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impacto inmigratorio1
Introducción
Lo que presentamos es un cuadro de situación que define uno de los factores que
condicionaron la relación entre estado y sociedad en la historia Argentina. Para
ello es imprescindible resaltar en perspectiva histórica lo que ha significado la
gran inmigración, hoy poco valorada socialmente.
Una situación coyuntural sirve muy bien para ejemplificar esta cuestión. Hace ya
15 años que miles de descendientes de españoles e italianos realizan los trámites
de obtención de la doble ciudadanía con la intención de mejorar en Europa el
precario horizonte laboral que ofrece hoy la Argentina. Sin embargo, esta
posibilidad no ha significado una revalorización social del esfuerzo inmigratorio de
nuestros antepasados, sólo domina una visión que mide dicho esfuerzo en
términos de herencia y usufructo individuales. Hasta tal punto ello es así, que es
habitual oír hablar de la inmigración masiva como de una experiencia
desafortunada, la causa de una supuesta falta de identidad nacional. Ciertamente,
esta mirada prejuiciosa que defiende la idea de una suerte de pecado de origen,
ha impregnado el discurso público y atrae a vastos sectores sociales.
Es un lugar común, una idea en oferta de simple uso que, además, deshistoriza
nuestra visión del pasado. Esta visión negadora y negativa de las propias raíces no
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Sobre el texto: Cibotti, Ema, 2004, disponible en Internet: http://www.institutoarendt.com.ar
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es un dato menor a la hora de trazar un cuadro de la inmigración histórica en la
Argentina. Para confrontarla es necesario dimensionar el fenómeno inmigratorio y
para ello nada mejor que reconocer, primero, su magnitud a escala internacional.
Veamos las cifras.
Inmigrantes de ultramar
Entre 1870 y 1947 el país del norte pasó de 34,3 millones de habitantes a 143
millones, es decir que en ese lapso multiplicó la población inicial por 4,2. Sin duda
el aporte inmigratorio fue importante, pero en todo ese período jamás representó
más del 14,4 % del total de la población, es decir, se mantuvo dentro de los límites
en que puede hablarse de minorías. Ciertamente muy diferente fue el caso
argentino. El primer Censo nacional de 1869 arrojó un total de 1.737.000
habitantes. En 1960 el país tenía ya un poco más de 20 millones, es decir que en
90 años había multiplicado su población inicial por 10. Chile, que había sido
modelo de desarrollo político para la generación de exiliados que como Alberdi y
Sarmiento formularon hacia 1850 el proyecto modernizador argentino, tenía, en
1875, 2.200.000 habitantes y mantenía un crecimiento superior al de Argentina,
ya marcado al producirse la Independencia.
Sólo el impacto inmigratorio puede explicar entonces la inversión de esta relación.
Hacia 1955 la población argentina triplicaba a la de Chile que rondaba los 6
millones de habitantes. Otro punto interesante de comparación demográfica es
con el Brasil. En 1872 el país vecino tenía ya 10 millones de habitantes. En 1890
alcanzó 14 millones, 17,3 millones en 1900, 30,6 millones en 1920 y 51, 9 millones
en 1950. Resulta claro que, desde el inicio, el porcentaje de inmigrantes llegados
al Brasil se constituyó como una minoría a escala nacional. También es cierto que
sólo el aporte inmigratorio le permitió a la Argentina descontar unos puntos la
abismal diferencia poblacional con el vecino país.
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En definitiva, lo que caracteriza al proceso inmigratorio argentino es su magnitud
y su velocidad. Como señaló el sociólogo Gino Germani hace más de 4 décadas, la
Argentina es el único país del mundo que tuvo una población activa
mayoritariamente extranjera [en las regiones más dinámicas del país] durante un
largo período de tiempo. En términos globales, la proporción de extranjeros sobre
el total de habitantes fue superior de 2 a 3 veces a la de los extranjeros en los
Estados Unidos. Si tomamos en cuenta a la región litoral y a la población
masculina adulta -dice Germani-, la proporción de extranjeros durante más de 50
años [1880-1930] superó largamente la de los argentinos; en Buenos Aires había 4
varones extranjeros por cada argentino y en el conjunto de las provincias del
litoral, incluyendo las áreas rurales, la proporción se fijaba en 6 varones
extranjeros por cada 4 argentinos ¿Qué tipo de experiencia social coagula con
estas cifras?
Germani preguntó, con razón, cómo ocurrió la asimilación de esa enorme masa
inmigratoria, e insistió en la búsqueda de una definición. “Dado el reducido
volumen de la población nativa -inquirió-, ¿se puede hablar de asimilación es decir
de absorción de una masa extranjera o deberíamos hablar de síncresis [sic], de
fusión?” Germani buscaba una imagen que expresara mejor un fenómeno
excepcional de trasvasamiento poblacional que había constituido de cuajo una
nueva sociedad. El sentido de aquella experiencia no había pasado tampoco
desapercibida para los contemporáneos del fenómeno. En 1880, un diario de la
colectividad francesa de Buenos Aires explicaba que la ciudad recién federalizada
constituía un laboratorio único en el mundo, pues era un vasto campo sembrado
de europeos que habían borrado el tipo primitivo para formar uno nuevo, el de la
Argentina del futuro (sic). Esta era la percepción del impacto inmigratorio y el
fenómeno recién comenzaba.
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Argentina: sociedad aluvial
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Santa Fe, cuna de las colonias agrícolas, mantuvo un tercio de su población de
origen inmigratorio, mientras que la provincia de Buenos Aires apenas estaba por
debajo de dicho valor. En 1914 la gobernación de La Pampa también concitó la
atracción de los inmigrantes, que sumaban en un territorio recién poblado el 36%
del total de sus habitantes. Mendoza, Córdoba y Entre Ríos siguieron siendo
destino final de miles de recién llegados, pero en el conjunto de la población
residente el impacto de los mismos fue disminuyendo.
Los inmigrantes llegaban pagando pasajes en segunda y tercera clase para recibir
la protección de la Ley de Inmigración, que así lo exigía, y por oposición al simple
extranjero que viajaba en primera. Por cierto, no todos venían con trabajo. En la
primera etapa esto fue más habitual porque los contrataban en Europa con
destino a los establecimientos rurales del interior. Muchos otros inmigrantes
llegaron a través de agentes laborales o "padrones"; en otros muchos casos
actuaban comisionados que organizaban en sus países de origen la emigración de
grupos familiares. El vértigo del crecimiento inmigratorio arrasaba con cualquier
planificación o superaba los planes iniciales. Por ejemplo, La Nación publicaba el 8
de agosto de 1900 un aviso sobre la existencia en la Capital Federal de cinco
comisionados encargados del traslado de varias familias israelitas para el
improvisado pueblo Palacios, formado en horas en la provincia de Santa Fe (sic).
Otros inmigrantes, en cambio, se movían a través de redes sociales primarias. La
llamada de amigos y parientes ya residentes les permitían iniciar el viaje con más
garantías que las habituales. Este último caso suponía la existencia de una cadena
migratoria, sistema del que han quedado pocos registros fehacientes. En efecto,
entre las estrategias individuales, la decisión de emigrar podía anunciarse como
una oportunidad que no conllevaba riesgo, pues se necesitaba el apoyo de los
miembros de la comunidad de origen que se iba a abandonar.
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Caras y Caretas evocó la penosa recepción que había ofrecido el viejo Hotel, "una
angustia más para los hombres y mujeres habituados a los rigores del infortunio".
El edificio nuevo, en cambio, inaugurado en 1911, tenía un gran comedor para mil
comensales y estaba rodeado de baños, enfermería y oficinas de trabajo que
debían ocuparse de atender los pedidos de empleo de los recién llegados que
tenían 5 días de albergue garantizado por Ley. El primer contacto con la ciudad
era a menudo muy duro. Los inmigrantes abandonaban durante el día el Hotel
mientras se hacía la limpieza de los cuartos para ventilar los colchones y las
frazadas. Circulaban por las calles y plazas del centro de la ciudad hasta la noche y
debían soportar a menudo el maltrato de los transeúntes. Los cronistas de los
diarios se afanaban en contar algunas de esas historias cotidianas en las que
nunca faltaba el relato de la víctima de una estafa. La representación social del
inmigrante y su familia no resistía ningún estereotipo. La pluralidad de situaciones
inhabilitaba cualquier modelo presupuesto. La separación entre sus miembros
estaba implícita desde el vamos. Por ejemplo, en el Hotel, hombres y mujeres se
separaban para dormir y para comer, mientras los niños permanecían junto a sus
madres. Por otra parte, no era excepcional que las mujeres casadas con hijos
llegaran mucho después y se encontraran con que el esposo había formalizado
una nueva relación que también incluía hijos. De hecho, entre 1881 y 1914, casi
las dos terceras partes de la inmigración la constituyeron varones jóvenes que
tenían entre 13 y 40 años. Esta tendencia casi constante sólo se interrumpió con
el comienzo de la Primera Guerra Mundial, cuando no sólo cayó verticalmente el
número de inmigrantes, sino también disminuyó la proporción de varones que, a
pesar de eso, se mantuvo en el 60% del total de ingresos.
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consolidar las redes de sociabilidad a través del matrimonio entre sus miembros.
Muy diferente fue la inmigración espontánea de hombres, mujeres o incluso
familias solas, pues al cortar los vínculos primarios premigratorios no quedó otra
valla para la integración en la sociedad global y, en este sentido, los matrimonios
exogámicos fueron una respuesta posible que se transmitió también a la
descendencia.
¿Qué primó en el mundo del trabajo, las solidaridades entre connacionales o las
de clase? Unas y otras, ¿se combinaron o se excluyeron para dar respuesta a las
necesidades de los trabajadores? En 1910 el periódico anarquista La Batalla
concluía: "Judíos, argentinos, españoles, italianos: las etiquetas cambian, pero los
hechos subsisten los mismos. ¿No valdría más suprimirlas?"
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La imagen de una sociedad aluvial acuñada en los diarios de la época adquirió,
gracias a Gino Germani y José Luis Romero, el estatuto de categoría analítica de la
historia argentina, porque ilumina muy bien la profunda mutación social de fines
del siglo XIX. Este proceso se percibe cuando evocamos, siguiendo a Romero, la
angustia de Ricardo Rojas, que en 1910 observa una sociedad, para él, en franca
disolución. Como él, muchos otros habían esperado que la inmigración fuese la
llave del progreso proyectado cincuenta años atrás por Alberdi y Sarmiento. En
rigor, las expectativas se habían cumplido. De hecho, en la ciudad de Buenos Aires
los extranjeros predominaban en todas las actividades productivas, en la
industria, en el comercio, como patrones o artesanos, como inquilinos o
propietarios, como obreros o empleados. Entre los Censos Nacionales de 1895 y
1914, la Capital Federal había crecido a un ritmo espectacular: la población pasa
de 660.000 a más de 1.500.000 de habitantes y, en el mismo lapso, los extranjeros
que eran la mitad, representaban entre el 60 % y 70% de la población ocupada
mayor de 14 años.
-Creo que es hora de abandonar aquella idea de que nuestro país es un Crisol de
Razas.
-¿Por qué? -pregunta el segundo.
-Porque un crisol es un recipiente donde las cosas primero se calientan y luego se
funden, en cambio acá nos fundimos sin calentarnos.
La visión que ofrece Sendra, aguda y, por otra parte, nada convencional sobre el
"crisol de razas", le devuelve a la metáfora su sentido histórico original. Alude a
un proceso esencialmente violento, que no fue idealizado por los
contemporáneos de la inmigración de masas. Sólo una visión autocomplaciente
del pasado argentino, que lo supone ajeno a todo acto de discriminación o
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racismo, puede definir el crisol como convivencia armónica entre las diversas
corrientes migratorias.
Hacia 1890 la imagen de la fusión racial -noción violenta, pues supone la
aniquilación de las identidades culturales de origen- estaba instalada en el
discurso público y formaba parte de la prédica de algunos periodistas italianos
que la proyectaban con insistencia en sus órganos de prensa. Para ellos, la
Argentina moderna, a la que definían como "una nación joven de formación
aluvional", tenía una misión: "devenir un crisol de razas que forjará un tipo
humano único y más perfecto: el hombre del futuro".
Como toda idea fuerza, la imagen del crisol de razas también generó resistencia.
Mientras la élite argentina construía este modelo de fusión como vimos aceptado
por publicistas italianos y franceses, miembros de esos mismos grupos nacionales
postularon una alternativa. En el seno de la colectividad italiana, y sobre todo a
través de su prensa, se instaló el debate sobre cómo preservar la identidad
cultural de origen. Había que construir vallas que evitaran que la corriente
inmigratoria se dispersara en el Plata como "un río en el Océano". La misma
expresión utilizada admitía la enorme dificultad de cohesionar a los connacionales
a través de la comunidad de lengua, usos, tradiciones y costumbres para sostener
aquello que se definía como "italianidad".
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recuperar las formas, los medios y las acciones reales desarrolladas por nuestros
antepasados para hacer oír su voz, defender sus intereses y construir un futuro
que ciertamente no imaginaron como el presente que hoy tenemos. Sabremos, en
definitiva, valorizar aquella experiencia como un bien social porque habremos
aprendido a vivir nuestra identidad en toda su diversidad.
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