hacerla entrar en un adentro falso (en un lobo-abuelita que es también un enemigo que se
presenta como amigo).

La intensa desconfianza frente a lo nuevo y el país de migración (como frente al analista) se


basaba en sus experiencias infantiles, en que el país bueno se transformó en malo (se fue
súbitamente}, y la madre buena se transformó en mala cuando fue desbordada por la angustia
(aborto, miedo, agresión). Frente a todo ello la defensa podía ser el encierro: «hablo otro
idioma»; o la salida descontrolada: la enuresis.

Su tratamiento fue posible, pese al miedo a los engaños, y las modificaciones logradas, notables,
porque a pesar de su desconfianza, su deseo de «beber» de la verdad era muy grande, y
prevaleció.

Comentaremos un segundo caso, el de Rony, cuya migración fue más tranquila y


voluntariamente decidida por sus padres, pero cargaba con el peso de ser la segunda migración
en dos generaciones sucesiva.

Rony era hijo de ingleses, que habían emigrado a Argentina de pequeños. El había nacido en
Buenos Aires. Por lo tanto, según la ley europea era inglés, y según la americana, argentino. Pero
sus padres le exigían ser inglés, mientras el medio le incluiría como argentino, a menos que
quedara «encerrado en casa», sin poder ni siquiera salir a jugar al parque. Y, efectivamente, tenía
miedo de ir a jugar al parque. En la casa se hablaba sólo inglés aunque, inevitablemente, había
algunos «otros» que hablaban castellano.

De recién nacido sufrió múltiples separaciones de su madre a causa de enfermedades de ésta que
le exigían estar ingresada en clínicas u hospitales, enfermedades que se alternaban luego con
ausencias por largos viajes. Durante estos frecuentes viajes motivados por sus propias añoranzas,
sus padres le habían dejado a cargo de abuelos y parientes.

Estos acontecimientos, difíciles de elaborar para cualquier niño por su temprana edad, lo fueron
más para Rony, que veía complicada su vivencia de ser abandonado por los padres con el hecho
de tener muchos cuidadores sustitutos: abuelas y nurses que hablaban inglés y empleadas de
hogar que no lo hablaban.

Desarrollo, pues, una serie de miedos y una aguda ansiedad de separación: cuando los padres
volvían, no podía permitir que salieran de noche ni que la madre le dejara por algunas horas.

En tal situación, cuando tenía tres años, buscaron ayuda terapéutica pero, acorde con la norma de
conducta de los padres, encerrados en su grupo de connacionales, le enviaron a un terapeuta de
origen inglés, pidiendo que d tratamiento se desarrollara en inglés, dado que el niño se expresaba
muy mal en castellano. En el fondo seguía siendo una manera de impedir que se integrara en el
país en que había nacido y vivía.

Su análisis, que empezó en inglés, fue incorporando el castellano y estaba logrando ciertas
mejorías cuando, a los cuatro años, los padres decidieron emigrar a España.

Esta decisión repercutió fuertemente en Rony: antes de la partida y de tener que interrumpir su
análisis el niño hizo una regresión, en la que rechazaba todos los alimentos que se le ofrecían y
sólo quería leche, como un bebé.
La migración agravó sus síntomas y produjo nuevos, que se instalaron sobre los conflictos
previos: estableció una relación casi simbiótica con la madre, sus miedos se agudizaron
provocándole reiteradas pesadillas y su temor a caer por el «agujero» del inodoro que se había
manifestado en ocasión del aprendizaje de control de esfínteres, derivó en encopresis.

Acosado por su angustia y basándose en su experiencia anterior, el niño pidió ser llevado a un
psicoanalista, diciendo: «Quiero a un doctor Harry, que me quitaba los miedos.» Buscaba
recuperar así algo de lo conocido y perdido.

Pensamos que sus síntomas expresaban su dificultad para hacer los duelos por los reiterados
abandonos precoces y las pérdidas recientes, el miedo a su repetición y la confusión entre sus dos
culturas que no podía integrar, a las que ahora se agregaba una nueva, lo que las hacía más
persecutorias. No podía mantener el control ni sobre su madre, que «se le escapaba», ni sobre el
país y con él las personas que había perdido, ni sobre sus que no podía «contener».

Esto estaba, a su vez, vinculado a intensos sentimientos de culpa, que le hacían atribuir estas
pérdidas a haber infringido prohibiciones de acercarse también a la otra lengua, la otra cultura: si
perdía las heces, podía también perder sus genitales.

La migración implicaba pues, para el niño, una pérdida equivalente a la pérdida de la madre en
cada una de las experiencias sufridas cuando era muy pequeño, vividas como pérdidas
corporales, que incrementaban su angustia de castración.

La encopresis era su forma de expresar su angustia, su depresión, su impotencia, su vivencia de


vaciarse y de deshacerse en pedazos, porque nunca se había sentido «contenido» por una madre.
Siempre había tenido «muchos pedazos» de madre: abuelas, tías, nurses y empleadas diversas.
En el nuevo país temía que la dispersión de personajes sería aún mayor, con personajes
desconocidos y asustantes.

A lo largo de su tratamiento, los temas que surgían con más frecuencia vinculados con su
migración se referían a los movimientos de confusión-discriminación de sus idiomas (como
intercalar giros en inglés en momentos de gran tensión emocional); sus deseos más primitivos se
expresaban en ese idioma, así también como las prohibiciones más severas: «las malas palabras
en inglés no se dicen».

En cierta época dibujaba lo que llamaba «mapas» como para situar los países: Argentina, España,
Inglaterra y «todos los países en que se habla inglés» que eran todos «suyos»; nuevamente la
dispersión: no tenía ninguna patria definida o muy numerosas.

Su encopresis remitió, así como sus miedos, después de muchas vicisitudes, siendo llamativo que
el comienzo del período de «retención» que le siguió, antes de lograr la regulación de sus
evacuaciones, coincidió con una visita a Buenos Aires.

Tiempo después, cuando ya no necesitaba utilizar el cuerpo para expresar sus sentimientos, pudo
ya verbalizar sus afectos, diciendo que le hubiera gustado quedarse en Buenos Aires, pero que
también le daría pena no volver a Madrid.
Era un niño inteligente. A medida que pudo elaborar sus conflictos primitivos, superar los
derivados de su migración, e integrar dentro de sí la cultura de los padres, la del país natal y la
del de residencia, fue capaz de incluirse en el medio con menos temor y menos arrogancia, y
utilizar sus capacidades para adquirir conocimientos en forma brillante y libre de trabas.

Sería tentador vincular las distintas respuestas a la situación de migración en distintas edades,
con el desarrollo epigenético tan bien expuesto por Erikson, aunque sabemos que todo es
siempre más complejo, ya que son tan numerosas las variables que hacen diferente cada caso. Ya
hemos visto cuán ricos de significados eran las patologías derivadas de la experiencia migratoria
en los casos expuestos.

Sin embargo, los síntomas desarrollados por Graciela y Rony, aunque con características y
matizaciones diversas, podrían relacionarse con la etapa de maduración anal-muscular en que se
encontraban en la época del gran impacto que produjo la migración en sus vidas.

A esa edad, en general, el niño necesita experimentar con sus objetos, aplicando dos
modalidades: retener y soltar. Como ocurre con cada una de dichas modalidades, sus conflictos
básicos pueden desembocar en actitudes benignas u hostiles. Por lo tanto, retener puede llegar a
ser una restricción cruel, o puede, por el contrario, ser una forma de cuidar a los objetos. Soltar, a
su vez, puede llegar a ser un soltar fuerzas destructivas, agrediendo y vaciándose, o un relajado
permitir, dejar ser. Dichas actitudes no son buenas ni malas: su valor depende de si sus
implicaciones hostiles se vuelven en contra de un enemigo, del prójimo o del yo. Los fracasos en
la capacidad de soltar o retener a voluntad, alejarse o acercarse afirmando la propia autonomía y
control, generan vergüenza y duda.

La vergüenza y la duda tempranas, sentimientos que la migración acentúa, minan la confianza


básica adquirida, más aún si ésta es endeble por conflictos previos.

La vergüenza es un sentimiento que se ve fácilmente absorbido por la culpa. Sin embargo, tiene
caracteres propios. Se refiere específicamente a la situación de estar expuesto y consciente de ser
mirado. Uno siente que es visto no estando en las condiciones en que hubiera deseado ser visto.
Es ser consciente, a través del otro, de la propia incompletud, desnudez, imperfección. Aquel que
está avergonzado quisiera forzar al mundo a que no lo mire, a que no se dé cuenta de su estado, y
siente intensa rabia por no poder lograrlo. Esto era particularmente observable en el caso de
Graciela.

La duda, dice Erikson, es la hermana de la vergüenza. La observación clínica muestra que se


vincula con la conciencia de tener una parte delantera y una trasera (concretamente, «un
trasero»). Esta superficie del revés del cuerpo, con sus focos libidinales en los esfínteres y en las
nalgas, no puede ser vista por el niño, y sin embargo puede ser dominada por la voluntad de otro.
De allí puede provenir siempre una amenaza: algo o alguien puede introducirse y dominar, o
puede vaciar sin pedir consentimiento.

Si, justamente, cuando el niño está tratando de afirmar su autonomía y capacidad de control,
luchando contra la vergüenza y la duda de no poder, ocurre algo tan trascendente como una
migración, que él no decide en absoluto, es de suponer que la vive como una situación «forzada»
por los mayores. Los padres pueden ser emigrantes voluntarios o forzados, pero los niños
resultan siempre «exiliados»: no eligen partir y no pueden elegir volver.

Se sienten expuestos a situaciones que les crean sentimientos de vergüenza: sentirse «diferentes»
e incapaces de competir con niños de su edad (hermanos-rivales) en el uso del idioma, de los
lenguajes secretos, de las complicidades de los códigos culturales. Y las consiguientes dudas:
¿quiénes son los buenos y los malos, los capaces y los incapaces?, ¿quiénes valen, qué vale?

Los celos y la rivalidad edípicas, con su inevitable cortejo de secuelas: el fracaso, la ansiedad de
castración y la culpa, se agudizan también en la experiencia migratoria. La madre, en la fantasía
inconsciente del niño, emigra por seguir al padre, sin tener en consideración el daño del niño; el
padre, en la fantasía inconsciente de la niña, emigra para ofrecer seguridad o bienestar a la
madre, sin tener en cuenta el sufrimiento de la niña: la hostilidad y la culpa pueden llegar a ser
muy intensas frente a ambos progenitores aunque sus manifestaciones, como hemos visto, puede
afectar las formas más variadas. Los niños se pueden sentir muy excluidos y pensar que los
padres sólo se ocupan de sus propias cosas (mutuas o de cada uno). Otras veces, por el contrario,
el niño es testigo de las discrepancias que surgen entre los padres en cuanto a la decisión de
emigrar. En tales casos puede hacer alianzas con uno u otro de los padres, según el predominio
de la fantasía edípica positiva o negativa, con la consiguiente culpa y temor ante el excluido.

Al llegar al período de latencia, el niño normalmente se aleja de sus objetos iniciales de amor y
de odio, renuncia a su deseo de ser apresuradamente papá o mamá, y sustituye el deseo de hacer
bebés por el de hacer cosas, y obtener logros con sus capacidades e instrumentos. Aprende a
trabajar y producir. El peligro, en este estadio, es la posibilidad de que el niño se sienta
inadecuado o inferior. Si pierde la fe en su capacidad y su situación entre sus compañeros, puede
hacer regresiones en la solución de su conflicto edípico, y considerarse a sí mismo condenado a
la mediocridad o la mutilación. El desarrollo de algunos niños se ve interrumpido cuando la vida
de familia no los ha preparado para la vida en la escuela.

La migración, y más aún el exilio, acentúa este peligro, ya que coloca al niño en una escuela que
no es solamente una sociedad más amplia que la familia, sino un ámbito en que tendrá que
encontrar, fabricar o forzar un sitio propio, luchando contra condiciones en un todo adversas: ser
el «nuevo», el «intruso», sentir que los conocimientos que puede tener «no valen» en el medio en
el que está y en cambio carece de los que podrían valer, sufrir los «ritos de iniciación», muchas
veces crueles y humillantes. De ahí que en la latencia los efectos de la migración se hagan
notorios predominantemente en el medio escolar, con las inevitables repercusiones en el familiar:
reproches, hostilidad, somatizaciones.

Hemos tenido ocasión de estudiar el caso de un niño inmigrante en edad escolar, que durante un
ano se negó a atender las explicaciones de su maestra: durante las clases, en la escuela, mantenía
dentro del libro abierto una revista en el idioma de su país, que leía asiduamente. No molestaba
en clase, pero no se interesaba por lo que allí ocurría. La actitud tolerante y comprensiva de sus
padres y maestros, y una ayuda terapéutica que alivió el intenso sufrimiento que se escondía
detrás de su indiferencia aparente, permitieron que la situación cambiara radicalmente en el año
siguiente. Pudo desarrollar su talento, que era mucho, hasta convertirse en el más brillante de su
clase, así como el más querido por sus compañeros.

La adolescencia —¿qué duda cabe?— es la mejor y la peor de las edades para todo: también para
la migración. Hay estudios estadísticos sobre la salud mental de los emigrados y refugiados, de
los que puede desprenderse que la mayor morbilidad se observa en las personas que emigran
entre los veinte y los treinta años. Esto se explicaría si se tiene en cuenta que, en ese período de
la vida en que el problema central es la búsqueda y consolidación del sentimiento de identidad,
se introduce un evento como la migración, que perturba grandemente el sentimiento de
identidad.

Pero, como siempre, hay que tener en cuenta muchos factores, algunos de los cuales tienen tanto
peso como para cambiar totalmente de signo la situación. Las cosas transcurren de muy distinta
manera si esa migración es deseada o no, si se realiza solitariamente o con la familia, y cuál sea
la relación con ésta. La familia funciona como grupo protector si la migración fue deseada o si se
trata de un exilio compartido, pero, por el contrario, puede funcionar como grupo coercitivo si es
quien ha obligado al joven a una migración indeseada pero cuya dependencia de los padres le
obliga a aceptar. Ya hemos comentado, en ese sentido, el caso de una adolescente, en el capítulo
6.

Del mismo modo nos parece ilustrativo un fragmento de una novela que ya hemos citado, El
jardín de al lado, de J. Donoso (1981). En boca de uno de sus personajes, joven que ha sido
llevado a emigrar con sus padres y ahora se defiende de ser forzado a retornar con ellos, pone el
autor la siguiente protesta: «... lo que más le indignaba, declaró, era que sus padres lo tomaran a
él como pretexto para volver a Chile, asegurando que deseaban volver porque no quería que
perdiera sus raíces, que se desinteresara —como efectivamente se había llegado a desinteresar,
¿pero por qué no lo pensaron antes?— por las cosas chilenas, que no se reconociera en el idioma,
en su familia, en sus tradiciones...». «... Mis raíces están en París. Hace siete años que salí de
Chile. Tengo dieciséis. He crecido y he ido al colegio en Francia, con compañeros franceses,
viviendo como viven los franceses de mi edad. Hay chicos chilenos que no son como yo y se
interesan por las cosas de allá. Supongo que será porque sienten más sinceridad en las posiciones
de sus padres...»

También es frecuente la situación opuesta: la del joven que emigra solo, abandonando a la
familia o huyendo de ella. El pronóstico de estos casos es variable: si ha sido un intento de huir
de sí mismo, con la creencia ilusoria de que bastará cambiar de sitio para lograrlo, podemos
prever un resultado desastroso: la falta de continencia y sostén podrá precipitarlo en la psicosis,
la perversión, la delincuencia o la droga.

Por el contrario, la adolescencia es también la edad en que es posible emprender una migración
como parte de la aventura de vivir, buscando descubrir nuevas verdades dentro y fuera de sí
mismo o la realización de grandes ideales. Para ello ninguna época de la vida más propicia. Ya lo
decía Freud en una carta a Marta: «... todos hemos sido nobles caballeros que pasábamos por el
mundo prisioneros de un sueño...». Si estos sueños incluyen la aventura de una migración, ésta
tiene mayores probabilidades de llegar a buen término si se realiza junto con otros, que
funcionan como grupo de pertenencia, solidaridad, colaboración y continencia, y ayudan a
afianzar el tan necesitado sentimiento de identidad.
La migración o el exilio durante la adultez, joven o madura, es aquella de la que con más detalle
nos ocupamos a lo largo de este libro: no insistiremos, por lo tanto, sobre este punto aquí. Sólo
recordaremos que incluye no sólo las dificultades personales que esta experiencia acarrea, sino
los temores, culpas y responsabilidades frente a los que del emigrante dependen: los hijos y, en
general, la siguiente generación.

Muchas de las migraciones de la edad madura, como decimos en otro sitio, pueden ser tentativas
de superar la crisis de la edad media de la vida, que incluyen un amplio espectro: desde los vanos
intentos de obtener un rejuvenecimiento ilusorio, siempre destinados al fracaso, hasta la
necesidad de hacer aún «algo nuevo»: desarrollar una capacidad hasta entonces latente, realizar
un deseo siempre postergado, descubrir nuevos intereses o permitir la evolución de nuevas
posibilidades creativas.

Por último, aunque es menos frecuente, también se puede emigrar en la vejez. La migración en la
vejez tiene dificultades y significados específicos. El anciano, en general, no desea migrar: le
cuesta mucho dejar sus cosas, que le proporcionan seguridad; tiene mucha más historia vivida
que por vivir; es siempre mucho más lo que pierde que lo que puede adquirir. Si emigra por
circunstancias adversas o por seguir a los hijos, por no quedar solo, su infelicidad es muy grande:
se siente regresivamente dependiente como un niño, sin las expectativas y potencialidades del
niño para crecer y lograr cosas nuevas. Si siempre partir es morir un poco, en este caso lo es
mucho, agravado por tratarse de migraciones «forzosas».

El otro tipo de migración del anciano es una re-emigración a su tierra natal si ha vivido lejos de
ella. En este caso suele ser voluntaria: es volver para morir. Es dejar lo hecho en otro lugar, lo
vivido, para reunirse con lo suyo. También en este caso este partir tiene mucho de morir, pero es
como un preludio y aceptación de la propia muerte.

13. Migración e identidad

Sabemos que la capacidad del individuo de seguir sintiéndose el mismo en la sucesión de


cambios forma la base de la experiencia emocional de la identidad. Implica mantener la
estabilidad a través de circunstancias diversas y de todas las transformaciones y cambios del
vivir. Pero ¿cuál es el límite de cambio tolerable sin que la identidad se dañe irreparablemente?

La consolidación del sentimiento de identidad depende principalmente de la internalización de


relaciones objetales que han sido asimiladas en el yo, por el funcionamiento de identificaciones
introyectivas auténticas, y no por el uso de identificaciones proyectivas maníacas que darían
lugar a pseudoidentidades y un falso self.

Acontecimientos que implican cambios importantes en la vida de un individuo, como el de la


migración, pueden convertirse en factores desencadenantes de amenazas al sentimiento de
identidad.

Precisamente Víctor Tausk (1919), que fue el que introdujo el término «identidad» en la
literatura psicoanalítica, sostuvo que, así como el niño descubre los objetos y su propio self, del
mismo modo el adulto, en su lucha por la autopreservación, debe repetir constantemente la
experiencia de «encontrarse a sí mismo» y «sentirse a sí mismo».

El inmigrante, en su lucha por su autopreservación, necesita aferrarse a distintos elementos de su


ambiente nativo (objetos familiares, la música de su tierra, recuerdos y sueños en cuyo contenido
manifiesto resurgen aspectos del país de origen, etc.) para mantener la experiencia del «sentirse a
sí mismo».

Freud (1926) utilizó una sola vez el término identidad en toda su obra y lo hizo con una
connotación psicosocial. Fue cuando trató de explicar en un discurso su vínculo con el judaísmo
y habló de «oscuras fuerzas emocionales», que eran «tanto más poderosas cuanto menos se las
podía expresar con palabras, y una clara conciencia de una identidad interior que no está basada
en raza o religión sino en una aptitud, común a un grupo, a vivir en oposición y a estar libre de
prejuicios que coartarían el uso del intelecto» (la bastardilla es nuestra). Freud se refiere, pees, a
algo medular del interior del individuo que tiene que ver con un aspecto esencial de la coherencia
interna de un grupo.

Erikson (1956), al comentar esta afirmación de Freud, deduce que el término identidad expresa
«una relación entre un individuo y su grupo» con la connotación de una persistente mismidad y
un persistente compartir cierto carácter esencial con otros.

Volveremos sobre este punto, porque nos parece fundamental la idea de que el sentimiento de
identidad se desarrolla basado en los vínculos con otros.

En nuestro libro Identidad y cambio (1971) hemos planteado el concepto de que el sentimiento
de identidad es el resultado de un proceso de interacción continua entre tres vínculos de
integración: espacial, temporal y social.

Hemos podido estudiar estos vínculos en nuestro campo específico de trabajo: la experiencia de
la relación paciente-analista en el tratamiento psicoanalítico. Tal como lo hicimos entonces,
presentaremos aquí una síntesis de las complejas vicisitudes que subyacen a la adquisición del
sentimiento de identidad en el proceso analítico, ya que de ahí se podrán extraer inferencias
acerca de cómo se configura la identidad y cómo se producen sus perturbaciones en el desarrollo
del individuo, en su relación con la sociedad y, fundamentalmente, a través de sus experiencias
de cambio.

Partimos del supuesto de que los pacientes que llegan al análisis tienen su identidad afectada, en
mayor o menor grado, por los conflictos que los aquejan. Precisamente, creemos que uno de los
motivos conscientes o inconscientes por el que acuden al análisis es la necesidad de consolidar
su sentimiento de identidad.

El sentimiento de identidad expresa en el nivel pre-consciente y consciente una serie de fantasías


inconscientes que, integradas, constituyen lo que podríamos llamar la «fantasía inconsciente del
self».

Los cuadros obsesivos y los esquizoides marcarían los extremos de una gama de trastornos de la
identidad, configurando la identidad rígida y poco plástica por un lado, opuesta a la
excesivamente débil y fragmentaria, por el otro.

La puesta en marcha del proceso que conduce a la adquisición o maduración del sentimiento de
identidad coincide con el comienzo mismo del proceso analítico, pues el mismo encuadre
analítico provee de un «continente» que sirve de contención y límite para las proyecciones que
vehiculizan «pedazos de identidad». Al mismo tiempo, ese continente será el crisol donde
tendrán lugar las complejas operaciones que sufrirán esos «pedazos» hasta poder ser integrados.

Al hablar de «pedazos de identidad», usamos una metáfora que creemos que describe las
fantasías inconscientes de ciertos pacientes, subyacentes a la falta de relación entre distintos
niveles de regresión yoica, partes disociadas de su yo, determinados roles o bien identificaciones
con distintos objetos que funcionan independientemente unos de otros, como «islotes», hasta
cierto punto desvinculados entre sí.

Si bien es cierto que con la imagen que acabamos de describir nos referimos más bien a las
características de la identidad dispersa, propias de la esquizoidía, creemos que la noción de
continente es igualmente válida para los otros tipos de perturbación de la identidad, que afectan a
las otras formas clínicas de neurosis y psicosis.

Quisiéramos aportar otra imagen plástica que nos parece ilustrativa para la comprensión del
significado de la situación analítica y de su encuadre, como límite y continente: es la que
representa al analista como «brazos» y, más regresivamente, como una «piel» que contiene todas
las partes del bebé-paciente.

Es importante también considerar las relaciones objetales y los mecanismos de identificación que
operan en el escenario del proceso analítico, mediante la relación transferencial. Las relaciones
objetales son trascendentales en la formación de la identidad, por la necesidad de depositarios
que se hagan cargo de las angustias persecutorias y depresivas que el paciente no puede tolerar,
y cuya intensidad impide al yo estar en condiciones de organizarse y estabilizarse
adecuadamente. También son importantes por ser fuentes de elementos de identificación,
necesarias en la construcción de la identidad, así como sirven de puntos de referencia
indispensables para la diferenciación.

Es la función continente del analista, junto con la labor interpretativa, lo que dará lugar a que el
proceso de elaboración contribuya a la consolidación del sentimiento de identidad. Por la acción
de este proceso se podrá aceptar la pérdida de las partes infantiles del self, y también el
desprendimiento de aquellos aspectos regresivos que bloquean el camino para el establecimiento
de los aspectos adultos.

Sobre la base de estos conceptos expondremos la importancia de cada uno de los tres vínculos
que, en nuestra opinión, forman la base del sentimiento de identidad.

El vínculo de integración espacial comprende la relación de las distintas partes del self entre sí,
incluso el self corporal, manteniendo su cohesión y permitiendo la comparación y el contrate con
los objetos. Tiende a la diferenciación self - no self: sentimiento de «individuación».
El vínculo de integración temporal une las distintas representaciones del self en el tiempo,
estableciendo una continuidad entre ellas y otorgando la base al sentimiento de «mismidad».

El vínculo de integración social implica relaciones entre aspectos del self y aspectos de los
objetos, que se establecen mediante los mecanismos de identificación proyectiva e introyectiva, y
posibilitan el sentimiento de «pertenencia».

Si bien en mérito a la claridad hemos descrito separadamente cada uno de estos vínculos, debe
entenderse que funcionan simultáneamente e interactuando entre sí. Las distintas partes del self
no podrían integrarse a lote; sobre la base de estas integraciones temporales y espaciales, el
sujeto podrá integrarse socialmente con las personas de su entorno de una manera real y
discriminada.

Creemos que la migración afecta a estos tres vínculos de una manera general pero, según los
casos y momentos, puede predominar la perturbación de uno de ellos sobre los otros.

Así, en los primeros tiempos después de una migración suelen producirse estados de
desorganización, de grado variable, en que pueden reactivarse en el recién llegado ansiedades
muy primitivas, que llegan a producir estados de pánico, como temor a ser «devorado» por la
nueva cultura o bien a ser «despedazado». Estas vivencias pueden provenir del conflicto entre el
deseo de confundirse con los otros para no sentirse marginado ni «distinto», y el deseo de
diferenciarse para seguir sintiéndose «él mismo», conflicto que puede originar momentos
confusionales por la mezcla entre los dos deseos, dos tipos de sentimientos, dos culturas, o
momentos de despersonalización o desrealización.

Las personas en esta situación se preguntan frecuentemente: «¿dónde estoy?», «¿qué estoy
haciendo aquí?», como suele ocurrir al despertar, en estado de duermevela. En casos extremos
puede haber un extrañamiento de la propia persona, como si no hubieran podido juntar
armónicamente los distintos «pedazos» de su identidad.

En los trastornos que hemos descrito está afectado predominantemente el vínculo espacial, que
corresponde al sentimiento de individuación.

El trastorno en el vínculo temporal puede manifestarse por la mezcla de los recuerdos con
situaciones actuales. En sus formas leyes, se expresa a través de continuos lapsus en que se
denominan sitios o personajes actuales con nombres correspondientes a otros del pasado.
Dijimos ya que el inmigrante necesita traer consigo objetos familiares que le sean afectivamente
significativos, para sentirse acompañado por ellos y reconocer, a través de ellos, su continuidad
con su propio pasado. Es corriente que las casas de los inmigrantes estén profusamente
ornamentadas con objetos típicos de su cultura de origen.

El arte y la artesanía, la música folklórica, las pinturas o pequeñas piezas de adorno familiares,
de los que hemos hablado, tan caros al inmigrante, tienen por objeto afianzar los tres vínculos de
su sentimiento de identidad: acentúan la diferenciación con los lugareños, evidencian la
existencia de un pasado (en esa tierra donde el que emigró dejó su biografía) y hacen presente
relaciones con personas ausentes que le ayudan a sobrellevar el sentir que en el sitio en que está
no tiene raíces, no tiene historia, no tiene abuelos (abolengo), no tiene recuerdos propios.

Estos objetos, necesarios en un comienzo para reafirmar el sentimiento de identidad, involucran


el peligro de ocupar todo el «espacio» (físico-psíquico) que podría impedir la incorporación de
«lo nuevo», aceptando lo pasado como tal.

El vínculo social del sentimiento de identidad es el más manifiestamente afectado por la


migración, ya que justamente los mayores cambios ocurren en relación con el entorno. Y en el
entorno todo es nuevo, todo es desconocido, y para ese entorno el sujeto es «un desconocido». El
inmigrante (salvo condiciones de emigración muy especiales) ha perdido muchos de los roles
que desempeñaba en su comunidad, tanto como miembro de un grupo familiar (hijo, padre,
hermano, etc.), de un grupo de trabajo o profesional, de un grupo de amistades, de un grupo de
actividad política, etc. Como decía la paciente Marisa: «En el nuevo país nadie me conocerá,
nadie conocerá a mi familia, no seré nadie.» El trastorno de este vínculo suscita vivencias de «no
pertenencia» a ningún grupo humano que le confirme su existencia.

No siempre la migración ejerce sólo una función desestabilizadora sobre el sentimiento de


identidad. En algunos casos, la migración puede ser decidida, consciente o inconscientemente,
como una manera de intentar afianzar el sentimiento de identidad, a través del contacto más
directo con los lugares que constituyen la cuna de los ancestros. Estos lugares, a través de
narraciones familiares, lecturas, tradiciones, han sido revestidos de profundos significados
emocionales que representan las raíces remotas y anheladas.

Hemos comentado esta reflexión con Isidoro Berenstein, que lo hace constar en su libro
Psicoanálisis de la estructura familiar. Del destino a la significación (1981). Se trataría de una
búsqueda que, a partir de cierta época de la vida, todo ser humano hace de sus orígenes, de las
raíces de su identidad y de sus identificaciones originarias, aunque no necesariamente esta
búsqueda sea realizada mediante una migración.

Existen los que podríamos llamar «inmigrantes privilegiados», que por sus trabajos anteriores y
su trayectoria son previamente conocidos en el país de inmigración: escritores, artistas,
profesionales.

El realizar el mismo tipo de trabajo, el mantenimiento del status profesional en la misma


categoría que en el país de origen y el participar del mismo medio social, afianzan el sentimiento
de identidad.

En estos casos, sin duda, todo transcurre con mayor facilidad, en mejores condiciones y ambiente
más acogedor. El no tener acuciantes problemas económicos inmediatos contribuye a disminuir
la angustia y permite una mejor adecuación al medio, como ocurre también con personas que
emigran contratadas por empresas, personal de servicios diplomáticos, etcétera.

Pero aun así, la migración pondrá a prueba la estabilidad psíquica y emocional.

Sólo la buena relación con los objetos internos, la aceptación de las pérdidas y la elaboración de
los duelos permitirá integrar de manera discriminada los dos países, los dos tiempos, el grupo de
antes y el grupo actual, que dará lugar a la reorganización y consolidación del sentimiento de
identidad, que corresponderá a alguien que sigue siendo el mismo a pesar de los cambios y
remodelaciones.

14. Experiencia migratoria y psicosis

La separación entre la estructura neurótica y la psicótica de la personalidad no es tan estricta


como se suponía; la manifestación anormal de la mente constituye sólo una exageración de la
manifestación normal, pero no difiere de ésta en su esencia.

Freud ya había señalado (1907) que «...la frontera entre los estados anímicos llamados normales
y los patológicos es, en parte, convencional; y, en lo que resta, es tan fluida que probablemente
cada uno de nosotros la atraviesa varias veces en el curso de un mismo día».

Una crisis individual o colectiva, que implica la ruptura del equilibrio existente entre los
conflictos y las defensas, puede precipitar el predominio del funcionamiento de los mecanismos
psicóticos latentes dando lugar al surgimiento de verdaderos estados psicóticos. La experiencia
migratoria constituye una crisis inevitable que, en ocasiones, puede producir «estallidos» de
locura o caídas lentas e inexorables en ella.

En varios de sus trabajos, sobre todo en aquellos en los que se ocupa del tema del `fetichismo'
(Freud, 1927), y del de la 'escisión del Yo en el proceso defensivo' (Freud, 1938), Freud nos
muestra el clivaje irreductible que afecta al yo en el ejercicio del papel esencial que asume en el
conflicto: por un lado, reconocer las exigencias de la realidad y, por el otro, eyitar el displacer.
Utilizó el término alemán Verleügnung (renegación o rechazo), que aplica al repudio de la
realidad displacentera, reservando el término Verdragnung (represión) para el afecto. Pensamos
que uno de los grandes méritos de este planteamiento es el de su aplicación al campo de las
psicosis, ya que destaca la coexistencia, en el seno del yo, de funcionamientos contradictorios.
Ello constituye un pilar muy importante en el progreso de la investigación psicoanalítica de las
psicosis; dio lugar a que algunos autores desarrollaran el concepto —que resultó tan fecundo
para la comprensión de los cuadros psicopatológicos— del 'clivaje' del yo.

Entre los factores esenciales que se encuentran en el origen de la organización psicótica,


podemos destacar la experiencia traumática de separación y la pérdida de objetos significativos
para el niño en etapas tempranas de su desarrollo, como la pérdida de la madre o sustitutos, o
bien el fracaso o la incapacidad de la madre para mitigar las angustias del niño. Este se siente,
entonces, en el mayor desamparo y con un sentimiento desesperado de «caída en el vacío».

La patología de la fase de «separación-individuación» descrita por M. Mahler (1971) resulta de


gran importancia para comprender la emergencia y evolución de un estado psicótico. El
desarrollo normal permite al niño, con suficiente autonomía, apartarse físicamente de la madre y
volver a ella en busca de reabastecimiento emocional con la confianza de recuperarla. Pero si esa
madre funciona con una continencia insuficiente para el niño, o se producen separaciones
prolongadas, la predisposición a la psicosis se facilita.
Winnicott (1971) destacó también la importancia del «ambiente facilitador», constituido
predominantemente por una «madre suficientemente buena», para el desarrollo normal del bebé.
Es lo que le permite la creación del «espacio transicional» que utiliza el niño para sus juegos y
despliegue de sus fantasías, y que ejerce una gravitación fundamental para la futura salud
psíquica y física del individuo. Este «espacio potencial» que, según Winnicott, es el origen de la
experiencia cultural (como acervo común de la humanidad), surge tan sólo en relación con un
sentimiento de confianza por parte del niño. Si se le priva de la posibilidad de crear dicho
espacio, se empobrece su capacidad para jugar o para crear y surge, defensivamente, la tendencia
a formar un «falso self». Winnicott describe, por otra parte, un modelo gráfico que plantea las
consecuencias de las experiencias de separación: si el tiempo de ausencia de la madre es de un
monto X, el niño podrá tolerarlo y no habrá mayores consecuencias; si el tiempo de separación
se prolonga a X + Y, la reacción de angustia puede llegar a ser muy intensa, aunque el niño aún
se puede recuperar; pero si la ausencia o la separación aumenta y llega a convertirse a X + Y + Z,
el daño psicótico que se produce puede llegar a ser irreparable.

Winnicott se ha referido también (1970) al «temor al derrumbe» que acomete a muchos


individuos y que está relacionado con su experiencia pasada y con las características
ambientales. Consiste, profundamente, en un temor al derrumbe del self y de la organización del
yo. En tales casos, el proceso de maduración del individuo no se ha desarrollado adecuadamente
por un trastorno del `medio facilitador' que ha fracasado en sus funciones de integración,
sustentación y de relación objetal. Para Winnicott sería erróneo considerar la enfermedad
psicótica como un derrumbe; se trataría, más bien, de una organización defensiva vinculada a un
padecimiento primitivo inenarrable. El temor al derrumbe se puede manifestar como un temor a
la muerte o un temor al vacío.

El inmigrante puede llegar a experimentar ese temor al derrumbe precisamente cuando siente la
pérdida de sustentación en el nuevo ambiente, con el peligro de una caída sin límites en un
estado de desintegración. Seguramente se trata del temor a un derrumbe ya experimentado, como
lo enfatiza Winnicott.

El inmigrante puede ser comparado, metafóricamente, al niño que sufre una separación
prolongada de X + Y, con pérdida de sus objetos significativos y la carencia de una «madre» que
pueda hacerse cargo de sus ansiedades, ya que el país al que ha llegado le resulta extraño y no
siempre puede ofrecer las condiciones de continencia y de apoyo que había esperado o idealizado
en sus expectativas previas. La falta de comunicación, uno de los factores primordiales en la
génesis de las psicosis, se agrava en la difícil experiencia migratoria en que el sujeto debe
enfrentarse con un idioma extraño y con hábitos y modalidades de relación poco familiares. En
esas circunstancias, la separación de los objetos continentes conocidos, a la que se añade la
incomunicación con el ambiente que le rodea y que le constriñe el «espacio potencial» o
«transicional» que necesitaba para crear sus «juegos» y vínculos objetales, determinan que las
partes psicóticas de la personalidad se abran paso hacia la superficie produciendo una psicosis
aguda. Esta psicosis, con sus respuestas «locas», sería una reacción al contexto
«comunicacional» o, mejor dicho, «no-comunicacional» que el individuo no puede mantener y
en el que se encuentra atrapado en un sistema de paradojas. Se produce entonces la situación
correspondiente al modelo X + Y + Z que hemos señalado anteriormente.
El Grupo de Palo Alto (Bateson, Jackson, Haley y Weakland, 1956) ha descrito la 'comunicación
paradójica' que se establece cuando una persona da a otra indicaciones conflictivas o mensajes de
'doble vínculo'; la respuesta del receptor puede ser la de finalizar la relación, denunciar que se le
coloca en una situación imposible o responder dando a entender que no responde a la otra
persona. Según estos autores, la comunicación paradójica, basada en las paradojas de Russel, se
encuentran en la etiología de la esquizofrenia.

Racamier (1978) ha estudiado también las paradojas en el esquizofrénico, denominando


paradojas no sólo a las formaciones psíquicas que unen dos proposiciones inconciliables, sino a
aquellas que tienden a invalidar percepciones pertinentes presentándolas como locas. Vacían de
significado y de sentido a los estímulos que reciben.

Racamier llama «inanización» a la acción psíquica por la cual el paciente esquizofrénico se vacía
de significado y de sentido, y «omnipotencia inanitaria» a la tendencia de vaciar al objeto de esos
contenidos. Diferencia la «locura» de la esquizofrenia, destacando que la locura no es una
psicosis propiamente dicha, sino una estrategia activa para enturbiar el espíritu y los afectos,
hacer imposible el trabajo mental y poner al Yo «fuera de combate». La esquizofrenia, en
cambio, es una catástrofe y, a la vez, una defensa contra la catástrofe. En ciertos tipos de
esquizofrenia se produce una «licuefacción psíquica» en la que el Yo vuela en pedazos. Hay una
eyección masiva de partes de la psique en el objeto que da lugar a una relación de dependencia
narcisista con éste. Toda organización psicótica es anticonflictual y antiambivalente; todos los
mecanismos defensivos colaboran para desembarazarse del conflicto.

Green (1975), por su parte, define la psicosis como un conflicto entre la pulsión y el
pensamiento, donde el pensamiento está atacado por la pulsión. Según él, habría dos polos
esenciales en la psicosis: el delirio y la depresión. El delirio constituye una actividad de
hipersignificación; en la depresión, en cambio, se encuentra el vacío que se opone al peligro del
exceso de significación. Describe la «psicosis blanca» caracterizada por un espacio vacío que los
pensamientos tratan de llenar pero que nunca llenan completamente, sino que quedan «espacios
en blanco». El pensamiento en blanco tiene relación con el concepto de la pérdida de objeto. En
la psicosis blanca, lo 'blanco' invade el espacio psíquico y produce como una corriente de aire
que arrastra todo. No hay fantasías en ese espacio. Las fantasías surgen después para llenar el
yacío intolerable. Green se acerca aquí al concepto de Bion del «terror sin nombre», como
veremos más adelante.

Bion (1957) postuló la coexistencia de una «personalidad psicótica» y de una «personalidad no-
psicótica o neurótica». El concepto de «personalidad psicótica» no equivale a un diagnóstico
psiquiátrico, sino a una modalidad de funcionamiento mental cuyas manifestaciones se
evidencian en la conducta, en el lenguaje y en el efecto que tiene sobre el observador. Entre las
características más destacadas que configuran la «personalidad psicótica» podemos mencionar la
intolerancia a la frustración junto con el predominio de los impulsos agresivos, que se
manifiestan como odio a la realidad, tanto externa como interna; temor a una aniquilación
inminente, y relaciones objetales prematuras que se instalan con tenacidad pero que son —a la
vez— precarias y frágiles. Si la intolerancia a la frustración es muy grande, la personalidad
tiende a evadir toda frustración utilizando mecanismos evacuativos, especialmente la
identificación proyectiva patológica. Esta evasión puede comprometer el contacto con la realidad
y, en casos extremos, llevar a manifestaciones transitorias o más duraderas de psicosis. Una
mayor tolerancia a la frustración, en cambio, pone en marcha mecanismos tendientes a
modificarla, manteniéndose el contacto con la realidad. Debido al incremento de los impulsos
agresivos, la «personalidad psicótica» utiliza la disociación y la identificación proyectiva
patológicas en sus ataques contra la realidad externa e interna, determinando que las principales
actividades mentales, aspectos del propio self y de los objetos externos e internos aparezcan
fragmentados y transformados en pequeñas partículas que son proyectadas con violencia. Estas
partículas, denominadas «objetos bizarros», son experimentadas como poseyendo vida propia,
independiente e incontrolada, amenazando peligrosamente desde afuera.

El intento del paciente psicótico de usar estas partículas para pensar lo lleva a confundir objetos
reales con pensamientos primitivos, y trata —entonces— a dichos objetos de acuerdo con las
leyes del funcionamiento mental; le sorprende que obedezcan a las leyes de la naturaleza. El
psicótico se siente encerrado en el mundo de«objetos bizarros' y es incapaz de escapar, ya que
carece del aparato de consciencia que constituye la llave para salir y escapar del encierro. De lo
que queda del desastre psicótico, intentará reconstruir su lenguaje; pero no puede formar
símbolos; tampoco puede sintetizar ni combinar las palabras; sólo puede yuxtaponerlas o
aglomerarlas. Recurre a la acción en ocasiones en que debiera usar el pensamiento, y utiliza el
pensamiento omnipotente frente a aquellos problemas cuya solución depende de una acción. No
puede soñar por ausencia o déficit de la función alfa (que es aquella que puede transformar las
sensaciones y emociones primitivas en elementos alfa disponibles para constituir pensamientos
de vigilia, pensamientos oníricos y recuerdos). Cuando el individuo psicótico manifiesta haber
tenido un sueño, lo más probable es que se esté refiriendo a una alucinación y no a un fenómeno
onírico.

Precisamente, la alucinación es otro de los síntomas clínicos que caracterizan la personalidad


psicótica. Se trata de un fenómeno consistente en la evacuación, en el mundo externo, de partes
escindidas de la personalidad y de los objetos internos a través de los órganos de los sentidos. En
el paciente psicótico hay también un permanente ataque a todo vínculo; se ataca al vínculo con el
objeto, a los vínculos entre las distintas partes del self, al vínculo con la realidad externa e
interna y a los aparatos que perciben dichas realidades. Como consecuencia de estos ataques, el
psicótico tiende a relaciones aparentemente lógicas, casi matemáticas, pero nunca
emocionalmente razonables.

Bion destacó la importancia de la relación entre la madre y el bebé a través del concepto
«continente-contenido». La madre funciona como un «continente» afectivo de las sensaciones y
angustias («contenido») del niño, transformándolas en ansiedades más soportables. Con su
madurez e intuición, la madre logra convertir exitosamente el hambre en satisfacción, la soledad
en compañía y el miedo de estar muriendo en tranquilidad. A esta capacidad de la madre de estar
receptiva y continente de las proyecciones-necesidades del niño se la llama capacidad de reverie
(ensoñación). Si una madre ha funcionado con buen reverie, su niño estará en mejores
condiciones de tolerar frustraciones y separaciones. En caso contrario tendrá una mayor
disposición para caer en estados patológicos, incluyendo los fenómenos psicóticos. La psicosis
puede deberse, pues, a la incapacidad del niño para disociar y proyectar adecuadamente. Esta
disociación e identificación proyectivas deficientes suelen ser, a menudo, consecuencia del
fracaso en la continencia por parte de la madre o sustitutos de las proyecciones del niño. Ello
producirá, también, el déficit en la función alfa para transformar los datos de las experiencias
sensoriales y emocionales en elementos alfa susceptibles de crear los pensamientos, sueños y
recuerdos. Entonces se producirá un predominio de los elementos beta, que sólo pueden ser
evacuados por medio de la identificación proyectiva patológica. Habrá una mayor vulnerabilidad
hacia el padecimiento psicótico por no haber podido mitigar el impacto de los datos sensoriales y
emocionales.

Para Berenstein (1982), el funcionamiento psicótico está caracterizado por una manifestación
disruptiva, cargada de violencia, con ruptura del contexto lingüístico y semántico, y cuyo efecto
es una disolución del sentido de realidad. Provoca en el interlocutor perplejidad y extrañamiento
por la alteración en el vínculo. En el psicótico se ha movilizado un objeto descontextualizador
que produce confusión en el yo y borramiento de los índices de realidad e indiscriminación
mundo interno - mundo externo. Hay una alteración en la posibilidad de entender y ser
entendido, captar y ser captado, dado que fracasa la experiencia emocional derivada de la
percepción de que el yo y el otro se perciben a sí mismos, y complementariamente al otro, dando
a conocer qué y cómo se perciben. Hay un sentimiento de desamparo acompañado,
frecuentemente, por el temor a la aniquilación y al vacío.

De lo resumido hasta ahora acerca de los enfoques de distintos autores sobre la psicosis se
destaca un elemento primordial en común, que es el de la importancia de la pérdida del objeto,
del vacío o de la ausencia de madre, o de sustituto materno, con capacidad de continencia. En
otras palabras, del impacto de una separación emocionalmente significativa en el
desencadenamiento de una psicosis.

Como lo hemos señalado anteriormente, el inmigrante sufre estas experiencias de pérdida y de


falta de objetos continentes protectores, por lo que está más expuesto a caer en estados de
descompensación psíquica. Parecería que, en estas situaciones, su «espacio transicional» no se
hubiera desarrollado lo suficiente para facilitar, como zona intermedia adecuada, la integración
entre su mundo interno y la vida exterior. Le suele fracasar la posibilidad de aprovechar la
esencia misma de dicho espacio para poder llegar a la experiencia de ilusión que le hubiera
favorecido la actitud imaginativa y creativa para asimilarse al mundo extraño que le rodea. En
suma, la migración tiende a poner en funcionamiento la parte psicótica de la personalidad sobre
la base de puntos disposicionales; en ello interviene, además, la ruptura del contexto y la
comunicación.

La patología que puede llegar a padecer el inmigrante es variada, con formación de diferentes
cuadros clínicos de mayor o menor gravedad, según el estado previo de la personalidad, la
complejidad de las circunstancias que le acosan, la calidad e intensidad de su sentimiento de
soledad y desamparos, etc. En ciertos casos, la desintegración psíquica se produce al poco
tiempo de la llegada al país que los recibe por no poder tolerar las nuevas condiciones y
características ambientales: actúan, para ellos, como estímulos extraños y agresivos que no
pueden ser asimilados. Hemos conocido casos de becarios y de algunos profesionales españoles
y latinoamericanos que emigraron por razones de estudio e investigación y que, a los pocos
meses de residencia en la nueva comunidad, sufrieron crisis psicóticas agudas. Uno de ellos
desarrolló un delirio paranoico grave por el cual se sentía víctima de una confabulación que se
había organizado específicamente contra él, y en la que participaban todos los colegas y el
personal del Instituto donde practicaba su especialidad. Solía interpretar algunos de los diálogos
que intercambiaban sus colegas en inglés (idioma que dominaba poco) como la confirmación
inequívoca de su fantasía delirante. Estaba convencido que lo habían elegido para obligarle a
asesinar al presidente de los Estados Unidos, y que luego él mismo sería eliminado para que no
delatara a los que estaban en la conspiración. Creía que, seguramente, habían pensado en él por
su condición de extranjero recién llegado que no conocía cómo acceder a las instancias
adecuadas para protegerle de la trama criminal en la que querían involucrarlo.

En el caso de otro profesional, la experiencia migratoria produjo una psicosis maníaco-depresiva


que, además de los ciclos de excitación eufórica y de depresión melancólica, alternaba con
períodos en que le brotaba una psoriasis generalizada. Hubo una evolución muy particular y
significativa en este cuadro psicótico: cada vez que se manifestaban las placas psoriásicas por
todo el cuerpo, los síntomas psicóticos disminuían y hasta desaparecían por completo para volver
a resurgir en el momento en que cedía la psoriasis.

Transcribiremos seguidamente una sesión del tratamiento de un caso clínico —supervisado por
uno de nosotros— a modo de ilustración de los conceptos que hemos presentado.

La paciente es una mujer de treinta años, casada, con dos hijos, oriunda de un país
latinoamericano, donde siguen residiendo sus padres y a los que ha tenido que abandonar cuando
emigró a este país por razones profesionales de su marido. Sufrió mucho la separación y las
pérdidas ocasionadas por la migración; no se pudo adaptar a las nuevas condiciones de vida y se
quejaba continuamente porque nada de lo que le rodeaba era comparable a lo que había dejado
que, en su recuerdo, aparecía muy idealizado. Poco a poco fue cayendo en una depresión
profunda que se intensificaba en los períodos de separación de la pareja, ya que su marido solía
viajar al exterior con cierta frecuencia.

La misma intolerancia a la separación se manifestaba durante el tratamiento, en las


interrupciones de los fines de semana o en las vacaciones. Solía recurrir entonces a la utilización
de rígidos mecanismos obsesivos para contrarrestar su angustia. Su estado se agravó por la
aparición de serios episodios de despersonalización y desrealización, algunos de ellos bastante
prolongados. Para dar una idea más detallada de la índole de su patología borderline,
directamente vinculada con su experiencia migratoria, transcribiremos un fragmento de una
sesión en que se podrá apreciar la dramática reacción alucinatoria de la paciente cuando su
marido la llamó por teléfono, en una oportunidad, desde el extranjero para informarle que
postergaría su regreso en un día.

Paciente: «Me siento muy mal. Ayer llamó F. por teléfono y me dijo que llegaría recién el
miércoles a mediodía y no el martes como estaba previsto. Fue algo raro. Cuando escuché su voz
me pareció muy lejana; me sentí triste y tuve miedo cuando supe que él estaba tan lejos. Yo lo
tenía todo tan arreglado y planificado para ir a buscarlo con los niños... En otra ocasión pasó algo
parecido. Lo fui a esperar al aeropuerto: llegó el avión, bajaron todos los pasajeros menos él.
Pedí la lista de pasajeros y no estaba. Me asusté... Pensé que le pudo haber ocurrido algún
accidente en el camino al aeropuerto. Luego traté de tranquilizarme y convencerme que no le
había sucedido nada, pero pensé que cuando lo viera me vengaría. Cuando llegué a casa encontré
un telegrama atrasado en el que me explicaba por qué no había podido viajar. Por eso, cuando
llamó ayer me asusté; cuando escuché lo que me decía le contesté: ¡Qué lejos estás! Además, me
disgustó que se haya roto toda la planificación que tenía preparada: ir temprano a la peluquería,
luego buscar a R. (su hijo) al colegio, y salir juntos para el aeropuerto para esperar a F. Me doy
cuenta que yo siempre planifico los detalles con anterioridad. No entiendo para qué me sirve
planificar tanto.»

Analista: «Tiene necesidad de planificar para llenar el vacío de la ausencia de F. y así no sentirse
tan lejos de él ni tan sola. La planificación es un sustituto que la acompaña.»

Paciente: «Sí, recuerdo que cuando mi madre vino a visitarme hace un tiempo, después que se
fue lloré mucho y empecé a acomodar y a ordenar todas las cosas de mi casa, especialmente las
cosas que ella había usado. Anoche me acosté muy deprimida; cuando estaba por dormirme, pero
aún no estaba dormida, tuve una visión. Fue algo espantoso... Me pareció ver a R. que se estaba
desintegrando, deshaciéndose en pedazos... No fue un sueño; me asusté mucho, sentía agitación
y taquicardia. Quería borrar la imagen; al principio no pude; luego lo conseguí, pero tuve mucho
miedo. Pensé en usted para tranquilizarme y me envolví con las mantas.»

Analista: «R. la representaba a usted, pequeña, y temiendo desintegrarse por la ausencia de F.,
necesitó pensar en mí para buscar un contacto cercano y sentirse entera.»

La ausencia del marido y la fantasía de su pérdida definitiva, por el aplazamiento de su regreso,


reactivó en la paciente el trauma y la angustia por las pérdidas desencadenadas por la experiencia
migratoria, provocando el surgimiento de una fantasía alucinatoria de desintegración, aunque
proyectada en la imagen de su hijo menor. La ruptura de sus defensas obsesivas contribuyó a la
emergencia de la alucinación. Tuvo que recurrir a la evocación de su analista como objeto
continente y a la utilización de las mantas como una especie de «piel» protectora e integradora.

Hemos mencionado este ejemplo por tratarse de una paciente que reaccionó con un cuadro de
tipo fronterizo, a predominio melancoloide, como respuesta a la experiencia traumática de su
migración. Hemos podido observar que estos fenómenos psicóticos denominados borderline por
su constelación polisintomática, con angustia difusa, actitudes paranoides, tendencia a la
despersonalización, intensos sentimientos depresivos, desesperanza e impotencia, sensación de
vacuidad interna, intolerancia a la frustración y a las separaciones, perturbaciones
psicosomáticas, etcétera, son relativamente frecuentes en individuos que han migrado pero que
se caracterizaban por poseer personalidades lábiles con mecanismos psicóticos latentes. Es
posible que de no haber pasado por la experiencia migratoria, sobre todo si ésta fue acompañada
por circunstancias poco favorables, tales personalidades hubieran podido seguir viviendo en un
estado de cierta normalidad, manteniendo un equilibrio psicofísico, a pesar de su precariedad.
Pero la experiencia migratoria, con todas sus vicisitudes, funciona en estas personas como un
«gatillador» que ataca el frágil equilibrio mental, logrado a expensas de procesos defensivos
largamente controlados, desencadenando la aparición de los síntomas mencionados.

En otros casos hay un primer período aparentemente libre de conflictos y trastornos, hasta que al
cabo de un par de años se produce el desmoronamiento y se instala el cuadro psicótico
predominantemente en forma de un estado depresivo o fronterizo «postergado» (aunque también
puede asumir otras formas clínicas), o bien como una enfermedad somática (úlcera gástrica,
cáncer, infarto de miocardio, etc.) que equivaldría a lo que podríamos denominar una «psicosis
del cuerpo».

Una explicación acerca del porqué aparecen estos padecimientos «postergados» puede residir en
el hecho de que surgen cuando se pierde la fantasía de la migración transitoria, con la esperanza
de un pronto retorno, y se va adquiriendo paulatinamente la convicción profunda, y para algunos
desgarradora, de que la pérdida y el desprendimiento son definitivos e irreversibles.

15. Los que no pueden volver

Si hay algún hecho que puede establecer una diferencia fundamental en las vicisitudes y
evolución del proceso migratorio, es la posibilidad o imposibilidad de retorno al propio país.

Esto es así, independientemente de que el becario o el que emigra con un contrato de uno o dos
años decida luego establecerse permanentemente en el país de migración, o el que partió con un
proyecto de radicación definitiva decida volver.

Pero la enorme diferencia estriba en el saber que es posible volver. Esto marca el carácter de la
migración.

En el primer caso, la vivencia es de que las «puertas están abiertas» para un eventual regreso; por
lo tanto, disminuye la opresión de la ansiedad claustrofóbica y el que emigra no se siente en un
«callejón sin salida»: puede disfrutar de la experiencia. El camino puede, luego, plagarse de
dudas y ambivalencias: tanto pueden inducirle a huir frente a cualquier contrariedad o
frustración, como tentarle a quedarse y echar raíces si encuentra algo suficientemente atractivo,
pasando por todas las alternativas que tuvo que vivir antes de decidirse a partir, a emprender la
aventura.

En el segundo caso, la situación está definida desde el primer momento: una vez emprendido el
camino del éxodo no hay alternativa, no hay más opciones. Esa era la situación de la mayor parte
de los inmigrantes de Europa en América en el siglo pasado y principios de éste, exceptuando los
que partían con el propósito de «hacer la América» (como solía decirse) y volver como
«indianos» enriquecidos y prósperos, para envidia de parientes y vecinos. En general, era la
situación de los que huían de la miseria y las persecuciones, y no tenían ni con qué volver; la de
los que habían salido clandestinamente de países que tenían prohibida la emigración; la de los
que huían del exterminio en tiempos del nazismo y es, en todo tiempo, el caso de los exiliados y
refugiados políticos.

Sin embargo, si el inmigrante «forzado», a pesar de estas condiciones, logra reorganizarse y


discriminar hacia quienes van dirigidos sus amores y sus odios, también podrá investir
afectivamente al país que lo ha recibido, pese a las inevitables dificultades. En estas
circunstancias, el no poder plantearse la alternativa de volver canaliza todos los esfuerzos en
dirección a la integración en el nuevo medio.

En este sentido, nos parece un ejemplo ilustrativo el de un paciente que había emigrado con sus
padres, siendo muy pequeño, de un país europeo, poco antes del comienzo de la guerra. Solía
decir, cada vez que se refería a una situación conflictiva o de urgencia: «Parece que estuvieran
por retirar la planchada del último barco que sale para América.» Esta frase, que formaba parte
del código familiar, resumía elocuentemente las ansiedades que tuvo que padecer durante un
período dramático y prolongado de su existencia, que culminaban en el temor claustrofóbico a
«no poder salir» y no poder salvarse. En este caso, el pánico a «quedar encerrado» estaba
referido a su país de origen, que se había vuelto tremendamente peligroso en un momento dado,
pero se actualizaba cada vez que se encontraba en una situación que no podía controlar, y en la
que sentía que podía quedar atrapado y sin salida. Por otra parte, tendía con sus actuaciones a
fabricarse una y otra vez situaciones en las que siempre parecía estar a punto de quedar
«entrampado», salvándose siempre cuando ya parecía imposible, como por milagro. Toda esta
conducta estaba al servicio, en parte, de la compulsión repetitiva, derivada de la experiencia
traumática infantil, pero también era utilizada defensivamente, para «recrear el milagro de la
salvación».

Hemos dicho que cada migración, por sus características propias, deja marcado al sujeto que la
ha vivido. En relación a estas huellas tan variadas y complejas, tal vez sea útil considerar como
modelo de estudio a un país como Israel, que ha tenido que recibir y contener oleadas de una
cantidad considerable de inmigrantes en proporción a la población estable, a su vez constituida
por inmigrantes anteriores, en el término de relativamente pocos años.

De estas corrientes migratorias hubo dos grupos principales, aunque cada uno de ellos con
problemas de muy distinta naturaleza. El primero estaba constituido por inmigrantes de países
europeos, que sobrevivieron los horrores de la guerra y los campos de concentración nazis; el
segundo estaba formado por inmigrantes orientales, oriundos del norte de África y países
asiáticos. Ambos grupos poseían como característica común la imposibilidad de retorno a sus
comunidades de origen, aunque cada grupo presentaba problemas muy específicos en relación
con su posibilidad de integración al nuevo país. Había entre ellos notables diferencias en lo que a
su cultura, lenguaje, folklore, costumbres, nivel intelectual e historia se refería.

Aunque estos y otros numerosos grupos de inmigrantes judíos habían elegido Israel como el país
donde podrían vivir con libertad, seguridad y dignidad, la integración a las condiciones del país
que los acogía era lo suficientemente dura y difícil como para haber hecho fantasear, a muchos
de ellos, con la posibilidad de un retorno que hubieran, tal vez, llevado a cabo de haber sido
factible.

Entre los componentes del primer grupo se encontraba una cantidad apreciable de inmigrantes
que habían sufrido la persecución nazi, y muchos de ellos habían sido confinados y torturados
junto con familiares en campos de concentración. Precisamente, el haber podido salvarse,
mientras otros familiares y amigos fueron exterminados, dio lugar a una patología específica, que
fue luego denominada como «el síndrome del sobreviviente», tratado extensamente en la
literatura psicoanalítica de los últimos años. Los elementos comunes en la historia traumática de
estas personas están constituidos por la pérdida de seres queridos, pérdida del hogar y todas sus
pertenencias, haber sufrido humillaciones y tratos discriminatorios, padecimientos físicos y
psíquicos (torturas, ver torturar a otros, estar a punto de morir de inanición), ataques a la
autoestima y al sentimiento de identidad. Frente a todo ello solían reaccionar con apatía extrema
(pérdida de interés en vivir) o con estados de despersonalización, estupor, o terror.
Después de su liberación, y ya establecidos en los países a los que habían logrado emigrar, se
podía observar el síndrome propiamente dicho, que comprende un primer período de
«supernormalidad», seguido de otro en que surgen los síntomas: ansiedad, trastornos del dormir,
pesadillas, fobias, perturbaciones de la memoria, estados depresivos crónicos, tendencia al
aislamiento, con problemas de identidad, manifestaciones psicosomáticas y, a veces, trastornos
psicóticos.

En el tratamiento de estos pacientes suelen aparecer distintas tendencias en relación a las


experiencias traumáticas sufridas. Algunos ocultan deliberadamente el recuerdo de estas
experiencias, como si tuvieran necesidad de mantenerlas rechazadas y disociadas de los demás y
de sí mismos, confinándolas y transformándolas en un «baluarte' secreto, que nunca se debe
llegar a conocer. Otros reaccionan en forma más paranoica, acusando a los demás de su tragedia
y sintiéndose acreedores perpetuos de quienes no pudieron o «no quisieron» ayudarles. También
hay quienes se regodean masoquistamente en revividos a través de la repetición reiterativa y
detallada del relato de sus sufrimientos.

Algunos autores han señalado las serias alteraciones yoicas que presentan estos pacientes. Kijac
y Funtowicz (1981) señalan la coexistencia simultánea de dos aspectos del yo: una parte del
mismo continúa «viviendo» en el campo de concentración, despojado de todo tipo de defensas;
la otra parte, «adaptada» a la nueva realidad, se comporta «como si» fuera capaz de amar,
trabajar, hacer proyectos, etc. La relación entre ambos aspectos es de equilibrio inestable y el yo
actual es continuamente invadido por el yo fijado a la situación pasada, dando lugar al síndrome
del que hablamos.

Estamos de acuerdo con Niederland (1968) cuando opina que para entender la patogénesis de
este cuadro es necesario focalizar la atención en el sentimiento de culpa y descubrir todos sus
posibles disfraces. La culpa provendría de los sentimientos ambivalentes por la pérdida de los
seres queridos, intensificada porque no pudieron evitar sus sufrimientos y su muerte y,
agregaríamos, por el hecho de haber sobrevivido. Sin duda, estos sentimientos de «culpa
persecutoria» (Grinberg, 1963) aumentan la severidad del superyo, y explica el masoquismo del
yo.

En estas condiciones es fácil comprender que la integración al país de migración se ve


enormemente perturbada, ya que significa para estas personas la integración al «otro mundo», el
de los vivos, el no-campo de concentración, el lugar donde se puede ser tratado con dignidad y
respeto, y donde se pueden obtener gratificaciones que la culpa impide aceptar.

Presentaremos a continuación un caso clínico: una persona aquejada del síndrome que acabamos
de describir, tratada en Israel. La paciente, de origen austríaco, tiene cuarenta y dos años, está
casada y tiene cuatro hijos. Trabaja como enfermera en un hospital de Tel Aviv, y su marido es
ingeniero. Ella había estado confinada, junto con su familia, en un campo de concentración nazi.
Su padre y una hermana menor murieron allí; ella, su madre y un hermano mayor se salvaron. Le
sorprendió mucho que su madre, al poco tiempo de su liberación, comenzara a vivir con otro
hombre.
La paciente, desde su llegada al país, después de un primer tiempo de euforia, no se había sentido
bien. Empezó a sentirse desamparada, a padecer accesos depresivos y a tener dificultades en el
trato con la gente, especialmente con la jefa de enfermeras —claro sustituto materno—, con
quien peleaba frecuentemente. La veía severa y arbitraria, como la celadora del campo de
concentración.

En las primeras sesiones relató una aventura amorosa que había vivido con un amigo del marido
durante varias semanas. Dijo que se había entregado, movida por la pena, por considerar que ese
hombre estaba muy solo. Se sintió luego muy culpable, y le contó el episodio a su marido, quien
no le dio mucha importancia.

Este suceso condensaba distintos significados. Por una parte, había proyectado su propio
sentimiento de soledad en ese amigo, y necesitaba gratificarlo y brindarle cariño ya que, por
identificación proyectiva, era una parte de ella misma, desamparada y necesitada de afecto. En
otro nivel, esa persona representaba una imagen del padre cuya muerte, así como la de la
hermana, la había dejado con mucha culpa. Pero también se identificaba con su madre,
justamente en aquello que le criticaba: repitiendo su infidelidad (ya que fantaseaba que su madre
había tenido relaciones con su amante aun antes de la muerte del padre), con lo cual su
sentimiento de culpa frente al padre se incrementaba.

Esa culpa determinó que lo idealizara, remarcando sólo sus aspectos positivos, cariñosos y
tolerantes. Lo admiraba, además, por su cultura: era un lector apasionado. Significativamente, su
elección de pareja había seguido esa línea edípica positiva, ya que su marido era también culto,
paciente y tolerante con sus caprichos. Ella misma se identificaba también con los aspectos
intelectuales de su padre, y solía venir a las sesiones trayendo libros que leía durante el viaje.

El analista le interpretó básicamente su confusión, y que pedía ayuda para poder discriminar sus
sentimientos de amor, celos, rabia y culpa. Todo ello la hacía sentirse ansiosa y deprimida a la
vez.

En una oportunidad trajo un recuerdo de su padre, en que le veía cargando una bolsa con objetos,
cuando fueron detenidos por los nazis. En ese preciso instante pareció que la bolsa se hizo tan
pesada que lo tumbó para atrás.

Ella también se sentía tan debilitada como el padre, con el temor de que la carga de sus afectos,
especialmente los de culpa, la pudieran tumbar en cualquier momento. Necesitaba una figura
fuerte (que buscaba en el analista) que la respaldara y sostuviera. Su debilidad tenía también por
objeto negar la fortaleza de haber sobrevivido.

En otro período se refirió a sus fuertes sentimientos agresivos, dirigidos especialmente contra su
suegra y su jefa, pero admitió sentir también odio —a veces— contra su madre, su marido y sus
hijos, con fantasías de muerte respecto de ellos. En un sueño de esa época se ve viajando en una
bicicleta-tándem con otra persona: tenían que cruzar un puente, pero había un fallo en los frenos
y temía que no pudieran detenerse. Estaba claro el significado de la fantasía transferencial: el
temor de no poder controlar los impulsos amorosos ni los agresivos que pudieran surgir en el
tratamiento (tándem) y que tampoco el analista, «viajando» con ella, pudiera ayudarla en ese
sentido. Su desesperación aumentaba cuando no podía mantener el odio disociado y dirigido sólo
hacia las figuras aceptadas como malas, sino que se dirigía también hacia las personas amadas.

Junto con la culpa por la ambivalencia de sus sentimientos frente a los seres queridos perdidos
(como cuando recordaba haberse sorprendido cantando cuando murió la hermanita) y por haber
sobrevivido junto con su madre, en quien criticaba su propia supervivencia, había intentos
reparatorios de la figura del padre que, a su vez, le permitían repararse. Recordó un episodio en
que ella y su hermana iban caminando por las calles de su ciudad, en la época en que estaban
obligadas a usar una estrella de David en el pecho para identificarse como judías. Había muchas
tiendas con carteles que indicaban la entrada prohibida a los judíos. Se acercaron al escaparate de
una de esas tiendas, donde se fabricaban pequeñas tartas a la vista del público. Sentían hambre.
La persona que las hacía se compadeció de ellas y les dio dos tartas: se las comieron. Pero luego
se sintieron culpables porque no eran kasher (no estaban preparadas según el ritual judío), y por
añadidura era un día de ayuno religioso. Cuando contaron al padre lo sucedido, éste, en vez de
enfadarse, las disculpó diciendo que no era tan grave y que, en la situación en que se
encontraban, se justificaba que lo hubieran hecho: le había permitido autorrepararse, para
sobrevivir, aun a costa de infringir ciertas prohibiciones.

También el tratamiento era vivido como comida «no kasher», pero que necesitaba que el analista
le diera, comprendiendo que la necesitaba para sobrevivir. Buscaba, del mismo modo, un padre
bueno que justificara su supervivencia y la de su madre, para lograr la cual tuvieron que recurrir
a conductas o fantasías sexuales «no kasher» o no aceptadas socialmente.

Aportó un sueño en que veía que su hija tenía que terminar de lavar «la ropa sucia» antes de
tomar el avión. Este sueño trajo asociaciones relativas a sus fantasías eróticas, incestuosas y
masturbatorias de su adolescencia, que se reactivaban en la relación transferencial. Estas
fantasías se alternaban con sueños repetitivos de contenidos agresivos que, conjuntamente,
constituían la «ropa sucia» que sentía que tenía que lavar para poder recién embarcarse en el
avión que simbolizaba su migración.

Implícitamente, pedía ayuda al analista para «lavar» una culpa que no podía terminar de lavar,
por haber sobrevivido con tales fantasías, ya que una y otra vez resurgía el temor de que esas
fantasías destruyeran a los seres que amaba sin poder controlarlo. Así, en un sueño veía a
miembros de una organización terrorista disparando sus armas; en el suelo había trozos de
algodón quemados por los disparos: alguien los juntaba para hacer nuevas municiones.

En otro sueño veía a una prima de su marido que era demente e incontinente: le practicaban un
cateterismo y al retirar la sonda la orina salpicaba a todos y también a ella, provocándole mucho
rechazo. Asoció con simbolismos sexuales y dijo que su marido estaba pasando por un período
de eyaculación precoz que la dejaba resentida y frustrada.

En la interpretación se le mostró que en los sueños aparecían sus fantasías sexuales sádicas y
que, de alguna manera, ella sentía que podría haber inducido la eyaculación precoz de su marido:
que los «pedazos de algodón desparramados» podrían representar el semen desparramado y
perdido por su propia incontinencia y descontrol de sentimientos (parte demente y con descontrol
de esfínteres), que «mata» la potencia del marido (y de su analista).
La fantasía básica subyacente a sus sentimientos de culpa era que para poder sobrevivir tenía que
matar o dejar morir a los demás. Sus intentos reparatorios se frustraban una y otra vez: soñaba
que quería a alguien que se moría o que lo quería después que se había muerto.

Durante el curso de su breve tratamiento esta paciente obtuvo mejorías sintomáticas apreciables:
sus depresiones disminuyeron, así como su insomnio (por miedo a soñar) y sus cefaleas; su
relación de pareja, a nivel sexual y afectivo, mejoró, como también su relación con la gente. No
obstante ello, le quedaba mucho camino por recorrer, porque sus conflictos básicos, potenciados
por la trágica experiencia del campo de concentración, en que había sido objeto del mayor
despojo e inducida al mayor desamparo, persistían.

Berenstein (1981) señala que el Holocausto fue una manifestación de agresión social masiva,
cuyos efectos perdurarán durante generaciones en los agredidos y en los agresores.

La mayor agresión que puede infligirse a un ser humano es reducirlo a la situación de desamparo
que, en su grado extremo, lleva al aniquilamiento.

El desamparo es inducido por la presencia de objetos atacantes terriblemente poderosos, frente a


los cuales los objetos protectores son débiles o impotentes. A esto se añade el ataque a la
identidad del sujeto, despojándolo de sus identificaciones, aquellas que le habían permitido salir
de la situación de desamparo inicial, el de recién nacido, en su incapacidad psíquica y motora y
frente a sus propios impulsos agresivos.

Cuando al prisionero ya no le quedaba nada de que pudiera ser despojado, se le quitaba el


nombre: dejaba de ser alguien para transformarse en un número: uno más; dejaba de tener
cualidad para transformarse en cantidad.

Agregaríamos que, el que en estas condiciones no sucumbe, el «sobreviviente», se siente


desamparado no sólo por las agresiones sufridas y que teme se repitan, sino por el enorme
sentimiento de culpa determinado por la ambivalencia frente a los que murieron, y por la
identificación con el agresor: culpa que le deja inerme frente a las represalias de los objetos
internos.

En otras palabras, el desamparo no sólo está relacionado con el afuera, sino con el adentro,
donde no se siente querido ni protegido. Esto le hace sentirse fijado a una situación de extrema
impotencia.

Estas personas, en estas condiciones, ¿cómo pueden vivir su migración? Toda situación actual,
como es la migración, que crea un estado de desamparo y pone en riesgo el sentimiento de
identidad, como hemos dicho repetidamente, es vivida como un acto agresivo, que hará temer la
repetición de lo sufrido.

No podrán, pues, integrarse bien con quienes los acogen, sino cuando hayan superado, al menos
parcialmente, lo que es sentido como «culpa por vivir», y recuperado, al menos parcialmente, la
confianza básica en el ser humano.
De la vasta literatura desarrollada sobre este tema no quisiéramos dejar de mencionar, aunque
sólo fuera como muestra, una novela que es una joya en su género: Enemigos, una historia de
amor (1972), de Bashevis Singer (premio Nobel de Literatura 1978). El autor describe con gran
maestría, no exenta de humor, las peripecias de la vida de un sobreviviente del nazismo en su
país de migración, los Estados Unidos.

En primer lugar da cuenta de cómo la situación sufrida por el protagonista ha «dado vuelta»
literalmente su mundo, transformándolo de honesto ciudadano, culto y estudioso, en
«delincuente» para las nuevas leyes, por el mero hecho de ser judío. Después de haber sido
privado sucesivamente de su trabajo, su posición social, su familia, sus bienes, también ha
perdido su derecho a existir. Una campesina polaca, que había sido sirvienta de la familia, le
salva la vida escondiéndolo en un granero. Los roles previos se invierten, pues, y su vida pasa a
estar totalmente controlada por esta mujer, de la que depende en un estado cada vez más
regresivo.

Finalmente escapan juntos a América y se instalan como pareja. Pero la confusión y la paranoia
le hacen imposible la integración en la pareja y en el país. No deja de bendecir y expresar su
agradecimiento al país como a la mujer, pero cada cosa que ve, cada bocado que lleva a la boca
es comparado a «lo de antes», la Polonia idealizada de su infancia, mientras que con el país
actual y su mujer actual revive el temor y la desconfianza de la Polonia nazi. Vive en
aislamiento, no quiere que en el barrio sepan quién es, no hace amistades, se oculta, etc. En la
misma ciudad donde vive encuentra una antigua amante, con la que tiene mucho en común: su
pasado, cultura, nivel intelectual, mientras su mujer es buena pero basta y analfabeta. Comienza
entonces a llevar una doble vida, en la que repite actos y gestos de la época en que vivía en
clandestinidad, estaba escondido y temía ser descubierto. Confunde sus sentimientos entre ambas
mujeres y vive continuamente perseguido: miente a ambas, miente en el trabajo, da nombres
falsos para que no se descubra la existencia de la amante ante unos, ni la de la mujer de la que se
avergüenza ante otros. Se vuelve cada vez más confuso, deja de trabajar y habla de «estar por
volverse loco».

La situación dramática llega a su culminación cuando reaparece su ex-esposa, a la que había


dado por muerta en los campos de concentración. La culpa latente durante todo el proceso se
corporiza en ella, como «muerto-vivo» que le aterroriza, haciendo intolerable la ya deteriorada
situación y precipitando el trágico final.

Parece ser, como se ha dicho, que los sobrevivientes de situaciones de hecatombe, como el
Holocausto, o la explosión atómica de Hiroshima, quedan tan inevitablemente alterados que su
estado mental es como si perteneciera a otro planeta.

16. El exilio: una migración específica

Si a lo largo de todo este libro analizamos las complejas y dolorosas emociones involucradas en
todas las experiencias migratorias, cualquiera sea su naturaleza, y el penoso y duro trabajo
necesario para elaborarlas, es de suponer cuánto más intensa y desgarradoramente todo ello ha de
ser sufrido en las situaciones de exilio.
Arrancado de cuajo de su hogar y de su medio, fresco aún el dolor de la derrota y el desgarro por
lo perdido, el exiliado tiene que partir sin alcanzar casi a despedirse de sus familiares y amigos.

La despedida es, en sentido riguroso, un acto ritual que, según Sánchez Ferlosio (1983), sirve
para la «protección del límite». La partida para un viaje es el límite que divide el estado de unión
del estado de separación entre el que se va y el que se queda, entre la presencia y la ausencia. En
ese límite se crea de pronto la tensión de la confianza de «volverse a ver», junto con el temor de
no «volverse a ver». El viajero que se va sin despedirse no deja de estar aguijoneado por un
impaciente estado de desasosiego y de aprensión. Muchas veces, durante el viaje, intentará
subsanar la falta de despedida desde cualquier teléfono para calmar su ansiedad a través del
recíproco «menos mal que te encuentro» y «menos mal que me has llamado». Las voces del ido
y del quedado sosegarán sus almas con el efecto de una reparación. La despedida pone un marco
protector al límite que traspasa la partida. La protección no sólo se refiere a la esperanza de
«volverse a ver», sino que se extiende también al «no volverse a ver». Cuando efectivamente
ocurre la desgracia, la despedida es lo que surge al instante como el primer asidero a lo que uno
se aferra con el alma entera para la comprensión y aceptación de la tragedia. El rito pone marcas
virtuales a lo inaprensible: esas marcas son índices localizadores y orientadores que esbozan un
horizonte en cada trance, porque lo primero que la conciencia necesita es saber por dónde anda,
dónde está. El rito es el aparato de marcas que, entre otras cosas, deslinda con toda nitidez lo que
de tiempo inmemorial se llaman el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

A los exiliados les falta generalmente este rito protector de la despedida. En la mayoría de los
casos tienen que partir en forma precipitada y abrupta. A todas sus angustias se añade la
provocada por la carencia de la despedida, lo cual hace que experimenten su partida como un
atravesar la frontera entre el reino de los muertos y el de los vivos. Para su vivencia profunda,
todos los seres amados de quienes no han podido despedirse y a quienes temen «no volver a ver
jamás» quedan transformados en «muertos» de quienes no pueden separarse satisfactoriamente.
Y sienten también que ellos mismos quedan como «muertos» para los demás.

Las personas exiliadas están obligadas a vivir lejos de su país, han sido forzadas a abandonarlo
por razones políticas o ideológicas, o han tenido que huir para asegurar su supervivencia. Por lo
tanto, se encuentran impedidos de volver a su patria, mientras persistan las causas que
determinaron su alejamiento.

Estos son los aspectos específicos del exilio que marcan una diferencia fundamental en las
vicisitudes y evolución del proceso migratorio: la imposición de la partida y la imposibilidad del
retorno.

Aunque el término «exilio' es usado en forma amplia para los alejamientos forzosos y comprende
a los que fueron denominados también «trasplantados», «desplazados», «despatriados», etc., se
asocia con el destierro que antiguamente los atenienses imponían a algunos de sus ciudadanos, y
que evaluaban en toda su significación, ya que la consideraban una pena grave, un castigo duro,
generalmente impuesto por motivos políticos, una verdadera condena.

En nuestros días, entre los problemas derivados de las luchas fratricidas y la violencia que
convulsiona a muchos países del mundo actual, el exilio es uno de los más serios, puesto que
segrega de la vida nacional a un importante sector de la población, obligándole a insertarse en
situaciones no buscadas y, por lo mismo, dolorosas y frustrantes.

Muchos de ellos pueden padecer el «síndrome del sobreviviente», que ha sido estudiado en los
prisioneros de los campos de concentración nazis que pudieron salvar sus vidas, mientras que sus
familiares v amigos fueron torturados y exterminados en las cámaras de gas. En forma similar,
los exiliados pueden sentirse abrumados por la culpa que experimentan frente a los compañeros
que han visto caer a su lado o cuyos terribles gritos han escuchado desde las celdas contiguas.
Este estado de ánimo es campo fértil para el escepticismo, la desilusión, cuando no la
desesperación.

En palabras de un escritor exiliado, M. Benedetti (1982), «a veces se tiene un valor a prueba de


balas y, sin embargo, no se posee un ánimo a prueba de desencantos. Muchos de estos jóvenes
que arriesgan la vida por una convicción política deben aprender el coraje más gris, más
modesto, de asumir una derrota, enfrentar una realidad distinta de la soñada y empezar a
construir una vida cotidiana».

Integrarse y romper la «sacralización» con que algunos viven el exilio es sentido también como
la pérdida de una identidad que los definía. Se sienten entonces inseguros, ansiosos,
descolocados: les cuesta, aún más que a otros inmigrantes, encontrar un sitio en la nueva
sociedad, ya que no pueden reproducir en las nuevas condiciones lo que constituía el eje de sus
vidas.

La situación de los exiliados en el nuevo país es compleja. No vienen «hacia» algo, sino huyendo
o expulsados «de» algo, amargados, resentidos, frustrados. Para hacer frente a sus múltiples
problemas pueden utilizar como defensa la negación del tiempo presente, que queda como
«prensado» entre la vida anterior mitificada y convertida en «lo único valioso», y la vida futura,
representada por la ilusión de poder volver al país de origen: ilusión tanto más idealizada cuanto
mayor sea la imposibilidad de realizarla.

En los primeros tiempos de su exilio pueden sentirse como héroes, acogidos con admiración y
simpatía, o como renegados, por sus sentimientos de culpa. Esto también pesa en contra de sus
posibilidades de integración al nuevo medio, ya que dicha integración puede ser sentida como
«traición»: a la causa, a los que quedaron, a los que murieron.

En tales casos, pueden reaccionar con rechazo ante todo lo que ofrece el país nuevo y no está en
función del propio: costumbres, idioma, trabajo, cultura, etc. Este rechazo enmascara tanto la
culpa por los que quedaron como el rencor y el odio contra el propio país que los ha expulsado;
odio que, por absurdo que resulte, se proyecta sobre el país nuevo, el país que acoge. Y así, a
veces, en vez de ser vivido como sitio «salvador», es sentido como el causante de los males que
sufre el exiliado, mientras se idealiza el hogar, con nostalgia sin fin. A veces ocurre como con los
niños de orfelinato que, al ser puestos en hogares adoptivos, se vengan en los nuevos padres de
las carencias sufridas: en el fondo, porque recién ahora tienen quien les escuche.

Pero los sentimientos de odio son armas de doble filo: estímulos vitales si pueden ser controlados
y dosificados con prudencia, pero armas peligrosas y destructivas si son ellos los que dominan.
Además de atacar la propia cordura pueden destruir las fuentes de esperanza y ayuda, si el odio
del exiliado se dirige, en forma masoquista, contra quienes lo han recibido: por ejemplo,
volviéndose demasiado exigentes ante el medio, al que convierten en blanco de todo tipo de
críticas y en el que proyectan la incapacidad de dar, ayudar y proteger que experimentan frente a
los suyos.

Esa incapacidad de dar es consecuencia del estado de regresión y dependencia iniciales en toda
migración, que ya hemos desarrollado en otro capítulo, pero que parece presentarse con mayor
intensidad y mantenerse mayor tiempo entre los exiliados. A veces se manifiesta por intensa
avidez oral y la dificultad de espera: necesidad perentoria de obtener lo que necesitan de un
modo inmediato.

Las tensiones del exilio inciden en la vida familiar creando nuevos conflictos o reactivando los
ya existentes. También en este ámbito los sentimientos de culpa por haber involucrado a los
familiares en un destino tan duro puede ser causa de intenso sufrimiento, o bien ser proyectados
sobre la pareja dando lugar a mutuas acusaciones de haber desprotegido a los hijos,
exponiéndolos a un futuro incierto y difícil. Lo dice también Benedetti: «...como el exilio aplana
y tritura, a alguien hay que achacarle la culpa de toda la frustración, de toda la angustia y, por
supuesto, se machaca al contiguo, al prójimo más próximo...».

Esta es una situación que pone a punto de ruptura a muchas parejas, cuando no a rupturas
definitivas. Algunos exiliados, que habían desarrollado una intensa militancia política en su país,
sienten que no pudieron ocuparse de las necesidades de sus niños: antes, por haber antepuesto
otros intereses, que consideraron prioritarios e impostergables; y ahora, por sentirse
empobrecidos y fracasados, no pueden brindarse como modelos de identificación.

La falta de estabilidad, el sentirse como «de paso» (con ilusiones de pronto retorno), explica la
carencia de interés, en ciertos casos, para tratar de recuperar su nivel social o profesional
anterior; recíprocamente, la degradación social de muchos de ellos aumenta la inseguridad y la
persecución. La necesidad de ejercer, para sobrevivir, los más variados oficios que no eran los
suyos, dependiendo excesivamente de otros en contraste con su independencia anterior, puede
llegar a hacerles sentir como despersonalizados, siéndoles difícil asumir otra identidad que la de
«exiliado».

Aun en el mejor de los casos, la situación —por lo impuesta y no elegida— resulta dolorosa y
sigue siendo una «condena». Ciertos exiliados han expresado que todo el vasto mundo al que
pueden acceder no es más que una cárcel, porque se sienten privados de estar en el único sitio en
el que quisieran estar: su país. Otras personas, que estuvieron presas durante años, se sentían
«exiliados», porque estar en la cárcel era estar condenados a estar fuera del país.

En ese sentido, nos parecen elocuentes las palabras de un periodista exiliado: «Estamos
condenados a que nuestros hijos se críen en un idioma que no es el suyo, y que nuestros ojos no
reconozcan las calles y los árboles. Estamos condenados a mirar a los abuelos morirse
lentamente por correo, y a los sobrinos nacer por repentinos telefonazos. Pero tal vez la peor
condena de todas es ver cómo nuestro país se retira, se nos va como una marea extraña, distante,
indescifrable, y presenciar cómo, indecisos, nuestros cuerpos comienzan a buscar estabilidad
después de años precarios; nuestros cuerpos comienzan a acostumbrarse, en contra de su
voluntad y tal vez para siempre, a una tierra que no han escogido de su libre albedrío.» En estas
condiciones, el «tal vez para siempre» tiene connotaciones trágicas: expresa la angustia ante lo
que el ser humano siente como inexorable, irremediable, como la muerte.

En las fantasías primitivas se alude a la muerte con la expresión «reunirse con los antepasados».
Esta metáfora revela la preocupación del individuo acerca del sitio donde ha de terminar sus días,
indicando —de este modo— el deseo de volver a la tierra de los ancestros, como fantasía
inconsciente de retorno al claustro materno.

Morir lejos..., «morir en tierra extraña», es sentido como más muerte: como la imposibilidad de
ese retorno fantaseado.

Esta preocupación suele aparecer, manifiesta o latentemente, en el material de los pacientes que
han vivido una migración; más aún, si esa migración es un exilio. Los ejemplos son abundantes
en la literatura y en las canciones populares y folklóricas. Por mencionar sólo alguna,
recordamos aquella emotiva estrofa:

Lejana tierra mía,


bajo tu cielo
quiero morir un día
con tu consuelo.

Deseamos incluir en este capítulo el testimonio de un profesional exiliado de un país


centroamericano, que nos proporciona un relato elocuente y conmovedor de su experiencia
personal. Sus reflexiones sinceras, dramáticas, claras y profundas hablan por sí mismas y nos
ahorran todo comentario ulterior.

«... Mi esposa llegó un día a mi despacho portadora de un mensaje singular: una persona amiga y
sumamente confiable había sido informada de que mi nombre estaba entre los primeros de una
lista de profesores universitarios que deberían ser asesinados por orden de las fuerzas
gubernamentales de mi país. El hecho ocurrió dos días después de que un amigo y colega fuera
secuestrado, brutalmente torturado y finalmente asesinado.

»La información precipitó una vertiginosa carrera de varias horas de duración durante las cuales
se buscó dónde esconderme, se halló la manera de hacerme salir del país, se me lleyó a abordar
un avión (en el cual encontré a otro de los amenazados), y concluyó en el abandono violento de
todo lo que había constituido mi manera de vivir.

»En el transcurso de ese tiempo, viví una mezcla intensa de hechos, sentimientos y reflexiones
que, si bien me permitieron hacer adaptaciones parciales y pasajeras a las circunstancias, no
dejaron mucho lugar para pensar en el futuro ni recapacitar en el pasado o el presente
manteniéndome, más bien, en una situación de irrealidad casi disociativa en la cual funcionaba
como un observador un tanto pasivo de los hechos, reaccionando a ellos sólo en cuanto
representaban la posibilidad de un peligro inmediato para mi vida. Por ejemplo, cuando después
de haberse cerrado las puertas del avión se retrasó su despegue por alrededor de veinte minutos,
mi amigo y yo nos sentimos sobrecogidos por un miedo y una angustia que, en el momento, no
tenían más base que nuestras sospechas y desconfianza. Posteriormente, nos enteramos de que
nuestro temor no fue del todo infundado, ya que el retraso se debió a un intento de última hora
por sacarnos del aparato.

«El viaje, que en sí fue normal, nos hizo vivir una transición emotiva que principió con una
sensación de alivio y fue seguida rápidamente por las primeras manifestaciones de una toma de
conciencia de la realidad del exilio. Inicialmente hubo reflexiones nostálgicas con respecto a lo
que dejábamos y a nuestra suerte, y también pensamientos acerca del futuro de quienes luchaban
abajo, con quienes nos identificábamos un tanto envidiosamente como para compensar la
incertidumbre de nuestro propio porvenir. Luego, el encuentro casual con otro colega que viajaba
por razones de placer fue suficiente para acallar por un rato nuestras congojas con una larga
plática de trivialidades. Sin embargo, nuestras preocupaciones volvieron cuando llegamos a la
ciudad que era nuestro punto de destino.

«Ya en ella, aparte de pequeños incidentes como estar pendientes de los automóviles que nos
seguían, que demostraba cuán ansiosos y atemorizados habíamos estado viviendo, nuestro
pensamiento se concentró en llegar al apartamento y llamar a nuestro país para informar que
habíamos llegado sin novedad y enterarnos de cómo habían quedado nuestros familiares y
amigos. Con esto se inició una cadena de temores acerca de su seguridad.

«Dos días después, me reuní con otros compañeros en la misma situación. Con ellos compartí el
inicio de la elaboración de nuestro duelo a través de constantes y largas discusiones de posibles
soluciones que parecían prometer el menor número de cambios y la pronta recuperación de lo
perdido; pero parece que también tratamos de negar la pérdida al fijar nuestra sede en las oficinas
de una Organización Internacional, en la cual, de alguna manera, veíamos una prolongación de
nuestros países.

«Pero la ilusión tenía que ceder ante la lenta e inexorable toma de conciencia de la realidad y así,
después de vagar mental y físicamente en busca del pasado, me di cuenta de que debía hacer algo
para sobrevivir y principié a buscar trabajo. Esta decisión fue importante porque con ella di el
primer paso hacia una posible solución de los problemas.

«Si bien la elección del país en el que busqué refugio fue, en parte, fortuita, la de la ciudad donde
fijé mi residencia para trabajar estaba vinculada con mi historia personal previa y con un duelo
pendiente. Ello me brindó la oportunidad de intentar una recuperación. Por otro lado, encontrar
trabajo me permitía comenzar a planear la reunión con mi familia.

«Pienso que emigrar es más que simplemente moverse de un lugar a otro; es, en realidad, un
fenómeno tan complejo que puede ser enfocado desde tantos y tan diferentes ángulos, que se
corre el riesgo de no tratarlo como un todo con manifestaciones cuantitativas distintas. En todo
caso, lo que no se puede discutir es que emigrar es un acto que afecta profundamente al
individuo, a quienes le rodean y al ambiente común de una manera mutuamente determinante.

«He emigrado dos veces y en las dos ocasiones lo he hecho al mismo país. En ambas
oportunidades sabía que mi partida sería por un tiempo prolongado, pero esta vez no estoy
seguro de su duración, ni depende totalmente de mí decidir mi retorno. Cuando vine por primera
vez, lo hice voluntariamente buscando determinadas metas; esta vez no quería dejar mi país, y
mis planes eran permanecer en él por el resto de mi vida; pero la causa de esta segunda partida
fue por motivos de supervivencia.

«En ambas he sufrido crisis de identidad, tristeza, pérdida con intentos de recuperación; he
sentido cólera, culpa y también satisfacciones, junto con resistencia y aceptación de la nueva
cultura, y he idealizado la vieja y sus objetos tanto como le he hecho con lo que he esperado que
los nuevos me pudieran dar. Sin embargo, en el tiempo, la calidad de todo esto ha variado en
grado, conceptualización y objetivos, produciendo contradicciones acordes con la combinación
sumamente dinámica de los factores internos y externos.

«Hice frente al problema de conservar mi identidad al mismo tiempo que luchaba por cambiarla,
porque al des-idealizar mi quehacer pude aceptar aspectos "malos" en mi cultura e incorporar
aspectos "buenos" de la nueva sin renunciar completamente a previas identificaciones. Todo esto
me ayudó a hacer los ajustes necesarios para vivir en una sociedad que, en su esencia, era similar
a la mía.

«Uno de los principales problemas de la separación tiene que ver con vivir y morir como proceso
en constante movimiento dialéctico. Resumiendo, cuando la separación ocurre, la posibilidad de
muerte se hace presente y comienza una lucha por evitarla. Separarse es morir en la mente del
otro, al mismo tiempo que llevar al que se ha quedado "muerto" en nuestra mente. La resolución
de ese conflicto de vida y muerte que, por supuesto, es manejado de acuerdo con factores
psicodinámicos y sociales individuales, determina la forma como reaccionamos a la separación.
En todo caso, lo que buscamos en esa situación de pérdida es seguridad que, dentro del contexto,
quiere decir también supervivencia.»

Vemos que, pese a lo dramático de la situación, los que tienen una personalidad más fuerte y
equilibrada, más recursos defensivos, mayor capacidad para tolerar el dolor y la frustración, y
para tolerar y elaborar la culpa por los que se quedaron o murieron, tienen también mayor
capacidad de espera, de admitir el cambio de situación y, lentamente, hacer el duelo por todo lo
perdido. Si, por otra parte, tienen la posibilidad de encontrar un medio acogedor que los reciba,
alguien que pueda contener sus angustias, pueden lograr reorganizarse y realizar un trabajo
creativo en el nuevo ámbito.

Así lo expresa un personaje de la novela de Benedetti Primavera con una esquina rota, ya citada:
«... Yo diría que hay que empezar por apoderarse de las calles. De las esquinas. Del cielo. De los
cafés. Del sol y, lo que es más importante, de la sombra. Cuando uno llega a percibir que una
calle no le es extranjera, sólo entonces la calle deja de mirarlo a uno como a un extraño. Y así
con todo. Al principio yo andaba con un bastón, como quizá corresponda a mis sesenta y siete
años. Pero no era cosa de la edad. Era el desaliento. Allá, siempre había hecho el mismo camino
para volver a casa. Y aquí, echaba eso de menos. La gente no comprende ese tipo de
nostalgias. ...Ya sé que a esta edad es difícil adaptarse. Casi imposible. Y sin embargo...» Los
ejemplos de los que pudieron son numerosos. Por no citar más que los vinculados a nuestros
lugares de residencia original y actual, recordaremos que la guerra civil española llevó a las
costas de América grandes cantidades de exiliados: exiliados forzosos y también exiliados
voluntarios.

En la última década, las convulsiones políticas de muchos países latinoamericanos trajeron a


España nuevos exiliados, voluntarios o forzosos, invirtiendo la dirección de la corriente
migratoria.

Tanto en una como en otra orilla muchos rehicieron sus vidas, curaron sus heridas y se nutrieron
de lo nuevo y diferente que ese mundo les ofreció. Los más dotados, entre ellos no pocos poetas
y científicos, músicos, pintores y catedráticos, actores y escritores, pudieron «aprender de la
experiencia» y, enriquecidos con lo vivido y sufrido, producir una obra que trascendió
largamente las fronteras de su país de adopción.

17. Segunda generación de inmigrantes

Hemos pensado que sería útil, a la vez que aportaría una visión complementaria, presentar un
estudio del impacto de la experiencia migratoria no sólo en quienes la vivieron en forma personal
y directa, sino también en los hijos de estos inmigrantes que, aunque nacidos y radicados en el
país de adopción, sufrieron —de una u otra manera— las consecuencias de los duelos
postergados o elaborados patológicamente por sus padres.

Pero para desarrollar este tópico, con todas sus interesantes implicaciones y complejas
vicisitudes, preferimos exponer en esta ocasión, en forma resumida, el material clínico descrito
por la doctora Giuliana S. de Dellarossa en su trabajo El profesional en tanto descendiente de
inmigrantes (1977).

Lo hacemos así por una doble motivación: el ejemplo clínico es sumamente ilustrativo de
conceptos que hemos expuesto en este libro y de criterios que hemos compartido con la autora; y,
muy especialmente, porque deseamos —de este modo— rendir un homenaje a una colega y
amiga muy querida, trágicamente desaparecida hace poco tiempo.

Los países de inmigración como Argentina ofrecen la posibilidad de presenciar cambios muy
llamativos desde una generación a la otra, en el curso de pocos años. Todos los psicoanalistas
hemos tenido oportunidad de entrar en contacto, a través de entrevistas o tratamientos, con
profesionales cuyas historias presentaban características similares. Se trataba preferentemente de
médicos cuyo nivel social, económico y cultural se hallaba a años luz del de los abuelos y, a
veces, inclusive del de los propios padres.

Hemos hablado de los mecanismos defensivos utilizados por los inmigrantes para contrarrestar
las angustias y conflictos determinados por la nueva experiencia que deben enfrentar.

En los grupos migratorios a los que se refiere este trabajo, la idealización ocupó un lugar
prevalente con características regresivas, centrándose principalmente en la oralidad. Todo lo
referente a la alimentación adquiría una importancia extraordinaria. Cualquier acontecimiento se
festejaba con una comida y la mesa, que ocupaba el lugar más importante de la casa, era el centro
de unión de los vínculos familiares.
Tanto el comer como las otras funciones del aparato digestivo eran temas principalísimos de
conversación y resulta fácil descubrir detrás de ello temores hipocondríacos relacionados con las
ansiedades persecutorias, por la pérdida del objeto idealizado tierra-madre-pecho que alimenta.
Su origen se remonta, obviamente, a los vínculos afectivos tempranos del individuo o, mejor
dicho, a la patología de tales vínculos.

Estos inmigrantes eran mayoritariamente de origen humilde y pasaron penurias económicas en


los primeros tiempos de su vida en el nuevo país. Pero después de los difíciles comienzos, y en la
medida en que las condiciones de vida mejoraban iba surgiendo el deseo y la posibilidad de que
alguno de los hijos, si no todos, siguiera estudios universitarios, siendo la carrera de medicina la
preferida.

Generalmente era el menor el que lograba cumplir este deseo, con la ayuda económica del padre
y los hermanos mayores.

La elección preferencial de la carrera de médico se debe, en parte, al halo de magia que aún
rodea la imagen de este profesional, heredero del brujo tribal, pero para los inmigrantes, más
específicamente, el hijo médico representa el logro de aspectos idealizados del país actual, ya
que la mayoría de ellos no hubiera tenido acceso a estudios superiores en su país de origen. Por
otra parte, en relación con las ansiedades hipocondríacas mencionadas, tener un hijo médico
significa que un miembro de la familia esté capacitado para hacerse cargo de las mismas y
controlarlas.

¿Cuál puede ser la reacción de ese hijo ante un destino que lo diferencia tanto de su núcleo
familiar? Por un lado, pesarán sobre él sus propios conflictos neuróticos como para cualquier ser
humano, pero a éstos se agregarán, en mayor o menor medida, según el caso, las secuelas del
trasplante por la migración.

Si el núcleo familiar estaba bien integrado y emocionalmente maduro, la migración se habrá


elaborado en su momento. Los miembros de esta familia habrán salido de la prueba con los
vínculos afectivos reforzados por la experiencia compartida. Dentro de este marco familiar, el
hijo que logra sobresalir cuenta tanto con el apoyo de sus objetos externos reales, que han
identificado proyectivamente en él sus aspectos más valorados, como con la aprobación de sus
objetos buenos internos.

En tales circunstancias, la vocación de médico adquiere el significado de una sublimación


lograda, donde ésta, junto con los procesos reparatorios y la creatividad, reemplazan los
mecanismos de defensa neuróticos y psicóticos.

Cuando, en cambio, el núcleo familiar, enfermo con anterioridad, emigra, su patología se hace
manifiesta o se incrementa. Es frecuente que en un primer momento la familia mantenga cierta
cohesión ante la situación de emergencia y mientras ocupa en la acción y la lucha por sobrevivir
todos sus recursos, aparente cierto nivel de salud mental. Las ansiedades persecutorias se colocan
exclusivamente en el mundo externo, en las dificultades reales contra las que se lucha
activamente. Estos son los casos en que, como lo hemos descrito en otro capítulo, el duelo se
posterga. Dentro de ciertos límites, esta postergación es operativa, en cuanto el trabajo de duelo
implica un retiro de interés del mundo externo y, en consecuencia, dificulta la acción.

Hay casos en que el duelo se posterga tanto que se delega en la segunda generación. Sucede
entonces que la familia original que emigró mantiene un equilibrio más o menos estable en
apariencia, pero el duelo no elaborado pesa sobre sus integrantes y uno de los miembros de la
generación siguiente será necesariamente el depositario del mismo.

Si dentro de este cuadro familiar uno de los hijos llega a seguir la ambicionada carrera de
médico, es probable que se trate de una pseudovocación originada por impulsos reparatorios de
características maníacas.

En este caso, el triunfo, lejos de tener un sentido gratificador hacia los objetos primarios externos
y de reparación de su imagen interna dañada, significa un ataque destructivo contra los mismos,
con todo el corolario de ansiedades persecutorias retaliativas.

La autora expone un historial clínico que avala esta última hipótesis. Se trata de un médico
gastroenterólogo, hijo de inmigrantes polacos de condición muy humilde.

El abuelo paterno había sido herrero y tanto el padre del paciente como el paciente mismo
conocían perfectamente el oficio. El padre, que había llegado al país de pequeño, había intentado
varios negocios en diferentes lugares de provincia, sin mucha suerte. Todo lo que había
emprendido había fracasado hasta que se resignó a aceptar un empleo mediocre pero seguro, en
situación de dependencia.

La madre, también de ascendencia polaca, aparecía como una mujer amargada e hipocondríaca.
El paciente, al referirse a su infancia, la recordaba siempre abrumada por las tareas de la casa y la
crianza de sus cuatro hijos, de los cuales él era el tercero. Fue el único que llegó a ser
profesional, mientras que sus hermanos eran simples obreros con escasa instrucción, y su
hermana mayor se había casado con un hombre de la misma condición. El paciente es descrito
como un hombre de facciones toscas, de manos descuidadas y ropa gastada y desaliñada. Nada
en él respondía a la imagen convencional del profesional argentino, tan cuidadoso de su
apariencia.

Su manera de hablar era ostentosamente vulgar y las expresiones populares que usaba crecían de
tono cuando se enojaba, por todo lo cual resultaba una sorpresa enterarse que sabía muchísimo
de música clásica y de literatura.

Estaba casado con una mujer que, pudiendo realizar otras actividades, prefería dedicarse a los
tres hijos que tenían, lo cual obviamente a él le complacía. El paciente se quejaba de que era
«delgada» y «no le gustaba comer», mientras que él mismo solía comer desaforadamente y,
durante un tiempo, al salir de las sesiones entraba compulsivamente en el bar más cercano, donde
comía hasta hartarse.

A poco de empezar el tratamiento fue surgiendo que su vida era un caos en todas las áreas. Por
no citar más que una, nos referiremos a su situación económica: vivía sumido en un mar de
deudas, para pagar las cuales pedía una y otra vez préstamos a bancos u otras instituciones
crediticias, con lo cual no hacía más que incrementar sus obligaciones mensuales.

Cada vez que conseguía un nuevo crédito se sentía eufórico como si, en vez de haber contraído
una obligación más, hubiese recibido un legado o ganado un premio en la lotería. Para hacer
frente al pago de todas sus letras trabajaba un número increíble de horas diarias, a consecuencia
de lo cual apenas veía a su familia. Temía que su mujer se cansara de la vida que llevaban y se
separara de él.

A esta adicción a los préstamos se sumaba el hecho de que pronto se veía compelido a hacer
gastos desmedidos y superfluos. De un día para el otro cambiaba el coche porque se le ofrecía
«una ocasión que no podía desperdiciar», aunque el fin de semana anterior se hubiese quedado
sin salir porque no tenía dinero encima como para ir al cine; o bien se encaprichaba en comprarle
una alhaja a su mujer, quien se había estado quejando que ni ella ni los niños tenían un par de
zapatos decentes.

En consecuencia se atrasaba, por ejemplo, en el pago de algunas de sus obligaciones bancarias


hasta que recibía una carta conminatoria. Entonces, lleno de angustia y maldiciendo, corría a
hablar con algún gerente para convencerlo de que esperara antes de tomar medidas legales, para
lo cual exhibía su condición de médico como garantía de integridad. Por lo general conseguía
alguna prórroga.

Otras veces dejaba de pagar los aranceles del colegio de sus hijos, que había elegido privado y
caro, «porque quería darle lo mejor», hasta que lo citaban de la administración del mismo. De
más está decir que se atrasó en varias ocasiones en el pago de los honorarios a su analista, por lo
cual en una oportunidad estuvo a punto de interrumpir su tratamiento.

Con sus padres lo unía un vínculo ambivalente de sometimiento, culpa y agresión, igual, que con
sus hermanos, a quienes casi nunca veía. Por lo general, éstos le buscaban cuando necesitaban
algo, frecuentemente dinero o un aval que él, con su título de médico, les podía facilitar, A pesar
de sus propias dificultades económicas y del mal vínculo que los unía, siempre les daba el dinero
sabiendo que no lo devolverían ni él se atrevería a reclamarlo. Por su parte la madre, siempre
quejosa y enfermiza, no le pedía opinión como médico, sino muestras de medicamentos
ofrecidos como propaganda por los laboratorios o bien los que, como médico, podía obtener a
precios reducidos.

Tanto a través de estos datos como de otro material de análisis se veía claramente que el paciente
se había convertido en el objeto idealizado del grupo familiar y blanco de sus ataques envidiosos;
él, por su parte, se sentía obligado a apaciguar continuamente al grupo familiar por sus propios
logros.

Ser médico respondía, en este hombre, a una pseudo-vocación determinada por la necesidad de
reparar maníacamente a sus objetos internos vaciados y dañados.

El episodio central
Como el hecho más traumático de su infancia relató algo que había acontecido cuando tenía unos
cinco años de edad. El padre iba a emprender una nueva aventura comercial, por lo cual trasladó
una vez más a la familia a un lugar de provincia pero, por alguna razón que nunca pudo ser
debidamente aclarada, decidieron llevar consigo a los hermanos, dejando al paciente con los
abuelos paternos durante casi dos años. Este acontecimiento fue calificado por él de «abandono»
y durante gran parte del análisis apareció como el principal factor desencadenante de su neurosis.

Durante su tercer año de tratamiento ocurrió un episodio que echó cierta luz sobre el
funcionamiento de su enmarañado mundo interno. La sesión había transcurrido sin mayores
alternativas, el material era repetitivo y la analista se sentía frustrada, habiendo intentado
comprender el material sin conseguirlo. Ya sobre el final de la hora el paciente se quedó
repentinamente en silencio. Al preguntarle el motivo de ese silencio, él contestó: «Estaba
pensando qué haría usted si yo ahora al levantarme le diera una patada.» A raíz de esta ocurrencia
el aburrimiento de la terapeuta se disipó de inmediato, pero también se quedó suficientemente
desconcertada como para limitarse a señalar que debía haber algún motivo por el cual alguien
deseara patear al otro, y así finalizó la sesión.

Al día siguiente el paciente llegó de muy buen humor y comunicó inmediatamente que el día
anterior, cuando salía del consultorio, había percibido un sentimiento muy cálido y afectuoso
hacia su analista. Este comienzo no parecía muy consecuente con el final de la sesión anterior,
pero teniendo en cuenta su historia personal y su manera de manejar los procesos defensivos, la
analista invirtió el orden de los elementos y le interpretó que había percibido esos sentimientos
cariñosos al llegar a la sesión el día anterior, y que los había ocultado hablando de cosas
indiferentes hasta el final de la hora, por miedo a que ella lo descubriera necesitado de cariño, y
que no respondiera como él lo deseaba. Esto habría sido el equivalente de recibir una patada, por
lo cual él se había adelantado al supuesto rechazo, dándole una patada en su fantasía. Solamente
después de hacerlo pudo reconocer sus sentimientos cariñosos.

El efecto de esta interpretación fue inesperadamente dramático. El paciente se echó a sollozar


como un niño. Cuando pudo hablar otra vez expresó, entre palabrotas y maldiciones, que por
primera vez se daba cuenta que siempre había sentido miedo de demostrar cariño, y reconoció
que eso había sido muy doloroso para él y que seguramente había hecho, sufrir también a los que
lo rodeaban.

Si bien había sido insólito ver llorar así a un hombre con su físico y sus modales, no menos
sorpresivo fue lo que ocurrió a continuación. El descubrir su miedo a querer, se asoció
inevitablemente con el episodio del «abandono» de los padres cuando éstos se fueron de Buenos
Aires y lo dejaron en la casa de los abuelos, sólo que en esta ocasión el relato fue completamente
diferente de las innumerables veces anteriores en que había mencionado el hecho. Hasta ahora el
énfasis estaba puesto en el mal trato que había significado esa inexplicable discriminación
familiar. Esta vez, en cambio, la evocación fue nostálgica y las imágenes aparecieron coloridas y
llenas de ternura.

Describió la modesta vivienda de chapa y madera de los abuelos, en la que había que lavarse en
el patio abierto con enrejado de madera, y recordó el viento helado que se filtraba allí por la
mañana. La calefacción consistía en una olla con cenizas y carbón colocada en el centro de la
habitación. Toda la familia se reunía a «tomar mate» (bebida típica argentina) antes de empezar
las tareas del día. Después los tíos salían, la abuela se ponía a cocinar y el abuelo, aunque de
carácter hosco, lo buscaba a él para jugar a las cartas. El dicho de la familia era que a pesar de la
pobreza había que comer bien y evocó con fruición los empanados, los huevos fritos y los
pimientos que preparaba la abuela. Agregó: «Todo era de excelente calidad y se comía todo el
día. Había una huerta al lado de la casa con verduras, ensaladas, y todo venía fresco a la mesa.
La abuela no era una gran cocinera, pero todo lo que hacía lo hacía bien. Nunca sentí hambre y la
sensación de calor no era por la estufa, sino porque estaban todos reunidos y se llevaban bien. Yo
era el único niño y todos me mimaban.»

Luego de este relato se hizo claro que el paciente había mantenido celosamente aislado este
recuerdo, protegiéndolo mediante la transformación en lo contrario de toda su carga afectiva. Lo
mismo había ocurrido en la transferencia, en la fantasía de la patada. Su estancia en la casa de los
abuelos fue sin duda una buena experiencia, pero seguramente era también un recuerdo
idealizado. El paciente tenía poca capacidad para discriminar entre lo bueno real y lo idealizado
en la fantasía. Las dos cosas se confundían y para defenderse recurría a una disociación que se
manifestaba, como hemos visto, en las diferentes áreas de su vida. Con su trabajo profesional no
alcanzaba a satisfacer sus necesidades económicas, por lo cual recurría a los préstamos que lo
llenaban de euforia en cuanto parecían confirmar la existencia del objeto ideal dispuesto a
satisfacer incondicionalmente su voracidad. La analista representaba la imagen de la madre
abandonante, mientras que la pizzería era la abuela idealizada.

La buena experiencia real vivida con los abuelos en los comienzos de la latencia estimuló
seguramente su desarrollo intelectual. La transformación de la misma en su contrario, lo protegía
de sus sentimientos de culpa por haber gozado del cariño anhelado durante ese lapso breve pero
significativo, fuera de su familia original. No hay duda que percibió la sensación de «abandono»
al dejar la casa de los abuelos y no al llegar allí y debió haber deseado fervientemente quedarse a
vivir con ellos. Pero la experiencia buena real fue deformada maníacamente porque coexistía con
el abandono de los padres.

Después de este episodio en el análisis pudo empezar a reconocer que las deudas eran con sus
objetos internos dañados, identificados proyectivamente en el padre melancólico, en la madre
hipocondríaca y en sus hermanos menos aventajados, y que ni los bancos ni las instituciones
crediticias ni la analista eran objetos incondicionales e inagotables cuya obligación fuera la de
compensar todas sus frustraciones. Cuando comprendió que un préstamo es un contrato entre dos
partes adultas y que a él le correspondía devolver con creces (intereses) lo que recibía, sacó la
conclusión, bastante obvia por cierto, de que arreglando de una vez por todas sus finanzas podría
disminuir considerablemente su ritmo de trabajo, con el beneficio consiguiente para él mismo,
para su familia y por supuesto también para sus pacientes.

A raíz del análisis de esta situación empezó también a controlarse en la comida, suprimió las
visitas compulsivas a bares y pizzerías, por lo cual perdió algunos kilos de peso y su aspecto
mejoró bastante. Ulteriormente cambió de profesión, realizando otra actividad más satisfactoria
para él, lo que confirmaba que la medicina era una pseudovocación en él.

Conclusiones
Hemos visto que los principales núcleos de identificación de este paciente habían sido dos: el de
su familia original más conflictivo y el de la familia del abuelo, más sano pero más tardío. Esto
explicaba algunas de las contradicciones de su personalidad.

En el caso presentado los abuelos parecieron tolerar la migración e hicieron una


pseudoadaptación manteniendo cierta cohesión, gracias a haber logrado trasplantar con ellos
aspectos idealizados de su país de origen, especialmente los vinculados a la oralidad, y adaptar
los mismos a las costumbres locales («tomaban mate todos juntos»).

La disociación recayó sobre el padre del paciente, quien intentó elaborar el duelo en un nivel
melancólico. En efecto, repitió la migración yendo a buscar trabajo de una provincia a otra, pero
fracasando sistemáticamente.

En cuanto al paciente, si bien logró asumir el rol del hijo que triunfa, lo hizo a través de
mecanismos maníacos y psicopáticos que, al fracasar, lo sumían en la confusión.

En este contexto cobraba significación un episodio que en su momento no había sido tan claro:
en una oportunidad, el paciente había venido a sesión con el pullover colocado al revés; la
analista pensó que se trataba de un acto fallido, pero el paciente le explicó que no se trataba de
un error, sino que del lado derecho estaba muy sucio. Más adelante se pudo entender que había
sido un intento de negar maníacamente la confusión de valores que regía su mundo interno como
consecuencia del collage de identificaciones entre su familia primaria y la de sus abuelos. Si lo
sucio estaba por dentro, nadie se enteraría y todos deberían creer in que el quería mostrar, no
importa cuán burdamente se notaran las costuras por fuera.

Así transformaba algo sucio en limpio (a los ojos de los demás), como la experiencia infantil con
los abuelos que idealizó y ocultaba culposamente, mientras enfatizaba su papel de víctima
inocente (limpia) acentuando su resentimiento por el abandono de sus padres.

La familia reaccionó acorde al propio nivel de enfermedad. Así, en vez de identificar


proyectivamente en él aspectos buenos y valiosos, cada uno explotaba su condición de médico en
provecho propio, con fines no médicos (avales, rebajas), denigrando sus conocimientos como tal.

El mismo denigraba su profesión cuando la exhibía para conseguir créditos o prórrogas,


trabajando más para cubrir sus deudas que para curar a sus enfermos, y sin poder darse el sitio
que le hubiera correspondido en su medio.

A través de este caso se puede ver uno de los posibles efectos de la migración en los
descendientes de inmigrantes que se destacan del medio familiar, cuando el duelo del trasplante
no ha sido elaborado por la generación que ha emigrado.

18. Los que pueden volver

Aunque la vida implica un devenir continuo, y cada día es diferente y en el que hay que recrear
lo que ayer desapareció, la migración exige recrear cosas básicas, fundamentales, que se creían
hechas de una vez y para siempre: volver a crear un ámbito de trabajo, establecer relaciones
afectivas con nuevas gentes, volver a contar con un entorno de amigos, instalar nuevamente una
casa que no sea una tienda de campaña, sino un hogar, y muchas cosas más.

Hacer todo eso demanda mucho esfuerzo psíquico, renuncias, aceptación de muchos cambios en
poco tiempo. Pero poder hacerlo, hace sentir que se tiene dentro de sí una fuerza, una capacidad
de desear, una capacidad de construir, una capacidad de amar.

Las adquisiciones externas son los correlatos de las adquisiciones internas, de nuevas
experiencias, de nuevos sentimientos: el nuevo país, la nueva sociedad, entran poco a poco a
formar parte de la propia vida como lo fue el país de origen; el inmigrante va perteneciendo cada
vez más al nuevo entorno y éste le pertenece, a su vez, cada vez más. Cada rincón de la ciudad
donde vive le va siendo familiar, se va cargando de significados y recuerdos, se ya asociando con
situaciones vividas, va siendo querido: esto le hace sentirse más rico, más pleno; hay más
personas y cosas a quienes querer.

Pero es frecuente que, simultáneamente, descubra que su integración tiene un límite, que nunca
será «uno de ellos», los nativos: que puede compartir con la gente que le rodea muchas cosas
pero no otras, y que lo mismo ocurre a los demás respecto de él.

Y es por entonces que suelen comenzar a rondar por la mente fantasías de retorno al propio país,
buscando recuperar el «arraigo» perdido. No estamos hablando, en este momento, de los deseos
obsesivos y compulsivos de retorno, que surgen con carácter torturante como consecuencia de la
desadaptación, o de la intolerancia intensa a estar lejos del hogar (homesickness).

Un paciente argentino, al comenzar su terapia con un analista también argentino, le ofreció


durante la entrevista inicial pagar sus honorarios cuando ambos estuvieran de regreso en Buenos
Aires. Su vivencia era la de ser «pobre» en el extranjero y «rico» en su país, proyectando,
además, su propia fantasía de retorno sobre el terapeuta.

En sus primeras sesiones llegaba demasiado tarde o demasiado temprano: lo asoció con lo que
llamaba «su lealtad» y su deseo de cumplir con lo que suponía que los demás esperaban de él, sin
conseguirlo. El terapeuta le interpretó que su problema con el tiempo debía representar un
símbolo de su vínculo con la gente: que pecaba por exceso o por defecto, y le costaba encontrar
la medida justa en el trato con los demás y con el analista en la transferencia en ese momento.

El paciente admitió que eso le ocurría desde que había llegado al nuevo país; en efecto, había
notado su dificultad en saber cómo comportarse para ser aceptado por los nativos, decidiendo
que debía conducirse con «lealtad». Se pudo ver que, inconscientemente, lo que él llamaba
«lealtad» implicaba su sometimiento para aplacar a los que temía como perseguidores, así como,
en otros momentos, correspondía a una formación reactiva tendiente a contrarrestar su propio
desprecio y rechazo por los demás.

Con posterioridad surgió en el análisis que se sentía culpable del suicidio de una hermana que
había quedado en su país de origen, por haberla abandonado y no haber contestado «a tiempo»
sus cartas. En otro nivel, esa culpa correspondía a un sentimiento de «deslealtad» con su país,
por haberlo abandonado.

Toda esta problemática coincidió con el ofrecimiento que había recibido de ocupar un cargo muy
importante en «otra» institución y aunque las ventajas referentes al tipo de trabajo y la
remuneración le entusiasmaban, no se decidía a aceptarlo para no ser «desleal» con los colegas
de la institución en la que se encontraba trabajando.

A raíz de que su hijo sufriera un accidente de moto por el que tuvieron que escayolarlo y se
quejara de no aguantar el yeso, se sintió identificado con él, descubriéndose que había vivido su
migración como «un accidente» que le hacía sentirse oprimido, y quería encontrar la forma de
liberarse de «su escayola».

Tiempo después pasó por un período depresivo bastante intenso, durante el cual, entre otros
tópicos, se refirió a su sentimiento de culpa ante su mujer por no saber cómo satisfacerla y
contrarrestar las permanentes añoranzas y los fuertes deseos de regresar a la Argentina que ella
manifestaba con mucha frecuencia. Se pudo analizar su proyección sobre ella de sus propias
fantasías de retorno, complicadas por su gran ambivalencia para tomar una decisión firme en ese
sentido como, por ejemplo, fijar un plazo de estadía limitado a cierto número de años y luego
concretar el regreso. Decía que se sentía en el «otoño» de su vida y con grandes dudas acerca de
su capacidad para empezar algo nuevo en su propio país.

Significativamente, la idea de regresar a su patria y retomar contacto con familiares, amigos y


colegas de otra época no era vivido como un volver hacia lo conocido de su pasado, sino como
un ir hacia lo desconocido de una nueva experiencia, situación que contrastaba con la
proposición maníaca formulada en la primera entrevista.

Migraciones temporarias

Muy distintas son las migraciones que tienen «retorno previsto» desde el inicio: los becarios,
profesores invitados, representantes de empresas, etc. Tienen algo en común con las migraciones
corrientes, pero muchos aspectos que las diferencian profundamente.

La nueva situación provoca inevitables angustias por la pérdida de todo lo conocido y,


especialmente, el temor al fracaso en los objetivos fijados; pero hay un elemento básico que
convierte esta migración en algo diferente. El saber que el retorno no sólo es posible sino seguro,
hace que toda la experiencia pueda ser vivida como una aventura o un viaje excitante hacia lo
desconocido.

Pensamos que el sentirlo de esa manera está vinculado con la convicción interna de que las
propias «raíces» están a salvo: el sujeto puede estar lejos de su país y de sus seres queridos y
familiares, pero no se siente «desarraigado».

Sabe de dónde es y dónde están sus objetos. Las partes propias proyectadas en ellos y que
impregnan los objetos abandonados se sienten a buen recaudo y no expuestas a la desesperación.
Por lo tanto, con esta vivencia tranquilizadora que calma las ansiedades persecutorias y el temor
a la pérdida del sentimiento de identidad, no obstante las partes del self expuestas al cambio, el
individuo puede vivir este cambio en forma gozosa, permitiéndole estar abierto a todo nuevo
descubrimiento, conocimiento o experiencia.

Por otra parte, la existencia de un plazo conocido para el reencuentro con los objetos y partes
propias abandonadas sosiega el ánimo porque establece un límite en el tiempo de alejamiento.
Tanto gravita este hecho, que hemos podido observar que muchas personas en estas condiciones,
al sobrepasar «la mitad» del tiempo prefijado para su permanencia en el extranjero, empiezan a
sentirse en camino de regreso, «volviendo a casa» (no importa cuánto haya sido ese tiempo en
términos absolutos).

A pesar de todo, una persona que había residido temporariamente en varios países contaba que
tenía la vivencia de haber dejado cosas olvidadas en todos los lugares donde había estado.
Repetidamente le ocurría que creía tener a su disposición determinados materiales para su
trabajo, para terminar descubriendo que los había poseído en otra ciudad, pero no los tenía
consigo en su ciudad natal.

Los jóvenes, en general, emigran con mucha más liviandad y soltura que las personas de más
edad, no sólo porque son más fuertes y flexibles ante los cambios, sino porque, además, tienen la
vivencia, consciente o inconsciente, de que «no queman las naves»: de que hay padres que
permanecen en su sitio y adonde siempre pueden volver. Ya hemos hablado de cómo la edad
modifica las vivencias en relación con las migraciones, que el «poder volver» modifica aún más.

Las fantasías de retorno

Las fantasías de volver, presentes en toda migración, pueden sufrir diversos destinos: quedar
como proyectos pospuestos para el futuro pero que, entre tanto, son fuente de secreto placer y
compensan las vivencias de desarraigo que subsisten; pueden realizarse parcialmente a través de
viajes esporádicos, de visita; y pueden concretarse en un retorno más permanente. Cada una de
estas posibilidades está preñada de implicaciones posibles y puede dar lugar a sentimientos muy
complejos y variados.

Un paciente, al volver de unas vacaciones durante las cuales se había encontrado con uno de sus
hermanos, manifestó: «Esta vez, el despedirme de mi hermano me costó mucho. Me di cuenta de
muchas cosas de las que no me había apercibido cuando ocurrieron. Me alivia reconocerlo, pero
también me aterroriza.»

»Estoy como si recién ahora sintiera lo que no sentí cuando emigré: rabia, dolor y pánico. Yo
siempre me despido con toda facilidad; digo: 'hasta pronto', y me voy.

Pero esta vez me sentía como un niño pequeño que va el primer día a la escuela y no quiere ir,
quiere quedarse en casa, con la mamá. La ciudad donde vivo ahora me daba rabia y miedo.
Pensaba que ahí todos tienen lo que yo no tengo: una familia, buena o mala, pero que existe.»

«Lo peor es que sentía que 'no soy de ningún sitio'. Pensé en el proyecto, tantas veces imaginado,
de volver a ver mi ciudad, y recordaba lugares donde he vivido, pero me daban pánico: ahí están
mis muertos, mis ausentes, lo que se ha terminado. Para mí, 'la ciudad que era' ya no está.»
Estos o parecidos sentimientos expresa el poeta en doloridos versos: «Eso dicen: que al cabo de
nueve años, todo ha cambiado allá. Dicen que la avenida está sin árboles, y yo no soy quién para
ponerlo en duda. ¿Acaso yo no estoy sin árboles, y sin memoria de esos árboles que, según
dicen, ya no están?» (M. Benedetti.)

Los viajes de visita

Los viajes de «visita» al propio país (¿se podrían llamar de otra manera?), aun cuando no
impliquen un tanteo de las posibilidades de volver, significan una confrontación. El deseo
manifiesto es el reencuentro con todo lo abandonado, pero conlleva el gran temor al
desencuentro. En otro plano, es como si se quisiera y pudiera penetrar en lo incognoscible, de
saber cómo hubieran sido las cosas si no hubieran sido como fueron, y a través de ello ratificarse
o rectificarse en cuanto a haber tomado la decisión de partir.

Por último, y creemos que lo más importante, es la necesidad de comprobar que lo que se ha
dejado sigue estando, efectivamente, allí: que no todo ha desaparecido, transformándose sólo en
un producto de nuestra imaginación. Y que allí, los que hemos dejado nos han perdonado por
haberlos abandonado, que no nos han olvidado, que aún nos quieren.

Por eso, muchas veces, los viajes de visita están precedidos de sueños de contenidos
persecutorios, en que el emigrante que regresa es acusado de algo, actual o remoto, indefinido,
pero por lo cual es castigado o rechazado.

Una persona contaba con gran emoción los agasajos de que habían sido objeto, ella y su marido,
en su visita a su ciudad natal, después de varios años de ausencia. Pero más que la multitud de
invitaciones y las grandes recepciones que se hicieron en su honor, le había sorprendido que
todos, unánimemente, elogiaran su buen aspecto: habían utilizado adjetivos poco corrientes,
como «relucientes», «resplandecientes», etc.

Es posible que el reencuentro con los amigos, el ver que todos «estaban», la cálida y cariñosa
acogida, el «estar en casa» les hiciera tener un aspecto muy feliz, que los demás registraban.

Pero pensamos también que debían estarse expresando fantasías grupales en relación con «los
que se fueron». Parecería que el «tiempo» en que los que emigraron estuvieron lejos hubiera sido
un «tiempo distinto», como si fuera un tiempo extraterrestre: como si pensaran que hubieran sido
diez o veinte los años de ausencia, mientras que para los emigrantes hubieran sido tres o cuatro
(como era en realidad).

Por otra parte, también el grupo parecía manifestar extrañeza ante el hecho de que la hostilidad
inconsciente que pudieron haber sentido por el abandono no dañó irreparablemente a los que se
fueron: no los mató, ni siquiera los enfermó ni envejeció cuanto creían.

Para algunos integrantes del grupo la partida pudo haber sido sentida no con hostilidad, sino con
alivio, colocando inconscientemente en los emigrantes el rol de «chivo emisario» que, como en
los antiguos mitos, es enviado al «desierto» con la proyección de la culpa colectiva para que
deambule cargado con ella, o se despedace en trozos diminutos (splitting), para que los restantes
miembros del grupo puedan permanecer en casa (en el país), liberados de sus culpas. Esto
también explicaría las extrañezas inconscientes: «¿no habéis cumplido con el rol implícitamente
asignado?, ¿estáis contentos y relucientes?» El adjetivo «relucientes» puede vincularse con el
mito de la resurrección y su halo de «resplandor»; la sorpresa significaría también: «¿no estáis
muertos?, ¿habéis resucitado?»

Las visitas de regreso despiertan también otras vivencias: algunas personas se sienten muy
disociadas, percibiendo que todo ha cambiado mucho y nada es igual, al mismo tiempo que
sienten que es como si no se hubieran ido nunca.

En algunos despierta deseos de quedarse ya para siempre y otros, por el contrario, se sienten
reasegurados al saber que tienen un nuevo sitio que es suyo, aunque sea lejos, pero que ahora es
su ancla en la realidad.

En general, ni el que se ha ido está igual, ni lo que ha quedado sigue igual. Salvo aquellas
relaciones muy fuertes y sólidas, de raíces tan profundas que hacen a la identidad misma del
sujeto, durante las visitas suele haber una reorganización de los valores y los vínculos: se puede
sentir más extraño a aquel con quien antes se compartían más cosas y sentir muy cercano al que
antes no lo era tanto.

Un paciente que había regresado a su país de visita, pero también para terminar de llevarse
efectos personales que no había trasladado en su migración, comentaba luego: «Fui a retirar lo
que quedó, pero se me hacía muy difícil clasificar qué tirar y qué llevar: los valores de las cosas
habían cambiado, lo que había guardado como aparato de lujo, 'último modelo' en su momento,
ahora era obsoleto.» Lo mismo ocurre con algunos afectos y relaciones personales: algunos han
perdido actualidad y otros conservan un valor inalterable, con las cosas nobles, auténticas.

Ese mismo paciente recordó un único sueño de esos días: «Cuando todo había sido despachado
ya, encontré un paquete olvidado; no sabía qué hacer con él: no podía ni dejarlo ni llevarlo.»

Partir es también «partirse». Es llamativo ese doble significado del término. El sueño parecería
aludir a lo imposible que resulta partir completo, por entero.

Inevitablemente, durante las visitas, así como hay vivencias de recuperación de cosas, también
las hay de comprobación de pérdidas, que pueden ser vividas por algunas personas como
consecuencia de haber sido «despojadas» de sus pertenencias y «echadas» de su casa, aunque se
hayan ido voluntariamente.

La casa que fue del emigrante ya no lo es más: otras gentes viven en ella; su sitio de trabajo
también está ocupado por otros: las cosas que amó y fueron suyas están desperdigadas (como
partes de su propio self escindido y disperso, pero que no ha podido recoger y llevar consigo).

Todo ello provoca, además de dolor y celos, un sentimiento de extrañeza, como podría ser ver el
mundo después de haber muerto.
Si estos duelos, por los demás y por sí mismo, pueden ser re-elaborados, pensamos que la
experiencia de la visita es valiosa.

19. ¿Retornar?

La decisión de retornar no es fácil, tanto para los que han emigrado voluntariamente como para
los que sufrieron el exilio. Aun para aquellos que desearon ardientemente, con todas las
partículas de su ser, golpeados por la nostalgia que incesantemente les traía imágenes queridas de
su gente y de su tierra y que soñaban, día y noche, con el reencuentro con todo lo que habían
dejado atrás, decidir volver es difícil. Cuando el cambio de las circunstancias los enfrenta con la
posibilidad del regreso y el poder concretar la ilusión —tanto tiempo acariciada— de
reintegrarse a los suyos, muchos son los que dudan y vacilan. Algunos proyectan su propia
ambivalencia en sus familiares, como en el caso de un famoso actor para quien el exilio había
sido muy duro pero que, después de mucha lucha, había alcanzado el éxito, en base a su talento y
perseverancia. En su primer viaje de regreso a su país de origen, para cumplir con unos
compromisos profesionales, después del cambio político ocurrido en el mismo, le preguntaron:
«¿Qué piensas hacer, vuelves definitivamente?» Y su respuesta fue: «No estoy seguro. Nunca
creí que sucedería esto. Para mí es terrible. Mis hijos han hecho su vida allí, ya son adolescentes
y tendré que consultarles. No puedo abandonarlo todo, me ha costado demasiado. Veremos cómo
funciona la situación aquí. De momento voy a seguir así, viajando en cuanto pueda. Al fin y al
cabo, siento que no soy de aquí ni de allí.»

La periodista española Maruja Torres, al entrevistar a intelectuales argentinos exiliados que se


planteaban dudas sobre la posibilidad de volver a su país, se refería al desgarro del desexilio, y a
la «herida del regreso». Reproduciremos un fragmento de su artículo: «... Al principio, muchos
creyeron que no iba a durar, otros con el horror todavía prendido en sus gargantas, la piel salvada
justo a tiempo, cerraron los ojos al ayer inmediato y se dispusieron a ablandarse a la vida, a darse
tregua en una tierra extraña que debían conquistar. Los unos se negaron a deshacer maletas, a
comprar nuevos objetos con qué amueblar el futuro; los otros echaron edredón de plomo sobre la
memoria y se dedicaron a dibujar la supervivencia. Unos y otros se enfrentan ahora con el
desgarro del desexilio. Porque incluso aquellos que juraron no amar la tierra que no era suya,
flaquean al despedirse de quienes han ido queriendo a lo largo de esos años. Porque incluso
aquellos que van a quedarse tienen que despedirse otra vez de parte de su entorno: los que ahora
se vuelven. La herida del regreso atraviesa a esos hombres y mujeres que llegaron a España
huyendo de atrocidades, que guardaron al mismo tiempo la vida y la culpa de seguir viviendo y
que nunca, hagan lo que hagan, volverán a ser lo que fueron en el país donde nacieron.»

No hay duda que, en ocasiones, la migración del retorno resulta tan difícilmente elaborable como
la emigración primitiva, con alta vulnerabilidad personal y familiar.

Una paciente de uno de nosotros, había vivido varios años lejos de su país, de donde había tenido
que huir precipitadamente. Había logrado superar muchas dificultades y hacerse una situación
cómoda y satisfactoria, cuando un cambio político favorable en su patria creó condiciones aptas
para el regreso.

Las primeras reacciones que surgieron fueron de mu. cha euforia y la yiyencia inapreciable de
haber ganado espacio, libertad: tener la posibilidad de elegir. Sentía tener, de pronto, una patria
más amplia, que incluía ambos países, el de origen y el de su residencia actual. Le gustaba la
idea de recuperar la familia y gentes conocidas. Poco a poco, sin embargo, la euforia desapareció
y fue seguida de un largo y doloroso proceso, plagado de dudas.

Días después de haber tomado, finalmente, la decisión de volver, tuyo un traspié en que «no yio»
unos escalones al salir de un bar y se cayó. Fue interpretado como actuación del miedo a «no ver
bien» lo que tenía por delante, miedo a equivocarse, a exponerse a un daño, etcétera. Al día
siguiente tuyo un sueño en el que entraban ladrones en su casa: no robaban dinero, sino una
«vieja y graciosa tablita de quesos, muy usada pero querida», que había comprado al poco
tiempo de llegar al país de donde ahora habría de marcharse. Resultaba obvio comprobar que se
había encariñado con el país que la había recibido y donde había adquirido cosas, y tener que
dejarlo le significaba no sólo un duelo que la apenaba, sino sentirse vaciada de sus contenidos,
como víctima de un atraco.

Cuando estaba ya empacando sus cosas, una gripe con mucha fiebre la postró en cama una
semana. Al retomar sus sesiones, su material era patético: «Este retorno me está costando más
que la muerte de N (persona muy allegada a ella). Entonces lo había perdido a él: ahora pierdo
todo. Estoy sin los compañeros de trabajo, sin casa, sin muebles... Toda la familia mal, los chicos
terribles, no tengo con quién dejar al perro... Con mi marido hay peleas continuas... Estoy
enferma: me vino la gripe cuando empecé a hacer los paquetes para mandar. Tengo fiebre. Estoy
rota. No me puedo mover... Sobrestimé mis fuerzas. Me arrepiento de la decisión... La nena está
tonta: no entiende nada, no se mueve... Esto es peor que un parto.»

La paciente expresa, en forma elocuente, que el retorno le significa un duelo tanto o más difícil
que el de la muerte de un ser querido. Un duelo en el que siente perder todas sus pertenencias y
aspectos valorados de su propio self. Un duelo que rebasa su continencia emocional y necesita
extenderse al cuerpo, somatizando su sufrimiento.

Se siente invadida por la fantasía de desintegración y parálisis: «estoy rota», no me puedo


mover». Hay una regresión a un estado infantil con inhibición de la capacidad de pensar: «la
nena está tonta».

En otro nivel, siente que llevar a cabo la decisión resulta tan doloroso como un parto difícil.
Naturalmente, se trata también de un «parto» que, para ella, implica la esperanza de un nuevo
nacimiento.

No siempre está claro, para el que piensa en el retorno, que el retorno es una nueva migración.

Al volver a su país el emigrante llega, a veces, ilusionado, con expectativas de recuperación de


todo lo añorado. Aun sabiendo que no es posible, espera encontrar todo, personas y objetos, en el
mismo estado en que se encontraban al separarse de ellos, como detenidos en el sueño de la
«Bella Durmiente», aguardando su aparición.

Pero la realidad que enfrenta suele ser distinta. La comprobación de los cambios en las personas
y las cosas, los hábitos y las modas, las casas y las calles, las relaciones y los afectos, le harán
sentirse un extraño. Ya ni el idioma le sonará como el mismo: habrá cambiado la jerga coloquial,
los sobrentendidos que iban montados sobre tantas palabras de significados implícitos, de
imágenes en común, de pretéritos compartidos, guiños de complicidad entre iniciados: todos los
idiomas que caben en un solo idioma.

Otras veces, lo que predomina en el que vuelve es la ansiedad por el cambio que le espera. La
gran desazón y temor ante el encuentro/desencuentro, nunca mejor expresada que en el tango
aquél, que dice: «... yo adivino el parpadeo / de las luces que a lo lejos / van marcando mi
retorno... tengo miedo del encuentro / con el pasado que vuelve / a enfrentarse con mi vida... no
sé si al contemplarte al regresar / sabré reír o llorar».

Inevitablemente surgen nuevos conflictos emocionales entre los que retornan y los que
permanecieron en el país de origen, que tendrán que convertirse ahora en los que reciban a los
que vuelven. Ni unos ni otros, los idos y los quedados, son los mismos: todos han sufrido los
impactos de la separación y, latentemente, hay mutuos reproches por el abandono. Habrá que
reconstruirlo casi todo, como una casa después de una tormenta: quitar árboles caídos, techos
agrietados, remover escombros. Y luego volver a plantar, aunque seguramente no se conseguirán
las mismas semillas. Y reconstruir: aunque seguramente se necesitará una casa diferente, acorde
a una realidad diferente. Y de lo que no hay duda, es que habrá nuevas añoranzas y nuevos
duelos.

Se dan casos que parecen paradójicos, aunque no lo son tanto, algunos de los cuales hemos
tenido ocasión de observar. Se trata de emigrantes que, una vez retornados a su tierra, quedan tan
impregnados de la cultura y costumbres del país en el que han permanecido años y han
desarrollado satisfactoriamente una parte significativa de su vida, que son considerados «cuasi»
extranjeros en su lugar de origen. La añoranza por la tierra adoptiva puede ser tan intensa que
también ellos se sienten más identificados con ese país que con el propio. Conservan allí amigos
y actividades, siempre que pueden vuelven por vacaciones, cultivan el idioma y su cultura, y
hasta envían a sus hijos a colegios vinculados con aquel país para conservar el ligamen con el
mismo, aun a través de la siguiente generación, como un legado que ofrecen a sus hijos.

Algunos retornos son particularmente difíciles, como es el caso de los emigrados españoles que
han sido «trabajadores extranjeros» en otros países europeos. Navegan dramáticamente entre dos
culturas y dos lenguas, conflictiva que se acentúa particularmente en sus hijos. Tanto es esto así,
que se han creado instituciones específicamente dedicadas a ayudar a la reinserción de los que
denominan «emigrantes retornados». Su objetivo es tratar de que estas personas recuperen una
lengua olvidada y no olviden una lengua aprendida. Es decir, lo que toda experiencia migratoria
debería lograr: enriquecer el acervo cultural.

Sirvan para ejemplificar los complejos sentimientos y extrañas vivencias de un retorno estos
párrafos de una carta de un joven profesional que, habiendo emigrado de niño con su padre y
hermanos —de Italia a Argentina—decidió volver a su país natal.

«El primer contacto fue un viaje de visita. Hacía veintitrés años que no volvía a mi patria. Me
emocionaba —y asustaba— mucho la idea de volver a ver tantos rostros conocidos, muy
cambiados por el paso del tiempo. ¿Encontraría algo de mi pasado aún conservado? ¿Me
resultaría posible establecer un puente de unión entre el pasado y el presente?»... «Llegué a
Roma y me fui de inmediato al barrio donde yo había vivido. La geografía del lugar estaba casi
intacta, pero lógicamente los apellidos de los inquilinos en la entrada de los edificios eran
desconocidos en su gran mayoría.»... «Mi reencuentro con tíos y primos fue muy grato. Tal vez
lo que me causó mayor emoción entre todos los reencuentros fue ir a un pueblito donde pasaba,
de niño, las vacaciones de verano, en una antigua y espaciosa casona de la familia. Allí está
también la tumba de mi madre. ¡Usted no lo creerá, pero en una habitación de esa casa, que
llamábamos stanzone, encontré mis juegos de muchachito, tal cual los había dejado tantos años
atrás!»

«...Las vivencias que se experimentan en esos momentos son muy especiales. Son raras,
insólitas, novedosas. Es como si yo me hubiese preguntado: ¿pero dónde estuve yo durante todo
este tiempo en que ustedes, mis juguetes, habéis quedado aquí? La sensación es de no poder
creer bien lo que uno está viendo: de sorpresa o extrañamiento. Y también de dolor y pena y
nostalgia. La percepción del tiempo sufre un gran impacto y uno queda como confundido.» ...
«Habiendo sobrevivido al choque del reencuentro, pude dedicarme a disfrutar de las bellezas de
Italia. Visité ciudades que había conocido sólo en los libros del colegio. Y ahora lo vivía y lo
tocaba, estaba allí, in vivo. Más de una vez, pisando las calles de Firenze, Pisa, Siena o Venecia,
me sonreía solo de contento. No se imagina usted la satisfacción de subir a la Torre di Pisa o el
Campanile di Giotto. "Ahí estás" le decía a la Torre, y "aquí estoy yo, ¡te estoy viendo!"

Italia era —curiosamente— algo familiar y desconocido a la vez. Me quedó el deseo de volver
algún día, aunque no imaginaba que sería tan pronto...»

«...Cuando la situación en Argentina se hizo tan difícil, después de muchas dudas, decidí el
retorno a Italia. Y entonces sufrí una depresión bárbara: una depresión como hacía años no
experimentaba. Lo único que me faltaba era el insomnio para completar el cuadro clínico. Me
sentía tristísimo, abatido, perdí el apetito y adelgacé varios kilos. Pienso que fue en esos días que
se concretó la decisión en mi interior.» ... «Entiendo que motivaciones profundas para esta
determinación han habido otras: algunas puedo llegar a percibirlas, otras quedarán en la
incógnita...»

«... Muchas ideas, pensamientos, reflexiones, sentimientos, entraban en conflicto —y todavía el


conflicto subsiste— por el hecho de que mis amigos, mis colegas, mis hermanos, quedarían en
Argentina y yo tendría que separarme de ellos. Y no sabía hasta qué punto podría enfrentar esta
separación, vivirla y metabolizarla...»

«... Ahora me estoy instalando. Algo en lo que pienso mucho es cómo lograr mantener una unión
entre todo lo vivido, adquirido, incorporado y aprovechado en la Argentina con lo que adquirí
anteriormente en Italia y ahora nuevamente me tocará vivir. Fantaseo mucho con hacer viajes a
Buenos Aires, mantener algún contacto científico, trabajar sobre algún tema con un colega
argentino: en una palabra, mantener vivos y activos los vínculos construidos a lo largo de tantos
años. ¿Podré lograrlo o serán cosas que se dice uno mismo para poder separarse?...»

Creemos que este material ilustra bien la problemática que hemos desarrollado.
Aunque en toda migración, de ida o de retorno, se pierden irremediablemente cosas valiosas —
como no puede dejar de ocurrir—, se siente también que el mundo se ha ensanchado y
enriquecido, abarcando objetos y afectos del viejo y del nuevo.

20. El desarrollo humano como experiencia migratoria

A modo de metáfora, podríamos decir que el desarrollo mismo de la vida del ser humano puede
ser visto como una sucesión de «migraciones», mediante las cuales se va alejando
progresivamente de sus primeros objetos.

En otras palabras, el individuo adquiere una cierta experiencia migratoria a lo largo de su vida,
con todas sus vicisitudes, sufrimientos y pérdidas. Nos pareció conveniente incluir, entonces, en
este lugar, un capítulo con una descripción somera de cómo se producen estas «migraciones», a
partir de los primeros momentos de la vida, el contenido de sus fantasías inconscientes, la
calidad de sus emociones y, sobre todo, la naturaleza de los vínculos establecidos con los
primeros objetos significativos. Creemos que ello ayudará a aclarar mejor la influencia
trascendental que la historia infantil y adolescente de cada persona que emigra tendrá en el tipo
de migración que realice, y cuyas manifestaciones hemos presentado en los capítulos
precedentes.

El nacimiento tendría el significado, por lo tanto, de ser «la primera migración» en la vida de
cada persona.

El tener que abandonar el claustro materno, perdiendo el suministro incondicional y continuo del
cordón umbilical es vivido por el niño como una experiencia traumática y persecutoria que, entre
otras cosas, le impone frustraciones y la necesidad de buscar su alimento con su propio esfuerzo.

Como consecuencia de esta primera separación surgen en el niño pequeño distintos tipos de
ansiedades, entre las cuales la más aterrorizante es la angustia de poder desintegrarse o
desparramarse totalmente. Siente que le falta «algo» como una «piel», vivida como propia, que
lo pueda contener. Sólo el pezón en la boca, «como un tapón para una botella», o unos brazos
que lo sostengan estrechamente (E. Bick, 1968), logran calmar el terror a deshacerse en pedazos.
Lo que Bick destaca especialmente es que la piel del bebé y sus objetos primarios constituyen
factores de cohesión de las partes de la personalidad que se vivencian como desunidas. La
«función psicológica» de la piel, como contención de las partes del self, depende inicialmente de
la introyección de un objeto externo confiable. Hasta que no se hayan introyectado las funciones
de contención es imposible que aparezca la vivencia de un «espacio» dentro del self y se ponen
de manifiesto todas las confusiones relativas a la identidad. En el estado infantil de no-
integración, la necesidad de encontrar un objeto continente lleva a la desesperada búsqueda de un
objeto susceptible de ser vivenciado como algo que una las diversas partes de la personalidad.

D. Anzieu (1976) destaca también la importancia de una «envoltura sonora» que rodea al niño
como una piel auditivo-fónica y cuya función contribuye a la adquisición de la capacidad de
significar primero y simbolizar después, por parte del aparato psíquico.

En la misma línea, Bowlby (1960) ha insistido en la propensión innata existente en los infantes
de entablar contacto con otro ser humano y «apegarse» a él. Esta necesidad, a la que considera
independiente de la búsqueda de alimento, posee un carácter muy primario. Los etólogos
describen ciertas estructuras para la supervivencia que se desarrollan gracias a la respuesta
específica (contacto) de otros individuos de la especie.

Sobre la base de lo dicho podríamos establecer la analogía de lo que ocurre en el inmigrante, que
después de separarse de su país —claustro materno— necesita entrar en contacto, en el nuevo
ambiente en el que pasa a vivir, con un objeto adecuado que le sirva de holding y «continente» y
al que intentará «apegarse». Las estructuras de supervivencia quedan deterioradas en las
personas, si hay ausencia o fallo en la recepción del ambiente.

La relación con el objeto materno a través del contacto corporal dará origen a la noción de
esquema corporal o imagen corporal, que es uno de los sustentos del sentimiento de identidad.
La pérdida de la experiencia de estar «dentro» del vientre materno se mitiga con un buen
contacto físico, el cual, justamente, permite elaborar la pérdida.

La constitución progresiva del «otro» como objeto de la experiencia, es necesaria para que el
niño pueda convertirse también progresivamente en un objeto respecto de sí mismo.

En el transcurso de los primeros períodos de la vida se produce una importante diferenciación


entre el propio cuerpo y los objetos externos a él. Como consecuencia de todas sus experiencias,
el niño ya no trata a su propio cuerpo como a un extraño, y poco a poco lo va individualizando:
al principio, sin integrarlo en un conjunto; luego cobra conciencia del carácter total de su cuerpo,
a la vez que el «otro» llega también a ser para él un objeto total.

El sentimiento de la propia identidad se incrementará a través del contacto corporal placentero


con la madre, en el que se libidiniza la superficie del cuerpo, percibido como límite entre el yo y
el mundo. Para M. Mahler (1971), las dos fases cruciales en la formación de la identidad son las
de «separación-individuación», reforzada por las experiencias locomotoras, y la fase de la
«resolución de la identificación bisexual» en la etapa fálica.

Como podemos ver, esta línea evolutiva se desarrolla en la dirección de la obtención de una cada
vez mayor capacidad para alejarse y diferenciarse de la madre, y luego de los padres.

Desde el primer desprendimiento, que implica el nacer, hasta el logro de la individuación, el niño
pasará por otras etapas de separación, temporarias o definitivas, del cuerpo y del pecho de la
madre.

El destete, primera experiencia de pérdida definitiva después del nacimiento, desencadena un


estado de duelo, que el niño trata de elaborar intentando recrear un vínculo de otra manera, a
través de otras zonas corporales que puedan brindar satisfacción, y con otro objeto: el pene del
padre, que sustituirá en la fantasía al pecho de la madre, y con cuya inclusión se inicia la relación
triangular con los padres.

Al «migrar» de objeto, del pecho al pene, se transfiere al pene la calidad de relación objetal que
se ha mantenido con el primer objeto. En este sentido, importa no solamente cómo el niño ha
podido «despedirse» del pecho, sino cómo ha podido separarse, incluso, después de cada
mamada.

Si la madre tiene buena capacidad de sostén, el niño podrá efectuar las distintas «migraciones»
evolutivas sobre una base firme, y aun las migraciones propiamente dichas que le pudieran
acaecer o pudiera decidir a lo largo de su vida, sin trastornos ulteriores.

Si la relación con la madre ha sido negativa, y el padre real no es capaz de modificar esa imagen,
el pene será vivido como perseguidor y castrador, y llevará al sometimiento pasivo antes que a la
asunción de una identidad sexual.

La carencia de un holding materno adecuado, capaz de recibir las proyecciones del bebé y la
insatisfacción oral, pueden dar origen, entre otras posibilidades, a una futura sintomatología de
«desarraigo» y la búsqueda ilusoria de otra madre-tierra, o padre-ambiente, como continentes
idealizados.

En otras palabras, si durante la primera infancia la madre ha funcionado como un buen


«continente», el individuo sentirá una mayor libertad interior para optar entre quedarse o emigrar
(si se presentan circunstancias que lo justifiquen); en cualquiera de los casos, su decisión estará
garantizada por razones valederas y más ajustadas a la realidad. En cambio, si la madre ha
fracasado en su función de reverie o continencia, el sujeto podrá sentirse compelido a quedar
«pegado» y sometido a su objeto materno o sustituto, o bien intentará compulsiva y
repetidamente a irse de un país a otro, en una búsqueda incesante y siempre insatisfecha de
objetos maternos idealizados, que lo llevarán de fracaso en fracaso, aunque pueda encubrirlos
con mecanismos maníacos. S. Ferrer (1958) se refiere particularmente a los estados maníacos
que encubren los duelos vinculados con la migración en un estudio psicoanalítico sobre el barón
de Munchhausen.

Si bien el emigrante transfiere sobre el sitio de migración el bagaje de su historia pasada, su


evolución ulterior no dependerá solamente de ello, sino también, y en gran medida, de la calidad
del ambiente receptor.

La crisis del destete plantea la inexorable necesidad de abandonar la relación exclusiva con ella,
y aceptar en forma definitiva la presencia del padre, como alguien distinto de la madre y de sí
mismo.

Este «ser distinto» implica «estar separado», pero poder juntarse, encontrarse con los otros. En
ese sentido, el descubrimiento de los genitales otorga la convicción de tener un instrumento para
los reencuentros. Se es más capaz de separarse, alejarse, si se siente también tener los medios
para retornar, para volver a unirse. También es más fácil emigrar, si se sabe que se puede volver.

Cuando el niño se pone de pie y aprende a caminar, puede alejarse de sus objetos, a los que
puede temer desear destruir por avidez, celos o envidia, y puede volver a acercarse a ellos y
comprobar que siguen existiendo a pesar de haberlos atacado en sus fantasías, especialmente las
que acompañan a la dentición. La posibilidad de adquirir también el control de sus esfínteres le
permite tolerar con menos angustia la pérdida de sus heces y orina, que son sus productos y
representan partes de sí mismo, porque descubre que tiene la capacidad de recrearlos. Al mismo
tiempo, progresa en su adquisición del lenguaje, que le ayuda en su vivencia de poder recrear
simbólicamente, con la palabra, a los objetos amados, como el pecho de la madre que siente
haber atacado y perdido.

Cuando la «migración» es motivada inconscientemente por el temor a las consecuencias de


fuertes impulsos agresivos hacia los seres cercanos, y existen dudas acerca de la propia
capacidad de reparación, la migración, cualesquiera sean las racionalizaciones que la justifiquen,
tiende a fracasar.

La confianza creciente en las capacidades yoicas, que hacen sentir al niño cada vez más
independiente y dueño de sí mismo, es uno de los sustentos más importantes del sentimiento de
identidad, ya que aseguran la permanencia y estabilidad del self a través del tiempo.

De manera análoga, el inmigrante necesita poder confiar en sus funciones yoicas, y


especialmente en su capacidad de recrear lo perdido (familia, amigos, casa, ámbito de trabajo,
investimiento de una cultura, un paisaje, un lenguaje, etc.), para garantizar el mantenimiento de
su integridad en el futuro.

El camino hacia la independencia es largo, y está jalonado de obstáculos. Sin embargo, el


desarrollo lleva esa dirección.

Cada paso podrá ser llevado a cabo si el niño es capaz de hacer el duelo por cada tipo de relación
objetal abandonada o perdida, y es capaz de entablar nuevas formas de relación con los mismos
objetos u otros nuevos.

En este sentido, el juego será un medio inapreciable que el niño utilizará no sólo para repetir
situaciones placenteras, sino para elaborar las que le resulten dolorosas o traumáticas. No en
vano los primeros juegos tendrán como significado básico uniones y separaciones, acercamientos
y alejamientos, pérdidas y recuperaciones.

El primer juego, el de esconderse, o el de hacer aparecer y desaparecer cosas, surge entre los
cuatro y seis meses, cuando el bebé se tapa y destapa la cara con las sabanitas. Es el momento en
que llega a la «posición depresiva», en la cual trata de elaborar la necesidad de desprenderse del
pecho y de la relación única con la madre, para poder pasar a una relación que incluye al padre.
Más aún, dominado por sus fantasías, teme que la desaparición de su madre, ahora que la ha
reconocido como una persona total y percibe su ambivalencia hacia ella, sea para siempre. Así
como juega con las cosas, juega también con su cuerpo: al cerrar y abrir los ojos, hace
desaparecer y aparecer el mundo.

El primer juguete universal es el sonajero: es el juguete que sirve para hacer aparecer y
desaparecer el sonido, heredero de instrumentos musicales primitivos constituidos por calabazas
huecas y semillas en su interior.

Hacia el final del primer año, los juegos predominantes consisten en meter unas cosas dentro de
otras y sacarlas, explorar orificios o llenar recipientes de objetos pequeños.
En el segundo año, al empezar a caminar, el niño descubre que hay sustancias que salen de su
cuerpo y se caen, se pierden: estas sustancias tienen para él mucho significado y suele
representarlas por agua, tierra y arena con las que gusta jugar en esa época, comprobando que
puede volver a fabricar o modelar cosas con ellas, como productos de su cuerpo. Se interesa
también por todos los juegos que pueden involucrar otras formas de retener o fabricar cosas, que
vinculan con la fecundidad: las muñecas y animales, que mantendrán su interés a través del
tiempo.

Después de los tres años, los juegos se hacen más variados y ricos. En la línea que venimos
desarrollando, interesa señalar que aprenden a dibujar, que es una forma de recrear y retener las
imágenes fugitivas, como en su momento lo fue el hablar. Se interesan por la limpieza y el orden,
y les gusta escuchar los cuentos repetidos siempre igual, para luchar contra la angustia de
pérdida.

Los deseos edípicos se canalizan en juegos en que asumen roles del papá y la mamá, el doctor,
los novios, etc.

El conflicto edípico obliga a un nuevo alejamiento de los primeros objetos de amor, equivalente
a la migración exogámica que en la horda primitiva imponían las leyes del totemismo para evitar
infringir los tabúes del incesto y el parricidio. Se hace forzoso abandonar el interés por la pareja
parental y salir al encuentro de nuevos ámbitos, como la escuela, nuevos conocimientos, objetos
y pautas de socialización.

Las nuevas pérdidas que los cambios del llamado «período de latencia» suponen, y el pasaje a
nuevas formas de vínculo, reeditan viejos duelos, como el de la pérdida de la relación oral con la
madre, que ahora es revivida en la pérdida de los primeros dientes, a la espera de los que
crecerán en su reemplazo, más fuertes y definitivos. Los juegos de esta época tendrán
características distintas: son juegos «con reglas» que representan prohibiciones, como las que al
niño se le imponen, y que refuerzan la represión de las fantasías edípicas y la masturbación. Al
mismo tiempo, la curiosidad, inicialmente centrada en el cuerpo de la madre y el propio, se
desplaza más y más hacia campos más vastos del conocimiento: el aprendizaje escolar, donde
también encuentra expresión el deseo de competir, como en los deportes y juegos de ingenio.

La adolescencia es, tal vez, el período de la vida en que es más notoria la necesidad del
alejamiento de los padres de la infancia e iniciar la búsqueda exogámica, ante la posibilidad real
de consumar la fantasía edípica. Esto implica, a su vez, la definitiva renuncia a la fantasía de
lograr a la madre (o padre) como objeto sexual.

La reafirmación de la identidad sexual, con la primera eyaculación o la primera regla, supone la


definitiva renuncia a la fantasía de bisexualidad y, por consiguiente al sexo que no se tiene. Todo
eso hará necesaria la elaboración de una serie de duelos por todas las renuncias, por el progresivo
alejamiento del grupo relacional primario, por la pérdida del cuerpo infantil y por la pérdida de
los padres con su significado infantil. La nueva etapa de consolidación de la separación-
individuación y del sentimiento de identidad se obtendrá «migrando» a un mundo más lejano: el
de la exogamia, buscando nuevas figuras idealizadas sustitutivas de la pareja parental y grupos
de pertenencia cada vez más propios.

Estas «migraciones» no son en absoluto fáciles, y hacen de la adolescencia una etapa muy
conflictiya, en la que puede manifestarse una abundante y variada patología, a veces con
características desestructurantes, por la emergencia de la parte psicótica de la personalidad.

Podría pensarse que al llegar a la madurez el individuo se estabiliza, manteniendo en forma


permanente el sentimiento de identidad logrado, y no necesitando ya de nuevas «migraciones».
Sin embargo, cada situación nueva trascendente le sacude y promueve nuevas crisis: contraer
matrimonio, decidir tener hijos, más responsabilidades en el trabajo, asumir nuevos roles o
adoptar nuevas posturas ideológicas son algunas de las contingencias que implican nuevos
alejamientos de los objetos primitivos.

Cuando el individuo siente que ha llegado al punto medio de la vida, comprende que ha dejado
de crecer y comienza a envejecer. Siente que tal vez ya no ascienda más en los logros obtenidos,
y empieza a tener conciencia de la inevitabilidad de la propia muerte. Este período de la vida en
que se desencadena la llamada «crisis de la edad media de la vida» (E. Jacques, 1966) presenta
ansiedades y fantasías específicas aunque variadas. Pueden estar referidas al propio cuerpo, su
capacidad de funcionamiento y su salud (temores hipocondríacos); pueden estar vinculadas con
una inquietud económica: temor al descalabro financiero, a no poder mantener o incrementar los
ingresos, el status social, el prestigio alcanzado, etc. El individuo se enfrenta con un duelo por
diferentes pérdidas: por los años de juventud que quedaron atrás y no se recuperarán por las
posibilidades frustradas, por lo que se tuvo y perdió, por lo ambicionado y no alcanzado, por el
tiempo perdido.

La vejez implica una nueva crisis evolutiva, por paradójico que resulte denominarla así, que se
caracteriza por las ansiedades determinadas por las limitaciones agravadas por enfermedades, la
disminución total o parcial de la capacidad y oportunidades de trabajo y el recrudecimiento de
los temores frente a la muerte.

A pesar de que la niñez es un proceso de ascenso, de evolución propiamente dicha, y la yejez es


un proceso en descenso, involutivo, hay una línea evolutiva continua que se puede seguir en
todos los períodos de transición de un estadio a otro. Esta línea se dirige al logro y
mantenimiento del estado de separación-individuación, y el consiguiente sentimiento de
identidad.

Durante la niñez y adolescencia, este proceso permite la separación progresiva de la madre, para
«llegar a sentirse un ser separado y distinto de otros», y que, por lo tanto, puede también unirse a
otros.

En la edad adulta y la vejez, el objetivo es mantener el sentimiento de identidad logrado, «poder


seguir siendo un ser separado y distinto de otros», permitiendo, a su turno, la separación
progresiva de los hijos, sin obstaculizar su necesaria «migración» evolutiva.

21. La adopción y la cesión: migraciones especiales


«Su padre no era su padre,
y su madre no era su madre...»
THOMAS MANN: Las Tablas de la Ley.

El hecho de haber tenido unos padres que ya no se tienen, y convivir con otros que no lo han sido
desde siempre, coloca al niño adoptivo en una situación que tiene muchos puntos de contacto con
la del inmigrante, que tiene una tierra natal en la que no está y desarrolla su vida actual en otra,
por las razones que fueren.

Por cierto que, según cuáles fueren estas razones, los camino que tomará la elaboración de este
cambio podrán ser muy diversos, así como sus resultados.

Las expresiones «tierra de adopción» o «país adoptivo» son muy frecuentemente usadas en las
referencias a personas cuya vida y actividades transcurren, en forma temporaria o definitiva,
fuera de su país de origen.

En las épocas en que las grandes masas migratorias se trasladaban en barcos, las gentes solían
denominar a las amistades que establecían durante la travesía como «hermanos de barco»;
amistades que trataban de mantener, en un intento de reconstruir una «familia» de hermanos en el
nuevo país y buscando connacionales que les hicieran sentir unidos a lo conocido y perdido,
sirviendo al mismo tiempo de puente hacia lo nuevo. Todo ello se vincula con la fantasía
inconsciente de estar enfrentando un nuevo nacimiento, para lo cual es necesario contar con el
sostén (holding) del nuevo entorno, nuevos «padres» que reciban al sujeto y lo acepten.

De todos modos, el niño adoptivo tiene problemas específicos, que lo son propios, además de
haber «migrado» de unos padres a otros, o de una familia a otra. En primer lugar, salvo
excepciones, el niño no ha cambiado de padres voluntariamente ni ha intervenido en esa
decisión. A ello se agregan los conflictos derivados de la edad y forma en que se haya realizado
la adopción, al frecuente engaño acerca de ese hecho que se convierte en un «secreto de familia»,
el momento del esclarecimiento o el descubrimiento de la verdad, la curiosidad y anhelo de saber
acerca de los primitivos padres, y el difícil trabajo de duelo por su pérdida y por la vivencia
inevitable de haber sido no querido, abandonado, cedido. Por otra parte, no siempre es fácil saber
en qué condiciones transcurrió el principio de la vida de estos niños hasta su adopción, aunque
podemos imaginarla dolorosa de una u otra manera: vividos como una carga indeseable, o
tratados con la desesperación de quien tendrá que perderlos para siempre, a lo que puede seguir
ulteriormente la indiferencia y frialdad de una institución impersonal.

Estos sentimientos y fantasías aparecen una y mil veces, en todos los casos que hemos podido
observar en análisis, supervisiones y entrevistas diagnósticas («horas de juego», como
acostumbramos llamarlas), de niños adoptados, así como personas en trance de emigrar o
migradas.

El problema de la migración, como ya hemos dicho en un trabajo anterior sobre el tema, ha sido
escasamente tratado en la literatura psicoanalítica. No así el de la adopción, acerca del cual hay
mucho escrito, desde los más variados enfoques. Pero quisiéramos estudiarlo desde otra
perspectiva.

Lo que ha renovado nuestro interés por este tópico, siempre apasionante, es el haber tenido
ocasión de supervisar el tratamiento de algunos casos en el que ambos problemas (adopción y
migración) coexisten, entretejiendo sus conflictivas, pero acentuando lo que ambas situaciones
tienen en común.

La combinación de estos acontecimientos, adopción y migración, puede darse de múltiples


formas, pero en los casos a que nos referiremos, se trata de padres que han emigrado de su país
de origen, y que han adoptado luego un niño en el nuevo país, como intento inconsciente de
«afincarse» a través del hijo. Esta circunstancia hace que la problemática del niño, proveniente
del hecho de ser adoptivo, se tiña de matices particulares, como el agregar determinados
caracteres geográficos, nacionales o culturales, a la inevitable adjudicación de cualidades
idealizadas o persecutorias a los objetos perdidos (padres, patria) y a los nuevos (adoptivos),
alternando su distribución según los momentos.

Marisol

Un ejemplo ilustrativo es el caso de Marisol; sus padres adoptivos son venezolanos, de alto nivel
intelectual, que por razones de trabajo se han establecido hace años en España, y la han adoptado
al poco tiempo de llegar, contando ella dos meses de edad.

La han obtenido en una institución donde no se hace constar la identidad de los padres que allí la
han depositado y la han informado de su condición a los siete años, por temor a que se enterara
por otras vías. Su reacción inmediata parece haber sido de intensa depresión, metiéndose en la
cama y manteniéndose en estado regresivo durante veinticuatro horas, en que se comportó como
un bebé, como dramatizando una fantasía inconsciente de renacer. Pero cuando volvió a su
estado habitual parecía, según cuenta la madre, como que algo en ella hubiera cambiado:
comenzó a ser «desagradable» con la gente y a contar a todos que era adoptiva, en forma
provocativa y como expresión de hostilidad, especialmente contra la madre, «mensajera de la
mala noticia».

Podemos suponer que su reacción no se debió solamente al conocimiento de su situación o a la


confirmación de algo que ya podía intuir, sino que condensaba el dolor y la protesta por el
abandono de que había sido objeto, por el engaño sufrido, y por el engaño que persistía
escondido en la información misma, ya que la relación de adopción le fue descrita como
plenamente «maravillosa», quedando disociados y negados todos los aspectos dolorosos de la
cesión previa. Por otra parte, todo el rencor por el abandono de sus padres naturales fue volcado
sobre los adoptivos, ya que estaban «presentes» para recibirlo. Los padres idealizados ausentes
se transformaron en padres malos presentes.

Sus padres acudieron a la consulta psicoanalítica cuando la niña tenía doce años, porque
presentaba problemas de conducta, muy mala relación con la madre y conflictos repetitivos con
las amigas a las que empezaba seduciendo, luego «provocaba» para que la humillaran y la
marginaran, y finalmente abandonaba (o se hacía abandonar), recomenzando el ciclo con un
«nuevo» grupo de amigas, que siempre al principio era «maravilloso».
Los padres eran conscientes de que la niña necesitaba tratarse, pero en el pedido mismo podían
detectarse sus fantasías conscientes e inconscientes acerca del eventual tratamiento.

Los psicoanalistas de niños se enfrentan continuamente en su relación con los padres de los
niños-pacientes con la fantasía inconsciente, por otra parte universal, de haber robado los hijos a
la propia madre, y el temor a ser despojados de ellos por él o la psicoanalista (representando a la
madre). Esto se expresa como el temor a «perder el cariño de los niños», «perder su confianza»,
etc.

Las características especiales del caso de Marisol hacían que estas fantasías de robo se
acentuaran en una doble dirección, por la idea de haber obtenido la hija de «otra madre» y
también de «otro país».

El temor a la retaliación fue expresado a través del pedido de los padres de tratarla, únicamente,
con una psiconalista latinamericana porque, decían, «eran las únicas en las que confiaban». Pero
la madre agregó: «Nosotros queremos volver a nuestro país dentro de unos años, y una
psicoanalista española podría parecer la madre verdadera.» A pesar de esto, aceptaron tratar a la
niña con una profesional española.

En estas condiciones, Marisol comenzó su análisis, con la «doble» actitud de «nada importa
nada» y «todo importa terriblemente», desplazado a los pequeños detalles. Era una niña
inteligente y vivaz, de aspecto refinado y agradable, que en su primera entrevista declaró que «a
ella no le ocurría nada; que solamente se peleaba con las amigas, pero que ella podía
solucionarlo: ya tenía otras». Así como se mostraba maníaca y omnipotente en relación con las
amigas, negaba toda importancia al hecho de ser adoptiva.

Pareciera decir que las pérdidas no importaban, las personas no importaban, ni siquiera las
mamás importaban: siempre «hay otras». El objetivo era eludir todo sentimiento de pérdida y
duelo.

En cambio, situaciones nimias de frustración despertaban en ella reacciones violentas y


«terribles».

A poco de iniciar el análisis, Marisol empezó a menstruar, al tiempo que traía sueños en que
«hombres que conducían coches como locos, le producían accidentes que la dejaban inválida»,
mientras, en el afuera, su relación con el padre era idílica y con la madre de enorme tensión.

No nos detendremos en las fantasías edípicas y angustías de castración contenidas en estos


sueños, pero sí queremos señalar el hecho de que sus asociaciones indicaban que su particular
constelación familiar daba pie a la personificación de los padres buenos y malos en personajes
que acompañaron a la menarca, con fantasías acerca de los riesgos de ser mujer: no sólo no tener
pene, estar herida, etc., sino sufrir un accidente por la irresponsabilidad de un hombre que
maneja un potente aparato —pene—«como un loco», sin preocuparse por las consecuencias,
como pudo ocurrirle a su madre desconocida, con su padre también desconocido.
Estas ideas llegaron a su conciencia tiempo más tarde, ya que cuando comenzó a reconocer que
el hecho de ser adoptiva traía una problemática particular a su vida, ésta se centraba en la
existencia de las dos madres, y sólo después de cierto tiempo «descubrió» que también debió
haber habido «otro» padre.

Una de las constantes de los primeros tiempos de su análisis era la de dar respuestas dobles, a las
interpretaciones de su analista, cualquiera que fuesen. Lo primero que decía siempre era «no»,
para en seguida pasar a traer material que inconscientemente confirmaba o ampliaba lo
interpretado. De a poco, el «no» dejó de ser tan repetitivo, y podía ser suavizado con un «tal
vez», «muy pocas veces», o algo semejante.

Así fue surgiendo que tenía miedo a perder «todo», y que, aunque sólo lo pensaba algunas veces,
se le ocurría que «si sus padres quisieran, podrían quitarle todo».

Cuando peleaba con las amigas, el insulto que más la hería era que le dijeran «gitana», que
implicaba ser sucia, pobre, nómada, y tal vez «robada», en función de los mitos que adjudican a
los gitanos la costumbre de robar niños.

La «novela familiar» puede adquirir un grado mayor de convicción en los niños adoptivos, por el
elemento de realidad histórica de sus vidas: el desconocimiento de su verdadero origen. En este
caso, ser tratada de «gitana» despertaba la sospecha de que ésta podía haber sido su primitiva
condición, que coincidía con la percepción de su marginación: abandono y desamparo inicial.
Pero, por otra parte, reforzaba la fantasía opuesta, contenida en su «novela familiar», de que
había sido efectivamente «robada», de padres poderosos y encumbrados.

De alguna manera, sus padres adoptivos compartían estas fantasías, habiendo expresado en la
entrevista inicial, que aunque no sabían quiénes habían sido los padres de la niña, alguien les
había insinuado que podía ser hija de alguien «importante y de buena familia».

Lo más difícil para Marisol era mantener «un sitio propio» en un grupo, y sentirse
«perteneciendo» a él. Siempre creía tener que «elegir» entre dos amigas, por ejemplo, y sentía
siempre que si aceptaba a una traicionaba a la otra.

Con su analista mantenía relaciones que podríamos considerar correctas y cordiales,


defendiéndose intensamente de reconocer sus sentimientos en la transferencia, y muy en
particular, su dependencia y necesidad. Sin embargo, en una ocasión en que la analista tuyo que
suspenderle una sesión, su material en la sesión siguiente giró alrededor de peleas con la madre y
con una amiga, por haberla privado de cosas. Estaba muy furiosa con la amiga, porque habiendo
traído una pelota para jugar en el colegio, se la había vuelto a llevar y, con la justificación de
haberse enfermado, no la trajo más.

Expresaba así su indignación por la falta de la sesión anterior, pero a su vez este episodio le
significaba la reedición de la experiencia traumática infantil de haber sido abandonada por su
madre; aunque en su fantasía, para vivir a esa madre como menos agresiva y persecutoria,
justificaba ese abandono atribuyéndolo a que podía haber ocurrido por haberse enfermado.
Protestaba porque esa madre, al igual que su amiga, le había traído un pecho del cual luego la
había despojado, aunque ya dijimos que profundamente parecía aferrarse a la necesidad de
justificarla (como justificaba siempre a la analista), para mejorar la imagen de ese objeto materno
internalizado.

A continuación contó que su hamster tuyo crías y el padre propuso ahogarlas, ya que dijo que las
madres se pueden comer a las crías. En esta sesión Marisol contó que había llorado; por primera
vez asoció este acontecimiento consigo misma y expresó algún sentimiento hacia sus primitivos
padres. Dijo: «Me lo pudieron haber hecho a mí: mejor que me dejaron vivir.»

Pero tuyo un sueño terrible: «Una gata negra estaba en un foso y comía rápidamente carne.
Había también serpientes. Yo tenía un bebé y lo tiraba.» Se sentía mala y terrible. Vemos en este
sueño el retorno de lo reprimido: a pesar de tratar de mejorar la imagen de su madre, ésta resurge
con características devoradoras, y su defensa es tener que identificarse con los agresores.

En las sesiones siguientes decía que la madre la acusaba repetidamente de haberle «quemado la
olla», en la que habían cocinado algo. Se sentía nuevamente «de sobra» en todos los grupos.
Parecía temer que por ser considerada «mala» podría ser «desadoptada», siendo su fantasía de
ser mala haber «quemado la olla» de la madre adoptiva, como si fuera responsable de la
esterilidad de esta madre que siente estropeado su órgano procreador y alimenticio, y como si le
hubiera robado los bebés buenos que, en su sueño, arrojaba a la madre carnívora. Otras veces
sentía que su madre le reprochaba tener que «darle de comer», porque «cocinar es mucho
trabajo», proyectando en la madre adoptiva y la analista (porque no la atendía fuera de las horas
convenidas, y una vez le había suspendido una sesión), la vivencia de que su madre natural le
había «echado en cara» haber nacido y que le había resultado «mucho trabajo» criarla.

La interpretación de esta vivencia fue la primera que no fue automáticamente rechazada con un
«no», sino respondida con un «no sé; a veces lo pienso... pero no...». Sin embargo, la secuencia
asociativa trajo nuevamente al escenario a los hamsters. Tuvo que regalarlos, agregando: «Fue
como yo; estuvieron demasiado poco tiempo con la madre: dos meses... Estaban con los ojos
cerrados, y ni se daban cuenta de que estaban con la madre.»

Parecería expresar con ello la percepción inconsciente de que fue adoptada a los dos meses, ya
que le habían dicho que la adoptaron apenas nació y no sabía que pasó un tiempo intermedio en
una institución. Sin embargo, también sin saber por qué, «odia las instituciones como los
colegios internos», así como dijo: «Fue como yo; demasiado poco tiempo con la madre: dos
meses.»

Una de sus frecuentes quejas era que su madre adoptiva «era una entrometida», y «la hacía pasar
por tonta». La rivalidad, tanto con la madre como con las chicas, se centraba en «no pasar por
tonta» y tratar de «que los otros queden como tontos». En realidad, a través de distintas
anécdotas cotidianas, se pudo ver que no sólo «provocaba» situaciones en que la rechazaban,
sino que metía, sin darse cuenta, a terceros en todas sus relaciones, a los que luego acusaba de
«entrometerse». Llegó a darse cuenta de que había tratado de que la echaran del colegio. A veces
armaba intrigas entre las compañeras, llamando por teléfono sin dar su nombre, sino el de otra.
Otras veces mentía acerca de su edad.
Todo esto, que puede formar parte, en mayor o menor medida, de conductas corrientes en la
pubertad, se acentuaban en Marisol, que necesitaba «engañar» como fue engañada, «tomar por
tontos» a los otros como se sintió al no haber sabido acerca de su origen hasta los siete años, y
como siguió sintiéndose; «entrometerse» y «entrometer a otros en su vida como ocurrió en su
historia, «rechazar» y «hacerse rechazar» como le sucedió.

Todo ello implicaba mayores dudas, mayor confusión y mayores dificultades para la adquisición
del sentimiento de identidad.

Su nombre (tan caro y significativo en la fantasía inconsciente propia y ajena acerca de la


identidad) era el de su madre adoptiva. Este hecho era acorde con las costumbres españolas, país
de origen de la niña, pero en este caso afirmaba la pertenencia a una madre venezolana. ¿Que
nombre le habría puesto su madre española? ¿Le habría puesto alguno? ¿Cómo se llamaría su
madre natural? Su edad era objeto de nuevas dudas: en un determinado día festejaban su
cumpleaños. ¿Sería ése el día en que realmente había nacido? ¿Cuándo y por qué sus padres la
habían cedido? ¿Cuándo, dónde y cómo la habían adoptado los actuales?

A veces llegó a admitir estar triste cuando se sentía no querida, y expresó nostalgia por «la casa
de su infancia», del pueblo donde habían vivido cuando era pequeña, y donde había gentes a los
que llamaba «tíos» y «padrinos». Aquí se potencia su problemática de adopción, con la de
migración de sus padres adoptivos, que hacía que no tuvieran en esta tierra, que era la de la niña,
familia adoptiva para ofrecerla. Sin embargo, es evidente que los abuelos, tíos, primos cumplen
una función necesaria en la distribución de los afectos, de modo que si no existen, se inventan.
Pero, en este caso, resultan ser, curiosamente, como adoptivos «en segundo grado» y que, por
consiguiente, son más precarios, menos «duraderos».

Marisol se alarmó cuando se enteró de que su madre tenía intenciones de vender la casa del
pueblo aquél, casa que el padre le había regalado. Expresó su ansiedad frente al poder de las
madres, que pueden desprenderse de lo que los hombres les dan, y hacer cualquier cosa con ello,
como son los hijos. Piensa que su madre natural la cedió y el padre no se opuso, que nadie se
ocupó de ella. Otras veces, sin embargo, piensa que hay hombres que embarazan a las mujeres
que tienen que dar los hijos y son muy desgraciadas: sintió pena por esa madre que no conoció.

Recordó un «accidente terrible»: «una niña embestida por un camión, llena de sangre, y nadie la
quería llevar».

Una y otra vez, de distintas maneras, volvía el tema de «no ser aceptada», que pesaba tanto en su
vida: el sentir no haber sido aceptada por sus padres le impedía aceptar a la madre que sí la había
aceptado, viviéndola como alguien que se «entrometió», como si le hubiera quitado su verdadera
mamá.

Sentía que no podía «durar» mucho con las personas, que al final «no la aguantan», porque usaba
agresivamente su carencia como un «secreto» con el que intentaba mostrarse superior a los otros,
que finalmente la rechazaban. Decía que otros hacen cosas tan malas como ella, pero «duran» en
su relación con los otros, porque «tienen padres de verdad».
En uno de los frecuentes altercados con su madre le dijo «por qué no había elegido a otra niña
para adoptar y la hubiera dejado a ella en paz». Apenas lo hubo dicho se arrepintió, se puso a
llorar y fue a besar a su madre, muy confusa y desesperada.

Después de este episodio surgió mucho material referido a distintas personas que «no podían
agradecer la ayuda recibida ni los regalos recibidos». Tanto era el odio por haberse sentido
desposeídas, abandonadas o incapaces, como ella y como sus dos madres: la una no pudiendo
«agradecer» el embarazo, conservándola, y la otra no pudiendo agradecer y retener «los regalos
del padre», su semen, la casa, siendo estéril.

Sólo a través de un largo proceso, que permitió la elaboración de todas estas fantasías en la
relación transferencial, y aprender a tolerar el terror a ser «demasiado pesada» para la analista y
ser «echada» del análisis porque la analista «no la aguantara», pudo mejorar la relación con su
madre, admitir que su padre no era ideal, y «aceptar» a ambos a pesar de sus defectos (lo que
implicaba también poder ser aceptada a pesar de su hostilidad y resentimiento).

Es decir, recién al cabo de un arduo camino, pudo, a su vez, «adoptarlos» y «agradecer lo que de
ellos había recibido», admitiendo al mismo tiempo, dolorosamente, haber tenido otros padres a
los que había perdido.

De manera similar, el inmigrante necesita no sólo «ser adoptado» por un nuevo país, sino llegar a
poder «adoptarlo», y hacer el duelo por su país de origen, perdido.

En el caso de Marisol, los dos problemas se intrincaban porque sus padres naturales estaban
representados también por su país, del que se sentía hija, pero sus padres adoptivos eran a su vez
«hijos adoptivos» de la tierra de su hija. Esto hacía que éstos, inconscientemente, hubieran usado
a la niña, a su vez, como madre adoptiva, invirtiendo a ese nivel sus respectivos roles, y
complicando más aún la ya de por sí conflictiva situación.

Josef

Relataremos brevemente el caso de un chico adoptivo, que fue llevado a análisis a los catorce
años, por problemas de conducta más serios e importantes que los de Marisol, a pesar de no
haber sido engañado acerca del hecho de ser adoptivo, pero en cuya historia personal gravitaron
otros factores, algunos de los cuales también estaban vinculados con «migraciones».

Josef era israelí. En Israel, ser hijo de inmigrantes es lo corriente. Pero la particularidad del caso
era que los padres adoptivos de Josef eran oriundos de Europa, cultos, ricos y rubios, mientras
todo en él delataba su origen norafricano (de clase social baja, enjuto y moreno). Aun siendo un
muchacho guapo y de buen físico, la diferencia de aspecto con sus padres era tan notoria que
nadie le creía cuando decía su apellido. Se sentía, como él decía, «el hijo de la sirvienta», y como
tal, cultivaba un permanente resentimiento, que se expresaba en continuos enfrentamientos con el
padre, directos e indirectos: promovía escándalos, se hacía echar de los colegios y robaba,
dejando pistas, como para poner en aprietos a su padre, de alta posición social.

La adopción, para él, había constituido una «migración» no sólo de padres, sino de ambiente y
clase social, que no toleraba. Gustaba de andar por los barrios bajos, entre gente de la peor ralea,
imaginando que alguno de aquellos hombres o de aquellas mujeres podían ser su padre o su
madre.

Les compadecía, pensando que les habían «robado» el hijo por ser pobres, y se imaginaba a sí
mismo como futuro líder de sus reivindicaciones. Pero negaba maníacamente el dolor que
profundamente sentía cuando en las sesiones surgían fantasías en que sus padres copulaban,
según él, «locamente», sin preocuparse por «el renacuajo» que nacería, al que podrían regalar o
tirar al vertedero de desperdicios.

Todo el odio reprimido contra los padres que lo abandonaron era proyectado contra los que lo
habían recibido y criado. Les robaba a ellos, como sentía haber sido robado y privado de sus
padres verdaderos.

Como en el caso de Marisol, el mayor conflicto se expresaba con el progenitor del mismo sexo,
con el que quería y no podía identificarse; los celos edípicos tomaban caracteres casi delirantes:
«¿Por qué se «entromete' mi madre, en mi relación con mi padre?», decía Marisol; «¿Qué tiene
que hacer este hombre en casa?; cuando él se va de viaje estamos mucho mejor», decía Josef.

Desde luego el tratamiento de Josef era muy difícil. En sus sesiones, especialmente al principio,
no hacía más que atacar, desvalorizar y ridiculizar a la analista, vivida como «cómplice de su
padre», «burguesa», «intelectual», «que no sabe lo que es la vida», «que roba el dinero a los
padres», etc., etc.

Sólo tiempo después se pudo ver, entre otras cosas, que el mayor reproche contra su padre
adoptivo era... no ser su padre real.

Y eso era parte de su «novela familiar»: le fascinaba la idea de que pudiera ser hijo natural de su
padre y otra mujer, con lo cual recuperaba en la fantasía por lo menos a uno de los padres,
disminuyendo su sentimiento de carencia y desamparo.

No es casual que los dos casos que hemos escogido como ejemplos, porque nos han parecido
más ricos e interesantes, sean casos de púberes. Pensamos que esta edad, siempre difícil, lo es
más aún para los niños adoptivos. La conflictiva edípica que se reactualiza tiene para ellos más
posibilidades de realización, los deseos incestuosos lo son y no lo son, y la lucha por la
adquisición del sentimiento de identidad es más dolorosa y más cruenta: no sólo tienen que hacer
el duelo por la pérdida del objeto edípico amado, por la pérdida del propio cuerpo infantil y los
padres de la infancia, sino también el duelo por los «otros» padres que no han conocido, a los
que han idealizado y odiado, y por sí mismos, abandonados por ellos.

No olvidemos que el mismo Edipo fue, sin saberlo, hijo adoptivo, y mató al padre que le
condenó a una muerte que, en los hechos, fue sustituida por destierro (migración) y ulterior
adopción.

La adopción le salvó la vida, pero no pudo salvarlo de la tragedia derivada de las condiciones de
su nacimiento.
La cesión

Toda adopción ya precedida de una cesión explícita o implícita, por parte de los padres, que
renuncian a su paternidad. En algunos países, los niños sólo pueden ser adoptados legalmente,
mediando una cesión firmada por la madre, de la que tiene, sin embargo, derecho a retractarse
hasta seis meses después.

En España es dable observar un fenómeno, que tal vez sea más común que en otros lugares, por
razones culturales y socioeconómicos: la cesión, temporaria o permanente, de los hijos a otros
miembros de la familia, que funcionan entonces, de hecho, como padres adoptivos.

Los motivos manifiestos suelen ser: enfermedades de los padres o del niño, físicas o psíquicas,
que les hagan difícil la convivencia, o «aconsejable» un cambio de ambiente. Otras veces priman
las razones económicas: familias numerosas que no pueden mantener a todos sus hijos, o padres
que emigran en busca de trabajo o mejores condiciones de vida que dejan sus hijos en casa de
familiares, a veces durante largos años.

Pero las motivaciones inconscientes que subyacen a aquellas razones, en la mayor parte de los
casos, son los sentimientos de culpabilidad de muchas madres ante sus propias madres (o
hermanas sin hijos) que les hace imposible asumir su propia maternidad, y a las cuales suelen
ceder sus hijos. Intentan así aplacar a estas figuras temidas, y calmar su culpa persecutoria, como
un acto de sacrificio que apaciguara la ira de dioses primitivos.

Este fenómeno de ceder hijos, o haber sido cedido en la infancia, aparece con cierta frecuencia
tanto en la consulta privada como en los servicios hospitalarios, donde generalmente no es
considerado problema ni motivo de consulta, sino que surge al profundizar en la historia del
paciente y las consecuencias de ello derivadas.

En la sección de Psiquiatría Infantil de la Fundación Jiménez Díaz se presenta habitualmente


abundante casuística de este tipo, y los doctores J. Rallo, R. Corominas, M. Samanes y F. Acosta
han publicado una investigación sobre las motivaciones de estos hechos que coinciden con lo
anteriormente expuesto. Describen varios ejemplos muy claros, especialmente uno en que fue
dable observar, a lo largo de varias entrevistas, el proceso de la cesión en el momento mismo en
que estaba ocurriendo. Lo sintetizaré en pocas palabras: una mujer de mediana edad consulta por
una segunda depresión reactiva a la muerte de un hijo de catorce años y se muestra al mismo
tiempo muy agresiva y culpabilizante con sus hijas mujeres, una de las cuales está embarazada.
Poco tiempo después acude a la consulta la hija que estaba embarazada y ha dado a luz un hijo.
Su cuadro clínico es el de una depresión aguda. Desarrolla una situación regresiva, con
momentos de gran ansiedad que hacen pensar en psicosis puerperal (ideas de matar al hijo,
deseos de que desapareciera, fantasías de suicidio, etc.). En estas condiciones, y ante la
incapacidad de atender a su bebé, su madre se hace cargo de él, con visible satisfacción.

Este caso, que muestra una situación límite y extremadamente clara, parece responder a un
mecanismo que, en formas más encubiertas, se repite en muchos otros: una madre dominante y
agresiva, con gran rivalidad con las hijas, que culpabiliza todo deseo de adultez e independencia,
y por tanto la sexualidad y la maternidad, induciendo en la hija un grado tal de dependencia y
sometimiento que culmina en la cesión del hijo. Como se puede ver, en esta problemática hay un
padre débil, ausente, que no puede hacer frente a la madre. La cesión puede producirse a edades
variadas en la vida del niño, de acuerdo a sus circunstancias, y ser más transitoria o duradera.
¿Cuáles son sus efectos? ¿Podemos pensarla también como una migración específica? Creemos
que sí, y tal vez más particularmente que la adopción propiamente dicha, dado que ambas
familias (como el país de origen y el de «adopción») son conocidas para el niño y, en algunos
casos, después de un cierto tiempo, es posible hacer el camino de retorno.

El niño cedido no sufre el engaño, que sufre habitualmente el niño adoptado, ni lucha contra el
fantasma de orígenes desconocidos. No se verá libre, sin embargo, del sentimiento de abandono
por parte de sus padres, de haber sido «diferente» de sus hermanos (si los tiene) o de otros niños,
de vivirse como «expulsado» de su casa o«escapado» de ella. Tampoco podrá evitar la vivencia
de tener una doble pertenencia y una doble lealtad, y de enfrentar dentro de sí a una familia con
la otra, compararlas continuamente, e idealizar a una en detrimento de la otra.

Frecuentemente desplazará y descargará su hostilidad y resentimiento contra las personas con las
que convive, idealizando a las ausentes. Protestará con los múltiples recursos que un niño posee
para hacerlo; presentará problemas de conducta: riñas, rabietas, caprichos, robos; atacará a su
entorno con sus quejas o críticas, ensalzando a la «otra» familia y tratando de «provocar»
rivalidades entre ellas, intrigando, mintiendo; o bien reaccionará con su cuerpo: anorexia,
vómitos, enuresis, etc.

Si ambas familias responden a la provocación, o utilizan al niño para dirimir sus conflictos
personales, sus rivalidades, y la culpa por la cesión (en los padres por haber abandonado al niño
y en los adoptivos por fantasear haberlo robado), las cosas se complican aún más para el
pequeño, que se desconcierta y confunde.

Aunque parezca paradójico, no nos extrañará que cuando vuelve con sus padres pase por una
etapa en que se dedique a descargar su rabia contra ellos y añore el hogar adoptivo perdido.

El hijo que vuelve al hogar de los padres, después de haber sido cedido por éstos, no es el mismo
que si no se hubiera ido, ni los demás son los mismos.

La vuelta de los emigrantes al hogar-país de origen, cuando se produce, puede asumir


características tan variadas como variadas sean las personalidades de esas gentes, el tiempo de
ausencia, la multiplicidad de motivaciones involucradas en ese regreso y las circunstancias en
que se realiza, de éxito o fracaso en los logros que se buscaron en la migración.

Pero lo insoslayable es que ningún retorno es solamente retorno; es una nueva migración, con
todas las pérdidas, temores y esperanzas que le son inherentes.

Los que vuelven no son los mismos que se fueron, y el sitio al que vuelven tampoco es el mismo.
Testimonios

Hemos creído oportuno terminar este libro con el aporte de algunos testimonios de experiencias
personales, que ilustran los distintos tipos de migración que a lo largo del texto hemos
desarrollado.

Como psicoanalistas, nos es singularmente valioso contar con una carta, que transcribiremos más
adelante, y que revela algo del sentir de Sigmund Freud cuando, un año antes de su muerte, tuvo
que abandonar su amada Viena, su casa de la calle Bergasse, 19, testigo del quehacer de toda su
vida, de sus cavilaciones, de sus éxitos y sus derrotas, donde vivió, amó y sufrió; donde a lo
largo de los años fue descubriendo el inconsciente y construyendo, haciendo y rehaciendo sus
teorías. Ciudad de la que, si bien no fue su cuna, seguramente nunca pensó tener que huir:
«cárcel de la que tuve que ser liberado pero que seguía amando demasiado».

Muchos psicoanalistas de su época le siguieron o precedieron en el obligado camino del exilio en


ese tiempo de hecatombe. Un grupo de ellos se reunió, muchos años más tarde, en un Congreso
en Filadelfia. Todos eran «sobrevivientes» de una catástrofe histórica y habían realizado una
migración sin retorno, que evocaron en un panel, que hemos sintetizado: migración que marcó
los derroteros de su trabajo y producción ulterior.

Sólo algunos de estos psicoanalistas pioneros tuvieron la fortuna de poder volver alguna vez, con
todos los honores, al sitio del que habían tenido que huir. Así, Rudolf Ekstein, radicado en
California, al cabo de casi cuarenta años de exilio, fue nombrado «profesor invitado» en la
Universidad de Viena, para dictar clases de su especialidad durante varios cursos académicos.
Reproduciremos algunos párrafos de la carta que nos hizo llegar en esa oportunidad.

El «retorno imposible» se expresa en forma patética, aunque mesurada, en el estilo inimitable de


Thomas Mann, en su famosa correspondencia con Hermann Hesse, de la cual reproduciremos un
fragmento.

Para referirnos a migraciones más actuales e ilustrando lo que hemos llamado «viajes de visita»,
incluimos la carta de un amigo, psiquiatra, psicoterapeuta y escritor, que describe en forma
elocuente y conmovedora el tremendo impacto emocional que le significó su primera visita a la
Argentina, seis años después de haber emigrado. Algunas de sus frases constituyen —a nuestro
juicio—una lograda síntesis de los aspectos esenciales de las vivencias que impregnan al
protagonista de la experiencia migratoria: «... lo que mis amigos han vivido al margen de mí, lo
proscrito y lo entrañable, la historia que me pertenece y la que siento ajena, el deseo siempre
joven y la conciencia de una realidad que me trasciende, esa vieja alteridad que nunca ha dejado
de habitar mis venas, todo ello... ... hacen de esta experiencia una especie de animal bifronte con
una mirada dirigida a lo que fue mío y otra fascinada por lo que ya dejó de serlo y sigue
siéndolo».

Finalmente, transcribimos las sentidas reflexiones de un emigrante que retorna a su país de


origen después de doce años de ausencia, para reestablecerse en él. Estas reflexiones muestran, a
través de una descripción vívida y genuina, el profundo temor al reencuentro con el propio país,
ahora «desconocido» por los cambios ocurridos tanto en la realidad externa como en el mundo
interno: la alegría ante la recuperación de lo que sentía perdido y el desencanto ante esa realidad
«que dejó de ser lo que era», la inevitable depresión por la pérdida de una etapa de la vida y el
duelo por el descubrimiento de que «ya nunca podrá uno reintegrarse total y absolutamente». A
cambio de ello siente haber ensanchado su universo y ser algo más «ciudadano del mundo».

Primera carta de Sigmund Freud; desde su exilio en Londres

Fue dirigida a Max Eitingon, uno de sus primeros discípulos, que formó parte del «grupo de los
miércoles»; tenía fecha 6-6-1938, y decía así:

No he sido pródigo en noticias durante estas últimas semanas. Para compensar te escribo la
primera carta desde la nueva casa... Todo sigue irreal, como en un sueño, y esto podría ser la
realización maravillosa de un deseo onírico, si no hubiéramos encontrado a Minna gravemente
enferma y con una fiebre muy alta al llegar. No sabemos aún cómo saldrá de ésta. Probablemente
sabrás que no todos partimos al mismo tiempo. Dorothy fue la primera; Minna la siguió el 5 de
mayo; Martín el 14; Mathilde y Robert el 24, y nosotros nos tuvimos que quedar hasta el 3 de
junio, sábado y víspera de Pentecostés. Nos trajimos a Paula (la criada de toda la vida). ...El
doctor Schur, nuestro médico de cabecera, había de acompañarnos con su familia; pero a última
hora tuvo la mala suerte de tener que operarse de apendicitis y hubimos de conformarnos con la
protección de un pedíatra que encontró Anna. Me cuidó muy bien, y las dificultades del viaje
cristalizaron en una dolorosa fatiga cardíaca... En Kehl pudimos ahorrarnos de milagro la tediosa
inspección aduanera, y a continuación cruzamos el puente sobre el Rhiny ¡quedamos en libertad!
La acogida que nos dispensaron en París, al llegar a la Gare de l'Est, fue calurosa y un tanto
agitada por la presencia de periodistas y fotógrafos. Desde las diez de la mañana hasta las diez de
la noche estuvimos en casa de Marie (princesa Marie Bonaparte), que se superó a sí misma
prodigándonos tiernos cuidados y atenciones, nos devolvió parte de nuestro dinero y se negó a
permitir que continuarámos viaje sin unas cuantas terracotas griegas. Cruzamos el canal en ferry
y, ya en Dover, pudimos contemplar por primera vez el mar. Pronto estuvimos en la estación
Victoria, donde las autoridades de inmigración nos dieron prioridad. La recepción que Londres
nos reservaba fue cordialísima y los periódicos más serios han publicado breves y amables líneas
de bienvenida. Creo que el barullo suscitado por nuestra llegada se prolongará durante algún
tiempo.

Se me olvidaba consignar que Ernst y mi sobrino Harry salieron a París a recibirnos. Jones nos
esperaba en Victoria y nos llevó en coche, atravesando la bella ciudad de Londres, hasta nuestra
nueva casa, enclavada en el 30 de Elsworthy Road. Por si conoces Londres, te diré que cae muy
al norte, más acá de Regents Park, al pie de Primerose Hill. Desde mi ventana no contemplo sino
el verdor, que se inicia en un delicioso jardincillo rodeado de árboles. Es como si viviéramos en
Grinzing y el Gauleiter Bürckel acabara de mudarse a la casa de enfrente. La mansión está
amueblada muy elegantemente. Las habitaciones superiores, a las que no puedo tener acceso si
no es con una silla de mano, son magníficas, según me han dicho. En el piso bajo hay una
alcoba, un despacho y un comedor, que han sido dispuestos especialmente para nosotros —
Martha y yo— y que son lo suficientemente bonitos y confortables. Naturalmente, fue Ernst
quien escogió la casa y los muebles; pero no podremos permanecer aquí más que unos cuantos
meses y tendremos que alquilar otra casa para cuando recibamos nuestros propios muebles.
No es por accidente el que me limite a narrar en esta carta únicamente las cosas que veo a mi
alrededor. La atmósfera de estos días es difícil de captar, por no decir indescriptible. Al
sentimiento de triunfo que experimentamos al vernos en libertad, se suma un porcentaje excesivo
de tristeza, pues, a pesar de todo, yo amaba grandemente la prisión de la que me han liberado.

Lo deleitoso de cuanto nos rodea... …se mezcla con el descontento originado por las
peculiaridades del ambiente extraño. Por otra parte, la expectativa feliz de una nueva vida se ve
ensombrecida por la pregunta: ¿cuánto tiempo seguirá siendo capaz de trabajar este fatigado
corazón? Con la enferma en la habitación de arriba... ...el dolor de mi corazón se convierte en
una inconfundible depresión...

En Londres nos hemos hecho populares de la noche a la mañana. El gerente del banco me dice:
Lo sé todo acerca de usted; y el chófer que trae a Anna a casa exclama: ¡Anda, es la casa del
doctor Freud! Nos inundan con flores. Ahora ya puedes escribirme otra vez y... lo que tú quieras.
Aquí no abren las cartas.

Recuerdos afectuosos para ti y para Mirra. Tuyo,


FREUD.»

(El subrayado es nuestro.)

Panel de psicoanalistas pioneros sobre su experiencia migratoria

Este panel se celebró en la década del 70 en Filadelfia, con la presencia de muchos psicoanalistas
pioneros de origen europeo que llegaron a los Estados Unidos en la década de los años 30 al 40,
y desarrollaron una actividad trascendente en el campo científico en su país de adopción.
Quisiéramos citar brevemente los comentarios de algunos de ellos, que resumieron así su
testimonio:

Por ejemplo, Margaret Mahler enfatizó que el proceso de migración fue uno de los factores más
poderosos que la impulsaron a integrar y comunicar a otros sus ricas y variadas experiencias
ganadas en los años de su formación y al comienzo de su madurez en Europa. Agregó que al
llegar, en el otoño de 1938, intensificó sus actividades por los que habían quedado atrás,
procurando al principio evadir el dolor de la separación y la distancia insalvable de los seres
queridos y de todo lo que había sido considerado seguro y familiar. Se entregó entonces a las
nuevas perspectivas y a un nuevo comienzo de su vida. Resulta significativo que mencionara su
inmediata amistad, entre otras personas, con Margaret Ribble, con quien trabajó en un proyecto
que investigaba la alta mortalidad de los bebés internados que eran privados del contacto
familiar, en franco contraste con las instituciones donde se internaban los bebés, aún gravemente
enfermos, con sus madres y donde se recuperaban al cabo de cierto tiempo. Parecería señalar que
la migración podría resultar altamente peligrosa si no había una «madre» en el nuevo lugar que
se hiciera cargo del «bebé enfermo-recién llegado».

Spitz destacó, por su parte, que para él el cambio de país implicó la necesidad de detenerse, hasta
poder encontrar otra vez la manera de continuar con sus trabajos.
Para Teresa Benedek, no se debía considerar sólo el problema del inmigrante, sino también las
condiciones de trabajo y el medio que lo había recibido. En ese sentido, ella había tenido la
suerte de haber sido invitada en 1936 por el Instituto de Chicago, y que tanto los directivos como
los colegas y los estudiantes la aceptaron con una confianza alentadora.

En la misma línea, Peter Bloss acentuó también la importancia que había tenido en su
experiencia personal el haberse encontrado con lo que denominó uno de los «grandes elementos
mitológicos del pasado», que era la condición de «frontera abierta» de América. Esa «frontera
abierta» daba a cada persona, por lo menos potencialmente, la oportunidad de empezar la vida de
nuevo y de hacer lo que uno quisiera de uno mismo.

Rudolf Ekstein afirmó que el objetivo principal que le guió durante su proceso migratorio fue
tratar de convertir una catástrofe en un hecho positivo, cosa que logró, pero no sin tener que
sufrir mucho y superar muchos obstáculos. Uno de los aspectos más frustrantes de su vida
durante largo tiempo fue tener que valerse del inglés aprendido en la escuela para comunicarse
con la gente, enseñar, escribir y tratar a los pacientes. Según él, pasaron muchos años antes de
que todo lo aprendido en alemán (historia, psicología clásica, filosofía, literatura, psicoanálisis)
retornara a él para poder expresarlo en el nuevo idioma. Realizó el esfuerzo de identificarse con
el nuevo país y de combatir —a la vez— las identificaciones con cosas conocidas pero
inaceptables. Le llevó mucho tiempo superar las frustraciones de tener que abandonar cosas
propias, como ser su propia educación y su idioma, que ahora le eran odiadas porque el alemán
se había convertido en símbolo del hitlerismo, para ir hacia lo nuevo que aún no había adquirido
del todo. Pero lo logró, llegando a producir en el nuevo país su obra más fructífera.

Finalmente, Bruno Betelheim que, como sabemos, pasó un tiempo en un campo de


concentración, señaló muy elocuentemente el contraste que implicó para él pasar directamente
desde el campo de concentración al ambiente de libertad americano. Lamentó que sólo los que
venían de sufrir situaciones muy tiránicas podían apreciar lo que supone la libertad.

Fragmento de una carta de Rudolf Ekstein (1977)

«Queridos amigos León y Rebe:

...Quiero comunicarles que a partir de 1978, desde mediados de abril a fines de junio, seré
Profesor Invitado en la Universidad de Viena, donde hace tanto tiempo, antes de la invasión,
recibí mi doctorado.

Se imaginan cuánto significa ello para mí. Es una emoción inenarrable el solo pensar en volver a
la Viena de ahora. Es otra Viena que aquella de la cual emigré en 1938, así como Madrid es
ahora otro Madrid.

¡Qué emoción la de encontrarme con amigos que fueron perseguidos entonces, y que trataron
luego de encaminar el país a una atmósfera de libertad!

¡Qué agradable sería si pudieran viajar a Viena y ser nuestros invitados! No se imaginan (aunque
seguramente, sí) el placer que sería para mí mostrarles mi querida ciudad, palmo a palmo,
recorriendo sus calles que evocan recuerdos imborrables y me devuelven trozos de mi historia...»

Fragmento de una carta de Thomas Mann a Hermann Hesse


(fechada en Chicago, el 2 de enero de 1941)

«Querido Hermann Hesse:

...Nunca olvidaré la primera vez que, tras el cambio de régimen, la imposibilidad de retornar a la
patria y él consiguiente desarraigo, estuvimos en su casa: ¡cuánta envidia, pero también cuánto
alivio y consuelo me produjo entonces su existencia! Ha transcurrido mucho tiempo y hemos
aprendido a considerar el episodio como algo de otra época; sin embargo, también hemos vivido,
trabajado y luchado, y a la pregunta por Suiza va unida, desde luego, la de si algún día
volveremos a verla, a ella y a Europa. Sabe Dios si las energías vitales y la capacidad de
resistencia habrán de permitírnoslo. Me temo —si «temer' es la palabra adecuada— que será un
proceso largo y difícil el que ahora se ha puesto en marcha, y que cuando las aguas se retiren
quedará una Europa tan irreconocible que apenas podremos hablar, aunque físicamente sea
posible, de retorno a la patria. Por lo demás, es casi seguro que este continente, que aún sueña en
parte con el aislamiento y la conservación de su way of life, se verá envuelto muy pronto en el
mecanismo de los cambios y transformaciones. ¿Cómo podría ser de otro modo? Todos
formamos un solo cuerpo y no estamos tan alejados unos de otros como parece; cosa que, por
otro lado, no deja de ser un consuelo y un estímulo...

Su THOMAS MANN.»

(El subrayado es nuestro.)

Impresiones de una primera visita al país del que se ha emigrado

Buenos Aires, septiembre/82

«Queridos Rebe y León:

Se imaginan ustedes qué tránsito de emociones me están recorriendo en estos días de reencuentro
—después de seis años— con nuestro país (ese país que tantas veces es sólo Buenos Aires y que
tantas otras, para mí, es sólo una ciudad del río azul, Concepción del Uruguay, en Entre Ríos, mi
país). Decía Elías Canetti que en la ebriedad los pueblos son uno y el mismo pueblo. Reconozco
que este reencuentro pone ebrio al más pintado. Y en esa particular ebriedad, donde lo vivido, la
nostalgia, lo permanente y siempre nuevo, las paredes reconocidas y las calles familiares, lo que
mis amigos han vivido al margen de mí, lo proscripto y lo entrañable, la historia que me
pertenece y la que siento ajena, el deseo siempre joven y la conciencia de una realidad que me
trasciende, esa vieja alteridad que nunca ha dejado de habitar mis venas, todo ello, queridos Rebe
y León, hacen de esta experiencia una especie de animal bifronte con una mirada dirigida a lo
que fue mío y otra fascinada por lo que ya dejó de serlo y sigue siéndolo. En esta borrachera se
imaginarán que no estoy en condiciones ideales para objetivar (y en ese caso servir a los demás)
porque a mi congénita incapacidad para enunciar fácilmente lo verdadero se suma esta vez el
riesgo constante de enunciar, apresuradamente, una mentira. Por ello, aunque reprimiendo lo que
nace espontáneamente de mi conciencia y de mi esternón, trato de hacerme cargo de la más
cálida discreción ante la palabra decisiva. En este aspecto tengo tanto que aprender de Roberto
Arlt como de Klossowski: una palabra decisiva es siempre transitoria. Metafísica mediante. Sería
bueno aunque quizá menos significativo poder contarles los encuentros con amigos, las nuevas
anécdotas que califican esta nueva realidad, la imaginación enorme con que ellos (los que se
quedaron) van delineando esa realidad y haciéndose cargo de su necesidad de vida y de ilusión,
la lucha cotidiana que han sabido (¿en situaciones así se sabe?) llevar adelante para salvaguardar
el derecho a la esperanza, la historia de todos los días con su monto de incertidumbre y temor
ante el futuro (y el dolor por el presente) que han ido dibujando en las mismas calles donde yo,
hace algunos años nomás, compartía la vicisitud de ser argentino. Y quizá sea esto una sensación
microdelirante, pero siento en este momento que, años y distancia de por medio, un mismo
cuerpo nos encuadra y una misma y honda nostalgia nos sucede: lo que pudo haber sido. Quizá
en esa melopea algo quejosa esté una parte de nuestro reconocimiento. Naturalmente, la realidad
tiene sus propias y a veces ásperas leyes y no consiente fácilmente ciertas vibraciones viscerales.
Pero creo que es importante decirles a ustedes que no soy aquí un extranjero despistado y que, a
la vez, no soy un protagonista frontal de esta historia. Soy —¡vaya que me asusta el verbo!—
una parte, una provincia, de este país mental que tanto me moviliza emocionalmente. ¿Cómo
explicarles esta disyuntiva, quizá esta contradicción, donde la conciencia no debilita el deseo y la
alteridad no imposibilita la integración? Recuerdo aquello de Cioran: después del psicoanálisis
nadie podrá volver a ser inocente. Y no obstante, pese a haber vivido este psicoanálisis límite de
la emigración y de la distancia con lo querido, siento que mi inocencia aún subsiste, allí donde
una lágrima pesa más que una conciencia y un estremecimiento habla más que todas las palabras.
En ese nivel, queridos Rebe y León, este viaje es absolutamente conmovedor. Y no obstante, no
quisiera dejar en ustedes una impresión equívoca: quizá sirvan estos versos que no hace mucho
pergeñé para una letra de tango:

el exilio es de bolitas
hoy canicas diplomadas
el exilio es de pebeta
hoy gallego frenesí
el exilio es de tu orsai
viejo Manzi, vieja calma,
hoy es verso de Gerardo:
estás en todo y todo en mí.

No sé si me explico. En este mismo momento, aquí, en plena calle Corrientes al 1500, frente al
Teatro Libertador San Martín, bolitas remite a lo vivido e integrado en muchos años de
existencia, y canicas a una realidad que hoy por hoy me pertenece y me alimenta, aun en mis
momentos de nostalgia o más aún en ellos. Releo estas líneas y seguramente tienen más de luz
que de claridad, pero ustedes saben que al fin de cuentas, bueno o malo, un poeta obstinado me
galopa la sangre. Pensarlos a ustedes en este momento allá es saber que a mi regreso charlaremos
largo y eso ya es bueno. Un fuerte abrazo: el de siempre,

ARNOLDO.»
Reflexiones de un emigrante que vuelve

En primer lugar tengo que empezar por señalar que, después de vivir doce años en el extranjero,
sentí enormes resistencias a regresar a mi país de origen, a pesar de las muchas razones que lo
hacían oportuno.

Creo que ellas se debían al temor del reencuentro: no saber cómo sentiría la nueva situación, el
miedo a las nuevas emociones que experimentaría en relación con el país que dejaba y, en
resumen, el presentimiento de que todo ello requeriría una enorme tarea de duelo y
reacomodación de los vínculos con los objetos: tanto con los del nuevo país como con los del
que dejaba.

Creo que la visión que Freud da del problema en Duelo y melancolía, cuando habla de cómo el
sujeto en duelo vive totalmente absorbido por la pérdida, es el centro de la problemática. Pero
quizá no destacó suficientemente el esfuerzo que demanda la nueva situación a enfrentar, y el
temor y la ansiedad que lo anticipan. Porque el nuevo país, aunque sea el propio, en gran medida
es ahora algo desconocido por los cambios ocurridos, tanto en la realidad externa como en el
mundo interno del sujeto. El refrán que asegura que «más vale lo malo conocido que lo bueno
por conocer», puede ser razonable si se pone el acento en «lo conocido» que,
independientemente de que sea bueno o malo, evita al sujeto ansiedades, emociones, reajustes y
experiencias que, sabe, van a demandar de él mucho trabajo y dedicación.

El país propio es la ampliación máxima de la familia propia y, a su vez, la frontera que limita con
la familia extraña y desconocida. Pero a esta altura de los acontecimientos los términos se han
invertido: el país de origen se ha hecho extranjero, extraño para uno, mientras que el país al que
se emigró se ha hecho familiar. De manera que es explicable la resistencia a iniciar la
experiencia, como si de una nueva migración se tratara.

Ahora bien: una vez realizado el retorno pude sentir una enorme alegría por el reencuentro con
tantas cosas que creía perdidas y que tantas veces añoré. Por supuesto que uno quisiera
readquirirlas sin duelo alguno.

Es frecuente el desencanto que muchas personas en esta condición experimentan, por el choque
con una realidad que, durante la emigración, pudo haber sido idealizada. No fue ésa, sin
embargo, mi experiencia, ya que, cuando estaba lejos, parecía tener muy clara la diferencia entre
las cosas malas que había dejado, así como las buenas que añoraba. De manera que en el
reencuentro con ellas no tuve decepciones: mi visión desde la lejanía era bastante adecuada a la
realidad.

Sin embargo, había dos cuestiones insoslayables. Por un lado, el país había cambiado mucho
durante mi ausencia y, para bien y para mal, no se había mantenido congelado. Esto me obligaba
a enfrentar estos cambios y el duelo —muy intenso-- por las cosas «que ya no eran como antes».
En segundo lugar había cosas con las que, aunque no hubieran cambiado, no podía ya repetir las
experiencias que habían sido placenteras, porque yo había cambiado: yo tampoco había
permanecido congelado, y algunas cosas de las que había disfrutado en el pasado ya no me
decían.
En cambio, había situaciones compensatorias. A la distancia, había añorado muchas veces la
posibilidad de hacer experiencias que, cuando estaba en mi país, por diversas razones, no había
podido realizar. Ahora, de regreso, resultaba interesante poder ponerlas en práctica, aunque fuera
con mejor o peor fortuna y resultados.

De manera que, en general, en mi conciencia predominaban los sentimientos de alegría,


curiosidad y hasta exaltación. Sin embargo, lo chocante era contrastar esta serie de sentimientos
conscientes con la existencia de otros que, me gustaran o no, tenía que considerar como
depresivos: tales eran, por ejemplo, un extraño cansancio, episodios de insomnio o somnolencia,
síntomas físicos diversos, etcétera.

Creo que todo ello era expresión de una depresión latente y profunda que no podía llegar a la
conciencia debido, precisamente, al contento que experimentaba conscientemente. Desde estas
llamadas corporales se podía reconocer la existencia de la pérdida de los objetos dejados en el
país abandonado, pero también —y esto me parece muy importante— la pérdida de toda una
etapa de mi vida, con muchos logros, pero a la que, precisamente por eso, había que dar por
concluida.

Creo que esto puede ser válido para el final de toda migración con retorno porque
necesariamente un cambio de país, la emigración en sí misma, estimula miles de expectativas,
algunas maníacas e irreales, y también proyectos más o menos realistas que, al final de la
emigración, deben darse por concluidos. Pienso que fantasías del -tipo «una-nueva-vida», muy
arraigadas en todo ser humano, deben terminar con sentimientos depresivos.

Estas experiencias, en cuanto comunes a la adolescencia y juventud de toda persona, no deberían


revestir aquí especial significación y, sin embargo, creo que la tienen debido al carácter tan
recortado de la experiencia, por lo menos en los hechos externos: tal día empieza, y tal día acaba,
«éste soy al irme» y «éste soy al volver»; todo ello invita al balance y a la comparación. Pero,
entre tanto, lo que se hace evidente y fuertemente depresivo es que la emigración, el tiempo, la
etapa, el proyecto implícito, e incluso su realización, ha concluido sin recuperación posible.

Lo mismo vale para el país y el entorno, viejo-nuevo, la familia y los amigos que uno dejó y
ahora reencuentra después de largo tiempo. No es posible una pronta adaptación, donde los
cambios, el paso del tiempo, las canas, las arrugas, las transformaciones, bodas, nacimientos,
enfermedades y muertes que han ocurrido día a día, y han sido vividos minuto a minuto,
aparecen como cambios súbitos y todos a un tiempo, para el que retorna de una emigración. Por
su parte, los demás también acusan constantemente los cambios que se han producido en uno, de
forma implacable.

Como no podía ser menos, nunca falta el sentimiento de culpa ante el país y sus gentes, por
haberlos abandonado. Si se prefirió un país a otro, si se ha hecho una elección, ello implica
simultáneamente el abandono de objetos queridos junto con otras cosas que no se han querido.
Ello se acompaña no sólo de sentimientos de culpa, sino de ingratitud: uno puede sentirse egoísta
y expuesto a diversas formas de castigo, entre ellas la amenaza de fracaso.
Se experimentan de nuevo los sentimientos de la primera emigración: los objetos abandonados
amenazan con distintas formas de retaliación y castigo, por haber osado vivir
independientemente de ellos, lo cual acarrea la pérdida inmediata de protección y amparo. El
retorno reactiva la fantasía de ser «el hijo pródigo», que recupera al padre, pero a través de
alguna forma de fracaso.

El incremento de los temores a encontrarse con un hogar-país, poblado de figuras resentidas y


reprochadoras que, desde fuera y desde dentro, no desean éxito al que un día los abandonó por
un sitio que consideró más apetecible o seguro, puede dificultar la ya difícil tarea de reinserción.

El hecho más relevante e irreversible del regreso, a mi parecer, es constatar que, aunque uno lo
desee, ya nunca podrá reintegrarse total y absolutamente a su país de origen. Las experiencias y
costumbres del país y la sociedad a la que uno emigró le impedirán ya para siempre poder
participar espontáneamente de muchos fenómenos y experiencias ante las cuales mantendrá, de
por vida, una actitud crítica y distante. En mayor o menor grado, uno participará del sentimiento
penoso de no ser de ningún sitio.

Este mirar las cosas desde una nueva perspectiva consume también mucho tiempo y energías, lo
cual explica que la reintegración tenga que hacerse a lo largo de los años y quizá no llegue nunca
a ser total, ya que, como decía, siempre su relación con todo quedará mediatizada por la
experiencia migratoria.

A cambio de ello, uno puede llegar a sentirse algo más «ciudadano del mundo».

A modo de epilogo

Está claro que «uno nunca vuelve, siempre va».


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Indice

Introducción
Capítulo 1. La migración en los mitos
Capítulo 2. La migración como experiencia traumática y de crisis
Capitulo 3. ¿Quiénes emigran?
Capítulo 4. Análisis de una pre-migración (Parte A)
Capítulo 5. Análisis de una pre-migración (Parte B)
Capítulo 6. ¿Partir?
Capítulo 7. Los que se quedan
Capítulo 8. Llegar
Capítulo 9. Los que reciben
Capítulo 10. Evolución del proceso migratorio: integración al medio
Capítulo 11. Migración y lenguaje
Capítulo 12. Importancia de la edad en la experiencia migratoria
Capítulo 13. Migración e identidad
Capítulo 14. Experiencia migratoria y psicosis
Capítulo 15. Los que no pueden volver
Capítulo 16. El exilio: una migración específica
Capítulo 17. Segunda generación de inmigrantes.
Capítulo 18. Los que pueden volver
Capítulo 19. ¿Retornar?
Capítulo 20. El desarrollo humano como experiencia migratoria
Capítulo 21. La adopción y la cesión: migraciones especiales
Testimonios
A modo de epílogo
Bibliografía

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