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ARQUIDIÓCESIS DE CALABOZO

VICARÍA EPISCOPAL PARA LA PLANIFICACIÓN PASTORAL


INSTITUTO DE TEOLOGÍA PARA LAICOS
―MONSEÑOR RAMÓN DE JESÚS LORETO RODRÍGUEZ‖
SECRETARÍA ACADÉMICA

CURSO NIVEL ASIGNATURA HORAS LAPSO CRITERIOS


1. Conocimiento. 1
2. Comprensión.
Respuestas 3. Aplicación.
Teología 4. Análisis.
Introductorio del kerigma (fe 6 -
Kerigmática 5. Síntesis.
y conversión) 6. Evaluación.

OBJETIVO GENERAL DE LA ASIGNATURA


Reflexionar en torno a la respuesta dada al anuncio kerigmático
ESTRATEGIA DE
CONTENIDO
MÓDULO FECHA EVALUACIÓN Y
PROGRAMÁTICO
PONDERACIÓN
1. Respuesta al 1. Asistencia 25% (5 puntos).
4º - anuncio: fe y 2. Actividades 75% (15 puntos).
conversión.

RESPUESTA AL ANUNCIO: FE Y CONVERSION

A. LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS (CATIC 142-165)

Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y
mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La
respuesta adecuada a esta invitación es la fe.

Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el
hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de
la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26).

La obediencia de la fe

Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad


está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos
propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, «padre de todos los creyentes»

La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe


de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y
salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en

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la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por
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la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo
que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó Abraham en Dios y le
fue reputado como justicia» (Rm 4,3; cf. Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe , Abraham fue
hecho «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11.18; cf. Gn 15, 5).

El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el
elogio de la fe ejemplar por la que los antiguos «fueron alabados» (Hb 11, 2.39). Sin embargo, «Dios
tenía ya dispuesto algo mejor»: la gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe»
(Hb 11,40; 12,2).

María: «Dichosa la que ha creído»

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el
anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc
1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán
bienaventurada (cf. Lc 1,48).

Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz,
su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la
Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

"Yo sé en quién tengo puesta mi fe"(2 Tm 1,12)

Creer solo en Dios

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión
personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una
persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice.
Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo
amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les
escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en

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mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le
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ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha
visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a
los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: "Jesús es Señor" sino bajo la acción del
Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios [...] Nadie
conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios
enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

B. LAS CARACTERÍSTICAS DE LA FE

La fe es una gracia

Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta
revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt
16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él.
«Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto
con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del
espíritu y concede "a todos gusto en aceptar y creer la verdad"» (DV 5).

La fe es un acto humano

Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos
cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la
inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas.
Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas
nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como,
por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello,
es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra
inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en
comunión íntima con Él.

En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del
entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la
gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).

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La fe y la inteligencia
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El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas
e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que
revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra
fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan
acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y
de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su
fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la
inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en
modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).

La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de
Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y
a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la
razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen
una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).

«La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es
inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y
comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez
una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef
1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del
designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio
revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu
Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de
san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».

Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción
entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu
humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo
verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las
disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará
realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su
origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por
escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que,
sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).

La libertad de la fe

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«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su
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voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf.
CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello,
quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados. Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo
Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio
testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su
reino crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).

La necesidad de la fe

Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa
salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que "sin la fe... es imposible agradar a Dios" (Hb
11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser
que "haya perseverado en ella hasta el fin" (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio
Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).

La perseverancia en la fe

La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san
Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia
recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y
perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor
que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-
26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe, comienzo de la vida eterna

La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí
abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues,
ya el comienzo de la vida eterna:

«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como
si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» (
San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-
2, q.4, a.1, c).

Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no [...] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios


«como en un espejo, de una manera confusa [...], imperfecta" (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en
quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El
mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias

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del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva,
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pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó,
«esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe»
(LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el
sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También
nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado
que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el
que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).

La "Buena Nueva" o anuncio, tiende a suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y
la adhesión personal a Jesucristo Salvador y Señor; dispone el Bautismo y la Eucaristía y se
consolida en el propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu. CL33

El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y


sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. RM46

a) Fe - Adhesion a Cristo

La fe nace del anuncio. RM44

El Kerigma -anuncio lleno de ardor que un día transformó al hombre y lo llevó a la decisión de
entregarse a Jesucristo por la fe. CT25

La finalidad de la catequesis, en el conjunto de la evangelización es la de ser un periodo de


enseñanza y de madurez, es decir, el tiempo en que el cristiano, habiendo aceptado por la fe la
persona de Jesucristo como solo Señor y habiéndole prestado una adhesión global con la sincera
conversión del corazón, se esfuerza por conocer mejor a esa Jesús en cuyas manos se ha puesto.
CT 20

(nota: la catequesis supone que el cristiano ha aceptado a Cristo en el primer anuncio evangelizador.
Anuncio y Catequesis son dos elementos del conjunto de la evangelización, entendida en este caso
como Ministerio de la Palabra)

La búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca.
CL34

La adhesión a la persona de Jesucristo se realiza mediante un auténtico proceso iniciado por la fe en


su poder de hacer milagros y expulsar demonios, por la fe en la autoridad de sus palabras, en fin por
la fe en su Persona... DT 345

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Dios ofrece al hombre esta vida nueva: ¿Se puede rechazar a Cristo y todo lo que él ha traído a la
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historia del hombre? Ciertamente es posible. El hombre es libre. El hombre puede decir no a Dios. El
hombre puede decir no a Cristo. RM7

Esta vida nueva es un don de Dios, y al hombre se le pide que lo acoja y desarrolle, si quiere
realizarse según su vocación integral, en conformidad con Cristo. RM7

b) Conversión

En la predicación apostólica, la exposición de los contenidos del mensaje cristiano, suscitaba en


muchos la pregunta decisiva "¿Qué hemos de hacer hermanos?". Ya el día de Pentecostés, Pedro
formula la respuesta: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el Nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el Don del Espíritu Santo". La Conversión
a Cristo incluye un contacto sacramental con El en el bautismo. El hombre pecador es así sepultado
en la muerte por el bautismo para que también por el basutismo resucite el hombre nuevo cristiano"
DC 265

La conversión es un don de Dios, obra de la Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los
corazones, a fin de que los hombres puedan creer en el Señor y "confesarlo". RM46

Los apóstoles, movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a
recibir el bautismo. RM47

La conversión a Cristo está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia, sino por
voluntad del mismo Cristo, que envió a hacer discípulos a todas las gentes y a bautizarlas RM47.

El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y


sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. La conversión es un don de Dios, obra de la
Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que los hombres puedan creer
en el Señor y « confesarlo » (cf. 1 Cor 12, 3). De quien se acerca a él por la fe, Jesús dice: « Nadie
puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae » (Jn 6, 44).

La conversión se expresa desde el principio con una fe total y radical, que no pone límites ni
obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, determina un proceso dinámico y
permanente que dura toda la existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida « según
la carne » a la « vida según el Espíritu (cf. Rom 8, 3-13). La conversión significa aceptar, con
decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos.

La Iglesia llama a todos a esta conversión, siguiendo el ejemplo de Juan Bautista que preparaba los
caminos hacia Cristo, « proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados » (Mc
1, 4), y los caminos de Cristo mismo, el cual, « después que Juan fue entregado, marchó ... a Galilea

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y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
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convertíos y creed en la Buena Nueva" » (Mc 1, 14-15).

Hoy la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a los no cristianos, se pone en tela de
juicio o pasa en silencio. Se ve en ella un acto de « proselitismo »; se dice que basta ayudar a los
hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar comunidades
capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero se olvida que toda persona
tiene el derecho a escuchar la « Buena Nueva » de Dios que se revela y se da en Cristo, para
realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de este acontecimiento resuena en las palabras
de Jesús a la Samaritana: « Si conocieras el don de Dios » y en el deseo inconsciente, pero ardiente
de la mujer: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4,10.15).

Asimilación.

Definición de la palabra “conversión”.

¿Qué relación existe entre kerigma y conversión?

Los Apóstoles, movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a
recibir el bautismo. Inmediatamente después del acontecimiento de Pentecostés, Pedro habla a la
multitud de manera persuasiva « Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los
demás Apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" Pedro les contestó: "Convertíos y que cada
uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis el don del Espíritu Santo" » (Act 2, 37-38). Y bautizó aquel día cerca de tres mil personas.
Pedro mismo, después de la curación del tullido, habla a la multitud y repite: « Arrepentíos, pues, y
convertíos, para que vuestros pecados sean borrados » (Act 3, 19).

La conversión a Cristo está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia, sino por
voluntad del mismo Cristo, que envió a hacer discípulos a todas las gentes y a bautizarlas (cf. Mt 28,
19); está relacionada también por la exigencia intrínseca de recibir la plenitud de la nueva vida en él:
« En verdad, en verdad te digo: —dice Jesús a Nicodemo— el que no nazca del agua y del Espíritu,
no puede entrar en el Reino de Dios » (Jn 3, 5). En efecto, el bautismo nos regenera a la vida de los
hijos de Dios, nos une a Jesucristo y nos unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la
conversión, como un signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que
significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables
con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

Todo esto hay que recordarlo, porque no pocos, precisamente donde se desarrolla la misión ad
gentes, tienden a separar la conversión a Cristo del bautismo, considerándolo como no necesario.
Es verdad que en ciertos ambientes se advierten aspectos sociológicos relativos al bautismo que
oscurecen su genuino significado de fe y su valor eclesial. Esto se debe a diversos factores

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históricos y culturales, que es necesario remover donde todavía subsisten, a fin de que el
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sacramento de la regeneración espiritual aparezca en todo su valor. A este cometido deben
dedicarse las comunidades eclesiales locales. También es verdad que no pocas personas afirman
que están interiormente comprometidas con Cristo y con su mensaje, pero no quieren estarlo
sacramentalmente, porque, a causa de sus prejuicios o de las culpas de los cristianos, no llegan a
percibir la verdadera naturaleza de la Iglesia, misterio de fe y de amor.

Deseo alentar, pues, a estas personas a abrirse plenamente a Cristo, recordándoles que, si sienten
el atractivo de Cristo, él mismo ha querido a la Iglesia como « lugar » donde pueden encontrarlo
realmente. Al mismo tiempo, invito a los fieles y a las comunidades cristianas a dar auténtico
testimonio de Cristo con su nueva vida.

Ciertamente, cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad
para ella, no sólo porque debe ser preparado para el bautismo con el catecumenado y continuar
luego con la instrucción religiosa, sino porque, especialmente si es adulto, lleva consigo, como una
energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido. Sería
una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una
vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos
convertimos nosotros mismos cada día.

El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y


sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. La conversión es un don de Dios, obra de la
Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que los hombres puedan
creer en el Señor y « confesarlo » (cf. 1 Cor 12, 3). De quien se acerca a él por la fe, Jesús dice: «
Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae » (Jn 6, 44).

La conversión se expresa desde el principio con una fe total y radical, que no pone límites ni
obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, determina un proceso dinámico y
permanente que dura toda la existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida «
según la carne » a la « vida según el Espíritu (cf. Rom 8, 3-13). La conversión significa aceptar, con
decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos.

La Iglesia llama a todos a esta conversión, siguiendo el ejemplo de Juan Bautista que preparaba los
caminos hacia Cristo, « proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados » (Mc
1, 4), y los caminos de Cristo mismo, el cual, « después que Juan fue entregado, marchó ... a
Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está
cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" » (Mc 1, 14-15).

Hoy la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a los no cristianos, se pone en tela de
juicio o pasa en silencio. Se ve en ella un acto de « proselitismo »; se dice que basta ayudar a los
hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar comunidades

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tiene el derecho a escuchar la « Buena Nueva » de Dios que se revela y se da en Cristo, para
realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de este acontecimiento resuena en las palabras
de Jesús a la Samaritana: « Si conocieras el don de Dios » y en el deseo inconsciente, pero
ardiente de la mujer: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4,10.15).

REFERENCIAS:

http://es.catholic.net/catequistasyevangelizadores/817/2819/articulo.php?id=33432

http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p1s1c3a1_sp.html

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