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Cómo ves el circuito de la literatura argentina actual?

Es muy raro; no se termina de ver bien por dónde está pasando. Siempre hubo diferencias entre el
análisis de cierto campo desde el presente y el resultado de la mirada retrospectiva diez o quince
años más tarde. Pero creo que el día en que se arme el mapa de lo que estuvo pasando en la
literatura argentina actual, la diferencia entre la retrospectiva y el presente será mayor a la que pudo
haber habido en otros momentos.

¿A qué se debería esa gran diferencia?


Hay un juego que tiene que ver con las editoriales grandes, con las editoriales chicas, con lo que
tiene mucha visibilidad, con lo que está pasando por detrás. Tengo idea de que lo más interesante
va pasando por editoriales como Simurg o por Adriana Hidalgo, Beatriz Viterbo... Me parece que hay
un desacomodamiento grande y visible en la literatura argentina, sobre todo en relación con autores
que tienen más presencia y aparecen con la chapa de "los nuevos narradores"; y no sé qué va a
quedar de ellos en veinte años... Sí, lo sé.

Pero habrá formas de revertir esa perspectiva...


Yo tiendo a pensar -pero por ahí hace también a mi formación de crítico- que hay diferentes formas
de intervención al respecto. Una es la que le toca a los propios escritores, que no tienen mucha
fuerza en este momento, sobre todo si se los compara, por ejemplo, con los escritores de una
generación anterior a la mía, los de la revista Babel. La gente de Babel creó su propio espacio,
incluso creó las condiciones para su literatura antes de que su literatura existiera. Los tipos
intervinieron muy fuertemente desde la revista, y en realidad es una operación casi tradicional;
muchos grandes escritores suelen hacer eso. Lo cierto es que, en ese momento, los propios
escritores instalaron una estética, una idea de la literatura, y después pusieron los libros. Hoy día
eso no es frecuente. Ahora no lo veo.

Una parte de la tarea estaría en los escritores. ¿La otra parte?


Hay otra que está en las editoriales. Sería absurdo, ingenuo, ridículo objetar un criterio comercial,
porque finalmente los tipos hacen negocio con esto; pero antes estaba presente la idea de que
había una parte de las publicaciones que iba a pérdida en capital real y a ganancia en capital
simbólico. A mí me parece estupendamente bien que editen a Isabel Allende o a Jorge Bucay, y que
con una parte de esas ganancias sostengan la pérdida de dos o tres escritores que valgan la pena.
Y eso, incluso, no lo harían por filantropía: sin duda con esa política se recupera capital simbólico en
el sentido del prestigio que puede tener para ellos poder decir "nosotros publicamos a este tipo". Yo
me acuerdo, hace un par de años, en los festejos del 50 aniversario de Sudamericana, el orgullo
legítimo con el que decían "cuando Cortázar no era nadie comenzó a publicar acá". Ahí la pregunta
sería: "¿Siguen tan atentos a tratar de jugársela por un escritor que es posible que dentro de 50
años, cuando Sudamericana cumpla 100, puedan decir con el mismo orgullo 'este tipo no era nadie
y salió de acá'?" Además, en el prestigio también se gana económicamente, pero en dos o tres
pasos; y ahora es todo mucho más urgente.

¿En qué manos podría quedar la iniciativa, entonces?


En manos de la crítica, finalmente. Me parece que es la que tiene que intervenir más fuertemente.
Se publican muchos libros; y cuando uno, que está en el asunto, va a una librería, se pierde. ¿Quién
resuelve eso? Encima, con libreros que no tienen idea de qué tienen ahí adentro, con suplementos
con una autonomía relativa respecto de las políticas de las editoriales (hay fines de semana más
afortunados y fines de semana menos afortunados). ¿Quién lo resuelve? Ni los escritores, ni los
editores. Entonces, la crítica. Y en realidad es la función específica de la crítica literaria.

¿Y la crítica cómo lo resuelve? ¿No creés que la crítica académica tiene dificultades para
hacerse oír fuera de su ámbito?
Yo no sé qué es la crítica académica. Por un lado, es verdad que hay cierto encierro y existe por lo
menos una parte de la crítica que no se puede decir que hable siquiera para la propia crítica. Hay
cierto lenguaje enrevesado que no tiene relación con la complejidad de categorías cuando se están
tratando asuntos complejos, sino con un regodeo en decir mucho sin decir nada. Y eso tampoco es
para los académicos, porque nosotros tampoco nos soportamos así. Pero al mismo tiempo, si
ponemos ahora los suplementos culturales de La Nación, Clarín y Página 12 sobre la mesa,
empezamos a ver que la gran mayoría de los que escriben ahí son de la Facultad de Filosofía y
Letras.

¿Pero existe en los suplementos de los diarios la idea de establecer parámetros sobre la
literatura actual?
En los diarios pasa muy a menudo que aparece un libro que todos consideran una porquería y
entonces se busca que escriba la crítica un amigo del autor para que lo trate bien. Si el libro te
parece bueno, dale, total eso abre la discusión... Pero la realidad es que el jueves vos escuchás a
todo el mundo en la redacción hablando pestes y el fin de semana sale un comentario lavado, o
correcto o perdonavidas. Entonces, ¿dónde se dan las discusiones sobre literatura? En el ámbito
académico, por ejemplo, se dan muy poco -y menos sobre literatura argentina reciente- porque
nadie escucha a nadie. Y esto, como profesor, yo lo veo frecuentemente: los mismos pibes que en
las monografías de la facultad son totalmente categóricos, y escriben que Borges se equivoca aquí
o allá, que Cortázar no comprendió tal cosa, después tienen que sacar una notita sobre la novela de
un pichi y… ¿dónde queda toda esa valentía? No es que no haya excepciones en los suplementos,
pero ocurren cada tanto.

Radar Libros, el suplemento de Página 12, abrió algunas discusiones, aunque más que nada
sobre temas de política cultural…
Ahora, ¿y la discusión estética? Sería interesante que los suplementos tomen posición para saber
qué idea tienen de la literatura. Que en tal suplemento, por una cuestión de criterio editorial, y de
quién lo dirige, y de qué tipo de colaboradores elige, les guste un tipo de literatura y discutan con
otro tipo de literatura. Y no es un problema de salir y hacer mierda a tal o cual. Generalmente,
cuando uno sale a decir esto obtiene que digan "ah, te gusta eso, entonces te vamos a hacer mierda
a vos". Y claro que esa no es la idea, sino la de poner teorías estéticas en discusión, y eso se hace
con lecturas fuertes.

Quizá dentro de los condicionantes cuente el factor corporativo, como si no se pudiera


separar las posiciones estéticas de las cuestiones personales.
Es una especulación rastrera, pero al mismo tiempo no está del todo injustificada, porque suele
ocurrir que muchas veces se toman represalias. Por ejemplo, alguien que viene de la facultad puede
pensar "¿voy a hacer mierda la novela a Tomás Eloy Martínez, quien probablemente forme parte de
la comisión de admisión de becas en la universidad de Rangers en donde yo quiero postularme?".
Ahí es donde uno se pregunta cuánto calcularon los hermanos Viñas qué pasaba si se tiraban con
tal o con cual desde la revista Contorno. Además, si alguien te sale a hacer mierda por cuestiones
estéticas a mí me parece inobjetable, y eso determinaría una discusión que casi no hay. Sólo hay
chicanas personales.

¿Qué te sugiere esa ausencia de discusiones?


Uno se queda con la impresión de que no hay mucho para discutir porque tampoco hay ideas
fuertes sobre la literatura. Digo, porque si no, parece un reclamo de algo que sería puramente un
gesto: dar el espectáculo de la polémica. La verdad es que si no hay posiciones demasiado fuertes,
tampoco hay mucho para discutir.

Puede ser el correlato de que no hay ideas fuertes sobre casi nada...
Pero el cine sí dio un debate con el tema del nuevo cine, repuso cuestiones interesantes con
relación al realismo y a lo social. El fútbol tiene debate. Vos sabés que en Clarín son menottistas,
que creen que hay que jugar así y así, que el achique está bien; creen en eso. Entonces, leés el
suplemento deportivo y tenés una idea de su fútbol. ¿Por qué no existe eso en el suplemento
literario? Que alguien diga "para nosotros el cuidado de la forma es un embole, hay que ir directo a
la narración y agilizarla". Y otro suplemento que defina que la idea de la literatura como narración de
historias es muy empobrecedora y que si la literatura no tiene, además de un relato, un tipo de
elaboración formal del lenguaje, no es literatura. ¿Por qué no se define eso con la claridad con que,
en un momento, en la sección de deportes de La Nación escribía Bilardo y Clarín lo seguía a
Menotti? Creo que porque todo es mucho más ecléctico. Pasamos de un suplemento a otro sin
demasiado problema y conviven criterios distintos en algo que no es pluralismo sino eclecticismo: no
hay ideas fuertes, entonces todo puede caber.

A la hora de escribir, ¿interfiere en algo tu formación de crítico?


En algún momento sí, fue un tema para resolver, sobre todo durante la carrera, que era un tiempo
en el cual no escribía y hasta llegué a plantearme si en el futuro iba a escribir o no. Yo no puedo
sacarme la mirada de crítico totalmente de encima porque estoy formado así, pero hubo un
momento en que tenía al crítico asomado sobre el hombro en el momento en que me sentaba a
escribir, entonces eso me generaba una disociación en la cabeza. Uno está trabajando en la
producción del texto y, en alguna medida, también sobre el efecto, sobre la lectura que eso puede
disparar; pero no podés estar de los dos lados al mismo tiempo. Y no escribí hasta que no resolví
eso. Terminé Letras en el 91 y en ese momento me pregunté qué había pasado con el escritor que
yo quería ser cuando comencé la carrera. Si efectivamente el escritor se había terminado, si ya no
existía más, por lo menos tenía que pensarlo, que no fuera algo que pasara sin pronunciarme yo al
respecto.

¿De qué manera lo resolviste?


La carrera yo la valoro muchísimo, pero tiene un toque que hace que a veces la escritura de ficción
se piense como una pérdida de tiempo, en términos de lo que en el currículum se capitaliza, lo que
la institución valora, etcétera. Cuando te das cuenta de que eso es atroz, porque parte de la base de
que la literatura está hecha para perder el tiempo y no para capitalizarte, te ponés a pensar qué
quiere decir que la literatura no rinda. Se podría decir que la carrera me estaba generando, en
relación con la escritura, lo mismo que la sociedad piensa de la literatura en general: que es una
pérdida de tiempo, que no sirve para nada. Cuando uno sigue Letras renuncia al principio social de
utilidad; sin embargo, yo estaba aplicándole el principio académico de utilidad a la ficción. Al
recuperar la ficción, me encontré con que la formación de crítico pesaba demasiado en cuanto a
prever el efecto antes de producirlo. Y así no se puede escribir.

¿Entonces tu escritura de ficción está desarticulada con respecto a la crítica?


Siempre tuve la prevención de no escribir para la facultad, de no caer en el guiño para entendidos
porque, sencillamente dicho, me parece una boludez. Pero al mismo tiempo, si mi formación me
permite cierta elaboración teórica, ¿cómo evito que eso se vuelque en la novela que estoy
escribiendo?

De todas maneras, hay una buena cantidad de gente que escribe con la cabeza puesta en la
recepción que va a tener en la academia.
Sí, pero al mismo tiempo puede ser fácil de resolver. Por ejemplo, mi novela La pérdida de Laura, en
donde hay un guiño benjaminiano, se la di a leer a una amiga que no sabe nada de eso para que
me dijera qué le parecía.

¿El hecho de escribir ficción tuvo algún rebote sobre tu actividad como crítico?
El caso más fuerte de rebote fue la novela El informe San Martín, porque mi tesis de doctorado era
sobre San Martín. Fue el momento de mayor comunicación entre los dos campos, porque la novela
salió de cosas que estaba leyendo para la tesis; y al mismo tiempo, cierta experimentación que
hacía en la novela me permitía pensar cuestiones de la tesis.

¿De dónde surge el tema de tu última novela, Dos veces junio?


Mis novelas anteriores tuvieron más que ver con el humor y la ironía, y quería salirme de ahí.
Después de tres o cuatro novelas en ese registro, deseaba probar sobre algo más bien denso y
sombrío, entonces busqué un tema que me obligara -yo diría moralmente- a otro registro, que me
planteara ese desafío narrativo.

¿Cómo llegás a la decisión de escribir desde el punto de vista de un conscripto que participa
en el sistema represivo de la última dictadura?
Nació del problema de cómo trabajar el tema de la dictadura militar eludiendo el testimonio realista,
la visión de las víctimas, el toque reivindicativo, todo lo que correspondiera a un tipo de registro que
a mí no me parecía interesante, y no por cuestiones ideológicas sino por cuestiones literarias. Ahí
tuvo mucho peso la novela Villa, de Luis Gusmán. Dos veces junio tiene como epígrafe una frase de
Gusmán, que no es de Villa, pero que cuando encontré esa frase, que iba bien con la novela, fue la
manera de dejar sentado que había algo que provenía de Gusmán: la narración del victimario, que
es lo que está presente en Villa.

¿Es posible desprenderla de una lectura normativa o moral?


En la resolución mía del tipo de narrador, la idea es que fuera un narrador atrozmente amoral.
Obviamente, eso admite una lectura moral posterior; pero esa carga yo quería generarla como
reacción de lectura, nunca en la escritura.

¿Y no creés que puede generarse una lectura moral a partir de tu elección de los hechos a
narrar?
Lo que pasa es que toda la narración está a cargo de ese narrador neutro…

Pensaba en la presencia del personaje de la mujer torturada como elemento que podría
definir una postura tuya personal.
Ahí sí creo que podría haber un momento de positividad, algo que la novela, a pesar del narrador, sí
está sosteniendo positivamente, que es la idea de que el personaje de la detenida no tiene fisuras.
Al escribir pensaba en novelas como El fin de la historia, de Liliana Heker, que despertó una
polémica muy fuerte, no sé si estrictamente literaria, sobre la idea del quebrado. No digo que sea
una respuesta o una intervención sobre eso, pero sí lo tenía en la cabeza; y me propuse hacer ese
personaje casi plano: heroína, no vacila, no delata, no se quiebra.

¿Qué lectura hay debajo de ese personaje de moral en grado cero?


El personaje del conscripto es alguien que no tiene la inmoralidad del sádico, tiene la suspensión de
la valoración moral. El horror es que esté delante de todo eso y no le provoque nada. Yo creo que,
en un punto, sería mucho más tranquilizador que fuese un perverso. En cambio, es un pibe
tremendamente normal; por eso también para mí era funcional en los dos sentidos: en términos
ideológicos y en la construcción de la novela. El protagonista no es el represor, el torturador sádico,
es un civil. Y el tipo para el que trabaja también es un civil, un médico. Acá al militar represor no lo
tenés, porque me parecía una zona menos inquietante o más fácil de resolver.

¿Qué pretendiste experimentar con la novela?


Me interesaba ver las formas de la complicidad en el personaje común y corriente, en el prototipo de
la figura social media: cómo colabora, cómo puede conseguirse su adhesión. La complicidad en un
tipo que no sólo carece de las patologías de perversión que podemos rastrear en los represores,
sino que tampoco es un cuadro políticamente formado de la derecha. Es una especie de engranaje
funcional. Para explorar cómo se obtiene la complicidad, pensé en aquello que está presente en la
sociedad argentina, que no asume el compromiso ideológico compacto de decir "estamos a favor de
la represión porque tal cosa", ni da la idea de una sociedad íntegramente enferma. Presenta esa
actitud neutra, pasiva, de no querer ver.

¿Intervino alguna lectura en la construcción de la voz del conscripto?


No leí nada específicamente, porque en general no leo para escribir, pero muy de casualidad,
mientras estaba escribiendo la novela leí el artículo "La banalidad del mal", de Hannah Arendt; y fue
determinante porque me permitió ajustar algunas cosas que estaban en el plan de la novela pero de
una forma mucho más intuitiva. La idea de que Adolf Eichmann era un tipo común y corriente, y que
lo monstruoso era, justamente, que no fuera un monstruo, hace pensar que lo que hizo Eichmann
puede hacerlo un tipo común y corriente. Eso es mucho más inquietante porque cuando patologizás
el caso, también lo ponés lejos de vos. En cambio, este era un tipo común, muy atento a cumplir con
las indicaciones que tenía, correcto… Es escalofriante.

Se percibe cierta distancia en la narración respecto a lo autorreferencial…


Es una operación de la escritura, que es la de poner distancia, y que es algo que resolvés cuando
determinás al narrador. Vos narrás desde ahí y quedás distanciado por el narrador, que, además, es
un narrador distanciado, por lo tanto se potencia el efecto. A mí, justamente, me interesa la literatura
que hace un trabajo con eso, y no la de "voy y cuento lo que me pasa a mí y el que habla soy yo".
Acá hubo, por el tipo de mirada que yo quería, un despegarse, la idea de hacer una novela que
ponga ahí el horror; pero que lo cuente un personaje que no sólo no se sacude con él sino que no le
pasa nada al respecto.

¿Desde dónde te involucrás subjetivamente en la novela?


En elementos de resolución, yo no diría anecdóticos, sino más bien en lo que puede haber en la
novela de captación de clima de época. Esa memoria entra raro porque hay una distancia biográfica
por mi edad -en el Mundial yo tenía 11 años. O sea que la historia en términos de la militancia no es
la mía, que es lo que uno encuentra en Gusmán o en Liliana Heker. Pero al mismo tiempo se puede
pensar que la novela capta el tipo de percepción que uno tiene cuando es chico, y que funciona en
realidad como clima, pura atmósfera. La cosa estaba densa y yo no sabía por qué. Era,
simplemente, un malestar que flotaba… Algo de eso puede ser que aparezca y eso sí es parte de mi
experiencia: esa relación entre euforia y malestar que se vivió en el Mundial 78.

Buenos Aires, octubre del 2002

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