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Las

ciudades de la luz
De París a la India con billete de vuelta


Javier Redondo Jordán
Javier Redondo Jordán (Pozoblanco, 1982) es escritor, director de la revista
cultural Avuelapluma.com y creador de los Encuentros Eleusinos, unos cursos de
pensamiento, literatura y espiritualidad en los que han participado importantes
figuras intelectuales de nuestro país. Colabora en publicaciones que abarcan
temáticas como la crítica literaria, los viajes y el arte. Ha escrito varios libros,
todavía inéditos. Las ciudades de la luz es su primera obra publicada.

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1ª Edición: Junio 2010.
Edición Kindle: Febrero 2015.
© Javier Redondo Jordán, 2010.

I.S.B.N.: 978-84-95714-38-1
Depósito Legal: CO-0000-2010
Todos los derechos reservados.
ÍNDICE

PRÓLOGO
PARÍS
LA INDIA
BILLETE DE VUELTA
EPÍLOGO





A mis padres, Andrés e Isabel,
por haber sabido respetar las idas y venidas
de un hijo con la cabeza llena de pájaros.
PRÓLOGO


Hay mil motivos para escribir un prólogo y otros tantos para no hacerlo.
Nada diré acerca de los segundos, fuera de citar por enésima vez a Ortega:
«Donde las cosas están, huelga contarlas».
Todos los prólogos, desde ese punto de vista, son inútiles, por más que
quienes publican su primer libro crean que el aval de un escritor consagrado
despierta el interés de los lectores y ayuda a vender la obra en cuestión.
Ambas suposiciones son falsas. Yo nunca he comprado un libro (ni
conozco a nadie que lo haya hecho) por el prólogo que llevaba, fuera cual fuese
el crédito que concediera a su autor.
Esta convicción, muy arraigada, desde siempre, en mí, no me impidió pedir
a Gonzalo Torrente Ballester que prologara mi primer libro: Gárgoris y Habidis
– Una historia mágica de España.
Lo hizo. Y funcionó.
Javier Redondo Jordán, sin embargo, no me ha pedido este prólogo. Fui yo
quien, motu proprio, se brindó a hacerlo. A él le sorprendió mi oferta, pues
conocía de sobra, tras muchos años de amistad, las reticencias que alimento
hacia la labor de los prologuistas, y me lo agradeció, pero, movido por la
delicadeza que es atributo esencial, y nobilísimo, de su carácter, intentó
disuadirme.
―No, no ―dijo―. No se tome esa molestia. Sé que anda usted muy
atareado. No quiero robarle tiempo.
Javier también conoce la aversión que me inspiran los cronófagos: esas
gentes que persiguen con naderías a los escritores, invaden su intimidad y
devoran el horario y el calendario de su quehacer.
Yo insistí, y lo hice por muchas razones: casi todas las que, según dije en la
primera línea de este trabajillo, pueden mover a alguien a escribir un prólogo.
Enumero tres de esas razones: la amistad (que ya ha sido mencionada), la
gratitud que debo a Javier Redondo Jordán (lo explicaré enseguida) y la certeza
de que, si digo, como voy a decir, que el autor de Las ciudades de la luz es un
escritor de raza, de cuerpo entero y de claro futuro, no engaño al lector ni me
miento a mí mismo.
¿Amistad? ¿Gratitud? Pues sí…
Y en cuanto a lo otro baste decir que, tras mi ofrecimiento, que lo era a
ciegas, y después de leer con atención la obra de la que aquí hablo, exhalé un
suspiro de alivio. Era ―es― estupenda. No tendría, ni por amistad ni por
gratitud, que mentir.
En la primavera ―acaso, aún, invierno― de 2005 recibí una llamada
telefónica. Me la hacía un desconocido, admirador de mi obra literaria, dijo, y
experto, al parecer, en un asunto del que yo nada sabía entonces ni, a decir
verdad, sé mucho ahora: la informática.
El desconocido era Javier Redondo Jordán, acababa de terminar los
estudios de ingeniería en no sé qué rama (telecomunicaciones, creo) de algo tan
distante, en principio, de la literatura y de mi persona como lo es la carrera
citada, y se ofrecía para crear, alimentar y pastorear mi página web. Yo, que
tenía, a la sazón, ideas muy vagas acerca de lo que por semejante latinajo se
entendía, pensé que mi interlocutor era un cronófago e intenté quitármelo de
encima.
―Ya sabes ―dije― que vivo ajeno a ese tipo de cosas.
―¡Pero no sea usted burro, Dragó! ¡Estamos en el siglo XXI! Déjeme
hacerlo. No le voy a cobrar nada.
―Bueno, si te empeñas… Allá tú.
Y di por terminada la conversación.
Javi ―Javier Redondo Jordán, ¡vaya!― entró de ese modo en mi vida, se
salió con la suya, colgó esa página en la red, la nutrió día tras día, y minuto tras
minuto, con singular escrúpulo, sorprendente dedicación y asombrosa paciencia,
se incorporó a la plantilla de Diario de la Noche, se convirtió en mi secretario y
ayudante, me enseñó a utilizar (torpemente) esos artilugios diabólicos que son
los ordenadores, me condujo, como Virgilio a Dante, por el infierno y
purgatorio, jamás paraíso, de internet, cuidó de mis libros, de mis escritos, de sus
erratas, de sus despistes, de mis papeles y de mis gatos, incluso de mi salud, y
poco a poco fue llegando a ser lo que ahora es (y ojalá lo sea hasta el día de mi
muerte o, incluso, después de ella, pues nadie tiene tantos títulos como los suyos
para ejercer de albacea de mi obra): mi mano derecha, mi hombre de confianza,
mi buzón de consultas, el freno de mis impulsos, el báculo de mi ancianidad y,
sobre todo, un amigo del alma que, pese a serlo y a gozar de todas las
prerrogativas sentimentales y consuetudinarias de ese tipo de relación, sigue
tratándome, con aticismo impropio de los tiempos que corren, de usted. Otro
motivo de gratitud. Ya casi nadie hace eso.
Amigo, por cierto, y algo más: casi un hijo, si sus padres no reclaman la
exclusiva. El que todo escritor quiere tener.
Me di cuenta enseguida de que Javier Redondo Jordán ―Javi, ¡vaya!― era
un anacronismo, era de lo que ya no hay, era un superviviente llegado de épocas
remotas e infinitamente superiores a las actuales, y era, por encima de cualquier
otra consideración, un individuo lanzado a la aventura de la vida por el camino
de la ilustración y adornado por toda suerte de atributos morales, emocionales,
culturales e intelectuales.
Pero tardé mucho, en cambio, por absurdo que parezca, en descubrir que,
además de todo lo dicho, quería ser, llegaría a ser y ya es, no sólo en agraz, lo
que en este libro demuestra que es: escritor.
De él, de Las ciudades de la luz, no quiero decir nada. Insisto: donde las
cosas están…
Anotar, si acaso, que en sus páginas, escritas con extrema pulcritud
gramatical, sólido pulso narrativo, autoridad filosófica y exquisito gusto literario,
resuena, como el mar lo hace en el fondo de una caracola, el eco de algunas de
las muchas y muy variadas, nunca unánimes, lecturas que Javier Redondo Jordán
lleva en su morral de viaje y juglaría: Kipling, Azorín, Jung, Hemingway,
Borges, Trapiello, Wiesenthal y hasta yo mismo. Todas las citadas, menos la
última, son de ley. La literatura es una cadena de anillos eslabonados.
Éste es, por supuesto, un libro de viajes, cuyo itinerario parte de
Pozoblanco y a Pozoblanco vuelve después de recorrer algunas, sólo algunas, de
las ciudades de la luz, pero de nada sirve, y su autor lo sabe, ir por el mundo
exterior sin recorrer al mismo tiempo el interior. Siempre la luz viene de dentro.
En su primera página podría figurar la misma cita a la que yo recurrí en una obra
análoga a ésta, y de ésta consanguínea, que Javier conoce muy bien: «Cuando
tengas que elegir entre dos caminos, escoge el que tenga corazón…».
No hay brújula mejor que ésa para recorrer sin extraviarse el laberinto de
los senderos de la vida y para regresar a ella, sano y salvo, después de bajar a los
ínferos de la literatura.
Bienvenido, Javier.

En Kioto, a 15 de mayo (San Isidro) de 2010.
FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ
«Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.»
FRANCISCO DE QUEVEDO, Desde la torre (1650)


«Lejos tú, lejos de ti,
yo más cerca de mí mismo;
afuera tú, hacia la tierra;
yo hacia adentro, al infinito.»
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, Estío (1916)


«El viaje es un fin y no un medio. Muévete sin meta.»
FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ, El sendero de la mano izquierda (2002)
PREÁMBULO


El libro que aquí comienza pertenece al género de la literatura de viajes,
entendida ésta como la tentativa de poner en orden e interpretar por escrito el
proceso interior de cambio que opera en el viajero durante el viaje exterior.
Quien se acerque a sus páginas descubrirá todo cuanto las agencias y los folletos
turísticos pasan por alto, aquello que está a punto de desaparecer víctima de la
contemporaneidad, el retrato de los lugares y el encuentro con las gentes que los
habitan, el hallazgo involuntario de la Historia y su huella aún viva en nuestros
días, la evocación de quienes hollaron antes las rutas antiguas y su conexión con
nuestra identidad actual, la narración de vivencias en los confines y su
repercusión psicológica, la reflexión después del regreso y la filosofía que
sugiere el detenerse, la fascinación ante lo desconocido y el modo con que el
mundo utiliza el miedo y la distracción como herramientas sencillas para
mantenernos alejados de sus secretos.
Se trata, por lo demás, de una obra muy luminosa, llena de soles y sombras,
de amaneceres y crepúsculos, de fogonazos, destellos y fulgores, donde la luz
está presente en todo momento. El título de Las ciudades de la luz alude,
precisamente, a la luz singular que alumbra, de forma distinta a cada una, a las
tres ciudades principales en las que se centra el trayecto: París, Benarés y
Pozoblanco. A ellas están dedicadas las tres partes de las que consta el libro:
París, La Ville Lumière, corazón del Siglo de las Luces; Benarés, capital
espiritual de la India, lugar de tránsito, iluminación y renacimiento; y
Pozoblanco, escenario de mi niñez, que percibo bañado de esa «luz de la
memoria» común a todos los poetas de cualquier época, esa luz distante y cálida
a la que cantan cuando la hora de zarpar se acerca.
Siempre me han gustado los juegos de palabras y sus múltiples giros. De
ahí que haya dado en llamar al último tramo del libro Billete de vuelta, que
coincide con el final del subtítulo de portada. Con él no sólo sugiero su sentido
de regreso del viaje, sino también la circunstancia añadida de volver, como en
mi caso, a la infancia, al pueblo que le vio a uno nacer, al principio de todo. Se
trata del segmento más largo del volumen, en el que analizo, además de mis
recuerdos infantiles, mi visión del viaje, la dicotomía entre viajar con billete de
vuelta o sin él, la extrapolación de ese dilema a nuestra existencia, la diferencia
entre viajeros y turistas, entre viajar por tierra o mar y hacerlo en avión, así
como una perspectiva particular del arte, de la ética y la estética, del tiempo y el
espacio, de la vida y la muerte. Hay muchos muertos en estas páginas, en efecto.
Muchos cementerios, muchas tumbas, muchas piras funerarias. Tal vez por ser
en el instante de la confrontación con la muerte, propia o ajena, cuando más nos
acercamos a las verdades simples que aprendimos de niños. Supongo que, al fin
y al cabo, la muerte resulta ser el último billete de vuelta.
Porque este libro es, ante todo, una cartografía íntima y sentimental de los
efectos que el camino induce en nuestra persona. Salir de viaje debería parecerse
a lanzar una piedra al centro de un estanque tranquilo. Mientras la causa que
provocó la turbulencia desaparece fugaz en el fondo, las ondas concéntricas que
produce se expanden con lentitud sobre la superficie hasta alcanzar la orilla, y
algunas terminan por retroceder, ya débiles, generando un leve caos por el
choque de contrarios al mezclarse con la primeras. El viaje en ocasiones produce
esas ondas débiles, un trayecto de ida con billete de vuelta que sacude sin
violencia la capacidad de comprensión de cuanto nos rodea, desafiando nuestras
convicciones, agrietando su raigambre, afilándonos los sentidos, expandiendo
nuestra claridad más allá de las fronteras que creíamos que acordonaban el
horizonte. Y es mediante la contemplación del entorno como acabamos
conociéndonos, casi sin querer, a nosotros mismos, pues somos, en el trance de
viajar, simultáneamente observador, instrumento de medida y objeto de ensayo
de nuestra propia conciencia.
Los textos que aquí recojo forman parte de los cuadernos que siempre llevo
durante mis viajes. Algunos, en su origen, no eran sino simples apuntes, otros, en
cambio, los había pulido con el tiempo. Muchos los he corregido mil veces, y la
mayoría he tenido que reescribirlos para la ocasión. Hay algo de enfermizo en mi
obsesión absurda por limar los filos de las palabras, por dotarlas de cierta
musicalidad, por conferirles un significado lo más próximo posible a lo que uno
pretende decir. Un adjetivo atinado puede enriquecer un párrafo, y un verbo
exacto hacerlo sublime. A Borges debía de ocurrirle algo similar, pues confesó
en alguna entrevista que publicaba únicamente para dejar de corregir. La física
contemporánea, por otro lado, lleva dos siglos intentando unificar todas las
interacciones fundamentales de la naturaleza en una sola ecuación capaz de
reducir el universo a una simple cadena de caracteres de tiza sobre un encerado.
Imagino que ha de haber alguna relación invisible en todo eso, que a los físicos y
al maestro bonaerense también les movía el vano afán de explicar el mundo en el
espacio limitado de las hojas de un libro, del marco de una pizarra. Encerrar la
vida en una sola línea, como esos veleros varados en el interior de una botella de
cristal. Pocos lo han conseguido, si es que alguno lo ha hecho. Por eso un libro
nunca se termina de escribir. Por eso entre sus pliegues de papel impreso
siempre se oculta una empresa fallida. Por eso la historia de la literatura es un
canon de obras inconclusas. El resplandor de lo imposible, sin embargo, sigue
acicateando a los suicidas, y asombra comprobar hasta qué punto la escritura es
un constante trabajo en marcha, un boceto impreciso, un castillo de arena a
merced de las olas.
Así pues, lo que sigue es una recopilación de anotaciones sobre andanzas y
pensamientos que he ido componiendo al hilo de más de cuatro años. Tanto
tiempo dedicado a escribir da para mucho, y de entre todos esos textos
arrinconados en un cajón he seleccionado los más significativos, los más fértiles
y los más sinceros para confeccionar este volumen. Modestia aparte, aquí están
contenidos mi código de conducta, mi manera de ver las cosas y mi concepción
de la vida con absoluta fidelidad. En otros libros podrá aparecer mi firma en su
cubierta, pero es en éste, entre todos los que he escrito hasta ahora, donde más
me expongo, donde mejor se me describe.
En definitiva, este libro es lo que soy.

JAVIER REDONDO JORDÁN





PARÍS
«Como artista, un hombre no tiene hogar en Europa excepto en París; esa sutileza de la totalidad
de los cinco sentidos que el arte de Wagner presupone, esos dedos que pueden detectar leves
gradaciones, morbidez psicológica… todas esas cosas pueden encontrarse en París. En ningún otro
lugar podrás conocer esa pasión por cuestiones de forma, esa gravedad en asuntos de mise-en-
scène, que es la gravedad parisina par excellence.»
FRIEDRICH NIETZSCHE, Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es (1889)


«Si tuviste la suerte de vivir en París cuando joven, luego París te acompañará vayas donde vayas
durante el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue.»
ERNEST HEMINGWAY, París era una fiesta (1964)


«Siempre tendríamos que construir nuestro refugio donde duermen los gatos, porque saben elegir
los rayos de sol en invierno, los jardines frescos en verano, los barloventos en la tormenta, los
muelles tranquilos en los puertos, las cestas en los mercados, la barra de zinc de las viejas tabernas,
las tumbas de los poetas en los cementerios, las calles sin salida, y se dan gusto con las barbas de
los libros tonsurados…»
MAURICIO WIESENTHAL, El esnobismo de las golondrinas (2007)
I
EL VIAJE


Todo sucedió durante los meses que circunscribieron mi vigesimoquinto
cumpleaños. Después de años bregando, logré pagar el precio vital que se me
exigía por mi liberación. Saldadas las deudas con mis mayores, con todo aquél
que hubiera confiado en mis aptitudes y con el resto de la sociedad, salí un buen
día, muy de mañana, de la casa de mis padres hacia destino incierto.
A aquella hora, Pozoblanco no era más que un rosario de luces amarillentas
reflejadas en la superficie noctámbula de los charcos. La lluvia fina en los
cristales añadía, sin embargo, un inesperado matiz de tristeza a la dicha que
procuran las fugas. Escapar se hacía tangible por momentos, mientras que,
envueltas en la creciente bruma de la irrealidad, atrás quedaban las casas
encaladas, la mayoría de las cuales sólo perviven en mi memoria, las calles de
adoquines, el olor a humo procedente de las dehesas y el tañido de los
campanarios.
En mi cabeza bullían imágenes exóticas, mapas en blanco, planes sin nudo
ni desenlace que, mezclados con la visión en movimiento del otro lado de la
ventanilla, difuminaban cualquier concatenación de pensamientos coherentes. El
haber madrugado, además, restaba claridad a las ideas, manifestadas como
fogonazos en mitad de una noche que ya levantaba su manto de luto de las
vaquerizas a las afueras del pueblo.
Clareaba, aunque apenas se advertía aún en el cielo añil. Y mientras
atravesaba los campos de encinas y alcornoques del norte del Valle de los
Pedroches y me internaba en el Valle de Alcudia, la mirada se me perdía en el
sutil filamento dorado que emergía tras las elevaciones de la sierra. Porque era
allí adonde me dirigía, hacia el sol de levante, como Ícaro, hacia tierras remotas
más allá de aquellos montes.
El autobús se abría paso entre terrenos escarpados. Afuera el calor del
nuevo día desperezaba a las vacas y los caballos diseminados por los campos,
que caracoleaban perezosamente tras las alambradas al borde de los caminos. La
tierra respiraba humedad y restallaba de verdor por las aguas caídas durante la
víspera. Y mientras el sol poco a poco deslumbraba a los ojos, notaba su voz
callada desafiándome a seguirle en su ascenso mientras fundía mis alas de hilo y
cera.
Ya no recordaba cuántas veces había idealizado aquel día. Partir en pos del
gran viaje de juventud. Ése que le graba a uno la silueta de su recuerdo en las
pupilas y en adelante hierra nuestros pasos con el metal precioso de las armas de
los héroes antiguos.
Todo aquél que se precie de soñador dirige el mascarón de proa de su barco
hacia la India al menos una vez en su vida. No en vano dicen que el viaje a la
India no es un destino más, sino el único viaje que, en puridad, cabe emprender
en este tiempo que nos ha tocado en suerte. Tal vez porque sólo en territorio
indio permanece una forma de pensar y de vivir que se halla en las antípodas de
la nuestra, un modus vivendi inalterable a lo largo de los siglos, idéntico en la
actualidad al que existía en la época en la que los dioses aún caminaban sobre la
tierra.
Durante varias semanas surcaría los senderos del país de las especias, de
los antiguos maharajás, de la espiritualidad y de las vacas sagradas que se le
cruzan a uno por la calle. Ese intervalo de dos meses, febrero y marzo, que
resulta ser el más hermoso por poder el viajero ser testigo del renacer de la
primavera a su paso, sería suficiente, a mi entender, para absorber las
incontables esencias del país, llegar a conocerse a uno mismo un poco más, si no
en su esencia, sí al menos en sus limitaciones, y encontrar el sentido último del
viaje, como concepto absoluto, si es que lo tiene, fuera de la simple huida hacia
adelante, en dirección a lo desconocido.
Había de reconocer que un viaje de tal envergadura me imponía, en la
medida en que escapaba a mi control y me dejaba inerme e indefenso en medio
de la nada, de espaldas al vacío. Pero el miedo es y debe ser al mismo tiempo
enemigo y consejero del guerrero. Es lícito y loable que las pruebas le infundan
a uno temor, de modo que aprenda a respetar a su adversario y no caiga nunca en
el error de infravalorarlo. Este temor, no obstante, ha de servir a su vez para
azuzar el valor del guerrero en la lucha propia. Y esa lucha tiene un escenario
externo, que es el viaje, y otro interno, el propio corazón.
II
MADRID


Las noches de Madrid son infinitas. Igual que las cabras siempre tiran para el
monte, uno, que es de natural noctívago, tira invariablemente hacia las calles en
busca de nada en particular, salvo el mero encanto de deambular entre fantasmas
bajo la luz anaranjada de las farolas y de respirar el aroma fresco a humo y tierra
mojada de las madrugadas de invierno. Había oído hablar de un local de jazz en
Huertas que no conocía. No quedaba muy lejos de mi hotel, y hacía tiempo que
el reloj había doblado la medianoche. Era la ocasión perfecta. Me abrigué y me
eché a la calle.
Pocos placeres hay como vagar sin rumbo por los bulevares sombríos y
desiertos de Madrid a la luz de la luna, tan sólo alumbrados por neones
parpadeantes y el haz ocasional del faro de un coche que nos sorprende por la
espalda y luego se aleja con un rumor vacilante. Aquella noche, sin embargo, no
navegaba a la deriva.
Caminaba bajo el viento frío de diciembre, cortante como cristal helado,
arrebujado entre las solapas del abrigo, las manos enfundadas. No había un alma
con quien cruzarse. Sólo me envolvía, en el silencio urbano, lo único que me
diferenciaba de uno de esos espectros con los que de tanto en tanto me cruzaba,
el golpeteo acompasado de mis propios pasos. A lo lejos se oía ruido de tráfico,
muy lejos. Más lejano aún, el aullido apagado de un perro.
Pude ver desde la esquina el inmenso cartel con el nombre que buscaba
sobre la fachada negra. Sabía que en ese garito la música en directo suena hasta
altas horas de la madrugada. Por eso había ido. Y doy fe, porque desde fuera
podía oírse el zumbido de los graves del concierto.
Franqueé la doble puerta de entrada y me quedé pasmado. El local estaba
lleno. En la barra se agolpaba una marabunta que intentaba pedir alguna
consumición, y en las butacas junto a las mesas pensar en sentarse rayaba en la
entelequia. Sólo se veían tíos trajeados y turistas. Allí no cabía un alfiler. No era
ésa precisamente la idea que tenía uno de un local de jazz. Aquello más bien
parecía un bar de copas, un pub, cualquier cosa menos un jazz bar. Además,
tocaba un grupo de blues bastante malo, tanto que incluso el guitarra solista se
reía, por no llorar, de lo mal que le estaba saliendo el punteo. Me quedé cinco
minutos oteando el ambiente desde la puerta, por si mi primera apreciación había
sido errónea. El guitarrista tenía cinco minutos para demostrar si sabía hacer
algo.
Pero no lo consiguió.
Salí de aquel antro atestado de pijos y guiris. Había empezado a llover, y
no me quedó más remedio que calarme la chaqueta y encoger el cuello bajo la
bufanda mientras caminaba bajo la lluvia. Un bohemio en remojo por el Barrio
de las Letras: no se habrá visto gesto más estético.
El pavimento brillaba a la luz pálida y opaca de las farolas cuando llegué a
la altura del Café Central, uno de los locales madrileños de mayor tradición
jazzística, en la Plaza del Ángel, pero los carteles rezaban que los conciertos
tenían lugar sólo de diez a doce de la noche. Demasiado tarde, forastero.
Sopesé la posibilidad de marcharme al hotel en vista de que la noche
parecía no dar para más. A cada minuto llovía con más pesadumbre, pero qué
más da cuando ya estás empapado. La lluvia y la noche acaso estén pensadas
para el consuelo de los perdedores, y poco más cabía perder en aquel momento.
De modo que enfilé la calle Preciados arriba, cruzando antes por Sol, hacia
Jacometrezo, calle que alberga el Café Berlín, que hacía tiempo que no visitaba.
El Berlín es un lugar con estilo, de gran elegancia y calidez, quizá por no
buscar la afluencia popular, sino un público entendido y selecto. Subí las
escaleras que conducen a la primera planta, donde se celebran los conciertos,
pero al ver que los músicos ya estaban recogiendo se me nubló el ánimo. El
contrabajo descansaba ya tumbado sobre la tarima del escenario y el lacado
negro de la tapa del piano brillaba bajo los focos bloqueando las teclas. Sólo un
joven permanecía allí, una silueta en mitad de la penumbra, sentado ante su
velador con la mirada perdida tras los acordes de las canciones de gramófono
que reproducían los altavoces.
Me acodé en la barra y le pregunté al camarero si habría algún pase más
aquella noche. La última actuación, según me contó, acababa de finalizar apenas
tres minutos antes. Maldije mi suerte. Le pedí una copa, al menos la música
ambiente no estaba mal. Continué conversando con el barman, que no sería
mucho mayor que yo. Me interesé por sus gustos musicales. Él se confesó
amante del jazz, claro, más cercano al clásico que a los nuevos sonidos y sus
fusiones. Uno siempre ha tenido el sueño de trabajar como camarero en un local
de jazz como el Café Berlín, un bar con una atmósfera como la que se respira
entre aquellas paredes: delicada, seductora, refugio de la melancolía. En el otro
extremo del salón estaba el escenario, con el hermoso piano de cola de vetas
oscuras cromadas en la madera, el contrabajo en el suelo y una guitarra apoyada
en la pared. Siempre me había figurado un garito de jazz de ese modo, tal como
lo tenía ante mis ojos, con un par de solitarios trasnochados bebiéndose su
tragedia con mucho hielo, un barman indulgente que rellene los vasos con
whisky, la luz tenue de los veladores por toda iluminación y un pianista que
arrancara quejidos luctuosos del instrumento.
Lástima que los músicos ya hubieran acabado aquella noche.
III
DE LO POR VENIR


Suelo conducirme a menudo sin cuestionarme demasiado qué me encontraré a la
vuelta de la esquina. Mejor concentrarse en el paso que se da y dejar de
plantearse el posible albur que nos aguarda. Por eso mis proyectos son vagos,
ambiguos, desdibujados en el horizonte del futuro. Me gusta dejarme llevar por
lo que me rodea. Detenerme, cuando camino por la calle, respirar hondo y tomar
conciencia del presente, ese instante único, irrepetible y efímero que agrupa
pasado y futuro, fundiéndolos en uno. Disfruto cuando constato que estoy en mis
zapatos aquí y ahora, sintiendo el suelo bajo mis pies y el sol vivificando cada
uno de mis capilares.
La gente creo yo que no piensa en estas cosas. Supongo que son
pensamientos reservados a los locos, a los ociosos y a los raros, personas como
uno, que no ve la calle como aquello que separa un origen de un destino, un ir de
un venir. La calle no es sólo el camino más corto entre dos lugares dentro de una
misma ciudad. Ves a la gente caminando por las aceras y va cabizbaja, con paso
rápido y triste, como si, puestos en el trance de salir de sus casas, se enfrentaran
con la hostilidad de un mundo que no les pertenece, cuando es absolutamente al
contrario. Son hombres y mujeres a quienes se les puede ver en esa mirada vacía
y ausente que sólo tienen en la cabeza el sitio al que se dirigen, y cuando lleguen
a su destino sólo podrán pensar en su siguiente movimiento, como el jugador de
ajedrez que acaba de mover su pieza. Son muertos vivientes del ahora, porque
han vendido su alma al porvenir.
IV
LA CUESTA DE MOYANO


Las nueve de la mañana. Un frío de perros. Un frío que paralizaba las
articulaciones. Un frío tal que el mero roce de las piernas con la tela de los
pantalones le hacía a uno estremecer. Frío, frío, frío: si se repite muchas veces
una palabra, al final deja de tener significado y se desvanece como el vaho del
aliento. Pero esa ola de frío glacial con la que Madrid se desperezaba no
desaparecía. Al contrario, le tiraba a uno de los carámbanos de las orejas para
que no diera un solo paso sin acordarse de ella. En la calle no se podía estar,
pero aguanté como pude el tirón caminando con las manos en los bolsillos por
las avenidas de aquella ciudad tiznada de gris. Se antojaba una vieja fotografía
en blanco y negro descolorida, ahumada.
Me acerqué a la Cuesta de Moyano, entre el Paseo del Prado y la Plaza de
Atocha, pero las casetas, salvo una, estaban todavía cerradas. Es lo que tiene ser
librero de caseta, que abres el puesto cuando te conviene. Habría tenido uno
incluso que agradecer que lo hicieran en un día como aquél.
Me metí en un bar a esperar a que los libreros comenzaran su jornada, con
la Cuesta bien a la vista. Olor a cortezas de cerdo fritas al entrar. Típico bar de
bocadillos de calamares, un poco anticuado. En las paredes aún perduraba el
empapelado de pared a cuadros típico de hace treinta años.
Buenos días. Un café con leche. El camarero me lo sirvió en la barra y
tomé asiento en una de las mesas. Vertí el azúcar y removí el café acunando el
vaso para sentir su calor en las manos. También allí dentro hacía frío. En la
pared que daba a la calle una rejilla hacía las veces de respiradero, y así el aire
entraba libremente y se le clavaba a uno en los pies. Se me vino a la mente la
película de Los intocables de Eliot Ness y la imagen de Sean Connery
recomendando a sus compañeros, congelados de frío, haciendo guardia en una
cabaña en medio de ninguna parte, que golpearan el suelo con los zapatos para
entrar en calor. Seguí el consejo de Connery y sacudí las botas contra las
baldosas amarillentas. El barman y yo éramos los únicos habitantes del local. En
la radio se escuchaba con voz de lija a un locutor mal sintonizado. Todo en
aquella taberna resultaba un tanto cutre, rancio y descorazonador. Quizá no
debería haberme levantado tan temprano.
Entró un repartidor. El camarero hizo sus pedidos: tres botellas de vermú,
otras tantas de anís seco, del Mono, claro, eso no se pregunta, y queso de cabra
curado, y que pique, que está de puta madre el muy cabrón. Llegó entonces un
joven muy alto, todo vestido de negro con una larga gabardina, gafas oscuras y
el pelo largo castaño recogido en una coleta. Pidió dos latas de cerveza sin
alcohol. Era extranjero: alemán, tal vez, a juzgar por el acento. No había sin
alcohol. Pues normales, contestó el forastero, arrastrando unas eses finales un
poco bífidas. ¿San Miguel?, inquirió el barman. No parecía haber ninguna
objeción a la marca. El joven de luto se marchó tal como había venido con sus
dos latas de cerveza en la mano a las nueve y media de la mañana. Espero que no
se las tomara para desayunar.
El camarero y yo volvimos a quedarnos solos, junto al constante parloteo
de la radio, que adquirió presencia de nuevo en la atmósfera enrarecida del bar.
Iban a dar las diez, llevaba una hora allí y las casetas de libros no daban señales
de vida. En cierto modo era comprensible: no se podía abrir un puesto al aire
libre con esas temperaturas. Parecía un suicidio. De reojo podía ver cómo el
barman me miraba de mala forma. Normal si llevaba una hora con un solo café y
tomando notas en mi cuaderno sin parar. La gente suele ponerse muy nerviosa
cuando hay alguien escribiendo cerca. De manera que recogí mis bártulos y me
largué.
Crucé la calle mientras sentía secárseme el tuétano en los huesos. El frío
era tan afilado que lo cortaba todo a su paso y quemaba la piel. Aun así, no me
arredré y seguí mi camino hacia los tenderetes de la Cuesta. Sólo había cuatro
mal contados cuyos dueños desplegaban ya la mercancía. Me dirigí al más
próximo y miré lo expuesto en los tableros: todos actuales, nada de libros viejos,
descatalogados o de lance. Carecían de interés.
Continué por la hilera de casetas cerradas hasta el siguiente puesto abierto,
cincuenta metros más allá. Desde la lejanía se atisbaba una buena caterva de
hombres, sólo hombres, maduros, merodeando entre la caseta y el expositor
frente a ésta. Repasaban con rapidez y pericia, con movimientos digitales
medidos, los volúmenes colocados en batería. Muchos de ellos con los
periódicos del día bajo el brazo, todos con el semblante grave, sombrío, como el
jugador pendiente del resultado de una apuesta. Uno, que ya conocía las reglas
del juego de libreros y bibliófilos, sabía que esos hombres siempre esperan desde
primera hora a que el librero, que debía de ser de los de vocación, por salir a
trabajar en días gélidos como aquél, vaya sacando a lo largo de la mañana
ejemplares raros y primeras ediciones procedentes de alguna punta de libros que
suele tener guardados en cajas de cartón reutilizadas. Colección que habría
conseguido, tras la muerte de algún intelectual, en alguna razia orquestada por
los herederos del infeliz, que sólo ven en la biblioteca polvorienta y cuarteada
del abuelo simples libros viejos que servirán bien como pasto de las llamas para
encender la chimenea en invierno, aunque si se les puede sacar algo de provecho
malvendiéndolos a los carroñeros que acuden a los despojos de papel cuando el
muerto está aún de cuerpo presente, mejor.
Noté cómo me fallaban las rodillas. El frío no daba cuartel. No tuve más
remedio que retirarme en pos de cualquiera de esas librerías enormes de la Gran
Vía con calefacción. Allí quedaron, entre el polvo helado de las páginas, los
lobos husmeando la madriguera de su presa.
V
LA GRAN VÍA


No conseguía conciliar el sueño. Afuera, la ciudad rugía. Podía sentir su pálpito
furioso. Al final me cansé de dar vueltas en la cama y decidí darlas en la calle.
Me vestí y salí del hotel a respirar un poco de nocturnidad urbana.
Lo de siempre, pero distinto. Cada día el teatro del mundo vuelve a
representar la misma función, pero nunca hay dos iguales. La calle hierve de
vida incluso a esas horas de la noche, y se torna peligrosa, estimulante,
embriagadora.
Madrid es una ciudad gris que lleva siglos buscando su propia identidad.
«Rompeolas de todas las Españas», que dijera el poeta que cantaba soledades.
Un rompeolas en el que vienen a estrellarse quienes persiguen quimeras y
fantasmas. Por eso es la ciudad de los sueños rotos. Por eso, en Madrid, sin
haber mar, el viento siempre trae rumor de olas.
Porque Madrid siempre fue cobijo de ilusos, de melancólicos y bohemios,
de quienes vieron morir su juventud entre el vino y las rosas de los sueños
efímeros e inalcanzables.
A aquella hora de la madrugada la mitad de Madrid dormía. La otra mitad,
sin embargo, despierta con los últimos estertores del crepúsculo, mientras la
noche extiende su manto de sombras sobre la ciudad. Son las criaturas de la
noche. Nada tiene que ver el mundo de los que desayunan café con porras a las
ocho de la mañana con aquel otro que brota de las entrañas de la tierra cuando se
funde el sol ardiente como oro reflejado en las vidrieras de los edificios de acero
y hormigón. No se rigen por las mismas reglas. Hay quien dice que a Madrid le
queda mejor el traje de noche; que, de hecho, es sólo noctívago, sonámbulo,
crápula; que, de día, es sólo un cascarón sin alma, iluminado por los rayos
beatíficos del sol, que dulcifican su expresión, a la espera de resurgir de su
letargo.
Sin apenas darme cuenta, caminando despreocupado por callejas en
penumbra, había acabado en la Gran Vía. De noche la Gran Vía se le aparece a
uno iluminada con tonos anaranjados de luz artificial, que se derraman sobre el
asfalto y lo hacen brillar como contra natura. Esa inmensa calle sobrecoge
profundamente bajo la luna por la belleza neoclásica y decadente de sus
edificios, mordidos por las dentelladas del tiempo. También por su atractivo
feroz, trágico y patético bajo la luz espectral de las farolas, entre destellos de oro
y plata, como petrificada en una eterna mueca desencajada de terror ante la
mirada de la Gorgona.
La Gran Vía traza la hipotenusa de ese extraordinario triángulo en el que
bulle, sin posible parangón, el corazón de la ciudad, y en cuyos vértices se
encuentran las plazas de Callao, de Chueca y la calle de Montera. Latiendo por
sus principales arterias ―las calles de Hortaleza, de Fuencarral, el barrio de
Malasaña y la propia Gran Vía― pueden descubrirse todas las capas que
conforman la jungla urbana de Madrid: gays y lesbianas, travestis de peluca y
tacón imposible, fornidos adonis de camiseta de tirantes y tatuajes, chicas sáficas
de incontables piercings en los labios cogidas de la mano, mujeres de saldo que
guardan las esquinas, proxenetas que las rondan, inmigrantes, rumanos, chinos,
latinos, marroquíes, negros, representaciones de todas las tribus urbanas, turistas
perdidos, mochileros, vagabundos, indigentes envueltos en cartones, borrachos,
yonkis, camellos, locos que gritan al cielo negro y amarillo, energúmenos que
golpean cabinas de teléfonos, ancianas rebuscando en los contenedores de
basura, grupos de jóvenes que esperan un taxi, famosillos de ortopedia, de usar y
tirar, y demás esperpentos.
Hacía frío. Mejor volverse al hotel. Una de las muchachas del Este
apostadas en la acera me hizo señales con la mano para que me acercara. Su piel
era blanca, joven y azul. Sólo alcancé a sonreírle con ternura mientras declinaba
su oferta.
Si uno fuese Humphrey Bogart, se habría alzado la solapa de la gabardina
gris y se habría encendido un pitillo arrugando el gesto. En cambio, yo, que ni
siquiera fumo, sólo pude seguir mi camino con la cabeza gacha, los hombros
encogidos y las manos frías, absorto en quimeras, como aquéllos que se estrellan
contra las rocas, mientras aquella chica de la calle, que pronto escucharía
también ese rumor lejano, como de mar, seguramente ya habría olvidado mi
cara.
VI
EL RASTRO


Un domingo en Madrid no hay mucho que hacer. La opción más popular y
socorrida, sobre todo para quienes les toca hacer de padres, es la de encerrarse
todo el día en un centro comercial y zamparse un paquete de ocio familiar
consistente en bolera, compras, comida rápida, máquinas recreativas y cine con
palomitas. Da miedo pensarlo.
Salvo la visita obligada a los eminentes museos de la capital, lo único que
le queda al madrileño, oriundo o de adopción, es el Rastro. Cada domingo todo
Madrid se apelotona entre la Plaza de Cascorro, la Ronda de Toledo y las calles
de Ribera de Curtidores, Embajadores y otras aledañas para no se sabe
exactamente qué, porque el turismo ha convertido el viejo Rastro de los gitanos,
los bohemios y los artistas en un parque temático, en una franquicia de El Corte
Inglés. Los precios son abusivos para ser artículos exhibidos a ras de suelo en
puestos de mala muerte, pero el problema estriba en que se venden sin
demasiada dificultad. Así están las cosas. Lo mismo ocurre ya en el Gran Bazar
de Estambul. Esperaba uno descubrir en la longeva Bizancio una ciudad mágica
de alfombras voladoras y cuevas de Alí Babá, tesoros saldados como baratijas y
lámparas maravillosas extraviadas entre la chatarra, pero lo cierto es que
llegaron a pedirme, después de mucho regatear, treinta euros por una mala
alfombrilla de cuarto de baño. Otro parque temático. Aquellos turcos, los del
bazar de hoy que otrora fuese grande, sabían que ningún rostro pálido se iría a
casa sin souvenir. El turismo, que todo lo corrompe.
Hace mucho tiempo que también me desencanté con el Rastro, aunque
conseguí, pese a todo, a modo de desquite, sacarle a un gitano una alfombra
enorme, de más de dos metros, por los mismos treinta euros que me pedía aquel
mercader de gesto torcido de Estambul por el trapo para los pies. Aun así,
existen todavía en el Rastro los viejos tenderos de toda la vida, los que levantan
el puesto cuando las farolas se van apagando y los gorriones pían sobre los
tejados, cuando la Plaza de Tirso de Molina empieza a oler a alba y a flores, y el
frío de las primeras luces se desayuna con aroma a café y pan tostado. Son los
vendedores de libros rancios y carcomidos, los revendedores de mercancía de
dudosa procedencia, los comerciantes de fósiles falsos, los anticuarios que
exponen género envejecido con amonio, los tratantes de pájaros, los marchantes
de cuadros sin valor… En el Rastro, que es el reino del pícaro, todo se vende,
todo se compra.
Y el reino del pícaro es el paraíso del carterista. Es gracioso toparse de vez
en cuando con un tipo andrajoso corriendo entre los puestos, esquivando a la
gente, perseguido de cerca por un guiri pecoso y rubicundo (también furibundo).
Carrera inútil, porque, de atraparlo, comprobará que su dinero ha volado en el
frenesí de la persecución. Y se encontrará con la mirada paternal y la palmadita
en la espalda de la policía, acostumbrada ya a estos episodios. Cosas del Rastro.
Acto seguido, se vuelve uno y se encuentra de frente con los Hare
Krishnas, con las calvas reluciendo bajo el sol de los domingos, que suben la
calle en procesión bailando al ritmo tribal de los tambores y elevando sus
cánticos entre la marabunta, que asiste divertida a la escena.
Y si tantas emociones le han abierto el apetito, que dirían las guías de
viajes, el buen turista no debería desperdiciar la ocasión de probar las
proverbiales tostas de las calles empinadas que salen de la Ronda de Toledo.
Con suerte, después de haber esperado apenas media hora de cola, podrá
degustar su exquisita y grasienta tosta de salmón, boquerones en vinagre o
sardinas, entre muchas otras deliciosas variedades. Sin duda causan furor entre la
extranjería que nos visita.
No sé por qué he acabado hablando del Rastro, si yo pasé de largo aquel
domingo, evitando la corriente humana, y me perdí en la grisura, entre los
árboles desnudos de los bulevares recoletos de Madrid.
VII
LAS GUERRAS Y LAS CALLES


Los resplandores azulados de la televisión proyectan imágenes de guerra en la
penumbra de la pared. Estrellas fugaces caen durante toda la noche sobre una
población infrarroja de edificios verdes, envuelta por un silencio que atraviesa la
pantalla del televisor de la habitación del hotel, como si bombardearan una
ciudad fantasma.
La guerra, sin embargo, yo creo que la vivimos todos los días en las calles.
Se trata de guerras incruentas, pero que nos enfrentan a unos con otros, a uno
mismo con el mundo que le rodea. La vida es un continuo combate. El ser
humano pugna por sobrevivir en un entorno que le es hostil. Nacer es ya, desde
antes del primer vagido, una lucha por permanecer en el seno de la madre, y es la
propia naturaleza la que nos expulsa del paraíso original para, acto seguido,
volver a probarnos, presentándonos un nuevo reto, una nueva lucha: tratar de
respirar aire, que debe quemar como fuego en unos pulmones vírgenes que aún
no han probado el oxígeno viciado de esta existencia. Desde entonces, la vida
del niño es un desafío constante, al que han dado en llamar aprendizaje o
experiencia, que irá curtiéndolo en el transcurso de sus días hasta que, ya
anciano, con el pie en el estribo, vea con los ojos tristes de los guerreros viejos
que la guerra siempre la perdemos todos.
Caminando por las calles de Madrid puede comprobarse cómo son
escenario de mil guerras, las de la gente que lucha por sobrevivir, cada uno en su
propio mundo, en esa jungla de acero, hormigón y asfalto. Se pelea por llegar a
fin de mes, por conseguir un trabajo mejor, por integrarse en la sociedad, por
ponerse máscaras, por ser aceptado por quienes nos rodean, por ser admirado.
Por ser querido, que es al fin y al cabo lo que nos mueve en esta vida. Lo malo
es que en ello nos va la felicidad, una musa de mirada esquiva que no
terminamos de retener, porque luchar es oponerse a la vida tal como la concibo.
Toda empresa que nos genere sufrimiento debería abandonarse en la cuneta.
Lucha denota resistencia, insatisfacción. Y si la existencia no nos satisface, ¿qué
sentido tiene vivirla? Así las cosas, ¿para qué cambiarlas, para qué luchar? ¿No
sería mejor, como decían los sabios antiguos, no oponerse a nada, no perseguir,
no conseguir, carecer de objetivos, fluir, vivir por vivir, hacer por hacer, viajar
sin meta, estar en lo que se está? Yo no acabo de estar del todo convencido, pero
sí es cierto que mi nave da bandazos por la violencia de estos vientos antiguos y
de estas guerras que tal vez estemos condenados a perder.
VIII
EL NEGRO DE MALASAÑA


A pesar de todo, siempre se encuentra una rendija de luz en el muro de oscuridad
que a veces parece cernirse sobre nuestras vidas. Siempre conseguimos sacar la
cabeza del agua lo justo para tomar un poco de aire antes de volver a hundirnos
en las profundidades. Siempre, en definitiva, hay un mañana. Al día siguiente
vuelve a amanecer y todo comienza de nuevo. La vida nos brinda una nueva
oportunidad y nos tiende la mano, como si quisiera decirnos que lo intentemos
una última vez. A veces pienso, mientras recorro las calles de Madrid, que nunca
se está lo bastante derrotado como para no ser capaz de volver a levantarse.
Cada cual carga con su propia tragedia, y su peso a veces puede resultar
demasiado doloroso. La gente, sin embargo, encuentra la forma de incorporarse,
buscar apoyo y echarse a la vida un día más. Ves a los mendigos en las aceras
una tarde y otra, con los ojos velados ya por el sufrimiento, atrincherados en sus
esquinas, en continua guerra con ellos mismos. Tal vez carezcan de objetivos, es
cosa que no se puede saber, pero supongo que el esfuerzo por sobrevivir a ese
día es ya sobrado empeño.
Malasaña no es una buena zona por la que moverse, incluso a plena luz del
día. Se trata de un barrio que, pese a estar a sólo dos pasos de la Gran Vía,
parece una pequeña sucursal del infierno en todo el centro de Madrid. Asombra
pasear por sus calles invadidas por la suciedad, siendo como es Malasaña,
antiguamente llamada Barrio de Maravillas, una barriada de tanta historia, casta
y tradición en la Villa y Corte. Hoy es, sin embargo, un rincón de fachadas
teñidas de espray y mala leche, cables al aire, tubos colgando, edificios con las
tripas entre las manos, calles estrechas trufadas de basura, orines, condones,
jeringuillas, gomas elásticas que hace un rato han servido de torniquetes y otros
vestigios de trasnoches campando con impunidad sobre el pavimento.
También, como Lavapiés y otros lugares de la periferia de la ciudad,
Malasaña ha sido abordada por los inmigrantes. Este hecho, lejos de deslucir sus
calles, me parece a mí que ha salvado a Malasaña de su hundimiento en la
sordidez, prestando a la zona color con locales de negocios chinos,
sudamericanos y musulmanes. Se conoce que las áreas urbanas más marginadas
son el caballo de Troya natural para la entrada de la inmigración, y no deja de
ser triste, por inevitable, que una ciudad termine convirtiéndose en una
amalgama de guetos.
Hay un negro que suele moverse por Malasaña, entre las callejas próximas
a la Gran Vía. Quizá sea senegalés, quizá nigeriano. Tiene los ojos saltones,
abiertos de par en par como un sapo asustado, la mirada interminable, perdida.
De vez en cuando lo veo por la calle trastabillando, desorientado, con sus
andares torpes, nunca sé si por la bebida o por algún defecto congénito, aferrado
a su vaso de litro de plástico que sostiene sobre el pecho, siempre vacío, y me
pregunto, cada vez que me lo cruzo, si va pidiendo limosna o es que
simplemente el litro de vino terminó por agotarse.
La última vez me lo encontré tirado en el suelo de la Plaza de Santa María
Soledad, acurrucado bajo el sol de una mañana de diciembre, al abrigo de un
pretil en el que los viejos aprovechan para sentarse a contar viejas batallas de
otras guerras al caer la tarde. Encogido por el frío, se había quedado dormido
sobre sus propios orines, con los pantalones medio bajados y el culo pardusco al
descubierto. Se le erizaba a uno el alma de verlo allí, de ese modo, junto al
murete, como un toro moribundo en busca de la barrera. Se me pasó por la
cabeza la posibilidad de que estuviera muerto, pero no me acerqué a
comprobarlo. No hace tanto frío como para haberse quedado congelado, me dije.
Burda excusa, cuando lo cierto es que la ciudad acaba por insensibilizarnos tanto
que la visión de la tragedia ya apenas nos afecta.
No vi que nadie se acercara a él antes de que yo pasara por allí, y he de
suponer que nadie lo hiciera después. No he vuelto a verlo desde entonces, pero
de seguro que se despertaría al cabo de las horas, cuando se le hubiera pasado la
modorra, y al saberse vivo aún, se levantaría y se iría a algún lugar donde pasar
la noche. Al final todos se levantan. La vida tira de ellos. Sin objeto, sí, pero
siempre tiende la mano a los caídos.
Las calles están repletas de almas errabundas, consumidas, fracasadas. Y
no hay que irse muy lejos para que le salten a uno al paso. Un poco más allá de
donde yacía el africano exangüe me topé con tres individuos que fumaban
heroína con mechero, pipa y papel de plata en la acera, como si tal cosa, en plena
mañana, ajenos al mundo que giraba a su alrededor.
Por supuesto, y al igual que con el negro de la plaza de Santa María
Soledad, todo el mundo mira hacia otro lado. Nadie quiere problemas. «Vivir es
fácil con los ojos cerrados», decía el verso aquel. Lo malo es que yo sí los veía, y
los tres yonquis esos estaban en mi camino, y tuve que dar un rodeo, porque
ocupaban toda la acera.
Y mientras lo hacía pensaba en los motivos que les llevaron a perder su
guerra, las circunstancias por las que todos esos infelices cayeron al abismo.
Imagino a menudo sus historias, que han de ser por fuerza amargas, imagino
también su caída, que en la mayoría de las ocasiones habrá sido impuesta por el
destino, y es que no siempre está en nuestra mano poder elegirlo. De la misma
forma que no podemos hacernos a la idea de cómo alguien puede llegar a saltar
de un edificio en llamas al vacío, la vida bien puede reservarnos ciertos dilemas
en los que las decisiones nos vengan ya tomadas, encrucijadas ineludibles que,
cualquiera que sea la vía escogida, sólo conducen a las sombras.
IX
VUELVE A TU OFICINA, TURISTA


Muchas veces me he encontrado, en la calle Preciados, esquina con la Puerta del
Sol, a una vieja encorvada, de garrote, velo y ropas negras y añejas, que pide
silente la voluntad. El arco de su espalda forma un ángulo recto con unas piernas
de chamizo que se adivinan donde acaba el faldón raído. Bajo el hombro
izquierdo, un bastón apuntala su cuerpo vendido y sesgado, y le encalla la
espalda contra la cristalera de un centro comercial, como si pudiera contener en
su interior el escaso hálito de vida que palpita bajo la corteza de un pecho tan
reseco. Su mano, sin embargo, sostiene con firmeza la tapa de una caja de
zapatos que hace las veces de cepillo para las limosnas, sobre la que además de
las monedas destaca una caja de Gelocatil. Parece salida de otra época, rodeada
de las bolsas de plástico blancas que los ancianos utilizan para guardarlo todo,
vestida todos los días con la misma ropa oscura que llevará todo el año,
zapatillas de felpa, rebeca y el velo de luto calado hasta unos ojos acuosos que
sólo alcanzan a entrever las losas del bulevar.
La ha visto uno siempre ahí, en ese mismo sitio, en los días gélidos de
diciembre y en los más calurosos de agosto, cuando el sol de Madrid se derrite
como plomo fundido sobre las cabezas. Pero ella nunca se mueve, ni siquiera
parece respirar, allí clavada en su estaca de madera como un árbol añoso y
moribundo a merced de la intemperie que ha dejado de sentir ya el paso del
tiempo.
Paseaba ese día, a esa hora en que las tardes usan el cielo de Madrid para
componer los crepúsculos más hermosos del mundo, cuando, a la altura de la
bocacalle de Preciados donde siempre mendiga la anciana, vi que un individuo
se postraba delante de ella y, a escasos centímetros de su rostro, le hacía
fotografías con el móvil. Me quedé perplejo. Observé que su presencia
incomodaba a la anciana, que trataba de zafarse del individuo volviendo la cara.
El extraño, sin duda turista, pertinaz, no cejaba en su empeño y, con apabullante
descaro, metiéndose bajo las faldas de la mujer casi, se tomaba todo su tiempo
para encuadrar primeros planos de su semblante ajado, que le parecería una
curiosa atracción de feria, dispuesta allí en exclusiva para él, como los gorilas en
los zoológicos.
Pasé de largo, como lo había hecho junto al negro y los yonkis de
Malasaña, pero la indignación se me subió a la cabeza y tuve que volverme.
Llegué al lugar de autos y entré en escena sin reparo. Extraje mi móvil, me
coloqué junto a la anciana y también me tomé todo mi tiempo para sacar unas
buenas fotografías de aquel infeliz. Se conoce que los objetos de interés difieren
sustancialmente en función del punto de vista de cada cual. Sin pretenderlo, su
desvergüenza me había devuelto la sangre al cuerpo y la venganza me
martilleaba las sienes. Su delito quedaría expuesto y ridiculizado en el foro, a la
vista de todos.
Odio a los turistas, aquí en España, en la India o en la Cochinchina. Son
una plaga. Seres estúpidos que, totalmente exentos de respeto, se pasean a sus
anchas por el mundo como quien visita un parque temático. Creen que todo les
está permitido, y haber pagado por ello les legitima a fotografiar cualquier cosa
en su campo de visión, deseosos de amortizar el gasto. Sólo buscan curiosidades
para almacenarlas en sus cámaras fotográficas y enseñarlas luego a la vuelta a
sus colegas de la oficina. Fotos y más fotos, es lo que le interesa al turista. Fotos
que luego irán a un cajón para siempre. Debe ser triste echar la vista atrás y sólo
encontrar en la memoria recuerdos detenidos sobre una pantalla líquida.
Supongo que ésa se suma a la infinidad de diferencias que se interponen entre el
turista y el viajero: uno de ellos vive, contempla, palpa, siente, mientras que el
otro ve la vida a través de un cristal.
Tomé mis fotografías sin inmutarme ni ver la reacción de asombro de aquel
pobre hombre ―al contrario que él, aún guarda uno cierto pudor cuando invade
la intimidad ajena, aunque ese individuo no lo mereciese―, y me marché,
preguntándome dónde ha quedado nuestra dignidad.
Una instantánea más para mi álbum de la infamia.
Una instantánea más para su álbum del olvido.
X
LAS CALLES DE MADRID


Pese al frío, las calles de Madrid se me antojan un lugar acogedor para vivir. Eso
lo dice alguien que duerme bajo techo cada noche, aunque también alguien que
ha dormido más de una vez al raso y que ha pasado alguna madrugada lluviosa
al amparo de los soportales de las plazas. Cuando uno viaja esas cosas suceden,
y puedo asegurar que los riñones sufren igual tras un sueño desvelado sobre un
lecho de cemento desnudo que de mármol pulido.
A fuerza de algunos años de recorrer las mismas calles diariamente, llegas
a conocer a los habitantes de las aceras, las esquinas y los bajos de los edificios,
y sorprende de qué manera su simple presencia supone un destello de la calidez
del hogar.
El mundo gira sin freno. Aunque nos ausentemos durante una temporada y
el planeta haya dado otra vuelta más, quienes surcamos sus calles seguimos
siendo los mismos, como si Madrid fuese el eje de giro y no le afectara el
impulso centrífugo del orbe. Los que antes mendigaban en las escaleras de los
cines, ahora acostumbran a hacerlo en la calle del Carmen, cerca de donde un
músico viejo cimbrea la tarde al contacto de su arco con el chelo. A los
extranjeros, cuando paso a su altura, los veo leyendo The Sun con sumo interés,
y me pregunto de dónde lo habrán sacado. Los trileros se turnan con los magos
para hacer desaparecer billetes de veinte euros ante el asombro de los viandantes
curiosos de Preciados. Junto a ellos, los músicos agitanados del Este se menean
al compás frenético de saxos, trompetas y contrabajos con un número de swing,
mientras, en una bocacalle aledaña, un padre y su hijo afinan sus dulcémeles
para la jornada que comienza cuando los escaparates se visten de luz.
Verlos todas las tardes en el mismo lugar, año tras año, ejerce en uno cierta
sensación de arraigo y solidez de la realidad. Como si necesitara la presencia de
ciertos pilares cotidianos y esenciales bajo los que cobijarse cuando todo a su
alrededor se derrumba. Como si la rutina brindara a la existencia un sentido que
no tiene.
Que estos mendigos, magos y músicos callejeros existan es la única prueba
de que la medida del tiempo es igual para todos, de que pertenecemos a la misma
realidad. Sus barrigas engordan, algunos se dejan barba, a otros les crecen las
guedejas, y se reúnen entre ellos, conspirando tramas oscuras, creando frágiles
alianzas. Contemplar sus devenires día tras día es contemplar la propia
existencia desde la perspectiva ajena. A mí al menos me sirve para convencerme
de que no vivo en un sueño de papel y cartón, sino que la existencia corre igual
para todos.
Son pensamientos que me obsesionan desde niño. Nuestras vidas, las suyas
y la mía, se exponen brevemente a los ojos del otro en los segundos que emplea
uno en doblar la esquina cada tarde y se antojan independientes unas de otras. Si
para mí representan una metáfora del paso del tiempo, para ellos yo no seré más
que ese tipo que pasa por allí de vez en cuando al atardecer. Y estoy seguro de
que, si algún día me decidiera a acercarme y saludar a cualquiera de ellos, no
harían falta presentaciones, pues todos los que poblamos el centro de Madrid nos
conocemos ya de sobra.
Uno de los violinistas, sirva de ejemplo, el único que nunca falta a la cita
vespertina en la calle Preciados, es húngaro. Lo sé porque una vez le eché unas
monedas en la funda del violín y aproveché para intercambiar un par de frases
con él. Se llama Stefan, y me sorprendió que apenas chapurreara el español,
porque lleva años tocando en el mismo sitio y en ocasiones lo he visto charlar
con los otros músicos. Esa breve conversación sólo sirvió para acicatear mi
curiosidad. Un atrayente halo de misterio lo envuelve, y a veces me pregunto
qué le habrá traído tan lejos de Hungría. Un verde de éstos que acosan a los
peatones de Preciados, otro habitante conocido del centro de Madrid, me contó
una vez que circulaba la leyenda de que había sido el violín solista de la
Orquesta Filarmónica Nacional Húngara. Nadie sabe muy bien qué hace aquí
entonces, interpretando el mismo repertorio de cinco o seis piezas tristes al
relente cada tarde, solo o acompañado de un cuarteto de cuerda callejero. Tal vez
huyera del yugo comunista. O quizá fuese una mujer quien alentara su periplo.
Sería un buen personaje de novela, en cualquier caso.
XI
BURGOS


Estábamos a finales de diciembre, y en las riberas del Arlanzón soplaba ya una
ventisca precoz entre los sauces que parecía burlarse de mi falta de prevención a
la hora de elegir la ropa de abrigo.
Burgos parece esforzarse por permanecer fiel a determinados cánones
medievales, y ésa debe de ser la fórmula que ha encontrado para darse postín y
atraer al turismo catedralicio, amante de los rastros esotéricos en las molduras de
la piedra. Atraviesas el Arco de Santa María, entrada principal al casco histórico
de la ciudad, y enseguida te ves envuelto por la música de flautines y guitarras
de los trovadores, los teatrillos de marionetas surgen por doquier y los
malabaristas ejecutan sus números entre los aplausos de los curiosos. Al menos
constituye una buena forma de ganarse la vida para hippies y okupas, que al fin y
al cabo es al circo itinerante, como mucho, a lo que dedican su juventud. En
contra de sus intenciones, y sin percatarse de la paradoja, terminan ejerciendo un
papel en el engranaje de la sociedad al asumir un oficio que la contemporaneidad
había enterrado hasta ahora, el de los viejos titiriteros que entretenían a los niños
en las plazas de los pueblos.
Más allá del río, fuera de la ciudadela, sin embargo, Burgos me recordaba a
un pueblo venido a más. Caminando por una de sus calles principales me di de
bruces con un paso a nivel que en ese preciso momento bajaba la barrera a mi
paso, en medio de gran algarabía de sirenas. Un viejo tren de mercancías, juraría
que a vapor, cruzó entonces, renqueante, artrítico, con el chucuchú de las
películas de época, a escasos metros de donde me hallaba. Luego se levantó la
barrera y atravesé las vías de un par de zancadas, mientras contemplaba en la
lejanía la cola de los últimos vagones del convoy. Resonaban, en su paso
tuberculoso, unos versos de Machado, ensombrecidos con la pátina de sepia y
humo de la posguerra. Al menos, ése es el color que impregnaba la imagen del
entramado de raíles carcomidos por la herrumbre, como salida de otro tiempo.
Tal vez sólo fuese producto de la memoria residual del imaginario colectivo,
aquélla que, sin existir, está, y que permanece aunque uno no pueda recordar de
donde viene. Entonces volví a preguntarme si esa sensación mía de que Burgos
vivía de glorias pasadas era gratuita o no.
La catedral de Burgos es verdaderamente portentosa. Poco tiene que
envidiar a otras extranjeras, góticas también, de mayor nombradía. Tanto más
espectacular a esa hora de la tarde en que la luz oblicua perfila las aristas de las
fachadas románicas e inflama las filigranas de las torres, dotándolas de formas y
volúmenes inquietantes y grotescos. No creo que exista mejor momento que el
atardecer para apreciar la verdadera naturaleza de las cosas, cuando la luz
sesgada hace aflorar las sombras, tornando la piedra gris en gama de ocres. No
existiría el relieve sin la penumbra y las tonalidades que se derivan de la
proyección luminosa. Y es precisamente el relieve, que delata los matices y las
imperfecciones, lo que permite diferenciar lo valioso de lo insignificante, lo
ambiguo de lo obvio, lo extraordinario de lo común, lo esencial de lo accidental.
Se conoce que no tiene uno remedio. Siempre he encontrado más placer en
la cara oculta de la luna, en los tesoros escondidos, en el privilegio íntimo de los
secretos, en el discernimiento de esas frecuencias ensordecidas por el tumulto
ambiente, inaudibles al oído ocioso y conformista, en esa clase de cosas que
encuentran su esencia en lo minúsculo, en lo inútil. De ahí su oscuridad,
asociada por tradición a lo misterioso, pues nadie se esfuerza en entender lo que
encuentra su sitio más allá de la luz. La belleza se mide por la perfección de las
sombras que dibuja en la materia, y la capacidad de apreciarla y comprenderla en
poco se diferencia de la verdad. Platón ya entró en esa caverna hace dos mil
quinientos años, y otros antes que él alcanzaron a atisbar parte de su interior. No
en vano los antiguos, con sólo ver las dimensiones de la arena sombreada al pie
de una pirámide, alzaban la mirada al firmamento y eran capaces de desentrañar
las verdades de las estrellas.
XII
EN EL ANDÉN DE LOS DÍAS PERDIDOS


―Un billete de autobús para Irún ―le pedí al hombre de la ventanilla.
―En el coche.
―En el coche, ¿qué?
―Que en el coche se compra el billete.
El individuo me miraba a través del cristal con gesto de fastidio, y meneaba
la cabeza de melón como resignándose a la tarea de soportar a tipos estúpidos
como yo, que no se enteraban de nada.
Mientras intentaba descifrar la utilidad de un hombre en la ventanilla de
una estación de autobuses si los billetes se compraban en el propio autobús, miré
el reloj de la pared. Las nueve y veinte.
Me acerqué de nuevo a preguntar:
―¿No llega el autobús para Irún a las nueve y cuarto? ―inquirí,
arrepintiéndome al instante.
―Según.
―Según, ¿qué?
―Según le dé… lo mismo puede aparecer a las nueve y cuarto que a las
diez menos cuarto. O no venir siquiera.
Hacía un minuto había visto cómo un autobús paraba en el andén, abría la
puerta para dejar salir a una chica, la cerraba y se volvía a marchar. Visto y no
visto. Por un momento creí que era el mío. Incluso me levanté del asiento del
interior de la estación dispuesto a salir corriendo detrás cuando oí una voz en la
coronilla.
―Tranquilo, no es el de Irún.
Me volví y allí estaba el de la ventanilla, sonriéndome con sorna.
No era el de Irún, pero de haberlo sido ya me podía estar replanteando
cómo llegar a París desde aquel pueblo perdido en mitad de ninguna parte,
porque sólo pasaba uno cada mañana. No volví a mi asiento, sino que me dirigí
al andén para abordar en marcha cualquier autobús que se acercara por las
inmediaciones.
Quizá no había sido buena idea desdeñar el tren directo a París desde
Burgos. Ahora me encontraba tirado en medio de la nada y sin saber dónde me
sorprendería la noche. Por una parte me preocupaba, pero, por otra, notaba cómo
la incertidumbre me recorría las venas y me oxigenaba hasta el último poro de la
piel, dotándolo de vida. El pecho se me hinchaba por momentos con una mezcla
de sensaciones, entre el nerviosismo y la anticipación, entre el magnetismo de la
aventura y el desánimo.
El frío me pegó un guantazo al abandonar el cobijo de la estación, y las
sensaciones de antes, como por arte de magia, se simplificaron. Ahora sólo
pensaba en la disyuntiva de quedarme al relente o volver bajo techo.
Entonces llegó otro autocar.
Seguí su entrada en el andén caminando junto a la puerta, como un sabueso
que vigila los últimos pasos de la pieza herida de muerte, hasta que se abrió.
―¿Va a Irún?
El conductor ni siquiera me contestó. Sólo cabeceó de un lado a otro,
negando con languidez. Luego me señaló la puerta, urgiéndome a bajar, que se
iba.
Esperar un autobús, aterido de frío, solo, sin saber cuándo llegará, es la
metáfora más cruel de la vida que uno pueda imaginarse nunca. Después de
todo, la vida es una espera, como a mi abuela le gusta decir, haciéndose eco de la
revelación de la que un loco un poco cuerdo le hizo depositaria una vez en la
sala de espera de la consulta del médico.
Aquél sería un día tirado a la basura, y allí estaba yo, derrumbado en el
andén de los días perdidos, esperando a que pasara el mío cuanto antes.
XIII
IRÚN


Allí estaba otra vez. Rumbo a lo desconocido. Ante mí sólo un nombre, un
destino, una palabra escrita en el panel luminoso de la estación del tren: París.
Lo demás era un lienzo en blanco que las horas irían tiñendo de color, lo demás
era superfluo, lo demás era accidental, sin por ello estar carente de esencia, pues
entiende uno por esencial lo que no se planea, lo que surge porque sí, lo que
obedece a la llamada de lo salvaje. Es decir, todo aquello que se ha despojado de
toda sensatez y no atiende a razones, esa pulsión desnuda, irreprimible, que hace
uno o dos siglos llamaban aventura, y que hoy ha perdido su significado
primigenio. La aventura es el viaje, el viaje es el camino, el camino es el
objetivo y la meta. El resto poco importa.
Había sobrevivido a aquella mañana gélida en la estación. Resultó no
ser un día del todo perdido. Poco después llegó el autobús que me llevaría a Irún.
Cuando había fronteras, Irún representaba el puente que cruzaba el río
Bidasoa hacia el paraíso, hacia la civilización, hacia la riqueza, hacia lo
inalcanzable, hacia Europa. En la actualidad, desaparecidas las aduanas en el
Viejo Continente merced a la unión económica de sus miembros, no es más que
un simple puesto de peaje en la carretera que bordea los Pirineos por su extremo
occidental. Al final no se trata más que de dinero. Sólo el dinero alía a los países,
sólo el dinero los separa.
En París me esperaban dos amigas con las que pasaría esos días que sirven
de víspera a la muerte del año. Brindaríamos por el finado a la luz de la luna de
la vieja ciudad del amor, y saludaríamos al neófito con nuestras copas vacías
lanzadas al Sena. Había quedado con ellas junto a la pirámide del Louvre al día
siguiente a la una y media de la tarde, como si estuviera aquí al lado, como si se
citara uno allí diariamente. Sólo tenía unas indicaciones de dónde se alojarían
mal dibujadas a modo de mapa en un trozo de servilleta, sin el nombre de la
calle ni el número de la vivienda, por si no nos encontráramos y no tuviéramos
forma de comunicarnos. No estaba muy seguro de que el papelajo fuese a servir
de mucho, pero menos era nada. Resultaba estimulante pensar en el futuro
inmediato, tan difuso en el horizonte. ¿Acaso no se trataba de una situación
maravillosa?
Y mientras tanto, allí estaba otra vez, en una estación de ferrocarril
cualquiera, soñando sueños de otros tiempos, tratando de escapar de las garras de
lo predecible, que siempre presagia las fauces de la muerte. Uno intenta coger a
la vida de improviso, aunque lo tachen de loco. Mi madre lo hace, la pobre con
razón. Sin ir más lejos, dos días antes, pasada la medianoche, le había
comunicado mi decisión de marcharme a París. Así, de repente, y a la mañana
siguiente, menos de ocho horas después, ya estaba subido en el autobús hacia
Madrid.
Que me preguntaran dónde estaría mañana, que no sabría qué contestar.
Igual que si me hubieran dicho hace dos días que estaría ahora camino de París,
que me habría reído de buena gana. ¿Acaso existe algo más excitante, más vivo
y brioso que la total ausencia de seguridad en todo?
Lo había decidido todo aquella misma noche. Las chicas me ofrecieron
pasar el fin de año en la capital francesa con ellas. Hacía varias semanas que
venían proponiéndomelo, pero yo estaba un poco reticente. Tenía mis dudas.
Pero en vista del plan de mis amigos para la Nochevieja ―un cotillón de barra
libre con refrito de música de las últimas tres décadas―, me agarré al clavo
ardiendo de París en el último momento. Decisión que sin duda mi hígado
agradecería. La perspectiva de un viaje a París en Navidad se me antojó
entonces, una vez hecho a la idea, una experiencia como otra cualquiera, cuando
menos, y, cuando más, acaso una que tardara en borrar de la retina de la
memoria.
Es ése el momento preciso en que uno se da cuenta de lo que significa eso
del viaje como huida, aunque no creo que haya viajes sin huida, como tampoco
pueden soltarse amarras sin arrojar lastre tras de sí. El verdadero viajero, creo,
abandona lo que posee en pos de quimeras inciertas, huye de lo que ya ha
conseguido para no acomodarse. No se encastilla, si no se pudre, como el agua
que se estanca. Por eso la vida, que es el viaje primordial, es una continua huida
hacia la desembocadura.
¿Pero una huida de qué? Difícil respuesta. Acaso uno huya de la propia
identidad.
Me dicen que soy un cándido, un niño con miedo a crecer, que tengo
demasiados grillos en la cabeza, que la vida poco a poco me irá dando palitos
para que vaya dándome cuenta de qué va el asunto este de vivir. Bueno. Que sea
lo que tenga que ser. Todo el mundo tiene su peculiar manera de divertirse y de
emplear este tiempo de prórroga que se nos ha brindado antes de morir. Yo
prefiero el desorden, el caos vital. A otros les da por ser infelices, dueños de una
estabilidad aburrida. Allá ellos.
XIV
UN CAFÉ EN LA ESTACIÓN


Siempre he entendido las estaciones, sean de autobuses o de ferrocarril, como un
pequeño teatro de la vida a tamaño reducido. Hay gente solitaria, como uno.
Hombres y mujeres que buscan silenciosamente en los demás aquello de lo que
carecen y que, en el recogimiento de su incomunicación, anhelan. Los hombres
estudian a las mujeres en mesas apartadas, mientras las mujeres hacen lo propio
con los hombres sentados solos. Todos parecen estar esperando a que suceda
algo, no sólo a que el panel luminoso marque la hora de salida de su tren. Miran
en torno a sí, como un náufrago escruta la lejanía del horizonte en ese punto en
que el mar se confunde con el cielo. Los trenes vienen y se van, pero sus ojos
siempre destilan la misma melancolía, la misma desesperanza.
En el poco rato que llevaba en la cafetería de la estación había sorprendido
a tres mujeres observándome. Eso se nota cuando levantas la cabeza del
cuaderno y las ves girar la cabeza hacia cualquier lado tan rápido que temes que
vayan a descoyuntarse el cuello. Luego ya no volverán a mirar hacia donde uno
se encuentra, al menos mientras no vuelva a concentrarme en la escritura.
Supongo que les resulta extraño ver a alguien escribiendo a solas en una
cafetería. Lo que se sale de la normalidad atrae, eso será. Dos de ellas eran
mujeres ya maduras, de unos cuarenta años, pero la última no distaría mucho de
mi edad. Ésta, además, era rubia, de tonos naturales, y guapa, si la miopía no me
engañaba. Se la veía muy correcta, erguida en su asiento, mientras bebía
pequeños sorbos tristes de su café, sujetando la taza cerca de la boca con ambas
manos, como procurando aprovechar hasta el último grado centígrado de la
porcelana. Después de haberla sorprendido en sus miradas furtivas, sus ojos no
dejaban de recorrer nerviosos todos los rincones de la cafetería, salvo el sitio en
el que yo estaba.
A veces, con este tipo de chicas que se muestran tan encorsetadas, como
incómodas en su propia piel, se le reblandece a uno un poco el corazón, y le
gustaría acercarse a hablar con ellas, sentarse a su lado y decirles que se relajen,
que la vida es larga y no hay por qué tener prisa, que charlar con alguien siempre
es buen revulsivo contra la tristeza, que yo les contaré cuentos que mitiguen su
ansiedad. Pero luego uno nunca se acerca. Prefiere, o le es más fácil, escribir
versos sombríos en lugar de hacer lo que sueña, y así, quizá, la mujer de nuestra
vida sea una de esas chicas que se ha cruzado por delante de nuestras narices en
alguna ocasión, que ha pasado de largo ya para nunca más volver, y la hemos
dejado escapar a cambio de unas líneas afortunadas.
También suele haber parejas repartidas por las mesas. Generalmente no
hablan entre sí. Un hombre y una mujer que apenas se miran, que se esquivan la
voz. En uno de los veladores de formica, ella fumaba un cigarrillo con la vista
perdida en el infinito de sus pensamientos, él comía una empanada con los ojos
fijos en las migas del plato. Él buscaba huir de allí refugiándose en lo
infinitesimal, ella en la infinitud. Entre los dos la mayor distancia del universo,
la que dista entre la partícula atómica más pequeña y la galaxia más alejada en
mitad del espacio negro. Cada uno en un extremo a años luz del otro, pese a estar
frente a frente en aquella estación. Seguramente estarían casados. Hasta tendrían
hijos. Puede que lo supieran todo el uno de la otra, pero no son más que dos
completos desconocidos que acaso se pregunten cada día, al despertar y rodearse
en la cama, quién es esa otra persona con la que comparten su lecho.
Luego estaban esos dos jóvenes extranjeros, de pelo rubio nórdico, con
monopatín. Cuando llegaron a la cafetería, uno de ellos caminaba como si
hubiera aprendido a hacerlo ayer mismo. Andaba con pasos cortos, arrastrando
las zapatillas de deporte con los pies hacia dentro, rozando las puntas del
calzado. Vestían ambos una chupa de cuero negro salpicada de chapas y
bordados brutales, de simbología infernal, unos vaqueros gastados, descoloridos
y plagados de jirones, y un monopatín en la mano izquierda por todo equipaje.
Volví la vista otra vez hacia el sitio de la chica rubia de antes, pero había
desaparecido. Se había marchado sin darme ni cuenta. Allí permanecía, sin
embargo, su taza, todavía humeante, y su presencia, todavía nítida, recortada
sobre el asiento vacío. Entonces me descubrí pensando en ella, echándola ya de
menos, preguntándome adónde habría ido, en qué lugar pasaría el fin de año.
Parecía muy sola, temerosa de lo que le rodeaba.
Me quedaría sin saberlo. Jamás sabría de qué tenía miedo. Recordar su
rastro, fresco aún en la película de la memoria, me sumió en cavilaciones de
duelo, tal vez por haberme visto reflejado en sus temores, que no dejan de ser lo
míos.
Después, en la cola de acceso al andén, aquella otra joven misteriosa que
recordaba a Audrey Hepburn, sólo que con el pelo tintado del rubio pálido de las
cañas de trigo secadas al sol. De ropa y hechuras andróginas, aquella chica tenía
la mirada azul, apagada, ausente, tan mustia que enamoraba sin querer, mientras
esperaba, separada de la fila y acodada en el poyete junto al mostrador.
Y ese hombre que esperaba en la cola con el enorme ramo de rosas rojas
que habrían de soportar un viaje nocturno hasta París hacinado en un tren
completo. Recuérdese que eran las vísperas de fin de año. Supongo que es por
estas cosas por las que dicen que el amor todo lo puede.
También aquella otra mujer argentina que hablaba por el móvil con su
interlocutor invisible sobre su intención de despedir el año al calor del fuego de
una cabaña perdida entre las montañas de las Tierras Altas escocesas.
O aquel borracho con el cartón de vino blanco en una bolsa de plástico, la
cara cuarteada de demasiados desencuentros que llegaron a las manos. Siempre
pasa: donde hay viajeros siempre hay un borracho. Es ley natural. Basta con que
pases una noche al raso para que aparezca el borrachín de turno para
acompañarte, haciéndote el trance un poco más peculiar.
A veces no puedo evitar que me asalten pensamientos trágicos sobre todo
cuanto veo a mi alrededor, consiguiendo que se me ensombrezca un poco más el
ánimo. Todas estas vidas que se cruzan, que confluyen continuamente en el
mismo lugar y al mismo tiempo para más tarde desviarse del camino que por un
instante han compartido, todas estas relaciones potenciales, todas estas
conversaciones frustradas, todas estas novelas sin narrador, incluida la propia,
quedarán sin escribir, aunque vivirán brevemente en las líneas de este cuaderno
de viaje hasta que el olvido borre los trazos de las palabras y desmenuce sus
páginas en el polvo.
Pensarlo da vértigo.
XV
PARÍS

El cielo clareaba cuando el tren se adentró en los suburbios de París. Al
principio, cuando salimos de Irún la noche anterior, me había afanado en escribir
algunas anotaciones en mi cuaderno de bitácora, pero pronto, después de la cena
que se nos sirvió en el vagón, me invadió una sensación de abotargamiento en
todo el cuerpo que me hizo abandonarme al sopor de los viajes largos.
Lo que siguió fue una noche de duermevela que no parecía acabarse nunca,
sumido en un desvelo intermitente debido a la postura incómoda del asiento. En
la pantalla una película inglesa de Judy Dench sobre un náufrago que resultó ser
violinista. Mi compañero de asiento no lograba dormirse y no se estaba quieto
tratando de colocarse de la mejor manera de la que era capaz. En una ocasión
abrí los ojos y la noche seguía sin estrellas al otro lado del panel de cristal.
Entonces lo vi a mi lado con la frente apoyada en el respaldo de la butaca de
delante, los brazos colgando a unos centímetros del suelo. El pobre. La postura
más inverosímil había terminado por ser la óptima. Quizá le había vencido el
cansancio. Al menos yo había conseguido asiento de ventanilla.
Desperté finalmente, entre las idas y venidas del sueño, y a través del
vidrio la luz del alba mostraba sus dedos rosados, como los amaneceres
homéricos, oculta entre nubes de bordes un poco teñidos de pesar. Cubiertos por
un manto de grisura neblinosa, afuera los campos desfilaban en dirección
contraria. La lluvia no tardaría. Aún faltaban cien kilómetros para llegar al
centro de París. Sentía los miembros adormecidos, me dolía todo el cuerpo.
Volví a despertar. Entrábamos ya en París. El tren deceleraba su curso y las
vías se ensanchaban, creando una telaraña de venas de acero. A través de las
ventanillas, el paisaje urbano se cerraba sobre el convoy y proyectaba cierta
penumbra en el vagón, cegando la luz nublada que me había desvelado.
Nos aproximábamos a la estación de Montparnasse. Miré el reloj: las ocho
de la mañana pasadas. Había empleado más de una jornada para llegar desde que
había salido de Pozoblanco dos días antes. La próxima vez, si la hubiera, viajaría
en avión. Pero no hay aviones para quien, como uno, decide las cosas a
vuelapluma en el último momento. Me lo merezco.
Eso pensaba, aunque sin demasiada convicción. Con suficiente tiempo de
antelación tampoco habría volado. Los aviones sirven para moverse, no para
viajar. No me entra en la cabeza que uno esté en su casa y al cabo de dos horas
aterrice en París, por poner un ejemplo. El viaje requiere sosiego, sensación de
movimiento, recorrido del terreno, cambio de paisajes, encrucijadas, pasos
fronterizos, puentes, raíles, carretera, tierra, mar, horizonte. Si el viaje no se
interioriza, previa asimilación del movimiento que le es consanguíneo, no es más
que mero traslado de un lugar a otro, puesto que no sólo se trata de una
disposición de ánimo, sino que el viaje debe concebirse asimismo en términos
fisiológicos. No por casualidad el metabolismo y los ciclos corporales se
modifican en el trance del viaje, por relajado que éste sea. El estómago se cierra,
en mi caso, o se abre, en el de otras personas; la sensación de cansancio se
aplaca al empezar a rodar; las necesidades básicas se reducen y adquieren la
importancia que les corresponde; y la cabeza se amolda espontáneamente a las
frugalidades propias del camino. Y si se producen estos cambios psicosomáticos
derivados de cualquier viaje, cuánto más si se expone el organismo a los saltos
caóticos de husos horarios en tan breve lapso como sucede durante el trayecto en
un avión. El jet lag y los problemas circulatorios del «síndrome de la clase
turista» no son más que señales claras de emergencia que el cuerpo lanza cuando
se lo maltrata.
«Despegar» y «aterrizar», además, me han resultado siempre palabras
violentas, descarnadas. «Despegar» significa separar lo que de natural está
unido, implica perder nuestra naturaleza bípeda, aquello que nos distingue de los
demás seres de la creación. Se deshace así quien vuela del contacto con el
entorno, de la visión de la realidad, del aroma de cuanto nos rodea, del sonido
del mundo, del tacto de lo material, que es precisamente aquello de lo que no
deseo desprenderme. Así, todo lo que los sentidos perciben como verdadero se
desvanece al encerrarse en una cápsula que vuela, y la anulación de los sentidos
no es otra cosa que enajenación, aislamiento, ebriedad, letargo. Todo se
uniforma en su interior, mientras en el exterior, sobre un suelo de nubes, se
extiende infinito el limbo. Me resultan grotescos la apariencia de la tripulación,
la disposición en hileras de los pasajeros, que deben permanecer sentados contra
natura durante todo el viaje ―al contrario que en los viajes por tierra y por
mar―, el sabor de la comida plastificada, sufrir el taponamiento de los oídos por
los cambios de presión, el zumbido atronador de los motores, el olor a cerrado y
ambientador.
«Despegar» se parece demasiado a otra palabra, «desapego», muy
peligrosa por dar pie a equívocos frecuentes al confundirla con el concepto de
«no resistencia». Las filosofías orientales predican el «desapego» como vía para
«fluir» como el agua y de ese modo alcanzar la felicidad. Pero el «desapego»,
contrariamente a lo que muchos interpretan, no es el fin, sino el medio. Además,
el «desapego» total entraña una paradoja: la obsesión por el «desapego», es
decir, el «apego» al «desapego», lo opuesto a nuestras pretensiones,
devolviéndonos así a la casilla de salida. La solución estriba en la «no
resistencia», que incluye ocasionalmente el «desapego», pero bien entendido.
Ser como el agua, que a todo vence porque a todo se adapta.
«Desapego» por los escenarios a los que se trasladan es lo que practican los
turistas. El viaje pierde su carta de naturaleza si no lo acompaña el «apego» al
paisaje, si ignora a las gentes del camino, si no aprende a chapurrear las lenguas
autóctonas, si no se alimenta de la comida de la tierra, si no desgasta las suelas
de los zapatos.
«Aterrizar» me suena a «despertar». Se aterriza cuando uno ha estado
absorto, ausente de una situación, y vuelve a la realidad. «Aterrizar» viene a
poner fin a los padecimientos, pues no hay mayor alivio que sentir el golpe
brusco del tren de aterrizaje sobre la pista de asfalto. El mal sueño ha llegado a
su fin.
Y no es eso lo que busco cuando viajo.
XVI
DESCENSIO AD INFEROS


Nada más pisar suelo parisino me dirigí al café de la estación. Parece como si mi
vida pudiera escribirse siguiendo el rastro que voy dejando por las cafeterías.
Cuando viaja, uno empieza a discernir entre las cosas que realmente necesita y lo
que resulta superfluo. La desolación sobreviene en ese momento en que tienes
que reconocer tus vicios, por veniales que sean, cuando se hacen patentes en la
medida en que no son satisfechos. En mi caso el pecado es el café. Sin una taza
caliente del oscuro néctar al comenzar el día no soy capaz de dar un paso, sin
sentir un trago de café en el gaznate que engrase los engranajes aletargados de la
maquinaria siente uno que no acaba de aterrizar ―¿aterrizar?― todavía de las
regiones del sueño.
El hombre de la caja registradora me pidió casi cuatro euros por el café au
lait. Me quedé de piedra. Por ese precio me pido un cubata en España. Tal vez
no hubiera entendido bien. El francés lo tenía ya un poco enmohecido, aunque
no tanto. Por si acaso le pagué con un billete de cinco euros, y a la vista de lo
que me devolvió se conoce que había comprendido bastante bien. Sobra decir
que el café me supo a gloria. Al menos había costado como si fuese gloria
calentita en taza.
Entonces recibí un mensaje de las chicas: «Estamos en Notre Dame». Stop,
les faltó escribir. Creía que el telégrafo había caído en desuso.
Cambio de planes. ¿No habíamos quedado en el Louvre?
Calculé que para llegar a Notre Dame, en el centro de París, me llevaría
alrededor de media hora en metro como mínimo desde la parada de
Montparnasse, y así se lo comuniqué en el mensaje que les envié como
contestación.
Seguí los paneles que señalaban la entrada del metro, y me subí, sin reparar
en la dirección a la que conducía, en el primer tren que me salió al paso, que
justo en ese instante entraba en el andén. Así, sin pensar. Ale hop! Uno tiene que
ser un poco fiel a sí mismo de vez en cuando con estas extravagancias.
Con el vagón ya en movimiento estudié en el plano de la pared el trayecto
más corto desde la estación de Montparnasse hasta la de St. Michel-Notre Dame,
que sospeché que sería la que a mí me interesaba.
Dicen del metro de París que es la tercera red subterránea más extensa de
Europa occidental, por detrás de la de Londres y la de Madrid. Sorprende
descubrir la suciedad y el descuido que invaden los pasillos, esquinas y
recovecos de los sótanos del métropolitain parisino, en los que incluso abunda el
olor a cloaca, a gas o a combustible, según la parada. Y la falta de iluminación,
que confiere a sus galerías un aspecto lúgubre y siniestro, como de catacumba.
Tanto que las mujeres caminan cabizbajas, temerosas de aquello que pueda
acechar en los ángulos ciegos.
Parece inexplicable también la mala señalización en los trasbordos, con
indicadores colocados en lugares invisibles, carteles señalando direcciones
opuestas para un mismo destino, indicaciones a caminos cuyas galerías terminan,
tras escaleras, vueltas y revueltas, en un pasaje sellado. Todo esto en el mejor de
los casos: que haya carteles.
Se debe ser ducho en tales laberintos sin hilos ni Ariadnas si no se quiere
terminar los días de vacaciones parisinas deambulando en círculos bajo tierra. La
primera vez que uno penetra en el metro de París y vuelve a salir a la superficie,
sin duda respira el aire puro de la mañana invernal de otra forma, agradeciéndolo
casi, y se acerca a sentirse un poco Ulises al dejar atrás aquella metáfora terrena
del infierno y sus tinieblas de olor a azufre.
XVII
ESTATUAS DE SAL


Resurgí de los ínferos a través de un túnel de luz natural en el que flotaba el
polvo, cuyo extremo luminoso deslumbraba y se hacía mayor según ascendían
las escaleras mecánicas. El sol estaba en lo alto cuando salí por la boca del
metro. Desorientado, sin saber por dónde quedaba mi destino, descubrí ante mí
una fuente con la estatua del Ángel Caído sometido bajo la espada flamígera y el
calcañar del arcángel san Miguel.
Inmediatamente me recordó a aquella otra escultura del Caído en el Parque
de El Retiro de Madrid, la única del mundo erigida en honor a Luzbel, el
portador de la Luz. Esta otra, la de París, en cambio, simboliza la victoria de san
Miguel, el triunfo del Bien sobre el Mal, un motivo frecuente cuando se
representa la imagen del arcángel más temible, el capitán de las huestes de Dios.
La figura de Luzbel, o Lucifer, siempre ha ejercido una poderosa atracción
sobre mí. El cristianismo deformó su simbolización primigenia hasta reducirla a
la simple encarnación del Mal absoluto, olvidándose de la versión original de los
libros sagrados judíos, aceptados incluso por los Padres de la Iglesia, que
explicaban el origen de las baladas luciferinas. El Libro de Enoc, texto apócrifo
excluido del canon bíblico resultante del Concilio de Hipona a finales del siglo
IV de nuestra era, nos presenta a Luzbel como una suerte de Prometeo hebraico,
dador del fuego divino a los hombres para reconfortarlos en la oscuridad de sus
noches, y castigado por Yahvé por interferir sin permiso en el Plan de Dios. De
ahí Luzbel, «portador de la Luz». Paradójicamente, la historia de la derrota del
Caído a manos del arcángel san Miguel, como tantas otras herencias apócrifas
adoptadas por el cristianismo en su iconografía sacra, tampoco se encuentra en la
Biblia. Si se eliminan al azar pilares de una construcción mitológica de larga
tradición oral y escrita, se crean incoherencias inevitables. Y el corpus bíblico ha
sido siempre la causa principal de la que derivan todas las controversias
teológicas cristianas, precisamente por sus libros ausentes, que desestabilizan la
estructura dogmática. Es, pues, incomprensible que la Iglesia, en pleno siglo XXI,
tenga que seguir tapándose los ojos y enmendarle la plana, en ocasiones con
argumentos hilarantes, a decisiones tomadas en concilios eclesiásticos
celebrados hace dieciséis siglos. Dicho de otro modo, sorprende que la Iglesia
sea tan indulgente para unas cosas y tan irreductible para otras.
Pero ahora es el momento de París.
Desde aquella fuente de san Miguel y el Caído podía ver recortarse la
fachada de tonos ocres de la gran catedral de Notre Dame sobre el cielo plomizo
parisino. Aligeré el paso, las chicas me esperaban.
Sucede que muchas veces ciertas ciudades son singulares por su capacidad
de evocación, por los restos arqueológicos que pueden desenterrar del
imaginario de nuestro subconsciente. París forma parte de nosotros en forma de
imágenes, fotografías, libros y fotogramas de celuloide que han quedado
grabados en los sustratos del recuerdo. Por eso, al contemplarlo con los propios
ojos, sin el soporte de la pantalla ni el papel de por medio, despierta tanta
admiración el monumento que uno creía de alguna forma producto de la
irrealidad nebulosa de los sueños, como si se materializara delante de nosotros
obedeciendo a nuestro más íntimo deseo.
Y la realización de los sueños siempre hace brotar lágrimas de emoción.
Me quedé allí plantado, en un extremo de los jardines, ante la visión de
Notre Dame, fascinado por la sublimación repentina de lo onírico, y dudé, por un
instante, si no desaparecería, tal como surgió, cuando le volviera la espalda.
Un factor que no esperaba, y no por extraordinario, sino por falta de
previsión, era la multitud que se agolpaba a las puertas de la catedral. No en
vano es, junto a la Torre Eiffel y el Louvre, el símbolo de París. Deambulé a
través de la marabunta en busca de mis compañeras de viaje, pero resultaba
inútil, aquello era un pajar de agujas. En esto, vi que una joven se subía a uno de
los bolardos de granito situados en medio del gentío, lo que le ofrecía una mejor
visión del panorama. Puesto que no era el único bolardo disponible, y como allá
donde fueres haz lo que vieres, imité a la mujer, me monté en uno, y elevándome
entre la muchedumbre, escruté entre los cientos de cabezas las de las chicas.
Enseguida oí risas a mi lado. Allí estaban las dos, mirándome con cara
divertida. Y es que yo, allí subido, debía de ser toda una estampa. Resultó que
los bolardos servían para que le vieran a uno, y no al contrario.
Luego de abrazarnos, felices por el reencuentro, me pusieron al tanto de lo
que me había perdido durante mi ausencia aquella mañana. Una de ellas había
vivido seis meses en París, así pues recaería en ella la responsabilidad de la guía
de la expedición. Por la hora que era más valía ir pensando en comer algo. Yo no
había probado bocado en varias horas, y mi estómago empezaba a resentirse con
un ronroneo felino. El Heraldo de la Muerte, que le llaman quienes escriben
noveluchas policíacas.
Tomamos el Boulevard du Palais, dejando el Ayuntamiento a nuestra
derecha, y nos internamos en pleno Barrio Latino, donde nos dejamos envolver
por la hermosa maraña de sus calles estrechas adornadas de Navidad,
perdiéndonos entre la gente, que iba y venía, cada uno con sus pensamientos y
objetivos propios, con sus motivaciones y sus inquietudes, rostros efímeros
como estatuas de sal que se deshacían a nuestro paso y se confundían en su
colectividad entre la masa humana que nos rodeaba.
Nosotros, del mismo modo, éramos como tres minúsculas gotas de lluvia
deseosas de rodar por los canales y descolgarse por las calles empedradas,
impacientes por disolverse felices en el océano parisino.
XVIII
UNA CARTA SOBRE UN BANCO SOLITARIO


Aquella tarde deambulamos por el Barrio Latino, el Centro Pompidou, los
Archivos Nacionales, el Barrio del Marais y el de Saint-Germain-des-Prés. Uno
casi podía palpar el suave influjo de la magia de París, de su gente, de las parejas
que paseaban de la mano, de las bombillas del alumbrado navideño, del
adoquinado de brillo húmedo de las calles, de los colores apagados del invierno,
de las farolas de luz vaporosa. París es todo eso. París es querer perderse por
entre sus callejuelas decadentes como en el País de Nunca Jamás, porque
ciertamente hay algo de infantil en tanta belleza, en los sentimientos que induce
en el visitante, de una intemporalidad misteriosa e ilusoria. Una belleza que es
paz de espíritu, por pura, que nos devuelve la ilusión propia de la niñez el día en
que se abren los regalos de Navidad. París recuerda a un laberinto de juguete, a
una ciudad de cuento de hadas, a una isla bañada por una luz de ensueño, a un
lugar al que creemos pertenecer por reconocerlo como parte íntima de nuestra
educación sentimental, aunque no sea más que un espejismo platónico, un
trampantojo audiovisual de la memoria, el del reflejo pálido de un proyector
cinematográfico sobre una pared vacía.
Caminaba casi hipnotizado por el halo mágico de la capital francesa.
Mientras las chicas iban delante, agarradas del brazo, hablando de sus cosas, yo
aspiraba con fuerza el aire blando y fresco procedente del Sena, un poco en
éxtasis. Intentaba tomarle el pulso a cuanto se me cruzaba por la vista. Se sabe
que los momentos inolvidables son los más efímeros, y que ganan cuerpo con el
paso del tiempo y con la nebulosa del recuerdo. Pero en aquel momento deseaba
aspirar cuanto más oxígeno mejor de ese sueño que nos envolvía, y alargarlo,
como un reloj blando de Dalí, antes de que se diluyera en el crisol del despertar.
Empezaba a oscurecer cuando llegamos a la Place des Vosges, la plaza más
antigua de París, sita en Le Marais. Una banda de música tocaba cerca de allí.
Formada por un gran parque en su centro, con jardines y árboles alrededor, y
rodeada por un conjunto arquitectónico de estética típicamente parisina, muy del
siglo XVII, época en que se construyó, solía llamarse, hacia 1800, la Plaza Real,
pero tras la Revolución tomó el nombre de Place des Vosges, al parecer como
homenaje a la diligencia con que los habitantes de la provincia de los Vosgos
pagaban los impuestos destinados a mantener al ejército revolucionario. Así
pues, la plaza más eminente de París no podría haber hecho honor a tal título sin
la presencia de grandes personalidades de la sociedad, la política y la cultura
francesas, entre los que destacaron Victor Hugo, Gautier, Daudet o el cardenal
Richelieu, que fijaron allí su lugar de residencia antes de dirigirse
definitivamente al Panteón. De modo que no es descabellado imaginar que tras
los visillos de aquellas ventanas alargadas de hechuras góticas se urdiera el
destino de Francia.
A las chicas les llamó la atención el grupo de músicos y avivaron el paso
tras sus compases. Yo me demoré un poco, ensimismado como acostumbro,
sumido en estas cavilaciones.
Ya en el margen de los jardines de la plaza, a un paso de las arcadas del
perímetro, reparé en una lámina blanca sobre un banco solitario junto a una de
las fuentes. Resplandecía entre la grisura ambiente. El sol acababa de despuntar
entre dos nubarrones y confería al objeto una pureza beatífica de la que no era
posible sustraerse. Al acercarme descubrí con estupefacción que se trataba de
una carta.
«Pour Marcel», rezaban dos palabras dibujadas con una bonita caligrafía
femenina. Sin remite. Sólo un destinatario misterioso escrito en el borde, alguien
que aún no había llegado para leer su contenido. Pegado a la madera del banco
con celofán, el sobre estaba humedecido por la lluvia caída durante la mañana, y
la tinta azul, del color de las venas de las enamoradas suicidas, parecía llorar por
la ausencia de aquel desconocido llamado Marcel.
Algo así sólo puede hacerlo una mujer. Un hombre no podría llevar a cabo
un acto de amor tan desesperado, tan amargo como dejar una carta en el buzón
de la providencia. Un hombre no podría llegar a imaginar algo que encierra en sí
tanta tragedia silente. Un hombre simplemente llora sus fracasos; una mujer,
además, se aferra a su tristeza, la acuna, la amamanta y la devuelve al mundo
transformada en bondad. Eso las ennoblece.
Quizás aquel banco fuese el lugar donde se conocieron, Marcel y ella,
donde se dieron el primer beso furtivo. Tal vez ella estuviera esperando, oculta
tras una esquina de la plaza, al amparo de los soportales, a que el baile de las
casualidades le hiciera a Marcel regresar al parque donde hubo un tiempo en que
fueron felices, donde nació una historia de amor truncada. Acaso ella me
observara en aquel momento, escondida, y suplicara para sí que no arrancara el
testamento de su dolor de aquel banco. No lo hice, claro. Aunque confieso que
estuve tentado.
No era a mí a quien iba remitida, de manera que allí, bajo la cortina de
lluvia que de nuevo velaba París, dejé la carta para Marcel, amortajada en un
sudario blanco como una bendición celeste, sobre un banco de madera de la
Plaza de los Vosgos.
Luego el velo nocturno cayó sobre París, tan temprano que encharcaba las
calles de tristeza. Pasadas las cinco de la tarde ya era prácticamente noche
cerrada. Nuestros paseos nos llevaron por la Orilla Izquierda del Sena hasta la
Iglesia de los Inválidos. Desde allí cruzamos el río por el Puente de Alejandro
III, nombrado así en homenaje al zar Alejandro III de Rusia, de lejos el puente
más ostentoso y sublime de París.
Al final del día íbamos todos un poco silenciosos, cada cual a solas con sus
pensamientos, paseando entre el gentío bajo las lucecillas doradas que colgaban
de los plátanos de sombra de los Campos Elíseos. Empezó a caer de nuevo una
leve lluvia fina, y se abrieron los paraguas como una sola voz. Las chicas
charlaban a ráfagas, pero de mi cabeza no podía apartar la imagen de aquella
carta muerta, abandonada en el banco de madera, como el mensaje en una
botella lanzada al mar por un náufrago, ni podía dejar de pensar en aquella mujer
que acaso aún esperara, tras una esquina de la Plaza de los Vosgos, al amor que
partió y que no volverá para leer su carta humedecida por el llanto del cielo.
XIX
MONTMARTRE


Sonó la alarma del despertador. Ocho horas de sueño nunca parecen suficientes
al abrir los ojos. Las chicas se levantaron. Yo pedía árnica y cinco minutos más.
Nada. Tuve que meterme debajo de la ducha casi a rastras, mientras ellas
preparaban los bocadillos.
¿Dónde me encontraba? Lo recordé: en París, con aquellas dos chicas que
apenas conocía. Creo que fue entonces, bajo el agua tibia de la ducha, la primera
vez que fui plenamente consciente de la situación.
Suspiré.
El sueño había sido reparador. Después de algo más de treinta y seis horas
sin probar una cama, te dejas caer sobre el colchón, sea cual sea, como si fuese
entre mullidos almohadones celestiales. Las chicas creo que se ducharon antes
de dormir, pero para entonces ya había uno fundido en negro.
Día de san Silvestre. El metro nos dejó en Montmartre, antaño refugio de
escritores y artistas fracasados; residencia de otros tantos triunfadores, como
Picasso, Renoir y Van Gogh; lugar de cafés y tertulias, de líos de faldas y
borracheras que han pasado a la historia del arte del último siglo. Nada más
llegar, todo eso se huele en el aire, pues resulta tan característico su aroma como
aquél un poco rancio de las iglesias, ése que nos advierte que entramos en un
viejo recinto sagrado, un sanctasanctórum de la bohemia. Y eso los soñadores,
como uno, lo agradecen.
Montmartre se construyó sobre una colina, cuya cima está coronada por la
Basílica del Sagrado Corazón, una de las construcciones más emblemáticas de
París. También es un barrio conocido por su zona comercial típicamente
parisina, en la que pueden encontrarse cafés, bistrós, restaurantes y antros de
diversión nocturna como el Molino Rojo y la Place du Tertre.
Delante de la basílica un hombre tocaba el arpa. A su alrededor se había
formado una aglomeración de turistas que asistían visiblemente emocionados al
concierto. Sus rostros estaban relajados, las facciones representaban el reflejo de
la serenidad. A todos nos pasó lo mismo. Quizá porque sólo la música tiene la
capacidad de parar el tiempo.
Se ve un bonito panorama desde aquella altura. París se le ofrece
majestuoso al observador en toda su extensión. Pueden identificarse con
facilidad las torres, las iglesias, los bulevares y los edificios conocidos o los que
quedan por visitar. Allí estaban, casi al alcance de la mano, la maqueta de los
lugares que aquella tarde recorreríamos a pie: las Tullerías, la Ópera, la Plaza
Vendôme, los Jardines de Luxemburgo, el Senado, el Boulevard Saint-Michel, el
Panteón, la rue Mouffetard, el Barrio Latino y sus alrededores.
Lástima que la nubosidad de aquel día ensuciara el lienzo.
Nos perdimos entre el gentío por las calles que circundan la Place du
Tertre, entre músicos al aire libre, artistas callejeros y pintores de todas las
técnicas, de brocha, de pincel, de espátula, al carboncillo, con esponja, al pastel,
al óleo, a la cera, a la acrílica, en lienzo, en papel, con marcos, sin marcos,
caricaturistas, retratistas y calígrafos. Y a su alrededor, tiendas de souvenirs,
calles angostas y empedradas, policías en bicicleta, cuestas arriba, cuestas abajo,
todo atestado de gente, todos extranjeros, que se cruzaban una y otra vez, que
subían, que bajaban, que compraban, que se retrataban, que se caricaturizaban,
que se sacaban fotografías con los pintores, los músicos, los cuadros, las tiendas,
los cafés y todo cuanto resultara curioso al visitante.
Y de repente la nada. Salimos a una calle desierta. No se veía un alma, sólo
una anciana remontando tranquilamente la cuesta con la bolsa del pan, algún
coche aparcado en la acera y unos árboles al fondo, mecidos por el viento
matutino.
El tiempo se había detenido de nuevo, esta vez mediante la música del
silencio. Aquél parecía un territorio fuera de los límites, como si hubiéramos
traspasado la verja fronteriza del edén y fuéramos los primeros viajeros que
pisaban aquel suelo empedrado.
Por supuesto, no deshicimos nuestros pasos, sino que nos miramos,
sonreímos y nos internamos en aquel mundo nuevo que se mostraba virgen y en
toda su plenitud ante nosotros. Esto era la realidad, la cotidianeidad, la rutina, el
corazón de Montmartre: esa mujer con la compra de regreso a su casa, el coche y
los árboles, no lo que habíamos dejado atrás.
Pero sobre todo la calma, el mutismo ambiente. Casi podía escucharse la
brisa susurrar a las ramas desnudas de los álamos.
Habíamos bajado del escenario. La obra de teatro continuaba allá arriba, a
nuestra espalda, en mitad del estrépito de la multitud. Aquello era el ruido del
circo, una representación para niños ya talludos, un parque temático para
turistas. El turismo se basa en la perversión de las leyendas, no en su evocación
poética.
Deambulamos por callejas solitarias de muros de lilas y enredadera, en
todo momento con el contorno blanco del Sagrado Corazón silueteado sobre el
cielo en lo alto de la colina. Algunas casas mantenían su dignidad decimonónica
medio derruidas, decadentes, abandonadas. Caminando un poco sin rumbo por
su falda, así fueron apareciendo ante nuestros ojos, sin buscarlos, uno a uno los
rincones secretos de Montmartre.
A la vuelta de una esquina nos sorprendió el Molino Radet, inmortalizado
en una obra de Renoir, y más adelante algunos cafés solitarios y sin clientela. En
uno de ellos, sobre el que campeaba un cartel dorado en cuyo rótulo se leía La
Bohème, como la ópera de Puccini, entramos y tomamos asiento.
París siempre se presta bien a la evocación, y enseguida, al trasluz de sus
ventanales, que se asomaban a una pintura impresionista de formas
desenfocadas, se me vinieron a la memoria unos versos de la canción de Charles
Aznavour:

Je ne reconnais plus
ni les murs, ni les rues
qui ont vu ma jeunesse.
En haut d’un escalier
je cherche l’atelier
dont plus rien ne subsiste.
Dans son nouveau décor,
Montmartre semble triste,
et les lilas sont morts.

«Ya no reconozco / ni los muros ni las calles / que vieron mi juventud. / En
lo alto de una escalera / busco el taller / del que ya nada sobrevive. / Con su
nueva decoración, / Montmartre parece triste, / y las lilas están muertas».
Seducidos por el hechizo del café, y embriagados de intelectualidad y
surrealismo, las chicas y yo compartimos quimeras, planes volátiles, delirios en
su mayoría, y fundamos clubes bohemios de bon vivants, destinados a disolverse
en cuanto el sueño parisino terminara.
Sin embargo, parte de la melancolía de Aznavour me embargó a mí
también. Pese a que él lamentaba una juventud perdida que no pervivía ya en los
rincones tristes del Montmartre contemporáneo, que a duras penas servían para
sostener materialmente su recuerdo siquiera, yo envidiaba al compositor por
haber alcanzado a conocer esa época de esplendor y decadencia del enclave, por
haber compartido el tiempo de los grandes, por haber sabido estar allí donde se
gestaba la gloria y la leyenda. A él al menos le quedaba la memoria de lo vivido.
A mí ni eso. Quizá su primavera parisina de mediados del siglo XX tenía las lilas
muertas, como cantaba en su canción, pero la de uno ni siquiera tendría la
oportunidad de verlas crecer nunca.
Ése es el motivo de mi desconsuelo.
XX
LA NOCHEVIEJA PARISINA


Nochevieja en París. El solo pensamiento invitaba a fantasear. Una amiga
española de las chicas nos invitó a unirnos a una cena con otros jóvenes que
habían llegado desde España buscando trabajo, en su mayoría enfermeros y
fisioterapeutas.
La cena tenía lugar en un piso compartido cerca de donde nos alojábamos,
y transcurrió como transcurren las cenas entre viejos amigos: entre risas y
recuerdos. Las chicas no conocían a muchos de los presentes ―y yo, encima,
apenas las conocía a ellas ni a nadie―, pero con sus más allegados se afanaban
en recuperar el tiempo perdido. Yo, entre tanto, sobrevivía charlando con unos y
con otras, y he de confesar que la velada no estuvo mal del todo.
A las once de la noche se materializó un rumor que había estado
sobrevolando las conversaciones durante toda la fiesta: ir a los Campos Elíseos a
tomarnos las uvas con las campanadas.
Pero si en Francia no existe eso de las uvas ni las campanadas, se escuchó a
alguien replicar.
Eso tenía solución, al menos en parte, pues los organizadores de la cena
habían comprado lotes de uvas para todos. De modo que, cada cual con su
docena de uvas en un vasito de plástico y una botella de champagne francés que
pasaría de mano en mano, el grupo se dirigió hacia el metro para despedir el año
en los Campos Elíseos.
Entonces tronaron inaudibles las trompetas que daban comienzo al
Apocalipsis.
Llegar al metro, esperar en el andén, descorchar la botella de champán,
servir el vino espumoso en los vasitos de plástico, brindar por el futuro, beber,
reír, entrar en el vagón, agarrarse a cualquier saliente para no caerse, hablar
como sólo se habla en los países extranjeros, reír como sólo se ríe bajo el efecto
de las burbujas del champagne, cantar canciones estúpidas, seguir riendo, bajar
del tren, correr a contrarreloj, hacer trasbordo, volver a subir a otro metro,
apretujarse entre la muchedumbre, empujar al de al lado, empezar a hacer calor,
cubrirse los cristales de vaho, entrar cada vez más gente en el vagón a medida
que nos acercábamos al centro de la ciudad, resoplar sofocados, abrir las
ventanillas con más fuerza que maña, agobiarse, parecer sardinas enlatadas en
escabeche, empezar a sospechar que aquello no había sido buena idea, desear no
haber salido de casa, llegar a la parada de Champs Elysées Clémenceau, salir la
marabunta al detenerse el convoy, respirar, darse prisa para no llegar tarde, mirar
de nuevo el reloj, intentar acceder entre las miríadas y riadas humanas venidas
de todo París a las escaleras mecánicas de la estación, saborear el miedo,
crisparse los nervios, activarse los instintos más primitivos, luchar por sobrevivir
entre la turba, producir adrenalina, apartar de nuestro paso a los poco
despabilados, estar atento a las avalanchas de cuerpos, ver fragor de peleas entre
las cabezas, agarrarnos entre las chicas y yo de la ropa para no perdernos,
resultar imposible, separarse por las embestidas del gentío, desoír los chillidos
de terror de mujeres histéricas, ignorar los gritos de los energúmenos, procurar
mantener la calma, tratar de no perder a las chicas de vista, pasar veinte personas
a la vez por los tornos unipersonales, remontar el primer escalón de las escaleras
de salida, ver al fin un trozo de cielo negro y estrellado allá arriba, al final de
aquel hormiguero, ascender a base de empujones, avanzar como si a uno le fuese
la vida en ello, mirar el reloj, faltar sólo cinco minutos para medianoche, ver
policías al final de la escalera, suspirar aliviado, encontrar un zapato perdido
antes de llegar arriba, agacharse una de las chicas a recogerlo con peligro de ser
arrastrada y enterrada por las hordas, llegar al fin a la cima de la escalinata,
entregar el zapato a un policía, ignorar la cara de extrañeza de éste, volver a
respirar, sentirse renacer, reagruparnos, faltar dos minutos escasos para las doce,
situarnos en medio de los Campos Elíseos entre miles de cabezas, ver crecer el
Arco del Triunfo delante, centellear la Torre Eiffel a la izquierda, girar el
resplandor de la noria y el obelisco de la Plaza de la Concordia detrás, creerse en
el centro del mundo, sacar los vasitos de plástico con las uvas, contener la
respiración, estremecerse, inspirar emocionados, llegar las doce y…
Un silbido rasgó el velo de la noche. Todos miramos hacia el firmamento
para ver un fuego artificial ascender hacia las alturas y deshacerse en una
nubecilla de humo gris sin pena ni gloria, como esos petardos humedecidos que
salen ranas.
Bueno, pensamos todos, ése sería sólo el primero de una gran sinfonía de
estruendos de colores y luminarias al pie del Arco del Triunfo y la Torre Eiffel,
tal como cada año se ven por televisión durante las celebraciones de Fin de Año
en la Quinta Avenida de Nueva York, en el Big Ben de Londres o sobre las
bóvedas apuntadas de la Ópera de Sidney.
Pero no hubo nada más.
Las bocas, que formaban millares de oes de expectación, tardaron en
cerrarse.
Cuando al fin la gente se cansó de mirar el cielo, no le quedó más remedio
que buscar el beso del otro y abrazarse. Otra cosa no había.
Miré el reloj: las doce en punto.
Típico del español es montar la fiesta allá donde va. Un cante y unas
palmas son suficientes. Las amigas de las chicas se arrancaron a entonar las
campanadas, ton…, ton…, ton…, y así nos tomamos las uvas, mudos los relojes
de las torres y las iglesias, sin un pobre fuego artificial que hiciera distinguirse
aquella noche de las demás. La única diferencia estribaba en que la Torre Eiffel
refulgía con luces blancas como un enorme árbol de Navidad, pero ya llevaba así
varias semanas desde que la amenaza navideña se cerniera sobre los calendarios.
Luego volvimos a brindar por el nuevo año con más champán todavía, que no
parecía acabarse nunca. Las chicas debían de llevar más botellas en los bolsos,
de otra forma no se comprende.
Y así la caterva comenzó a dispersarse. Poco quedaba por hacer allí. Todo
había terminado, acaso antes de empezar.
XXI
EL RINCÓN DE LOS AMANTES


Los días de año nuevo siempre amanece uno a la hora de comer, pasado de
noche y cotillones, con ganas un poco de morirse. Ese primer día del año las
madres preparan ―el instinto materno sabe de esas cosas― una buena sopa
caliente que reconforte el estómago maltratado durante la noche anterior, que de
normal ha sido larga.
Pero ni aquella noche había sido larga ni aquel día de año nuevo era como
los otros. En vista de lo sucedido, la madrugada anterior nos pareció lo más
sensato retirarse a tiempo, que de ese modo se fraguan las victorias.
Sonó el despertador. Las diez de la mañana. A veces uno incluso maldice
despertar, inconsciente de su insensatez. El albor grisáceo y cegador se colaba
por el hueco de la cortina. Oí a las chicas parlotear y levantarse. Volví a
recordar: París, la llovizna, Nochevieja, los Campos Elíseos. Me quedé unos
minutos más en la cama paladeando esos pensamientos, que eran imágenes
sincopadas que iban y venían como un lánguido oleaje onírico, igual que
resonaban en los oídos los pasos cercanos, pero a la vez tan remotos, de mis
compañeras de habitación. Creo que en aquel momento, sin saber por qué, fui
feliz. A veces la felicidad se presenta así, de manera estúpida, sin avisar.
El día de año nuevo se nos presentó algo fresco, y decidimos tomárnoslo
con más calma. Las jornadas anteriores ya habíamos visitado la mayoría de los
puntos establecidos en el plano como obligatorios, de manera que acordamos
regresar a alguno de los lugares donde habíamos estado. Yo expresé mi deseo de
regresar a los Jardines de Luxemburgo, puesto que el día de antes había
escrutado desde lejos un bonito rincón oculto entre las sombras de los árboles
que las prisas no me habían permitido inspeccionar con detenimiento.
Los Jardines de Luxemburgo, situados en el Barrio Latino, constituyen, con
permiso de las Tullerías, el área ajardinada más céntrica y popular de París, a
unos cien metros de la Sorbona y del Panteón. Alberga el Palacio de
Luxemburgo y el Senado francés, y el complejo fue construido en el siglo XVII
para María de Médici, quien, merced a la inmensa riqueza de su familia, dueña
de un banco con sucursales en toda Europa, compró poco a poco los terrenos
adyacentes y los convirtió en el enorme conjunto de jardines que conocemos
hoy. Coníferas y álamos, bancos y albercas, fuentes y palomas comparten el
espacio del parque, salpicado aquí y allá por esculturas clásicas de divinidades
griegas, fiel al estilo neoclásico de la Ilustración, al igual que la arquitectura del
palacio ubicado en el centro del recinto.
Cerca de uno de los laterales del palacio se encontraba la gruta que había
vislumbrado el otro día. No había nadie en su interior. Se conoce que es un
rincón apartado, un paraíso cerrado para muchos. Hasta allí conduje a las chicas,
que se sorprendieron gratamente, también yo, ante aquella maravilla.
Se trataba de un estanque alargado que terminaba en una fuente colosal, de
varios metros de altura y motivo mitológico, flanqueado longitudinalmente por
dos hileras de árboles pelados por el invierno. En las aguas del estanque una
simpática familia de patos nadaba a su aire, y en el fondo, transparente, de tintes
pardos, cubierto por un lecho otoñal de hojas secas, peces oscuros. Toda la
escena se nos aparecía enmohecida, manchada de decadencia, como todo en
París.
La fuente, llamada Fontaine Marie de Médici, era de proporciones
ciclópeas, tal vez por estar en ella representado el cíclope Polifemo, de mirada
furibunda y titánica, que según cuenta la fábula se enamoró de una nereida,
Galatea, una joven divinidad marina de gran hermosura y piel nívea que habitaba
en las aguas calmas sicilianas. El corazón de Galatea pertenecía, sin embargo, al
apuesto Acis, hijo del dios Pan. Y en una ocasión, cuando los amantes se
hallaban retozando sobre la arena de la playa, fueron descubiertos por Polifemo.
Acis, asustado, intentó huir, pero el monstruo de un solo ojo, cegado por los
celos, le lanzó una enorme roca y lo aplastó brutalmente. Desesperada por el
dolor, Galatea transformó la sangre de su amado muerto en el río Acis, que
todavía hoy continúa en Sicilia su curso hasta el mar, al encuentro eterno con su
amada en su desembocadura.
Se estaba bien allí, mientras las sombras del crepúsculo cubrían el suelo
embaldosado con hojas muertas. Acaso en primavera, con los árboles cargados
de voluptuosidad verde, el efecto fuese aún más espectacular, pero en invierno
resultaban insoslayables su poderoso encanto y su belleza.
Se trataba de uno de esos lugares tristes en los que se podría pasar uno toda
la tarde escribiendo, leyendo o contemplando el vuelo de las palomas y el
chapoteo de los patos sobre las aguas del estanque.
Tanto daba. El caso era estar allí, inhalar un poco de la paz que emanaba de
aquel rincón sombrío y solitario. Sentarse en uno de los bancos y dejar pasar el
tiempo en balde.
XXII
GRANITO Y MÁRMOL


París es célebre por sus cementerios, en los que yace la grandeza ilustrada de
Francia tras el cataclismo de 1789 y los escasos fulgores de su Historia posterior.
No existen en el mundo ciudades como París, donde sus camposantos se visiten
por los turistas y sirvan de peregrinaje a los viajeros por igual. Esa comunión es
inédita en otros enclaves. Si acaso con las salvedades de Roma y Viena, aunque
en menor medida. Lo cierto es que se ha pasado uno los últimos años buscando
fantasmas por entre los cipreses y las veredas terrosas de los cementerios de
Europa y no ha encontrado en ningún otro lugar tanta devoción por la estela de
los caídos como en la capital francesa.
La insalubridad de los enterramientos en el interior de las ciudades condujo
a la clausura del antiguo Cementerio de los Inocentes y a la prohibición, poco
antes de los años revolucionarios, de dar sepultura a nadie dentro de los límites
de París. Desde entonces, los muertos se inhumarían extramuros, en distintos
terrenos alrededor de la ciudad que con el tiempo adquirían renombre.
Con la sangre todavía fresca de Luis XVI esparcida por el pavimento de la
Plaza de la Concordia, los privilegios y las injusticias no desaparecieron, como
pretendía la ingenuidad de los revolucionarios, sino que cambiaron de dueños,
como siempre ha sucedido. El pueblo derrocó a la monarquía y su corte sólo
para que de inmediato ascendiera la burguesía a las ruinas de los tronos
quebrados por el patíbulo. Después de la toma de la Bastilla el mundo no
volvería a girar en el mismo sentido. El vulgo, sin embargo, continuaría
sufriendo las mismas calamidades, esta vez con las manos manchadas, bajo el
yugo de otros tiranos, éstos sin corona.
Y como todo nuevo rico, el burgués se dejó embriagar por la exaltación de
lo material al margen del buen gusto. Poco a poco se popularizó la megalomanía
funeraria, y la construcción de mausoleos, esculturas y cenotafios invadió las
colinas de las inmediaciones de París. Muy atrás, como envueltas en un sueño
lejano, quedaban las utopías libertarias de los enciclopedistas de hacía apenas un
puñado de años. Ahora la libertad tenía un precio, que era el de la propiedad
privada. Tanto tienes, tanto vales. Todo seguía igual que antes del degüello de
reyes. Pronto habría cementerios bien diferenciados para la burguesía y otros
para la plebe. Los precios por una simple extensión de tierra de dos metros
cuadrados se dispararon, y así volvió a instaurarse el sistema de clases,
perpetuado más allá de la muerte en forma de ángeles de vuelo detenido, mujeres
plañideras de cuencas desenfocadas y cruces de piedra.
En cada uno de los cuatro rumbos de la rosa de los vientos destacaría un
camposanto de primera clase por la eminencia de quienes allí recibieron
sepultura: el de Montmartre, al norte, el de Montparnasse, al sur, el del Père
Lachaise, al este, y el de Passy, al oeste. Pronto la ciudad los engulliría durante
su terrible expansión contemporánea como una película de maquillaje cubre un
tímido lunar en el rostro de una mujer, regresando de nuevo al seno de París, el
lugar que antaño les correspondía por derecho natural, y la bohemia cultivaría el
encanto por la veneración de los nombres grabados en el granito y el mármol.
XXIII
RECUERDO DE UNA GATA EN PÈRE LACHAISE


He visitado otras veces el cementerio del Père Lachaise, y siempre prefiero, al
hacerlo, acceder por la entrada próxima a la boca de metro de Gambetta, en lo
alto de la colina. Hay otras dos puertas de acceso: la principal, junto a la parada
de Philippe Auguste, al pie de la elevación, y otra lateral, casi invisible, que da a
la estación homónima de Père Lachaise. Sin embargo, la entrada de Gambetta,
pese a no tener el encanto del pórtico de Philippe Auguste, permite, desde la
altura que brindan las cumbres, contemplar el cementerio, mientras se desciende
a lo largo de la falda, como un océano de mármol en ruinas.
Cerca de allí, en uno de los rincones más sombríos del camposanto, puede
encontrarse la tumba de Oscar Wilde. Tal vez por eso tenga especial
predilección por la entrada opuesta a la principal, o quizá no sea más que
rebeldía, esnobismo, la tentativa de buscar el reverso de las cosas. En cualquier
caso, siempre me detengo al pie del mausoleo de Wilde antes de seguir mi
camino. Alzo la vista hacia el relieve del ángel que lo ornamenta, desfigurado
por la tinta y el carmín de los enamorados, y me da por pensar en Dorian Gray.
Al fin y al cabo, marcar el propio nombre en la lápida de un muerto, al igual que
la voluntad de permanecer siempre joven merced al encantamiento de un cuadro
oculto tras un biombo, sólo es vanidad. La del hombre por perpetuarse. Pintar y
escribir, y el arte en general, constituyen el único medio que la humanidad ha
hallado para asirse, contra natura, a un mundo que está sentenciado a vernos
desaparecer.
Por allí ronda, de vez en cuando, algún gato, paseando su hermosa
corpulencia entre las sepulturas. Los gatos de Père Lachaise han adquirido
celebridad con el transcurso de los años. Circula la especie de que si están tan
gordos es porque los encargados del cementerio les dan de comer los restos
humanos de las incineraciones. Una vez trabé conversación con un viejo francés
que parecía saber bien de lo que hablaba. Según me contó, muchas veces traen al
crematorio cadáveres congelados desde los depósitos y los tanatorios de todo
París, principalmente en verano, para que no se corrompan en el trayecto.
Cremar un cuerpo helado requiere una larga exposición al fuego de los hornos,
que utilizan quemadores de gas que alcanzan unos mil doscientos grados de
temperatura, y para ahorrar energía en época de crisis se retiran los cadáveres
antes de tiempo a fin de que las resistencias no se enfríen, así se reutiliza ese
calor residual para las cremaciones siguientes. Sucede que si el cadáver está
congelado, algunos huesos no terminan de consumirse. La cabeza, en especial,
presenta el mayor de los problemas. Mientras que las demás partes del esqueleto
pueden quebrarse con facilidad una vez calcinadas, el cráneo actúa como una
compacta olla ósea donde el cerebro se cuece en su propio jugo y se conserva
intacto en las más de las ocasiones. La leyenda asegura que los encargados echan
los cráneos a los gatos para evitarse mayores molestias. Y para los gatos de
París, el guiso de sesos humanos en el crematorio de Père Lachaise supone un
manjar que no se acaba nunca.
Aquel gato que se pavoneaba alrededor de la tumba de Wilde no se me
antojaba hostil, tal como se le presumiría a un felino antropófago, sino
simplemente despreocupado, tal vez un poco arrogante. Era gris y atigrado, de
raza romana, como casi todos sus congéneres de Père Lachaise. De ser cierto el
rumor, aquel gato podría haberse zampado el cerebro de más de un premio
Nobel. Eso explicaría la inteligencia de su mirada.
En una habitación a oscuras sólo centellea el resplandor esquivo de los ojos
de un gato. De ahí que los egipcios creyeran que podían ver el alma de los
hombres y el halo de los muertos, y les otorgaran poderes divinos, como el de
acompañar y proteger al faraón durante su periplo por el más allá. Por tradición,
se les presume la capacidad de pronosticar las muertes próximas, lo que resulta
particularmente pintoresco si viven en los geriátricos, donde la gente fallece a
menudo. Siempre he tenido en la recámara del pensamiento escribir un cuento
fantástico sobre un gato que se presentara en el umbral de la habitación del
anciano que está a punto de fallecer, como un emisario de la Parca, una
compañía fatídica que vela por la correcta ejecución de la condena de cada cual.
Recuerdo haber leído El gato negro, de Poe, cuando era demasiado
pequeño para ese tipo de lecturas. Llegó un momento en que los libros para
niños me aburrían, y encontré en la biblioteca municipal una colección de
novelas juveniles clásicas que parecían no acabarse nunca. Se llamaba Tus
libros, de la editorial Anaya, y dentro de su catálogo leí a Verne, Stevenson,
Twain, Defoe, Leroux, Kipling, Dickens, Cabeza de Vaca, Dumas, Salgari,
Conan Doyle, Jack London, H.G. Wells y todos los demás. El gato negro estaba
entre ellos. Daba nombre a un volumen que contenía varios relatos de Poe. Lo
devoré, como acostumbraba, una calurosa tarde de verano, a la luz de los visillos
que penetraba en la penumbra del salón durante las siestas. Y fue, de lejos, El
gato negro el cuento más terrorífico de todo el libro. Llegó a traumatizarme
durante mucho tiempo. Creía ver sus pupilas brillar fugazmente en la oscuridad,
como dos llamas negras y afiladas observándome mientras dormía. Por eso les
pedía a mis padres que dejaran encendida la luz del pasillo. Aún hoy, a veces,
me oprime esa sensación por las noches. De que hay alguien que acecha.
Poco después, en casa de mis primos, acariciando una gata recién adoptada,
que era gris, enorme, gorda y muy peluda, mezcla de raza persa, silvestre y quién
sabe cuántas más, se abalanzó con fiereza sobre mi manita y me dio un mordisco
formidable. Fue una milésima de segundo. Sólo sentí a la gata colgar de mi
mano mientras la apartaba de un manotazo con el ímpetu del acto reflejo. La
mordedura fue tan fulminante y penetró de tal forma en la piel que los huecos
donde se habían alojado los cuatro colmillos quedaron abiertos como estigmas,
marcados en la carne rosada sin apenas brotar la sangre. Casi me desmayé de la
impresión.
Me vendaron la mano, pero se me hinchó tanto que debía tenerla en alto
para calmar el dolor. Según el médico, las heridas no habían dañado el tejido
subcutáneo, pero no pude bajar el brazo en un mes. Y cuando el alivio fue poco a
poco rebajando el odio que sentía por el animal, pregunté a los mayores por su
destino. El doctor había recomendado dejarlo en cuarentena para comprobar si
tenía la rabia y, en cualquier caso, sacrificarlo cumplido ese período.
Después me enteré de que un día mi tío se había llevado a la gata al campo
y que había vuelto solo.
Nunca he olvidado aquella gata de abundante pelaje grisáceo, acomodada
sobre los cojines del salón de la casa de mis tíos, demasiado pesada como para
asustarse ante mi presencia extraña. El minuto escaso que duró nuestro
acercamiento podría reproducirlo con exactitud milimétrica, cómo la miré desde
una distancia prudencial, cómo me senté junto a ella en el sofá pardo apoyado
sobre la pared, cómo ni se inmutó, cómo aproximé la mano hacia su cabeza para
ganarme su confianza, y luego hacia el morro…
De aquel episodio me han quedado las cuatro cicatrices de sus colmillos,
una constelación de carne nueva y brillante, puntos cardinales que destacan
sobre la uniformidad del dorso de mi mano derecha como un epitafio
permanente que ya ha hecho a esa gata inmortal, al menos en mi memoria y en
mi piel.
Me gusta pensar que con su mordisco quizá me inoculó el veneno de los
solitarios y esa misteriosa facultad de los gatos para ver el fondo de las cosas y
más allá de la mirada de las personas. Quizá por eso suelo recordarla con
ternura. Lo cierto es que estaba tan gorda como los gatos de Père Lachaise,
incluso más, y alguna vez se me ha ocurrido preguntarme si no habría comido
ella sesos humanos también.
XXIV
AL PIE DEL MAUSOLEO DE OSCAR WILDE


Decía Oscar Wilde que «el único amor consecuente, fiel, comprensivo, que todo
lo perdona, que nunca nos defrauda, y que nos acompaña hasta la muerte es el
amor propio». Quizá por eso su lápida en Père Lachaise esté cubierta de besos. Y
pese al buen concepto que tenía de sí mismo, los besos no son suyos, sino de las
mujeres parisinas que al hilo de más de cien años han velado su letargo y lo han
amado a escondidas, puesto que a él le era más grata la compañía de los
hombres.
También aseguró el escritor, poniéndolo en otros labios, los de Salomé, de
encanto tan legendario como letal, en una escena de su obra de teatro ante
Herodes Antipas, que «el misterio del amor es mayor que el misterio de la
muerte». Las pocas flores que reposan al pie de su mausoleo siempre están
mustias, pero Wilde disfrutó con opulencia de las mieles de Eros y bebió los
vinos de su juventud como pocos, y si descubrió el secreto del querube en sus
últimos años de exilio en París, tal vez Tánatos adelantara el final del hilo de las
Moiras de manera que no pudiese participar de su hallazgo al resto de los
mortales en letra impresa.
A los ingleses les gusta, por tradición, atribuir citas ingeniosas a Wilde,
aunque el irlandés no las pronunciara nunca. Incluso la frase que abre este
capítulo podría ser falsa. Quién sabe. He buscado una constatación bibliográfica
que la respaldara y no he podido encontrarla. Sólo referencias indirectas,
alusiones prestadas. Con todo, se non è vero, è ben trovato. A él no le habrían
disgustado esas atribuciones ilegítimas en tanto alimentaran su leyenda y
sirvieran a un fin estético. Antes de que Unamuno pronunciara con sutil ironía
aquello de que «lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien», Wilde ya
había hecho afirmar a su Dorian Gray que «sólo hay algo peor que el hecho de
que hablen de uno, y es que no hablen de uno».
Y no sólo se han tergiversado sus afirmaciones, la inscripción de su tumba
también ha sido objeto de mistificación continua. Del mismo modo que el
célebre «Perdonen que no me levante» del nicho de Groucho Marx, los epitafios
falsos adjudicados a Wilde, siempre de una grandilocuencia exagerada, han
proliferado a lo largo de los años. Destacan, entre ellos, algunos extractos
bíblicos del Antiguo Testamento, también greguerías pomposas que evidencian
su fama de ególatra, otros absurdos, la mayoría divertidos y socarrones.
En el mausoleo del escritor, sin embargo, bajo el relieve de un ángel
modernista que a muchos nos parece la metáfora de una esfinge esculpida en
pleno vuelo, sólo aparecen dos palabras labradas, «Oscar Wilde», diluidas en
una concupiscencia de labios femeninos.
Me reconforta contemplar la forma con que su sepultura guarda silencio en
respuesta a todo el ruido que el mundo generó en torno a su vida, todo ese
guirigay que luego ha persistido después de muerto, distorsionando su legado.
Constituye el último desplante, eterno en tanto póstumo, de un esteta que vivió
según los cánones del arte y escribió según los de la vida, haciendo de su
existencia su obra más ambiciosa. Las marcas de labios y su rastro de carmín
reseco no hacen sino dar al conjunto una pincelada extravagante, la de los esnobs
que luego seguirían sus mismas pautas, la de la decadencia de los románticos
tardíos.
Ni siquiera figuran las dos fechas que delimitaron su paso por la época que
le tocó vivir, como si la esfinge de perfil antiguo que concibió en su cuento nos
escamoteara cualquier pista de los días de su autor, de modo que su enigma
permanezca sin despejar. Dos incógnitas que pueden hallarse con facilidad en los
libros de texto, pero que, robadas a la piedra, es como si adquirieran escasa
trascendencia, como si su omisión manifestara desprecio por medir el tiempo
terreno cuando se ha alcanzado la inmortalidad mediante la literatura.
Lástima que cuando uno rodea el mausoleo se dé de bruces con una larga
inscripción en la parte trasera que da la espalda a la avenida. Allí puede leerse,
enmarcada en la losa que aplasta la tumba sobre la tierra, una profusa biografía
de Wilde en la que resaltan, como dos puñaladas hendidas en la placa,
explícitamente, esta vez sí, los años de su nacimiento y su desaparición. Sigue un
versículo del Libro de Job que ensalza su elocuencia y su encantador charme
personal: «Tras mi palabra no replicaban, y mi razón destilaba sobre ellos».
Y debajo, unos versos de La balada de la cárcel de Reading:

And alien tears will fill for him
pity’s long broken urn,
for his mourners will be outcast men,
and outcasts always mourn.

«Y por él lágrimas ajenas llenarán la urna de la piedad, / rota desde hace
tiempo, / pues quienes le guarden duelo serán los parias, / y los parias siempre
están de luto».
A la vista de esa estrofa, que Wilde dedicó a un preso ahorcado en la
explanada de la prisión de Reading, parece como si recitara su propio réquiem,
esperando, por un lado, que la muerte fuese a visitarle a su celda, citándola,
apremiando su encuentro, y temeroso, por otro, de que sólo los presos asistieran
a su entierro, de yacer para siempre en la tumba desnuda del patio de una
penitenciaría.
La inquisición victoriana lo había acusado de «indecencia grave» por sus
devaneos homosexuales y su falta de decoro a la hora de soterrarlos en sociedad.
Tuvo que aplicársele la pena máxima, pues el caso tomó una magnitud tan
desorbitada en la prensa que la simple sospecha de que la Corona le concediera a
Wilde trato de favor habría supuesto un peligroso problema de Estado. De este
modo, la imprudencia del esteta le valió una condena de dos años de encierro y
trabajos forzados que le minaron la salud y el alma, pero de la cual surgieron sus
obras más elevadas y desgarradoras: La balada de la cárcel de Reading y De
profundis.
El escritor apenas sobrevivió tres años a la cárcel, pero nunca perdió el
humor, tanto más cáustico cuanto más profundo se abría el abismo ante él.
Cumplida su condena, huyó de la maledicencia británica al exilio. Buscó refugio
en Francia bajo el nombre ―no exento de cinismo― de Sebastian Melmoth,
como el oscuro y desgraciado protagonista de la novela gótica de su tío abuelo,
Charles Maturin, y finalmente recaló en París, alojándose en la habitación 16 del
Hôtel d’Alsace, un edificio suntuoso en el barrio de Saint-Germain-des-Prés
donde Wilde, en el corazón de la Orilla Izquierda, durante sus últimos meses,
estuvo muriendo por encima de sus posibilidades.
Hacia el final de sus días podía vérsele caminar solo por los bulevares
parisinos, ebrio en ocasiones, buscando bajo en el firme asidero de las farolas,
tras las esquinas, sobre los puentes, la alegría perdida que antaño solía bastar
para prender el fuego creador de la literatura.
Poco después llegó la agonía, y el tálamo se volvió lecho de muerte.
Fue Robert Ross, amigo fiel y el primero entre sus amantes masculinos,
quien pagó todas las deudas de Wilde y se hizo cargo de la construcción de su
mausoleo en Père Lachaise cuando se trasladaron sus restos desde el cementerio
de Bagneux. Mandó hacer, en su interior, un compartimento en el que reposaran
sus propias cenizas junto a las del escritor inmortal cuando falleciera. También
de su autoría es la inscripción en la cara oculta de la tumba, que a mi juicio
resulta ampulosa y excesiva. Aunque bien pensado, a fin de cuentas, así era
Wilde, y él debía conocerlo bien.
Tal vez Ross fuese la única persona que jamás lo traicionó, que supo amar
al esteta más allá de sus poses estéticas, y acaso Wilde reconociera en esos ojos
el brillo adamantino del amor verdadero. Por eso le hizo entrega de los
manuscritos que con tanto celo había conservado durante sus años de encierro.
Como único ruego, a sus carceleros de Reading les había pedido mantener
consigo en todo momento, como una segunda piel, los papeles escritos en la
penumbra del calabozo, a sabiendas de que serían, quizá, las últimas palabras
que legaría a la leyenda que había despertado la imaginación de su siglo.
Y así fue.
XXV
INMORTAL Y RECLAMO


El del Père Lachaise es el cementerio más popular, nutrido y extenso de París.
También ostenta el título del más visitado del mundo, y sólo de pensarlo dan
ganas de salir corriendo en dirección contraria. Allí descansan los restos de todo
aquél que haya sido alguien en la intelectualidad francesa de los últimos dos
siglos. Dicho de otro modo, de no encontrarse enterrado en el Panteón parisino, a
cualquier muerto ilustre galo sólo cabe buscarlo en Père Lachaise.
Cuando se inauguró, en los albores del siglo XIX, nadie recordaba ya por
qué se llamaba así. Nadie sabía que antes que camposanto había sido viña, y que
hasta allí peregrinaban todos los obispos de París para abastecerse de vino para
las comuniones. Con el tiempo la finca les sería donada a los jesuitas, y su
administrador más célebre, el Padre François d’Aix de la Chaize, confesor de
Luis XIV durante treinta y cuatro años, terminó utilizándola de picadero. Las
correrías y los lances amatorios del Padre Lachaise son proverbiales, y quién
sabe si hoy su fama no estaría a la altura de la de Casanova si hubiera empleado
su vejez en escribir la historia de su vida, como más tarde haría el aventurero
italiano.
Los privilegios con que los reyes del Ancien Régime compraban la
complicidad del clero mantuvieron la loma virgen, fresca y roturada hasta que la
turba arrasó Versalles. No sólo se conformaron los revolucionarios con sembrar
los palacios reales de devastación, sino que aniquilaron también los cementerios
de la nobleza, que se perdieron bajo la ceniza y las ruinas de su esplendor de
antaño, y con la tierra removida las cabezas de los grandes nombres que un día
habitaran las estancias de las casas señoriales, separadas para siempre de sus
cuerpos en fosas comunes anónimas. Fue entonces cuando se pensó en aquella
vieja hacienda de retiro a las afueras de París como ubicación óptima para el
nuevo Cementerio del Este. Así, sin pretender la metáfora siquiera, el nuevo
orden saqueaba las mansiones del antiguo para rendir su botín ante dioses de
reciente cuño con pies de barro, y cubría su memoria del pasado bajo paladas de
tierra sin epitafio.
Sin embargo, Père Lachaise quedaba un poco retirado del núcleo urbano de
entonces, por lo que los ciudadanos de París evitaban dar sepultura a sus muertos
en aquella colina apartada. No tardó demasiado en empezar a concentrarse un
excedente de tumbas en Montmartre, Montparnasse y Passy, mientras que la
falda del viejo viñedo al este de la ciudad permanecía inmaculada. Las
autoridades, de ese modo, se vieron obligadas a tomar una determinación. No se
les ocurrió disparate mayor que exhumar los mausoleos de dos ilustres peanas
del santoral francés como Molière y La Fontaine, y trasladarlos a Père Lachaise,
con la convicción de que de esta manera atraerían el interés de la gente hasta allí
para enterrarse junto al dramaturgo y el fabulista. Y acertaron. Cuando los
tiempos han perdido la cabeza, las apuestas absurdas siempre obtienen premio.
Hicieron lo mismo con el sarcófago del sabio Abelardo y Eloísa, los Romeo y
Julieta parisinos, para así captar también los amores fatales de las parejas
románticas. Luego Balzac ambientaría una escena clave de su novela Papá
Goriot en el nuevo camposanto y terminó de redondear la jugada.
De la noche a la mañana comenzaron a menudear los funerales y pronto
podrían verse a diario, a lo largo de toda la extensión que la altura de Père
Lachaise dominaba, largas hileras negras de dolientes andar el camino que
ascendía desde París hasta el cementerio. Todo el mundo quería su tumba en
Père Lachaise ahora. Entre tanto, las parras eran sustituidas por criptas y se
levantaban árboles de granito. Cumplido su propósito, los administradores
subieron los precios de las parcelas de tierra, y el viñedo del Antiguo Régimen
volvió a ser lo que en tiempos era: un lugar de retiro exclusivo para las clases
altas. Sólo que esta vez el retiro era eterno, aunque en algunos casos no del todo
definitivo.
También el nombre de Balzac, que había introducido el enclave en el
territorio imaginario del pueblo, terminó figurando entre las piedras grabadas de
Père Lachaise, sobre el frontal de un monumento rematado por un imponente
busto del escritor. Hubo un tiempo en que desde allí, junto a su efigie, podían
verse los tejados, las buhardillas y los viejos mercados de París cuando la ciudad
se extendía a lo largo y ancho del panorama como una ensoñación concebida en
la mente de Renoir, antes de que el tiempo de los modernistas alzara las plantas
de los edificios para ocultar la luz de La Ville Lumière que había inspirado al
impresionismo.
Asombra verdaderamente la capacidad de atracción que la capital francesa
ha poseído siempre para los melancólicos que notaban cómo la muerte les iba
carcomiendo el alma. Uno de los monumentos más delicados de Père Lachaise
es el mausoleo de Chopin, formado por un medallón con su perfil en relieve y
una ninfa de mármol pálido que parece haberse quedado dormida en pleno
llanto. Es célebre su relación tormentosa con la escritora George Sand, nom de
plume de Aurore Dudevant, y la inestabilidad emocional que provocó en la vida
del compositor. Príncipe del spleen, hacia el final de sus días había huido de la
influencia insana de su musa para refugiarse en una gira inútil por el Reino
Unido que minó su de por sí quebradiza salud y su voluntad de sobrevivir por
mucho más tiempo. Tomó la decisión de regresar a París por no morir en una
ciudad tan triste, con tanta bruma y polvo de carbón. Cuando Sand fue a visitarle
en su agonía, Ludowika, la hermana de Chopin, entendió el gesto como una
perfidia obscena y no le permitió la entrada. Así, el pianista murió a los treinta y
nueve años sin despedirse de la mujer que durante tanto tiempo le había clavado
la daga en el pecho mientras le besaba la frente, acunándolo en su regazo. Justo
antes de enterrarlo, alguien sustrajo el corazón de Chopin, y dicen que se guarda
en la actualidad en el interior de un pilar de la Iglesia de Santa Cruz de Varsovia,
cerca del pueblo que vio nacer al músico. Sin embargo, creo yo que tal vez
habría que buscar ese corazón robado no en el interior de un templo de la capital
polaca, sino en Francia, en la tumba de aquella mujer que se hacía llamar George
Sand, bajo el jardín de su casa en la aldea de Nohant-Vic.
Cerca del mausoleo de Chopin, a una altura intermedia en la bajada de la
colina, permanecen aún los sarcófagos originales de Molière, La Fontaine,
Abelardo y Eloísa, rodeados de criptas blancas. En el caso de Molière, éste de
Père Lachaise es el tercer destino en el que han reposado sus huesos. Antes lo
hicieron en Saint Joseph, en la zona reservada a los suicidas y a los niños
paganos, y más tarde en el Museo de los Monumentos Franceses. La legislación
no permitía entonces, en la Francia de finales del siglo XVII, que los actores
recibieran sepultura en la tierra santa de un cementerio. Días antes, la
enfermedad de Molière concebida en letra impresa adquirió de súbito tintes de
realidad en escena mientras representaba El enfermo imaginario, y a duras
penas, entre toses que manchaban de rojo su camisón amarillo, pudo terminar su
actuación vespertina. Mientras se cerraba el telón, sin embargo, el auditorio ya
había contemplado el rostro de la muerte esbozado en los rasgos del escritor, que
sucumbiría bajo su gélido abrazo escasas horas después. Prohibido su funeral por
ley, su cuerpo permaneció insepulto tres días hasta que el arzobispo de París, por
complacer al Rey Sol, admirador confeso de Molière, permitió el enterramiento.
El funeral, no obstante, se llevó a cabo a las nueve de la noche y sin aparato
ninguno por orden del arzobispado. Entre los asistentes figuraban amistades del
dramaturgo como Mignard, Boileau y La Fontaine, quien sin saberlo acabaría de
reclamo funerario y vecino en Père Lachaise del amigo cuyo ataúd llevaba a
hombros en aquel momento.
No hay seguridad de que los restos en el interior sean auténticos en
sepulturas tan antiguas y asendereadas. Durante la Revolución, algunos sabios
republicanos decidieron fundir los huesos de los prohombres franceses muertos
con la intención de fabricar copas consagradas a las honras populares. En el
Museo de Cluny, valga el ejemplo, se conserva, entre los pocos despojos que
pudieron salvarse de la locura revolucionaria, una mandíbula etiquetada como
perteneciente a La Fontaine, quizá la única reliquia entre las suyas que ha
sobrevivido.
Poco importa, en cualquier caso, pues en el transcurso de las sucesivas
exhumaciones los cuerpos poco a poco habrán ido volviéndose ceniza que lleva
el viento.
Ambas sepulturas, las de Molière y La Fontaine, viejos amigos en vida y en
la perennidad de la piedra, reposan sobre una terraza que recibe la luz mortecina
entre las ramas desnudas de los sauces. Las dos descansan en alto sobre
columnatas, flanqueándose la una a la otra, separadas del abrigo de la tierra en
un estado de provisionalidad perpetua, como dispuestas para otro traslado
repentino si a París le surgiera la necesidad.
XXVI
UN POETA AMERICANO EN PARÍS


Si se continúa por los caminos empedrados hacia el sur, aparece la parte más
antigua de Père Lachaise, un laberinto de sendas mezcladas y ensortijadas por
entre lápidas y criptas. Allí, lejos de las grandes avenidas del cementerio,
ocupando el centro de un gran círculo en el que no hay más muertos de
renombre, se halla el lugar donde descansa Jim Morrison, líder y solista de los
Doors, el único grupo estadounidense de los sesenta capaz de plantar cara al
éxito transatlántico Beatle.
Y descansa, verdaderamente, porque en vida nunca encontró reposo. Se
trata de otro caído más en la historia del rock. Junto a Brian Jones, Jimi Hendrix,
Janis Joplin y Kurt Kobain, forma parte del denominado Club de los 27, ese
grupo de jóvenes leyendas ahogadas en su propio vómito a los veintisiete años
de edad, consumidos por la estela de la heroína como las estrellas fugaces, como
el fósforo de una cerilla.
Había huido de Estados Unidos al ver cernirse sobre él la amenaza de una
condena de cárcel por escándalo público durante un concierto. Viéndose entre
rejas, hizo lo que tal vez debería haber hecho Wilde tiempo atrás si la suficiencia
de los genios no le hubiera nublado la claridad, el equipaje. Así pues, tomó el
siguiente vuelo al exilio, dejó abandonados a sus compañeros de grupo y se
plantó en Europa para dedicarse a escribir poemas bajo la luz inspiradora del
París de las algaradas estudiantiles.
Como a Molière, a Chopin y a Wilde, su mala salud le había traído hasta la
capital francesa para morir. Tosía toses tuberculosas sin padecer la enfermedad,
como el personaje del dramaturgo, y arrastraba por las mismas callejuelas
parisinas que el escritor irlandés setenta años antes las ascuas humeantes de los
creadores cuando el fuego se apaga. Que confundiera la cocaína con la heroína a
la hora de meterse una raya no fue sino una forma más entre las posibles de
correr el telón. Murió por una hemorragia nasal en un apartamento de la Rue
Beautreillis 17, en el Barrio del Marais, sedado en la calidez de una bañera de
sangre.
Apenas una semana antes él mismo había paseado por entre las tumbas de
los artistas de Père Lachaise, y le había manifestado a un amigo su gusto por ser
enterrado allí llegada la hora. Ese día, a finales de junio, el sol brillaba con la
tibieza de los resplandores de La Ville Lumière, filtrándose entre la espesura de
los limeros, como oro a través de un tamiz sobre las barrigas de los gatos del
cementerio. Poeta y aprendiz de los maestros, no hacía mucho se había alojado
en la habitación del hotel que vio morir a Wilde, en la Rue des Beaux Arts 13.
Allí también pasó sus noches parisinas Jorge Luis Borges entre 1977 y
1984. Así lo indica la placa que flanquea, junto a la dedicada a Wilde, la entrada
principal del viejo Hôtel d’Alsace. A Borges le fascinaban la evocación literaria
y el lujo de sus interiores, que siempre le parecieron fruto del trabajo minucioso
de un ebanista. Como a todos los demás moribundos ilustres que le precedieron
en sus respectivos exilios, París se le antojaba el enclave adecuado para batir las
alas hacia la posteridad, y la habitación que solía ocupar en L’Hôtel, el nombre
con que se lo conoce hoy, la materialización de su lecho de muerte. Así lo había
expresado alguna vez, de pie con su bastón sobre la estrella de veinte puntas en
el centro del vestíbulo circular, tal como aparece en una de sus fotografías más
célebres, elevando sus ojos nublados, al igual que un día hicieran Wilde y
Morrison antes que él, hacia la luminosidad de la claraboya allá en lo alto de las
cinco plantas del edificio, cuya arquitectura se asemeja a una escalera de caracol
al Parnaso. Sin embargo, la última visita al hotel nunca llegaría a hacerla, porque
sólo dos años más tarde lo sorprendió el puerto definitivo en Ginebra, «la ciudad
más propicia a la felicidad», aseguraba, adonde había regresado en pos de la luz
temprana de su memoria de adolescencia.
De ese modo los pasos pretéritos de Wilde habían conducido a Morrison y
a Borges hasta París, a la misma habitación estrecha y decorada con tan mal
gusto en la que el escritor irlandés vivió su agonía. A esas alturas de su vida, a
Borges le sería imposible apreciar el espantoso papel floreado que tapizaba las
paredes, al que Wilde, en un arranque sarcástico en mitad de su delirio final,
achacó la causa de su muerte próxima. No así a Morrison, del que cuentan que
un día se cayó por la ventana, acaso intentando atrapar una musa esquiva entre
las flores pintadas en el tabique. Y es que debía tratarse de un empapelado
verdaderamente feo, porque casi se lleva por delante no sólo a Wilde, sino
también a Morrison. La Rue des Beaux Arts es una calle recoleta y tranquila,
donde el tráfico resuena entre sus esquinas como un rumor lejano. No sorprende,
pues, que la caída de una estrella ―ésta de veintisiete puntas― en mitad de la
acera se convirtiese en el acontecimiento de la jornada. Suerte que el techo de un
automóvil amortiguó el golpe, porque, apenas recuperado del susto inicial, se
sacudió el polvo de la chaqueta y los pantalones, y se marchó ileso a deambular
por París ante la mirada atónita de los transeúntes.
El delirio anticipa siempre el filo de la guadaña, tal vez como reacción
fisiológica de evasión instintiva ante la mirada de la muerte. Y en el caso de
Morrison, su ensoñación intermitente terminaría conduciéndolo, como un baile
ceñido a la cintura de la amante letal, hasta el abrigo de un baño caliente de
líquido amniótico, al mismo lugar adonde todo el que se dispone a morir desea
volver.
Pamela Courson, su compañera y musa, quien según parece le había
proporcionado la heroína disfrazada que le reventó la nariz, a duras penas le
organizó un funeral de oficio y sin pompa que recordaba, involuntariamente, al
de Molière. Ni siquiera se le realizó una autopsia. Un médico retirado firmó su
acta de defunción por paro cardíaco, que es lo mismo que no decir nada, y para
cuando la noticia de su fallecimiento llegó a los demás miembros de los Doors,
el cadáver de Morrison descansaba ya bajo dos metros de tierra sin lápida, en el
féretro más barato que Pamela había podido encontrar. Una viuda colocada no es
lo más aconsejable para los mitos, pero si lo que pretendía era sembrar su muerte
de misterio, no podía haber elegido Morrison una más adecuada. Después de
todo, no eran más que dos yonkis que sólo se tenían el uno a la otra. La droga
tiene mucho de ruleta rusa, y tres años después la sobredosis le acabaría tocando
a ella, también a los veintisiete.
Las extrañas circunstancias que envolvieron su muerte han dado pábulo a
todo tipo de interrogantes y especulaciones sobre lo que en realidad pudo haber
pasado en aquella habitación de hotel. Tal vez obedezca a esa incertidumbre el
hecho de que la tumba de Jim Morrison sea el enclave más visitado de Père
Lachaise, adonde sus seguidores acuden a rendirle homenaje y acercarse lo más
posible al enigma del hombre, aunque sólo sea físicamente.
También se caracteriza por tratarse del único lugar vigilado del cementerio.
Dos guardas de seguridad velan por la integridad de la sepultura del músico al
otro lado de las vallas de aluminio durante el día y, por la noche, varias cámaras
de infrarrojos se encargan de que sólo los gatos merodeen por los alrededores.
En el pasado, la tumba fue objeto de varios intentos de exhumación por fanáticos
de lo esotérico y el misticismo procedentes de las cuatro esquinas del mundo,
que saltaban los muros del perímetro para celebrar misas satánicas, comulgar
con drogas, culminar los ritos con orgías y llevarse de recuerdo todo aquello
susceptible de arrancarse o ser desenterrado. A la mañana siguiente la tumba
devenía en vertedero, el paisaje tras una batalla. Los guardas se encontraban el
lugar cubierto de basura, botellas de licor, agujas, jeringuillas y graffiti, y para
evitar males mayores, la administración del cementerio decidió colocar una
plancha maciza de granito sobre el enterramiento. De este modo, por vez
primera, el nombre de Jim Morrison figuró grabado sobre una piedra en Père
Lachaise.
La plancha fue robada al poco tiempo, y más tarde también desapareció,
después de sufrir continuos ultrajes, un busto esculpido por un artista croata que
conmemoraba el décimo aniversario de su tránsito. Hoy sólo queda allí una
pesada losa con una placa metálica, cuya inscripción, obra del padre de Morrison
y discutida a lo largo de las décadas, reza en griego mayúsculo algo así: «Fiel a
su propio daimon». Mientras que algunos han visto connotaciones satánicas al
epitafio, otros achacan a aquellos demonios interiores la causa de que hoy yazca
bajo esas palabras de bronce. Quizás esos demonios adoptaran la silueta
alboreada de aquellos indios que había visto tirados en la autopista cuando era
pequeño. El coche de sus padres pasó de largo, pero la instantánea quedó
registrada como una sombra indeleble en la retina del niño. Constituyó un
trauma que lo acompañó toda su vida y lo marcó hasta la madrugada que ésta se
le licuó por las fosas nasales. Ya había aludido a ese episodio con anterioridad
en varias de sus canciones:

Indians scattered on dawn's highway bleeding.
Ghosts crowd the young child's fragile eggshell mind.

«Indios desangrándose, esparcidos en la carretera del alba. / Los fantasmas
hostigan la mente del niño, frágil como un cascarón».
Tiene sentido. Pero lo más sensato, a mi juicio, es pensar en la denotación
socrática del término, en la que el daimon encarna la voz de la conciencia, el
imperativo del propio destino, la voz de un dios invisible que susurra al oído, la
fidelidad a uno mismo, a ser quien se es en realidad. Supongo que el padre
sospechaba que su hijo se había dejado la vida tirada en el camino que desde
aquella mañana de su infancia se sentía llamado a recorrer.
El de Père Lachaise, sin embargo, no es su lugar de reposo definitivo. Eso
tiene en común también con Molière, La Fontaine y Wilde, a quienes trasegaron
las sepulturas por capricho. No falta mucho para que la concesión de la parcela
de Morrison en Père Lachaise prescriba, y la administración del cementerio no
ve el momento de expulsar de su paraíso la tumba que más quebraderos de
cabeza le ha provocado al hilo de treinta años. Así, los ramos de flores, las
cartas, los poemas, los discos de vinilo, los cigarrillos, las botellas de whisky y
los preservativos que actualmente recubren la memoria terrosa de Jim Morrison
volarán con lo que quede de sus huesos de nuevo a América, a la ciudad de
Melbourne, en Florida, y abandonarán su largo exilio para volver a casa,
disolviéndose junto a los túmulos de sus padres junto a un árbol solitario en la
tierra de sus antepasados, la misma tierra humedecida por la sangre de aquellos
indios esparcidos en el asfalto, la misma sangre del seno materno que cobijó su
cuerpo cada vez más frío en sus últimos espasmos con un abrazo inmortal.
XXVII
EL CEMENTERIO DE MONTPARNASSE


El cementerio de Montparnasse empezó a utilizarse en el primer cuarto del siglo
XIX, de modo que bajo su suelo se vuelven polvo los huesos de los últimos
románticos, los que nacieron demasiado tarde. Nombres como el de Baudelaire,
Maurice Leblanc, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Topor, Guy de
Maupassant, Cioran, Marguerite Duras, Samuel Beckett y Alfred Dreyfus
pueden leerse cincelados en lápidas diseminadas por el recinto, mientras se pasea
entre los muertos.
El de Montparnasse no es un camposanto de gran extensión. No al menos
para tratarse de uno de los más afamados de una ciudad como París. Tampoco
tiene el encanto de Père Lachaise, ni su melancolía, ni su grandeza, ni sus
amplias avenidas flanqueadas de arboledas, ni sus escaleras gastadas, ni sus
hojas de otoño, ni sus caminos terrosos roturados en la falda de la colina. En
cambio, Montparnasse descansa sobre una superficie plana, sin elevaciones ni
recovecos, acotada de verjas y muros con alambres de espino que pueden
divisarse desde cualquier punto de la parcela. En Père Lachaise llegas incluso a
olvidarte de que caminas por un lugar donde se entierra a la gente. Su inmensa
extensión, su naturaleza abierta, sus vientos antiguos y su altura sobre la ciudad
inducen en el visitante una mezcla de libertad y serenidad que en pocos sitios
puede percibirse. Mientras que Père Lachaise guarda con mimo las flores
marchitas del romanticismo en sus cajas de piedra, en Montparnasse yacen las
personalidades del siglo XX. Y eso se nota. Las tumbas son el espejo en el que se
siguen mirando los cráneos que duermen debajo. Las hay de tantos estilos como
movimientos artísticos hubo a lo largo de la última centuria, en especial si el
finado fue artista en vida: desde la estridencia del fauvismo escultórico de
algunas hasta la geometría antropomórfica cubista de otras, de la distorsión
material expresionista al color y los moldes oníricos del surrealismo. De ahí que
el de Montparnasse, al contrario que el del Père Lachaise, no parezca un
cementerio, sino una fosa común del esperpento. Son los polvos del siglo XX, un
borrón innecesario en el lienzo de la Historia, tanto la universal como la del arte,
los que han hecho de este suelo de tierra santa un lodazal.
Afortunadamente, no todo el lugar es un museo de los horrores, pero lo
grotesco resta armonía a la gravedad que se respira en compañía de los muertos.
Lápidas y mausoleos brillan demasiado al sol opaco de París. Sus perfiles son
afilados, perfectos, cortados al milímetro por una máquina. Todo ello parece
nuevo, ajeno al espíritu de la ciudad, postizo, como de polea y tramoya. Les falta
el golpe del cincel y el martillo, el tacto mate del tiempo, la condena de la
herrumbre, la bendición del verdín.
Pese a todo, el de Montparnasse es tan antiguo como los demás
camposantos célebres de París. Fue inaugurado sólo veinte años después de Père
Lachaise, convirtiéndose en el nuevo cementerio del sur de la capital en
sustitución de los desaparecidos de Vaugirard y Sainte Catherine. En uno de sus
extremos todavía pervive un viejo molino de harina al que el tiempo voló las
aspas. Ahora cubierto por la hiedra, en otra época sirvió de merendero al aire
libre, donde los jóvenes, ajenos a revoluciones y guerras de adultos, cantaban y
bailaban, y las muchachas ondeaban el vuelo de sus aparatosos vestidos al
compás de una humilde orquesta cuando se diluía la tarde entre chien et loup,
como dicen los franceses. Hoy ya sólo quedan cascotes sin moler en su interior,
adonde acuden los pájaros a construir sus nidos, transformando la ruina de nuevo
en canto, en vuelo.
XXVIII
EL VISADO A MONTPARNASSE


Había sido deseo expreso de las chicas visitar el cementerio de Montparnasse.
Allí está enterrado Julio Cortázar, por quien demostraban una admiración que se
me antojaba excesiva.
A Cortázar se lo conoce por su narrativa fantástica en entornos cotidianos y
el prisma ambiguo e irreal con que los deforma a su antojo. Siendo de Argentina,
un país de pícaros y dictaduras, de evitas y perones, parece lo más sensato
dedicarse a fantasear, encastillarse en burbujas de papel y licor, y cerrar los ojos
ante lo que pasa allá abajo, en la calle. Tal vez por eso haya tanta fantasía en la
literatura argentina.
Compañero de generación literaria de García Márquez, Carlos Fuentes y
Vargas Llosa, cuyo boom revalorizó y puso en órbita la novela
hispanoamericana, ha llegado a compararse la escritura de Cortázar con la de
Borges, Chéjov y Poe. El aldabonazo vino de la mano de Rayuela, su opera
magna, cuya narración fragmentada revolucionó el género novelístico, para
muchos ya entonces en declive, si no acabado. Luego, aunque ya nunca igualó
sus registros anteriores, siguió armando buenos cuentos en la misma medida en
que iba coqueteando con Fidel Castro y las políticas revolucionarias
iberoamericanas, que sólo contribuyeron a afearle el estilo. Una leucemia acabó
con su vida a los setenta años, aunque hay quien sostiene que fue el SIDA,
contraído por una transfusión de sangre infectada cuando la enfermedad se
echaba a andar por el mundo, quien le selló el visado a Montparnasse.
Cuando las chicas me contaron que para ellas rendir viaje en la tumba de
Cortázar constituía quizá la parada más importante y trascendental de nuestro
periplo parisino, se me dibujó una sonrisa entre triunfante y entrañable en la
cara. Aquél sí que era un acto poético de envergadura. ¡Carajo!, por sus venas
acaso corriera tinta oscura, en vez de sangre.
Al parecer no éramos los únicos peregrinos. A la entrada, el camposanto
disponía de una caseta de información turística regentado por una señora de
mediana edad. Sobre el mostrador se apilaban un par de montones de folletos de
información acerca del recinto. Cuando le preguntamos por la tumba de
Cortázar, la mujer cogió uno de los folletos, lo desplegó y marcó con una equis
en el plano el lugar donde descansaban los restos mortales del escritor.
A la vista del mapa, una cartografía de tumbas célebres, la de Cortázar no
debía andar lejos. Alejada de las avenidas principales y mezclada entre
sepulturas anónimas, no iba a resultar sencillo dar con ella, incluso con un
esquema de su emplazamiento en la mano.
En aquel momento, sin embargo, encontrar al escritor argentino
representaba la menor de mis preocupaciones. Iba mirando despreocupado los
epitafios, sin prisas. La grava susurraba bajo los zapatos, amplificando los pasos
entre tantos nombres de fantasmas anclados a la tierra. Todo alrededor parecía
estático, la complejidad de la existencia reducida a unos cuantos apellidos. Quizá
me dejé llevar por la somnolencia de los cementerios, donde el apresuramiento
se desvanece como por arte de magia. Pronto, pensaba, estaríamos todos bajo
losas macizas, y nadie se acordaría más de nuestro nombre cuando se
desdibujara de la piedra pulida. Tales cavilaciones, lejos de entristecerme, me
suscitaban cierto sosiego, que supongo que debe de ser parecido al que le
sobreviene al moribundo que oye a la muerte acechar. A veces tengo la
impresión de que sin la plena aceptación de la muerte no se despeja el camino
hacia la felicidad esencial. No la que tiene altibajos, sino aquélla que es serena y
está en equilibrio, sin crestas ni valles. Llevar la muerte como compañera de
viaje es garantía de vida.
XXIX
CANTOS RODADOS A DREYFUS


Atrajo mi atención una lápida cubierta de piedras, que rodeaban, como un marco
granular, la leyenda de los fallecidos que albergaba el enterramiento. Resultó ser,
para mi sorpresa, la tumba de Dreyfus.
El Caso Dreyfus constituyó uno de los episodios más convulsos de la
Historia contemporánea francesa. En 1898, Zola destapó el escándalo con su
célebre carta aparecida a toda plana en la primera página del diario L’Aurore,
titulada J’Accuse…! (¡Yo acuso…!) y dirigida al Presidente de la República, en
la que explicaba al pueblo cómo Alfred Dreyfus, judío y capitán de la armada
francesa, había sido encarcelado injustamente por alta traición, víctima de una
conspiración para proteger a otro mando católico. La acusación de complicidad y
antisemitismo que el escritor vertía sobre el tribunal militar que lo había
condenado a cadena perpetua en la colonia penal de la Isla del Diablo, afamada
por la brutalidad de sus exilios, hizo temblar los cimientos del país y reveló una
profunda fractura nacionalista y antisemita entre sus habitantes, con fulminantes
repercusiones políticas, militares, religiosas, sociales, jurídicas, diplomáticas,
periodísticas y culturales. Después de cuatro años en la prisión de la Isla del
Diablo, a Dreyfus se le devolvió a Francia para revisar su caso gracias a la
polvareda levantada por artículo de Zola, y con el tiempo fue declarado inocente,
restituyéndosele sus galones. Doce años de sufrimiento, que fue lo que duró el
Caso Dreyfus, no hay forma de devolvérselos a nadie, pero Francia procuró
compensarle con la más grande entre las condecoraciones de su ejército, la de
Oficial de la Legión de Honor, que luciría orgulloso en el pecho más tarde,
durante la Primera Guerra Mundial, en la que capitaneó una unidad de
reaprovisionamiento.
No me había fijado en los alambres de espino que coronan los muros del
cementerio de Montparnasse, y su descubrimiento me perturbó, trayéndome a los
oídos ecos de grandes guerras y cámaras de gas. En la misma tumba de Dreyfus
se halla enterrada su nieta, Madeleine, deportada a Auschwitz durante la
Segunda Guerra Mundial por los alemanes, donde la mataron a la edad de
veinticinco años. Al final los fantasmas del pasado siempre regresan para
hostigarnos y saldar viejas cuentas, pero Dreyfus, pese a morir anciano, no vivió
lo suficiente como para sostener la mirada de su verdugo.
No creo que ningún muerto fuese a levantarse y saltar la tapia, así que los
espinos debían servir para mantener a los visitantes nocturnos fuera. Recordé
entonces que a mediados del siglo XIX muchas sepulturas de mujeres habían sido
profanadas en Montparnasse. A la mañana siguiente, sus cadáveres en
descomposición aparecían fuera de su lecho de pino y tierra, mutilados, los
despojos esparcidos alrededor de su hoyo. No tardó en reincidir el culpable, un
soldado necrófilo a quien el vicio desvelaba por las noches y cegaba la cordura.
Y aunque fuese objeto de escarnio público, su condena apenas duró un año de
prisión. Después de todo, violar muertas sólo atenta contra la virtud. Una
perversión más en un mundo infecto, pero no un delito de gravedad.
El mismo mundo infecto que permitió la caída de Dreyfus a sabiendas. Sin
embargo, su paso por la tierra, destinado a ser uno más entre millones de
habitantes, produjo un cataclismo que hizo cambiar el sentido de giro de todo un
país, con su persona como epicentro. De aquel episodio queda su memoria en los
anales históricos, en las hemerotecas y en las obras completas de los más
grandes escritores de su época, con Zola a la cabeza, cuya implicación en el caso
significó el nacimiento de la intelectualidad y su papel en la cosa política.
Y una tumba solitaria cubierta de cantos rodados.
Desde el altar de piedra sobre el que Abraham aceptó degollar a su hijo
Isaac para demostrar su temor de Dios, y la piedra fundacional que ungió el hijo
de éste, Jacob, sellando así su pacto con Yahvé, los judíos siempre han
mantenido una relación especial con la piedra, bien como material de
construcción o lugar de sacrificio ritual, como símbolo de poder o de caída,
como amuleto de protección o arma arrojadiza, como objeto sagrado o de
castigo. Dicen que los judíos colocan cantos rodados sobre las tumbas de sus
muertos tal como se hacía miles de años atrás, cuando los cadáveres no se
inhumaban, sino que se amontonaban piedras sobre los cuerpos hasta formar un
túmulo. En la actualidad se conserva la antigua costumbre en lugar de depositar
flores, puesto que éstas encarnan la fragilidad de la vida terrenal, en contraste
con la piedra, representación de la eternidad y la pervivencia del alma. Quizá por
eso la celda de Dreyfus en la Isla del Diablo está hoy forrada de jungla, y su
lápida, de cantos rodados.
XXX
LA TUMBA DE CORTÁZAR


Alcé los ojos, justo en el momento en que el sol se abría paso a través del velo
de nubes, y vi a las chicas postradas ante una tumba a lo lejos. Me dirigí hacia
ellas y me las encontré sentadas frente a la lápida de Cortázar. Cubierta por una
sobria losa blanca, apenas puede leerse un simple «Julio Cortázar (1914-1984)»
por todo epitafio. A su lado están, escasamente separados por una hendidura en
el mármol, los restos de su esposa, Carol Dunlop, fallecida dos años antes a
causa de la misma enfermedad misteriosa que lo mató a él. De su extremo
sobresale un cronopio cortazariano, una composición escultórica de discos de
distintos tamaños lisos y solapados, como pompas de sueños que soplara un niño
a través de un burbujero.
Una de las chicas llevaba para Cortázar una rosa de color oscuro y
sanguinolento que había robado de otra sepultura. Es seguro que el escritor
apreciaría más esta rosa de prestado que otra comprada. Sobre la losa de mármol
había objetos diversos y mensajes escritos en papeles doblados, colocados bajo
piedrecitas para que el viento no los arrastrara consigo. Entre poemas, flores,
monedas, garabatos y pintadas, recubriendo la lápida había tanta letra manuscrita
en homenaje al muerto inmortal que infinidad de notas a vuelapluma se habían
desbordado para hacer sitio a las más recientes, flotando desleídas en los charcos
de alrededor.
Las chicas decidieron hacer lo mismo, y se inventaron un acto poético:
escribir delante de la tumba del maestro y declamar los versos improvisados allí
mismo.
Y se pusieron manos a la obra. Sus bolígrafos comenzaron a bailar al
compás de las musas. Entonces lamenté no haber leído apenas nada de Cortázar.
Nada salvo algunos cuentos sueltos que ni siquiera alcanzaba a recordar. Una
pena. Me preguntaba qué podía escribir a Cortázar, que no dejaba de ser un
desconocido para mí.
Levanté la vista. Las chicas escribían con profusión, casi torrencialmente.
Y mi hoja estaba en blanco. Miré, tal vez buscando algo de inspiración, hacia el
bosque de tumbas, que se extendía desde mi perspectiva como un oleaje de
escombros grises. Cerca de allí un anciano de luto riguroso, doliente de otras
muertes, contemplaba con amargura alguna lápida. Fácilmente rondaría los
noventa años. Su figura enjuta y cansada descollaba solitaria entre mausoleos,
cruces, criptas y cenotafios. Tenía el pelo encalado, el cuerpo frágil y encogido
por el peso de los años. No podía dejar de observarlo, tal vez por asaltarme la
sensación que se tiene cuando nos cruzamos con un personaje con novela. Aquel
anciano, sin duda, tendría su historia, y de poder conocerla, de seguro nos
movería a emoción, porque su figura conmovía con sólo verla allí, quieta,
recortada sobre la luz del mediodía con la boina entre las manos.
Sin embargo, esa novela se quedará por escribir. Quedará enterrada como
tantas otras vidas bajo un lecho de piedra, hierbajos y flores. Es precisamente
eso lo que decía su mirada acuosa, perdida en el suelo. Temo ahora que su
recuerdo muera con él. Porque lo más triste, lo más trágico de todo, es pasar por
este mundo sin haber dejado la huella de nuestros pasos hollada en la tierra.
El anciano se santiguó, se caló la boina y se volvió para marcharse. Andaba
encorvado, con lentitud, arrastrando los pies, como si sopesara cada paso con
detenimiento. Parecía llevar algo más entre las manos, a la altura del abdomen,
aunque quizá fuese el estado natural de unos brazos artríticos. Al poco se detuvo
y se giró.
Allí, inmóvil, se quedó contemplando la tumba que acababa de dejar unos
pasos más atrás. Pasaron los minutos y entonces retomó la marcha hacia la salida
del cementerio, sólo para volver a rodearse al cabo de unos pocos metros y mirar
de nuevo hacia aquel lugar.
La escena me partió el corazón. No le era posible despedirse de quien
tuviera allí enterrado. Otra vez volvió a alejarse un poco más, y allá en la lejanía,
cuando el anciano no era más que una sombra entre las piedras, detuvo su
pausado caminar, miró nuevamente hacia el mismo sitio durante unos instantes y
se perdió para siempre entre las ruinas.
Para entonces las chicas ya habían terminado sus escritos. Los leímos en
voz alta uno por uno. Yo sólo había garrapateado algo sobre la inmortalidad,
nada de importancia. Pero cuando le llegó el turno a la primera de ellas, se le
apagó la voz y apenas pudo terminar de leer. La otra la abrazó con ternura y
ambas se dejaron llevar por el llanto.
Aquello me pareció hermoso. Se trataba de un momento demasiado íntimo
entre dos buenas amigas, de modo que, para no incomodarlas con mi presencia,
me levanté de la tumba que me había servido de asiento y me encaminé,
intrigado, en busca de otras historias, hacia el lugar que había visitado el
anciano.
Descubrí allí una bonita lápida de granito veteado con tonos cenicientos, de
gran tamaño, limpia y cuidada, rodeada de pequeños arbustos y flores, y
rematada por un jarrón de boca ancha copado de rosas de color rojizo,
anaranjado y rosáceo. Y en el epitafio un nombre: «Simone Junieres, nacida
Aubineau (1915-1993)».
Una mujer. Simone. Casada. Muerta hacía catorce años. Y aquel anciano,
acaso su viudo, que aún no se acostumbraba a haberla perdido para siempre
después de tantos años de soledad, venía una y otra vez, quizá cada tarde, a
vigilar su sueño eterno.
XXXI
CAFÉ SANS LAIT EN EL BARRIO JUDÍO


París huele a pan recién hecho. En cada callejuela sobreviene el aliento
embriagador del horno de leña, el aroma de una baguette caliente. Luego, varios
metros más allá, huele a kebab y especias provenientes de algún pequeño
restaurante turco, o de repente le envuelve a uno el olor a crêpes, croissants y
gofres, y a los pocos pasos efluvios de castañas asadas. Rara es la esquina que
escapa a la tiranía de los olores comestibles. Es necesario alejarse de los lugares
transitados, rodear recovecos y subir cuestas empedradas para aspirar algo de
oxígeno sin aromatizantes. Aunque ese aire tal vez no sea el de París.
Sin embargo, la capital francesa también exhala fragancia de café. Y si
bien no es tan intensa como la de la comida, se manifiesta más visualmente en
forma de bares, terrazas y cafés, tan típicos en las estampas parisinas. Nadie
puede decir que ha estado en París sin sentarse a ver la vida pasar de largo en un
café. Otras cosas podrá hacer el viajero en la ciudad, pero el café es destino
ineludible. Tanto mejor en una de las mesas dispuestas en hilera a lo largo de la
terraza como butacas en un teatro, de cara a la acera, de espaldas a los paneles de
cristal, desde donde puede observarse a la gente en su vaivén, como barcas sobre
un río de piedra. Entre los que desde siempre han criado la fama están el Café de
Flore, en el Boulevard Saint Germain, donde se reunían Sartre y Simone de
Beauvoir, Hemingway y Capote; el Café des Deux Magots, frente al Café de
Flore, frecuentado por Breton, Gide y los surrealistas; el Café de la Paix, en la
Plaza de la Ópera, donde buscaban refugio Orson Welles, Yves Montand y
Maupassant; o Le Procope, en Saint-Germain-des-Prés, el café más antiguo de
París, en el que tertuliaron Voltaire, Rousseau, Diderot, Benjamin Franklin y
todos los ilustrados.
Y entonces evadirse con la mirada perdida en el horizonte, que no es más
que un puerto fluvial, y llevar consigo papel y pluma, y escribir unas líneas
mientras se enfría el café au lait, y mirar después el cielo de nubes bajas y
almidonadas, y sentir, entre sorbo y sorbo, que se encuentra uno en el eje sobre
el que rota el mundo, que no hay otro sitio sobre la tierra en el que preferiría
estar.
Nos dejamos llevar por la placidez de los paseos al socaire de la puesta de
sol y aparecimos en Le Marais tras doblar una esquina. Fue allí donde se
empezaron a construir los famosos hôtels, aquellos palacetes de las familias
nobles y burguesas del siglo XVI, y fue éste también el barrio que la monarquía
eligió para edificar sus peculiares residencias de estilo novedoso, que con el
transcurrir de los años aparecería reproducido en los nuevos sectores del
extrarradio del París de la época, como Saint Germain y Saint Honoré. Con el
tiempo, el lujo y el esplendor característico de los residentes de la zona dejó paso
a las construcciones funcionales con la inmigración de judíos ortodoxos
procedentes de África y Europa Central, que terminaron ocupando la barriada.
Le Marais es la judería de París, y prueba de ello es la profusión de tiendas
kosher, sinagogas y centros de reunión típicos que saltan a la vista del visitante.
Pero lo que hace de Le Marais un distrito ―así los llaman―
excepcionalmente pintoresco es que, aparte de tratarse de un barrio histórico de
lujosos palacios renacentistas y, en contraste, del lugar de residencia de la
población judía de París, es también ―cosas vederes, Sancho― el barrio gay, el
Chueca parisino.
La Rue Rosiers da fe de esta singularidad. Tan pronto nos cruzábamos con
turistas que concurrían en los cafés, o con jóvenes judíos vestidos
completamente de negro con las trenzas y la kipá de rigor en la nuca, como con
parejas de chicas o de chicos paseando de la mano o agarradas de la cintura. Lo
curioso es que todo el mundo aceptaba aquel collage sociológico con total
naturalidad, todo casaba a la perfección, sin hormas ni calzadores.
Intentamos entrar en una pastelería para tomar café, pero la dueña, una
energúmena, nos echó por estar el local lleno de turistas enlatados. Anduvimos
unos metros y, al final de la calle, entramos en un bar. Nada más cruzar el
umbral nos percatamos de que se trataba de un local judío. Era diferente del
típico café parisino. Para empezar, porque afuera ya no se veía el más mínimo
rastro de turistas. Se sale uno de las cuatro calles por las que transita el turismo y
París se antoja un pueblo recoleto cuando cae la tarde.
Una sala alargada y amplia, de paredes desnudas y amarillentas, sin
maderas nobles, ni espejos, ni apenas cristalera que diera a la calle, salvo la
puerta de entrada. Aquello no podía ser París. La iluminación, tenue y
anaranjada, provenía de unos tubos fluorescentes en los laterales, cuyo
resplandor fatigoso con los años había dejado una franja de pintura ennegrecida.
Al fondo había varias mesas de formica, apenas cinco o seis, y sillas del mismo
material. En primer término estaba la barra, y detrás el dueño del bar, un hombre
canoso de unos sesenta y tantos años, que nada más franquear la puerta nos miró
como se mira a tres hombrecillos verdes que bajan de un platillo volante.
En vista de que ya era demasiado tarde para darse la vuelta y huir de allí,
atravesamos el local en dirección a una de las dos mesas que quedaban libres. En
las otras, varios grupos de hombres echaban partidas a las cartas y al
backgammon, un juego de mesa oriental poco conocido en Europa. También lo
había visto jugar en Grecia y en Turquía, cosa no del todo extraña en dos países
que de antiguo han mirado a Oriente. Nos sentamos en un extremo y esperamos
a que el camarero viniera para pedir los cafés.
Los hombres, algunos con kipá, eran bastante ruidosos. Había uno que no
dejaba de vociferar ante cada nueva baza nada más ver sus naipes. La media de
edad de la parroquia fácilmente rebasaría la cincuentena. Todos bebían cerveza y
agua, tal vez algún whisky. Tres mujeres permanecían sentadas en otra mesa,
charlando sobre sus cosas. Vestían ropa ajustada y les sobraba maquillaje. Los
que jugaban a las cartas serían sus maridos, o al menos sus acompañantes, ya
que de vez en cuando se dirigían a ellas. Mientras tanto, las mujeres esperaban y
miraban cómo se divertían los hombres.
En vista de que nadie venía a atendernos, me acerqué hasta la barra a pedir
los cafés au lait.
―No hay leche ―me avisó el barman.
―¿Que no hay leche? ¿Es que se ha acabado?
Aquel hombre me clavó los ojos, imagino que indagando en mi gesto si me
estaba burlando de él. Enarqué las cejas, a la espera de su respuesta. Su
semblante, sin embargo, no varió un ápice.
Entonces lo comprendí. Me faltó darme una palmada en la frente.
―¡Ah, claro! Cafés sans lait, pues.
XXXII
LA PARTIDA


Las chicas se marcharon con el primer albor. Había amanecido un cielo opaco y
desaliñado, como si una nube de humo cubriera por completo toda la ciudad en
las alturas. No todos los amaneceres tienen que aparecer rosados y pintados al
óleo, aunque abunden en la literatura. Y el de aquel día era como para arrugarlo
y tirarlo a la papelera.
Hacía un frío de mil demonios cuando me despedí de ellas en la estación
que conectaba con el aeropuerto. Me quedé allí, como un pasmarote, agitando la
mano al autobús mientras se perdía entre la niebla matinal.
Los bares aún permanecían cerrados a aquella hora. Estaba helado y sin
refugio. Las rodillas me temblequeaban. Como la boca del metro quedaba cerca,
me metí allí buscando el calor de la calefacción. Pensé que sería una buena idea
subir a un tren que siguiera una línea circular para dormir un poco, pero me
quedé traspuesto mientras me decidía y estuve un par de horas dando vueltas por
París.
Al cabo me desperté. El vagón empezaba a llenarse de gente poco a poco.
Eran las nueve. Perfecto. A saber en qué punta de París me encontraba.
Afortunadamente, no estaba lejos del centro.
Si no tengo un libro entre las manos, suelo entretenerme en observar a
quienes ocupan el vagón, al subir, al sentarse, al bajar. Me gusta ver los primeros
gestos de alguien que acaba de montarse, pues en su mirada siempre lleva
grabada a fuego una historia, una novela abierta en los ojos. Lo único que hay
que hacer es descifrar el código que la oculta. Hay quienes de inmediato hacen
un análisis exhaustivo de cada uno de los viajeros, mientras otros entran ya
encerrados en sí mismos, temerosos en su burbuja de que algún desconocido
descubra su secreto.
Necesitaba un café. Salí al exterior por la parada de Invalides y crucé el
Puente de Alejandro III. Un bonito café me salió al paso al doblar una esquina de
la avenida de Roosevelt, cerca de los Campos Elíseos. Estaba muy cansado. La
noche no había sido pródiga en sueño, pero un buen lavado de cara con agua
fría, un café y un par de bollos de leche me entonaron lo suficiente como para
arrostrar la nueva jornada, la última en París. Por supuesto, casi me da un
síncope cuando el camarero, de porte aristocrático y estirado, me trajo la cuenta.
Lo raro es que uno termine hasta por acostumbrarse a las puñaladas.
XXXIII
A LA DERIVA


Me apetecía recorrer a pie el centro de la ciudad en toda su extensión, a lo largo,
de oeste a este desde el Arco del Triunfo hasta la catedral de Notre Dame, así
que a ello dedicaría aquella última mañana.
A través de los Campos Elíseos se llega hasta la Plaza de la Concordia, esa
misma en la que fueron decapitados Luis XVI, María Antonieta y toda la corte
real. Eran aquéllos tiempos de pocas concordias. En el centro de la plaza se alza
majestuoso el obelisco de Luxor, transportado hasta París desde su templo a
orillas del Nilo en 1836 por Champollion, considerado el padre de la egiptología
por haber descifrado los jeroglíficos de la Piedra de Rosetta. Me detuve ante la
impresionante construcción egipcia, rematada en oro, para admirarla de cerca. Y
a su pie me sentí pequeño, frágil, como mira una hormiga a un elefante. Unos
3.300 años me contemplaban imponentes y orgullosos. Aquellos jeroglíficos de
reflejos dorados cincelados en la piedra, pensé, habían presenciado incontables
guerras, y acaso todavía no hubieran visto la última.
Dejé atrás la gran noria blanca, que recibe al viajero a la entrada de los
Jardines de las Tullerías, y crucé el Pont de la Concorde hacia la Orilla
Izquierda del Sena. Me detuve en mitad del puente y, desde el pretil, mientras
contemplaba absorto el curso fluvial, me abordó cierta pesadumbre. No duró
demasiado, pero lo suficiente como para hacerme valorar hasta qué punto lo
extraordinario se ha convertido en cotidiano. Había viajado en otras ocasiones a
París, pero aquélla era la primera en que pasear por sus calles se me había
antojado, en algún instante fugaz durante los días anteriores, un acto vacío, sin
sentido. De alguna forma, viajar se ha vuelto un lugar común desde la llegada
del turismo y las cámaras de televisión al último rincón del planeta. Mirar el
Sena, como lo hacía en aquel momento, me resultaba ya algo conocido,
redundante, privado de novedad, como un déjà vu no vivido que mi memoria sin
embargo reconocía por haberlo contemplado idéntico en algún reportaje sobre
París en la pantalla del televisor.
Sin embargo, el Sena fluía y fluía a mis pies con tonos cetrinos. Y aunque
su caudal tuviera siempre el mismo nombre, Heráclito había asegurado que
jamás se trataba del mismo río. De manera que me consolé pensando que sobre
las mismas premisas también podía afirmarse que tampoco París, que era la
ciudad que se bañaba en sus aguas, sería nunca la misma que en otros viajes, por
mucho que la lente de las cámaras desfigurara su naturaleza luminosa.
Con parte del ánimo recobrado seguí, pues, mi camino, y hubo un
momento en que me extravié, literalmente, por entre las calles anejas a la Plaza
de la Concordia. Caminaba sin plano. Lo había perdido un par de días atrás, tal
vez porque no encontraba su ayuda del todo necesaria. Tampoco me importaba ir
un poco a la deriva. Tenía tiempo incluso para perderme, ya que nadie me
acompañaba. Estaba solo, o en compañía de desconocidos, como suele decirse.
Algunos se me cruzaban por la acera, otros compartían mi misma dirección, pero
no se me ocurrió preguntarle a ninguno por la salida del laberinto. Pensaba
entonces en el verso aquel del poeta que decía eso de que «yo nada más soy yo
cuando estoy solo». Y no le faltaba razón: se ve la vida con otros ojos cuando
uno se queda a solas consigo mismo. No es que agradeciera la ausencia de las
chicas. Al contrario, más bien las echaba de menos, pero parece como si todo se
viera de modo diferente en soledad. Las sensaciones se metabolizan de forma
distinta y crece sustancialmente la capacidad de absorber hasta los detalles más
nimios del espacio, como si los sentidos prestaran más atención a cuanto les
rodea. Cuando se está solo se es una isla en mitad del océano. El horizonte se
expande, se hace infinito.
XXXIV
LA CIUDAD DE LA LUZ


Lástima que sea imposible perderse en París. Todas las callejas descienden en
cuesta hasta los muretes de piedra a orillas del río. Al final terminé por dejarme
llevar por la pendiente, como un canto rodado, hasta aparecer en mitad de los
Jardines de las Tullerías, mezclado entre los paseantes y las esculturas clásicas.
Pese a la desolación invernal, el enclave mantenía su belleza pagana, que se
manifestaba de forma poderosa, clara, enfática, apasionada, exultante e
insultante, como lo es todo en París.
«La ciudad de la luz», la llaman. El sobrenombre le viene del Siglo de las
Luces, cuando París era el eje sobre el cual rotaba el mundo. Hasta entonces
Europa había vivido sumida en las sombras del oscurantismo, dominada por las
lacras de la superstición, la ignorancia y la tiranía medievales. El final del siglo
XVII, sin embargo, determinó el comienzo de la Ilustración, cuyos principales
exponentes, artífices y pensadores persiguieron, desde la capital francesa como
centro neurálgico, el regreso a la sabiduría antigua y pagana que el cristianismo
había barrido del mapa de los siglos. Se trataba de recuperar todo un milenio de
tiempo perdido en hogueras y cruzadas. Una vuelta a los orígenes para rescatar
su esencia, compilar en las enciclopedias todo el conocimiento olvidado y
continuar a partir del momento fatídico en que el monstruo de la religión había
devorado la ciencia y el pensamiento.
La Toma de la Bastilla guillotinaría el Siglo de las Luces y daría comienzo
a una nueva era, aunque el espíritu ilustrado que alentó a los enciclopedistas
consiguió pervivir bajo la devastación de las grandes guerras europeas del siglo
XIX. Hacia su segunda mitad, el barón Haussmann, a quien Napoleón III había
encargado transformar París en una ciudad moderna, derribó casas, callejones y
manzanas enteras que databan de la Edad Media, y abrió las grandes avenidas
radiales que confluyen hoy día en el Arco del Triunfo para que dejaran penetrar
la renovada luz de París, como proyectada por un cañón de sol benéfico y
celeste, en los oscuros recovecos medievales donde tanto tiempo había sido
reprimida.
Asimismo, Haussmann triplicó los puntos de luz de gas en la capital
francesa, alejando de ese modo cualquier mal recuerdo de los miedos nocturnos
de épocas pasadas. Y cuando las primeras lámparas eléctricas de Edison
iluminaron el mundo por primera vez desde su creación durante una noche
otoñal en Nueva York, a la mañana siguiente París ya reclamaba para sí esa luz
mágica que se antojaba producto de la imaginación de un loco.
Poco después se hacía la luz artificial en las calles parisinas, extendiéndose
desde el centro de la ciudad por sus arterias principales como el caudal de un río
eléctrico que bañara con sus aguas luminosas un lecho largo tiempo seco,
apartando a su paso, por vez primera, las tinieblas estancadas del Viejo
Continente.
Y sin embargo a mí me parece que la verdadera luz de París, siendo
también la del Siglo de las Luces, la de Haussmann y la de Edison, es esa
luminosidad sombría y nubosa, irreproducible en ningún otro lugar, que se
refleja en las fachadas de sus edificios, en sus pirámides de cristal, en sus arcos
de piedra, en sus puentes de mármol, en sus torres de acero, en los ápices
dorados de sus obeliscos, en los ángeles de sus cementerios y en la corriente del
Sena, que ha deslumbrado a cuantos viajeros se han detenido a su abrigo al hilo
de dos milenios de guerras y paces. Sin esa luz peculiar, de brillo mate y
apagado, París no poseería esa una rara característica de grandiosidad decadente,
la de los grandes imperios caídos, que no tienen otras ciudades, salvo Roma. Así,
rodeado del peso aplastante de la Historia, de arquitectura renacentista y
neoclásica, de construcciones suntuosas, recargadas hasta rayar el barroquismo,
de estatuas antiguas y magníficas fuentes a cada paso, y de vastos jardines que se
extienden hasta perderse en lontananza, uno no puede por menos de admirarse
desbordado por la opulencia dondequiera que mire, como si tuviera que agachar
la cabeza ante tanta grandeza. Tal es la abrumadora sensación de suficiencia,
altivez y desdén que inspira París, esa Ville Lumière resplandeciente que nació
con vocación de ser venerada.
XXXV
EL ETERNO PALÍNDROMO


Continué mi largo paseo por el centro de París a través de los Jardines de las
Tullerías. Su extensión ajardinada penetra directamente en el Louvre, donde se
abre el recinto murado que alberga la gran pirámide de cristal que sirve de
entrada al museo. La gente se agolpaba a su alrededor, atraídas por la lectura de
novelas de misterio esotérico, como hormigas alrededor de unos despojos. Yo
pasé de largo y atravesé los patios interiores, que son interminables, hasta llegar
a las arcadas del Patio Cuadrado. De allí me dirigí, por la salida lateral, al Puente
de las Artes, inmortalizado por Cortázar en Rayuela. Desde el puente bordeé la
Isla de la Ciudad, rodeada por dos brazos del Sena, cuya conveniencia
estratégica proporcionó un buen asentamiento defensivo a los parisios, tribu gala
que más adelante prestaría su nombre a París, aunque de poco sirviera frente al
ingenio táctico de Julio César, cada vez más especializado en asedios a medida
que avanzaba con sus ejércitos hacia el norte de la Galia.
Cerca de allí, en la Orilla Izquierda del Sena, está la Plaza de St. Michel y
Notre Dame. Caí rendido en un banco frente a la catedral, que se erguía
magnífica sobre el cielo blanco. El paseo desde el Arco del Triunfo me había
llevado más de dos horas de caminata sin descanso, que fácilmente supondrían
unos cinco kilómetros de recorrido.
De manera que allí me detuve, recuperando el resuello, mientras
contemplaba la fachada oeste de la catedral. Sabía, sin embargo, que si Notre
Dame es extraordinaria no se lo debe a aquella fachada, la imagen más popular
de la construcción, sino a todo lo demás, a sus laterales y a su parte trasera, la
que mira al este. Ahí reside precisamente la distinción entre la dualidad de
influencias estilísticas que se aprecian en el monumento: por un lado, ciertas
reminiscencias del románico normando, de unidad fuerte y compacta en la
célebre fachada, y, por otro, la evolución arquitectónica del gótico en el resto de
la catedral. Su influencia gótica confiere al edificio un aspecto sombrío, siniestro
y mágico, como de cuento de hadas, presente en los trazos picudos de la
edificación, de matices grisáceos y pesarosos, de arcos ojivales, de finas y
alargadas columnas y de cúpulas estilizadas. El esqueleto de la estructura,
además, es visible desde el exterior, lo que le confiere una apariencia temible,
como el esqueleto fosilizado de un animal prehistórico colosal.
En París esto es algo que sucede a menudo. Se disfraza la decadencia.
Muchos monumentos tienen su cara amable, la que muestran al público, pero
luego está la cruz de la moneda que pocos buscan, aquélla ennegrecida por el
deterioro y el moho, cuya puerta falsa da a una calle trasera, descuidada y
harapienta. No es el caso de Notre Dame. Su estado no es en absoluto ruinoso,
pero prefiere uno estas otras caras ocultas de las cosas, aunque resulten un tanto
lúgubres, pues poseen, a mi juicio, más encanto y más poesía que cualquiera de
esas otras bellezas explícitas en exposición.
Sin darme apenas cuenta, había vuelto al mismo lugar en donde había
comenzado esta visita a París una semana antes. Observé nuevamente, desde el
banco donde descansaba, el bolardo al que me había subido para buscar a las
chicas. Sólo habían transcurrido unos días, pero su ausencia alejaba en el tiempo
la noción de las distancias. Todo pasa, todo llega y se va. A veces es complicado
sustraerse de la melancolía del pasado, aun del más inmediato.
Me incorporé. Faltaba poco para la una del mediodía, y debía tomar el
próximo tren a Niza. Así pues, me despedí con mirada triste de Notre Dame
mientras me alejaba de allí en dirección al metro, camino de la estación. Pasé de
nuevo junto a la fuente de san Miguel y el Caído. Aquella escultura había
representado mi primera visión de París.
También fue la última, antes de que los ínferos volvieran a engullirme por
la misma boca de metro que días antes me había escupido al exterior. Hice el
trayecto opuesto hasta llegar a la parada de Montparnasse, y en la estación volví
a encontrarme, sorprendentemente, con el joven que había transportado el ramo
de flores desde Madrid. Cosas de la danza de la realidad y sus casualidades. Esta
vez no llevaba flores, pero se le veía feliz. El círculo parecía querer cerrarse.
Todo se repetía, aunque en sentido inverso, como un número capicúa. Tal vez
Nietzsche tuviera razón cuando decía aquello del Eterno Retorno, de que todo
acaba repitiéndose, que el mundo es inmutable y perdurable con el rodaje de los
años y los siglos, que la existencia es circular, cíclica, pendular, o que, como
decía Azorín, «vivir es ver volver», y que nuestras vidas vienen a ser eso, algo
así como un palíndromo caprichoso que nos pasamos leyendo de delante atrás y
de atrás adelante durante el resto del plazo que nos queda.
XXXVI
NIZA


El mar ha encerrado siempre en sí un secreto, un misterio en su infinitud: esa
extraña cualidad de hacernos soñar. Sentado en la arena, con los pies mojados
por el vaivén tímido de las olas, se antojaba inevitable la evocación de las
novelas de aventuras que leía cuando niño en las largas horas de siesta estival,
cuando nadie me veía. Entonces aquel niño abría el libro otra vez por la página
marcada el día anterior, o quizá pocas horas antes, y volvía a embarcarse, como
cada tarde, en el Covenant de Stevenson o el Jane Guy de Poe, para naufragar,
una y otra vez, agarrado a una tabla salvavidas en alguna isla misteriosa como
las de Verne, Defoe o Swift.
Sigue siendo uno el niño aquel, aunque ahora esté más cerca de los treinta
años, y donde otros verían, al igual que yo podía verlos delante de mí, tres
simples maderos desperdigados por la playa, a mí me parecían los restos de un
gran naufragio, el vestigio de un antiguo barco griego que encalló en las
proximidades de la Nikaia focense cuando seguía la ruta de cabotaje camino de
Gadir, o tal vez una galera romana perseguida por los piratas del Mediterráneo
que no logró llegar al puerto nizardo.
Si no supiera que la madera no sobrevive, sino que se degrada y se diluye
en el mar de los años, aquellos pecios podridos bien podrían haber pertenecido al
mástil del bergantín en el que me habría enrolado de haber nacido dos siglos
antes. Por eso el mar ha hecho soñar a los hombres durante milenios, porque es
el símbolo de lo inalcanzable, de todo aquello que está más allá de nuestro
entendimiento y, por tanto, y desde siempre, de lo divino.
Si pudiera asomarme a la inmensidad del universo, yo creo que lo haría así,
como en aquel momento, sentado en la orilla, como lo hicieron también los
antiguos, escrutando la línea del horizonte, desdibujada por las nubes oscuras de
un cielo plateado de principios de enero, en busca de lo desconocido, en pos de
sueños inciertos que acaso nunca dejaran de ser eso, quimeras en tierra firme.
Pues sólo para aquéllos de corazón bravo está hecho el mar, sólo para aquéllos
que no se arredran ante lo ignoto, las distancias de los mapas en blanco y la
remota lejanía de las fantasías irrealizables.
Y yo, mientras hacía acopio de bravura para el propio corazón, me
conformaba con tener al menos los pies sumergidos en el mar, aun a sabiendas
de que la orilla nada tiene que ver con la vastedad del océano, y escudriñaba en
lontananza los difusos contornos de las olas en su ir y venir, cuando lo que tanto
perseguía acaso permaneciera oculto no afuera, sino en las aguas abisales de uno
mismo.
Contemplar desde la costa el inabarcable mar azul en calma cuando la
necesidad de navegar a los confines va abriéndose paso a través de las tripas es
una sensación desasosegante, máxime sabiendo que estamos sobre la misma
arena que pisaron tantos hombres antes que nosotros, siglos y siglos antes.
Hombres que contemplaron aquellas mismas aguas, que entonces tenían otros
nombres que el inexorable paso del tiempo fue borrando, igual que borrará
nuestro recuerdo de la memoria de aquéllos que en otro siglo vean la vida pasar
desde aquella misma playa, que ya tendrá otro nombre, distinto, como distintas
serán las palabras de admiración que pronuncien sobrecogidos por su belleza,
pues las nuestras, estériles, se las habrá llevado la caprichosa brisa del ocaso.
XXXVII
LLUVIA Y CAFÉ


El cielo amenazaba lluvia, y cumplió. Me desperté en aquella cama que no era la
mía, en aquella habitación tan vacía de mí, bajo aquel techo desconocido, con el
repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Vaya día de
playa, pensé. Esa jornada, como casi todas las que llevo en Niza, tenía la
intención de pasar toda la mañana en la playa, escribiendo, leyendo, o
simplemente estando allí, que era de lo que se trataba.
Desde hacía algún tiempo me llegaban ecos de algo que ya me parecía
irreprimible, una llamada que buscaba una salida como un caudal represado
entre los silencios, y que me atraía hacia sí. Una sensación tan difícil de eludir
como imposible de explicar.
Aún llovía afuera, sobre la calle desierta, cuando salí del hotel. Entré en
una cafetería para desayunar, también con el propósito de ganar algo de tiempo
mientras el cielo decidía si escampar o aguarme el día de playa. No iba uno a
bañarse, menos todavía en pleno mes de enero, pero siempre he encontrado
placer en tumbarme en la arena y mirar lejos.
Al rato comprobé que el cielo me daba cierta tregua, aunque sin renunciar a
una leve lluvia fina. Tomé entonces la determinación de seguir con el plan
previsto y, una vez en el paseo marítimo, ya se vería.
Y fue bajar del autobús y salir de repente un sol que no podía ser más
radiante. En ese momento, la gente de la calle, como movida por un movimiento
mecánico, cerraba los paraguas al unísono.
Ahora, ya en la orilla del mar, en tanto escribo estas líneas, el sol acaba de
ocultarse entre nubes grises tras el faro del puerto, aunque al menos no llueve.
Me pasaría toda la vida así, tal cual me encuentro en estos momentos, tirado
sobre la arena húmeda, que no se adhiere a la ropa si no ha entrado en contacto
con el agua, esbozando palabras sobre el velo azul del cielo, rodeado por el
rumor de las olas rompiendo con suavidad en la orilla y un sabor de arena y sal
en los labios.
Esto, como todo en esta irónica existencia, es efímero también.
Porque ya es hora de despertar.
Levántate, pasea un rato. Muy cerca de aquí hay una catedral gótica,
clavada a la de Notre Dame de París. Niza no es sólo mar.
Ve.
Tendrás tiempo de regresar, porque a los paraísos siempre se vuelve,
aunque ya estén perdidos, aunque sólo sea en sueños.
XXXVIII
LA CHICA DEL PUERTO


Una chica joven, menudita, el cabello tintado de un rojo rabioso, acodada sobre
la baranda que daba al puerto, los ojos levemente entornados, con ese rápido
parpadeo nervioso y mecánico, casi imperceptible, como en éxtasis, que nos deja
entrever algo de luz. Y entre la sinfonía de azules dorados interpretada por el
cielo, el horizonte y el mar al atardecer, para ella en ese instante en el que yo
paseaba por allí sólo existía el sonido de los astilleros, el rumor de los motores
de los barcos, el crepitar de las cuerdas y las sogas al tensarse en los muelles, el
crujido de la madera de las quillas al dilatarse y contraerse, el chapoteo de los
remos de los piragüistas al hundirlos en el agua, el bramido ronco de las sirenas
de los cargueros en lontananza, el vaivén del agua calma, el batir suave de las
olas, el gorjeo de las palomas y las gaviotas, el silbido grave de la brisa salada, el
ruido de las máquinas, las voces de los trabajadores y los marineros.
Fue una visión fugaz. Yo pasaba por allí, de camino al faro, y no me
detuve, pero me quedó la impresión indeleble del rostro de aquella chica, con los
ojos cerrados casi, fundiéndose con el bisbiseo del mar. Se conoce que el mundo
está plagado de soñadores. Es entonces cuando a uno se le dibuja una sonrisa de
alivio en la cara, se mete las manos en los bolsillos y sigue su rumbo silbando
una coplilla de cuando chico, reconfortado al comprobar que no está tan solo.
XXXIX
ODA AL MAR


Me disponía, aquella tarde plomiza de nubes negras, a escribir una oda al mar
que celebrara su belleza y al mismo tiempo llorara su pérdida, un escrito
agridulce, grandilocuente, no exento de afectación ni adornos de ser necesario.
El cuerpo me lo pedía, incluso antes de haber llegado a la playa. Inmortalizar el
que sería el último atardecer de mi estancia en Niza. De modo que por el camino
comencé a garabatear mentalmente las primeras palabras de aquel amargo
réquiem por los amantes que han de arrancarse el último beso de los labios.
Lloviznaba con timidez cuando volví a sentir la arena húmeda hundirse con
suavidad bajo los zapatos. El sol tornaba los ojos tras los nubarrones, cediendo
su luz rojiza a las tinieblas que en aquellos últimos alientos del crepúsculo se
cernían sobre la línea del horizonte. Era perfecto. No podría haber imaginado un
escenario más hermoso sobre el que escribir el epílogo de los días en aquel
paraíso baladí.
Con estos pensamientos dejé la mochila a mi lado y me senté en la arena,
como había hecho todos los días anteriores, a un paso de las lenguas oscuras que
el agua espumosa dejaba marcadas en la orilla, a escuchar la voz del mar y tratar
de transcribir su música de oído.
Garrapateaba unas líneas afortunadas, cuando la broza de una ola
caprichosa se acercó sigilosa hasta rozarme la punta del pie. Vaya, está subiendo
la marea, me dije, tendré que ir pensando en retirarme un poco. Y no había
terminado de armar la frase en la cabeza cuando, de súbito, y cogiéndome
absolutamente desprevenido, un golpe de mar me cubrió de agua y me arrastró
hasta caer de espaldas sobre la arena. Estuve rápido al quite y pude incorporarme
a tiempo de no quedar empapado por completo.
Entonces recordé la mochila, donde guardaba mis libros, pero sobre todo
mis cuadernos. Miré a mi alrededor y la vi a un par de metros de distancia,
flotando a la deriva, como una botella lanzada al mar, cuyo mensaje enrollado
eran mis manuscritos de varios días, pero sin tapón de corcho que la protegiera
del agua. Me quedé lívido al cruzárseme por la mente la imagen de mis diarios
con la tinta corrida, mojada, ininteligible por la humedad.
Todo esto sucedía en escasos segundos. Tan pocos que el estertor de la ola
no había terminado de retirarse aún de la orilla. A grandes zancadas salvé
chapoteando el trecho que nos separaba, cuando de nuevo vino otro golpe de mar
que me caló los zapatos hasta los tobillos.
Arranqué la mochila de las fauces del mar y la llevé hasta una superficie
seca, donde extraje los diarios, que habían resistido bien el envite de los
elementos, salvo por los bordes, un poco humedecidos, y los libros, que habían
salido peor parados.
A partir de entonces, a lo largo de mi viaje, las páginas acartonadas de mis
cuadernos de bitácora me recordarían aquel mar, aquellas olas, aquella playa,
aquella despedida, aquella violenta expulsión del edén.
En esto, empezó a llover con más fuerza, de manera que mi pequeña
biblioteca no tenía escapatoria posible. Sin embargo, puse a buen recaudo mis
manuscritos. Desistí de volver a introducir los libros en la mochila, pues habían
de aguarse igualmente, ya bajo la lluvia ya en el interior de la bolsa, entre restos
de arena y pequeñas conchas de mar. De modo que me resigné a mi destino
puesto en remojo y me dispuse a largarme de allí sin mi preciado poema de
despedida.
Me fijé que un hombre andaba sacando fotos del atardecer y de la estela de
deltas que habían dejado las olas embravecidas a su paso por la arena. Con toda
seguridad había visto la escena y se habría reído de buena gana con mis
boberías. Yo también solté una buena carcajada mientras cruzaba la playa en
dirección al paseo marítimo. Vaya suerte la mía. Aquello sí que era ir a por lana
y volver trasquilado.
Después de todo aquello, al calor de la soledad de la noche, cuando
consigno estas palabras, me asalta la sensación de que, sin duda, el mar eligió el
mejor epílogo posible, porque de una manera sesgada alcancé a sentir su tibio
abrazo cuando me abordó la ola que hizo enrolarse a mi mochila, con mis
cuadernos en su bodega, con destino tan incierto. Como si el mar reclamara esos
escritos, que en puridad habían salido de él, como propios y, por ello, se supiera
libre de tragárselos entre sus abismos. Quizá no debería haberlos rescatado de las
aguas. Tal vez habría sido mejor regalárselos como pago, en sincero
agradecimiento por la inspiración de aquellas horas de solaz.
XL
MILÁN


La Stazione Centrale de ferrocarril de Milán ejerce de válvula de paso entre los
destinos de la parte meridional del continente, es decir, trasbordo obligatorio
para quienes, como yo, procedentes de Europa Occidental, viajan por tierra y se
dirigen hacia los países mediterráneos o del Este.
Después de tantos años de recorrer Europa en tren conozco la estación
como si fuese milanés. Me sé de memoria su bóveda semicilíndrica con visillos
translúcidos, de aspecto como de otro siglo, las molduras de sus muros ocres, sus
baldosas grisáceas, sus lámparas antiguas, sus bares caros, sus cafés capuccinos,
sus paninis de bacon, sus puestos de cambio de divisas, sus escaleras de mármol
lustrado, su salida porticada en la planta baja, el resplandor del día a través de las
cristaleras y, al final, la amplitud inmensa y soleada de la Piazza Duca d’Aosta.
Lo más relevante de Milán puede verse a lo largo de una distancia de
menos de mil metros. En las inmediaciones de la Piazza del Duomo se encierra
toda la esencia de la capital lombarda. Nótese que duomo significa catedral, de
manera que cada gran ciudad italiana tiene la suya, catedral y plaza.
Los escaparates de las Galerías de Víctor Manuel II, por cuyo armazón
abovedado de acero y vidrio se filtra la luz natural como una neblina azul,
comunican la Plaza de la Catedral con la Piazza alla Scala. En el centro de esta
última, una estatua de Leonardo da Vinci contempla desde la altura de su peana
de granito el afamado Teatro de la Scala, meca de melómanos y relicario de
compositores ilustres. No en vano en su museo adjunto pueden contemplarse un
mechón de pelo de Mozart, batutas de Toscanini, la máscara mortuoria de
Puccini y una mano en escayola de Chopin, con los que podría realizarse una
suculenta sesión de espiritismo sinfónico.
A su espalda, el Palacio Marino, una obra maestra arquitectónica del siglo
XVI, antaño residencia palaciega de la familia Marino, sirve hoy de sede al
ayuntamiento de la ciudad. Ocultos en su interior, casi en secreto, compartiendo
el espacio con ventanillas de funcionarios y despachos de concejales, hay patios
de una riqueza difícilmente comparable, y grandes salones con frescos,
esculturas, bajorrelieves, bustos y estucos con representaciones de las grandes
epopeyas helénicas firmadas por los artistas más notables del Renacimiento,
cuyo ámbito más adecuado no parece el de un edificio administrativo. Bueno,
también en la Basílica del Vaticano se celebran misas a diario y a ningún santo
se le han caído hasta ahora las potencias, ni a La Pietà el Cristo de las manos.
A la salida de las Galerías de Víctor Manuel II se despliega la Piazza del
Duomo en una extensión pétrea abierta al cielo, circundada por las edificaciones,
las mansiones y los soportales propios de las plazas mayores. No falta la
predecible estatua ecuestre del rey, en este caso de nuevo el inevitable Víctor
Manuel II, primer monarca de la Italia unificada, tirando de las bridas de su
caballo en una frenada eterna, como deteniéndose asustado ante la presencia
repentina de la Gorgona.
Y allí, en el extremo izquierdo de la plaza, la catedral, magnífica, oscura,
gótica como pocas, un erizo gigantesco de espinas que apuntan al firmamento.
Ese contorno crispado, profuso en aristas y ángulos agudos, inquietaba por
momentos. Tal vez por eso me atrajera tanto.
Pese a su construcción con materiales de tonos suaves, recubierta de
mármol rosado, el conjunto ha adoptado en el curso de los siglos un matiz
funéreo. Alcé la vista desde mi insignificancia, a pie de obra, y me pareció que
poseía algo de demoníaco, una majestuosidad diabólica. Y esto tal vez responda
a la peculiaridad de que resulta casi imposible fotografiarla desde otra parte que
no sea la frontal, de tan encajonada como se encuentra en los inmuebles traseros
y laterales. Adosados a la catedral, además, hay puestos de recuerdos y otras
golosinas para el turista, que devoran más si cabe la angostura de la calle. Sin
una distancia apropiada, la lente fotográfica adultera las formas y los ángulos.
Por eso las instantáneas del lado oculto a la plaza sólo pueden realizarse en
contrapicado, acentuando la monstruosidad de la catedral.
Ésa era al menos mi impresión cuando caminaba en torno a sus ventanales
alargados, examinando una a una sus miles de púas rematadas por filigranas,
rizos y flores. Cada apéndice sirve de pedestal a un santo, y pude comprobar, tan
de primera mano como me dejaba la miopía, que no es posible encontrar
ninguno igual a otro. Así, el tejado es un bosque de pináculos y chapiteles
afilados, y no es de extrañar que a Berlusconi le partieran la cara con una réplica
metálica de la catedral de ésas que venden en los puestos de souvenirs. Lo raro
es que no le ensartaran un ojo con ella.
Y poco más, aunque lo dicho no sea ni mucho menos poco. El resto es de
sobra conocido: la moda, los uniformes de policía diseñados por Armani, las
gafas de sol talla XXL intercambiables entre hombres y mujeres, la inaccesible
Última cena de Leonardo en el convento de Santa Maria delle Grazie, el fútbol,
el estadio de San Siro, la pizza y la pasta. Suficiente para una ciudad que es sólo,
al fin y al cabo, de paso.
XLI
ÍCARO CON ALAS DE METAL


Además de desempeñar el papel de llave de paso para los transportes por tierra
entre las Europas meridional, oriental y occidental, Milán también regula el
tráfico aéreo dentro del continente. Junto al de Heathrow de Londres, el Schipol
de Ámsterdam y el de Frankfurt-Hahn, el aeropuerto milanés además canaliza y
deriva a otros menores todo el caudal de entrada y salida de aviones en territorio
europeo desde orígenes y destinos intercontinentales.
No es casualidad que los cruces de caminos se crucen constantemente en
nuestro camino. Y en las encrucijadas se amontona la masa. No hay forma de
escapar de ella. Máxime cuando nuestro destino figura en un mapa a más de
ocho mil kilómetros de distancia y el avión se presenta como el único medio de
alcanzarlo sin recurrir a un trayecto de semanas de duración por tierra o mar.
Llega un punto en que se ha de humillar la cerviz, someterse al yugo del vuelo y
a las mortificaciones que ese trance entraña.
En la literatura de viajes nunca se reflejan las tediosas esperas en los
aeropuertos, en las estaciones de trenes o en las de autobuses, ni hasta qué punto
pueden llegar a ser insoportables y desalentadoras. Con el transcurso de las
horas, la observación del ir y venir de la gente, que es el caldo de cultivo del que
abreva el escritor, ni siquiera basta ya para sostener el ánimo y apartar la mirada
de los puntos de fuga del infinito.
Siempre me digo que será la última vez, que no volveré a pisar un
aeropuerto. Se me antojan mataderos, con esas largas colas serpenteantes de
ingreso en un campo de concentración. No creo que exista otro lugar donde la
dignidad de la persona pueda sentirse más violada.
Más aún si tu vuelo sale al amanecer y tienes que pasarte toda la noche en
duermevela, atento a los horarios de facturación, dormitando en el suelo
encerado delante del mostrador de equipajes, atravesando puertas de embarque,
controles de pasaportes y billetes de avión, detectores de metales, vaciando los
bolsillos en bandejas de plástico negro en el vano intento de traspasar a la
primera el umbral del detector sin que pite.
Pero siempre pita.
Cuando el agente de policía te ha cacheado más de tres veces y llevas los
bolsillos tan desplumados como un pollo cocido, la señorita de traje de chaqueta
con pinta de azafata que no se sabe demasiado bien qué hace por allí, pero que
por allí anda, señala que tal vez el motivo por el que el escáner te silba al cruzar
es la anilla de los cordones de las botas. Maldita sea, delatado por el cordón del
zapato. A lo mejor a eso se dedica la señorita, a dar soluciones descabelladas a
situaciones surrealistas. Entonces, resignado a su suerte, se dispone uno a
deshacerse de las botas y colocarlas en la bandeja de plástico, pero el agente se
apiada y te permite traspasar la barrera invisible de esa máquina infame, que
enrabietada por su derrota continúa con su pitido atronador, mientras pasas al
otro lado con las botas puestas, como mueren los soldados en las guerras.
Luego te permiten recuperar tus pertenencias y marcharte hacia el siguiente
control, donde te volverán a solicitar pasaporte y billete de avión, y así
sucesivamente, encerrado en una espiral vertiginosa que no tiene visos de
terminar jamás.
Con los ojos enrojecidos y escocidos por el cansancio de los insomnes, uno
sólo anhelaba que aquella noche demencial acabara de una vez.
La oscuridad y la desesperación, finalmente, dieron tregua, y la luz se abrió
paso entre las cordilleras azuladas en la lejanía. Cuando el amanecer se presentía
en la línea que dibujaba el contorno de oro de las montañas, el avión
experimentó una sacudida. El aparato por fin se movía. Las azafatas pedían que
nos abrocháramos los cinturones de seguridad, mientras el avión se dirigía
lentamente hacia la pista de despegue.
Se hizo el silencio como por ensalmo. Todo pareció detenerse por un
instante. Los motores rugían, el avión temblaba y la inercia le hacía a uno pegar
la coronilla al reposacabezas del asiento. El paisaje corría a toda velocidad a
través de la ventanilla como una película pasada a cámara rápida. Oía palpitar el
corazón con claridad en los oídos, que se me taponaron por el cambio de presión.
Es en momentos como ése cuando uno recuerda que no es inmortal.
El aparato experimentó entonces una ingravidez momentánea, hasta cierto
punto irreal. Al otro lado del cristal el paisaje se inclinó, como si nos
precipitáramos hacia el abismo. Luego llegaron las primeras nubes, y allá abajo
la vida se tornó miniatura.
Pasado ese minuto mágico, todo volvió a la normalidad. La algarabía del
pasaje elevó su intensidad como si alguien girara la rueda del volumen de un
transistor.
La proa de la nave surcaba el cielo gris y nuboso de Milán, y apuntaba
hacia Oriente. Volábamos hacia el sol, como Ícaro, aunque con alas de metal. A
uno nunca termina de abandonarle ese miedo cerval de que se caiga el avión.
Será, si es que existe, el síndrome de Ícaro. Aunque Ícaro nunca sintió temor.
Entre la bruma surgieron los campos lombardos, sembrados y
perfectamente delineados en cuadrados de terreno de colores distintos, como
remiendos de una capa vieja.
Poco después apareció la hermosa estela de los Alpes italianos y el lago de
Como, que quedó varada en la retina mientras ascendíamos entre las nubes, que
velaron de vapor blanco las cordilleras. La mezcla de sensaciones encontradas
arrobaba el corazón, que se debatía entre el calor de la visión de la belleza
absoluta de la naturaleza desde las alturas, tal como debió verla el Creador
cuando culminó su obra, y el pánico gélido, paralizante, de volar.





LA INDIA
«Benarés es más antigua que la Historia, más antigua que las tradiciones, más vieja incluso que las
leyendas, y parece el doble de antigua que todas ellas juntas.»
MARK TWAIN, Viaje alrededor del mundo siguiendo el Ecuador: II. India (1897)


«Todo esto ―nunca digáis que no lo avisé―
tan perdido está ya como la Atlántida.»
RUDYARD KIPLING, Recompensas y hadas (1910)


«Benarés la santa, tan solemne y a la vez tan carnavalesca, tan llena de hombres santos y grandes
pícaros, mercenarios del espíritu, mercaderes de una religiosidad degradada, hueca, obsesiva y
compulsivamente litúrgica.»
RAMIRO CALLE, La otra India (2007)
I
LA INEFABILIDAD DE BENARÉS


Busco entre las anotaciones de mi cuaderno de bitácora las entradas referentes a
Benarés y me encuentro con simples esbozos, frases simples, días enteros en
blanco, ideas y hechos por desarrollar, muy al contrario de todo lo que figura
antes de llegar a ese punto del viaje. No deja de ser cuando menos curioso.
Tampoco volví sobre sus páginas para concluir esos pensamientos apresurados
en las semanas que siguieron. Quizás el influjo de Benarés se impregnó incluso
en la fiel disciplina con que llevaba la escritura de mi diario, tornando la buena
costumbre en someros datos anotados casi a la fuerza, muchos de ellos
incompletos, fragmentarios.
Acaso estimara en su momento que sería más adecuado dejarme seducir
por la capital del hinduismo y la espiritualidad, de todo lo que en ella se cuece y
de sus infinitos matices, y escribir luego con la perspectiva que otorgan la
reflexión y el paso de los meses y los años.
Ahora, sentado en mi mesa de trabajo, acodado en su borde, pensativo,
acariciando los objetos que traje conmigo de aquellas tierras, me asomo a las
aguas del pozo de la memoria y descubro que la superficie aún se agita bajo el
brocal. Supongo que desenredar la madeja de cuanto allí ocurrió, de cuanto allí
se respiraba, de cuanto allí sentí, ocuparía demasiadas páginas de este cuaderno
de viaje, páginas que acaso resulten hueras y fallidas para explicar lo que
algunos aseguran inefable. Uno hace lo que puede, aunque pierda las partidas
que juega. Hilvanaré hoy unos cuantos flecos sueltos, tantos como la mesura me
dicte, y mañana tiraré millas.
Suerte.
II
OTRA CIUDAD DE LA LUZ


Hay quien llama a Benarés «la ciudad de la luz», Kashi; o Kushika, «la
resplandeciente»; otros la conocen por Varanasi, nombre en el que confluyen las
palabras Varuna y Asi, como confluyen estos dos ríos en las orillas de la ciudad;
algunos adoptan un derivado, Banaras; pocos se acuerdan de cuando los
ancianos la nombraban Avimukta, «la nunca abandonada»; y han muerto ya
quienes podrían recordar que la población dormía a la sombra de densas
arboledas cuando su nombre era Anandavana, «el bosque de la dicha». La ciudad
de ciudades, la más sagrada entre todas ellas, la ciudad de Shiva, Avimuktaka,
Anandakanana, Mahasmasana, Surandhana, Brahma Vardha, Sudarsana, Ramya
o Mohammadâbâd, lo cierto es que hay quien dice que esta ciudad eterna, que
duerme el sueño de los siglos en el lecho sombrío de la Madre Ganga, es la más
antigua de toda la tierra, tan antigua que mil generaciones de hombres la han
llamado por otros tantos nombres diferentes.
Si nos atenemos a lo que rezan las escrituras sagradas como el
Mahabharata, el Ramayana, el Skanda Purana y el Rig-Veda, la ciudad fue
fundada por el dios Shiva hace unos cinco mil años, aunque los yacimientos
arqueológicos evidencian una fecha más reciente, en torno al siglo X a.C.
Benarés era entonces un centro floreciente de transacción comercial, famoso por
su industria de sedas, sus perfumes y su artesanía del marfil. Incluso personajes
históricos tan legendarios como Buda Gautama, en el siglo VI a.C, y el gran
viajero chino Xuanzang, mil doscientos años después, dejaron tras de sí el rastro
de sus pasos, testigos del vuelo de las golondrinas, en una ciudad que ya
entonces era de larga data.
Durante el último milenio, las hordas islámicas han asolado los templos
hindúes, reutilizando sus ruinas como material para la construcción de
mezquitas. Aún hoy el pulso persiste. Desde los saqueos y las tormentas de
destrucción de Mahmud de Ghazni en el año de desgracia de 1033, pasando por
la sangre vertida sobre las losas de piedra por el temible emperador mogol
Aurangzeb, que incluso rebautizó la ciudad como Mohammadâbâd, hasta los
atentados terroristas de nuestros días, cien veces se han demolido los templos de
Benarés y cien veces se han vuelto a levantar orgullosos y rutilantes sobre los
tejados pardos de las casas. Y cien veces más que fueran aniquilados hasta los
cimientos, otras cien veces que volverían a apuntar los ápices dorados de sus
cúpulas hacia el sol, porque no hay tirano que sobreviva a la piedra milenaria
que sirve de base a un templo.
III
LA VIDA A TRAVÉS DE UNA LENTE


Me gusta la palabra «espectáculo». Viene del latín spectaculum, apelativo
nominal del verbo spectare, que significa «mirar», «contemplar», «observar
atentamente», y comparte origen con su análogo griego, salvo que éste invirtió
las consonantes de la raíz indoeuropea spek, transformándose en skep, vocablo
del que proceden, por ejemplo, «escéptico» y «escopo». Del mismo germen
latino provienen también «espía», «espectro», «espejo» y «especular», que son
voces más enigmáticas, volátiles e irreales. Lástima que la lente no se inventara
cuando las lenguas primigenias lanzaban sus primeros vagidos y empezaban a
dar nombres a las cosas. Aunque ya se conocían algunas propiedades parecidas
en ciertos cristales de mineral en la Hélade de los siete sabios, no sería hasta la
Edad Media cuando se desarrollara la técnica de las lentes. Tal es el motivo por
el que, tanto en latín, lens, lentis, como en castellano, «lente», su nombre no
surgió como identidad, sino como copia, haciendo referencia a su similitud con
una «lenteja». Carta de nacimiento demasiado vulgar para un hallazgo que, tanto
filosófica como pragmáticamente, se destacaría entre sus semejantes por su
trascendencia a lo largo de los siglos venideros. Más elegante me parece su
derivación inglesa, que tomó del latín su spectacle para referirse al
«espectáculo», y el plural, spectacles, para nombrar las «lentes», las «gafas» y
los «anteojos», mediante la cual el término ha logrado la perfección.
Ésa es la acepción que yo prefiero, aunque únicamente se trate de una
visión interesada que no aceptan las academias. Y si calificamos de
«espectacular» todo aquello que resalta sobre la norma, sobre lo cotidiano, ¿por
qué no pensar en el «espectáculo» como la vida observada a través de una
«lente», tal como se intuye en la ambigüedad del término en inglés? Es decir,
como una representación simplificada y al mismo tiempo en detalle del mundo,
como un fluido encerrado en el portaobjetos de un microscopio, o como un trozo
circular de horizonte enmarcado en el contorno oscuro de un catalejo, donde
todo, tanto lo hermoso como lo grotesco, se magnifica hasta hacerlo visible,
donde cada factor se distorsiona hasta adquirir entidad en sí mismo para no pasar
desapercibido, donde lo accidental alcanza categoría de esencial, donde lo
inexplicable en apariencia de súbito adquiere sentido y se ordena, conectado a
otros elementos del escenario vital por hilos sutiles, invisibles a simple vista
cuando cae el telón.
Visto así, ese concepto de espectáculo se antoja cercano a la definición de
arte. Es precisamente el arte el medio del que nos valemos para explicar aquellas
parcelas de la vida que su propia vivencia no basta para abarcar la totalidad de su
significado. El arte sólo es la realidad corregida al antojo del artista, del mismo
modo que la vista se gradúa con una lente adaptada a nuestras necesidades. Por
eso acudimos al arte, para satisfacer la carencia de belleza, orden y bondad que
no hallamos en nuestro entorno, pues la naturaleza es imperfecta. De ahí que
ésta, en sus momentos más elevados, no haga otra cosa que imitar al arte.
IV
EL ESPECTÁCULO DE LA MUERTE


Según me contó el recepcionista del hotelucho al que me había llevado el
conductor de rickshaws (taxis rudimentarios de tracción humana), los lunes eran
los días más sagrados en la ciudad. Me temo que quería venderme ―y lo
consiguió― un paseo en barca al atardecer por el Ganges que él mismo
organizaba, pues decía que con motivo de tal festividad se llevaba a cabo un
espectáculo especial para verlo desde el río en el Dasaswamedh Ghat, el ghat
principal de Benarés, mientras en los escalones que bajan hasta el río,
introduciéndose en sus aguas, los creyentes realizan abluciones y dedican sus
rituales religiosos a las últimas luces del ocaso.
Si bien al recepcionista sólo le interesaba endosarme un crucerito por el
Ganges, lo cierto es que los lunes se celebraba, no sólo en Benarés, sino en toda
la India, el día consagrado a Shiva. Más si cabe en «la ciudad de Shiva». En lo
de que sólo aquel día de la semana tenía lugar el espectáculo del Dasaswamedh
Ghat, sin embargo, mentía.
Eso no lo sabía entonces, pobre recién llegado a la ciudad santa entre las
santas. Pero poco importaba. El paseo en barca por el Ganges es de esas cosas
que hay que hacer en Benarés, como montar en góndola en Venecia, sentarse y
ver pasar a la gente en un café de París, tirar una moneda a las aguas de la
Fontana di Trevi en Roma, recorrer en falúa el Nilo o contemplar el mundo a los
pies del Partenón, desde las atalayas de la civilización en la Acrópolis de Atenas.
Contraté dos cruceros: uno para el atardecer de ese mismo día y otro para
el alba del siguiente. Luego salí a dar una vuelta por las inmediaciones.
Narran las viejas crónicas que Kashi, «la ciudad de la luz», es la más
antigua de cuantas ciudades alberga el mundo, y que ésta gira en torno a la
muerte y a la Madre Ganga, el río femenino y eterno que acoge a los que largan
amarras en el último viaje. La idea preconcebida que se tiene de Benarés es la de
un lugar infestado del hedor de los cadáveres, donde se quema a los muertos y se
tiran sus restos al Ganges, por lo que puede encontrarse uno, a poco que afine la
vista, con tropezones de cuerpos en descomposición que sobresalen en su
superficie, flotando con la corriente. Como todas las ideas estereotipadas, no es
del todo cierta, aunque tampoco se alejaba demasiado de la realidad.
Enseguida descubrí que la orilla del río sagrado no quedaba lejos del hotel.
Fue doblar un par de recodos por callejuelas estrechas, encharcadas y
malolientes, y darme de bruces con el Ganges.
En Benarés, al igual que en otras ciudades santas hinduistas, toda la orilla
que baña el río a su paso se dispone en ghats, escalinatas de piedra que se
hunden en el agua adonde los fieles se acercan a orar y a quemar a sus muertos,
amén de otras actividades más mundanas.
La contemplación del Ganges, el gran río del hinduismo, me sobrecogió.
Parecía bullir de actividad en sus márgenes escalonadas. La corriente refulgía
como oro bañado por el sol cenital. Su curso se extendía a lo largo de la orilla
cóncava hasta donde la vista alcanzaba, difuminándose en la calima y la bruma
humeante, que enturbiaba el contorno de la lejanía.
Dicen que la primera sensación es indeleble, porque sirve de base sobre la
que se asientan los conceptos que elaboramos de las cosas. Cuando el edificio
intelectual está a medio construir, es imposible cambiarle los cimientos sin
demolerlo. Muchas de estas primeras sensaciones surgen fruto de la casualidad,
son puro azar, como quien lanza la bola en la ruleta, y, por ello, impredecibles.
La mía, al llegar a los ghats, fue la visión del color oscuro de la Madre
Ganga, tejido de tonos dorados, y el olor acre del humo de las piras.
Sólo hay dos lugares en toda Benarés donde se queman cadáveres. Y yo
había caído, en mi primer contacto con el Ganges, justo en pleno cogollo de uno
de ellos. Tal como más tarde comprobaría, aquél era el segundo ghat de
cremaciones en importancia de «la ciudad de la luz», el Harishchandra Ghat. El
principal centro de incineración se encuentra en el Manikarnika Ghat, en el
extremo opuesto de Benarés. Las ceremonias allí son de muy arraigada tradición
y, por ese motivo, mucho más caras. Aquél con el que me había tropezado en ese
momento era, pues, el ghat donde se celebraban los funerales de los pobres.
Atraído por la curiosidad, descendí los peldaños que conducían hasta la
ribera del río en el momento en el que unos hombres sacaban del agua un
cadáver envuelto en hermosas sedas y lo colocaban sobre una pila de tacos de
madera junto a la orilla. A continuación, otro individuo prendía fuego a la pira
por distintos puntos. Otra hoguera ardía copiosamente a su lado, elevando sus
llamas en la dirección del viento.
Profano en tales asuntos, me temo que debí de arrimarme demasiado, pues
alguien me bloqueó el paso, indicándome que podía contemplar la escena desde
un mirador en las proximidades.
Y no era el único. Otros indios ―todos hombres― observaban las
cremaciones desde aquella posición elevada. Me acodé en la barandilla, junto a
un anciano de largas barbas vestido de blanco, que contrastaba con el color
oscuro de su rostro, y mirándolo de hito en hito se me fue el pensamiento con el
humo que buscaba las alturas de las nubes.
¿Qué se le pasa a uno por la cabeza frente a la visión de la muerte y la
desaparición de la materia? La incineración es una metáfora más cruel y
sugestiva que el simple enterramiento. Y cuando lo que tiene uno delante es la
incineración de alguien desconocido, el sentimiento de impotencia deja de estar
contaminado por la tristeza de la pérdida del ser querido para descubrirse como
una tragedia que trasciende nuestras querencias terrenas y hunde sus raíces en el
tormento primigenio que desde el albor de los tiempos ha atenazado el corazón
del ser humano: el desamparo existencial.
A mi lado, el anciano miraba las fogatas con ojos cansados y brillantes,
velados por una tristeza insondable. Supongo que uno se da cuenta de que va
envejeciendo cuando se le empiezan a morir los amigos. Significa entonces que
se aproxima la hora en que las sombras se alargan y se recorta la silueta alada del
ángel de la destrucción contra el sol del crepúsculo.
Cerca de allí, cubiertos por las aguas hasta el lomo, un grupo de búfalos
negros de cornamenta retorcida se refrescaba en el Ganges. Permanecían
inmóviles, sólo meneaban el rabo para espantar las moscas. Impertérritos ante la
ceremonia que acontecía unos metros más allá, en la orilla, parecían velar a los
muertos que en ese instante crepitaban pasto de las llamas.
Alrededor del fuego, los cadáveres que esperaban a ser incinerados
aparecían rodeados de basura, excrementos y piltrafas calcinadas, mientras el
graznido de los cuervos, que aquí y allá picoteaban despojos, quién sabe si
humanos, resonaba como un eco siniestro y perturbador en los oídos. Tal es el
espectáculo de la muerte en Benarés.
V
EL TEATRO DEL MUNDO


Dejé atrás las hogueras y me ocupé en recorrer la línea de ghats en toda la
longitud de la ribera del río, abarrotada por la muchedumbre y los palacios
antiguos que durante siglos han contemplado en las aguas verdosas su reflejo.
Paseaba entre el bullicio de Benarés, plagado de encantadores de serpientes e
incautos, de arrapiezos andrajosos a la caza de unas rupias, de vagabundos, de
lisiados que se arrastraban sobre tablones con ruedas, de falsos masajistas
ayurvédicos, de sacamuelas callejeros, de curanderos, de limpiadores de oídos,
de saddhus (monjes errantes), de predicadores, de pandits (eruditos), de
sannyasins (renunciantes), de faquires, de charlatanes, de cambistas, de hippies,
de vendedores de ganja (marihuana), bhang (preparado de cannabis) y charas
(hachís), de perros pelados por la sarna, de cabras negras, de vacas blancas, de
búfalos gigantescos que subían y bajaban por los escalones para remojarse en las
aguas turbias del Ganges a pocos metros de donde varias mujeres, sin
desprenderse de sus saris de cada color del arco iris, tomaban su baño
vespertino.
El Teatro del Mundo que es la India se aprecia con singular nitidez y
esplendor en las orillas de Benarés, sobre todo entre bastidores del
Dasaswamedh Ghat. No en vano es el más distinguido entre los ghats de la
ciudad, donde conviven, entre sus esquinas y sobre sus escaleras, hombres y
mujeres, ricos y pobres, justos y sablistas, jovencitas en flor y enfermos de
extremaunción, brahmanes (casta superior del hinduismo) y parias, vivos y
muertos.
He oído a grandes y reconocidos viajeros renegar de Benarés en repetidas
ocasiones como hijos pródigos e ingratos, pero siempre terminan regresando a
los brazos perfumados y cálidos de la Madre Ganga. La ciudad más
contradictoria de la India, dicen de ella. Benarés es la auténtica India, aseguran
sus propios habitantes. ¿Qué tendrá que despierta tantas pasiones entre hindúes y
viajeros? Como un imán que invirtiera constantemente sus polaridades, de igual
modo atrae que repele, Benarés fascina y repugna al mismo tiempo.
Y es que Benarés es una ciudad eterna, antediluviana, que se antoja un
dragón dormido en sus laureles de antaño. El mundo gira, pero la luz de Kashi
permanece inamovible, intacta a lo largo de infinitos siglos mientras el Fuego de
Shiva siga ardiendo sin interrupción en algún lugar oculto en las entrañas del
monstruo, tal como lo lleva haciendo desde hace tres mil años.
Cuentan quienes han visitado «la resplandeciente» durante décadas que
apenas ha mudado su piel en todos estos años, que por ella el correr de los
tiempos parece pasar en balde. Hoy día pueden encontrarse, eso sí,
cibercafetuchos sin café donde antes hubo cabinas telefónicas. Poco más han
cambiado sus calles angostas y hediondas, regadas de aguas fecales. Siguen allí
los mismos perros aparentemente muertos a la sombra de los quioscos que miran
al Ganges, los mismos langures traviesos, las mismas cabras torpes, las mismas
moscas corrosivas y las mismas vacas cachazudas de antaño. Los dobhis
(lavanderos profesionales) continúan golpeando la ropa contra la mugre de los
peldaños de los ghats exactamente igual que lo hacían sus tatarabuelos antes que
ellos; el anciano ciego con su escudilla y su lazarillo parecen sacados de una
novela picaresca del Siglo de Oro español; los mendigos leprosos mendigan
rupias, porque lo único que poseen es una enfermedad medieval que ha sido
erradicada en todo el mundo salvo en la India; las viudas de blanco y piel
nudosa, como la corteza de una encina, encorvadas sobre sus garrotes, son
víctimas silenciosas de tradiciones prehistóricas aún vigentes; el saddhu pintado
para llamar la atención del profano o el que se empecina con cenizas mortuorias
representan la caricatura de una espiritualidad secular ya extinta; y la
muchedumbre realiza sus abluciones y ritos milenarios en las aguas del Ganges
tal como se han hecho al hilo de siglos y siglos en la ciudad más antigua del
orbe.
Hasta los olores se conservan inmutables en la eternidad de Benarés. La
fragancia del sándalo al arder se enlaza con el hedor a orines y a inmundicia. Los
perfumes de jazmín y pachuli no se conciben sin matices de vómitos y
excrementos ―no sólo animales―, ni el aroma a champa y rosas pueden
desligarse del olor de los residuos fecales de las esquinas, que convierten las
callejas de tierra en ciénagas. Todo ello aderezado por el vapor de las frituras, el
luto de las flores marchitas y pisoteadas, y el ácido fermentado de la fruta
podrida.
Pero Benarés no sería la India sin la presencia de buscavidas y maestros de
la pillería, de indigentes y niños mendigos, de falsos guías y vendedores roñosos,
de brahmanes cicateros y saddhus pintarrajeados que se ganan las rupias
haciéndose fotos con los turistas, como los payasos de carpa y parque temático.
La Benarés de hoy seguirá siendo la Kashi de tres mil años atrás mientras
se considere algo corriente que una vaca entre en una tienda y campe por su
interior a sus anchas, o en tanto los comerciantes liben con agua del Ganges el
recibidor al abrir y cerrar sus locales, o mientras la gente siga cruzando la India
de uno a otro confín para bañarse al menos una vez en la vida en el río sagrado.
Allí, en medio de aquel circo de estereotipos esperpentizados de la anciana
India, me llevaron mis pasos perdidos. Donde convergen todas las líneas
maestras que esbozan los claroscuros de Benarés, donde las riadas del caos van a
desembocar en la Diosa Madre Ganga, donde se concentra la mayor
espiritualidad en Benarés y al mismo tiempo los mayores falsarios y saqueadores
de la religiosidad más degradada, donde la luz vetusta y fatigada de Kashi se
entrelaza con la oscura podredumbre de Benarés, allí, en el Dasaswamedh Ghat,
en los escalones que se sumergían en la corriente del Ganges, me senté a
contemplar el espectáculo desde la barrera.
La fama del Dasaswamedh Ghat, sin embargo, se le queda corta. Millares
de fieles e infieles pisan sus peldaños cada día, realizan en las aguas del Ganges
sus baños sagrados, sus ceremonias y sus ofrendas, pero también, esos millares
de fieles e infieles, orinan, se bañan, se cepillan los dientes, hacen gárgaras y
lavan la ropa restallándola contra la piedra sucia del escalón.
Un espectáculo fascinante. El promontorio desde el que observaba el
trasiego del ghat ofrecía un panorama conmovedor, similar a un hormiguero a
escala real contenido en una urna transparente, a través de la cual pudiera uno
acceder a sus secretos. Desde aquel lugar me era posible seguir con la mirada los
movimientos de una mujer que acababa de introducirse vestida en el río y
emergía con el sari azul adherido a sus formas redondeadas como una segunda
piel, o aquella otra que le limpiaba las nalgas a su niño con la punta del vestido
tras haberse aliviado, o ese hombre que hacía reverencias con el agua a la altura
del pecho, o aquella niña vendedora de postales que pululaba entre los turistas, o
ese viejo gurú que daba clases de filosofía y meditación a una pequeña
congregación de hombres sentados en la posición del loto en un ashram, o aquel
barquero escuálido y sudoroso que transportaba una veintena de turistas por el
río con la única ayuda de sus brazos y los remos…
VI
LA GANGA AARTI


Al atardecer regresé al Dasaswamedh Ghat, esta vez del lado del río. Me
acompañaba una pareja alojada en mi mismo hotel y el barquero, que lentamente
se abría paso entre el embotellamiento de barcas congregadas para presenciar el
espectáculo nocturno del que me había hablado el recepcionista aquella mañana.
Había niñas que saltaban de un bote a otro con una agilidad pasmosa a
pesar de la inestabilidad de las embarcaciones, ofreciendo sus artículos a los
extranjeros. Por cincuenta rupias vendían entre los pasajeros pujas (ofrendas)
con forma de lamparita para depositarlas sobre el río. Estas ofrendas consistían
en un cuenco hecho con hojas, en cuyo interior se introducía la misma flor
anaranjada que las mujeres engarzaban en las guirnaldas y, sobre ésta, un platito
con aceite y una mecha prendida.
La oscuridad extendía su manto por el río como una niebla negra y tóxica,
lamiendo el casco quebradizo de las barquichuelas con la delicadeza de las
amenazas que no se impacientan, porque el tiempo está de su parte. Rodeados de
cientos de flores y ofrendas, que titilaban en la negrura como velas frágiles sobre
el río abismal, los botes, cargados con turistas que también habían contratado el
emblemático crucero por el Ganges, se disponían frente al ghat para que los
espectadores contemplaran la puja vespertina, la Ganga Aarti, el espectáculo que
ofrecían los hijos del gran gurú del Dasaswamedh Ghat.
Los cinco pujaris (celebrantes) eran jóvenes esbeltos, de cuerpos atléticos y
bien formados. Representaban una coreografía ritual al ritmo hipnotizador de la
música sacra hinduista, dominada por el pálpito acelerado de los tambores. Una
suerte de representación con algo de juego malabar en la que se sucedían las
ofrendas de alimentos, incienso y fuego a la Madre Ganga. La escena resultaba
especialmente atractiva y estimulante a la luz escasa de las antorchas y los
faroles de Benarés, proyectada sobre los torsos desnudos y sudorosos de los
jóvenes y reflejada en las aguas del río inundado de tinieblas.
Verme allí, varado en el Ganges entre incontables barcas atiborradas de
turistas, como supervivientes del naufragio de un barco en llamas en mitad de la
noche, se me antojaba ridículo y bochornoso. No sabía uno a ciencia cierta si el
espectáculo de los pujaris iba dedicado al Ganges o a los turistas, pues el ritual
se hacía en nuestra dirección, encarando el río, dando la espalda a los fieles
sentados en los peldaños del ghat.
Todo el mundo asistía inmóvil al espectáculo, mientras los oferentes
manejaban con destreza pesadas antorchas prendidas que volteaban sacudiendo
el aire nocturno durante la danza.
Cuando las niñas de las ofrendas se quedaban sin género, de un par de
brincos entre las barcas alcanzaban la tierra firme del ghat para acopiar más
mercancía y regresaban con las manos llenas. Sin que el fantasma de la
explotación infantil ensombreciera la mirada, daba gusto verlas, tan pimpantes y
simpáticas. Tanto que todo el mundo les compraba las pujas y luego las colocaba
con cuidado sobre la superficie negra del agua, dejándolas flotar con las demás
velitas río abajo, reflejándose como antorchas en la lejanía, como una procesión
pagana en mitad de la noche.
Finalizado el ritual, mientras la lamparita se alejaba con la corriente, los
pasajeros se santiguaban. Y esto sucedía con naturalidad. La señal de la cruz se
repetía individualmente en cada persona como respuesta inconsciente al
recogimiento de la ceremonia íntima. Curioso sincretismo entre religiones.
VII
MUERTE EN EL GANGES


El silencio cayó como si la vida hubiera tocado a su fin. Se apagó la música en
ese instante de la noche en el que se escucha el aullido de perros solitarios en la
distancia. Concluida la ceremonia de la Ganga Aarti, los espectadores y los
fieles volvían a sus hogares y sus hoteles entre sombras furtivas y espectrales.
Apenas hay luz artificial en la India después de ponerse el sol. Y cuando los
cinco pujaris terminan su danza sagrada, «la ciudad de la luz» se torna
oscuridad, Benarés muere bajo el peso implacable del tridente de Shiva.
La luna rielaba sobre las ondas de la superficie del Ganges en el trayecto de
vuelta. No se distinguía el cielo del agua, como si nos meciéramos al borde de
un agujero negro. Sólo se escuchaba, en la inmensidad nocturna, el crujido
monótono de los remos al ensartarse por el escálamo y luego hundirse en el río.
El barquero trabajaba silente, concentrado en su labor, como por ahorrar
esfuerzos inútiles. Y con cada brazada el costillar se le escurría por debajo de la
piel reseca, como si las tripas le succionaran el pellejo a través de cada
hendidura de su torso desnudo.
Parecíamos navegar sobre el abismo, surcando las aguas de la laguna
Estigia, que engullían a todo aquél que osara atravesarlas. Únicamente la barca
de Caronte poseía la facultad de flotar sobre la superficie. Pero subir a bordo
tenía un precio, demasiado alto a veces. Cuentan también que cuando la
embarcación se deslizaba lánguidamente hacia su destino en la tierra de los
muertos, las almas en pena de quienes no habían logrado cruzar el río en el
pasado emergían de las aguas y se encaramaban a la cubierta implorando su
salvación. Debía de ser aquélla una imagen aterradora… si no estuviera ya uno
muerto para entonces.
Una sensación parecida me invadía allí, en aquellos instantes de
incertidumbre, en mitad del Ganges. Surcábamos el gran río de la muerte por
antonomasia, en cuyas márgenes decenas de cremaciones tienen lugar a diario.
Los restos de cuerpos a medio quemar y las cenizas de los muertos han sido
arrojados a sus fauces durante milenios y ha contemplado a generaciones y
generaciones de primogénitos prender la pira funeraria de su progenitor con un
vástago del Fuego Eterno de Shiva. No podía verlos, pero conocía de sobra las
historias de los cadáveres sin incinerar que son arrojados al río atados a una roca
de gran peso, y también que muchos de ellos, cuando se pudren los correajes que
los encadenan a las profundidades del río fuliginoso, afloran a la superficie en
avanzado estado de descomposición para escalofrío de los turistas y regocijo de
los niños.
He dejado de creer en lo que narran las viejas fábulas de la Hélade desde
que tuve el Ganges frente a mis ojos. La laguna Estigia no se interna en las tripas
de la tierra en un impenetrable territorio boscoso que separa Rusia de Ucrania,
tal como entonces sostenía el mito, sino que su curso corresponde al de la Madre
Ganga, que conduce a la entrada del inframundo.
De manera que temía que en cualquier momento una mano apareciera en
medio de aquella marea de petróleo y me arrastrara con una fuerza sobrenatural
hasta sus simas más profundas. Tanto que el mero contacto con el agua, aunque
sólo fuese una gota, me inspiraba pavor, como si navegara sobre un río de ácido
corrosivo.
No es de extrañar que Mark Twain asegurara que ni las bacterias consiguen
sobrevivir en las aguas del Ganges, y no andaba descaminado el escritor, pues en
los últimos tiempos algunos experimentos han arrojado datos de que el nivel de
bacterias fecales en una muestra de agua del río es tres mil veces superior al
considerado para aguas inocuas. De hecho, tal es su insalubridad que se ha
comprobado que una bacteria de cólera sólo sobrevive tres horas en el líquido
amniótico de la Madre Ganga, mientras que en condiciones normales aguantaría
veinticuatro horas con vida. Por si fuese poco, existen junto al Ganges gran
número de industrias peleteras que desvían a sus entrañas desechos y vertidos de
cromo, entre otros metales pesados, causantes de múltiples casos de
enfermedades congénitas en niños recién nacidos durante los últimos años.
Por eso sentía fluir bajo las cuadernas de la barca las aguas siniestras de un
río no ya de la muerte, como en tiempos lo fue, sino de un río muerto, con la
mirada vacía en las cuencas y el gesto desencajado en una mueca macabra, que
flota sobre su propia corriente a la deriva.
VIII
LA PAREJA ISRAELÍ


Cuando regresábamos al punto de embarque, reparé en que, aparte de los saludos
formales, durante el viaje apenas había intercambiado palabra alguna con la
pareja con la que compartía crucero.
Al final tuve que tomar yo la iniciativa. Eran de Tel Aviv, y el hecho de
que fuesen israelíes derivó la conversación hacia la política interior y exterior de
nuestros respectivos países, sin pasar por alto cuestiones tan peliagudas como el
conflicto entre Israel y Palestina, el terrorismo nacionalista y el islámico y la
guerra de Iraq. Él se llamaba Alom, y por sus palabras demostraba poseer una
perspectiva muy amplia de la política mundial y unas buenas nociones de la
situación en España desde los infames atentados en los trenes.
Sentí un caudal de hermandad entre nosotros. Algo nos unía. No sólo la
identidad de pensamiento, sino la consanguinidad de espíritu. Ambos habíamos
olido el rastro de la Parca cerca en alguna ocasión. Eso se leía en el brillo de los
ojos.
―¿Eres judío? ―le pregunté a Alom en un momento dado.
―Sí.
―¿Y cómo es la vida en Tel Aviv para un judío?
―Procuramos sobrevivir.
IX
RENACIMIENTO


No he conocido amaneceres tan sugestivos como los de Benarés. Cuando el cielo
palidece y la brisa fresca de sándalo y jazmín se riza por entre recovecos y
callejas, el disco candente asoma tras la llanura que se extiende hacia donde
nacen cada día los soles. Los ghats se ven entonces bañados con la luz benéfica
de una nueva reencarnación del mundo. Y la ciudad fría, dormida en un letargo
mortal, se despereza como quien vuelve de un largo viaje a la oscuridad del
sheol. Bajo la calidez que brota desde la otra orilla del río, su piel se suaviza,
recupera el pulso según transcurren los momentos.
Tal vez sea ésa la luz de la que emana el viejo nombre de Kashi. La luz
divina de Brahma, la luz creadora, la luz solar que atrae hacia sí las almas de los
muertos para juzgarlas y devolverlas limpias y luminosas al río de la vida. Tal es
la luz de Benarés, bajo cuyo influjo transcurren la existencia y la desaparición
unidas en un concepto único que las abarca a ambas. Quienes se acercan a «la
ciudad de la luz» en busca de su calor celeste viven esperando la muerte, y
cuando mueren, en sus últimos espasmos, lo hacen con la esperanza de una vida
nueva.
Y esa vida nueva llega con los primeros despuntes del sol en el horizonte.
Es la hora de las abluciones sacramentales en el Ganges. Bajo la luz sutil de los
globos luminosos que cuelgan de las farolas, poco a poco los ghats se van
poblando de feligreses dispuestos a tomar su baño matutino.
Recuerdo con detalle aquel instante mágico, como el fotograma de una
película detenida en la eternidad. Es tan vívida su memoria que parece volver a
tomar vida fugazmente en mis ensoñaciones. Sus colores, sus olores, sus sabores
me inundan los sentidos otra vez.
Atrae mi atención una hermosa joven de rasgos finos y ojos perfilados de
misterio, envuelta en un sari encarnado que se le ciñe a las caderas. Con gesto
delicado se inclina y deja en la superficie del río una ofrenda, al tiempo que
bisbisea una breve oración muda con los ojos adentro entornados. Acto seguido,
moja una mano cubierta de pulseras doradas en las aguas, las agita y se deja caer
unas gotas sobre los cabellos.
A pocos metros, un saddhu de barbas crecidas, con el pelo largo y
apelmazado, se desnuda, quedándose sólo en paños menores. Abandona a un
lado el tridente y el kamandalu (jarra de cobre donde transportan agua bendita) y
se sumerge con lentitud en el Ganges rezando el «Sita Ram, Sita Ram, Sita
Ram». Realiza varias inmersiones, sale del agua, se enjabona y vuelve a
introducirse en el río. Luego lava sus hábitos, los escurre y los tiende al sol, que
ya empieza a calentar.
A medida que la embarcación discurre próxima a la ribera, los ghats van
llenándose de movimiento. Comienzan a llegar vendedores de flores y
guirnaldas votivas, fabricantes de pujas, sacerdotes y pandits, campesinos y
brahmanes, tullidos y leprosos, vacas y cabras, perros y búfalos.
En la parte superior, un sufí imparte enseñanzas a un muchacho, que
atiende ceñudo, con expresión concentrada, a las palabras del maestro. Más
abajo, una vaca y sus dos terneros ascienden por los escalones tras haberse
refrescado en el agua, pero de pronto la última cría pierde pie, resbala y cae
rodando por los peldaños al agua de nuevo. El accidente saca de su
ensimismamiento a un santón que medita en la posición del loto sobre una
cornisa. A su lado, otro se maquilla frente a un minúsculo espejo que sostiene en
alto, a la altura de los ojos. Con la corriente por la cintura, un matrimonio
masculla letanías junto a las barcas. Mientras ella recita repetidamente el «Ganga
Ma Ki Jai» y sostiene entre sus manos un rosario, pasando cuentas a lo largo del
cordel que las engarza, él contempla la palma de su mano derecha y la cierra
cada pocos segundos al ritmo monótono de la salmodia, luego cierra los ojos,
junta ambas manos y se las lleva a la frente. Cerca de allí, un hombre fuerte, de
músculos torneados, cosa insólita en la India, se embadurna el cuerpo de lodo
del Ganges. Luego alguien le extiende una masa espesa en la mano y se la
introduce en la boca para lavarse los dientes con el índice. Otros, más allá, se los
limpian mascando una rama de neem, un árbol cuya savia se ha utilizado durante
más de cuatro mil años para la curación de llagas bucales, la desinfección de las
encías y contra la aparición de caries.
Cada vez más fieles invaden las aguas del río. Tanto que apenas hay
espacio entre ellos y muchos tienen que alejarse de la orilla para ejecutar sus
rituales. A eso se suman los botes cargados de turistas, que coagulan el río y
bordean el ghat a pocos metros de donde hombres y mujeres sumergen sus
cuerpos.
Mi visión panorámica se detiene sobre un saddhu sentado en un quiosco,
que bebe el agua del Ganges contenida en su kamandalu. Primero se espolvorea
unas gotas sobre la cabeza, a continuación repite los sorbos cuatro veces y el
resto lo lanza hacia delante. Luego se sujeta, con el índice y el pulgar, la zona
superior del tabique nasal mientras recita algún mantra. Concluido el proceso,
vierte unas gotas en la palma de la mano y la extiende hacia el río sin dejar de
rezar. Finalmente arroja el agua sobrante del pozal y todo vuelve a repetirse. Al
cabo junta las manos a media altura y se queda en posición contemplativa.
Cuando la ceremonia llega a su término, el saddhu se incorpora y, sosteniéndola
con ambas manos, vierte el agua restante de la jarra en el río, devolviéndola a la
Madre Ganga.
Cerca de allí, un hombre coloca sobre el suelo y pega contra el muro
hileras de boñigas de vaca aplastadas en forma de tortas circulares para que se
vayan secando al sol a medida que avanza el día. Luego servirán de combustible
para que las mujeres cocinen al fuego. Después de todo, las vacas, aunque
holgazanas y airosas, dan más de comer de lo que parecía en un principio.
Se escuchan campanas y quejidos en la distancia. El resto es silencio
sepulcral, y el mero chapoteo de los remos al hundirse en las aguas resuena en
los oídos. Ni los perros ladran en la hora sobrenatural del renacer de Benarés.
X
LA MADRE GANGA


Desde el espinazo del Himalaya hasta su desembocadura en el Océano Índico en
finos capilares a la altura del Golfo de Bengala, el Ganges corta como una
navaja y riega de agua, cenizas y sangre el norte de la India. Al nacer, su nombre
es otro, Bhagirathi lo llaman, y discurre fresco y lozano más allá de la localidad
de Gangotri, en la cordillera del Himalaya, desde las alturas del glaciar de
Gomuk («cabeza de vaca», animal sagrado con el cual se asocia el nacimiento,
en este caso del Río genesíaco, fuente del alimento primigenio). Pero su destino
es grande, y en su camino hacia las llanuras centrales se encuentra con su más
vital aliado, el Alaknanda, de cuya unión surge, poderoso y exuberante, el gran
Río por antonomasia. Por algo su nombre, derivado de la palabra sánscrita
ganga, significa «río». Más adelante, otros afluentes refuerzan su caudal, como
el Yamuna, el Ghaghara, el Gomti, el Gandak y el Kosi. Pero, como cantaba
George Harrison, el Beatle espiritual, cuyas cenizas también forman parte ya del
lecho de la Madre Ganga, «todas las cosas pasan y mueren», y al Ganges le llega
su hora en el Golfo de Bengala a través de varios ríos menores, entre los que
destacan el Hoogli, en Calcuta, y el Padma, en Bangladesh, antes de abandonar
su existencia dulce como protagonista único en el teatro religioso de la tierra que
baña con sus aguas y abandonarse a la inmensidad salada, a la colectividad y al
anonimato del océano.
Sus márgenes, con una longitud de dos mil quinientos kilómetros, albergan
una de las mayores concentraciones demográficas del mundo. De hecho, la
fertilidad secular de la cuenca del Ganges ha atraído tanta migración desde todos
los confines del subcontinente indio que sólo en esta zona vive el ocho por
ciento de la población mundial, uno de cada doce habitantes del planeta.
Cuando la creación formaba todavía parte del edén, Brahma creó a la diosa
Ganga a partir del agua de su kamandalu. Ganga creció y se transformó en una
bella muchacha, popular entre los demás dioses por su jovialidad. Pero sería su
natural alborozo la causa de su condena, pues en cierta ocasión un golpe de
viento se llevó la única prenda que tapaba las vergüenzas del gran sabio de la
antigüedad Rishi Durvasa. Ganga, ante la visión del anciano ridiculizado, no
pudo reprimir una sonora carcajada, lo que le valió una maldición del anciano
para toda la eternidad: convertirse en río en su próxima reencarnación, una
corriente fluvial sagrada en el que los hombres buscaran la purificación de sus
cuerpos y sus karmas.
La adoración del río es tan antigua como los propios cultos hinduistas. Ya
en el libro del Rig-Veda, la más temprana entre las primigenias escrituras sacras
del hinduismo, se hace referencia a su existencia como enclave santo, aunque se
le antepongan en trascendencia el Indo y el Sarasvati. Desde entonces, la Maa
Ganga (Madre Ganga) ha expiado tantas almas sumergidas en sus aguas que el
seno de Brahma debe de estar tan poblado como la suma de millones de orillas
del Ganges.
Los creyentes recorren largas distancias hasta el Río para incinerar los
cadáveres de sus familiares en su ribera y arrojar las cenizas a sus aguas. Los
evangelios mayores de la fe hinduista sostienen que así se aligera el paso ―y el
peso― del atman (alma) del muerto en su tránsito desde el mundo denso al sutil.
Existe, además, la creencia de que si uno bebe agua de la Madre Ganga con
su último aliento, su alma alcanzará la salvación eterna sin más trámites. Es por
esto que, tras peregrinar a Benarés, los santones y los saddhus llevan siempre
consigo un pozal con agua del Ganges, por si la muerte los sorprende lejos de la
madre eterna.
Aparte de los pecados del alma de muertos y moribundos, el Río cura
también las enfermedades del cuerpo de los vivos. Algunas versiones del mito
narran que el Ganges surgió del sudor del pie de Visnú, la deidad protectora de
la creación, quien preserva el mundo de cambios. De ese modo, junto a la
salvación de las almas, el origen orgánico y divino de las aguas de la Madre
Ganga otorga al río también la facultad de sanar la salud corporal, contribuyendo
así a que la vida terrena se mantenga.
Tal es el motivo por el cual a los agonizantes se les baña en sus aguas para
atenuar los dolores, igual que los enfermos buscan allí la curación milagrosa a
sus padecimientos y los sanos refuerzan sus defensas naturales bebiendo y
mojando sus cuerpos en su savia benéfica.
Como mínimo una vez en la vida el hindú ha de sumergirse en su caudal y
realizar las abluciones sagradas, de otro modo su karma quedará incompleto para
continuar el ciclo de las reencarnaciones. Por eso tantos fieles peregrinan hasta
las grandes ciudades santas del hinduismo que se asientan en su cauce, como
Benarés, Haridwar y Rishikesh.
Al contrario que uno, que sólo surcaba sus aguas por andar y ver ―y en
poco se diferenciaba de los demás turistas que copaban las otras barcas―,
quienes tomaban su baño matinal, ejecutaban ritos milenarios y se sumían en la
oración ansiaban con todas sus fuerzas la salvación de su alma. Resultaba
vergonzoso que, sólo por dinero, intenciones tan profundamente trascendentales
hubieran de ser realizadas ante un público de rostros pálidos cazadores de
exotismos, armados de cámaras fotográficas que retrataban las intimidades y las
vergüenzas de los que no poseen mucho más que eso.
XI
EL MANIKARNIKA GHAT


El disco de fuego arde ya sobre la llanura, y mi memoria se concentra en las
columnas de humo que comienzan a distinguirse en lontananza. Provienen del
Manikarnika Ghat, cuya actividad incineradora nunca cesa. El ambiente se
enrarece por momentos según nos deslizamos al compás de los remos de Caronte
hacia el ghat de mayor raigambre entre los creyentes para incinerar a sus
muertos. Toneladas de madera apilada cubren los escalones de piedra por
doquier. Las nubes de humo ascienden dispersas hacia el cielo sucio y nos
envuelven. Huele a sándalo y desencarnación.
Una lengua de arena se abre entre los peldaños y la orilla del río, sobre la
cual arden varias piras funerarias. Entre las llamas se adivinan los contornos
deformados y oscuros de los cadáveres. A su alrededor, pequeños grupos de
hombres contemplan los fuegos con gesto apesadumbrado, y junto a cada pira,
destaca un hombre con la cabeza rasurada, tan cerca de la lumbre que el cráneo
le brilla bañado en sudor.
Es una escena perturbadora. Como en todo funeral, se hace extraño llegar
con el cuerpo de una persona amada que hasta el día de ayer era parte de tu vida
y volver a casa sin ella. En los enterramientos occidentales al menos se mitiga la
pérdida colocando una losa de piedra con un nombre y una imagen que medie
entre el cadáver que se consume y los que lo recuerdan cuando aún vivía. De
algún modo, existe un lugar adonde podrán volver a visitarlo en los días de
zozobra quienes lo quisieron, por estúpido que tal consuelo resulte. Tal es, a mi
juicio, la función de los túmulos y las lápidas: un bálsamo marmóreo contra la
maldición de la memoria.
Al incinerar el cuerpo, sin embargo, se elimina todo vestigio de su anterior
presencia, haciéndolo desaparecer y reduciéndolo a un puñado de polvo y
cenizas grisáceas que arrastrará un río cuajado de aguas fecales. No es un destino
deseable para ningún ser querido. Y he de confesar que la visión de esos fuegos
produce en mí, ajeno por completo a la reminiscencia de quien se retuerce entre
las llamas, un sentimiento profundamente descorazonador.
A esta altura, el barquero vira en redondo para volver al punto de partida.
El Manikarnika Ghat está muy alejado del bullicio de los ghats más transitados,
pocos turistas se asoman a sus humaredas si no es desde las barcas que contratan
al alba. Regresamos cuando el sol ya busca su cenit y la temperatura empieza a
molestar en la nuca.
Nadie puede permanecer impasible tras asistir en primera línea de fuego a
la arrolladora danza de la muerte en los ghats de Benarés. Los pasajeros
volvíamos cabizbajos y taciturnos, muy alejados los unos de los otros,
ensimismados con las ondas divergentes que describía el casco de proa en las
aguas plomizas, a solas con nuestros propios pensamientos.
XII
EL FUNERAL


Los ghats de Benarés sólo constituyen una franja de la ciudad. Toda una urbe
detenida en el tiempo se extiende hacia el oeste de las márgenes del Ganges
entre la algarabía de los lugareños. Mientras paseaba por su centro, un hervidero
humano y animal, se escucharon gritos en una bocacalle próxima. Todas las
miradas se dirigieron a un grupo de hombres que transportaba un cadáver sobre
una angarilla recubierta de sedas y trozos de tela brillante que refulgían bajo el
sol cenital. Rugían como leones llorando a sus muertos, mientras se abrían paso
al trote a través del caos circulatorio de la calle en dirección al Manikarnika
Ghat.
De pronto, todo el tráfico se había detenido para dejar paso a la comitiva
funeraria, que se alejó entre alaridos desgarrados por las angostas callejuelas que
conducían al Ganges, momento que aproveché para atravesar la avenida, en
tanto que el hormiguero volvía a su anarquía habitual, y seguir al séquito fúnebre
hasta el ghat de las cremaciones.
Es práctica común llevar a los muertos en procesión por la ciudad antes de
dirigirse a los crematorios. El paso al trote, la voz en alto, el muerto en volandas.
Los indios mueven cielo y tierra para traer a Benarés los restos mortales de sus
familiares, así sea del más extremo confín del país. Aunque cada vez en menor
cuantía, hubo un tiempo no muy lejano en que los dolientes transportaban
cadáveres hasta Benarés atados sobre las bacas de los coches, o en el maletero, a
lo largo de cientos o miles de kilómetros recalentándose bajo el plomo fundido
del sol de las carreteras. Los había incluso que los trasladaban desde sus lugares
de origen en el interior de los trenes, junto al resto de pasajeros, como un bulto
más en el equipaje. Cada cual utilizaba el vehículo acorde a sus posibilidades,
desde coches privados hasta taxis, incluyendo rickshaws y tuk-tuks (rickshaws
motorizados) de varia lección. Hay viajeros que afirman incluso haber visto
cargar muertos en bicicletas, llevándolos en vilo hasta las hogueras del Ganges.
El rastro de la muerte en el aire me condujo a través de retorcidos
callejones donde no llegaba un rayo de sol, hasta que vi abrirse ante mí el cielo
ahumado del Manikarnika Ghat entre los muros altos de piedra.
Lo primero en lo que la vista se posaba era el espectáculo fantasmagórico
de las piras ardiendo destacadas sobre el lienzo del río. Varios fuegos consumían
los cuerpos de los muertos, mientras sus deudos contemplaban durante largo rato
cómo las llamas acababan con la prisión del alma de quienes ya no la habitaban
más.
Esta vez la perspectiva había cambiado respecto a la del día anterior. Ya no
contemplaba la escena como un simple espectador desde la platea del río, sino
que ahora estaba yo allí, y me implicaba como figurante, moviéndome en el
propio escenario.

XIII
RAJU


Enseguida se plantó ante mí un chico. Se identificó como Raju, y me informó de
que aquella zona estaba reservada sólo para los familiares de los incinerados,
aunque se ofrecía a mostrarme un mirador con una vista excelente del ghat,
desde donde poder observar con total libertad las cremaciones.
Lo miré con indiferencia, y él me devolvió una sonrisa. Un guía
improvisado tal vez no me viniera mal, después de todo.
De manera que lo seguí hasta un edificio que no sabía uno muy bien si
estaba abandonado y amenazaba ruina o es que simplemente nunca había sido
ocupado. Las paredes exponían su desnudez sin comedimiento alguno, y en la
parte trasera, donde debería haber un jardín, se levantaba una escombrera de
varios metros de alto sobre la que habían crecido los matorrales y las ortigas.
Ascendimos por unas escaleras de cemento hasta la primera planta, donde
había una anciana sentada en medio de una habitación vacía, junto a un hombre
que dormía vuelto de espaldas sobre el suelo áspero y descarnado.
Tal vez se tratara de una de esas viudas que deambulan como espectros
blancos por Benarés, repudiadas por una sociedad que las obliga a terminar sus
días alejadas de cualquier contacto humano. De los treinta y tres millones de
viudas que languidecen a lo largo y ancho de la India, sólo en Benarés
sobreviven cien mil de ellas, mendigando por las calles. Existen centros
dedicados donde se las acoge, se les da de comer y se procura ofrecerles cierta
independencia económica enseñándoles a coser y bordar.
Abolido por ley el rito tradicional del sati (práctica mediante la cual la
viuda se arroja a las llamas de la pira funeraria de su marido), una mujer que
enviuda es condenada de por vida al ostracismo más atroz. Al contrario que a los
hombres, a estas mujeres se les obliga a volver a la casa de sus padres y pierden
todo derecho sobre las posesiones compartidas con su marido. Se les impone,
además, que vistan de blanco por completo, que modifiquen la forma de la señal
del bindi de su frente y, en el momento de enviudar, se les afeita la cabellera.
Estigmatizadas de por vida, su condición de apestadas y la irritante superstición
de los analfabetos lleva a tales extremos como creer que encontrarse con ellas es
de mal agüero, o que su sombra, con sólo rozar a una mujer casada, le causará
desgracias terribles.
XIV
EL PRECIO DE MORIR


Dejamos a la vieja de blanco y al individuo durmiente en el piso inferior y
alcanzamos la azotea del edificio, desde la que, tal como me había prometido
Raju, se divisaba una panorámica perfecta del Manikarnika Ghat, de toda la
ribera y los tejados terrosos de Benarés.
―Este edificio es propiedad del hospital de la Madre Teresa ―señaló
Raju.
Asentí, sin hacer comentario alguno. En realidad no quería saber quiénes
eran la anciana y el hombre en el suelo de la primera planta, ni dónde estaban los
enfermos si aquello era un hospital.
Asomados a la terraza, permanecimos unos momentos contemplando el
crepitar de las hogueras y los ritos de quienes las velaban. Atrajo mi atención la
actividad de los trabajadores que transportaban la leña desde los enormes
rimeros que ocupaban todo el espacio del ghat hasta la orilla de arena sobre la
que descansaban las piras funerarias.
―Son los doms, una casta de parias ―me aclaró Raju―. Es la única casta
que se rebaja a una tarea tan indigna como lo es manipular a los muertos y
recoger sus restos. Bueno, al menos se les concede un premio: se les permite
rebuscar entre las cenizas de quienes acaban de arder, por si encuentran alguna
joya de valor que haya sobrevivido al fuego. Colgantes, pulseras, anillos, muelas
de oro y cosas por el estilo. A veces incluso tienen suerte.
Se trataba de hombres con el torso desnudo, extremadamente flacos y
negros por las condiciones en las que ejercían su oficio. Interminables horas
cargando y descargando kilos y kilos de troncos, subiendo y bajando desde las
plataformas superiores hasta el río bajo el peso lacerante del sol incandescente.
El sudor de sus espaldas oscuras, recubiertas de cenizas adheridas de los muertos
y surcadas dramáticamente por el costillar, reflejaba la claridad anaranjada de las
hogueras. Se afanaban en su trabajo sin descanso. En verdad, muy mal tiene que
haberse conducido uno en vidas anteriores para tener que pagar las
consecuencias reencarnándose en un paria, un intocable, soportando un karma
que le obliga a ejercer, durante toda una vida de penitencia, poco menos que de
bestia de carga. Su sueldo, con seguridad, no sería muy prometedor.
―Bueno, ¿es que no has oído hablar de mí? ―prorrumpió Raju de repente.
La voz del muchacho me desvió de mis ensoñaciones. Sonaba impaciente,
como si llevara un buen rato aguantándose las ganas de hacerme esa pregunta.
Quizá esperaba una respuesta que le complaciera, pero no supe qué contestar.
―Deberías haber oído hablar de mí ―continuó, contrariado―. Soy muy
famoso aquí en Benarés. Todo el mundo me conoce, y muchos viajeros me han
incluido en sus libros.
―Ah, ¿sí? ―respondí con sorna―. Entonces es todo un honor.
El se rió orgulloso, ajeno por completo a mis ironías, y se dedicó entonces
a ilustrarme sobre la vida en el principal ghat de incineraciones de la ciudad más
santa para el hinduismo.
―Teniendo en cuenta esto ―decía el chico―, y que la mayoría de los
visitantes de Benarés quiere morir o ser incinerado a la orilla del Ganges, puedes
hacerte una idea de la cantidad de cremaciones que tienen lugar en el
Manikarnika Ghat. Traen cadáveres de todas partes de la India para quemarlos
aquí, junto a la Madre Ganga. La actividad no cesa, como ves. Incluso se
encienden varias piras funerarias simultáneamente, incluso de noche.
―He oído ―inquirí― que quemar a los muertos cuesta mucho dinero.
―Sí, mucho. Aunque, precisamente por eso, cada vez viene menos gente,
porque ahora han inventado unos crematorios eléctricos muy baratos en los que,
por sólo unas dos mil quinientas rupias (cincuenta euros), hacen el mismo
trabajo.
―¿Y cuánto vale incinerar aquí con leña?
―Para que el cuerpo se consuma ha de arder unas dos o tres horas, y para
ello se necesitan unos doscientos kilos de madera. Eso, a ciento cincuenta rupias
el kilo de leña, se traduce en unas treinta mil rupias (más de quinientos euros).
Ocho mil rupias más que la renta per cápita del país, dije para mis adentros.
Pocos habitantes podrían permitirse semejantes cifras.
―Se puede pagar menos ―apostilló―, pero se echará menos leña a la pira
y el cuerpo habrá que lanzarlo al Ganges calcinado a medias.
Ante la visión en mi gesto de la imagen que el muchacho había evocado,
Raju soltó una sonora risotada. Y me indicó que le siguiera hasta otro lateral de
la terraza, que dominaba una zona del ghat donde se almacenaban más pilas de
leña.
―¿Ves ese montón de troncos más oscuros que el resto? Eso es sándalo.
Señalaba varios montones de madera negra bien empaquetados junto a la
pared. Se trataba de una mera mota azabache en mitad de las enormes pilas de
leña vieja y común que servían para las cremaciones al uso. Parecía como si
aquellos troncos oscuros llevaran allí años sin utilizarse.
―Antiguamente todas las cremaciones se hacían con sándalo, que es la
madera noble de los dioses, pero la cantidad necesaria para una incineración
cuesta hoy unas cuatrocientas mil rupias (algo más de siete mil euros) ―aclaró
el chico―. Casi nadie puede afrontar ese gasto, sólo los mercaderes que han
hecho fortuna y la gente de casta superior. Los demás han de conformarse con
introducir una bolsita de tablillas de sándalo entre la leña de la pira de su
pariente.
XV
EL OLOR DE LOS MUERTOS


Raju me explicó entonces que la fe hinduista obliga a peregrinar al menos una
vez a Benarés, ya sea en vida o amortajado. Se cree que incluso Shiva vivió en la
ciudad en los tiempos mitológicos. Tan sagrada es que morir en ella asegura la
moksha, la liberación del alma de las cadenas que la aferran a la rueda de las
reencarnaciones, porque el Ganges nació del agua del kamandalu de Brahma, el
creador. Por eso se le atribuye a la Madre Ganga la génesis de la vida. Morir en
su seno cierra, pues, el círculo existencial, significa el regreso al útero de la
creación, devuelve el alma al Universo.
Tal es la razón por la cual tantos ancianos, venidos de todas partes del
subcontinente indio, deambulan como muertos vivientes por los rincones
salpicados de orín, desnutridos, debilitados por el peso del tiempo y el propio
abandono sobre sus huesos viejos, sobreviviendo mediante parcas limosnas a la
agonía perenne de quien busca entornar los ojos de una vez por todas, anhelando
una muerte que nunca llega, mientras se arrastran, amparados en las sombras de
los callejones y el calor maternal de las tablas, como toros moribundos, hacia ese
lugar al que terminamos todos por llegar tarde o temprano.
Benarés es también un enclave santo para el budismo, pues el mismísimo
Buda la incluyó entre los lugares de su peregrinación santa, junto con Lumbini,
Bodhgaya y Kushinagar. Cerca de donde nos encontrábamos, una stupa
(relicario budista con forma de montículo) señalaba el lugar donde Buda
encontró sus primeros discípulos. Más tarde, no muy lejos de Benarés, en una
población llamada Sarnath, entre los árboles del célebre Parque de los Ciervos,
Buda enunciaría su primer sermón a sus discípulos, en el que reveló las Cuatro
Nobles Verdades: que hay sufrimiento, que el sufrimiento tiene una sola causa y
es el deseo, que hay posibilidad de lograr que cese el sufrimiento y que existe
una vía para conseguirlo.
Pocos extranjeros, casi ninguno, se aproximan al Manikarnika Ghat. Queda
muy retirado del centro de atracción turística de Benarés. Por respeto está
prohibido, para los pocos que por allí se acercan, hacer fotografías o andar entre
las piras funerarias, al igual que ningún desconocido se pasearía alrededor del
féretro en uno de nuestros entierros. Los hindúes son extremadamente reacios a
permitir que Occidente sea testigo de lo que allí acontece. Y corren rumores de
que no hace mucho mataron a un turista japonés que intentó fotografiarlos. Así
las cosas, si no puede hacer fotografías, el turista apenas muestra interés por un
lugar donde simplemente queman cadáveres, donde cientos de kilos de leña
arden en las piras a diario y las ascuas humean oscureciendo el cielo las
veinticuatro horas del día, donde la repulsión que provoca al ignorante
ensombrece la fascinación que evoca en quien sabe mirar.
Por extraño que pueda parecer, ni el Ganges ni el humo de las
incineraciones huelen mal. Raju aseveraba, mientras el humo nos sofocaba y
escocía los ojos cuando el viento cambiaba de dirección, que es un milagro que
no huela a cuerno quemado, sino que el olor sea casi neutro, un poco dulzón
incluso, en absoluto desagradable. Tal fenómeno respondía, a su parecer, a la
sacralidad del enclave.
Y tenía razón en lo primero, en verdad se trataba de un olor vago de textura
suave y perfumada. Indefinido, cuando menos.
XVI
LA DESAPARICIÓN DEL CUERPO


Las cremaciones se llevan a cabo en el más absoluto silencio. Toda la ceremonia
se ve envuelta por un velo de solemnidad que oculta la tragedia de la pérdida
ante los ojos de los dolientes. La muerte, al fin y al cabo, como la propia vida, no
es más que un tránsito hacia la próxima existencia, un puente entre sucesivas
reencarnaciones o, si el finado ha alcanzado la iluminación interior y ulterior, la
vía de destrucción de la rueda del samsara.
Hileras de angarillas sobre los hombros de los familiares transportan a los
muertos envueltos en papeles, refajos y cintas de colores brillantes hasta las
orillas del río. Allí los sumergen por última vez en el Ganges antes de emprender
el viaje hacia los ínferos.
Toda presencia femenina está prohibida en las incineraciones. Según se
cree, las lágrimas de las mujeres son un mal augurio, un lastre terreno que
impide la separación íntegra del alma de su sepulcro ―el soma sema
pitagórico― para aquél que busca su camino entre la espesura del más allá.
Los asistentes a la ceremonia, que son familiares, deudos, amigos, incluso
niños, purifican el cuerpo en las aguas del Ganges y lo dejan secar. Después, con
el cadáver ya sobre la madera de la pira, el primogénito del fallecido, con la
cabeza rasurada por completo, enciende la hoguera con un vástago del Fuego
Eterno de Shiva.
Después de tres horas ardiendo, que son las que transcurren hasta que el
cuerpo se consume por completo, se recogen las cenizas y se esparcen por el
Ganges. Tan sólo hay una parte del cuerpo que nunca se destruye, que
permanece particularmente incorruptible por el pasto de las llamas: las caderas
de las mujeres y el pecho de los hombres.
Las caderas de las mujeres y el pecho de los hombres. Me pregunto si el
motivo de que así sea se debe a una casualidad de la naturaleza o responde a su
naturaleza causal. Se me ocurre que, en la gestación del feto, la única parte del
esqueleto femenino que lo protege son los huesos de la cadera. En el hombre, en
cambio, la fuerza del esqueleto reside en la coraza que cubre el corazón, el
aliento último de la vida. Tal vez no sea demasiado aventurado sugerir que,
producto de la evolución, mientras que la protección del pecho del hombre
comporta la pervivencia del clan ―su presente―, en la mujer el resguardo del
fruto de su seno constituye la continuidad y el futuro de la tribu.
Sin embargo, las mujeres embarazadas, los niños, los santones, los saddhus
y las personas que han fallecido por muerte violenta o enfermedad no pueden ser
incinerados, pues se cree que su karma no ha sido completado. Por esta razón se
devuelven sus cuerpos sin incinerar al caos líquido del Ganges, amarrados a una
gran roca que los arrastrará a las profundidades del río, donde yacerán y se
diluirán en las aguas de la vida eterna hasta su próxima reencarnación.
XVII
EL FUEGO ETERNO DE SHIVA


Pronto la humareda de las fogatas se volvió tan sofocante que tuve que bajar de
allí. Los golpes de viento dirigían el humo hacia la terraza, que hacía el aire
irrespirable. Decidí trasladarme hasta otro mirador que había avistado desde la
azotea, más agradecido con sus moradores.
Al descender hasta la primera planta, la anciana seguía en el mismo sitio,
sentada en cuclillas sobre una sábana blanca, mientras que el tipo de antes había
desaparecido. Raju me pidió que le dejara un pequeño donativo a aquella mujer.
―Recolectamos dinero para incinerar a los indigentes y los ancianos que
mueren solos en las esquinas ―me reveló el chico―. También para ayudar a las
familias que no pueden pagarse crematorios. De paso también les damos de
comer. Aquí al lado está el hospital de la Madre Teresa, donde cuidamos de los
desahuciados que vienen a morir a las orillas del Ganges, y la comida no nos sale
gratis, como comprenderás.
De lo que me contaba el muchacho no me creía ni la mitad. Pese a todo le
seguí el juego y me arrodillé, tal como me pedía, junto a la venerable señora,
que, según seguía explicándome Raju, trabajó con la propia Madre Teresa.
Ahora esperaba su hora ayudando, mientras le quedaran fuerzas, a los
moribundos de Benarés. Vestía velo y sari blancos, inmaculados. Como las
viudas de Benarés. Sobre el pecho le caía una exigua trenza de cabello grisáceo
y seco. Las gafas que llevaba eran de grueso cristal de aumento, lo que le daba a
la anciana una apariencia grotesca, los ojos antinaturalmente grandes hundidos
sobre el rostro enjuto y ajado.
Aunque pareciera una momia, la vieja alzó los brazos y me impuso las
manos, sosteniéndolas sobre mi cabeza.
―Las donaciones ―me informó Raju― se suelen hacer en función del
número de kilos de leña con los que deseas colaborar. Lo mínimo es colaborar
con tres kilos por persona. Quinientas rupias.
Torcí el gesto. ¿Diez euros por persona? Verdaderamente el descaro de
estos pícaros no tenía límite. Eso contando con que no me estuvieran vendiendo
patrañas. Si me decidía a darle algo a aquella anciana sería en pago por las
atenciones de Raju, no por los kilos de leña para indigentes que nunca llegarían a
consumir sus cuerpos.
―Colaboraré con un kilo de leña ―sentencié.
Raju tradujo mis palabras a la anciana, y ahora quien arrugaba el gesto era
ella. Protestó y sacó un torrente de voz que resonó en toda la estancia. Parecía
increíble que una potencia tal saliera de un pecho tan flaco y agostado como el
suyo.
―Dice ―tradujo Raju― que si se divide la cantidad de leña que a cada
persona le corresponde pagar, también se dividirá la bendición y será incompleta
para tu karma.
―Entonces dile que un tercio de la bendición será más que suficiente ―le
respondí―, ya me han curado el karma bastantes veces antes de llegar aquí.
El ritual terminó pronto. La vieja se mostró verdaderamente molesta por mi
actitud, y no sabía uno muy bien si lo que bisbiseaba seguían siendo bendiciones
o se habían transformado éstas en abiertas maldiciones hacia mi sufrido karma.
Me largué de allí a toda prisa, por si le daba a la vieja por echarme algún
mal de ojo ―el de la glándula pineal― que me dejara fulminado en mi huida.
Raju entonces me llevó por un pasadizo que desembocaba en el callejón
por donde entraban los séquitos funerarios que transportaban las angarillas hasta
el lugar en el que las piras humeaban a la orilla del Ganges. Subimos unas
escaleras envueltas en la penumbra y recorrimos más galerías estrechas hasta
detenernos a la entrada de una plataforma cubierta por soportales, donde un
grupo de hombres formaba un semicírculo alrededor de una candela que ardía
sobre un altar.
―¿Has oído hablar alguna vez del Fuego Eterno de Shiva? ―anunció
Raju.
Se me abrieron los ojos como platos. El Fuego Eterno de Shiva es la llama
primigenia de la que proceden todas las cremaciones que han ardido en el
Manikarnika Ghat al hilo de más de tres mil años. Prueba de su magnanimidad,
fue entregado por el mismísimo dios de la destrucción a un paria a orillas del
Ganges, otorgándole a él y a su descendencia la autoridad para administrar su
llama, con la condición de protegerla eternamente de su desaparición. A partir de
ese momento, toda incineración en aquel mismo lugar se prendería con un
vástago del fuego primordial. Shiva velaría así por el destino ultraterreno de
quien ardiera en las hogueras de Benarés, la ciudad consagrada a su divinidad.
Así nació el Manikarnika Ghat.
Eso ocurrió hace tres milenios. Desde entonces el fuego prometeico
otorgado a los hombres jamás se ha extinguido, y es la familia de aquel paria
alumbrado por la gracia divina quien se ha lucrado siglo tras siglo con la venta
de antorchas procedentes de la candela primigenia.
Y allí estaba, frente a uno, el Fuego Eterno de Shiva. Sus ascuas ardían
sobre un altar de ladrillos de adobe, flanqueado por dos austeras columnas
rectangulares del mismo material pintadas de rojo. Aparte de esto, ningún
ornamento proclamaba que se hallaba uno en presencia de una de las reliquias
más sagradas, si no la más, de la fe hinduista.
Desde el altar se divisaba todo el panorama del ghat, y entre ambos pilares
podían encuadrarse las fogatas que llameaban a lo lejos, cerca del Ganges, hijas
de la llama celestial, mientras la tarde se disolvía en las aguas del Río.
Mientras tanto, contemplaba arrobado el crepitar del Fuego Eterno por
encima del hombro de sus guardianes. Aquella lumbre milenaria había brotado
de las propias manos de un dios. Y su visión desnuda y cercana, palpable, al
alcance de la propia mano, hacía poco a poco crecer en mi interior la náusea del
vértigo.
Sus guardianes, sentados en el suelo, charlaban entre sí sin quitarme el ojo
de encima. Para quienes la guardaban desde hace milenios, la cercanía de la luz
divina, al contrario que a mí, no parecía deslumbrarlos. Lejos de hacerlo,
algunos sostienen haber visto a estos mismos hombres asar patatas sobre sus
brasas.
XVIII
EL ÚLTIMO ADIÓS A LA INDIA


Hoy me he acordado de Darjeeling. Han transcurrido varios meses desde que
regresé de la India, pero hace un momento, cuando he ido a lavarme las manos,
he notado un vacío, algo que faltaba. A veces la coraza de la rutina puede llegar
a romperse por un pequeño detalle sin importancia. De repente algún resorte del
mecanismo de la normalidad deja de funcionar. Hoy, por primera vez, he
reparado en que mis pulseras habían desaparecido. Entonces me ha asaltado el
recuerdo de la India, de Darjeeling… y de aquella chica con miel en los ojos.
Las pulseras se desprendieron hace unos días de mi muñeca. Una de ellas
era el famoso «pasaporte de Pushkar» que los pícaros de aquel pueblucho, uno
de los cinco lugares de peregrinación santa del hinduismo, insistían en colocar, a
cambio de unos cuantos cientos de rupias, a todo rostro pálido que pusiera los
pies en el recinto de templos alrededor del lago sagrado.
La otra pulsera procedía de Calcuta, del templo de la diosa Kali, donde
intentaron timarme, como siempre. La mayoría de los rituales que los brahmanes
(sacerdotes hindúes) celebran en presencia de extranjeros son ritos de bendición,
a veces acompañados de bautismo si tienen lugar en un ghat a orillas de un río o
un lago. Los componentes finales de estos rituales son la ofrenda de flores al
dios, la quema de incienso y el sello litúrgico, que se cierra simbólicamente con
una pulsera de hilo entrelazado con los colores sacros rojo y azafrán en la
muñeca de quien recibe la buenaventura. El monje te advierte de que este sello
no debe romperse bajo ningún concepto, pues sólo cuando se desprenda por el
desgaste del tiempo culminará el ritual y serás bendecido por completo.
Con el paso de los meses ambas pulseras se fueron fundiendo, trenzándose
entre sí, aflojándose, desgastados ya los colores luminosos originales, hasta que
hace poco, al remangármelas para enjabonarme las manos, se cayeron marchitas
al lavabo. El círculo se había cerrado.
Cuando hoy iba a deslizarme las pulseras a lo largo de la muñeca, como
cada vez antes de coger la pastilla de jabón, me he topado con su ausencia, con
el brazo desnudo, como el vacío de un miembro amputado que aún sintiera en su
sitio. Y su falta me ha evocado la memoria de aquella hermosa chica de
Darjeeling. Cómo olvidar su cara iluminada, su gesto fruncido de curiosidad,
preguntándome por aquellas pulseras, clavándome su mirada inocente de ámbar,
en aquel cementerio asomado al abismo blanco del Himalaya…
Aislada de las regiones vecinas, la ciudad de Darjeeling descansa plácida y
sublime sobre la falda de una cadena montañosa fecunda de exuberancia, y
observa el mundo desde la altura de las nubes, recortándose sobre un lienzo azul
al abrigo del espinazo de nieves eternas del Himalaya.
No en demasiadas ocasiones, a lo largo de sus viajes, da uno con paraísos
en la tierra como esta escarpada población de montaña. Copada por cientos de
hectáreas de plantaciones del celebérrimo té homónimo por el que Darjeeling es
conocida, lejos quedan las desérticas planicies y los cultivos baldíos castigados
por el sol y la sequía de la mayor parte de la India, país al que, por cosas que
sólo atañen a los hombres, pertenece Darjeeling. Y si digo que su anexión
territorial sólo obedece al capricho humano es tanto por su condición de monte
olimpo terrenal como por su altura de miras, tanto por la desconexión mundana
que brindan los miles de metros sobre el nivel del mar como por ser una región
que apenas muestra indicios que le hagan a uno pensar que todavía se encuentra
en la India.
Luego está su peculiar situación de cruce de caminos, a tiro de piedra del
Tíbet, de Nepal, de Bután y de Bangladesh, bajo la mirada serena y magnífica de
la cordillera del Himalaya. Tanto es así que parece más bien obra de la
casualidad que el territorio haya quedado bajo el gobierno indio y no de
cualquiera de los otros países que la circundan.
De piel tostada y ojos rasgados, sus gentes, fundidas con el transcurrir de
los siglos en el crisol de metales nobles que constituyen las encrucijadas, son en
todo momento un ejemplo de bondad y tranquilidad en su forma de vivir que no
se encuentra en todas partes en la India. Sus gestos no transmiten hostilidad ni
suspicacia hacia el visitante, ni sus ademanes importunan cuando se camina por
la localidad.
Y como suele ocurrir, la mezcla influye con claridad en la religión y sus
ritos. Mientras uno deambula por las calles de cuestas empinadas, entre casas
asentadas entre la espesura y apoyadas sobre árboles añosos en la propia ladera,
puede encontrarse tras cualquier esquina un templo hindú con su aroma
inconfundible a inciensos de lavanda y sándalo, una stupa budista rodeada de
lamas vestidos de vino y azafrán, o incluso imágenes de Vírgenes y cruces
desperdigadas por las terrazas sobre la falda de la montaña.
Me ocurrió una tarde que, paseando por entre las casas colgantes próximas
a las vastas plantaciones de té de Darjeeling, llegué a un pequeño rellano que
rompía la pendiente de verdor que yo descendía en aquel momento. Se trataba de
un recinto vallado, próximo a un cementerio, en cuyo frente una barandilla
limitaba con el abismo. Rodeada de pequeñas cruces de metal, la imagen de una
Virgen tocada de blanco y celeste en el interior de un remedo de altar con
cristalera presidía el enclave.
Las representaciones de Vírgenes sólo se dan en la religión católica, por lo
que en la India, de pasado colonial inglés y, por tanto, protestante, no me había
cruzado hasta entonces con ningún signo de catolicismo. Aquello me hizo
pensar, pues, en una posible manifestación religiosa de alguna comunidad
inmigrante nepalí en Darjeeling.
Andaba yo en estos pensamientos, cuando, sin darme apenas cuenta, me
descubrí sentado sobre unas escaleras en aquel paraje tranquilo abierto a un
firmamento de cumbres y montes nevados que forman la columna vertebral del
Himalaya, respirando el aire de los desfiladeros al fresco del ocaso, un poco
viendo las ruedas rodar.
Entonces pasó por allí una hermosa joven que apenas rozaría los dieciocho
años, una flor encarnada de rododendro en aquel jardín de cruces blancas. Se
acercó a la imagen de la Virgen, hizo la genuflexión y la señal de la cruz sobre la
frente, la boca y el pecho. Después juntó las palmas de las manos y oró.
Desde mi punto de observación podía contemplar su perfil chato de
armoniosas facciones orientales, sus ojos finos y entornados en la circunspección
de la plegaria. Cuando hubo terminado, volvió a santiguarse. Fue entonces, al
abrir los ojos, cuando descubrió mi presencia; y por su gesto pareció sentirse
incomodada al tener a un extraño como testigo de un acto tan íntimo como el de
la oración. Yo, por mi parte, esbocé una leve sonrisa amable para intentar
confortarla. Ella también sonrió, y vino, para mi sorpresa, a sentarse a mi lado en
los escalones.
Me contó que se llamaba Mary, un nombre cristiano, y que además era
católica. Mientras me hablaba apenas podía sustraerme del encantamiento de su
mirada rasgada de miel y su exotismo perfilado de henna. La naturaleza había
sido verdaderamente espléndida a la hora de concederle sus talentos.
Me interrogó sobre las pulseras, cuestión que parecía interesarle mucho, y
charlamos durante un rato sobre nuestras respectivas vidas, con sus proyectos y
sus esperanzas, con sus secretos y sus silencios. Todo apresurado, como si el
tiempo cupiera en una frase. Suerte que uno está acostumbrado ya a este tipo de
conversaciones efímeras entre desconocidos cuando viaja.
Hablamos mientras el sol alargaba las sombras, hasta que ella recordó que
se le hacía de noche y se incorporó para marcharse. Nos despedimos con una
sonrisa y un simple gesto de la mano. Ella, al pasar al lado del altar de la Virgen,
volvió a persignarse al tiempo que se arrodillaba levemente. Luego me miró por
última vez y desapareció entre las siluetas de la noche que comenzaba a inundar
el cielo, como si jamás hubiera existido, con la estela de confusión, entre
realidad y espejismo, que dejan los sueños en el paladar.
Todos esos recuerdos, las montañas, las plantaciones, las nubes, las cruces,
las voces, el crepúsculo, la miel y los ojos, quedaron allí, muertos, como el hilo
de las Moiras, partidos en dos sobre la superficie pulida del fondo del lavabo.






BILLETE DE VUELTA
«Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece
que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día
que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una
cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que
aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de
lo que lo causaba, y me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en
inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una
esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.»
MARCEL PROUST, En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann (1913)



«Los recuerdos llegaron en tropel, como hijos de un espasmo imprevisto.»
ANDRÉS TRAPIELLO, Salón de pasos perdidos: Do fuir (2000)



«Normalmente sabía cómo guardar la distancia, mantener alejados los fantasmas, pero aquella
mañana algo removió en mi interior los recuerdos, como una repentina tormenta de nieve en una
bola de cristal. Probablemente fue el olor de las calderas, la neblina, el frío invernal, el espíritu del
aceite caliente de los churros flotando en la esquina del mercado. La grasa empapaba el papel
marrón igual que la memoria el tiempo.»
DAVID TORRES, Niños de tiza (2008)
I
EL FIN DEL VIAJE


El viaje no terminó aquí. Tras Benarés y Darjeeling, me dirigí hacia el norte,
internándome en las altas montañas de Nepal, que anticipan el advenimiento del
gran espinazo del Himalaya. Durante semanas había buscado sus cumbres
blancas entre los cielos nublados septentrionales, donde parecían tan cercanas
que incluso podían tocarse si uno alargaba los dedos hacia sus nieves
imperecederas. Más tarde regresaría hacia el sur, deteniéndome en la hermosa
ciudad colonial de Calcuta en mi camino a latitudes meridionales, inundadas por
selvas húmedas y playas de arena virgen. Y de allí, siguiendo el sentido de las
agujas del reloj, a Bhubaneswar, Puri, Konarak, Bangalore, Belur, Halebid,
Hampi, Goa, Bombay, Nueva Delhi…
Pero ésa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Ya en España, con los pies de nuevo en tierra firme, experimenté un vacío
en las tripas. No creo que el trance del salto en avión desde Nueva Delhi tuviera
nada que ver, sino que traía conmigo la nostalgia del que regresa de donde
quiere estar, la tristeza en los ojos del caído, los zapatos polvorientos por la
grava de antiguos senderos, la fragancia de los campos, el recuerdo de
conversaciones fugaces en remotos caravasares, la promesa de los reencuentros,
la ebriedad de quien camina solo, la belleza grabada en las retinas, las cicatrices
cosidas, la mirada lejana, la cabeza fría, la felicidad de los locos, la suciedad
adherida a la piel del alma del que se ha mezclado con la gente, unas cien
cuartillas manuscritas a vuelapluma al borde de los caminos, la barba crecida de
los vagabundos y algunos kilos menos en la barriga.
II
BARCELONA


Me bajé del avión en Barcelona. Arrastraba dos noches de sueño atrasado desde
que un par de días antes me encaramara al estribo de un gran pájaro blanco que
hacía el trayecto de regreso del paraíso. Dos días desde que viera diluirse su
espejismo en el vapor denso e imaginario del aparato, mientras se cernía la
oscuridad sobre las luces cada vez más alejadas de la capital india. Desde luego,
con tantas horas de trajín a cuestas, no presentaba buen aspecto ni el mejor de los
ánimos.
Me dirigía a la entrada del metro cuando tres hombres me rodearon.
Sacaron una cartera y me mostraron una placa de policía. Pues sí que traigo mala
pinta, pensé. Uno de los agentes de paisano desapareció de escena. No se
preocupe, es un control rutinario, me explicó el de la placa. Bienvenido a
España, me dije. Sobra decir que nada de esto me había ocurrido durante mi
viaje. Me pidieron la documentación y hablaron por el móvil mientras se
convencían de que no era a mí a quien buscaban. Recé para que no me
registraran la mochila, porque temí no tener fuerzas para volver a empaquetarlo
todo de haberme obligado a abrirla. Estaba tan cansado que habría preferido
abandonarla allí, destripada, en medio de la terminal. No lo hicieron, por suerte,
y pronto me devolvieron el pasaporte, disculpándose por las molestias y
deseándome buen viaje.
El siguiente tren hacia Madrid salía en tres horas, y tenía antojo de café con
porras desde hacía tiempo. El reloj marcaba las diez de la mañana. La hora
perfecta. Encontré la boca del metro, huyendo de todas esas cafeterías de diseño
para turistas y esquivando sus fotografías de capuccinos, leches en polvo y cafés
prefabricados. Me moría por un café de bar. De bar español, se entiende. En vaso
de caña, con leche sin crema ni espuma, y un par de porras, aunque fueran de
plástico. Las porras hace tiempo que las traen congeladas, nada que ver con las
que tomaba uno los domingos cuando chico, pero el café al menos sigue siendo
el genuino.
Salí del metro por la estación de tren de Sants, desde donde más tarde
viajaría hacia Madrid, y me alejé de sus instalaciones por la calle más estrecha al
alcance de la vista. Nada de avenidas y grandes restaurantes, buscaba un bar de
barrio, algo castizo. El cuerpo me pedía españolidad en vaso largo.
No hizo falta ir lejos, y entré en el primero que me salió al paso. Y fue
traspasar el umbral y reconocer el aroma a café y fritura característico. En ese
instante supe que había vuelto a casa.
Cuando me giré hacia el camarero de la barra, descubrí, estupefacto, que
era chino. A su lado, una joven, también oriental, despachaba tapas y cerveza a
otros clientes, transportistas rumanos y ucranianos por lo que pude observar
poco después. El barman me preguntó qué iba a tomar y, la verdad, me quedé en
blanco. Mis neuronas habían cogido carrerilla hacia ese café con porras
idealizado y de repente visualicé en mi cabeza cómo se precipitaban al abismo.
No es que uno subestime la capacidad del pueblo chino para hacer cafés,
más bien al contrario. De sobra es sabido que a lo que un chino se ponga
superará con creces el original. Lo malo era que lo que yo esperaba beberme era
el producto de la desidia de un camarero español, de un filtro sacudido con
cachaza ibérica y de una leche racaneada y medida a ojo de buen cubero para no
echar una gota de más en el vaso. La cosa, evidentemente, no empezaba bien,
porque además no tenían porras, de modo que me tendría que conformar con el
café.
Me senté y ojeé el periódico sin demasiada convicción. El camarero me
puso el café, lo probé y mis temores se confirmaron. Aquello era un remedo.
Seguro que el hombre aquel lo había hecho lo mejor que había podido, pero ese
café no sabía a bar. Tal vez se tratara de la leche, que no te extrañe que fuese de
soja, y bien puede ser la más saludable, pero es que cuando uno vuelve del
extranjero lo hace justamente para eso mismo. Para volver.
III
MADRID A LA VUELTA


Había vuelto la primavera a Madrid. El sol todo lo invadía. Hacía calor, a pesar
de que los termómetros electrónicos de las paradas de autobuses marcaran siete
grados. Va a ser verdad eso de la sensación térmica. Pronto tendremos que
deshacernos de los termómetros de toda la vida y sustituirlos por sensores
térmicos. El mundo está loco de atar, va cada vez a peor, y ya no se salvan ni los
termómetros, los pobres, que ya marcan por marcar, porque nadie les hace caso.
Y es que esta ciudad parece haber perdido la cabeza. Pasado el mediodía,
me encontré en la Plaza de Jacinto Benavente con que los sudamericanos ociosos
que solían reunirse allí para ver pasar las horas y los días bebiendo cartones de
vino blanco bajo la rasca de las esquinas de Madrid, ahora habían dado con un
nuevo pasatiempo. Los vi agrupados en corro alrededor de la casetilla de lo que
quizá fuese un tanque de agua o un generador eléctrico que utilizaban como
mesa. Me acerqué, como quien no quiere la cosa, y los descubrí jugando al
póquer. Apostando y todo, a la vista de los euros depositados en el centro del
tapete de chapa. Me sonreí mientras me alejaba por la calle Atocha. Una timba
callejera. Tal vez algún día, con más tiempo por delante, estaría bien unirse a
ellos y jugarse unas monedillas al abrigo del sol de marzo. Después de todo, la
vida es juego, ¿no lo dijo Calderón?
Imaginé a otros escritores novelando, de aquella simple escena sin
importancia, las historias de esos infelices que se entretenían con los naipes, sus
fatigas en sus países de origen, el cruce del Atlántico, las penalidades al pisar
España, la escasez de trabajo, sus tristezas y zozobras. Incluso podrían llegar a
armar, tirando de oficio, una obra de contenido social con cierto dramatismo.
Pero no es eso lo que pretende uno, que es más del esperpento que del folletín,
más de la imagen que de las mil palabras.
Otra imagen: al llegar a la Puerta del Sol me encontré, para mi más
absoluta estupefacción, con dos rickshaws aparcados en plena bocacalle de
Preciados. Increíble. No me equivocaba: Madrid ha perdido la cabeza.
Aunque, bien pensado, el bici-taxi como alternativa al taxi y sus precios
prohibitivos podría cuajar. Ya lo ha hecho en otras capitales europeas, como
Londres. Lo malo es que existe el metro, al contrario que en la India, donde el
rickshaw suple la falta del transporte subterráneo y además le permite a uno
adentrarse en calles polvorientas, sin asfaltar y llenas de socavones,
infranqueables para un taxi, sin sufrir demasiados percances. Incontables son las
veces que me pude montar en un rickshaw durante mi periplo indio. En más de
una ocasión, al hilo de dos meses bajo la solana y la humedad del país, tuve que
apearme en alguna cuesta imposible para ayudar al conductor que me hubiera
tocado en suerte, cuyos músculos de alambre parecían derretirse por el esfuerzo
de tirar del vehículo.
¿Rickshaws en Madrid? Tal vez como atracción turística por el centro de la
ciudad cuele, como han colado entre los guiris el alquiler de bicicletas de color
rosa con cestita de mimbre en el manillar. Y en efecto, aquellos conductores de
la Puerta del Sol con los que me crucé, ataviados con ropa cara y con pinta de
trotamundos surferos, tirados a la bartola a la espera de que alguien requiriera
sus servicios, eran dos hombres fornidos, carne de gimnasio, a todas luces
foráneos, de color. De color negro, vamos. Negocio de extranjeros. Negocio para
extranjeros.
A medida que moría la tarde, el sol se reflejaba en las fachadas de los
edificios de la Plaza de España con pinceladas gruesas de vinos y rosas en los
cristales. Las paredes ardían como empapadas en napalm, haciendo justicia a esa
fama que tienen los crepúsculos de Madrid de ser los más bellos del mundo.
Regresé al hotel, ya de noche, muerto el sol, y a mi paso por la Plaza de
Jacinto Benavente volví a sonreírme al ver a los jugadores andinos, horas
después, que continuaban con su partida de póquer callejero, esta vez a la luz
mortecina de las farolas.
Justo después, al pasar junto a mí a la salida de un supermercado, escuché
de pasada la conversación de una mujer joven con la que parecía su hija, una
niña de apenas cuatro años:
―¡Cuántas cosas hemos comprado! ―dijo la pequeña, mientras daba
cuenta de un paquete de chucherías.
―Sí ―respondió la madre, con bolsas de la compra en ambas manos―.
No sé qué habría hecho sin tu ayuda. Verás cuando se lo digamos a papá
Jaime…
Y luego desaparecieron tras una esquina. Sus palabras me dieron qué
pensar. Y ciertamente, algo de todo eso me entristeció. Aquella niña de seguro
tendría un papá, que no era papá Jaime, pero no podría estar aquel día al borde
de su cama para darle el beso de buenas noches ni velar sus sueños infantiles.
IV
CERRADO POR LLUVIA


Entonces llegó la lluvia, purificadora, devolviendo su brillo ámbar y trasnochado
a las baldosas de los paseos de Madrid. De repente, bajo el velo de la llovizna,
las calles adquieren otro ritmo. La masa parece suspendida en el tiempo. Contra
toda lógica, en lugar de correr a refugiarse, la gente empieza a moverse más
despacio, aunque se moje. Aquéllos que salieron de casa con paraguas ocupan
más del doble de espacio en las galerías del hormiguero, de manera que
desplazarse entre una caterva de paraguas abiertos en un día de lluvia recuerda
demasiado a caminar en medio de una manada de elefantes, como intentar
apartar a un monstruo gigantesco que se revuelve sobre sí mismo. Para quienes
lleven algo de prisa la mejor opción pasa por seguir su camino por el borde de la
calzada, lejos de la acera, tratando de esquivar el tráfico y a los que, al igual que
uno, sólo se apresuran por no calarse.
Qué cosas: con la llegada del nuevo año, los paraguas de los vendedores
callejeros han bajado de precio. Cuando el cielo de la ciudad, de por sí gris, da
los primeros signos de ennegrecimiento, Madrid se llena de chinos espontáneos
que venden por tres euros esta pequeña salvación al viandante. O, al menos, eso
es lo que costaba el año pasado, cuando yo compré el mío a una china a la salida
del metro. El otro día, en cambio, oí cantar a los vendedores paraguas por dos
euros. Se conoce que el consumidor se está atando los machos, que la economía
se resiente, que las hipotecas suben, que las trampas crecen, que la gente vive al
día, pero no al de hoy, sino al de ayer, que muchos infelices cobran a fin de mes
no para afrontar el próximo, sino para sufragar los gastos del anterior. Y esas
cosas se conoce que también afectan al mercado callejero de los paraguas. A los
chinos se lo van a decir, que son maestros milenarios en el don de la
oportunidad.
Cuando llueve desaparecen a su vez los actores del teatro de la vida de las
aceras: indigentes y mendigos, músicos y artistas, mimos y magos, pícaros,
predicadores de esquina y vendedores de suerte. Pienso en ellos y los veo
diluirse, en mi imaginación, como las riadas que fluyen por el pavimento y van a
morir a las alcantarillas. Cerrado por lluvia. El teatro, digo, el de la vida, por
incomparecencia de sus actores.
A menudo me pregunto adónde irán cuando llueve. Sé que muchos de ellos
duermen entre cartones muy cerca de donde mendigan, al socaire de calles
menores, sombrías y seguras. Alguna vez he violado su intimidad sin querer y
los he descubierto aceptando una taza de sopa caliente de algún sentimental que
pasaba por allí doblada ya la medianoche. Curiosamente, muchos de ellos se
siguen agrupando en los aledaños de las iglesias para pasar las noches frías de
invierno. Tal vez la promesa de otra vida menos perra aliente sus sueños
desvelados y les caliente las articulaciones. También puede ser que párrocos y
beatas sigan teniendo más piedad que quien pasa a su lado camino de El Corte
Inglés.
Aquella noche llovía como llueve en Londres en los días tristes. Era una
lluvia fina, persistente, que no mojaba, pero calaba el ánimo hasta los huesos. En
una esquina, arrumbado junto a un contenedor de basuras, había visto un
paraguas negro, tal vez de dos euros, desjarretado, medio desnudo, yacer con las
varillas exangües y retorcidas apuntando al cielo, quizá clamando por su destino,
rebelándose, desconsolado, con las alas oscuras rotas contra lo inevitable, como
abatido por la muerte en un estertor desgarrado. Era una imagen amarga y
patética.
A menudo me pregunto también adónde irán aquéllos que luchan en balde
cuando llueve.
V
DE LA VIRTUD DE MADRUGAR


No sabría uno decir por qué adquiere la vida otro color cuando madruga. Poco
después del amanecer ya berreaba el despertador de algún vecino y, cosa
extraña, me desvelé por completo. Celebré la proeza de levantarme, rechazando
el cálido y muelle abrazo del sueño embozado, con un desayuno castizo de café
con porras en el bar de abajo. El camarero era magrebí, su aspecto de califa y el
acento lo delataban. Junto a él, un chaval a todas luces sudamericano servía unos
anises. A este lado de la barra, sobre los taburetes, el mapa político también
estaba bien representado. Y es que nadie es de Madrid hoy.
Aunque hacía frío en las calles y el sol remoloneaba todavía entre la bruma
de polución de la ciudad, enfilaba uno con buen ánimo la Puerta del Sol. Te
levantas temprano y las cosas parecen adoptar tonos más claros, sientes el
espíritu renovado, quizá por la sensación de cumplimiento con el deber impuesta
por nuestra educación, quizá por la tranquilidad que brinda el sacrificio propio.
Sólo por ir a misa de ocho hay mucho miserable que duerme a pierna suelta por
las noches.
A esas horas, la calle Preciados, habitualmente peatonal, se veía transitada
por furgonetas que abastecen de mercancía el almacén de las tiendas. No había
rastro de músicos, mimos ni mendigos. Estos últimos aún dormían envueltos en
cartones en algún rincón cercano, más al abrigo, y seguirían haciéndolo mientras
el sol no alcanzara su cenit. Otros, los que no pasan las noches al raso, estarían
en otros asuntos. Los verdes tampoco habían hecho acto de presencia aún. De
hecho, ya no frecuentan el centro tantos verdes como antes. Ahora son azules.
Los chicos de Greenpeace o la WWF han ido desapareciendo y últimamente
menudean los acosadores callejeros de ACNUR. No sé si prefiero que me timen
los unos o los otros, los verdes o los azules, los que salvan animales en peligro
de extinción o refugiados en vías de lo mismo.
Más tarde salió el sol, y ese bálsamo de luz que sólo tiene Madrid inundaba
sus avenidas. La ropa de invierno se antojaba ya excesiva y necesitaba abrirme la
chaqueta. Se respiraba el perfume de los campos de Castilla, el aire fresco de la
sierra. Y se daba uno cuenta de repente de que las chicas volvían a dedicarle
miradas furtivas al pasar. Tal vez sea ése el motivo por el que San Valentín se
conmemore estos días, cuando el viento invernal se confunde con la brisa de la
primavera prematura. No creo que obedezca a casualidad que la onomástica del
amor irrumpa en medio del invierno, justo en el momento en el que los pistilos
de las flores se despliegan y segregan su néctar, cuando se desentumece la
mirada helada de las muchachas.
Llegué al hotel a la hora del telediario, cosa que afianzó mi sensación de
madurez y del trabajo bien hecho. Notaba cómo mis engranajes giraban
encajados a la perfección en las ruedas dentadas del resto de la sociedad. Me
preparé la comida con las noticias de la jornada en el televisor, y no concibo
muestra de mayor circunspección que comer con el telediario del mediodía al
volver al hogar. Mi padre siempre lo hacía cuando yo era pequeño. Es lo que
hacen todos los adultos. De modo que me recreé en mi escena solitaria de
seriedad impostada y hasta comenté en voz alta lo que predecía el hombre del
tiempo con una esposa imaginaria que me inventé. Y había motivo para tales
tonterías. Después de todo, era un día de fiesta: un año más, me habían vuelto a
mirar las chicas.
VI
VIVIR ES VOLVER


Vivir es volver. Azorín dejó dicho algo parecido, aunque su versión era más
contemplativa. Se esfuerza uno en avanzar, en romper con el pasado, en quemar
sus naves sin mirar atrás, sin que le tiemble el pulso. Pero estamos condenados,
inevitablemente, a volver.
En ocasiones imagino la vida como un conjunto infinito de círculos en
desorden que se cruzan y se cortan entre sí. A lo largo de nuestros días los
vamos siguiendo, saltando de uno a otro en cada encrucijada, hasta llegar a un
punto muerto en que se nos obliga a retroceder para sellar el contorno de los
inconclusos. Algo parecido a lo que sucedía en La historia interminable, de
Michael Ende, cuando el protagonista, en la obligación de regresar a la realidad,
dejaba pendientes de terminar sus historias vividas en un mundo de fantasía.
Y nadie nos obliga, sola la vida se basta para imponerse. Se atraviesa en
nuestro camino para llevarnos a voluntad anudando cabos que antes habíamos
dejado sueltos. Tal vez la muerte nos alcance cuando no queden ya más círculos
por cerrar.
Cada día vuelvo yo también a aquel rincón. Cada día, cuando la noche tiñe
de neones y sombras el centro de Madrid, regreso en busca del cabo que
abandoné en la calle del Carmen el día anterior, el mismo que dejé suelto dos
años antes una noche gélida de diciembre y que hizo brotar las primeras palabras
que se consignaron en este cuaderno.
Un hombre solitario vestido de negro entona allí hermosas melodías que
arranca de un violín, cuyas cuerdas vibran al son de las caricias sostenidas del
arco, que no es más que una prolongación natural de la mano del músico,
emitiendo notas que se le clavan a uno en el alma y desentumecen el cuero
cabelludo. A la música esencial, la que es genuina, nadie es ajeno, y la música
que ese hombre extrae de su violín rezuma fragancias de tierra virgen, húmeda y
fértil, remite al principio, a las alturas, a una época intemporal desfigurada por la
amnesia, a lo divino, a la inmortalidad.
En otras ocasiones se rodea de más músicos, que acompañan a su violín
solitario con otros violines, violas, chelos y contrabajos. Supongo que sus
obligaciones les impedirán acudir todas las noches a su cita en la calle del
Carmen, pero el violinista de negro nunca falla. Cada noche vuelve al lugar
donde acostumbra, al igual que volvemos también unos cuantos para escuchar el
cálido lamento de su violín triste. Apoyados en la baranda del gran centro
comercial que se levanta a nuestra espalda, la vida parece adquirir algo de
sentido, sus aristas se suavizan, se pulen, mientras la humedad aflora en los ojos.
Bajo la dulce y embriagadora sugestión de las sinfonías vuelvo, una vez
más, buceando en la memoria, al lugar de donde vengo. Ahora, acodado en el
muro que separa mi primer cuarto de siglo del resto de mi vida, el pasado se
contempla con cierta nostalgia. La vida es hermosa, y este primer capítulo ha
pasado rápido y no me ha tratado mal. Poco me ha quedado por hacer. No se me
ha puesto cuesta arriba. He conseguido todo aquello que me he propuesto con
soltura y facilidad, aunque no por ello dejo de apreciarlo en su justo valor. Pero
lo cierto es que poco importa demasiado, nada merece un desvelo. Todo tiene
arreglo y, si no, siempre curte la piel y acera el corazón, da perspectiva y amplía
horizontes.
VII
VOLVER ES VIVIR


Aquel día, como el anterior, como antaño, volví, persiguiendo mi propio rastro,
pisando sobre mis huellas marcadas de antes, a ese rincón de la calle del Carmen
al filo de las ocho y media de la noche recién nacida, que a cada jornada va
perdiendo negrura.
Pero hoy ese rincón estaba vacío. Tan sólo un par de colillas retorcidas en
el pavimento delataban una terrible ausencia. Y con ellas el alma se me cayó
también un poco al suelo, arrumbándose junto a las cenizas.
Me quedé allí, como un pasmarote, en el mismo sitio donde aquel hombre
que no estaba coloca la funda del violín que le sirve de cepillo para los
espectadores espontáneos.
Mientras tanto, la gente pasaba de largo alrededor.
Los viernes la muchedumbre se apodera de las calles del centro de Madrid
y dejan de pertenecer a quienes las hemos recorrido diariamente, al indigente
nórdico de las escaleras del Cine Callao, al quiosquero de Gran Vía, a la chica de
ojos eslavos, cristalinos y tristes que siempre espera en la calle de los Tudescos,
al vendedor de tabaco de la calle de Jacometrezo, a los viejos hermanos heavies
frente al desaparecido Madrid Rock, a la negra tirada en la esquina con
Mesonero Romanos que siempre bebe cerveza en litrona, a los mimos de
Preciados, a los verdes del panda estampado que siempre esquiva uno cuando le
asaltan al paso, al mendigo sin brazos que se pasea con un vaso de plástico entre
los dientes haciendo sonar dos o tres monedas en su interior, a la vieja encorvada
de garrote, velo y ropas enlutadas que pide silente la voluntad, al vendedor de los
ciegos de Sol…
O al violinista de la esquina del Carmen. Sin él, sin su violín desgarrando
el aire, aquella noche sería un poco más triste y solitaria.
Me largué, resignado a mi suerte, con las manos en los bolsillos del
pantalón. La primavera se percibía en el viento, y me trajo a la memoria los ecos
del tañido del violín del día anterior. Cerré los ojos, volviendo la vista atrás, y
noté cómo el recuerdo me llevaba a su antojo de la mano de la música, que es
una máquina del tiempo.
Asistí, sin poder evitarlo, a los grandes momentos que me habían traído
hasta allí, a estar donde estaba, a ser quien soy. Y la visión me hizo esbozar una
media sonrisa aquiescente y paternal, como quien contempla crecer a un hijo.
Aparecieron desdibujadas por el olvido algunas escenas de mi más temprana
infancia, cuando desperté al mundo consciente, adquirí un criterio propio, me
individualicé del resto de niños de mi generación y empecé a frecuentar a otros
chicos mayores que casi me doblaban la edad. También surgieron de repente
otros recuerdos, siendo crío todavía, de largos viajes que me hicieron ver la vida
de un modo distinto al que me correspondía por mi edad. Épocas en las que
descubrí que nada importa nada, cuando pasé de ser un niño de sobresaliente a
vivir de las rentas.
Sentía, mientras bajaba la calle a contracorriente de la masa que se dirigía a
los centros comerciales, como si hubiera tocado fondo ―o techo, tanto monta―,
que el mundo no albergaba muchos más secretos ocultos. Era una sensación
extraña, de cierto desasosiego. La existencia a veces se muestra ante mí simple y
mecánica en su complejidad, cuando creo ―me permito el beneficio de la
duda― saber el alcance real y lejano de las acciones propias y ajenas. Decía el
Don Juan de Castaneda que la claridad es uno de los enemigos en el camino del
conocimiento. Lo tengo presente. San Juan de la Cruz habla de la Noche Oscura
del Alma, ese sentimiento de profunda tristeza y soledad que sobreviene tras el
descubrimiento de altas verdades. No me tengo por tanto, pero en ocasiones
dudo, y la incertidumbre me pesa, si la vida puede todavía ofrecerme algo más o
si, por el contrario, ya está todo hecho.
Contrariamente a estos pensamientos, me sentía feliz, en paz conmigo
mismo. Aquella felicidad podía ser que cambiara en el futuro, no me cabía duda,
pues la vida es mudanza. El río siempre vuelve al cauce, de modo que espero
estos cambios con las velas izadas, observando el horizonte vacío a la caza de
vientos nuevos que más bien serán viejos.
VIII
POZOBLANCO


Llegué a Pozoblanco y me encontré mi habitación sola, envuelta en un silencio
cartujo. Estaba tal como la dejé, los objetos cubiertos con una finísima capa de
polvo y un olor familiar encerrado en el tiempo, la esencia de lo que uno fue
escapándose por la puerta entreabierta. Dejé caer la mochila al suelo y, aliviado
por deshacerme de su peso sobre los hombros, me di de bruces, tras meses de
ausencia, con la desoladora certeza de no saber qué hacer en mi propia casa.
Nunca había reparado en lo desnudas que resultan las paredes blancas.
Sentado sobre la cama, mirando a mi alrededor, la habitación me devolvía ecos
vacíos. Entonces recordé la dureza del viaje, y ahora que tenía mi cama tan
cerca, la misma en la que dormía cuando chico, apenas sentía cansancio. Es más,
la calle me llamaba. Necesitaba salir a dar una vuelta. Tal vez se tratara de la
inercia de los viajes. Es cierto: sucede algo extraño durante estos periplos a los
que se lanza uno. Se llega en ellos a un punto en el que no se siente agotamiento,
sino que la fatiga es asimilada por el cuerpo como un estado cotidiano y éste
termina sometiéndose, sin apenas quejarse, a las órdenes de la mente. Más bien
al contrario, el organismo, durante estos viajes, se ve extrañamente imbuido de
una energía extraordinaria e irreal. Será que hay barcos que sólo navegan bien a
la deriva.
De modo que el síndrome de abstinencia accionó los resortes oportunos
para hacerme levantar del asiento y de un salto ganar la puerta. En menos de un
minuto estaba en la calle, aspirando con fruición el aire blando del pueblo.
IX
VUELTA A LA TIERRA


Vuelvo a la tierra donde crecí y todo sigue igual: la vida tranquila, propia de los
pueblos, a diferencia de la gran ciudad, el gesto cariñoso de una madre que ya
creías olvidado, la mirada severa de un padre que sabe que uno vuela ya por
cuenta propia y que poco puede hacer por evitarlo, los amigos que esperan
nuestro regreso, las calles adoquinadas y estrechas, el reconocer a cualquiera con
el que te cruzas por la calle, el repicar de las campanas de la iglesia, el aroma a
pan y a candela, a cera y a flores, el contraste de lo viejo conviviendo con lo
nuevo, el café en el bar, los juegos de cartas, las tardes de futbolín. Todo sigue
igual que siempre, y es en estas menudencias, que sin embargo tanto se echan en
falta cuando se está lejos, donde realmente radica el gran secreto de la felicidad.
X
BRINDIS DE SECRETOS COMPARTIDOS


Por las tardes, cuando bajo temprano por la calle Empedrada camino de la
cafetería, el cielo nuboso ya tiñe de púrpura sus volúmenes sobre los tejados, y
envuelve el campanario de la iglesia de Santa Catalina durante esos instantes en
los que la luz amortiguada ensucia con moratones y algodones usados el lienzo,
anticipando la llegada de la estación de las lluvias.
Tiempo dedicado a la familia, a recorrer con los ojos y la yema de los
dedos los objetos que dejé abandonados en mi habitación cuando me marché, a
encogerme bajo el calor del mismo embozo que acunó mis sueños de niño,
envuelto en la fragancia infantil que aún lo impregna, que permanece intacta
todavía. Reencuentros con los amigos de siempre. Tardes de cafés y risas en el
bar; madrugadas de copas, pubs y charla bajo el calvario de la música, el humo y
los haces de luz cegadora.
La otra noche, mientras el ruido de la música enmudecía las palabras, un
buen amigo me confió un secreto. Su contenido es lo de menos aquí. Lo de más
es que no me conminara a guardarlo antes de contármelo. Tampoco después de
haberlo hecho, y eso dice mucho más de él que de uno. Que depositara su
confianza en mí me halagó, más tratándose de un secreto de tal calibre, aunque
me dejó en el paladar la sensación de no ser merecedor de su complicidad a
tenor de nuestra relación, ensombrecida en los últimos años por mis largas
ausencias y mi nula dedicación. Sentí, de este modo, que su revelación era
gratuita, acaso las rentas de lo sembrado tiempo atrás. Hay amistades que ya no
nos piden nada a cambio, sino que su fidelidad estriba en la pureza de sus
intenciones, en la nitidez de sus intereses, en la inexistencia de sus objetivos.
Constituyen la forma más cercana al amor verdadero, incondicional y
desprendido que conozco.
En aquella noche convergían varias semanas sin vernos y años sin que las
confidencias protagonizaran nuestras conversaciones. Y no fue parco en detalles,
sino que se recreó en la anécdota, paladeando cada matiz del regalo que nos
ofrecía a mí y otro buen amigo más, que ya había sido hecho partícipe mucho
antes. Las risas y las ocurrencias se ocuparon de quitarle hierro al asunto, que,
sin ser grave ni acarrear consecuencias, constituía un hito de importancia en su
vida. Y a medida que avanzaba su relato, veía robustecerse de nuevo los pilares
de nuestra amistad con cada nueva frase. En ese momento estábamos los tres de
nuevo, y me di cuenta de que éramos los de antes, los de siempre.
Entonces reconoció que, a partir de ese momento, éramos sólo nosotros tres
quienes conocíamos el secreto. Todo había ocurrido meses antes, y sin embargo
ellos dos se lo habían callado hasta aquella noche. Quién sabe si jamás habría
uno tenido noticia del suceso de no haberse dado la coincidencia de encontrarnos
los tres solos, sin más compañía de otros amigos, en aquel pub.
Le agradecí sinceramente la confianza, aunque lamenté no poder
corresponderle con otra confesión que rayara a su misma altura. Lástima que no
posea uno secretos que deba ocultar a los confidentes habituales. Con gusto le
habría abierto allí mismo mi pecho y lo habría volcado ante sus ojos, si no fuese
de cristal, transparente a la vista. Me sentí inferior por carecer de esa inocencia
que en él es consustancial, por haber perdido la capacidad de asombro de los
niños. Me sentía inferior precisamente por sentir esas cosas en aquel momento,
en lugar de disfrutar con él de su solaz. Pese a todo, busqué, mientras la
conversación languidecía bajo la estridencia del antro, algún vago recuerdo
compensatorio que contar, una especie de brindis de secretos compartidos. Pero
su secreto era de vino y, en comparación, de agua corriente el mío, tanto que
apenas dio juego y acabó diluyéndose entre los cañones de láser y las nubes de
humo de colores.
XI
EL VIEJO ÁLBUM DE TAPAS DE PIEL


Cajas. Libros empaquetados. Estanterías desnudas. Cajones vacíos. Maletas
abiertas en canal. Ropa sobre la cama. Bolsas desperdigadas por el suelo. Me
senté un rato, acalorado por el esfuerzo, y era ése el panorama que veía a mi
alrededor. Lo que hasta hacía unas horas habían sido mi dormitorio y mi
biblioteca, ahora se mostraba como el escenario de una tragedia. A veces debería
uno dejar las cosas tal como están, sin pretender acomodarlas a su nueva vida en
estantes distintos. Los desvanes están para eso, para no tener que agitar el agua
estancada. Hurgar en ellos entraña riesgos, puesto que abren agujeros temporales
insospechados, y con ellos ciertos recuerdos tristes que con los años se miran
con una perspectiva más benévola, menos cruel. De esa forma recordará también
el viajero del tiempo aquella noche fresca de marzo en el futuro, cuando su
propia melancolía sea su único consuelo para la soledad. Con los mismos ojos
verá el negror del cielo sin estrellas desde otra ventana, desde la que escudriñará
la noche en busca de la reminiscencia de la felicidad, y creerá encontrarla en
aquella otra noche en la que, rodeado de cajas y libros empaquetados, de
estanterías vacías y cajones desnudos, encontró en el fondo de un archivero un
pequeño álbum de fotografías que creía olvidado entre muchos otros retazos de
memoria. Aquél que al abrirlo un escalofrío le subió por la espalda,
transportándole años atrás, al ver a aquella chica abrazándole, un abrazo de
amor, sincero, y comprobar cómo él le correspondía en aquella instantánea de
esa forma con la que sólo se puede abrazar cuando se está enamorado. El
murmullo de aquel verano resonó entonces en los ojos y en los oídos del viajero
del tiempo. Recordó la embriaguez estival, recordó los besos, las caricias, el
aroma de su pelo, el color de sus ojos, su voz, su sonrisa, el tacto de su piel, el
pálpito de su corazón desbocado, y se dio cuenta de que había sido feliz,
verdaderamente feliz. Las imágenes del viejo álbum reflejaban un instante en la
vida del viajero del tiempo, un episodio del que quizás había renegado desde
entonces, porque uno no sabe cuando empieza a vivir que la herida que no mata
siempre termina por restañar. Siempre. Y se rió para sus adentros al verse a sí
mismo radiante, inocente, joven, haciendo el tonto con aquella chica capaz de
arrancarle la más resplandeciente de sus sonrisas. Descubría ahora que los
sentimientos se le revelaban con otra pátina, vistos con el prisma del tiempo y el
bálsamo del perdón.
Cerró de repente el álbum, abrumado por los recuerdos, y se quedó
pensativo, contemplando sus tapas de piel, cuyo interior había removido sin
proponérselo la tierra de un terreno en barbecho de su pasado. Entonces se
levantó de la silla, dudó, y abrió una de las cajas, la destinada a los trastos, y
deslizó allí, descuidadamente, el viejo álbum, único testigo de la felicidad
perdida.
XII
VER LA HISTORIA DESDE LA BARRERA


Al norte de la provincia de Córdoba, lindando con La Mancha, Pozoblanco
ocupa un llano en mitad de Sierra Morena y Sierra Madrona que delimita la
comarca del Valle de los Pedroches, un trozo de tierra de granito y pizarra, de
olivares, encinas y carnes de dehesa de la que es capital administrativa y
económica. Su origen parece remontarse hasta el siglo XIV, cuando algunos
habitantes del pueblo vecino de Pedroche, del que la región tomó su nombre
prestado, se establecieron en la zona. No ha quedado claro si huían de la peste o
si la necesidad de pastorear en terrenos cada vez más alejados de Pedroche les
obligaba a pernoctar a medio camino. Lo que es seguro es que lo hacían al pie de
un cerro, en torno a un pozo que transcurridos los años fue revistiéndose de
blanco, cuando las gallinas encontraron gusto en aliviarse sobre su brocal. Con el
tiempo aquellos primeros asentamientos provisionales cobraron vida propia y
una población creciente adquirió entidad alrededor del pozo blanco, conservado
aún en el centro de la actual Plaza del Pozo Viejo, extendiéndose a lo largo y
ancho de la llanura, que serviría de pasto invernal para la trashumancia
castellana.
Los lugareños adoptaron el gentilicio de pozoblanqueros, aunque
alcanzaría más popularidad el de pozoalbenses, derivados ambos del topónimo
de la villa. Sin embargo, en todas partes se les conocía por el remoquete de
tarugos por ser sus villanos famosos comerciantes de leña. Se dice que allá
donde fueran con la mercancía de sus carromatos, una voz les precedía
anunciando de casa en casa la llegada de los tarugos de leña de Pozoblanco. Y
con tarugos se quedaron. Pozoalbenses célebres no ha habido muchos, pero
destacaron en la época que les tocó vivir Juan Ginés de Sepúlveda, pensador y
cronista oficial de Carlos V, Juan Fernández Franco, escritor del Renacimiento,
y Marcos Redondo Valencia, afamado barítono del siglo pasado.
Pozoblanco no es un lugar muy vistoso, y quizá por eso nunca ha recibido
turismo, ni rural ni de ningún tipo, salvo el de los vuelcaorzas, aquellos hijos
pródigos que huyeron durante la posguerra en busca de fortuna a la gran ciudad
o al extranjero, y que de cuando en cuando aparecían para diezmar las despensas
de sus parientes del pueblo. Tampoco hay muchos monumentos que den fe de un
pasado glorioso. Pozoblanco, lejos de las encrucijadas y los puntos estratégicos,
siempre ha visto pasar la Historia con tranquilidad desde la barrera, y han sido
contadas las ocasiones en que ha corrido el albur de bajar a pisar el albero.
Cuando dice uno que es de Pozoblanco siempre le mientan a Paquirri.
Algunos incluso recuerdan el nombre de Avispado, el toro que se lo llevó por
delante. Porque a Paquirri no lo mató el astado, sino la cadena de fatalidades que
la cornada puso en marcha. Las Moiras, pese a que la herida podía no ser mortal,
habían cortado ya el hilo cuando las primeras gotas de sangre mancharon la
arena del ruedo aquella tarde de septiembre.
También hay quien se acuerda, entre los mayores, de que fue Pozoblanco
uno de los puntos por donde se quebró el frente republicano en la Guerra Civil.
Se acuerdan de la crudeza de la Batalla de Pozoblanco, se acuerdan de los
bombardeos y se acuerdan de los infelices fusilados en la tapia del cementerio,
pero son tan pocos quienes todavía conservan esa memoria, en comparación con
el recuerdo popular del torero, que parece como si nunca hubiera ocurrido nada
de toda aquella tragedia.
XIII
SALDANDO VIEJAS DEUDAS


Era tiempo de reencuentros. Cuando uno vuelve a casa tras meses de ausencia,
todo se torna nuevo sin dejar de ser como siempre: conocido, predecible, viejo.
Vas por la calle y todo el mundo te saluda, la gente se para a hablar contigo,
interesándose por tu vida. En un pueblo todo el mundo se conoce, al menos de
vista, y está al tanto de todo. Contrasta con la vida en la gran ciudad, donde uno
pasea por la calle como un muerto viviente, con la cabeza gacha, embebido en
sus pensamientos, porque hace ya mucho tiempo que perdió la esperanza de
encontrar un rostro conocido entre todas las caras que se entrecruzan en la
muchedumbre.
El sábado por la noche me encontré a un viejo amigo de la época del
instituto. Me alegré de volver a verlo, pues habíamos estado muy unidos
entonces. Estuvimos hablando en mitad de la calle de cómo nos iba, de nuestros
respectivos proyectos, de nuestras perspectivas vitales, de ese tipo de cosas.
Cuando nos despedíamos, me sugirió que podríamos quedar uno de estos días
para tomar café juntos y seguir charlando. Me pareció bien y acepté. Le dije que
ya le llamaría, a lo que él me contestó con un «pero que sea verdad».
Su respuesta me dejó descolocado. Acusé el golpe, aunque supe reaccionar
a tiempo, intentando que no se me notara. Esa frase, en apariencia tan sencilla,
encerraba una verdad certera: que tal vez no atiendo todo lo bien que debiera a
mis amigos, que hago promesas que quizá nunca cumplo, que me diluyo en los
impulsos del momento.
Confirmé mi palabra con un apretón de manos y nos despedimos. Durante
todo el camino de regreso a casa fui dándole vueltas a lo sucedido. Su
contestación me torturaba, sobre todo porque no era la primera vez que pensaba
en ello. Sé, estoy casi seguro, y me duele decirlo, que si él no me hubiera soltado
ese «pero que sea verdad», no le habría llamado, como tantas otras veces que
uno habla por hablar y concierta citas suspendidas en el limbo.
Había adquirido un compromiso. Me había echado esa responsabilidad
sobre los hombros, y sabía que, de no cumplirla, me haría daño a mí mismo,
porque aquello que das, te lo das, y lo que no das, te lo quitas.
XIV
REMINISCENCIAS


Vivíamos días de sol gris y noches de vientos de cristales rotos. Mientras
encaminaba mis pasos en la hora de las brujas hacia el arrullo del hogar, los
últimos fríos de la estación invernal envolvían la piel como un suave fular sobre
los hombros encogidos. La línea fronteriza de la primavera es una época dulce, y
a uno parecía antojársele su propia vida como esas hojas secas que hacía poco
alfombraban el pavimento de las calles del pueblo. Aquel año el invierno había
sido largo y pedía la hora ya, y las hojas se pudrían a estas alturas sobre el lecho
de los jardines del Paseo de Marcos Redondo, como páginas desgajadas del libro
deshilachado de nuestra vida que el viento dispersara en remolinos para servir de
alimento a los álamos.
Los días transcurrían fugaces, como estrellas que cayeran sobre el cendal
de una noche clara de verano. Cada vez más lejos quedaba la reminiscencia de
los viajes. Vistos desde la perspectiva del sedentarismo, aquellos meses nómadas
se habían llevado una alegría fugitiva que uno ya no era capaz de encontrar a su
alrededor del todo. Esto sucederá, supongo, cuando no se siente pertenecer a
ninguna parte. Será el síndrome del viajero. Es lo malo de tener la cabeza en
otros sitios, que no se está ni en unos ni en otros, y la vida, que nunca espera a
los indecisos y pasa sin avisar, transcurre constantemente en el puente levadizo
que enlaza ambas orillas sin nunca llegar a pisar tierra.
Recuerdo que cuando era más joven tenía la capacidad asombrosa de largar
amarras y cortar de cuajo los cabos y ataduras que me enraizaban a cualquier
puerto. Antes debía tener un corazón de piedra, con las aurículas y los
ventrículos labrados a cincel, si no es que no se comprende. Podía pasarme
meses sin regresar a casa, consciente de que si flaqueaba en mi firmeza de no
volver, se me reblandecería el corazón como una esponja en agua. Ahora no.
Ahora caigo una y otra vez en esa misma trampa. Voy y vengo para luego volver
a marcharme, pero el pensamiento jamás va con el resto del cuerpo, aquél
siempre anhelante de regresar. Tal vez antes era uno más sabio, más consciente
de sus debilidades. Con los años me he vuelto más sentimental, más nostálgico,
más susceptible.
De un tiempo para acá los techos bajo los que duermo son siempre
temporales, circunstanciales. Techos de casas de amigos, de pensiones baratas,
de hoteles, de casas de alquiler compartidas con extraños, de estaciones de
autobuses y de trenes. Techos con armarios vacíos y perchas desnudas, con
bolsas y maletas siempre por deshacer, como si estuviera preparado en todo
momento para huir a la mínima oportunidad con el mundo siempre a cuestas.
Tal vez sea que uno no está solo, sino lejos.
A veces sospecho ser un extraño en mi propia vida. A menudo pienso
incluso que huyo sólo para volver, que esta vida tan bohemia y literaria, tan
nocturna y cautivadora, es mortal y pasajera, que al final del sueño de vino y
rosas toca despertar y descubrir que eran en realidad licores amargos y flores
mustias, que acaso la vida no esté a la altura de sí misma.
Oh Calíope, cuesta arrancar palabras a la madrugada. Otra vez me
abandonas a mis noches de humo y fantasmas, otra vez te me escapaste entre
tardes de café y besos helados, otra vez, sin poder hacer nada, desesperado, te vi
marchar, con tu aliento aún latiéndome en los oídos, y fundirte con las luces
nocturnas.
XV
EL PRIMER FULGOR


Recuerdo la noche que empecé a escribir. Hasta entonces no había escrito más
que canciones, un puñado de poemas y algún relato. Nada de importancia, algún
premio, alguna chica. Pero en aquel momento súbitamente experimenté una
sensación de ansiedad tan urgente que sola se abría paso a través del hemisferio
racional del cerebro, arrinconándolo para que no empañase esa pulsión ilógica
surgida de las profundidades de uno mismo. Hay que aprender a escuchar, pues
tales llamadas son en su mayoría inaudibles ―o, al menos, sólo ostensibles por
quienes su velo lógico no ciega su capacidad perceptiva―, y pocas veces en la
vida se presentan tales certezas tan claras y elocuentes como en aquella noche de
diciembre.
Ocurrió en Madrid, durante esos días en que todo el mundo ultima los
preparativos para la Nochebuena. Andaba yo por el centro de la ciudad, bajo el
alumbrado de la campaña prenavideña, cuando de repente divisé una
congregación de gente en una esquina de la calle. Al instante escuché los acordes
de un quinteto sinfónico de cuerda: cinco hombres maduros que bajo un soportal
tañían sus instrumentos con tal armonía y virtuosismo que arrobaban el alma. En
esto vi un niño, de no más de dos años que apenas se tenía en pie, acercarse al
primer violín y mirarlo fijamente, absorto por la música. Entonces me contemplé
a mí mismo, a su edad, cautivado por la magia de otros artistas callejeros,
mesmerizado por aquellas notas musicales impregnadas de esa belleza absoluta
que nos permite rasgar el cortinaje que separa la realidad y vislumbrar pequeños
destellos del otro lado.
Ése es el instante preciso en que el pecho se hincha, aspirando la
maravillosa bondad de la melodía, y un escalofrío asciende por la espalda hasta
la coronilla. Una sonrisa se dibuja en el semblante, los músculos faciales se
relajan. Hay quien lo llama felicidad, sensación de plenitud. Me pregunto qué
posee la música para hacer que un niño, totalmente descondicionado, caiga
seducido por su encantamiento, y qué tiene que sea capaz de hacer confluir tan
amplio abanico de vidas en un solo punto, en un mismo lugar, al mismo tiempo,
detenidas en una calle del centro de Madrid.
Sacudido por todas esas sensaciones, se apoderó de mí por primera vez en
mi vida un impulso indomable de transcribir todo ese caudal de pensamientos.
Me separé hasta un rincón donde poder rodearme de cierta intimidad, tomé papel
y bolígrafo, y garabateé, a vuelapluma, con una velocidad febril y trazos torpes y
sinuosos, unas líneas que intentaran reflejar mis percepciones, mientras con
desesperación notaba cómo la magia del momento decrecía e iba muriendo en mi
interior como el agua del mar que se escapa entre los dedos.
Pasados unos minutos la fuente de la que manaba aquel líquido luminoso
en forma de tinta oscura se secó y la mano se detuvo, incapaz de escribir ni una
línea más.
Aquello fue el principio de todo lo que vino después. Instantes así son
merecedores de ser contados y valen una vida, aunque se justifiquen meramente
por sí mismos, en la evocación de su belleza, en la impredecibilidad de sus
ramificaciones.
XVI
DEUDA SALDADA


Recordé mi promesa de unos días atrás durante una siesta sin sueño, en uno de
esos momentos en que la abulia agarrota las fuerzas y entumece los sentidos. Si
no era entonces, no lo haría nunca. Agarré el teléfono por el gaznate e hice esa
llamada por la que había empeñado mi palabra.
Lo noté contento al otro lado del altavoz, y aceptó de buen grado que esa
misma tarde saldásemos con un par de cafés aquel compromiso gustosamente
adquirido como prueba de nuestra antigua amistad recuperada.
A las cinco, puntual a la cita, me presenté en el bar en el que siempre nos
reunimos los amigos, pero él no había llegado todavía. Me acodé en la barra,
charlando sobre cualquier cosa con algún conocido para entretener la espera. Al
poco él apareció por la puerta, pedimos los cafés y tomamos asiento.
La conversación transcurrió con altibajos. Las novedades ya nos las
habíamos anticipado la otra noche, y poco podíamos ahondar en ellas sin tener
que participar al otro de profusas contextualizaciones que de poco nos servirían,
a él y a mí, una vez separados de nuevo hasta más ver. De modo que nos
ahorrábamos demasiadas explicaciones, tal vez por pereza o por evitarle al otro
el chaparrón, y la promesa del café terminó por rellenarse con bordones y frases
hechas que prolongan la agonía de esos silencios que siempre afloran sin poder
evitarlo. Repasamos melancólicos la época, lejana ya, del instituto, y los escasos
lazos que aún compartíamos, las viejas amistades, las que permanecían, las que
se habían esfumado.
Y así acabó confesándome, un poco a su pesar, que se sentía perdido
cuando volvía al pueblo. Desubicado, porque no encontraba ya su sitio en el
seno de un grupo de amigos a los que sólo veía de tres en tres meses, en
vacaciones. Intenté reconfortarle, porque el desarraigo es un problema que nos
afecta a todos los que un día nos fuimos a estudiar fuera, y así se lo manifesté.
Observé en su gesto la amargura de no pertenecer a ningún lugar, ni siquiera al
hogar donde nos criamos en nuestra niñez, pues con el paso de los años también
la casa de nuestros padres se ha convertido para nosotros, viajeros de ninguna
parte, en una estación de paso más.
Cuando nos despedimos, ambos sabíamos que esa cita no había resultado
como esperábamos. Pese a ello, nuestras miradas habían ganado en el ínterin el
brillo de la intimidad, porque compartíamos a partir de entonces destinos
comunes, sentimientos afines, aunque alejados en el espacio. La deuda quedaba
finalmente saldada.
El sábado siguiente volví a coincidir con él en un local por la noche, y
pareció alegrarse de verme. Yo también me alegré, porque se me antojó verlo
más radiante, más feliz.
XVII
DESPERTAR


Siempre he sentido sobre la conciencia el peso de esa cita de Jung de que «la
vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir». En verdad, después
de escucharla, uno nunca vuelve a dormir tranquilo. Ayer encontré arrumbado en
el cajón donde guardo escritos perdidos un antiguo texto, sellado con la corona
del poso de algún café engañasueños, que me trajo a la memoria aquella frase
del psicólogo suizo. Los renglones aparecían garrapateados atropelladamente, al
vuelo de la inspiración efímera de una mañana de aquéllas que durante seis
meses dediqué a trabajar en una gran empresa de telecomunicaciones. Y aunque
se percibe la influencia junguiana de lo onírico, sorprende leerlo ahora, después
de tantos años, y ver de qué modo ha cambiado la vida que presagiaban mis
palabras de entonces:
«Poco a poco voy despertando a la realidad, no sé si verdadera, pero
realidad a fin de cuentas, y descubro sorprendido mis propias manos sobre el
teclado, y me observo reflejado en la pantalla oscura del ordenador, y miro en
torno a mí sólo para comprobar que no soy el único que se encuentra hipnotizado
por los rayos catódicos que brotan del aparato, que todos están sedados,
mentalmente exangües ante la computadora, y me vuelvo a preguntar, una y otra
vez, si es ésta la vida que deseo vivir, y si, en definitiva, es ésta la realidad en la
que quiero despertar».
XVIII
LA BELLEZA Y SUS PALABRAS


La lengua nos ha brindado a la Humanidad, desde el amanecer de los tiempos, la
capacidad de nombrar las cosas, los objetos, los conceptos, por un nombre
propio y exclusivo que los distingue de los demás elementos de la creación.
Todas las lenguas son hermosas en su esencia, en tanto proceden de una misma
raíz común que se hunde en la tierra fértil babeliana, sedimentada durante
milenios, hasta llegar a su semilla. Hablo de la Lengua del Paraíso, aquella
lengua antediluviana aprendida por nuestros padres en su primer vagido, cuando
el mundo, aún virgen, se mostraba en toda su plenitud.
Posteriormente, con el transcurrir natural de las eras, y tras siglos de
guerras interminables entre sus hijos, esa lengua fue desvaneciéndose en la
bruma del olvido, mientras bajo su férula nacían los llamados dialectos
indoeuropeos, semitas, camitas o aglutinantes, que finalmente darían paso, a lo
largo de la Historia, a los diferentes idiomas y dialectos actuales.
Encuentro un nexo común en todos y cada uno de los idiomas de hoy día, y
es la belleza de algunas de sus palabras, las más altas, las más hondas, las más
anchas, las más intensas. El castellano es buen ejemplo de ello, aunque se podría
extrapolar y extender a cualquier otro lenguaje. Palabras como Belleza, Bondad,
Verdad, Sueño, Olvido, Sabiduría, Memoria, Recuerdo, Silencio, Tiempo,
Serenidad o Poesía merecen ser escritas con mayúsculas tanto por su hermoso
significado abstracto como por la perfección plástica y sonora de cada letra
unida a la siguiente, y encierran en sí mismas el espíritu primigenio, la
naturaleza divina y la música de las esferas procedentes de aquella vieja Lengua
del Paraíso, la única capaz de explicar la inefabilidad de la Belleza.
Ahora sólo nos quedan esas palabras, vestigio difuso de un pasado glorioso
perdido para siempre, más bellas por cuanto dejan entrever, por lo que no dicen,
por cuanto evocan, que por lo que expresan, apenas el atisbo del brillo fulgurante
de aquella antigua lengua naufragada.
Cualquier escrito que contenga estas palabras, y tantas otras que quedan en
el tintero, harán que el texto cobre vida propia, por mediocre y simple que sea, y
lo elevarán como por encantamiento a las alturas literarias perdidas de antaño,
deslumbrando al lector con aquella luz que no ciega, con la propia Luz de Dios.
XIX
EL ESPLÍN POZOALBENSE


Día soleado el de hoy, prácticamente veraniego. La gente caminaba
despreocupada por la calle, ocupando las terrazas de los bulevares. Todo el
mundo parecía feliz al recibir el sol en pleno rostro. Para mí, sin embargo, era
uno de esos días de desecho para arrancar de cuajo del calendario y pasárselo
tirado en la cama, observando el mundo sólo desde nuestra apartada atalaya, con
el embozo de las sábanas sobre la nariz.
Intenté enterrar mis melancolías entre los quehaceres diarios: pasear, ir al
banco, comprar en el supermercado, acercarme al bar, para finalmente recalar en
mi escritorio mirando distraídamente lo escrito horas antes. Pero hay días en que
no sale nada. En ocasiones hasta mi propia letra me resulta extraña: los
caracteres se desenfocan y se desordenan a su antojo, subversivamente,
aliándose para derrocar al tirano que los domina para crear una masa de
símbolos sin sentido que me nubla la visión.
Decidí ir a la consulta del médico. Lo encontré ceñudo, como de
costumbre. Le expliqué mis síntomas y me auscultó, presionando suavemente,
pero con firmeza, sobre todos mis centros vitales. Una vez hubo terminado, se
dio la vuelta y se dirigió hacia su mesa mientras yo me abrochaba de nuevo la
camisa. Él se sentó a su mesa, preocupado, con el semblante grave, evitándome
los ojos.
―¿Qué tengo, doctor? ―inquirí, con miedo a oír la respuesta.
―Señor Jordán, su dolencia… ―dijo, y emitió un profundo suspiro.
―Diga, diga, doctor ―le espeté, haciendo acopio de valentía―. Estoy
preparado para lo peor.
―Señor Jordán, usted sufre de esplín.
―¿Esplín? ―aquella palabra tan cómica me hizo sonreír.
―Sí, esplín, señor Jordán. Y, además, usted lo tiene muy avanzado.
―¿Pero qué es el esplín, doctor?
―¿Es que no recuerda usted sus lecturas? Haga memoria y dará con que el
spleen inglés. Su traducción al español simplemente se ha castellanizado, pero el
esplín viene a ser melancolía, tedio de la vida, enfermedad de románticos.
―¿Y es grave este esplín, doctor? ¿Acaso debo preocuparme?
―No necesariamente. Suele remitir en la mayoría de los pacientes, aunque
todo depende de cada caso. Sea como fuere, puede emplear su esplín como
aliento literario. No sería usted el primero. Hay a quienes les ha ido bien.
―Vaya, eso me tranquiliza. ¿Va a recetarme algo?
―Sí. A ver… ―el doctor se llevó el índice a los labios en gesto
pensativo―. Sí, mire, le voy a recetar unos comprimidos de desapego, unos
sobres de hacer lo que a uno le gusta y unas gotas de sueños. Tómese un
comprimido y un sobre después de cada comida, y las gotas, ésas sólo antes de
acostarse.
―Muchas gracias, doctor. Me voy más tranquilo ―le estreché la mano a
modo de despedida y me dirigí hacia la puerta para marcharme.
―Señor Jordán.
―¿Sí? ―contesté, volviéndome hacia él desde el umbral de la puerta.
―Despreocúpese de todo este tema, estimado amigo, pero recuerde, y
tenga siempre presente, que el esplín es bello en sí mismo, pues bellos son todos
los sentimientos humanos, aunque se vivan en soledad. Aprécielo sin desdeñarlo,
paladéelo. Son estos momentos de melancolía los que nos hacen darnos cuenta
de la bondad de los días pasados y de los que quedan por venir, y comprender de
este modo lo que en realidad significa el milagro de la vida en toda su magnitud.
―Le ha quedado un tanto cursi el final, pero gracias, doctor.
―A usted. Espero no volver a verle en una buena temporada.
XX
DISCUSIÓN


Ayer discutí con una amiga. La pelea llegó a ese punto de no retorno en que uno
de los dos rompe las reglas y abandona la intención de expresar su verdad
mediante la dialéctica, para agarrar un puñal y clavárselo al otro en el corazón de
cualquier manera. Tuve que excusarme, abatido por el golpe, y di por finalizada
la discusión.
Pocas veces en la vida escucha uno insultos que ofendan hasta el tuétano,
que encierren tanta malicia en tan pocas palabras, tanto vinagre esputado contra
las llagas del alma. Tanto más cuando proceden de alguien que ha leído cosas
tuyas, que te conoce y en quien has puesto tu confianza. Tal vez lo dijo todo sin
pensar. Es un verdugo con piel de víctima, pero la boca le pierde y la delata. Y
tengo presente que se arrepentirá en poco tiempo, pero es que a mí me pierde la
tristeza y me delata la sangre que mana de las puñaladas.
Tras despacharse a gusto con dos o tres frases solemnes, a las que yo
contesté lacónico y taciturno, al final me deseó un muy digno y definitivo «Sé
feliz en todo lo que hagas y que te vaya bien». Uno, en cambio, no supo
despedirse. No me salieron las palabras, porque a mí aquello me sonó más a un
triste «Hasta nunca, perdedor».
Lo verdaderamente amargo de todo esto es que los dos, mientras nos
lamemos las heridas, ocultos en la íntima oscuridad de nuestros rincones,
seguiremos pensando que cada cual tenía la razón, y que nada de lo que dijimos
era para tanto como para llegar a esto. Y convencidos de ello pensaremos que el
otro, a fin de cuentas, no merecía la pena. Pero en el silencio de la noche, cuando
la voz de la conciencia venga a saldar sus cuentas, ambos, ella y yo, estaremos
más solos, más vacíos.
XXI
CAMBIO DE HORARIO


Domingo. Sol. Un techo. Un techo blanco. Un techo blanco con gotelé. Ruido.
Pip, pip. Un despertador. Las 10:00h. He dormido mal. Una pesadilla. La misma
pesadilla repetida a lo largo de la noche: mientras duermo, alguien, a través de
un agujero cavado en el armario, entra en mi dormitorio dejando un reguero de
pisadas de barro. Me levanto, nervioso, desconfiado, miro por todas las
habitaciones. Nada. Nadie. Silencio. Las huellas de barro han desaparecido.
Maldita pesadilla. Me meto de nuevo en la cama. Las 11:17h. Silencio. Las
11:58h. Una voz de niño. Las 12:33h. Me incorporo. Recuerdo el cambio de
hora. Las 13:33h., pues. Suspiro. Cuánto tiempo perdido durmiendo.
Uno acaba destrozado después de una noche larga, y si encima le añadimos
el cambio de hora de costumbre en estas fechas, ya acabamos de redondearlo
todo. Termina uno perdido, tumbado en el sofá, mirando cómo avanzan las
agujas del reloj, contemplando estúpidamente el paso de los segundos, mientras
el tiempo, inmisericorde, poco a poco nos va empujando cada vez más hacia el
abismo.
Típico día de domingo, pero de los insanos, de ésos en los que la
inspiración flojea, en los que la mente languidece en frases inútiles, sin tino, sin
sentido, sin razón de ser. La cabeza pesa, y reposa sobre la mano, que la
sostiene, mientras la mirada se pierde distraída en la infinitud de lo infinitesimal,
siguiendo con la vista la línea que demarca el perfil de los objetos cotidianos,
intentando encontrar la frase magistral, el comentario sutil, ingenioso e
inteligente, el final perfecto, inolvidable, para la descripción de un día de ésos
que es mejor olvidar.
XXII
RESACA DE SEMANA SANTA


La Semana Santa ha acabado. En Pozoblanco siempre ha habido mucha
tradición, y excepto quienes se han marchado de vacaciones, durante estos días
de fiesta todo el pueblo se concentra en apenas dos o tres calles para contemplar
los pasos y los tronos desde la mejor perspectiva posible. Se trata del único
momento del año en que todos nos vemos las caras, nos saludamos,
intercambiamos más o menos confidencias y alimentamos las habladurías
propias y ajenas que deberán dar de sí hasta la siguiente cita anual.
Y es precisamente en el encuentro abierto con el otro donde se produce el
enfrentamiento con nosotros mismos, pues sus rasgos son un espejo del paso del
tiempo en el que nos vemos reflejados. Con la edad las personas cambian, y a
menudo la visión es desoladora. Cambian las caras, cambian los cuerpos,
cambian las formas, cambian los caracteres, cambian las alianzas. Así, a la luz
trémula de los cirios y las velas de los nazarenos, y desde que no los ha visto
uno, los que entonces eran niños parecen hoy más astutos; los jóvenes, más
gordos, más calvos; las chicas, más sabias, más madres; los locos, más cuerdos;
los curas, más viejos; y los viejos ya no se ven más.
Pese a no ser practicante he visto estos días más procesiones que algunos
verán a lo largo de toda su vida, he experimentado un cosquilleo cuello arriba al
ver un paso oscilando al compás de una banda de tambores y cornetas, he rezado
letanías siguiendo a una cruz de madera por las sucesivas estaciones de la Pasión
mientras aspiraba la fragancia del incienso y la cera líquida de los cirios en el
empedrado, he guardado respetuoso silencio mientras alguien cantaba una saeta
a la Virgen desde algún balcón, he contemplado, respirando su belleza fresca, el
amanecer carmesí del Viernes Santo en un rumor de trompetas y cascos de
caballos, y he comprobado cómo un día nublado clareaba ante la salida del paso
de un Cristo de su iglesia cuando minutos antes amenazaba con descargar
intransigente el agua de sus nubes.
Con todo, me entristece reconocer que bajo la caperuza de lino y a través
del antifaz de los nazarenos apenas veía fervor, ni bajo el peso muerto de los
pasos de Vírgenes y Cristos notaba excesiva piedad en braceros ni costaleros,
sino esfuerzo sin sentido, vacío y hueco, ni sobre los caballos observaba
conciencia en aquellos hombres de lo que representaba estar sobre esa montura,
ni siquiera en los ojos de la gente que veía pasar la procesión brillaba gran
religiosidad o recogimiento, ni aplaudían sobrecogidos por la emotividad de lo
que allí se celebraba, sino que los aplausos sonaban planos, apáticos, inertes.
Nadie vivía una experiencia interior. Aquello era la antigua fiesta de la
primavera de siglos atrás, pagana, laica, pues todo era espectáculo, todo
escaparate, todo de cara a la galería, puro teatro, tradición sin más, un mero acto
social de notable arraigo, una excusa para salir a la calle, pero que en modo
alguno dejaba vislumbrar la antigua devoción que la vio nacer.
Supongo que todas las cosas deben degenerar antes de languidecer y morir.
Así esta Semana Santa. Una más, una menos.
XXIII
LOS VUELCAORZAS


Existe un curioso fenómeno, el de la llegada de los vuelcaorzas, que suele
producirse al menos una vez al año, por lo general en época festiva y durante
estas fechas. Con ese remoquete, los vuelcaorzas, es como tradicionalmente,
desde los tempranos tiempos de la posguerra, se conocen a aquellos familiares
―los primos de la capital les llamaban― que habían emigrado a las grandes
ciudades como Madrid, Valencia, Córdoba, Sevilla o Barcelona, entre otras, o al
extranjero bien en busca de trabajo y cierta prosperidad económica o bien
huyendo de un pasado secreto durante la Guerra Civil que en su espantada
dejaban atrás.
Estos primos de la capital volvían de vez en cuando de visita al pueblo
donde habían dejado al resto de su familia. Regresaban como reyes, triunfadores,
ricos, entre los vítores y ditirambos de quienes se habían quedado entre arados y
vacas, palurdos, tarugos ellos, que les abrían de par en par las puertas de sus
humildes hogares, les sacaban camas con sábanas limpias y nuevas, aunque
formaran parte del ajuar de bodas de la señora de la casa, aún sin estrenar
siquiera, y consumían como cigarras lo mejor de las despensas aprovisionadas
con el sudor de las hormigas en todo un año, así se quedaran los hijos sin comer
carne durante un mes entero.
Movidos por la dicha del reencuentro, se destapaban las ollas donde se
guardaba la matanza y se volcaban las orzas para agasajar a tan ilustres
comensales en aquellos tiempos de pobreza y hambre de la posguerra. A tales
invitados tal sacrificio. A cambio regalaban a sus anfitriones fabulosas historias
de fortuna y laureles, demostrándoles así que, aun colmados de lujo en la gran
ciudad, todavía albergaban un hueco en sus corazones para los primos del
pueblo, raíces que en modo alguno deseaban arrancar.
Luego, con el paso de los años, se enteraba uno de que en realidad eran
unos fracasados, trabajadores explotados en sus lugares de destino, allá en la
capital, sin el dulce consuelo de sus familias; que jamás habían vuelto a su tierra
por vergüenza, por ese íntimo orgullo que nos hace sufrir mil calamidades antes
que mostrar a la gente que en verdad el triunfo es un sueño esquivo, que es
preferible comer sólo una vez al día a confesar la derrota.
Era entonces, al volver durante sus visitas a provincias, cuando su pecho
suspiraba aliviado y su espíritu experimentaba cierto regocijo, no por volver a
ver a sus lejanos parientes y a sus amigos olvidados, como ellos decían, sino por
dormir de nuevo sobre un lecho blando y poder comer una sopa caliente.
Todo eso sucedía hace cincuenta años, y era comprensible. Incluso se
sentía lástima por aquellos pobres desgraciados exiliados en la capital. El
problema surge cuando, aún hoy, cuando hemos doblado la esquina del siglo, los
hijos de aquellos buscadores de fortunas frustrados siguen viniendo a un pueblo
que jamás les vio crecer, a ver a unos familiares que nunca conocieron sino de
oídas de boca de sus padres al evocar infancias muertas, que no tienen vergüenza
alguna por carecer de un mínimo de escrúpulos que les haga reparar en lo
miserables que son cuando, a la llegada de las fiestas, deciden pegarse unas
vacaciones a gastos pagados haciéndose una gira por las casas de todos los
primos de la zona, del pueblo y alrededores, mendigando comida y pensión
durante una semana completa.
Quizás peque de crueldad excesiva, o que haya perdido en el camino,
inevitablemente, cierta sensibilidad, cierta caridad humana, justo la medida que
he ganado de misantropía. Lo que uno no ve, sin embargo, es que aquellos
vuelcaorzas regresaban del exilio entonces como regresas hoy tú: con las orejas
gachas y la mirada baja del hijo pródigo, feliz cuando tu padre te recibe con el
corazón abierto y manda matar el mejor novillo de la hacienda en tu honor,
aliviado del cansancio de navegar tantos años fuera, en alta mar, lejos de
cualquier puerto conocido, y deseoso de cambiar el aliento de la aventura por la
ventura del aliento de una madre.
XXIV
ESA LENGUA SIN PALABRAS


Esperaba esta mañana en la cola del pan en el mercado de la Plaza de Abastos
cuando reparé en la presencia de cuatro personas en la fila que se prodigaban
entre sí todo tipo de aspavientos y jerigonzas. Se trataba de tres mujeres y un
hombre sordomudos. Resultaba imposible no verlos. Por mucho que hicieras
caso omiso, aquellas sacudidas y cabezadas se te colaban sin querer por el rabillo
del ojo. Al final todo el mercado estaba pendiente del cuarteto, hipnotizado por
su animado coloquio, viéndolos mantener conversaciones cruzadas entre ellos,
contar chistes e incluso reírse silenciosamente en ese extraño lenguaje gestual de
manos y labios, ininteligible para profanos.
Junto a mí estaba el hombre, de mediana edad, que pasados unos minutos
acaparó la atención de las tres mujeres y el rumbo de la conversación. Movía las
manos suavemente y con donaire, al tiempo que dejaba escapar unos sonidos
apagados que nacían y morían al mismo tiempo en su garganta. Aquel hombre se
expresaba firmemente y con una extraordinaria locuacidad en esa lengua sin
palabras, vacía y opresiva, al menos para la perspectiva del espectador. El
movimiento privado de sonido acrecienta la sensación de vacío, y así transcurría
la escena, más silenciosa que el silencio más absoluto, como si el tiempo girase
sólo a su alrededor, únicos habitantes de su pequeño universo. Entre ellos y
nosotros parecían distar años luz, blindados contra nuestra realidad en una
cápsula de cristal insonorizado. Así habían conseguido liberarse del vínculo con
el mundo, que es la prisión de los sonidos externos.
En un momento dado, cuando se me empezaba a dormir una pierna de
tanto esperar, dejé caer el pie sobre el embaldosado, provocando un leve golpe,
sordo y seco. Reaccionando como por instinto, una de las mujeres sordomudas,
la que estaba más cerca, giró la cabeza de súbito, como lo habría hecho un
animal al acecho, hacia la fuente sonora que había producido aquella
perturbación en la armonía de su burbuja. No había duda, había oído el pisotón.
Como un resorte, fijé los ojos a kilómetros de distancia, pero de reojo podía
ver cómo ella abandonaba la conversación de los otros y agachaba quedamente
la cabeza hacia las inmediaciones de mis pies, atenta a cualquier movimiento
que delatara el escondrijo de aquel elemento extraño que la había distraído. Yo
no me atrevía a moverme, siquiera a respirar, y sentía haber turbado su animada
tertulia. Incluso me provocó cierto temor infundado a que me descubriera,
incapaz de predecir su reacción de haberlo hecho. Ella, mientras tanto, seguía
rastreando el suelo con la misma frialdad con que un reptil rastrearía a su presa
oculta entre los matorrales.
Ante la frustración de no encontrar lo que buscaba, la mujer reptiliana
volvió vencida a su posición natural junto a sus compañeros y siguió
conversando. Quizá le preguntarían qué había llamado tan poderosamente su
atención. ¿Cómo saberlo?
Entonces llegó mi turno y, mientras era atendido, miré por última vez antes
de marcharme a aquellos cuatro sordomudos, que seguían hablando igual, con
sus gestos y sus gorjeos apocados, sabiéndose centro de todas las miradas,
conscientes, supongo, de que no era fácil para el resto de la gente ignorar
semejante espectáculo visual. Por eso hacían abierta ostentación de sus palabras
gesticuladas, con desparpajo y sin azoramiento, del mismo modo que hablamos
sin reparo en voz alta cuando nos encontramos en un país de lengua diferente,
sabiendo que nadie nos entenderá. Quizás ellos, en sus circunstancias, a su
manera, también se consideraran extranjeros, pero no sólo en su país, sino
respecto al resto de la humanidad.
XXV
ÚLTIMOS DÍAS DE ABRIL


Los días transcurren tranquilos y apacibles en Pozoblanco, porque parsimoniosa
es la vida en los pueblos, sin apenas tráfico que haga rechinar bajo sus
neumáticos la cera seca de la Semana Santa en los adoquines de las calles, por
las que la gente pasea sin prisa, saludándose constantemente, hablando con
conocidos en conversaciones que bien les pueden llevar largo rato parados en las
aceras, en las que la ropa de verano ha hecho su aparición, sobre todo para las
chicas, que han sacado de repente su vestuario estival del armario, pues hoy ha
llegado por fin el calor tras muchos meses de ausencia, y así las muchachas
pasean por el pueblo aireando la fragancia de sus hombros redondeados por el
brillo dorado de la piel, y los niños, de cara churretosa, con las rodillas no tan
salpicadas de heridas y cardenales como deberían, juegan traviesos y
despreocupados por la calzada, en tanto que los viejos, sentados bajo las
palmeras en los bancos del parque de Santa Catalina, evocan aquellos tiempos
gloriosos en los que, aun con poco que llevarse a la boca, eran mucho más
felices que la juventud de ahora, y luego otro anciano les replica a los demás
sentados a su lado, poniéndose de pie con dificultad, con la mano temblorosa
sobre el bastón, cataratas en los ojos y la voz tomada, que si estos jóvenes
hubieran visto todo lo que él presenció en su vida, serían sin duda igual de
desgraciados que todos ellos lo habían sido, y mientras aquel concilio de
ancianos continúa arreglando el mundo, la tarde va cayendo y el sol recoge en el
telar los flecos de su túnica de oro, y los árboles, con sus oscuras sombras
alargadas dando la espalda al disco del ocaso, ven desfallecer otro día de abril,
impasibles ante la dulce y lenta agonía del mes de las lluvias.
XXVI
EL DICCIONARIO


Suelo utilizar metódicamente el diccionario en mis lecturas, siempre que éstas
tengan lugar en casa, al abrigo del sofá o sentado al fresco en la terraza. Me es
casi imposible, salvo causa mayor, leer sin diccionario, y sin él, sin notar su
presencia al alcance de mi mano, no me siento protegido. Se trata de un volumen
vetusto que tenía mi padre de su época de estudiante, y que por su aspecto
asendereado y polvoriento ha debido de soportar muchos viajes en su dilatada
existencia. Es un tocho de envergadura, con el lomo gastado, las esquinas de las
páginas carcomidas por el trasiego de los años y un título cargado de solemnidad
encabezando la portada de tapas azul grisáceas: Enciclopedia concisa ilustrada
La Fuente, de la editorial Ramón Sopena. Debajo, en el borde inferior, a la
derecha, campea orgullosa el águila, símbolo de otra época, que me evoca un
recuerdo prestado, inconfundiblemente teñido con los tonos sepia de los sueños
viejos, el de la crudeza de aquel tiempo posterior a la guerra, con su hambre y
sus inviernos, con su ruina y su llanto, pero también el de niños alegres con los
calzones remendados, ajenos a cuanto los rodeaba, que jugaban en la calle con
las rodillas cubiertas de costras. Siempre me ha asombrado la capacidad de los
niños para sustraerse de la devastación en mitad del desastre. Viven, mientras
dura su infancia, en el País de Nunca Jamás, en un estado de perpetua curiosidad
y de felicidad inconsciente.
El diccionario se había publicado en los sesenta, y volé entonces con las
alas del ensueño al reclamo de aquellos años, los de los primeros levantamientos
contra el régimen, en que la universidad plantaba cara a lo establecido, cuando
los estudiantes gritaban libertad por las calles en el mes de mayo y soñaban con
revoluciones plantando flores en los cañones de los fusiles. Poco queda ya de
todo aquello, y de poco sirvió, porque, como cantaba Lennon allá por el setenta,
cansado ya de vanos ideales a los que agarrarse, el sueño se había acabado.
Porque se conoce que si el sueño es dulce y elevado, el despertar será siempre
amargo y doloroso, cuando sobreviene la decepción con todo su peso desde tanta
altura.
Pero aún nos quedaba aquel viejo diccionario de tapas azul grisáceas para
soñar despiertos, para respirar al abrirlo el olor a añejo del testamento de esos
días y para buscar por entre sus páginas el eco de las voces de aquellos niños
alegres, inasequibles al espanto, que aún resuenan por sus rincones.
XXVII
BASIL


Las guerras de Iraq y Afganistán continúan, aunque hayan pasado años desde
que se dieron por concluidas oficialmente a favor de la invasión norteamericana.
Se habla de un nuevo tipo de conflicto, propio del siglo XXI, al que los expertos
de los medios de comunicación ya han bautizado como híbrido, que no es más
que la guerra de guerrillas practicada desde la noche de los tiempos. «Vino
nuevo en odres viejos», rezan las sagradas escrituras. Palabras nuevas para
conceptos añejos. Precisamente fue en suelo iraquí donde nació la civilización, y
por tanto las primeras nociones estratégicas de combate. Sin embargo, los
telediarios muestran cómo la policía autóctona del país es adiestrada por el
ejército estadounidense, como si fuesen extranjeros en su propia casa, como si
no supieran a quiénes se enfrentan. Que la mente occidental piense que tiene
algo que enseñar a un pueblo milenario en materia de guerra es sólo un síntoma
más de su debilidad. Cualquier estúpido es capaz de apretar un gatillo, pero de
ahí a confundir la sabiduría práctica ancestral con la prestidigitación de las
palabras sólo conduce a un sitio: el abismo. La hibridación arcaica que ellos
presumen novedosa acabará con ellos, del mismo modo que lo ha hecho siempre
con cualquier enemigo que ha traspasado sus fronteras. Parece que la Historia
sólo sirve para repetirla hasta el infinito. Al final a los invasores no les quedará
otro remedio que retirarse ante la amenaza oculta de la tierra, y los soldados
habrán muerto sin entender nada, como se calcinan esas polillas atraídas por la
luz de las lámparas.
Sólo he conocido a un iraquí en mi vida. Se llamaba Basil Mohammed Al-
Hadithi, y era profesor en mi universidad.
Hay dos grupos de profesores universitarios: los que ejercen por vocación
―muy pocos, de ahí que su labor resulte admirable―, y los profesionales
frustrados, aquellos infelices que no sirven para desempeñar su trabajo y
terminan dedicándose a zancadillear a sus pobres estudiantes con el único
propósito de que lleguen a ser unos fracasados, como ellos. Si estoy hablando
ahora de Basil es porque pertenecía a la primero de estos grupos. Y no sólo, pues
además era una eminencia de la electrónica, doctor con múltiples publicaciones
científicas y autor de la traducción al árabe de Una breve historia del tiempo, de
Stephen Hawking.
Natural de Babilonia, Basil me dio clase en dos asignaturas de la carrera en
años consecutivos, ambas de circuitos y componentes electrónicos. En los
tiempos que corren, que naciera donde lo hizo representaba un detalle
pintoresco, como pintoresco era él, pues circulaban muchas leyendas alrededor
de su persona, como que jamás había faltado una sola jornada a clase, o que aun
teniendo vehículo propio siempre tomaba el transporte público para ir a la
universidad. Acaso disfrutara, al igual que yo, del espectáculo de la vida, con
función diaria hasta agotar entradas, que tiene lugar en los autobuses. Es más,
contaban que hacía algunos años, durante una de las acostumbradas huelgas
anuales de transportes, para evitar faltar a clase, se hizo a pie los cuarenta
kilómetros que separan Madrid de la universidad durante la noche para estar a
las ocho de la mañana en su despacho.
Cuando faltaba poco para mi graduación, coincidí con él en la parada del
último autocar que volvía a Madrid desde la facultad aquella tarde. Allí estaba,
sentado en el banco bajo el techado de plástico rojo, mostrándome su perfil
atezado y aguileño, con la vista perdida en el horizonte y las piernas cruzadas,
con el rostro severo y el mirar fijo en ninguna parte. Pensé que en ese momento
pasarían por su cabeza cavilaciones extraordinarias y recuerdos de vivencias
propias de los clásicos de aventuras, o acaso simplemente no pensara en nada, tal
vez había vaciado la mente después de todo un día de trabajo y no hacía otra
cosa que admirar la belleza del viento acompasado meciendo las ramas de los
abedules al otro lado de la carretera.
Me quedé observándolo hasta que se aproximó un autobús. Él se levantó
sólo para comprobar que no era el número que a él le interesaba. Si no me vio
fue porque, aunque yo estaba a su lado, me había desplazado adrede un poco
fuera de su vista para seguir contemplándolo a placer. No volvió a sentarse, sino
que se apoyó en una farola con los brazos cruzados a la espera del próximo.
Lástima que el que no le convenía a él sí le sirviera a uno.
Habría estado bien saludarle, si hubiera reparado en mi presencia. Incluso
me habría encantado entonces, cuando era mi profesor, haberle conocido más
personalmente si esta vida caprichosa, y mi naturaleza no menos antojadiza, nos
hubiera unido. Al mirar por la ventanilla, mientras el vehículo se ponía en
marcha, pude ver que Basil seguía allí, apoyado en la farola, despreocupado,
expectante, encerrado en su historia, ocultando su novela a mis indagaciones,
con la mirada perdida en algún punto de la chapa verde de la carrocería del
autobús.
Ésa fue la última vez que lo vi. Luego todos, alumnos y profesores,
volamos como golondrinas del nido y borramos nuestro rastro.
XXVIII
UNA CONDENA DEMASIADO LARGA


El diccionario ya no aguantó más. Parece como si, justo cuando le rendí
homenaje, se rindiera él a su vez ante la vida. El otro día se me deslomó en un
mal movimiento, el pobre, hastiado de los años interminables, del peso de las
letras sobre sus hombros azul grisáceos, cada día más oscuros, y del poso del
polvo de una existencia cenicienta. Al final capituló en su duelo singular contra
el tiempo, sucumbió ante la incertidumbre de lo por venir, prefirió abandonarse
inerme al dulce hálito de la Parca, cerrando los ojos, recogiendo las hojas
amarillentas ante la desesperación de una vida cada vez más consumida,
adocenada y banal. En sus últimos días se lo veía cansado, avejentado, transido
de la melancolía de los diccionarios antiguos, que, como los elefantes viejos,
esperan pacientes, revestidos de gravedad, en el cementerio de diccionarios la
hora del último viaje, del postrer suspiro, la visión feliz y serena de la última
puesta de sol en la llanura esteparia.
Sirvan estas breves líneas de epitafio para un amigo que siempre me
acompañó, que no me abandonó jamás. Intenté salvarlo en balde. Estuve toda la
tarde pegándole el lomo con cola y forrándolo con el papel de una revista, pero
ya no es el mismo, porque ahora sus tapas azul grisáceas están ocultas. Sus
palabras, con sus significados añejos, siguen ahí, en el mismo sitio, pero él ya no
está infundido de ese aliento único que lo hacía brillar. Ahora sus hojas
amarillean más aún, y aunque huelen todavía a habitación cerrada, más bien me
parece el olor de un desván del que hemos perdido la llave para siempre. Es un
cadáver disfrazado de vivo, un diccionario muerto y disecado.
Aquél fue un día triste, como tristes son los días en que los amigos se van.
El olvido es una condena demasiado larga para una sola vida, y casi todos
estamos sentenciados por naturaleza a cumplirla. Con esta oda, sin embargo, lo
libero momentáneamente, y le insuflo una existencia nueva de papel y letra de
imprenta que durará lo que dure mi voz material.
Hasta siempre, compañero.
XXIX
DE CAPA CAÍDA


Llevaba una semana de capa caída, que no sabía qué me pasaba, que no hilaba
fino en eso de hilvanar palabras como solía. Un poco dando tumbos. Llevaba
días sin escribir gran cosa, pero es que tampoco me había sucedido nada
merecedor de ensuciar una cuartilla. O era quizá que la tinta apática de la pluma
me pesaba demasiado en los dedos como para ponerme en el trance de tener que
alzarla. Además tenía sueños extraños, malignos, desconcertantes, dormía mal, a
deshoras, y me levantaba cansado y con dolor de cabeza.
―¿Acaso crees que a alguien le importan tus miserias? ―dijo, a mi
espalda, apoyado sobre la penumbra del fondo de la habitación, esa presencia, la
presencia que me persigue por las noches, la misma de siempre.
Fumaba. Sabe que yo odio el tabaco. Le gusta exhalar el humo sobre mí
cuando termina las frases. Y lo hace con sonoridad, resoplando sus mezquinos
comentarios sobre mi nuca, amparándose en las sombras que la lámpara de flexo
derrama sobre la estancia para atormentarme.
Prefería no contestar. Simplemente encendí la luz y la presencia
desapareció cuando se supo descubierta. Encima, cobarde.
Es mala época para escribir, pero me cuesta abandonar este cuaderno, aun
sin inspiración. De esta forma dejo el testimonio de los malos días, que supongo
que cimentarán la literatura buena o mala de los que quedan por venir.
XXX
EN EL LECHO DEL MORIBUNDO


Cuando uno se vea postrado por la agonía,
imagino que las mentiras ya no serán necesarias,
para qué si ya están soltadas las amarras
y desplegadas las velas para la larga travesía.
XXXI
GEOMETRÍA VITAL NO EUCLIDIANA


Tal vez sólo haya en la vida dos posibles caminos, sin veredas que los
comuniquen, para aquéllos que buscan más allá de la línea de su propio
horizonte: el Camino de la Felicidad o el Camino de la Verdad. Quizás, aun
siendo incompatibles, ambos conduzcan al mismo punto en el infinito, al engaño
luminoso como objetivo para sobrellevar el peso del mundo que nos rodea y que
nos lacera los hombros, a la autosugestión de que todo tiene sentido.
En cualquier caso, ambos caminos se unen al final, como las paralelas en la
geometría no euclidiana, en la última hora. Por eso pienso que una y otra,
Verdad y Felicidad, yacen en el lecho del moribundo. Con Verdad aludo al
significado trascendental, pero también al mundano, pues no creo que nadie
mienta en el trance de la muerte. Y qué es la Verdad sino la plena conciencia de
que vamos a morir. Nadie puede mentir en semejante circunstancia, en ese
instante eterno previo al último estertor en que caen las máscaras, cuando
prácticamente se está desligado ya de los vanos anclajes de la vida terrena,
cuando es sólo un fino hilván lo único que sujeta al que agoniza y lo separa de lo
desconocido.
Cuánto más cuando la Parca vela paciente sentada a la cabecera de nuestra
cama el desenlace fatal, si son sólo minutos, quizá segundos, lo que nos separa
de Ella, de esa Verdad superlativa. Cualquiera en la antesala del tránsito está
más cerca que nosotros de la Verdad, con los secretos del Universo al alcance de
la mano, durmiendo a su lado, esperando a ser revelados cuando se abandone al
dulce aliento del sueño mortal.
XXXII
EL MILAGRO DE LA EVOLUCIÓN


Hoy me he dado cuenta ―qué cosas se le ocurren a uno en horas bajas― de que
el grosor del dedo índice coincide con la envergadura de nuestros orificios
nasales. Y que, sin embargo, en modo alguno permite la entrada de los demás
dedos, salvo el meñique. Parece esto razón áurea, proporción de Vitruvio,
artefacto de Leonardo, o simple producto de miles de años de continua evolución
darwiniana, pues dedo y orificio se ajustan con la misma armonía con que se
unen engranajes y ruedas dentadas en un reloj mecánico. Tanto que parece
descabellado pensar que los orificios de la nariz no hayan sido concebidos
únicamente para introducir el índice y así alcanzar la perfección universal con tal
ensamblaje.
XXXIII
PRIMEROS TEXTOS


Me trajeron a casa un libro de relatos en el que se incluía un cuento mío. El
volumen pertenecía a una de esas publicaciones periódicas que cada dos o tres
años saca la editorial Cuadernos del Gallo con una recopilación de las obras
finalistas y ganadoras de los certámenes literarios locales de ese período.
Los textos premiados que contenía la obra correspondían a los últimos
concursos sin publicar, entre los que se contaba el primer relato que había
firmado. Leer algo escrito tanto tiempo atrás resulta descorazonador, sobre todo
cuando se está empezando a afilar las primeras armas y el estilo persigue tantos
cantos de sirena. La impaciencia y la emoción de leernos en letra de molde se
mezcla entonces con el desdén con que se ojean unas palabras propias que
cuando fueron concebidas acaso las armara uno con mimo, pero que ahora se
antojan tinta sobre papel mojado. Volver la vista atrás en la literatura, aparte de
reveladora, no deja de ser una experiencia de autocrítica implacable. Nadie
mejor que tú mismo para dolerte en banderillas ante la falta de una coma o el
abuso de un verbo en un mismo párrafo que la tipografía impresa ha sellado ya
como definitivo para la posteridad. Detalles sin importancia que, sin embargo,
hacen que te ruborices por la falta de oficio de la que adolecías y que sólo
brindan los años.
Pese a todo, y salvando esas menudencias que apenas enturbian el relato, la
lectura de lo propio, releído al cabo de los años, es entrañable. Una sonrisa
aquiescente se dibuja en los labios por la candidez de una juventud que se quedó
plasmada en el papel y que sólo allí permanece ya. Sin poder evitarlo, no se
identifica ahora uno con esa forma torpe y predecible de contar las cosas, y
siente que ya no es el mismo que escribía esas historias de desamor, aunque esa
mano extraña que sostuvo en su día la pluma forme parte íntima de lo que hoy
es.
Son contadas las veces que se tienen para experimentar ciertas sensaciones,
así que me sumí en la lectura de algunos fragmentos elegidos al azar. Y confieso
que disfruté con ello. De hecho, incluso aplaudía en mi fuero interno algunas
audacias narrativas que ya en aquella época utilizaba con una modesta habilidad
que apuntaba maneras.
Cerré el libro mientras pensaba en ese primer relato y en cómo fue escrito,
en la filosofía que encerraba, en sus matices, y me di cuenta de que con ese
breve texto de apenas quince páginas me incorporaba a partir de entonces a un
camino de baldosas amarillas, bien diferenciado de la hojarasca que se
arremolinaba a su alrededor, que aún hoy sigo con paso no sé si demasiado
firme.
XXXIV
TARAS


Hace algún tiempo descubrí la posibilidad de llevar una especie de diario de
sueños, pero siempre termina uno incumpliendo la disciplina autoimpuesta.
Anoche soñé que volaba. Es de las pocas veces que he volado en sueños, quizá
la única. Soñaba volar, pero iba cargado con gente en brazos. He olvidado sus
identidades, no así la dificultad de despegar con tanta tara.
XXXV
UNA TEORÍA SOBRE EL TIEMPO


El tiempo se antoja fugaz cuando la rutina se apodera de la vida de uno. No creo
que la cotidianidad haya de ser necesariamente nociva. No se puede ir todos los
días a la ventura, haciendo cosas nuevas. Imposible estar en misa y escribiendo,
o como Hemingway, un día en la Guerra Civil española matando nacionales en
una trinchera a todo lujo, otro liberando París y cazando leones al pie del
Kilimanjaro al siguiente.
Caer en el tedio es el único peligro que existe, y mientras se mantenga a
raya, el quehacer diario puede representar una experiencia serena y gozosa.
Basta con encontrar cierto equilibrio. Y así sopla el tiempo, sin apenas darnos
cuenta, y un mañana cualquiera te miras en el espejo y descubres cómo su brisa
va abriendo surcos en la piel.
A veces uno se pregunta por qué, con el paso de los inviernos, uno tras
otro, las estaciones parecen sucederse con más rapidez, como años de menos
meses. Todo el mundo experimenta la misma sensación según avanza la edad,
sobre todo en fechas de aniversarios y navidades, cuando comprobamos con
amargura cómo se nos caen las hojas, abriéndose de nuevo la vieja herida de la
muerte.
Más de una vez he pensado en ello, por qué el tiempo se torna tan efímero
y semeja durar cada vez menos cuantos más años cumplimos. Tal vez la
respuesta estribe en contar con los dedos. Para una persona que haya vivido
cincuenta años, un año le supone una cincuentava parte de su vida; en cambio,
para un niño de diez, un año es la décima parte de todo lo que ha vivido. Por
esto, para el arrapiezo, un año implica un intervalo de tiempo mucho mayor que
para el hombre maduro en términos relativos. Los diez años del niño representan
para él una vida entera, que es lo que él ha vivido, en tanto que para el adulto ese
mismo intervalo de diez años significa sólo una breve etapa de su existencia,
exactamente una quinta parte. Es cuestión de la distinta referencia temporal en la
infancia y la madurez, por eso al adulto se le hacen más cortos los años, puesto
que, aun siendo los años de la misma duración, para él la duración referencial de
períodos determinados se va reduciendo. Esa diferencia en las referencias
temporales se agudiza en los ancianos, para los que los días no pasan, vuelan,
por la misma razón.
Esta premisa, sin embargo, es un poco tramposa. Los niños apenas son
conscientes de sí mismos y del tiempo como tal hasta que no bordean la
adolescencia. Antes se dedican meramente a sus juegos y a disfrutar su
inocencia. De modo que no es válido realizar el experimento con un niño de diez
años, a quien, con certeza, un año le parecerá una eternidad, sobre todo porque
será algo que jamás se haya planteado antes. Esta inconsciencia infantil
encuentra una analogía en los ancianos, que, ya privados de los reflejos y las
facultades de juventud, dedican sus últimos días a cabecear adormilados en el
sillón, en una niebla opaca de sueños, pensamientos y recuerdos.
Otro obstáculo teórico que se presenta es el de las inquietudes propias de
cada edad. Tanto en la niñez como en la pubertad los muchachos desean
profundamente ser mayores, crecer para ir obteniendo cada vez más privilegios
que sólo cumplir años brinda: la primera consola de videojuegos, la primera
bicicleta, el primer sorbo de alcohol, el primer cigarrillo, la primera moto, el
primer coche. Y mientras estos objetivos se consiguen, las agujas del tiempo
languidecen parsimoniosas en el reloj. Una vez satisfechos todos estos anhelos a
los dieciocho años, el adulto neófito vuelve a perder como por arte de magia
toda conciencia del devenir del tiempo, pues se encuentra en la cima de sus
objetivos. Ha alcanzado la plenitud, la libertad. Es feliz, momentáneamente. Sin
embargo, pronto reparará en que el cronómetro sigue su curso. Con aparente
lentitud, pero a paso firme.
Con los ancianos ocurre otro tanto, pero justo al revés, porque una persona
recién jubilada, tras los primeros instantes de júbilo desaforado, se da cuenta de
que ya no es más que un abuelo que no sirve para nada más que para jugar al
dominó y a la petanca, y ese pensamiento trae consigo la aceleración de las
manijas del reloj, la reaparición del miedo a la muerte, que se parapetará a su
espalda hasta el día de su último viaje. Imagino que para quien aspira el aliento
del abismo tan de cerca, el tiempo ha de sucederse con angustiosa velocidad.
Quién sabe. Quizá estas cavilaciones no sean más que una argucia retórica
para dar explicación a lo que no la tiene. A pesar de todo, lo cierto es que a
mayor edad la referencia temporal se amplía en la misma medida en que la
sensación de la duración de cada año se reduce. Existe pues una relación
inversamente proporcional entre edad y percepción periódica del tiempo.
Einstein sostenía que lo único que podemos asegurar es que la velocidad de
la luz es siempre constante en el vacío, con independencia de las condiciones del
medio. Lo demás, incluido el tiempo, es relativo y depende del punto que se
tome como referencia.
XXXVI
LOS AMIGOS NO SON PARA TODA LA VIDA


Cuánta desolación al descubrir que nada te unía ya a ese buen amigo con quien
acababas de compartir mesa y café, que cada uno había seguido su propio
camino en su lucha por la supervivencia. Y qué parecida sensación a la de hablar
con un envoltorio vacío, con el que sólo se tiene en común un puñado de
recuerdos mal recordados.
Tal vez las amistades lleven en el dorso fecha de caducidad, tal vez sólo
puedan darse en momentos específicos de la vida en los que confluyan los pasos
de unos y otros, y que luego, una vez andado el trecho aquel que siempre
traemos a la memoria al calor de los whiskies, lo más sensato sea relegar a estos
viejos amigos a meros conocidos de hola y adiós. Más es prolongar la agonía,
más es perder las tardes, si no las noches, más es aburrirse sin necesidad.
Cuando lo aceptas como inevitable, el trago es menos amargo. No obstante, a
veces la imposibilidad de encontrar amigos nuevos, acordes a sus inquietudes del
momento, hace a mucha gente infeliz.
Los amigos no son para toda la vida. No pueden serlo, resulta imposible, a
menos que exista algo que nos vincule a ellos de manera férrea a lo largo de los
años. Y me temo que si no se trata de un vínculo intelectual, o de simple afecto a
lo sumo, no puede ser de otra naturaleza.
A veces es difícil dar el paso, pero finalmente las cosas caen por su propio
peso. Los amigos acabamos fallándonos los unos a los otros, quizá sin quererlo,
por simple dejadez. Descuidamos nuestra lealtad y con ello facilitamos
subconscientemente una salida airosa del brete a nuestra conciencia.
Aun así estos desengaños duelen, como si nos quitaran un pedazo de
nuestra persona. No en vano esos amigos forman parte de nuestro imaginario del
pasado, uno de los pilares de nuestra identidad. La vida tiene estas cosas. Y al
final termina uno endureciéndose, aunque prefiera arrostar el mundo con cierta
candidez y benevolencia. Por eso los regresos siempre se nos atragantan, porque
nunca se es el mismo que partió, y sin embargo ellos sí se mantienen fieles a
quienes fueron.
Porque eres tú quien ha traicionado su amistad.
XXXVII
EL FUNÁMBULO


Cuando escribo me imagino un sendero pedregoso, serpenteado y muy estrecho,
limitado en los flancos por dos líneas sombreadas, difusamente impresas sobre la
tierra, que amenazan con cubrir el camino por completo. En un lateral está la
sombra de la grandilocuencia, en el otro la de la cursilería. La imagen
equivaldría también a la del equilibrista con el monociclo sobre la cuerda floja.
Confieso que cuesta mantenerse en el centro del sendero a través de sus
curvas sin tocar las sombras, o en equilibrio rodando sobre la longitud del
alambre, de ahí que a veces se descuide uno y tome rectas algunas curvas,
precipitándose al vacío.
XXXVIII
EL DILEMA DE ESCRIBIR


Pozoblanco. Agosto. Hacía tanto que no escribía que me temblaba un poco el
pulso al garabatear estas líneas. Poco a poco la obligación de escribir se había
ido convirtiendo en un peso formidable para la conciencia. De repente un día
hubo un vacío, el tintero se secó y uno, perplejo, dejó la pluma sobre la mesa y
se fue a ver las ruedas rodar.
Pienso que debemos tomar las cosas tal como vienen. Si una fuente deja de
manar, volverá a hacerlo más tarde o más temprano, y si no, sólo nos quedará
meternos las manos en los bolsillos y silbar la canción del pirata mientras
buscamos agua en otra parte.
Cuando te dejas llevar por la rutina, acabas acomodándote. Y en su
momento acepté que las palabras ya no vinieran como antes acostumbraban. La
cuestión es no resistirse, de modo que no forcé la maquinaria y colgué los
lápices. Por un tiempo, hasta que se me aclarasen las ideas.
Mi periplo por la India quedaba ya en lontananza. Hacía mucho que había
regresado, después de dos meses de vagabundear por caminos polvorientos. Una
vez en España seguí escribiendo sobre aquel largo viaje, que de tan extenso
podría dar lugar incluso a un libro, hasta que empecé a notar la sequía creativa.
Quizá me mataba las musas la circunstancia de transcribir, en muchos casos, lo
redactado in situ durante los extravagantes ―nunca mejor dicho― trayectos a
través de tierras indias y nepalíes. Podía condimentar los textos previamente
escritos, pero la falta de redacción original terminó por minar mi ánimo. El viaje
había resultado tremendamente revelador, pero notaba que no poseía yo, en
aquel momento, de vuelta ya, el aliento necesario para relatarlo hasta su término.
Me aburrí. No sentía latir en las palabras el impulso creador.
Existe, sin embargo, el diario de viaje en el que vertí mis impresiones y
pensamientos sin pulir sobre la marcha. Me esforcé en llevarlo al día y no
abandonarme a la pereza, pues era consciente de su importancia para mí, sobre
todo la que adquiriría en el futuro. Sembrar entonces para cosechar quién sabe
cuándo. No desecho la posibilidad de volver sobre ese cuaderno de aventuras.
Simplemente habrá que esperar el momento propicio, si es que llega.
Abandonados los relatos indios, tuvo que ver también, cuando había
transcurrido algún tiempo sin escribir, un cierto temor a volver a hacerlo.
Después de tantas semanas sin juntar palabras, había tomado la determinación de
que si volvía a desenfundar los lapiceros debía ser con algo sublime. Para no
decir nada que mereciera la pena, mejor estarse quieto o salir a darse paseos,
pensaba, no sin cierta crueldad hacia uno mismo.
Entonces se llega a un callejón sin salida: si lo que uno escribe no vale,
¿qué sentido tiene ponerlo en negro sobre blanco? No encontraba respuesta, pero
el anhelo de la escritura al poco tiempo se tornó tan fuerte que me desvelaba por
las noches.
Y siempre a vueltas con la rutina, que en ocasiones es un cáncer infecto
para la existencia, me había acostumbrado a lidiar con todas estas razones de
peso con tal de no escribir. Me contentaba con hacerme el propósito de hacerlo
al día siguiente, y claro, nunca lo cumplía. Decidí, pues, en ese mismo instante
en que me encontraba entre la espada y la pared de mi propia conciencia, que la
mejor forma de romper el hielo con la página en blanco y destruir el sortilegio de
esa caprichosa búsqueda de la excelencia era comenzar de la forma más simple
posible. Un esfuerzo de sobriedad. Me dije, define tu mundo de hoy en dos
palabras, y acudieron dos como relámpagos en medio de una noche de lluvia:
Pozoblanco, agosto, que son las que dan comienzo a estos párrafos de desahogo.
Y de esa manera retomo este viejo cuaderno, y es así cómo empieza de
nuevo mi vida, porque, de un tiempo a esta parte, no la concibo sin la escritura.
No me la imagino sin bosquejar cuentos mientras vas por la calle, o preguntarte
cómo dirías esto o aquello en letra impresa, o escribir renglones a
vuelapensamiento cuando miras por la ventana en un café.
Escribir se ha convertido en una condena, que es, sin embargo, deleite.
Brinda cierta plenitud y paz de espíritu. Y si un día no empuño papel y bolígrafo,
se me echa encima la melancolía, que es dulce compañera, a pesar de todo, y las
horas se hacen más cuesta arriba.
XXXIX
DIARIO DE SUEÑOS


No es la primera vez que me planteo dar comienzo a un diario de sueños. El
material onírico es tan volátil como el humo, y si no se vierte sobre el papel de
inmediato, se diluye en el éter de la realidad que muchos han dado en llamar
real. Hay quien dice que el registro sistemático de estos sueños entraña una
suerte de psicoanálisis personal que uno mismo puede llevar a cabo sin más
esfuerzo que coger papel y pluma y plasmarlos en negro sobre blanco con el
mayor detalle posible al despertar.
Siendo así, y ya que el tema de los sueños es cuestión recurrente en este
cuaderno, consignaré aquí dos que he tenido en los últimos días, sintomáticos de
mis quehaceres diarios y de las inquietudes que de ellos derivan. Su traducción
al lenguaje imaginario propio del inconsciente, que sólo entiende de metáforas,
no admite muchas dudas. Mis sueños son bastante sencillos de interpretar y no
necesitan de mayores artificios psicoterapéuticos que el mero sentido común,
como se verá a continuación.
En el primero de ellos despertaba en mi cama y me dirigía al cuarto de
baño. Allí, para mi sorpresa, reparaba en que, según la imagen en el espejo, ya
no tenía barba, como acostumbro, sino que estaba totalmente afeitado. Sin
embargo, parecía el trabajo de un chapucero, porque aún tenía trozos de barba
sin rasurar por doquier. Recuerdo mi estupor, pues era plenamente consciente de
lo extraño de todo aquello, pero los párpados me pesaban tanto que volví a
acostarme y me quedé dormido. Abrí los ojos otra vez, como si despertara del
sueño anterior, y de nuevo llegué al servicio, me miré al espejo, y cuál no sería
mi asombro al descubrir que ahora estaba bien afeitado, pero con una perilla
delineada a la perfección. Sobra decir que la tercera vez que desperté la barba
completa volvió a su sitio, y ahí sigue.
Esa misma noche tuve otro sueño. Se conoce que en la caja de Pandora del
inconsciente se había abierto alguna rendija dejando escapar secretos de las
profundidades. En esta ocasión me encontraba en una gran biblioteca. Grande
no, grandiosa, ciclópea, titánica. Se trataba de una habitación de dimensiones
descomunales, llena de estanterías de libros de altura infinita que, en la tentativa
de abarcar con la vista toda su extensión, se perdían allá arriba, más allá del
techo, entre las nubes. A mi lado, un hombre prometía entregarme la llave
maestra para tener acceso a la totalidad de los libros salidos de la mano del
Hombre a lo largo de la Historia, no sin antes enfrentarme a alguna terrible
prueba. Una vez superada, todas las obras escritas desde los albores de la
escritura en Mesopotamia y Egipto, incluso las perdidas, estarían al alcance de
mi mano allá donde se encontraran. Borges hizo de una ensoñación parecida un
cuento imperecedero, pero llegar a soñarla en la propia cabeza, compartiendo
con el maestro argentino un mismo plano mental e íntimo, materializa la
literatura de una forma insólita, pues pasa de la pura abstracción lingüística al
tejido volátil de la niebla onírica, es decir, a la más absoluta nada.
Jung, discípulo predilecto de Freud, dio importancia trascendental al
territorio de los sueños, al contrario que su maestro, e indagó con vehemencia en
el subconsciente, donde, según sus estudios, radicaban tanto la individualidad de
la persona, y por tanto su yo profundo, como la totalidad de la humanidad. A
este último concepto lo denominó el inconsciente colectivo, plagado de
arquetipos comunes a todos los individuos, que explicaría la razón por la cual, a
lo largo de toda la Historia y en distintas culturas y civilizaciones que nunca
tuvieron contacto entre sí, afloran sentimientos, códigos éticos, conductas, mitos,
enseñanzas, parábolas, sabiduría y aforismos prácticamente idénticos en todas
las partes del mundo y en todas las épocas.
Hay excepciones, como la de aquella noche, pero la norma para mí es soñar
sueños sin mucho fundamento, meras extensiones de la realidad, de las cosas de
mi día a día o de aquello que me preocupa, pero que en absoluto tienen que ver
con extrañas e incomprensibles fantasías ni aparece ninguno de esos arquetipos
junguianos en juego. A veces me gustaría tener sueños grandiosos, magníficos,
de significado críptico, con muchos matices, como un gran teatro onírico, una
obra de infinito contenido psicodélico representada para demostrarme la riqueza
de mi universo interior. En cambio, mis sueños son pedestres, predecibles y de
andar por casa, planos y sin profundidad, sin simbología, sin misterio.
XL
LA RESPUESTA ES SÍ


Hablaba esta tarde con ella, al calor de dos cafés con leche, acerca de sueños, de
filosofías imperecederas y efímeras, de viajes a los confines del mundo, de las
diferencias entre arte y artesanía. Y mientras la luz menguaba tras los visillos de
las cristaleras, ella me contó que algunos pintores antiguos no firmaban sus
cuadros con la conjugación fecit (hizo), sino con su pretérito imperfecto, faciebat
(lo hacía), remarcando la incapacidad consustancial del artista de dar término a
la obra.
Es decir, estaba pintando el lienzo hasta que, vencido por la frustración de
no poder mirar la luz directamente por más tiempo, impotente al no saber
expresar más matices debido a su condición de simple mortal, enjuagó los
pinceles y arrinconó una nueva obra imperfecta, inacabada, sobre la pared de su
estudio.
El caso del pintor puede extrapolarse a cualquiera de las bellas artes.
Se trataba de un acertijo irresoluble que me venía inquietando desde
hacía largo tiempo y ahora oía en su voz alentada de café: ¿cuándo sabe el artista
que la obra está realmente terminada, cuándo tiene la certeza el pintor o el
escultor de que el la escultura o el cuadro han alcanzado por fin la perfección?
¿Se puede conocer el momento justo en el que la obra no necesita ya una
pincelada ni un golpe de cincel más, en el que nada falta y nada sobra?
Entonces improvisé, de repente, una solución para ella. La respuesta es sí,
dije, creyendo atraparla al vuelo del pensamiento. Ese instante en el que la obra
alcanza lo sublime es justo el trazo anterior al que le haga perder su intención, su
sinceridad y su verdad primigenias, en esa precisa fracción de tiempo en la que
el arte deviene en artificio, lo verdadero en falso.
XLI
VIAJERO DE NINGUNA PARTE


Soy viajero de ninguna parte,
no tengo más patria
que el suelo que sostiene mis pasos,
ni dirección que no pueda cambiar
con la brisa otoñal que arrastra las hojas.
Sólo tengo unos pocos sueños mal contados,
los que me caben en un bolsillo,
sólo puedo ofrecerte el otro,
para que guardes los tuyos
si te pesan demasiado,
también mi mano, ahora, si me acompañas,
pues lo demás, pasado y futuro, no existe, es nada,
y lo que no existe no importa.
XLII
¿QUIÉN SUEÑA MIS SUEÑOS?


Los sueños tal vez surjan a través de alguna membrana desconocida en el
neocórtex que nos pone en comunicación con la esencia telúrica de la realidad,
una especie de puerta dimensional mal cerrada que deja escapar información del
otro lado cuando dormimos, ubicada en una parte del cerebro independiente de
la inteligencia y, por ello, de naturaleza inconsciente.
Anoche tuve un sueño desconcertante. Una vivencia onírica como nunca
antes la había experimentado. En su desarrollo habían entrado en juego varios
planos mentales que yo creía incompatibles entre sí o, en el mejor de los casos,
supeditados al que le corresponde al mero acto de soñar. Por una parte, estoy
seguro de haber pensado a lo largo del sueño, y de haber tomado decisiones. Yo
no era marioneta ni espectador, sino que poseía libertad y capacidad de
discernimiento. Por otro lado, fue de larga duración, y en un momento preciso
había recordado algo sucedido en ese mismo sueño que, sin embargo, había
olvidado durante su transcurso hasta entonces. De modo que evoqué una
memoria onírica. Por último, soy consciente de haber sido burlado por mi propio
sueño, de haber caído en una trampa intelectual que su artífice me tendió. Porque
de haberla concebido yo ―no olvidemos que era mi sueño―, no habría sido
engañado de la forma en que lo fui. Dicho de otra manera, viví el sueño con
detalle subjetivo, centrado sólo en mi perspectiva, en lugar de omnisciente, como
es norma. Se llega aquí a lo verdaderamente extraordinario del sueño: existía una
inteligencia ajena a la mía ―o a mi consciencia― que urdió el desenlace,
escondiéndome sus intenciones.
Las claves argumentales del sueño pueden resumirse en pocas líneas.
No puedo precisar si ocurrió al principio de todo, pero, en medio del
torbellino onírico, un buen amigo me pidió que le guardara durante un período
impreciso un objeto que había robado. No recuerdo de qué se trataba, pero por
ser un amigo quien me lo pedía, acepté, aunque con reticencia. Es decir, decidí
custodiar lo que me confiaba. Luego el sueño continuó con múltiples capítulos
que he terminado olvidando y que, en cualquier caso, quizá no vinieran a cuento.
No obstante, lograron desviar mi atención del suceso. Más tarde, por esos
mecanismos del azar que alimentan los sueños, acabé delante de una ventanilla
en las dependencias de una comisaría, quizá para renovar un carnet de identidad
o quién sabe para qué. Terminadas las gestiones, me disponía a marcharme
cuando en el umbral de la puerta de salida me di de bruces con un familiar. Nos
saludamos, hablamos unos minutos y, al despedirme, trajo a colación al amigo
del principio del sueño. Hasta ese momento ni me acordaba ya del episodio
aquel, y en cuanto reparé en que me encontraba en una jefatura de policía,
empecé a ponerme nervioso. Me palpé los pantalones para comprobar si el
objeto robado seguía en mi bolsillo y, en efecto, allí estaba. Nótese aquí la
evocación de una memoria onírica perteneciente al propio sueño que había
permanecido velada con toda la intención. Mi pariente me dirigió entonces una
mirada de inteligencia y, acercándoseme al oído, me susurró que mi amigo le
había encargado pasarme otro objeto. Yo, asombrado, dudé. Mi primera reacción
fue desconfiar. Pero, ¿cómo sentir suspicacia hacia alguien de la propia familia?
Luego estaba el deber de amistad para con el amigo, que de nuevo ponía a
prueba mi lealtad. Ambos pensamientos se mezclaban en esos segundos fugaces,
pero lo que más me inquietaba tenía que ver con que la entrega tuviera lugar en
la comisaría. Recuerdo ser plenamente consciente de la situación y sus riesgos.
Pensé, pues, y tomé la decisión, por segunda vez, de aceptar el nuevo objeto. Y
en cuanto me lo introduje en el bolsillo, el familiar se descubrió como un agente
de policía de paisano, me tiró al suelo, reduciéndome, y extrajo de mis bolsillos
los dos objetos robados como evidencia de mi delito. Mi propio sueño me había
conducido hasta una emboscada, y además por un crimen que yo no había
cometido. Parece mentira, pero me la había jugado. No sólo se trataba de una
argucia, sino de una felonía.
Y desperté.
En vista de lo ocurrido parece oportuno cuestionarse si soy yo quien
realmente sueña, si no ejerzo de mero figurante, de cobaya, en los sueños de
otro. Algunos de éstos son tramposos, como se ha visto, desafían mi inteligencia
aletargada por el propio proceso onírico y me hacen caer en ardides que se me
antojan imprevisibles. Como si fuesen obra de otra persona, de otra conciencia.
No puedo aventurar ninguna respuesta, pero, ¿es posible, pues, que, cuando uno
sueña, la capacidad de soñar, la de recordar lo soñado, la de pensar mientras se
sueña y la de crear el sueño a voluntad, actúen paralelamente dentro de la propia
cabeza, de manera que unas y otras se oculten información entre sí para engañar
a quien sueña?
XLIII
LOS DOS AMIGOS


Bajo el dosel de la noche abierta, sentados al fresco en una calle de un pueblo
cualquiera, dos viejos amigos insomnes contemplaban el vuelo torpe de los
escarabajos alrededor de las farolas, que brillaban solitarias como luciérnagas en
la oscuridad fantasmal. Se trataba de un callejón apartado, olvidado por la vida,
lejos de la gente, que en esas horas rezagadas dormía y soñaba sueños infantiles,
pues bien es cierto que en el momento del sueño nos igualamos a los niños, y
nuestros sueños y pesadillas comparten con los suyos la pureza y la bondad de lo
que aún no se ha contaminado.
Los dos amigos se pasaban las horas muertas allí, departiendo sobre los
grandes misterios del Universo, como solieran hacer antaño, cuando la
metafísica coronaba las noches tibias de verano. Esa noche, después de largas
horas discutiendo sobre la Belleza y el Arte, las posiciones de ambos tertulianos
quedaban claramente divididas y contrapuestas entre quien sostenía que no hay
ética sin estética, que la Belleza es la capacidad que posee el Arte de evocar y
reflejar la vida en quien lo contempla, a juicio del mayor de los amigos, y la
hipótesis del más joven de que la Belleza es un concepto mucho más alto que el
que barrunta su compañero, y que por ello es posible separar en el Arte la forma
del contenido y crear Belleza de palabras vacías pero hermosas, de pinceladas
inútiles pero efectivas en un lienzo, o de caprichosas pero sutiles cinceladas en
un trozo de mármol.
El mayor de ellos, no sólo por edad, sino también por saber y gobierno,
escéptico hasta de su propia hipótesis, inquebrantable discípulo socrático del
sólo sé que no sé nada, pero negador, por ello mismo, de la principal máxima de
Sócrates, sentenció entonces que ni siquiera sabía no saber nada. Su gesto,
transido de hondas reflexiones, nublado de complejos silogismos, no se vio
convencido por las inexpertas palabras de su joven compañero de tertulias, que
quizá no tuviera el nivel necesario para rebatirle sus propios argumentos, como
aquél sin duda deseaba.
Entonces, como un milagro, algo desconocido obró en la mente del más
joven, tal vez sobrecogido por la tristeza de su amigo. Se incorporó de su asiento
y reconoció haber sentido un pálpito, un destello fugaz que había prendido un
fuego sin llama en su frente, un aliento mágico que se le hinchaba en el pecho y
que le revolucionaba el corazón. Se materializó entonces en su cabeza una sola
palabra, y de repente todo adquirió sentido. Dos lágrimas bulleron en sus ojos y
le surcaron el rostro, que reía sin azoramiento, como ríen los niños que aún no se
han contaminado. De pie, se volvió y contempló a su amigo, que lo miraba
asombrado, y le hizo partícipe de la luz que había encontrado en su interior:
―El verdadero Arte es aquél capaz de disolver las palabras, el lienzo o el
mármol ―materiales que sólo sirven de medio para representar la Belleza, pero
no la realizan―, haciendo que nos diluyamos en la Belleza para ser Uno con la
luz, con el Todo.
La inspiración inesperada es el único arma de que dispone la juventud para
equipararse a la madurez de los maestros. Por eso los poetas y los músicos
escriben sus mejores obras entre las mieles de la primavera, pues música y
poesía son artes desnudas, directas y primarias, producto de la chispa repentina,
hijas de la luz.
Consciente de lo que allí acababa de ocurrir, el mayor de los amigos sonrió
indulgente a su compañero y le dio la razón, mientras el joven volvía a sentarse
junto a él, embriagado de palabras, aunque exhausto por el esfuerzo, con ese
brillo luminoso y triunfal en los ojos de quien ha dado con la aguja perdida del
pajar.
Quizá sea eso, dijo el otro, quizá sea eso. Se trataba de una conclusión
satisfactoria, aunque en su interior se siguiera preguntando, una y otra vez, si ésa
era la Verdad, o si sólo era ésa la verdad que anhelaba descubrir, o si se trataba
meramente de la verdad de un aprendiz de filósofo que había juntado un puñado
de frases afortunadas, o si, y le dolía pensarlo, todo aquello no era más que un
complejo pasatiempo intelectual para bohemios indolentes.
XLIV
AVISO A NAVEGANTES


Hago memoria de mi niñez y las imágenes evocadas no pueden dibujarse sin un
libro entre las manos. Y en ello sigo. Las cosas no han cambiado mucho. Salvo
por un período de varios años de mi adolescencia tardía durante los que apenas
leí una página, la literatura ha ocupado siempre, de una forma u otra, el centro de
mi vida.
Con el tiempo he ido adquiriendo para mi biblioteca personal muchos de
esos clásicos de aventuras que coparon mi imaginación en mis días de inocencia,
y de tarde en tarde me gusta acercarme a la estantería donde los guardo y releer
algunos de sus pasajes, con la esperanza de capturar parte del estímulo que me
producía su lectura cuando chico.
Esa tentativa me hizo sacar de su estante La isla del tesoro aquella mañana,
tomar asiento en el sofá de las lecturas, ajustarme las gafas, estirar las piernas y
respirar profundamente el aroma a papel nuevo del libro recién abierto, antes de
zambullirme de lleno en su primera página, que contiene el aviso a navegantes
de Stevenson en el que a mi parecer está contenida toda la esencia de cuanto
sienten aquéllos que nunca han dejado de poseer un alma de niño, aquéllos que
saben que siempre se muere joven:

TO THE HESITATING PURCHASER

If sailor tales to sailor tunes,
Storm and adventure, heat and cold,
If schooners, islands, and maroons,
And buccaneers, and buried gold,
And all the old romance, retold
Exactly in the ancient way,
Can please, as me they pleased of old,
The wiser youngsters of today:

―So be it, and fall on! If not,
If studious youth no longer crave,
His ancient appetites forgot,
Kingston, or Ballantyne the brave,
Or Cooper of the wood and wave:
So be it, also! And may I
And all my pirates share the grave
Where these and their creations lie!

«Al comprador indeciso. / Si los cuentos de marinos, al son de marinos
cantos, / con tormentas y aventuras, con mares fríos y cálidos, / si las goletas, las
islas y los piratas abandonados, / con bucaneros y oro enterrado, / y si todos los
romances, al modo antiguo contados, / exactamente igual que antes, / agradan
cual me agradaron / a los jóvenes de hoy, / que son aún más avispados: /
Adelante, ¡empecemos ya! / Si no es así, y la juventud, / tan sabia en nuestros
días, ya no anhela / ese antiguo apetito olvidado, / a Kingston, o a Ballantyne el
bravo, / o a Cooper el de los bosques y los barcos, / ¡adelante también!, y yo
entonces, / con mis piratas cansados, / compartiré la tumba con ellos / do yacen
con sus pecados.»
XLV
AQUEL TIEMPO PRESTADO


Los días pasaban raudos en aquel pueblo del corazón del Valle de los Pedroches.
Me temo que debía ser feliz, si no es que no se comprende. Mis horas
transcurrían entre escritura, libros y amigos, nada más, y apenas tenía tiempo
para todos esos asuntos. Y no había tedio, se había desvanecido. El tiempo
pasaba a mi lado sin avisar. Si uno consigue gozar de los pequeños y simples
placeres de la vida, puede salvarse. Que me dieran papel y pluma, una baraja de
cartas, unos pocos amigos con quienes jugar y los libros que me pudieran caber
en los bolsillos. Sólo necesitaría eso, y que me abandonaran en una isla desierta,
que yo estaría bien, que se ahorraran el venir a buscarme.
Pero en la vida todo es cíclico. Tenía presente que ese contento que me
desbordaba llegaría a su fin, porque vivía esas semanas como el viajero de
ninguna parte, que a ningún lugar pertenece, de modo que aquel tiempo era para
mí prestado, unas vacaciones alejado de la vida real, un tiempo muerto.
Tal vez sea ése otro de los caminos de la tan traída felicidad: yo sabía que
el tiempo ―el verano― se terminaba, y me mantenía alegre mientras duraba
aquella prórroga, sin ambages, sin preguntas. Era feliz, y ya está. Así creo yo
que llega la felicidad: cuando tenemos conciencia de su fin. Quizá,
extrapolándolo a nuestra existencia, seríamos más felices si conociéramos el
momento exacto de nuestra muerte, la fecha precisa de nuestro billete de vuelta.
Saber el tiempo que nos queda nos conferiría una noción distinta de nuestras
vidas. Obraría en nosotros la aceptación de nuestro destino fatal y la urgencia
por ser felices a contrarreloj. De esa forma, no es extraño que la conciencia de lo
inevitable nos permitiera vivir con la suficiente despreocupación en este tiempo
que nos ha sido dado, o como decía más arriba, y Lennon mucho antes que yo
―sí, siempre Lennon―, en ese tiempo prestado.
Porque yo, en breve, me iría, regresaría al trajín de la gran ciudad, a los
atascos, a la contaminación, al hacinamiento de gente en el metro, a las prisas y a
los días grises del alma, pero aun así me quedaría en los labios el sabor de la
brisa fresca de las noches de Pozoblanco y su aroma a campo pegado a la ropa, y
de ese modo la nostalgia del verano que se fue llenaría de versos tristes las
páginas de mi diario, y entonces yo sería de nuevo feliz en mi tristeza, abrazado
al recuerdo de los días de aquel tiempo prestado. Pero, ¿qué pasaría con aquéllos
que se quedaran allí cuando yo me fuese, aquéllos para los que el pueblo no era
un simple divertimento temporal, sino su casa y su cárcel? Entonces la pregunta,
por inevitable, quemaba en las entrañas y en la boca: ¿habría sido en ese
momento la alegría la misma sabiendo que en otoño tendría que quedarme allí,
como ellos, para siempre?
XLVI
TARDE DE DOMINGO


Tarde de domingo. Ninguno de mis amigos me había llamado para ir a tomar
café, de modo que aproveché la tarde para terminar de leer el libro que tenía
entre manos. Cuando levanté la vista ya eran las ocho. El sol y la caló remitían
por poniente, así que me calcé las zapatillas y me eché a la calle. Tenía ganas de
dar un paseo y me apetecía respirar pueblo.
En esta época se mezclan en Pozoblanco dos aromas característicos de las
zonas rurales, por todas partes huele a campo y a establo, a jara y a corral, pero
sobre todo es el olor de la flama lo primero que te sorprende al abrir la puerta de
casa, una sensación opresiva y ardiente que te seca la garganta y las fosas
nasales, como un buen trago de ron de cuarenta grados.
Encaminé mis pasos despreocupados hacia el bar donde solemos quedar los
amigos para echar las tardes muertas entre naipes y futbolines. Era poca la
esperanza de encontrarlos allí, pero el objeto del paseo no era otro que el placer
de caminar. Llegué a la cafetería y no había nadie, devastada por las resacas.
Aparte de la camarera, que cobraba por estar leyendo una revista en un extremo
de la barra, sólo un grupo de cuatro personas ocupaba las mesas. Reconocí entre
ellos a un primo mío, que andaba por allí con unas amigas. Lo saludé, sin ánimo
de estropearle su animada charla con su coral de féminas, pues ya se sabe
aquella ley universal no escrita: jamás molestes a un hombre cuando anda
pavoneándose delante de una mujer, o varias, porque se la espantarás, o en el
mejor de los casos, se la levantarás. De manera que pronto me excusé, haciendo
mutis por el foro.
Anduve parsimonioso por la calle Real, perpendicular a la calle del Toro, la
más transitada del pueblo, pero no había un alma. Eran algo más de las ocho de
la tarde y Pozoblanco aparecía como un pueblo fantasma, sin movimiento,
desierto, nada. Sólo faltaba el espino enredado de las películas del Oeste rodando
por la calzada a su aire, arrastrado por el viento segundos antes del duelo.
Pasé junto a un bar adonde suelen acudir los jubilados a jugar al dominó, y
a mi paso se me quedaron todos mirando a través de la cristalera, como quien ve
a un insensato exponerse a una muerte segura. No me detuve, ni salí corriendo
ante sus miradas impertinentes, y para su decepción, tampoco sucumbí bajo la
solana que caía.
Resultaba curioso, sin embargo, el silencio que reinaba de mi lado del
cristal. Seguro que la algarabía era grande en el interior, que estaba de bote en
bote. Ruido de hombres hacinados en las mesas y en la barra, ruido de voces
roncas agostadas por el tabaco negro y las bebidas blancas, ruido de piezas de
dominó golpeando sobre las mesas, ruido del televisor, ruido de la radio, ruido.
En cambio a mí se me aparecía como una película sin voz, un poco como ese
silencio sordo, casi un zumbido, que resuena en los oídos ante los cambios de
presión, ese silencio que se produce cuando no hay silencio, sino ausencia de
sonidos, ese silencio de los sordomudos del otro día en el mercado.
Tan sólo el murmullo plano de esas cajas blancas suspendidas de las
fachadas de cada vivienda llegaba hasta mí por doquier. El rumor de los aparatos
de aire acondicionado, guardianes del bienestar, como salido de una trompa
tibetana que llamara a la oración en pleno Himalaya. Se conoce que aquella tarde
tocaba jornada intensiva para ellos.
En fin, el pueblo era mío. Sin tráfico, podía recrearme a mi antojo en sus
calles, caminar por el medio de las calzadas de adoquines y saberme dueño de
todo lo que me rodeaba durante unas horas, simplemente por unas gotas de sudor
a cambio.
La felicidad se compra barata, eso está visto. Ya lo decían muchos otros
antes que yo. Quizá porque ésta no resida en poder comprar las mejores lentes
con las que ver la realidad, sino en saber ver su esencia sin artificios.
En esto me crucé con el primer ser vivo que veía en media hora, un hombre
joven, que me saludó mientras pasaba a mi lado, sin yo conocerlo de nada, como
dos caravanas que se cruzan en la inmensidad del desierto. Le devolví el saludo,
pensando que tal vez había obrado en él ese sentimiento de hermandad que nos
une a todos los tocados por el estigma de los raros.
XLVII
ODA PROSAICA A LA MADRUGADA


Me ocurre siempre lo mismo. Encuentro en las madrugadas el ambiente propicio
para dar rienda suelta a las palabras. Quizá se deba al silencio, no tanto por la
ausencia de ruido, que también la hay durante el día, como por la sensación de
soledad, de que el tiempo se ha detenido y se somete a tus designios. Miras la
luna por la ventana, contemplando pacientemente su movimiento quedo en busca
de las musas que se te perdieron por entre los valles, los circos y las montañas
lunares y no logras encontrar. Parece como si el astro femenino guardara para sí
la inspiración que tanto buscaran en estas horas bohemios, artistas y charlatanes,
y sólo en el momento justo concediera a cada uno unas pocas gotas blancas de
luz que disuelvan la tela de las vendas de los ojos. Sólo en la madrugada me
encuentro de verdad cómodo, porque lo que uno escribe sólo es posible en la
intimidad que proporciona la noche, mientras la vida duerme en las casas,
sabiendo que nadie me oye, si en verdad alguien pudiera oír el siseo de la pluma
sobre el papel, cuando aúllo desesperado mis penas a la oscuridad sin nadie que
me arrulle en su regazo. Por eso quizás es en la madrugada cuando el
desconsuelo llena de tinta los tinteros vacíos y se les sueltan la lengua y los
poemas a los sobrios de amor y ebrios de licor de palabras tristes. Ella es la
responsable de inolvidables noches blancas, cuando su mano acompaña a la tuya
y la guía con suavidad en el tortuoso trazo de los versos, pero también de
infinitas noches en blanco si el tacto de su piel te abandona a tu suerte en una
sórdida habitación de hotel. Es la madrugada tu amor correspondido, es tu mejor
confidente, es tu espada, con la que arrancas frases apasionadas de tu alma
solitaria, y es la funda, que te abraza y te procura descanso. Pero a la vez es
mezquina, caprichosa, una amante altiva, de ésas a las que hay que conquistar en
cada velada, un puñal que se clava en el pecho y que no retrocede, una carta de
amor escrita con letras de sangre, un beso gélido en una boca de mármol.
XLVIII
EL TRAZO ETÉREO DEL RECUERDO


Hemingway dijo: «Nunca escribas sobre un lugar hasta que no estés lejos de él,
porque ese alejamiento te dará mayor perspectiva. Inmediatamente después de
haber visto algo puedes dar una descripción fotográfica y fiel, que es buena
práctica, pero no escritura creativa». Quizá la línea que separa lo real de lo
ficticio esté dibujada por el trazo etéreo del recuerdo. Supongo que la literatura
no es tal si las historias que cuenta no están recubiertas por el baño de la
memoria, que desenfoca la realidad y la idealiza, sin que por ello deje de ser real
y sincera. Como el resto de bellas artes, la escritura toma a voluntad elementos
aislados del caos vital del que se nutre y los dispone sobre el papel no sólo para
conferirles orden, sino también razón de ser. Mediante la figuración el artista
intenta traducir a símbolos lo que en apariencia es ininteligible, trivial, sujeto a
las veleidades del destino. Si la vida no tiene sentido, lo encuentra
definitivamente en el arte.
Hay ocasiones en las que se obsesiona uno con contarlo todo, con dar
explicación a cada matiz de la existencia, con llegar al fondo de las cosas, y no
siempre existe la posibilidad, porque al final te das cuenta de que nunca se puede
encerrar la vida entera en un texto, ni siquiera en un libro. Y pensarlo me
entristece, porque algo desconocido me empuja a intentarlo cada vez que me
siento en mi escritorio frente a una hoja limpia. Y siento vértigo cuando recuerdo
todos esos episodios perdidos que se secaron en el tintero por falta de tiempo,
retazos de los días que continúan y que no detienen su paso para mirar hacia
atrás. Y me consuelo diciéndome que quizá permanezcan dorándose y tomando
forma en la forja de los sueños hasta que una noche, en la soledad de la
madrugada, al despertar de la ensoñación del pasado, el papel blanco me sirva de
paño de lágrimas negras, ofreciéndome el bálsamo de la tinta, el que procura el
recuerdo de los cuentos viejos.
XLIX
EL EPISODIO DE LA CUERDA ROTA


En provincias todo parece ir más despacio. Se nos cambia la percepción de la
vida, a la que antes acaso pidiéramos demasiado, y a la que ahora vemos como
una hermosa y cadente sucesión de instantes y rincones. Quizás ahí radique el
fundamento de esta inspiración ausente, en que uno bien puede consignar un
diario de la felicidad que le proporciona la contemplación de las pequeñas cosas,
tomando apuntes apresurados de una realidad entre silvestre y adoquinada, pero
no puede aspirar a rellenar una página diaria sobre ello.
Aunque el otro día me ocurrió un pequeño suceso que vino a romper esta
monótona, aunque placentera, rutina. Acostumbro a tocar la guitarra casi todos
los días durante unos minutos sólo para mi coleto, y me dedico a darle un repaso
a un vago repertorio clásico que consiste fundamentalmente en composiciones
de Lennon y los Beatles, alguna canción de mi autoría, de aquellos tiempos en
los que el cuerpo le pedía a uno escribir coplillas, y alguna improvisación, por si
sale de la alquimia de las cuerdas y las manos algún destello de música que
pueda merecer la pena. Así que, como cualquier otro día, abrí la funda donde
está guardado el instrumento, y para mi sorpresa, descubrí que una de las
cuerdas de la guitarra, la más fina, se había partido. Yacía suelta, rota en dos
trozos, exangüe, haciendo bucles a lo largo del mástil.
Vaya contratiempo. Aquello no tenía nada de rutinario, cosa muy de
agradecer. Así que, un día que en principio se presentaba igual que todos los
demás, salí a comprar la cuerda agradeciendo a la Providencia este regalo
inesperado.
Llegué a la única tienda de música de la localidad, la misma en la que
había comprado diez años antes mi guitarra, entré y pedí el repuesto de la vieja
cuerda. Al salir, y ya que me encontraba en pleno corazón del pueblo, me dirigí a
la cercana calle del Toro, principal entre las de Pozoblanco, a ver algunos
escaparates y librerías.
Andar despistado en un ciudad pequeña, donde todo el mundo se conoce,
implica incurrir en agravio hacia las personas que buscan nuestro saludo.
Concentrado en los libros expuestos tras los cristales, apenas había pensado en
ello. Entonces, como un animal que sabe por instinto cuándo lo han sorprendido
por detrás, miré con recelo hacia un lado sólo para toparme con ella.
Se trataba de una antigua compañera del colegio. Me pareció igualmente
desconcertada, bien porque no me había visto hasta entonces o porque ella,
habiéndome visto absorbido por la literatura, no creía que yo me fuese a girar.
Sin aminorar el paso, me dedicó un rápido y nervioso «hasta luego, Javi», al que
yo respondí con idéntica fórmula.
Todo transcurrió en apenas un par de segundos.
Pero no se detuvo. Pasó de largo. Quizá por la sorpresa de encontrarnos tan
de súbito no supo reaccionar. Pese a todo, creo que dudó por un instante. Hacía
tiempo que no nos veíamos. En su descargo alegaré que yo tampoco hice por
trabar su conversación. Simplemente tartamudeé mientras observaba cómo su
espalda seguía su camino. Acaso ella pensara en ese momento que debería
haberse parado a hablar conmigo, pero que ya era tarde como para darse la
vuelta y desandar lo andado. Y, como a mí, es seguro que se le habrían
materializado todos aquellos recuerdos de nuestra infancia y de aquellas peleas
adolescentes, porque lo nuestro era como un coqueteo platónico, una relación de
amor-odio, pero sin el componente de maldad.
Ella no volvió la cabeza. Si lo hubiera hecho me habría descubierto
mirándola, pasmado en medio de la acera, contemplando su paso firme y
decidido, con sus formas y su bolso propios de mujer, muy lejos de aquella niña
que yo conocí, que como una metáfora cruel del destino se alejaba de nuevo
después de aquel fugaz encuentro fortuito.
L
EL ECLIPSE DE LUNA


Llovía. Y lo hacía con ganas, pertinaz, como si no hubiera llovido en todo el
año, aunque tomándose su tiempo, recreándose en los detalles. Cuando llueve de
noche parece como si cayera agua negra del cielo, petróleo casi, como lágrimas
de rímel que se escurrieran furtivas sobre un rostro de asfalto que la gente
pisotea en su camino, torrenteras de llanto que reflejan destellos caleidoscópicos
de farolas y neones que le devuelven al pueblo su propia imagen nublada de
azogue fuliginoso.
Y así la lluvia cubre la realidad con un velo como de encantamiento, con
rumores sostenidos que aletargan las agujas del reloj. La gente se recoge, se
repliega hacia su interior, desaparece. Mientras la lluvia cae, la vida continúa,
aunque sólo de puertas para adentro. Tal vez por eso las noches de lluvia invitan
a reflexionar sobre quiénes somos. Y ocurre que, a veces, la respuesta que
sobreviene puede dejar un regusto amargo en el paladar.
Siempre llueve la noche antes de la batalla. Dicen que también llovió sobre
las murallas de Troya la víspera de su caída, la misma noche en la que Odiseo
tejió el ardid, un atisbo de cáncer, que arrasaría el imperio troyano desde sus
entrañas. Porque las noches de lluvia son el descanso del guerrero. El combate se
paraliza. Cada cual se retira a su cubil, depone las armas con las que porfía
jornada tras jornada y firma una tregua consigo mismo. Bajo el ensueño del
repiqueteo del agua, a la hora en la que los solitarios se lamen las heridas y los
gatos duermen enroscados, el vidrio de la ventana, cegado por las sombras de
afuera, también nos devuelve, sin paliativos, nuestro verdadero rostro, que a uno
nunca le termina de parecer perfecto, porque nada puede ocultarse a sí mismo.
Esa cara que nos escruta entre las sombras al otro lado del cristal nos mira con
ojos acusadores, desenterrando viejos fantasmas, y nos recuerda, una vez más,
que estamos solos, que de ahí fuera no vendrá nadie a salvarnos.
Es triste ver que la gente es incapaz de soportar la soledad. Siempre
buscando el apoyo de otros, la mutua compañía, aun siendo insípida, o
perdiéndose en la vorágine del tener, de lo material. Y si esto no les satisface
caen en terribles depresiones o en adicciones que suplan la vida que no saben
manejar. No se dan cuenta de que la soledad es dulce compañera, que nos
permite encontrarnos a nosotros mismos, descubrir nuestra esencia. Y no es que
reniegue de las relaciones en sociedad, al contrario, pero sí es cierto que las
valoro tanto como las soledades. No en vano Teseo penetró en el corazón del
laberinto al encuentro del Minotauro solo. También a la muerte hemos de
enfrentarnos a solas. Los mitos son palabras mayores, saberes antiguos.
Aun así, nunca se está solo del todo. Si en el profundo vacío de la
madrugada uno es capaz de pensar en alguien a quien extraña, y le dedica su
último pensamiento antes de abandonarse al sueño, entonces no está solo.
Porque estar solo, sin haber perseguido esa soledad, es estar vacío.
Entonces la lluvia abandonó. Se rindió. Se retiró dejando un campo de
batalla ensangrentado con la oscuridad de los eclipses, esa oscuridad ambigua e
indecisa que busca la luz sesgada de las estrellas. Salí a dar una vuelta, cuando
advertí asombrado que el cielo parecía querer amanecer a deshoras. La luna
brillaba vigorosa en su cenit, redonda y plena como la luz de un faro que rasgara
las tinieblas de una noche cerrada mar adentro, y la luz que desprendía se
reflejaba en las nubes dispersas que acababan de descargar su lluvia, iluminando
el cielo de tonos blanquecinos y azulados, que se antojaban como los albores de
un nuevo día. Poco después, las sombras fueron inundando de nuevo la luna,
como si un cáncer de matices ocres la consumiera. La Tierra, interpuesta entre la
luna y el sol, sombreaba la superficie de su satélite y refractaba los rayos solares
tangentes, que doraban los valles y cráteres lunares.
Era un espectáculo hermoso y amenazador al mismo tiempo, porque le
hacía a uno reparar en su insignificancia frente a las fuerzas del universo. Uno
nunca se detiene a pensar en lo expuestos e indefensos que nos encontramos ante
su energía titánica. Otra guerra perdida de antemano: la de la humanidad contra
su propio planeta. Los hombres, lobos para sí mismos, cáncer para todo lo que
les rodea, embriagados de desdén y triunfalismo, infravaloran el poder del suelo
que los sostiene. Deberá llegar, entonces, el día en que éste se abra bajo sus pies.
Sólo así despertarán.
LI
EL IRRESISTIBLE ASCENSO DE LA ESTÉTICA


¿Puede la belleza arrebatadora de la portada de un libro ser motivo suficiente
para leerlo?
No puedo más que admitir que así es. Cada día me siento más cercano a las
posiciones estéticas como justificación del arte. Nada me convence tanto.
Mientras que la ética es sometida a constante discusión, y en ocasiones dictada
por la autoridad máxima de un juez para zanjar el debate, la voluntad estética es
indiscutible, irreprochable.
La imagen de esa mujer que se sabe observada y admirada me persigue en
sueños por las noches. Es irracional. Tendré, finalmente, que rendirme a su
influjo y sacarla de cualquier librería, llevármela a casa y leer, humillado, en su
interior qué es lo que tiene que decirme. Necesito saber qué se esconde tras esa
mirada enigmática, altiva y amarga, tras esos rasgos perfectos, clásicos,
infundidos de la belleza más absoluta, que sin embargo encierran tristeza tan
profunda.
Temo, sin embargo, nunca hallar respuesta.
LII
LA INFANCIA PERDIDA


Hoy me despertó un sonido extraño. Una musiquilla breve, pero aguda, chillona,
que se introducía pertinaz en los oídos, burlándose de mis sentidos aletargados, y
rompía todos los cerrojos de algún pasaje lejano, abriéndose paso a su antojo por
entre las rendijas de esa memoria que creemos olvidada. Inmediatamente me vi
transportado con las alas del sueño hasta la luz de mi infancia, y reconocí el
antiguo piso de mis padres, aquél en donde me crié los primeros años de mi vida.
Sentía el calor de la estufa de butano y del brasero bajo las enagüillas de paño de
la mesa camilla. Y me miraba las manos y eran pequeñas. Todo mi cuerpo se
había reducido de tamaño. Era un niño otra vez. De repente volvía a escuchar
aquel eco fugaz y penetrante que resonaba por toda mi cabeza, aquel soniquete
que no dejaba de zumbar. Procedía de la calle, pero no alcanzaba a identificar la
fuente que lo originaba. Entonces salía corriendo tan rápido como mis torpes
piernecitas me lo permitían hacia la ventana del balcón, abría la puerta y pegaba
la frente contra la mosquitera de plástico verde que impedía que me deslizara
entre los barrotes de la barandilla. Y allí estaba el afilador callejero, conduciendo
la bicicleta a su lado con una sola mano, mientras con la otra se pasaba al vuelo
el instrumento por los labios, de donde nacían esas notas sinuosas y apresuradas.
Súbitamente la polvareda onírica me arrebató de los brazos de mi madre, a
la que oía en el salón advirtiéndome que entrara de nuevo, que fuera hacía frío.
La imagen se desenfocó y se fue diluyendo, junto a las voces y la reverberación
afilada del chiflo, mientras caía el velo de la fantasía y aquella hermosa estampa
infantil se fundía en negro.
Abrí los ojos, desubicado, perdido aún entre la delgada frontera que separa
la realidad de la ilusión. Respiré hondo para inhalar el cálido aroma de la
mañana y descubrí que me encontraba de nuevo en mi habitación. Veía mis
libros, mi mesa, y me di cuenta de que volvía a ser yo, adulto, y que ya no era un
niño. Y no me alegré por ello.
LIII
CABALLITOS DE MADERA


Esta mañana, mientras ojeaba inopinadamente el suplemento literario de un
periódico, me tropecé con estos versos:

Pegasos, lindos pegasos,
caballitos de madera.
Yo conocí siendo niño,
la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta.

Y sentí crujir de huesos en la memoria, como si una criatura latente,
anidada en la cabeza, en el corazón y en la piel, rompiera el cascarón,
desentumeciendo sus miembros, irguiéndose y creciendo en mi interior hasta
ocupar cada centímetro de superficie, cada célula de mi cuerpo, desde la punta
de los dedos hasta la nuca. Con sólo leer los primeros versos del poema me
descubrí con asombro recitándolo sin necesidad de comprobar el final. El aire se
llenó entonces de esencias antiguas, de colonia y sudor infantil, de virutas de
goma de borrar y lápiz recién afilado, de pegamento, plastilina y ceras de
colores. También noté el tacto del grafito sobre el papel mientras el lápiz
delineaba cuadro a cuadro la caligrafía del cuaderno de muestra. No se trataba de
un recuerdo nítido, ni siquiera podía ubicarlo en el contexto de una imagen
concreta, pero escuchaba con claridad un sonido característico al arrastrar sillas
de metal con asiento de madera sobre un suelo de baldosas moteadas, sincopado
con las sirenas del recreo, el jaleo de los niños, caótico como una plaga de
langostas, incluso el llanto de algunos. En una pared de ese colegio, aunque era
incapaz de precisar si en el aula, en el recibidor o en un pasillo, había un panel
de corcho con letras sonrientes, de un color distinto cada una, que formaban
unos versos. Eran de Antonio Machado. Cada mañana, la señorita nos hacía
cantarlos, como una salmodia, como una extraña invocación que nos reafirmara
en nuestra niñez, prolongándola para siempre y encerrándola en la fuerza
centrípeta de un tiovivo que diera vueltas en una noche de fiesta eterna.
Fue un fogonazo. Brilló en la oscuridad menos de un segundo y se
extinguió como si nunca hubiera existido. No recordaba ese poema. Ni siquiera
que fuese de Machado. El recuerdo siempre es consciente, no así la memoria. Y
ésta atesora más cajones de los que somos capaces de recordar. Jung dedicó su
vida a profundizar en el estudio del subconsciente, ese rincón oscuro, aletargado
en las simas de la memoria, que ha cortado sus lazos de unión con la
consciencia. En su seno alberga reminiscencias secretas a las que no se accede
mediante la razón ni utilizando las llaves comunes, sino que poseen su propio
idioma, basado en símbolos, imágenes y fórmulas determinadas. Es ésta una
lengua inescrutable, básica, instintiva, reptiliana, que responde a estímulos
sencillos, como un mecanismo actúa al pulsar su resorte: si te pinchan, duele; si
quema, apartas la mano.
Y si lees un par de versos de un viejo poema, vuelves a ser por unos
instantes ese niño que fuiste y ya no tienes la capacidad de recordar.
LIV
EPISODIOS MAGDALENIENSES


A veces el ayer aguarda a ciertas tardes de lluvia y paraguas rotos, a ese
momento de mayor desaliento para castigarnos el costado a traición,
irrumpiendo con fuerza en el presente como el agua a través de una brecha en el
casco de un barco que se hunde. Son episodios como los de estos últimos días,
en los que la memoria sobreviene con violencia, parasitando nuestro
pensamiento, los que he dado en llamar magdalenienses. El término juega con la
connotación del pasado de su significado original y sirve, asimismo, de
homenaje a la conocida magdalena de Proust, el primero que materializó con
fidelidad el sentimiento, sentó precedente, puso cátedra y creó escuela.
Desde entonces, estos episodios magdalenienses pertenecen a uno de esos
incontables lugares comunes de los que se nutre la literatura. Tal vez el
fenómeno existía con anterioridad, pero sólo faltaba que alguien con el suficiente
genio como para describirlo con el acierto y la profundidad que diferencia a los
inmortales de los demás estableciera sus bases. Proust llegó antes que todos
nosotros, modeló limpiamente el paradigma en el primer volumen de En busca
del tiempo perdido y condenó a las demás generaciones de escritores a jugar al
corro en torno a una magdalena.
Lo curioso de todo esto no es que el sabor de un dulce casero, la lectura de
unos versos o la música de un chiflo puedan abrir el escotillón de la memoria a
un túnel del tiempo que desemboque en algún lugar ignoto de la infancia. Lo
verdaderamente insólito es que todos estos sabores, lecturas y percepciones,
todas estas caídas del caballo a las puertas de la niñez, confluyan a veces en tan
breve lapso, apenas días, en tiempos de cierta crisis existencial, como
casualidades agazapadas al doblar una esquina del recuerdo.
Quizás el ser humano sólo posea un hogar al que regresar en épocas de
zozobra, un lugar tranquilo y bien iluminado, solaz en las más de las ocasiones,
la nostalgia cálida de los orígenes. La infancia es un limbo ilimitado donde no
existe el temor, y termina en el preciso instante en que el niño adquiere
conciencia de que va a morir, de que los sueños tienen fronteras. Tal vez por eso
los escritores viejos, vencidos ya por el lastre de cuanto han contemplado sus
ojos cansados, terminan por rematar su legado volviendo la vista atrás al período
justamente anterior a ese instante en que la membrana extrauterina que aísla al
niño frente a la realidad se rasga ante sus ojos. Un regreso a su edad de la
inocencia, esmaltada por la ausencia de miedo, propia de la niñez, que yo creo
que es la única forma de felicidad. La única forma de afrontar la muerte.
LV
LA MEMORIA JUEGA A LA RULETA RUSA


No hace mucho, mientras veíamos la televisión mi madre y yo en el sofá,
pasaron el vídeo doméstico de un niño que bailaba frenéticamente, obnubilado
ante las imágenes de un videoclip de Beyoncé. Quizá se tratase de la mezcla de
música y baile que mostraba la pantalla del televisor lo que hacía al rorro
moverse a su compás irresistible, porque le resultaba imposible contenerse.
Observarlo tan fuera de sí, presa de la influencia rítmica del aparato, despertaba
ternura y carcajadas al mismo tiempo.
Entre el hilo musical y los movimientos anfibios del niño se traslucía el
regocijo de los padres, fuera de plano, que asistían divertidos a las monerías de
su hijo. Mi madre, supongo que transportada más de veinte años atrás, también
sonrió, aunque su sonrisa fuese de otra naturaleza. A mí se me vino entonces a
las mientes otro videoclip, desdibujado por la distancia que instala el olvido
entre las épocas felices, que compartía cierto parecido con aquél que embelesaba
al niño catódico.
Desde pequeño, siempre ha habido un reproductor de vídeo en casa. A mi
padre siempre le han encantado los aparatos electrónicos, y gracias a eso eché
los dientes entre videojuegos informáticos cuando ninguno de mis amigos había
visto nunca ni siquiera una maquinita electrónica rudimentaria. Así que de chico
tomé aquel vídeo como un juguete más. Solía grabar, ver, borrar y volver a
grabar, ver, borrar y grabar de nuevo, en el bucle infinito de la cinta de VHS,
dibujos animados y cualquier cosa que se me antojara.
Recuerdo bien aquel videoclip de Bad, de Michael Jackson, escoltado por
una caterva de navajeros de bajos fondos, cantando y bailando una pelea
coreografiada en un aparcamiento subterráneo. Lo veía continuamente,
reproduciéndolo, rebobinando la cinta y vuelta a empezar. Pasaba tardes enteras
sin hacer otra cosa. Cada fotograma de ese videoclip, cada frase de la canción,
cada paso de la coreografía, cada golpe de melena, cada gesto de Jackson lo
tengo incrustado en el cerebro, como si se tratara de una memoria primordial,
cromosómica, antepasada. Pese a la náusea que su aspecto producía en los
últimos diez años, cuando murió víctima del peso de su propio cadáver me di
cuenta de que formaba parte del imaginario de mi niñez, como el olor a plastilina
y a goma de borrar, como la llamada del afilador, como los versos de Machado.
Volví mi atención hacia la criatura que se movía espasmódicamente en
aquel vídeo casero, hipnotizada por el baile de Beyoncé. Para los padres, aquella
escena no suponía más que una gansada espontánea y entrañable para guardarla
en una cinta magnética y rescatarla en el futuro de una caja de zapatos una tarde
de domingo. Lo que no podían imaginar es que, en ese preciso instante, a cada
segundo que transcurría frente a aquel televisor, presenciaban, sin sospecharlo,
la construcción de los cimientos del subconsciente de su hijo. Dentro de veinte
años, el adulto que llegará a ser contemplará por accidente ese mismo videoclip,
y en su cabeza se arremolinarán las imágenes difusas de ese panel de plasma,
recortado sobre la luz tamizada entre los árboles del ventanal, y rememorará el
tacto de la madera de la mesa sobre la que se apoyaba para mantenerse de pie, y
el del suelo tibio y gris que sostenía su danza de potrillo recién nacido, y oirá de
nuevo las risas de sus padres entreveradas con la voz de Beyoncé y la percusión
que una vez hizo cobrar a sus miembros vida propia.
Más de veinte años distan entre el videoclip de Michael Jackson y el de
Beyoncé, los mismos que separan a ese niño de mí. Extraños son los lazos que la
memoria urde en el tapiz del subconsciente, pese al tiempo transcurrido desde
que se anudaran sus cabos. Y la vida parece disfrutar enmarañando esta
urdimbre, como quien juega a la ruleta rusa sin saber si el revólver está cargado.
Así las cosas, vivimos con el cañón apretándonos la sien, sintiendo latir con cada
giro del tambor la impredecibilidad despótica de los sentidos.
LVI
LA LUZ DE POZOBLANCO


Recuerdo que en mi infancia Pozoblanco todavía era un lugar de calles estrechas
y cuestas empinadas donde jugaban los niños, donde el campo asomaba
repentino e inesperado tras cualquier esquina, como un susto gozoso. Y es que
hasta no hace mucho era común avistar pastores y ovejas en la lejanía, incluso
podía uno anticipar su aparición por el rumor musical de los rebaños, por los
ladridos de los perros o por el rastro de cuentas oscuras que dejaban tras de sí en
los surcos de las veredas.
De cuando chico me queda también la reminiscencia del espíritu sutil de la
leña, estertor acaso de nuestra identidad taruga, que contrastaba con unos
efluvios ocasionales, acres y espesos, cuyo origen nunca alcancé a desentrañar.
Olía a piel escaldada. A lo mejor desplumaban pollos cerca de mi casa, o tal vez
alguna familia desollara la matanza en las inmediaciones. Sin embargo, a todo
aquél al que he preguntado al respecto no ha sabido orientarme. Hay quien,
incluso, me ha refutado la existencia de granjas en el lugar donde vivíamos
entonces, lo que en tiempos llamaban el Campo Chico, y con tantas negativas he
llegado a pensar que quizá sólo se trate de una trampa de mi imaginación, pues
caprichosos son los recuerdos destilados en agraz, o que haya elevado a
categoría un hecho aislado, empapando de ese olor toda mi infancia cuando es
posible que únicamente se produjera en una sola ocasión, porque no tiene
sentido que uno recuerde algo que sus mayores desmienten. Ni siquiera parecen
reconocer, cuando me esfuerzo en describirlo, ese aroma tan inconfundible, cuyo
recuerdo es para mí, por el contrario, tan cristalino.
Y tampoco puedo olvidar cuando, a la llegada del invierno, la atmósfera se
cargaba con el aliento denso del alpechín, precedente de las pocas almazaras que
a la sazón quedasen en pie, y con los primeros fríos las historias que mi abuelo,
con su voz desdentada y áspera, plena de vida todavía, contaba de su trabajo
como maestro en varias de aquellas molinas, como se las conocía antes, mientras
jugábamos a la brisca después de la escuela.
Alfonso XIII bien podía haberle otorgado el título de ciudad, pero
Pozoblanco seguía teniendo, cuando yo lo conocí por primera vez, vestigios de
ese aire rural característico de los pueblos andaluces que hoy ha desaparecido de
sus calles, con sus casas de cal y canto, sus abuelas con pañuelo de luto, su
fragancia de lodazal primigenio, de jara en primavera, sus pájaros, sus gallinas,
sus aullidos invisibles, sus campanas en mitad del silencio, sus ecos, sus voces
apagadas, sus soledades.
Y su luz.
Cuando Antonio Machado murió, huido de la victoria franquista y los
campos de concentración en una penosa carrera a través de los Pirineos,
encontraron en su viejo gabán un papel deslucido por la penuria en donde el
poeta había esbozado algunas anotaciones a vuelapluma, entre ellas el que sería
su último verso, un simple apunte solitario: «Estos días azules y este sol de la
infancia».
La luz con la que vemos nuestra niñez es una obsesión frecuente
enquistada en el tintero de los poetas. En general, el recuerdo se presenta como
un destello dorado y deslumbrante, como un tamiz luminoso a través del cual se
traslucieran fogonazos lejanos, capítulos infantiles de escasa duración, aunque
de resonancias persistentes. Se ha dado en llamar a esta manifestación «la luz de
la memoria», y sorprende que la nostalgia rescate, de entre todas las posibles
percepciones que invitan al recuerdo, las más simples con especial ímpetu y
nitidez, sean la luz, los colores, los sabores o los olores, como si únicamente los
estímulos sensoriales fuesen capaces de poner la memoria temprana en marcha,
anulando cualquier intervención del intelecto, con el que se la suele asociar por
error.
Así regresan al presente los olores, los sabores, pero sobre todo los matices
del sol antiguo, su reflejo en la encaladura de las casas y el nimbo blanco, casi
líquido, que despedía de las fachadas, el azul puro del cielo y su imagen
refractada en el agua de la piscina del chalet de mis primos, el blanco acolchado
de las primeras nieves, el verde de los árboles, el amarillo de los secarrales, el
pardo de la huerta del abuelo. Amarillos, blancos, azules, verdes y pardos: todos
colores simples. Parece como si la intensidad propia de los tonos básicos de la
escala cromática provocara un contraste más vigoroso entre los recuerdos que
evocan y de ese modo se diferenciaran con claridad unos de otros en la espiral
del sumidero de la memoria. No deja de ser un mecanismo de asociación sencillo
e intuitivo, y me pregunto si su simpleza no obedecerá a que la formación de
esos recuerdos se haya llevado a cabo en una conciencia primaria y elemental
que no es la nuestra, sino la del niño que fuimos.
Todo el mundo coincide en que los pueblos del sur emanan una luz
particular, diferente a la de cualquier otra parte. Y aunque tal vez no sea ése el
origen de «la luz de la memoria» a la que aludo, porque entonces sólo habría
poetas andaluces, se trata, pienso yo, de algo parecido a aquello que escribió
Alberto Caeiro, el heterónimo de Pessoa que sólo cultivaba poesía, sobre el río
de su aldea al compararlo con el Tajo, y que, parafraseándolo para llevarlo a mi
terreno, diría algo así: «La luz de otros pueblos de Andalucía es más bella que la
de mi pueblo, / pero la luz de otros pueblos de Andalucía no es más bella que la
de mi pueblo / porque la luz de otros pueblos de Andalucía no es la de mi
pueblo». En efecto, esa fuente particular que arroja la luz a la que me refiero
sólo existe grabada en el papel de cloruro de plata de mi retina por ser
Pozoblanco el lugar donde pasé mis años de inocencia. Por eso desprende un
brillo singular. Es mi memoria la que habla, no yo. Tampoco estuvo en mi mano
elegirla ni había otras disponibles, sino que me vino dada. De ahí que no admita
otra luz como propia, del mismo modo que no aceptaría a otra madre que la que
tengo.
Ésa es la luz que Pozoblanco tiene para mí: la del brillo maternal y la de la
intensidad de sus matices sencillos. Es ésa la luz que proyecta sobre mi
memoria.
En cambio, miro a mi alrededor mientras paseo por las calles de
Pozoblanco y la luz que las impregna me parece hoy apenas un negativo
fotográfico, una copia sombría de aquella otra, tan fulgurante, tan cálida, de mi
infancia. Y no creo que se deba a que la vida le vaya haciendo a uno viejo,
vencido por la decepción, y vea las cosas cada vez con más escepticismo, sino
que la memoria a menudo confunde los caminos y transita por parajes anegados
por el bálsamo de la imaginación, atrofiando unos recuerdos, exagerando otros,
que es la herramienta que posee el subconsciente para rellenar los huecos que el
olvido va abriendo en el pasado.
LVII
EL TIEMPO


El tiempo es el cáncer de nuestro siglo. Nuestras vidas están compartimentadas
en celdas con paredes de cronómetro. Tanto que ni de nuestro propio tiempo
libre parecemos tener libre disposición. Sólo cuando nos aburrimos miramos el
movimiento monótono de los segundos, y para evitarlo buscamos un pasatiempo
cualquiera. Ojos que no ven las manijas del reloj, corazón que no siente soledad.
La inactividad suele desembocar en el tedio, que es pariente cercano de la
depresión, de ahí que nos esforcemos en estar permanentemente entretenidos,
copando nuestra vida de ocio, y nuestro ocio de actividades inútiles que, al
margen del sentido práctico, pocas veces alimentan el espíritu. No sólo
exprimimos nuestras agendas en la vida diaria, llevando una existencia a la
carrera, que sólo conduce al estrés, primer síntoma de enfermedad, sino que
incluso nuestras vacaciones están delimitadas por dos fechas inamovibles: las de
ida y vuelta del avión.
Y no es que haga falta tiempo, como pudiera parecernos, sino que sobran
planes.
También uno es víctima, a su pesar, de estos días que en poco recuerdan a
aquéllos, no muy lejanos todavía, en que los barcos con destino a las colonias no
expedían billete de vuelta por la imposibilidad de predecir las vicisitudes del
viaje. Por mucho que uno quisiera, nunca podría estar a la altura de aquellos
viajeros. Aunque algunas noches, antes de que me alcance el sueño, fantasee con
la idea, no tendría el valor de romper las cadenas que me aferran al compás de la
vida occidental. Para eso hay que estar hecho de otra pasta. Conseguir un billete
de ida a cualquier parte, desprenderme del lastre de las estrecheces del espacio y
el tiempo, y dejar que me condujeran el viento y la marea. Ésa es la utopía:
navegar más allá de sus confines para arribar finalmente en la ucronía, el edén
perdido donde el tiempo no existe.
Siempre hay trucos para zafarse de la tiranía del espacio, pero no de la del
tiempo. Y es que el finisterre ya no se encuentra en una costa de poniente ante la
que se abre el océano, como creían los antiguos, sino en un día exacto impreso
en un papel, frente a la puerta de embarque de un aeropuerto extranjero.
LVIII
EL ESPACIO


Ahorrar tiempo nos conduce irremediablemente al ahorro de espacio. Las
distancias ya no se calculan en kilómetros, sino en tiempo. El conocimiento ya
no se mide con el rasero del estudio y la reflexión, sino con la balanza de los
segundos que tarda en descargarse al disco duro.
Con la masificación en el acceso al saber en letra impresa ha desaparecido
la creación original. Para qué concebir nada nuevo si mediante un par de clics
puede hacerse un collage de lo que ya ha sido pensado, digerido y escrito con
anterioridad. De esta forma, el mundo de hoy se necrosa poco a poco,
transformándose en un engendro de lo que un día conocimos, una criatura de
carne gangrenosa cada día menos viva, un Frankenstein de copiar y pegar.
No es lo mismo saber que conocer a quien lo sabe. Por eso no existe ya el
proceso de asimilación, de construcción de un criterio, sino que el fácil manejo
de la información que la globalización permite está deformando nuestro cerebro,
aturdiéndolo para que únicamente repita consignas, reúna retales de ideas y las
reproduzca casi al azar, utilizando el algoritmo típico de los buscadores de
internet, que es el de asociación de palabras clave.
El sueño de toda tiranía es gobernar sobre un pueblo ignorante, eso se sabe
desde siempre. Mantén a las masas entretenidas con panem et circenses y podrás
reducir Roma a cenizas si te place, que nadie se acordará de ello la semana que
viene. Porque la sociedad no tiene memoria. Pruebas de ello podemos verlas con
sólo encender el televisor. Cuando la gente puede gastar su dinero alegremente,
sufre severos ataques de amnesia. La diferencia estriba en que el circo de antaño
se traduce hogaño en la prosperidad de tramoya y en la inmensa oferta de las
telecomunicaciones.
Si nuestro aparente bienestar de pies de barro deja ya a la vista los pilares
de humo que lo sostienen, no menos amenazante resulta el peligro de la fluidez
de las comunicaciones a distancia. Exceso de información equivale a
desinformación, desorientación, confusión y, en última instancia, aletargamiento,
que es para el pueblo, a efectos, lo mismo que la ignorancia.
Quizás exagero, pero no hablo de funestas distopías vaticinadas por Huxley
y Orwell hace casi ochenta años, sino que mis palabras se fundamentan en los
destellos de un mundo feliz que ya empieza a observarse a poco que uno mire a
su alrededor.
Las maneras nuevas de viajar en la era de internet, de la proliferación de
compañías aéreas low cost y del éxito barato de los programas de viajes cámara
al hombro, unidas a la ascensión de la falta de rigor en el trabajo, de la mala
prensa del esfuerzo y de la progresiva degeneración del mérito, han acortado las
distancias naturales y los cordones sanitarios que mediaban entre países y
culturas, provocando un acercamiento excesivo de los polos, que por algo están
situados en extremos opuestos.
La globalización y la Alianza de Civilizaciones pretenden hacer convivir
contra natura a los antípodas en el mismo territorio y cocinar un caldo de
culturas tal que nadie sepa reconocerse en sus propios zapatos. Antes veías un
documental sobre un país exótico en la televisión en raras ocasiones y te invadía
una mezcla de fascinación y asombro. Se trataba de programas de hermosas
imágenes, bien argumentados, narrados con cierto lirismo, producidos con
exquisitez. Proporcionaban una visión de conjunto y procuraban entender y
explicar la realidad de la tierra. Ahora no. No hay noche que no aparezca uno de
esos programas de viajes en la parrilla de televisión. Hoy día prima la parte por
el todo, que es más barata y apenas requiere trabajo, salvo el de montar retazos
sin demasiada conexión. La norma actual es ir de viaje, grabar, editar y emitir. El
esfuerzo de comprensión y la tentativa de conocimiento se han perdido. Y eso
nos lo venden como verdadero periodismo. Gonzo lo llaman. El oficio en estado
puro. En bruto y sin pulir, será a lo que se refieren. Y lo peor de todo es que la
audiencia los adora.
Y lo que digo sobre la televisión y sus programas también vale para la
literatura, la música y cualquier estamento del arte en general. Ésa es la tragedia
de nuestros días: si cualquier chapuza se vende bien, ¿dónde queda el criterio de
excelencia? Me gustaría pensar que el motivo es la falta de oferta, que el
problema no reside en quienes la consumen, sino en sus productores. En
cualquier caso, es el triunfo de la mediocridad. Y quizá tengamos el mundo que
nos merecemos.
Poco me importarían las travesuras de los periodistas si con ellas no
arrancaran el velo de misterio, la cualidad de inaccesible y el aura de irrealidad
que envuelve los destinos remotos que sus cámaras profanan. Pero lo hacen. Y
de ese modo precipitan la caída inexorable de los últimos paraísos que todavía
quedan en pie.
Ésa es la razón por la que ya es común tomar daiquiris y caipirinhas en
Pozoblanco, salmorejo en Mongolia y sushi en el cuerno de África, por poner
ejemplos reconocibles. Por supuesto, son copias de fogueo, pero la sensación de
que uno puede saborear los confines sin moverse del sitio destruye por completo
la idea de cambio, de adaptación a lo ajeno, de metamorfosis si se quiere, que es
consustancial al viaje.
La contemporaneidad lo unifica todo, simplificándolo. Hasta los gustos de
la gente. Ahora a todo el mundo le gusta viajar. Es lo que se lleva. A quienquiera
que le preguntes te responderá que viajar se encuentra entre sus aficiones. Si te
interesas por sus viajes te dirá que sólo ha visitado Londres un fin de semana.
Como mucho París, pese a que es más aburrido. Con suerte habrá ido a la
República Dominicana a tostarse al sol y a probar de primera mano las
caipirinhas y los daiquiris caribeños, porque otra cosa no podrá hacer sin salir
del recinto hotelero, a menos que quiera paladear el gusto acre del miedo un
segundo antes de que una bala perdida procedente de la selva le vuele la tapa de
los sesos.
LIX
ESCAPAR


A veces me pregunto por qué estas ansias por escapar, como si de ese modo
pudiera evitar que la vida me atrapara. Miro en torno a mí y veo a muchos de
mis amigos jactarse orgullosos de sus trabajos, del dinero que ganan, de sus
coches, de sus hipotecas, de sus planes para el futuro. Comprar una vivienda.
Casarse. Algunos hablan de tener hijos incluso.
En ocasiones los veo como niños, siempre deseosos de afeitarse como papá
o ponerse los zapatos de tacón de mamá. El pequeño porfía desde que nace por
parecer adulto, en lugar de procurar alargar en lo posible su infancia, tal como
buscaban Peter Pan y sus niños perdidos. Me alegro por ellos, que buscan la
estabilidad, integrarse en el mecanismo social como ruedas dentadas. El
conflicto estribaría en no hacerlo, para eso nos han educado. No critico sus
proyectos ni sus sueños, pero es que resultan radicalmente opuestos a los míos.
Seré yo el raro, porque ellos son mayoría. Y así uno acaba quedándose solo en
su locura, como si la voz de un daimon malicioso me susurrara al oído con la
única intención de alejarme de los demás, de aquéllos a quienes quiero.
Viajar es huir de lo que nos condiciona para encontrarnos a nosotros
mismos. Uno es muchas personas: se es la persona que los demás perciben, se
es, además, la persona que se desea ser, el papel que nos gusta impostar, y luego
se es la persona que se comporta de determinada manera en cada uno de sus
contextos, influida por las circunstancias. De todos esos yoes que conviven en
uno, ninguno es nuestro yo real, nuestro yo profundo. Por eso se han de romper
los cabos que nos atan a nuestras máscaras, a nuestras propias convicciones, que
vienen contaminadas de prejuicios, a nuestra educación y a todas esas capas
condicionantes que han ido recubriendo nuestra naturaleza desde que nacimos.
De esta manera, liberado de lo espurio, el encuentro con uno mismo y el propio
conocimiento se dan con naturalidad plena, y es en el transcurso del viaje
cuando, desprotegidos de las seguridades del entorno que nos es familiar,
desnudos ante un territorio hostil, exentos de referentes conocidos, somos
capaces de medir nuestras capacidades y nuestros valores con fidelidad máxima.
También nuestros límites, si los hubiera.
Y de destapar, en última instancia, la propia luz, oculta por la venda con
que la realidad nos cubre la vista.
La recompensa por el descubrimiento escalonado de nosotros mismos es
pródiga en obsequios, acordes al mérito y al esfuerzo empleados en la tarea.
Entre sus primeros peldaños se incluyen clarividencia, invulnerabilidad y poder,
que al mismo tiempo representan armas de doble filo que hay que aprender a
dominar. Al camino del conocimiento le sientan bien las metáforas, y la del río
que fluye hacia su desembocadura en el mar se le ajusta a la perfección. Se trata
de una corriente en perpetuo movimiento, pues el agua nace en las alturas para
correr. Si se estanca, se pudre. Así el camino del conocimiento: de conformarse
con los primeros frutos de su recorrido, terminará uno por envanecerse, por
desandar lo que ha avanzado, volviendo a la casilla de salida.
Visto así, el camino del conocimiento se asemeja al alambre del
funámbulo, y el viaje, a la vara que le sirve de equilibrio.
LX
LA VIDA Y EL VIAJE COMO INCERTIDUMBRES


La gente teme la inseguridad en su vida, que no es más que un miedo soterrado a
la soledad. Por eso muchos se vuelcan en sus relaciones afectivas y sociales, en
su trabajo, en conseguir una estabilidad laboral y personal que les permita
despreocuparse para el resto de sus días, aunque con ello no consigan la
plenitud, y el resultado, pese a su pugna, sea lo opuesto si terminan
esclavizándose a una hipoteca que les sorberá hasta la última gota de su
juventud.
Todo el mundo prefiere hoy conformarse y entretenerse. Conquistar una
loma fácil y ver desfilar desde su escasa altura la marcha de los demás ejércitos
hacia el frente de batalla. Nadie está llamado ya a las grandes gestas. La aparente
comodidad de la silla giratoria de la oficina ha sustituido al aire puro que
hinchaba las velas del alma de los guerreros de la Hélade, las de los
conquistadores del siglo dieciséis, las de los marinos del diecisiete, las de los
exploradores del diecinueve.
Incapaz ya de explotar la energía que le es propia, el corazón de la juventud
agoniza entumecido en la pusilanimidad contemporánea. Antes los jóvenes
combatían en las guerras de otros, se enrolaban en galeones, se batían en duelo
por amor y honor, se echaban a las calles de París, tomaban inermes plazas rojas
ocupadas por tanques. Tal vez ninguna de esas cosas tuviera sentido alguno,
máxime si se dejaban la vida en la empresa, pero su actitud denotaba que el
romanticismo, que sólo sobrevive en el alma tierna, les era consanguíneo a su
edad y les palpitaba con fuerza en las sienes, en las muñecas y en el pecho.
Aunque hable como un viejo, todavía me considero joven, y lo cierto es
que a los de mi generación y las generaciones que la sigan nos quedan pocos
ideales por los que luchar. Antes, aún puedo recordarlo, a mis congéneres se nos
calentaba la boca discutiendo sobre política alrededor de una botella de whisky.
Hoy ya ni eso. Todo es frivolidad, carencia de valores, insolencia confundida
con carácter, egoísmo, indiferencia, autismo enfermizo disfrazado de
individualidad.
¿Cómo sustraerse, pues, de esa imagen tan aproximada de un mundo feliz?
Pienso en ello y sólo se me ocurre, como vía de escape, los antiguos senderos del
ser y el hacer. Aproximarse a quien uno está llamado a ser sin enmascarar la
pose, ser fiel a sí mismo, y hacer lo que uno desea y siente que es su obligación,
no la impuesta por los otros, viajar, crear, tocar y escuchar música, pintar, bailar.
Dedicar la vida al arte aunque no se posea el talento para componerlo con las
propias manos, porque la capacidad de admirarlo, en cambio, sí es innata. El arte
es, al fin y al cabo, una forma de entender la realidad. Lennon pronto
comprendió que nada podría cambiar el mundo, porque tenemos el que han
merecido los actos de nuestros padres en el pasado. De modo que lo que nos
resta a quienes hoy heredamos la tierra es hacer algo por enriquecerla, por
dotarla de aristas, por conferirle altura y profundidad.
Las planificaciones hacen la existencia aburrida, carente de sentido. La
incertidumbre, por el contrario, la llena de oxígeno, hincha el corazón de pájaros.
No entiendo la gracia de vivir una vida transparente, predeterminada, previsible,
como no soporto leer una novela de misterio si conozco de antemano quién es el
asesino. De sobra sé que mi criterio no puede servirles a los demás. Cada cual ha
de vivir la existencia que presiente en su interior como verdadera y ser sincero
consigo mismo. Antes se ha dicho que «la vida no vivida es una enfermedad de
la que se puede morir», yo añadiría, además, que la vida que uno siente que debe
vivir también puede conducirle irremisiblemente a la muerte. En tal caso, si
hemos de morir en el camino de todas formas, ¿por qué no hacerlo siguiendo
nuestros propios pasos en lugar de transitar por senderos ya establecidos? No
caben medias tintas en tales asuntos. Sólo tenemos esta vida y varias
oportunidades de vivirla, sí, pero no infinitas.
Temo que estos amigos míos que viven hoy preocupados por su bienestar
futuro se vayan sin recuerdos, que es como haber pasado por aquí sin haber
vivido. En palabras de Wiesenthal, como regresar sin haber viajado. La
exuberancia de la existencia estriba en su impenetrabilidad, en sus secretos, que
se van desenmascarando escalón tras escalón. Uno imagina la vida como un
largo pasillo en el que a cada paso surge un telón que se ve obligado a descorrer
para ver qué esconde detrás. Vivir es, pues, adentrarse en un pasadizo velado
entre cortinajes. Ahí radica su misterio.
Palabras como bienestar, estabilidad o comodidad me chirrían en los oídos.
Quienes conocen el lugar al que se dirigen se me asemejan a esos turistas que los
animadores de las agencias de viajes llevan de su casa al hotel en avión, y en
autobús del hotel al monumento de turno, y vuelta al hotel y luego a su casa. Esa
gente no viaja, se traslada. Jamás saldrá del horizonte tapiado de su hotel ni verá
más allá. Observada desde esa perspectiva, la vida no sería más que un traslado
existencial, un mero entretenimiento entre el nacimiento y la visita de la Parca.
Una espera, como mi abuela suele decir, sentados en el sofá de recepción
mientras llega el autobús que nos embarque en el viaje definitivo.
Me obsesionan estos pensamientos. Vivir y recordar como abrigo frente a
la muerte. En ocasiones me pregunto si realmente ha vivido uno aquellos
episodios de su vida de los que no es capaz de acordarse. Es como pensar si
merece la pena viajar ―vivir― si el recuerdo del viaje ―de la propia
existencia― está condenado a ser arrastrado por la marea baja de la memoria. Si
vivimos como viajamos, si viajamos como vivimos, sin capturar la esencia de las
cosas, pasando por encima de todo con prisas, como si hubiera algo más
importante que vivir, nuestros días en este mundo están relegados a ser inútiles,
hueros. Lo dicho: vivir sin tener conciencia de haber vivido, como viajar sin
haber salido del hotel, morir sin recuerdos.
Es precisamente en el viaje donde se encarna en su máxima expresión esta
incertidumbre vital tal como la concibo. El viaje aguza los sentidos, nos
mantiene atentos, alertas ante cualquier detalle que se cruce ante nuestros ojos.
Al viajar uno comprueba cómo la vida bulle a su alrededor, porque todo es
desconocido, en cierto modo virgen a nuestra mirada. El viajero que por tal se
tenga no debe perder la capacidad de asombro del niño que fue, al contrario que
los turistas, que lo ven todo con el desdén del ignorante, por encima del hombro,
con la suficiencia que les otorga su condición de ciudadanos de un país
acomodado. Viajar significa mezclarse con esa realidad nueva, integrarse en ella,
diluirse como uno más entre la multitud. La clave es abandonar la condición de
individuo y aceptar la disolución en la colectividad. Suprimir, además, las
barreras mentales y sociales impuestas en nuestro lugar de origen, y aceptar con
sencillez las que nos vienen dadas en la tierra a la que llegamos.
Hemingway, en el tercer mandamiento de su decálogo del escritor, exhorta
a quien aspire a serlo a mezclarse estrechamente con la vida. Y quien dice
escritor dice también persona, porque literatura y vida tienden a confundirse.
Vivir con intensidad es encontrar cada día una nueva fluctuación en el camino.
Así las cosas, no hay día que transcurra sin plantearme si no será mi ánimo de
escritor el que sugestione a mi subconsciente para anhelar esta vida nómada a la
que aludo. Pienso que es más bien a la inversa, o que todo se encuentra
íntimamente relacionado, que uno escribe porque aquello que le empuja a verter
palabras en papel es lo mismo que atiza el ascua de sus inquietudes viajeras, y
que a su vez viaja porque la literatura tira de él. La vida es literatura, la literatura
es vida, ambas son indisolubles la una de la otra.
Hace tiempo que ansío volver al camino. La vida, si no es cambio,
movimiento, rodaje, incertidumbre, se me hace cuesta arriba. Cuando no corren,
las aguas se estancan y se corrompen. Mueren.
Y al final de todo, en ese instante en que la noche invita a las confesiones,
uno se pregunta, segundos antes de que sobrevenga el sueño, si no será que en
realidad viaja para huir de su propia vida y darse esquinazo a sí mismo.
EPÍLOGO


El mundo duerme en esta madrugada silenciosa. Más allá del cristal de la
ventana, la vida se ha paralizado en un letargo breve y sordo durante el tiempo
de la oscuridad. Pero en medio de la noche, en la hora de las brujas, de los
gnomos y de los duendes, se atisba entre las sombras el resplandor de una
lámpara solitaria de luz tenue sobre la mesa de un escritor, y se escucha el rumor
quedo del trazo de su pluma sobre el papel rugoso. Su mano se balancea entre
renglones torcidos, sembrados de tachaduras, anotaciones y garabatos entre sus
huecos. Líneas que albergan en su seno palabras que acaso caigan en el más
profundo de los olvidos, que termine al fin llevándoselas el viento, igual que se
llevan los pétalos de los almendros en flor las tardes frescas de principios de
primavera. Pero qué más da el destino de mi voz si de improviso me veo
haciendo flores de papel con renglones torcidos, y abriendo luego la ventana,
mientras la brisa noctámbula me recibe con su suave caricia, para lanzar al
viento mis flores de tachaduras, anotaciones y garabatos. Quizá lo más cerca que
mis palabras estén de alcanzar la belleza es volar deshojadas como pétalos
blancos en la negrura nocturna. Así pues, las devuelvo al territorio de los sueños,
a la amnesia de los olvidados, adonde pertenecen, y dejo que se mezan en el aire
con bucles sutiles antes de precipitarse sobre el adoquinado de la calzada, del
mismo modo que mi juventud se desliza con las alas del tiempo en esta noche
fresca de mayo para nunca más volver.







JAVIER REDONDO JORDÁN
faciebat entre marzo de 2006 y mayo de 2010,
París, Benarés, Madrid, Pozoblanco.
Primeras páginas de otras obras del autor:

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UNA SOMBRA EN LA RETINA

Cuando el vítreo del ojo experimenta una licuefacción parcial, lo que suele ocurrir en
miopes y personas de edad avanzada, finas opacidades vítreas pueden causar sombras
en la retina.
THEODORE GROSVENOR, Optometría de atención primaria (2004)

Si cierro los ojos, todavía alcanzo a verla. Una silueta recortada sobre el
resplandor amarillento y amortiguado desde lo más profundo de los párpados,
como una sombra que haya pervivido todo este tiempo dentro de mi cabeza. Es
una sombra con forma de niña. Con la forma de aquella niña de Jhunjhunu.
La imagen, confusa y opaca, adquiere poco a poco sus rasgos a medida que
se van tejiendo de nuevo los hilvanes del tapiz de la memoria. Reconozco sus
cabellos castaños, enmarañados en bucles sucios y grasientos, ocultando a
medias el perfil delicado de su rostro. Su nariz es achatada; la boca, pequeña.
Como un cuchillo que rasgara su piel oscura, le surca la mejilla el rastro seco del
llanto, que resbala hasta un mentón prominente, de una severidad inusual para un
cuerpo infantil, apenas vestido con harapos, que delata su fragilidad.
Sin embargo, sus ojos… Pocas personas me han fulminado con una simple
mirada. Puedo ver con nitidez, ahora, transcurridos los años, sus ojos de
Gorgona, aunque nunca se hayan borrado de mis retinas desde entonces. Están
fijos en los míos, y me miran sin pestañear pese a su insignificancia. Es una
mirada altiva, aunque sostenga la mía desde la escasa altura de su niñez,
desafiante, irreverente, carente por completo del más mínimo pudor.
No soy capaz de apartar la vista de esos ojos, que me hielan los huesos.
Noto cómo su influjo hurga en mi interior y me es imposible hacer nada por
impedirlo. Sus pupilas azabaches, acuosas, enmarcadas en un contorno
blanquísimo, cristalino, de una pureza insólita, consumen mi voluntad por más
que luche, mostrándome fugazmente lo que tanto temo, y me arrebatan el alma,
abandonándome después, derrengado y exangüe, como un títere al que hubieran
cortado los hilos.
Es un recuerdo vívido, casi material. Tanto que podría esculpir su rostro
con los ojos vendados. Está allí, rodeada de inmundicia, escombros y gente,
habitantes del pueblo donde me crucé con ella, pero destaca entre la turba como
un cisne en una ciénaga.
Consciente de que un instante valió por toda una eternidad, desde aquella
tarde en Jhunjhunu no puedo sacármela del pensamiento, donde ha quedado
marcada su silueta como un fogonazo sobre el papel de cloruro de plata de la
memoria, como una huella indeleble, como una sombra en la retina.
EL TEMPLO EN LA BRUMA

Es el país de los sueños y del romanticismo, de la fabulosa riqueza y la desesperante
pobreza, del esplendor y los harapos, del hambre y la pestilencia, de los genios, los
gigantes y las lámparas de Aladino, de los tigres y elefantes, de la cobra y la jungla. Es
el país de las cien naciones y las cien lenguas, de las mil regiones y de los dos millones
de dioses... el país que todos los hombres querrían conocer, y que después de
conocerlo, aunque sea brevemente, no cambiarían esa brevedad por lo que les queda
por conocer del resto del mundo.
MARK TWAIN, Viajes alrededor del mundo siguiendo el ecuador (1897)

A veces el presente y el destino, que sólo existe en los sueños, se encuentran en
las encrucijadas.
De un tiempo a esta parte solía despertarme asustado en mitad de la noche.
Eran pesadillas recurrentes que me dejaban desorientado, perdido, sin saber
dónde estaba. Otras veces dudaba si había despertado en la realidad o si seguía
soñando. Podía recordar que cuestionaba la propia realidad onírica mientras
soñaba. Se trataba de ese tipo de sueños que le dejan a uno tocado durante todo
el día siguiente, porque, de tan significativos y reveladores, da casi miedo
asomarse a la oscuridad de los pozos polvorientos sobre los que han arrojado un
atisbo de luz que hacía siglos que esas profundidades no veían.
Una de aquellas pesadillas se repetía con especial virulencia. Aunque se
manifestaba mediante dos vertientes distintas, ambas venían a decir
prácticamente lo mismo, aunque con diferentes matices.
La primera me mostraba a mí mismo, desde una óptica subjetiva, escalando
por un antiguo templo de corte oriental, una suerte de pagoda de piedra con
filigranas oscurecidas por el poso de los siglos. Ascendía hacia la cúspide con
denodados esfuerzos, pues cada vez que mi mano se asía a algún saliente del
edificio o mis pies se afirmaban sobre alguna plataforma, una y otro se
desprendían, convirtiéndose en polvo que se diluía en el viento que anticipa el
abismo. El templo se demolía a mi paso y, enloquecido por la desesperación, me
era imposible el ascenso a su cima.
En la segunda pesadilla me encontraba, esta vez, en el interior de un
edificio de dimensiones reducidas, cuyas paredes blancas el tiempo había
apagado, y recuerdo haber sido consciente de que me encontraba en una escuela
o una universidad, porque a través de las puertas entreabiertas podía vislumbrar
chicos jóvenes, también orientales, que asistían a las clases dictadas por un
profesor en cada una de las aulas. Yo estaba allí debido a que necesitaba un
documento firmado, un visado tal vez. Es posible que durante el sueño no lo
supiese, de ahí mi confusión. Pregunté por la oficina a la que debía dirigirme y
recuerdo nítidamente que me indicaron la segunda planta.
En su centro, el edificio, que era de planta circular y poco diámetro,
disponía de una escalera de caracol que comunicaba los distintos pisos. Una
escalera que no era tal, puesto que al dirigirme a la segunda planta, como me
habían señalado, advertí que se trataba de una rampa, y que cada vuelta de
trescientos sesenta grados correspondía a cada uno de los pisos, cosa poco
probable a no ser que se tratara de una rampa en exceso empinada, que no era el
caso. No obstante, dejémosle esa ventaja al sueño, quizás hubiera pequeños
escalones que suavizaran la pendiente.
En mi camino hacia la segunda planta me cruzaba con muchos jóvenes que
bajaban, y esto era lo más curioso: todos descendían, sólo yo subía por aquella
rampa.
Finalmente llegué a mi destino, pregunté por la oficina de aquél que
solucionaría mis problemas de documentación y por señas me indicaron una
habitación próxima. Entré y alguien me dijo allí que tenía que encaminarme
primero a la planta baja, ya que necesitaba algo sin lo cual no se podía
cumplimentar el visado. De modo que otra vez caminé por la rampa escalonada,
esta vez en descenso, hasta el lugar señalado, en el que me las apañé para que me
informaran de que para conseguir lo que buscaba era necesario hacerse con algo
que me darían en la cuarta planta.
Sobra decir que aquella broma tendía hacia el infinito, al igual que la
pesadilla anterior. Ambas representaban a la perfección lo que bien podría
llamarse un bucle onírico, y, como todo bucle, de irrealizable e interminable
solución, que se pierde en una enorme red arborescente como de muñecas rusas.
También me recuerda ahora al mito de Sísifo, que fue castigado al suplicio
eterno de empujar una roca montaña arriba que, sistemáticamente, cuando
alcanzaba la cumbre, se despeñaba rodando ladera abajo, todo por haber
intentado ―y conseguido― engañar a la muerte y al mismísimo Hades,
alcanzando así la inmortalidad.
Pero lo que más me asombró fue comprobar, tiempo después, cuando
empecé a interesarme por Kafka, cómo ambos sueños se complementaban y
recreaban a la perfección la pesadilla kafkiana de El castillo. Es estremecedor
llegar por los propios cauces a las mismas conclusiones que el mito del escritor
atormentado por antonomasia. En mi sueño, el infierno burocrático al que se me
sometía resultaba idéntico al que describió Kafka en su novela inconclusa,
destinada a retorcerse entre las llamas entre sus demás papeles póstumos. La otra
pesadilla, la del templo que se derrumbaba bajo mis movimientos, en cambio,
reflejaba la visión de aquel castillo oscuro e inalcanzable, envuelto en la bruma
desenfocada de las alturas, que el protagonista contemplaba impotente desde un
pueblo al pie de la montaña, hostil a su presencia.
Territorios comunes. Meandros y capilares del inconsciente colectivo. Tal
vez Jung tendría en uno materia de estudio.
Algo queda claro pese a todo, y es la voluntad, acaso necesidad, en los dos
sueños, de ascensión. Lograr la cúspide por encima de todo. En el camino surgen
obstáculos imposibles de salvar, suelos que se hunden bajo nuestros pies y
ataduras que nos arrancan de una posible búsqueda del conocimiento tirándonos
con violencia rodando escaleras abajo. Porque la búsqueda de un conocimiento
superior es lo que simboliza, al menos a uno así se lo parece, la voluntad de
elevación, de ascensión, de excelencia, de la inmortalidad que buscaba Sísifo. Es
el lenguaje que utiliza nuestro subconsciente para advertirnos que algo bulle en
nuestro interior, algo que no hay manera de ocultar, por mucho que uno quiera
enterrarlo bajo paladas de razón y lógica. El volcán termina siempre por abrirse
camino entre las grietas de la tierra. No hay escapatoria. Es ineludible.
Y ese horizonte que despuntaba como una quimera alada en mis sueños
sólo podía ser el de la India.
Primeras páginas de otras obras del autor:

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INTRODUCCIÓN


Todo esto ―nunca digáis que no lo avisé―
tan perdido está ya como la Atlántida.
RUDYARD KIPLING, Recompensas y Hadas (1910)

La India es mentira. Pienso en ella y la recuerdo como se recuerda a una amante
apasionada y traicionera al mismo tiempo, como se añora a la mujer de la que
uno se enamoró, cuyos rasgos, aún hermosos, son hoy lo único apenas
reconocible, porque su corazón ni a ella misma le pertenece. La memoria es
contradictoria, caprichosa y cruel. Nada queda de aquella muchacha de oscuro
exotismo que prendó a los novelistas del diecinueve. Lejos se antojan ya los días
de las maravillas y la belleza, de las alfombras y las lámparas, de los grandes
reyes y los fastos, de los elefantes y los tigres, de las flores y los vinos de
juventud. Ahora el espejo de nuestros ojos sólo devuelve una imagen irreal,
extemporánea, nimbada por mitos románticos y coloniales cuyas ruinas se
pudren bajo el maquillaje, los abalorios y una mirada perfilada de khol y
misterio, hueca, vacía.
Cuando me preguntan sobre mi viaje a la India, me resulta complicado
explicar en pocas palabras un concepto tan poliédrico. Sé que nadie quiere oír
razonamientos largos y profusos, de modo que procuro ahorrárselos. Pero
simplificar y generalizar equivalen a mentir, y no creo que pueda hacinarse la
vida en el corsé de las historias contadas de viva voz. También, aunque no sólo,
por eso la India es mentira. Es un error procurar sintetizar en unas pocas frases
afortunadas la realidad de un país de tan enorme extensión, con decenas de
estados gubernamentales, cientos de grupos étnicos, otras tantas lenguas y
religiones y millones de dioses.
Sucede con la India lo mismo que sostiene el axioma de Heisenberg,
aquello de que el observador no puede sustraerse de lo observado. De la misma
forma que jamás se podrá medir la temperatura de una gota de agua, porque la
temperatura del termómetro, por pequeño que éste sea, cambiará
ineluctablemente la del líquido a determinar.
El principio de incertidumbre rige también los fundamentos de la
fotografía, pues al fotógrafo no le es posible ocultarse de su objetivo cuando
desea captar la vida real de cerca. Las personas cuya imagen campea en los
marcos de las grandes exposiciones fotográficas no son verdaderas, porque quien
realiza la fotografía, aunque se encuentre detrás del objetivo, siempre está
presente en la escena. Y nadie actúa fiel a sí mismo, como lo haría en la
intimidad, cuando siente que se le observa, que se le fotografía. Eso lo saben los
fotógrafos. Por eso, invariablemente, ganan el Premio Pulitzer instantáneas de
guerra o de catástrofes naturales, en las que los fotografiados tienen algo más en
qué pensar que en ese individuo que vigila su calvario agazapado y silencioso
tras una lente de aumento.
Una sensación parecida experimenté en la India. Todo el mundo cambia
sus hábitos, sus actos naturales, delante de un extranjero. Ocurre lo mismo
cuando recibimos visitas en casa, que nos sentimos extraños en nuestro propio
entorno. Es ése, también, un acto natural, aunque falso. Mi mera presencia
activaba mecanismos en la gente en torno a mí que uno intuía que no se trataba
más que de sogas y poleas de tramoya, como si un escenario diferente al habitual
se levantara a mi paso.
En ocasiones me habría gustado gozar del don de la invisibilidad, o al
menos de la capacidad de poder pasar desapercibido, y volver así a pasear por
los lugares por los que anduve, a hablar con las personas que traté, a hacer las
mismas cosas para comprobar si desembocaban en idénticos resultados.
Supongo, aunque me pese, que el retrato que se configuró entonces en mi
memoria sería hoy distinto.
Es por todo esto que, ante la imposibilidad de expresar su colosal
diversidad, sus mitos y sus imposturas, ha ido uno pergeñando, mal que bien, a
fuerza de improvisar resúmenes en conversaciones con amigos y conocidos,
ciertas fórmulas de notable impacto, seductoras y efectivas al oído. La más fiel,
y demoledora, a mi juicio, de las acuñadas es aquélla con la que suelo abrir mi
perorata. La India es mentira.
Imposible es, como ya anticipaba, describir el país de mayores contrastes y
polaridades que el mundo haya conocido en un prólogo de unos cuantos
párrafos. Eso fue lo que me alentó a escribir este libro, que está basado en el
cuaderno de viaje que con tanta disciplina y sacrificio fui escribiendo entre
dunas, polvo, moscas, selvas, mosquitos, tormentas, lluvia y nieve, arrumbado
en el suelo de los trenes, encaramado a la baca de los autobuses, de autoestop en
motocicletas y camiones, en pequeños rickshaws y en jeeps que ascendían a toda
velocidad tortuosas laderas de montañas al arrimo de carreteruchas sin
quitamiedos.
En dos meses recorrí la India de arriba abajo. Pero sesenta días no dan para
comprender un país tan dispar como la India, aunque sí permiten hacerse una
idea cercana. Sin embargo la visión que uno traiga consigo del país diferirá
inevitablemente con la que otro haya experimentado. Por eso sostengo que no
hay una sola manera de mirar la India. Por eso la India es una experiencia
interior, íntima y personal.
Es ése el motivo por el que todo lo vertido en este libro es mentira. Pero es
mi mentira. Y es en estas páginas donde expongo lo que yo vi, lo que yo oí, lo
que yo sentí, lo que yo hice y lo que ocurrió a mi alrededor tal como yo lo
percibí. Ésta es mi versión, sólo la mía, y es aquí donde la cuento.
NUEVA DELHI


Aquí está todo el sabor y la enjundia de la India, en estos bazares y callejuelas de la vieja Delhi. El
carisma de la India ancestral estalla en esta área de la ciudad, donde los olores más diversos nos
embriagan o producen náuseas.
RAMIRO CALLE, 100 viajes al corazón de la India (2010)

El indio que me había abordado en la German Bakery hablaba y hablaba. La idea
de visitar Rajastán me atraía, aunque, como le dije a mi interlocutor, mi
intención era visitar la zona al final del viaje, en el camino de regreso hacia
Nueva Delhi desde el sur. Él, sin embargo, me convenció de que aquél era el
mejor momento para ir, ya que Rajastán es una zona muy seca, castigada por la
sequía debido a la proximidad del desierto de Thar. Según me explicó, cada día
que pasara a partir de ahora sería más caluroso, hasta hacerse prácticamente
insoportable al aproximarse el verano, por eso era menester, en la medida de lo
posible, aprovechar los días más agradecidos del final del invierno y la llegada
de la primavera.
Estábamos a principios de marzo. Quizá tuviera razón.
Aquel primer día me había marcado dos objetivos primordiales antes de
ponerme a hacer turismo por Nueva Delhi: buscar un hotel mejor, donde poder
ducharme y acomodarme, y comprar algo de ropa. Me habían perdido la mochila
en el vuelo y en el aeropuerto me habían dicho que ya me informarían de su
paradero en días próximos.
En cuanto al hotel, de no adolecer de un inodoro pestilente con la cisterna
estropeada, el Prince Palace Hotel no estaría mal, pues se encontraba en pleno
corazón del Main Bazaar, base de operaciones obligada para cualquier incursión
en la ciudad.
Paseé por las inmediaciones, un poco a la deriva, sin rumbo fijo, perplejo
ante aquel extraño nuevo mundo, aún por descubrir, que se abría ante mí y al que
la luz brillante del día brindaba un cariz desconocido.
Las calles eran estrechas, como ideadas para un tráfico de un solo sentido.
Aunque, en vista de la escasísima cantidad de coches, la angostura de las
calzadas resultaba más que suficiente para el paso en ambos sentidos de carros y
rickshaws. En la India, además, no existen las aceras. La calzada termina allí
donde se levantan las fachadas de los edificios. Esto, unido a la inexistencia total
de semáforos, de agentes de tráfico, de pasos de cebra, de señalizaciones o de
cualquier tipo de organización del tráfico, hace que caminar por la calle implique
serio riesgo para el profano, puesto que peatones, carretas, rickshaws, motos,
coches, vacas, perros ―y a veces incluso algún elefante― circulan con plena
soltura, aprovechando cualquier hueco para ganar metros hacia su destino.
Herencia de su pasado colonial inglés, en la India se sigue conduciendo por la
izquierda, pero es ésa una convención a todas luces meramente teórica, que se
diluye en el babel de la realidad, en la que cada cual encuentra su sitio con
naturalidad en medio del caos de las calles.
Otra realidad de la India, que más que realidad uno duda si no es una
pesadilla, es la proliferación, como en cualquier zona turística de un país
necesitado, de buscavidas, timadores, tahúres, pícaros, rinconetes y cortadillos,
que le salen a uno al paso por doquier. Son como una plaga que asola las
esquinas, y es indescriptible cuán desesperante puede llegar a ser un día en una
ciudad en la que todo el mundo pretende timarte, engatusarte con engaños y
llevarse tu dinero a toda costa. Yo creo que deben vernos a los extranjeros como
neanderthales estúpidos con muchos dólares escondidos en bolsillos secretos de
la pernera del pantalón. Son como perros falderos a la espera de que les caiga
algún trozo de carne.
Estos hombres se dedican a seguirte por la calle y te hablan sin descanso,
intentando captar tu atención, preguntándote por tu nacionalidad, ofreciéndote su
ayuda para llevarte adonde no quieres ir, para ejercer de guías espontáneos, para
enseñarte un hotel magnífico que sólo ellos conocen o para conducirte hasta una
agencia de viajes que es verdaderamente oficial, no pirata como aquéllas a las
que te conducirán sus adversarios ―que, junto a él, también mariposean a tu
alrededor― en el viejo y noble arte del timo.
Todos hablan, o al menos chapurrean, algo de inglés. Lo preciso para
hacerse entender y conseguir lo que pretenden de ti. No dan tregua, son
incansables. Es que no puede uno ni detenerse para darle un trago a la botella de
agua ―siempre precintada al comprarla, por supuesto―, porque enseguida se te
echan encima. Hay que andar a la carrera, procurando darles esquinazo y
dejarlos atrás, con los cinco sentidos aguzados y siempre con las manos
asegurando los bolsillos.
Lo natural es tomárselo con filosofía al principio y con el rabo espantar las
moscas, justificarlo como el carácter propio de un pueblo castigado,
compadecerse de su suerte desde la posición de suficiencia occidental, incluso
ver como una circunstancia divertida el que los moscones acudan raudos a ti
como a un cántaro de miel, pero el exceso termina por cansar y hace perder la
paciencia. Y si bien se puede permanecer imperturbable de cara a la galería
―porque de otra manera, si el enemigo capta cierta debilidad en tus ademanes,
estás perdido―, por dentro la sombra le corroe a uno las entrañas y empieza,
desde el primer día, a odiar un país de sobra conocido por sus claroscuros.
Los había de toda calaña, los que ofrecían un vehículo, un hotel o una
agencia de viajes, los que trataban de trabar conversación con uno y los que
simplemente te seguían en silencio, riéndose entre bigotes. Estos últimos eran
los más inquietantes. Pero es tal la afluencia de estos lugareños que al final el
desgaste te fuerza a transigir, ya exhausto, y ellos lo saben bien. La experiencia
es un grado, y la suya es ancestral.
Algunos se ganaban un poco más tu confianza, aunque no bajara uno la
guardia del todo, y te contaban un poco su historia durante un trecho del camino.
Otros te invitaban a un té en su tienda, que siempre quedaba cerca de donde nos
hallábamos en ese preciso momento, petición que había que rechazar con toda la
amabilidad de la que se era capaz. Uno de ellos, mientras me acompañaba por la
calle, me explicó que trabajaba fabricando a mano souvenirs para turistas en la
tienda de su primo y le gustaba andar hacia el trabajo después de comer. A otro,
más joven, le gustaba hablar con extranjeros para de esta forma ampliar algo más
su horizonte de miras.
El que se llevó el gato al agua, mermadas ya mis defensas, cansado de
vagar sin rumbo, fue un muchacho que se empeñó en llevarme a una agencia de
viajes oficial. No era mi intención seguirlo, pero, como si todo estuviera
perfectamente planeado, otro hombre salió a nuestro encuentro en la puerta de la
agencia, me ofreció su mano para estrecharla y me invitó a pasar. Sin ningún
tipo de compromiso, aseguraba. La famosa hospitalidad india, adujo, con su
sonrisa perfecta de faquir, mientras hacía el ademán de franquearme el paso
hacia el interior. Me vi obligado a entrar. No había encontrado ningún hotel
todavía y el sol quemaba en el cuello a esa hora de la tarde. Estaba agotado de
tanto paseo.
El muchacho me dijo que esperaría en la puerta, y yo no veía el momento
de perderlo de vista, así que lo despedí echando mano al bolsillo. Enseguida,
viendo mi gesto, el chico sacudió la mano con gesto disuasorio, alegando que no
me había acompañado por dinero, aunque, sólo por curiosidad, sí aceptaría unas
monedas españolas.
No hay duda de que son artistas de la rapiña. Aquel chico, que se marcharía
en busca de otros objetivos, me había sacado, a lo tonto, un poco de dinero
suelto, sólo unos céntimos, lo que, sumado a la cantidad porcentual que se
llevara de la comisión que tuviera apalabrada con el dueño de la agencia de
viajes, le daba ya para cerrar la jornada de trabajo con un balance triunfal.
El agente de viajes, que se presentó como Rajan, me condujo hasta su
despacho, donde se me sirvió un té caliente con pastas. Venía uno acalorado de
la calle, y en cuanto reparó en ese detalle mandó accionar el aire acondicionado.
Parecía la recepción de un maharajá en comparación con la forma con que me
habían tratado en la calle. La famosa hospitalidad india, a ver dónde quedaba
cuando me fuese de allí sin comprar nada. Sólo había aceptado sentarme para
poder descansar.
Pero para eso sirve el oficio, para que tal cosa no ocurriera. El agente
empezó a sacar folletos de hoteles de diverso presupuesto. Me proponía un tour
por Rajastán de dos semanas con todo pagado, alojamiento incluido, con un
conductor que me llevaría de un lado para otro con toda clase de comodidades.
Me propuso salir al día siguiente. De ser así ―y enarcó las cejas en una
expresión de inteligencia― podría viajar en el mismo coche con un par de chicas
americanas que ya habían contratado la excursión.
Entonces le expliqué mi problema con la mochila extraviada. Debía
permanecer en Nueva Delhi hasta recuperarla y no tenía modo de saber cuánto
se prolongaría la espera. Rajan sonrió y me tranquilizó con voz paternal. No
habría problema, afirmó, él mismo se encargaría de ir a buscar la mochila al
aeropuerto cuando llegara y me la haría llegar al hotel de Rajastán ―contratado
previamente― donde estuviera uno alojado entonces. Su sonrisa de labios finos
se estiró esperpéntica hasta dejar al descubierto los huecos entre sus muelas. Creí
ver cómo brillaba momentáneamente uno de sus colmillos. Había caído en su
trampa.
Primeras páginas de otras obras del autor:

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Busco entre las anotaciones de mi cuaderno de bitácora las entradas referentes a
Benarés y me encuentro con simples esbozos, frases simples, días enteros en
blanco, ideas y hechos por desarrollar, muy al contrario de todo lo que figura
antes de llegar a ese punto del viaje. No deja de ser cuando menos curioso.
Tampoco volví sobre sus páginas para concluir esos pensamientos apresurados
en las semanas que siguieron. Quizás el influjo de Benarés se impregnó incluso
en la fiel disciplina con que llevaba la escritura de mi diario, tornando la buena
costumbre en someros datos anotados casi a la fuerza, muchos de ellos
incompletos, fragmentarios.
Acaso estimara en su momento que sería más adecuado dejarme seducir
por la capital del hinduismo y la espiritualidad, de todo lo que en ella se cuece y
de sus infinitos matices, y escribir luego con la perspectiva que otorgan la
reflexión y el paso de los meses y los años.
Ahora, sentado en mi mesa de trabajo, acodado en su borde, pensativo,
acariciando los objetos que traje conmigo de aquellas tierras, me asomo a las
aguas del pozo de la memoria y descubro que la superficie aún se agita bajo el
brocal. Supongo que desenredar la madeja de cuanto allí ocurrió, de cuanto allí
se respiraba, de cuanto allí sentí, ocuparía demasiadas páginas de este cuaderno
de viaje, páginas que acaso resulten hueras y fallidas para explicar lo que
algunos aseguran inefable. Uno hace lo que puede, aunque pierda las partidas
que juega. Hilvanaré hoy unos cuantos flecos sueltos, tantos como la mesura me
dicte, y mañana tiraré millas.
Suerte.


Harto de que en Agra cobraran hasta por respirar, le pedí a Gurupal, mi
conductor, que me llevara a la estación de trenes. Acceder a las principales
atracciones turísticas costaba un ojo de la cara.
A pesar de todo, además del Taj Mahal, visité el fuerte de Agra, y
contemplé desde sus miradores y quioscos arcados el Taj Mahal en la lejanía,
como un espejismo de mármol junto al río, tal como lo observara el anciano
emperador Sha Jahan en tantos atardeceres escarlatas, cuando la memoria de su
esposa le henchía el pecho de vida y a la vez le secaba el alma, anhelando la
pronta caricia de la muerte.
Aquél era el momento de despedirse de Gurupal, después de más de dos
semanas ejerciendo como conductor de mi viaje por Rajastán. La agencia de
viajes, que había cumplido escrupulosamente con todo lo acordado, a pesar de
mis suspicacias, había incluido en el precio un billete de tren en segunda clase
desde Agra hasta Benarés.
Gurupal me dejó en la estación del ferrocarril y nos despedimos sin
demasiadas sensiblerías. Se le veía contento, porque volvía a Nueva Delhi,
donde tenía a su mujer y sus hijos. Deben de ser duras las ausencias tan largas
lejos de la familia. La verdad es que yo también me encontraba de buen ánimo
por perder de vista por fin al conductor. Estaba ya cansado de tener que
depender de alguien que coartara mis movimientos. Me apetecía meterme de
lleno en la India de verdad, la de los insufribles trenes de los que tanto se habla y
los autobuses atestados de pasajeros.
Existen dos estaciones de trenes en Agra. Al parecer, por la que pasan los
trenes que se dirigen a Benarés se encuentra a unos quince kilómetros de la
ciudad, en la Agra Cantonment Station. Hasta allí me llevó Gurupal, y aquél fue
el escenario de nuestra despedida. Le agradecí su labor al volante y le deseé lo
mejor para el futuro. De esta manera, el recuerdo de aquel hombre, que había
formado parte indisoluble de mi vida al hilo de aquellas dos semanas, pasadas
las horas parecía encontrarse más cerca de un sueño borroso extinguiéndose en
la distancia que de algo que hubiera ocurrido en realidad.
¿Y qué es el pasado sino un conjunto de recuerdos desdibujados, acaso
sueños irreales, en función de los cuales armamos nuestro presente?
Aún tenía por delante seis horas de espera hasta la salida del tren hacia
Benarés, de modo que había tiempo para reflexionar ante la perspectiva de
cuáles serían mis próximos pasos. Abandonado el útero materno y protector del
taxi, emprendía ahora el viaje en el infame transporte público indio. Por lo que
uno ha visto, oído y leído, pocas cosas resultan tan desalentadoras como viajar
en trenes abarrotados de personas que sacan los brazos a través de los barrotes de
las ventanillas, como deportados hacia Auschwitz, o en autobuses en los que la
mitad de los pasajeros van subidos en la baca y agarrados a los estribos traseros.
Lo malo ―lo peor― era que uno había venido a la India precisamente para
vivir eso.


La canícula ardía en la nuca y busqué refugio bajo el hangar de la estación, junto
a las ventanillas donde se expendían los billetes. Todas parecían abandonadas,
mugrientas, vacías, salvo una, en la que un funcionario de piel grasienta sellaba
billetes con signos evidentes de tedio y desinterés.
Tomé asiento en un banco que parecía algo más limpio que los demás sitios
libres. Entonces pensé en comer algo, porque las tripas empezaban a ronronear,
pero aquel lugar estaba infestado de moscas. Tuve que desechar la idea.
Examiné desde mi posición el escenario que me rodeaba. El panorama era
desolador. Pese a que el hangar brindaba una sombra que más que sombra era
dulce bálsamo, no podía uno cerrar los ojos y olvidarse de lo que sucedía en
torno a sí. Cubierto de dejadeces y desperdicios, el suelo estaba tapizado por una
muchedumbre que se agolpaba entre sí, envuelta por nubes de moscas. Charcos
de fluidos oscuros y secos embadurnaban las paredes y los rincones. Muchos
dormían tendidos en bancos, otros en el mismo suelo o sobre mantas. Las
moscas se les posaban encima con total impunidad, sobre los pies descalzos,
sobre la cara, sobre la boca. Por mucho que estuviera uno curado de espantos, no
podía evitar sentir aprensión al ver cómo les correteaban las moscas a los niños
por el contorno de los ojos sin que parpadearan siquiera. Es una imagen que uno
asocia con las hambrunas africanas, pero verla en un país considerado potencia
económica mundial y poseedor de armamento nuclear, y, para mayor escarnio,
en la estación de la ciudad que alberga una de las maravillas del mundo, hacía
flaquear mi impostada indiferencia primermundista.
Si alguien hubiera visto aquella escena desde una panorámica ajena, me
habría descubierto al instante con un simple golpe de vista. Mientras todo el
mundo dormía o esperaba en silencio, yo, el único rostro pálido, hacía
aspavientos espasmódicos, batiendo las manos para apartar moscas. Resultaba
cómico. Tarea imposible para un extranjero pasar desapercibido.
Antes de ser devorado por los enjambres de moscas, resolví dar una vuelta
por los alrededores para ver si encontraba algo de fruta, aunque sufriera un poco
el calor de la hora de la siesta.
Hay una pequeña localidad, cuyo nombre desconozco, aneja a la estación
ferroviaria. Anduve por entre los puestos de su mercado, adentrándome en las
tripas de la India que yo prefiero, no la del Taj Mahal y los hoteles para
excursiones organizadas de turistas, sino la India de polvo y humo, de sol y
sudor, de ruido y algarabía, de vacas y moscas, de riadas fecales y hedor a
orines, de incienso, especias y fritangas callejeras. A eso huele la India, a un
aroma de infinitos matices encontrados, no sólo a rosas, sándalo y jazmín, por
mucho que choque con la idea preconcebida que en Occidente se tiene de las
tierras de ensueño.
De vuelta a la estación, cuando apenas faltaban un par de horas para tomar
mi tren, me dirigí a la única ventanilla donde se atendía al viajero para que me
indicaran en qué andén se detendría el tren hacia Benarés. Imposible discernir
por dónde vendría en una terminal sin tablones de horarios de llegadas ni de
salidas. Tampoco ayudaba el hecho de que el billete estuviera escrito
íntegramente en hindi.
Me sumé a la cola que llegaba hasta la ventanilla, donde el mismo hombre
sudoroso de antes extendía billetes con idéntica desgana.
Entonces asistí lívido, aunque divertido, porque la cosa tenía su gracia, al
genuino sistema de colas indio.
Tal como actuaría un occidental, al llegar me coloqué detrás del último
individuo de la cola, que no era muy larga, sino que se asemejaba a una maraña
de gentío concentrada alrededor del orificio de la ventanilla. Me apercibí
enseguida de que aquella fila india no avanzaba ni avanzaría jamás. El sistema
de turnos se resolvía mediante la velocidad con la que uno introdujera la mano
con el dinero del billete correspondiente en la pequeña abertura del cristal de la
ventanilla. Entonces el afortunado elevaba su voz entre el griterío reinante a su
alrededor y le comunicaba al funcionario grasiento el destino y las condiciones
de su billete. Acto seguido, éste lo emitía y se lo entregaba. Y antes incluso de
que el anterior viajero hubiera retirado la mano del sumidero de la ventanilla, el
siguiente tenía ya la suya en el interior, tendiendo el dinero al funcionario.
Contrastaba la parsimonia absoluta del hombre al otro lado del cristal con
la caterva de hombres que se empujaban los unos a los otros para poder hacerse
con un billete. Parecían animales hambrientos dando cuenta de una presa muerta.
Llevaba un cuarto de hora en la cola y seguía en segundo lugar. No había
manera de introducir la mano por la abertura de la ventanilla. Riadas torrenciales
de individuos morenos y bigotudos me flanqueaban y se me colaban incluso
entre las piernas cada vez que intentaba alcanzar la tan ansiada rendija. Cuando
tuve suficiente de aquel caos, desistí del intento y me alejé de allí con una
sonrisa atravesada, diciendo para mis adentros que a estos indios no hay quien
los comprenda.
Más tarde averiguaría que, una hora antes de la salida del tren, se colocan
en los paneles de corcho junto a los andenes rimeros de folios grapados en los
que cada cual puede consultar, buscando su nombre y apellidos, el número de
tren, el vagón y el asiento que le han correspondido a su reserva. De esa manera,
cuando aparezca en la estación un tren con el número que le corresponde a uno,
ése es el que ha de tomar. Pero no hay megafonía ni paneles que avisen cuando
eso sucede.
Con el atardecer desapareció la nube de moscas, pero trajo consigo una
plaga de mosquitos que hizo recordar con nostalgia la presencia de las
anteriores. Si la estación era un desastre, los andenes sembraban en uno la duda
de si en realidad no estaba viviendo una pesadilla de la que no era capaz de
despertar.
Sobre las plataformas y las vías, una estructura metálica de aluminio cubría
las cabezas de los viajeros que esperaban en los andenes. Aquel cobertizo
protegía de las inclemencias del sol durante el día, pero llegada la noche el
escenario se teñía de tragedia. A alguna lumbrera se le había ocurrido reforzar la
estructura del techado mediante vigas metálicas, circunstancia que los pájaros
habían aprovechado para hacer del cobertizo su propio refugio durante las horas
nocturnas. De esta forma, incontables hileras de pájaros se alineaban en los
travesaños.
Era lo primero en lo que uno reparaba al acceder a los andenes: un ruido
demoníaco y ensordecedor que se incrustaba en la médula de los tímpanos hasta
doler. Infinidad de pájaros graznando al unísono sobre las cabezas de los
viajeros. Pensé, mientras una mueca de repugnancia se me ahogaba en el
estruendo, que así debían de sonar las trompetas que anunciaran el Apocalipsis.
Por si fuese poco, cientos de pájaros posados sobre travesaños a lo largo de
todo el techado generaban una lluvia de excrementos sobre la muchedumbre
congregada que hacía pequeñas a las plagas bíblicas.
El tren se retrasaba, cosa corriente en la India. El alboroto de los pájaros,
después de más de dos horas taladrándome los oídos, era enloquecedor. Y
además tenía que andar uno alerta por si le cagaban encima. Inmerso en todo
este caos, solo en mitad del infierno, no podía evitar uno sentirse un poco
desamparado.
A mi alrededor pululaban niños sucios y andrajosos que rechazaban la
comida que uno les ofrecía. Sólo querían rupias. Mucha hambre no podían tener.
Perros sarnosos, quién sabe si portadores de la rabia, olisqueaban entre la basura.
Justo a su lado, algunos hombres freían empanadillas en tenderetes con ruedas.
Más de una vez vi escurrir el fruto del vientre de algún pájaro de las vigas sobre
el aceite de las empanadillas, pero eso en la India importa poco.
Cuando llegaba un tren a la estación, todos los extranjeros del andén nos
levantábamos como un solo hombre para comprobar si se trataba del que llevaba
a Benarés. Luego volvíamos a sentarnos contrariados. En ese momento entraban
en escena los vendedores de empanadillas, de té, de fruta, de cacahuetes, de
pepinos, de refrescos, incluso de aparatitos electrónicos, formándose gran
revuelo. A su vez, los mendigos, un colectivo que integraban tullidos, mancos,
cojos, ciegos y niños, también entraban en acción.
Con estudiada eficiencia, las transacciones comerciales tenían lugar a
través de las puertas de los vagones o de las ventanillas enrejadas durante el
tiempo que el convoy permanecía en la estación. Todo el mundo gritaba como si
le fuese la vida en ello: los comerciantes anunciando su género, los clientes que
deseaban adquirirlo apelando a los vendedores, los mendigos llorando sus
miserias. Algunos de estos últimos, arrastrándose incluso, entraban en los
vagones y los recorrían hasta que el tren amenazaba con arrancar de nuevo.
Mientras, asistía horrorizado a semejante espectáculo, que tenía lugar a
escasos metros de donde, recostado sobre la mochila, trataba de evadirme. Sin
éxito.
Todo ello envuelto en una oscuridad impenetrable, salpicada por la luz de
algún faro aquí y allá que concentraba en torno a sí las nubes de mosquitos.
Añádase al combinado el cansancio, que poco a poco iba venciéndole a uno, y la
incertidumbre de si un tren que lleva tres horas de retraso terminará por llegar
algún día, y tal vez sea posible hacerse una idea fiel de la indefensión que puede
llegar a experimentarse sumido en un pandemónium como aquél.
Es en momentos como ése cuando le asalta a uno la misma pregunta que en
alguna ocasión le ha surgido a todo viajero a lo largo de la historia del mundo.
¿Y qué he venido yo hacer aquí? Si además le intercalamos un taco sonoro, un
poco a lo Cela, la frase gana en rotundidad.
Pero no hay respuesta, por muy contundente que nos quede la retórica,
porque precisamente viaja uno para encontrar alguna contestación válida a esos
interrogantes. Y el vacío que en ese preciso instante se abre como un abismo a
los pies del viajero es verdaderamente desolador.
Para distraerme un rato solía pasear por los andenes, entre la gente que
dormía en el suelo y las familias que cenaban entre la basura y la orina
fermentada. En una ocasión se me ocurrió mirar hacia las vías y lo que vi me
dejó paralizado. Una legión de ratas correteaba sin miramiento alguno por los
raíles, que más que raíles parecía un vertedero sobre el que circulaban los trenes.
Se las veía pulular de un lado a otro, ocultándose por minúsculas galerías y
recovecos subterráneos construidos entre los raíles y los andenes. Volví a
cuestionarme qué hacía yo allí, en aquella estación infame.
¿Qué sería lo próximo?
¿Cuándo acabaría todo?
¿Cuándo llegaría ese maldito tren?
Las horas se sucedían con lentitud enfermiza. Durante uno de estos paseos
por el andén, hipnotizado por los vaivenes de las ratas, una chica afroamericana
se aproximó y me preguntó si yo también iba hacia Benarés. Así comenzó una
breve conversación que al cabo terminaría ella misma, al igual que había sido
ella quien la había comenzado. Se llamaba Carla y debía de ser norteamericana,
por el acento. Era una chica menuda, de marcados rasgos étnicos, pero suaves y
armoniosos, piel clara y labios gruesos, la nariz un poco achatada y el pelo
trenzado, sujeto en una coleta. Hablamos sobre el retraso del tren, que ya se
demoraba más de cuatro horas. Me contó que vivía en Nueva York, en el barrio
de Queens. Recorría la India por el norte con varios amigos, siguiendo la ruta
típica. Su actitud, por lo que había podido observar ―cuatro horas de retraso dan
para mucho―, era la de una chica independiente y decidida, un poco apartada
del grupo. Tal vez necesitara su espacio para saborear algo de soledad. Estas
sospechas se confirmarían días después, al encontrármela paseando sola en un
par de ocasiones, siempre emancipada del grupo, entre el tumulto de las calles de
Benarés.
Poco más. Luego Carla fue a reunirse con sus amigos. Y acto seguido me
abordó un turista disfrazado de Indiana Jones.
Saludé al desconocido, que se llamaba Walter. El típico nombre alemán,
me explicó, aunque fuese italiano, del norte, de la zona fronteriza con Eslovenia.
Llevaba el conjunto completo: botas de montañismo, calcetines blancos hasta las
pantorrillas, pantalones cortos color caqui de Panama Jack y camiseta blanca de
manga corta bajo un chaleco repleto de bolsillos de ésos que se lleva uno a
pescar truchas, a juego con el resto del atuendo aventurero. Sólo le faltaba el
sombrero y el látigo.
Walter rondaría los cincuenta años. Su aspecto no era el de un hombre del
mediterráneo. Tenía los ojos azules, y el pelo rizado le griseaba las sienes. De
constitución delgada y atlética, por sus ademanes y la forma de hablar se le veía
un hombre inquieto, activo, uno de ésos con el alma siempre joven que tratan de
imponerse a su edad real, la que delatan los surcos que los años le han labrado en
el semblante.
Hablaba con vehemencia, y nuestra conversación se redujo prácticamente a
un monólogo suyo sobre lo amostazado que le tenía ya la India y mis
confirmaciones con monosílabos y cabezadas a todo lo que decía. Viajaba con su
novia, una mujer de unos cuarenta y cinco años, y un matrimonio de amigos, a
los que dirigía como un rebaño de ovejas por el país, según me explicaba entre
bromas.
Cuando se aburrió de contarme su historia, se marchó a comprar uno de los
paquetes de galletas caducados que vendían en el andén, la única cena, aparte de
las empanadillas con motas blancas caídas del cielo, de la que disponíamos en
aquella madrugada interminable y aciaga. Poco después se detuvo a hablar con
unos cuantos jóvenes mochileros acampados en las proximidades.
Horas más tarde, cuando ya me había olvidado por completo de él,
descubrí a Walter, supongo que presa del aburrimiento y la desesperación, al
borde del andén, solo, con gesto grave, los ojos clavados en la sima negra de las
vías, lanzando trocitos de galleta a las ratas.


No sé cómo sucedió, pero en mitad de la madrugada todos los extranjeros que
esperaban el tren hacia Benarés se levantaron de pronto y se encaminaron
escaleras arriba. Me apeé del sopor que me sobrevolaba, cogí mis bártulos y
alcancé a Carla a la carrera.
Al parecer, según me informó, el convoy hacia Benarés llegaría por el
andén opuesto. No sé cómo se habrían enterado los demás, porque allí la
megafonía se antojaba desvarío de película de ciencia ficción. No me cuestioné
nada más. Seguimos a la caterva de extranjeros en procesión hacia el otro andén.
Aquel mal sueño resultaba tener visos de terminar pronto.
Minutos después nuestro tren hacía por fin su entrada triunfal en la
estación. Seis horas de retraso. Parecía increíble que hubiera llegado. Sin duda,
no estábamos en Occidente. Un tren con un retraso de tal envergadura, caso de
producirse, se habría dado por cancelado a esas alturas en cualquier país de
nuestras latitudes. Se conoce que en la India la noción del tiempo es otra. Hora
era ya de paladear sus efectos.
Los trenes que conectan las distintas ciudades indias recorren durante
varias jornadas miles de kilómetros a lo largo de todo su itinerario. Nuestro
trayecto de Agra a Benarés no era sino un breve recorrido de un tren que había
arrancado un día antes desde el lejano estado de Punjab, en el noroeste del país,
y culminaría su viaje en Calcuta dos días después. Si a esto se le añade que los
trenes no superan los cincuenta o sesenta kilómetros por hora, y que se ven
obligados a detenerse en la estación de cada pueblecito que se asienta a la orillas
de las vías cada quince minutos, es perfectamente comprensible que cualquier
imprevisto durante su ruta provoque un retraso que se acrecienta por
acumulación a medida que el convoy efectúa sus debidas paradas a lo largo del
camino.
Subí al tren sin importarme por qué vagón lo hacía. Lo esencial era estar en
su interior cuando reemprendiera la marcha.
Me encontraba en un pasillo estrecho, desorientado por la penumbra del
vagón y rodeado de literas de tres pisos en las que dormía el pasaje. El tren
arrancó de nuevo. Resultaba imposible encontrar en mi billete una referencia
inteligible que me ayudara a dar con mi asiento. En medio de aquel desconcierto,
la gente que dormía al lado fue despertándose a mi paso. De pronto me vi
rodeado de decenas de ojos que brillaban en la oscuridad de los compartimentos
y escrutaban mis movimientos con descaro. Conseguí abrirme paso sorteando
maletas, bolsas, brazos y piernas que sobresalían de las literas por toda la galería,
hasta llegar al final del vagón, donde me di de bruces con un revisor.
Le mostré el billete y me condujo hacia mi litera, dos vagones más allá.
Lancé la mochila al catre, y me disponía a subir por la escalerilla cuando reparé
que el revisor seguía en su sitio, escrutándome en la oscuridad a menos de un
metro de distancia.
Caí en la cuenta. Extraje del bolsillo un billete de cincuenta rupias. Mal
hecho. Pero sólo quería deshacerme de él y descansar en aquella litera, dormir
para siempre, alejarme por fin de aquella pesadilla, perder el sentido de la
realidad.
No volví a saber nada más del revisor.
Todas las guías de viajes avisan de los robos en los trenes indios. En mi
compartimento todo el mundo dormía con una mano sobre su equipaje, o lo tenía
encadenado al soporte de la litera, o debajo del camastro. Me había tocado el
tercer piso, así que me encaramé a la litera, alcancé mi mochila y me la coloqué
a modo de almohada bajo la cabeza. Me pesaban tanto los párpados que ni
siquiera me fijé si me había quitado los zapatos, ni si había algún tipo de ropa de
cama con la que cubrir el mugriento escay de la litera.
Mi último pensamiento antes de perder la consciencia fue de color gris, el
mismo color, que casi podía oler, del techo del vagón, descascarillado por el
óxido y el abandono, a un palmo de mi nariz.
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