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Juan Radhamés Fernández

La HONRA DEL
MINISTERIO
O El llamamiento según Dios O

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© 2009
La Honra del Ministerio – El Llamamiento Según Dios

Autor: Juan Radhamés Fernández


Edición: Marítza Mateo-Sención
Diseño de Cubierta: Arturo Rojas
Diseño Interior: Grupo Nivel Uno Inc.

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro


se puede reproducir, guardar en un sistema electrónico
o transmitir en forma alguna sin el permiso escrito
de Vida del Reino Publicaciones.

ISBN: 978-0-9841373-0-5

Categoría: Ministerio Cristiano / Liderazgo

Impreso en Estados Unidos de América


Printed in the United States of America

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Índice

Dedicatoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Capítulo I - Nadie Toma para Sí esta Honra. . . . . . . . . . . . . . 31


1.1 Los Ministros son de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
1.2 Dios es de los Ministros. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
1.3 La Heredad de un Ministro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
A) El Sacerdocio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52
B) Los Sacrificios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
C) Los Diezmos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62
1.4 El Propósito de la Honra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
1.5 “… como lo fue Aarón” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84

Capítulo II – El Llamamiento es Conforme


al corazón de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
2.1 “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?”. . . . . . . . . . . 109

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2.2 Los Dos Reinos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128


2.3 “¿Por qué no levantas descendencia a tu hermano?” . . . . . . . 156

Capítulo III – El Llamamiento es Conforme


al Propósito Suyo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177
3.1 “¿He de Dejar?” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 182
3.2 La Gloria del Llamamiento. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 202
3.3 “Porque para esto He Aparecido a Ti” . . . . . . . . . . . . . . . . . 215

Capítulo IV – El llamamiento es Conforme


a Su Procedencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239
4.1 “El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres?” . . . . 243
4.2 Si no Lucha Legítimamente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
4.3 El Profeta de Bet-el. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
4.4 Encontrando el Libro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 314
4.5 Si la Trompeta Diere un Sonido Incierto. . . . . . . . . . . . . . . . 348

Capítulo V – El llamamiento es Conforme a Su Honra. . . . 381


5.1 “… y antes que la lámpara de Dios fuese apagada”. . . . . . . . 384
5.2 Cuando Dios nos Engrandece . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 411
5.3 Toma la Vara . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 430

Capítulo VI – El llamamiento es Conforme


a Su Soberanía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 451
6.1 Los Vestidos de José. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 456
6.2 La Rencilla por los Pozos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 474
6.3 Amalec: enemigo del Trono de Dios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 508

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 525

Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 535

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Dedicatoria

D
edico esta obra a los hombres y mujeres llamados por Dios al santo
ministerio, pero de manera especial, y por mandato del Señor, a
Domingo Aracil, siervo de Dios, quien pastorea la iglesia evangélica
“Casa de Oración”, en Cartagena, España. Él fue el instrumento que Dios
usó para establecer esa congregación, y de la misma han salido una docena
de pastores al ministerio. El pastor Aracil ha servido en el ministerio pastoral
(junto con su esposa Josefa Moreno) durante treinta y seis años. Ellos están
casados por cincuenta y un años, y han procreado ocho hijos, los cuales les
han dado veintiséis nietos.
Este hombre no posee ni fama ni renombre, pero su servicio ha logrado
agradar al Señor. Dios le dice al pastor Domingo: «Tu labor ministerial ha
sido para mí como el perfume de nardo puro, de mucho precio, con el cual
aquella mujer ungió mi cuerpo y me preparó para la sepultura. Por tanto, digo
de ti como dije acerca de ella:“…dondequiera que se predique este evangelio, en
todo el mundo, también se contará lo que [éste] ha hecho, para memoria de [él]”
(Mateo 26:13)». Dios me ha elegido a mí y a este libro para honrar pública-
mente un ministerio que le ha honrado a Él, y decirle a su siervo Domingo:
“… para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recom-
pensará en público” (Mateo 6:4).
En este tiempo existen dos clases de ministros: los que se ocupan de ven-
der su ministerio, y los que hacen del ministerio su ocupación (Lucas 2:49).

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8 la honr a del ministerio

Los que se dedican a vender su ministerio logran, a través de la publicidad,


el respeto y la admiración de los hombres. Pero los que hacen del ministerio
su ocupación, con el fin de honrar a Dios, como ha hecho el hermano Aracil,
serán aprobados por el Señor; “porque no es aprobado el que se alaba a sí mis-
mo, sino aquel a quien Dios alaba” (2 Corintios 10:18). Lo que el Señor quiere
testificar por medio de esta dedicatoria es que el ministerio de los hermanos
Aracil es como una ofrenda grata que ha “subido para memoria delante de
Dios” (Hechos 10:4).

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Prólogo

M
e es imposible prologar esta obra sobre la honra del ministerio, sin
quedarme abismada como le ocurrió a Job y de igual manera excla-
mar: “¡En Dios hay una majestad terrible!” (Job 37:32). ¿Quién con
labios inmundos podría invocarle? ¿Muéstrenme aquel que pudiera nombrar
ese nombre admirable y magnífico, sin antes caer postrado ante Su excelsitud?
Por la grandeza de Su poder y lo asombroso de sus obras se da a conocer el
Dios Altísimo, cuya magnificencia no tiene límites. Quien le conoce no pue-
de hacer otra cosa que no sea adorarle. Él se viste de honra y hermosura, y
desde sus alturas visita a sus criaturas. Santo, santo, santo es el Señor Dios
Todopoderoso, cuya grandeza es inescrutable.
Con todo, eso que lo hace a Él el Dios vivo
y verdadero es lo que más cuestionan los hom-
bres. Ellos no pueden comprender que siendo el “Estar
Dios grande, se haga pequeño; que Aquel que conscientes de
habita en las alturas se acerque a los contritos nuestra propia
de espíritu; que siendo el Santo, salve a los que- pecaminosidad
brantados de corazón; que Aquel que los cielos
y los cielos de los cielos no lo pueden contener, es un paso
pueda habitar en medio de los hombres; que gigante hacia
siendo el Invisible, se haga tangible; que sien- la santidad”
do el Inmarcesible y habite en santidad se haga

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uno con el hombre pecador y mortal. Y como su mente no alcanza a entender


la obra que ha hecho el Dios de toda la tierra, desde el principio hasta el fin,
orillan al creyente y lo condenan a un ostracismo religioso, despojándolo de
toda autoridad, para que no pueda ministrar con toda la libertad que el Señor
de los cielos le ha dado.
Entiendo que estar conscientes de nuestra propia pecaminosidad es un
paso gigante hacia la santidad, pero también es absolutamente necesario
reconocer la obra de Dios en nuestras vidas, para poder actuar conforme al
llamamiento santo. Por eso, este libro no persigue convencer al que cuestiona
y duda sobre la intervención divina en la vida del hombre, sino que viene a
arrancar y a destruir, para arruinar y derribar todo argumento y altivez que
se levanta en contra de la obra que Dios ha hecho desde antes de los siglos.
Pero también viene a edificar y a plantar aquello que Dios ha establecido en
Su perfecta voluntad a favor de sus escogidos (Jeremías 1:10).
Disertar sobre la honra que hay en el llamamiento del Dios que en sus
santos no confía y que ni aun los cielos son limpios delante de sus ojos (Job
15:15), parecería una osadía de Juan Radhamés
Fernández. Mas, sus referencias biográficas y
“La honra no trayectoria cristiana han sido reseñadas en sus
libros anteriores, por lo que prefiero en esta
es un asunto ocasión ahondar un poco más en el tema que
qué resolver nos ocupa, lo que necesariamente te hará cono-
o un tema qué cer un poco más a su autor. Nadie puede dar lo
debatir, sino que no tiene ni hablar de lo que no entiende,
un misterio en su caso, su ejemplo es una lección que todos
los hombres pueden leer. Con esto no digo que
que hay que sea el héroe de esta historia ni tampoco él me
vivir” lo permitiría, pues ninguno es más consciente
que él de su propia humanidad. No obstante,
es tan grande su deseo de honrar al Dios de su
llamamiento, que la experiencia de su sumisión y entrega es el aporte más
valioso que él puede hacer a esta exposición literaria.
Con este libro, Fernández viene a completar la trilogía del consejo divino
para un hombre de Dios: primero en su andar (en el espíritu), luego en su
obrar (siendo Dios el todo en todo y en todos), y ahora en su servir (honrando
el llamamiento). En esta oportunidad nos enseña tres aspectos fundamentales
de la honra que da Dios: Primero es el llamamiento; luego la visión; y final-
mente la instrucción, lo que a su vez implica autoridad, propósito y obediencia,

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prólogo 11

respectivamente. Es decir, en el llamamiento se recibe la autoridad del cielo,


con el propósito de que se cumpla la visión y se obedezca la instrucción, a fin
de que todo se haga según y conforme a la perfecta voluntad de Dios. Por
tanto, la honra no es un asunto qué resolver o un tema qué debatir, sino un
misterio que hay que vivir, pues siendo necios nos hizo sabios, siendo débiles
nos hizo fuertes, siendo viles y menospreciados nos escogió y nos dio un linaje
superior, para que podamos llevar con honra el santo llamamiento.
Su primera enseñanza es que la honra es el distintivo del llamamiento
ministerial, debido a que esa honra viene de Dios y esa honra es Dios. Ser hon-
rado por Dios no es como ser alguien conoci-
do o ser un magnate o potentado. La honra es
mucho más que eso. Es una clase de vida que “La carta de
solo se aprende por nacimiento, y en esa encar- recomendación
nación espiritual hay que sacrificar quién tú
de un hombre
eres, para ser lo que Dios te llamó a ser. Dios
es luz y a los que llamó los hizo luminares, llamado por
para iluminar a un mundo que está en tinie- Dios no es carne,
blas, siendo las lámparas que emitan Su luz o sino fruto, no
los espejos que la reflejen. Ahí no hay espacio son cualidades,
para el “yo”, por eso el apostolado de Pablo fue
en función al propósito y no a un puesto o a
sino carácter”
un título honorífico.
Dicen que la capacidad del donante mide
generalmente el valor del regalo, por eso la vida nueva que hemos recibido de
Dios tiene doble valor: el valor del que la da y el valor del que se dio, porque
sin Cristo nada de eso hubiese ocurrido. Entenderás entonces que recibir la
honra de Dios es recibirlo a Él mismo. De hecho, un ministerio sin Dios no es
honroso. Puedo decir que cuando somos llamados, somos vestidos de honra,
por eso el llamamiento es un revestimiento: Ya fuimos vestidos de salvación,
ahora somos vestidos de honra. Reconocer esa vestidura trae a mi memoria
un relato que recibí hace ya un tiempo (en inglés), el cual, desde que lo leí, ha
quedado en mi mente y como un grito en mi corazón, por lo que lo traduzco
a continuación:
«Cuentan que una noche, en un servicio de adoración en una iglesia, una
joven mujer entregó su vida a Cristo, respondiendo al llamado de salvación.
Aquella mujer, a pesar de su juventud, había tenido un pasado muy turbu-
lento, el cual envolvía drogas, alcohol y hasta prostitución. Mas, su cambio
fue tan evidente que los frutos de su arrepentimiento y conversión les eran

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de testimonio e inspiración a otros. Pasado el tiempo, ella era uno de los


miembros más fervientes y tesoneros de aquella congregación donde, even-
tualmente, empezó a envolverse en la obra del ministerio, enseñando a niños
y a jovencitos. Y no pasó mucho tiempo, cuando esta devota mujer cautivó el
corazón del hijo del pastor, cuarta generación de cristianos, cuyas vidas habían
sido entregadas completamente a la obra del ministerio. Su relación creció y
los “tortolitos” empezaron a hacer planes de boda, pero también empezaron
unos graves problemas.
»Sabrás que cerca de la mitad de la congregación consideraba que esa
mujer, con un pasado tan pecaminoso, no era la apropiada para el hijo del
pastor, quien se perfilaba a ser un gran minis-
tro. Por lo que la iglesia se dividió en opiniones,
argumentos y disensiones acerca de aquella
“Lo que cuestión. Era tanto el problema que decidieron
determina hacer una reunión para ponerle un punto final
la honra del a la contienda. Mientras la gente iba exponien-
ministerio no do sus argumentos, las tensiones aumentaban,
es el servicio hasta que la reunión se convirtió en un caos,
yéndose completamente fuera de las manos. La
ni la función, mujer estaba sumamente avergonzada y abo-
sino por quién chornada, viendo como toda su vida pasada
llamó” había sido ventilada en público, por lo que no
podía contener el llanto, quería esfumarse, huir
de aquel lugar y no volver a aparecer jamás.
»En medio de todo aquel escándalo y el
llanto incontrolable de aquella mujer, y las voces acaloradas de los que juz-
gaban el asunto, el hijo del pastor se levantó y tomó la palabra. Él no podía
aguantar más el dolor tan grande que se le estaba ocasionando a la mujer
que pronto sería su esposa, por lo que empezó a decir: «¡Escuchen todos!
El pasado de mi prometida no es lo que está hoy aquí en disputa. Lo que
ustedes están cuestionando es el poder de la sangre de Cristo para limpiar
el pecado. Eso es lo que está en juicio, la sangre de Jesús. Por tanto, yo les
pregunto: ¿la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado, si o no? ¡Respón-
danme! ¿Es poderosa, si o no?». La pregunta cayó como un rayo en aquel
lugar, y la iglesia entera empezó a llorar, realizando que ellos habían estado
menospreciando la sangre de Jesucristo nuestro Señor en la vida de aquella
mujer. Frecuentemente, aun los mismos cristianos, traemos el pasado y lo
usamos como un arma en contra de nuestros hermanos. Mas, el perdón es

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prólogo 13

un elemento fundamental del evangelio, pues si la sangre de Cristo no limpia


completamente la vida de las otras personas, tampoco las nuestras. Y si ese es
el caso, todos estamos ante un gravísimo problema».
Esas palabras finales fueron las que constriñeron aún más mi espíritu,
pensando precisamente en la honra de ser llamados al ministerio, de la cual
hay quienes dudan, y te llevan a ti mismo, en un momento, a dudar también.
Algunos esperan ver en ti el mismo resplandor que hubo en el rostro de Moi-
sés debido a que estaba en la presencia de Dios (Éxodo 34:30,33); o se refieren
a tu ministerio como a la calabacera de Jonás, que en una noche creció y a la
siguiente noche se secó, como diciendo: «Vamos a ver si ese llamado o minis-
terio permanece, de lo contrario no es de Dios» (Jonás 4:6,7). Mas, conoce
Dios los que son suyos, así que en lugar de dete-
nerte por los perros que ladran, debes seguir
al blanco de la soberana vocación, creyendo en
el poder de la sangre del Hijo de Dios, y de la “No es tan
sabiduría de Aquel que te llamó. Tu lealtad es importante en
al Dios de tu llamamiento. qué servimos,
Una de las características relevantes de este sino a quién
libro es que, precisamente, renueva nuestra dig- servimos”
nidad en Cristo y constituye un fortísimo con-
suelo de amor en el conflicto grande que se
padece por la visión (Daniel 10). Daniel, por
ejemplo, quedó solo, mudo y sin fuerzas, sintiendo que moría (Daniel 10:7-
11); y Moisés, frente al monte que humeaba, exclamó: “Estoy espantado y tem-
blando” (Hebreos 12:21). Entender las cosas de Dios es superior a nuestras
fuerzas. Alguien, muy cercano a mí, me dijo una vez, en medio de una gran
tribulación: «Marítza, tú has sido honrada, y honra son las cicatrices que
sufres en el camino». Sí, con el ministerio también se llevan las marcas de
quien te constituyó, por causa de aquellos que te persiguen y menosprecian, y
que a pesar de que se benefician de tus capacidades, te tratan como a un cual-
quiera. A esos tienes que tomarles las manos, y descubriendo tus pechos decir-
les, como dijo el Maestro a Tomás: «Ven, “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos;
y acerca tu mano, y métela en mi costado” (Juan 20:27). ¡Ven, hermano mío,
hermana mía, acércate!, ¡atraviésame y cree!, no en mí, sino en quien me lla-
mó, a cuyos ojos he sido alguien honorable y de gran estima (Isaías 43:4)».
Mas, ¡bienaventurados son los que no vieron y creyeron! (Juan 20:29), aque-
llos que no te conocen en tu humanidad, sino en el Espíritu que les da testi-
monio de tu llamamiento. ¡Benditos sean! Son como el bálsamo de Galaad,

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14 la honr a del ministerio

precioso ungüento, aceite suave que cura la dolorosa llaga y venda las profun-
das heridas. ¡Ay, qué consuelo de amor! ¡Qué fortísima esperanza! ¡Ay, qué
misericordia! ¡Qué inmensa ternura! ¡Qué confortamiento en Cristo Jesús!
En este libro solo hay un vivo pensamiento y es que nadie puede estar en
el ministerio, si no es llamado por Dios. En esta afirmación, aunque el pastor
Fernández denuncia una práctica que viene escalando cada día más en la vida
eclesiástica, no es confrontativa, sino apelativa, llamando a la iglesia a volver
al orden, a seguir y a respetar lo que Dios estableció. Cuando Israel bendijo
a los hijos de José cambió la posición de las manos, y su diestra puso en el
menor, dándole la bendición de la primogenitura que pertenecía a Manasés,
lo cual trató de impedirlo José más de una vez (Génesis 48:14). Así hay quie-
nes llaman personas al ministerio que Dios no ha señalado, y se disgustan
cuando ven que el llamado al ministerio es otro que él no escogió, por lo que
tratan de impedirlo, cruzándose en el medio y tomando las manos antes que
les sean impuesta, y gritan: «¡Nooo! no hagas eso, Señor. “No así, padre mío,
porque éste es el primogénito; pon tu mano derecha sobre su cabeza” (Génesis
48:17,18). Pero, lo que ha determinado Dios “¿… quién lo impedirá? Y su mano
extendida, ¿quién la hará retroceder?” (Isaías 14:27). Ayúdenos Dios a corres-
ponderle a tan alto llamamiento, pues como dijo Simón Bolívar: “dichosísi-
mo aquel que corriendo por entre los escollos de la guerra, de la política y de
las desgracias públicas, preserva su honor intacto”. El apóstol Pablo, por causa
de su llamamiento, sufrió muchas penalidades, hasta prisiones, y ser tratado
como un malhechor (2 Timoteo 2:9), pero lo que es de Dios está por encima
de todas las cosas.
¿Acaso de Nazaret podría salir algo bueno? Pero Dios lo hizo (Juan 1:46),
por tanto, la carta de recomendación de un hombre llamado por Dios no
es carne, sino fruto, no son cualidades, sino carácter. Es cierto que Su lla-
mamiento nos desnuda, pero para Él revestirnos; Su llamamiento nos quita
las fuerzas, pero Su poder se perfecciona en nuestra debilidad; Su llamamien-
to nos trae grandes conflictos, para Él darnos Su paz; Su llamamiento nos
enmudece, para Él hablar; Su llamamiento nos hace desfallecer, al punto que
no podemos estar en pie, para Él levantarnos. Sí, a pesar de nuestras circuns-
tancias, de nuestras caídas, la Palabra de Dios sigue firme, erecta, indemne,
incólume. Nosotros no somos el modelo, la estampa es Jesús; Él es el molde.
Mirémosle a Él como la esfinge levantada en nuestro desierto, para ser salvos
y librados de toda caída y tentación.
Nunca olvidaré el día de mi ordenación, el consejo que recibimos, jun-
to a otros ministros, del presbiterio de la iglesia, de la boca del pastor Juan

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prólogo 15

Radhamés Fernández, cuando con grande súplica elevaba su voz y clamaba al


cielo, rogando al Señor que nos bañara con Su agua limpia, nos purificara, nos
vistiera y nos ungiera. Él dijo:

«Hay dos maneras de orientarte, para retomar de nuevo el rumbo


cuando lo hayas perdido. La primera es que lleguen a tus oídos las
palabras que el Señor le dijo a Saulo de Tarso cuando se le reveló: “Yo
soy Jesús de Nazaret” (Hechos 22:8), y luego que oigas la voz del que
llama, escuches la voz del que dijo para qué te llamó (Hechos 26:16).
Esa es la brújula de un ministro para retomar la ruta y reorientarse,
el fijar sus ojos en su elección divina y en el propósito de su llama-
miento. Las dos preguntas de Saulo cuando el Señor lo llamó fue-
ron: “¿Quién eres, Señor?” y “(….) ¿Qué quieres que yo haga?” (Hechos
9:5,6), primero quiso conocer quién le llamaba y luego se interesó en
saber el propósito de su llamamiento. ¡Ay de aquel que se enfoca en
los hombres!, pues un día llorará por experimentar la traición de aquel
en que se apoyó, pues los hombres siempre le acusarán, y nunca le
van a comprender; un día le alabarán y otro día le crucificarán, como
hicieron con Jesús. Fácilmente se pierde el rumbo cuando enfocamos
el ministerio hacia nosotros o como una plataforma o un medio para
lograr cosas. Es necesario tener claridad en tiempos como éste, y saber
a quién servimos y para qué le servimos».

Quedó claro entonces que el compromiso de todo ministro es con Dios,


porque Él fue quien lo constituyó. Mas, el Señor le dijo a Saulo de Tarso: “…
levántate, y ponte sobre tus pies” (Hechos 26:16). Es necesario que el que es
llamado se levante, aunque lo haga temblando (Daniel 10:11) y en su interior
siga humillado y postrado. El Señor no quiere autómatas, tampoco necios
ni insensatos, sino entendidos de cuál sea Su voluntad (Efesios 5:17), de otra
manera Él no podría revelarnos Su propósito. Por eso requiere de nosotros un
servicio racional y un sacrificio vivo. Luego, ya conscientes de quién es el que
llama y a quién servimos, recibiremos la instrucción bendita para servir y tes-
tificar de Su poder y sublimidad. Hecho así, no serviremos más al hombre.
Algo que el autor deja claro en esta obra es que si buscamos honra no
vayamos por el camino de la altivez y el orgullo, sino por el del abatimiento y
la humildad (Proverbios 18:12; 15:33). Entiendo entonces que todo aquel que
es llamado al ministerio debe guardar su corazón de dos excesos: del espíritu
de altivez, que lo lleva a la soberbia, y del espíritu de humildad extrema que

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16 la honr a del ministerio

lo lleva al servilismo. Hemos sido honrados, sacados de detrás de la manada


y puestos en un lugar de preeminencia, eso nos distingue y nos destaca de los
demás. Pero si nos enaltecemos puede que nos ocurra como a Uzías y tome-
mos atribuciones en el ministerio que no nos corresponden (2 Crónicas 26:16-
17); o si nos sentimos al menos como Saúl, nuestra preferencia será el favor del
pueblo antes que el de Dios (1 Samuel 15:17,30). Abraham Lincoln dijo: “casi
todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un
hombre, dadle poder”. He visto quienes toman el ministerio con halagos, mas
tienen la posición, pero no reciben la honra que solo da Dios (Daniel 11:21).
En el índice de este libro el pastor Fernández revela una gran verdad:
todo ministerio para ser honroso debe ser conforme a Dios, es decir, según Su
corazón, Su propósito, Su procedencia, Su honra y Su soberanía. Es preferible
ser un clavo en la casa de Dios, por asiento de honra, que una hermosa y deco-
rada columna en un castillo de arena a la orilla del mar. Lo que determina la
honra del ministerio no es el servicio ni la función, sino por quién llamó.
La sencillez no es sinónimo de insignificancia, como lo pequeño no implica
algo insulso y sin importancia. Una vez leí que pequeño es el niño y encierra
al hombre; estrecho es el cerebro y cobija el pensamiento; y que el ojo no es
más que un punto y abarca leguas de distancia. No es tan importante en qué
servimos, sino a quién servimos.
De hecho, la gloria de Dios es nuestro honor. Cuando Moisés le pidió a
Jehová que le mostrase su gloria, en ese momento tan glorioso, descendió la
nube y se oyó una voz proclamando el nombre de Jehová que decía: “¡Jehová!
¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericor-
dia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la
rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que
visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta
la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34:6-7). Eso fue lo único que Moisés
escuchó en el monte santo, pues la mano de Dios le cubría en la hendidura de
la peña. El siervo de Dios pidió ver la gloria, pero Dios proclamó Su nombre,
es decir Su carácter, Su dignidad. Esa es la gloria de Dios, lo que Él es, por
tanto nuestra gloria no es lo que poseemos, sino lo que somos en Él.
Es indudable que la honra del ministerio trae gloria y hermosea al que la
recibe, pero hay un lugar donde se lleva toda honra y toda exaltación. Cuando
Juan vio la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, no vio en ella templo, sino que
el Señor Dios Todopoderoso era el templo de ella y el Cordero. Ese es el lugar
donde debemos llevar la gloria y la honra del ministerio: al Señor, al único
digno y a quien pertenece (Apocalipsis 21:22, 24,26).

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prólogo 17

En definitiva, estoy convencida que todo aquel que quiere corresponder


a la honra que le ha dado Dios, tendrá este libro como su gran aliado, para
retomar la senda de sus mandamientos, si la ha perdido o para mantenerse en
ella, de manera que lo cojo no salga del Camino. Indudablemente, la honra
es algo ajeno al hombre. Alguien dijo que nunca nadie ha pagado el precio de
un libro, sino su costo de impresión. No sé cómo ha llegado esta obra a tus
manos, pero espero que encuentres en ella las abundantes riquezas que con
temor y temblor su autor ha compilado en ella, y luego como sabio, tu corona
sea vivir para honrar al Dios cuyo llamado te dignificó. En Dios está el poder,
vivamos pues, para darle siempre gloria y honra a Él.

Marítza Mateo-Sención
Editora

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Introducción

C
uando el Señor instruyó a Moisés con relación a la consagración de
Aarón, y de sus hijos, Él le dijo: “Esto es lo que les harás para consa-
grarlos, para que sean mis sacerdotes (…) llevarás a Aarón y a sus hijos
a la puerta del tabernáculo de reunión, y los lavarás con agua” (Éxodo 29:1,4).
Aunque lo primero que menciona es lavarlos, está sobreentendido que antes
fue necesario desnudarlos o desvestirlos. Esto nos enseña que antes de ser
ceñidos de la vestidura de la honra ministerial es absolutamente necesario
que seamos despojados de nuestras vestiduras viles o comunes. De la misma
manera que para vestirnos del nuevo hombre es menester despojarnos del
viejo, que está viciado conforme a sus deseos engañosos (Efesios 4:22-32), así
también para vestirnos de las vestiduras santas del ministerio, Dios requiere
que seamos desnudados de toda vestimenta común o humana.
El apóstol Pablo dijo: “y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la
justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24). Debido a que el nuevo hombre
fue creado “según Dios”, “conforme a Dios” y “en conformidad a la naturaleza
divina”, lleva en sí mismo el carácter de Dios: justicia y santidad de la verdad.
Notemos como lo explica el apóstol Pablo a los colosenses: “Pero ahora dejad
también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras des-
honestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado
del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la
imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno (…) Vestíos,

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20 la honr a del ministerio

pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de


benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia (…) Y sobre todas
estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto” (Colosenses 3:8-10, 12,14).
Según Pablo, el vestido del hombre renovado, que no es otra cosa que la nueva
naturaleza, no solo fue creado por Dios, sino que lleva la “imagen del que lo
creó” (v. 10). Así que los creyentes en Cristo, cuando somos vestidos del nuevo
hombre, no cambiamos de forma, religión o hábitos, sino de naturaleza. Lo
mismo debe suceder cuando somos consagrados al ministerio de Dios.
El ministerio es un oficio santo, porque el que nos llamó es santo (1
Pedro 1:15,16). Dios capacita incapacitando, y a Moisés lo sometió a este
proceso durante cuarenta años. Entiendo que aquel día de su llamamiento,
en el monte Horeb, fue su graduación. El Señor vio que Moisés todavía
seguía impulsivo e intrépido y lo manifestó en la manera en que se acercó a
la zarza: “Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se
quema” (Éxodo 3:3). Entonces, Jehová le dijo: “No te acerques; quita tu cal-
zado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (v. 5). Nadie
debe acercarse al llamamiento ministerial con las sandalias polvorientas
de sus propias andanzas, es necesario cambiarse de vestidura y de calzados
antes de acercarse al servicio y llamamiento divinos. El Señor quiso enseñar
a Moisés que la empresa que iba a realizar en su servicio era santa y, por
consiguiente, no la podía llevar a cabo con
nada que fuera humano. El camino del Señor
“Nadie debe se recorre con el apresto o calzado de Dios.
acercarse al Esta misma lección la aprendemos en el
incidente con los hijos de Aarón, Nadab y Abiú,
llamamiento
quienes ofrecieron en el santuario fuego extra-
ministerial ño que Jehová nunca les mandó. Por lo cual, la
con las Biblia dice que salió fuego de delante de Jehová
sandalias y los quemó, y allí murieron delante de Jehová.
polvorientas La narración bíblica añade: “Entonces dijo Moi-
sés a Aarón: Esto es lo que habló Jehová, diciendo:
de sus propias En los que a mí se acercan me santificaré, y
andanzas” en presencia de todo el pueblo seré glorificado. Y
Aarón calló” (Levítico 10:3). A Moisés le dijo:
“No te acerques”, y aquí dice: “En los que a mí
se acercan” (los sacerdotes), los que entran a ministrarme en el Tabernáculo
“me santificaré”. Cuando nos acercamos a Dios para ministrarle, ni nuestra
vestidura ni nuestro fuego deben ser extraños. El ministerio es un oficio para

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introducción 21

santificar el nombre del Señor. Los ministros son consagrados para ocuparse
del servicio a Dios, y a través del santo oficio que ellos ejecutan, el Señor es
santificado y glorificado delante del pueblo. Solo con lo que es de Dios se
debe hacer lo de Dios.
¿Qué es fuego extraño? La Escritura responde: aquel “que él nunca les
mandó” (Levítico 10:1). ¿Qué es vestidura común? Aquella que no es sacer-
dotal, la nuestra, la humana, la que usamos para las actividades personales.
Notemos lo que el Señor dijo a Aarón, después de la muerte de sus dos hijos:
“Tú, y tus hijos contigo, no beberéis vino ni sidra cuando entréis en el tabernáculo
de reunión, para que no muráis; estatuto perpetuo será para vuestras genera-
ciones, para poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y
lo limpio” (Levítico 10:8-10). Es evidente que estos hombres estaban ebrios
cuando se atrevieron a cometer esa locura en el santuario de Dios. Se necesita
sobriedad espiritual para “poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo
inmundo y lo limpio” (v. 10). Creo que lo que hizo errar a Nadab y Abiú fue
el efecto del vino y la sidra en ellos. Muchas veces estamos intoxicados con
vino de nuestro ego y emborrachados con la sidra de nuestra autosuficiencia.
Entonces, deliramos y nos despojamos del efod sacerdotal y nos vestimos con
el atavío del humanismo, el atuendo de nuestra iniciativa, la indumentaria del
intelectualismo, y la ropa de nuestras convicciones, para entrar al santuario de
Dios a realizar el santo oficio. Sin embargo, el Señor nos enseñó que cuando
Él consagra a un ministro, primero lo desnuda y lo despoja de toda ropa suya:
humana y terrenal.
No se debe entrar al santuario de Dios o acercarnos a su presencia con
vestiduras comunes y viles. Ninguna vestidura es adecuada para ministrar a
Dios, ni aun las finísimas de los reyes de la tierra, sino solo el efod, diseñado
exclusivamente para el oficio ministerial. David entendió tanto esta enseñan-
za que se despojó aun de su vestidura real –que en el caso de él era común-,
para vestirse con el efod de lino y ministrar al Señor (2 Samuel 6:14-23). Para
Mical, la esposa de David, él se había deshonrado, porque “se descubrió” o se
despojó de la ropa real. Para ella, por su miopía, su esposo se hizo vil, pero era
todo lo contrario, lo vil hubiera sido ministrarle a Dios con vestidura común,
aunque fuera real. David fue honrado, no solo por sus criados, sino por Dios,
y aun por la posteridad. Hoy sucede lo mismo, los ministros que se despojan
de todo lo humano y se visten de lo divino, para realizar con santa dignidad
el ministerio de Dios, son tratados con menosprecio y vistos como ridículos,
pero a los ojos de Dios son muy honrados y estimados.

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22 la honr a del ministerio

La segunda cosa que Dios ordenó a Moisés, con relación a la consagración


de los sacerdotes, fue: “Y llevarás a Aarón y a sus hijos a la puerta del taber-
náculo de reunión, y los lavarás con agua” (Éxodo 29:4). El bañar a los sacer-
dotes o lavarlos con agua nos habla de limpieza e higiene. Para llevar a cabo
el ministerio divino no solo es necesario desnudarnos y despojarnos de nues-
tro atavío común, sino también lavarnos de nuestras inmundicias. El apóstol
Pablo dijo: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2
Timoteo 2:19). Isaías escribió: “purificaos los que lleváis los utensilios de Jeho-
vá” (Isaías 52:11). El que no recibió primero
el llamado a la santidad, jamás debe acep-
tar la consagración al ministerio. Nadie está
“El día que apto para ministrar al Santo si antes no se ha
violamos santificado. Ningún hombre debe ceñirse el
nuestro voto de efod ministerial si primero no lava su vida en
consagración a la fuente de la santificación. La transpiración
Dios, la fuerza humana expele el hedor de las inmundicias
adánicas, y es necesario lavarnos y purificar-
que hayamos nos en las aguas sagradas, antes de ataviarnos
recibido por con el vestido sacerdotal.
el ungimiento La tercera cosa que el Señor ordenó,
divino se aparta tocante a la consagración sacerdotal, fue la
siguiente: “Y tomarás las vestiduras, y vestirás
de nosotros, y
a Aarón la túnica, el manto del efod, el efod y
somos “como el pectoral, y le ceñirás con el cinto del efod; y
todos los pondrás la mitra sobre su cabeza, y sobre la
hombres” mitra pondrás la diadema santa (...) Y harás
que se acerquen sus hijos, y les vestirás las
túnicas” (Éxodo 29:5-6, 8). La vestimenta de
los sacerdotes no era simplemente una forma
o hábito religioso, sino una distinción divina que los hacía diferentes a los
demás. De la misma manera que este atuendo se diferenciaba de las demás, en
su color, forma y diseño, así también era su representación. La ropa de los
sacerdotes era un símbolo de su santo oficio. El sacerdocio era un ministerio
consagrado a Jehová. Por ejemplo, el borde del vestido del sumo sacerdote
tenía unas campanillas o cascabeles (Éxodo 28:33-35), que cuando este se
aproximaba al pueblo, su caminar emitía un sonido muy peculiar, y la gente
decía: «Viene hacia nosotros el santo de Dios». Aun el mismo Señor lo identi-
ficaba por ese sonido, cuando él entraba a su presencia (v. 35). Es propósito de

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introducción 23

Dios que el manto ministerial represente la pureza y dignidad del servicio que
desempeñamos para Él; y que nuestro caminar produzca notas y sonidos que
hagan recordar a la gente lo celestial. El policía y el bombero visten uniformes
que lo identifican con su institución, el ministro también posee una represen-
tación, de forma que todo lo que él es y realice lo identifica con Dios.
Los ministros son de Dios, y Dios es de los ministros. La consagración
de un ministro es una dedicación a Dios. Cuando Ana ofreció a su hijo
Samuel a Jehová, ella dijo: “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le
pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová” (1 Samuel 1:27, 28). La palabra
“dedicar” significa literalmente “transferir”. Ella lo transfirió a Jehová y
por eso también dijo: “todos los días que viva, será de Jehová” (V. 28). En la
consagración u ordenación al ministerio, somos transferidos al Señor, eso
significa que ya dejamos de ser nuestros o de los demás, y pasamos a ser
exclusivamente para Dios y su propósito (Números 8:11-17). La vestimenta
ministerial que recibimos no es más que la representación de la consagra-
ción a Dios y a su servicio. La vestimenta de Aarón y de los sacerdotes es una
tipología perfecta de lo que representa el ministerio para Dios. De la misma
manera que la salvación está simbolizada con el manto inmaculado de la
justicia del Señor Jesús, así también la vestidura sacerdotal es una represen-
tación del oficio ministerial. El vestido representa el ministerio, porque el
ministro representa a Dios.
La mitra del sumo sacerdote -que era parte de su ornamento-, tenía una
lámina de oro fino, con una grabadura de sello que decía: “SANTIDAD A
JEHOVÁ” (Éxodo 28:36). Esto nos sirve de ilustración de la consagración a
Dios y a su servicio. La santidad es más que un requisito de Jehová para sus
ministros, constituye una insignia distintiva, una señal visible y manifiesta
del carácter de la persona que los ministros representamos, esto es a Dios y a
Su reino. La ordenación de Aarón y sus hijos terminó con el ungimiento con
el aceite de la consagración. La instrucción divina continua diciendo: “Y harás
vestir a Aarón las vestiduras sagradas, y lo ungirás, y lo consagrarás, para que sea
mi sacerdote. Después harás que se acerquen sus hijos, y les vestirás las túnicas; y
los ungirás, como ungiste a su padre, y serán mis sacerdotes, y su unción les servirá
por sacerdocio perpetuo, por sus generaciones” (Éxodo 40:13-15). Podemos decir
que cuando Aarón y sus hijos fueron desnudados y bañados estaban siendo
preparados para la consagración. El acto de ser vestidos con los ornamen-
tos sacerdotales era una señal de idoneidad para la hermosísima investidura.
Ellos recibieron la honra de representar a Dios y además fueron delegados y
autorizados para ejercer el santísimo oficio. El ungimiento con el aceite de la

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24 la honr a del ministerio

consagración era un símbolo de la impartición de Dios, que los capacitaba


para poder llevar a cabo el santo servicio con eficacia. Nota que lo último que
recibe un ministro en su ordenación es el ungimiento, que en el Nuevo Pacto
va acompañado de la imposición de manos de parte del presbiterio (Hechos
13:2,3), y que según el apóstol Pablo, en este acto había una impartición de
dones y capacidades ungidas (1 Timoteo 4:13,14).
Hoy el énfasis está concentrado en la unción. Todos hablamos de recibir
unción, y oramos por ella, nos enamoramos de esta bendición y esto es bue-
no, siempre y cuando no olvidemos que el ungimiento tiene el propósito de
capacitarnos, para llevar a cabo la obra del ministerio. También es necesario
recordar que la unción es lo último que Dios imparte. En el orden de Dios,
debemos recibir antes la preparación, o sea, ser probados y aprobados, lo cual
está representado por el desnudamiento y el lavamiento, en la enseñanza de la
consagración. Moisés duró cuarenta años siendo despojado y lavado, antes de
ser investido por Dios. Podemos mencionar el caso de Eliseo que, por años,
fue siervo de Elías antes de recibir el manto profético. Lo mismo ocurrió con
David, que por mucho tiempo sirvió a Saúl antes de servir a Dios, cuando
entonces fue desvestido y lavado. Los apóstoles duraron tres años y medio,
en este proceso, antes de ser ungidos. Saulo de Tarso fue discípulo un largo
tiempo, antes de ser el gran apóstol (Gálatas 1:16-18; 2:1). Luego el Espíritu
Santo ordenó: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llama-
do” (Hechos 13:1,2). La Escritura añade: “Entonces, habiendo ayunado y orado,
les impusieron las manos y los despidieron” (v. 3).
Después de ser aprobados por el Espíritu Santo, a través del presbiterio
de la iglesia, recibimos la investidura, la cual nos autoriza para representar y
ministrar a Dios. En la imposición de las manos del presbiterio (que equivale
al ungüento del Antiguo Testamento) recibimos impartición de capacidades
ungidas. Nunca debiéramos desear el ungimiento, si antes no hemos sido
desnudados, lavados y vestidos con el ornamento sagrado. Cada vez que la
iglesia ha sido ligera en imponer las manos antes de tiempo ha expuesto el
ministerio a la deshonra y al descrédito (1 Timoteo 5:22). La vida de Sansón
es quizás el ejemplo más revelador para nosotros, los ministros, de tan aciago
desliz. Sansón reconocía que su fuerza y poder radicaban en su consagración
a Dios. Él le dijo a Dalila: “Nunca a mi cabeza llegó navaja; porque soy nazareo
de Dios desde el vientre de mi madre. Si fuere rapado, mi fuerza se apartará de
mí, y me debilitaré y seré como todos los hombres” (Jueces 16:17), pues él estaba
convencido que lo que le hacia diferente a los demás hombres era su voto de
nazareo. Ojalá que todos los ministros del mundo entendiéramos

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introducción 25

y reconociéramos que el día que violamos nuestro voto de consa-


gración a Dios, la fuerza que hayamos recibido por el ungimiento
divino se aparta de nosotros, y somos “como todos los hombres”.
¡Qué revelación tan gloriosa! Cuando violamos el compromiso de con-
sagración, nos debilitamos e incapacitamos para hacer aquello para lo cual
fuimos apartados por Dios y para Dios. Sansón entendía y reconocía que su
fuerza y unción eran resultado de ser consagrado a Dios, pero nunca respe-
tó el voto de consagración. Miremos su ejemplo: a) Violó la ley de Moisés
tomando mujeres extranjeras (Jueces 14:1-4; 16:1-4); b) Comió miel del cuer-
po de un animal muerto, algo inmundo y cosa prohibida a los nazareos y a
todo israelita (Jueces 14:5-14; Números 6:1-8; Levítico 11:8, 24, 26-27,39); c)
Posiblemente en el banquete, ingirió bebidas alcohólicas, también prohibido
a los nazareos (Jueces 14:10; Números 6:1-8; Jueces 13:14); d) La quijada de
asno que tomó para matar a los filisteos era inmunda, por proceder del cadá-
ver de un animal muerto, por lo que en esta ocasión tampoco respetó el voto
(Jueces 13:14; 15:15-17; Levítico 11:8, 24-26); e) Los mimbres verdes, con los
cuales él sugirió que lo atasen, no eran hechos de plantas, sino que constituía
una cuerda nueva, hecha de los intestinos de un animal (Jueces 16:7), lo que
era una violación a la ley de Moisés y también al voto que le prohibía tocar
cosas inmundas, como lo era todo cadáver de animales o seres humanos (Jue-
ces 13:14); y f) Cuando cortó su cabello, violó también su voto (Jueces 13:5;
16:15-20; Números 6:1-8), pues la fuerza de Sansón no estaba en su cabello,
sino en su consagración a Dios. Su pelo solo era una representación, como lo
son las vestiduras y el aceite de la unción, en
el caso de los sacerdotes.
Sansón representa al ministro lleno de
unción, pero vacío de carácter. Aplicando “La fuerza del
nuestra enseñanza, diríamos que Sansón ministro es su
tenía el ungimiento, pero necesitaba ser des- consagración
pojado de sus ropas viles, y ser lavado de sus
inmundicias. No hay nada más peligroso en
al Señor; solo
el servicio de Dios que un “carnal ungido”. cuando vivimos
La ironía más incomprensible de la vida de el propósito
Sansón es que Dios empleó más sus debilida- de nuestro
des que su fuerza. Por ejemplo: a) Se enamo- llamamiento
ró de una mujer filistea, lo cual Dios usó para
vengarse de sus enemigos (Jueces 14:1-4); b) somos hermosos
Mató a un león para hacer una apuesta, y fuertes”

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26 la honr a del ministerio

comió miel de su cuerpo, violando su voto; dio de comer a sus padres y los
hizo violar a ellos también la ley. Aún así, el Señor halló en esto ocasión, para
destruir a los adversarios de su pueblo (Jueces 14:1-5; 15:20). c) Se enamoró
de Dalila, y le reveló el secreto de su fuerza. El nombre Dalila significa “lan-
guidez”, “debilidad”, “flaqueza”, “de poca fuerza”. Esto revela que la debili-
dad venció su fuerza, pero Dios venció, no con la fuerza, sino con la debilidad
de Sansón. d) El león que Sansón mató lo representa a él: fuerte, pero muerto.
Mas, fue después de muerto que del león salió la dulzura de la miel (Jueces
14:14,18), y en Sansón aconteció lo mismo: muriendo logró más que viviendo
(Jueces 16:28-30). Su enigma decía: “Del devorador salió comida, Y del fuerte
salió dulzura” (Jueces 14:14). Sansón era fuerte y devorador como león, pero
con las mujeres era tierno y dulce como la miel, y esto se convirtió en debili-
dad (Jueces 14:15-17; 16:6-19). Dios lo ungió con fuerza para vencer a los
enemigos y tuvo que debilitarlo hasta la muerte, para poder lograr su propó-
sito con él. Solo así salió miel del fuerte y del devorador. La fuerza del
ministro es su consagración al Señor; Solo cuando vivimos el pro-
pósito de nuestro llamamiento somos hermosos y fuertes.
Jehová dijo a Moisés: “Y harás vestiduras sagradas a Aarón tu hermano, para
honra y hermosura” (Éxodo 28:2). Este texto nos sirve de conclusión y confir-
mación de que la vestidura sagrada de la consagración representa la honra y her-
mosura de Dios en el ministerio. Por tanto, quiero terminar esta introducción
con la experiencia de Josué, el sumo sacerdote del tiempo de la restauración.
Leamos, a continuación, lo que aconteció a este hombre de Dios: “Me mostró al
sumo sacerdote Josué, el cual estaba delante del ángel de Jehová, y Satanás estaba a
su mano derecha para acusarle. 2 Y dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh
Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arre-
batado del incendio? 3 Y Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del
ángel. 4 Y habló el ángel, y mandó a los que estaban delante de él, diciendo: Quita-
dle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he
hecho vestir de ropas de gala. 5 Después dijo: Pongan mitra limpia sobre su cabeza.
Y pusieron una mitra limpia sobre su cabeza, y le vistieron las ropas. Y el ángel de
Jehová estaba en pie. 6 Y el ángel de Jehová amonestó a Josué, diciendo: 7 Así dice
Jehová de los ejércitos: Si anduvieres por mis caminos, y si guardares mi ordenanza,
también tú gobernarás mi casa, también guardarás mis atrios, y entre éstos que aquí
están te daré lugar” (Zacarías 3:1-7). Este pasaje está lleno de enseñanzas, pero
me gustaría connotar algunas interrogantes de esta abstracción.
¿Cuándo Satanás lanzó sus dardos acusadores contra el sumo sacerdo-
te? ¿Qué momento aprovechó el adversario para acusar al ungido de Jehová?

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introducción 27

Notemos lo que dice: “Y Josué estaba vestido de vestiduras viles” (v. 3). Esto quie-
re decir que no estaba vestido de su ropa de sumo sacerdote, sino de su ropa
común; o estaba vestido de sumo sacerdote, pero con su ropa sucia. Pongamos
atención a la orden del ángel: “Quitadle esas vestiduras viles” (v. 4), y después
dijo: “Pongan mitra limpia sobre su cabeza” (v. 5), y añade: “Y pusieron una
mitra limpia sobre su cabeza, y le vistieron las ropas” (v. 5). Infiero, entonces, que
el diablo lo acusaba porque Josué estaba con su ropa común o tenía las vestidu-
ras sacerdotales ensuciadas. Esto nos revela que hay dos ocasiones en el minis-
terio cuando somos vulnerables: primero, cuando estamos vestidos con nuestra
indumentaria humana, ya sea porque no hemos sido desnudados y bañados,
como hemos enseñado, o porque después de haber sido vestidos del manto de
la consagración, preferimos ministrar a Dios con la ropa del humanismo, y con
“… filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los
rudimentos del mundo, y no según Cristo” (Colosenses 2:8).
La segunda manera que somos vulnerables a las acusaciones de Satanás y
nos exponemos a la vergüenza, es cuando vestidos de las vestimentas ministeria-
les, las ensuciamos viviendo de una manera que no es digna de lo que somos y
representamos. El ángel dio dos instrucciones a favor de Josué, las cuales poseen
la fórmula restauradora de Dios para los ministros que han perdido su digni-
dad, por haber obrado de las dos maneras mencionadas. La primera es “Quitadle
esas vestiduras viles”, lo que significa ser desvestido, entonces El Señor nos dice:
“Mira que he quitado de ti tu pecado y te he hecho vestir de ropas de gala” (v. 4). La
segunda es “Pongan mitra limpia sobre su cabeza” (v. 5). La orden del ángel fue
obedecida, y a Josué lo vistieron con toda la vestimenta de sumo sacerdote, pero
lo que Jehová empleó para representar el cambio de indumentaria fue la mitra.
Era en la placa de la mitra que el sumo sacerdote tenía grabada la inscripción:
SANTIDAD A JEHOVÁ (Éxodo 28:36-38). En ese grabado estaba no solo
lo que Dios esperaba del sumo sacerdote, sino lo que este representaba delante
del pueblo. ¡Qué glorioso mensaje para todos los ministros de esta generación!,
sobre todo para aquellos que por alguna debilidad no han vivido de acuerdo a la
honra de la dignidad recibida del cielo. Yo bendigo al Señor porque nos brinda
una manera honrosa de ser vindicados y restaurados.
Nuestro Dios es Dios de restauración. Él nos ofrece, a través del men-
saje de este libro, una oportunidad de volver a ataviarnos nuevamente con
el ornamento sagrado de la “ honra y hermosura” (Éxodo 28:2). El propósito
de este libro es revelar cómo es el llamamiento según Dios, y de acuerdo a
la naturaleza de Su reino, porque creo que es la única manera de restaurar la
honra del ministerio.

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28 la honr a del ministerio

Una cosa es el ministerio según los hombres, donde todo se realiza de


acuerdo al criterio, idea y experiencia de los seres humanos, y otra cosa es el
ministerio según Dios. En el ministerio de acuerdo al Señor todo se hace y
se ministra en conformidad estricta a su naturaleza y a su Espíritu; de acuer-
do a las instrucciones de su voluntad, reveladas en su Palabra y ministradas
a través del Espíritu Santo a nuestras vidas. Mientras el ministro que no
teme a Dios no distingue entre lo santo y lo profano (Levítico 10:9-11), y
solo le importa el resultado, el éxito visible, sin tomar en cuenta el medio
cómo lo logre; en el ministerio según Dios toda diligencia y recursos son
utilizados para agradar a Dios y hacerlo todo conforme a su designio. Solo
lo que es como Dios agrada a Dios, así como solo lo que baja del cielo sube
al cielo (Juan 3:13, 31).
Una cosa es entrar al reino de Dios y otra diferente es que Su reino entre
en nosotros; una cosa es haber salido de Egipto y otra que Egipto haya salido
de nosotros (Hechos 7:39). Todos los creyentes cuando se convirtieron entra-
ron al reino de los cielos, pero no en todos ellos
ha entrado el reino de Dios. El reino de Dios
entra a nosotros cuando comenzamos a
“El reino de vivir en la tierra como se vive en el cie-
Dios entra lo. El Señor Jesús nos enseñó a orar así: “Venga
a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así
cuando también en la tierra” (Mateo 6:10). En el reino de
los cielos todo se hace según Dios, conforme a su
comenzamos voluntad, y de acuerdo a su carácter, naturaleza y
a vivir en la propósito. El reino de los cielos es santo, porque
tierra como Dios es santo. El reino es verdad y justicia, por-
se vive en el que nuestro rey es justo y verdadero. Jesús dijo:
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en
cielo”
el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad
de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7:21).
¿Quién entra y ha entrado al reino de Dios,
según la enseñanza del maestro? El que hace la voluntad de su Padre que está
en los cielos. Aun Dios hace “todas las cosas según el designio de su voluntad”
(Efesios 1:11).
Un ministro es alguien llamado por Dios para realizar un propósito divi-
no para Su reino. Dios nunca llamó a alguien a hacer algo y le permitió hacer-
lo conforme a su idea o criterio personal. A todo hombre que Jehová llamó,
le reveló su voluntad y le exigió que lo haga todo de acuerdo al diseño de su

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introducción 29

propósito. Por tanto, ¿cómo será que Dios nos llama para hacer algo para Él
y lo estemos haciendo de acuerdo a la invención de nuestro propio corazón?
Por eso, en este tiempo que Dios está restaurando todo en conformidad a Su
reino y a Su corazón, se ha propuesto también devolver la honra al ministerio
de la iglesia. El Señor nos muestra que solo hay una manera de devolver al
ministerio cristiano la honra que ha perdido y es regresando al camino de
los apóstoles y profetas que nos ministraron la Palabra de Dios. Ellos vivie-
ron y nos enseñaron lo que es el llamamiento según Dios. Es necesario que
encontremos el camino, para no seguir extraviados. Regresemos y busquemos
cuidadosa y exactamente el lugar donde comenzó nuestro extravío, y desde
allí retomemos nuevamente la senda de nuestro caminar. El propósito de este
libro es justamente ese, enseñarnos a regresar al camino de la honra, realizan-
do un ministerio según y conforme a la voluntad de Dios.
Existe un animal carnívoro, muy pequeño y delicado, que habita en cier-
tos lugares de Europa y Asia, llamado armiño. Su piel suave y apreciada, par-
da en verano y blanquísima en invierno, es símbolo de lo puro e inmaculado.
Debido a que ésta es muy valiosa, los cazadores la procuran, y han descubierto
un método fácil para cazarlos por lo siguiente: cuando el armiño se ve frente
al lodo, para evitar ensuciar su linda y nítida piel, se paraliza y permanece
inmóvil, convirtiéndose en una presa fácil para los cazadores. El armiño pre-
fiere la muerte antes que manchar su precioso traje con el cual Dios lo ha
vestido. Con esta misma determinación, los ministros debiéramos cuidar y
preservar nuestro atavío. Por lo cual, a todos los hombres y mujeres que han
recibido la honra del ministerio y han sido consagrados a Dios, a través de la
vestidura sacerdotal y el ungimiento por el aceite de la unción, el Señor les
dice: “En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu
cabeza” (Eclesiastés 9:8). Amén

Juan Radhamés Fernández


Enero 2009

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Capítulo I

NADIE TOMA PARA SÍ ESTA HONRA

“Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por


Dios, como lo fue Aarón”
-Hebreos 5:4

N
o hay sobre la tierra una honra más grande que ser un ministro de
Dios. No se puede comparar el ministerio cristiano con nada que
exista en este mundo, y eso no es un concepto personal, sino algo
que se establece en la Palabra de Dios, cuando dice: “Y nadie toma para sí esta
honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. Así tampoco Cristo se
glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo,
Yo te he engendrado hoy” (Hebreos 5:4- 5). Esto quiere decir que toda persona
llamada por Dios al santo ministerio recibe la insignia distintiva de la elección
divina. Todo aquel que reconozca a Dios como la persona más importante del
universo, considerará también su elección como la más honrosa. La distinción
del elegido radica en la importancia del que lo elige, así como la honra del
individuo honrado la determina el grado de dignidad de la persona que lo
honra. No es lo mismo ser honrado por un siervo que por un rey. Si el que
nos honra es digno, así será lo que recibimos de él.

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32 la honr a del ministerio

La honra del insigne nos hace ilustres; la honra del noble nos da prestigio;
la honra del célebre nos proporciona renombre. Lo que distinguió a Ester de
las demás doncellas fue ser preferida por el rey Asuero. Ella, la elegida entre
miles, se convirtió de huérfana adoptada a reina del imperio persa por la pre-
dilección del rey. Lo que le da valor a algo o a alguien es la manera que se le
estima o valora. El oro no sería diferente a otros metales si no fuera por el
aprecio que le ha dado el hombre. El oro es
mejor conductor de electricidad que el cobre,
pero no se le aprecia por su utilidad, sino por
“Nadie puede su belleza y apariencia. El hombre ha deter-
estimar el minado usarlo mejor para lucir, decorar y
ministerio si no representar, pues considera que es el don con
el cual el oro ha sido dotado por la naturale-
estima a Dios”
za. Hay metales que posiblemente sean más
útiles que el oro, pero no contribuyen a la
vanidad del ser humano. Por lo cual, el oro es
un símbolo de valor al que el hombre ha honrado a tal punto que lo ha trans-
formado en el metal más preciado. Este metal, después de ser procesado, tiene
sus méritos, tanto en el aspecto de la estética como en la utilidad, pero su
verdadero valor estriba en la forma como el hombre lo ha estimado y valo-
rado. Indudablemente que el elemento tiene sus cualidades, mas su verdadera
honra no radica en sus méritos, sino en ser preferido por el hombre. Si fueran
los perros que lo prefirieran ¿cuál sería su honra o cuánto su valor?
Aplicando estas comparaciones al ministerio, te diré que lo que hace
distinguido a un ministro no son sus méritos personales, sino el ser elegido
por Dios para realizar un servicio a favor de su santo propósito. La preferen-
cia de Dios sobre la vida de un ministro es lo que le da honra y distinción
a su existencia. La dignidad del ministerio está en lo que hacemos, pero
sobre todo para quién lo hacemos. Nadie puede estimar el ministerio si
no estima a Dios. Si alguien no aprecia el ministerio es porque nunca ha
valorado a Dios. El que subes­tima el llamamiento es porque menosprecia o
desconoce al que llama.
La honra del ministerio es el mismo Dios. La distinción del ministerio
se encuentra en el prestigio de Dios. La Epístola a los Hebreos destaca que
nuestra salvación es grande (Hebreos 2:3), y me pregunto: ¿por qué es grande
la salvación que hemos recibido del Padre? El escritor bíblico responde dicien-
do que la salvación es grande, primeramente, por el precio imponderable que
se pagó para lograrla; segundo, por su resultado, ya que logró reconciliar al

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nadie toma par a sí esa honr a 33

hombre con su Creador; y tercero, por su motivación, pues se manifestó el


amor de Dios por un mundo que no le amaba. Pero para mí, lo que hace
grande la salvación de Dios es su autor. Si hubiera sido un ángel, un querubín
o un serafín el autor de la redención del hombre, hubiera sido importante,
pero jamás se podría comparar con la salvación de Jehová. La salvación posee
la anchura, longitud, profundidad y altura del amor de Dios, el cual es ini-
gualable y excede a todo conocimiento (Efesios 3:18,19).
Lo mismo podemos decir del ministerio. La honra del ministerio excede
a cualquier otra, porque el que nos llamó supera en honor, prestigio, exce-
lencia y perfección a todo lo creado. El nombre del que nos llamó es “el
Admirable” (Jueces 13:18; Isaías 9:6). Él no solo es digno, sino que es el dig-
no; Él no solo es Dios, sino que es el Dios (1
Reyes 18:39). Lo que nos hace honorables es
la honorabilidad del que nos llamó a su servi- “La honra del
cio. Por lo tanto, el oficio más honroso y dig- ministerio
no al cual puede dedicarse un hombre es excede a
servir a Dios, en cualquier área ministerial.
Sin embargo, en la actualidad, al ministro de cualquier
Dios se le ve como un profesional, pues el otra, porque el
ministerio lo han convertido en una profe- que nos llamó
sión; y para la mayoría de las personas en el supera en honor,
mundo secular, un ministro es un cualquie- prestigio,
ra. Incluso, el oficio ministerial no se honra,
pues hasta nosotros, los mismos consiervos, excelencia y
no tenemos convicción de la honra que es el perfección a
llamamiento, y para poder honrar la voca- todo lo creado”
ción a la que fuimos llamados, tenemos que
estar llenos de esa certeza.
Muchos siervos de Dios ministran en lugares donde ser ministro es ser
un empleado, y eso lo viví en carne propia. En esos círculos le dicen al
pastor: «A usted le damos un salario para que predique». Por eso, cuando
se le pregunta a alguno de esas congregaciones: «Hermano, ¿por qué usted
no predica?» «Oh, no –responde- nosotros le pagamos al pastor para que
lo haga». También existen las llamadas “juntas” que emplean al pastor y se
sienten como los que tienen autoridad sobre el siervo de Dios y lo tratan
como su asalariado, y le dicen, por ejemplo: «Pastor, sus vacaciones son
dos semanas; ¿qué pasó que usted no vino ayer?; ¿quién le dijo que usted
podía tomar alguna decisión en ese asunto?, etc.». Por tanto, esas y otras

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34 la honr a del ministerio

conductas, no menos ofensivas, han desvirtuado la naturaleza del servicio


a Dios y la dignidad de dicha vocación. En consecuencia, muchos pastores
se sienten como empleados en su ­ministrar, y entonces buscan agradar a la
gente, haciendo una serie de cosas, las cuales Dios quiere romper y desarrai-
gar de su santo ministerio.
Sabemos que el Señor destruye, pero para edificar. Dios nunca va a cons-
truir sobre un cimiento humano, por eso dijo en Jeremías 1:10: “Mira que te
he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir,
para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar”. Por tanto, si hay un
área que marcó mi vida espiritual es esta. Ojalá Dios me ayude a comunicarte
esto, para que tú sepas quién eres como ministro de Dios y entiendas lo que el
Señor revela en su Palabra con respecto a lo que es un ministro para Él. Deseo
con todo mi corazón que lo que te diga a continuación vaya más allá de un
concepto, sino que el espíritu de estas palabras llegue al asiento de tus pen-
samientos, intacto, tal como el Señor me lo reveló y salió de Su corazón. El
versículo con el cual hemos dado inicio a este capítulo definió mi vida minis-
terial, por lo que quiero además, reproducirlo a continuación en la versión
“Biblia de las Americas 1986” para que nos arroje más luz a este respecto:

“Y nadie toma este honor para sí mismo, sino que lo recibe cuando
es llamado por Dios, así como lo fue Aarón”
(LBA Hebreos 5:4).

El que tiene el llamado tiene la honra. El llamado es un honor, una honra


de Dios. Ahora, aplica eso a Jesús: “De la misma manera, Cristo no se glorificó
a sí mismo para hacerse sumo sacerdote, sino que lo glorificó el que le dijo: HIJO
MÍO ERES TÚ, YO TE HE ENGENDRADO HOY; como también dice en
otro pasaje: TÚ ERES SACERDOTE PARA SIEMPRE SEGÚN EL ORDEN
DE MELQUISEDEC” (LBA Hebreos 5:5-6). Entiendo entonces que la honra
la recibe únicamente aquél que es llamado por Dios como lo fue Aarón. En
otras palabras, yo no me llamo a mí mismo, a mí me llama otro. Cristo, el
Hijo de Dios, no se llamó a sí mismo, siendo Dios y coeterno con el Padre.
Él pudo decir: «Yo Soy el que soy y puedo hacer aquí lo que yo quiera», sin
embargo no lo hizo, pues aun el llamamiento mesiánico de Jesús fue un lla-
mamiento de Dios. El Padre decidió que el Hijo descendiera y fuese el Mesías
de Israel. Dios lo decidió y lo decretó en el Salmo Segundo: “Mi hijo eres tú;
Yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones, Y como posesión
tuya los confines de la tierra” (Salmos 2:7-8).

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nadie toma par a sí esa honr a 35

También, la Biblia dice: “Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y


Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque
preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies.
Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó
debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, clara-
mente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas
le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas
las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15:24-28). Y yo pregunto,
¿quién determinó eso? El Padre. En el caso de Aarón es lo mismo, pues él no
dijo: «JAH, recuerda que yo no solamente soy el hermano de Moisés, sino tam-
bién su profeta; definitivamente el sacerdocio me corresponde a mí». Eso era lo
que creían Coré, Datán y Abiram cuando se rebelaron, porque pensaban que
Moisés y Aarón estaban monopolizando el ministerio de Dios (Números 16:3).
Pero Jehová no entró en discusión con ellos, sino que dijo a Moisés:

“Habla a los hijos de Israel, y toma de ellos una vara por cada
casa de los padres, de todos los príncipes de ellos, doce varas con-
forme a las casas de sus padres; y escribirás el nombre de cada uno
sobre su vara. Y escribirás el nombre de Aarón sobre la vara de
Leví; porque cada jefe de familia de sus padres tendrá una vara.
Y las pondrás en el tabernáculo de reunión delante del testimo-
nio, donde yo me manifestaré a vosotros. Y florecerá la vara del
varón que yo escoja, y haré cesar de delante de mí las quejas de
los hijos de Israel con que murmuran contra vosotros”
(Números 17:2-5).

La honra se recibe, no se exige. La vara de


Aarón reverdeció porque tenía el llamamiento
de Dios. Cuando Dios llama, Él hace reverde- “La honra se
cer la vara de tu llamamiento. No hay que
pelear por un ministerio, pues todo aquel que recibe, no se
disputa por un llamamiento es porque no lo exige”
tiene. El que es llamado simplemente recibe la
honra, y dice: «Yo no me llamé a mí mismo, el
Padre lo determinó». A veces andamos como el que está pidiendo permiso y
tiene que dar explicación a la gente. ¡NO! Tú tienes que tener seguridad de
quién te llamó. Lo que Dios no quiere es que tú uses mal esa autoridad, para
hacer daño, sino para edificación, que tengas la certeza de que Él te llamó.

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36 la honr a del ministerio

Por eso, a mí, personalmente, me ministra como Pablo empieza, casi todas
sus epístolas, diciendo: “Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por la volun-
tad de Dios…” (…) Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado
para el evangelio de Dios, (…) Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombre, sino
por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos), (…) Pablo,
siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y
el conocimiento de la verdad que es según la piedad…” (1 Corintios 1:1; Roma-
nos 1:1; Gálatas 1:1; Tito 1:1). Y cuando tuvo que defender su ministerio
apostólico, lo hizo con una santa dignidad, sin ofender o estropear a nadie,
sino diciendo:

“… por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en


necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy
débil, entonces soy fuerte. Me he hecho un necio al gloriarme; voso-
tros me obligasteis a ello, pues yo debía ser alabado por vosotros;
porque en nada he sido menos que aquellos grandes apóstoles, aun-
que nada soy. Con todo, las señales de apóstol han sido hechas entre
vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y milagros”
(2 Corintios 12:10-12).

Este hombre también dijo: “Ciertamente


no me conviene gloriarme; pero vendré a las
visiones y a las revelaciones del Señor. Conozco
a un hombre en Cristo, que hace catorce años “Hay dos cosas
(si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no que siempre
lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer deben ser la
cielo. Y conozco al tal hombre (si en el cuerpo, brújula de un
o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe), que
fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras ministro para
inefables que no le es dado al hombre expresar. retomar la ruta
De tal hombre me gloriaré; pero de mí mismo y reorientarse, y
en nada me gloriaré, sino en mis debilidades” es fijar sus ojos
(2 Corintios 12:1-5). Pablo estaba seguro de
en su elección
quién era en Dios, tenía confianza en el amor
del Padre, pero también certeza de que Dios divina y en el
lo llamó. El que no tiene la convicción de su propósito de su
llamado andará siempre con doble ánimo, llamamiento”

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nadie toma par a sí esa honr a 37

oscilando y retrocediendo. Por el contrario, no hay nada más poderoso que un


hombre convencido de su llamamiento.
Es importante que recuerdes cuando Dios te llamó, pues hay momentos
en que el diablo viene a ti, no a decirte: «Si eres hijo de Dios…», pues quizás
tú tienes esa seguridad en tu espíritu, pero
sí a preguntarte, como cuestionaron a Jesús:
“¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿y quién
te dio esta autoridad?” (Mateo 21:23)» Segura-
“Solo cuando
mente, él te cuestionará y te traerá a memoria recibimos una
tus fracasos, las veces que te has equivocado, revelación de la
de la forma en que te han tratado aquí, allá; gloria de Dios,
tratará de infiltrar dudas en tu corazón en aprendemos a
cuanto a tu relación y función en la iglesia,
y en cuanto a lo que tú eres en Dios. Pero servirle como es
cuando tú sabes que fuiste llamado, dirás: « digno de Él, y a
¡No, yo no tomé esta honra, Dios me la dio! humillarnos en
¡Yo no me glorifiqué a mí mismo!, a mí me Su presencia”
glorificó Dios, como glorificó a Aarón cuan-
do hizo reverdecer su vara, así hizo reverde-
cer mi vida».
Nota que cuando la Palabra menciona a Jesús, está diciendo que él fue
llamado por el Padre, entonces, no hay llamamiento que no proceda de Dios.
El Hijo podía llamarse a sí mismo, pues poseía las prerrogativas divinas, pero
el Padre se lo pidió, por lo cual Jesús dijo: “Por eso me ama el Padre, porque yo
pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí
mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar.
Este mandamiento recibí de mi Padre. (Juan 10:17-18). Él se dispuso a obede-
cer al tiempo que cumplía un mandamiento de su Padre.
Saber quién eres en Dios te va a evitar un montón de tropiezos y sin-
sabores, especialmente el estar a expensas del diablo, quien tiene muchas
estratagemas para hacerte dudar. ¿Quién no necesita a veces pararse frente a
la adversidad, y frente a los enemigos de la causa del reino de Dios, cuando
hay cuestionamientos, y sin estropear a nadie, sin altivez, con la humildad
de Jesús, pero también con su seguridad y poder decir: «Yo sé quien soy; y sé
que el Señor me llamó desde el vientre de mi madre; mi embrión vieron sus
ojos»? De hecho, Dios quiere que tú tengas esa certeza, pues la vas a necesi-
tar, y más en un tiempo donde lo que Dios nos mandó a predicar es opuesto
a lo que se está practicando en la cultura eclesiástica. Por eso dicen: «Y éste,

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38 la honr a del ministerio

¿quién es?; a éste ¿quién lo envió? ¿por qué está aquí, por qué predica?».
Cuando Pablo fue a Atenas, dijeron: “¿Qué querrá decir este palabrero? Y
otros: Parece que es predicador de nuevos dioses” (Hechos 17:18). De la misma
manera, la gente te va a cuestionar, te va a retar, van a dudar del mensaje,
posiblemente dudan de ti, hablan de ti, pero eso no te debe importar tanto,
sino lo que tú sabes que eres para Dios.
Cuando vivimos una crisis personal, ministerial o de la índole que fuere,
nos desorientamos y tendemos a concentrarnos en nosotros mismos, en cómo
nos sentimos, qué están diciendo de nosotros; y para defendernos, argumen-
tamos, reaccionamos, tomamos decisiones, etc. Pero hay dos cosas que siem-
pre deben ser la brújula de un ministro para retomar la ruta y reorientarse,
y es fijar sus ojos en su elección divina y en el propósito de su llamamiento.
Las dos preguntas de Saulo cuando el Señor lo llamó fueron: “¿Quién eres,
Señor?” (….) ¿Qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:5,6). Es decir, primero
quiso conocer a quién le llamaba y luego se interesó en saber el propósito de
su llamamiento.
Conocer quiénes somos para Dios, nos permite saber quiénes son los
demás, y podemos presentar todo hombre perfecto en Cristo Jesús (Colo-
senses 1:28). El saber quiénes somos para Dios nos va a dar una actitud de
gratitud, dependencia, diligencia, y seriedad, algo que trascenderá en nuestra
vida y cambiará la forma de ministrar a Dios y a los hombres. También nos
evita complejos, y muchas de esas cosas que nuestra alma -por emociones- pri-
va y obstruye la libertad que tenemos para ministrar la Palabra de acuerdo al
don que hemos recibido. A veces, por ejemplo, somos tímidos o tenemos un
problema de estima propia o estamos bajo la tensión del “qué dirán”, todo eso
impide que nos atrevamos a tomar las decisiones de Dios en nuestro liderazgo,
porque no sabemos quiénes somos.
Otra cosa igualmente importante en el llamamiento es el corazón. Si
no hay corazón no se puede entrar en la vida del reino de los cielos, porque
para servir al Señor hay que amarle. Para darle esa distinción a Dios, de
que Él sea el todo en nuestras vidas es necesario que le amemos como Él
merece ser amado. Dependiendo el concepto que tenemos de Dios, así es
la manera en que le amaremos y le serviremos. Por tanto, si el criterio que
tienes de Dios es pequeño, así va a ser tu adoración a Él. Si Dios para ti es
alguien más, un simple dios y no el Dios, pues igualmente a ese nivel será
tu adoración, limitada, y tu servicio escaso. Por eso, el apóstol Pablo habló
de andar de acuerdo a la vocación (Efesios 4:1). El que conoce la dignidad
de Dios, a esa altura le adorará.

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nadie toma par a sí esa honr a 39

En ocasiones, cuando he estado orando le he dicho al Señor: «Mi Dios,


¿qué te puedo dar yo? ¿Qué tipo de adoración te puedo rendir que sea digna de
ti?» Pues, ¡jamás!, por excelso que sea, podremos alcanzar el grado de sublimi-
dad de Dios. Nadie puede darle algo a Dios que esté al nivel de su dignidad,
fuera de Jesucristo. Pero, nuestro Señor, por el Espíritu Santo, puede darnos
la revelación y meternos en la dimensión de su grandeza. Esa es la razón que
cuando Él se manifiesta y vemos su majestad, entonces pasa algo en nosotros:
vemos nuestra pequeñez. Cuando Jehová le mostró la semejanza de gloria a
Ezequiel (Ezequiel 1:28), y él vio los querubines y todas aquellas cosas, quedó
impresionado, y cayó postrado, y oyó una voz que le dijo: “… hijo de hombre”
(Ezequiel 2:1), como diciendo: «Yo Soy el que soy y tú eres simplemente un
hijo de hombre». No fue que el Señor quiso humillar al profeta, sino que le
quiso revelar su grandeza, para que éste conociera quién le hablaba y a quién
le servía. Solo cuando recibimos una revelación de la gloria de Dios, apren-
demos a servirle como es digno de Él, y a humillarnos en Su presencia.
Dios da gracia a los humildes. El imán que atrae a la gloria de Dios es el
espíritu manso de un corazón humillado. Esta no es una ley religiosa, como
el que dice: «Me humillo y Dios desciende; me doblego y el Altísimo baja a
vivificar mi espíritu quebrantado», no, porque no es una fórmula. El asunto
es que Dios es humilde, tan simple como eso. Aunque Él es el Alto y el Subli-
me, también es humilde, pues hay algo en su carácter que lo hace manso y
fiel. Cuando el Señor ve a alguien que tiene su sentir y su naturaleza, que-
brantado y humillado, desciende a identificarse con esa persona. Así es su
carácter y su conducta, por eso el que le
conoce puede caminar con Él y no tropezar
jamás. “El imán que
El llamamiento es una honra que nin-
atrae a la gloria
gún hombre merece. La frase que el Señor
le dijo a David, el hombre conforme a su de Dios es el
corazón, nos puede ilustrar aún más sobre espíritu manso
este pensamiento. Él le dijo: “Yo te tomé del de un corazón
redil, de detrás de las ovejas, para que fueses humillado”
príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel” (2
Samuel 7:8). Aunque aquí Él se está refi-
riendo a que sacó al hijo de Isaí de pastar las
ovejas de su padre, y lo hizo príncipe sobre su pueblo, el Espíritu me hizo ver
que nosotros los ministros somos también tomados de entre las ovejas del
redil divino. En otras palabras, tú eras una oveja como todas las demás, pero

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40 la honr a del ministerio

Dios te dijo: «Hijito mío, eres uno más entre todas mis ovejas, pero yo te
tomo de entre ellas para que seas mi ministro, mi servidor. Ven hijo mío». De
esta misma manera Dios tomó a los levitas entre todas las tribus de Israel para
que sirvan delante de Él. Jehová dijo a Moisés: “He aquí, yo he tomado a los
levitas de entre los hijos de Israel en lugar de todos los primogénitos, los primeros
nacidos entre los hijos de Israel; serán, pues, míos los levitas. Porque mío es todo
primogénito; desde el día en que yo hice morir a todos los primogénitos en la tierra
de Egipto, santifiqué para mí a todos los primogénitos en Israel, así de hombres
como de animales; míos serán. Yo Jehová” (Números 3:11-13). Por tanto, tú eres
de Dios, porque así a Él le plació. En este capítulo, te invito a que estudiemos
juntos, no tanto lo que hace honroso al ministerio, sino lo que considero es,
en sí misma, la honra de nuestro supremo llamamiento.

1.1  Los Ministros son de Dios


“Así apartarás a los levitas de entre los hijos de Israel, y serán
míos los levitas”
Números 8:14

En Egipto, Jehová redimió a todos los


primogénitos, por eso instauró como man-
“El llamamiento damiento a las tribus de Israel que sería de
Él todo aquel que abriere matriz, así como
hace a los todo primer nacido de sus animales (Éxodo
ministros 13:12). Por tanto, de una redención viene el
ofrendas” llamamiento al ministerio. Dios intercam-
bia, en su propósito, a los primogénitos por
una tribu completa, la tribu de Leví. Eso
tiene una enseñanza también para nosotros,
porque en el Nuevo Testamento todos los creyentes son sacerdotes y todos los
salvados son también primogénitos, pues Cristo es el primogénito de Dios
(Colosenses 1:15), y a nosotros se nos llama la congregación de los primo-
génitos (Hebreos 12:22,23). La Palabra nos enseña que Jesús es el principio
de la creación de Dios, el primero de entre los muertos; Él es la primicia de
la resurrección y luego todos nosotros en Él. Así que esto se aplica también
a nosotros como creyentes y como sacerdotes, en el aspecto de la redención,
pues fuimos redimidos para servirle al Señor.

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nadie toma par a sí esa honr a 41

En el aspecto del ministerio, los primogénitos son míos, dijo Dios, y yo


pregunto: ¿Acaso es poca honra que Dios te reclame como suyo y diga: «Los
ministros son míos, de mi propiedad, porque yo los redimí del mundo (Egip-
to) para que me sirvan a mí»? Por tanto, nuestra primera honra es que somos
de Dios, le pertenecemos al Padre. Si tú eres ministro de Dios, puedes decir:
«Yo soy de Dios, pertenezco a Él». Entendida esta verdad, veamos detallada-
mente, en los siguientes versículos, cómo Jehová estableció el oficio:

“Y cuando hayas acercado a los levitas delante de Jehová, pondrán


los hijos de Israel sus manos sobre los levitas; y ofrecerá Aarón los
levitas delante de Jehová en ofrenda de los hijos de Israel, y ser-
virán en el ministerio de Jehová. Y los levitas pondrán sus manos
sobre las cabezas de los novillos; y ofrecerás el uno por expiación,
y el otro en holocausto a Jehová, para hacer expiación por los
levitas. Y presentarás a los levitas delante de Aarón, y delante
de sus hijos, y los ofrecerás en ofrenda a Jehová. Así apartarás a
los levitas de entre los hijos de Israel, y serán míos los levitas.
Después de eso vendrán los levitas a ministrar en el tabernáculo
de reunión; serán purificados, y los ofrecerás en ofrenda. Porque
enteramente me son dedicados a mí los levitas de entre los
hijos de Israel, en lugar de todo primer nacido; los he toma-
do para mí en lugar de los primogénitos de todos los hijos
de Israel. Porque mío es todo primogénito de entre los hijos de
Israel, así de hombres como de animales; desde el día que yo herí
a todo primogénito en la tierra de Egipto, los santifiqué para mí.
Y he tomado a los levitas en lugar de todos los primogénitos de
los hijos de Israel. Y yo he dado en don los levitas a Aarón y a sus
hijos de entre los hijos de Israel, para que ejerzan el ministerio
de los hijos de Israel en el tabernáculo de reunión, y reconcilien
a los hijos de Israel; para que no haya plaga en los hijos de Israel,
al acercarse los hijos de Israel al santuario. Y Moisés y Aarón y
toda la congregación de los hijos de Israel hicieron con los levitas
conforme a todas las cosas que mandó Jehová a Moisés acerca de
los levitas; así hicieron con ellos los hijos de Israel. Y los levitas se
purificaron, y lavaron sus vestidos; y Aarón los ofreció en ofrenda
delante de Jehová, e hizo Aarón expiación por ellos para purifi-
carlos. Así vinieron después los levitas para ejercer su ministerio
en el tabernáculo de reunión delante de Aarón y delante de sus

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hijos; de la manera que mandó Jehová a Moisés acerca de los


levitas, así hicieron con ellos” (Números 8:11,13-14, 21,22).

¡Oh, qué hermoso! El pueblo ofrendaba una de sus tribus al Dios de Israel,
reconociendo la propiedad divina sobre los levitas. Ellos fueron apartados y
Aarón, como sumo sacerdote, los santificó. El pueblo ofreció a Jehová a sus
hermanos, los levitas, como una ofrenda apartada, santa, para que ellos le
sirvan todos los días de sus vidas. Mi hermano, ¡qué cosa preciosa es recono-
cer que los ministros son de Dios y como ofrenda son entregados a Él! Ellos
ofrecieron vidas consagradas al Señor, por eso el llamamiento hace a los
ministros ofrendas. Eso es lo que hace la iglesia cuando ordena a sus
ministros, significando que ese hombre o mujer ya no pertenece al pueblo,
porque son de Dios, Él los hizo ofrendas. Piensa en el día que se te ordenó o
consagró al ministerio, en el momento en que la iglesia te sacrificó para Dios
y te hizo ofrenda para Él. Qué lindo cuando el Espíritu Santo dijo: “Apartad-
me a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (Hechos 13:2) y los
ancianos y líderes, en representación de la
iglesia, pusieron las manos sobre Saulo y
Bernabé, y el pueblo se los dio como ofren-
“Para que lo da al Señor. Desde entonces, hasta el último
común se aliento que salió de sus narices, Pablo y Ber-
convierta en nabé fueron de Dios.
Una ofrenda para Dios significa que ese
algo superior o algo fue dedicado a Él, y por tanto es de su
extraordinario propiedad y Él puede disponer de ella como
tiene que pasar Él quiera y cuando Él quiera. Es el Señor
por un proceso quien define cada ministerio, pues llevan-
do cautiva a la cautividad dio dones a los
de santificación”
hombres, y a unos hizo apóstoles, a otros
profetas, evangelistas, pastores y maestros,
repartiendo dones como Él quiso, para su
provecho y propósito (Efesios 4:8-11). Dentro de las ofrendas apreciadas por
Dios están las primicias, pues Él merece lo primero y lo mejor. Las primicias
son de Jehová, y como los ministros reemplazan a “lo primero” delante de
Dios, constituyen en sí mismos una primicia. Lo que sustituye lo primero, se
constituye en primero. Dios dijo que lo primero nacido es el primer fruto, es el
primer vigor, cuyo producto Él merece, porque de Él “es la tierra y su plenitud;
El mundo, y los que en él habitan” (Salmos 24:1). Por tanto, esa es la honra de

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un ministro, que Dios a los primeros frutos de la tierra, de los animales, y de


todo lo más escogido, los haya cambiado por él. Jehová lo prefirió sobre todo
lo demás, por eso representa lo primero, una ofrenda enteramente para Él.
Cuando Ana dedicó a Samuel a Dios, ella dijo: “… todos los días que viva, será
de Jehová” (1 Samuel 1:28). Luego ella, de vez en cuando, iba a las fiestas y le
llevaba un efod a Samuel, su muchachito, pero reconociendo que no era suyo,
y que ni ella ni él podían disponer de vivir juntos de nuevo, o hacer planes para
el futuro, pues ya él le pertenecía a Dios.
El apóstol Pablo ilustró hermosamente este pensamiento cuando dijo: “Nin-
guno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que
lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4). Por tanto, un ministro no se agrada a sí
mismo, sino que vive para agradar a aquél que lo reclutó. Ana, como madre, se
tuvo que olvidar de Samuelito como algo que era de ella, de su posesión. Ella lo
visitaba, le llevaba regalitos, y en verdad, Samuel seguía siendo su hijo, pero sin
olvidarse que él era de Jehová. Si un ministro entiende esto lo disfrutará aquí en
la tierra, pues no tiene que esperar llegar al cielo para cuando le den el galardón
decir: « ¡Aleluya! Yo soy de Dios». No, amado, regocíjate de tu llamado aquí y
ahora, ¡disfrútalo! Tú eres de Dios.
Ahora, todo lo que es ofrenda a Dios tiene que ser purificado y santifica-
do, como leímos: “Y los levitas se purificaron, y lavaron sus vestidos; y Aarón los
ofreció en ofrenda delante de Jehová, e hizo Aarón expiación por ellos para puri-
ficarlos” (Números 8:21). Para que lo común se convierta en algo superior o
extraordinario tiene que pasar por un proceso de santificación. Así los levi-
tas, como eran comunes, tuvieron que ser primeramente purificados y luego
santificados, para entonces ser ofrecidos a Dios. Después que ellos estuvieron
purificados y lavados vinieron a ejercer su ministerio en el tabernáculo, como
había mandado Jehová, no antes. Entonces, queda claro que un ministro per-
tenece a Dios enteramente, pues ni siquiera una hebra de su cabello es de su
posesión ni de nadie, pues totalmente es de Jehová. Por tanto, tú eres ministro
de Dios completamente, y eso significa íntegramente, todo tu cuerpo, alma y
espíritu, tiempo, talentos, energía, recursos, todo es del Señor. Los ministros
somos de Dios y Él nos reclama como suyos.
La primera honra del llamamiento es ser de Dios. ¿Sabes la importancia
de reconocer algo tan sencillo como que somos de Dios? ¡Cuántos problemas
enfrentamos cuando no entendemos esa verdad o se nos olvida! ¿Sabes tú
que el ministro, aunque le ministra al pueblo, no es del pueblo? El ministro
es de Dios. El ministro es un esposo, se debe a su esposa; el ministro es un
padre, se debe a sus hijos; el ministro es un pastor, pastorea a sus ovejas, sirve

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a los santos, pero sobre todo eso, el ministro pertenece a Dios. Por tanto, es
necesario que establezcamos una diferencia y digamos: «Yo le sirvo al pueblo
por llamamiento, pero no pertenezco al pueblo, sino a Dios; soy de su pro-
piedad privada». Eso hay que entenderlo, pues cuántas cosas se generan de
esta verdad: ¡Yo soy de Dios! Incluso el pueblo debe estar consciente de ello ya
que muchas veces manipula a sus ministros y los lleva, los trae, los empuja,
los pisa, y cree que les pertenecen, pero hay que pararse y decir: «Estoy aquí,
sirviendo a ustedes, pero antes que todo, yo soy siervo de Dios». Así tú, ten
claro que antes de ser de alguien, tú eres de Dios.
Una vez, una hermana profeta me dijo: «Usted no sabe quién es usted»,
y yo sé lo que ella quiso decir, y los espirituales también entienden este len-
guaje. Pero yo sí sé quién soy: Yo soy un hombre honrado por Dios. Desde
los dieciséis años que el Señor me llamó, para mí no ha existido honra más
grande que esa, por eso he vivido para cuidarla. Ya no estoy aguardando que
Dios me dé honra algún día, ¡ya me la dio desde que me llamó al ministerio!
Eso es tan valioso para mí que en una ocasión, cuando Dios me metió en
una crisis, para tratar conmigo y lograr ciertas cosas en mi vida personal,
lo que me pidió fue el ministerio, porque Él sabe que para mí es algo muy
elevado, de mucha estima y de gran valor. El honrar a Dios para mí ha sido
todo, y no escatimo nada, absolutamente nada, por el ministerio. A mí no
me importa el sacrificio que sea, lo que haya que hacer, a lo que haya que
renunciar, lo que tenga que entregar, con tal de honrar el llamamiento de
mi Dios, y valorar que Él haya puesto en mí sus ojos y que me haya tomado
junto con mi esposa, y mi familia, para apartarnos de la congregación de
Jehová, entre sus ovejas, para servirle a Él.
En estos treinta años como ministro, y más de treinta y siete como cre-
yente, he tenido que decir: «Yo soy de Dios». Hay momentos que se entra en
conflicto entre el pueblo, al cual nosotros servimos, y el propósito al cual Dios
nos llamó, y tenemos que decidir a quién le debemos más lealtad, a quién le
debemos más tiempo. Pero, por encima de todo, yo soy propiedad privada de
Dios, por consiguiente a Él me debo, y eso grábalo en ti, pues vive Jehová en
la presencia de quien estoy, que un día vas a necesitar de esa convicción. El
Espíritu de Dios, como saeta encendida del cielo, iluminará tu entendimiento
y este rhema traspasará tu mente, como la Palabra traspasa y divide el alma
del espíritu. Entonces, habrá ocasiones en que la autoridad de Dios vendrá
sobre ti, y dirás: «Un momento, yo soy de Dios», pero no lo dirás con orgullo
ni altivez, sino por convicción, por reclamo de un derecho por el cual, aun el
mismo Dios te pedirá cuenta.

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Estamos viviendo en un tiempo en que la iglesia está andando en demo-


cracia, un sistema donde el pueblo gobierna y manipula a sus dirigentes, y
éstos, a su vez, dependen de la opinión del pueblo para dirigir a la nación.
Eso es democracia, agradar a aquellos que nos han elegido. Pero a ti, siervo
de Dios, si el Señor te eligió, tienes que saber que tú eres primeramente
de Él, y tu primera lealtad debe ser al Dios que te honró poniéndote en el
ministerio, no al pueblo. Sabemos que Jeremías, aunque fue rechazado y
puesto en el calabozo, y hasta lo secuestraron, llevándolo a Egipto en contra
de su voluntad, aun así el profeta se mantuvo con el pueblo. A Dios no le
enoja que tú ames a su pueblo. Cuando un hombre intercesor se mete en
la brecha a favor del pueblo y dice, como dijo Moisés: “Te ruego, pues este
pueblo ha cometido un gran pecado, porque se hicieron dioses de oro, que per-
dones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito” (Éxodo
32:31-32), Jehová ve a un hombre que tiene su Espíritu, pues el Espíritu de
Cristo estaba en los profetas (1 Pedro 1:11), y no era Moisés intercediendo,
sino el Espíritu de Jesús en él (Hebreos 11:24-25).
Entendamos que cada vez que algo bueno brota en nosotros es porque
Dios lo pone. Nadie tiene nada que no haya recibido (1 Corintios 4:7). Así
que ministro: ama al pueblo, dirige al pueblo, ten paciencia con el pueblo, ten
misericordia con el pueblo, dedícate a servir al pueblo, pero sin olvidarte que
tú eres propiedad privada de Dios. Cuando entiendas esto dirás: «Mi primer
compromiso es amarlo, servirle, obedecerle, honrarle; y si un día me tocare
decidir entre el pueblo y Dios, aunque se pierda todo, yo seré honesto y leal a
Aquél que me tuvo por fiel sin serlo, poniéndome la investidura de honra para
que yo sea su sacerdote».
¿Has oído hablar de Guillermo Carey (1761-1834)? Este hombre fue un
zapatero, quien empezó lo que en la iglesia se llama “obra foránea” o misio-
nera. Él fue un instrumento para que la iglesia fuera a las naciones, por eso
es considerado el padre de las misiones modernas. Leí una anécdota y te la
compartiré parafraseada, de alguien que un día refiriéndose a él, cínicamen-
te preguntó: « ¿El gran señor Carey no era zapatero?», a lo que este hombre
de Dios, al oírlo le respondió: «No, amigo mío, zapatero no, era apenas un
remendón». Este siervo del Señor tenía en su taller un mapa del mundo, bien
grande, pues él oraba por las naciones y, como un estratega, marcaba las
naciones donde había más necesidad misionera. Se cuenta que en una ocasión
un amigo le dijo: «Guillermo, no puedo entender que tú descuides tu trabajo
por estar predicando, pues vives con la Biblia en la mano todo el día y frente
a ese bendito mapa. Atiende tu trabajo». Y él le respondió: «Un momento,
¿cómo que atienda mi trabajo? ¿Quién te dijo a ti que el trabajo mío es esto

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que estoy haciendo? Este trabajo es simplemente un medio de vida para soste-
nerme, pero el oficio mío es servirle a Dios».
Este hombre tuvo una lucha tremenda con la iglesia, para que ésta pudiera ver
la importancia de enviar misioneros al mundo. Finalmente, cuando logra conven-
cer a la iglesia y empezaron a enviar misioneros, él decidió dejarlo todo e irse a la
India, como misionero, y allá fue un instrumento poderoso, usado por Dios por
más de cuarenta años, sin un día de descanso. Él tradujo la Biblia a más de treinta
dialectos de la India y estableció la primera escuela cristiana en este país (el colegio
Serampore). Estoy compartiéndote esta historia porque cuando Carey estaba en
la India, su hijo Félix, el cual era un ministro de Dios como su padre, también
había adquirido mucho prestigio, y sucedió algo muy significativo. El gobierno
inglés le pidió al joven que aceptara ser embajador de Inglaterra en cierto lugar,
y él se sintió muy honrado por el imperio británico, y quiso aceptar esa posición.
Pero cuando Guillermo Carey oyó que su hijo había dejado el ministerio para ser
embajador de una nación, le escribió una carta diciéndole: “Si Dios te ha llamado
a ser misionero, no te rebajes a ser embajador del rey de Inglaterra”. Le quiso decir,
en otras palabras: «Hijo, tú te has degradado, creyendo que has ascendido. ¿Cómo
vas tú a cambiar el ser un ministro de Dios, para ser un siervo de los hombres?» El
hijo de Carey pensaba que había ascendido, como les pasa a muchos pastores que
andan buscando posiciones políticas, que tienen aspiraciones presidenciales, que
quieren ser gobernadores, senadores, etc., porque ignoran la dignidad que hay en
el llamamiento de Dios.
Estamos en un tiempo de restauración, y como ministros, hemos sido
restaurados para ser restauradores, y lo primero que hay que rescatar del
ministerio es la honra. Tenemos que admitir que el ministerio ha caído en
deshonra, en escándalos, en vergüenza. La Biblia dice que cuando Esdras
habló a la nación de Israel, estaba más alto
que todo el pueblo, pues estaba en una tari-
“El ministerio ma que lo hacía más alto, sobresalía entre
no está en ellos (Nehemías 8:5). Eso tiene un signifi-
cado. El ministro está en una plataforma o
competencia
tribuna, para que todos puedan verlo y
con ninguna escucharlo, y en el sentido de honra, tam-
profesión, pues bién está por encima del pueblo. Charles
nada se compara Spurgeon dijo que el ministro de Dios es
a ser llamado como el reloj de la plaza. Y tiene razón, pues
si tu reloj de pulsera está fuera de tiempo,
por Dios” solamente tú serás el que estarás desorienta-
do, pero si es el reloj de la plaza, todo un

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pueblo estará confundido. Así mismo, los ministros somos como los relojes de
la plaza, estamos en un pedestal de honra, lo cual es una de las cosas que
ahora hay que rescatar. ¿Por qué? Porque los ministros están pensando en ser
famosos, en llenar estadios, en tener la iglesia más grande de la ciudad, y otras
muchas cosas. Yo digo: «Dios mío, ¿pero qué le está pasando a esta gente?,
¿cómo se han dejado llenar la cabeza de la corriente del mundo, del comercio,
del mercantilismo, de la oferta y la demanda, de cosas que sólo corresponden
a estrategias modernas de crecimiento empresarial?». Muchos se hacen llamar
reverendos, pero en realidad son políticos, cuyos pensamientos no están en
Dios, sino en cómo hacerse grandes, famosos y ricos; y su énfasis es almace-
nar, hacer, ganar y competir. Ese no es el llamado de Dios para un ministro,
sino ser de Dios y que Dios sea de Él.
Si tuviera un hermano o una hermana que fuese abogado, ingeniero, médi-
co, empresario, enfermero, rico, famoso, etc. me alegraría y diera gloria a Dios
por su éxito, sus triunfos y superación. Ahora, yo, mi única posesión que tengo
de valor es mi herencia con Dios, saber que yo soy de Jehová y que él es mi Señor.
Esa es mi honra, independientemente que pueda yo también ostentar cualquier
título profesional. Cuando eres llamado, servirle al Señor es tu único sueño y tu
única ambición. El ministerio no está en competencia con ninguna profesión,
pues nada se compara a ser llamado por Dios. ¡No hay comparación! Así como
los cielos son más altos que la tierra, así es el ministerio con relación a cualquier
oficio sobre la tierra. Pero, los ministros tenemos que vivir con esa dignidad, esa
es nuestra honra, y hay que dignificarla, y vivir a esa altura. Tenemos que creer-
lo con todo nuestro corazón. Eso no significa que vamos a ser orgullosos, alti-
vos, ni que estaremos en la plataforma para estar por encima, como diciendo:
«Mírenme, apláudanme, pongan la alfombra roja, no, mejor la verde o la azul»,
no, no, no. Estamos hablando de honra que trae gloria al nombre de Dios, hon-
ra que pone demanda en nosotros, que nos hace asumir responsabilidad, que
establece orden en nuestras vidas, que representa dignamente a Dios. Honrar
el ministerio es hacer todo lo que da alabanza a Dios, todo lo que es digno del
llamamiento, de la vocación a la cual hemos sido llamados. La honra no es para
pretender, sino para ejemplificar, para representar honrosamente a Dios.
En algunos de nuestros países hispanos y en Estados Unidos, los pastores
están dejando el ministerio para ser senadores, concejales, alcaldes, etc., lo
que considero una vergüenza, pues manifiesta una franca ignorancia acerca
de la honra que es ser llamado por Dios al ministerio. No hemos entendido,
por qué para algunos el ministerio es una plataforma para darse a conocer,
una tarima para hacer muchas cosas. Hay quienes están en el ministerio para
escalar a la política, para tener influencia, para realizar obras sociales y hacer

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un montón de cosas, menos ministrarle a Dios. Hay una gran diferencia en


ser un cristiano que ostenta un cargo público, a ser un cristiano que deja el
ministerio para servir en un cargo gubernamental. Si bien, todas las autori-
dades por Dios han sido establecidas (Romanos 13:10), hay un llamamiento
superior en el establecimiento del santo ministerio.
La honra más grande que algún mortal haya podido recibir sobre la tierra
es ser un ministro llamado. El propósito de esta distinción debe ser, usar el
ministerio como un medio para honrar a Aquél que le llamó. No cambies el
ministerio, hombre y mujer de Dios, ni por ser presidente de una nación, ni por
ser embajador, ni por ninguna posición en la tierra. El que es llamado por Dios
jamás cambia la honra del ministerio por nada en la vida. Eso no significa que
no valoremos los oficios de los hombres, pero nada es superior a servirle a Dios.
Somos enteramente de Dios, y Él nos reclama como suyos (Números 8:15-16).

1.2  Dios es de los Ministros


“De la tierra de ellos no tendrás heredad, ni entre ellos tendrás
parte. Yo soy tu parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel.
(…) Mas a la tribu de Leví no dio Moisés heredad; Jehová Dios
de Israel es la heredad de ellos, como él les había dicho”
Números 18:20; Josué 13:33

Hemos visto que el primer principio de


la honra del llamamiento es saber que los
“La herencia de ministros son de Dios (Números 3:11-13).
un siervo de Dios Pero, así como Él les ha dado honra en un
es Dios mismo” ministerio, también les ha dado herencia.
¿Sabes cuál es la herencia de un sier-
vo de Dios? Dios mismo; los ministros
son de Dios y Dios es de ellos. Jehová le dijo a Aarón: “De la tierra de ellos
no tendrás heredad, ni entre ellos tendrás parte. Yo soy tu parte y tu heredad en
medio de los hijos de Israel” (Números 18:20). Concluimos entonces que el
primer aspecto de la honra es que los ministros son de Dios, y el segundo es
que Dios es de los ministros.
Al principio Dios dijo: «Yo los he tomado, míos son» (Números 3:12),
y ahora dice: «Yo soy tu parte y tu heredad» (Números 18:20). Por lo cual,
los ministros pertenecen a Dios y Dios pertenece a ellos. ¿No es una honra
que yo sea de Dios y que Dios sea mío? A las once tribus de Israel, Dios les

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repartió tierras, heredades; pero a Leví le dijo: «Yo soy tu heredad, yo soy
tu parte, yo Jehová, soy tu herencia». Por eso es tan triste ver ministros tan
preocupados por usar el ministerio para adquirir dinero, para obtener pro-
piedades, que codician alcanzar prestigio, ganar fama, y se disputan espacios
en los medios masivos de comunicación, porque quieren ser “conocidos”,
anhelan ser famosos. Éstos ignoran que la herencia de un ministro es Dios,
y que servirle al Señor es y debe ser su todo. El verdadero ministro del Señor
vive enamorado de Dios, buscándole, porque Él es su parte y su riqueza; su
anhelo es adorarle, alabarle, servirle; su concentración es Dios, no puede
hablar de otra cosa, ni tiene otro tema. Ahora comprenderás el por qué nos
vamos de vacaciones y estamos hablando de Dios; estamos celebrando y nos
gozamos en el Señor, 24 horas sin otras preferencias, sin ningún otra aspira-
ción que no sea darle el todo a Él.
Ahora, como Jehová es la herencia de un ministro, en consecuencia el
ministerio es su heredad. Cuando Josué
estaba repartiendo la tierra que Jehová les
había prometido, le dio a cada tribu y a cada “Tener tierra
familia de Israel su porción de tierra en su y posesiones
orden, de acuerdo a la demarcación que
hizo Dios a través de Moisés (Josué 13:32). es poseer algo
Mas, ocurrió algo muy singular, la Biblia limitado, pero
dice: “Mas a la tribu de Leví no dio Moisés tener a Dios es
heredad; Jehová Dios de Israel es la heredad poseerlo todo”
de ellos, como él les había dicho” (Josué
13:33). ¿Qué hubieras pensado tú, si hubie-
ses estado allí, en lugar de los levitas? ¿Te
hubiese molestado que a todos tus hermanos les dieran grandes y fértiles terre-
nos, donde pudieran disfrutar de hermosos olivares, jugosas vides y siendo
propietarios de sus propias cisternas, y a ti no te den nada, porque Dios sea tu
parte, tu heredad?
Por eso cuando Pablo sufría su aguijón y pedía a Dios que lo quitase de
él, el Señor le dijo: “Bástate mi gracia” (2 Corintios 12:9), en otras palabras:
«Pablo, ¿qué quieres, prefieres liberación o me quieres a mí?», y aplicándolo en
este sentido: No tienes tierra, pero me tienes a mí; no tienes salud, pero me
tienes a mí». Siervo de Dios, puede ser que tú no tengas nada, pero si tienes
a Dios tú lo tienes todo. Cuando nadie te entienda, te entiende Dios; cuando
todos se alejan, se acerca Dios; cuando no haya provisión de ningún lugar,
Jehová enviará a los cuervos como los envió a Elías (1 Reyes 17:4), porque

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Dios tiene un compromiso con aquel al que llama. Él dice: «Ocúpate de mis
asuntos que yo me ocupo de los tuyos, yo Jehová» (Mateo 6:31-33)
Cuando Dios dijo: “Yo soy tu parte y tu heredad” (Números 18:20) quiso
decir, por ejemplo, la tierra tenía que producir para las otras tribus, pero a los
ministros o levitas los sostenía Dios. Mientras el pueblo dependía de la lluvia
temprana y de la lluvia tardía, los levitas dependían de Jehová. Las demás
tribus tenían que esperar que la tierra les diera el fruto, pero los sacerdotes
dependían del Señor de la tierra (Deuteronomio 11:14). Por eso, los ministros
solamente deben ocuparse en los asuntos de Dios, porque Él se ocupa de los
de ellos; los levitas deben ocuparse sólo en servirle, porque Jehová les sirve a
ellos, pues es su herencia.
El proverbista dijo: “El caballo se alista para el día de la batalla; Mas
Jehová es el que da la victoria” (Proverbios 21:31); y el salmista dijo: “No
confiéis en los príncipes, Ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación”
(Salmos 146:3). La salvación viene de Jehová, y habrá momentos que Él te
va a probar a ver si crees esta palabra. Y te profetizo que si no lo ha hecho
lo hará, porque nuestro Dios quiere que tú creas que Él es tu heredad. No
sé que sientes al leer esto, pero a mí el saber que Jehová es mi heredad me
consuela. Tener tierra y posesiones es poseer algo limitado, pero tener a
Dios es poseerlo todo. El hecho de que Dios reparta dones de gracia y pros-
peridad a la iglesia es una bendición, pero que también diga: «Yo no te doy
cosas, yo me doy a ti por entero» eso mi hermano, es mucho más excelente,
mucho más admirable y significa mucho más que cualquier dádiva que Él
nos pueda dar, es muchísimo más que una dosis o grado de fama, eso no
tiene precio.
Amado, ministro de Dios, esto no es un tipo de mensaje de inspiración
o de motivación para regalarte el cielo, porque no es del cielo que estoy
hablando, es del Dios del cielo que es tu dueño y tu heredad. Recibe esto,
hermano de mi alma, no solamente para que subas tu estima, sino para que
asciendas a la dimensión que ya Dios te puso, porque tú no te llamaste a ti
mismo. ¡Qué poderoso! Estoy que me tiembla el corazón, pues esto no lo
ministro solo a ti, sino que yo mismo estoy siendo ministrado por el Espíri-
tu. ¡Qué bueno cuando la palabra pasa por nosotros primero!
Cuando Ana lloraba su desgracia de no concebir y a la vez sufría por
las constantes humillaciones de Penina, su rival, su amado esposo Elcana la
consolaba diciéndole: “Ana, ¿por qué lloras? ¿por qué no comes? ¿y por qué está
afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos?” (1 Samuel 1:8). De esa
manera les dice Dios a todos sus ministros: «Mi siervo, ¿por qué lloras? ¿por

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qué no comes? ¿y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que
tierras, posesiones, propiedades, riquezas, fama y renombre? Yo soy tu here-
dad». ¿Cuántos ministros no reciben de parte de la iglesia una remuneración
justa por su labor ministerial? ¿Cuántos hay que tienen que realizar un trabajo
secular para poder sostener a su familia? Son innumerables los siervos de Dios
que, por circunstancias o por ignorancia de la iglesia, están viviendo en nece-
sidad y en limitación. A los tales, el Señor les dice: «Yo soy tu heredad».
Hay muchos otros que son ignorados y que sufren por no ser estima-
dos. En vez de honra reciben rechazos, incomprensiones y menosprecio,
a pesar de que se dan por entero y se gastan en el servicio de Dios. Solo
sus almohadas son testigos de sus lágrimas. Constantemente sus corazones
son lastimados con el cruel y despiadado aguijón de la ingratitud. Su úni-
ca recompensa, de parte del pueblo al cual sirven, es presión, demanda y
murmuración. La voz del Señor se deja oír a los oídos de estos santos y les
recuerda: “Yo soy tu parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel (…) No
temas,… yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande” (Números
18:20; Génesis 15:1). La riqueza del ministerio no son los logros, las realiza-
ciones o los reconocimientos, sino Dios. El Señor es la heredad del ministro,
y su grande galardón.

1.3 La Heredad de un Ministro


“… fueron todos los contados seiscientos tres mil quinientos cin-
cuenta. Pero los levitas, según la tribu de sus padres, no fueron
contados entre ellos; porque habló Jehová a Moisés, diciendo:
­solamente no contarás la tribu de Leví, ni tomarás la cuenta de
ellos entre los hijos de Israel…”
- Números 1:46-49

Iniciamos este capítulo diciéndote que los ministros son de Dios y Dios
es de los ministros. Esta verdad toma una trascendencia enorme tomando en
cuenta que los levitas no se entregaron a Dios, digamos, voluntariamente,
sino que Dios los escogió para sí, y también Él se entregó a ellos. ¡Cuán gran-
de manifestación de amor! Entender esto nos debe conmover hasta las entra-
ñas y cual cantora enamorada, henchida de amor exclamar: “Mi amado es
mío, y yo suya” (Cantares 2:16). El Señor eligió a los ministros para tener una
relación más íntima con ellos, y no conforme con haberlos hecho su posesión

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exclusiva (Deuteronomio 14:1-2), también Él se entregó a ellos totalmente,


manifestando la esencia misma de su amor. Aparentemente, los levitas fueron
limitados en sus posesiones terrenales en comparación con las demás tribus,
sin embargo, Jehová le dio todo lo que era suyo. Veamos a continuación lo que
Jehová les dio en heredad a sus ministros:

A) El Sacerdocio

“Pero los levitas ninguna parte tienen entre vosotros, porque el


sacerdocio de Jehová es la heredad de ellos”
-Josué 18:7

El ministerio sacerdotal pertenece al Señor, pero Dios se lo dio en don


a los levitas (Números 8:19). Ministrar es servir, por tanto, la riqueza de un
ministro no es un invaluable patrimonio, sino servir a Jehová en la tierra de
los vivientes, esa es su riqueza y su verdadera herencia. ¡Oh, si todos los minis-
tros de Dios entendiéramos eso de verdad, y viéramos la fortuna que hay en
el servir a Jehová, nos sintiéramos completos en Él! ¿Qué tienes tú Juan Rad-
hamés? Tengo a Jehová y tengo su ministerio, el servirle a Él es mi herencia.
Acostumbro a decir que no me considero ser un hombre con muchos dones ni
talentos, pero sí estoy convencido que mi única honra es que Jehová me tomó
para Sí. A mí no me importa si no soy el ministro más grande del mundo,
tampoco si en lo humano reciba poco reconocimiento, simplemente el ser un
siervo de Jehová, ya yo tengo mi todo, Él es mi vida.
Nota que Dios a los levitas no les dio tierra, porque el ministerio era
su heredad. Por eso, Josué dijo a toda la congregación de los hijos de Israel:
“Vosotros, pues, delinearéis la tierra en siete partes, y me traeréis la descripción
aquí, y yo os echaré suertes aquí delante de Jehová nuestro Dios. Pero los levitas
ninguna parte tienen entre vosotros, porque el sacerdocio de Jehová es la here-
dad de ellos…” (Josué 18: 6 – 7). Concluimos entonces que si el sacerdocio o
ministerio es la heredad del ministro, su herencia es servirle a Dios. Entiende
amado, tu riqueza, gracia y bendición es servirle al Señor, ¿lo estás captando
como el Espíritu me lo está revelando? Si le sirves a Dios ya lo tienes todo, ¿o
acaso es poca cosa servirle al Rey del Universo?
Puede que llegue la ocasión que todos te abandonen y te quedes sin nada
y hasta tu cabeza ruede por el cadalso, como la de Juan el bautista, pero
si honraste tu llamamiento, te llevarás la honra de que le serviste a Jehová
Dios de Israel. Esa es tu recompensa en la tierra de los vivientes, por tanto,

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nadie toma par a sí esa honr a 53

¡defiéndela, valórala, aquilátala! Esa es tu riqueza en este mundo, y no la casa


que Dios te dio, ni el auto, ni el tener una congregación grande. Tampoco
es ser amado, ni aclamado, ni invitado, eso es algo más que se añade, pero la
verdadera riqueza es servirle a Dios. No tienes otra cosa más importante que
servirle a Él. El sacerdocio es tu heredad, no la tierra, ni bienes, ni honores, ni
nada. Servirle a Dios es lo máximo, y punto. Si lo valoras, vas a decir: «Yo no
quiero más, es suficiente; servirle a Dios es todo».
No obstante, y también por orden de Jehová, a los levitas les dieron ciuda-
des de refugio, seis lugares para que los homicidas se refugien en ellas. De esta
manera, si una persona mataba a alguien por error, se podía refugiar en ese
lugar hasta la muerte del sumo sacerdote. Igualmente, cada tribu debía donar
ciudades con abrevaderos (ejidos) para que los levitas tengan un lugar donde
habitar y cuidar su ganado. Notemos lo que dice en Josué: “Y todas las ciudades
de los levitas en medio de la posesión de los hijos de Israel, fueron cuarenta y ocho
ciudades con sus ejidos. Y estas ciudades estaban apartadas la una de la otra, cada
cual con sus ejidos alrededor de ella; así fue con todas estas ciudades” (Josué 21:41-
42). Es interesante, porque los levitas tenían dos lugares donde vivir, estaban
frente al tabernáculo, para cuidar la casa de Jehová, y estaban entre el pueblo,
para reconciliar a los hijos de Israel, y que no haya plaga en ellos al acercarse al
santuario (Números 8:19). Es decir, su habitación era cerca de Dios y cerca del
pueblo; para servirle a Dios, y también al pueblo. Cerca del tabernáculo para
cuidar de las cosas de Dios y entre el pueblo para ministrar al pueblo. Esas son
nuestras dos áreas de servicio, pero la herencia primordial es servirle al Señor.
Los levitas fueron esparcidos por toda la tierra y ocuparon lugar en el
territorio de las once tribus hermanas, para
que estuvieran cerca del pueblo, aunque no
se contaban entre ellos (Números 1:49-50). “Dios al pueblo le
Una cosa es que yo te sirva a ti y otra cosa dio tierra, pero a
que yo sea tuyo. El profeta Elías le dijo al
los levitas se dio
pueblo: “Acercaos a mí. Y todo el pueblo se
le acercó” (1 Reyes 18:30). ¿Por qué? Porque a Sí mismo”
el profeta debe estar cerca del pueblo no
solamente físicamente, sino padeciendo por
él, sintiéndose como parte de él, pues es su representante. Si el pueblo peca
no puedes decir: «Ellos pecaron», sino decir como dijo Daniel en su oración
intercesora: “… hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impía-
mente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus
ordenanzas” (Daniel 9:5). El ministro debe sentirse parte del pueblo aunque
es de Dios.

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54 la honr a del ministerio

Nuestro Señor dijo muy claramente refiriéndose a sus discípulos: “No son
del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16). Mas tú, ¿qué aspi-
ras: la tierra o a Dios? ¿Qué tu anhelas: prosperidad o a Dios? ¿Qué tu ambi-
cionas: viñas, olivares, lagares o quieres a Dios? Mi hermano, medita en eso,
pues esta es otra verdad que si la recibimos en espíritu nos va a sacudir, y va
trascender de manera que nos resolverá un montón de problemas en el minis-
terio. Muchos ministros han pasado por estrechez y necesidad en el ministe-
rio, esperando ayuda de los príncipes de la iglesia, de fulano, de perencejo, y
Dios dice: «Yo Jehová fui el que te llamé, fui yo el que te honré y te hice mío,
por tanto, yo soy el que te sostengo, yo Jehová. Tú eres mi ofrenda y yo soy tu
herencia. Yo me dispongo para ti, me entrego a ti y soy enteramente tuyo y tú
mío. Yo Jehová». Esa fue la distinción que hizo Dios entre el pueblo y los
levitas: al pueblo le dio tierra, a los
levitas se dio a Sí mismo.
“La herencia La herencia de un ministro es Jehová,
y su riqueza es servirle. Conociendo esta
de un ministro
verdad, podemos entender al apóstol Pablo
es Jehová, y y su devoción por el ministerio, cuando
su riqueza es dijo: “… prefiero morir, antes que nadie
servirle. desvanezca esta mi gloria. Pues si anuncio el
evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque
me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no
anunciare el evangelio!” (1 Corintios 9:15-16). Y en otra ocasión dijo: “Pero
cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de
Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia
del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y
lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él…” (Filipenses 3:7-9).
Pablo todo lo desestimó con tal de honrar al Dios que lo llamó. Meditemos en
ello mi hermano, pues lo que fuimos ya pasó, ahora somos de Dios.
Le doy gracias al Señor por su misericordia, pues, siendo yo de temprana
edad, comencé a entender algo de esto, de tal manera que en aquel tiempo tan
difícil que viví, en el cual fui probado por el Señor en grado superlativo, Él me
pidió que le entregara el ministerio y entendí el porqué. La razón era porque
yo lo había idealizado demasiado, pero no dudé en entregárselo. Tengo que
confesarte que, primero el amor a Dios, segundo el temor reverente, y tercero
lo que represento, han sido los frenos que me han librado de muchas tentacio-
nes. El hecho de que Juan Radhamés Fernández quede mal es uno más que
queda mal, pues ¡cuántos santos mejores que yo, estando en más honra, han

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caído! Así que el que yo caiga no se pierde mucho, pero que el nombre de Dios
sea blasfemado por causa mía, eso sí es grave.
Yo soy un hombre, pero que sea también un ministro ya es otra cosa. Yo
puedo ser el esposo de Migdalia, padre de dos hijos, abuelo de mis nietos,
tener padres, hermano y hermanas, también amigos, etc., ese soy yo, un hom-
bre que de seguro encontrarás defectos en él. Mas, lo que represento para
Dios, cambia totalmente el asunto. ¿Por qué? Porque llevo una investidura
que no es mía, una honra que no me perte-
nece, un llamamiento que no es de mi pro-
piedad, una confianza que no me merecía
“Procuremos
al tenerme por fiel cuando yo no lo era.
Entonces ¡qué se enlode lo que es mío, pero que nuestro
que no se me ensucie la vestidura sacerdotal ministerio no
que Él me dio! ¡No cuidemos tanto nuestra traiga oprobio
reputación, sino guardémosla en pureza, y vergüenza al
por causa de su gran nombre! Procuremos
que nuestro ministerio no traiga oprobio y
nombre de Dios,
vergüenza al nombre de Dios, sino que sino que añada
añada gloria a Su alabanza. gloria a Su
Coré, Datán y Abiram se rebelaron con- alabanza”
tra Moisés y Aarón, acusándolos de enseño-
rearse del pueblo y monopolizar el liderazgo
levítico (Números 16:1-14). Según ellos, toda
la congregación de Jehová era santa y Dios estaba en medio de ellos (v. 3).
Con esto quisieron decir que todos eran iguales y que Moisés y Aarón se esta-
ban levantando sobre la congregación. Pero Moisés, que conocía la intención y
motivación de estos levitas que ambicionaban ser sacerdotes, ya que todos los
sacerdotes eran levitas, pero no todos los levitas eran sacerdotes (solo los hijos
de Aarón), les dijo:

“Oíd ahora, hijos de Leví: ¿Os es poco que el Dios de Israel os


haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él
para que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y
estéis delante de la congregación para ministrarles, y que te hizo
­acercar a ti, y a todos tus hermanos los hijos de Leví contigo?
¿Procuráis también el sacerdocio?”
(Números 16:8-10).

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56 la honr a del ministerio

Los levitas servían en el tabernáculo, aunque no ministraban en el culto a


Jehová. Pero Moisés les hizo ver que ningún oficio o servicio hecho en el
ministerio es insignificante. En el ministerio de Dios no hay posiciones, ni
escalafones, sino grados de honra. Nadie
debe subestimar ningún servicio de Dios
por pequeño que este parezca. La honra estri-
“En el ministerio ba en servir a Dios, y no en ninguna otra
de Dios no hay cosa. Esta verdad es muy importante para
posiciones, ni nosotros hoy, pues en la actualidad se apela
escalafones, sino mucho a la grandeza en el ministerio. Vivi-
mos en el tiempo de la fiebre apostólica.
grados de honra” Muchos quieren ser apóstoles, no necesaria-
mente por las funciones de dicho ministe-
rio, sino porque interpretan que un apóstol
es pastor de pastores. Ellos ven el apostolado como un nivel jerárquico, y
aspiran estar sobre sus hermanos.
No obstante, el Señor Jesús enseñó que el grande en el reino de Dios no es
el que ocupa una posición eclesiástica, sino el que más y mejor sirve. El apóstol
Pablo enseñó que en el ministerio se crece en honra, y se alcanza un grado hon-
roso, cuando vivimos y servimos como es digno de Dios (1 Timoteo 3:8, 12,13).
Y de los ancianos también dijo: “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos
por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar”
(1 Timoteo 5:17). Por tanto, a todos aquellos siervos de Dios que no estiman
su servicio, el Señor les dice: “¿Os es poco que el Dios de Israel os haya apartado
(…) acercándoos a él para que ministréis en el servicio (…), y estéis delante de la
congregación para ministrarles?” (Números 16:9). Nota como el Señor consoló a
su siervo, cuando este consideraba su esfuerzo vano y sin provecho:

“Mi siervo eres, oh Israel, porque en ti me gloriaré. Pero yo dije:


Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis
fuerzas; pero mi causa está delante de Jehová, y mi recompensa con
mi Dios. Ahora pues, dice Jehová, el que me formó desde el vientre
para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob y para congregar-
le a Israel (porque estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios
mío será mi fuerza); Poco es para mí que tú seas mi siervo para
levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de
Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi sal-
vación hasta lo postrero de la tierra. Así ha dicho Jehová, Redentor

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de Israel, el Santo suyo, al menospreciado de alma, al abominado


de las naciones, al siervo de los tiranos: Verán reyes, y se levantarán
príncipes, y adorarán por Jehová; porque fiel es el Santo de Israel,
el cual te escogió. Así dijo Jehová: En tiempo aceptable te oí, y en el
día de salvación te ayudé; y te guardaré...”
(Isaías 49:3-8).

Meditemos en eso, porque el tiempo de restauración de estos días


demanda hombres como los santos profetas y apóstoles que nos hablaron la
Palabra de Dios. Tenemos que desenredar el ministerio de todas esas tela-
rañas engañosas que han limitado a los siervos de Dios, a tal punto que hay
ministros acomplejados que no se atreven a decir: «Soy ministro», pues no
son tratados como tales. Estos son empleados de denominaciones que los
estropean, y los hacen sentir miserables. Les presentan el cheque, y a través
del salario los persuaden a servir a su institución a costa de deshonrar el
nombre del Señor, pues dejan de ser obedientes al Dios de su llamamiento
para servirles a ellos. Yo ruego a Dios que con humildad y sabiduría sepa-
mos vivir y enseñar la honra del ministerio en la dignidad y altura en que
revela la Palabra de Dios.

B) Los Sacrificios

“Pero a la tribu de Leví no dio heredad; los sacrificios de Jehová


Dios de Israel son su heredad, como él les había dicho”
-Josué 13:13-14

La otra parte de la herencia de un ministro son los sacrificios de Jehová.


Cuando Josué hizo la repartición fue estricto con la tribu de Leví y no le dio
heredad, porque los sacrificios de Jehová eran su heredad, como Él les había
dicho (Josué 13:13-14); y aquí llegamos a un clímax de este mensaje. Permita el
Señor que tú no limites el concepto de ofrenda a algo que se le da a Dios, para que
luego Él lo use en su servicio o lo invierta en su causa. Cuando alguien da una
ofrenda a Dios le está expresando en ella su amor; lo está distinguiendo, le está
obedeciendo, le está creyendo y le está dando junto a su corazón, su convicción.
Por tanto, para el Dios del universo, la ofrenda tiene un gran valor y le es
de sumo agrado. Una ofrenda a Jehová es la devoción de alguien que le ama,
que le reconoce, que le teme, que le cree, que le obedece; que voluntariamente,

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por honrarle, le da algo que Él le pide y se lo da de corazón. Y, ¿sabes lo que


dijo Dios? “Y el sobrante de ella lo comerán Aarón y sus hijos; (…) la he dado a
ellos por su porción de mis ofrendas encendidas; es cosa santísima, como el sacri-
ficio por el pecado, y como el sacrificio por la culpa” (Levítico 6:16,17). O sea,
Jehová dijo, en otras palabras: «Ya sea ofrendas de flor de harina o del holo-
causto, la que sea, sacrifíquenme la parte mía, y luego, tomen del animal esta
parte, para que sea comida por el sacerdote y su familia. De lo mismo que me
dan a mí, de aquello que me queman en el altar y asciende a mí en olor suave,
corten una parte para el ministro y su familia, para que él coma de lo mismo
que me ofrecen a mí». ¡Qué dignidad! Jehová comparte lo que para Él es san-
tísimo, conmigo y mi familia, porque le sirvo, porque soy suyo y Él es mío.
No hay forma de evaluar lo que es una ofrenda para Dios, tomando en
cuenta que por ella perdonaba pecados y tenía misericordia; sin embargo, Él
la comparte con sus siervos. El que Dios tome de lo que se le da a Él, para que
tu familia sea sostenida, eso es demasiada honra, si lo entiendes con el espíritu
de esta palabra. Veamos los siguientes versículos:

“Mas tú y tus hijos contigo guardaréis vuestro sacerdocio en


todo lo relacionado con el altar, y del velo adentro, y ministra-
réis. Yo os he dado en don el servicio de vuestro sacerdocio; y el
extraño que se acercare, morirá. Dijo más Jehová a Aarón: He
aquí yo te he dado también el cuidado de mis ofrendas; todas
las cosas consagradas de los hijos de Israel te he dado por razón
de la unción, y a tus hijos, por estatuto perpetuo”
-Números 18:7-8

De lo anterior podemos decir, que así como los levitas son un regalo de
Dios para su pueblo, ellos en sí mismos recibían como don el servir delante de
Jehová. Estar delante de la presencia de Jehová es algo tan santo que Dios mis-
mo advertía al pueblo no acercarse para que no muriesen (Éxodo 19:12). Por
tanto, ningún extraño podría ni siquiera acercarse y mucho menos realizar el
servicio sacerdotal sin haber sido llamado por Dios, como lo fueron ellos. Mas,
a los sacerdotes se les dio el servicio en el tabernáculo como regalo, así como
también el cuidado de las ofrendas y todas las cosas consagradas del pueblo, ya
que sólo ellos, por causa de la unción, podían tocar las cosas santas.

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“Esto será tuyo de la ofrenda de las cosas santas, reservadas


del fuego; toda ofrenda de ellos, todo presente suyo, y toda
expiación por el pecado de ellos, y toda expiación por la culpa
de ellos, que me han de presentar, será cosa muy santa para ti
y para tus hijos. En el santuario la comerás; todo varón come-
rá de ella; cosa santa será para ti”
-Números 18: 9-10

En otras palabras, las ofrendas del pueblo eran los sacrificios a Jehová, y
los mismos Dios se los dio a los sacerdotes. Por ejemplo, cuando el pueblo iba
a sacrificar un animal por el pecado, había
una parte que se le sacrificaba a Jehová y otra
que el sacerdote se llevaba a su casa para él y
su familia. Los sacerdotes tomaban parte de “Una ofrenda
la misma ofrenda, y de los mismos sacrificios no es solo algo
que se le daba a Jehová, porque Él compartía que se ofrece al
su ofrenda con ellos. ¿Sabes lo que signifi- Señor, mejor aún,
ca que la misma carne que se le presentaba
a Dios para honrarlo y servirle, el sacerdote
es una represen-
comiera una parte de ella? Eso quiere decir tación de lo que
que los ministros tienen parte de lo que es de Dios es para el
Dios. Por eso, escrito está: “¿No sabéis que los adorador”
que trabajan en las cosas sagradas, comen del
templo, y que los que sirven al altar, del altar
participan?” (1 Corintios 9:13).
Mas, detengámonos a pensar en lo que significa que de la misma carne
que se le daba a Dios como ofrenda, aquella que subía en olor suave y grato a
Él, de esa tenían parte los sacerdotes y su familia. Es algo sumamente hermo-
so que de lo más santo y sublime, Dios autorizaba a los sacerdotes a tomar una
parte. Y yo pregunto: ¿es poca cosa comer de lo que fue dedicado a Jehová?
¡Es una honra! Pero nadie toma para sí esa honra, si no le fuese dada como
se les fue otorgada a los ministros de Dios. Por lo cual, mi amado, la honra
del ministerio no es llevar una túnica como la de Aarón, o una mitra en la
cabeza; tampoco es simplemente ministrar, es tener parte de lo que pertenece
sólo a Dios. Es entender con temor y temblor que Jehová es mi herencia, que
el ministerio y los sacrificios de Jehová son mi heredad. Dios le da parte a su
sacerdocio de lo que el pueblo le ofrenda, y especifica:

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“En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella; cosa san-


ta será para ti. Esto también será tuyo: la ofrenda elevada de sus
dones, y todas las ofrendas mecidas de los hijos de Israel, he dado
a ti y a tus hijos y a tus hijas contigo, por estatuto perpetuo; todo
limpio en tu casa comerá de ellas. De aceite, de mosto y de trigo,
todo lo más escogido, las primicias de ello, que presentarán a
Jehová, para ti las he dado. Las primicias de todas las cosas
de la tierra de ellos, las cuales traerán a Jehová, serán tuyas;
todo limpio en tu casa comerá de ellas. Todo lo consagrado
por voto en Israel será tuyo. Todo lo que abre matriz, de toda
carne que ofrecerán a Jehová, así de hombres como de animales,
será tuyo; pero harás que se redima el primogénito del hombre;
también harás redimir el primogénito de animal inmundo. De
un mes harás efectuar el rescate de ellos, conforme a tu estimación,
por el precio de cinco siclos, conforme al siclo del santuario, que es
de veinte geras. Mas el primogénito de vaca, el primogénito de
oveja y el primogénito de cabra, no redimirás; santificados son; la
sangre de ellos rociarás sobre el altar, y quemarás la grosura de
ellos, ofrenda encendida en olor grato a Jehová. Y la carne de ellos
será tuya; como el pecho de la ofrenda mecida y como la espaldilla
derecha, será tuya. Todas las ofrendas elevadas de las cosas santas,
que los hijos de Israel ofrecieren a Jehová, las he dado para ti, y
para tus hijos y para tus hijas contigo, por estatuto perpetuo; pacto
de sal perpetuo es delante de Jehová para ti y para tu descendencia
contigo. Y Jehová dijo a Aarón: De la tierra de ellos no tendrás
heredad, ni entre ellos tendrás parte. Yo soy tu parte y tu heredad
en medio de los hijos de Israel”
-Números 18:10-20

Nota que lo que se le ha dado a los


“La ofrenda mide levitas no es cualquier cosa, sino cosa san-
el grado de amor, tísima, algo sobre lo cual Dios es la única
autoridad, como son ofrendas mecidas,
la medida de votos, ofrendas elevadas de las cosas santas,
obediencia y el primicias para Jehová, de las cuales Él les
nivel de respeto daba parte. Una ofrenda no es solo algo
del adorador” que se ofrece al Señor, mejor aún, es una
representación de lo que Dios es para el

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adorador. Así como el dinero es la representación del valor de los artículos, de


la misma forma, una ofrenda expresa en sí misma lo que significa Dios para
el dador. La ofrenda mide el grado de amor, la intensidad de obediencia y
el nivel de respeto del adorador. Por tanto, la ofrenda no es cualquier cosa.
Judas valoró en dinero el perfume derramado por aquella mujer en trescientos
denarios (Juan 12:4,5). Para los otros discípulos fue un desperdicio, pero para
ella fue la máxima expresión de amor y gratitud para su Señor. El Maestro,
que conocía su corazón y lo que ella quiso manifestar, consideró como olor
grato y algo de alta estima aquel ungüento.
Tengo que decir con suma tristeza que la mayoría de los ministros no
sabemos lo que es una ofrenda para Jehová. La manera trivial y vergonzosa
que se usa para pedir ofrendas; el énfasis en la cantidad y no en el corazón;
la manipulación que se emplea para aumentar los fondos de la tesorería de
la iglesia que no es otra cosa, sino “simo-
nía” (que es la práctica de ofrecer los dones
o bendiciones de Dios a cambio de una
recompensa económica o de cualquier otra “Dentro de
índole -Hechos 8:9-24), solo revelan que cada ofrenda
ignoramos la santidad de la ofrenda del se oculta el
Señor. Es bueno que sepamos que todas corazón del
estas praxis y muchas otras que se usan
adorador, por
hoy, desvirtúan la esencia del ofrendar y
manifiestan claramente que los que minis- lo que puedo
tramos desconocemos lo que significa afirmar que
dedicar algo a Dios. tal como es la
Cuando aquella mujer derramó el fras- ofrenda, así es el
co de alabastro con perfume a los pies de
Cristo (Lucas 7:37-38), los ojos avaros de
adorador”
Judas solo vieron el valor monetario de
la esencia derramada; la vista corta de los
demás discípulos vieron en ello solo un desperdicio; pero Aquel, a quien se le
quiso expresar el amor y la gratitud, sí supo ver e interpretar la representación
de tan apreciado ungüento. Él no vio el valor del perfume en el mercado, sino
el precio del amor que se le quiso manifestar. El Señor lee el corazón en cada
ofrenda que se le trae a Él. Dentro de cada ofrenda se oculta el cora-
zón del adorador, por lo que puedo afirmar, que tal como es la
ofrenda, así es el adorador. Esa es la razón por la cual, la Biblia dice: “Y
miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín

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y a la ofrenda suya” (Génesis 4:4,5). Nota que primero vio a Abel y luego a su
ofrenda, así también ocurrió en el caso de su hermano; Jehová vio a Caín y
después la ofrenda que le trajo. ¿Quieres conocer quién es Dios para el adora-
dor? Mira su ofrenda. Hay quienes dan ofrendas, y quienes son ofrendas.
En cada ofrenda se oculta la expresión del corazón, por lo que en ella
hay amor, gratitud, cariño, obediencia, respeto, abnegación, entrega, sacri-
ficio, intimidad, voluntad, disposición, etc., todo lo que un adorador quiere
dar al Señor. Fuera de eso, aunque sea una fortuna cuantiosa, no es ofrenda.
Espero que entiendas ahora lo que significa que Dios comparta parte de la
ofrenda ofrecida a Él con los sacerdotes o ministros. Comprenderás, enton-
ces, por qué a la tribu de Leví no se le dio
heredad, porque los sacrificios de Jehová
Dios de Israel son su heredad (Josué 13:14).
“Hay quienes
La tribu de Leví, aparentemente no poseía
dan ofrenda, nada, pero en realidad con Jehová lo tenía
y quienes son todo. Veamos en el siguiente segmento,
ofrendas” otra cosa que nos pertenece como minis-
tros, según la Palabra de Dios.

C) Los Diezmos

“Y he aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en


Israel por heredad, por su ministerio, por cuanto ellos sirven en
el ministerio del tabernáculo de reunión. (…) a los levitas he
dado por heredad los diezmos de los hijos de Israel, que ofrecerán
a Jehová en ofrenda; por lo cual les he dicho: Entre los hijos de
Israel no poseerán heredad”
-Números 18:21,24

Dios quiere restaurar el ministerio y tiene que comenzar con nosotros,


sus ministros. A veces andamos como mendigos, pero Dios instituyó que los
diezmos fueran nuestros, por causa del ministerio, como les dio a los levi-
tas todos los diezmos, porque no poseerían heredad como las demás tribus
(Números 18:21,24). Jehová estableció que nuestro oficio es servirle a Él en el
ministerio, por lo que no podemos ocuparnos en otros trabajos, sino que nos
dio los diezmos para sustentar a nuestras familias.
Yo te quiero confesar -y lo digo como testimonio- que no ha sido una,
sino una veintena de veces, las ocasiones que le he dado gracias a Dios por

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sostenerme con sus diezmos. Muchos de mis hermanos en el ministerio cono-


cen mi historia, que duré cerca de ocho años rehusando tomar salario como
pastor, pues tenía el ideal de ser misionero, y quería vivir una vida sacrificada,
como los que viven en privación, aun viviendo en el país más rico del mun-
do, donde no era necesario. La razón era porque pensaba que privándome de
tomar un salario de los diezmos, estaba bendiciendo a la iglesia, hasta que el
Señor me dijo: «Estás totalmente equivocado, y con tu actitud lo que estás
haciendo es empobreciendo a mi iglesia». Reaccioné escandalizado, pues en
mi mente estaba convencido que mi ideal era espiritualmente sublime y justo.
Y para hacerte breve esta historia, desde el día que Jehová me ordenó tomar
salario, la iglesia ha sido bendecida en el aspecto financiero de una manera
milagrosa. En otros ámbitos también ha sido asombroso la honra y favor que
Él nos ha dado.
La bendición de Jehová es la que enriquece (Proverbios 10:22). Yo estuve
engañado, envuelto en un ideal, creyendo que estaba bendiciendo a la iglesia,
economizándole un gasto, y lo que estaba era privándola de una gran bendi-
ción. Realmente, estaba renunciando a mi herencia, pero la herencia es santa,
y también es mía. El que determinó que el que trabaje, viva del altar fue el
mismo Dios, no yo. Incluso, el apóstol Pablo dijo: “¿No sabéis que los que tra-
bajan en las cosas sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del
altar participan? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio,
que vivan del evangelio” (1 Corintios 9:13-14). Por tanto, el salario que recibe
un ministro no es una limosna que le da la iglesia, sino algo que Jehová les
confiere a sus servidores. El pueblo se lo da a Dios y Él te lo da a ti. Es como
que mi esposa me regale algo a mí y yo te lo regale a ti, ¿quién te lo regaló?
¿Mi esposa? No, te lo di yo. Ella me lo dio a mí y yo te lo di a ti. Cuando el
pueblo te diga: «Yo te sostengo», tú tienes que decir: «Un momentito, aclare-
mos esto: ustedes no me sostienen; a mí quien me sostiene es Dios. Ustedes
dan ofrenda al Señor y Él me da una parte a mí. Nadie me dio un cheque
para yo depositarlo en el banco, y dar de comer a mí y a mi familia, sino que
se lo dedicaron a Dios como ofrenda y Jehová me da de lo suyo, porque Él me
llamó para servirle a Él. Por tanto, el recibir salario de sus ofrendas y diezmo
me corresponde, porque eso es mi honra y mi heredad».
No obstante, también debo decir que hay quienes abusan de este princi-
pio. Hombres carnales, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza,
pues sólo piensan en lo terrenal (Filipenses 3:19). Ellos sólo buscan lo suyo, los
cuales no son pastores, sino trasquiladores. A veces pensamos que el pecado
de la casa de Elí fue que ellos vivían con las mujeres del templo, y es verdad

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que lo hacían (1 Samuel 2:22), y eso fue algo terrible, pero ¿sabes cuál fue
el pecado más grave de ellos delante de Dios? El hecho de que por su causa,
los hombres menospreciaran las ofrendas de Jehová (v.17). ¿Sabes por qué?
Observa lo que dice la Palabra que hacían los hijos de Elí:

“… cuando alguno ofrecía sacrificio, venía el criado del sacerdo-


te mientras se cocía la carne, trayendo en su mano un garfio de
tres dientes, y lo metía en el perol, en la olla, en el caldero o en
la marmita; y todo lo que sacaba el garfio, el sacerdote lo tomaba
para sí. De esta manera hacían con todo israelita que venía a
Silo. Asimismo, antes de quemar la grosura, venía el criado del
sacerdote, y decía al que sacrificaba: Da carne que asar para el
sacerdote; porque no tomará de ti carne cocida, sino cruda. Y si
el hombre le respondía: Quemen la grosura primero, y después
toma tanto como quieras; él respondía: No, sino dámela ahora
mismo; de otra manera yo la tomaré por la fuerza”
(1 Samuel 2:13-16).

Este triste incidente lo podemos aplicar de muchas maneras, y una de ellas


es que cuando los ministros no viven bien, la gente menosprecia la
ofrenda a Dios. Si llevamos esto al tiempo de hoy, podemos recordar el caso
de un famoso evangelista, quien era reconocido mundialmente como un fenó-
meno televisivo, y la gente mandaba cuantiosas ofrendas, para contribuir con su
ministerio internacional. Pero, ¿qué ocurrió cuando los medios de prensa lo
sacaron en primera plana, por estar envuelto en un tremendo escándalo de
prostitución? Se vació no solo su congregación, sino también las de otros, y la
gente no volvió a dar ofrendas en muchas partes, porque decían que no creían
en ningún evangelista, pues para ellos todos eran unos charlatanes. Entonces,
los evangelistas serios sufrieron, la televisión
cerró sus puertas a los programas cristianos
“Cuando los en horario estelar, donde dicho evangelista
tenía su programación, y también otros, los
ministros no cuales pasaron a horarios de madrugadas.
viven bien, Nadie quería escuchar nada, es la verdad.
la gente Todos perdimos por ese mal testimonio, y
menosprecia la ahora la gente desconfía y ofrenda con mucho
ofrenda a Dios”

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cuidado. Cuando los ministros no vivimos bien, la gente pierde el respeto, la


devoción y la entrega desinteresada al Señor.
Los hijos de Elí dormían con las mujeres que velaban a la puerta del taber-
náculo de reunión, y la gente se quejaba de su mal comportamiento y su mala
fama aumentaba, haciendo pecar al pueblo de Jehová (1 Samuel 2:22-24). Estas
cosas, cuando la leemos, entristecen nuestro corazón, pero peores cosas estamos
viviendo en estos tiempos. Muchos ministros han sobrepasado la medida de los
hijos de Elí, con cosas que hacen en oculto que no se deben decir públicamente.
Y esto lo digo, no para criticar o exponer la iglesia, sino para que tú y yo honre-
mos a Dios, y los demás respeten el ministerio y lo que representa.
¿Por qué cuando los ministros viven mal el pueblo peca? Porque la gente
se enoja con Dios, se apartan de sus caminos y justifican el pecado, pensan-
do esto: «Si aquél que supuestamente debe enseñarme a mí, está viviendo en
pecado, ¡ya qué importa que yo también haga lo que quiera!» Así reacciona la
gente, y cuántos se van al mundo por esos escándalos. Ahora, no es cierto que
haya evangelistas ladrones, sino ladrones que se hacen pasar por evangelistas. Es
mucha la diferencia. Un evangelista nunca será un ladrón. Por tanto, entende-
mos que hay necesidad de un ministerio serio, porque hay muchos charlatanes
que se han vestido de ministros y no lo son, pues no fueron llamados por Dios
al ministerio.
Nota que la Escritura describe a los hijos de Elí como hombres impíos que
no tenían conocimiento de Jehová (1 Samuel 2:12), y sin embargo, fungían
como sacerdotes. La ley establecía que todo sacerdote debía conocer la ley,
pero estos hombres no tenían ese conocimiento. ¿Cuántos pueden ser docto-
res en teología y no conocer a Dios? ¿Por qué? Porque a Dios no se le conoce
sabiendo mandamientos de memoria o recitando salmos o por saber cuántas
yardas tiene la falda que llena todo su templo, no, no, no. El conocimiento
de Dios no viene por información, sino por revelación, teniendo
un corazón como el Suyo y participando de lo mismo que Él parti-
cipó. La Palabra dice: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a
luz…” (Génesis 4:1), es decir, intimó Adán con Eva; algunas versiones bíblicas
en lugar de “conocer” usan “entró” para referirse a la relación sexual. En otras
palabras, ya sea que entró o la conoció, entendemos que dos llegaron a ser uno.
Por tanto, conocer a Dios es ser uno con Él.
El que no vive a Dios no conoce a Dios, aunque tenga un montón
de información acerca de Él. Y ese es el problema ahora en el ministerio,
hay una gran cantidad de gente que predica de una manera tan elocuente, y
te citan los términos originales del griego y el hebreo, conocen las costumbres

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bíblicas, hacen un despliegue de su tremenda erudición, pero su vida personal


está seca, no han tenido intimidad con el Rey del universo. Y eso es lo que
quiero enseñar a través de estas páginas; esa es la restauración que requiere el
ministerio. Puede que nuestras palabras suenen un tanto raras, extrañas; que
nuestras expresiones no se usen en el lenguaje “positivista” de la iglesia, el cual
es muy bonito, pero está haciendo un considerable daño a los creyentes.
La Palabra dice que Elí amonestó a sus hijos, pero ellos no oyeron la voz
de su padre (1 Samuel 2: 23-25). No obstante, el pecado era muy ofensivo
delante de Dios, por lo que pienso que no era suficiente con una simple repri-
menda. Hay gente que quiere ser tan buena, incluso hasta más buena que
Dios, cuando el único bueno es Él. Mas, yo te digo amado, si amas a Dios y
a su iglesia, pero vives en pecado, apártate, deja el ministerio, pues con tu
conducta no sólo te estás haciendo daño a ti mismo, sino que le haces mucho
daño a la iglesia, al ministerio y al nombre del Señor.
El ministerio no es un lugar de ensayo, para ver “si funciono o no”. Cuando
alguien llega al ministerio es porque ha pasado por etapas, y se sobreentiende
que está apto para servir. Dios no llamó nunca a nadie e inmediatamente lo
puso a servir, sino que lo pasó por un proceso. Un ministro, primeramen-
te, debe ser maduro, tener control, ser un
buen administrador de su vida y goberna-
“El que no vive a dor de su casa, para poder cuidar la vida de
Dios no conoce los demás (1 Timoteo 3:5). Tiene que haber
vencido la carne y ser un maestro de pie-
a Dios, aunque dad, para enseñar piedad; maestro de domi-
tenga un montón nio propio, para enseñar dominio propio y
de información estar lleno del fruto del Espíritu, para poder
acerca de Él” impartirlo.
En cambio, lo que veo hoy es que si una
persona habla bonito, tiene talento, predi-
ca bien, tiene unción, la apartan inmediatamente para el ministerio. Luego,
como esa persona trae sus debilidades que todavía no ha vencido, hace pecar
al pueblo. La gente cuando lo ve pecar se desanima y se desenfrena. ¡Quiera
Dios que esto lo lea toda la iglesia de Cristo en el mundo, a ver si tenemos
todos un nuevo comienzo! Cuando un hermanito cae, nos duele a todos,
pero cuando un ministro cae no sólo nos duele, sino que le hace daño a
toda la iglesia, y eso es lo que no podemos permitir. Por eso le dijo Pablo
a Timoteo: “No impongas con ligereza las manos a ninguno, ni participes en

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pecados ajenos. Consérvate puro” (1 Timoteo 5:22), aun a los diáconos hay que
probarlos primero.
Volviendo al caso de los hijos de Elí, ellos no necesitaban amonestación,
sino ser echados del ministerio. Eso era lo que tenía que hacer su padre, levan-
tarse con autoridad, y decirles: « ¡Se me van de aquí! Ustedes son unos corrup-
tos, no son dignos de estar en la casa ni en el servicio a Jehová», eso era lo que
esperaba Dios de Elí. Puede que todos estemos de acuerdo con que la actitud
de Elí fue tolerante y dúctil con sus hijos, sin embargo, si te levantas e impides
a alguien que continúe con una mala conducta en el ministerio, encontrarás
quien diga: «Ay, pero que tipo inflexible ese. Lo que nosotros necesitamos
es restauración». Y yo digo, sí, vamos a restaurar al hermano, pero fuera del
ministerio, en su casa. La iglesia no es un lugar para pecar, sino para minis-
trar, aunque esté llena de pecadores. El ser débil, puede que le luzca al débil,
al niño en Cristo que cayó, pero que una persona que está en autoridad, ense-
ñando santidad, enseñando carácter, esté patinando en lodo es intolerable,
¡por favor, eso no es posible! Alguien dijo que para tú sacar a los pecadores de
las aguas resbaladizas del pecado, tienes que estar bien firme en la roca.
Conozco lugares donde se han cometido cosas abominables y terribles, y
para no traer escándalo al ministerio y evitar problemas con esas personas y
sus familias, los dejan en sus funciones, aunque son ellos que con sus vidas,
no tan solo dañan su propio ministerio, sino a toda una congregación. Yo creo
en la restauración, pero diciéndole al hermano: «Siéntate, deja de ministrar.
Comencemos un proceso de restauración. Tú no puedes estar ministrándoles
a los santos, porque en tu ministrar también va incluido tu ejemplo, y no se lo
puedes dar». Eso fue lo que Pablo le dijo a los judíos: “Tú, pues, que enseñas a
otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas?
Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras? Tú que abominas de los ídolos,
¿cometes sacrilegio? Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley deshonras a
Dios? Porque como está escrito, el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles
por causa de vosotros” (Romanos 2:21-24). Y no es que lo mandemos al infier-
no, no, pero sí debe salir del ministerio, porque no está apto.
Por tanto, en ese momento la amonestación de Elí no resultó como un
regaño, sino como una honra a sus hijos, a los ojos del Señor. Es como el
padre consentidor, que al saber que sus hijos están haciendo cosas indebidas
que afectan a otros, les da un discursito, y les dice: «Mis hijos, por favor, dejen
eso, miren que hay personas que eso les molesta [no que está mal]» y no les
impide seguir haciendo lo mismo ni toma el control. Por lo cual, es como si
no hubiese hecho nada. Los hijos de Elí se excedieron, pasaron el límite, y es

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lo que pasa hoy también en el ministerio. Jehová nos da honra y ya queremos


ocupar el lugar de Dios; le quitamos los aplausos, la alabanza, la admiración y
todo lo que pertenece sólo a Él. El ministro recibe honra, pero es la misma de
Dios, porque llevamos su nombre. Al representarlo, el Señor comparte de lo
que Él recibe (la ofrenda, los diezmos, etc.) y como Dios está en honor, el que
está sirviéndole a Él también recibe honor. Pero no honor de ser un dios, sino
el honor compartido de servirle al grande y al poderoso que es el Señor.
El ministerio no es una plataforma para que el ministro se haga grande ni
famoso, no me cansaré de repetirlo hasta el cansancio. Los ministros estamos
en una tribuna que la gente le llama altar, pero altar es donde está el Dios
Altísimo, quien también puede estar ahora mismo ahí junto a ti, donde estás
leyendo este libro. Él es omnipresente, por lo cual, el altar no es un lugar
geográfico o un lugar específico en la casa de oración, así como
el templo no es un lugar con cuatro paredes, sino la morada de
Dios con su pueblo. Somos morada de Dios en el Espíritu, y nuestro cuer-
po templo del Espíritu Santo (Efesios 2:22;
1 Corintios 6:19). El púlpito, que está ubi-
cado en una plataforma, no es un lugar más
“Que el ministro santo que otro, aunque sí es santo, porque se
tome el altar apartó para Dios. En él se ministra a Dios,
como lugar pero no es santo en el sentido místico ni
donde exhibirse, religioso, estemos claro en eso.
Se coloca al ministro un poco más
no es solamente arriba para que los que serán edificados no
una prostitución les sea difícil tener un contacto visual con
al propósito del él, a través del cual pasa la bendita gracia
ministerio, sino de Dios. Pero que el ministro tome el
una usurpación altar como lugar donde exhibirse,
no es solamente una prostitución al
al lugar de Dios” propósito del ministerio, sino una
usurpación al lugar de Dios. Eso es
violentar y adueñarme de la ofrenda, antes
de que sea dedicada a Dios. La honra del
ministerio es solo de Dios, aunque el Señor la comparta con nosotros; Él la
da, nosotros no la tomamos.
Con todo, hay ministros que están dependiendo de otras cosas para vivir,
porque tienen vergüenza de vivir del altar. El mundo ha logrado que el minis-
tro crea que es un ladrón porque vive del diezmo de Dios. Pero, si una persona

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va donde un abogado y le pide un servicio, él le cobrará sus honorarios y ésta


lo pagará sin pensar que ese hombre es un farsante porque le cobró. De la
misma manera, cada vez que alguien va al médico, sea la visita de rutina o no,
tiene que pagar. También se paga al barbero, al peaje cada vez que cruza un
túnel o un puente; se paga por usar la transportación pública; por estacionar
su vehículo en áreas comerciales (ya sea en la calle o en un estacionamiento);
incluso por mirar el paisaje a través de unos binoculares. Mas, dar a la igle-
sia los diezmos y ofrendas, no lo hace, porque considera que el ministro no
merece nada. Pero si el médico que cuida el cuerpo y el psiquiatra que trata
la mente, reciben una recompensa por su servicio ¿por qué el ministro que
nutre, alimenta y cuida nuestro espíritu no merece una retribución? ¿en tan
poco valoramos a nuestra alma y espíritu?
Igualmente, hay ministros que no entienden ni han aceptado su heredad,
y por eso el pueblo tampoco lo ha aceptado. No vivir ese principio divino ha
empobrecido a la iglesia, y los ministros que no lo han entendido están enseñan-
do al pueblo a negociar con Dios. El pueblo ha aprendido a mercadear con cosas
tan sagradas, como ofrecer una ofrenda a cambio de una bendición. Ahora sé
que muchos entenderán por qué digo que la iglesia no se sostiene ni vendiendo
arepas, ni haciendo rifas, ni vendiendo videos, ni DVD, CD o libros. Mucho
menos se sostiene la casa de Dios vendiendo adoración, ni cobrando para que
la iglesia asista a ver el show del “artista cristiano”, o por las comisiones dejadas
por un viaje turístico a Israel, para ver los lugares sagrados, etc., porque eso no
fue lo que instituyó el Señor. Jehová dijo que de los sacrificios del pueblo, y
sus diezmos, lo que produce el mismo altar, deben vivir los que trabajan en el
altar. Ningún ministro debe avergonzarse por ello, porque eso lo dijo Dios, es
un mandamiento. El Señor bendice y prospera al pueblo a través de su Palabra
predicada, y ellos le devuelven de corazón, los diezmos y ofrendas de lo que Él
les dio, lo cual Jehová comparte con sus ministros.
El apóstol Pablo tiene muchas enseñanzas acerca de esto en el Nuevo
Testamento. Quizás haya algún ministro que nunca reciba algún salario por
servirle a Dios, pero hay otros que cuando el Señor le dice: «Deja tu trabajo,
te quiero en el ministerio a tiempo completo», debe hacerlo con toda honra.
Él no debe sentirse mal o deshonesto, como el que está robando, ya que está
sirviendo al Dios Altísimo y el pueblo está dando ofrendas a Dios para soste-
nerle. De acuerdo a la bendición que Dios da debe ser su salario y debe ser su
recompensa. Pero ojo, ningún ministro debe usar el ministerio para lucrarse,
porque el ministerio no es un medio para enriquecerse, como está pasando
hoy en muchos lugares.

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70 la honr a del ministerio

Había una parte del animal sacrificado que Dios había asignado para el
sacerdote y su familia, como dice la Escritura: “Comeréis asimismo en lugar
limpio, tú y tus hijos y tus hijas contigo, el pecho mecido y la espaldilla elevada,
porque por derecho son tuyos y de tus hijos, dados de los sacrificios de paz de
los hijos de Israel” (Levítico 10:14). Así que de acuerdo al tamaño del animal
era la porción del sacerdote. Si se ofrecía un buey, por ejemplo, la parte del
sacerdote era mayor que si se hubiese ofrecido una oveja. Aplicando, podemos
decir que el salario del ministro deber ser proporcional a lo que la congrega-
ción ofrece a Dios, de acuerdo a la membresía de la grey y a la cantidad de
dinero que el pueblo diezme.
Conocemos de hombres que sirven en la iglesia, quienes han inventado
un montón de medios para hacerse ricos, y siempre están en medio de escán-
dalos. Y esto lo digo, porque estamos en un tiempo de restauración y Dios
quiere hombres que con su vida puedan dar un buen testimonio. Yo ahora,
con amor y autoridad, puedo instruir esta enseñanza, porque cometí el mis-
mo error al negarme a recibir parte de los diezmos y ofrendas de la grey que
pastoreo. Mas, actualmente vivo de mi herencia honrosamente, y lo hago con
la frente en alto, con dignidad y con integridad, sabiendo que soy un admi-
nistrador de Dios. Tristemente, en este tiempo, la honra de un ministro se
mide por cuánta gente convoca, cuántas invitaciones tiene, qué tan conocido
es, cuántas empresas e iglesias ha levantado, etc. pero eso no es la honra de un
hombre o mujer de Dios. Jehová, el ministerio, los sacrificios y los diezmos
son nuestra herencia; no nos avergoncemos, por el contrario, honrémoslo.
Concluyamos este tema, entonces, volviendo al relato bíblico y miremos
como termina la vida, en el aspecto económico, de un sacerdote que no honró
su ministerio:

“Jehová el Dios de Israel dice: Yo había dicho que tu casa y la


casa de tu padre andarían delante de mí perpetuamente; mas
ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga, porque yo honraré a
los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco.
He aquí, vienen días en que cortaré tu brazo y el brazo de la
casa de tu padre, de modo que no haya anciano en tu casa. Verás
tu casa humillada, mientras Dios colma de bienes a Israel; y en
ningún tiempo habrá anciano en tu casa. El varón de los tuyos
que yo no corte de mi altar, será para consumir tus ojos y llenar
tu alma de dolor; y todos los nacidos en tu casa morirán en la
edad viril. Y te será por señal esto que acontecerá a tus dos hijos,

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Ofni y Fines: ambos morirán en un día. Y yo me suscitaré un


sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi alma;
y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos
los días. Y el que hubiere quedado en tu casa vendrá a postrarse
delante de él por una moneda de plata y un bocado de pan,
diciéndole: Te ruego que me agregues a alguno de los ministerios,
para que pueda comer un bocado de pan”
(1 Samuel 2:31-36)

Jehová castiga la casa de Elí de tres maneras: Primero, le quitó la honra y la


herencia que recibía por estar en el ministerio (vv. 31-34). Sabemos que cuando
Dios colmaba de bienes a Israel, los sacerdotes tenían en abundancia, porque
recibían el diezmo y las ofrendas de acuerdo a como Dios había bendecido al
pueblo. Mas, para la casa de Elí esa bendi-
ción fue cortada. Segundo, puso a otro en su
lugar, para que haga fielmente todo confor-
me al corazón y alma de Dios (v. 35). A ese, “Llevar el
Dios le daría casa firme y estaría lleno de su arca significa
unción y de su presencia. El profeta predice administrar
el traspaso del sacerdocio de la casa de Elí a honrosamente
la familia de Sadoc. Esto se cumplió parcial-
mente cuando Saúl mató a los sacerdotes de todo lo que el
Nob, descendientes de Elí (1 Samuel 22:11- Señor ha puesto
19), y se terminó de cumplir cuando Salo- sobre nuestros
món destituyó a Abiatar del sacerdocio, y en hombros”
su lugar estableció a Sadoc (1 Reyes 2:26-27,
35). Tercero, la casa de Elí fue empobrecida
y humillada al punto que sus hijos tendrían
que mendigar ministerios (v. 36). Sabemos de ministros que antes llenaban
lugares, eran poderosos en palabra y tenían unción, pero se vieron envueltos en
escándalos, y ahora andan por ahí pidiendo ayuda, y predicando por las iglesias
a cambio de una “ofrendita”.
El Dios Vivo solo honra a los que le honran. Y aunque estamos en medio
de crisis, y andemos como Lot, abrumados por la vergonzosa conducta de los
réprobos, afligiendo cada día nuestras almas viendo y oyendo todos sus hechos
inicuos (2 Pedro 2:7-8), sabemos que Dios está en control. Óyelo bien, Dios
está levantando un sacerdocio santo, y solo ministrarán para Él aquellos que

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tengan el corazón conforme al Suyo. El brazo de Dios no se ha acortado, y el


Señor hará que queden ministros dignos de Él, que honren su ministerio.

1.4  El Propósito de la Honra


“He aquí te he purificado, y no como a plata; te he escogido en hor-
no de aflicción. Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que
no sea amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro”
-Isaías 48:10-11

Existe un solo propósito en el ministerio y es servir a Dios, honrarle, traer


gloria a su nombre y bendecir a los hombres con lo que hemos recibido de Él.
Conocer el oficio sacerdotal, por tanto, nos ayuda a entender aun más el pro-
pósito de Dios con nuestro llamamiento. En el libro de Deuteronomio encon-
tramos una descripción sumariada de las funciones de los levitas, y es la
siguiente: “En aquel tiempo apartó Jehová la tribu de Leví para que llevase el
arca del pacto de Jehová, para que estuviese delante de Jehová para servirle, y para
bendecir en su nombre, hasta hoy…” (Deuteronomio 10:8). Es decir, tres cosas
mandó Dios a sus sacerdotes, según este versículo:

• A que llevasen el arca del pacto de Jehová;


• A que estuviesen delante de Jehová para servirle; y
• A que bendijeran en su nombre.

Nota que en estas tres funciones, el pue-


blo es el último, no el primero. ¿Sabes lo
que es llevar el Arca en el lenguaje bíblico?
“Nuestra
El arca representa la presencia y la gloria de
concentración Dios. En el Nuevo Pacto, la gloria no se limi-
no debe estar ta a la presencia manifiesta del Señor, sino
puesta en la que abarca todo lo relacionado con su per-
manifestación sona, sus caminos y su propósito; pero sobre
todo, implica sus atributos divinos (su amor,
espiritual, sino su misericordia, su justicia, su verdad, etc.).
en la Ese es el carácter de la vida nueva que hemos
complacencia recibido en Cristo. Así que llevar el arca
al Padre” significa administrar honrosamente
todo lo que el Señor ha puesto sobre

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nuestros hombros. La manera digna y correcta de cargar el arca de Jehová es


haciéndolo de acuerdo a sus instrucciones. El arca no debe cargarse con bueyes
o carros nuevos, como hizo David (2 Samuel 6:3,6). Es una ofensa al Señor car-
gar su gloria empleando medios humanos. Dejar las instrucciones divinas para
implementar los sistemas y métodos del hombre es un menosprecio a la Palabra
de Dios y una prostitución del ministerio. Solo hay una manera de hacer las
cosas del Señor y es conforme a lo ordenado por Él.
Estar delante de Jehová para servirle es dedicar nuestra vida a Él en el
servicio. Un ministro no puede estar enredado en las cosas de la vida, ya que
su único negocio es servirle a Dios y estar delante de su presencia (2 Timoteo
2:4; Lucas 2:49). ¿Por qué Dios nos ha honrado? Para que le honremos. Dios
nos ha dicho -a mí como líder de nuestra congregación, y a los ancianos como
gobierno- que toda nuestra atención debe estar en agradarle a Él. Por tanto,
todo esfuerzo de nuestra parte, de la índole que sea, debe ser para agradar y
honrar a nuestro Señor.
Por ejemplo, nuestros servicios de adoración deben estar concentrados en
deleitar a Dios; por eso nuestro énfasis en la iglesia no está en sanidad divina
ni en otras cosas, sino en satisfacer a Jehová y que Él haga en el culto lo que
Él quiera. Toda nuestra atención está en Dios, solo en Dios y únicamente en
Dios. Ahora, ¿Él quiere sanar? Que sane; ¿Dios quiere salvar? Que haga todo
lo que esté en su perfecta voluntad. No estamos minimizando la superemi-
nente operación del poder de su fuerza (Efesios 1:19), sino que nuestra con-
centración no debe estar puesta en la manifestación espiritual,
sino en la complacencia al Padre. Todo nuestro culto y todas nuestras
actividades deben enfocarse en agradar a Dios y en obedecerle. Nada ni nadie
debe ser más importante para nosotros que Dios.
Hay iglesias que se concentran en añadir miembros a sus congregaciones,
por lo que todo el servicio es evangelismo y reclutamiento, y el culto a Dios está
enfocado en cómo se debe tratar a la gente, para que vuelvan o no se vayan, tal
como hace el comerciante con sus vendedores a los cuales les enseña el lema “el
cliente siempre tiene la razón”. Así los diáconos y servidores en las iglesias están
enfocados en las visitas, cuando lo importante de un servicio de adoración no son
los visitantes, sino Dios. La latria o adoración -que es una de las seis funciones
de la iglesia- nos enseña que la reunión de los santos es para adorar a Dios, como
la koinonia o compañerismo es parte de la reunión de los santos, pero ellos se
reúnen para adorar al Señor, y glorificar su nombre en la unidad de su relación.
¿Sabes dónde la iglesia primitiva ganaba las almas? Siendo testigos de
Cristo en todo lugar. Si estaban en las casas o andaban por las calles, en las

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74 la honr a del ministerio

plazas y donde quiera que se reunieran, mostraban a Cristo y así ganaban las
almas. Pero cuando se congregaban no era con el objetivo de salvar almas,
sino que su único fin era adorarle, y recibir palabra de Dios. El culto no es
para salvar gente, mas, si el Señor muestra que hay un llamado de salvación
se hace, pero ese no es el propósito de la reunión. Dios debe ser el centro, el
objeto de la alabanza, y todo tiene que estar enfocado hacia Él. ¿El hermano
fulano cumplió años? ¡Qué bueno que Dios le añadió un año más de vida!
¿Este hermanito es nuevo en la congregación? Sí, bienvenido, por todo eso le
damos gloria a Dios, pero en el servicio de adoración el TODO es Dios. En
el evangelismo, como también en el servicio, en la proclamación, en la ense-
ñanza y en toda función y actividad de la iglesia, debemos estar enfocados en
el Señor, porque el único propósito del ministerio es la gloria de Dios.
Ahora, ¿cuál es la causa por la que muchas iglesias concentran los servicios
de adoración en la gente? La razón es porque se han dejado influenciar por la
época que estamos viviendo. En la actuali-
dad todo es mercadeo, las ventas, el crecer, el
“Así como los multiplicar, pues dicen que el éxito visible es
querubines el que confirma lo que tú eres. Entonces, nos
del Arca y el hemos envuelto en estadísticas y nos hemos
olvidado de las prioridades del reino. En
propiciatorio
muchos lugares, el ministerio se ha converti-
eran de una do en cualquier cosa. Podemos afirmar, sin
misma pieza, el temor alguno, que el ministerio se ha prosti-
sacerdote y la tuido y necesita restauración. Los ministros
ofrenda deben hemos llegado a ser simplemente profesiona-
les del púlpito, administradores de iglesias,
ser de la misma
etc. No sé qué ocurre cuando un ministro
naturaleza” empieza su ministerio que se enfoca sólo en
números y estadísticas, y se enfila solamente
a ser grande, famoso, y en lo menos que está
pensando es en la naturaleza santa y en el propósito de su ministerio. Por eso
escribo este libro, porque Dios nos llama a restaurar, a que volvamos al orden
original. Y sé que nos considerarán ridículos, atrasados, místicos, puritanos,
retrógrados, reaccionarios a los cambios, etc. Mas, el Señor no nos llamó para
agradar a los hombres, sino a Él. Cuando Jesús subió al cielo y dio dones a los
hombres, dejó muy claramente constituidos los ministerios. Si bien en el ejerci-
cio de nuestras funciones, honramos a Dios y le servimos, y en consecuencia
también a los hombres, nuestro objetivo no debe estar concentrado en nada ni
en nadie que no sea en el Señor que nos llamó.

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Toda acción que se tome en el ministerio que desvía la atención de Dios


es una apostasía. La honra y la gloria pertenecen a Dios, pero hay quienes
que, como los hijos de Elí, se la arrebatan, pues la quieren para ellos. Ya vimos
que Dios compartía los sacrificios con sus ministros, y aunque la ofrenda era
heredad de ellos, no debían olvidar que antes era de Jehová. El que yo tenga
algún derecho en las cosas sagradas, no me da lugar a tomar la honra de Dios,
ni Su ofrenda ni mucho menos Su lugar.
¡Cuántas personas están hoy, por la fuerza, llevando al pueblo a honrarles
y servirles a ellos, y no a Dios! Jehová le dijo a David: “Yo te tomé del redil,
de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel” (2
Samuel 7:8). Nota que Él no le dijo a David que lo llamó para que fuese “rey”,
sino “príncipe”, porque el Señor es el único Soberano, Rey de reyes y Señor de
señores. También la Palabra nos muestra que cuando al apóstol Pablo y a Ber-
nabé les querían hacer culto y ofrecerles sacrificios, ellos rasgaron sus ropas, y
se lanzaron entre la multitud, dando voces diciendo: “Varones, ¿por qué hacéis
esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos
que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el
mar, y todo lo que en ellos hay” (Hechos 14:15). Eso es lo que hace un sacerdote,
un ministro de Dios. Tenemos que aprender a lanzarnos sobre la muchedum-
bre y parar su locura de adorarnos. La adoración y la admiración pertenecen
solo a Dios. Estos siervos de Dios resistieron a ser adorados, sin importar qué
la multitud pensara de ellos y que al final los apedrearan hasta dejarlos como
muertos (v. 19). Y sé que así heridos, sangrando, con sus ropas hechas trizas
y con sus labios partidos, sólo musitaban estas palabras: «No, no a nosotros,
hónrenlo a Él, al Dios vivo; Él es el único digno, adórenlo a Él, no a nosotros,
no, no a nosotros, no, no, no…a Él únicamente a Él, adórenlo sólo a Él…».
El Señor me ilustró la similitud que hay entre la ofrenda y el sacerdote con
algo muy sublime. Él me dijo: Así como los querubines del Arca y el
propiciatorio eran de una misma pieza, el sacerdote y la ofrenda
deben ser de la misma naturaleza (Éxodo 25: 17-19). ¿Por qué? Porque
los querubines son los que cuidan la gloria de Dios. En el libro de Génesis
aparecen los querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos
lados, para guardar el acceso al árbol de la vida (Génesis 3:24). También,
vemos que en el libro de Ezequiel se nos habla de querubines en la entrada de
la puerta oriental de la casa de Jehová, donde estaba la gloria (Ezequiel 10:9).
Los querubines representan a los guardianes de la adoración, los cuidadores
de la gloria, y los ministros, como adoradores que ministramos en el altar,
somos los celadores de la gloria, para que lo que llegue a Dios sea lo mejor.

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76 la honr a del ministerio

Hay un propósito en el ministerio y es buscar la gloria de Dios. En el libro


de Levítico hay dos capítulos que a mí me ministran de forma muy especial, y
Dios me hizo ver algo muy importante, si lo aplicamos al tema que nos ocupa.
En su capítulo 21, se nos habla de que una persona que tuviera un defecto
físico no podía ministrar delante de Jehová (Levítico 21:17-23). Es decir, el
hecho de tener algún impedimento o defecto, descalificaba al individuo para
ser sacerdote. Por tanto, el sacerdote no podía tener defectos. Apliquemos
este pensamiento espiritualmente. Si el ministro es ciego hay escasa visión y
eso no santifica el nombre de Jehová; si es sordo, no tiene oídos para oír la
palabra de Dios, y eso impide que pueda obedecer y seguir las instrucciones
de la voluntad del Señor. Si tiene los testículos magullados o amputado su
miembro viril, tampoco representará bien a un Dios que da vida, pues es
incapaz de reproducirse; si es enano, su crecimiento será limitado, por tanto
no va a representar dignamente a Dios, porque hay una estatura, una plenitud
a la que debe llegar cada ministro (Efesios 4:13). Entendamos entonces que de
acuerdo como el ministro viva, vivirá el pueblo, pues éste representa a Dios.
El capítulo 22 de Levítico nos habla de esta misma manera de la ofrenda a
Jehová, ya que el animal ofrecido al Señor debía ser sin defecto (vv. 17-22). Y le
pregunté al Señor, ¿por qué tanto el sacerdote como la ofrenda debían de ser sin
defectos?, y Él me dijo: «Porque tanto el ani-
mal como el ministro son ofrendas». Entien-
“El ministerio do, entonces, que un ministro es para
únicamente Dios lo mismo que una ofrenda: cosa
permanece santísima para Jehová (Levítico 27:28).
cuando honra a Sólo de pensar lo que soy para Jehová, tiem-
Dios” blo, considerando que no somos perfectos.
Entonces, es en ese momento que doy con
más fe gracias a Cristo, porque Él es el Corde-
ro sin mancha y sin contaminación que fue ofrecido a Dios por nosotros y por
medio de Él, puedo ministrar delante de Jehová.
Cuando Jesús dijo: “Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también
yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A
quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les
son retenidos” (Juan 20:21-23). Es decir, «Yo los envío a ustedes, y respaldaré
lo que ustedes digan y lo que ustedes hagan», somos una representación. Por
tanto, cuando decimos: «En el nombre de Jesús» estamos diciendo: No vengo
en mí nombre, sino en el nombre de Jesús. Por eso vemos que cuando Moisés
se cansaba, el pueblo se cansaba (Éxodo 17:11), porque tanto la impartición

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como la unción vienen por la cabeza (Salmos 133:2). Tenemos que saber quié-
nes somos para Dios, para que sepamos cómo debemos representarlo digna-
mente y cumplir el propósito del ministerio.
Hemos sido honrados por Dios, pero esto no debe envanecernos, sino
hacernos deudores. Debemos vivir de tal forma que el resto de la iglesia de
Jesucristo, que esté debilitada o desanimada, sea estimulada a hacerlo por
causa nuestra. Esto no se consigue estrujándole en la cara a la gente que no
está viviendo según el reino de Dios, ni señalándole –con un espíritu de críti-
ca- que no están viviendo de acuerdo a los principios divinos. Lo digo, porque
todos hemos cometido ese error, llevados por el celo de que todos conozcan
a Dios. El Señor quiere que todos lo conozcan y lo conocerán, pero a través
de nuestro ejemplo, de vidas consecuentes con la verdad. El ministerio fue
dado para honrar a Dios. ¿Cuál fue el reclamo de Dios a Elí? Analicemos de
nuevo estos versículos, pero aplicándolo ahora al propósito del ministerio y a
su honra, aunque todo en Dios es una sola cosa:

“¿No me manifesté yo claramente a la casa de tu padre, cuan-


do estaban en Egipto en casa de Faraón? Y yo le escogí por mi
sacerdote entre todas las tribus de Israel, para que ofreciese sobre
mi altar, y quemase incienso, y llevase efod delante de mí; y di a
la casa de tu padre todas las ofrendas de los hijos de Israel. ¿Por
qué habéis hollado mis sacrificios y mis ofrendas, que yo mandé
ofrecer en el tabernáculo; y has honrado a tus hijos más que a
mí, engordándoos de lo principal de todas las ofrendas de mi
pueblo Israel? Por tanto, Jehová el Dios de Israel dice: Yo había
dicho que tu casa y la casa de tu padre andarían delante de mí
perpetuamente; mas ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga,
porque yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian
serán tenidos en poco”
(1 Samuel 2:27-30).

El ministerio es una honra para honrar a Dios y no un medio para adqui-


rir fama, dinero, posición, y tantas otras cosas. El Padre te honra para que tú
le honres a Él. El ministerio es como un intercambio de honra, donde entre
más tú le honras, más Él te honra. Pero si la honra que Dios te da, tú no la usas
para honrarle, ¿qué te vendrá después? Mira lo que le dijo Dios a Elí: “Nunca
yo tal haga, porque yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán
tenidos en poco” (1 Samuel 2:30). En otras palabras, Dios le dijo: «Yo te honré

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78 la honr a del ministerio

dándote el ministerio, las ofrendas, los diezmos, todo, y ahora mira lo que tú
me haces: con la misma ofrenda con la cual yo te honro, con esa misma ofrenda
tu me deshonras». Lo que fue la causa de su honra, la convirtió en el motivo de
la deshonra del Señor, por eso Dios lo deshonró. ¡Qué nunca tal cosa hagamos
nosotros, mi hermano! Andemos en integridad, no nos llevemos de las modas
de esos movimientos, que son solo telarañas, mucho entusiasmo que no llevan
a nada; ilusionan a la gente por un tiempo, por dos días, pero al final… nada,
no permanecen. El ministerio únicamente permanece cuando honra
a Dios. El ministerio subsiste y se mantiene cuando tiene cimientos funda-
mentados en Cristo, en palabra, consejo e instrucción de Dios.
Hay ministerios que crecen mucho, y logran que todos hablen de ellos,
pero búscalos diez años después, ya no están. Imperios grandes, ministerios
titánicos que sufren la misma suerte que aquel famoso barco, pues navegan
por poco tiempo y luego naufragan. En las últimas décadas, ¿cuántos minis-
terios grandes han caído en descrédito y escándalos? ¿Cuántos famosos evan-
gelistas han naufragado? no importa que un hombre esté en el lugar
más encumbrado, si deshonra a Dios cae.
Lo más lamentable es que esta situación continúa sucediendo, y no pode-
mos rescatar a la iglesia de sus manos, porque se han hecho “dueños vitalicios
de sus ministerios”. Escuchamos de la iglesia tal, que su fundador, fulano de
tal, está preparando la iglesia para dejársela al hijo. El ministerio para ellos
es una patrimonio personal, y no les importa si el hijo tiene o no un llamado
de Dios. Sin discusión, para ellos la iglesia les pertenece como legado fami-
liar. Por eso es que estamos sufriendo esta situación de incredulidad, porque
estos individuos se apoderan de las iglesias, y ¿quién puede quitárselas de las
manos? Ellos dicen: «El que quiera que se vaya, pero aquí mando yo, pues
soy el fundador, o mi padre la fundó; han sido muchos años de sacrificio, no
los voy a regalar». ¡Basta ya! Las cosas tienen que cambiar le afecte a quien
le afecte, y aunque estas palabras suenen fuertes, no es menos lo que Dios
requiere de nosotros hoy.
La muerte de los hijos de Aarón, por ofrecer un fuego extraño delante
de Jehová que Él nunca les mandó, nos ilustra estos pensamientos (Levítico
10:1-2). Aplicamos como “fuego extraño” todo lo que se hace en el ministerio,
en el área que sea (en la adoración, en la mayordomía, en la predicación, en
establecer alianzas, en dar ministerios, en comprar, vender, en las toma de
decisiones, etc.), que el Señor nunca ha mandado. Observa que en este hecho,
Jehová dijo: “En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el
pueblo seré glorificado” (v. 3), refiriéndose a los sacerdotes. Ellos se acercaban a

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Jehová a ministrarle y a traer la ofrenda, para que en ella Dios se santificara,


o sea, cause temor y reverencia a Su santidad y gloriosa majestad. En otras
palabras ¿de qué manera Dios es santificado? A través de los ministros. Él
los llamó, los apartó, los santificó, los hizo ofrendas para Él, para entonces,
Él, a través de ellos, santificarse delante de todo el pueblo. Por lo cual, por la
forma de nosotros vivir, Dios es glorificado, de manera que si los ministros no
vivimos bien, mi hermano, el nombre de Dios en vez de ser santificado será
blasfemado. La vida de los ministros afecta la devoción del pueblo.
Si un ministro no vive de acuerdo con el propósito de Dios, se le nubla la
visión, se oscurece el consejo y no santifica el nombre del Señor.
Al principio, hablamos del honor y de la honra de ser ministro, y sé que si
recibiste esas palabras en tu corazón, tanto como yo, te gozaste, pero también
te digo ahora: Teme, porque eso no es cosa liviana. El ministro ha recibido
honra, pero todo eso tiene un propósito, y por ende encierra un gran compro-
miso, ante Dios y ante los hombres. Si volvemos al caso de los hijos de Aarón
-Nadab y Abiú- los cuales podemos afirmar que usaron el ministerio para
deshonrar a Dios (Levítico 10:1-3), veremos ciertas instrucciones que recibe
Aarón y los hijos que le quedaron, de parte de Jehová. Eso traerá más luz en
cuanto a la honra del ministerio, para verla no tanto como algo elevado, sino
como el propósito y nivel espiritual que hay en ello. Veamos exactamente lo
que les dijo Moisés, en los siguientes versículos:

“Y llamó Moisés a Misael y a Elzafán, hijos de Uziel tío de


Aarón, y les dijo: Acercaos y sacad a vuestros hermanos de delan-
te del santuario, fuera del campamento. Y ellos se acercaron y los
sacaron con sus túnicas fuera del campamento, como dijo Moisés.
Entonces Moisés dijo a Aarón, y a Eleazar e Itamar sus hijos: No
descubráis vuestras cabezas, ni rasguéis vuestros vestidos en señal
de duelo, para que no muráis, ni se levante la ira sobre toda la
congregación; pero vuestros hermanos, toda la casa de Israel, sí
lamentarán por el incendio que Jehová ha hecho”
-Levítico 10:4-6

Lo primero que noto es que no se le permitió a Aarón tocar ni enterrar


los cuerpos de sus hijos muertos, sino que Moisés llamó a otros, de su familia,
para que llevaran los restos fuera del campamento (v. 4). Lo segundo es que
se les prohibió guardar luto. ¿Por qué Jehová trató a Aarón con tanta dure-
za? Porque en los que se acercan a Dios, Él se santifica. Santificar significa

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80 la honr a del ministerio

apartar, que Dios los puso aparte para su servicio, para que santifiquen y glo-
rifiquen su nombre delante del pueblo. Es la razón por la que Dios reaccionó
de esta manera, porque los medios que Él había dado para honrarle, se usaron
para deshonrarle. Pero hay algo más aquí que llamó mucho mi atención, en
las instrucciones que les dio Moisés. Él les dijo:

“Ni saldréis de la puerta del tabernáculo de reunión, porque


moriréis; por cuanto el aceite de la unción de Jehová está sobre
vosotros”
(Levítico 10:7).

Hay un cuidado que todo ministro debe tener al momento de conducirse,


no tan sólo por la honra, sino por lo que Dios ha puesto en ellos: la unción del
Santo (1 Juan 2:20). Por tanto, por causa de
la unción que está sobre el ministro, este
“Hay quienes no puede hacer lo que hacen los demás,
aunque tenga el mismo derecho. Hay cosas
se sienten muy
que a otros les es lícito hacer, y a cualquiera
especiales por se le pasa por alto, pero a ti no, porque tie-
ser llamados nes el aceite de la unción encima. Amado,
por Jehová, pero eso implica mucho. Todo aquél que se le
pocos quieren muere un familiar tiene el derecho de ende-
charlo, de llorar a sus muertos juntos a sus
el compromiso familiares y amigos, pero Aarón no pudo
que implica el ser hacerlo, por causa del aceite de la unción de
ungido” Jehová. Veamos esto con más detalle en el
libro de Levítico, en las leyes tocantes a la
vida del sacerdote:

“Y el sumo sacerdote entre sus hermanos, sobre cuya cabeza fue


derramado el aceite de la unción, y que fue consagrado para
llevar las vestiduras, no descubrirá su cabeza, ni rasgará sus ves-
tidos, ni entrará donde haya alguna persona muerta; ni por su
padre ni por su madre se contaminará. Ni saldrá del santuario,
ni profanará el santuario de su Dios; porque la consagración por
el aceite de la unción de su Dios está sobre él. Yo Jehová”
(Levítico 21:10-12).

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Aunque era común en Israel descubrirse la cabeza y rasgar el vestido


cuando una persona estaba en duelo o en dolor, el sumo sacerdote no lo podía
hacer por causa del aceite de la unción. Podemos decir que permanentemente
el sacerdote tenía que mostrarse y estar disponible tal como Dios lo llamó. Su
vida había sido consagrada para llevar las vestiduras sacerdotales, por tanto no
podía comportarse como cualquier mortal. Nota otras cosas que se les exigía
a los sacerdotes:

“Tomará por esposa a una mujer virgen. No tomará viuda, ni


repudiada, ni infame ni ramera, sino tomará de su pueblo una
virgen por mujer, para que no profane su descendencia en sus
pueblos; porque yo Jehová soy el que los santifico. Y Jehová habló
a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Ninguno de tus des-
cendientes por sus generaciones, que tenga algún defecto, se acer-
cará para ofrecer el pan de su Dios. Porque ningún varón en el
cual haya defecto se acercará; varón ciego, o cojo, o mutilado, o
sobrado, o varón que tenga quebradura de pie o rotura de mano,
o jorobado, o enano, o que tenga nube en el ojo, o que tenga sar-
na, o empeine, o testículo magullado”
(Levítico 21:12-14).

Un ministro tiene que ser diferente a los demás. Las cosas que Dios no
le requiere a otra persona, se las requiere a él, porque sobre él está el aceite
de la unción. Hay quienes se sienten muy especiales por ser llamados por
Jehová, pero pocos quieren el compromiso que implica el ser ungido. Existe
una implicación muy grande en esto, y eso es lo que Dios quiere restaurar en
nosotros; que entendamos que esa honra conlleva una responsabilidad. Cual-
quiera en Israel podía tener un defecto físico, pero no un ministro de Dios. El
apóstol Pablo, en el lenguaje del Nuevo Testamento, escribió:

“Palabra fiel: Si alguno anhela obispado, buena obra desea. Pero


es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola
mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para ­enseñar;
no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias des-
honestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien
su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad
(pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la
iglesia de Dios?); no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga

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en la condenación del diablo. También es necesario que tenga


buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito
y en lazo del diablo. Los diáconos asimismo deben ser honestos,
sin doblez, no dados a mucho vino, no codiciosos de ganancias
deshonestas; que guarden el misterio de la fe con limpia concien-
cia. Y éstos también sean sometidos a prueba primero, y entonces
ejerzan el diaconado, si son irreprensibles”
(1 Timoteo 3:1-10).

El hombre de Dios tiene que ser un hombre crecido, maduro, porque lleva
el aceite de Jehová. Hay gente que anda detrás de la unción, y todos quieren el
aceite, ambicionan el poder, pero observo que en los requisitos mencionados
por el apóstol, no aparece poder ni dones espirituales, sino madurez y santi-
dad. Hoy el énfasis de la unción es el poder, pero en los tiempos bíblicos no
era así. Ser ungido representaba ser apartado para servir al Señor en algún
oficio, por ejemplo: como rey, profeta, apóstol, anciano, etc. El poder y los
dones eran el resultado, la manifestación de que esa persona fue capacitada
por Dios para realizar dicha función. Una cosa es la unción y otra el poder de
la unción, y lo último es un resultado de lo primero. La Palabra de Dios nos
manda a procurar los dones y entre ellos los mejores, pero también dice que
hay un camino aun más excelente (1 Corintios 12:31).
Los ministros tenían que ser irreprensibles, por causa del aceite de la
unción de Jehová, por ser hombres apartados para uso exclusivo del Señor.
Jesús dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos
es perfecto” (Mateo 5:48). Lo que pertenece y es apartado para Jehová debe
ser lo mejor. El sacerdote tenía que ser como la ofrenda ofrecida a Jehová, sin
defecto. Jehová dijo a Moisés: “Ninguna cosa en que haya defecto ofreceréis,
porque no será acepto por vosotros. (...), para que sea aceptado será sin defecto”
(Levítico 22:20, 21). Ambos, tanto el sacerdote como la ofrenda son santifi-
cados para Jehová. Los ministros podían comer de la ofrenda y participar del
altar, porque eran una misma cosa con la ofrenda y el altar. Ellos pertenecían
a Jehová y fueron consagrados a Él.
Apliquemos eso al ministerio en el tiempo presente. Sabemos que el dine-
ro para muchos representa un gran tropiezo; y hay quienes evangelizan su
vida, pero no el bolsillo, de manera que no son fieles con sus diezmos y ofren-
das. Es tanto su endurecimiento que, en muchas congregaciones, venden e
intercambian incentivos por ofrendas. Jehová nos ha enseñado que no nos
conduzcamos de esa manera, porque una ofrenda que viene por manipulación

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es una ofrenda corrompida, como un animal sarnoso, y su corrupción está


en ella (Levítico 22:22-25). Por tanto, si yo predico un sermón para que me
den una ofrenda y comienzo a manipular y a maniobrar, llevando a los que
escuchan a culpabilidad, pero les digo que si dan ofrenda, Dios les abrirá la
puerta de los cielos, y ellos motivados ofrendan, eso es traficar con la Palabra.
Eso es una ofrenda magullada, porque vino de una manipulación y no de un
corazón agradecido a Dios, por lo cual no es acepta.
Este principio está tan claro en la Biblia que incluso el sanedrín, cuando
Judas, “arrepentido” por haber entregado al Hijo de Dios, les devolvió las
treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, ellos las
tomaron y dijeron: “No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es
precio de sangre” (Mateo 27:3,6). Entonces, compraron con ellas un campo
para sepultura de los extranjeros y le llamaron: Campo de sangre (vv. 7,8). Y si
esa gente que no tenía escrúpulos, que por envidia mataron al autor de la vida,
entendían que una ofrenda a Jehová debe ser santa, resultado de un corazón
que ama a Dios y le quiere honrar, ¡cuánto más debiéramos valorarla nosotros
que hemos recibido la vida del Espíritu! Por lo cual, toda nuestra ministración
debe ir encaminada para que la gente, voluntariamente, ofrezca a Dios cosas
por amor, dedicación y entrega, con buena motivación, con santidad, y no por
intereses mezquinos.
Es importante connotar que dependiendo como ministremos será lo que
recibiremos, por lo que si nuestra ministración es engañosa, y en ella se escon-
de avaricia, recibiremos del pueblo mezquindad. ¿Qué quiere Dios decirnos
con eso? Que si los sacerdotes somos sin defectos, las ofrendas también serán
perfectas. Aclaro que cuando decimos “sin defecto”, nos referimos a pureza,
integridad y madurez espiritual, no estamos hablando de impecabilidad, cua-
lidad única de Jesucristo. Es notorio que cuando el pueblo menospreció la
ofrenda de Jehová fue porque los ministros la habían menospreciado primero.
Recapitulemos entonces, iniciamos este segmento enumerando los tres oficios
principales -registrados en Deuteronomio 10:8- para los cuales Jehová apartó a
los sacerdotes: 1. “A que llevasen el arca del pacto de Jehová”, lo que nos habla de
la carga, del peso de la gloria de Dios, y lo
que significa representar al Señor como es
digno de Él, asumiendo el compromiso que
implica llevar sobre nuestros hombros la
El ministerio es
honra del llamamiento. 2. “para que estuvie- un oficio de
sen delante de Jehová para servirle”, lo que honra para
implica todo lo que es ministrar al Señor: honrar a Dios”
encender la lámpara, poner los panes,

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quemar el incienso y entrar al Santísimo (su presencia) para estar con Él; y 3.
“… para bendecir en su nombre”, esto quiere decir que los sacerdotes bendigan
al pueblo con lo que llamamos “la bendición aarónica”, declarando las prome-
sas del pacto. Pero la bendición más poderosa que el pueblo pudiera recibir de
sus ministros es el testimonio de vidas que los motiven, guíen e inspiren a
amar, temer y servir a Dios. Si las dos primeras funciones se ejecutaban digna-
mente, la tercera sería solo una consecuencia. De hecho, si los sacerdotes llevan
el arca de Jehová y están delante de Él para servirle, es seguro que el pueblo será
bendecido y edificado.
El ministerio es una honra que involucra cosas santas que nos elevan al
santísimo, porque su propósito es honrar a Dios. Él nos honra, para que lo
honremos, así como lo amamos, porque Él nos amó primero (1 Juan 4:19).
Por tanto, siervo de Dios, siéntete honrado, ama esa honra, pero vive para
honrar a Aquel que te honró primero: a Dios. Es importante que recibamos
la unción de esta palabra, que nos sintamos honrados por Dios, pero a la vez
que eso nos lleve a una responsabilidad muy grande, a un deseo inmenso
de honrar a Aquel que nos honró. Es necesario que sepamos administrar
nuestra herencia, sabiendo que la primera heredad es Dios, la segunda es el
ministerio, la tercera los sacrificios y las ofrendas de Jehová y la cuarta los
diezmos. El ministerio es un oficio de honra para honrar a Dios,
no lleguemos al punto que Dios nos reclame como lo hizo a Elí y a los hijos
de Aarón, quienes con el mismo ministerio le deshonraron. Las implicacio-
nes de esta enseñanza y sus solemnes demandas me obligan y me motivan
a caer a los pies del Señor y a orar con deprecación y súplicas en el Espíritu,
por nosotros los ministros del Señor.

1.5  “… como lo fue Aarón”


“Luego habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel,
y toma de ellos una vara por cada casa de los padres, de todos los
príncipes de ellos, doce varas conforme a las casas de sus padres;
y escribirás el nombre de cada uno sobre su vara. Y escribirás el
nombre de Aarón sobre la vara de Leví; porque cada jefe de fami-
lia de sus padres tendrá una vara. Y las pondrás en el tabernáculo
de reunión delante del testimonio, donde yo me manifestaré a voso-
tros. Y florecerá la vara del varón que yo escoja, y haré cesar de
delante de mí las quejas de los hijos de Israel con que murmuran
contra vosotros. Y Moisés habló a los hijos de Israel, y todos los

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príncipes de ellos le dieron varas; cada príncipe por las casas de sus
padres una vara, en total doce varas; y la vara de Aarón estaba
entre las varas de ellos. Y Moisés puso las varas delante de Jehová
en el tabernáculo del testimonio. Y aconteció que el día siguiente
vino Moisés al tabernáculo del testimonio; y he aquí que la vara de
Aarón de la casa de Leví había reverdecido, y echado flores, y arro-
jado renuevos, y producido almendras. Entonces sacó Moisés todas
las varas de delante de Jehová a todos los hijos de Israel; y ellos lo
vieron, y tomaron cada uno su vara. Y Jehová dijo a Moisés: Vuel-
ve la vara de Aarón delante del testimonio, para que se guarde por
señal a los hijos rebeldes; y harás cesar sus quejas de delante de mí,
para que no mueran. E hizo Moisés como le mandó Jehová, así lo
hizo. Entonces los hijos de Israel hablaron a Moisés, diciendo: He
aquí nosotros somos muertos, perdidos somos, todos nosotros somos
perdidos. Cualquiera que se acercare, el que viniere al tabernáculo
de Jehová, morirá. ¿Acabaremos por perecer todos?”
-Números 17:1- 13

Empiezo esta sección reproduciendo esta narración bíblica del capítulo 17


del libro de Números, la cual se ha aplicado, generalmente, como ilustración
de rebelión a lo establecido por Dios. También se ha empleado como tipología
del ministerio de Jesús, a su resurrección, etc., y está bien, pues toda Escritu-
ra representa a Jesús. Él está en la ley, en los profetas, en los salmos, y Él es
el espíritu y la esencia de la profecía, pero ninguna Escritura es de una sola
aplicación. En la misma también hay un mensaje glorioso para nosotros en el
contexto de lo que es el ministerio dado por Dios.
Sucede que en el capítulo anterior de esta cita (Números 16), hubo una
rebelión en el pueblo, donde tres hombres de la tribu de Leví: Coré, Datán
y Abiram, vinieron a Moisés y a Aarón, acusándolos de querer enseñorearse
del pueblo de Dios. Ellos estaban celosos, por lo que dijeron: “¡Basta ya de
vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos
está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?”
(Números 16:3). Moisés -que vivía el gobierno de Dios, y no una democracia,
que no estaba ahí para escuchar voz de hombre, sino voz de Dios- al oír esas
palabras, se postró sobre su rostro y les dijo: “Mañana mostrará Jehová quién es
suyo, y quién es santo, y hará que se acerque a él; al que él escogiere, él lo acercará
a sí” (Números 16:4,5).

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Luego vemos que Moisés los envió a llamar, pero ellos no quisieron ir,
diciendo: “¿Es poco que nos hayas hecho venir de una tierra que destila leche y
miel, para hacernos morir en el desierto, sino que también te enseñorees de nosotros
imperiosamente? Ni tampoco nos has metido tú en tierra que fluya leche y miel, ni
nos has dado heredades de tierras y viñas. ¿Sacarás los ojos de estos hombres? No
subiremos” (Números 16:13-14). Entonces, el siervo de Dios que siempre estaba
intercediendo por el pueblo, en esa ocasión, oró a Jehová diciendo: “No mires a
su ofrenda; ni aun un asno he tomado de ellos, ni a ninguno de ellos he hecho mal”
(v. 15). Estos hombres habían llegado al límite de la paciencia de Moisés.
La situación era bastante tensa, en medio de un desierto abrasador y un
pueblo que se rebelaba contra la voluntad de Dios. Por lo cual, era necesa-
rio detener el descontento antes que Jehová los consumiera en un momento,
por ser tan duros de corazón. Así que Moisés les dijo: “En esto conoceréis que
Jehová me ha enviado para que hiciese todas estas cosas, y que no las hice de mi
propia voluntad. Si como mueren todos los hombres murieren éstos, o si ellos al
ser visitados siguen la suerte de todos los hombres, Jehová no me envió. Mas si
Jehová hiciere algo nuevo, y la tierra abriere su boca y los tragare con todas sus
cosas, y descendieren vivos al Seol, entonces conoceréis que estos hombres irritaron
a Jehová” (Números 16:28-30). Y dicen las Escrituras que cuando Moisés
calló, al instante, se abrió la tierra y todos los rebeldes fueron tragados (pues
ellos lograron llevar el descontento a toda la congregación) y murieron más
de veintitrés mil personas ese día. Pero la intención de Jehová era acabar con
todos ellos y levantar para sí un nuevo pueblo.
La mortandad paró cuando Moisés, por iluminación del Espíritu, dijo a
Aarón: “Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon incienso, y ve
pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la
presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado” (Números 16:46). Y dice que
el sacerdote tomó el incensario, y se metió entre los vivos y los muertos, como el
que se mete en medio de la balacera en un campo de batalla. Así se metió Aarón
en medio de la ira de Dios y de gritos de pavor, llanto de dolor, gente que caía
a un lado y otros que corrían aterrados, mientras él, con el incensario en mano,
atravesaba el campamento herido. Mientras, Moisés intercedía con gran impre-
cación delante de Jehová a que cesase la mortandad, y siendo el incienso tipo de
la expiación del ministerio de Cristo, Jehová oyó y la mortandad cesó.
Hecho así, después que enterraron a todos los rebeldes, y se tranquilizó
todo, Jehová entonces habló a Moisés y le dio una instrucción especial. Él
le mandó a que tomara una vara por cada casa de los padres de cada tribu,
y escribiera el nombre de cada uno sobre su vara, pero sobre la vara de Leví

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escribiera el nombre de Aarón. Luego, las doce varas serían colocadas en el


tabernáculo de reunión delante del testimonio, donde Dios se manifestaría
a ellos. Y la vara del varón que Jehová escogiera, sería la que florecería. Con
eso, Él haría cesar de delante de su presencia las quejas de ellos, pues saldría la
confirmación de la familia que sería elegida para el santo sacerdocio. Así, cada
jefe de familia de cada tribu trajo su vara (doce varas en total) y la deposita-
ron en la presencia del Señor, y al día siguiente aconteció que la vara de Leví
floreció y Aarón fue confirmado en el ministerio sacerdotal.
Aplicando esto a los creyentes, y entendiendo que en Cristo hemos sido
hechos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”
(1 Pedro 2:9), como lo fue la tribu de Leví en Aarón, puedo decirte que Dios no
te llamó a ti simplemente para ocupar un banco en una iglesia. El Señor a cada
persona que llama no solamente lo libra del infierno y de la muerte y lo traslada
al reino de los cielos, por la redención en la sangre del Hijo, sino que lo llama
con un propósito. El Señor siempre salva con un fin, pues la gracia se manifestó
por una causa. La Palabra dice que Dios “a los que predestinó, a éstos también
llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos tam-
bién glorificó” (Romanos 8:30). Todo lo que Dios hace, lo hace con un propósi-
to, lo que llama la Biblia el designio de su voluntad, la predestinación, el plan
creado antes del principio de los siglos (Efesios 1:11; Tito 1:2). Así que ahora
mismo tú puedes palparte y decir: «Yo estoy aquí en el reino, porque el Dios del
cielo se propuso en Él salvarme, para la alabanza de su gloria y para mostrar en
mí su clemencia, su amor y su misericordia. Pero antes que todo, me llamó para
desarrollar una función en su Cuerpo que es la iglesia». Por eso, lo más impor-
tante para mí desde que creí, después de mantener la comunión con mi Padre
(haciendo de Él el todo en mi vida) y servirle, es que me sea revelado el propó-
sito por el cual yo fui llamado y salvado de este mundo.
Todos los santos fuimos llamados a servir y a desempeñar una función
en el Cuerpo. La palabra ministerio significa servicio, y si todos fuimos lla-
mados, todos debemos ser servidores en
el reino. Sabemos que unos son apóstoles,
otros profetas, otros evangelistas, otros pas- “Todo aquel que
tores, maestros, etc. (Efesios 4:8, 11-12), y
que también entre ellos, muchos han sido Dios llama, lo
apartados a tiempo completo para dedicar- hace reverdecer,
se a Dios, de forma particular y exclusiva. florecer
Otros fueron apartados en forma parcial, y dar frutos”
pues se dedicaban a algún tipo de empleo,

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pero en sentido general, todos fuimos llamados a desarrollar un ministerio o


a participar en alguna función. Por eso el Señor derramó dones, ministerios
y funciones, que no es otra cosa que la gracia bendita de Dios manifestada, a
través del Espíritu Santo. Así que es muy importante para la iglesia, y para el
creyente, de manera individual, conocer acerca de lo que Dios revela en este
incidente.
Hay muchas lecciones que espigar de esta enseñanza, y lo primero que
voy a decir es que nadie debe pugnar ni reñir por tener un ministerio. En
el ambiente donde yo me formé creen que “el llamado” lo hace la iglesia.
Por tanto, su énfasis es preparar individuos (en el seminario) para servir a la
iglesia, pero no al cuerpo de Cristo, sino a la institución, lo que ellos llaman
“estructura”. Esto último también es un error, pues la iglesia de Cristo no es
una estructura, aunque sí, la iglesia debe estar organizada, pero no es una
organización, sino un organismo viviente en el que cada uno de sus órganos
están funcionando de manera coordinada, para que el Señor realice lo que Él
quiere hacer.
Recuerdo que en aquel lugar, ellos enseñaban de manera enfática que nos
estábamos formando en el ministerio para servir a la institución. De esta manera,
había muchos que querían ganarse la buena voluntad de los maestros para que
dieran de ellos un buen reporte, y cuando se graduaran, pudieran ser emplea-
dos por la organización. Entonces venía una etapa, después de la graduación,
en la que todos preguntaban: « ¿llamaron a fulano? ¿Llamaron a perencejo?»,
porque las instituciones o campos locales llamaban a los ministros de acuerdo
a los criterios que ellos tenían. Pero como no había cupo para todos, muchos
temían graduarse y luego quedarse desempleados, y por eso trataban de “servir
al ojo”, durante el período que estaban formándose, para ganarse la posición o
nombramiento. Como resultado, ellos se formaban para tener un empleo y no
para servir a Dios. De eso, alguien entre nosotros originó el siguiente dicho: «el
que busca un llamado de los hombres es porque no tiene el de Dios». Y eso es
una gran verdad.
Coré, Datán y Abiram eran levitas, pertenecían a la tribu elegida por
Dios para ministrarle solo a Él, sin embargo, a sus ojos, lo que ellos tenían
no les era suficiente. Por eso, Moisés les dijo: “¿Os es poco que el Dios de Israel
os haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él para que minis-
tréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis delante de la congrega-
ción para ministrarles…?” (Números 16:9), porque ellos no eran sacerdotes,
pero sí levitas. Toda la tribu de Leví fue llamada a servirle a Dios, pero no
todos los levitas eran sacerdotes; solamente la familia de Aarón. Los levitas

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trabajaban cargando el agua, sirviendo en muchos menesteres en el santuario,


pero ellos menospreciaban su ministerio. ¿Cuántos hay que están enamora-
dos del ministerio, de lo que llamo “el romance del ministerio”? El romance
es anhelar estar en el púlpito, predicar -y ahora- mostrarse en televisión, ser
popular, que lo amen, que lo aprecien, que lo soliciten, que lo busquen, que le
den honra, etc. Los ministros somos honrados por Dios y por el pueblo que
ama a Dios, y hay quienes son atraídos por eso.
Lo segundo que aprendemos es que Dios es el que llama. No hay necesidad
de envidiar ni de altercar con otros por ministerio, pues el que llama es Dios. Es
una honra servirle a Dios, es una honra llevar sus “vasos”, pero el que llama es
Él. Cuando el Señor llama a una persona, da señal de alguna manera de que Él
lo llamó a desempeñar esa función. No hay tal cosa como que Dios llame a
alguien y pase desapercibido. Todo aquel
que Dios llama, lo hace reverdecer, florecer
y dar frutos. Dios de una manera u otra le
hace ver a todos: «A ese lo llamé yo». No es “Dios no llama a
necesario buscar el destacarse y sobresalir, y nadie
mucho menos rebelarse contra el liderazgo, capacitado,
contra aquellos que están en autoridad y que todo lo
ya están sirviendo (como era el caso de Moi-
sés y Aarón). Si usted es llamado, tarde o
contrario, Él
temprano, el Dios del cielo se va a encargar lo capacita
de decirle a la congregación de Jehová: «Este incapacitándolo”
es mi sacerdote, este es mi ministro, a este lo
llamé yo».
En el relato bíblico vemos que había un espíritu de rebelión, de celos y
envidia, y eso no viene del cielo. No hay necesidad de que envidies el minis-
terio de otros, porque tú también has sido llamado por Dios. Podemos decir
que, en el contexto ministerial o funcional, Coré, Datán y Abiram no eran
sacerdotes, pero sí eran levitas, pertenecían a la tribu sacerdotal. Los levitas
eran siervos de Dios, solamente que ellos no ministraban en el culto y las
ofrendas, sino que esa función se la dio Jehová a los sacerdotes solamente. Los
levitas no oficiaban, pero sí facilitaban el trabajo a los sacerdotes. Pero tanto
los sacerdotes como los levitas tenían el mismo propósito: servir a Dios.
Cuando nosotros venimos a Dios, y somos llamados al ministerio, somos
como esas doce varas secas (y nuestro ministerio también) hasta que Dios
hace su obra en nosotros. Por tanto, nadie tiene de qué gloriarse. Hay un
principio del reino que dice que Dios no llama a nadie capacitado, todo lo

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contrario, Él lo capacita incapacitándolo. Cuando yo estaba en el seminario


escuché con frecuencia que decían que Dios usó más a Pablo que a Pedro,
porque Pablo estaba más capacitado que Pedro, pero hoy entiendo que eso es
totalmente falso. Él no usó más a Pablo que a Pedro, por su capacidad, todo lo
contrario, Pablo sufrió más que Pedro porque tuvo más que desaprender.
Ahora podemos entender mejor por qué Pablo dijo: “Aunque yo tengo tam-
bién de qué confiar en la carne. Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la
carne, yo más: en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia
que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he
estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas
las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar
a Cristo” (Filipenses 3:4- 8). Pablo tuvo que desaprender totalmente todo lo
que aprendió con Gamaliel, como Moisés tuvo que desaprender todo lo que
aprendió en la corte de los egipcios. Cuando Dios llamó a Moisés, él le dijo:
“¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú
hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua. (...) ¡Ay, Señor!
envía, te ruego, por medio del que debes enviar” (Éxodo 4:10,13). Dios cuando
va a elegir a un hombre, primeramente lo busca incapaz, para que nadie se
jacte en Su presencia.
Me imagino que si tú hubieses estado en el lugar de Jesús, no hubieras
elegido ni a Pedro, ni a Santiago ni a Juan como tus discípulos; hombres del
vulgo, pescadores en el mar de Galilea. Mucho menos hubieses escogido a
Mateo que era un publicano, visto como ladrón, para honrarlo en el ministe-
rio, tampoco a todos los demás, pero el Señor así lo hizo. Cuando Dios llama
a alguien lo llama para hacer una obra nueva, pues Él no edifica sobre un fun-
damento humano. Por eso le dijo a Jeremías: “Mira que te he puesto en este día
sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para
derribar, para edificar y para plantar” (Jeremías 1:10). Por tanto, lo primero
que Dios hace es que te arranca todo lo que aprendiste de los hombres (huma-
nismo, intelectualismo, etc.), para luego comenzar a edificar lo suyo en ti.
Todavía hoy, no conozco a un ministro, en persona ni en las Escrituras,
que haya venido capacitado a los pies de Cristo. Todos somos varas secas. Con
esto no digo que el Señor menosprecie lo que hacen los hombres o que algu-
nas cosas no sean beneficiosas, claro que sí, para lo secular tienen reputación
y son de gran utilidad, pero en las cosas de Dios no. Para ver, creer y entender
al Señor, tenemos que poseer sentidos espirituales; la carne no tiene parte ni
herencia en el reino de los cielos. Por tanto, no tomes tus ojos naturales para

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ver algo que pertenece o está relacionado con la obra de Dios, porque lo espi-
ritual es invisible a esos ojos.
Hay algo que está muy claro aquí y es que la vara que reverdeció la hizo
reverdecer el Señor. Cuando vienes al ministerio no vienes florecido, aunque
seas el psicólogo más consultado, el teólogo más reputado o el filósofo más
escuchado, porque en el reino sólo representas un palo que golpea las piedras
y levanta polvo del camino. En ti, por ti mismo, no hay vida. Por ejemplo: un
cero a la izquierda equivale a nada; y si lees en un termómetro de mercurio la
ausencia del calor, verás que la unidad de temperatura desciende totalmente
hasta llegar a menos cero, y si continúa descendiendo todos los números serán
negativos. Pues, fíjate, así estamos tú y yo, bajo cero, que para llegar a Dios
tenemos que desplazarnos hacia arriba, pasar el cero y subir, subir y subir muy
alto, hasta llegar a sus alturas.
Por tanto, si tú estás capacitado, y en cierta manera, te sientes “enriqueci-
do” por el montón de títulos que has podido lograr, déjame darte una noticia:
En el reino de los cielos eres más pobre que
aquel que no ha podido obtener ni siquiera
el diploma de primaria. ¿Por qué? Porque vas “El evangelio
a tener que desaprender para aprender. Ser viene a cambiar
un profesional según los hombres es algo de
valor y muy beneficioso, pero en Dios es
el hombre, no a
como la armadura de Saúl, que impide tomarle alguna
pelear bien las guerras de Jehová (1 Samuel cosa prestada”
17:38). David le dijo a Saúl: “Yo no puedo
andar con esto, porque nunca lo practiqué” (1
Samuel 17:39), y quitándosela de encima, tomó su cayado y escogió cinco pie-
dras lisas del arroyo, y las puso en el saco pastoril, y con su honda en su mano,
se fue a enfrentar al filisteo (v. 40). El hijo de Isaí prefirió ir de esta manera,
porque al final de cuentas sabía que no era ni la armadura ni la honda lo que
le darían la victoria, sino el nombre de Jehová de los Ejércitos, pues “las armas
de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de
fortalezas” (2 Corintios 10:4).
No es la sabiduría de este siglo, ni los príncipes de este siglo los que hacen
sabio al sencillo. Al contrario, ese es uno de los grandes problemas que el
ministerio cristiano está enfrentando hoy. Muchos acuden a los seminarios
para prepararse y poder servir al Señor, y ocurre a veces que el seminario en
vez de capacitarlos los incapacita, pues en lugar de fe, aprenden incredulidad
y en lugar de devoción, aprenden confianza en su preparación teológica. Por

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ejemplo, hay quienes tienen doctorados en teología, pero cualquier niño les
puede enseñar las Escrituras, porque saben un montón de letras, pero no
poseen ni la “F” de fe. Ellos no pueden inspirar a nadie, porque están secos
como el desierto. No tienen nada espiritual, pues el Señor no ha pasado por
ahí ni ha caminado con ellos, son varas secas.
Por lo cual, Dios no toma nada humano para hacer algo de él, pues lo suyo
es santo, justo, verdadero y está en otra dimensión que no es la humana. El evan-
gelio viene a cambiar el hombre, no a tomarle alguna cosa prestada. El reino de
los cielos no necesita ninguna realización humana para hacer algo divino. Sabe-
mos que la enseñanza del evangelio es que el hombre es trapo de inmundicia,
cojo, miserable, ciego y desnudo. Por eso, el Señor le dice: “yo te aconsejo que de
mí compres oro refinado en fuego” (Apocalipsis 3:18) que simboliza excelencia. Así
que si quieres ser un ministro, un servidor en el reino de Dios, despójate, abre
tus ojos y mira lo que eres, una vara seca, y luego dile a Dios: « ¡Méteme en tu
santuario y hazme reverdecer!».
Hay cuatro cosas que ocurrieron con la vara del ministerio que Dios había
elegido, como cuatro cosas suceden cuando Dios llama a un hombre. Lo
primero que ocurre es que reverdece, señal de vida, fuerza y juventud. El
Señor te llama al ministerio y hace que de ti empiece a brotar el verdor, la
vida, la fuerza y el poder de Dios. Lo segundo que le sucede a la vara es que
florece. En muchas plantas, la flor es el órgano sexual reproductor, por lo que
donde hay flores seguro que veremos fruto. Se puede afirmar que el futuro
de un árbol está en que florezca y salgan renuevos. Dios hace florecer y hace
reverdecer el ministerio y luego salen los renuevos que son los vástagos, como
hablaron Isaías y Jeremías acerca de Jesús, el Mesías: “renuevo de Jehová”,
“renuevo justo” (Isaías 4:2; 53:2; Jeremías 23:5).
Nota la siguiente expresión que dijo el profeta Isaías: “Saldrá una vara
del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces” (Isaías 11:1). Cuando un
tronco es cortado, lo que se espera es que se pudra o lo tomen como leño para
encender alguna fogata, pues ya de él no se espera nada. Pero en el momento
que del palo seco sale un renuevo, hay esperanza, pues sabemos que hay vida.
Jesús fue un renuevo que salió de un tronco cortado, como vástago de Dios, y
por Él, de nosotros también, siendo varas secas, salió el verdor, brotó la vida, y
han comenzado a salir las flores, señal de que vendrá fruto. Después, seremos
árboles frondosos, y echaremos renuevos y más vástagos, hijos del árbol, como
sucede ahora con los ministerios que tienen discipulados, y están saliendo
ramas, y más renuevos, flores, y al final muchos frutos.

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Lo tercero que salió de la vara de Aarón fue fruto. Y ¿cuál fruto? Almen-
dras. Quiere decir entonces que la vara provenía de un almendro. La versión
Biblia de Las Americas agrega algo más, y es que dice que la vara produjo
“almendras maduras” (LBA Números 17:8). Lo destaco porque más adelante
verás que Dios no pudo elegir otro árbol mejor para representar su elección
que el almendro.
Un ministerio poderoso en Dios comenzó como una vara seca, como el
de Jeremías. El profeta Jeremías era una vara seca, un niño que no sabía ni
hablar, como él mismo le dijo: “¡Ah! ¡ah, Señor Jehová! He aquí, no sé hablar,
porque soy niño” (Jeremías 1:6). Mas, Dios le dijo: “No digas: Soy un niño;
porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mandé. No temas
delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová. Y extendió Jehová
su mano y tocó mi boca, y me dijo Jehová: He aquí he puesto mis palabras en tu
boca” (vv. 7-9). En otras palabras, Jehová le dice al profeta: «No digas que eres
una vara seca, porque yo te haré florecer, y pondré mi palabra en tu boca». Un
ministro florece cuando Dios pone su palabra en su boca, porque en la pala-
bra está la vida, está el fruto. Como el agua que baja del cielo y hace producir
a la tierra, y da fruto al que siembra y granos a los que almacenan, así es la
palabra de Dios, una buena semilla que fructifica donde quiera, pues hace lo
que Dios le mandó a hacer, y nunca regresa a Él vacía (Isaías 55:10,11).
La palabra es la que tiene vida, y nos hace renacer cuando florece en noso-
tros. Ahora, nota lo que le dijo Jehová a Jeremías: “Mira que te he puesto en este
día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar
y para derribar, para edificar y para plantar” (Jeremías 1:10). Pero también le
dice: “¿Qué ves tú, Jeremías? Y dije: Veo una vara de almendro” (v. 11). ¿Acaso
crees tú que es una casualidad que cuando Dios llama al profeta siendo un
niño, y éste se siente incapaz, como una vara seca, Jehová le muestra una vara
de almendro? El almendro representa lo que es el ministerio de la Palabra de
Dios. En lo que a mí se refiere, puedo decir que cuando yo tenía dieciséis años
también Dios me mostró la vara de almendro. Yo iba a ser médico, tenía todos
los planes para entrar a la universidad y Dios me dijo: « ¿Qué ves tú Radha-
més?, y yo le dije: «Padre, veo una vara seca», mas Él me dijo: «Sí, pero tú vas
a florecer para mí, y yo pondré mi palabra en tu boca». Por eso es que tengo
mensaje de Dios, antes de eso, yo era simplemente una vara seca que se estaba
preparando para ser más seco, porque me estaba disponiendo para vivir para
mí, pero ahora estoy viviendo para Dios.
En esta porción bíblica, el ministerio es representado con una vara de
almendro, y cuando conocemos este árbol nos damos cuenta por qué Dios

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lo eligió para representar su llamamiento. Primeramente, el almendro se


adelanta a todos los demás árboles y florece comenzando el año, antes que
todos los demás. Así es un hombre llamado, se adelanta a los demás, y flo-
rece como la vara de Aarón floreció. Otra cosa interesante del almendro es
que echa las flores antes que las hojas, cosa muy extraña, pues, entiendo que
ese proceso se realiza a la inversa. Cuando Jesús encontró a la higuera llena
de hojas, pero sin frutos, la maldijo (Mateo 21:19). Asimismo, hay muchos
que reverdecen pero es simplemente apariencia, no encuentras nada en ellos.
¿Sabes cómo compara el escritor de Eclesiastés al almendro cuando florece,
por sus lindísimas hojas blancas? Él dice que son como las canas de los
ancianos (Eclesiastés 12:1-5). ¿Y de qué nos hablan las canas de los longevos?
De madurez, de virtud, de pureza, de honra (Tito 2:2-5). Así como el
almendro florece antes que todos los árboles, todo aquel que tiene un minis-
terio del Señor, florece donde nadie florece, y brota primero que todos,
porque es vara de Dios. El Señor llama al ministerio para florecer, porque
tiene su vida y su propósito. Cuando Dios
pone su propósito en ti, todo lo que es de
“Ningún Él tiene que adelantarse como el almen-
ministerio dro, no con hojas, pero sí con flores.
Jehová le dijo a Jeremías: “Bien has
florece fuera de visto; porque yo apresuro mi palabra para
la presencia de ponerla por obra” (Jeremías 1: 12). ¿Sabes
Dios” qué significa esto? Aquí hay un juego de
palabras, porque la palabra almendro sig-
nifica en hebreo “velar”, pero también sig-
nifica “amanecer” (la primera parte del día). Por lo que, dicho de otra forma,
Dios le dice al profeta: «Bien has visto, pues así de rápido tu ministerio de la
palabra va a florecer, porque yo velo por mi Palabra hasta que se cumpla». El
almendro (hebreo shaqed) aseguraba al profeta Jeremías que Dios no estaba
dormido, sino que velaba (hebreo shoqed) para apresurar su palabra y hacerla
cumplir. En otras palabras, de la manera que el almendro se adelanta a los
demás árboles en su florecimiento, así la Palabra de Dios se iba a adelan-
tar, pues Él la apresuraba, para que produzca y florezca. ¡Qué glorioso es ser
ministro de Dios! Florecemos, no simplemente para ser señalados entre diez
mil y que la gente sepa que somos llamados por Dios, sino que florecemos
para traer Su fruto. Nuestro florecimiento es la Palabra, y sus frutos son las
obras magníficas que realizamos en el nombre de Jesús y el Padre nos las
concede (Juan 15:16).

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Ahora, hay una cosa importante que llama mi atención, y es que Dios
mandó a que las varas sean puestas en su presencia, adentro, en el taber-
náculo. Dios pudo ordenar que se presenten todos los príncipes, cada uno
con su vara y luego reverdecer la de Aarón, a la vista de todo el pueblo. Mas,
Él no lo hizo así, sino que ordenó que sean colocadas en el santuario, por
lo que entiendo que ningún ministerio florece fuera de la presen-
cia de Dios. Esa vara reverdeció porque estaba delante de Él. Las varas que
son llamadas por Dios reverdecerán en su presencia. ¿Cuántos hay que están
tratando de florecer de otras maneras? Bebiendo de la savia de los hombres,
del humanismo y la teología filosófica que ha invadido a la iglesia. Por eso
muchos están secos o, posiblemente, dando una apariencia de que están flo-
recidos, como la higuera, pero lo que tienen son solo hojas. Mas, la vara que
hace florecer Dios, no tan sólo recobra la vida, sino que se llena de flores, da
renuevos y frutos incluso ya maduros.
Una almendra verde es sumamente amarga, pero las maduras son exqui-
sitamente dulces y sabrosas. Un ministerio para Dios reverdece, y luego
salen los renuevos, señalando no solamente que está floreciendo, sino que
se está reproduciendo. Ahora, si falta el fruto, para nada sirve. ¿Para qué un
árbol reverdece y echa flores, si no tiene fruto? Jesús dijo que por el fruto
se conoce el árbol, no por las hojas (Mateo 12:33). También dijo que lo que
agrada a Dios es el fruto (Juan 15:2, 5,8), por eso es que quiere que llevemos
Fruto (treinta), más fruto (sesenta), y mucho fruto (cien por ciento), en eso
es glorificado el Padre (Mateo 13:23). Quiere decir entonces que mi Padre
celestial quiere que yo me reproduzca al cien por uno. Él no quiere que me
quede al treinta, ni que me quede al sesenta, sino que mi ministerio llegue
al cien por uno, para que todo el que se acerque a mi árbol reciba sombra
y fruto, y sea alimentado. Nunca veremos un árbol comiendo sus propios
frutos, el árbol da frutos para que se los coman otros. Si nadie los toma,
caen, y los consume la tierra, los pájaros u otros animales e insectos. Quién
coma de nuestros frutos no debe ser nuestra preocupación, sino fructificar
como quiere el Señor.
Las cuatro fases que sufrió la vara seca de Aarón en su transformación a
rama reverdecida, florecida y parida, ocurrieron de un día a otro (Números
17:8), lo cual no es el proceso natural de un árbol. Eso sucedió porque Dios
quería mostrar algo y no podía dejar que pasen muchos días, pero para que
haya fruto en un árbol deben darse ciertas fases de crecimiento. Un árbol pri-
mero reverdece, después echa flores, luego brotan sus renuevos y por último
da el fruto. Por tanto, la primera enseñanza es que en Dios tenemos que pasar

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por un proceso; y lo segundo es que transcurre un tiempo, como pasaron las


varas secas un día en la presencia de Dios.
¡Cuánto sucede en nuestras vidas en una noche con Dios! Un ministro
llamado aprovecha más en un día con Dios que mil años aprendiendo de los
hombres. En mi experiencia personal, duré muchos años aprendiendo de los
hombres y lo único que conseguí fue incapacitarme para aprender de Dios.
Recuerdo que yo, decepcionado, lloraba como un niño, hasta un día que le
dije al Señor: «Padre mío, ¿por qué otros que comenzaron después que yo se
han ido adelante y yo todavía estoy aquí, en medio de este dolor y esta frustra-
ción?» y Él me respondió: «Porque ellos no tienen casi nada que desaprender,
en cambio tú tienes que dejar todo ese arsenal de información que te dieron
los hombres». ¡Cuánto tiempo perdido!
Un día con Dios no son necesariamente veinticuatro horas. Cuando la Biblia
habla del día de Jehová o del tiempo de Jehová, no se refiere a un tiempo de
veinticuatro horas, sino de un tiempo con Él. La vara para reverdecer necesitó de
ese tiempo. El que hace florecer es Dios, y el que produce el fruto también es Él.
El hombre no puede hacer florecer un árbol seco, solamente el Creador tiene esa
capacidad, pero se la da a aquellos que Él llama. Por tanto, Nadie crece, sino
en la presencia, nadie reverdece sino en la presencia, nadie florece,
sino en la presencia, nadie da fruto, sino en la presencia.
Luego que Moisés mostró la vara al pueblo, y con ello definió a quién
Dios tenía por digno de su llamamiento (a Aarón), Jehová le dio otra instruc-
ción. Entonces, Moisés sacó todas las varas de delante de Jehová y les retornó
a cada uno de ellos, excepto a Aarón (Números 17:9), porque Jehová le había
dicho: “Vuelve la vara de Aarón delante del testimonio, para que se guarde por
señal a los hijos rebeldes; y harás cesar sus quejas de delante de mí, para que no
mueran” (Números 17:10). Esa vara que reverdeció delante de Su presencia en
el tabernáculo del testimonio, ahora Jehová quería que permaneciera adentro,
en el arca con Él. Entiendo entonces que lo de Dios no está en exhibición,
sino para testimonio. Jehová no quiso que la colocara al lado del arca, sino
adentro, porque de ahí es que sale su gloria, su shekiná, su unción. ¡Qué tre-
menda enseñanza para los hombres que florecen! Los ministros de Dios no
estamos en una vitrina para ser vistos de los hombres, sino que después que
florecemos tenemos que quedarnos en oculto, para ser su testimonio: a la vista
de Dios, pero fuera de la mirada de los hombres.
Hoy, tristemente, el ministerio se ha utilizado para exhibición, cuando en
realidad ha florecido para testimonio del Dios vivo. Pablo dijo: “ habiendo yo
sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia

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porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. (…)… y no era conocido de vista


a las iglesias de Judea, que eran en Cristo; solamente oían decir: Aquel que en otro
tiempo nos perseguía, ahora predica la fe que en otro tiempo asolaba. Y glorifica-
ban a Dios en mí” (1 Timoteo 1:13; Gálatas 1:22-24). ¿Qué hacía la gente?
Glorificaba a Dios en él, no a su persona. Hoy no sucede así, pues apenas
comenzamos a florecer, nos damos a conocer, y repartimos tarjetitas de presen-
tación, volantes de promoción donde nos presentaremos, y un listado largo de
referencias y títulos, para mostrar quienes somos. Si navegamos en la Internet
para conocer algunos ministros, lo primero que vemos cuando se abre su pági-
na es la foto de ellos y todo lo que hace su ministerio, y a veces al Señor ni se
menciona. Eso me indica a mí que no es Dios el que lo ha hecho florecer, por-
que cuando Dios hace florecer, lo esconde
en el arca, tipo de presencia, para sacarlo
luego como testimonio. Mas, yo prefiero ser
una vara seca en la mano de Dios, que una
“Un ministerio
florecida para ser exhibida por los hombres. no se mide por
Yo quiero florecer para servir de testimonio la cantidad de
de que el ministerio mío viene de Dios, y éxito visible, ni
que Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por lo conocido que
los siglos (Hebreos 13:8).
¡Qué interesante es ver que el ministro pueda ser, sino
reverdece, florece y produce fruto, mante- por el grado de
niéndose oculto en la presencia de Dios! honra que dé
Nota que el Señor Jesucristo cuando que- al nombre del
rían hacerlo rey se escondía (Juan 6:15).
Señor.
También, cuando entró a Jerusalén y la
gente con ramas de palmera salió a recibir-
le, clamaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey
de Israel!” (Juan 12:13); la multitud se iba tras él, y había quienes le rogaban
a los discípulos diciéndole: “... quisiéramos ver a Jesús” (Juan 12:20-21). Pero
cuando ellos se lo dijeron al Señor, él no les dijo a sus discípulos: «Pero, ¿qué
hacen que no los han hecho pasar?; rápido traigan esos hombres a mí, no los
hagan esperar. Entiendan que son gente importante que viene a conocerme,
¿dónde están? ¡Eh, estoy aquí! ¡Shu-shu, muévanse, quítense del medio, abran
paso por favor, ¿no ven que me buscan? ¡eh, aquí estoy!» Tampoco la Palabra
dice que salió al encuentro de ellos, con los brazos abiertos y esbozando una
sonrisa de político, tratando de conquistar prosélitos, ¡no! Él se detuvo en
medio del camino y levantó sus ojos al cielo, adorando a quien pertenece toda

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la gloria, y todo el honor y exclamó: “Ha llegado la hora para que el Hijo del
Hombre sea glorificado. (…) Padre, glorifica tu nombre” (Juan 12:23,28).
Jesús desvió la alabanza hacia Dios, por eso se oyó una voz del cielo que
dijo: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (Juan 12:28). La epístola a los
Hebreos dice: “Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios,
como lo fue Aarón” (Hebreos 5:4), y en seguida dice: “Así tampoco Cristo se glo-
rificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo,
Yo te he engendrado hoy” (v. 5). Quiere decir que él glorificó al que lo llamó al
ministerio, y toda su vida fue para dar testimonio de Aquel que lo llamó.
Hay tres cosas que Jehová pidió se colocaran dentro del arca: el maná, la
vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto (Hebreos 9:4). Esas mis-
mas cosas señalan a Cristo como: el maná escondido (Juan 6:58; Apocalipsis
2:17); el renuevo (la vara) sin parecer ni hermosura para que le deseemos
(Isaías 53:2) y el Cordero Inmolado, cuya sangre sin mancha y sin contami-
nación, representa el nuevo pacto (1Pedro 1:19; 2 Corintios 11:25; 2 Corintios
3:6). ¡Oh, bendito Dios! Así estaba Jesús como raíz, escondido, como todo
ministro debe estar oculto de los hombres, pero a la vista de Dios, para que
sus ojos estén sobre el ministerio y lo haga florecer, y le dé más y más, y más.
En cambio, hoy no esperamos que Dios sea el que testifique de nosotros,
sino que usamos los medios propagandísticos, para que la gente sepa quiénes
somos. Puede que tú le preguntes a alguien: ¿Conoces al pastor Juan Radha-
més Fernández? Y él te responda: «No, nunca he oído de él», y yo digo: « ¡Gra-
cias Padre, porque los hombres no me conocen, pero tú sí sabes quién soy!».
Un ministerio no se mide por la cantidad de éxito visible, o
lo conocido que pueda ser, sino por el grado de honra que dé al
nombre del Señor. Cuando Dios hizo reverdecer a Jesús, salió del sepulcro
victorioso diciendo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque
esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). Cuando María lo encontró, lo quiso detener,
pero Él le dijo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a
mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro
Dios” (Juan 20:17). En otras palabras: «Este es un momento de gloria, no
voy a estar con ustedes ahora, sino que iré después a Galilea. Ve y di a mis
hermanos que primero voy a mi Padre, pues florecí y tengo que presentarme
a Él como testimonio». Así tú, ¡ocúltate de los hombres, escóndete, guárdate,
sal de la vista! Nosotros no somos nuestros, mi hermano, somos de Dios, y
cuando un vaso cumple con su deber, el Señor le dice: «Ya te usé, ven ahora,
métete conmigo, te sacaré la próxima vez que te vaya a usar». Somos de Dios,
no somos de los hombres, y ese es el precio que hay que pagar por ser de Él.

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Aprendamos de Jesús. Cuando sus hermanos le dijeron: “Sal de aquí, y


vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque
ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si estas cosas haces,
manifiéstate al mundo” (Juan 7:3-4), él les respondió: “Mi tiempo aún no ha
llegado, mas vuestro tiempo siempre está presto. Subid vosotros a la fiesta; yo no
subo todavía a esa fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido” (Juan 7:6,8).
Cuando un ministro se gobierna a sí mismo va donde quiera, y hasta se apa-
rece sin invitación, y dice: «Aquí estoy yo». Su tiempo siempre está disponible
para toda actividad, porque su interés es darse a conocer, mostrarse, pero
la vara de Aarón no era para ser vendida ni exhibida, era un testimonio del
sacerdocio de Dios. Jehová no te honra en el ministerio para hacerte grande,
ni para darte a conocer, sino para que seas de Él. La honra de Leví era Dios
(Josué 13:33), como la honra de un ministro es Dios. El ministro que no
conoce la honra de Dios no sabe cuál es su riqueza.
Observa que cuando traían las diferentes ofrendas y mataban el animal,
del Cordero había una parte presentada a Dios, y otra parte que se la comía el
sacerdote (Deuteronomio 18:1). Dios compartió todo con los sacerdotes, los
diezmos, la herencia, las ofrendas del pueblo, como diciéndole a Leví: «Las
otras tribus tendrán herencia en la tierra, pero tú me tendrás a mí; esa es tu
honra y tu riqueza». El ministro no fue llamado a andar por ahí, buscando
aplausos ni halagos, ni ningún reconocimiento (¡qué ungido eres tú; qué elo-
cuente, no hay quien hable como tú!), para que no ande envanecido, pues
como bien dijo el apóstol Pablo: “… ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no
hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibi-
do?” (1 Corintios 4:7). Por eso, yo quiero estar adentro, allá, escondido en Él,
para ser un testimonio oculto de servicio, y la gloria sea de Dios. La riqueza
de un ministro es Dios, la herencia de un ministro es Dios, la recompensa
de un ministro es Dios. El que no se conforme o quiera más que eso no ha
entendido el valor de ser llamado por Dios.
Sé que muchos ministros lo que han recibido del pueblo es dolor, sufri-
miento e incomprensión, como Jeremías recibió odio, azotes y prisión (Jere-
mías 37:15). Si Jeremías hubiese estado pendiente a lo que el pueblo le pudiese
dar, no hubiera podido levantar la voz, por la aflicción que estos le causaban.
Mas, cuando el profeta se iba y se ocultaba, encontraba consuelo y gozo en
Aquel que lo llamó y lo floreció. ¿Qué recibió Pablo, sino azotes sin medi-
da, cárceles, prisiones, peligros en el mar, amenazas de muerte de su propia
nación, oposición de los hermanos de algunas iglesias a su apostolado? ¡Cuán-
tas cosas le hicieron al apóstol! Pero él no buscaba lo suyo, sino la honra de

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Aquel que lo llamó. El mensaje para los creyentes es el mismo: “Porque el amor
de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos
murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino
para aquel que murió y resucitó por ellos […] Con Cristo estoy juntamente cruci-
ficado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo
vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (2
Corintios 5:13-14; Gálatas 2:20). Digamos nosotros también: ya no vivo yo,
pues estoy oculto y enterrado, para que viva Cristo en mí. Ya no me veo yo,
sino el que me honró.
¿Cómo es posible que una vara seca, que por misericordia la hicieron
reverdecer, ahora quiera estar en el medio exhibiéndose y quitándole la gloria
al Rey? El pueblo de Dios tiene que orar por nosotros los ministros, pues
hay mucha deshonra y pleitos en el ministerio, de gentes que dicen, como le
dijeron a Moisés y a Aarón: “¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación,
todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levan-
táis vosotros sobre la congregación de Jehová?” (Números 16:3). Es difícil ahora
encontrar el espíritu de aquellos santos, hombres que se ocultaban en Dios,
para que el que brillara fuera el Señor. Es cierto que tenemos un llamado
para estar al frente, pero también no hemos de temer dejar el lugar, para estar
delante del Rey. Nuestra salvaguardia es la obediencia. Cuando tú andas en
obediencia no tienes que preocuparte por nada, porque cuando Dios te dice:
« ¡Ocúltate!», Él mismo te hará saber en el lugar que debes estar, en tal o cuál
día, sin temor a errar, por lo que tú dirás: «Señor, como tú digas». Aunque
en ausencia tuya el pueblo haga becerros, no temas, ocúltate. No digas: «Es
que el pueblo se va a desviar…», ocúltate; «es que el pueblo necesita al men-
sajero», ocúltate; «Pero, ¿quién le va a dar la palabra?», ocúltate; «es que sin
mí las cosas no van bien», ¡ocúltate!, porque el único que tiene que ser visto
es Dios. En el desierto, por cuarenta años estuvo Jehová de los ejércitos en la
columna de nube de día y en la columna de fuego de noche (Éxodo 13:21) y
el pueblo lo veía; también el pueblo veía el maná que caía todos los días desde
el cielo, pero a Moisés Él lo llamaba al monte y lo ocultaba en Su presencia. El
salmista dijo que Jehová a los hijos de Israel notificó sus obras, pero a Moisés
sus caminos (Salmos 103:7).
Una de las grandes herencias que el ser humano ha recibido del pecado de
Adán es la idolatría. A diario vemos cómo la gente corre detrás de los artistas
famosos, a quienes llama “ídolos”. La corriente de este mundo a cualquier
cosa (sea persona, animal o cosa) convierte en su “salvador”, lo levanta, exhibe
y reverencia. Entonces, algunos ministros dicen: « ¿Y por qué a nosotros no

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nos hacen lo mismo, cuánto más si somos los hijos de Dios?», y yo les digo,
porque no hay nadie que se exhiba más que el diablo. Ese es el espíritu que
dice: “… sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo” (Isaías
14:14). Pero tú no, tu belleza es Dios, y si Él aparece, apareces tú, porque estás
en Él. El deseo del apóstol Pablo era ser hallado en Él (Filipenses 3:8,9), y
ese debe ser nuestro deseo también, pues así renacemos, florecemos y damos
fruto en el secreto, delante del que nos hizo florecer.
No obstante, hay quienes dicen que el testimonio es darse a conocer, algo
totalmente contrario a lo que ya hemos visto. La vara fue mostrada, pero lue-
go fue guardada, para testimonio en el secreto con Dios. Si no lo ves de esa
manera, ve a los evangelios y lee cuántas veces Jesús despedía a la multitud
y luego se ocultaba a orar (Mateo 6:46; 14:23). Luego, vemos a los apóstoles
recorriendo las ciudades, haciendo milagros y maravillas, pero cuando oye-
ron que la gente decía: “Dioses bajo la semejanza de hombres han descendido a
nosotros” (Hechos 14:11), y que trajeron animales y guirnaldas para ofrecerles
sacrificios (v. 13), ellos rasgaron sus ropas, y se lanzaron entre la multitud
gritando que no lo hagan (v. 14).
Cuando la gente ve el poder de Dios manifestado en algunos hombres, los
idolatran, y eso solo acarrea confusión y caída. Recuerdo que cuando aquel
evangelista famoso cayó y confesó llorando su pecado, se lamentaba y decía
que hubiese podido vencer esa debilidad antes, si la hubiera confesado a la
iglesia, para que sus hermanos orasen y le ayudaran a vencer esa atadura que
traía desde su niñez. Pero como se había engrandecido y todos los ministros
venían a él, por ser la “estrella que más brillaba”, se consideró a sí mismo un
hombre muy elevado para pedirle consejo a otros. ¿Sabes quién tiene una gran
responsabilidad en que estas cosas ocurran? El pueblo que idolatra a los ungi-
dos y anda corriendo detrás de ellos, y halagan al que canta bonito, adulan al
que salmea, lisonjean al que predica, y veneran al que tiene el don de sanidad.
Andan detrás de ellos para adorarles, como los licaonianos a los apóstoles
(Hechos 14). Pero cuando Bernabé y Pablo oyeron eso, gritaron a la multitud:
“Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a
vosotros, que os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que
hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay” (v. 15). Así también
a nosotros nos ha llegado la hora de lanzarnos sobre ellos, y gritarles: « ¡No,
no, por amor a su nombre, no lo hagan, yo soy un hombre semejante a uste-
des, adoren a Dios! ». Algunos dicen al ser halagados: «Pobrecitos, es que nos
aman y no saben lo que hacen», pero yo digo, sí saben lo que hacen, eso no
es más que un espíritu de idolatría que los lleva a adorar a las criaturas antes

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que a Dios. Sin embargo, pienso que peor es aquel que lo permite y alimenta
el monstruo del yo. ¡Bienaventurado aquel que está alerta para decir: «No, a
mí no, yo soy un hombre, alaben a Dios»!
¿Te digo algo? Nadie está libre de la idolatría, y cuando digo nadie es
ninguno. Ni Juan, el discípulo amado, fue exento de estas cosas. El que se
recostaba en el pecho de Jesús y que por tanto tenía mejor intimidad; al que
se le mostró el Apocalipsis y lloró porque no había nadie digno de desatar los
sellos; el que oyó que solamente había uno digno, el León de la tribu de Judá;
el que vio la visión en la que todos decían: « ¡Gloria al Cordero! ¡Gloria al
Cordero!» y vio a Jesús; pero no vio en el cielo a Pedro diciendo: «A mí me
crucificaron con la cabeza para abajo por causa del Señor», sino que todos
decían « ¡Gloria al Cordero! ¡Gloria al Cordero!» Tampoco vio que se levanta-
ra Pablo diciendo: «Miren todas mis cicatrices de tantos azotes, miren las
marcas de las cadenas», sino que oyó decir: « ¡Gloria al Cordero! ¡Gloria al
Cordero!»; el que escuchó a los veinticuatro ancianos, los cuatro seres vivien-
tes, los ciento cuarenta y cuatro mil, y que
todos adoraban al Cordero, ese hombre
también falló. Y eso para mí es contunden-
“El antídoto
te, pues Juan que vio todo eso, y que enten-
contra el dió que los únicos que perseverarán son los
germen de la que no adoran a la bestia ni a su imagen,
idolatría, que sino al Cordero, aún así, cuando vio al ángel
reside en nuestra en esa gran revelación se le tiró a los pies
para adorarlo, no una, sino dos veces.
carne, es recibir Entonces ese ser celestial, al ver a Juan pos-
el testimonio trarse para adorarle, le dijo: “Mira, no lo
de Jesús” hagas; yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos
que retienen el testimonio de Jesús. Adora a
Dios” (Apocalipsis 19:10). Quiere decir
entonces que todavía le faltaba a Juancito la vacuna contra la idolatría, para
matarle ese germen maldito que está en la carne, y que no puede ver tanta
gloria y revelación sin postrarse a adorar al que ha sido usado como instru-
mento, quitando la vista de Dios, quien es el que realmente hace todas las
cosas.
Nota que el ángel le habló a Juan de que él era consiervo de los que retie-
nen el testimonio de Jesús, por tanto, ¿para qué es el ministerio? Para testi-
monio de Jesús; ¿para qué hay que predicar el evangelio a toda tribu, pueblo,
lengua y nación? Para testimonio. Pero yo no soy el testimonio, sino aquel de

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quien Dios testificó (1 Juan 5:9-11). Dios no me dio el testimonio para que
lo tenga en mí, ni simplemente para honrarme, sino para que yo sea un ins-
trumento de Él, para llevar su gloria y darlo a conocer, para que todos digan:
¡Gloria al Cordero que fue inmolado!
Amado hermano y consiervo, tú eres una vara que ha sido reverdecida, y
has florecido, y llevas renuevos; una vara que ha producido almendras, y éstas
maduras. Por la gracia bendita del Señor somos lo que somos, y tenemos que
orar para que el Señor levante una generación de ministros como los de aque-
llos días. Ellos florecían en la presencia, y cuando estaban bien florecidos,
seguían delante de la presencia, para testimonio de la gloria de Dios. El Señor
no quiere que le hagamos culto a ningún ministerio ni a ningún hombre, pues
hay quienes no adoran a la bestia, pero adoran a la imagen. No te pierdas, la
imagen proyecta a la bestia. A veces estamos adorando imágenes que hemos
creado de los hombres. Y si Juan con toda esa revelación, no estuvo libre de la
idolatría, yo tengo que tirarme a los pies de mi Dios, y decirle: «Señor, líbrame
de la gloria humana a mí también».
El antídoto contra el germen de la idolatría, que reside en nuestra carne,
es recibir el testimonio de Jesús. Es mi deseo que Dios nos desanime de la
gloria humana, al punto de sentir un aborrecimiento por ella, pensando en
esto: No puedo recibir un honor que le pertenece a mi Señor o consentir que
me halaguen a mí y se olviden de Él. Yo quiero ser como Jesús, que cuando
lo estaban honrando, Él desviaba la gloria al Padre diciendo: “Padre, glorifica
tu nombre” (Juan 12:28); y cuando le pidió al Padre que le glorificara era para
luego glorificarle a Él (Juan 17:1). El propósito de nuestra elección y llama-
miento se logra solo cuando nuestro ministerio honra a Dios y añade gloria
a su alabanza.

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Capítulo II

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME
AL CORAZÓN DE DIOS

“Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi


corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delan-
te de mi ungido todos los días”
-1 Samuel 2:35

T
al como son los pensamientos del corazón de Dios, así es Él. El Señor
siempre actúa en conformidad con su carácter y nunca realiza nada
que no armonice perfectamente con su forma de ser. Nuestro Dios es
fiel consigo mismo, por lo que si hay algo que la Biblia revela consistentemen-
te acerca del Señor es su integridad para con su naturaleza divina. Es notable
por todas las Sagradas Escrituras el celo de Dios por todo lo que es digno de
Él, por eso, todas sus obras están en armonía con sus atributos divinos. Por
ejemplo, Él reina en santidad porque Él es Santo; la justicia es el cimiento de
su trono, porque Él es justo; su palabra es verdadera porque Él es la verdad; y
la fidelidad le rodea porque Él es el Fiel y el Verdadero.
Lo que el salmista dice acerca de la Palabra de Dios es que la misma es
una manifestación de los pensamientos de su corazón. El dice: “La ley de
Jehová es perfecta, que convierte el alma; El testimonio de Jehová es fiel, que

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hace sabio al sencillo. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el
corazón; El precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos. El temor de Jehová
es limpio, que permanece para siempre; Los juicios de Jehová son verdad, todos
justos. Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado; Y dulces más
que miel, y que la que destila del panal” (Salmos 19:7-10). La ley de Jehová es
perfecta porque el Señor es perfecto; el testimonio de Jehová es fiel, porque así
es Él; los mandamientos de Jehová son rectos, porque expresan su manera de
ser; y sus preceptos son puros, porque revelan la pureza de su carácter.
Cuando Moisés contempló su gloria en el Monte Sinaí, también oyó su
potente voz describiéndose a sí mismo: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordio-
so y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda
misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que
de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los
padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta gene-
ración” (Éxodo 34:5-7). Dios no solo está interesado en revelar sus atributos
y carácter, sino que es celoso con su naturaleza divina, y esto lo hace notable
en toda la revelación bíblica. Él no solo actúa siempre en conformidad con
los pensamientos de su corazón, sino que exige a los que son llamados a su
servicio a vivir en perfecta armonía con todo lo que es Su santidad. Notemos,
por ejemplo, la siguiente exhortación del apóstol Pedro:

“… sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros


santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed
santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que
sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, condu-
cíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación”
(1 Pedro 1:15)

¿Por qué debemos ser santos, según el apóstol? La respuesta es porque


el que nos llamó es santo y todo lo que está relacionado con Él también lo
es: Sus cielos son santos (Salmos 20:6); su templo es santo (Salmos 11:4); su
morada es santa (Salmos 68:5); su monte es santo (Salmos 2:6); su nombre
es santo (Levítico 20:3); su camino es santo (Salmos 77:13); como su ley y
mandamientos son santos (Romanos 7:12). Por eso, la santidad conviene a
su casa (Salmos 93:5), pues nuestro Dios es santo, habita en santidad, ama
la santidad, demanda santidad y solo le agrada lo que es santo. Del mismo
modo, este principio es aplicable a cualquiera de sus atributos divinos.

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el llamamiento es conforme 107
al cor azón de dios

La creación testifica de esta verdad. Decimos con frecuencia que el Señor


creó todo de la nada, pero eso que llamamos “nada” en realidad es el todo de
Dios. Afirmo esto porque la Biblia enseña que el Creador se tomó a sí mismo
para crear todo lo que existe. Por ejemplo, Él tomó su imagen, para hacer al
hombre (Génesis 1:26); también tomó su aliento para impartir vida a Adán
(Génesis 2:7). Hay una palabra de Dios en el sol, en la luna, en las estrellas;
igualmente hay una Palabra suya en el mar, en la flora, en la fauna (Génesis 1),
“… él dijo, y fue hecho; El mandó, y existió” (Salmos 33:9). El Creador tomó de
la esencia de sí mismo para crear todo lo que hay (Su voluntad, Su poder, Su
sabiduría, Su perfección, Su aliento, Su vida, etc.) y esta es la causa por la cual
la Biblia dice que Él puso su gloria en los cielos (Salmos 8:1). También afirma
que la tierra está llena de su gloria (Isaías 6:3), y que hizo todo con sabiduría
(Jeremías 51:15). Por tanto, “Los cielos cuentan la gloria de Dios, Y el firmamento
anuncia la obra de sus manos” (Salmos 19:1). Lo que quiero enseñar es que Dios
no creó ni una sola cosa de su creación separadamente de Él.
Este principio de la conducta divina no se limita a la creación natural,
sino que Él actúa de la misma manera en la dimensión espiritual. Por ejemplo,
la Biblia dice que el hombre nuevo que Él creó en nosotros fue “creado según
Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24). Las Escrituras afir-
man, además, que nuestro hombre espiritual es participante de la naturaleza
divina (2 Pedro 1:4). Nota lo que el apóstol Pablo escribió a los efesios: “Yo
pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con
que fuisteis llamados…” (Efesios 4:1). Pablo ruega a sus hermanos de Éfeso a
andar como es digno de la vocación a la cual fueron llamados. Esta forma de
caminar, según el apóstol, no es más que vivir conforme a la vida y naturaleza
de Dios, cuando actuamos: “… con toda humildad y mansedumbre, soportán-
doos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad
del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:2-3). Todas estas son virtudes o
cualidades del carácter divino.
Escribiendo a Timoteo, el apóstol le dice: “… quien nos salvó y llamó con
llamamiento santo…” (2 Timoteo 1:9). ¿Por qué el llamamiento es santo? La
respuesta es simple: porque procede del Santo de los santos. Charles Spurgeon
dijo: «El que no es llamado primero a la santidad, jamás ha sido llamado por
Dios al ministerio». Esto no solo debe ser dicho con relación a la santidad,
sino también a la verdad, a la justicia, a la integridad, etc. Si estudiamos todos
los llamamientos que Dios hizo a sus santos hombres en la historia bíblica,
veremos que todos fueron llamados a hacer algo específico para Dios, pero
también a todos, sin excepción, se les exigió hacerlo conforme al corazón, a

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la naturaleza y al propósito divinos. Los que obraron de esa manera fueron


aprobados por el Señor, los que no lo hicieron, fueron desaprobados.
Es notorio en las Escrituras que Jehová dio testimonio de Moisés como
siervo suyo. Él destacó que Moisés fue el hombre más manso de la tierra
(Números 12:3); que no hubo profeta como él (Deuteronomio 34:10); y que
fue fiel como siervo en la casa de Dios (Hebreos 3:5). Mas, cuando en su repre-
sentación delante del pueblo, no actuó con-
forme al carácter de Dios, y no santificó el
“Los hombres nombre del Señor, fue desaprobado y casti-
gado (Deuteronomio 32:51-52). De la mis-
creerán de Dios ma manera aconteció con David, a quien
lo que vean y Dios mismo señaló como un hombre con-
oigan de los que forme a su corazón (1 Samuel 13:14; 16:7;
fueron llamados Hechos 13:22), al cual tampoco le encubrió
su falta. Cuando David tomó una mujer que
a representarlo y
no era la suya y mató a su esposo (Urías
darlo a conocer” heteo, un hombre leal), Jehová lo castigó
severamente y sentenció que la espada no se
apartaría de su casa (2 Samuel 12:10).
Aunque el Señor perdonó a David, notemos lo que la Biblia dice acerca
de la reacción de Dios ante su pecado: “Mas esto que David había hecho, fue
desagradable ante los ojos de Jehová” (2 Samuel 11:27). Y cuando Dios repren-
dió a su amado rey, a través del profeta Natán, le dijo: “Yo te ungí por rey sobre
Israel, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de tu señor, y las mujeres de
tu señor en tu seno; además te di la casa de Israel y de Judá; y si esto fuera poco, te
habría añadido mucho más. ¿Por qué, pues, tuviste en poco la palabra de Jehová,
haciendo lo malo delante de sus ojos? A Urías heteo heriste a espada, y tomaste por
mujer a su mujer, y a él lo mataste con la espada de los hijos de Amón. Por lo cual
ahora no se apartará jamás de tu casa la espada, por cuanto me menospreciaste,
y tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer” (2 Samuel 12:7-10).
Fíjate como el santo del cielo catalogó el pecado de David, en las siguientes
expresiones: “… tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante
de sus ojos (…) me menospreciaste” (v. 9,10). El Señor considera un menos-
precio y tener en poco su palabra cuando, realizando un ministerio en su
nombre, hacemos lo malo delante de sus ojos. El adulterio, el homicidio,
la injusticia, la traición y la maldad obrada por David en perjuicio de Urías
heteo, en nada representaban el carácter y el corazón de Dios. El Señor recha-
za con gran desagrado, todo lo que se ministre para Él que no esté en armonía
con su pureza y santidad.

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el llamamiento es conforme 109
al cor azón de dios

¿Por qué Dios consideró un menosprecio a su persona la conducta de


David? La respuesta está explícita: obrar en representación de Dios de una
manera contraria a quien es Él es un menosprecio a su persona. Hacer algo
indigno de Dios, ministrando en nombre del Señor es menospreciarlo a Él.
La razón es simple: los hombres creerán de Dios lo que ven y oigan
de los que fueron llamados a representarlo y a darlo a cono-
cer. Israel menospreciaba la ofrenda de Jehová en los días que ministraban
los hijos de Elí, porque ellos también la tenían en poco (1 Samuel 2:12-17).
Cuando el ministerio sacerdotal de la casa de Elí le falló al Señor, obrando en
una manera que no era digna de su santo llamamiento, Él anunció: “… yo me
suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón…” (1 Samuel 2:35).
Por tanto, quiero invitarte a que estudiemos juntos lo que es un llamamiento
conforme al corazón de Dios, a través de las siguientes enseñanzas bíblicas.

2.1  “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?”


“Entonces Abisai hijo de Sarvia dijo al rey: ¿Por qué maldice este
perro muerto a mi señor el rey? Te ruego que me dejes pasar, y le
quitaré la cabeza. Y el rey respondió: ¿Qué tengo yo con vosotros,
hijos de Sarvia?”
- 2 Samuel 16:9-10

Antes de entrar en el tema, quiero decirte que este mensaje acerca de los
hijos de Sarvia, y otros, contenidos en esta obra, tienen un sentido profético.
Los mismos, Dios me los reveló en momentos proféticos, para exhortar y
revelar Su corazón. Este en particular, inicialmente el Señor me lo dio para un
ministerio radial, muy conocido en mi ciudad, y desde entonces han transcu-
rrido cerca de doce años, y es increíble cómo el mismo reveló los pensamien-
tos de muchos corazones (Lucas 2:35). De hecho, cuando este mensaje fue
ministrado causó tanta conmoción y lágrimas que algunos no se atrevieron a
predicar por días, pues sus corazones fueron reprendidos.
Con todo, este mensaje fue grabado y reproducido y ha circulado por
muchos países, y he sabido que conocidos predicadores lo han oído y también
lo han predicado. Por lo cual, me siento honrado que hombres de Dios pre-
diquen mensajes que originalmente el Señor me los haya revelado a mí. Solo
pido que todo aquel que repita cualquiera de estos mensajes sea sincero con

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110 la honr a del ministerio

esta palabra y se disponga de corazón a vivirla. El que predica está comprome-


tido con el mensaje que anuncia, pues predicar este mensaje solo porque cons-
tituye una poderosa y sorprendente revelación, y no desear vivirlo manifiesta
automáticamente que tenemos el espíritu de los hijos de Sarvia. Aclarado esto,
entremos al tema en cuestión.
En nuestro versículo tema, vemos que David responde al requerimiento
de Abisai con una pregunta: ¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?” (2
Samuel 16:10). Sarvia era una mujer, hermana de David, la cual tuvo tres
hijos -Joab, Abisai y Asael- (1 Crónicas 2:16), quienes pertenecían al ejérci-
to de Israel, y eran considerados entre sus valientes. Conozcamos primero a
Joab, y luego a sus hermanos, en cada uno de los incidentes donde la Biblia
nos deja ver el perfil de estos hombres. “Entonces se fue David con todo Israel a
Jerusalén, la cual es Jebús; y los jebuseos habitaban en aquella tierra. Y los mora-
dores de Jebús dijeron a David: No entrarás acá. Mas, David tomó la fortaleza
de Sion, que es la ciudad de David. Y David había dicho: El que primero derrote
a los jebuseos será cabeza y jefe. Entonces Joab hijo de Sarvia subió el primero, y
fue hecho jefe” (1 Crónicas 11:4-6). Nota que Joab llegó primero a conquistar
la ciudad de los jebuseos y por mérito militar y valentía llegó a ser general del
ejército de David, su tío. Veamos ahora la segunda hazaña de Joab:

“Joab peleaba contra Rabá de los hijos de Amón, y tomó la ciu-


dad real. Entonces envió Joab mensajeros a David, diciendo:
Yo he puesto sitio a Rabá, y he tomado la ciudad de las aguas.
Reúne, pues, ahora al pueblo que queda, y acampa contra la ciu-
dad y tómala, no sea que tome yo la ciudad y sea llamada de mi
nombre. Y juntando David a todo el pueblo, fue contra Rabá, y
combatió contra ella, y la tomó. Y quitó la corona de la cabeza de
su rey, la cual pesaba un talento de oro, y tenía piedras preciosas;
y fue puesta sobre la cabeza de David. Y sacó muy grande botín
de la ciudad”
(2 Samuel 12:26-30).

¡Qué gesto de lealtad tuvo Joab con su rey! Observa que la palabra hebrea
“Rabá” significa grande o grandeza, bien podemos aplicar entonces que los
pensamientos de este hombre eran conferir todo dominio a su rey. Joab dijo con
esta acción: « ¡Yo no quiero que la ciudad lleve mi nombre, sino el nombre de mi
rey! Toda la grandeza de mi conquista es para él». Así pensaba Joab, con lealtad

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el llamamiento es conforme 111
al cor azón de dios

a favor de quien se esforzaba y arriesgaba su vida. Él no quería para sí grandeza,


logros ni conquistas, sino para el rey. Confirmémoslo en este otro incidente:

“Conociendo Joab hijo de Sarvia que el corazón del rey se incli-


naba por Absalón, envió Joab a Tecoa, y tomó de allá una mujer
astuta, y le dijo: Yo te ruego que finjas estar de duelo, y te vistas
ropas de luto, y no te unjas con óleo, sino preséntate como una
mujer que desde mucho tiempo está de duelo por algún muerto;
y entrarás al rey, y le hablarás de esta manera. Y puso Joab las
palabras en su boca. (…) Entonces David respondió y dijo a la
mujer: Yo te ruego que no me encubras nada de lo que yo te pre-
guntare. Y la mujer dijo: Hable mi señor el rey. Y el rey dijo: ¿No
anda la mano de Joab contigo en todas estas cosas?”
(2 Samuel 14:1-3, 18-19).

Destaquemos algunas cosas de este relato. Joab sabía que David estaba
muy deprimido por la ausencia de su hijo, después de la desgracia que había
sucedido en la familia. Ocurrió que Absalón había huido después de haber
dado muerte a su medio hermano, para vengar la honra de Tamar su her-
mana a quien Amnón había violado (2 Samuel 13:22, 28). El hijo de Sarvia
vio que David quizás ni comía por estas cosas, y para consolarle, tramó un
plan para que el rey hiciera volver a su hijo sin que con eso mostrare, diga-
mos, una debilidad de carácter que no correspondía a su dignidad como
monarca. Por tanto, podemos afirmar que Joab siempre estaba pensando en
el bienestar del rey, y se compadecía y hacía cosas para resolver sus proble-
mas y evitarle tristezas. En este otro relato notemos otra cualidad de Joab a
favor de su líder:

“Volvió a encenderse la ira de Jehová contra Israel, e incitó a


David contra ellos a que dijese: Ve, haz un censo de Israel y de
Judá. Y dijo el rey a Joab, general del ejército que estaba con él:
Recorre ahora todas las tribus de Israel, desde Dan hasta Beer-
seba, y haz un censo del pueblo, para que yo sepa el número de
la gente. Joab respondió al rey: Añada Jehová tu Dios al pueblo
cien veces tanto como son, y que lo vea mi señor el rey; mas ¿por
qué se complace en esto mi señor el rey? Pero la palabra del rey
prevaleció sobre Joab y sobre los capitanes del ejército. Salió, pues,

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Joab, con los capitanes del ejército, de delante del rey, para hacer
el censo del pueblo de Israel”
(2 Samuel 24:1-4).

Hicieron el censo, Jehová se enfureció, y mandó una plaga y murieron


como setenta mil hombres (2 Samuel 24:14-15). Subrayemos ahora la inter-
vención de Joab, el cual trató de impedir que David hiciera algo en contra
de la voluntad divina, ya que sólo se contaba el pueblo cuando Jehová así lo
ordenaba, pues el único que tenía el derecho de saber su número era Dios.
El pecado de David con esta acción podía ser grave, tal como él mismo lo
definió, pues en última instancia fue una conducta impropia de parte del rey,
ya que sus victorias se las había dado Dios y no la fuerza ni destreza de su
ejército. Por eso, Joab le advirtió como diciendo: « ¡Que Jehová aumente aún
cien veces más del número de la población de Israel y que tú lo puedas ver!,
pero ¿para qué un censo? Eso te traerá problemas». Este hecho nos muestra a
un Joab preocupado por los asuntos del reino, tratando de evitar que David
pecara o que le sobreviniera un gran dolor. Ahora miremos este hombre como
militar, en el siguiente relato:

“Viendo, pues, Joab que se le presentaba la batalla de frente y a la


retaguardia, entresacó de todos los escogidos de Israel, y se puso en
orden de batalla contra los sirios. Entregó luego el resto del ejército
en mano de Abisai su hermano, y lo alineó para encontrar a los
amonitas. Y dijo: Si los sirios pudieren más que yo, tú me ayuda-
rás; y si los hijos de Amón pudieren más que tú, yo te daré ayuda.
Esfuérzate, y esforcémonos por nuestro pueblo, y por las ciudades de
nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere”
(2 Samuel 10:9-12).

¡Tremendo estratega! Un hombre que sentía carga por la causa de Israel, el


cual peleaba sus guerras y se esforzaba y celaba las ciudades de su Dios. Apli-
cando, podemos decir que este hombre era un siervo leal, esforzado y valiente
cuya vida exponía para su rey y que temía a Dios. Ahora, mi pregunta es si
Joab tenía tantas cualidades e hizo todas esas cosas para complacer al rey,
por qué David dice: “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?” (2 Samuel
26:10). Antes de responder a esta interrogante, conozcamos ahora a su otro
hermano, el segundo hijo de Sarvia llamado Abisai, el cual también era con-
tado entre los valientes de David. Veamos ahora una de sus hazañas:

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el llamamiento es conforme 113
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“Además de esto, Abisai hijo de Sarvia destrozó en el valle de


la Sal a dieciocho mil edomitas. Y puso guarnición en Edom, y
todos los edomitas fueron siervos de David; porque Jehová daba
el triunfo a David dondequiera que iba. Reinó David sobre todo
Israel, y juzgaba con justicia a todo su pueblo. Y Joab hijo de Sar-
via era general del ejército, y Josafat hijo de Ahilud, canciller”
(1 Crónicas 18:13-15).

Es decir, Abisai era un hombre valiente, de logro militar y esforzado,


como sus hermanos. Él, junto con ellos, contribuía grandemente al reino de
David, para que Dios pudiera hacer lo que quiso hacer con el hijo de Isaí.
Mirémoslo en este otro incidente:

“Y se levantó David, y vino al sitio donde Saúl había acampado;


y miró David el lugar donde dormían Saúl y Abner hijo de Ner,
general de su ejército. Y estaba Saúl durmiendo en el campa-
mento, y el pueblo estaba acampado en derredor de él. Entonces
David dijo a Ahimelec heteo y a Abisai hijo de Sarvia, hermano
de Joab: ¿Quién descenderá conmigo a Saúl en el campamento?
Y dijo Abisai: Yo descenderé contigo”
(1 Samuel 26:5-6).

¡Valiente ese Abisai! Él sabía que iba a arriesgar su vida, pero con arresto y
bravío se ofreció voluntariamente a acompañar a su rey. Delineemos su carác-
ter con este otro relato: “David, pues, y Abisai fueron de noche al ejército; y he
aquí que Saúl estaba tendido durmiendo en el campamento, y su lanza clavada
en tierra a su cabecera; y Abner y el ejército estaban tendidos alrededor de él.
Entonces dijo Abisai a David: Hoy ha entregado Dios a tu enemigo en tu mano;
ahora, pues, déjame que le hiera con la lanza, y lo enclavaré en la tierra de un
golpe, y no le daré segundo golpe” (1 Samuel 26: 7-8). Nota la actitud de Abisai,
él pensaba que había llegado el momento de que su rey, el ungido de Jehová,
reine, por eso no dudó en acompañarlo.
De hecho, este incidente no fue algo simple como decir que David junto
con uno de su ejército hizo un sencillo reconocimiento al lugar donde acam-
paban sus perseguidores, no. Entrar al campamento enemigo mientras éstos
dormían era como “meterse en la boca del lobo” o “ponerle el cascabel al gato”.
Abisai estaba consciente del riesgo que tomaba, por eso dijo que daría un gol-
pe, uno solo, pero fatal y certero que no necesitaría otro más. Sin embargo,

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David le respondió: “No le mates; porque ¿quién extenderá su mano contra el


ungido de Jehová, y será inocente? Dijo además David: Vive Jehová, que si Jehová
no lo hiriere, o su día llegue para que muera, o descendiendo en batalla perezca,
guárdeme Jehová de extender mi mano contra el ungido de Jehová. Pero toma
ahora la lanza que está a su cabecera, y la vasija de agua, y vámonos” (1 Samuel
26:9-11). David, que era el perseguido, no quiso hacerlo, pero vemos a Abisai,
que no era el objetivo ni el blanco de estos enemigos, y no le importaba perder
su vida al intentar matar a aquel que quería impedir que su rey reinara.
Miremos la actuación de este valeroso hombre de guerra, en este otro
incidente: “Volvieron los filisteos a hacer la guerra a Israel, y descendió David y
sus siervos con él, y pelearon con los filisteos; y David se cansó. E Isbi-benob, uno
de los descendientes de los gigantes, cuya lanza pesaba trescientos siclos de bronce,
y quien estaba ceñido con una espada nueva, trató de matar a David; mas Abisai
hijo de Sarvia llegó en su ayuda, e hirió al filisteo y lo mató. Entonces los hombres
de David le juraron, diciendo: Nunca más de aquí en adelante saldrás con noso-
tros a la batalla, no sea que apagues la lámpara de Israel” (2 Samuel 21: 15-17).
Esta gente sabía lo que era cuidar la cabeza y defender el reino. Cuando Abisai
notó que su rey estaba cansado y que aquel gigante, con ferocidad, trataba de
matarle, salió en defensa de David, ayudándole y quitándole la vida al desco-
munal filisteo. Y dice la Escritura: “Y Abisai hermano de Joab, hijo de Sarvia,
fue el principal de los treinta. Éste alzó su lanza contra trescientos, a quienes
mató, y ganó renombre con los tres” (2 Samuel 23:18).
Conozcamos ahora a Asael, el tercer hijo de Sarvia. Él era uno de los
treinta valientes del ejército de Israel bajo cuyo mando había veinticuatro mil
hombres (2 Samuel 23:24; 1 Crónicas 11:26; 27:7). Las Escrituras describen a
Asael como un hombre sumamente veloz y aguerrido en las batallas de Dios,
muy similar a sus hermanos. Mirémosle en la última de sus intervenciones, en
la cual no obtuvo, tristemente, un buen fin:

“La batalla fue muy reñida aquel día, y Abner y los hombres de
Israel fueron vencidos por los siervos de David. Estaban allí los
tres hijos de Sarvia: Joab, Abisai y Asael. Este Asael era ligero de
pies como una gacela del campo. Y siguió Asael tras de Abner,
sin apartarse ni a derecha ni a izquierda. Y miró atrás Abner, y
dijo: ¿No eres tú Asael? Y él respondió: Sí. Entonces Abner le dijo:
Apártate a la derecha o a la izquierda, y echa mano de alguno
de los hombres, y toma para ti sus despojos. Pero Asael no quiso
apartarse de en pos de él. Y Abner volvió a decir a Asael: Apárta-

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el llamamiento es conforme 115
al cor azón de dios

te de en pos de mí; ¿por qué he de herirte hasta derribarte? ¿Cómo


levantaría yo entonces mi rostro delante de Joab tu hermano? Y
no queriendo él irse, lo hirió Abner con el regatón de la lanza por
la quinta costilla, y le salió la lanza por la espalda, y cayó allí, y
murió en aquel mismo sitio”
(2 Samuel 2:17-23).

Asael, como hemos visto, era un soldado valioso para la armada de David y
fueron muchas las victorias que obtuvo para su reino. Sin embargo, el intentar
matar a Abner en aquel lugar que llamaron “Helcat-hazurim” o “el campo de
espadas” fue una osadía de parte del muchacho, ya que los generales al mando
de cada grupo -Joab y Abner- habían decidido que solo los jóvenes pelearían
en ese encuentro (2 Samuel 2:14). Y a pesar que los hombres de David gana-
ron frente al ejército de Is-boset, hijo de Saúl, matando como a trescientos
sesenta hombres, el cronista bíblico destacó que al pasar revista al ejército de
David faltaron diecinueve hombres y Asael (2 Samuel 2:30), destacando su
nombre, por lo que entendemos entonces que fue una gran pérdida.
En síntesis, muchas fueron las contribuciones de estos hombres, valientes
y meritorias, las cuales los llevaron a un merecido lugar de honor en la guardia
del rey. No obstante, insisto, por qué David dice de ellos: “¿Qué tengo yo con
vosotros, hijos de Sarvia?” (2 Samuel 16:10). Mas, luego de haber visto tantas
acciones valerosas de los hijos de Sarvia, creo que ya estamos listos para dar
respuesta a nuestra repetida pregunta. Empecemos entonces analizando la
misma interrogante.
Analicemos lo que significa la expresión “¿qué tengo yo con vosotros?”
La preposición “con” significa estar al lado de, juntamente, unión, coopera-
ción, por lo que entiendo que David quiso decir: « ¿Qué relación tengo yo
con ustedes, qué armonía, en qué me parezco yo a ustedes; por qué estoy yo
junto a ustedes, por qué ustedes están junto a mí?» Expresión muy parecida
a la que Jesús le dijo a su madre María, cuando ella le pidió que hiciera el
milagro en las bodas en Caná de Galilea: “¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún
no ha venido mi hora” (Juan 2:4). Aunque María tenía el corazón de Jesús, en
esta ocasión, por causa de ignorar el plan de Dios, se distanció del sentir de su
hijo. Por eso, Jesús le quiso decir, en otras palabras: «Tú no estás sintonizada
conmigo, mujer; no ha llegado mi hora, todavía no comprendes ni entiendes
mi tiempo, y el propósito del Padre conmigo». Algo semejante, le dijo Pablo
a los corintios: “… ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué
comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué

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parte el creyente con el incrédulo?” (2 Corintios 6:14-15). Así dijo David: “¿Qué
tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia?” (2 Samuel 16:10).
La gran enseñanza es que Joab, Abisai y Asael eran parientes del rey, le
servían al rey, conquistaron reinos para el rey, eran leales al rey, celaban y pro-
tegían las cosas del rey, pero no tenían el corazón ni el espíritu del rey. Ellos
tenían sus propias agendas, sus propias aspiraciones en el reino, y actuaban en
consecuencia. De la misma manera, tú puedes estar peleando las guerras de
Dios, hacer muchas aportaciones a Su reino, y no tener el corazón del reino.
Se pueden hacer grandes esfuerzos en el reino de Dios y no tener nada que ver
con Dios. ¡Ojalá Dios nos haga entender lo que estamos diciendo!
Han habido hombres que se han esforzado de forma profusa para Dios, que
han dado sus vidas enteramente, desde niños hasta adultos, esforzándose con
mucho celo y, sin embargo, es como si no hubiesen hecho nada, pues no tienen
Su corazón. Éstos ignoran por qué Dios hace las cosas ni por qué las quiere
hacer; no conocen los Caminos de Dios, ni tienen la intención ni la motivación
de Él; están siempre equivocados, andan errados, haciendo esfuerzos inútiles,
porque son como los hijos de Sarvia, no tienen el corazón del Rey.
Tomemos ahora a David como un tipo del Señor, ya que el mismo Dios
lo describió como un varón conforme a su corazón (Hechos 13:22), y veamos
cómo él consideraba a estos hombres que habían arriesgado tantas veces sus
vidas por su reino, pero que no tenían ningún parentesco con él ni en carácter
ni en espiritualidad. ¿Fue David injusto al expresar su descontento y rechazo
a estos valientes de su armada? Bueno, respondamos esa interrogante con el
último incidente que hemos visto de los hijos de Sarvia, donde perdió la vida
Asael, el menor de ellos.
Para tener un contexto, recordemos a Abner (quien mató a Asael), general
del ejército de Saúl, el cual hizo rey a Is-boset hijo de Saúl, sobre todo Israel, a
excepción de la casa de Judá la cual siguió a David (2 Samuel 2:8,9). Sucedió
que después de un tiempo, Abner se enojó con Is-boset porque éste le reclamó
que había tomado como mujer a Rizpa, concubina de Saúl su padre (2 Samuel
3:8), así que decidió hacer pacto con David. Con ese fin subió Abner a Hebrón,
para reunirse con David, y luego que acordaron y comieron juntos se fue en paz
(vv. 12, 20, 21). Mientras esto ocurría, Joab no estaba en el campamento, pero
cuando llegó, alguien le dijo que Abner había estado allí (vv. 22-23), por lo que
fue y le reclamó a David diciendo: “¿Qué has hecho? He aquí Abner vino a ti;
¿por qué, pues, le dejaste que se fuese? Tú conoces a Abner hijo de Ner. No ha venido
sino para engañarte, y para enterarse de tu salida y de tu entrada, y para saber todo
lo que tú haces” (vv. 24-25). Hasta este momento, vemos a Joab reaccionando y

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el llamamiento es conforme 117
al cor azón de dios

advirtiendo a su rey lo peligroso que podía ser la unión con Abner. Aparente-
mente, su enojo era justificado, ya que Abner fungió como jefe de la armada del
bando contrario. Mas, ¿serían su enojo y su rabia motivados por esa sola razón?
Veamos ahora cómo sus hechos nos muestran su verdadera motivación y nos
acercan, aún más, al rhema de esta ministración.
Joab, inmediatamente que salió de la presencia de David, decidió actuar por
su propia cuenta y mandó a alcanzar a Abner. Las Escrituras relatan que cuan-
do éste se devolvió a Hebrón, Joab lo llevó aparte para hablar con él en secreto
y que allí, en venganza de la muerte de Asael su hermano, lo mató (2 Samuel
3:26-27). ¿Cuál fue el móvil de esta muerte? ¿Las guerras de Jehová? ¿Asegurar
el reinado de David su rey? No, el motivo que llevó a Joab a matar a Abner fue
la venganza. Miremos ahora como reacciona David a estos hechos:

“Entonces dijo David a Joab, y a todo el pueblo que con él estaba:


Rasgad vuestros vestidos, y ceñíos de cilicio, y haced duelo delante
de Abner. Y el rey David iba detrás del féretro. Y sepultaron a
Abner en Hebrón; y alzando el rey su voz, lloró junto al sepulcro de
Abner; y lloró también todo el pueblo. Y endechando el rey al mis-
mo Abner, decía: ¿Había de morir Abner como muere un villano?
Tus manos no estaban atadas, ni tus pies ligados con grillos; Caíste
como los que caen delante de malos hombres. Y todo el pueblo vol-
vió a llorar sobre él. Entonces todo el pueblo vino para persuadir
a David que comiera, antes que acabara el día. Mas David juró
diciendo: Así me haga Dios y aun me añada, si antes que se ponga
el sol gustare yo pan, o cualquiera otra cosa. Todo el pueblo supo
esto, y le agradó; pues todo lo que el rey hacía agradaba a todo el
pueblo. Y todo el pueblo y todo Israel entendió aquel día, que no
había procedido del rey el matar a Abner hijo de Ner”
(2 Samuel 3:31-37).

David lloró esta muerte, y con él también todo el pueblo, porque se dieron
cuenta que del rey no procedió ninguna estratagema para quitar del medio a
Abner. También dijo David: “¿No sabéis que un príncipe y grande ha caído hoy
en Israel? Y yo soy débil hoy, aunque ungido rey; y estos hombres, los hijos de Sar-
via, son muy duros para mí; Jehová dé el pago al que mal hace, conforme a su
maldad” (2 Samuel 3:38-39). ¡Qué expresión! Los hijos de Sarvia ¡son duros!
Esa palabra “duro” se traduce en la Biblia como brusco, cruel, insensible,
terco, obstinado. Esa expresión implica algo nocivo, dañino, desfavorable, en

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sentido figurado bien pudo decir el rey: « ¡Me son como una mala noticia!».
Por tanto, podemos concluir que los hijos de Sarvia no tenían el mismo sentir
que David ni sus corazones iguales al corazón de su rey.
Sabemos que Abner era enemigo de David, sin embargo, David lloró su
muerte, mientras Joab lo mató por venganza, envolviendo sus asuntos perso-
nales con los del reino. Y aquí vemos otra gran diferencia entre ellos: mientras
David amaba a sus enemigos, Joab les hacía pagar implacablemente sus dis-
crepancias. Como David lloró a Abner, también lloró a Absalón (2 Samuel
18:14, 33), y a Amasa, otro general del ejército enemigo que Joab mató y
David endechó, pues tampoco lo consintió (2 Samuel 20:10; 1 Reyes 2:32).
David era amigo de sus enemigos, porque era un tipo de Cristo (Mateo 5:44;
Lucas 23:34), pero ese no era el sentir de Joab, por eso eran duros los hijos de
Sarvia, obviamente no tenían nada que ver con el corazón de David y mucho
menos con el de Dios.
Cuando se lee todos esos logros y todo lo que hicieron esos hombres, para
contribuir en el establecimiento del reinado de David, luce como si estuvieron
unánimes sintiendo una misma cosa o con una misma mente y un mismo
corazón, sin embargo no fue así. Por tanto, ¡qué importa que contribuyan si
sus obras no son hechas según Dios! No es hacer obras para Dios, sino
andar en sus Caminos. El éxito de un ministerio no se mide por las tantas
cosas visibles que se hagan para el reino de los cielos, sino que aquel que las
hizo tenga el corazón del rey, para andar en obediencia y de acuerdo a su
sentir. Dios es misericordioso, David fue misericordioso; Dios es justo, David
amaba y se esforzaba por la justicia; Dios
ama a sus enemigos, David amaba a sus
enemigos. Pero eso no pasaba con Joab.
“No es hacer En el reino de Dios, dejemos a un lado
obras para Dios, las agendas y asuntos personales, los cuales
sino andar en sus no tienen ninguna relación con el propósito
Caminos” divino. Si algún hermano tiene alguna cosa
contra ti y tú tienes que juzgar algún asunto
donde él esté implicado, deja tus prejuicios a
un lado, porque ahora tú estás como repre-
sentante de Dios y tu juicio debe ser imparcial. El problema que tengas con
tu hermano resuélvelo con Dios, pero si el Espíritu Santo dice: “Apártame a
fulano” hay que apartarlo, aunque no sea amigo ni alguien de nuestra predi-
lección. Igualmente si eres profeta, no des bendiciones a raudales únicamente
a los tuyos, y maldiciones a aquellos que no lo son. ¡Cuídate de esas cosas!
Profetiza, predica y ministra de acuerdo al corazón de Dios.

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al cor azón de dios

El ministro de Dios dice como el Señor Jesús: “Mi madre y mis hermanos
son los que oyen la palabra de Dios, y la hacen” (Lucas 8:21). En el reino de los
cielos no hay preferencias ni simpatías personales. Actúe de acuerdo al cora-
zón de Dios, no importando lo que se sienta en ese momento. Puede que tu
deseo sea estallar en ira, pero debes actuar de acuerdo a como Dios actuaría,
con su mansedumbre. Eso no lo tenían los hijos de Sarvia, por eso para David
eran duros, nocivos, desfavorables como malas noticias.
Cuando Absalón se rebeló contra su padre, David fue traicionado no tan
sólo por su propio hijo, sino también por sus mejores amigos, incluyendo a su
consejero personal, Ahitofel (2 Samuel 15:12). Por lo cual, al ver el hijo de Isaí
que el complot en su contra se hacía más fuerte, decidió huir con unos cuantos
fieles. Esta penosa situación vino a conse-
cuencia de su pecado contra Urías heteo, por
cuya causa Jehová juró que la espada no se “No es tener
apartaría jamás de su casa (2 Samuel 12:9,10). celo de Dios,
Y como el rey estaba consciente de estas cosas, sino tener Su
lloraba amargamente sus culpas. Así, abando-
corazón”
nando el trono, subió David la cuesta de los
Olivos, descalzo y llorando, junto al pueblo
que le seguía (2 Samuel 15:30). Mas, al llegar
David hasta Bahurim sucedió el incidente, donde sale por primera vez la expre-
sión que nos ocupa, veámoslo:

“… y he aquí salía uno de la familia de la casa de Saúl, el cual


se llamaba Simei hijo de Gera; y salía maldiciendo, y arrojando
piedras contra David, y contra todos los siervos del rey David; y
todo el pueblo y todos los hombres valientes estaban a su derecha
y a su izquierda. Y decía Simei, maldiciéndole: ¡Fuera, fuera,
hombre sanguinario y perverso! Jehová te ha dado el pago de toda
la sangre de la casa de Saúl, en lugar del cual tú has reinado, y
Jehová ha entregado el reino en mano de tu hijo Absalón; y hete
aquí sorprendido en tu maldad, porque eres hombre sanguina-
rio. Entonces Abisai hijo de Sarvia dijo al rey: ¿Por qué maldice
este perro muerto a mi señor el rey? Te ruego que me dejes pasar,
y le quitaré la cabeza”
(2 Samuel 16:5-9).

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Nota como los fieles valientes protegían a David, rodeándolo, estando a


su derecha y a su izquierda. Abisai no pudo sufrir el insulto y las maldiciones
que Simei decía contra David y estalló en celo: « ¿Qué se cree este perro muer-
to que maldice a mi rey? ¡Déjenme que le arranque la cabeza!» Mas, David
quien era el blanco de todas aquellas maldiciones reaccionó diciendo:

“¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia? Si él así maldice, es


porque Jehová le ha dicho que maldiga a David. ¿Quién, pues,
le dirá: ¿Por qué lo haces así?...”
(2 Samuel 16:10).

Al analizar este incidente, es lógico que alguien diga: «Pero, ¿por qué
David reaccionó así contra Abisai? ¿Por qué él se enoja contra un hombre que
lo está defendiendo? Este hombre ha arriesgado su vida por él; en el momento
que todos sus amigos lo traicionaron, él permaneció; y todavía marchando
hacia su exilio, aparentemente derrotado, su celo no merma y demanda respe-
to para su rey». Es cierto, parece leal y noble la reacción de Abisai a favor del
rey, sin embargo, David se enoja y en su expresión denota descontento por su
manera de obrar y reaccionar. En otras palabras, David le dice: «Pero, ¿qué
tengo yo con ustedes? Esa no es mi forma de resolver los problemas. Yo no
necesito que nadie me defienda, ¡a mí me defiende Dios! Yo no resuelvo los
problemas con mis manos ni con violencia. Mi vida está sometida a la sobera-
nía de Dios». David, más que a un enemigo que lo maldecía, veía a Dios que
lo estaba disciplinando, tal como lo expresara el salmista: “Bueno me es haber
sido humillado, Para que aprenda tus estatutos” (Salmos 119:71).
Todo lo que le ocurría a David, él se lo atribuía a Dios, de manera que si
un hombre se atrevía a maldecirle, seguramente era porque Jehová lo permi-
tía. Y si así ha sido ¿quién lo puede impedir? David era un hombre maduro
que aceptaba la disciplina del Señor, porque sabía que nada ocurre sin que
Dios lo sepa o lo haga. Por eso, él se sometía a la soberanía de Dios y como
hombre maduro se dejaba disciplinar. En cambio, este hijo de Sarvia vino con
su celo sin ciencia, obviamente con otro espíritu y con violencia.
Muchas veces en nuestro celo por Dios se cuelan otras cosas. Por tanto, lo
importante aquí no es tener celo de Dios, sino tener Su corazón. El
celo según su corazón se define en un andar en el consejo de Dios, en su volun-
tad, en su intención y con su mismo Espíritu. Es un celo que se manifiesta en
el fruto del Espíritu, en amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza, etc. (Gálatas 5:22,23). En la madurez hay sujeción a

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la voluntad de Dios, y sometimiento a la disciplina del Señor. Ese era el corazón


de David, pero no el de los hijos de Sarvia. Meditemos en estas cosas.
Hay ocasiones que manifestamos celos, pero es de nuestra carne, basado en
otras cosas menos en Dios. Jesús le dijo a Pedro, cuando intentó defenderlo de
la turba que vino con Judas a aprehenderlo en el huerto de Getsemaní: “… Mete
tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan
18:11) Y en Mateo dice: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que
él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían
las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo 26:53, 54). Y lo que
ocurre es que con nuestro celo entorpecemos los caminos rectos del Señor, por-
que no tiene ciencia ni está de acuerdo a Dios. El que tiene el corazón de Dios
actúa siempre sometido a la voluntad del Señor y no a la suya propia.
Si continuamos delineando el carácter de David versus los hijos de Sarvia,
reafirmaremos la gran diferencia de espíritus: el del rey apacible, mientras el
de ellos vengativo y sanguinario. Cuando muere Absalón, su padre lo llora y
vuelve a Jerusalén para restablecerse en su trono, pero cuando David estaba
cruzando el Jordán, Simei, el que le había maldecido corrió a recibirle jun-
to con los de Judá y el pueblo (2 Samuel 19:16). Entonces, Simei se postró
delante de él y le dijo: “No me culpe mi señor de iniquidad, ni tengas memoria
de los males que tu siervo hizo el día en que mi señor el rey salió de Jerusalén;
no los guarde el rey en su corazón. Porque yo tu siervo reconozco haber pecado,
y he venido hoy el primero de toda la casa de José, para descender a recibir a mi
señor el rey” ((2 Samuel 19:19-20). Vemos aquí un hombre que reconoce haber
pecado, y se arrepiente y se humilla delante de su agraviado. Mas, antes que
David pudiera articular una palabra nuevamente, le salió al encuentro Abisai
y le dijo: “¿No ha de morir por esto Simei, que maldijo al ungido de Jehová?”
(v. 21). Vemos otra vez la actitud de Abisai, el cual no había entendido y por
segunda vez David le reclama: “¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia, para
que hoy me seáis adversarios? ¿Ha de morir hoy alguno en Israel? ¿Pues no sé yo
que hoy soy rey sobre Israel? Y dijo el rey a Simei: No morirás. Y el rey se lo juró”
(vv. 22-23) ¡Qué corazón tenían estos hombres que no podían discernir el
tiempo ni las sazones de su rey!
¿Cómo puede David, en un día de gozo y de victoria, en que Jehová le
ha restaurado en el reino, ajusticiar a los que fueron sus contrarios? Hagamos
una retrospección e imaginemos el gozo que podía haber sentido David al ver
que Jehová lo había sacado de la humillación y de la vergüenza… Él volvía
con alegría a la tierra que tiempo atrás había dejado con lágrimas. Y para
coronar su victoria, los que habían quedado en Jerusalén vienen a recibirle,

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a rendirle honor, incluyendo sus enemigos, que ahora venían a humillarse


delante de él. Aquel que había sido más osado y se había atrevido a maldecirle,
ahora se adelanta para ser el primero en recibirle, y postrado pedirle perdón.
Pero Abisai, impulsivo y vengativo, abre la boca para clamar venganza, insen-
sible al corazón del rey donde hay perdón, agradecimiento y gratitud a Jehová
que nuevamente le honró. ¿Cómo podría derramar sangre en el día del gozo y
de la restitución? Definitivamente, no había concordia entre ellos, por eso de
colaboradores pasan a ser adversarios.
Existen cuatros palabras hebreas que son traducidas como “adversario”.
David pudo usar tres palabras de estas, pero la que usó es raramente usada en
el Antiguo Testamento. La palabra que utilizó David fue “satán”, de donde
viene el nombre Satanás. David les dijo: «Ustedes me son Satanás». En otras
palabras: «¿Qué tengo yo con ustedes? ¿Qué armonía? ¿Qué acuerdo? ¿Cómo
es que estamos juntos? ¿Por qué estamos unidos en una causa común si uste-
des no se parecen a mí? ¿Qué espíritu hay en ustedes que me es contrario, que
me adversa, que se me opone, que me es Satanás?» Y es que podemos hacer
un montón de cosas, pelear las guerras del reino, hacer proezas, conquistar
naciones, ser leales a nuestro rey, cuidarle, celarle, exponernos por él, gastar
nuestras vidas y recursos y al final todo se convierte en algo vano, si no tene-
mos su Espíritu ni su corazón.
¡Oye, iglesia de Jesucristo, tú siempre tendrás que ser un pueblo conforme
al corazón de Dios! Entiende que el hecho no es pelear, ni conquistar, ni gue-
rrear, ni darse, ni entregarse, ni esforzarse, es tener el corazón y la motivación
correcta. Tener su corazón es tener el mismo Espíritu, actuar en el fruto del
Espíritu, en todo lo que es Él y obrar como Él lo haría. El que no tiene el
corazón del rey siempre andará desorientado, “fuera de foco” y nunca dará en
el blanco del propósito divino.
Revalidemos este pensamiento en uno de los relatos del Evangelio. Para
tener un contexto, Pedro le dijo a Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios
viviente” (Mateo 16:16), expresando una verdad que sólo podía ser revelada
por el Padre que está en los cielos. Mas, luego que Jesús comenzó a declarar a
sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancia-
nos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al
tercer día, entonces dice el evangelio que Pedro le tomó aparte y comenzó a
reconvenirle diciéndole: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto
te acontezca” (Mateo 16:22). La actitud de Pedro no dista mucho de la Joab,
Abisai y Asael, tratando de evitarle un dolor a su líder. Pero Jesús reacciona
a esto y enfrentando a Pedro, le dice: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me

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eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hom-
bres” (Mateo16:23). Jesús también usó la palabra tropiezo del griego skandalon
que en su uso original es un tipo de trampa que se usaba en aquellos días. Por
lo cual, la enseñanza es esta: cualquiera se puede convertir en un Satanás -no
importa el nivel espiritual ni la revelación más elevada que haya recibido- si
pone los ojos en las cosas de los hombres y no en las de Dios.
De nada sirve que un hombre dé su vida y se esfuerce en las guerras de
Dios, cuando su fin es algo terrenal y no celestial. El que tiene el corazón
del reino, también tiene sus ojos puestos en las cosas del reino, actúa en el
Espíritu del reino, con la motivación del reino, en el propósito del reino, en
el consejo del reino, y sometido al plan de Dios y en lo que Él quiere hacer
en ese momento en beneficio de su reino. ¿Cómo es posible que personas
que pasan su vida sirviéndole a Dios, como estos hijos de Sarvia, que diri-
gieron hombres de guerra, conquistaron reinos y ganaron batallas, al final le
sean “satanás” al rey? Por tanto, no es hacer, sino ser. Obrar correctamente
es poseer el verdadero espíritu.
Me llama la atención la actitud de Pedro al reconvenir al Maestro, rogán-
dole que no se entregara porque temía por su vida, con la cual no es difícil
estar de acuerdo. ¿Quién quiere que se muera un amigo, que desaparezca
su compañero o que se tronche la vida de su líder? Pero la preocupación del
discípulo era falsa, pues en ella se escondían ciertos pensamientos que eran
contrarios al plan de Dios y propósito celestial. Pedro pensaba que si Jesús
moría no habría reino, y todo lo que había dejado por obtener una vida mejor
se podía venir al suelo con la muerte del Hijo de Dios. Este cristiano quería
un reino sin cruz, pero la Palabra de Dios dice que sin derramamiento de
sangre no hay remisión de pecados (Hebreos 9:22). La gloria se escribe
con sangre. Si Cristo no muere no hay gloria. ¡Sin la muerte del que era la
muerte de la muerte no habría reino de vida en la tierra!
La palabra reconvenir (gr. epitimao) significa juzgar, reprender, amonestar
duramente, mostrar el honor, levantar el precio. Aplicando, vemos que Pedro
comenzó a reprender a Jesús y también a halagarle, a mostrarle lo mucho que
valía para dejarse crucificar. Podemos decir que Pedro le prestó la boca a Sata-
nás, diciéndole: «¡Reacciona! ¿Es que te has vuelto loco? ¡Tú vales mucho! ¡Tú
no puedes dar tu vida! ¡Que eso no te ocurra, tu vida vale más que tu muerte!
¡No te entregues, ten compasión de ti!» Increíble, Pedrito el pescador, repren-
diendo al Hijo de Dios. Satanás quería ponerle tropiezo a Cristo, para que no
muriera y se aprovechó de esa falsa compasión. Hay celos que se convierten en
tropiezo, que hacen caer, que perturban el plan de Dios y hacen de la persona
que los siente un adversario del propósito eterno del Señor.

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Cuando no tenemos el corazón de Dios, ni el Espíritu del reino, aunque


realicemos muchas cosas y nos esforcemos, somos adversarios. Por eso, Jesús
dijo: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparra-
ma” (Mateo 12:30). Estar con Jesús es tener su mismo corazón, porque el que
no está con él, está contra él. Podemos tener muy “buena intención” y decir:
«Mira Señor he ganado tantas almas para el reino [conquista, esfuerzo]; vivo
para ti [entrega]; quiero que reines, cuido celosamente que se cumplan tus
mandamientos y no acepto que nadie te maldiga [celo]», y todo eso suena
bonito, pero cuando vamos a su esencia, a la verdadera motivación, puede que
todo eso sea un tropiezo, algo adverso al corazón de Dios.
Finalmente, volviendo a los hijos de Sarvia, cuando el ejército de David
salía a perseguir a Absalón, David quiso acompañarles pero el pueblo se lo
impidió, entonces él les recomendó a los capitanes y a los que estaban al man-
do (Joab, Abisai e Itai): “Tratad benignamente por amor de mí al joven Absalón”
(2 Samuel 18:5). Mas, cuando Absalón se encontró con la armada de David,
el mulo en el que andaba se entró debajo de unas ramas fuertemente tupidas
de una encina, y su larga y hermosa cabellera se le enredó en las mismas, por
lo que el mulo pasó, pero el joven se quedó suspendido en el aire, colgando de
las ramas y sin poder librarse ((2 Samuel 18:9). Uno de los soldados de David
que lo vio, fue y avisó a Joab, y éste le dijo: “Y viéndolo tú, ¿por qué no le matas-
te luego allí echándole a tierra? Me hubiera placido darte diez siclos de plata, y
un talabarte” (vv. 10-11). El hombre sorprendido le respondió: “Aunque me
pesaras mil siclos de plata, no extendería yo mi mano contra el hijo del rey; porque
nosotros oímos cuando el rey te mandó a ti y a
Abisai y a Itai, diciendo: Mirad que ninguno
toque al joven Absalón” (v. 12), entonces Joab
“Cuando no le respondió con desdén: “No malgastaré mi
tenemos el tiempo contigo” (v. 14). Hecho así, Joab tomó
corazón de Dios, tres dardos en sus manos y los clavó directa-
mente en el corazón de Absalón, luego diez
ni el Espíritu del
de sus escuderos le rodearon y terminaron
reino, aunque de matarle (v. 15). ¡Qué duro ese Joab! ¿Qué
realicemos tenían estos hijos de Sarvia con David que
muchas cosas ni siquiera a su propio hijo perdonaron?
y nos esforcemos, Aparentemente, Joab había matado a
Absalón por haberse rebelado contra el rey,
somos pero la verdadera razón fueron otras. Nota
adversarios” que si Absalón reinaba era probable que

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Joab no fuese el general de su armada, por lo que había sucedido entre ellos.
Sucedió que cuando David hizo volver a Absalón, después de haber sido echa-
do de su presencia por haber matado a su hermano, el joven trató de reunirse
con Joab y le mandó a buscar en dos ocasiones y éste no quiso ir, por lo que
Absalón mandó a prenderle fuego a un campo propiedad del general para ver
si así reaccionaba (2 Samuel 14:29-30). Entonces, Joab fue a verle y le pidió
explicaciones a Absalón, pero no hizo nada en su contra ni profirió palabra,
pero aparentemente le guardó la cuenta para otra ocasión, y se la cobró con
creces. Por tanto, la muerte de Absalón fue un ajuste de cuentas entre Joab
y el engreído jovencito, más que protección al reino. Es evidente que todo lo
que amenazaba a Joab, él lo incluía en su agenda militar sin importar rango (2
Samuel 3:27), ni relación familiar (2 Samuel 17:25; 20:20) ni mucho menos
orden recibida (2 Samuel 18:5). Todo lo que le estorbaba o fuera una amenaza
a sus intereses lo quitaba del medio.
Cuando el rey supo la noticia que Absalón había muerto, turbado lloró
amargamente y gritaba: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién
me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2 Samuel
18:33). ¡Qué dolor! El cuerpo de David temblaba, sus piernas flaqueaban, pero
el rey seguía gritando, sin importarle que vieran su humillación… tan sólo que-
ría ver a su hijo… tocar su larga cabellera … No importaba la vergüenza que le
había ocasionado, el dolor que le había causado, la traición que había orquesta-
do, todo eso quedaba atrás, en un segundo lugar frente aquella hermosura iner-
te en Aquel que desde la planta de su pie hasta su coronilla no había defecto (2
Samuel 14:25), pero que ahora reposaba extinto e indiferente a sus pies. No…
su corazón ahora estaba traspasado de dolor, y de lo profundo de su ser solo salía
un punzante clamor: “¡Hijo mío Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2 Samuel
19:4). Mas, cuando le dieron aviso a Joab de las condiciones en que estaba el rey,
el general se enojó. Luego, sin mostrar un hálito de respeto al luto de aquel por
quien tantas veces se había esforzado, y sin ningún vestigio de arrepentimiento
por lo que había hecho, con gran desfachatez lo reprendió:

“Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos, que hoy han
librado tu vida, y la vida de tus hijos y de tus hijas, y la vida
de tus mujeres, y la vida de tus concubinas, amando a los que
te aborrecen, y aborreciendo a los que te aman; porque hoy has
declarado que nada te importan tus príncipes y siervos; pues hoy
me has hecho ver claramente que si Absalón viviera, aunque
todos nosotros estuviéramos muertos, entonces estarías contento.

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Levántate pues, ahora, y ve afuera y habla bondadosamente a tus


siervos; porque juro por Jehová que si no sales, no quedará ni un
hombre contigo esta noche; y esto te será peor que todos los males
que te han sobrevenido desde tu juventud hasta ahora”
(2 Samuel 19:5-7).

¡Qué cinismo! Pero, ¿cómo podía entender este Joab que el rey estaba llo-
rando, no tanto a su hijo muerto, sino a las consecuencias de su pecado. Sin
dudas se había cumplido lo que Jehová sentenció por boca del profeta Natán:
“He aquí yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa, y tomaré tus mujeres
delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo, el cual yacerá con tus mujeres a la
vista del sol. Porque tú lo hiciste en secreto; mas yo haré esto delante de todo Israel
y a pleno sol. […] También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás. Mas por
cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te
ha nacido ciertamente morirá” (2 Samuel 12:11-14). David no sólo lloraba la
muerte de Absalón, sino: a) El pecado de Amnón, quien violó a su hermana
Tamar (2 Samuel 13:14); b) La posterior muerte de este a manos de Absalón
(2 Samuel 13:32); c) La revuelta de Absalón contra él (2 Samuel 15:12); y d)
La toma de Absalón de sus concubinas a quienes violó a la vista de todo Israel
(2 Samuel 16:22). Tal como él mismo había sentenciado, pagó cuatro veces
tanto (2 Samuel 12:6).
David era amigo de sus enemigos y lloraba también por sus hijos rebel-
des, como llora Dios. Nunca podría entender estas razones el general asesino,
poseedor de impulsos locos y maquiavélicos, porque obviamente pensaba que
el fin justificaba los medios. Hay cosas que parecen de Dios pero no son de
Dios, sino que son adversas y causan tropiezo. Sería terrible que nos convirta-
mos en adversarios de Dios sin saberlo; que nos pasáramos toda la vida sirvién-
dole y que al final todo ese esfuerzo haya sido inútil, porque no lo hicimos de
acuerdo con el corazón de Dios, el cual paga a cada uno conforme a sus obras
(Romanos 2:6). Por tanto, para tener el corazón de Dios hay que conocer a
Dios y luego someterse a Él. Veamos ahora cómo terminó Joab.
Al paso del tiempo que David había envejecido, Adonías, uno de sus hijos
nacidos después de Absalón, dijo: “Yo reinaré” (1 Reyes 1:5), y se puso de
acuerdo con Joab hijo de Sarvia y con el sacerdote Abiatar (v. 7). Sabemos que
Jehová había dicho a David que Salomón reinaría después de él, y David se lo
había prometido a Betsabé la madre de Salomón (v.13), pero ellos intentaron
ignorar estas cosas. Cuando David fue alertado sobre eso, llamó al sacerdote
Sadoc, al profeta Natán, y a Benaía hijo de Joiada, y les dijo: “Tomad con

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vosotros los siervos de vuestro señor, y montad a Salomón mi hijo en mi mula,


y llevadlo a Gihón; y allí lo ungirán el sacerdote Sadoc y el profeta Natán como
rey sobre Israel, y tocaréis trompeta, diciendo: ¡Viva el rey Salomón! Después iréis
vosotros detrás de él, y vendrá y se sentará en mi trono, y él reinará por mí; porque
a él he escogido para que sea príncipe sobre Israel y sobre Judá” (1 Reyes 1:32-35).
Ellos hicieron como David había ordenado y entonces Salomón fue confirma-
do en el trono de su padre, y todo el pueblo clamaba: ¡Viva el rey Salomón! Y
todos le seguían y la gente cantaba con flautas, y era notoria la algarabía que
había en Israel (vv. 39-40).
Cuando Adonías, Joab y los que con ellos estaban oyeron lo que había
ocurrido, dice la Biblia que se estremecieron y cada uno se fue por su lado.
Adonías se refugió lleno de miedo en el templo, y se asió de los cuernos del
altar (1 Reyes 1:49-50). Todo eso se lo hicieron saber a Salomón y éste dijo:
“Si él fuere hombre de bien, ni uno de sus cabellos caerá en tierra; mas si se hallare
mal en él, morirá” (v. 52). El rey lo perdonó
(v. 53), pero no corrieron con la misma suer-
te aquellos que anduvieron fuera de foco y
“No es hacer,
que en el momento que tuvieron que ungir
al que sustituirá al rey, se pusieron departe sino ser”
de los rebeldes, siguiendo a aquel a quien
Jehová no eligió. Entre ellos estaba Joab.
¿Por qué Natán no se puso de parte de Adonías, sino de Salomón aunque
era un joven? Porque el corazón del profeta estaba de acuerdo con el corazón
de Dios, y por consiguiente en armonía con su propósito. Los que son como
Dios dicen: «Al que elija Jehová a ese voy a seguir, a ese voy a ungir y a ese
me voy a someter». El pueblo de Israel le dijo a Josué, después de la muerte de
Moisés: “De la manera que obedecimos a Moisés en todas las cosas, así te obede-
ceremos a ti; solamente que Jehová tu Dios esté contigo, como estuvo con Moisés”
(Josué 1:17). Estemos siempre de parte de Dios.
Luego vemos, cuando llegó el tiempo que David había de morir, llamó a
su hijo Salomón para aconsejarle, pero también le advirtió: “Ya sabes tú lo que
me ha hecho Joab hijo de Sarvia, lo que hizo a dos generales del ejército de Israel,
a Abner hijo de Ner y a Amasa hijo de Jeter, a los cuales él mató, derramando en
tiempo de paz la sangre de guerra, y poniendo sangre de guerra en el talabarte
que tenía sobre sus lomos, y en los zapatos que tenía en sus pies. Tú, pues, harás
conforme a tu sabiduría; no dejarás descender sus canas al Seol en paz” (1Reyes
2:5-6). Con estas palabras, David sentenció a muerte a Joab, y no lo mató
cuando él reinaba, porque David es un tipo del Padre, y la Palabra dice que “el

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Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo…” (Juan 5:22). Luego
vemos que Salomón ordenó:

“… mátale y entiérrale, y quita de mí y de la casa de mi padre


la sangre que Joab ha derramado injustamente. Y Jehová hará
volver su sangre sobre su cabeza; porque él ha dado muerte a dos
varones más justos y mejores que él, a los cuales mató a espada sin
que mi padre David supiese nada: a Abner hijo de Ner, general
del ejército de Israel, y a Amasa hijo de Jeter, general del ejército
de Judá. La sangre, pues, de ellos recaerá sobre la cabeza de Joab,
y sobre la cabeza de su descendencia para siempre; mas sobre
David y sobre su descendencia, y sobre su casa y sobre su trono,
habrá perpetuamente paz de parte de Jehová. Entonces Benaía
hijo de Joiada subió y arremetió contra él, y lo mató; y fue sepul-
tado en su casa en el desierto”
(1 Reyes 2:31-34).

Joab murió, sin pena ni gloria, como un villano fue cortado, porque
en todo lo que hizo nunca tuvo el corazón del rey. Y fueron puestos otros
en lugar de todos aquellos que obraron fuera de la voluntad de su señor
(1 Reyes 2:35). Cuando lleguemos a la presencia de Dios puede que nos
parezca injusto ver a muchos grandes, que hicieron proezas para Dios y Él
les diga en aquel día: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”
(Mateo 7:23). ¿Cómo puede ser, si esos hombres dedicaron toda su vida a
Dios? “Conoce el Señor a los que son suyos” (2 Timoteo 2:14). No es hacer,
sino ser, pues los que son como Dios actúan como Dios y nunca andan
errados o equivocados, ni motivados por un mal espíritu, pues tienen el
corazón del rey. A esos, Dios nunca les dirá: «¿Qué tengo yo con ustedes?».
Que Jehová nos bendiga y que haga que esta verdad quede para siempre en
nuestros corazones, para que todas nuestras obras sean hechas en Dios y de
acuerdo a su corazón.

2.2  Los Dos Reinos


“Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que
te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han des-
echado, para que no reine sobre ellos”

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el llamamiento es conforme 129
al cor azón de dios

-1 Samuel 8:6-7

Dios es soberano, Su poder es ilimitado y su dominio absoluto sobre


todo lo creado. Con todo, el hombre ha desechado a Dios de su vida y
vive fuera de su control, estableciendo en este mundo su propio reino.
Esta actitud humanista se ha fortalecido, aún más, a través del tiempo,
de manera que se ha infiltrado incluso en la iglesia, y se puede ver en ella
claramente estos dos reinos: el reino de los hombres y el reino de Dios. Es
posible que para algunos esta verdad resulte un tanto inconveniente, pero
conociendo que ningún ministerio es de Dios si no ha sido establecido por
Él y dirigido por su Santo Espíritu, esta aseveración en vez de escandali-
zarnos debiera preocuparnos.
En nuestro versículo tema, vemos como el pueblo de Israel pide a Samuel
un rey, desechando al Rey de reyes y Señor de señores. Pero, para tener una
perspectiva más clara del asunto, veamos el contexto en estos versículos:

“Aconteció que habiendo Samuel envejecido, puso a sus hijos


por jueces sobre Israel. Y el nombre de su hijo primogénito fue
Joel, y el nombre del segundo, Abías; y eran jueces en Beerseba.
Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, antes
se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo
el derecho. Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y
vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: He aquí tú
has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto,
constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas
las naciones. Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron:
Danos un rey que nos juzgue. Y Samuel oró a Jehová”
(1 Samuel 8:1-6).

Seguramente, has escuchado muchos sermones acerca de este incidente,


pero te aseguro que lo que vamos a estudiar en este segmento es distinto a lo
que hemos escuchado con relación a la aplicación de este pasaje bíblico. Por
tanto, la primera enseñanza de este mensaje es la causa por la cual Israel deseó
el reino de los hombres y no quiso más el de Dios. El motivo por el cual ellos
pidieron rey fue porque el ministerio profético y sacerdotal se había corrom-
pido. Los que conocen la historia saben que, tristemente, en la iglesia cristia-
na ha ocurrido lo mismo. La causa por la cual la iglesia dejó la teocracia -el
gobierno de Dios-, para tomar la democracia –gobierno de los hombres- fue

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130 la honr a del ministerio

porque perdieron la confianza en sus líderes. Los obispos y ministros man-


cillaron el oficio y empezaron a hacer política, a manipular con la Palabra,
entonces el pueblo les perdió el respeto y ellos perdieron el temor de Dios.
Ellos se apartaron de la dirección del Espíritu Santo de tal manera que tuvie-
ron que fomentar el gobierno de los hombres, para poder gobernar la iglesia.
Igualmente pasó en Israel. Samuel fue un hombre muy íntegro como profeta
y sacerdote, y también como juez de Israel, pero sus hijos eran corruptos, y
aunque él los amonestó, ellos no siguieron su camino, y el pueblo no soportó
dicha conducta
Por eso, ministros, ancianos, diáconos y servidores todos de la iglesia, los
que sirven a Dios deben ser íntegros, amando, respetando y viviendo los prin-
cipios del reino de los cielos, para que nunca el pueblo pierda el amor y el
respeto al Señor. Cuando la iglesia ve que no puede confiar en sus líderes
como guías espirituales, entonces busca el sistema de los hombres. Nota la
petición del pueblo: “He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus
caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas
las naciones” (1 Samuel 8:5). Es triste reco-
nocer que la iglesia vive hoy en esa realidad.
“El que se hace Y lo digo no como una crítica, sino con
mucho dolor, porque la iglesia representa el
rey en la iglesia,
cuerpo de Cristo, y nosotros somos parte de
a Cristo se opone” ese cuerpo, así que no podemos decir “ellos”,
sino “nosotros”, pues somos una sola cosa.
La iglesia, desde hace muchos siglos, ha
dejado el reino de Dios y le ha dicho al Señor con sus obras: «No queremos
que tú reines, sino que un hombre reine entre nosotros». De la forma como
Israel menospreció el reinado de Jehová, y prefirió sobre Él al sistema de los
hombres para parecerse a las demás naciones, así la iglesia ha apostatado de su
confianza del principio.
Hasta ese momento, Israel nunca había tenido un rey humano, sino un
líder espiritual, un juez o profeta que los guiaba bajo la dirección de Jehová.
Así gobernaba Dios en Israel, pero ellos menospreciaron Su forma de gobier-
no y lo desecharon como soberano de Su reino (1 Samuel 8:7). El sistema
de Dios se define como teocrático (del gr. theos, Dios y cracia dominio) que
significa “gobierno de Dios”, por lo que en otras palabras, ellos dijeron: «No
queremos teocracia sino democracia (del gr. demo, pueblo y cracia, dominio)»,
que gobierne el pueblo.

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el llamamiento es conforme 131
al cor azón de dios

Trasladémonos en este instante al momento de la crucifixión, y observe-


mos al pueblo de Israel frente a Pilato, pidiéndole a gritos que crucificase a
Jesús. Pilato luchaba por librarse de condenar a un justo, por eso les dijo: “¿A
vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: No tenemos
más rey que César” (Juan 19:15). También dijeron: “Si a éste sueltas, no eres
amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone” (Juan 19:12). Y yo
tomo esta última frase para decir lo que me dijo el Espíritu Santo: el que se
hace rey en la iglesia, a Cristo se opone, porque la iglesia tiene un solo
rey, y es nuestro Señor Jesucristo.
Ahora, ¿cuántos están reinando en la iglesia hoy con la llamada democracia?
En el tiempo antiguo, Dios tomó a Moisés para dirigir al pueblo, pero quien
gobernaba era Dios. Él escuchaba lo que Jehová le decía, lo cual se lo expresaba
al pueblo, quien a su vez obedecía, y Dios reinaba. Moisés sólo era el mediador
del pacto, el caudillo. Por tanto, sí, había un líder, pero era Dios el que reinaba.
Cuando hubo la necesidad de escoger setenta varones entre los ancianos de
Israel, la Palabra dice que Dios tomó del espíritu de Moisés y los repartió sobre
ellos (Números 11:24-25). Jehová dijo: “… yo descenderé y hablaré allí contigo, y
tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del
pueblo, y no la llevarás tú solo” (Números 11:17). Ellos no eran una junta ni se
reunían para discutir los asuntos que Jehová les había encomendado. Tampoco
los ancianos levantaban las manos para ver quienes estaban de acuerdo o en des-
acuerdo y tener un consenso para tomar la decisión, sino que Jehová les dio el
mismo espíritu y la misma dignidad, para que ayuden a Moisés en la tarea que
Él le había encomendado a su siervo. No para ellos gobernar, sino para ayudar
al líder en la ejecución de la voluntad de Dios.
Así nosotros somos cola-boradores, ayudantes en el gobierno de Dios. El
Señor va al frente, porque es el líder y nosotros detrás, como “cola”, porque le
seguimos a Él. En el reino de los hombres se les llama servidores públicos a
aquellos que tienen una posición en el Estado o en alguna institución guber-
namental; en el reino de los cielos se les llama siervos, a los que tienen alguna
función en el reino, a través de los cuales Dios hace su voluntad.
Si volvemos al pasaje bíblico que nos ocupa, veremos que a Samuel no le
agradó el deseo del pueblo de tener un rey, y oró a Jehová y Él le respondió:
“Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan” (1 Samuel 8: 6-7). El Señor es
experto en oír y cumplir las oraciones de su pueblo. Recordemos cuando el
pueblo de Israel se preparaba para entrar a la tierra prometida, que Jehová
envió hombres a reconocer la tierra y los doce espías volvieron a dar su infor-
me. Estos dijeron a Moisés que no podían subir contra ese pueblo porque ellos

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eran más fuerte, que la tierra se tragaba a su moradores y que había gigantes,
hombres tan grandes que delante de ellos el pueblo de Dios era como insectos
y que así también ellos los verían (Números 13:31-33). Al oír ese informe el
pueblo se desanimó y lloró toda aquella noche (Números 14:1), y se quejaron
contra Moisés y contra Aarón diciendo: “¡Ojalá muriéramos en la tierra de
Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos!” (v. 2). Y Dios oyó y les dijo: “Vivo
yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En
este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados de
entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí” (vv.
28-29). De esta misma manera dijo Jehová a Samuel que escuchara todo lo
que dijeran, porque exactamente lo que pidieran, eso les daría.
¿Sabes lo que hizo Dios frente a la petición de que les diera un rey? Se con-
virtió en un demócrata, porque todo el que escucha al pueblo para actuar se
vuelve un demócrata. Los gobiernos democráticos con que se rigen la mayoría
de las naciones en este mundo gobiernan de acuerdo a la opinión pública o
presión del pueblo. Las naciones ya no se dirigen por firmes principios, sino
por la variable opinión del pueblo. Apenas la gente protesta, el que está en
autoridad hace sus arreglos, porque su interés es estar bien con el pueblo, para
mantenerse en la posición, a pesar que el deseo de las masas sea incorrecto.
Así Dios oyó la oración, pero antes de dejarlos a su libre albedrío, Dios le
dijo a Samuel: “Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han
desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. Con-
forme a todas las obras que han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta
hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen también contigo. Aho-
ra, pues, oye su voz; mas protesta solemnemente contra ellos, y muéstrales cómo
les tratará el rey que reinará sobre ellos” (1 Samuel 8:7-9). Entonces Samuel
tomando la palabra les dijo:

“Así hará el rey que reinará sobre vosotros: tomará vuestros hijos,
y los pondrá en sus carros y en su gente de a caballo, para que
corran delante de su carro; y nombrará para sí jefes de miles y
jefes de cincuentenas; los pondrá asimismo a que aren sus campos
y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los per-
trechos de sus carros. Tomará también a vuestras hijas para que
sean perfumadoras, cocineras y amasadoras. Asimismo tomará lo
mejor de vuestras tierras, de vuestras viñas y de vuestros olivares,
y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro grano y vuestras viñas,
para dar a sus oficiales y a sus siervos. Tomará vuestros siervos y

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el llamamiento es conforme 133
al cor azón de dios

vuestras siervas, vuestros mejores jóvenes, y vuestros asnos, y con


ellos hará sus obras. Diezmará también vuestros rebaños, y seréis
sus siervos. Y clamaréis aquel día a causa de vuestro rey que os
habréis elegido, mas Jehová no os responderá en aquel día”
(1 Samuel 8:11-18).

Esta es una perfecta descripción del gobierno de los hombres en el mundo


y también en la iglesia. Lamentablemente, en las iglesias donde no hay gobier-
no de Dios, los hombres colocan sus pólizas y constituciones por encima de
la Biblia, y toman sus decisiones de acuerdo a sus leyes. De esta forma, aquel
que sea más político o tenga más argumento para convencer al grupo, reinará
sobre todos. Entonces, después de haber discutido y de faltarse el respeto los
unos a los otros, tratando de imponer su punto de vista, se logra una decisión
a favor -aunque manipulada- y luego dicen: «Dios nos dirigió».
De hecho, en muchos círculos de la iglesia, cuando entras ya no tienes nada
qué pensar ni qué hacer, pues ellos deciden todo, incluso lo que debes comer y
hasta cuántas veces debes masticar la comida antes de tragártela. Te prohíben
ir a la playa, al cine, etc.; también te dicen cómo debes vestirte, con quién te
tienes que casar, cuántos hijos debes tener y quiénes podrían ser tus amigos.
En conclusión, te hacen un plan familiar y programan tu vida a tal punto que
¡ay de ti si no te sometes!, porque te pasan juicio y te discriminan, y hasta te
excomulgan. Es un control total sobre las personas. Así que en la iglesia donde
veas que hay un líder y una junta apropiándose de la gente, de sus bienes y de
su voluntad, allí está el reino de los hombres, y no el de los cielos, pues Dios
no reina de esa manera. El Señor toca y llama (Apocalipsis 3:20) y el Espíritu
Santo nunca obliga ni se impone, sino que convence (Juan 16:8).
En cambio, el hombre se adueña de las almas y las considera como si fue-
ran un ganado, y dice: «Tengo tantas almas» como si dijeran “vacas”. También
dice: «Mis arcas están llenas. Ellos diezman y dan tanto semanal, y con eso
pienso invertir en tal cosa», dándose ínfulas de grande inversionista y habla en
estadísticas, como si los creyentes fueran números o cosas. Con lo dicho estoy
describiendo una realidad vivida, por lo que no estoy en contra de nadie, sino
a favor del reino de Dios. Los que han estado en iglesias religiosas e institucio-
nalizadas saben ciertamente sobre lo que estoy hablando. Hace muchos siglos
que la iglesia está desviada por el gobierno de los hombres, y es necesario
que ahora nos volvamos a Dios. Por lo cual, apliquemos cada advertencia que
hizo Samuel a la iglesia de hoy, y veamos qué ocurre cuando el hombre reina
en la iglesia y no Dios:

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1. “tomará vuestros hijos, y los pondrá en sus carros y en su gente de


a caballo, para que corran delante de su carro”
En el reino de los hombres, todo esfuerzo o beneficio es para el que reina
y para los suyos. Ellos toman tu “ministerio” y lo ponen en sus “organizacio-
nes”, bajo “su gente que está a cargo”, para que “les sirvan y corran delante
de su [carro] organización. Para ellos lo más importante es la organización,
aunque se violen los principios divinos. Ellos predican la doctrina, pero
cuando hay dinero envuelto o un escándalo que pueda perjudicarles, prefie-
ren hacer cualquier otra cosa con tal de mantener el statu quo de la organiza-
ción. Se comenten injusticias, y si tienen que expulsar a algún obrero de
Dios, no les importa, lo hacen con tal de que la organización no sufra, sacri-
ficando al individuo para salvar la institución. En el gobierno de los hombres
todos trabajan para la organización y las personas no valen nada, sino su
sistema, sus intereses. Hacen trampas para salvar y mantener la estructura, y
dominan la vida de los creyentes a tal pun-
to que así como los casan también los
divorcian, para hacer una nueva “pareja
“En el reino de perfecta”.
Dios no hay jefes, Mas, en el reino de Dios ocurre todo lo
sino siervos, contrario. En el reino de Dios todos traba-
tampoco posición, jan para el Señor, para Su reino y para Su
sino función” gloria sine qua non. Lo más importante no
es la organización, sino Dios y el Cuerpo de
Cristo. No se usan las personas para fines
mezquinos o personales, sino para propó-
sitos benditos. Muy contrario a la ideología del reino de los hombres, que
como Caifás dicen: “Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un
hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca” (Juan 11:49,50).
Aunque él no lo dijo por sí mismo, pues estaba profetizando que Jesús no sólo
había de morir por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos
de Dios que estaban dispersos (vv. 51-52). Pero lo que verdaderamente Caifás
pensaba en su corazón era matarle para preservar su organización, para man-
tenerse siendo el principal. Al hombre le gusta ser el primero, el “ungido” que
va al frente, y si te pone enfrente es para que le vayas abriendo el paso, para
anunciar su llegada, y todo el mundo sepa que alguien importante llegó, pues
necesita ser visto, quiere darse a conocer.

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2. “… y nombrará para sí jefes de miles y jefes de cincuentenas”


A estos nombramientos, en el reino de los hombres se les llama el “equipo”,
un grupo de gente que trabaja para mantener su sistema. Entonces nombra para
sí jefes y organiza la cosa de tal manera que a cada quien le da una posición: este
me manda la correspondencia, este otro me coordina los eventos, este se encar-
gará de llevarme la agenda, este me programa las vacaciones, etc. y mezclan su
organización con la iglesia, ya que la consideran una misma cosa. También ama
los títulos, por lo que a sus jefes les llama: “director”, “presidente” “coordina-
dor”, etc., reservando para él aquellos más llamativos: “reverendo”, “apóstol”,
“doctor”, “superintendente”, etc., so pena de ofenderse si no le dices el título
antes que el nombre. Ellos son jefes y lo enseñan, por lo cual en sus iglesias la
gente anda detrás de ellos para que los pongan en puestos.
Por el contrario, en el reino de Dios no hay jefes, sino siervos, tampoco
posición, sino función. Jesús dijo: “Sabéis que los gobernantes de las naciones
se enseñorean de ellas, y los que son grandes
ejercen sobre ellas potestad. Mas entre voso-
tros no será así, sino que el que quiera hacerse
grande entre vosotros será vuestro servidor, “En el reino
y el que quiera ser el primero entre vosotros se llega a ser
será vuestro siervo” (Mateo 20:25-27). En autoridad
el reino de Dios se crece sirviendo, no por
rango. En el reino se llega a ser autoridad
por elección
por elección divina, honra y testimonio. divina, honra y
Por lo cual, para alguien ser líder en Dios, testimonio”
antes tiene que ser probado y aprobado (1
Tesalonicenses 2:4; 1 Timoteo 3:1-15), pues
la autoridad se basa en la honra y no en la
posición o título.

3. “… los pondrá asimismo a que aren sus campos y sieguen sus mie-
ses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros.
Tomará también a vuestras hijas para que sean perfumadoras, coci-
neras y amasadoras”
En el reino del hombre se convierte a los creyentes en esclavos, poniéndoles
cargas que les corresponden a ellos llevar en el ministerio. Todos sus asuntos
giran en torno al culto al hombre, al ego y a sus intereses. Así que orquestan
tremendos montajes y crean numerosas actividades para involucrar a toda la

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136 la honr a del ministerio

familia, y mantenerlos ocupados. Y para que el creyente no extrañe nada del


mundo, traen el mundo a la iglesia. Se la pasan imitando todo éxito visible,
porque lo que quieren es captar a las personas, para fortalecer su organización y
convertirse en un gran emporio. Así vemos que tienen escuelas, universidades,
hospitales, clubes, librerías, etc., y no es que haya algo malo en eso, el asunto es
su motivación, pues su único objetivo es hacerse grandes y no para engrandecer
el nombre de Dios. Se benefician de los creyentes y los despojan, diciéndoles:
«Yo necesito tal cosa y hace tiempo que no me dan una ofrenda. ¡Cuidado si les
están dando ofrendas a fulano o mandándolas a tal ministerio. Sólo aquí usted
debe ofrendar porque esta es su iglesia». Así les toman sus posesiones para hacer
sus obras, pues el fin es hacerlos suyos, no de Cristo.

4. “Asimismo tomará lo mejor de vuestras tierras, de vuestras viñas


y de vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro gra-
no y vuestras viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos. Tomará
vuestros siervos y vuestras siervas, vuestros mejores jóvenes, y vues-
tros asnos, y con ellos hará sus obras. Diezmará también vuestros
rebaños, y seréis sus siervos”
El reino del hombre toma lo mejor de tus dones, de tus capacidades, de tus
bienes, etc., y los da a los de su círculo, a su grupito, solo a los que son como ellos
y mantienen la organización. De esta mane-
ra, sus oficiales y los que le sirven (que son
“Para el reino de como ellos) son los que salen en misiones, en
los hombres, lo giras, los que predican, los que tienen autori-
dad, etc. y no precisamente aquellos a quie-
que importa no nes el Señor llamó y capacitó para ello. Te
es lo que diga la sacrifican a ti y te exigen todo lo tuyo, para
Palabra de Dios, hacer lo suyo. Luego salen los grandes titula-
sino lo que le res de lo mucho que han hecho, pero en ver-
conviene a la dad, no han movido ni un dedo. Hecho así,
tú tienes la visión, pero ellos la toman para sí;
institución” tú escribes el libro, pero ellos son los autores;
tú el que trabaja, ellos se toman el crédito; tú
tienes el don, pero ellos son los “ungidos”; tú
eres el dueño de la hacienda, pero ellos te la quitan para la institución; tú tienes
tus hijos espirituales, ellos toman los mejores para que sirvan a su institución, y
al final también te convierten a ti en su servidor. Ellos hacen de los escogidos
sus sirvientes y los humillan, les imponen castigos y los ponen en disciplina si

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no se someten, convirtiendo en esclavitud la libertad que les ha dado Cristo


Jesús. Para el reino de los hombres, lo que importa no es lo que diga la Palabra
de Dios, sino lo que le conviene a la institución.
Alguien escribió una sátira refiriéndose a la manera cómo la iglesia evo-
lucionó de Cuerpo de Cristo a institución eclesiástica, de organismo viviente
a organización religiosa, la cual te la compartiré, de manera parafraseada, a
continuación: «Cuentan que en el principio todos los cristianos eran pesca-
dores de hombres. Cuando salían al mar a pescar, pescaban muchos peces,
pues Dios los bendecía. Pero cuando la iglesia comenzó a crecer, algunos del
gobierno de los hombres comenzaron a decir: “En verdad, hay que ser cons-
cientes. Miren esos hombres que pasan el día entero pescando con esas redes
anticuadas. Vamos a hacer redes modernas para facilitarles el trabajo”. Así lo
hicieron, pero después se fijaron que los botes eran muy pequeños e insegu-
ros y decidieron hacer grandes barcos de pescas. Ya tenían redes modernas,
poseían trasatlánticos para pescar, pero luego dijeron: “Oye, ¿y por qué no les
hacemos escuelas a los hijos de los pescadores? Eso es justo, porque ellos tra-
bajan en el altar”. Entonces hicieron escuelas para los hijos de los pescadores,
también colegios y universidades.
»Luego dijeron: “¿Por qué no escogemos entre ellos a los más destacados y
los llevamos a nuestras universidades para que enseñen a pescar?” De ahí surgie-
ron los llamados seminarios. Después dijeron: “Pero los pescadores se enferman,
vamos a hacer hospitales para sanarlos cuando se enfermen, ¡es justo!”. Y llegó
un momento que la iglesia tenía de todo: modernas redes para pescar, flamantes
barcos para navegar, destacadas escuelas y seminarios para enseñar, avanzados
hospitales donde se podían sanar, etc. pero el resultado de todo eso fue que ya
nadie salía a pescar, ya que todos estaban ocupados en distintos quehaceres
burocráticos. Había tiempo para todo, menos para la pesca [hoy en día ocurre
lo mismo. Hay tantas instituciones, pero no hay quien salga a hacer la obra].
»Sucedió entonces -continúa la sátira- que al paso del tiempo un visio-
nario se lanzó a alta mar y tiró sus redes. Este hombre pescó muchos peces e
inmediatamente lo supieron los hombres de los seminarios, y alarmados dije-
ron: “¿Cómo puede ser que fulano está en alta mar y haya pescado una gran
camada de peces?”. Cuando el hombre llegó a la orilla lo estaban esperando y
comenzaron a preguntarle: “¿Cómo fue que los pescaste? ¿de qué forma tiras-
te la red? ¿qué método empleaste? ¿quién te mandó a que lo hicieras? ¿a qué
concilio perteneces?” Y el hombre respondía: “Bueno, yo quería pescar, y tiré
la red así, y después hice así y luego así y así…”. Entonces ellos respondiendo:
“No, tú no puedes estar pescando. Eres algo prodigioso. A ti hay que llevarte

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138 la honr a del ministerio

como catedrático de la universidad para que enseñes a los demás a pescar”. Así
lo hicieron, y al único que salió y pescó también lo reclutaron».
Esa es la iglesia hoy, donde hay un sinnúmero de organizaciones, un mon-
tón de burocracia, tecnología y equipos modernos, pero no hay quien haga la
voluntad de Dios, pues nadie hace nada en el sentido espiritual, y al que hace
algo, también lo reclutan para la organización. Conocemos una gran canti-
dad de hospitales famosísimos que eran “cristianos”, incluso algunos se iden-
tifican todavía con el nombre de la denominación que lo fundó, pero lo que
era una casa de salud se ha convertido en un emporio de salubridad que toma
muchas cuadras, pero si llegas allí enfermo (seas cristiano o no), si no tienes
un plan médico no te atienden. Y me pregunto, ¿dónde está la piedad, la com-
pasión y los principios de Dios? Allí no tienen cabida, pues esa organización
ya no tiene nada de Dios, y es gobernada
por el hombre.
“Una cosa es la También hay iglesias que se dedican
a guardar dinero y llega un momento
iglesia y otra el que sus cuentas están tan repletas que el
institucionalismo estado tiene que decirles que inviertan ese
eclesiástico; dinero, porque al gobierno no le conviene
la iglesia solo es que instituciones sin fines de lucro y exen-
la víctima tas de impuestos, mantengan su dinero
detenido en el banco. Entonces, el dinero
secuestrada por de la iglesia, en lugar de ir a la casa de
ese tirano” los pobres, va a la bolsa de valores, y se
compran acciones en compañías que si
estuviéramos conscientes a qué se dedi-
can, lloráramos de dolor. Algunas inversiones se han hecho en empresas cuya
especialidad es en la venta de armas de fuego, por ejemplo, y sin embargo, sé
de iglesias que no les interesa invertir en la visión de Dios. Alegan que no hay
dinero para predicar, no hay dinero para ayudar al necesitado de la iglesia, no
hay dinero para hacer la obra de Dios, pero sí para todo aquello que mantiene
la organización. Eso es lo que pasa hoy y pasará siempre donde gobierne el
hombre y no Dios.
Todo lo que pasa y se mueve en el reino de los hombres es para pro-
mover sus nombres y darse a conocer. Gastan millones en promoción para
pedir ofrendas monetarias y mantener su institución, pero cuando les escri-
ben pidiendo oración, abren el sobre, toman la ofrenda y tiran la carta a la
basura. ¡No hay corazón! No les importa las almas, sino hacerse grandes y ser

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conocidos. Igualmente, cuando les viene abundancia por causa de la unción,


se dicen: «Hasta el perro de mi casa, debe comer en tazón de oro, pues yo soy
el ministro de Dios. Mi Padre es el dueño del oro y de la plata, yo merezco lo
mejor, por eso vivo en una mansión, porque yo soy el de la unción. Y si no me
rentan o compran un jet, no iré a ninguna misión». El tiempo de ellos siempre
es, pero el de Dios nunca llega.
Asimismo, ellos se dan las ínfulas de ser grandes autores, pero lo que real-
mente hacen es que se adueñan del derecho de autor, aunque otros sean que
hayan escrito los libros. Ellos echan a un lado al “hermanito” que Dios usó y no
le dan ningún crédito- y se justifican en que ellos son la lámpara donde Dios
puso la revelación para levantar esa organización en la que han “gastado su
vida”, y que por su nombre estar en la portada es que la gente comprará el libro.
Y puede que alguno haya escrito alguna obra, pero ¿quién les dio la inspiración
y la gracia para escribirlo? ¿Para qué lo escribió, cuál fue su motivación? ¿No se
lo dio Dios para la edificación de su iglesia? ¿de qué se glorían? Porque, como
bien dijo Pablo: “¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo
recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4:7).
Mientras escribo esto, mi corazón sangra, pues nunca ha sido mi moti-
vación criticar a la iglesia. Una cosa es la iglesia y otra el institucionalismo
eclesiástico; la iglesia solo es la víctima secuestrada por ese tirano. Hoy los
hombres de Dios se sienten obligados a negociar y a cumplir las exigencias y
demandas de los secuestradores, con tal de no hacer daño a la iglesia cautiva.
La razón por la cual el Señor te habla a ti de aflicción y persecución por cau-
sa de la Palabra es por esa. Hay intereses demasiados poderosos para que el
gobierno de los hombres quiera oír el mensaje de Dios. Los puedo escuchar
decir: «Reconocer ese mensaje como de Dios haría que todo nuestros esfuer-
zos se vengan al suelo. Yo no puedo entregar mi iglesia a lo “espiritual”, para
que, supuestamente, el Espíritu la guíe, no, eso jamás. Yo también tengo el
Espíritu de Dios y sé lo que hago». A ellos no les resulta fácil, después de tener
una plataforma establecida donde eran las estrellas, dejar que el que brille sea
Dios y ellos desaparezcan; les es muy difícil soltar a aquellos de quienes se
benefician, se nutren y se mantienen.
El apóstol Pablo usó esta expresión: “mis colaboradores en Cristo Jesús”
(Romanos 16:1); sí, colaboradores del apóstol, pero en el Señor. Es decir, la
razón por la que sirves no soy yo ni es para mí, es para Dios y en Dios. Por eso,
no debo apropiarme de tus dones ni beneficiarme de ellos, sino junto contigo
dar honra al único digno, al Señor nuestro Dios. A ellos y a sus colaboradores
hay que hacerles todo y darles de todo, pero es para su beneficio personal y no

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para honrar a Dios. Y aquí no estoy diciendo que pongamos bozal al buey que
trilla, porque el obrero es digno de su salario (1 Timoteo 5:18), a lo que me he
referido -y quiero que quede claro- es que te hacen “trabajar para Dios”, pero
al final, el fruto de su trabajo es para ellos, para la organización. Eso es algo
muy penoso, porque como bien dijo el predicador: “Todas las cosas son fatigosas
más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído
de oír” (Eclesiastés 1:8). Por eso, el reino de los hombres tipifica el andar en la
carne, donde sólo hay demandas, exigencias, un apetito insaciable de placeres
y mucha presión. Todo eso se convierte en un gran suplicio, algo muy distinto
a cuando reina Dios que hay paz, reposo, y toda buena obra. Por eso el profeta
termina advirtiendo:

5. Y clamaréis aquel día a causa de vuestro rey que os habréis elegido,


mas Jehová no os responderá en aquel día”
Esa es la razón por la que vemos cómo la iglesia gime, clama y lamenta
con muchas lágrimas y lloro por todas estas injusticias, pero es como si los
cielos fueran de bronce y su clamor no se escuchara. Mas, ¿cómo Dios va a oír
si a Él no lo tienen como rey ni lo dejan gobernar? Mientras los hombres
reinen, el cielo va a estar cerrado, porque Jehová no puede contestar las ora-
ciones de la iglesia para que los hombres la administren para su propio pecu-
lio. El reino de Dios es de Dios y para Dios, no para los hombres. Por eso Dios
cerró el oído, pues ellos lo desecharon y
aunque clamen a Dios e invoquen su nom-
“Mientras los bre Él no los oirá.
hombres reinen, No obstante, a pesar del cuadro tan
realista que el profeta le expuso sobre el rei-
el cielo va a estar no de los hombres, el pueblo no lo quiso
cerrado” escuchar, sino que dijo: “No, sino que habrá
rey sobre nosotros; y nosotros seremos también
como todas las naciones, y nuestro rey nos
gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras” (1 Samuel 8:19-
20). En otras palabras: «No nos importa como el hombre gobierna, ya te
dijimos, queremos ser como las demás naciones; elígenos un rey». Eso lo está
diciendo la iglesia desde hace mucho tiempo: «No podemos estar llevándonos
por profecías y luego esperar también un tiempo para confirmación, si ya
sabemos lo que tenemos que hacer. Nosotros también tenemos el Espíritu de
Dios y hemos organizado todo en nuestra constitución. Tenemos que tener
un líder que nos represente. La iglesia está muy anticuada y es necesario que

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se modernice al nivel de cualquier institución del mundo. No podemos que-


darnos atrás, tenemos que ir a la par del mundo. Elegiremos uno que nos
represente (el más inteligente y dotado) a ese seguiremos y él se encargará de
todo nuestros asuntos». Mas, cuando la iglesia desecha a Dios y prefiere al
hombre, no solamente se aparta del Señor, sino que también se desliga de todo
lo relacionado con Él.
Por tanto, como el pueblo insistió en su descabellada idea, Jehová le dijo
a Samuel que hiciera lo que ellos le pidieran. Por lo cual, el profeta ungió a
Saúl como rey de Israel (1 Samuel 10:1). ¿Sabes qué significa el nombre Saúl?
Pedido. El pueblo deseó un rey y Dios le buscó uno conforme al corazón del
pueblo. ¿Fue Saúl elegido por Dios? No, fue señalado por Dios, pero “pedido”
por el pueblo. Por eso le dijo a Samuel: “Oye la voz del pueblo en todo lo que te
digan” (1 Samuel 8:7), porque Jehová haría exactamente lo que ellos querían.
El pueblo quería un rey alto, fuerte, robusto, guerrero y valiente, como
los reyes de las naciones, y eso mismo le dio Jehová, un tremendo ejemplar.
Por eso, vemos más adelante cuando Samuel va a la casa de Isaí a buscar el rey
conforme al corazón de Dios, pensaba: «Bueno, este hombre deberá superar
en todo a Saúl», y al ver a Eliab, el hermano mayor de David, por su buen
parecer y lo grande de su estatura, dijo: “De cierto delante de Jehová está su
ungido” (1 Samuel 16:6), y si Dios no lo refrena, él lo unge. Esta es la única
vez que la Biblia muestra que este profeta se equivocó. Él sabía encontrar las
burras y hasta las agujas que se perdían, pero al hombre de Dios, no lo pudo
identificar. Samuel estaba buscando un rey de acuerdo a las características de
los hombres, pero el elegido era conforme al corazón de Dios.
Saúl fue pedido por el pueblo y Dios lo eligió para el pueblo. Jehová no le
puso tropiezo a Saúl ni al pueblo, todo lo contrario, les apoyó en sus decisio-
nes. Lo único que Dios pedía era obediencia, por eso Samuel les advirtió en su
discurso de despedida: “Solamente temed a Jehová y servidle de verdad con todo
vuestro corazón…” (1 Samuel 12:24). Esto quiere decir que Dios no eligió a
Saúl para fracasar, aunque lo eligió con dolor. Veamos ahora como reinó Saúl,
el “pedido” por el pueblo. Leamos el siguiente incidente, que retrata muy bien
el perfil de este hombre que era semejante a los reyes de las naciones:

“Y se juntó el pueblo en pos de Saúl en Gilgal. Entonces los filisteos


se juntaron para pelear contra Israel, treinta mil carros, seis mil
hombres de a caballo, y pueblo numeroso como la arena que está
a la orilla del mar; y subieron y acamparon en Micmas, al orien-
te de Bet-avén. Cuando los hombres de Israel vieron que estaban

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en estrecho (porque el pueblo estaba en aprieto), se escondieron en


cuevas, en fosos, en peñascos, en rocas y en cisternas. Y algunos de
los hebreos pasaron el Jordán a la tierra de Gad y de Galaad; pero
Saúl permanecía aún en Gilgal, y todo el pueblo iba tras él tem-
blando. Y él esperó siete días, conforme al plazo que Samuel había
dicho; pero Samuel no venía a Gilgal, y el pueblo se le desertaba.
Entonces dijo Saúl: Traedme holocausto y ofrendas de paz. Y ofre-
ció el holocausto. Y cuando él acababa de ofrecer el holocausto, he
aquí Samuel que venía; y Saúl salió a recibirle, para saludarle.
Entonces Samuel dijo: ¿Qué has hecho? Y Saúl respondió: Porque
vi que el pueblo se me desertaba, y que
tú no venías dentro del plazo señala-
“Cuando se do, y que los filisteos estaban reunidos
en Micmas, me dije: Ahora descende-
obedece la
rán los filisteos contra mí a Gilgal, y
voluntad de Dios yo no he implorado el favor de Jehová.
se paga el precio Me esforcé, pues, y ofrecí holocausto.
de esperar en Él, Entonces Samuel dijo a Saúl: Loca-
aunque tomemos mente has hecho; no guardaste el
mandamiento de Jehová tu Dios que
el riesgo de él te había ordenado; pues ahora Jeho-
quedarnos solos” vá hubiera confirmado tu reino sobre
Israel para siempre”
(1 Samuel 13:4-13).

Destaquemos ciertas enseñanzas que se desprenden de este relato. Nota


que Saúl esperó siete días según el plazo que el profeta le había dado, antes
de proceder, pero como Samuel no llegaba, el pueblo se le desertaba. Cuando
se obedece la voluntad de Dios se paga el precio de esperar en Él, aunque
tomemos el riesgo de quedarnos solos. Saúl comenzó a ver que el pueblo se
le iba y cometió el gran error de hacer algo que no le correspondía, y ofició a
Jehová. Esta función era exclusiva de los sacerdotes que Jehová había apartado
para el santo oficio. Pero este hombre hizo esa locura, no porque quería adorar
a Dios, sino porque veía que el pueblo se le escapaba, y para Saúl el pueblo
era más importante que obedecer una ordenanza de Dios. Por eso, Samuel le
dijo: “Locamente has hecho” (v. 13), lamentablemente Saúl era un gobernante
del pueblo y únicamente le importaba complacer al pueblo, no a Dios.

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Eso es, justamente, lo que pasa hoy en día en la iglesia. Cuando los que
dirigen se dan cuenta que el pueblo no quiere algo en particular o que los
miembros se les están yendo de la iglesia, inmediatamente comienzan a cam-
biar las cosas, para que no les deserten ni les abandonen. A ellos no les inte-
resa obedecer ni agradar a Dios, sino complacer al pueblo. En el reino de los
hombres la elección de la mayoría es la que gana, porque son elegidos por el
pueblo y para el pueblo. En cambio, en el reino de Dios las cosas ocurren
totalmente contrario. Cuando a Jesús los discípulos le dijeron que la gente se
estaba ofendiendo y que muchos se volvían atrás, luego de escuchar el mensaje
que predicaba, él les dijo: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan 6:67).
Jesús no iba a cambiar aunque les pareciera a ellos duras sus palabras. En el
gobierno de Dios no importa el pueblo, sino Dios.
La Palabra de Dios dice: “… todos los que quieren vivir piadosamente en Cris-
to Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12), por lo que entiendo que cuando
sacrificamos el deseo del hombre por obedecer la voluntad de Dios, seremos
perseguidos. Son muchas las voces que se levantan en contra, pero Jesús dijo:
“Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda
clase de mal contra vosotros, mintiendo” (Mateo 5:11). Si murmuran de un mal
testimonio, eso es otra cosa, pero si viene la persecución por causa de la palabra,
y nos acusan mintiendo, Dios será nuestro defensor. Por eso, amado, óyelo
bien, a la iglesia lo que le debe importar es agradar a Dios haciendo su voluntad.
Como “oveja”, eres importante en el redil, para alimentarte con sus delicados
“pastos”, pero no te seguimos a ti, sino al pastor que es Dios.
En una ocasión alguien me compartió una anécdota de un judío que fue a
un restaurante y el mesero estaba prejuiciado contra él, porque había leído que
los judíos habían matado a Jesús. La molestia del mesero era tan grande que le
dijo a su jefe: «Usted me va a perdonar, pero yo no voy a atender a ese judío,
porque ellos mataron a Jesucristo», a lo que el dueño del restaurante le contes-
tó: «Si tú no le sirves, estás despedido». Presionado por la condición, decide
de mala gana atenderle, y el judío cuando se fue le dejó una jugosa propina.
Cuando el mesero va a limpiar la mesa, se encuentra con la generosa suma, la
toma y la introduce en su bolsillo. El dueño del lugar, al verle, se le acerca y le
cuestiona con un gesto, a lo que el mesero rápidamente le responde: «Bueno,
los judíos no fueron tan malos; ellos no mataron a Cristo, solo lo torturaron».
Así es el reino del hombre, por intereses cambia rápidamente su convicción.
Igualmente, cuando el hombre gobierna la iglesia y ve que no hay ofren-
das y se están bajando las arcas del tesoro, ponen a todo el mundo a orar y a
ayunar y buscan que el profeta les hable. Mas, una vez que tienen el dinero,

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ya no hay tiempo para las cosas del Espíritu y ni caso les hacen a los profetas
de Dios. En mis tiempos de estudiante tuve un maestro que decía a la clase:
«por la plata baila el mono, y si no baila el mono, baila el dueño del mono», y
todo eso, por intereses. Hay que estar bien convencidos en Dios para mante-
nerse en sus principios, a pesar de ver que el pueblo se va y que nos quedamos
solos. A Juan el bautista sus seguidores se le fueron también (Juan 3:26), pero
él dijo: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros
mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delan-
te de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su
lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está
cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:27-30). Así
habla un hombre que está claro y comprometido con la verdad, el cual no le
importa quedarse solo, sino cumplir lo que Dios le mandó a hacer.
Los siervos de Dios son discriminados en el reino de los hombres y
nunca son bienvenidos en su círculo. Nosotros lo hemos vivido en el medio
donde Dios nos ha puesto, pues algunos consiervos ni te miran y te evitan,
porque por tu lenguaje saben que no simpatizas con la política ni con los
intereses humanos en que están sumidos en sus congregaciones. Pero un día,
todos le veremos la cara a nuestro Señor. El apóstol Pablo decía que quería ser
aprobado delante de Dios (2 Timoteo 2:15) y que si en su ministerio buscara
agradar a los hombres no sería siervo del Señor Jesucristo (Gálatas 1:10).
A pesar que a Saúl le importaba más el pueblo que Dios, vemos más ade-
lante que Jehová le da otra oportunidad y envía al profeta a ungirle y a adver-
tirle que esté atento a sus palabras (1 Samuel 15:1). Dios es santo y es bueno, y
a pesar que el pecado de Saúl le dolió en su corazón le da una nueva misión:
“Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino cuando subía
de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene, y no te apiades
de él; mata a hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos
y asnos” (vv. 2,3). Saúl, entonces, salió a la batalla y derrotó a los amalecitas (v.
7), pero la Biblia dice que: “tomó vivo a Agag rey de Amalec, pero a todo el pueblo
mató a filo de espada. Y Saúl y el pueblo perdonaron a Agag, y a lo mejor de las
ovejas y del ganado mayor, de los animales engordados, de los carneros y de todo lo
bueno, y no lo quisieron destruir; mas todo lo que era vil y despreciable destruyeron.
Y vino palabra de Jehová a Samuel, diciendo: Me pesa haber puesto por rey a Saúl,
porque se ha vuelto de en pos de mí, y no ha cumplido mis palabras. Y se apesa-
dumbró Samuel, y clamó a Jehová toda aquella noche” (vv. 8-11). Una vez más,
Saúl desagradó a Dios y ya ni las intercesiones y clamor de sus santos podrían
cambiar sus resoluciones. Dios no reina, sino en Su reino. Él no se sienta en

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sitial humano, sino en su propio trono para gobernar a los hombres. Son vanas
las oraciones en las iglesias mientras no haya en ellas un cambio de gobierno.
Hay quienes invocan a Dios con sus labios, pero andan en sus propios
caminos, y luego cuando les viene juicio son muy idealistas, y apelan por la
misericordia divina. Sin embargo, la Biblia dice que la justicia y el juicio son
el cimiento del trono de Dios, y así como Él es tardo para la ira, no tendrá
por inocente al culpable (Salmos 89:14; Nahum 1:3). Dios “… no es hombre,
para que mienta, Ni hijo de hombre para que se arrepienta” (Números 23:19);
Él es Dios. Hay que dejar que Él reine, sólo así lo veremos actuando a favor
del pueblo. Sin embargo, hay muchos que, aun estando en el camino, siguen
perdidos. Es el caso de Saúl, según vemos en la continuación del relato:

“Madrugó luego Samuel para ir a encontrar a Saúl por la mañana;


y fue dado aviso a Samuel, diciendo: Saúl ha venido a Carmel, y
he aquí se levantó un monumento, y dio la vuelta, y pasó adelante
y descendió a Gilgal. Vino, pues, Samuel a Saúl, y Saúl le dijo:
Bendito seas tú de Jehová; yo he cumplido la palabra de Jehová”
(1 Samuel 15:12-13).

Así como Saúl dicen todos los líderes en el gobierno de los hombres:
«Mira lo que hemos hecho. Estamos trabajando: hicimos un templo, hicimos
una catedral, levantamos una iglesia en tal parte, estamos preparando tal
cosa, etc.» Muestran un montón de cosas que ellos hicieron, pero no pue-
den mostrar nada que Dios les haya mandado a hacer. Samuel no tuvo que
inspeccionar el campamento para comprobar si Saúl le estaba mintiendo o
no, sino que el mismo anatema se manifestó en balido de ovejas y mugidos
de vacas, a lo que Saúl respondió:”De Amalec los han traído; porque el pueblo
perdonó lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a Jehová tu Dios,
pero lo demás lo destruimos” (1 Samuel 15:14-15). Nota el énfasis: “el pueblo
los trajo” y “el pueblo perdonó”, pero a quien Jehová mandó no fue al pueblo,
sino a Saúl. Él era el líder, pero gobernaba conforme al pueblo y no conforme
al mandato de Dios. Hoy también decimos “la junta decidió” y “el concilio
resolvió”, y yo me pregunto: ¿en todo eso, dónde está Dios? En el gobierno
de los hombres la mayoría gana, pero en el gobierno de Dios lo que vale es la
voluntad del Señor. Por eso, cuando Samuel escuchó la razón que le dio Saúl,
le respondió:

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“¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como


en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obe-
decer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la
grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la
rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú
desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para
que no seas rey”
(1 Samuel 15:22-23).

Este era un momento crucial en el reinado de Saúl, porque a pesar que


fue el pueblo que lo pidió como rey, dependía de Dios que él permaneciera
en el trono. Jehová le había dado una nueva oportunidad a este hombre, ¿por
qué no siguió su instrucción? Saúl le dijo a Samuel: “Yo he pecado; pues he
quebrantado el mandamiento de Jehová y tus palabras, porque temí al pueblo y
consentí a la voz de ellos. Perdona, pues, ahora mi pecado, y vuelve conmigo para
que adore a Jehová” (vv. 24, 25). Es decir, Saúl no obedeció a Dios porque
temía al pueblo, pero “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para
obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis…?” (Romanos 6:16). Saúl se
había sometido totalmente al pueblo, le cedió su voluntad a tal punto que se
hizo su esclavo, y sin autoridad, no podía establecer la voluntad Jehová. En
cambio, en el reino de los cielos, se le teme a Dios, no al pueblo, porque el
que le puso en autoridad es el Señor para que le obedezca, no el pueblo para
que se le someta.
Vemos entonces que Samuel acababa de dictarle a Saúl prácticamente
una sentencia, la cual revelaba el desagrado que Jehová sintió por su desobe-
diencia. Era el tiempo para Saúl humillarse, para reconocer y rendirse a la
voluntad de Dios. Mas, esa no fue su actitud, sino muy al contrario, trató de
“echarle agua al vino”, minimizando el asunto, como diciendo: «Mira, lo que
pasa es que el pueblo lo decidió, y es un poco delicado contradecir al pueblo;
ellos eran la mayoría y temí por eso; y los dejé que hicieran las cosas como
ellos creían. Reconozco que fallé, pero ven, no te pongas así, cálmate ¿sí?,
volvamos y adoremos juntos a Dios». Mas, un hombre que teme a Dios ve las
cosas como Dios las ve, y no se une a lo mal hecho, por eso Samuel le respon-
dió: “No volveré contigo; porque desechaste la palabra de Jehová, y Jehová te ha
desechado para que no seas rey sobre Israel” (1 Samuel 15:26). En ese momento,
Saúl se desesperó, pues no pudo soportarlo y mira lo que ocurrió:

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“Y volviéndose Samuel para irse, él se asió de la punta de su


manto, y éste se rasgó. Entonces Samuel le dijo: Jehová ha rasgado
hoy de ti el reino de Israel, y lo ha dado a un prójimo tuyo mejor
que tú. Además, el que es la Gloria de Israel no mentirá, ni se
arrepentirá, porque no es hombre para que se arrepienta”
(1 Samuel 15:27-29).

Amado de mi alma, tú y yo nunca debemos estar con alguien que deseche


la palabra de Jehová, aunque no lo tengamos como enemigo (2 Tesalonicenses
3:14-15). El Señor nos ha hablado bastante y nos advierte que no apoyemos
ningún proyecto si no estamos seguros que venga de Dios. No colaboremos
con hombres que no obedecen, pues perderemos el tiempo, y no seremos
eficaces. Jehová es el que quita reyes y pone reyes, y aquellos que creen que
pueden gobernar fuera de Él, el que mora en los cielos se reirá y se burlará de
ellos (Salmos 2:4), porque sus pensamientos son vanidad y Dios los turbará
con su ira. Jehová estaba airado con Saúl y por eso decidió darle el reino de
Israel a otro. Cuando Saúl fue escogido como rey ni él mismo se conside-
raba digno, se sentía pequeño ante sus propios ojos, por eso cuando iba ser
presentado delante de las tribus de Israel se escondió en el bagaje (1 Samuel
15:17;10:22), pero Dios lo ungió como rey, lo hizo jefe, lo hizo grande entre
los hombres. ¿No era momento para Saúl honrar con su obediencia la honra
que recibió? ¿No era ese el tiempo de humillarse delante del Señor? Obvia-
mente, Saúl tenía los ojos puestos en los hombres, no en Dios, pues nota lo
que él le respondió al profeta:

“Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante de los ancia-


nos de mi pueblo y delante de Israel, y vuelvas conmigo para que
adore a Jehová tu Dios”
(1 Samuel 15:30).

¡Qué terrible! Lo que le importaba a Saúl era estar bien delante del pueblo,
pues para él valía más la honra de los hombres que la de Dios. Él aceptaba que
le había fallado a Jehová, y que el Señor estaba disgustado y que a sus ojos no
era digno, por eso aceptaba su castigo. A Saúl no le importaba que Dios lo
deshonrara, pero que no lo hiciera el pueblo. ¿Notas el espíritu del gobierno
de los hombres? Es muy grande el dominio que ejerce el pueblo sobre sus
líderes, los cuales, por temor a la reacción y al peligro de perder su simpatía,
cometen los más terribles pecados y desobediencia a Dios.

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Sabemos lo que pasó luego, Samuel cortó en pedazos a Agag rey de Ama-
lec, después se fue a Ramá y nunca más volvió a ver a Saúl. Sin embargo no
dejó de orar y llorar por él (1 Samuel 15:33-35), hasta un día que Jehová le
dijo: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para que no reine
sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite, y ven, te enviaré a Isaí de Belén, porque de
sus hijos me he provisto de rey” (1 Samuel 16:1). Así fue como el hijo de Isaí fue
escogido por Dios y ungido para ser rey de Israel (1 Samuel 16:10:13). Ahora,
nota algo; la primera vez que Saúl desobedeció y locamente ofició sacrificios
a Jehová sin ser él un sacerdote, el profeta le dijo algo muy importante: “Mas
ahora tu reino no será duradero. Jehová se ha buscado un varón conforme a su
corazón, al cual Jehová ha designado para que sea príncipe sobre su pueblo, por
cuanto tú no has guardado lo que Jehová te mandó” (1 Samuel 13:14). Este verso
nos declara abiertamente que Saúl no tenía el corazón de Dios, porque sólo
palpitaba por el pueblo. Sin embargo, David fue escogido por Dios porque era
conforme a su corazón. Esta verdad, nos lleva a otro nivel en esta enseñanza,
la de conocer la vida de dos hombres que representan dos reinos: Saúl el de
los hombres y David el de Dios.
Ahora, ¿qué es tener el corazón de Dios? Busquemos la respuesta en el Nue-
vo Testamento, donde el apóstol Pablo se refiere a este incidente: “Luego pidieron
rey, y Dios les dio a Saúl hijo de Cis, varón de la tribu de Benjamín, por cuarenta
años. Quitado éste, les levantó por rey a David, de quien dio también testimonio
diciendo: He hallado a David hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón, quien
hará todo lo que yo quiero” (Hechos 13:21-22). Por tanto, un hombre conforme
al corazón de Dios es el que hace todo lo que Dios quiere, así como un hombre
conforme al corazón del hombre hace todo lo que el hombre quiere. Y yo te
pregunto, ¿tú que corazón tienes, el del pueblo o el de Dios?
De manera perfecta, esta pregunta reflexiva nos pudiera servir como final
a este segmento, pero es necesario conocer profundamente la intención del
Señor con esta enseñanza. Hemos hablado detalladamente del reino de los
hombres y no fue nada difícil ver la iglesia retratada allí, porque es algo que
vivimos a diario, hombres que quieren vivir en el reino de Dios, pero siendo
gobernados por los hombres. Ya vimos que Saúl es representativo de esta for-
ma de pensamiento, pero ¿cómo era David? Empecemos delineando su perfil
con el siguiente relato:

“Envió, pues, por él, y le hizo entrar; y era rubio, hermoso de


ojos, y de buen parecer. Entonces Jehová dijo: Levántate y úngelo,
porque éste es. Y Samuel tomó el cuerno del aceite, y lo ungió en

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medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el Espíritu


de Jehová vino sobre David”
(1 Samuel 16: 12-13).

Mientras el nombre de Saúl significa “pedido”, David significa “amado”.


Él no era tan gallardo ni tan alto como Saúl, aunque sí era de un hermoso
aspecto. Mas, lo más importante que tenía David era que el Espíritu de Jeho-
vá estaba sobre él. Nota que desde ese mismo momento, en que David fue
ungido como Rey, el Espíritu de Jehová se apartó de Saúl y un espíritu malo
lo atormentaba (1 Samuel 16:14). Veamos qué ocurrió:

“Y los criados de Saúl le dijeron: He aquí ahora, un espíritu


malo de parte de Dios te atormenta. Diga, pues, nuestro señor
a tus siervos que están delante de ti, que busquen a alguno que
sepa tocar el arpa, para que cuando esté sobre ti el espíritu malo
de parte de Dios, él toque con su mano, y tengas alivio. Y Saúl
respondió a sus criados: Buscadme, pues, ahora alguno que toque
bien, y traédmelo. Entonces uno de los criados respondió dicien-
do: He aquí yo he visto a un hijo de Isaí de Belén, que sabe tocar,
y es valiente y vigoroso y hombre de guerra, prudente en sus pala-
bras, y hermoso, y Jehová está con él”
(1 Samuel 16:15-17).

David era un adorador, y adoraba a Dios de manera tan sublime que al


tocar con su arpa, Jehová sanaba, restauraba, aliviaba. Pero nota cómo aun
los mismos criados de Saúl lo percibían: “He aquí yo he visto a un hijo de Isaí
de Belén, que sabe tocar, y es valiente y vigoroso y hombre de guerra, prudente en
sus palabras, y hermoso, y Jehová está con él” (1 Samuel 16:15-18). El verso se
explica por sí mismo. Ahora veamos cómo el hombre de guerra, entre otras
cualidades, se manifiesta en David, en el conocido relato, cuando Goliat tenía
aterrorizado al pueblo de Israel:

“Dijo Saúl a David: No podrás tú ir contra aquel filisteo, para


pelear con él; porque tú eres muchacho, y él un hombre de guerra
desde su juventud. David respondió a Saúl: Tu siervo era pastor
de las ovejas de su padre; y cuando venía un león, o un oso, y
tomaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, y lo hería,

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y lo libraba de su boca; y si se levantaba contra mí, yo le echaba


mano de la quijada, y lo hería y lo mataba. Fuese león, fuese oso,
tu siervo lo mataba; y este filisteo incircunciso será como uno de
ellos, porque ha provocado al ejército del Dios viviente. Añadió
David: Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las
garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo.
Y dijo Saúl a David: Ve, y Jehová esté contigo”
(1 Samuel 17:33-37).

Es notable el celo de David por Dios. Al hijo menor de Isaí no le impor-


taba enfrentarse a aquel gigante que se había atrevido a desafiar al ejército
del Dios viviente (v. 36). También vemos cómo le atribuye a Jehová todas sus
proezas (v. 37), porque aunque él mataba las fieras con sus propias manos,
atribuía a Jehová haberlo librado de morir en esos salvajes enfrentamientos.
David estaba consciente de que su fuerza, su habilidad y destrezas venían de
Dios. En otras palabras, este hombre decía: «Yo soy valiente, porque Jehová
me da valentía; yo mato leones, porque Jehová me da la fuerza; y a este lo voy
a matar, porque Jehová también me ayudará». En el gobierno de Dios no se
habla tanto de las cualidades de los hombres (si es ungido, si tiene dones, si es
profeta, si hace esto, aquello o lo otro, etc.), sino que únicamente se le da glo-
ria al nombre de Dios. Sabemos que David mató a Goliat, pero te reto a que
me muestres uno de sus salmos donde el salmista se ufana de haber matado a
un gigante, porque el único gigante para David era Dios. Observa ahora sus
palabras, cuando se enfrentó al corpulento filisteo:

“Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti


en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones
de Israel, a quien tú has provocado. Jehová te entregará hoy en mi
mano, y yo te venceré, y te cortaré la cabeza, y daré hoy los cuerpos
de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra; y toda la
tierra sabrá que hay Dios en Israel. Y sabrá toda esta congregación
que Jehová no salva con espada y con lanza; porque de Jehová es la
batalla, y él os entregará en nuestras manos”
(1 Samuel 17:45-47).

El líder según el reino de Dios, confía en Jehová, le atribuye las proezas de


sus triunfos y cuando sale a pelear no se fía en sus armas, sino en el poder del
nombre de Dios. Lo que a él, principalmente, le motivaba a la batalla no era

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al cor azón de dios

defender al pueblo ni al rey, sino hacerle frente aquel que se atrevía a provocar
y blasfemar el gran nombre de su Dios. David entendía que las guerras eran
espirituales, no carnales, eran peleas entre dioses, no entre pueblos. El apóstol
Pablo lo definió así: “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra prin-
cipados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo,
contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).
Observa, por la expresión de David, que en el reino de Dios, todo es Dios:
El arma es Dios, el que pelea es Dios, el triunfo es de Dios, el que gana es Dios,
el celo es por Dios y toda la gloria es para Dios. Este pensamiento contrasta con
el reinado de Saúl cuyo énfasis era el pueblo, y todo lo hacía: por temor al pue-
blo, para retener al pueblo, para complacer las decisiones del pueblo y para tener
el favor del pueblo. En cambio, David todo lo hacía por el Dios del pueblo. Para
él, Jehová iba primero, y por eso recibió no tan sólo el favor del pueblo, sino
hasta la simpatía de los siervos del propio Saúl: “Y salía David a dondequiera que
Saúl le enviaba, y se portaba prudentemente. Y
lo puso Saúl sobre gente de guerra, y era acepto
a los ojos de todo el pueblo, y a los ojos de los
siervos de Saúl” (1 Samuel 18:5). Cuando “Cuando
honramos a Dios como primero y único, honramos a Dios
todo lo demás viene por añadidura (Lucas como primero y
12:31). Para David, honrar a Dios fue un único, todo lo
principio de vida, pero para Saúl que lo des-
echó, sólo fue una dolorosa experiencia lo
demás viene por
que, precisamente, recibió de aquellos de añadidura”
quienes buscaba reconocimiento. Veámoslo
una vez más en los siguientes versículos:

“Aconteció que cuando volvían ellos, cuando David volvió de


matar al filisteo, salieron las mujeres de todas las ciudades de
Israel cantando y danzando, para recibir al rey Saúl, con pan-
deros, con cánticos de alegría y con instrumentos de música. Y
cantaban las mujeres que danzaban, y decían: Saúl hirió a sus
miles, Y David a sus diez miles. Y se enojó Saúl en gran manera,
y le desagradó este dicho, y dijo: A David dieron diez miles, y a
mí miles; no le falta más que el reino. Y desde aquel día Saúl no
miró con buenos ojos a David”
(1 Samue118:6-9).

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¿Sabes cuál es la diferencia entre el reino de Saúl y el reino de David? Que


Saúl hiere sólo a miles, pero David a diez miles. Saúl peleaba con la fuerza del
pueblo y para el pueblo, pero David peleaba con Dios y para Dios. Aquí hay
una gran diferencia, y lo vemos en la iglesia en el reino de los hombres que
sólo hay triunfos de miles y en la que reina Dios hay triunfos de diez miles, así
es la brecha: de diez a uno. Ahora, lo más importante de esto es que aunque
David no obraba para ganar al pueblo, Jehová le dio el corazón del pueblo.
David no vivía para ganarse al pueblo, pero el que tiene a Dios, Dios le da el
corazón de su pueblo, porque el que inclina los corazones es Dios. La Palabra
dice: “Mas todo Israel y Judá amaba a David, porque él salía y entraba delante
de ellos” (1 Samuel 18:16). También dice: “Y salieron a campaña los príncipes de
los filisteos; y cada vez que salían, David tenía más éxito que todos los siervos de
Saúl, por lo cual se hizo de mucha estima su nombre” (1 Samuel 18:30). Cuando
un hombre vive para Dios, Él le honra, haciéndolo acepto delante del pueblo
y engrandeciendo su nombre incluso entre los enemigos.
Puede que alguien que desconozca diga: «Bueno, David era así porque
todavía no era rey sobre Israel, pero cuando esté al frente puede que otras sean
sus preferencias». Sin embargo, comprobemos que no era así en el siguiente ver-
sículo, cuando David ya reinaba en Israel dice que: “Todo el pueblo supo esto, y le
agradó; pues todo lo que el rey hacía agradaba a todo el pueblo” (2 Samuel 3:36).
Lo de David era carácter, corazón conforme al de Dios, por eso todo lo que él
hacía como rey agradaba no a unos cuantos, sino a todo el pueblo. Bien aplica
aquí el refrán que dice: “más vale caer en gracia que ser gracioso”. El proverbista
dijo: “Cuando los caminos del hombre son agradables a Jehová, Aun a sus enemigos
hace estar en paz con él” (Proverbios 16:7), ¡cuánto más a su pueblo!
Otra diferencia entre Saúl y David que muestran las Escrituras era que:
“… a todo el que Saúl veía que era hombre esforzado y apto para combatir,
lo juntaba consigo” (1 Samuel 14:52). En cambio, de David dice: “Vinieron
todas las tribus de Israel a David en Hebrón y hablaron, diciendo: Henos aquí,
hueso tuyo y carne tuya somos. (...) Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel al
rey en Hebrón, y el rey David hizo pacto con ellos en Hebrón delante de Jehová; y
ungieron a David por rey sobre Israel” (2 Samuel 5:1,3). Nota que Saúl “junta-
ba” y a David se le “juntaban”, “venían” a él; Saúl reclutaba soldados, a David
le seguía el ejército de Jehová (1 Crónicas 12:22,38).
Mientras Saúl fue pedido por el pueblo, reinaba y gobernaba para el pueblo,
no obstante, el pueblo se le iba; David amaba a Dios y era amado de Dios, todo
se lo atribuía a Dios, peleaba las guerras de Dios, tenía celo por Dios, obedecía a
Dios, todo era para Dios y no le importaba ganarse la voluntad del pueblo, pero

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Dios se la dio. ¿Cómo es posible que al que reina para el pueblo, el pueblo se le
deserte y al que no reina para el pueblo, el pueblo lo siga y lo apoye? Eso está
pasando hoy en la iglesia y seguirá pasando. Aquellos que gobiernan para el pue-
blo se van a quedar sin el pueblo, y los que gobiernan para Dios tendrán a Dios y
al pueblo de Dios. Ahora veamos otra cualidad de David, en el siguiente relato:

“Después subieron los de Zif para decirle a Saúl en Gabaa: ¿No


está David escondido en nuestra tierra en las peñas de Hores, en
el collado de Haquila, que está al sur del desierto? Por tanto, rey,
desciende pronto ahora, conforme a tu deseo, y nosotros lo entre-
garemos en la mano del rey. Y Saúl dijo: Benditos seáis vosotros de
Jehová, que habéis tenido compasión de mí. Id, pues, ahora, ase-
guraos más, conoced y ved el lugar de su escondite, y quién lo haya
visto allí; porque se me ha dicho que él es astuto en gran manera”
(1 Samuel 23:19-22).

Saúl dice que David era muy astuto, porque aun teniendo informe donde
el hijo de Isaí se encontraba, él no lo podía hallar. La causa era que David,
antes de hacer cualquier movimiento, consultaba a Jehová y Dios le avisaba
cuando venía Saúl. Comprobemos esto en el siguiente relato:

“Dieron aviso a David, diciendo: He aquí que los filisteos com-


baten a Keila, y roban las eras. Y David consultó a Jehová,
diciendo: ¿Iré a atacar a estos filisteos? Y Jehová respondió a
David: Ve, ataca a los filisteos, y libra a Keila. Pero los que
estaban con David le dijeron: He aquí que nosotros aquí en Judá
estamos con miedo; ¿cuánto más si fuéremos a Keila contra el
ejército de los filisteos? (…) Mas entendiendo David que Saúl
ideaba el mal contra él, dijo a Abiatar sacerdote: Trae el efod. Y
dijo David: Jehová Dios de Israel, tu siervo tiene entendido que
Saúl trata de venir contra Keila, a destruir la ciudad por causa
mía. ¿Me entregarán los vecinos de Keila en sus manos? ¿Descen-
derá Saúl, como ha oído tu siervo? Jehová Dios de Israel, te ruego
que lo declares a tu siervo. Y Jehová dijo: Sí, descenderá. Dijo
luego David: ¿Me entregarán los vecinos de Keila a mí y a mis
hombres en manos de Saúl? Y Jehová respondió: Os entregarán”
(1 Samuel 23:1-3; 9-12).

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154 la honr a del ministerio

David todo lo consultaba con Jehová y el Señor le respondía a su sier-


vo. Así nosotros debemos consultar con Él todas nuestras decisiones, porque
nuestro Dios es el Dios Vivo, no es un ídolo. El que va de la mano de Jehová
camina seguro, ni sus pies tropiezan en piedras ni nadie lo arrebatará de su
mano. David se salvó de ser entregado a sus enemigos, no tan sólo porque
consultó a Jehová, sino porque estuvo atento a sus instrucciones. Por eso,
dicen las Escrituras: “… y lo buscaba Saúl todos los días, pero Dios no lo entre-
gó en sus manos” (1 Samuel 23:14). Ahora veamos cómo reaccionaba David
ante la adversidad, cuando él y sus hombres llegaron a Siclag y los de Amalec
habían invadido y asolado el lugar, prendiéndole fuego y llevándose cautivos a
sus mujeres y a todos los que estaban allí, desde el menor hasta el mayor:

“Entonces David y la gente que con él estaba alzaron su voz


y lloraron, hasta que les faltaron las fuerzas para llorar. Las
dos mujeres de David, Ahinoam jezreelita y Abigail la que fue
mujer de Nabal el de Carmel, también eran cautivas. Y David
se angustió mucho, porque el pueblo hablaba de apedrearlo, pues
todo el pueblo estaba en amargura de alma, cada uno por sus
hijos y por sus hijas; mas David se fortaleció en Jehová su Dios”
(1 Samuel 30:4-6).

Este fue unos de los momentos más difíciles en la vida de David, el ver
a sus hombres desesperados y que el pueblo hablaba de apedrearlo. David
estaba angustiado, como quizás pudo estar Saúl cuando vio que el pueblo se
le desertaba, pero ¿qué hizo David? Él no vino con diplomacia al pueblo, a
prometerle cosas para que ellos creyeran que él tenía el control; tampoco tra-
tó de justificarse ante ellos, al verlos en amargura de alma y temía que no le
siguieran apoyando más. Tampoco David hizo como Saúl que dijo: «Déjame
oficiar un sacrificio, para que ellos crean que Jehová está conmigo, y que yo
sigo aquí, siendo el ungido». Él no trató de manipular al pueblo, ni tampoco
de impresionarlo; su angustia no llegaba a hacerle olvidar quién era él ni cómo
a Jehová se le obedecía. David se fortaleció en Jehová, y siguió las instruccio-
nes (1 Samuel 30:7-8).
Ahora, yo te pregunto, si a ti te secuestran a tus hijos y a tu esposa, ¿con-
sultarías a Jehová si puedes salir a buscarlo o si denuncias a la policía que
han sido raptados? ¿te pondrías a orar en ese momento, y a titubear si llamas
al número de emergencia 911? Eso es lo que procede, pero ¿para qué hemos
de consultar a Dios en algo que, obviamente, requiere nuestra acción? Sin

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al cor azón de dios

embargo, aun eso David lo consultaba a Jehová. Continuemos viendo esa


misma actitud de David, en otras situaciones:

“Después de esto aconteció que David consultó a Jehová, dicien-


do: ¿Subiré a alguna de las ciudades de Judá? Y Jehová le res-
pondió: Sube. David volvió a decir: ¿A dónde subiré? Y él le
dijo: A Hebrón”
(2 Samuel 2:1).

El que David era el rey de Israel estaba sobreentendido, porque Dios le


había dicho a David que cuando Saúl muriese, él sería su sucesor. Mas, cuan-
do mataron a Saúl, en vez de David correr al trono, antes que apareciera
alguno, de parte de la familia de Saúl, a heredar la corona, David consultó a
Jehová para buscar su voluntad. Luego que Jehová le respondió “sube”, tam-
poco se apresuró a ir, sino que preguntó a dónde. Por lo que aprendo, que no
es sólo preguntar qué hago, sino consultar a Dios por específicas instruccio-
nes: «¿qué hago?, ¿cómo lo hago?, ¿cuándo lo hago? y ¿a dónde lo hago?» Ese
es el gobierno de Dios. Ahora, el fin de todo discurso es este, el relato de oro
que está contenido en el siguiente versículo, porque revela el fin de los dos rei-
nos. Ruego a Dios que abra tus sentidos espirituales para que veas y entiendas
lo que el Espíritu nos muestra:

“Hubo larga guerra entre la casa de Saúl y la casa de David”


(2 Samuel 3:1)

Amada iglesia de Dios, siempre habrá guerra entre el reino de Dios y


el reino de los hombres por largos días, hasta que Cristo se apodere de su
iglesia, rescatándola de las manos de los hombres. Así que no te extrañes, ni
te asombres ni te deprimas, porque Jehová nos muestra hoy que habrá larga
guerra entre la casa de Saúl, que es el reino de los hombres, y la casa de David,
que es el reino del Señor Jesucristo. Solo no olvides la segunda parte de ese
versículo:

“… pero David se iba fortaleciendo, y la casa de Saúl se iba


debilitando”
(2 Samuel 3:1)

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156 la honr a del ministerio

¡Gózate en el Señor, porque ese será el resultado de este conflicto! Siempre


hay guerra y habrá guerra en contra de los siervos de Dios. Nosotros lo hemos
vivido, cuando en medio nuestro llega alguien del reino de Saúl y se resiste a
la unción profética y no tolera el mensaje del reino. También hemos sufrido el
menosprecio de quienes se sacuden y se burlan del mensaje, como fue David
menospreciado, no nos asombremos por eso. Pero, aunque haya guerra y pare-
ciera que ésta nunca vaya a terminar, consuélate en saber que el reino de Dios
empezará a fortalecerse. Eso es lo que está pasando hoy donde hay guerra, el
reino de Dios está tomando auge y ya en los avivamientos se está hablando en
otro lenguaje diciendo que Dios es el todo, que Su reino debe establecerse, y
se habla de propósito, de principios, etc. El Señor está derribando la casa de
Saúl y pronto vendrá a nuestros oídos la noticia de que “Saúl” ha muerto y su
reino ya es parte del pasado.
Los que conocen la historia de la iglesia, saben que esto es verdad. Esta
es una revelación que Dios nos da para que veamos la diferencia en estos dos
reinos. Desde ahora en adelante el Señor cambiará tu lenguaje, y cuando
te refieras al reino de los hombres vas a decir el reino de Saúl, y cuando te
refieras al reino de Dios dirás el reino de David que es el ungido de Jehová,
Jesucristo. Es necesario iglesia que veas si has dejado a Dios, para irte a los
hombres, y digas: «Yo prefiero a Cristo, yo me decido por el gobierno de Dios
y no el de los hombres; yo no pertenezco a Saúl, sino al David del cielo, a Jesús
el ungido de Jehová, el amado del Padre». Obedezcamos a Dios, dejemos
de hacer elecciones ni pongamos al pueblo a elegir, porque el que elige sus
instrumentos, para edificación de la iglesia es Dios. No nos desviemos, sino
establezcamos el reino de Dios.

2.3  “¿Por qué no Levantas Descendencia a Tu Hermano?”


“Entonces Judá dijo a Onán: Llégate a la mujer de tu hermano,
y despósate con ella, y levanta descendencia a tu hermano. Y
sabiendo Onán que la descendencia no había de ser suya, sucedía
que cuando se llegaba a la mujer de su hermano, vertía en tierra,
por no dar descendencia a su hermano”
-Génesis 38:8-9

En el reino de Dios todo se hace según la naturaleza y el corazón del Gran


Rey. A Dios nadie jamás lo ha visto, pero el Hijo lo ha dado a conocer (Juan

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1:18). ¿De qué manera Jesús ha revelado al Padre (Mateo 11:27)? Observemos
cuidadosamente las enseñanzas del maestro y veremos que Él no hizo nada
que no vio hacer al Padre (Juan 5:19), y que sus obras las hacía el Padre, no
Él (Juan 14:10). El afirmó que aun las palabras que hablaba no eran suyas,
sino del que le envió (Juan 14:24). No olvidemos que Jesús vino del cielo y
desde la eternidad vive en el “seno del Padre” (Juan 1:18). Vivir de acuerdo
al cielo no era para Jesús una opción o una meta, sino su naturaleza misma.
El Padre le pidió que se despojara de su gloria, pero nunca que renunciara a
su naturaleza celestial. En lo físico fue desfigurado (Isa 52:14,15), pero en lo
espiritual no perdió la belleza de Su santidad. Puede que como humano no
tuviera atractivo (Isa 53:2), pero en su carácter espiritual, aun los demonios
reconocieron que Él era “el santo de Dios” (Lucas 4:34).
Jesús vivió la naturaleza del reino de los cielos y el carácter del Padre, por-
que Él vino del cielo, así como nosotros debemos vivir el reino porque hemos
entrado en él. La vida del reino de Dios no es cultura, sino naturaleza y carácter.
Para entrar al reino, tuvimos que nacer del Espíritu, el cual es la naturaleza del
reino. Dios nos hizo nacer en Su reino para que vivamos en conformidad a su
naturaleza divina (2 Pedro 1:4). A Dios únicamente le agrada lo que es como Él,
por eso solo aprueba lo que tiene la naturaleza de Su persona y de Su reino. Por
lo cual, si recibimos con sinceridad de corazón lo que Dios revela en este seg-
mento, cambiará nuestra manera de vivir y aun nuestra motivación ministerial
será transformada, según y conforme al corazón de Dios.

“Aconteció en aquel tiempo, que Judá se apartó de sus hermanos,


y se fue a un varón adulamita que se llamaba Hira. Y vio allí
Judá la hija de un hombre cananeo, el cual se llamaba Súa; y la
tomó, y se llegó a ella. Y ella concibió, y dio a luz un hijo, y llamó
su nombre Er. Concibió otra vez, y dio a luz un hijo, y llamó su
nombre Onán. Y volvió a concebir, y dio a luz un hijo, y llamó
su nombre Sela. Y estaba en Quezib cuando lo dio a luz. Des-
pués Judá tomó mujer para su primogénito Er, la cual se llamaba
Tamar. Y Er, el primogénito de Judá, fue malo ante los ojos de
Jehová, y le quitó Jehová la vida. Entonces Judá dijo a Onán:
Llégate a la mujer de tu hermano, y despósate con ella, y levanta
descendencia a tu hermano. Y sabiendo Onán que la descenden-
cia no había de ser suya, sucedía que cuando se llegaba a la mujer
de su hermano, vertía en tierra, por no dar descendencia a su
hermano. Y desagradó en ojos de Jehová lo que hacía, y a él tam-

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158 la honr a del ministerio

bién le quitó la vida. Y Judá dijo a Tamar su nuera: Quédate


viuda en casa de tu padre, hasta que crezca Sela mi hijo; porque
dijo: No sea que muera él también como sus hermanos.
»Y se fue Tamar, y estuvo en casa de su padre. Pasaron muchos
días, y murió la hija de Súa, mujer de Judá. Después Judá se
consoló, y subía a los trasquiladores de sus ovejas a Timnat, él y
su amigo Hira el adulamita. Y fue dado aviso a Tamar, diciendo:
He aquí tu suegro sube a Timnat a trasquilar sus ovejas. Enton-
ces se quitó ella los vestidos de su viudez, y se cubrió con un velo,
y se arrebozó, y se puso a la entrada de Enaim junto al camino de
Timnat; porque veía que había crecido Sela, y ella no era dada
a él por mujer. Y la vio Judá, y la tuvo por ramera, porque ella
había cubierto su rostro. Y se apartó del camino hacia ella, y le
dijo: Déjame ahora llegarme a ti: pues no sabía que era su nuera;
y ella dijo: ¿Qué me darás por llegarte a mí? Él respondió: Yo te
enviaré del ganado un cabrito de las cabras. Y ella dijo: Dame
una prenda hasta que lo envíes. Entonces Judá dijo: ¿Qué pren-
da te daré? Ella respondió: Tu sello, tu cordón, y tu báculo que
tienes en tu mano. Y él se los dio, y se llegó a ella, y ella concibió
de él. Luego se levantó y se fue, y se quitó el velo de sobre sí, y se
vistió las ropas de su viudez. Y Judá envió el cabrito de las cabras
por medio de su amigo el adulamita, para que éste recibiese la
prenda de la mujer; pero no la halló. Y preguntó a los hombres
de aquel lugar, diciendo: ¿Dónde está la ramera de Enaim junto
al camino? Y ellos le dijeron: No ha estado aquí ramera alguna.
Entonces él se volvió a Judá, y dijo: No la he hallado; y también
los hombres del lugar dijeron: Aquí no ha estado ramera. Y Judá
dijo: Tómeselo para sí, para que no seamos menospreciados; he
aquí yo he enviado este cabrito, y tú no la hallaste.
»Sucedió que al cabo de unos tres meses fue dado aviso a Judá,
diciendo: Tamar tu nuera ha fornicado, y ciertamente está
encinta a causa de las fornicaciones. Y Judá dijo: Sacadla, y sea
quemada. Pero ella, cuando la sacaban, envió a decir a su sue-
gro: Del varón cuyas son estas cosas, estoy encinta. También dijo:
Mira ahora de quién son estas cosas, el sello, el cordón y el báculo.
Entonces Judá los reconoció, y dijo: Más justa es ella que yo, por
cuanto no la he dado a Sela mi hijo. Y nunca más la conoció. Y
aconteció que al tiempo de dar a luz, he aquí había gemelos en

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el llamamiento es conforme 159
al cor azón de dios

su seno. Sucedió cuando daba a luz, que sacó la mano el uno,


y la partera tomó y ató a su mano un hilo de grana, diciendo:
Éste salió primero. Pero volviendo él a meter la mano, he aquí
salió su hermano; y ella dijo: ¡Qué brecha te has abierto! Y llamó
su nombre Fares. Después salió su hermano, el que tenía en su
mano el hilo de grana, y llamó su nombre Zara”
(Génesis 38:1-19)

He reproducido todo el relato, con la finalidad de que tengamos un con-


texto de esta historia, a la verdad muy triste, pero muy edificante para nuestra
vida espiritual. Entendemos que Dios había determinado que de la descen-
dencia de Judá viniera Jesús, por eso, ninguna descendencia del pueblo de
Israel era más importante que la de Judá. De esa tribu nacería Siloh, como
profetizó Jacob antes de morir: “No será quitado el cetro de Judá, Ni el legis-
lador de entre sus pies, Hasta que venga Siloh; Y a él se congregarán los pueblos”
(Génesis 49:10). También, cuando Balaam quiso maldecir a Israel que la mal-
dición se le convertía en bendición, dijo en su profecía: “Lo veré, mas no ahora;
Lo miraré, mas no de cerca; Saldrá ESTRELLA de Jacob, Y se levantará cetro de
Israel, Y herirá las sienes de Moab, Y destruirá a todos los hijos de Set” (Números
24:17). Esta es una alusión profética al “Mesías” y también figura o personifi-
cación del Dios Omnisciente. Esa estrella nació de Judá y es Jesucristo.
Por tanto, la descendencia de Judá era muy significativa y trascendental
para Dios, por eso lo juró y lo dejó establecido en el pacto que hizo con Abra-
ham: “Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occiden-
te, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti
y en tu simiente” (Génesis 28:14). De Judá entonces vendría el cumplimiento
de esa palabra, el nacimiento del Mesías, donde surgiría la simiente a través de
la cual Dios cumpliría su propósito eterno en la tierra. Esa es la importancia
de este pasaje de la Escritura, porque se refiere a la descendencia de un hom-
bre de donde vendría el Hijo de Dios.
Tristemente, Judá no se quedó en Canaán ni se casó con una de las mujeres
del santo linaje, sino que se fue a la tierra extranjera y escogió de allí mujer. Con
ella, tuvo su primer hijo llamado Er, a quien la Escritura lo describe como un
hombre malo y Dios lo mató, dejando viuda a su esposa Tamar (Génesis 38:7).
En aquellos días era costumbre hacer un matrimonio por levirato, una ley que
establecía que si un hombre moría antes de tener un hijo, uno de sus hermanos,
en orden de edades, debía tomar la viuda como mujer y hacerla concebir, de
manera que el primer hijo que naciera de esa unión se le consideraba legalmente

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160 la honr a del ministerio

como hijo del difunto, y así su generación no sería cortada. Este acto se llamaba
redención, redimir a su hermano, levantarle descendencia.
Para los antiguos era algo deshonroso el no tener hijos, pues consideraban
muy importante la descendencia. Esa es la razón por la que encontramos en
las Escrituras, capítulos enteros de genealogías, donde se dejaba por escrito
récord exacto de sus antepasados, ya que Jehová les había dicho que en la des-
cendencia estaba la bendición. Se debía mostrar que se pertenecía al pueblo de
Dios, mostrar quienes eran sus antepasados, para tener parte de la promesa.
Hoy en día todo es diferente, ni sabemos quienes fueron nuestros abuelos, y
mucho menos nuestros bisabuelos; y son muy pocos los que se interesan por
sus raíces. Aunque la experiencia de Judá aconteció siglos antes de la ley de
Moisés, todo lo que narra el relato está basado en la costumbre del levirato.
Jehová estableció que todo el que infrinja la ley sería cortado de Israel, de
la congregación o de entre su pueblo (Éxodo 12:15, 19; 30:38). La expresión
“ser cortado” significaba quedarse sin descendencia y por ende no pertenecer a
ninguna tribu de Israel, lo que representaba perder la bendición, y la posteridad.
Por tanto, la descendencia de Judá, la simiente de donde vendría el Mesías era
muy importante guardarla, protegerla, mantenerla y levantarla. Esa es la razón
por la que Jehová fue tan severo con estos hombres de la casa de Judá, cuyo
comportamiento denotaba no importarle su descendencia. Veamos realmente,
cuál fue la voluntad del legislador al establecer la ley de redención:

“Cuando hermanos habitaren juntos, y muriere alguno de ellos,


y no tuviere hijo, la mujer del muerto no se casará fuera con
hombre extraño; su cuñado se llegará a ella, y la tomará por su
mujer, y hará con ella parentesco. Y el primogénito que ella diere
a luz sucederá en el nombre de su hermano muerto, para que el
nombre de éste no sea borrado de Israel”
(Deuteronomio 25:5-6).

Nota cuál era el propósito de casar a una mujer con el hermano de su


esposo muerto: que el nombre del esposo no sea borrado de la descendencia
de Israel. Continuemos:

“Y si el hombre no quisiere tomar a su cuñada, irá entonces su


cuñada a la puerta, a los ancianos, y dirá: Mi cuñado no quie-
re suscitar nombre en Israel a su hermano; no quiere emparentar
conmigo. Entonces los ancianos de aquella ciudad lo harán venir, y

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hablarán con él; y si él se levantare y dijere: No quiero tomarla, se


acercará entonces su cuñada a él delante de los ancianos, y le quita-
rá el calzado del pie, y le escupirá en el rostro, y hablará y dirá: Así
será hecho al varón que no quiere edificar la casa de su hermano.
Y se le dará este nombre en Israel: La casa del descalzado”
(Deuteronomio 25:7-10).

Así se trataba al hombre que no quería levantar descendencia a su her-


mano, se le humillaba delante de todos, se avergonzaba públicamente y se le
ponía un nombre a su egoísmo: Casa del descalzado. ¿Cuántas casas de des-
calzados conocemos? ¿Cuántos hombres andan por ahí, espiritualmente, con
un pie descalzo, por no querer levantar descendencia a su hermano, por no
importarle el nombre ni la honra de su hermano? Algo totalmente contrario
al espíritu del evangelio (Romanos 12:10).
Dirijamos ahora nuestra mirada, primeramente a Onán, al que su padre le
pidió que se llegara a la mujer de su hermano muerto, para levantarle descen-
dencia, el cual aceptó, y sin embargo vertía en tierra, porque la descendencia no
sería suya (Génesis 38:8-9). Onán, aparentemente, se sometió a la ley del levi-
rato, y se casó con la viuda de su hermano. La llevó a su casa, la hizo su mujer,
y delante de todos estaba “calzado”, como alguien que honró a su hermano,
que pensó en su hermano, alguien que se dispuso levantar descendencia a su
hermano, se veía bien. Onán, delante de los ojos del pueblo, era el hombre que
cumplió, porque amó a su hermano y se dispuso para que su nombre no fuese
borrado del pueblo de Israel. Eso era lo que parecía delante de todos, en aparien-
cia, pero en la intimidad con Tamar, nos dice la Palabra que en el momento de
la consumación de este compromiso, cuando iba a eyacular, Onán derramaba
el semen afuera, para que no hubiese fecundación (Génesis 38:9).
Es decir, Onán perversamente vivía con la mujer, pero vertía en tierra
para no levantar descendencia a su hermano, pues sabía “que la descendencia
no había de ser suya” (v. 9). Él no quería darle un hijo a Tamar porque no
tendría ningún beneficio en ello. Según la ley, el primer hijo que nacía de esa
relación pertenecía al muerto y representaba la descendencia del difunto, y eso
era un sacrificio bien grande. Imagínate, que tú te debas casar con alguien
que tú no hayas elegido, pero que debes hacerlo por causa de un compromiso
o por la cultura del pueblo; y que, luego, la mayor bendición de esa relación
-el primer hijo- no te corresponda a ti, es un gran sacrificio. Me figuro lo
que Onán se preguntaba: « ¿Dónde está mi parte en este asunto? ¿Qué gano
yo con eso? ¿cuál es mi ganancia?» El primogénito heredaba la mitad de la

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riqueza de su padre, por lo que –automáticamente- a falta del patriarca, él se


convertía en el sacerdote de la familla y sustituto del Padre. Así que, por todos
esos beneficios y honra, los padres siempre buscaban tener su primogénito, y
que ellos recibieran de Jehová la bendición.
Ahora ya entendemos por qué también los hijos, no sólo anhelaban ser
primogénitos, sino que codiciaban ese lugar. Conocemos la historia de uno
que le dijo a su hermano: “Véndeme en este día tu primogenitura” (Génesis
25:31,33), y lo que pareció un juego de niños, un intercambio por pan y gui-
sado de lentejas, llegado el tiempo se convirtió en la gran usurpación (Génesis
27:16-29), como ya muy tarde reconoció el mismo Esaú: “Bien llamaron su
nombre Jacob, pues ya me ha suplantado dos veces: se apoderó de mi primogeni-
tura, y he aquí ahora ha tomado mi bendición” (Génesis 27:36). También com-
prendemos por qué José se turbó y se enojó tanto cuando presentó delante de
su padre a sus hijos, Manasés y Efraín, para ser bendecidos, y adrede, Israel
extendió su mano derecha, y la puso sobre la cabeza de Efraín, que era el
menor, y su mano izquierda sobre la cabeza de Manasés, aunque Manasés era
el primogénito y le correspondía la diestra
(Génesis 48:14). José trató de impedirlo
“Es necesario tomándole la mano a su padre, y reclamán-
consumirse para dole le dijo: “No así, padre mío, porque éste es
dar lo mejor de el primogénito; pon tu mano derecha sobre su
cabeza” (Génesis 48:17,18), pero Israel no
nuestras fuerzas,
quiso, sino que le dijo: “Lo sé, hijo mío, lo sé;
desprenderse también él vendrá a ser un pueblo, y será tam-
para que otro sea bién engrandecido; pero su hermano menor
alcanzado” será más grande que él, y su descendencia for-
mará multitud de naciones” (v. 19). Jacob
bendijo al menor porque ese era el elegido.
Todos querían la bendición para el hijo mayor. Así que, el que redimía a
su hermano se privaba del primogénito, ya que no pertenecería a su descen-
dencia, pues tenía que ceder también el hijo de la bendición al muerto. ¿Qué
dirías tú?: « ¡Qué injusticia! Tras que me caso con su mujer, -a quien ni sé si
algún día la llegue a querer- ahora también tengo que darle el primer hijo a
mi hermano muerto; no el último o el que quiera darle, sino ¡el primero!, el
hijo que -según nuestras costumbres- es el que lleva la bendición, se lo tengo
que dar a un muerto». Es por eso que Onán vertía afuera, porque sabía que la
herencia no iba ser suya.

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No obstante, delante de los ojos de todos, Onán se veía muy bien, pues
nadie sabe lo que pasa después que una pareja entra a su recámara y cierra
la puerta tras sí. Generalmente, por prudencia y delicadeza, nadie habla de
intimidades abiertamente a no ser que sea una persona descarada y desinhibi-
da que no tenga el más mínimo pudor de exponer a los demás sus relaciones
íntimas, y mucho menos en aquellos días, cuando el hombre tenía todo el
dominio sobre la mujer. Por consiguiente, Onán andaba tranquilo sabiendo
que nadie lo iba a saber, sabía que Tamar no iba a decir nada, y los demás cree-
rían que él estaba cumpliendo, y que era un hombre de respeto, que seguía sus
tradiciones. Nadie podía imaginar que, en el secreto de la intimidad del lecho
donde supuestamente subía para honrar la memoria de su hermano, Onán
orquestaba una gran falsa.
Por tanto, podemos decir que Onán andaba muy bien, pero hipócritamen-
te. Todos pensaban que él se estaba sacrificando, pero la verdad es que todo era
un engaño. Y aquí hay una tremenda enseñanza para nosotros, pues cuántos
“onanes” no habrá hoy en la iglesia que no quieren levantar descendencia a
sus hermanos. Estos dan la apariencia que están sirviéndoles, amándoles, que
quieren el bienestar de su ministerio; y aparentemente están llevando las cargas
de ellos, pero nada es genuino. La verdad es que ellos no quieren el éxito de sus
hermanos ni su prosperidad, sino borrar y anular sus nombres.
El que tiene el espíritu de redención es una persona que ama a su herma-
no. En el cumplimiento del levirato, el que ama genuinamente a su hermano
se casa con su mujer, porque siente un inmenso deseo de ver a su hermano
siendo parte de la santa genealogía de Israel. Y su sentir es que en la posteri-
dad, cuando se hable de las descendencias también se hable de su hermano;
desear que el plan de Dios se cumpla con su hermano; sacrificarse y llevar la
carga de su hermano y darle el primogénito de su fuerza a su hermano. Pero
para poder hacer eso, hay que anularse. Es necesario consumirse para dar
lo mejor de nuestras fuerzas, desprenderse para que otro sea alcanzado, tal
como hizo Jesús.
Cuando Adán pecó, murió para con Dios, y no podía dar descendencia
porque su naturaleza se había corrompido, y todo lo que provenía de él era
pecado (Romanos 3:11-12), y la descendencia de Dios tenía que ser santa,
como Dios es Santo. Por tanto, Cristo vino a redimir a Adán y ocupó su
lugar casándose con su mujer –que era la humanidad- para levantarle descen-
dencia a su hermano. Adán fue redimido por un hermano que lo amó, pues
Jesús le levantó simiente, y con ella llenó la tierra. El que no tenía pecado se
hizo pecado por nosotros, llevando la vergüenza, la ignominia, el castigo de

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nuestra paz, con tal de dejarle descendencia santa a Adán, para que sus hijos
sean contados, como dice la Palabra: “Porque ciertamente no socorrió a los
ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham” (Hebreos 2:16).
El Espíritu del que redime es un espíritu de abnegación, de entrega, de
menguar para que su hermano crezca. Por eso la Biblia nos amonesta: “Haya,
pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en
forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que
se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y
estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-8). Jesucristo se anonadó y
dejó de ser lo que era para ser lo que tú eras, y ahora puedas ocupar su lugar y
ser contado en la descendencia de la familia de Dios. ¡Eso es redimir!
Tú y yo ahora somos contados en las tribus de Israel y tenemos herencia con
Dios, porque hubo uno que no vertió en tierra. Hay uno que no nos amó en
apariencia, sino en verdad. Cuando fue llevado a la cruz, Jesús fue desnudado
públicamente (porque a los crucificados, para avergonzarlos se les quitaba la
ropa), y delante de todos fue humillado, escupido, escarnecido y afrentado
(Lucas 18:32). Él no hizo nada en secreto, sino públicamente, a la vista de todos.
De tal manera te amó que te redimió, para
que tú no seas anulado y tu nombre vaya a la
posteridad y esté escrito en el libro de la vida
“Hay que ser y tengas descendencia y parte con Dios. Pero
borrado para primero Él tuvo que ocupar tu lugar y tomar
que Cristo sea tu vergüenza. Jesús tomó los decretos que
escrito” estaban en tu contra, la condenación de la
ley, la maldición, la ira que estaba destinada
a caer sobre ti, cayó sobre él, con tal que no
desaparezcas de la genealogía divina. Él dijo:
“He aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí; El hacer tu voluntad, Dios
mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmos 40:7-8). Por
eso Él es tú redentor.
El espíritu de la redención es el mismo espíritu de Cristo, es el espíritu
de la cruz, el espíritu del Reino de Dios. Ese espíritu es el que la iglesia de
hoy necesita. La iglesia precisa del espíritu de Cristo que toma la carga de su
hermano, que se echa sobre sí la vergüenza de su hermano, que se anula para
confirmar a su hermano, que muere para que su hermano, en Él, tenga fruto.
El Señor nos llamó a vivir en Su reino, pero para eso necesitamos el correcto
espíritu. Por eso veo el énfasis del Señor y en su Palabra de mostrarnos la
esencia del reino y que reconozcamos su soberanía.

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al cor azón de dios

El espíritu del reino es un espíritu en donde yo me quito para que el Señor


aparezca. Él dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz cada día, y sígame” (Lucas 9:23). La esencia del Evangelio se resume en
este versículo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive
Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el
cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). ¿Por qué? Porque Él
ocupó mi lugar; Él me llevó a la cruz y fui clavado con él en el madero, luego
fui enterrado con él en la tumba, y cuando Dios Padre lo levantó del Seol y lo
glorificó, Él nació en mí dándome una nueva naturaleza, para llevarme a la
glorificación eterna. Ahora yo soy en el Cristo glorificado, como Él fue en mí
en su muerte. En el evangelio yo cada día muero, para que Cristo sea el que viva
en mí. En el reino de Dios la carne constantemente está desapareciendo para
que aparezca el Espíritu, y cada día muere, para que viva el Espíritu.
Hay un deseo en nosotros de que Dios
sea todo en todos (1 Corintios 15:28), pero
para que eso ocurra, yo tengo que ser nada, “El espíritu del
pues mientras yo sea algo, Él no puede ser
todo. El todo significa sin excepción de nada.
reino piensa en
Mi gloria tiene que ser revolcada en el polvo Dios primero”
para que solo aparezca la gloria de Dios. Por
eso es que muchos no entran en el espíritu
del reino, porque hay que morir, desaparecer, hay que ser borrado para
que Cristo sea escrito. Lamentablemente, ese espíritu es absolutamente
extraño para nuestra naturaleza carnal.
La mayor resistencia que tiene la iglesia de Cristo para funcionar de acuer-
do al plan divino es verse como Él la ve, como un cuerpo, miembros los unos
de los otros. La iglesia no es una organización, sino un organismo vivo, un
cuerpo cuyos miembros, aunque sean muchos, representan una sola cosa. A
pesar que la mano tiene más independencia que el cuello, por ejemplo, ésta
no le puede decir a la nuca: «no te necesito», pues ningún miembro del cuer-
po trabaja independientemente, sino que lo hace en unidad, para contribuir
al bienestar de todo el organismo. Dios le dio al cuerpo un sistema nervioso
para que cada miembro sienta una misma cosa. Por eso, cuando nos duele el
dedo meñique de un pie, se afecta todo el cuerpo. Igualmente, cuando en la
espalda hay un picor, esta no le dice al brazo: « ¿Me puedes ayudar?», sino
que el brazo, sin que le pregunten, dirige la mano, automáticamente, al lugar
donde necesita que se rasque, porque tienen el mismo sentir.

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Un organismo es un conjunto de órganos que funcionan como un todo,


para beneficio de uno solo: el cuerpo. Así la iglesia es una sola cosa en Cristo
Jesús. Mas, ¿qué ha pasado? Aparentemente, los miembros se han salido del
cuerpo y cada uno anda por su cuenta. Por un lado está el brazo que se hace
llamar “asamblea tal”, por el otro está el pie que cambió su nombre a “misión
tal”; por acá está el corazón que ahora se llama “bautista”; más allá están los
riñones que se hacen llamar “metodistas”; un par de extremidades que se
hacen llamar “reformadas”, por aquí el hígado que dice que su nombre es
“Pentecostal”, etc. Así estamos todos, esparcidos, tratando de triunfar solos,
autoproclamándonos cuerpo en nosotros mismos, siendo cada uno de noso-
tros simples partes de un todo.
El reino de Dios es todo lo opuesto a eso. En el cuerpo de Cristo sus
miembros trabajan para un solo reino, no para muchos reinos. En el reino, se
predica y si se convierten setenta personas, aunque se haya invertido treinta
mil dólares para organizar esa campaña de evangelización, y todas esas almas
no vengan a congregarse en la iglesia que pastorea el predicador, por encima
de todo eso, se goza, porque el reino de Dios se estableció en esas vidas. Esas
personas irán a sus comunidades, y asistirán a la iglesia donde el Espíritu
Santo las añada, y aunque ya no las vea más, el gozo estriba en saber que
fueron salvas, que el sacrificio de Cristo fue efectivo en sus vidas y que ahora
pertenecen al reino de Dios. La gente se salva para pertenecer al Señor y a Su
reino, no a un pastor o a alguna iglesia específica. El espíritu del reino piensa
en Dios primero, no importándole quién se favorezca visiblemente, porque
al final de cuentas lo que interesa es colaborar, contribuir con la obra divina.
En el reino no se vierte en tierra ni se da la apariencia que se está apoyando,
cuando en realidad no lo estamos haciendo.
Tristemente, tenemos que decir que el espíritu de Onán es el que está
gobernando en la iglesia de Cristo hoy. Cuando no queremos levantar simien-
te a un hermano; cuando no estamos dispuestos a hacer cualquier sacrificio
o una inversión para beneficiar a la iglesia de la esquina o al ministerio tal,
porque no administraremos el resultado, somos un “Onán”. El negarnos a
ayudar o a apoyar algo, porque no va aumentar las estadísticas de mi congre-
gación, o no van a contar como mío dicho esfuerzo, o porque no voy a recibir
crédito, eso no representa el espíritu del reino de Dios. Personas que piensan
y se conducen así se olvidan que la iglesia no es suya ni mía, sino de Cristo,
y que todo beneficio pertenece al reino de Dios. A Onán, Jehová le quitó la
vida y también la descendencia (Génesis 38:10), y eso mismo le ocurrirá a
todo aquel que tenga su mismo espíritu, no entrará al reino, pues allí solo

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entrarán los que hacen la voluntad de Dios (Mateo 7:21). Y no estoy hablando
de la salvación o vida eterna, pues está segura en Cristo, sino, ser cortado en
bendición, pues su egoísmo malsano lo va a destruir, lo va a paralizar y no lo
dejará disfrutar de las bendiciones celestiales.
Onán no le levantó descendencia a su hermano, porque el muchacho no
llevaría su nombre. Así andan muchos, buscando su propio nombre, levan-
tando iglesias que lleven su nombre, cubriéndose con la sombrilla llamada
“fundador”, cuando el verdadero autor y fundador de nuestra fe es Cristo
Jesús (Hebreos 12:2). Asimismo noto que algunos cantores, cuando sacan
una producción musical, por ejemplo, ponen su foto en la carátula, con poses
de artistas, porque ambicionan la descendencia, se deben a su público. Ellos
dicen: «Es mi voz, por tanto, mi nombre y mi foto deben aparecer ahí, para
que la gente me reconozca; ¡debo darme a conocer!, pues para qué entonces
tanto sacrificio y costosas inversiones, si al final nadie sabrá quién soy yo».
Mas, ¿y las almas que se benefician por esas alabanzas, y la gente que se acer-
can a Dios, a través de las canciones? ¡Ese es el fruto! No tu nombre. Ese era
el problema de Onán, que pensaba que si él no aparecía, si el niño no llevaba
su nombre, no valía la pena procrearlo. Dios aborrece a ese espíritu, porque es
el espíritu de Satanás, a quien también cortó del reino de los cielos y lo dejó
sin descendencia.
La palabra Onán significa “fuerza”, “agilidad”. Aplicando, vemos que los
que tienen la fuerza y agilidad no quieren usarla para bendecir a sus herma-
nos, sino que la usan para levantar su propio nombre, su propia descendencia,
su propio reino, y para su propia bendición y honra. Por eso, Dios confundió
a los hombres en Babel, porque ellos querían hacer su propio nombre (Génesis
11:4,9). La Biblia dice que solo hay un nombre que el Padre exaltó hasta lo
sumo y lo puso sobre todo nombre, “para que en el nombre de Jesús se doble
toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y
toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor” (Filipenses 2:10-11). Esa es la
lucha de hoy, el pensamiento que vemos a diario, en todos lados: «Si yo no
tengo parte, si mi nombre no aparece, si no hay para mi ministerio ningún
reconocimiento, entonces ¿de qué vale el sacrificio?» Como dice un dicho
popular: «Si yo no juego, qué importa que se rompan las cartas». Ese es el
espíritu de Onán, pero no de Cristo. Por eso, el Señor va a cortar a los “ona-
nes”, ese espíritu tiene que desaparecer de la iglesia, y en cambio, todo el que
levante simiente a su hermano tendrá parte con Dios.
Te aseguro que la iglesia no está ya en el cielo, porque estamos buscando
el beneficio personal y de nuestros ministerios. John Wesley en su tremendo

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avivamiento decía: «mi parroquia es el mundo”. Esto quiere decir: “Mi parro-
quia es la iglesia en toda nación, tribu y lengua y pueblo. Yo tengo que pensar
en mis hermanos que están en Rusia, en Turquía, en Argentina, en India o en
Japón. En donde quiera que haya un creyente, aunque esté solitario en una
montaña, allí está el cuerpo de Cristo, que es mi cuerpo también». Si yo pue-
do edificar aquella congregación de Dios que está allá, aunque nunca vea el
fruto, y ellos nunca sepan quién fue que los bendijo, yo lo debo hacer. ¡Qué
importa que nos reconozcan o no, lo que vale es que seamos bendición a los
demás! El Espíritu del reino consiste en que me anulo yo, para bendecir a los
hermanos y levantar el nombre de Cristo.
Es por eso que algunos no quieren la vida del reino de Dios, porque en
el reino se funciona como un cuerpo, y allí no hay posición ni jerarquía, sino
función. En el reino de Dios el pastor cuida a las ovejas, el maestro enseña la
Palabra, el profeta da el mensaje de Dios, el
apóstol equipa a toda la iglesia y sirve como
“Hay personas autoridad, pero ninguno es mayor que el
que nunca otro; simplemente tienen una función dife-
aparecen, sin rente los unos de los otros. Tú me profetizas,
yo te enseño la Palabra; tú predicas para sal-
embargo, son las vación de las almas, yo las apaciento. Somos
más importantes” un equipo, cada uno juega una base y cada
uno desarrolla una función.
Cuando he tenido la oportunidad de dis-
frutar viendo un partido de fútbol, he visto que cada equipo tiene jugadores que
son profesionales, armando el juego de manera que facilitan a sus compañeros
el anotar los goles. Todos conocemos a los famosos goleadores de los partidos,
y la emoción que generan cuando patean la bola y anotan un gol. Los medios
de comunicación al otro día sacan un gran titular con el nombre y la foto del
jugador que hizo la jugada, pero al que proporcionó el lance ni se le menciona.
¡Qué tremendo!, diría este jugador: «Si yo no le paso el balón, él no anota el
gol, y sin embargo, a él le dan toda la gloria, y yo ni cuento». Pero, lo que debe
pensar es que aunque al jugador que anotó el gol lo saquen en primera plana, el
titular también dice que “ganó el equipo” y si ganó el equipo, entonces él tam-
bién ganó. Alguien tiene que colocar la bola para que se haga el gol, no puede
ser uno solo el que lo haga todo, si son siete los jugadores en el terreno del juego.
Mi trabajo no es ser reconocido, sino jugar para que gane mi equipo.
Así también es en el reino de Dios, alguien tiene que colocar el balón (la
Palabra), en el centro del terreno, para que otro venga y le de un puntapié que

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atraviese el campo contrario, traspase la línea de meta entre los postes y pase por
debajo del larguero y haga el gol en el corazón del que escucha. Y para lograr
eso, hay que escoger al mejor, aunque ese no sea yo, porque lo importante es
que ganemos el partido al equipo contrario. Mas, el espíritu egoísta piensa: «Yo
quiero patear esa bola, aunque no ganemos. Yo prefiero que no gane nadie a que
este sea la estrella del equipo y no yo». En ese momento, tenemos que pensar en
qué le conviene al equipo y no en nuestros intereses personales. Hay personas
que nunca aparecen, sin embargo, son las más importantes. Por conducirse de
esta manera egoísta, Dios cortó a Onán y como resultado ni él ni su hermano
tuvieron descendencia, así que su equipo perdió.
Ahora veamos un ejemplo positivo de alguien que cumplió la ley del levi-
rato y redimió. Sabemos la historia de Rut, la moabita, nuera de Noemí,
quien al morir su esposo quiso quedarse en la casa con su suegra. Noemí era
viuda, y al morir también sus dos hijos, ella decidió regresar de la tierra de
Moab a Judá, y las viudas de sus hijos quisieron regresar con ella, pero ella les
dijo: “Volveos, hijas mías; ¿para qué habéis de ir conmigo? ¿Tengo yo más hijos en
el vientre, que puedan ser vuestros maridos? Volveos, hijas mías, e idos; porque
yo ya soy vieja para tener marido. Y aunque dijese: Esperanza tengo, y esta noche
estuviese con marido, y aun diese a luz hijos, ¿habíais vosotras de esperarlos hasta
que fuesen grandes? ¿Habíais de quedaros sin casar por amor a ellos? No, hijas
mías; que mayor amargura tengo yo que vosotras, pues la mano de Jehová ha sali-
do contra mí” (Rut 1:11-13). Pero Rut le respondió: “No me ruegues que te deje,
y me aparte de ti; porque a dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que
vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres,
moriré yo, y allí seré sepultada; así me haga Jehová, y aun me añada, que sólo la
muerte hará separación entre nosotras dos” (vv. 16-17). Así esta mujer, aun sien-
do extranjera, decidió unirse con Israel, y se fue sin esperanza (ya que Noemí
no tenía más hijos que la pudieran redimir) a una tierra extraña, dispuesta a
quedarse viuda, junto a la mamá de su marido muerto.
Al llegar a Judá, Rut empezó a trabajar en el campo de Booz, pariente de
Noemí, ya que la suegra aconsejó a la moabita acercarse a él, aunque había
otro pariente que era más cercano que Booz e incluso también más joven, al
cual le correspondía redimir al esposo de Rut. No obstante, Booz prometió a
Rut que si éste se negaba a hacerlo, él asumiría la responsabilidad y redimiría
a su pariente. Así Booz preparó todo para el contrato, conforme a la costum-
bre y a la ley. Leámoslo a continuación, en la narración bíblica:

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“Booz subió a la puerta y se sentó allí; y he aquí pasaba aquel


pariente de quien Booz había hablado, y le dijo: Eh, fulano, ven
acá y siéntate. Y él vino y se sentó. Entonces él tomó a diez varones de
los ancianos de la ciudad, y dijo: Sentaos aquí. Y ellos se sentaron.
Luego dijo al pariente: Noemí, que ha vuelto del campo de Moab,
vende una parte de las tierras que tuvo nuestro hermano Elimelec.
Y yo decidí hacértelo saber, y decirte que la compres en presencia
de los que están aquí sentados, y de los ancianos de mi pueblo. Si
tú quieres redimir, redime; y si no quieres redimir, decláramelo
para que yo lo sepa; porque no hay otro que redima sino tú, y yo
después de ti. Y él respondió: Yo redimiré. Entonces replicó Booz:
El mismo día que compres las tierras de mano de Noemí, debes
tomar también a Rut la moabita, mujer del difunto, para que
restaures el nombre del muerto sobre su posesión. Y respondió el
pariente: No puedo redimir para mí, no sea que dañe mi heredad.
Redime tú, usando de mi derecho, porque yo no podré redimir”
(Rut 4:1-6).

No es una casualidad que a este hombre que se negó a redimir a su herma-


no, se le llame “fulano” y se omite su nombre, pues ese es el destino de todo
aquel que, por cuidar su nombre, no le levanta descendencia a su hermano;
su nombre será borrado de la genealogía y del propósito de Dios. Nota como
cambió el tono del pariente cuando se le dijo que también tenía que tomar a la
extranjera por mujer. Mientras se le habló de las tierras, sin titubear dijo: “Yo
redimiré”, pues cuando nos conviene queremos redimir. Mas, cuando se le
habló de casarse con la viuda y restaurar el nombre del muerto sobre su pose-
sión, o sea, levantarle descendencia a su hermano, para que su hijo reciba su
heredad y no él, este se negó. La avaricia es algo malsano, que no nos permite
actuar si no sacamos provecho de las cosas. Si no tenemos parte, preferimos no
participar, algo totalmente contrario al espíritu de la redención, al Espíritu de
Cristo, el cual dice: «Muero yo, para que mis hermanos vivan». Nota como
continuó el asunto:

“Había ya desde hacía tiempo esta costumbre en Israel tocante


a la redención y al contrato, que para la confirmación de cual-
quier negocio, el uno se quitaba el zapato y lo daba a su compa-
ñero; y esto servía de testimonio en Israel. Entonces el pariente
dijo a Booz: Tómalo tú. Y se quitó el zapato. Y Booz dijo a los

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al cor azón de dios

ancianos y a todo el pueblo: Vosotros sois testigos hoy, de que he


adquirido de mano de Noemí todo lo que fue de Elimelec, y
todo lo que fue de Quelión y de Mahlón. Y que también tomo
por mi mujer a Rut la moabita, mujer de Mahlón, para restau-
rar el nombre del difunto sobre su heredad, para que el nombre
del muerto no se borre de entre sus hermanos y de la puerta de
su lugar. Vosotros sois testigos hoy”
(Rut 4:7-10).

¡Para redimir hay que sacrificarse! Hay que llevarse a la cuñada y casarse
con ella, aunque sea fea, y cumplir con ella de manera que quede encinta, y
cuando nazca el hijo, aceptar que no es tuyo, sino del muerto. El que hace eso
no está descalzo, sino que anda bien calzado, con sus pies bien calzados, con
el apresto del evangelio de la paz (Efesios 6:15). El que redime a su hermano
tiene el espíritu del evangelio, que es la redención. En cambio, los que no
quieren redimir al hermano andarán con un solo zapato, y un pie descalzo;
y su casa será conocida como “la casa del descalzado”, casa que no amó ni
redimió (Deuteronomio 25:10).
Considero sumamente interesante y creo que es una intención de la provi-
dencia de Dios que las palabras hebreas “Onán y Booz” significan exactamente
lo mismo. Los nombres Onán y Booz significan en el idioma hebreo “fuerza” y
“agilidad”. Nota que Onán, a diferencia de Booz, no quiso usar ni su fuerza ni
su agilidad para beneficio de su hermano, sino para su nombre. ¿Para qué somos
fuertes? ¿Para el provecho de los demás o el nuestro? Mahlón se llamaba el falle-
cido esposo de Rut, cuyo nombre significa “enfermizo” en el lenguaje hebreo,
pero el fuerte Booz le curó su descendencia, levantándole un hijo sano al her-
mano debilucho. Así hizo Jesús, ayudó al débil Adán y usó sus fuerzas para
levantarle descendencia al que no quería ni podía tener descendencia (Romanos
8:7). Booz tomó por mujer a la moabita, no tomando en cuenta que por ser
extranjera podía dañar su descendencia (como había alegado el pariente). De
la misma manera, Jesús no tomó en cuenta ser igual a Dios, algo tan supremo
como para aferrarse, sino que, para redimirlos, se despojó de sí mismo, y se hizo
semejante a los hombres (Filipenses 2:6). ¿Hay en nosotros el mismo sentir que
hubo en Cristo Jesús? Meditemos en eso, y leamos ahora lo que respondieron a
Booz los que fueron testigos de estas cosas:

“Y dijeron todos los del pueblo que estaban a la puerta con los
ancianos: Testigos somos. Jehová haga a la mujer que entra en

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tu casa como a Raquel y a Lea, las cuales edificaron la casa de


Israel; y tú seas ilustre en Efrata, y seas de renombre en Belén. Y
sea tu casa como la casa de Fares, el que Tamar dio a luz a Judá,
por la descendencia que de esa joven te dé Jehová”
(Rut 4:7-12)

Fíjate la bendición que por boca de los ancianos dio Dios a Booz, porque
se casó con Rut para restaurarle el nombre a Mahlón. Y nota ahora como
terminó el asunto: “Booz, pues, tomó a Rut, y ella fue su mujer; y se llegó a ella,
y Jehová le dio que concibiese y diese a luz un hijo. Y las mujeres decían a Noemí:
Loado sea Jehová, que hizo que no te faltase hoy pariente, cuyo nombre será cele-
brado en Israel” (Ruth 4:13-14). ¿Sabes qué nombre fue celebrado en Israel y
ahora en toda la tierra? Jesucristo, pues de la descendencia de Rut nació Jesús.
¿Sabes como el nombre de Booz tomó renombre en Efrata? Cuando del hijo
de Booz, Obed, nació Isaí, el padre de David. Es decir, el hijo de Booz fue el
abuelo de David, y de David vino Cristo (vv. 15-17). Y esa fue la bendición de
Booz, ser contado en la descendencia de Jesús, porque redimió a su hermano,
y lo que salió de él se convirtió luego en el restaurador de su alma.
A Booz no le consumió el celo de que el hijo que tuvo con Rut fuera con-
tado como primogénito de otro, sino que disfrutó del niño en su ancianidad.
Después de ser un hombre solitario, Jehová le restauró dándole una compañe-
ra, y fructificándole en su vejez, dándole paz a su alma (Salmos 92:14). Ahora
la descendencia de Booz era la misma de Cristo, porque tenían el mismo
espíritu. Nota que en la bendición que recibió Booz se menciona a Tamar,
quien no concibió de Onán porque vertía en tierra, pero ella tuvo gemelos con
Judá (Génesis 38:11,18, 26). Como los hijos de Judá no la redimieron, ella se
disfrazó de prostituta y convivió con Judá, el cual ya había enviudado. De esta
relación nació Zares, a quien también vemos en la genealogía de Jesús:

“Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abra-


ham. Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob, y Jacob a Judá y a
sus hermanos. Judá engendró de Tamar a Fares y a Zara, Fares
a Esrom, y Esrom a Aram. Aram engendró a Aminadab, Amina-
dab a Naasón, y Naasón a Salmón. Salmón engendró de Rahab a
Booz, Booz engendró de Rut a Obed, y Obed a Isaí. Isaí engen-
dró al rey David, y el rey David engendró a Salomón de la que fue
mujer de Urías. Salomón engendró a Roboam, Roboam a Abías,
y Abías a Asa. Asa engendró a Josafat, Josafat a Joram, y Joram a

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al cor azón de dios

Uzías. Uzías engendró a Jotam, Jotam a Acaz, y Acaz a Ezequías.


Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amón, y Amón a Josías.
Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, en el tiempo de la
deportación a Babilonia. Después de la deportación a Babilonia,
Jeconías engendró a Salatiel, y Salatiel a Zorobabel. Zorobabel
engendró a Abiud, Abiud a Eliaquim, y Eliaquim a Azor. Azor
engendró a Sadoc, Sadoc a Aquim, y Aquim a Eliud. Eliud engen-
dró a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró
a José, marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo”
(Mateo1:1-16).

Tamar y Rut, estas dos mujeres extranjeras, bien representan a la iglesia gen-
til, la iglesia que fue añadida por Cristo (Hechos 11:18). Tamar, especialmente,
no se quería quedar sin descendencia, y andaba detrás de Judá para que le diera
a Sela, el hijo menor, quien tampoco se interesó. Entonces, ella se entregó al
“padre” y de allí nació el descendiente de Cristo. Pero aquellos que antepusieron
sus intereses personales, aquellos que no quisieron ampliar su “zona de como-
didad”, porque les importó más lo suyo que lo de sus hermanos, sus nombres
fueron cortados y no aparecen en la genealogía de Cristo. Es curioso que el
nombre de Booz, que no buscaba lo suyo, aparezca en la genealogía del Señor
Jesús y no el nombre del difunto, Mahlón. Booz apareció por su generosidad
y buen corazón. Este hombre no pensó en sí, pero Jehová sí, y lo contó en la
descendencia de Cristo, así como incluye a todo el que no piensa en sí mismo,
sino en su hermano; esos serán contados también en él.

“Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los san-


tos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y
serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los
unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos.
Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.
Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi
Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la funda-
ción del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve
sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve
desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y
vinisteis a mí. Entonces los justos le responderán diciendo: Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te
dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o

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desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la


cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto
os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos
más pequeños, a mí lo hicisteis. Entonces dirá también a los de la
izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado
para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis
de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me
recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la
cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán
diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, foraste-
ro, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces
les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo
hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E
irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”
(Mateo 25:31-46).

Jesús llama a aquellos que cubren a sus hermanos a tener nombre con Él, y
a ser parte de su descendencia. Por eso les dijo: “… el que no lleva su cruz y viene
en pos de mí, no puede ser mi discípulo. (…) Así, pues, cualquiera de vosotros que
no renuncia a todo lo que posee, no puede ser
mi discípulo” (Lucas 14:27,33). El que se nie-
gue a levantarle descendencia a su hermano,
“El Señor no
y a honrar el nombre de su hermano, le ocu-
realiza nada rrirá como a Onán, se va a quedar sin nom-
en su eterno bre y sin descendencia. Pero al que tenga el
propósito que sea mismo espíritu de Cristo, como lo tuvo
ajeno a su Booz, será contado en la santa descendencia;
tendrá renombre en Efrata y en Belén, y va
carácter, ni ser parte de la descendencia de Aquel que
ejecuta ninguna restauró su alma: Cristo Jesús.
acción que esté El Señor tiene misericordia de noso-
divorciada de tros, y una vez más nos ilustra lo que es el
su naturaleza tener el espíritu del reino de Dios. Por tan-
to, amado mío, recibe esta enseñanza en tu
santa” corazón y empieza a entregarte, comienza
a servirles a los hermanos, no importando
que tu nombre no aparezca, porque un día sí aparecerá en el registro del
cielo. En ese libro celestial están los nombres de todos aquellos que vivan

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el llamamiento es conforme 175
al cor azón de dios

con el espíritu de Cristo, quien no vivió para agradarse Él, sino al Padre:
“El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de
mi corazón” (Salmos 40:8). Esos y los que son como ellos tendrán herencia
en el reino de Dios.
Este es un mensaje para todos los creyentes en el Señor Jesucristo, pero
sobre todo, está dirigido a los que, por su gracia, fuimos llamados a servirle en
el sagrado ministerio. Dios reina de acuerdo a como Él piensa, y sus pensa-
mientos son conforme a como Él es. El Señor no realiza nada en su eterno
propósito que sea ajeno a Su carácter, ni ejecuta ninguna acción que esté
divorciada de Su naturaleza santa. Todas sus obras revelan los pensamientos
de su corazón. De acuerdo a la naturaleza de sus atributos es el designio de su
voluntad. Dios hace y aprueba solo aquello que es conforme a su corazón, por
lo que solo lo que está en armonía con su carácter y naturaleza tendrá siempre
el sello de su aprobación. El Señor nunca dará el visto bueno a nada que no
esté perfectamente de acuerdo a su manera de ser o pensar.
Es una locura obrar o ministrar en el servicio de Dios de una manera
diferente o con un espíritu contrario a
lo que es la esencia misma del sentir de
su corazón. Es un atrevimiento que no “En el reino
quedará impune, obrar en el ministerio
de Dios damos
independientemente de su voluntad y
de su carácter. El Señor ha revelado a vida cuando
sus ministros en las Sagradas Escritu- morimos, y
ras y a través del ministerio del Espíritu descendencia
Santo, no solo su voluntad y propósito, cuando
sino también la pureza y la santa moti-
vación de su corazón. El llamamiento
desaparecemos”
que Él nos ha hecho siempre debe ser
conforme a su corazón. Esa es la razón
por la cual, antes de llamarnos a su servicio, nos llama primero a estar con
Él (Marcos 3:14). Por ese motivo, a todos los que llamó antes los capacitó,
para que fuesen idóneos para el ministerio.
Los ministros son probados, para ser aprobados (1 Tesalonicenses 2:4).
Nadie debe comenzar a ministrar, o ser aprobado por el presbiterio de la igle-
sia, si antes no ha alcanzado la madurez necesaria. Cuando el apóstol Pablo
escribe acerca de la idoneidad para el ministerio, él no habla ni de los dones
ni del poder del ministro, sino de su madurez y carácter (1 Timoteo 3:1-
7). Los ministros somos llamados y capacitados por Dios, para ser maestros

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176 la honr a del ministerio

de piedad. Solo el que tiene el corazón de Dios, le conocerá, le entenderá y


actuará siempre en conformidad con la naturaleza de sus pensamientos y la
motivación y la pureza de su alma.
Amado ministro, hay una sola manera de honrar el llamamiento celes-
tial y es ministrando en armonía con el corazón del Padre: restituyendo el
agraviado, haciendo justicia al desamparado y aprendiendo hacer el bien,
sin esperar ninguna recompensa que no sea la gloria de Su nombre. Jacob le
dijo a José: “… ahora tus dos hijos Efraín y Manasés, que te nacieron en la tie-
rra de Egipto, antes que viniese a ti a la tierra de Egipto, míos son; como Rubén
y Simeón, serán míos. Y los que después de ellos has engendrado, serán tuyos; por
el nombre de sus hermanos serán llamados en sus heredades” (Génesis 48:5-6).
Al Jacob hacer suyos a los dos hijos de José, como los hijos que engendró,
aparentemente, estaba dejando a José sin descendencia, pues le quitó incluso
su primogénito. En Israel había doce tribus, pero no había una llamada “la
tribu de José”, sino las tribus de sus dos hijos, Efraín y Manases. Cuando
José dio a sus hijos por él, su nombre desapareció de Israel, pero se perpetuó
en su descendencia. El mensaje es que José tuvo que borrar su nombre; dar
“su parte”, para “tener dos partes” con Jacob. Así Jesús fue el grano de trigo
que tuvo que ser sepultado, y gustar de la muerte para llevar a muchos hijos
a la gloria (Hebreos 2:9,10). Así vive un llamado conforme al corazón de
Dios, muriendo para que otros vivan, mermando para que otros crezcan.
Concluyo entonces con este pensamiento: En el reino de Dios damos
vida cuando morimos, y descendencia cuando desaparecemos.

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Capítulo III

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME
AL PROPÓSITO SUYO

“… quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme


a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos
fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos…”
–2 Timoteo 1:9

E
n el capítulo anterior enfaticé que nuestro Dios siempre obra en con-
formidad con su forma de ser y pensar. Él nunca ha obrado en desar-
monía con su carácter divino. Es imposible en la conducta del Señor,
realizar cualquier acción que sea contraria o ajena a Su naturaleza santa.
Por ejemplo, la Escritura dice: “Palabra fiel es ésta: Si somos muertos con él,
también viviremos con él; Si sufrimos, también reinaremos con él; Si le negá-
remos, él también nos negará. Si fuéremos infieles, él permanece fiel; Él no
puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:11-13). Dios permanece fiel aunque
nosotros seamos infieles. Lo que entiendo es que si Él, como una reacción
por nuestra infidelidad, y para devolvernos de la misma manera, llegara a
actuar con infidelidad, se negaría a Sí mismo, dejando de ser quién es: el
“Fiel y Verdadero” (Apocalipsis 19:11).

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178 la honr a del ministerio

Otro principio importante en la conducta del Padre Celestial es que Él todo


lo realiza según su propósito. Podemos afirmar que tal como es Dios también
es su propósito y el designio de su voluntad. La Biblia revela que su propósito es
eterno (Efesios 3:11), porque Él es eterno; y su designio es santo, porque Él tam-
bién lo es (Lucas 1:49; 1 Pedro 1:15). Notemos lo que afirma el apóstol Pablo:
“En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propó-
sito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11). Es
decir, Dios todo lo ejecuta en conformidad a Su propósito, y nunca actúa en
forma contraria a Su voluntad, ni se aparta un ápice de Su santísimo designio.
Todas sus obras, sus leyes, sus caminos, como también sus mandamientos, pre-
ceptos, juicios y testimonios, están en perfecta armonía con el propósito de Su
voluntad. Veamos algunos ejemplos en las enseñanzas paulinas:

“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan
a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.
(…) (pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien
ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la elección
permaneciese, no por las obras sino por el que llama), (…) En
él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados con-
forme al propósito del que hace todas las cosas según el designio
de su voluntad, (…) conforme al propósito eterno que hizo en
Cristo Jesús nuestro Señor, (…) quien nos salvó y llamó con lla-
mamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el
propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes
de los tiempos de los siglos”
(Romanos 8:28; 9:11; Efesios 1:11; 3:11; 2 Timoteo 1:9).

El llamamiento de Dios es según su propósito. A todos los hombres que


el Señor eligió para su santo servicio, los llamó con un propósito, para un
propósito y conforme a su propósito. Cuando Saulo de Tarso oyó la voz que lo
llamaba, mientras iba camino a Damasco, él formuló dos preguntas: “¿Quién
eres, Señor?” (Hechos 9:5) y, “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (v. 6). Estas
deben ser las dos preguntas que debe hacer todo aquel que es llamado por
Dios. Primero, debe tener seguridad que el Señor es quien lo llama. Pero la
segunda pregunta es tan importante como la primera, y es conocer cuál es el
propósito de su llamamiento. Te lo voy a decir redundantemente: el propósito
de esta pregunta es conocer el propósito del que llama. El Señor a todos los que
llamó les asignó una labor dentro del propósito de su voluntad. La respuesta

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el llamamiento es conforme 179
al propósito suyo

del Señor a la interrogante de Saulo fue esta: … para esto he aparecido a ti,
para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que
me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te
envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y
de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón
de pecados y herencia entre los santificados. (…) [Dirigiéndose a Ananías] Ve,
porque instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los
gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hechos 26:16; 9:15).
Desde que el Señor le reveló al apóstol el propósito de su llamamiento, él
no vivió para otro motivo, sino para realizarlo y terminarlo cabalmente, con-
forme a lo diseñado y planificado por el supremo designio del Eterno. Cuan-
do se trataba del propósito de Dios en su vida y ministerio, Pablo era obstinado
e inflexible. Notemos su actitud en su último viaje a Jerusalén: “Ahora, he
aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acon-
tecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, dicien-
do que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago caso, ni
estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y
el ministerio que recibí del Señor Jesús, para
dar testimonio del evangelio de la gracia de
Dios”(Hechos 20:22). El verbo griego que “Cuando algo
se usa en este versículo, para la palabra
“ligado” es deo que se traduce “ligar, atar, está en el
aprisionar”. Así que Pablo quiso decir, en propósito de Dios
otras palabras, que él iba «aprisionado en “es necesario”
espíritu» a Jerusalén, por lo que no tenía
manera de librarse ni de ser librarlo.
El apóstol estaba “atado” voluntariamente y por convicción a todo lo que
era parte del propósito de Dios con él. En este caso, el Espíritu Santo le daba
testimonio que era necesario que él fuese a Roma, pero antes tenía que pasar
por Jerusalén, donde le esperaban prisiones y tribulaciones (Hechos 20:22).
Unos días después de esto, Pablo y sus compañeros llegaron a Cesárea, y en
casa de Felipe el evangelista, vino a ellos el profeta Agabo y le profetizó a
Pablo acerca de su viaje a Jerusalén. Observemos las expresiones del narrador
bíblico en los siguientes versículos:

“Y permaneciendo nosotros allí algunos días, descendió de Judea


un profeta llamado Agabo, quien viniendo a vernos, tomó el cin-
to de Pablo, y atándose los pies y las manos, dijo: Esto dice el

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180 la honr a del ministerio

Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de


quien es este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles. Al
oír esto, le rogamos nosotros y los de aquel lugar, que no subiese
a Jerusalén. Entonces Pablo respondió: ¿Qué hacéis llorando y
quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo
a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del
Señor Jesús. Y como no le pudimos persuadir, desistimos, dicien-
do: Hágase la voluntad del Señor”
(Hechos 21:10-14)

Las tres formas del verbo “atar” que se usa en este pasaje es el mismo verbo
“ligado” de Hechos 20:22. Así que Agabo solo hizo una “representación pro-
fética” de la manera como Saulo iba a ser
atado en Jerusalén. Pablo fue a Jerusalén y
“El llamamiento tal como había sido anunciado por el Espíri-
no es algo tu, fue arrestado por los judíos y encarcela-
optativo o do por aproximadamente dos años. Padeció
mucho, pero allí testificó a Félix, a Festo y a
discrecional en Agripa, y más tarde al emperador. Eso era
cuanto a parte del propósito y de la visión celestial,
predilección, pues el Señor le dijo que él iba a ser su testi-
sino según el go delante de los reyes y gobernadores
(Hechos 9:15), pero no le dijo cómo.
propósito
Estando preso en Jerusalén, también
de Dios” el Señor se le apareció a Pablo y le habló
diciendo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has
testificado de mí en Jerusalén, así es necesario
que testifiques también en Roma” (Hechos 23:11). Por lo cual, viendo Pablo
que no iba a recibir un juicio justo entre los judíos, apeló a César (Hechos
25:11,12). Entonces, el apóstol fue enviado en un barco a Roma con muchos
otros prisioneros. Este viaje fue horrible, y Pablo se salvó por la intervención
del Señor. Los capítulos 27 y 28 del libro de los Hechos, narran esta pesadilla
que vivieron aquellos hombres en alta mar. Mas, en el momento más difícil,
en medio de la tormenta, cuando todos estaban resignados a morir, el Señor
volvió y apareció al apóstol y le habló diciendo: “Pablo, no temas; es necesario
que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que nave-
gan contigo” (Hechos 27:24). He citado las dos ocasiones que el Señor se le
apareció a Pablo en este viaje para hacer notar que el verbo que se usa en los

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el llamamiento es conforme 181
al propósito suyo

dos incidentes “es necesario”, es el mismo verbo “ligar, atar, y aprisionar” que
estamos estudiando, y que también el Señor usó cuando le dijo a Ananías el
propósito que tenía con la vida de Pablo (Hechos 9:16).
Analizando este verbo griego “deo”, en sus diversas traducciones y signi-
ficados, el Señor me reveló esta gran verdad: Cuando algo está en el
propósito de Dios “es necesario”. No importa el precio ni el dolor que
tengamos que padecer es necesario sufrirlo con tal que se logre el propósito.
Por consiguiente, así como el apóstol Pablo, debiéramos nosotros “ligarnos” y
“aprisionarnos” a esa determinación del
Señor; “atarnos” al propósito, como las
víctimas son atadas con cuerdas a los cuer- “El ministro
nos del altar (Salmos 118:27), porque hay que no se ata
una causa, una razón, un fin. El llama-
miento no es algo optativo o discre-
voluntariamente
cional en cuanto a predilección, al propósito,
sino según el propósito de Dios. Para no terminará
arrojar más luz a este pensamiento, el Señor su carrera con
me reveló un contraste entre dos hombres gozo, sino con
que tenían un propósito santo, y que se
embarcaron en dos naves diferentes. Estos perjuicios”
viajantes eran Jonás y Pablo. Veamos:

1. Jonás se embarcó en la nave para huir del propósito, por su propia


decisión. A Pablo lo obligaron a embarcarse por causa del propósito
(Jonás 1:3; Hechos 23:11).
2. Jonás iba suelto, porque no quiso ligarse al propósito. Pablo, en cam-
bio, viajaba encadenado, porque voluntariamente se ató al propósito
(Jonás 1:3; Hechos 27:1,6).
3. Pablo embarcó en aquella nave porque estaba ligado al propósito.
Jonás viajaba porque se había desligado o desatado del propósito.
4. En el caso de Jonás, Dios tuvo que desencadenar una tormenta para
atarlo al propósito (Jonás 1:4). En cuanto a Pablo, por circunstancias,
el viento huracanado que dio contra la nave no logró desatarlo del
propósito (Hechos 27:14).
5. Ambos durmieron en el barco, solo que a Jonás lo despertaron los
hombres, para regañarlo por su indiferencia y apatía ante la adversi-
dad (Jonás 1:6); a Pablo lo despertó el ángel, para darle un mensaje de
ánimo y salvación, para él y sus compañeros (Hechos 27:24).

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182 la honr a del ministerio

6. La nave de los que iban hacia Tarsis se salvó porque tiraron a Jonás al
mar (Jonás 1:15), en cambio, la gente que viajaba con Pablo a Italia se
salvó, porque él iba a bordo (Hechos 27:24).
7. Dios “preparó” cinco cosas para ligar a Jonás al propósito: a) Un gran
viento en el mar (Jonás 1:4); b) Un gran pez que lo tragase (v. 17); c)
Una calabacera que le dé sombra (Jonás 4:6); d) Un gusano, para que
hiriera la calabacera y esta se secara (v. 7); y e) Un recio viento solano
que permitió que el sol hiriera a Jonás, de tal manera que este se deseó
la muerte (v. 8). En cambio a Pablo, el diablo trató varias cosas para
desligarlo del propósito, las cuales fueron inútiles, pues el apóstol se
determinó y se dijo con firmeza: “… de ninguna cosa hago caso, ni
estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con
gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del
evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24).
8. En lo único que se asemejan es que en los dos estaba el poder de salvar
las embarcaciones. En el caso de Pablo, se perdió la nave por error
del piloto y el patrón, los cuales no escucharon al hombre ligado al
propósito, quién tenía instrucción y revelación de cómo evitar pérdi-
das y salvar la tribulación (Hechos 27:41-44). Con relación a Jonás,
la nave se salvó al lanzar al mar al hombre que no se quiso “ligar” al
propósito, pues cuando le preguntaron cómo salvar la embarcación, él
respondió con desdén (Jonás 1:11-15).

El ministro que no se ata voluntariamente al propósito, no


terminará su carrera con gozo, sino con perjuicios. Tanto Jonás
como Sansón, por causa de su actitud, terminaron sus carreras sin gozo, y
con mucha pérdida y vergüenza (Jueces 16:30; Jonás 4:11). Cuando el amor
de Dios en nuestra vida excede a nuestros temores y conveniencias, decidi-
mos, por convicción, atarnos a Su propósito. Bienaventurado el ministro que
entiende que el llamamiento es según el propósito de Dios, y se liga a él con
firmeza y decidido corazón.

3.1  “¿He de Dejar?”


“... ¿He de dejar (...) para ir a ser grande...?”
-Jueces 9:9

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el llamamiento es conforme 183
al propósito suyo

Esta sección la empezamos con un relato del libro de Jueces, el cual es muy
revelador en cuanto al propósito de Dios en la función de autoridad. El perso-
naje principal es Abimelec (hijo que tuvo Gedeón con una concubina (Jueces
8:30-31) el cual, a la muerte de su padre, quiso usurpar el trono. Veamos:

“Abimelec hijo de Jerobaal fue a Siquem, a los hermanos de su


madre, y habló con ellos, y con toda la familia de la casa del
padre de su madre, diciendo: Yo os ruego que digáis en oídos
de todos los de Siquem: ¿Qué os parece mejor, que os gobiernen
setenta hombres, todos los hijos de Jerobaal, o que os gobierne un
solo hombre? Acordaos que yo soy hueso vuestro, y carne vuestra.
Y hablaron por él los hermanos de su madre en oídos de todos los
de Siquem todas estas palabras; y el corazón de ellos se inclinó
a favor de Abimelec, porque decían: Nuestro hermano es. Y le
dieron setenta siclos de plata del templo de Baal-berit, con los
cuales Abimelec alquiló hombres ociosos y vagabundos, que le
siguieron. Y viniendo a la casa de su padre en Ofra, mató a sus
hermanos los hijos de Jerobaal, setenta varones, sobre una misma
piedra; pero quedó Jotam el hijo menor de Jerobaal, que se escon-
dió. Entonces se juntaron todos los de Siquem con toda la casa de
Milo, y fueron y eligieron a Abimelec por rey, cerca de la llanura
del pilar que estaba en Siquem”
(Jueces 9:1-6).

Retrocedamos un poco en tiempo y recordemos al padre de estos dos


hombres, a Gedeón, aquel hombre que Dios usó como instrumento, para
libertar a Israel de la opresión y el cautiverio del pueblo de Madián (Jueces
7:15). En este relato se refieren a él, como Jerobaal, nombre con que fue lla-
mado cuando derribó el altar de Baal (Jueces 6:32; 8:35). Luego de esta gran
victoria, Gedeón estuvo como juez de Israel y en todo ese tiempo el pueblo
se sometió a su guía. Pero a su muerte, uno de sus setenta hijos debía susti-
tuirle, pero el hijo que Gedeón tuvo con la concubina, en Siquem, llamado
Abimelec (quien no era contado entre los setenta) vio la oportunidad para él
reinar. Entonces, este muchacho buscó el apoyo de todos los de Siquem, y de
los familiares de su madre, y alquiló a una turba de hombres ociosos, merce-
narios, quienes le acompañaron a la casa de su padre, y mató a sus setenta her-
manos, con excepción de Jotam, el menor, el cual escapó, porque se escondió.
Así se apoderó Abimelec del poder y comenzó a reinar sobre Israel.

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184 la honr a del ministerio

Jotam era el digno para reinar, alguien que podía representar bien a su
padre Gedeón, pero los de Siquem se identificaron con Abimelec, porque lo
vieron como uno de ellos, por lo que se reunieron en una llanura para con-
firmarlo en el reino. Al oír sobre esto, Jotam se puso en la cumbre del monte
de Gerizim, para advertirles a ellos que su elección no era buena. Mas, ¿cómo
podría Jotam hacerle entender al pueblo que uno de entre ellos no era digno?
Solamente ilustrándoles, por medio a una parábola, podrían ellos pensar que
habían elegido a un asesino, a un hombre que no le importó matar a sus pro-
pios hermanos con tal de reinar. Ese es el contexto histórico, de esta ingeniosa
parábola que les dijo Jotam a Israel, de la cual obtendremos una gran ense-
ñanza; leámosla a continuación:

“Oídme, varones de Siquem, y así os oiga Dios. Fueron una vez


los árboles a elegir rey sobre sí, y dijeron al olivo: Reina sobre
nosotros. Mas el olivo respondió: ¿He de dejar mi aceite, con el
cual en mí se honra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande
sobre los árboles? Y dijeron los árboles a la higuera: Anda tú,
reina sobre nosotros. Y respondió la higuera: ¿He de dejar mi
dulzura y mi buen fruto, para ir a ser grande sobre los árboles?
Dijeron luego los árboles a la vid: Pues ven tú, reina sobre noso-
tros. Y la vid les respondió: ¿He de dejar mi mosto, que alegra a
Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles? Dije-
ron entonces todos los árboles a la zarza: Anda tú, reina sobre
nosotros. Y la zarza respondió a los árboles: Si en verdad me
elegís por rey sobre vosotros, venid, abrigaos bajo de mi sombra;
y si no, salga fuego de la zarza y devore a los cedros del Líbano.
Ahora, pues, si con verdad y con integridad habéis procedido en
hacer rey a Abimelec, y si habéis actuado bien con Jerobaal y con
su casa, y si le habéis pagado conforme a la obra de sus manos
(porque mi padre peleó por vosotros, y expuso su vida al peligro
para libraros de mano de Madián, y vosotros os habéis levantado
hoy contra la casa de mi padre, y habéis matado a sus hijos, seten-
ta varones sobre una misma piedra; y habéis puesto por rey sobre
los de Siquem a Abimelec hijo de su criada, por cuanto es vuestro
hermano); si con verdad y con integridad habéis procedido hoy
con Jerobaal y con su casa, que gocéis de Abimelec, y él goce de
vosotros. Y si no, fuego salga de Abimelec, que consuma a los de

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el llamamiento es conforme 185
al propósito suyo

Siquem y a la casa de Milo, y fuego salga de los de Siquem y de


la casa de Milo, que consuma a Abimelec”
(Jueces 9:7-20).

Alguien dijo que donde comienza la aplicación comienza el mensaje, así


que empezaré aplicando la tipología de los árboles. La Biblia compara a los
creyentes como árboles del bosque (Mateo 3:10), como palmeras, cedros del
Líbano y plantíos (Salmos 92:12; 104:16; Isaías 61:3). El salmista dijo que el
hombre que sigue a Dios es “como árbol plantado junto a corrientes de aguas,
que da su fruto en su tiempo, Y su hoja no cae; Y todo lo que hace, prosperará
(Salmos 1:3). Esta parábola nos habla de los tres árboles más importantes de
la tierra prometida: el olivo, la vid y la higuera. Estos árboles no solamente
eran una bendición para Israel, sino que constituían su base económica. La
Biblia muestra, por ejemplo, cuando Salomón edificó casa a Jehová, él le daba
a Hiram rey de Tiro, entre otras cosas, veinte mil batos de vino, y veinte mil
batos de aceite, a cambio de madera de cedro y de ciprés (2 Crónicas 2:10). Es
decir que Israel hacía intercambio con otras naciones a base de esos productos.
En la actualidad, todavía el aceite de olivo es muy importante en Israel, así
como el producto de la vid y de la higuera.
Recordemos las palabras que usó Habacuc para mostrar su confianza
incondicional en Jehová: “Aunque la higuera no florezca, Ni en las vides haya
frutos, Aunque falte el producto del olivo, Y los labrados no den mantenimiento,
Y las ovejas sean quitadas de la majada, Y no haya vacas en los corrales; Con
todo, yo me alegraré en Jehová, Y me gozaré en el Dios de mi salvación” (Haba-
cuc 3:17-18). Habacuc menciona los tres árboles de la parábola, porque eran
los tres más importantes de Israel, pues no solamente nutrían a la gente en
alimento, sino que les servían como negocio con otras naciones.
La Biblia nos habla del olivo, como tipo del creyente. El salmista dijo,
comparando su riqueza de servirle a Dios con el poder de los “poderosos de la
tierra”, que ellos serían destruidos, mientras él podrá decir: “… yo estoy como
olivo verde en la casa de Dios” (Salmos 52:8). Otro salmo que ilustra la ben-
dición de Dios en la vida de los que siguen su Camino y le temen, dice: “Tu
mujer será como vid que lleva fruto a los lados de tu casa; Tus hijos como plantas
de olivo alrededor de tu mesa” (Salmos 128:3). En otras palabras, ¡qué bueno es
tener la vid cerca de la casa!, pues no hay que molestarse mucho para comer de
sus frutos, porque está accesible, sólo hay que extender el brazo y tomar de él.
Así es la mujer del creyente, ¡qué bueno que está cerca y es llena de fruto del
Espíritu! También dice que sus hijos serán como plantas de olivo alrededor

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186 la honr a del ministerio

de su mesa, porque el cristiano estará rodeado de sus hijos, y verá fruto en


ellos. También somos el fruto del sacrificio de Jesucristo, quien nos comparó
con el fruto de la vid, cuando dijo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que
permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada
podéis hacer” (Juan 15:5).
La higuera, por su parte, que da un fruto dulcísimo que es el higo, repre-
senta en la Biblia seguridad, paz y reposo (1 Reyes 4:25; Miqueas 4:4). Muchos
ven en las siguientes palabras de Jesús una alusión a la nación de Israel, pues
interpretan que es la higuera profética, él dijo: “De la higuera aprended la
parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano
está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, conoced que está
cerca, a las puertas” (Mateo 24:32-33). En fin, esos árboles somos nosotros y
nos representan en la parábola. Por eso, si los árboles del bosque representan
a los hombres, y entre ellos necesitan buscar a alguien para que los dirija, tie-
nen que buscar aquellos que son los más importantes, los más útiles, los que
tienen mucho que dar. En la parábola, el olivo, la vid y la higuera eran los
candidatos idóneos para reinar entre ellos.
Ahora, cuando fueron a proponerle al olivo que reine, él respondió con
una pregunta: “¿He de dejar mi aceite, con el cual en mí se honra a Dios y a
los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles?” (Jueces 9: 9). El olivo dijo:
«Dios no me llamó a mí a ser grande, ni a reinar, Dios me llamó a servir. Él
no me creó para ser grande, por consiguiente, la grandeza no es el propósito
de Dios conmigo. En el plan de mi Creador con mi vida no incluye que yo
reine o me enseñoree de los demás árboles. Dios, en su designio, me diseñó de
acuerdo a su elección para que de mí se sustrajese un producto llamado aceite,
el cual bendice a los hombres y honra a Dios. Yo para eso he nacido y para
eso he venido al mundo, no a reinar, sino a servir. La razón de mi existencia
es servir con lo que Dios me ha dado, con lo que yo soy». El olivo habló de
acuerdo a lo que dijo el apóstol Pedro: “Si alguno habla, hable conforme a las
palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da...”
(1 Pedro 4:11). Así tú, hombre y mujer de Dios, eres árbol de Dios, un olivo
verde que llevas en ti el aceite de la unción (1 Juan 2:20).
De hecho, la palabra Cristo significa Ungido; por tanto cristianos” signi-
fica ungidos. Dios llamó a Ciro “mi ungido” y también a Zorobabel y a Josué
hijo de Josadac, sumo sacerdote (Hageo 1:14; 2:4; Isaías 45:1-5). En el libro
de Zacarías, se nos habla de dos ungidos representados por dos ramas de olivo
que vierten de sí aceite. El profeta dijo: “Hablé más, y le dije: ¿Qué significan
estos dos olivos a la derecha del candelabro y a su izquierda? Hablé aún de nuevo,

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el llamamiento es conforme 187
al propósito suyo

y le dije: ¿Qué significan las dos ramas de olivo que por medio de dos tubos de
oro vierten de sí aceite como oro? Y me respondió diciendo: ¿No sabes qué es esto?
Y dije: Señor mío, no. Y él dijo: Éstos son los dos ungidos que están delante del
Señor de toda la tierra” (Zacarías 4:11-14). En el lenguaje hebreo, la frase “los
dos ungidos” se puede traducir, literalmente, como “los dos hijos del aceite”.
De la misma manera, los creyentes somos los ungidos, “los hijos del aceite”,
las ramas que fueron injertadas al olivo Cristo, y del cual recibimos la unción
del santo, el óleo superior.
La Palabra, refiriéndose al Señor expresa que: “Subiendo a lo alto, llevó
cautiva la cautividad, Y dio dones a los hombres. Y él mismo constituyó a unos,
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin
de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del
cuerpo de Cristo...” (Efesios 4:8-12). Pero también dice el apóstol Pablo que no
todos son profetas, ni todos evangelistas, ni todos maestros, ni todos hacen
milagros, ni todos tienen dones de sanidad, ni tampoco todos hablan lenguas,
ni todos interpretan, pues el Señor a todos nos dio diferentes dones (Romanos
12:4) y capacidades ungidas, desde que creímos y nacimos de nuevo, para
edificación de la iglesia (1 Corintios 12:29-30; 14:12,26).
Como ministro, tú eres un olivo, hay unción en ti, un tipo de aceite que
brota de tus grosuras, el cual deleita al Señor. Por tanto, no fuiste ungido para
que seas grande, sino para edificación del cuerpo de Cristo y dar gloria al
nombre de Dios. Los dones de Dios no son para buscar grandeza. El minis-
terio de Dios no es una plataforma para hacernos famosos o ser reconocidos,
sino un instrumento para cumplir su santo designio, de acuerdo al llama-
miento recibido. Los dones espirituales son para honrar a Dios y bendecir a
los hombres. Según el propósito de Dios contigo es la unción que recibiste. Ya
seas olivo, higuera, o un fruto de la vid, en ti hay una bendición divina que
te impulsa a servir, no a reinar. Debiéramos rehusar a ser grandes, pues ya
hemos recibido la más alta jerarquía, y es ser llamados “hijos de Dios” (1 Juan
3:1). Poseemos la imagen de su Hijo, quien no vino para ser servido, sino para
servir (Marcos 10:45).
Cuando el sanedrín forzó a Pilato a que crucificase a Jesús, y él les dijo:
“¿A vuestro Rey he de crucificar?” ellos respondieron “No tenemos más rey que
César” (Mateo 18:15). Los judíos mintieron, pues odiaban a César, a quien
consideraban un déspota, un tirano, pero prefirieron que reine sobre ellos
antes que Jesús. Cambiaron al Hijo de Dios por César. Mas, hay algo que
ellos dijeron en ese momento que quiero parafrasearlo. Ellos dijeron: “… todo
el que se hace rey, a César se opone” (Juan 19:12), y yo voy a decirte lo mismo:

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188 la honr a del ministerio

todo olivo que quiera reinar, a Cristo se opone y contra Cristo se levanta, por-
que la iglesia solamente tiene a alguien grande y a un único rey: Jesucristo.
Todo aquel que use su unción para hacerse grande, para destacarse, para
ser famoso y enseñorearse de los hermanos, está contradiciendo la Palabra de
Dios. Solamente hay uno que el Padre exaltó hasta lo sumo y le dio un nom-
bre que está sobre todo nombre: a Cristo (Filipenses 2:9-10). La iglesia sola-
mente tiene un rey, y una sola corona monárquica, la cual pertenece a Él. El
Padre eligió a Cristo como rey por sus méritos, por su dignidad y por su vida
perfecta. Dios lo exaltó hasta lo sumo, porque Él se humilló hasta la muerte.
Entonces, el Padre haciéndolo su rey y su ungido, dio un decreto: “… te daré
por herencia las naciones, Y como posesión tuya los confines de la tierra” (Salmos
2:8). Cristo es el rey en los cielos y en la tierra, porque no se glorificó a sí
mismo, sino quien le dijo: “Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy” (Hebreos
5:5). Él recibió la honra, Él no la tomó.
Nota que el Padre honró tanto al Hijo que, como a él no le correspondía ser
sacerdote porque era de la tribu de Judá y no de la tribu de Leví (de donde procede
el sacerdocio levítico –Hebreos 5:4), inició un nuevo sacerdocio, eterno e inmu-
table, para declarar a Jesús sacerdote para siempre: “Juró Jehová, y no se arrepen-
tirá: Tú eres sacerdote para siempre Según el orden de Melquisedec” (Salmos 110:4).
Dios cambió todo para darle la preeminencia en todo al Hijo, y para que toda
rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor (Filipenses 2:11).
Te diré que yo crecí en un ámbito religioso, donde se alimenta el deseo de
tener un ministerio grande. Recuerdo cuando Dios me llamó al ministerio,
siendo un jovencito de diecisiete años, al ver a Billy Graham en los estadios,
la gran multitud que convocaba, yo anhelaba ser como él, pero era para desta-
carme, para estar en el medio, tener muchas personas siguiéndome y que, por
mí, vinieran a Cristo. Nunca pensé que en ese ideal no había un sentimiento
noble, pues sentía que yo ayudaba a Dios, que era, digamos, un “redentorci-
to”. Pero cuando Dios me reveló la vida del Reino, el andar en el Espíritu, me
di cuenta que mi aspiración no era espiritual ni santa, y que en ese percibirme
como un “redentor” -ya sea mediano o pequeñito- había una escondida inten-
ción de tomar el lugar del Señor Jesús. Mas, ahora solo quiero ser lo que Dios
quiere que yo sea; vivir de acuerdo a la función a la cual me llamó a desempe-
ñar en el cuerpo, sea la que sea. Y cuando alguien es impactado por la vida de
Jesús en mí y me quiere hacer grande y me quiere hacer “rey”, yo digo como
el olivo: « ¡No! ¿He de dejar lo que Dios me dio, con lo que agrado al Padre y
bendigo a los hombres, para ser grande entre los hombres? ¡Jamás! Yo quiero
que mi aceite honre a Dios y bendiga a la gente».

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el llamamiento es conforme 189
al propósito suyo

Por eso, considero que este mensaje lo necesita toda la iglesia de Jesucristo
y todos los que estamos en autoridad, porque hay algo en nuestros días que
no existía en aquellos tiempos. En la iglesia siempre ha habido pleitos por el
primer lugar, como lo hicieron los apóstoles cuando no entendían (Mateo
20:22), pero nunca he visto en el ministerio más fiebre de poder, de autori-
dad y de grandeza que ahora. ¡Basta ya de que la iglesia funcione como las
empresas multinacionales!, con “sucursales” donde quiera, y hasta vendiendo
la “franquicia”, ofertando beneficios para que ministros entren bajo su cober-
tura. Se nos enseña a producir, a crecer, a ser grandes, a reinar, a tener auto-
ridad, a ser conocidos, pero no fuimos instruidos así por Cristo. Él nos envió
a predicar el evangelio, las buenas nuevas de salvación, en la autoridad de Su
nombre, y para gloria de Dios Padre, no nuestra. El mensaje es acerca del
Señor, porque únicamente Él tiene qué dar. El mundo necesita oír de lo que
él hace por nosotros, no se lo neguemos. El evangelio es: Cristo crucificado y
resucitado para dar vida. Debemos proclamar las buenas nuevas de salvación,
y llenar la tierra de su conocimiento, no del nuestro.
El olivo de nuestro relato estaba claro de su propósito y función. Él dijo,
en otras palabras: «La razón de mi vida es vivir para aquello que Dios me creó,
y ser de bendición de acuerdo a mi capacidad ungida, y a lo que Dios me ha
dado. Soy olivo, produzco aceite, si hago otra cosa, dejo de ser quien soy».
Con el aceite se ungía a los reyes y a los profetas, ¡qué uso más excelso! A ti
también, Dios te ha hecho un olivo para que le honres y bendigas a los hom-
bres. ¿Qué sería de la iglesia si el olivo se pusiera a reinar? ¡Faltaría su unción!
¡Qué terrible! La iglesia sin unción, sin Espíritu, porque el olivo quiso reinar,
y está concentrado en otras cosas. Tristemente, conozco lugares donde hay
carencia de aceite, porque han dejado de ser “olivos”, para seguir una agenda
que los lleve a hacerse grandes y famosos. Es lamentable buscar grandeza y
dejar de ser lo que somos de acuerdo al plan de Dios. Por eso, yo te aconsejo
mi hermano que avives el don de Dios que está en ti y no dejes de ser lo que
Dios ha hecho que tú seas. Comprométete, delante del Señor y di: «No dejaré
jamás de ser lo que soy por andar buscando grandeza y posición».
No obstante, como el olivo se negó a reinar entre los hombres, los árbo-
les decidieron acudir a otro árbol importante, la higuera, y le dijeron: “Anda
tú, reina sobre nosotros” (Jueces 9:10). Pero ésta también respondió con una
pregunta: “¿He de dejar mi dulzura y mi buen fruto, para ir a ser grande sobre
los árboles?” (v. 11). El ministerio de la higuera es dar dulzura, pues no hay
un fruto más dulce que el higo, es delicioso. Así hay ministerios de dulzura,
gente llamada, cuya unción es endulzar, dar aliento y esperanza al débil y al

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190 la honr a del ministerio

que esté pasando por diversas pruebas. Pero, ¡cuántos amargados hay en la
iglesia!, ¡cuántos hay que cuando abren sus bocas, de su bóveda palatina (la
parte interior y superior de su boca) lo que sale es bilis, pura hiel. Estos siem-
pre están recordando las cosas negativas, las malas experiencias; todo les sabe
mal, sólo ven mal tiempo, mala gente. Parece que se alimentan de ajenjo, pues
todo en ellos es amargo.
Recordemos a los dos que iban camino a Emaús hablando y discutiendo
entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido (Lucas 24:4), pero lo
hacían de un modo, que Jesús al acercársele y escuchar lo que decían tuvo que
decirles: “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y
por qué estáis tristes?” (v. 17). Ellos le respondieron: “¿Eres tú el único forastero
en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?”
(v. 18). Pero, cuántos hay que sí saben qué aconteció, y aún así viven amarga-
dos, apocados de espíritu, y necesitan del fruto de la higuera, su dulzura.
La iglesia precisa de esos hermanos que dicen: “Gustad, y ved que es bueno
Jehová; Dichoso el hombre que confía en él” (Salmos 34:8); esos hermanos que
vienen a tu vida a endulzarte con las promesas de Dios, y te dicen: «Hermano
confía en Dios y en su Palabra y nadie te podrá hacer frente, porque Él está
contigo. Él no te dejará ni te desamparará. Echa sobre Jehová tu carga, y él te
sustentará. Sé que lo que estás pasando no es fácil, pero nuestro Dios no deja
para siempre caído al justo, pues siete veces cae el justo, y vuelve a levantar-
se (Proverbios 24:16)». La iglesia requiere de gente como esa, que endulce el
ambiente, que llegue a los lugares cuando se esté murmurando o hablando cosas
impropias y diga: « ¡Ea, mis hermanos!, ¿qué conversaciones son esas? Paren eso
ahí porque no edifica» y con amor les hace memoria del mandamiento, que
con misericordia y verdad se corrige el pecado; bendiciéndoles, inspirándoles,
llenándoles de esperanza, despertándoles a la fe y a las buenas obras.
¿Sería justo que teniendo alguien un don como ese, deje de ministrarlo a
las vidas, para irse a reinar y hacerse grande? Nota que los tres árboles dijeron:
« ¿he de dejar?». Así también esa persona debiera decir: «No, yo no voy a dejar
lo mío, lo que Dios me encomendó, para hacer lo que Él no me ha mandado
a hacer. Si Dios me ha dado un ministerio de dulzura, para dulcificar la vida
de los amargados, y atenuar la aflicción de los tristes y abatidos de su pueblo,
si lo dejo, los privo de la bendición y desecho mi utilidad». De igual manera,
nosotros tenemos que vivir para hacer lo que Dios nos envió a hacer. Hace
un tiempo, mientras estaba en uno de los discipulados de la iglesia, el Señor
me hizo decir a los hermanos: «Amados, nosotros no los estamos preparando
para que ocupen una posición ministerial, aunque sabemos que hay lugares

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el llamamiento es conforme 191
al propósito suyo

que lo hacen así, pero nosotros no lo hacemos con ese fin. Ustedes están
siendo capacitados, para servir a Dios y ser idóneos para desempeñar el lugar
donde el Espíritu Santo quiera usarlos. No esperen de nosotros un nombra-
miento, sino capacitación».
El maestro dijo: “… quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que
seáis investidos de poder desde lo alto. (…) pero recibiréis poder, cuando haya
venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda
Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Lucas 24:49; Hechos 1:4,8).
Los discípulos no estuvieron en el aposento alto esperando una posición, sino
una capacitación, para, por el poder del Espíritu, ir a servir y ministrar por
medio de los dones recibidos. Sin embargo, veo que hay ambientes, según la
cultura eclesiástica, donde se predica solamente cuando llega el evangelista.
Pero el que anda en el Espíritu es un testigo las veinticuatro horas del día: si
está en la oficina del dentista, está testificando, si está en un avión a treinta
mil pies de altura, allá habla de Cristo, porque lo que más abunda es gente que
necesita oír las buenas nuevas. Cuando el Señor está en el corazón es como
un volcán en erupción, no se puede callar, y está en constante ebullición. Así
como tú recomiendas una cosa que te fue de bendición, así debes recomendar
a Cristo que te fue de salvación.
Hay quienes están esperando que la iglesia los organice para trabajar, y
los manden de dos en dos, mientras las almas se pierden. Hermano, ¡déjese
de organización y predique! No espere que lo manden, ya Cristo lo mandó,
¡vaya!, haga lo que Dios le mandó a hacer. El Señor le mandó a servir, no espe-
re que un día lo nombren y lo pongan en una posición. Tampoco la iglesia
es el único lugar de servicio para un enviado de Dios; váyase al hospital más
cercano, donde hay un montón de personas enfermas que necesitan servicio,
ancianitos que están en las casas y no tienen quién los asee, ni asista ni visite.
Existen un montón de cosas pendientes para hacer. La lista puede ser inter-
minable, pero preferimos esperar el “nombramiento”, que me “pongan”, para
salir a hacer algo. Pero sea lo que Dios le dijo que sea, bendiga a la gente con
lo que Dios le ha dado. La gente necesita su dulzura; su sonrisa puede cambiar
muchas cosas. Hay lugares con personas tan amargadas, que cuando ven a
un cristiano sonriendo, dando gozo, alegría, felicidad en Cristo, se inspiran,
se despiertan, se les abren los ojos para ver que hay una esperanza, que existe
un camino mejor.
Doy gracias a Dios de que en la narración bíblica, del libro de los Hechos
de los apóstoles, se nos habla de aquel barco donde iba Pablo y que estaba a
punto de naufragar (Hechos 27:10, 22). Y me pregunto, ¿qué hubiera sido de

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192 la honr a del ministerio

esa gente, en ese momento tan crucial, si en vez de ir con el apóstol hubie-
sen ido con alguien pesimista e incrédulo? Ellos tenían catorce días sin comer;
todos estaban temerosos y hambrientos. Pero en ese momento, Dios levanta a
su “higo” Pablo a llevarles paz, sosiego y tranquilidad. Él les dijo: “Habría sido
por cierto conveniente, oh varones, haberme oído, y no zarpar de Creta tan sólo
para recibir este perjuicio y pérdida. Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo,
pues no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave.
Porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo,
diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios
te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen
ánimo; porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho” (Hechos 27:21-
25). ¡Oh, gloria Dios! Yo quiero ir en un barco con un hombre así, y no uno que
diga: « ¿sabes lo que va a pasar? Que el tiempo empeorará y este barco no llegará
a ningún lugar. Pero es bueno que pase, porque yo les dije que no zarparan, y
ahora miren que si Dios no mete su mano, ninguno saldremos vivo».
Igualmente, ¿qué me dices de los hermanos que tienen el don de fe, otra
dulzura en la congregación? A veces hay hermanos que atraviesan grandes
pruebas y se acercan a un hermano y le dicen: «Sabes, los exámenes aquellos
que me hicieron dieron positivo… no sé qué pasará con mi vida de ahora en
adelante». Si se lo dijo a uno de los amargados puede que éste le responda: «
¡Qué pena, mi hermano! pero, ¿qué puedes hacer contra la voluntad de Dios?
Voy a estar orando por ti»; y se va pensando: «Míralo ahí, ahora está lloran-
do, pero seguramente es juicio de Dios en su vida, ¡quién sabe qué hizo!». En
cambio, aquel cuyo ministerio es higuera le diría como “higo” de Dios: «Mi
hermano ¿eso te dijeron en el hospital? Acuérdate que el médico lo analiza
todo de acuerdo al conocimiento, por lo que ha estudiado, pero el que hizo el
cuerpo te puede dar vida, no temas. El doctor te analizó anatómica y fisioló-
gicamente y te dio el diagnóstico, pero ahora espera a lo que dice Dios, el que
te creó. Mientras tengas una obra que hacer para Dios eres inmortal. Tú eres
importante para el Señor, ten paz. Ven oremos juntos al que te puede salvar».
¡Ay, qué higo dulce, qué palabras hermano, qué ungüento para esa herida! ¿Es
justo que alguien deje de endulzar para reinar? No, mi hermano, mi hermana,
deja el Reino a Jesús; que reine Él, y tú vete a servir.
Recuerdo una vez, apenas comenzando mi ministerio pastoral, se me
acercó una hermana de la iglesia, madre de dos niños, con una terrible crisis.
Ella me dijo: «Pastor, mi esposo está sirviendo en el ejército de los Estados
Unidos en Alemania, pero tenemos una grave situación entre nosotros y he
decidido divorciarme». La hermana me compartió el problema y mientras

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al propósito suyo

hablaba, yo oraba a Dios sobre cuál era su voluntad en este asunto, pues la
mujer estaba férrea en su decisión de separarse. Entonces, el Señor me dio
sabiduría y me hizo un higo dulce, ante un problema tan amargo y que pare-
cía sin solución. En aquel momento, pude darle a la hermana la palabra que
Dios me dio, y ella, entre sollozos, se persuadió de no divorciarse. Luego, al
ella enviarle un mensaje al esposo diciéndole que no se divorciarían, parece
que él pidió un permiso para ver a su familia, y cuando vino, ese hombre
andaba buscando quién fue la persona que convenció a su esposa de que no se
divorciase de él. El soldado vino buscándome a la iglesia, y acercándose, con
una amplia sonrisa, me dijo: «Pastor, gracias. Gracias a Dios y a usted mi
esposa no se divorciará de mí». Así que ellos se juntaron de nuevo, y ahí están
en un hogar feliz y sus hijos más felices todavía. Pasado el tiempo, un día,
mientras meditaba en las cosas del Señor, me conmoví en mí espíritu, recor-
dando aquel caso y pensando que si mi vida sirvió para devolverle la felicidad
a un hogar que estaba ya perdido, ha valido la pena servir a Jehová. Yo le dije:
«Padre, gracias por hacerme tu ministro. Soy útil; di felicidad perpetua a un
hogar que estaba roto». Por eso digo: ¿He de
dejar esto para hacerme grande? No, no
quiero ni puedo dejar mi vocación. La feli- “Nuestro
cidad de un ministro es dar dulzura, hon-
rando a Dios y bendiciendo a los hombres.
llamado no es
Volviendo a nuestra parábola, vemos que reinar, sino
los árboles, ante la negativa de la higuera acu- servir”
dieron entonces a la vid, y le dijeron: “Pues ven
tú, reina sobre nosotros”, pero ella les respondió:
“¿He de dejar mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre
los árboles?” (Jueces 9: 12,13). La vid produce uvas de donde hacen el vino. En la
Biblia el vino es un tipo de gozo y el salmista dijo que el vino alegra el corazón
del hombre (Salmos 104:15). La Palabra registra que cuando no había uvas, en los
lagares había tristeza; pero cuando había el fruto de la vid, había gozo. También el
vino es un tipo de pacto. Vemos que Jesús levantó la copa y dijo: “Esto es mi sangre
del nuevo pacto, que por muchos es derramada” (Marcos 14:24). En la iglesia está
el gozo del Espíritu Santo, y hay hermanos cuyo don es como la vid, producen
mosto de alegría y dan gozo. Ellos llegan y con sus alabanzas alegran el ambiente,
hacen reír hasta a los moribundos, transmiten alegría y gozo. Si esa gente deja de
ser lo que es para hacerse grande ¡ay de la iglesia!, pues precisa de esa unción.
Cada don, cada capacidad ungida que Dios da a los santos, provoca algo;
produce honra, dulzura, gozo, unción que fortalece el espíritu de los que los

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rodean. Podemos hablar de otros árboles también, pero el mensaje es el mis-


mo. Mi hermano, nuestro llamado no es reinar, sino servir. Como
una confirmación del uno al otro, los tres árboles más importantes dijeron:
« ¿he de dejar?», lo que significa que tenían algo, que habían recibido algo y
podían dar. Ellos prefirieron servir antes que reinar. Pero, a cuántos les apela
más ser grandes que servir, ocupar una posición y estar en autoridad sobre los
demás que ser usado por Dios, en humildad y sencillez.
La palabra “dejar” implica que si decido reinar y ser grande, entonces
debo renunciar a mi oficio o propósito. Por lo cual, aprendo que no se
puede aspirar a ser grande y reinar, sin
poner en riesgo lo que fuimos llamados a
“La grandeza en hacer que es honrar a Dios y dar el fruto
el cielo no es una que bendice a los hombres. Cuando tú
dejas de ser lo que eres, de dar lo que reci-
posición, sino biste de Dios, para ser grande entre los
una aprobación” hombres, estás poniendo en riesgo el pro-
pósito divino en tu vida. Incluso, en el
reino de los cielos el que quiera hacerse
grande entre nosotros será nuestro servidor, y el que quiera ser el primero
será nuestro siervo, dijo el Señor (Mateo 20:26-27). Entiendo, entonces,
que el que sirve es el grande. La grandeza en el cielo no es una posi-
ción, sino una aprobación: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido
fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21). El
gozo del Señor es el servicio a Dios. Miremos a Jesús “el cual por el gozo
puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la
diestra del trono de Dios” (Hebreo 12:2).
Volviendo a nuestra parábola, indudablemente que los árboles tenían
tremendo problema. Ellos querían rey, pero los tres árboles principales, que
tenían mucho que dar, no quisieron reinar. Por lo cual, no les quedó otra
opción que ir a la zarza y decirle: “Anda tú, reina sobre nosotros” (Jueces 9:14).
Me imagino lo contenta que se puso ella, pues seguramente pensó: « ¡Al fin
se han dado cuenta quien soy! ¡Todos lo árboles por unanimidad me han ele-
gido, me quieren como rey!». Así que en seguida ella respondió: “Si en verdad
me elegís por rey sobre vosotros, venid, abrigaos bajo de mi sombra; y si no, salga
fuego de la zarza y devore a los cedros del Líbano” (v. 15). ¿Has visto alguna vez
una zarza? Es un arbusto pequeño y espinoso, cuyas ramas son como aguijo-
nes. Prácticamente es una maleza del desierto, que absorbe el agua y daña el
terreno y le quita el lugar a otros árboles que sí son productivos.

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al propósito suyo

En el libro de Isaías dice: “Porque con alegría saldréis, y con paz seréis
vueltos; los montes y los collados levantarán canción delante de vosotros, y todos
los árboles del campo darán palmadas de aplauso. En lugar de la zarza crecerá
ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán; y será a Jehová por nombre, por
señal eterna que nunca será raída” (Isaías 55:12-13). Es decir, cuando Dios
anuncia el tiempo de prosperidad, de bendición para su pueblo, dice que en
el lugar de la zarza crecerá ciprés. ¡Qué buena noticia, que en el lugar de un
arbusto tan feo y seco, crecerá un árbol hermoso y productivo! El ciprés es un
árbol de 15 a 20 metros de altura, que aunque por fruto da gálbulas o conos,
su madera es duradera. Además, a diferencia de la zarza, el ciprés sí puede
abrigar y dar sombra. ¡Oh, qué bendición! Jesús dijo: “Porque cada árbol se
conoce por su fruto; pues no se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se
vendimian uvas” (Lucas 6: 44). Si cada árbol se conoce por su fruto, la zarza se
conoce porque, prácticamente, no tiene ninguno. La vendimia es la cosecha
y recolección de las uvas, pero también podemos aplicarla como el provecho
o fruto abundante que se saca de alguna cosa, y la zarza no tiene mucho de
aprovechamiento en ella; solo espinas.
Me llama la atención que los tres árboles que tenían qué dar, dijeron: « ¿he
de dejar?» y en cambio la zarza, que no tenía nada, quería reinar (Jueces 9:15).
La zarza no tenía algo con que agradar a Dios y bendecir a los hombres, y ahí
se mide su espíritu. El que tiene mucha unción dice: «Yo no voy a renunciar a
mi unción para ser grande. A mí no me apela la grandeza, a mí me apela vivir
el propósito de mi llamamiento». ¿No fue eso lo que dijeron los tres primeros
árboles? Sin embargo, la zarza y los que son como ella, reinar es precisamente lo
que andan buscando. Mas, ¿sabes lo que me dice el Espíritu Santo? Que en la
zarza se revela un espíritu que hay en la iglesia, el cual no tiene nada que dar y sin
embargo quiere reinar. Ese mismo espíritu, también se encuentra en el hombre,
un espíritu de grandeza, de posición, que procura enseñorearse de los demás.
Por causa de la ambición de reinar y enseñorearse de los demás se pierde el
interés en ser lo que Dios nos mandó a ser, manifestándose otro espíritu que
no es el de Cristo. Jesús estaba reinando en el cielo y dejó de reinar para venir
a servir al Padre (Filipenses 2:6-7). Él dijo: “En el rollo del libro está escrito de
mí; El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de
mi corazón” (Salmos 40:7-8). El Señor dejó de ser rey, para servir, y lo hizo
de forma tan excelente que Dios le devolvió la corona. El que se despojó fue
revestido, el que se humilló hasta lo más bajo, fue levantado hasta lo sumo.
Nota que la primera palabra que la zarza dijo fue “venid” (Jueces 9:15),
o sea, dio una orden, un llamado imperativo. Pero ¿que vengan a dónde? A

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abrigarse bajo su sombra, ¡qué arrogancia, qué cinismo! En otras palabras: «Si
en verdad ustedes me quieren como rey, sométanse a mí, y mi primera orden es
venir y ponerse debajo mío». Cuidado con el espíritu de la zarza, porque no es
según el Espíritu de Cristo, pues Él no se hizo rey para hacernos vasallos, sino
para que reinemos con Él (Apocalipsis 20:6). Ese espíritu de la zarza lo conocí
en la religión, en aquellos que dicen: «Si me eligieron a mí, sométanse a mí; yo
soy el que estoy aquí en autoridad y a mí hay que obedecerme.. ¡Eh, a ti! ¿qué
miras, qué buscas? ¡Sal de ahí! Esa es mi oficina y mi función, eso lo hago yo.
No toques ni te metas en lo que hago». ¡Qué espíritu! Todavía no la habían ele-
gido bien, sólo era una propuesta y ya la zarza estaba dando órdenes. Solamente
hay uno que dijo venid, y fue el rey Jesús, y nota el espíritu de sus palabras:

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os


haré descansar. (…) Dejad a los niños venir a mí, y no se lo
impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos. (...) Yo soy el
pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que
en mí cree, no tendrá sed jamás. (...) Todo lo que el Padre me da,
vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. (...) Si alguno
tiene sed, venga a mí y beba. (...) Y si me fuere y os preparare
lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde
yo estoy, vosotros también estéis”
(Mateo 11:28; 19:14; Juan 6:35, 37; 7:37; 14:3).

Jesús tiene mucho que ofrecer, por eso puede llamar y decir: « ¡Vengan
a mí, síganme! Yo los haré descansar; les doy mi reino; les doy de comer;
les sacio su sed; les doy paz, salvación y los llevo al Padre». La zarza ofrecía
abrigo y sombra, pero no tenía ninguna de las dos cosas. Imagínate que vas
caminando bajo un sol abrasador y vayas a cobijarte debajo de una zarza,
¡qué sombra te va dar si sus hojas son arqueadas y divididas, y para colmo
hincan! Creo que más que recibir un alivio, saldrías bien lastimado. De
hecho, en la Biblia la palabra zarza tiene el mismo significado que espinos
y abrojos, y me pregunto, ¿cómo podría ofrecer cobertura un arbusto tan
pequeñito y sarmentoso? Y pensar que eso es lo que está pasando en la
actualidad, gente con “apostolados” que quieren dar cobertura sin tenerla.
Por eso, Dios está restaurando el ministerio apostólico. Todos quieren ser
apóstoles, pero sin pagar el precio del apostolado, ni llevar las señales que
Pablo describió:

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al propósito suyo

“… en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos,


en ayunos; (...) por honra y por deshonra, por mala fama y por
buena fama; como engañadores, pero veraces; como desconocidos,
pero bien conocidos; como moribundos, mas he aquí vivimos;
como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siem-
pre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no
teniendo nada, mas poseyéndolo todo. (...) De aquí en adelan-
te nadie me cause molestias; porque yo traigo en mi cuerpo las
marcas del Señor Jesús. (...) en el cual sufro penalidades, hasta
prisiones a modo de malhechor; (…) Por tanto, todo lo soporto
por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la
salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna”
(2 Corintios 6:5,8-10; Gálatas 6:17; 2 Timoteo 2:9,10).

Los falsos apóstoles dicen como la zarza: «Métete bajo mi cobertura, cobí-
jate bajo mi autoridad; seamos socios». Ellos andan buscando iglesias para
meterlas debajo de su sombrilla ministerial y dicen a los pastores: «Si tú quie-
res ser parte de esto, envíame los diezmos de tu iglesia y te pongo bajo mi
cobertura ministerial». ¡Santo Dios! Una zarza tirando manto. Pablo les llamó:
“ falsos apóstoles, obreros fraudulentos” (2 Corintios 11:13-14), y yo les llamo “el
manto de Drácula”, pues así como ese personaje siniestro, estos hombres te
envuelven con su manto y después ¡yack! te dan el mordisco. La zarza tiene
espinas y Drácula tiene tremendos colmillos para succionar sangre.
Es notable que tanto el olivo, la higuera, como la vid te bendigan, pero la
zarza te lastima. Abre tus ojos y tus oídos, porque aquí hay una muy grande
enseñanza. Cuando una persona está llena de orgullo, arrogancia y autosufi-
ciencia, cree que puede dar algo, pero no tiene nada, porque el orgullo la inca-
pacita para ver su deficiencia. El amor edifica, pero el orgullo infla, destruye
y estorba. A Jesús le decían “maestro bueno”, pero él respondía: “¿Por qué me
llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo Dios” (Lucas 18:19). Y cuando
entró en Jerusalén que lo aclamaron diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo
21:9), lo hizo cabalgando en un pollino, como se había profetizado: “Alégrate
mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a
ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de
asna” (Zacarías 9:9). ¡El rey en un pollino de asna y prestado (Mateo 21:2)!, y
sus “siervos” ahora andan en aviones y jet privados; eso suena raro. Salomón
dijo: “Hay un mal que he visto debajo del sol (…) Vi siervos a caballo, y príncipes

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que andaban como siervos sobre la tierra” (Eclesiastés 10:5, 7). Así, Jesús el
grande, el que cabalga sobre los querubines, y vuela sobre las alas del viento,
el que ha puesto las nubes por su carroza y que ha hecho en el mar su camino
y sendas en las muchas aguas, cabalgó en un burrito prestado, porque aunque
era rey, su objetivo era servir, no reinar (Salmos 18:10; 104:3; 77:19).
La zarza también quería reinar a la fuerza. Ella dijo: “… y si no, salga fuego
de la zarza y devore a los cedros del Líbano” (Jueces 9:15). En otras palabras: «Si
no me ponen de rey, aquí se acabará el reinado; reino yo o nadie». Increíble,
cómo hablaba la zarcita, siendo tan pequeñita. Apenas le estaban ofreciendo
reinar y ya estaba mandando y amenazando. La zarza y la lengua tienen
muchas cosas en común: primero, se jactan de grandes cosas; y segundo,
las dos encienden tremendos fuegos (Santiago 3:5). Ellas tienen el espíritu
de fuego que destruye y que condena, como dice la Palabra: “… la lengua es
un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros,
y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es
inflamada por el infierno” (Santiago 3:6).
Lo peor es que con ese espíritu se logran muchas cosas hoy en día. Supe
que un pastor le dijo a alguien: «Uso mi autoridad apostólica para decirte
que si te vas de esta iglesia, ¡pierdes el Espíritu Santo, y hago que ni en len-
guas hables!». ¡Santo, Jehová! Este hombre se ufanaba de tener poder para
quitar no solo los dones -que son irrevocables (Romanos 11:29)-, sino hasta
el Espíritu Santo con el cual Dios nos selló (2 Corintios 1:21-22). Y pensar
que todas esas amenazas eran para que no se vaya y siga debajo de su cober-
tura, pues cuando no pueden retener a la gente con promesas, lo hacen con
amenazas y condenación.
Los tres primeros árboles tenían que dar y querían vivir dando fruto de lo
que recibieron del Señor. El apóstol Pablo escribió: “Porque yo recibí del Señor
lo que también os he enseñado...” (1 Corintios 11:23); y Pedro dijo: “Cada uno
según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores
de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4:10). Por tanto, si tenemos algo que
dar, porque Dios nos ha dado, no lo retengamos, pero si no tenemos para dar,
no caigamos en la arrogancia y petulancia de la zarza, ofreciendo lo que no
tenemos. Seamos lo que somos y demos lo que hemos recibido, en la humil-
dad del Señor Jesucristo. La única verdad que dijo la zarza fue al final, cuando
amenazó darle lo que podía: fuego, y no del Espíritu, sino con el único que
tenía, fuego destructor.
Está claro que el mensaje de Jotam a los habitantes de Siquem a través de
esta fábula fue que Abimelec, a quien ellos habían elegido rey, era como una

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al propósito suyo

zarza, pues no les podía ofrecer ninguna seguridad, por el contrario, sería cau-
sa de destrucción e instrumento de muerte para ellos. Estas palabras fueron
proféticas, pues Dios para vengar la sangre de la casa de Jerobaal (Gedeón)
que había derramado Abimelec, envió un espíritu de hostilidad entre éste y
los de Siquem (Jueces 9:22-24), y tal como él enseñó en la alegoría, Abimelec
prendió fuego a Siquem. Veamos la narración bíblica:

“Y fue dado aviso a Abimelec, de que estaban reunidos todos los


hombres de la torre de Siquem. Entonces subió Abimelec al monte
de Salmón, él y toda la gente que con él estaba; y tomó Abimelec un
hacha en su mano, y cortó una rama de los árboles, y levantándola
se la puso sobre sus hombros, diciendo al pueblo que estaba con él:
Lo que me habéis visto hacer, apresuraos a hacerlo como yo. Y todo
el pueblo cortó también cada uno su rama, y siguieron a Abimelec,
y las pusieron junto a la fortaleza, y prendieron fuego con ellas a la
fortaleza, de modo que todos los de la torre de Siquem murieron,
como unos mil hombres y mujeres”
(Jueces 9:47-49).

Es notable lo que dice el verso 23 de este capítulo: “Y tuvo Gedeón setenta


hijos que constituyeron su descendencia, porque tuvo muchas mujeres. También
su concubina que estaba en Siquem le dio un hijo, y le puso por nombre Abimelec”
(jueces 8:30-31). La aplicación espiritual es que el espíritu de la zarza que ha
entrado en la iglesia, y que está dañando el propósito de Dios en el ministerio
apostólico, nace de la misma manera que Abimelec, o sea, de una relación
ilícita entre el verdadero ministerio apostólico y el falso. Es el resultado de
una alianza parecida a la que hubo entre la casa de Josafat y la casa de Acab
y Jezabel (2 Crónicas 18:3). Este espíritu viaja por el mundo, tirando mantos,
ordenando al apostolado a personas no aprobadas por la iglesia; asimismo
ha usurpado la autoridad apostólica y no la usa para edificación, sino para
que todos se cobijen bajo la “sombra” de su cobertura ilegítima. El espíritu
de la zarza está encendiendo “los bosques” y trayendo consigo destrucción y
confusión a la iglesia. El Señor revela que en este espíritu se esconde avaricia,
orgullo y rebelión. El Espíritu Santo lo desenmascara y nos hace conocer que
su maligna intención, a parte de traer confusión es, que la iglesia (afectada
por sus vicios y excesos), deje de creer en el verdadero ministerio apostólico,
el cual el Señor está restaurando en estos días. Veamos cómo termina esta
historia y cuál el fin de Abimelec:

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200 la honr a del ministerio

“Después Abimelec se fue a Tebes, y puso sitio a Tebes, y la tomó.


En medio de aquella ciudad había una torre fortificada, a la cual
se retiraron todos los hombres y las mujeres, y todos los señores de la
ciudad; y cerrando tras sí las puertas, se subieron al techo de la
torre. Y vino Abimelec a la torre, y combatiéndola, llegó hasta la
puerta de la torre para prenderle fuego. Mas una mujer dejó caer
un pedazo de una rueda de molino sobre la cabeza de Abimelec, y
le rompió el cráneo. Entonces llamó apresuradamente a su escude-
ro, y le dijo: Saca tu espada y mátame, para que no se diga de mí:
Una mujer lo mató. Y su escudero le atravesó, y murió. Y cuando
los israelitas vieron muerto a Abimelec, se fueron cada uno a su
casa. Así pagó Dios a Abimelec el mal que hizo contra su padre,
matando a sus setenta hermanos. Y todo el mal de los hombres de
Siquem lo hizo Dios volver sobre sus cabezas, y vino sobre ellos la
maldición de Jotam hijo de Jerobaal”
(jueces 9:50-57).

Esta mujer que Jehová usó para acabar con la vida del fratricida Abimelec
es un tipo de la iglesia valiente y osada que el Señor está usando para detener
y destruir ese espíritu, que tanto daño está causando al ministerio de Dios.
La iglesia es el medio que el Señor ha elegido para destruir el pernicioso espí-
ritu de Abimelec (zarza). Añade más luz a nuestra enseñanza el hecho de que
el instrumento que aquella mujer usó para matar a Abimelec fue un pedazo
de rueda de molino. El Señor dijo: “Y cual-
quiera que haga tropezar a alguno de estos
“La zarza y la pequeños que creen en mí, mejor le fuera que
se le colgase al cuello una piedra de molino de
lengua tienen asno, y que se le hundiese en lo profundo del
muchas cosas en mar” (Mateo 18:6). Hacer tropezar es igual
común: primero, a hacer caer, inducir a pecar, tentar, seducir,
se jactan de etc., y esto es lo que este espíritu está rea-
lizando en la iglesia. Dios ha determinado
grandes cosas;
que sea con una piedra o rueda de molino
y segundo, las que se le rompa el cráneo y se haga morir al
dos encienden espíritu que dijo: “salga fuego de la zarza y
tremendos devore a los cedros del Líbano” (Jueces 9:15).
fuegos” Los cedros del Líbano son tipos de los jus-
tos (Salmos 92:12). Así que la guerra de este

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el llamamiento es conforme 201
al propósito suyo

principado es contra los santos de Dios. Por esa razón, el Señor usará a la igle-
sia (la mujer) para romper la cabeza de este adversario del propósito divino.
Hay otro asunto muy curioso de la zarza que nos muestran las Escrituras.
¿Sabías que Moisés no era el hombre más manso de la tierra, sino que llegó a
serlo? Cuando Moisés vio a sus hermanos en sus duras tareas, y observó a un
egipcio que golpeaba a uno de ellos, dice la Palabra que miró a todas partes, y
creyéndose que nadie lo veía, mató al egipcio y lo escondió en la arena (Éxodo
2:11-12). Aquí yo veo una reacción violenta ante una injusticia. Moisés no era
un hombre manso, pero ¿sabes cómo Dios logró que lo fuese? Lo mandó a pas-
torear ovejas por cuarenta años, y en ese trabajo cualquiera se vuelve manso. Las
ovejas son los animales más torpes de que yo
tengo referencia, pues nota que todos los ani-
males corren cuando ven a un depredador, “Cuando
pero las ovejas dicen ‘bee, bee’ como dicien- Dios se quiso
do: «Veen, veen, comemeeeé, comemeeeé», y
no saben qué hacer. Así que cualquiera apren- hacer nada, se
de paciencia pastoreando ovejas. manifestó en una
Cuando Jehová llamó a Moisés para zarza, pues para
enviarlo a liberar a su pueblo de las manos lo único que
del Faraón, le dijo: “¿Quién soy yo para que
sirve la zarza es
vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de
Israel?” (Éxodo 3:11). Jehová insistió, pero él para representar
le contestó: “¡Ay, Señor! nunca he sido hom- la nulidad”
bre de fácil palabra, ni antes, ni desde que
tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el
habla y torpe de lengua” (Éxodo 4:10). No obstante, Jehová todavía le habló de
todo lo que iba a hacer, y él volvió e insistió: “¡Ay, Señor! envía, te ruego, por
medio del que debes enviar” (Éxodo 4:13). Entonces Jehová se enojó y le dijo:
“¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él habla bien? Y he aquí que
él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su corazón. Tú hablarás a él, y pon-
drás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo
que hayáis de hacer” (vv. 14-15). Bien humilde estaba Moisés y con una estima
bien baja, como la de una oveja, la cual tuvo Dios tuvo que levantar prácti-
camente a gritos. Pero, ¿sabes cuando, realmente, Dios le enseñó a Moisés
humildad? El día en que Jehová se le apareció en una zarza.
Cuando Dios se quiso hacer nada, se manifestó en una zarza, pues para
lo único que sirve la zarza es para representar la nulidad. El único que le dio
importancia a la zarza fue Dios, porque a la zarza todo el mundo le prendía

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fuego, pero Jehová le dio el fuego divino que quema, pero no consume (Éxo-
do 3:2). Hay esperanza para “las zarzas”; pues aunque no dan fruto, Dios le
puede dar fuego para que alumbren. Tanto fue la importancia que Dios le
dio a la zarza en ese momento, que cuando Moisés bendijo las doce tribus
de Israel, y le iba a dar la bendición a José, dijo: “Con el fruto más fino de los
montes antiguos, Con la abundancia de los collados eternos, Y con las mejores
dádivas de la tierra y su plenitud; Y la gracia del que habitó en la zarza Venga
sobre la cabeza de José, Y sobre la frente de aquel que es príncipe entre sus her-
manos” (Deuteronomio 33:15-16). Nota que Moisés habló de frutos y dádivas
de la tierra, pero cuando mencionó a la zarza no pudo hablar nada de lo que
ella diera, sino de la gracia del que habitó en ella. En otras palabras, el Señor
manifestó la gracia cuando se apareció en una llama de fuego en medio de la
zarza. Eso nos habla de la humillación de Jesús, pues gracia fue lo que en su
Hijo, Dios nos manifestó.
El Creador del cielo y de la tierra, habitó en una zarza. Qué tal si la
zarza, de la parábola de Jotám, hubiera dicho a los árboles: « ¿Ustedes me
están pidiendo a mí que reine? ¿Pero qué tengo yo que ofrecer? ¿qué tengo
para dar? No tengo fruto, no tengo abrigo, no tengo sombra, soy una male-
za del desierto ¿Cómo voy a reinar? Si yo para lo único que sirvo es para
que me quemen. Lo único bueno que ha pasado en la historia de nosotras
las zarzas fue que un día el Santo de Israel, cuando quiso hacerse nada y
decirle a Moisés: “Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y
humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar
el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15), se manifestó en una zarza. Yo
no soy como el olivo que puede dar honra con su aceite, ni soy como el higo
que puede dar dulzura, tampoco soy como la vid que puede dar alegría con
el mosto, no sirvo para nada. Ahora, una cosa sí puedo hacer: servirle a mi
Dios, para que la gracia del Señor se manifieste, y habite en mí el fuego
que nunca consume». Entiendo, entonces, que la historia de la zarza hubiera
sido totalmente diferente.

3.2  La Gloria del Llamamiento


“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en
un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en
gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”
-2 Corintios 3:18

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el llamamiento es conforme 203
al propósito suyo

La gloria de Dios está manifestada en todo lo que Él es y hace. Mas, la


sublimidad de esa gloria y la manifestación de la misma es algo que no todo
el mundo puede ver. El profeta Ezequiel tuvo esa bienaventuranza de ver en
visiones cosas muy extrañas, asuntos que sólo son entendibles en el Espíritu,
por aquellos que Dios les abre el entendimiento para que puedan comprender
esos misterios. Si lees el primer capítulo del libro de Ezequiel, en sus primeros
versículos, encontrarás que el profeta vio cuatro seres vivientes semejantes a
hombres, pero con un aspecto muy extraño, que cuando corrían eran como
relámpagos (Ezequiel 1:5-13). También vio ruedas dentro de ruedas con ojos
que se movían y se levantaban junto a los seres vivientes, porque el espíritu
de los seres vivientes estaba en las ruedas (v. 20). Eran visiones muy extrañas,
pero eran revelaciones de la semejanza de la gloria del Señor y Ezequiel la
describió de esta manera:

“Como parece el arco iris que está en las nubes el día que llueve,
así era el parecer del resplandor alrededor. Ésta fue la visión de
la semejanza de la gloria de Jehová. Y cuando yo la vi, me postré
sobre mi rostro, y oí la voz de uno que hablaba”
(Ezequiel 1:28)

A mí, particularmente, me gusta la expresión “la semejanza de la glo-


ria”, porque todo lo que Dios le puede mostrar al hombre, y aquello que el
hombre sea capaz de ver, acerca de la gloria de Dios, es una semejanza. Todas
las cosas que nosotros vemos en la Biblia que ilustran la gloria, o que Dios usa
para dar a conocer su gloria, son simplemente una semejanza, porque ¿quién
en realidad ha visto la verdadera gloria, o sea, la plenitud de Su gloria? Natu-
ralmente, sabemos que Jesucristo es el resplandor de su gloria, pero me refiero
más bien a la gloria manifestada en una visión.
Por tanto, todo lo que se muestra en la Palabra sobre la gloria de Dios
es una semejanza. Por ejemplo, cuando Israel estuvo en el monte Sinaí, para
encontrarse con Jehová, que descendió en aquel monte, las Escrituras descri-
ben aquel momento glorioso, como una majestad terrible, donde hubo true-
nos y relámpagos, y dicen que una espesa nube cubrió el monte, y el sonido de
bocina era tan fuerte que estremeció todo el lugar. El monte Sinaí humeaba
porque Jehová había descendido sobre él en fuego, y el humo subía como
el humo de un horno, y todo el monte se estremecía, así como el sonido de
la bocina iba aumentando en extremo, mientras Moisés hablaba a Jehová y
Dios le respondía con voz tronante (Éxodo 19:16-20). Por eso el cántico: “A

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204 la honr a del ministerio

la presencia de Jehová tiembla la tierra…” (Salmos 114:7), pues fue algo tan
extremadamente impactante que el pueblo no pudo resistirlo. Israel temblaba,
y hasta en el libro a los Hebreos se registra que era tan terrible lo que se veía,
que Moisés dijo: “Estoy espantado y temblando” (Hebreos 12:21).
Era un momento de gloria, donde el pueblo vería cara a cara a su Dios
Inmortal e Invisible. Mas, no pudieron salirle al encuentro y le dijeron a Moi-
sés: “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros,
para que no muramos” (Éxodo 20:19). Y esa era simplemente una apariencia,
una semejanza, pues la Biblia dice que los cielos de los cielos no lo pueden
contener (1 Reyes 8:27). La zarza fue otro
lugar en que se mostró la gloria de Dios,
pero también fue una semejanza (Éxodo
“Cuando Dios 3:1-5). Toda visión de la gloria es una seme-
se manifiesta, janza de la gloria, pero la realidad de la glo-
ria sabemos que es Jesucristo. Él no es una
no solamente semejanza, pues podemos decir que la gloria
revela su gloria, descendió en semejanza de Hombre, y aun-
sino también lo que Jesucristo era cien por ciento Dios, lo
que el hombre es” vimos en carne. Solamente aquellos tres que
lo vieron en la transfiguración lo vieron glo-
rificado, y todavía eso fue una limitación
(Mateo 17:2).
La gloria, gloria, esa verdadera gloria, ningún hombre la puede ver. Esa
fue la razón por la cual, el Señor se negó a mostrar su rostro a Moisés, pues
no hay hombre que vea su rostro y continúe viviendo (Éxodo 33:20). Por
tanto, las visiones de su gloria son una semejanza nada más. Sin embargo,
todos aquellos que han visto esa semejanza han sido cambiados, jamás fueron
los mismos después de ese día, porque la gloria de Dios transforma. Eso es lo
incomprensible del misterio de la iniquidad, que alguien que siempre veía la
gloria y que estaba lleno de la gloria, perdió la gloria, y en vez de ser cambiado
de gloria en gloria, lo que hizo fue que descendió y tuvo que ser arrojado de
su presencia, por rebelarse contra el Señor (Ezequiel 28:15-19).
Ahora, hay algo que a mí me llama la atención, después que el Señor le
mostró a Ezequiel esa visión. Vemos que el profeta se postró para oír la voz
de uno que le hablaba (v. 28), pero es interesante que la voz lo primero que le
dijo fue: “Hijo de hombre” (Ezequiel 2:1), y estoy seguro que el profeta pudo
entender la intención del que le hablaba. Con esa expresión daba a entender:
«Hombre, te habla el Altísimo, el Todopoderoso, el Grande, el Admirable. Y

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el llamamiento es conforme 205
al propósito suyo

aunque tú estás viendo mi gloria, yo quiero decirte que tú eres un Hijo de


hombre». Porque cuando Dios revela su gloria, nos hace ver lo que somos, ya
sea con la Palabra o con el sentir que produce en nosotros al ver lo pequeñí-
simo que somos. Cuando Dios se manifiesta, no solamente revela
su gloria, sino también lo que el hombre es. Únicamente a través del
espejo de la gloria de Dios se ve lo que es el hombre. Por eso, inmediatamente
el hombre ve la gloria, se postra, porque es un hijo de hombre. A Isaías cuan-
do Dios le mostró la gloria, escribió:

“… vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus


faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada
uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían
sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo:
Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está lle-
na de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con
la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije:
¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de
labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmun-
dos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”
(Isaías 6:1-5).

Nota la expresión del profeta cuando le fue revelada la visión de la gloria


que en su sentir de indignidad, creyó que ya estaba muerto. Él se sentía tan
inmundo, tan poca cosa delante del Rey, Jehová de los ejércitos, que su men-
te no concebía que pudiera estar vivo. El apóstol Pedro, cuando el Señor hizo
la pesca milagrosa y vio que Jesús era más
que un hombre, pues contempló la gloria
de Su poder, cayó de rodillas ante sus pies,
diciendo: “Apártate de mí, Señor, porque soy
“La humildad es
hombre pecador” (Lucas 5:8). Al ver la glo- la señal que te
ria de Dios en Jesucristo, Pedro se sintió muestra si esa
indigno y reconoció que era un pecador. persona ha visto
Cuando un hombre en realidad, no en apa- verdaderamente
riencia, tiene un encuentro con la gloria, le
pasa lo mismo que a estos hombres: ve su la gloria, y
indignidad, se siente sucio, y descubre su cuánto ha
pequeñez, reconociendo lo que es: simple- asimilado de ella”
mente un hijo de hombre.

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206 la honr a del ministerio

Cuando Daniel tuvo aquella visión en el río Hidekel, los que le acompa-
ñaron no la vieron, pero se apoderó de ellos un gran temor y huyendo despa-
voridos, se escondieron (Daniel 10:7). Daniel se quedó solo, mudo y sin
fuerza, sintiendo que desfallecía (vv. 8-11). El ángel tuvo que tocarlo para
devolverle la fuerza y el habla (vv. 16-18). La
gloria de Dios debilita y eso nos confirma
“La gloria de que el hombre es nada frente a la majestad
Dios no te de Dios. Y qué decir de Juan, quien escribió
en el libro de la gran revelación: “Cuando le
aplasta, para
vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su
dejarte en el diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo
polvo, sino que te soy el primero y el último” (Apocalipsis 1:17).
humilla para que A veces decimos: «Señor, muéstrame tu glo-
dejes de ser lo ria», y me pregunto: ¿sabemos lo que esta-
mos pidiendo? El Señor dice: « ¿quieres
que eres y desees saber quién eres?» Todo aquel que pida la
ser lo que es Dios” gloria tiene que estar dispuesto a cuando
vea la gloria, también verse a sí mismo y
saber en realidad quién es él.
Por tanto, todos los que han visto “la semejanza de la gloria de Dios”
caen como muertos, pero también algo físicamente les afecta. En el caso del
sacerdote Zacarías, temporalmente se quedó mudo, cuando dudó de la visión
y el propósito con el hijo que había de tener (Lucas 1:18-20). A Moisés la voz
desde la zarza le advirtió: “No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque
el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5), por lo que podemos decir
que la gloria le mostró cómo eran sus pies, tipo de humanidad y corrupción,
ante la perfección y santidad de Dios. A Isaías, por su parte, le mostró lo que
eran sus labios, inmundos (Isaías 6:5). Vemos a Josué, que al ver la visión se
postró y adoró, pero tuvo que despojarse, quitar el calzado de sus pies (Josué
5:15). A Saulo de Tarso la visión lo dejó ciego, le afectó los ojos (Hechos 9:8).
Por lo cual, podemos decir que la visión de la gloria afecta el cuerpo, por eso
cuando la gloria se manifiesta afecta la iglesia.
Cuando alguien habla de sí mismo con jactancia, o está tan admirado de
sí que no se calla de decir lo que ha logrado, puedes estar seguro que ese no ha
pasado ni siquiera a diez millas de distancia de donde estuvo la gloria de Dios.
Todas las personas que viven en la presencia se sienten más pecadores que los
demás, más pobres y limitados. Esos reconocen la gracia de Dios en sus her-
manos, y constantemente le dicen al Señor: « ¡Ay mi Dios! Mira mi limitación,

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el llamamiento es conforme 207
al propósito suyo

mira mi pobreza, yo no sé qué pasa, no me siento digno, no me siento suficien-


te». La humildad es la señal que te muestra si esa persona ha visto
verdaderamente la gloria, y cuánto ha asimilado de ella.
Ahora, cabe destacar que hay quienes siempre se sienten miserables y
pobres, pero no es porque han visto la gloria, sino porque tienen problemas
emocionales y una autoestima muy baja. Distingamos una cosa de la otra.
La Biblia dice que hay dos tristezas, una emocional que te lleva a sentirte
inferior a los demás, que viene de la carne, y otra que es según Dios, la
cual te lleva a arrepentimiento, porque te hace ver que eres pobre, desnu-
do, desvalido, miserable, pero no te sume en depresión ni en culpabilidad.
La tristeza según Dios, te lleva a una búsqueda de Su presencia y a una
actitud correcta, la cual es deberle todo a la gracia del Señor Jesucristo (2
Corintios 7:10). Puedo imaginarme cómo el Señor se siente -conociendo
los corazones- al oír ciertas oraciones nuestras: « ¡Señor, muéstrame tu
gloria! ¡Ábreme los cielos! ¡Úsame!». Pero Él dice: « ¿Y para qué quieres
la gloria? ¿Para tener un ministerio grande; para ser conocido por todas
las naciones como fulano y perencejo; para tener costosos edificios; para
hacerte de un grande nombre, el tuyo? ¡Ay, pero cuán lejos de mí está tu
corazón! Yo no muestro mi gloria para engrandecer al hombre; yo muestro
mi gloria para engrandecerme yo, y mostrarle al hombre quién es él delante
de mí y cuánto me necesita». La gloria de Dios no te aplasta, para
dejarte en el polvo, sino que te humilla para que dejes de ser lo
que eres y desees ser lo que es el Señor.
Por tanto, reconocer lo que somos es una bienaventuranza, pues nos hace
aborrecer lo nuestro, para amar lo que es Dios. Cuando un hombre está bien
humillado frente a la gloria es cuando ésta lo levanta, pero debe estar tan apla-
nado que su yo desaparezca, para poder volar entonces en las alas de su Espíri-
tu. Solo la humildad nos muestra a Jehová, porque nos da los ojos para ver al
Alto y Sublime, al que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo, al que
habita en la altura y la santidad, pero desciende para habitar con el quebran-
tado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para
vivificar el corazón de los quebrantados (Isaías 57:15). ¡Oh, si entendiéramos
lo que produce la gloria! A veces hablamos tanto de la gloria, de avivamiento
para ver la gloria, pero lo que queremos ver es la manifestación de la gloria,
el poder de la gloria, para recrearnos, saltar, y tener buenos momentos, pero
no sabemos lo que estamos pidiendo. Cuando Dios manda la gloria es para
producir un efecto en nosotros. Ninguno de esos hombres fueron los mismos
después que contemplaron la gloria de Dios.

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208 la honr a del ministerio

También me he dado cuenta que dependiendo de la semejanza de la gloria


o el aspecto de la gloria que Dios quiere mostrarme, dependerá el efecto que
esta produzca en mí. Por ejemplo, cuando
Dios le mostró a Isaías la gloria, le mostró
Su santidad, por eso los querubines decían:
“Si me dices lo “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos;
que has visto de toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías
Dios, yo te diré 6:3). Y el profeta Isaías en espíritu entendió
lo que Dios ha que lo que Dios le quería mostrar no era
tanto el poder, porque temblaran los quicia-
hecho en ti” les de las puertas o que aquella casa se llena-
ra de humo y las faldas del Señor llenaban
el templo, mostrando su majestad (Isaías
6:4,1). Lo que Jehová le quería mostrar a Isaías en esta visión era lo que decían
los querubines, que Dios es santo. Por lo cual, al contemplar el aspecto de Su
santidad en la semejanza de su gloria, el profeta sintió lo inmundo que él era,
y por eso dijo: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de
labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis
ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Mas, uno de los serafines voló
hacia él con un carbón encendido en sus manos, que tomó del altar con unas
tenazas y tocando con él sus labios, le dijo: “He aquí que esto tocó tus labios, y
es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Isaías 6:6-7). Después de ese momen-
to, el profeta nunca más fue el mismo.
Si estudias la vida de Isaías, verás que a partir de ese incidente, hubo un
antes y un después. La gloria lo marcó y afectó su vida de tal manera que cam-
bió su lenguaje. Nota que el profeta, en sus escritos, usa una expresión como
si fuera un estribillo: “El Santo de Israel”. Si tomas una concordancia bíblica
y buscas las palabras “santo” y “santidad” comprobarás que Isaías es el profeta
que más las usa. De veinticinco versículos bíblicos en que se usa la expresión
“El Santo de Israel”, veintiuna corresponden al libro de Isaías, porque el pro-
feta jamás pudo hablar de la persona divina, sin decir: Él es el Santo. También
es el profeta que habla de la morada santa, del templo santo, de los cielos que
son santos; y todo su libro está lleno de lo santo y de la santidad de Dios. ¿Por
qué? ¿Qué fue aquello que él vio, que Dios le quiso manifestar? Su santidad.
Por tanto, cada uno habla de lo que ve y oye de Dios.
¿Qué has visto tú de Dios, mi hermano? Si me dices lo que has visto
de Dios, yo te diré lo que Dios ha hecho en ti. Ver a Dios no es con-
templarlo con nuestros ojos físicos, Él dice: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los

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el llamamiento es conforme 209
al propósito suyo

términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (Isaías 45:22). Cuando
tú miras como debes mirar, a cara descubierta como en un espejo la gloria de
Dios, serás transformado de gloria en gloria en la misma imagen, como por el
Espíritu del Señor (2 Corintios 3:18). Mirar, desde el punto de vista espiritual,
no es darse una ojeada, pues el que contempla la gloria, dependiendo de lo
que vea eso va a recibir. Por tanto, la arrogancia en una persona me muestra
que no ha visto nada de Dios, porque el que lo ve anda quebrantado, y se
siente pequeñito, pues ha sido impactado por la grandeza divina.
Cuando el Señor muestra algo de Su gloria es para hacerte de acuerdo a
aquello que Él te quiso mostrar de Su persona. Es por eso que el Señor se levanta
en medio de su pueblo y dice: « ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué oras diciendo:
“lléname Señor”? ¿Para que?». El Señor da su gloria solo a aquellos que quieran
ser como Él. No pidas gloria para exhibición, ni para fama, ni para ser conoci-
do; tampoco para destacarte o por curiosidad o por satisfacción personal, sino
pídela para ser como es Dios. Él es santo y porque has visto Su santidad, la
admiras y la anhelas. Es como cuando te enamoras de un lindo vestido, de
un buen auto, de una casa, de algo que deseas para ti, no por pretensión, sino
porque darías lo que no tienes por adquirirlo, porque sea tuyo. ¡Ay, desea ser
como Él!, ¡anhélalo a tal punto que vendas todo lo que tengas, a cambio de su
amor, de su esencia y de su ser! Generalmente, cuando queremos avivamiento
y llenura del Espíritu es cuando oramos. También oramos para pedir sanidad,
para ser libres, para tener unción, para hacer milagros, etc., y eso no es malo.
El Señor nos manda a pedir y a procurar los mejores dones (1 Corintios 12:31),
pero cuando tú pidas gloria, trata de hacerlo como Moisés. Él dijo primero: “…
te ruego que me muestres ahora tu camino” (Éxodo 33:13); y luego dijo: “Te ruego
que me muestres tu gloria” (v. 18). Primero una cosa y luego la otra.
La gloria de Dios tiene un camino y al hombre que lo transita, Él le abate
por el polvo su orgullo, mostrándole su condición. Y si ese hombre tiene el
verdadero espíritu, y frente a la gloria reconoce su pobreza, su limitación y su
inmundicia, algo pasa: es levantado, transformado y dignificado. Observa
que los caminos de Dios tienen que ver con conocer la conducta divina y
nuestra relación con él. La palabra “camino” en la Biblia se traduce de muchas
maneras, pero lo que más revela es conducta. Por ejemplo, la Palabra habla
del camino de Balaam (2 Pedro 2:15), el camino de Jehová (Génesis 18:19), el
camino de Caín (Judas 1:11); el camino de su padre (1 Reyes 15:26), impli-
cando conducta. Dijo el salmista: “¿Con qué limpiará el joven su camino [su
conducta]? Con guardar tu palabra” (Salmos 119:9). En el caso de Dios es lo
mismo, camino es conducta, pero también propósito, intención. Todo Él lo
revela en sus caminos.

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210 la honr a del ministerio

Tenemos que entender la conducta del Señor, y ver que su gloria la revela
para alcanzar un fin. ¿No dice la Biblia que Jesucristo es el resplandor de su
gloria y la misma imagen de su sustancia (Hebreos 1:3)? La Palabra dice que
a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos “con-
formes a la imagen de su Hijo”, y a los que predestinó, a éstos también
llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos
también glorificó (Romanos 8:29-30). Es decir que la gloria de la elección
tuvo como propósito que tú lleves la imagen del Hijo, así como la gloria del
llamamiento, la gloria de la justificación, y la gloria de lo que la Biblia llama
glorificación, tienen ese mismo propósito, librarte de la presencia del pecado
y darte lo excelso que está en el Señor.
Por tanto, la elección consiste en que Dios se propuso darte Su gloria en
Su amado Hijo. El llamamiento significa que Él te llamó para que la imagen
perdida de Adán, la recuperes en Jesucristo. La justificación es cuando eres
librado de la condenación del pecado y recibes la justicia del Hijo de Dios.
La santificación es librarte del poder del pecado, para que tú seas semejante
al Santo de Israel. Y finalmente, la glorificación que se realizará en el futuro,
en un abrir y cerrar de ojos, el día de su venida, cuando esto corruptible será
vestido de incorrupción, y esto mortal de inmortalidad. Por tanto, seremos
transformados. La glorificación significa que Él va a desarraigar el pecado
de ti, para que todo lo adánico que tengas salga, y solamente te quede lo que
tienes de Cristo.
Dios envió a Jesucristo, el cual es el resplandor de su gloria, para darte
su imagen. Por lo cual, cuando Dios manifiesta su gloria es con el fin de res-
taurarte, para producir en ti la imagen que fue dañada por el pecado. Dios
tomó al hombre caído en el polvo -porque polvo era y al polvo volvió (Génesis
3:19), y en la resurrección, lo levantó en el cuerpo de su Hijo y lo llevó a su
gloria. Cuando entendemos estas cosas, necesariamente tenemos que decir:
«Señor, perdónanos, hemos deseado tu gloria, la hemos anhelado para tantas
cosas… para tener buenos momentos contigo, para crecer en cantidades, para
ser vistos de los hombres, para que digan de mí, para que hablen y resalten mi
ministerio, y no para lograr Tu propósito».
¡Oh, amemos ser como Dios, deseemos ser como es Él! No es suficiente
pasar buenos momentos con el Señor, lo mejor es ser transformados a su seme-
janza. La gloria es todo lo que Él es y no simplemente el fuego de la platafor-
ma de su trono o el embaldosado de zafiro que haya debajo de sus pies. La
gloria no es meramente el resplandor del universo o la luz que pueda emanar
de Él, porque Dios es luz (1 Juan 1:5). Su gloria son sus atributos: Su santidad,

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el llamamiento es conforme 211
al propósito suyo

Su verdad, Su misericordia, Su justicia, Su poder, Su carácter, Su ternura, Su


amor, Su paternidad, Su esencia. En eso consiste su gloria, en todo lo que Él
es. Isaías vio Su santidad (Isaías 6:5) y de eso habló y profetizó; Moisés vio
su justicia y misericordia, lo cual escribió en leyes y estatutos (Éxodo 34:6-
7); y así cada uno miró algo y lo testificó. Pero Jesucristo no solamente miró
algo, sino que era el mismo Dios en Él (Juan 14:10,11). Por eso de su plenitud
tomamos todos, gracia sobre gracia (Juan 1:16) y hemos visto su gloria, la
gloria del Verbo de vida (1 Juan 1:1). Eso no es una gloria cualquiera, sino la
gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Juan 1:14).
¡Hay tantas cosas qué escribir de la gloria que nos quedamos cortos! Pídele
a Dios que te las revele; desea ver su verdad, su misericordia, todo lo que es
Suyo, pero no sólo para verlo o contemplarlo o decirlo a los demás. Al con-
trario, es mejor callar lo que viste y que la gente lo vea en tu vida. Con eso no
estoy diciendo que no hables de lo que viste, porque la visión hay que enten-
derla, escribirla y comunicarla. Pero lo más importante es vivirla. Cuando
vivo la visión significa que la he asimilado, y soy parte de ella; que está en mí
y vivo para ella. Cuando hablamos de la visión es como si expusiéramos la
teoría de la visión, pero cuando la vivimos, mostramos su resultado. Nuestra
vida es el laboratorio de la visión, donde se combina su fórmula, se prueba su
combinación y se asimila, para luego poder ver el resultado. La gente tiene
que ver que no solamente vi la gloria, sino que ella me tocó a mí primero.
Pedro, Jacobo y Juan vieron la gloria de Jesús, pero no salieron glorificados
del monte de la transfiguración (Marcos 9:2). Mas, ya vendrá el día, dice Su
Palabra, cuando contemplaremos su gloria y seremos semejantes a Él, porque
le veremos tal como Él es (1 Juan 3:2).
Naturalmente, entiendo que a Pedro le sirvió mucho estar con el Maestro
en el monte santo, para poder ser testigo de estas cosas, como luego escribió:
“Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar
atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día escla-
rezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19). ¡Claro
que sirve tener la convicción de que vimos a Dios y que adoramos a un Dios
vivo, real! Pero lo más importante de Dios no es hablar de Él, sino vivirlo. Esa
es su intención al revelarse. Él no se revela para decir: «Mírame como soy; ven
que quiero mostrarte mi espalda; mira qué lindas mis faldas; mira qué bien
me veo, adórame». Por eso, hay ocasiones que nos cansamos de rogar: «Señor
revélate, Señor manifiéstate…», pero Él dice: «¡Cálmate! ¿Todavía no te has
dado cuenta que yo desde antes de los tiempos me he manifestado (Romanos
1:19) y lo que pasa es que no tienes el corazón para verme, y en esa condición

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212 la honr a del ministerio

no puedo mostrarme a ti? ¿Para qué me quieres ver? ¿Para escribir un libro
y hacerte famoso? ¿Para jactarte que me viste y que todos te admiren? ¿O es
que estás dispuesto a ver la gloria y ser transformado por ella? Dime, ¿quieres
ser como la gloria y luego callarte y que nadie lo sepa, porque lo que estés
buscando es que la gloria te cambie a su semejanza? Entonces sí te la doy, para
que contemples su hermosura, y tu vida sea de testimonio de la obra que he
hecho en el hombre desde el principio hasta el fin».
Tenemos que orar por toda la iglesia de Jesucristo, y el mover de Dios en
este tiempo, pues todo el mundo habla de la gloria, cantan de la gloria, adoran
para que caiga la gloria, pero sus corazones
están muy lejos del Dios de la gloria. Ellos
“La gloria da a llaman a Dios, como hacen los encantado-
conocer a Dios y res que tocan la flauta, para que salga la ser-
piente, y empiezan a proferir palabras, a
hace notorio Su hablar en lenguas para elevarse y tener una
propósito” experiencia extrasensorial y salir del mun-
danal ruido, del estrés y la tensión. Luego
dicen: « ¡Ay que elevado estoy, qué paz!»
Pero eso es carne y sangre, mejor que se vayan a los yogas para que reciban
algunas técnicas de relajación, pero si buscan a Dios, no vengan con sus
expectativas, sino con corazones anhelantes de ser transforma-
dos. Acércate al Señor cuando hayas entendido quién es Él y
desees ser como Él.
Créeme que digo esto y siento ese mismo anhelo en mi corazón, pues,
también la Palabra pasa por mí, mientras la transmito, y mi espíritu le
ruega: «Señor yo quiero eso, quisiera ser el primero en vivir esa gloria, pues
ahora entiendo el resultado de la gloria y el propósito de la gloria». Y te pre-
gunto: ¿todavía quieres la gloria? ¿Quieres ver la gloria o quieres la gloria de
la gloria? La gloria de la gloria es lo que produce la gloria, especialmente en
tu carácter. ¡Cuántos hay que se sientan en el banco de una iglesia por años,
y la gloria no les hace nada!, siguen siendo los mismos hombres, carnales,
porque sólo han pasado buenos momentos con Dios y nada más. Como la
mujer que pasa buenos tiempos con el amante que la lleva al hotel, le da
regalos, pero luego que la pasión es satisfecha, ella no lo vuelve a ver hasta
después de muchos meses. Con él, ella solo tiene buenos momentos, pero
no lo posee a él. Así hay quienes quieren tener buenos momentos con Dios,
pero no quieren a Dios; desean sus cosas, pero no lo desean a Él; se pasan
buscándolo, pero Él no se ve en ellos.

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el llamamiento es conforme 213
al propósito suyo

Algo notable es que cuando se entra a la gloria turbado, se sale en paz;


cuando se entra con un conflicto, se sale ministrado; cuando se entra con un
problema con un hermano, se sale reconciliado; con un deseo inmenso de
perdonarlo, de abrazarlo y de amarlo, porque la gloria produce en nosotros
amor. En ocasiones, entramos a su presencia afectados, con amarguras, y el
Señor sabe lo que estamos sintiendo, y comienza su gloria a ministrarnos, a
cambiar nuestras actitudes hacia los demás. Lo he vivido, cuando he entrado
obstinado, con una tremenda convicción, pero la gloria me hace ver que mi
argumento no vale nada, y salgo tragándome las palabras y diciendo: «no
hablo más; tuyo es el reino, el poder y la gloria por los siglos de los siglos; y
tuya también la sabiduría, amén».
Después de leer lo escrito, ¿todavía
deseas la gloria? El propósito de Dios no es “Los cuarenta
desanimarte, todo lo contrario, Él desea que
le apetezcas y le anheles de corazón. Por lo
años en el
cual, te pido que en este momento unas tu desierto le
alma con tu espíritu y le pidas a Dios, con enseñaron a
todas tus fuerzas, ser como Él. Entra ahora Moisés algo, pero
en la presencia del Señor y lava tu conciencia la revelación
con el agua limpia, para que fluya la fuente
que salta para vida eterna. Deja que te lim- de la gloria le
pie de toda mala motivación, para que tú no enseñó todo”
pidas la gloria como un modismo, sino por
un anhelo ardiente en tu corazón.
La gloria da a conocer a Dios y hace notorio Su propósito.
Cada vez que el Señor ha revelado su gloria es justamente para darnos su
esencia misma, por eso su gloria tiene mucha relación con el llamamiento. Es
notable que la mayoría de los hombres que recibieron el llamado al ministerio
tuvieran, simultáneamente, una visión de la gloria de Dios, como Moisés,
Samuel, Isaías, Saulo de Tarso, etc. A otros les fue revelado el propósito de
Dios a través de una revelación de la gloria celestial, por ejemplo a Josué
(Josué 5:13-15), a Manoa (Jueces 13:8-25), a Zacarías (Lucas 1:5-25), entre
otros. Luego, las Escrituras nos muestran cómo la experiencia con la gloria
divina transformó las vidas de esos hombres, los cuales nunca más volvieron
a ser los mismos. Pensemos en Moisés, quien tuvo que quitar el calzado de
sus pies (Éxodo 3:4-6), y en cómo este hecho cambió su camino. Desde aquel
día, Moisés no anduvo de acuerdo a lo que él era o según había aprendido
en Egipto, sino conforme a lo que recibió de Dios. En Peniel, por ejemplo, la

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214 la honr a del ministerio

gloria de Dios convirtió a Jacob en un cojo (Génesis 32:24-32), pero también


lo mudó en otro hombre. Su nombre fue cambiado de Jacob (usurpador) a
Israel (el que ha peleado con Dios y venció). El cambio de nombre representó
un cambio de carácter y de naturaleza. También la gloria transformó la boca
de Isaías de inmunda a proclamar la santidad de Jehová. De la misma mane-
ra, la gloria del Señor derritió las escamas de los ojos de Saulo, y mudó su
visión de farisaica a celestial (Hechos 9:18).
Por tanto, Así como la Palabra de Dios hace aquello para lo
cual fue enviada, de la misma manera la gloria afecta la vida de
los hombres llamados. Nota que Moi-
sés era autosuficiente, emprendedor (Éxodo
2:11-14) y se acercó a la visión celestial con
“La gloria no osadía, con curiosidad (Éxodo 3:1-3), pero
solo embellece el después de la visión, confesó que no era
rostro, sino que nadie (Éxodo 3:11), que no sabía hablar
transforma el (Éxodo 4:10) e incluso, pidió a Dios que
corazón” mandase al que debía, al que a sus ojos era
el capaz (Éxodo 4:13). ¿Qué sucedió con
Moisés? La gloria lo convirtió en el hombre
más manso de la tierra (Números 12:3).
Aquel que sin ningún temor ni miramiento dijo: “Iré yo ahora y veré esta gran-
de visión, por qué causa la zarza no se quema” (Éxodo 3:3), después que oyó la
voz de Dios que le advertía: “¡Moisés, Moisés! (...) No te acerques; quita tu cal-
zado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éxodo 3:4,5),
entonces con aprensión cubrió su rostro “… porque tuvo miedo de mirar a
Dios” (v. 6). La gloria cambió su actitud y su corazón.
Sin duda que Moisés fue mudado en otro hombre. Los cuarenta años
en el desierto le enseñaron a Moisés algo, pero la revelación de
la gloria le enseñó todo. Así aconteció con todos aquellos a quienes Dios
les reveló su gloria. Todo aquel que ore como Moisés: “Te ruego que me mues-
tres tu gloria” (Éxodo 33:18), debe antes pedir lo primero que pidió este siervo
de Dios. Él rogó: “Ahora, pues, si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que me
muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos; y mira
que esta gente es pueblo tuyo” (v. 13). Cuando un hombre como Moisés está
enfocado en el Dios de la gloria y no en la gloria en sí misma, la refulgencia
de la misma le hace brillar el rostro, pero el último que lo nota es él (Éxodo
34:29). Mas, cuando se percata que su cara resplandece, entonces se pone
el velo de la humildad, para ocultar la gloria de los curiosos y admiradores

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el llamamiento es conforme 215
al propósito suyo

del hombre (Éxodo 34:33). Empero, cuando vuelve a la presencia de Dios,


se descubre el rostro, para continuar contemplando la gloria y seguir siendo
transformado por ella (Éxodo 34:34,35). La gloria no solo embellece
el rostro, sino que transforma el corazón (Éxodo 34:29-35; Salmos
104:15; 1 Corintios 3:18), pues la intención de Dios es revelarse Él mismo y,
a través de su gloria, realizar su voluntad en sus escogidos.

3.3  “Porque para Esto he Aparecido a Ti”


“Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús,
a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque
para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las
cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librán-
dote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío…”
-Hechos 26:15-17

Una visión celestial es una aparición de Dios a una persona, a la cual le


revela algo específico, para que esta realice una misión especial dentro de su
propósito eterno. Cada vez que el Señor se reveló, tenía un propósito, porque
la Palabra dice que Dios todo lo hace de acuerdo al propósito de su voluntad
(Efesios 1:11). Connotamos entonces que, el Señor nunca revela nada para
satisfacer la curiosidad de nadie, pues siempre hay algo particular que Él quie-
re alcanzar.
En ocasiones, la persona no entiende cuando es llamada, como en el caso
de Samuel, que oía la voz de Dios que le llamaba, pero pensaba que era Elí,
pues no conocía aún a Jehová ni su Palabra le había sido revelada (1 Samuel
3:7). Pero cuando él corrió donde su padre espiritual por tercera vez, Elí se dio
cuenta de que Dios le quería hablar al muchacho, y le dijo: “Ve y acuéstate; y
si te llamare, dirás: Habla, Jehová, porque tu siervo oye” (v. 9). Después de eso,
Jehová volvió a llamar a Samuel y en una visión le dijo: “He aquí haré yo una
cosa en Israel, que a quien la oyere, le retiñirán ambos oídos. Aquel día yo cum-
pliré contra Elí todas las cosas que he dicho sobre su casa, desde el principio hasta
el fin. Y le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él
sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado. Por tanto,
yo he jurado a la casa de Elí que la iniquidad de la casa de Elí no será expiada
jamás, ni con sacrificios ni con ofrendas” (1 Samuel 3:11-14). Luego vemos que
Dios restauró el sacerdocio, el altar, el templo y el culto a Dios en Israel, con-
forme a la visión que le había revelado a Samuel.

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216 la honr a del ministerio

Cuando Jehová se le apareció a Abraham le dijo: “Vete de tu tierra y de tu


parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una
nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Ben-
deciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas
en ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:1-3), y luego que él obedeció se
le apareció de nuevo y le dijo: “A tu descendencia daré esta tierra” (v. 7). En otras
palabras, ¿para qué se le apareció Dios a este hombre? ¿Simplemente para que le
vea? No, sino para dejar ver un propósito, pues la visión tiene un fin.
La visión celestial con Abraham fue sacarlo de su tierra y de su parentela, y
llevarlo a un lugar donde tratar con él, para hacerlo grande como nación y en su
simiente (o sea, en Jesucristo) bendecir a todas las familias de la tierra. Abraham
vivió para eso, pues todo su peregrinaje y ministerio, el trato de Dios con él y “los
desiertos” que recorrió, al final eran para cumplir ese propósito. Luego, Abraham
pudo decir como Cristo: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo…”
(Juan 18:37) para dar testimonio de esa visión,
ese es mi propósito y razón de mi existir». Por
“Lo que te hace tanto, el Señor para cada persona tiene una
eficaz en la visión, para cada congregación, y para la igle-
sia también, de manera universal. Y el prime-
visión celestial,
ro que se adapta a esa visión es Dios, pues Él
no es lo que tú trabaja con esa visión, respeta esa visión y no
eres ni lo que se sale de esa visión, porque en ella está su san-
puedas hacer, ta voluntad, lo que quiere que ellos realicen en
sino el propósito Su reino y en su propósito general.
Dirijamos ahora nuestra mirada a
que Dios tenga Moisés, a la luz de esta enseñanza. Jehová
contigo” comenzó a tratar con este siervo desde antes
de nacer. Recordemos la historia: Primero,
le preservó la vida en el vientre de su madre,
a través de unas parteras que temieron a Dios y no mataron los niños de la
hebreas, como había ordenado el rey de Egipto (Éxodo 1:17). Segundo, fue
criado por su madre, y adoptado por la hija del Faraón, en el tiempo en que
los niños hebreos eran echados al río para que se ahogasen, por orden de
Faraón (Éxodo 2:1-10). Tercero, crecido ya, Moisés mató a un egipcio cuando
maltrataba a uno de sus hermanos hebreos, por lo que al ser descubierto tuvo
que huir y habitar en el desierto (Éxodo 2:11-15); y cuarto, estuvo apacentan-
do las ovejas de su suegro Jetro, hasta que Jehová se le apareció en visión en
una zarza ardiendo (Éxodo 3:3-4), y dio un nuevo curso a su vida.

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el llamamiento es conforme 217
al propósito suyo

Cuando Moisés vio la maleza ardiendo dijo: “Iré yo ahora y veré esta grande
visión, por qué causa la zarza no se quema” (Éxodo 3:3). Pero al ver Jehová su
intención le dijo: “¡Moisés, Moisés! (…) No te acerques; quita tu calzado de tus
pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es. Yo soy el Dios de tu padre, Dios
de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob” (Éxodo 3:4, 5,6). Moisés cubrió su
rostro, entendiendo que estaba frente a Dios, y Jehová continuó diciendo:

“Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he


oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angus-
tias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacar-
los de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye
leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del
ferezeo, del heveo y del jebuseo. El clamor, pues, de los hijos de
Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con
que los egipcios los oprimen. Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a
Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.
(…) En verdad os he visitado, y he visto lo que se os hace en Egipto;
y he dicho: Yo os sacaré de la aflicción de Egipto a la tierra del
cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebu-
seo, a una tierra que fluye leche y miel. Y oirán tu voz; e irás tú,
y los ancianos de Israel, al rey de Egipto, y le diréis: Jehová el Dios
de los hebreos nos ha encontrado; por tanto, nosotros iremos ahora
camino de tres días por el desierto, para que ofrezcamos sacrificios
a Jehová nuestro Dios. Mas, yo sé que el rey de Egipto no os dejará
ir sino por mano fuerte. Pero yo extenderé mi mano, y heriré a
Egipto con todas mis maravillas que haré en él, y entonces os dejará
ir. Y yo daré a este pueblo gracia en los ojos de los egipcios, para
que cuando salgáis, no vayáis con las manos vacías; sino que pedirá
cada mujer a su vecina y a su huéspeda alhajas de plata, alhajas
de oro, y vestidos, los cuales pondréis sobre vuestros hijos y vuestras
hijas; y despojaréis a Egipto”
(Éxodo 3:7-10, 16-22).

Esa fue la visión de Dios con Moisés, la cual, al principio, él rehusó y dijo:
“¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?
(...) He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres
me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué
les responderé? (…) He aquí que ellos no me creerán, ni oirán mi voz; porque

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dirán: No te ha aparecido Jehová” (Éxodo 3:11,13; 4:1). Pero Dios le insistió y


le dijo: “¿Qué es eso que tienes en tu mano? Y él respondió: Una vara” (Éxodo
4:2), entonces Jehová le mostró varias señales sobrenaturales con las cuales
podría convencer a Israel que él venía de parte de Dios. Mas, Moisés volvió y
le objetó diciendo: “¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes,
ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua”
(v. 10). No obstante, Jehová lo tranquilizó diciendo: “¿Quién dio la boca al
hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová?
Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar” (vv.
11-12). Sin embargo, Moisés se negó diciendo: “¡Ay, Señor! envía, te ruego,
por medio del que debes enviar” (v.13). En ese momento, Jehová se enojó y le
contestó: “¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él habla bien? Y he
aquí que él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su corazón. Tú hablarás
a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os
enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él hablará por ti al pueblo; él te será a ti en
lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios. Y tomarás en tu mano esta vara,
con la cual harás las señales” (vv. 14-17). ¡Qué infructuosa es la ineptitud de un
hombre y su negativa, frente a lo irreversible del propósito divino!
Todos los impedimentos que Moisés pudo mostrar a Dios para declinar a
llevar a cabo ese plan divino, fueron pocos e insignificantes ante la grandeza
de la soberanía de Dios. El hombre no podía, pero Jehová dijo: “YO SOY EL
QUE SOY” (Éxodo 3:14). Y así partió Moisés, con un sentir de incompeten-
cia, pero con la vara de Dios en la mano, a realizar la misión, para la cual
Dios le había llamado en Su reino (Éxodo 4:20). Por tanto, lo que te hace
eficaz en la visión celestial, no es lo que tú eres ni lo que puedas
hacer, sino el propósito que Dios tenga contigo.
En tiempos de los jueces, también una mujer tuvo una visión celestial, don-
de se le apareció el ángel de Jehová y le dijo: “He aquí que tú eres estéril, y nunca
has tenido hijos; pero concebirás y darás a luz un hijo. Ahora, pues, no bebas vino
ni sidra, ni comas cosa inmunda. Pues he aquí que concebirás y darás a luz un hijo;
y navaja no pasará sobre su cabeza, porque el niño será nazareo a Dios desde su
nacimiento, y él comenzará a salvar a Israel de mano de los filisteos” (Jueces 13:3-
5). La mujer quedó impresionada con esta visión y se la compartió a su marido
Manoa, quien entonces oró a Jehová, para que le explicase a él (como cabeza
de la familia) lo que ellos habían de hacer con el niño que había de nacer (v. 8).
Dios oyó su oración y se le apareció de nuevo a la mujer, y ella corrió a buscar
a su marido y éste vino y le preguntó al ángel: “¿Eres tú aquel varón que habló a
la mujer? Y él dijo: Yo soy. Entonces Manoa dijo: Cuando tus palabras se cumplan,

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al propósito suyo

¿cómo debe ser la manera de vivir del niño, y qué debemos hacer con él? Y el ángel
de Jehová respondió a Manoa: La mujer se guardará de todas las cosas que yo le dije.
No tomará nada que proceda de la vid; no beberá vino ni sidra, y no comerá cosa
inmunda; guardará todo lo que le mandé” (vv. 11-14). Pasado el tiempo, nació
Sansón para salvar a Israel de mano de sus enemigos, y para eso vivió. Toda la
vida de Sansón fue dedicada a cumplir la visión celestial, y cuando se desvió de
ella, Dios permaneció. Jehová nunca cambia su propósito. Nadie puede inven-
tar una visión, ni tampoco añadirle o quitarle, pues la visión es de Dios, y si Él
no se sale de su visión, el que la recibe no debe salirse tampoco.
Vemos que cuando el profeta Isaías tuvo la visión del trono de Dios y de
Su santidad, temblaba de miedo y pensaba que ya estaba muerto. Pero oyó
la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” (Isaías
6:8). Y aún sobrecogido de temor, el profeta respondió: “Heme aquí, envíame
a mí” (v. 8). Isaías no sabía si estaba muerto o si vivía, pero una cosa sí sabía:
Dios no le estaba mostrando simplemente sus faldas ni a los seres celestiales,
tampoco conmovió los quiciales de las puertas y llenó toda aquella casa de
humo, para asustar a una criaturita con Su fuerza y Su grandeza. El profeta
entendió que Dios le mostró una manifestación de su gloria, porque necesita-
ba enviar a alguien a mostrar a Israel y a las naciones el designio de su volun-
tad. Por eso se apresuró a contestar, para que el Señor no mandase a otro, sino
a él, porque sólo aquel que pudo ver la visión de su majestad podía hablar de
acuerdo a lo que vio, y decir a viva voz: “Así ha dicho Jehová, Redentor tuyo, el
Santo de Israel” (Isaías 48:17).
Asimismo, cuando el ángel Gabriel se le apareció a María, le dijo: “¡Salve,
muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres” (Lucas 1:28),
ella se asombró de ese saludo, a tal punto que se turbó. Esta salutación llenó
de temor a María, porque ella sabía que el único ser digno de adoración y ala-
banza es Dios. Por eso, el ángel le dijo: “María, no temas, porque has hallado
gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y
llamarás su nombre JESÚS. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y
el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin” (vv. 32-34). Luego, el ángel, le manifestó
como ocurriría todo eso (v. 35). No obstante, cuando el ángel le dijo a María
que era favorecida y bendita entre las mujeres no lo hizo para halagarla, ni
para subirla en un pedestal, como la reina de los cielos, como piensan los que
la adoran, sino para manifestarle que, como mujer, Dios la había escogido
como instrumento para engendrar al Santo Ser que sería llamado Hijo de
Dios (Mateo 1:21). ¡Qué privilegio!

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Veamos también lo que le sucedió al sacerdote Zacarías. Él entró al santua-


rio, para ofrecer el incienso delante de Dios, y se le apareció el ángel de Jehová y
le dijo: “Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te
dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se
regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios. No beberá vino
ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre. Y hará
que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos. E irá delante
de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres
a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un
pueblo bien dispuesto” (Lucas 1:13-17). Zacarías al verle se turbó, y le sobrecogió
temor, no lo podía creer, por lo que le preguntó: “¿En qué conoceré esto? Porque
yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada” (v. 18). Zacarías entendió que aquel
varón venía de parte de Dios, porque le habló de una oración que quizás por
años o décadas él había puesto delante del Señor y que por el paso del tiempo
ya había olvidado, pero en vez de decirle: «heme aquí» empezó a presentarle
impedimentos. De hecho, ¿no eran él y su mujer ya viejos para procrear? ¿Acaso
no era ya tarde para revertir en el cuerpo de una mujer, avanzada en años, la
esterilidad? ¿Quiénes eran él y su casa, para que Jehová hiciera con ellos algo
semejante a lo que hizo con su siervo Abraham? Quizás esa visión celestial sólo
era un simple consuelo, pensaría.
La Biblia destaca la vida de esta pareja y dice que tanto Zacarías como
su mujer Elisabet eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en
todos los mandamientos y ordenanzas del Señor. Ellos habían llegado a vie-
jos sirviendo al Señor, pero con el peso de la maldición de no tener linaje
(Lucas 1:6-7). Por lo cual, ¿cómo creer después de tantos años? Zacarías había
perdido toda esperanza, por eso sus palabras, su cuestionamiento y su impe-
dimento. Pero el ángel le dijo: “Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he
sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas. Y ahora quedarás mudo
y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis
palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo” (Lucas 1:19-20). Por el efecto de
la visión, Zacarías no podía salir del templo, y cuando pudo, salió mudo, no
podía hablar, sino que hablaba por señas, y al permanecer mudo, el pueblo
comprendió que había visto visión en el santuario (Lucas 1:21-22).
Es interesante ver que el hombre que se quedó mudo por incrédulo era
sacerdote, un ministro. Por lo que entiendo que hay ministros que están
mudos, que no tienen palabra de Jehová, porque son incrédulos y no le creen
a la visión celestial ni a Dios, entonces tienen que callarse la boca, pues no
tienen nada qué decir. El que no le cree a la visión se queda mudo. Ahora,

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el llamamiento es conforme 221
al propósito suyo

hay algo que me gustó de esta historia y es que nuestro Dios es un Dios de
restauración, y restauró a Zacarías. Vemos que el niño nació y estaba todo el
mundo contento, pasándolo de brazos en brazos, y alabando a Dios porque
tuvo misericordia del sacerdote y su mujer, y los honró dándoles un hijo. Y
llegado el octavo día, fueron a circuncidar al niño, al que le llamaban con
el nombre de su padre, Zacarías (Lucas 1:59), pero Elisabet que sabía de la
visión dijo: “No; se llamará Juan”, y ellos, extrañados le preguntaron: “¿Por
qué? No hay nadie en tu parentela que se llame con ese nombre” (Lucas 1:60-61).
Juan significa “Jehová es bueno”, y claro que para ellos fue buenísimo, pero
no era un nombre que poseía ninguno de sus parientes.
Luego, cuando le fueron a preguntar al padre cómo le quería llamar al
niño y expresara su voluntad aunque sea por señas, Zacarías pidió una tablilla
y escribió: “Juan es su nombre” (v. 63). Todos se maravillaron en que ambos
escogieran el mismo nombre, pero en ese mismo momento fue abierta la
boca de Zacarías y suelta su lengua, habló bendiciendo a Dios (v. 64). ¡Qué
momento! Zacarías tuvo que mostrar señales de su fe, para recobrar el habla.
En la familia de Zacarías no había nadie con ese nombre, pero en la visión sí.
Dios dijo que se llamaría Juan y los padres de ese niño querían seguir todo
de acuerdo a la visión celestial. No nos salgamos de la visión, porque solo en
ella Dios da la instrucción, la forma y también el resultado. Hoy se acostum-
bra a ponerle al ministerio el nombre del ministro “fundador”, por ejemplo:
“Ministerio fulano de tal”, “Perencejo Ministries”, pero Zacarías le puso el
nombre de acuerdo a la visión, y no como querían todos que se llamase, como
el padre. El nombre que el ministerio debe llevar es el nombre que Dios le dio
en la visión, y no el nombre que suene más bonito o el que se suele poner por
tradición. Cuando una visión es humana debe llevar el nombre del ministro
que la forjó en su mente, pero si es divina, debe denominarse con el nombre
de Dios y de su propósito.
El apóstol Pedro un día subió a la azotea a orar, y sintió hambre, y mien-
tras le preparaban qué comer, de momento le sobrevino un éxtasis, y vio el
cielo abierto, y que descendía algo parecido a un gran lienzo, una sábana que,
atada en las cuatro puntas, era bajada a la tierra y estaba llena de animales
terrestres, reptiles y aves del cielo (Hechos 10:11-12). Entonces, le vino una
voz que dijo: “Levántate, Pedro, mata y come” (v. 13), pero Pedro no obedeció,
sino que dijo: “Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido
jamás” (v. 14). La voz volvió y le dijo: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú
común” (v. 15) y lo repitió tres veces. Pedro se quedó maravillado de esa visión
y perplejo dentro de sí de su significado (v. 17), pensando quizás: « ¿Cómo

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que mate y coma? ¡Jamás he comido cosa inmunda! ¿No nos prohibió Él, por
boca de Moisés, que no tan solo que no la comiésemos, sino que ni siquiera
la tocásemos por ser algo inmundo, pues nos haríamos inmundos también?
(Levítico 11); y ahora me pide, no tan solo que lo toque, sino que ¡lo ingiera!
No, no, no… ¿será esa voz de Dios? No, no lo haré, no comeré…». Así estaba
de perplejo el apóstol, pero una cosa estaba clara: a Moisés, Jehová le dijo “no
comas ni siquiera toques”, pero a él le estaba diciendo “mata y come”.
En la nueva dispensación hay que olvidarse de Moisés y ver a Jesús sólo
(Marcos 9:8). Muchos no hemos entendido todavía que Jesucristo cumplió
el Antiguo Pacto y comenzó uno mejor. Y en este Nuevo Pacto no se llama
inmundo ni común a lo que ya Dios limpió. Sin embargo, todo eso parecía
demasiado para Pedro, quien, turbado, ya se había olvidado del hambre, pues
toda su mente estaba en la visión. Entonces, el Santo Espíritu le dijo: “He
aquí, tres hombres te buscan. Levántate, pues, y desciende y no dudes de ir con
ellos, porque yo los he enviado” (Hechos 10:19-20). Cuando Pedro bajó, ya lo
estaban esperando; por lo que los hospedó en su casa y al otro día se fue con
ellos a la casa de Cornelio, pero llevándose consigo a algunos hermanos como
testigos. Al llegar a la casa de Cornelio, éste al verle se postró y le adoró, pero
Pedro lo levantó diciéndole: “Levántate, pues yo mismo también soy hombre”
(v. 26) y en seguida dijo: “Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón
judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios que
a ningún hombre llame común o inmundo; por lo cual, al ser llamado, vine sin
replicar. Así que pregunto: ¿Por qué causa me habéis hecho venir?” (vv. 28-29).
Pedro tenía prisa, pues pensaba que pecaba por estar haciendo algo que la ley
prohibía (Éxodo 34:15-16), pero por causa de la visión obedeció, aunque se
hizo acompañar incluso de testigos, y le urgía pasar rápido la prueba.
Cornelio, entonces, explicó enseguida a Pedro el asunto, diciendo: “…
hace cuatro días que a esta hora yo estaba en ayunas; y a la hora novena, mientras
oraba en mi casa, vi que se puso delante de mí un varón con vestido resplandecien-
te, y dijo: Cornelio, tu oración ha sido oída, y tus limosnas han sido recordadas
delante de Dios. Envía, pues, a Jope, y haz venir a Simón el que tiene por sobre-
nombre Pedro, el cual mora en casa de Simón, un curtidor, junto al mar; y cuan-
do llegue, él te hablará. Así que luego envié por ti; y tú has hecho bien en venir.
Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios, para oír todo
lo que Dios te ha mandado” (Hechos 10:30-33). Y cuando Pedro oyó aquello,
dijo, maravillado: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas,
sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (vv. 34-35). En

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al propósito suyo

ese instante, Pedro entendió la visión y vio que Dios tenía un pueblo entre los
gentiles y que todo aquel que le ama y le sirve, Él lo hace Suyo.
Por tanto, aunque para un varón judío era algo terrible entrar en la casa
de un pagano incircunciso, ya Pedro sabía -porque Dios se lo había mostrado
antes- que no debía llamar a ningún hombre común o inmundo. No obstan-
te, el Señor no le mostró a Pedro en la visión hombres, sino animales, ¿por qué
él entonces dijo “hombres”? Porque con la visión, el apóstol comprendió que
los judíos consideraban como animales inmundos a los que no eran judíos,
pero que Dios en Jesucristo cambió esa percepción. Ahora Él prohibía llamar
inmundos a los gentiles que fueron lavados por la sangre de Jesús, y predesti-
nados para tener herencia entre los santificados (Hechos 26:18).
Con todo, este incidente llegó a los oídos de los judíos de Judea, de cómo
los gentiles habían recibido la Palabra de Dios y que Pedro los había visitado e
incluso comido con ellos, por lo que el apóstol Pedro tuvo que acudir donde
ellos a darles explicación del asunto. Así que, inmediatamente llegó Pedro,
comenzaron a disputar con él los que eran de la circuncisión, diciéndole: “¿Por
qué has entrado en casa de hombres incircuncisos, y has comido con ellos?” (Hechos
11:3). Entonces, Pedro les relató cada detalle de lo sucedido, desde su visión en
la azotea, hasta cómo también sobre los gentiles se había derramado el don del
Espíritu Santo (Hechos 10:45). Pedro les dijo: “Y cuando comencé a hablar, cayó
el Espíritu Santo sobre ellos también, como sobre nosotros al principio. Entonces me
acordé de lo dicho por el Señor, cuando dijo:
Juan ciertamente bautizó en agua, mas voso-
tros seréis bautizados con el Espíritu Santo. Si “Hacer las cosas
Dios, pues, les concedió también el mismo don diferente a como
que a nosotros que hemos creído en el Señor
ha sido revelado
Jesucristo, ¿quién era yo que pudiese estorbar a
Dios?” (Hechos 11:15-17). ¡Ah! Pedro en la visión
entendió la visión, y transmitió el mismo es rebelarse
espíritu a aquellos hermanos que al escuchar contra ella”
esas cosas también callaron, y glorificaron a
Dios (v. 18).
Desde ese momento, vemos más adelante que la iglesia se reunió y deci-
dieron no ponerles cargas a los gentiles de guardar la ley, como Dios había
mostrado en la visión, solamente que se abstuvieran de lo sacrificado a los ído-
los, de sangre, de ahogado y de fornicación (Hechos 15:27-29; 21:25). La igle-
sia se guió por la visión celestial, y no hubo más problemas, porque ya Dios
había hablado y mostrado que las cosas se debían hacer como Él las mandó,

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224 la honr a del ministerio

pues ¿quiénes somos nosotros para estorbar la voluntad de Dios? Entendido


esto, veamos ahora lo que le ocurrió al apóstol Pablo, inicialmente conocido
como Saulo, el que asolaba la iglesia y entraba a las casas y sacaba a hombres y
a mujeres arrastrándolos, para entregarlos en las cárceles (Hechos 8:3). Todo
eso, Pablo lo hacía voluntariamente, pues respiraba amenazas y muerte contra
los discípulos del Señor, a tal punto que iba donde el sumo sacerdote a pedir
cartas para las sinagogas, con la finalidad de que si hallaba algunos hombres
o mujeres del Camino, tener la autorización ya lista, para traerlos presos a
Jerusalén (Hechos 9:1).
En ese plan andaba este hombre, cuando le rodeó un resplandor de luz
desde el cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues?” (vv. 3-4). Entonces él preguntó: “¿Quién eres, Señor?”,
y él le contestó: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces con-
tra el aguijón” (v. 5). Pablo estaba atónito y temeroso - el encuentro le quitó la
fiereza- y temblando dijo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”, como un manso
corderito. En otras palabras, Pablo dijo: «Yo, que en cuanto a la ley pertenecí
a la más rigurosa secta de nuestra religión, viví fariseo, celoso, buscando oca-
sión; hacía mis propios planes para hacer cumplir la ley, pero ahora entiendo
que mientras más los persigo más se multiplican, y mis esfuerzos se desvane-
cen, porque Tú eres el que manda. Dime, Señor, ¿qué quieres que yo haga?».
Sí, había entendido, por eso el Señor le dijo: “Levántate y entra en la ciudad,
y se te dirá lo que debes hacer” (v. 9). Ahora Pablo debía seguir una instrucción
y obedecer a una autoridad, pues hacer las cosas diferente a como ha
sido revelado en la visión es rebelarse contra ella. Por eso Pablo,
cuando estuvo frente al sanedrín dijo: “Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebel-
de a la visión celestial” (Hechos 26:19).
Luego, todo lo que el Señor le dijo a Pablo en la visión se cumplió, no
tan solo porque Dios cumple su Palabra, sino porque este hombre también
obedeció. Pablo estaba ciego, pero se levantó, y aunque tuvo que ser llevado de
la mano, se fue a Damasco y allí esperó por la siguiente instrucción (Hechos
9:8-9). El apóstol no se quedó en el desierto, en el lugar de la visión, sino
que prosiguió adelante a cumplir la voluntad de Dios. Por tanto, lo primero
que debemos hacer cuando recibimos una visión de Dios es levantarnos y
seguir la instrucción, pasando por encima de cualquier impedimento. No
hagamos como Pedro en el monte de la transfiguración que dijo: “Maestro,
bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas…” (Lucas
9:33), porque el Señor está revelando algo para que hagamos, no para que nos
quedemos paralizados en la impresión. Digamos como dijo Jesús, luego de

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al propósito suyo

explicarles a sus discípulos la promesa del Espíritu Santo: “Levantaos, vamos


de aquí” (Juan 14:31), pues hay un trabajo que hacer.
También, Dios le dio instrucción al hombre que usaría como medio para
devolverle la vista a Saulo. El Señor le dijo a Ananías: “Levántate, y ve a la
calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de
Tarso; porque he aquí, él ora” (Hechos 9:11). Imagínate que Saulo se hubiese
quedado en el desierto o se hubiese marchado a su casa y no siguiera la direc-
ción divina. ¿Qué tal que en vez de ir a la casa en Damasco a humillarse en
ayuno y oración, se hubiese ido a ver si encontraba a un médico que le curase?
Posiblemente se hubiese quedado ciego. Ananías lo encontró porque Pablo fue
fiel a la visión y permaneció en aquella casa. Meditemos en eso.
Ahora repasemos, detalladamente, sobre la instrucción que Saulo recibió
de parte del Señor: “… levántate, y ponte sobre tus pies” (Hechos 26:16). Pablo
se paró, se sacudió el polvo con todo y ceguera, y obedeció. Luego el Señor le
reveló el propósito de esa manifestación divina, diciéndole: “porque para esto he
aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de
aquellas en que me apareceré a ti…” (Hechos 26: 16). No sé si a este punto he
logrado transmitirte el rhema de Dios, pero yo estoy impactado en mi espíritu,
porque estoy entendiendo que cuando Dios me revela algo, Dios me va a decir
el “para qué”, el propósito de su aparición. Ese encuentro con Dios no será en
mi vida algo fútil, vano, infructuoso, un momento para recordar en un día de
ociosidad, sino que tiene un fin, un resultado para la gloria de Su nombre.
Por tanto, la visión hay que creerla. Zacarías se quedó mudo por no creer
a la visión (Lucas 1:20), y así hay ministros que aunque la vean y la escuchen
no la creen, y luego no pueden hablar la Palabra, porque no tienen nada qué
decir de Dios, pues son incrédulos y rebeldes a Su consejo. Ora porque nunca
haya incredulidad en ti frente a una visión celestial, porque mientras haya esa
fe dada por Dios en nuestros corazones, nuestra boca no cesará de decir las
cosas que hemos visto y oído tocante al Verbo de vida. Así como estuvo el
pueblo esperando que saliera Zacarías (Lucas 1: 21), hay un pueblo que está
esperando a los ministros que están en el santuario que salgan, para a ver si
traen visión de adentro. Por tanto, los ministros deben estar como Zacarías,
adentro con Dios, para cuando salgan al pueblo lleven la visión celestial. Hay
un pueblo que espera para oír Palabra de Dios, y por eso los ministros tene-
mos que estar en el santuario, en la intimidad con el Señor, para que nos dé la
gracia de que siempre cuando salgamos lo hagamos con una visión. Y aunque
Zacarías salió mudo, y les hablaba por señas, ellos comprendieron que había
tenido una visión (v. 22). El pueblo verá y sabrá si tú tienes visión celestial.

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La Palabra dice: “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firma-


mento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua
eternidad” (Daniel 12:3).
La gente está esperando, porque está cansado de religión, hastiada de
liturgias. Hay un pueblo que enciende el televisor, sintoniza una emisora de
radio, se conecta a la Internet, compra libros, ve videos, DVDs, oye CDs,
Mp3s, lo que sea y como sea, porque necesita “pastos”, quiere oír Palabra
pura, y beber el agua que brota de la peña, y no la que algunos tienen posada
en estanques. Me pregunto cuánto tiempo el pueblo de Israel estuvo espe-
rando. Ellos tenían años afuera del templo, orando, esperando que saliera el
sacerdote, y terminara la oración, la liturgia muerta, sin sentido, pura rutina
que abrumaba el alma y que no llenaba el corazón. Y se iban a sus casas con
las mismas cargas, las mismas dolencias. Pero, cuando Dios en su gracia tocó
a Zacarías y le dio una visión celestial, el pueblo recobró la vida.
La iglesia de Cristo está esperando también, por años, para ver hombres
de fuego, llenos del Espíritu Santo. La iglesia quiere ver hombres que ten-
gan visión de Dios. La iglesia ya está hastiada de palabreros y religiosos que
la tienen como Faraón, edificándoles “palacios y monumentos” y haciendo
“ladrillos con paja”, para construirse ciudades, de almacenaje. Cuántas igle-
sias están construyéndoles tumbas a sus líderes, que como faraones, buscan
inmortalizar sus cuerpos muertos, como lleno está el Museo del Cairo de
momias y esqueletos. Pero el Señor no dio su vida para que la iglesia constru-
ya ciudades de almacenaje, ni tampoco nos dio vida eterna para inmortalizar
el nombre de una institución, ni de ningún hombre. Dios le dijo a Moisés
que dijera al Faraón: “Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éxodo 8:1). La
iglesia no existe para construir monumentos para “faraón”, sino para levantar
altares para Jehová Dios de Israel.
El pueblo está afuera esperando y sabrá si nosotros, los ministros, tene-
mos visión de Dios. Yo no quiero que el pueblo se quede esperando por mí,
afuera, y tampoco el Señor así lo quiere. Él tiene hombres como Zacarías, que
le están ministrando en su santuario, y a quienes en estos últimos tiempos
les ha dado visión celestial. Y esos “Zacarías” deberán ministrar y testificar
de acuerdo a la visión. No hablarán de la mudez o cómo se sintieron con la
aparición, ni por qué a ellos se les reveló Dios, sino del propósito y del enten-
dimiento de la visión.
Si algo tengo claro en cuanto a la visión que Dios nos dio como ministerio
es que el Señor nos llama a servirle y a ser testigos de lo que hemos visto. Por
tanto, debemos ministrar de acuerdo a lo que recibimos de Dios y testificar

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al propósito suyo

según la visión. Yo no puedo salir hablando lo que yo quiero decir, ni lo que


se me antoje, ni lo que me gustaría decir, sino ser un ministro fiel a la visión y
al Señor que me la dio. Tenemos que dar gracias a Dios, porque Él se encarga
de que eso se cumpla, aunque nos obligue. Lo digo por mí, porque a veces me
gustan ciertos temas que sé que han sido de bendición para quienes los escu-
charon, pero no puedo predicarlos, pues termino diciendo lo que Dios me
envió a decir, hablando de lo mismo: de la visión. No hay otro tema, no hay
otro asunto, no hay otra cosa más importante que la visión. Entonces entien-
do que nosotros no estamos para entretener a la gente, somos mensajeros y
heraldos de un mensaje, de la visión que Dios nos dio.
¿Por qué Pablo hablaba tanto de la gracia? Porque Dios le había dicho que
lo había llamado para la defensa y confirmación del evangelio (Filipenses 1:7).
Nadie lo defendió como él, al punto que tuvo que romper la hipócrita ética reli-
giosa de algunos que fingían y simulaban una cosa, arrastrando a otros. Él tuvo
que decirle a Pedro públicamente: “Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no
como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?” (Gálatas 2:14). Pablo amaba
y respetaba a Pedro, pero cuando vio que no se conducía de acuerdo a la verdad
del evangelio, salió el hombre en defensa de la visión de la gracia. Nosotros
también sabemos lo que tenemos que defender, lo que Dios nos ha revelado, eso
es lo que vamos a defender. Aunque nos llamen “los hombres de un solo tema”
eso es lo que hablaremos y testificaremos públicamente.
Dios nos ha instruido sobre la visión, nos ha hecho entenderla, nos da su
unción, y nos usa en eso que nos reveló, por eso somos efectivos. Por lo cual,
te advierto que el día que vayas a predicar otra cosa que no sea la visión, no
serás eficaz, si no hablas de lo que Dios te reveló. Ah, pero cuando hables
de las cosas que has oído y visto del Verbo de Dios, entonces sí serás un ver-
dadero testigo, pues tienes el poder y la autoridad para ministrarlo. Dios te
respalda porque tú estás siendo fiel a lo que él te reveló, pues para eso se te
apareció, no lo olvides.
En ocasiones, es difícil andar apegado a la visión celestial, y decir la pala-
bra de acuerdo a lo que el Señor habló, pero hay que hacerlo. Veo cómo actuó
el profeta Natán frente a la inquietud que le manifestó David, de construir
casa a Jehová, porque no soportaba vivir en una casa de cedro mientras el arca
de Jehová estaba entre cortinas. Natán le respondió: “Haz todo lo que está en
tu corazón, porque Dios está contigo” (1 Crónicas 17:2). Entre el profeta y el rey
había una linda relación, pues Natán amaba a David porque sabía que era un
hombre de Dios, y el mismo Jehová daba testimonio de su agrado por él. Por
eso, el profeta, sin consultar, le dio el visto bueno, dando por sentado que el

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Señor estaría de acuerdo. Mas, esa noche Natán tuvo una visión y una palabra
de Jehová que contradecía todo lo que él ya le había dicho al rey. Mas Natán
no dijo: «Yo lo siento, pero no iré a darle esa palabra a David, pues contradice
todo lo que le dije, y hará que pierda su confianza», sino que se presentó y le
dijo: “Así ha dicho Jehová: Tú no me edificarás casa en que habite” (v. 4). Me
imagino como era el sentir de estos dos hombres de Dios, uno por haberse
equivocado y el otro por no poder realizar algo para su rey que le salía de su
corazón. Pero ambos entendieron, respetaron y obedecieron a la visión.
En todo tiempo es difícil dar una mala noticia al hombre que está en
autoridad, pero si esa es la visión, de acuerdo a ella es que debemos hablar. No
importa lo que sea, incluso una amonestación hay que decirla. Natán también
lo hizo cuando tuvo que enfrentar a David por el pecado que cometió contra
Urías heteo. Estoy seguro que él hubiese querido que fuera otro el que tuviera
que enfrentarlo, pero Jehová a quien le había dado la visión y por consiguiente
había enviado era a él. ¿Cómo corregir el pecado de un rey? Con sabiduría.
El profeta usó un incidente en el que ocurrió una gran injusticia, y cuando
David, apelado por su sentir justiciero, y lleno de furor le dijo a Natán: “Vive
Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte” (2 Samuel 12:5), el profeta le
contestó: “Tú eres aquel hombre” (v. 7), y entonces le dio la palabra completa
que Dios le había enviado. La palabra fue dura, cortante, verdadera, defini-
tiva, pero Natán lo hizo, porque esa era la visión que Dios le dio. Hay cosas
de la visión que no son fáciles comunicarlas, pero debemos decirlas, porque
tenemos que ser fieles, y ¡ay de nosotros si no damos el mensaje completo!
Isaías escribió: “Visión dura me ha sido mostrada” (Isaías 21:2). El profeta
dijo que la visión era dura, severa, pero hay que decirlo todo conforme a la
visión. Tratemos de entenderla y hablar de acuerdo a ella. Por eso, cuando cual-
quier ministro de nuestra congregación es enviado a ministrar a otras iglesias,
su trabajo es implantar los principios de la vida del reino de Dios, porque esa
es nuestra visión. Si fuera predicar por predicar, hay un montón de cosas de la
que podemos hablar, pero Dios solo nos revela lo que él quiere, de acuerdo al
propósito que tiene cada día, como parte del desarrollo de la visión.
El apóstol Pablo nunca se salió de la visión celestial, al contrario, él pagó
el precio de estar encadenado y ser llevado como preso de un lugar a otro,
pero lo que le mandó a hacer el Señor eso hizo. El Señor le dijo: “ahora te
envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y
de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón
de pecados y herencia entre los santificados” (Hechos 26: 18). ¿Qué hizo Pablo?
Arremetió contra el espíritu religioso para abrirles los ojos a los judaizantes; y

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escribió la epístola a los gálatas y también una a los romanos, ¿por qué lo hizo?
Porque esa fue la revelación que Dios le dio, para que a los que tienen un velo,
y están apegados a la ley y al Antiguo Pacto, él les abra los ojos a través de la
revelación de la gracia. Satanás les había cegado el entendimiento (v. 18), pero
Dios ahora se los abría por la fe en el Hijo.
Finalmente, quiero compartirte una enseñanza que Dios me dio de la
visión, pues sé que todos hemos sufrido por eso. La misma está contenida en
los siguientes versículos: “Pero aconteció que yendo yo, al llegar cerca de Damas-
co, como a mediodía, de repente me rodeó mucha luz del cielo; y caí al suelo, y
oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (…) Y los que
estaban conmigo vieron a la verdad la luz, y se espantaron; pero no entendieron
la voz del que hablaba conmigo” (Hechos 22:6-7,9). Cuando la visión se mani-
fiesta, solo permanecen aquellos a quienes Dios se la da. Nota que Pablo dice
que cuando el resplandor le rodeó, cayó al suelo, y los que con él andaban,
también vieron la luz, pero no entendieron la voz. Eso me explica por qué
muchos salen con nosotros y permanecen junto a nosotros en la visión, por
un tiempo, pero luego se apartan, porque “vieron la luz”, sus espíritus fueron
impactados y cegados por el resplandor, a tal punto que se espantan, pero tris-
temente se marchan. Vieron, oyeron, pero no entendieron. Por tanto, el que
nosotros hayamos permanecido es pura gracia de Dios, porque vimos, oímos
y entendimos. Hay muchos que andan con nosotros cuando Dios nos revela
algo, pero no captan nada y eso nos frustra, no lo entendemos ¡cómo puede
ser! Pero no debemos sentirnos mal, posiblemente no era para ellos esa visión,
pues ¿sabes quién oyó al Señor? Aquel a quien Dios se la dio.
Alguien que no oiga la visión, aunque la vea, no puede seguirla, por eso es
que esa persona se rebela y sigue sus propios caminos. Ellos dicen: « ¿Qué es eso
de visión? Hay una sola visión y todo el mundo la tiene», no entienden y se van.
A lo mejor, Dios a ellos les dará otra visión, y no es que se van a perder, pues
todos estamos seguros y salvos en Jesucristo, pero no permanecerán en el minis-
terio nuestro. Eso es muy importante que lo aclaremos. Dios a cada uno le ha
dado una visión celestial individual dentro
del Cuerpo. El Señor le habla a la mano
como mano, al pie como pie, al ojo como “Alguien que
ojo, al oído como oído, etc., pero el Cuerpo no oiga la
en conjunto también tiene que obedecer a
visión, aunque
una voz que le habló. Hay una visión indivi-
dual dada a los profetas, otra a los evangelis- la vea, no puede
tas, otra a los apóstoles, etc., que conforma y seguirla”

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es de acuerdo a ese propósito general que Dios da a un ministerio en particular.


En cuanto a la visión que el Señor nos dio a nosotros, como iglesia local, por
ejemplo, aunque muchos vieron, no la recibieron, porque no la oyeron, y por
ende, no entendieron. Mas, a quienes Él llamó, a esos que la luz derribó a tierra,
a quienes el Señor les hizo ver y oír, no solo tienen la responsabilidad, sino el
compromiso de servir y testificar de lo que han visto y oído (Hechos 22:15).
Cuando Pilato le preguntó a Jesús: “¿Luego, eres tú rey?”, Él le contestó: “Tú
dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio a la verdad” (Juan 18:37). El maestro estaba claro en cuanto a
la visión, al propósito que Dios tenía en la tierra con Él. Yo bendigo al Señor
por esto, pues esa revelación me ha consolado, cuando miro hacia un lado,
y veo el lugar vacío de hermanos preciosos que hoy no están con nosotros
por no haber entendido. Igualmente, cuántas veces yo con mi idealismo he
querido que todo el que escuche nuestra programación de radio y televisión o
nuestros mensajes en la congregación o los libros que hemos escrito, acepte o
entienda la visión, y no ocurre de esa manera. Nota que aquellos que iban con
Saulo, vieron el resplandor, vieron a Pablo humillado, hablando con el Señor,
vieron su ceguera e incluso lo ayudaron a llegar a Damasco, pero no siguieron
con él, se quedaron tan sólo en el espanto (Hechos 22:9).
Tampoco Pablo fue entendido por sus hermanos. Él tenía una visión dada
por el mismo Señor, pero algunos lo veían como un rebelde que se rebeló
contra el judaísmo y que quería sacar a los judíos de ser judíos, para volverlos
gentiles, alguien que quería cambiarles su visión. No entendían que él era el
hombre a través de quien Dios iba a dar a conocer el Nuevo Pacto, que iba
a dar a conocer el evangelio a los gentiles, al tiempo de bendecir también a
Israel que confiaba mucho en la Ley y en las letras del Antiguo Pacto. Era a
través del apóstol y sus epístolas que Dios iba a revelar aquellas cosas que Jesús
dijo, pero cómo él mismo escribió: “Os di a beber leche, y no vianda; porque
aún no erais capaces, ni sois capaces todavía…” (1 Corintios 3:2). Pablo fue
juzgado como un falso apóstol (1 Corintios 9:2); otros estaban con él, como
Demas, y luego lo abandonaron (2 Timoteo 4:10); en el caso de Himeneo y
Alejandro, no mostraron su fe ni mantuvieron buenas conciencias, por eso se
separaron (1 Timoteo 1:19-20). Y los otros, que anduvieron con Pablo, que
estaban inclusive en el mismo equipo, sin embargo, no entendían la visión y
le causaron muchos males (2 Timoteo 4:14).
Nosotros también, como iglesia, en este caminar con el Señor a través
de los años, hemos tenido muchas rebeliones. No creo que haya una iglesia
que no las haya tenido, aunque unas más que otras. Con todo, eso nos dolió

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y fuimos muy afectados al ver hermanos que -en nuestra forma de ver las
cosas- fueron llamados junto a nosotros, pero después se rebelaron, dándonos
cuenta que estaban contra la visión, y se fueron. Les pasó como a Caín que se
enojó contra Abel (Génesis 4:5), así éstos se enojaron contra los instrumentos
cuando ellos fracasaron, y no aceptaban que eso les ocurrió, porque siguieron
sus propias voces, no la voz de Dios. Mas, al final de cuentas, lo que quiero
destacar es que en el corazón de ellos lo que había era rebelión en cuanto a la
visión que Dios había dado a este pueblo.
¡Cuántos trataron de conducir a nuestra iglesia por otro camino! Muchos
llegaban de otros lugares con una maleta llena de planes, incluso yo mismo
tenía la mía; la visión que traje de la otra
iglesia, que ahora iba a perpetuar, pues ya
tenía la libertad de hacer las cosas, pensaba. “Cuando se
Por eso sufrí muchos chascos, y a veces me
comportaba como Balaam, que cuando el
entiende la
asna veía el ángel y retrocedía, golpeaba al visión, se toman
animal, porque no veía e insistía que la bes- las armas que
tia lo llevara por un camino que Jehová no el Señor ha
quería que él pasara (Números 22:27). Así proporcionado
duré como cinco años, en una amargura de
espíritu buscando una explicación, porque y se siguen las
yo sentía que había perdido algo, y anhela- instrucciones
ba aquellos tiempos donde Dios me usaba que Él ha dado”
de cierta manera, en la otra denominación
donde estaba, y quería que esa gracia siguie-
ra. No entendía que no era la misma visión, que allá era una visión y aquí era
otra. Por eso, cuando me decían a mí que no estaban de acuerdo con la visión,
yo les respondía: «Yo tampoco estoy de acuerdo, porque yo tengo una visión
y el Señor me la está desbaratando». Y ellos se espantaban y entendían mucho
menos. Y así duró Dios años tratando con mi vida para forjar la visión, y
ahora que pensaba que ya la tenía, me estaba diciendo que esa no era, porque
apenas empezaba…
Se enfrentan problemas y se sufre por seguir la visión. Vemos a Jesús en
su angustia, que clamaba a Dios diciendo: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué
diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre,
glorifica tu nombre” (Juan 12:27,28). Y dice Juan que vino una voz del cielo
que dijo: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (v.28), pero la multitud
que estaba allí, que incluso oyó la voz, decía que había sido un trueno y otros

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que era un ángel que le había hablado (v. 29). Nota que éstos sí oyeron, pero a
algunos les pareció como un trueno, y otros no reconocieron la voz del Padre,
¿por qué? Porque no entenderán la voz, aunque la escuchen, aquellos que no
han sido llamados. Pero Dios te ha dado a ti el entendimiento y también a
los que se añaden a la visión, de abrir sus corazones y seguirla; de buscar, en
los anales de la historia de la congregación, aquellos mensajes que muestran
la manera en que Dios ha guiado a su pueblo. Porque cuando se entiende
la visión, se toman las armas que el Señor ha proporcionado y se
siguen las instrucciones que Él ha dado.
Ahora, ¿cuál es la actitud que debe tener aquel que recibe una visión
celestial? Una actitud de acercamiento. Cuando Moisés vio la zarza ardien-
do, ¿qué dijo? “Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza
no se quema” (Éxodo 3:3). ¿Qué quiere Dios contigo, ministro? ¡Que te
acerques! Que tú veas -si es que estás convencido que es una gran visión de
Dios- no a cuatro paredes o el espacio X que ocupa la iglesia, sino que mires
a un Dios que está ardiendo en fuego y no se quema. En aquel tiempo era
una zarza que ardía y no se quemaba, y la visión de Moisés estaba puesta en
un árbol, pero ahora la visión no está puesta en un arbusto, sino en un Dios
sentado en el trono, y al Cordero. Y si Moisés se sintió maravillado, impac-
tado por la grande visión y se acercó, tú también debes acercarte. Acerca
tu corazón a la visión, porque donde está el tesoro está también el corazón
(Mateo 6:21). Mira la gran visión y, como Moisés, medita también sobre
por qué causa la “zarza” no se consume. Escucha los mensajes, para que
sepas qué Dios está ministrando, oye las profecías para que recibas lo que
Dios está revelando. ¡Acércate! El Señor no está diciendo una cosa ahora y
dentro de dos meses o un año va a decir otra, sino que nos conduce, según
el propósito, en una sola dirección.
Otra correcta actitud hacia la visión celestial es considerarla e intentar
entenderla, como hizo Daniel: “mientras yo Daniel consideraba la visión y pro-
curaba comprenderla…” (Daniel 8:15). El considerar una cosa es lo contrario
a ignorarla, a no prestarle atención, sino inquirir en ella, desear entenderla,
prestarle la atención debida, para discernir y conocer la sabiduría que hay en
ella. Daniel, a quien Dios le había dado tanto discernimiento, no dijo: «Oh,
sorprendente la forma como sacrifican en el cielo… ¡Tremendos cuernos los
de esos carneros!», sino que la tomó en serio, como diciendo: « ¿Qué es lo que
Dios me quiere mostrar con todo eso? ¿Cuál es su significado?». También
María tuvo una actitud correcta hacia la visión del Salvador del mundo. Dice
la Biblia que ella guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón

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el llamamiento es conforme 233
al propósito suyo

(Lucas 2:19,51). Ella no se vanagloriaba al ver reyes y sabios adorando a su


niño en un pesebre (vv. 17-18). Tampoco se burló en el templo de aquellos
doctores de la ley, que se sentaron a oír y a preguntarle a Jesús, siendo un niño,
maravillados de su inteligencia y de sus respuestas, sino que María lo mante-
nía y lo meditaba constantemente en su corazón (Lucas 2:46-51).
También Daniel procuró entenderla, y esa igualmente debe ser nuestra
actitud: « ¿Qué es lo que Dios me quiere decir?». Nota que al ver esa actitud
en él, entonces se oyó la voz del Señor diciendo: “Gabriel, enseña a éste la
visión” (Daniel 8:16), porque Gabriel era el ángel revelador de los mensajes de
Dios, como ahora para nosotros es el Espíritu Santo (Juan 16:13). Por tanto,
¿quiénes van a tener al Espíritu Santo al lado? Los que consideran la visión, los
que procuran entenderla. Así hará Dios contigo, cuando te vea inquiriendo
delante de Él el significado de lo que Él está mostrando. Fue tanto el deseo
de Daniel de entender la visión que hasta se enfermó, como tal escribió: “Y yo
Daniel quedé quebrantado, y estuve enfermo algunos días, y cuando convalecí,
atendí los negocios del rey; pero estaba espantado a causa de la visión, y no la
entendía” (Daniel 8:27). ¿Quién que tenga una revelación de la voluntad de
Dios se quedará igual y no se quebrantará o enfermará por entenderla?
No hay quien al tener una revelación no caiga en una crisis por no enten-
derla, o sienta una carga, o una aflicción por causa de la visión. Hay un peso
muy grande para ministrar esas cosas, para que no se malogre el plan de
Dios en tu vida, pues, como bien dijo el apóstol: “Y para estas cosas, ¿quién es
suficiente?” (2 Corintios 2:16). Daniel se enfermó porque no entendía. Posi-
blemente, muchos de nosotros al no entender el trato de Dios, por el propó-
sito, nos ponemos tan susceptibles, y nos quebrantamos y lloramos, a punto
de enfermarnos. Estamos perplejos, pero, como Dios nos ama, así como a
Daniel, dará la orden a nuestros sentidos espirituales de entender y como a
Pablo, caerán las escamas de nuestros ojos.
Me llama la atención que Daniel no solamente se enfermó, sino que con la
visión le sobrevino dolores, y se quedó sin fuerza (Daniel 10:16). Hay quienes
deseamos la visión sin dolores, pero la visión viene en un kit, en un equipo
completo, pues junto con la visión viene el padecimiento. La visión de Dios es
como una mujer en parto, que junto con el niño, también vienen dolores. Hay
quienes quieren parir sin dolor, pero la Biblia dice: “con dolor darás a luz los
hijos” (Génesis 3:16), por tanto, no hay quien se escape. Así también la visión
viene con dolores, y si queremos ver el muchachito -la visión-, y soñamos con
palparlo, hay que estar dispuesto a sufrir los dolores, a pujarlo y a parirlo.

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234 la honr a del ministerio

La visión también trae un conflicto grande. Daniel escribió: “En el año


tercero de Ciro rey de Persia fue revelada palabra a Daniel, llamado Beltsasar;
y la palabra era verdadera, y el conflicto grande; pero él comprendió la palabra,
y tuvo inteligencia en la visión” (Daniel 10:1). Todo lo que Dios muestra es
verdadero, por eso el conflicto es grande, muy grande. Hay quienes se sienten
honrados por la visión de Dios, se sienten privilegiados por esa gracia, pero
se asombran cuando tienen que vivir el conflicto de la visión, y muchos no
están dispuestos a sufrirlo. El conflicto viene porque hay que obedecer a Dios
y eso pone presión sobre nosotros. Son muchos los aprietos que trae la visión,
además de largas noches de insomnio, porque el sueño huye de nuestros ojos,
tratando de entender. También se crean crisis con los hermanos, porque casi
nunca entienden y nos juzgan y nos ven mal.
Una de las cosas que sufren las iglesias y los hombres de Dios, a quienes
Dios les da visión celestial, es el dolor de la amputación que tienen que sufrir.
Jesús, al ver que muchos de sus discípulos volvieron atrás, les dijo a los doce:
“¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan 6:67). Los que se fueron y lo deja-
ron no eran de la visión, pero los que se quedaron, participaron de la visión.
Nuestra congregación también ha sufrido y sé que no hay iglesia que se haya
escapado de sufrir la amputación de muchos de sus miembros, que estuvie-
ron en el momento en que Dios da la visión, pero no la oyen ni la entienden.
Nosotros nos asombramos cuando vemos que se espantan y se van; y lo sufri-
mos, porque deseamos que ellos también participen, pero la Palabra es muy
clara, solamente van a entender aquellos que han sido llamados a la visión, los
demás no serán ni ministros ni testigos de la misma.
Dios quiere que entendamos eso, y yo soy el primero que debo entenderlo,
porque me aflijo cuando veo que los que están alrededor no entienden. Mi
espíritu se entristece porque considero que el deseo de todo hombre de Dios es
que todos entiendan la visión, que a todos les sea revelada, que todos participen,
pero no sucede así. Ese es el conflicto, ese es el gran dolor. Pero Daniel com-
prendió la visión de Dios y tuvo inteligencia acerca de ella, o sea, entendió el sig-
nificado plenamente. Jesús dijo: “La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque
ha llegado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la
angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo” (Juan 16:21). Es
decir, que mientras dura el parto hay dolor, hay conflicto (¿qué será, cómo será,
cuándo nacerá?), pero luego que ha dado a luz al bebé, la mujer ni se acuerda del
dolor, porque siente un gran gozo y toda su atención está en “el niño”, es decir,
que el propósito de Dios se cumpla en la tierra.

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el llamamiento es conforme 235
al propósito suyo

Personalmente, he notado que aquellos que como Daniel estén dispuestos


a sufrir los dolores por la visión, el quebranto por la visión, la debilidad por la
visión y se atrevan a meterse en el conflicto por la visión, tendrán compren-
sión y sabiduría acerca de ella. Es una conducta de Dios que cuando Él quiere
hacer algo grande en medio de su pueblo, trae quebrantamiento, como dijo el
proverbista: “antes de la honra es el abatimiento” (Proverbios 18:12). Cuando
Dios derrama su presencia, trae un tiempo de quebrantamiento, para preparar
a su pueblo para una gran bendición. Entonces viene su Palabra como fuego
y como martillo que quebranta la piedra (Jeremías 23:29), revelando aquellas
cosas que están de acuerdo con la visión y lo que hay que padecer por ella.
No obstante, hay quienes cuando les tocan sus “becerros de oro” reaccio-
nan contra el mensaje y no estiman el consejo, sino que lo aborrecen y se
rebelan contra él. Entonces se levantan con su trompeta, dando sonido incier-
to, y cuando Dios dice quebrantamiento,
ellos dicen gozo, para cambiarle el rumbo al
pueblo. Y dicen: «Qué tanto lloriqueo, “Una visión
vamos a gozarnos; Cristo ya venció», divor- celestial es una
ciados totalmente del sentir del Espíritu
Santo, y llevando al pueblo por un lado que aparición de Dios
no es el lado que el Señor está indicando. a una persona,
¿Por qué? Porque no oyeron ni entendieron para revelarle
la visión y no pueden fluir en ella, y en vez algo específico,
de humillarse delante de Dios y pedirle la
a fin de que
revelación, se levantan contra ella.
Entender las cosas del Señor es miseri- realice una
cordia de Dios. La Biblia dice que es el soplo misión especial,
del Omnipotente lo que hace que el hombre dentro de Su
entienda las cosas que son del Espíritu (Job propósito eterno”
32:8). Si tú eres creyente, y escuchas de la
visión, pero no la entiendes, lo que debes
hacer es hablarle al Señor y pedirle: «Revéla-
me la visión de este pueblo, porque yo no quiero simplemente leer una profecía
de un libro sellado; yo no quiero ser un profeta de esos que están dormidos,
porque Jehová ha derramado espíritu de sueño sobre ellos y cerró sus ojos y
puso un velo en sus cabezas (Isaías 29:10), y ¡no disciernen! No quiero estar
embriagado con el vino de la ignorancia, y no poder comprender la visión. ¡Yo
quiero ser parte de eso que estás haciendo y vas a hacer! Déjame ver la visión,
permíteme escuchar la voz». ¿Para qué andar, simplemente, espantado con el

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236 la honr a del ministerio

pueblo que tiene la visión, o acompañar a los hombres a quienes Dios se la


ha revelado, y no tener nada que ver con ellos? Como los hijos de Sarvia, que
andaban junto a David, pero no tenían su espíritu ni su corazón (2 Samuel
16:10; 19:22). Nadie puede entender si Dios no abre los ojos.
A la visión hay que acercarse, hay que entenderla, hay que considerarla,
hay que amarla, hay que desear más de ella, hay que entregársele con toda la
pasión y seguirla. Cuando te metes en la visión, te sometes a ella y la sufres,
como Daniel. Se fluye en la visión, cuando
la entiendes y puedes expresar su significa-
“Si la visión no do. He visto personas que tienen tremendos
vino de Dios, dones y predican muy lindos mensajes, pero
el resultado lo que están predicando no es lo que Dios
quiere que se predique, por eso no fluyen ni
tampoco se ve la gracia en ellos, pues es como si vio-
será de Él” lentaran el plan de Dios. Por eso, mis con-
siervos en el ministerio, y yo preferimos
pagar el precio de pasar el tiempo que fuese
necesario, buscando la voluntad de Dios en cuanto al mensaje, antes de pre-
dicar cualquier sermón. A veces estamos todo el día preparando nuestro cora-
zón y el Señor no nos da nada y todavía ya estamos en el servicio de adoración
y estamos inquiriendo: «Señor, por favor ¿qué es lo que tú quieres que yo pre-
dique?» Porque hemos entendido que si vamos a predicar debe ser lo que Dios
quiere decir, de otra manera no vamos a fluir. Puede ser que el mensaje sea
muy bueno, pero no vamos a exponerlo en el Espíritu. Lo he visto, cuando he
preparado un mensaje y digo: «Tremenda revelación. Esto va a impactar a la
iglesia», lo predico y sin embargo nadie reacciona. Luego, con un tema senci-
llo que Dios me lo ha dado prácticamente antes de ir al púlpito, noto lo
mucho que fueron bendecidos los hermanos. Por lo que aprendo que si Dios
quiere en ese momento hablar y tú le prestas tu boca, entonces Dios fluirá a
través de ti y su pueblo será edificado y bendecido.
El Señor dijo: “Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los
cielos” (Mateo 13:11), ¿a quiénes? A los que aman y celan la visión. A esos se les
van a abrir los tesoros de la sabiduría de Dios para ver el propósito. No tanto
la forma (cómo lo voy a decir ni cómo lo voy a ilustrar en la Biblia, pues eso
también viene en la bendición), sino que lo más importante es describir lo que
está en el corazón de Dios y transmitirlo. Entiendo que a veces no tenemos las
palabras para comunicarlo, solo la idea y el corazón que está lleno de su revela-
ción, pero Dios nos va a dar la dicha que cuando salga el mensaje, aunque sea

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el llamamiento es conforme 237
al propósito suyo

por señas, Él abrirá el oído y el entendimiento de su pueblo para que entiendan.


Por tanto, primeramente acércate a la visión, después considera la visión, incluso
ora y ayuna como Daniel (cuando procuraba entenderla), y disponte a sufrir los
dolores, la debilidad y el quebranto, por entender la visión. Luego, sométete a la
visión y déjate guiar por ella, así Dios va a ser glorificado, pues su plan se va a
cumplir y tú serás un instrumento efectivo en sus manos.
Finalmente, antes de terminar esta parte y este capítulo, considero nece-
sario hacer algunas aclaraciones, para que se entienda claramente este mensaje
y seamos verdaderamente edificados. Comencé este segmento definiendo lo
que era una visión de Dios y dije que una visión celestial es una apari-
ción de Dios a una persona, para revelarle algo específico, a fin
de que realice una misión especial, dentro de Su propósito eter-
no. Esta definición está basada en la experiencia de los hombres que Dios
llamó o se les apareció, según los relatos bíblicos que ya hemos visto.
Nota que la visión es una aparición de Dios, donde Él se revela, habla,
instruye, ordena, etc. Hoy se llama visión a los ideales ministeriales y a las
metas, proyectos y sueños del ministro de la iglesia o denominación. A la luz
de esta enseñanza bíblica, queda claro que estas no son visiones celestiales, sino
humanas, por consiguiente, cuando se logran se constituyen en las “plantas que
no plantó mi Padre”, como dijo el Señor (Mateo 15:13), visiones de sus propios
corazones (Jeremías 14:14). Dios no respalda las buenas ideas, sino sus ideas, y
sólo está comprometido con su propósito, no con sueños, proyectos ni delirios
de los hombres. No obstante, el hecho de que una idea o iniciativa nuestra se
realice con resultados admirables o asombrosos, no significa que era de Dios
o que Él la haya respaldado. La inteligencia e ingenio, junto a la disciplina del
hombre siempre han logrado grandes realizaciones. Pero, si la visión no vino
de Dios, el resultado tampoco será de Él. Las visiones humanas, al
final, han traído deshonra al nombre de Dios y confusión al pueblo. Alguien
dijo: «una visión, más otra visión, más otra visión es igual a una división». Esto
es cierto y así sucede cuando las visiones proceden del hombre.
Lo segundo que quiero aclarar es que la iglesia de Cristo en el mundo,
en cuanto al propósito general de Dios, solo tiene una visión. ¿Nos estamos
contradiciendo? No. Lo que estamos diciendo es que una cosa es el propósito
general de Dios con la iglesia, como cuerpo universal, y otra el propósito espe-
cífico o individual que Dios asigna a una congregación local, a un ministro o
ministerio. Lo voy a ilustrar con el siguiente ejemplo: El propósito general de
Dios es semejante a un proyecto grande de construcción, mediante el cual, Él
está haciendo un edificio o templo espiritual. Él es el perito arquitecto, pues

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238 la honr a del ministerio

creó el diseño y asigna a unos la estructura (apóstoles y profetas -1 Corintios


3:10- ), a otros la electricidad, a otros la plomería, a otros la carpintería, a
otros la pintura, a otros la decoración, etc. Todos trabajamos en ese propósito
general, cuando realizamos nuestras asignaciones o funciones específicas.
Esas asignaciones distintas o funciones diversas las podemos considerar
como “las visiones de Dios”, en cuanto a nuestras tareas particulares. Por
ejemplo, a Moisés le dio la visión de sacar a Israel de Egipto y pastorearlo por
el desierto. A Josué le asignó la visión de sacar a los cananeos de la tierra y
darle heredad a Israel en la tierra prometida.
A Jeremías le delegó el anunciar el castigo
del cautiverio; a Saulo ser el apóstol de los
“Todo aquel que gentiles, y a Pedro el de la circuncisión
(Gálatas 2:7-8), etc. En resumen, la suma de
ha sido llamado “todas las visiones” debe reflejar y constitu-
por Dios al ye el propósito general de Dios con su
ministerio pueblo.
cristiano, Nuestro fin, en lo que hemos
debe guiarse expuesto, es mostrarte que el lla-
mamiento siempre será de acuerdo al
estrictamente propósito de Dios. La visión celestial nos
por la ha servido como ilustración o ejemplo, para
instrucción de hacer entender este tópico. Cada vez que
Dios” Dios se apareció a alguien le dio una visión
celestial, pues tenía el propósito de que esa
persona entendiese y realizara algo específi-
co, de acuerdo al plan divino. Así, cada apa-
rición o visión de Dios, generalmente, viene acompañada de instrucciones, para
que la persona llamada realice la encomienda divina.
Todo aquel que ha sido llamado por Dios al ministerio cristiano, debe
guiarse estrictamente por la instrucción de Dios. Así como ninguno se lla-
mó a sí mismo al ministerio, tampoco nadie debe realizar su propia visión.
Dios, el que llama, es el único que nos puede decir: “… para esto he apareci-
do a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto” (Hechos
26:16).

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Capítulo IV

El LLAMAMIENTO ES CONFORME
A SU PROCEDENCIA

“Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celes-


tial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión,
Cristo Jesús”
–Hebreos 3:1

C
uando el Señor Jesús enseñó a sus discípulos a orar, les dijo: “Vosotros,
pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea
tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así
también en la tierra” (Mateo 6:9-10). Por tanto, todo aquel que ame y desee el
reino de Dios, debe amar y desear todo lo que pertenezca a ese reino. ¿Por qué
dice: “como en el cielo”? la respuesta es simple, el reino que estamos pidiendo
que venga a nosotros es el de los cielos. El Padre, a quien se le hace la petición,
es el Rey de ese reino que habita en el cielo; Su trono y Su morada están en
los cielos, por tanto, Su reino es celestial. Dios reina en conformidad a Su
manera de ser y pensar, por lo cual, tal como es el pensamiento de Dios, así es
Él (Isaías 55:8-9). De acuerdo a Su naturaleza así es Su reino, por ejemplo, Su
reino es santo porque Él es santo; Dios reina en justicia porque Él es el justo;
Su reino es eterno porque Él también lo es.

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240 la honr a del ministerio

Nuestro Señor Jesucristo, revelándoles el reino de Dios a sus discípulos,


usó muchas veces la metáfora: “El reino de Dios es semejante a…” (Mateo
13:24, 33,44-45,47). Esto nos enseña que el reino de los cielos tiene una natu-
raleza que lo caracteriza. El apóstol Pablo escribió: “…porque el reino de Dios
no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos
14:17). También dijo: “Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en
poder” (1 Corintios 4:20). Los apóstoles enseñaron que lo que no es compati-
ble con el reino de los cielos ni es de acuerdo a su naturaleza, no tiene parte ni
herencia en él. La Palabra dice: “¿No sabéis
que los injustos no heredarán el reino de Dios?
No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, “En las
ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que
se echan con varones, ni los ladrones, ni los
enseñanzas
avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, bíblicas, el lugar
ni los estafadores, heredarán el reino de Dios. de procedencia
(...) Pero esto digo, hermanos: que la carne y la de las cosas
sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni define la
la corrupción hereda la incorrupción.(...) Por-
que sabéis esto, que ningún fornicario, o naturaleza de
inmundo, o avaro, que es idólatra, tiene las mismas”
herencia en el reino de Cristo y de Dios”
(1 Corintios 6:9-10; 15:50; Efesios 5:5).
La naturaleza del reino de los cielos repele todo lo que es contrario a ella,
por ejemplo, el pecado. La Biblia nos enseña que los creyentes en el Señor
Jesucristo hemos sido trasladados de la potestad de las tinieblas al reino de la
luz (Colosenses 1:13). El Maestro enseñó que es necesario nacer del Espíritu
para entrar en el reino de Dios (Juan 1:5). En el mismo contexto, en su diálo-
go con Nicodemo, al contestar a su pregunta“¿Cómo puede hacerse esto?” (Juan
3:9), Jesús le dijo: “Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si
os dijere las celestiales?” (v. 12). Y más adelante, aplicando la enseñanza dice:
“El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas
terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos” (Juan 3:31).
Es notorio que en las enseñanzas bíblicas, el lugar de procedencia
de las cosas define la naturaleza de las mismas. Las cosas de abajo son
terrenales, por tanto, su naturaleza es terrenal. De la misma manera, las cosas
de arriba son celestiales y su naturaleza es celestial. El apóstol Pablo escribió: “Y
el Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial” (2
Timoteo 4:18). El adjetivo “celestial” no sólo define la procedencia o el lugar

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el llamamiento es conforme 241
a su procedencia

geográfico de dicho reino, sino su naturaleza. La Biblia llama a Dios “Padre


Celestial” (Mateo 6:14, 26,32; 15:13; 18:35; Lucas 11:13); a Su reino celestial
(2 Timoteo 4:18); a las cosas de arriba, celestiales (Juan 3:12); a la imagen del
hombre resucitado, celestial; y al cuerpo que traeremos, celestial (1 Corintios
15:48,49). La Palabra también se refiere a nuestra habitación que será celestial (2
Corintios 5:2), y nos habla del don celestial (Hebreos 6:4), de la “patria celestial”
(Hebreos 11:14-16); de “Jerusalén, la celestial” (Hebreos 12:22); de “los ejércitos
celestiales” (Apocalipsis 19:14), y de la visión celestial (Hechos 26:19).
En el versículo con que presidimos este capítulo, el escritor de la epísto-
la dice: “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial…”
(Hebreos 3:1). Nota que al llamamiento del cual participamos se le llama celes-
tial. ¿Por qué nuestro llamamiento es celestial? Busquemos respuesta a esta inte-
rrogante en el testimonio de Saulo de Tarso acerca de su llamamiento, en el cual
él mismo relata: “Ocupado en esto, iba yo a Damasco con poderes y en comisión
de los principales sacerdotes, cuando a mediodía, oh rey, yendo por el camino, vi
una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual me rodeó a mí y a
los que iban conmigo. Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me
hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa
te es dar coces contra el aguijón. Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor?” (Hechos
26:12-15). El apóstol cuenta que la luz que le rodeó provenía del cielo y también
la voz que le habló (Hechos 26:13), y por esa razón, el apóstol llamó celestial a
aquella visión (v. 19). Mas, la visión no solo era celestial porque procedía del cie-
lo, sino porque poseía la naturaleza, el carácter y el propósito del reino celestial.
Notemos lo que dijo la voz del que hablaba desde el cielo:

“Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte sobre


tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por
ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en
que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles,
a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se
conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a
Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados
y herencia entre los santificados”
(Hechos 26:15-18)

El mensaje que anuncia el llamamiento celestial convierte a los hombres


de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios. Cuando el após-
tol escribió a los gálatas acerca de la manera en que recibió el evangelio y el

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242 la honr a del ministerio

llamamiento divino les enfatizó: “Mas os hago saber, hermanos, que el evange-
lio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí
de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo. (…) Pero cuando agradó
a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia,
revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles, no consulté en
seguida con carne y sangre…” (Gálatas 1:12,15-16); fíjate en sus expresiones
aclaratorias destacadas en negritas. La frase “carne y sangre” en el lenguaje
del Nuevo Testamento no solo se refiere al hombre en sí, sino también a la
naturaleza adánica que reina en él, la cual es contraria al reino de Dios y a su
llamamiento.
Si el llamamiento que hemos recibido es celestial, entonces no es de hom-
bre ni por hombre, ni tampoco posee la naturaleza de la “carne y la sangre”.
Nuestro llamamiento es celestial porque
procede del cielo y se originó en Dios
“Cuando no (Hebreos 3:1; Gálatas 1:15), por lo que en su
andamos como contenido, carácter y propósito, necesaria-
es digno del mente, refleja la naturaleza del Padre celes-
tial y Su reino de gloria. El Señor espera que
llamamiento
los que somos participantes del llamamien-
celestial, to celestial andemos como es digno de él. El
nos hacemos apóstol inspirado por el Espíritu dijo: “Yo
indignos del pues, preso en el Señor, os ruego que andéis
mismo” como es digno de la vocación con que fuisteis
llamados, con toda humildad y mansedum-
bre, soportándoos con paciencia los unos a los
otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”
(Efesios 4:1-3). Nota que andar como es digno del llamamiento es lo mismo
que andar de acuerdo al carácter o naturaleza de Dios y a Su reino que es
humildad, mansedumbre, paciencia, amor y paz. En otra parte dice, enfati-
zando el mismo pensamiento: “Por lo cual asimismo oramos siempre por voso-
tros, para que nuestro Dios os tenga por dignos de su llamamiento, y cumpla todo
propósito de bondad y toda obra de fe con su poder” (2 Tesalonicenses 1:11). De
esta palabra inspirada, podemos deducir que el llamamiento de Dios nos lleva
a Su propósito de bondad y a Su obra de fe con Su poder. Si combinamos estas
dos porciones bíblicas, podemos concluir que cuando no andamos como es
digno del llamamiento celestial, nos hacemos indignos del mismo. Enten-
der esto es de suma importancia para los que somos participantes de ese hon-
roso llamado, por lo que te invito a que estudiemos el significado del

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el llamamiento es conforme 243
a su procedencia

llamamiento celestial y sus implicaciones en las secciones en que hemos divi-


dido este capítulo.

4.1  El Bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres?


“Jesús, respondiendo, les dijo: Os haré yo también una pregunta;
respondedme, y os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bau-
tismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres? Respondedme”
-Marcos 11:29-30.

La porción bíblica que nos sirve de tema y que también titula este segmen-
to, nos habla de un incidente que ocurrió a nuestro Señor cuando al volver de
Jerusalén se le acercaron los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos
de Israel, y le preguntaron: “¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te dio
autoridad para hacer estas cosas?” (Marcos 11:27-28). Nota quiénes le formu-
laron la pregunta al Señor: los líderes religiosos de aquel tiempo, aquellos que
habían sido puestos en autoridad. Sin embargo, es el espíritu de Satanás que
pone la pregunta en la boca de ellos, porque al diablo le gusta hacer preguntas
para sembrar duda e incredulidad, de la misma manera que él acosó a Jesús en
el desierto. Allí, varias veces le dijo con insinuaciones: “Si eres Hijo de Dios…”
(Lucas 4:3,9), ahora, con su acostumbrada astucia y doble intención, le dice:
“¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te dio autoridad para hacer estas
cosas? (Marcos 11:28).
La Biblia dice que Jesús fue llevado al desierto para ser tentado por el dia-
blo (Mateo 4:1), así Dios nos pondrá en esa situación, para que veamos cómo
el diablo y sus demonios, a través de la boca de cualquier hombre contrario
a la verdad, pudiera venir directamente a cuestionarnos sobre nuestro llama-
miento. Mas, como el Señor, también nosotros tenemos que tener respuestas
para el diablo, respuestas para los enemigos, y respuestas para nosotros mis-
mos en nuestra conciencia, si queremos ser transparentes delante de Dios. No
obstante, para poder responder adecuadamente y callar la boca de esos espíri-
tus inmundos, tendríamos que estar seguros de nuestro llamamiento.
¿Cuál era la intención de estos hombres al formular dicha pregunta al
Señor? No es difícil saberlo, los evangelios muestran que ellos estaban envi-
diosos, por el ministerio de Jesús (Mateo 27:18). Les preocupaba sobremanera
que la multitud le siguiera y decían: «Este hombre no estudió en la escuela
de los rabinos, no pertenece al sanedrín, ninguno de nosotros lo ha apartado

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para que sea un rabí, pero anda enseñando, obrando y predicando, y le lla-
man “maestro”. Si nosotros somos las autoridades espirituales en esta nación,
¿cómo es que no le conocemos? ¿Con qué autoridad él hace estas cosas?».
Obviamente, los líderes de Israel, los principales sacerdotes y los fariseos se
sentían amenazados con el ministerio de Jesús, pues eran muchos sus mila-
gros y señales, y la multitud que le seguía, para negar el poder que se mani-
festaba en Él.
Mas, no hay autoridad que no venga de arriba, porque la autoridad la
da Dios, y esa autoridad la recibió Jesús. Él dijo: “Toda potestad me es dada
en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). Por eso, cuando Poncio Pilato trató
de avergonzarlo, y quiso reaccionar frente al silencio de Jesús, pues estaba
confundido al ver su serenidad y templanza, quiso hacerlo hablar cuando él
quería callar, le dijo: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para
crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” (Juan 19:10). Jesús, que hasta
ese momento no había hablado -pues Él no hablaba si el cielo no se abría y
había instrucción de Dios- alzando la cabeza lo miró, y vio que debajo de esa
aparente firmeza y voz dura, en los ojos de este hombre se escondía un gran
temor, entonces le dijo de manera categórica: “Ninguna autoridad tendrías
contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado,
mayor pecado tiene” (v. 11). Y si Pilato estaba temeroso por la situación, al oír
sus palabras se le acrecentó el miedo, y empezó a buscar todos los medios para
soltarle (v. 12).
De hecho, los líderes de Israel y los principales sacerdotes tenían cierta
potestad, pero solamente era la autoridad que da la posición. Es innegable que
la posición da una autoridad, y el primero que la respeta es Dios. Digamos
que ellos tenían la credencial eclesiástica, pero no tenían la autoridad divina.
Así en este tiempo, también, existen dos autoridades: la autoridad que da la
posición y la autoridad que da la unción; la autoridad que da la institución y
la autoridad que da el llamado de Dios.
Una vez, estudiando sobre la autoridad, me quedé perplejo y maravillado,
porque yo era uno de los que reprendía al diablo e insultándole le decía: «Mira
tú, diablo mentiroso, diablo sucio, vete al infierno», etc., pero ese día el Señor
me reprendió diciendo: «No vuelvas más a dirigirte a Satanás de esa manera»,
y me dije: «¿Será Dios que me está hablando?, ¿es mi mente o es Dios que está
abogando por el diablo?», pero el Señor me dijo: «Soy yo el que te hablo y te
digo una cosa: el diablo me blasfema, induce a los hombres a que me nieguen,
y pequen contra mí, y tiene sus métodos para hacerlo, pero yo soy Dios, el
Santo de los santos, y nunca he usado insultos. El insulto es un recurso del que

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está vencido, y yo no lo estoy, pues aun sobre el infierno tengo la autoridad».


También el Señor me dijo: «Nota que cuando hubo la pelea por el cuerpo de
Moisés, el arcángel Miguel no se atrevió a proferir maldición contra el diablo,
sino que solo lo reprendió (Judas 1:9). Mira como mi siervo Pedro y Judas se
refieren de los que no temen decir mal de las potestades superiores, los llaman
blasfemos, atrevidos y contumaces (2 Pedro 2:10; Judas 1:8)». Al escuchar
esto, yo temblé, porque vi que el maldecir no era una conducta del reino de los
cielos, entonces cambié mi lenguaje para seguir el método de Dios. El Señor
nos enseña a respetar toda autoridad, no importa si es ilegítima.
Todo aquel que basa su autoridad en una credencial o posición no tiene la
autoridad espiritual. De hecho, cuando un ministro se aferra a la autoridad
de la posición es porque ha perdido la de su llamamiento. Al darnos cuenta
que hemos perdido la autoridad divina, nos parapetamos en la posición, y
decimos: «Yo estoy aquí porque a mí me mandó Dios; yo soy el pastor, el líder
en este ministerio y hay que sujetarse a mí». Entonces, a todo el que viene
diciendo “en el nombre del Señor” lo cues-
tionamos y nos oponemos, porque nos sen-
timos con derecho para hacerlo. Mas, en el “Cuando un
fondo lo que nos mueve actuar de esta ministro se
manera es el miedo de saber que no tene-
mos la autoridad espiritual que nos había
aferra a la
dado Dios, sino la de los hombres. Es por autoridad de
eso que nos preocupa todo movimiento la posición
espiritual, todo lo que nos pueda sustituir, y es porque ha
nos metemos en competencias, asumiendo perdido la
actitudes y neutralizando el ministerio de
los otros, porque lo vemos como una ame- autoridad de su
naza para el nuestro. Mas, el que sabe quién llamamiento”
es en Dios, y tiene la seguridad de la autori-
dad recibida, no obra de esa manera.
Hoy en día la iglesia está viviendo lo mismo. El “sanedrín” que tiene la
posición eclesiástica se siente amenazado cuando ve a Dios que levanta sus
profetas, a sus ungidos, que no están necesariamente sometidos a una orga-
nización, y que no ministran por la posición, sino por la autoridad que Él
les dio. Entonces, se preguntan lo mismo: « ¿Y este de dónde salió? ¿En qué
seminario estudió? ¿A qué concilio pertenece? ¿bajo qué cobertura está minis-
trando? ¿Cuál es su posición? ¿Con qué autoridad hace estas cosas y quién
se la dio?», de la misma manera que para los líderes de Israel, Jesús no estaba

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autorizado a predicar, porque no estaba bajo la cobertura de su autoridad. Esa


fue la razón por la que Jesús no les contestó sus preguntas, pues vio en ellos
una solapada intención, y por eso les dijo: “Os haré yo también una pregunta;
respondedme, y os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan,
¿era del cielo, o de los hombres? Respondedme” (Marcos 11:29-30).
La Biblia describe a Jesús como alguien que tenía autoridad divina. Los
evangelios registran que Jesús: “… les enseñaba como quien tiene autoridad,
y no como los escribas. (...) Y todos se asombraron, de tal manera que discutían
entre sí, diciendo: ¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta, que con autoridad
manda aun a los espíritus inmundos, y le obedecen? Y se admiraban de su doc-
trina, porque su palabra era con autoridad” (Mateo 7:29; Marcos 1:27; Lucas
4:32). Él hablaba con autoridad y no como los escribas y fariseos que se basa-
ban en interpretaciones nada más, y no en la Palabra ungida de Dios. Jesús
hablaba aplicando la Palabra de Dios, por eso nadie podía resistirle.
De hecho, los evangelios registran que incluso, aquellos alguaciles que fue-
ron enviados a aprehender a Jesús dijeron a los principales sacerdotes, que le
reclamaron el no haberlo traído preso: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como
este hombre!” (Juan 7:46), porque nunca ningún hombre había hablado como
Él. La autoridad de su vida sometida al Padre, se manifestaba en sus palabras,
pero, ¿qué hablaba Jesús? El maestro hablaba la Palabra de Dios y no tradiciones
humanas. Él aplicaba la cátedra de Moisés, en cambio los escribas y los fariseos
“se sentaban” en ella, es decir, solamente la citaban, pero no la creían, no era
parte de sus vidas (Mateo 23:2). Jesús sabía quién él era y lo decía constante-
mente, porque era algo que todos debíamos saber. El Señor dijo:

“Yo soy el pan de vida;(...) Yo soy el pan que descendió del cielo
(...) Yo soy la luz del mundo; (...) Yo soy el que doy testimonio
de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí.
(...) Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este
mundo, yo no soy de este mundo. (...) si no creéis que yo soy, en
vuestros pecados moriréis. (...) Cuando hayáis levantado al Hijo
del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por
mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. (...) De
cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy. (...) De
cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. (...) Yo soy
la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y
hallará pastos. (...) Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida
da por las ovejas. (...) Yo soy la resurrección y la vida; el que cree

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en mí, aunque esté muerto, vivirá. (...) Yo soy el camino, y la


verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. (...) Creed-
me que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera,
creedme por las mismas obras. (...) Yo soy la vid verdadera, y mi
Padre es el labrador. (...) el mundo los aborreció, porque no son
del mundo, como tampoco yo soy del mundo”
(Juan 6:35,41; 8:12,18,23,24,28,58;10:7,9,11; 11:25;14:6,11;15:1;17:1).

Todo lo que Jesús era lo basaba en el Padre. Inclusive, él dijo refiriéndose


a Juan el Bautista: “Él era antorcha que ardía y alumbraba; y vosotros quisisteis
regocijaros por un tiempo en su luz. Mas yo tengo mayor testimonio que el de Juan;
porque las obras que el Padre me dio para que cumpliese, las mismas obras que yo
hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado. También el Padre que
me envió ha dado testimonio de mí. Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su
aspecto, ni tenéis su palabra morando en vosotros; porque a quien él envió, vosotros
no creéis. Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis
la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí
para que tengáis vida. Gloria de los hombres no recibo” (Juan 5:35-41). Aunque el
Señor daba testimonio de Juan como profeta, no era tanto el testimonio de Juan
lo que podía determinar si Jesús era quién era, sino Dios.
Por tanto, Jesús no basaba su autoridad por las palabras de Juan, sino por
las palabras de su Padre que está en los cielos, porque estaba consciente de
que el testimonio de Dios es mayor que el de un hombre. Su mayor testimo-
nio era la voz celestial que varias veces se oyó desde el cielo, decir: “Éste es mi
Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17; 17:5;). Nota que Jesús
basó su autoridad en tres cosas. 1. Que Dios lo envió; 2. Obediencia absoluta
al Padre; y 3. El cumplimiento de las Escrituras. Él no basó su autoridad en
testimonio de hombres, aunque los hombres dieron testimonio de él. La ley,
los Salmos, los profetas hablaron de Él. Juan fue el último de los profetas y
no solamente habló, sino que señalándolo, dijo: “He aquí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Sin embargo, para Jesús su mayor
testimonio en la tierra fue el de Dios. No es suficiente que los hombres den
testimonio de nosotros, aunque es bueno que lo hagan, pero no nos aferremos
a la autoridad de la posición, sino a la autoridad del llamado de Dios.
Todo el pueblo sabía que Juan el Bautista era profeta de Dios (Lucas 20:6).
Los profetas Isaías y Malaquías hablaron de Juan, diciendo: “Voz que clama en
el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro
Dios” (…) He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de

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mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel


del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos.
(…); “La voz de Jehová clama a la ciudad” (Isaías 40:3; Malaquías 3:1). Ellos
hablaron de él como mensajero que anunciaría al que había de venir a salvar al
mundo. Por tanto, para los judíos, Juan tenía autoridad divina, y sin embargo,
no lo escucharon cuando dio testimonio de que Jesús era el Cristo.
El mismo Jesús dijo: “Mas yo tengo mayor testimonio que el de Juan (…) las
obras que el Padre me dio para que cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan
testimonio de mí, que el Padre me ha enviado”
(Juan 5:36). Los fariseos aparentemente bus-
“Nadie tiene caban respuesta acerca de la autoridad de
autoridad si Jesús, pero en realidad lo que querían era
Dios no lo llama, negar que Él venía de Dios; y el Señor, cono-
ciendo su verdadera intención, los llevó a
tampoco tiene
mirar el ministerio de Juan, el cual tenía
honra si de Dios mucha similitud con el de Él, ya que: a) El
no la recibe” anuncio del nacimiento de Juan vino por
una visión celestial, el de Jesús también
(Lucas 1:13; 30-33); b) Los dos nacieron por
un milagro de Dios, Juan del vientre de una mujer estéril y un hombre mayor,
y Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo (Lucas 1:13, 35); y c)
Las Escrituras daban testimonio de ambos nacimientos (Isaías 40:3, 9:6). Sin
embargo, Jesús tenía algo más que Juan no tenía, y era que sus obras eran pode-
rosas, hacía grandes señales y bautizaba con el Espíritu Santo. A parte de que el
mismo Dios, con voz audible, lo declaró su Hijo. Por tanto, si los fariseos res-
pondían Su pregunta, darían respuesta también a las suyas.
Mas, ¿quién envió a Juan? Dios. El apóstol Juan escribió: “Hubo un hom-
bre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan” (Juan 1:6). Esa expresión a mí me
sacude internamente, pues hemos creído, y si mi vida está escrita en el libro de la
vida yo quiero que se diga: «Juan Radhamés Fernández fue un hombre enviado
por Dios…». No quiero que se escriba de mí como un hombre que se auto lla-
mó, ni que emprendió el ministerio por su propia iniciativa, sino uno que obró,
porque tuvo el llamamiento santo de Dios. Recuerda que nadie tiene autoridad
si Dios no lo llama, tampoco tiene honra si de Dios no la recibe.
Antes de que Juan conociera a Jesús y diera testimonio de Él, dijo: “… yo no
le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo: “Sobre quien
veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el
Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Juan

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1:33-34). Nota que en su expresión, Juan no dijo: «El que me envió a predicar»,
sino que dijo: “el que me envió a bautizar con agua” y la pregunta que hizo Jesús
fue: “El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o era de los hombres?”. Sabemos que Juan
fue un hombre llamado de Dios, y su primera experiencia con el Espíritu Santo
empezó desde el vientre de su madre. Antes de que Juan naciera, el ángel de
Jehová se le apareció a su padre Zacarías y le anunció su nacimiento y el minis-
terio al cual había sido llamado (Lucas 1:13). Por eso, desde antes, su embrión
fue lleno del Espíritu y su ministerio fue tan poderoso que la Palabra registra
que todos lo tenían como un verdadero profeta de Dios.
Mas, Juan bautizaba porque Dios le dijo que lo hiciese y daba testimonio
de Jesús, porque también el Padre le dio testimonio de quien era su Hijo,
aunque los principales sacerdotales, sobre esto último no le reconocían a Juan
dicha autoridad profética, ya que de otra manera tendría que aceptar a Jesús
como Hijo de Dios (Marcos 11:32). Y yo me pregunto, ¿será posible que el
pueblo tenga más visión que sus líderes? ¿No será que los líderes tienen con-
flictos de intereses y por eso es que no les conviene aceptar a quienes tienen el
llamamiento divino? ¿No será que el apego y el temor de perder la posición es
lo que les impide ver a los que son llamados por Dios?
El pueblo que no tenía intereses ni
posiciones veía a Juan como un profeta,
de manera que a su llamado los hombres “Ninguno puede
se arrepentían. Él vino a unir el corazón decir que está
del pueblo con el de Dios y mediante su
haciendo algo
anuncio poderoso y profético hablaba de la
venida del Señor, y decía: “El tiempo se ha para Dios si Él no
cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; lo envió”
arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos
1:15). Entonces, lo torcido fue enderezado,
lo alto fue allanado, lo que estaba bajo se levantó, se hizo camino para el Rey
Jesucristo, nuestro Salvador. Los líderes no le reconocieron, pero sus obras
dieron testimonio de que Juan sí procedía de Dios.
El apóstol Pablo dijo: “Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el
vientre de mi madre, y me llamó por su gracia” (Gálatas 1:15), ¡bendito sea el
ministro de Dios que se aferra a la autoridad espiritual y tiene convicción de su
llamado! Tú también debes hacerlo, para que puedas decir con autoridad: «A
mí me llamó Dios», como dijo Juan: “… el que me envió a (…) aquél me dijo…”
(Juan 1:34), y como él, dar razones por lo que haces. Tu autoridad es la que Dios
te dio el día que te llamó al ministerio, adminístrala en santidad de la verdad,
haciendo buen uso de ella, como aquellos que han de dar cuenta (Hebreos 4:13).

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Existen dos cosas que deben ser fundamentales en la convicción y defensa


de nuestra autoridad ministerial: Primero es la seguridad de que hemos sido
llamados por Dios; y segundo, el propósito para el cual nos llamó. Cuando
Jesús cuestionó a esos hombres, les confrontó dos veces diciéndoles: “respon-
dedme”, así nosotros también vamos a tener que responderle, no al diablo,
sino al Señor acerca de si nuestro ministerio es del cielo, o es de los hombres.
Recuerda que Jesús dijo: “ las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí,
que el Padre me ha enviado” (Juan 5:36), y que el bautismo de Juan era del
cielo, porque Dios lo envió.
Detente por un momento, piensa en tu ministerio y luego responde, ¿con
qué autoridad tú haces lo que estás haciendo? Tu ministerio, ¿nació del ideal
materno de tener un hijo pastor o por la predestinación de Dios? Es posible que
tu madre te haya inculcado esas ideas, hasta que tú mismo consideraste que era
una buena posición, y te fuiste al seminario, y te formaste, pero a ti, realmen-
te, ¿quién te llamó, tu madre o Dios? O puede que tu caso sea que no diste el
grado para una carrera universitaria tradicional, y consideraste que era más fácil
estudiar teología que estudiar otra cosa, por lo cual, tu ministerio, ¿viene de los
hombres o viene de Dios? Si el cielo no te mandó a hacer lo que haces, entonces
ni tu ministerio ni tus obras son hechas en Dios. Puede que tus obras no sean
malas, pero no tienen el respaldo ni la autoridad del cielo. Si mis obras son
hechas en Dios, entonces son del cielo, pero si son iniciativas mías o de alguien
más, entonces son de los hombres, no de Dios. En otras palabras, ninguno
puede decir que está haciendo algo para Dios si Él no lo envió.
Observa que Juan vino por estas dos cosas: Primero, a preparar el camino
del Señor; y segundo, a bautizar con agua, y no hizo otra cosa, fuera de esas,
porque a eso fue que lo envió Dios. Incluso, cuando vinieron sus discípulos,
con celo, a quejarse diciendo: “Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado
del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él” (Juan
3:26), él les dijo: “Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo,
sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo
del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así
pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”
(vv. 28-30). Y me pregunto, ¿podrías tú decir lo mismo? ¿Conoces tú la obra
que en el ministerio, específicamente, Dios te mandó a hacer?
El sacerdote Zacarías, padre de Juan, tuvo la visión del ángel en el templo,
quien le dijo: “… tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre
Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento; porque
será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu

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Santo, aun desde el vientre de su madre. Y hará que muchos de los hijos de Israel
se conviertan al Señor Dios de ellos. E irá delante de él con el espíritu y el poder de
Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la
prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lucas
1:13-17). Esa era la misión de Juan, y el niño fue criado en la manera que les
dijo el ángel en aquella visión, y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su
manifestación a Israel (v. 80). Dios es específico, y esa claridad en sus propó-
sitos nos da la seguridad y autoridad espiritual para hacer lo que nos mandó.
Jesús dijo: “… el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto
que sus obras son hechas en Dios” (Juan 3:21), y aunque en el contexto de este
verso, aparentemente, él no está hablando del llamamiento, pero sí especifica
algo importante para nosotros, y es que las
obras hay que hacerlas en Dios. Ahora, ¿quié-
nes pueden hacer obras en Dios? Únicamen- “¿Por qué hemos
te aquellos que Él llamó y envió. Si alguien le de oír la voz
hubiera dicho a Juan: «A ti, ¿quién te envió a de los hombres,
predicar?», sin titubeos, él hubiese respondi-
do: «Dios» (Juan 1:6-7). Antes de que Juan
cuando la voz de
conociera a Jesús y diera testimonio personal Dios está audible
de Él, el que lo envió le había dicho: “Sobre para la iglesia?”
quien veas descender el Espíritu y que perma-
nece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíri-
tu Santo” (Juan 1:33-34). Es decir, que Juan bautizaba porque Dios le dijo que
lo hiciese, y daba testimonio de Jesús, porque también Él le dio testimonio de
quién era. Por lo cual, si en la iglesia el ministerio carece de poder y de autoridad
es porque estamos haciendo las obras de los hombres, y no las de Dios; si es lo
contrario, digo como dijo Jesús: «respondedme».
Esa pregunta que hizo Jesús a los fariseos juzga toda obra ministerial que
nosotros realizamos, porque define si son del cielo o si son de los hombres. Por
tanto, responde, no a mí, sino al Señor: Ese proyecto que tú estás haciendo
¿es del cielo o de los hombres? Responde. ¿El ministerio que tienes, ¿es del
cielo o es de los hombres? Responde. Vender cosas en la iglesia, para recaudar
fondos y hacer proyectos ¿de dónde viene? ¿Del cielo o de los hombres? Res-
ponde. Realizar viajes para recaudar fondos para la iglesia ¿viene del cielo o de
los hombres? Responde. La música con la cual alabamos a Dios ¿es del cielo
o de los hombres? responde. El método que usamos en la iglesia, para hacer
evangelismo ¿viene del cielo o de los hombres? responde. El plan misionero
que tenemos en la iglesia, ¿viene del cielo o de los hombres? responde. Las

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decisiones que toma la junta, el comité o el concilio ¿viene del cielo o de los
hombres? responde. La forma como dirigimos nuestros cultos a Dios ¿viene
del cielo o de los hombres? Responde. La lista podría ser interminable, pero sé
que tú entiendes la intención del Espíritu y en ese temor debes responder.
Ahora, vayamos más lejos, ¿de dónde vino el fuego que consumió el sacri-
ficio de Elías en el monte Carmelo? La Biblia dice que “Entonces cayó fuego
de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió
el agua que estaba en la zanja” (1 Reyes 18:38). ¿De dónde vino el fuego que
consumió el holocausto en la dedicación del templo? La Escritura narra que
“salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras
sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y se postraron sobre sus ros-
tros” (Levítico 9:24). Esos fuegos procedieron del cielo, así también quiero
yo fuego que venga del cielo en lo que ofrezca a Dios. Los hijos de Aarón
introdujeron fuego extraño en el altar, que Jehová nunca les mandó (Levítico
10:1), y ya conocemos las consecuencias de sus hechos (v. 2). Cuidémonos de
ser movidos por emociones y por iniciativas propias, y al no haber fuego del
cielo ofrezcamos el nuestro. La Biblia nos enseña que el fuego de Dios viene
del cielo, por lo que no debe haber en la iglesia fuego que no venga de Dios.
¡Dejemos de estar prendiendo fuego que Él nunca nos mandó!
¿De dónde vino la voz que se oyó en el Jordán, el día del bautismo de
Jesús? ¿Del cielo o de los hombres allí reunidos? El evangelio narra “y vino
una voz del cielo que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia”
(Lucas 3:22). Así tampoco se debe escuchar voces en la iglesia que no vengan
del cielo. Mis ojos siempre deben mirar hacia arriba, porque Cristo vino desde
el cielo, y él dijo: “De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo
abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre”
(Juan 1:51). Y si el cielo está abierto, ¿por qué hemos de oír la voz de los
hombres, cuando la voz de Dios está audible para la iglesia? Yo no quiero oír
voces, solo quiero escuchar una voz y es la que viene del cielo, para tener la
convicción de que a mí me llamó y me habló Dios. Y el día que el diablo ven-
ga a preguntarme, con qué autoridad hago las cosas que hago, con seguridad
le diré: «Con la autoridad del que me llamó, el Señor».
Nota que el diablo vino con su vocecita en el desierto, y le dijo a Jesús: “Si
eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan” (Lucas 4:3). Jesús sabía
que el Espíritu Santo no lo llevó al desierto para que convirtiera piedras en pan,
sino para que, a través de la victoria sobre la tentación, se afianzase en el propó-
sito (v. 1). Así que Jesús no convirtió las piedras en pan porque no sólo de pan
vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (v. 4); ni se

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a su procedencia

echó abajo del pináculo del templo, porque no tentaría al Señor su Dios (v. 7);
ni tampoco postrado adoró al diablo para tener la gloria de los reinos del mun-
do, pues solamente al Señor nuestro Dios se ha de adorar, y a él sólo se servirá (v.
10). Así que con las mismas Escrituras que el diablo lo tentó, con su aplicación,
Jesús le resistió, y por eso él huyó (Mateo 4:11). Nadie podía sorprender a Jesús
en palabras o hechos, pues Él estaba bien claro de quién era, así como para qué
y por qué Él decía o hacía lo que hacía. Jesús dijo:

“... la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me
envió. (…) Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por
cuál de ellas me apedreáis? (…) Si no hago las obras de mi Padre,
no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a
las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo
en el Padre. (…) ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí?
Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta,
sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que
yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por
las mismas obras. (…) Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que
ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y
han aborrecido a mí y a mi Padre”
(Juan 14:24; 10:32, 37-38; 14:10-11; 15:24)

Jesús no hablaba cualquier palabra, o argumentaba con ellos sólo por


discutir, sino que aun en eso hacía la voluntad de Dios, para dejar un pre-
cedente de que Él habló. Por eso, el Señor también decía: “Mi comida es que
haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). Y a todos
les hizo entender que esa era su negocio, su vida, su razón de ser (Lucas 2:49).
Así también nosotros debemos usar ese poder y la autoridad que ya Él nos
dio, para ser ejemplo de buenas obras; enseñando una palabra sana e irrepro-
chable, de manera que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que
decir de nosotros (Tito 2:7,8).
La autoridad del diablo estaba basada en un reino de mentiras, porque él
es un mentiroso desde el principio (Juan 8:44), pero cuando Jesús abrió su
boca, lo hizo con la misma Palabra creadora, la cual sustenta también todas
las cosas. La Palabra se hizo vida en Él y habitó entre nosotros (Juan 1:14). Por
eso, todo aquel que crea a la Palabra, y se impregne de ella, tendrá autoridad
de Dios. Esa es la razón, hermano de mi alma, que nosotros los ministros
de Dios no podemos venir a la gente diciendo: «Yo leí…». ¡Benditos son los

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escritores cristianos!, pero lo que debe de salir de nuestra boca es la Palabra de


vida, aquella que Dios ponga en nuestros labios.
¿De dónde vino aquel estruendo como viento recio que soplaba y que llenó
la casa y la estremeció en el día de Pentecostés? Dice la Palabra: “Y de repente
vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda
la casa donde estaban sentados” (Hechos 2:2). Sabemos lo que son vientos fuertes
cuando cada año confrontamos temporadas ciclónicas y sufrimos los embates
del mal tiempo, que dejan a su paso las tormentas y huracanes. Y qué decir de
ciertos vientos fuertes que hacen ruidos, como los tornados, los cuales estreme-
cen y producen mucha gritería, y dejan un surco de dolor y destrucción. Mas,
yo prefiero el mover de Dios y su sacudimiento, y no el temblor de miedo por
mis emociones. La ciudad de Dios es la iglesia, por lo tanto, el que tiene que
mover los cimientos de su ciudad es Dios. La gente tiene que verme temblar
en el Espíritu, porque Dios está sacudiendo la casa con el viento del cielo, y no
porque piense que así debo comportarme en un ambiente espiritual.
¿De dónde vino aquella luz repentina que rodeó a Saulo de Tarso y lo
cegó, cuando iba camino a Damasco? Respondedme. La Biblia dice: “…
aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor
de luz del cielo” (Hechos 9:3). Así quiero yo que me rodee la luz del cielo, y no
bombillas ni lámparas de la tierra. Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que
me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12).
Mi hermano, nuestro ministerio y nuestras vidas tienen que ser rodeadas con
la luz del cielo, con la revelación celestial y la luz del Espíritu Santo. Solo la
luz de Dios nos hace resplandecer como luminares en medio de un mundo
que está en tinieblas (Filipenses 2:15).
¿De dónde vino el pan de Dios, que da vida al mundo? Jesús dijo: “De
cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el
verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo
y da vida al mundo. (…) Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá
hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Juan 6:32-35). El maná vino
del cielo, pero Cristo vino del tercer cielo, de la diestra del Padre,. Jesús dijo:
“Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murie-
ron. Éste es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera”
(vv. 49-50). Por eso, su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebi-
da, porque nos da vida eterna. Ahora, ¿cuántos están dando, por ahí, panes
gabaonitas, que simulan ser frescos y que vienen de lejos, pero están secos y
mohosos (Josué 9:5)? Deseemos el pan que desciende del cielo y da vida, no
nos dejemos engañar por los hombres.

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el llamamiento es conforme 255
a su procedencia

Nuestra ciudadanía espiritual, ¿de dónde procede? La Palabra dice: “Mas


nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador,
al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). A veces nos sentimos muy orgullosos de
ser de la nación de donde nacimos, y sentimos una honra vernácula, lo cual
es bueno, amar y respetar el suelo que nos vio nacer, pero no nos apeguemos
a ninguna ciudadanía terrenal, siendo nosotros extranjeros y peregrinos sobre
la tierra (Hebreos 11:13). Es sabido que para ejercer algún derecho en el orden
civil o sustentar algún cargo público, debemos ser ciudadanos de ese país.
Nota que cuando Jesús fue llevado por los judíos para ser juzgado, Pilato
entró al pretorio, y le dijo: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” (Juan 18:33), y Jesús
le respondió: “¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?” (v. 34).
Pilato le dijo: “¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han
entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (v. 35). Ahora nota lo que Jesús le respondió:
“Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores
pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de
aquí”. (v. 36). Entonces Pilato le dijo: “¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: “Tú
dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (v. 37).
De que era Rey sí que lo era, y su dominio trascendía a lo celestial, de la mis-
ma manera, la ciudadanía nuestra es la celestial, por lo cual, debemos amar
a los hombres, respetar a los hombres, cumplir con los requisitos cívicos, ser
buenos ciudadanos, como Dios manda (1 Pedro 2:13), pero entendiendo que
nuestro reino no es terrenal.
También a Pablo, un oficial le preguntó si era ciudadano romano, y él
le respondió que sí, y el tribuno le dijo que él también había adquirido la
ciudadanía por una gran suma de dinero, a lo que el apóstol le respondió:
“Pero yo lo soy de nacimiento” (Hechos 22:28). Así también debemos decir
nosotros: «Yo soy del cielo, pero no compré mi ciudadanía, sino que lo soy de
nacimiento, pues no fui engendrado “de sangre, ni de voluntad de carne, ni de
voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:13). Soy el resultado de la unión de
un espermatozoide y un óvulo espirituales. El espermatozoide es la voluntad
de Dios, que desde la eternidad me trazó el destino glorioso; y el óvulo es el
poder de Dios por el Espíritu, que vino a obrar en mí. Por eso vivo en el reino,
porque soy el fruto de la voluntad y del poder de Dios». Sabemos que la carne
y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, por tanto, para entrar al cielo
es necesario nacer de nuevo, del agua y del Espíritu, siendo engendrados por
Él (Juan 3:3-8; 1 Corintios 15:50). Así que nuestra ciudadanía es del cielo, y
en la tierra simplemente somos peregrinos y extranjeros (1 Pedro 2:11).

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256 la honr a del ministerio

La esperanza a la cual hemos sido llamados ¿en dónde está guardada? La


Biblia responde: “ habiendo oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y del amor que
tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza que os está guardada en los cie-
los, de la cual ya habéis oído por la palabra verdadera del evangelio” (Colosenses
1:4-5). Nuestra esperanza viene de arriba en donde está Cristo sentado a la
diestra del Padre. Y pregunto, la puerta, a través de la cual Juan, en Espíritu,
pudo ver al que estaba sentado en el trono con aspecto de piedra de jaspe y
de cornalina, y recibió la revelación de lo que sucederían en el futuro (Apoca-
lipsis 4:1-3), ¿se abrió en la tierra o en el cielo? Juan escribió: “Después de esto
miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo” (Apocalipsis 4:1).
Ahora, ¿de dónde espera la iglesia que venga Jesucristo, de arriba o de
abajo? La Palabra dice que el que está en el cielo, “descenderá del cielo” (1
Tesalonicenses 4:16). Cristo no va a salir del mar como salen los demonios,
sino que descenderá del cielo, porque subió al cielo, luego de haber descendi-
do (Hechos 1:11). El Señor dijo: “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del
cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo”. (Juan 3:13). Y cuando subió a
lo alto dio dones a los hombres (Efesios 4:8), es decir que nuestro ministerio
también es del cielo. Por eso es que Dios quiere que todo lo nuestro proceda
del cielo, aun nuestra adoración debe ser celestial, porque el Padre busca que
le adoren en Espíritu y en verdad (Juan 4:23).
Con todo, la mejor alabanza es la que viene del cielo, y el apóstol Pablo
dijo: “¿Qué, pues? Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento;
cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento” (1 Corintios
14:15). Cuando lo hacemos con el entendimiento usamos nuestro lenguaje
natural, pero cuando lo hacemos en el Espíritu hablamos en lenguas espiri-
tuales, misterios a Dios (1 Corintios 14:2). Para el Señor, la mejor alabanza es
la que procede del Espíritu, aquella que nace en un canto espontáneo o que
fluye en gemidos indecibles, por el impacto de lo que es Dios. Y son a esos
adoradores a los que Dios busca que le adoren (Juan 4:23).
No obstante, hay una causa mayor por la cual Dios quiere que todo lo
nuestro proceda del cielo, y es porque solo lo que viene del cielo sube al cielo.
Jesús vino a los suyos, sin embargo, ellos no le recibieron, pero a todos los
que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos
hijos de Dios (Juan 1:11,12). Tenemos la gran comisión, esa visión celestial
de ir y predicar el evangelio a toda criatura (Marcos 16:15), pero, nada puede
recibir el hombre, si no le fuere dado del cielo (Juan 3:27). Nuestra eficacia
en el apostolado es hacer esas buenas obras que Dios preparó de antemano
para que anduviésemos en ellas (Efesios 2:10) y no hacer aquellas que nosotros

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el llamamiento es conforme 257
a su procedencia

creemos que son buenas o que darían un mejor resultado. Jesús dijo: “Yo soy
la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho
fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
Por tanto, si la iglesia lo ha recibido todo del cielo, ¿por qué está tan cau-
tivada y enamorada con las cosas de los hombres? ¿Por qué tengo yo que ir a
la democracia representativa o usar los métodos parlamentarios para gobernar
a la iglesia? ¿Por qué tengo que guiarme a través de constituciones hechas por
hombres para obedecer, cuando tengo la Biblia, la Palabra de Dios, y la pala-
bra profética más segura, a la cual hacemos bien en estar atentos como a una
antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero
de la mañana salga en nuestros corazones (2 Pedro 1:19)? Entendamos que
los procedimientos de las compañías multinacionales funcionan bien para los
hombres, pero son inútiles e inoperantes en el reino de Dios. Jesús dijo: “Toda
planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada” (Mateo 15:13). La
iglesia no necesita más nada, sino lo que procede de Dios. No importa que
nos tilden de ignorantes, porque no tomemos en cuenta las formas humanas
(aunque no menospreciamos las obras de los hombres, avances científicos y
estudios de la psicología). Pero se ha de estar muy ciego para no ver que la
obra de Dios es superior. Ellos estudian para ayudar a los hombres, pero Dios
ha hecho más que eso: ¡Él los salvó!
La iglesia ha recibido un llamamiento y una unción del cielo para ministrar
a los hombres, así que la psicología para las ciencias, pero la iglesia para Dios.
En otras palabras, “… dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”
(Lucas 20:25), dad al hombre lo que es de hombre, y a la iglesia lo que es de
Dios. Se ha hablado de mezclar unciones, y de hecho, el Señor los envió de dos
en dos (Marcos 6:7); pero hay una cosa que nunca podrá mezclarse y es lo del
hombre con lo de Dios. Pablo dijo: “… temo que como la serpiente con su astucia
engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera
fidelidad a Cristo” (2 Corintios 11:3). Es ridículo y hasta chocante que la iglesia
ande detrás de los hombres para alcanzar sabiduría, cuando Cristo nos ha sido
hecho por Dios “sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Corintios
1:30). Y esto lo digo no como crítica, sino con mucha tristeza, pues soy parte de
la iglesia y me duele cuando tengo que decir estas cosas, pero tengo que decirlo,
porque si me callo ofendo al que me envió. Como ministros, tenemos que decir
la Palabra como Dios se la da a la iglesia. Está claro que Cristo no necesita ayuda
de los hombres de ningún tipo, por el contrario, nosotros lo necesitamos a Él.
Hay muchos encantamientos en el reino humano, pero no podemos apoyar
algo que no sea de Dios. Si alguien viene y me dice: «Pastor Fernández, voy a

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hacer esto y lo otro», yo le voy a preguntar: «¿Quién lo mandó a hacer?» Y si


su respuesta es: «La junta decidió o lo decidimos en una reunión que hicimos»,
diré: «¡Olvídalo! No voy a poner mi energía en despropósitos, en cosas que no
son hechas por Dios». Si Dios lo confirma y te lo dice, entonces sí, entrega todo
y apoya lo que es de Dios, pero si es humano, ¡huye de esas cosas!
Aprendamos de lo que le pasó a Jonatán por no pelear a favor del ungido.
Él era un hombre sincero, sin ambición, amigo de David, al punto que se
quitó el manto, sus ropas, su espada, su arco y hasta su talabarte, para dárselo
a él (1 Samuel 18:4). Podemos decir que implícitamente, Jonatán le cedió el
trono a David, pero fue notable que siempre se mantuvo al lado de su padre,
peleando a favor de él, hasta que murió también con él. Y así como Jonatán,
todo aquel que se ponga a pelear del lado del que tiene el espíritu de Saúl, por
más sincero que sea, perecerá como él. Sus cabezas serán trofeos y despojos en
el campamento del enemigo (1 Samuel 31:8-9).
Finalmente, quiero preguntarte, esta amonestación que estoy compar-
tiendo contigo, ¿viene del cielo o viene de los hombres? Respóndeme. Los que
son espirituales saben cuando Dios está hablando y cuando no. La Escritura
dice: “Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos
que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si
desecháremos al que amonesta desde los cielos” (Hebreos 12:25). Así nosotros,
cuidémonos de desechar al que nos habla. Hay un mover de Dios por doquier,
pues Él está restaurando su iglesia, pero también está siendo severo, pues está
poniendo a sus enemigos por estrado de sus pies (Hebreos 1:13).
En una ocasión que participé en una actividad multitudinaria, en un
estadio, orábamos preparando nuestro corazón para la misma, y le preguntá-
bamos al Señor: ¿Qué es lo que tú quieres que hagamos? Entonces, el Espíritu
vino con una fuerza que nos estremeció y nos dijo: «Honradme, honradme,
honradme». También me dijo que como ministros somos sacerdotes, y tene-
mos dos trabajos: primero traer el pueblo al Señor; y segundo llevar las ofren-
das a Dios. Y yo me pregunto, ¿hacia dónde estamos llevando al pueblo de
Dios? ¿A los cielos o hacia los hombres? ¡Cuidado que no nos pase como los
hijos de Elí! Estos hombres, exigían su pedazo de carne antes que se sacara el
de Jehová o de lo contrario amenazaban con tomarlo a la fuerza. Sabemos que
el sacerdote tenía el privilegio de comer parte de lo ofrendado, pero la ofrenda
era de Dios. Cuidémonos de no hacer nosotros lo mismo, robándole a Dios
lo que es suyo.
Nosotros estamos viviendo en un tiempo de cielos abiertos. Lo que está
pasando ya en la tierra, irá en aumento como la luz de la aurora hasta que se

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el llamamiento es conforme 259
a su procedencia

haga perfecto (Proverbios 4:18). Es una gran responsabilidad hablar la Palabra


de Dios; personalmente, tiemblo y gimo al hacerlo. En ocasiones le he dicho: «
¿Señor, quién soy yo para hablar a los príncipes de tu pueblo y un mensaje como
este? Ellos quizás prefieren oír otro tipo de mensaje, por ejemplo sobre unidad o
acerca de tantas otras cosas que se pueden hablar». Pero Dios me dice: «Yo amo
a mis ministros y porque los amo y no hay mucho tiempo, habla de aquello que
les es necesario oír». Por tanto, como si Dios rogara por medio mío, te ruego
y te digo, en el nombre de Aquél que nos llamó: es tiempo de definición, y de
arrepentirnos de todas las obras que no fueron hechas en Dios.
El Espíritu Santo me dijo que, muy pronto, ministerios de cuarenta años,
que sacrificadamente han obrado con celo y esmero, serán avergonzados, por-
que aunque lograron mucho e hicieron bien, Dios no los mandó a hacer tales
cosas. Por tanto, si tú lo hiciste por celo, porque querías hacer crecer la obra
de Dios, lamentablemente tengo que decirte que nuestra autoridad se sustenta
únicamente en hacer aquello que Él nos mandó. Por eso, el Señor está llaman-
do a su pueblo al arrepentimiento, pues hemos puesto la mano en cosas donde
Él no la ha puesto; y hemos hecho cosas que Dios no nos mandó. Arrepintá-
monos, para que el temor de Dios caiga en nuestros corazones, y nos libre de
no introducir fuego extraño en el altar, como Nadab y Abiú, pues el incienso
tiene que ser de Dios.
El Señor está estableciendo Su reino, y lo hace para decirte: «Mira, yo soy
el Señor de la iglesia, dámela, porque ella no es tuya, sino mía; fui yo que la
redimí con mi sangre, por lo cual a mí pertenece. A mí hay que consultarme
todas las cosas, por ínfima que sea, porque yo soy el amo y Señor, tú solo eres
el siervo llamado». Dios quiere que todo lo nuestro proceda del cielo, y que
reconozcamos el Señorío de Cristo en todo nuestro hacer. Juan dijo: “Vosotros
mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delan-
te de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su
lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está
cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:28-30). ¡Qué
hermoso es cuando podemos reconocer nuestra función en el cuerpo! Juan no
tenía una posición, sino una función, la misma nuestra, prepararle el camino
al Señor. ¿Quién tiene la esposa? El esposo, que ahora viene y te dice: «Tú eres
el amigo, no me la coquetees, no me la quieras llevar al hotel, es mía, es mi
iglesia. Yo te la di para que me la prepararas, la pusieras hermosa para mí, y
tú estás usando tu autoridad para poseerla, para adueñarte de ella. Deja que
yo haga la obra que yo quiero hacer en ella, a través de ti, no te metas en el
medio, no me estorbes». El que tiene la esposa es el esposo, no el ministerio ni

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260 la honr a del ministerio

el concilio, ni la junta ni la organización. Nosotros, siendo amigos, actuamos


como “esposos” y decimos, por ejemplo: «La iglesia de Radhamés, la iglesia
del fundador fulano de tal», pero la esposa pertenece a su esposo; ella única-
mente es de Él.
Debemos de quitarnos del medio para que el esposo y la esposa entren en
amores. A veces interrumpimos la relación de una pareja porque nos creemos
parte. Como le ocurrió a un pastor amigo nuestro y a su esposa, cuando sus
suegros les subieron las maletas al cuarto del hotel, en su luna de miel, que se
quedaron allá, platicando con la pareja. Ellos se sentaron en la cama y no se
iban, a pesar que el tiempo transcurría, pues se les olvidó para qué estaban
allí; perdieron la sensibilidad del momento, la prudencia de saber que no era
su momento, sino el de ellos. No se crea con tanto derecho y autoridad para
interrumpir a Cristo con su amada en la intimidad.
En ocasiones, nos sentimos los amos
y dueños, y decimos: «No, mi iglesia no
“El siervo de Dios va para allá». También hay quienes dicen:
«Yo no apoyo esa campaña», y yo pregun-
no se guía por to: ¿quien es usted para apoyar o desaprobar
necesidad, ni por algo de Dios? Lo que usted debe hacer es
presiones, ni por tirarse de rodillas y preguntarle al esposo si
oportunidades él quiere que su esposa se mueva para aquel
ni conveniencia, lugar. ¿Quién es el que le da permiso a la
iglesia, usted o su dueño? De seguro que es
sino por un “así el esposo, usted sólo lo representa. Cuando
ha dicho Jehová” usted habla por Dios, es porque primero
le preguntó a Él: «Cristo ¿tú quieres que la
iglesia vaya o nos quedamos?». El que tiene
la esposa es el esposo. Los ministros estamos a su lado, no en su lugar. Recuer-
da que el Señor nos sacó del chiquero, de la mazmorra, de la perdición, porque
tuvo misericordia. Él nos lavó, nos limpió, nos vistió de salvación y nos dio
parte con él, ¿cómo es que ahora le vamos a quitar lo que le pertenece sólo a Él?
Él me llevó al palacio, ¿cómo podría sentarme en su trono y quitarle a la reina?
Conozcamos cuál es nuestra posición y sabremos cuál es nuestra función en el
reino de Dios. Tenemos una función y una posición. La función es prepararle
el camino al esposo; y la posición es estar a su lado, sirviéndole a Él.
No hay una cosa que nos de más gozo, que orar por algo y que Dios nos
hable. Igualmente, cuando nos invitan a ministrar a algún lugar y vemos la
necesidad, pero preferimos sufrir el conflicto de que si Dios no nos manda no

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el llamamiento es conforme 261
a su procedencia

iremos, no nos moveremos, aunque el Arca se esté cayendo (2 Samuel 6:6-7).


El siervo de Dios no se guía por necesidad, ni por presiones, ni por
oportunidades ni conveniencia, sino por un “así ha dicho Jehová”.
Dios me ha hecho entender la diferencia entre ser invitado y ser enviado por
Dios: cuando somos invitados, podemos dar una linda ministración, pero
cuando somos enviados transmitimos vida de Dios.
Deseemos ser ministros de cosas celestiales, y no de las terrenales, espe-
cialmente en este tiempo donde el cielo ya está abierto. Ahora no se justifica
andar implementando cosas humanas, ni imitando los métodos del mundo,
los cuales pueden tener cierta reputación en la carne, pero no tienen nada que
ver con el Espíritu. El Señor no necesita la obra del hombre, cuando en Él está
escondida toda la sabiduría de los cielos (1 Corintios 1:29-31; 2:7). Nuestro
ministerio debe ser de cielos abiertos y enfocado en asuntos celestiales, para
cuando lleguen los “nicodemos” podamos decirles: “De cierto, de cierto te digo,
que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nues-
tro testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere
las celestiales?” (Juan 3:11-12).
Asimismo, el Señor dijo: “El que de arriba viene, es sobre todos; el que es
de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre
todos” (Juan 3:31). Parafraseando esta expresión, podemos decir que la obra en
el ministerio que viene de arriba está sobre todas las cosas. ¿Por qué crees que
los científicos exploran la tierra desde arriba? Porque de lejos se ve mejor. Ellos
ponen satélites en órbita alrededor de la tierra, y construyen tecnología en la
comunicación constantemente, para investigar e indagar desde los cielos lo que
hay en la tierra. La vista desde las alturas les da a los estudiosos una compren-
sión de los problemas medioambientales, que sus explicaciones por sí solas no les
pueden proporcionar, pues se basarían en el plano real, limitado. Mas, al mirar
hacia abajo desde las plataformas espaciales, obtienen datos cruciales respecto a
lo que sucede en nuestro ecosistema, en un panorama muchísimo más amplio
y extenso. Y a pesar que el objetivo científico es aumentar su conocimiento
para sustituir “creencias”, es innegable que tienen una mejor perspectiva desde
arriba, aunque sólo confirman y reconfirman lo que, desde hace tiempo, está
escrito en la Biblia. Alguien dijo que la ciencia es orgullosa por lo mucho que
ha aprendido, y los científicos se ufanan de lo que han alcanzado, mas “El que
mora en los cielos se reirá; El Señor se burlará de ellos” (Salmos 2:4). Dios tiene el
control del cielo, de la tierra y de debajo de la tierra; Él es Dios.
El que es de la tierra y del reino de los hombres, las cosas terrenales habla
(Juan 3:31). Fíjate que cuando llegas a un lugar, por lo que escuchas, puedes

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262 la honr a del ministerio

saber si lo que se está hablando es terrenal o celestial. El lenguaje deja ver,


inmediatamente, cuando lo que se habla es carne y sangre, pues se cambian los
términos, y ya no es pecado o iniquidad, sino errores o debilidad; ya no se alude
al Espíritu, sino a la psicología. Al hermanito se lo pueden estar comiendo los
demonios, pero lo niegan y dicen: «Olvídate, eso es cuestión de temperamento;
es un problema químico que tiene él; lo que en realidad necesita son vitaminas»;
y en sus conversaciones sólo se oye: «Yo hice; yo levanté; yo llené; yo vendí; yo
compré; yo, yo, yo…» y en todo eso, me pregunto: ¿dónde está Dios?
Entendamos que lo terrenal no subsiste con lo celestial, porque lo que es del
cielo es superior en fuerzas y en naturaleza. Observa que cuando un astronauta
sale de su estación espacial al exterior, tiene que usar un traje especial y portar
un tanque de oxígeno para poder respirar, porque en el espacio sideral no hay
oxígeno. Así ocurre cuando se entra en la presencia del Señor, hay que ponerse
un traje especial (Jesucristo) y portar oxígeno (Espíritu Santo), de otra manera
seríamos consumidos. Por tanto, ¿qué prefieres? ¿Lo carnal y terrenal o lo espi-
ritual y celestial? ¿Ambicionas tener un ministerio del cielo, o de los hombres?
¿aspiras una autoridad terrenal o celestial? ¿Deseas poseer sabiduría terrenal o
espiritual? Medita en ello, porque lo que viene del cielo es sobre todo.
Considera que el acertado golpe que le dio David a Goliat, en una con-
frontación tan desigual, solo pudo ser logrado por algo superior a lo humano.
Es notable que David, a pesar de su juventud, fue muy sabio, y en el momento
del enfrentamiento con el enemigo escogió ir sin nada que no fuera el nombre
de Jehová de los Ejércitos (1 Samuel 17:45). De hecho, nadie creía que David
pudiera enfrentar al gigantesco paladín que con fiereza desafiaba y provoca-
ba al pueblo de Israel. Ni sus hermanos (que incluso se enojaron con él), ni
los varones de Israel ni el mismo Saúl (quien lo veía como un muchacho sin
experiencia frente al gigante y experimentado filisteo, el cual era un hombre
de guerra desde su juventud), ninguno pensaba que el hijo menor de Isaí, ese
que ni su mismo padre tomaba en cuenta, pudiera vencer en tan temible lid
(1 Samuel 17:28, 33). Mas, al ver Saúl la determinación del pastorcito, le dijo:
“Ve, y Jehová esté contigo” (v. 38), no sin antes vestir a David con sus ropas, y
poner sobre su cabeza un casco de bronce, y armarlo de coraza y ceñirlo con
su espada, probablemente, para que no muriera tan desprovisto. Mas, David
se negó, despojándose de toda la armadura y la espada, para tomar su cayado
y cinco piedras lisas, escogidas del arroyo (v. 40). Así fue David hacia Goliat,
con su saco pastoril, y la honda en su mano, porque sabía que la pelea no era
terrenal, sino celestial, pues el “filisteo incircunciso” había provocado no tan-
to a Israel, sino a los escuadrones del Dios viviente (1 Samuel 17:26).

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el llamamiento es conforme 263
a su procedencia

Nota lo que le dijo Goliat a David, al verle: “¿Soy yo perro, para que vengas
a mí con palos? (…) Ven a mí, y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias
del campo” (1 Samuel 17:43,44). David fue, prácticamente, desarmado, por-
que iba en nombre de Jehová de los ejércitos. La piedra fue tan sólo un instru-
mento, pero el arma era Jehová. No hay ejércitos, ni armamentos ni pertrechos
humanos que venzan en una pelea espiritual, pues la victoria únicamente la
da el Señor. Juan escribió de Jesús: “El que recibe su testimonio, éste atestigua
que Dios es veraz” (Juan 3:33). La palabra “atestigua” es el término griego
sphragizo que se traduce como “sellar”,
“confirmar la autenticidad de algo”; un
ejemplo es el trabajo que realiza un notario
público, quien con un sello certifica y da fe “El que de arriba
de que un documento es verdadero o autén- es enviado, solo
tico. Por tanto, el que recibe el testimonio habla Palabra
de que Jesús es el Cristo está poniendo un de Dios”
sello de que Dios es verdad. Es con la fe que
tú sellas la veracidad de la salvación que has
recibido de Dios en Jesucristo.
Ahora, ¿qué habló el que vino de arriba? La Palabra de Dios. Jesús dijo:
“Muchas cosas tengo que decir y juzgar de vosotros; pero el que me envió es ver-
dadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo” (Juan 8:26). Es decir,
Jesús hablaba lo que Dios le mandó a hablar, y te pregunto: si Dios a ti te
envía, ¿qué vas a hablar? El que de arriba es enviado, solo habla Palabra de
Dios. Es como el vendedor que recibe entrenamiento e información acerca del
producto que va a comercializar, para cuando salga a vender sepa lo que va a
decir y a responder. Como empleado, él tiene que someterse y hacer lo que le
digan que haga, de acuerdo a las pólizas y normas de la empresa, aunque sepa
que el producto no es bueno. Ahora, el cristiano no vende, sino que anuncia
al mundo la gracia, la buena voluntad de Dios para con los hombres, la cual
no sólo es verdadera, sino también gratuita (Romanos 3:24).
Por tanto, si somos enviados por el Padre, las palabras que hemos de hablar
son las que el Hijo nos habló. Jesús le pidió al Padre: “Mas no ruego solamente
por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para
que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean
uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:20-21). Por
eso es inadmisible que en la iglesia se pongan en práctica ciertas técnicas, póli-
zas de ventas y estrategias de mercado para atraer a las almas. El esposo de la
iglesia, nunca le dio esas armas a su amada, sin embargo las están usando. Mas,

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ha llegado el tiempo de que abramos nuestros ojos y nuestro entendimiento a


lo verdadero. Hemos sido llamados a atestiguar, y solo se atestigua la verdad.
Desde ahora en adelante, cada vez que se vaya a hacer algo en el ministerio para
Dios, preguntémonos: ¿esto viene de los hombres o viene de Dios?
Finalmente, no quiero terminar sin compartir fielmente lo que el Señor
me dijo acerca de esto. Cuando Jesús le hizo la pregunta a los que le cuestio-
naban sobre su autoridad, dice la Palabra que ellos discutían entre sí, dicien-
do: “Si decimos, del cielo, dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? ¿Y si decimos, de los
hombres...? Pero temían al pueblo, pues todos tenían a Juan como un verdadero
profeta” (Marcos 11: 31-32). Mi hermano, como ministro que soy tengo tu
mismo corazón, por lo que puedo decir y entender lo que siente un siervo de
Dios. Cuando el Señor me llamó, hace treinta y nueve años atrás, estaba a
punto de entrar en la universidad, a la escuela de medicina, porque quería ser
médico, y yo no tenía edad ni experiencia con Dios, y estaba en una iglesia
que no creía en el ministerio del Espíritu Santo. Sin embargo, Él puso pala-
bras en mi boca, cuando le dije: «Si yo voy a dejar de hacer lo mío (ser médico)
para hacer lo tuyo, úsame o déjame, porque no quiero ser un pastor “apaga
fuego”, uno más que se pase la vida entera resolviendo minucias. Anhelo ser
un hombre usado por ti, que la última partícula que yo tenga de energía, tú la
uses para tu obra, de lo contrario, déjame hacer lo mío, pues prefiero servirte
en el banco de la iglesia como un laico, que esforzarme vanamente sin ti».
Desde entonces, esa oración está siempre delante de mi Dios. Las lágrimas
que han salido de mis ojos solamente mi Señor y yo las conocemos.
En ocasiones, he tenido que interceder delante de su Presencia, llorando,
como David y como Moisés, diciéndole: «Señor, si he encontrado gracia delante
de tus ojos, acuérdate del pacto que tú hiciste conmigo, cuando me llamaste,
siendo yo un niño». Comparto esto contigo, porque yo sé lo que sufre un minis-
tro, conozco su dolor, el afán y lo que tolera con tal de ver realizada la obra de
Dios. Sé cómo la Palabra lo traspasa, y cómo nos sentimos reprendidos, y cómo,
por más que hagamos, siempre nos sentimos siervos inútiles. Por tanto, jamás
me atrevería a golpearte sin necesidad, porque me golpearía a mí mismo, y peor
aún, a mi Cristo amado. Mas, sé que Dios quiere poner una demanda delante
de ti, a través de este mensaje, dirigiendo tu atención a que el pueblo sí sabía de
donde venía el bautismo de Juan, pero los líderes no.
Lo dicho constituye un problema en la iglesia en la actualidad. ¿Cuál es
el problema? Que Dios es un Dios de orden, y quiere derramar su unción por
la cabeza (Salmos 133:2), pero lo que está pasando es que el pueblo está más a
la expectativa de Dios que sus líderes. Y yo digo: «Señor, ¿cómo es esto?» Pero

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el llamamiento es conforme 265
a su procedencia

como Dios es el alfarero que hace y deshace, según su soberana voluntad, y


cambia sus patrones, pero no sus propósitos, le digo: «Señor, ¿será que ahora el
aceite va comenzar a fluir desde los pies? Pero, ¿con qué fuerza puede llegar hacia
arriba?». Y dime tú si no es así, cuando vemos hermanos que están con un deseo
tremendo de ver a Dios reinar, y quieren orar, se reúnen y todo lo que es de Dios
lo quieren seguir, en cambio, vemos a muchos ministros rezagados, lentos, y
cuestionándolo todo. Mas, el que tiene visión de Dios sabe lo que es de Dios.
Jesús dijo: “El que es de Dios, las palabras de Dios oye” (Juan 8:47). Sin
embargo, entendemos que hay muchos que la oyen, pero se hacen los sordos,
porque el precio que hay que pagar es tan grande y ellos no están dispuestos
a renunciar a lo suyo. Entonces, como el joven rico, se van tristes, porque
oyendo la Palabra, no están convencidos ni persuadidos de que lo de Dios
tiene más valor que lo suyo y todo lo que hay en el mundo (Mateo 19:22).
Personalmente, cuando salí de la denominación donde estaba, tuve que dejar
una maleta bien grande, un equipaje bien formadito, el cual –a mis ojos- era
todo un éxito. Pero Dios se tomó el tiempo de romper todos mis moldes, y se
aseguró de sacar, a través de los años, todas esas cosas de mí. El proceso fue
tan doloroso que consideré hasta dejar el ministerio, porque pensaba que el
Señor me había abandonado, que había cometido un error al salirme de aque-
lla denominación. Pero Dios tuvo misericordia de mí y me dijo: «No, hijo
mío, yo estoy contigo, lo que pasa es que tengo que romper tu vaso para hacer
el mío en ti. Tú tienes que deshacer todas esas obras humanas, para hacer las
obras divinas. Yo quiero hacerte un ministro conforme a mi corazón». Ama-
do, no resistamos al que habla.
Dios al que ama, disciplina, y “azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos
12:6). Él ama a sus ministros y honra a sus siervos, y nunca les faltaría el res-
peto ni los golpearía innecesariamente. Por tanto, Su llamado, primeramente,
es de amor para ti, porque Dios va a hacer una obra grande en las naciones de
la tierra, y no te quiere excluir de esa bendición, por eso te habla de esta mane-
ra. El Señor quiere sacudir a sus siervos, pues “Su aventador está en su mano, y
limpiará su era, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que
nunca se apagará” (Lucas 3:17). Por lo cual, Él va a soplar, para llevarse todo lo
que es paja en nosotros, y quede solamente el trigo. Y en ese proceso, muchas
veces, Jehová va a tener que decirnos como le dijo a Pedro: “Simón, Simón,
he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lucas 22:31). Yo
prefiero que sea Dios que me zarandee y no el diablo. El Señor quiere separar
el trigo de la paja, y Pedro tenía mucha paja, de tal forma que la confianza en
sí mismo era el forraje que no le permitía sacar la pureza en su ministerio.

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266 la honr a del ministerio

De hecho, esa actitud de Pedro es el pecado de los ministros que con-


fiamos mucho en nuestro aprendizaje, en nuestra experiencia, en nuestras
capacidades y unciones y no en Dios. El deseo de ser originales, hace que nos
afanemos por fomentar nuestros métodos, para mostrar que tenemos una
iglesia más grande que otros, y decir: «A mí sí me usa Dios», como si estuvié-
ramos en competencia. Ignorando que solo hay una sola obra, un solo trabajo,
y un solo Señor, al que al final daremos cuenta. Así que el triunfo que te da a
ti en tu ministerio, también es el mío, de otros y viceversa, porque es una sola
obra, la de Dios, y un solo llamamiento, el de Dios. Por tanto, debiéramos
gozarnos al ver la prosperidad de la obra del Señor, no importando a quien Él
use, porque no es algo personal, sino divino.
Como siervo inútil de Dios, termino este segmento con temor y temblor,
encomendando la palabra a Aquel que la envió, para que Él haga. Nada es el
que siembra y tampoco el que cosecha, sino Aquel que da el crecimiento, y
que envía Su Palabra y la hace germinar. Todos sembramos, pero si el grano se
queda debajo de la tierra no pasa nada, pero si este se levanta, como se levantó
el bendito grano de trigo, Jesús, traerá vida a los hombres.
Entiendo que con esta palabra, los ministros han sido confrontados por
el Señor, y yo ruego a Dios que reciban este mensaje, que aunque luzca duro,
no es severo, sino fuerte como es el amor, porque ha sido hecho en amor
(Cantares 8:6). El Señor tiene derecho sobre sus servidores, y puede venir y
reprendernos cuando quiera, y decirnos: «No estás haciendo las cosas bien».
Y ¡bendita sea la disciplina! Pues, aunque en el momento no nos causa gozo,
después da fruto de justicia para gloria de Dios. Por tanto, como ministros
maduros que somos en Cristo, recibamos la amonestación y demos gracias al
Señor por ella. Reconozcamos nuestros errores y pidamos perdón por toda
obra que no ha sido hecha en Dios; por todas las veces que nos hemos aferrado
a la posición eclesiástica y no a la función espiritual, cuando lo terrenal está
subordinado a la espiritual. La iglesia está y debe estar organizada, porque el
tiempo moderno así lo requiere, pero entendiendo que ella no es una organi-
zación, sino un organismo viviente. La institución debe ser una herramienta,
esclava del organismo, y no lo contrario, como está ocurriendo.
No nos aferremos a la identificación que nos dé el concilio, aunque es
necesario en estos días, ya que hay tantas personas que se hacen pasar por
lo que no son (y Dios lo ha permitido por algo). Pero vuelvo y te digo, sin
menospreciar la credencial, no nos aferremos a ella, pues nuestra autoridad
no nos la da un carné o documento, sino Dios. Por lo cual, cuando venga
alguien de parte del Señor, sea quien sea, aunque no pertenezca a ninguna

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el llamamiento es conforme 267
a su procedencia

organización, no lo rechacemos, como le dijo Jesús a uno de sus discípulos


que se quejó de que había uno que en su nombre estaba echando fuera demo-
nios, pero se lo prohibieron porque no le seguía, y él le dijo: “No se lo prohibáis;
porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre, que luego pueda decir mal
de mí. Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es” (Marcos 9:38-40).
Así la iglesia llamará a muchos en los últimos días, que no portan ninguna
credencial, de los cuales dirán: « ¿De dónde salió este? ¿De dónde vino?» Pero
ellos son mensajeros de Dios, “Juanes” que ministrarán con el espíritu de
Elías, para amonestarnos y mostrarnos el camino de la vida, y la instrucción
de Su santa voluntad para estos días.
Pidamos a Dios un corazón sensible, para quebrantarnos en su presen-
cia y podamos todos arrepentirnos, desde el mayor hasta el menor. El arre-
pentimiento es el atrio para entrar al Santísimo, así como el altar de bronce
es representación de la cruz, antes de entrar al Lugar Santo y al Santísimo.
Todos tenemos que pasar por el espíritu de la cruz, espíritu de abnegación y
de entrega, para poder estar delante del Señor; que haya en nosotros el mismo
sentir que hubo en Cristo Jesús, y renunciemos al orgullo, para que suene la
voz que habla en Isaías:

“Da voces. Y yo respondí: ¿Qué tengo que decir a voces? Que toda
carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo. La hierba se
seca, y la flor se marchita, porque el viento de Jehová sopló en ella;
ciertamente como hierba es el pueblo. Sécase la hierba, marchítase
la flor; mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre”
(Isaías 40:6-8).

Esa misma voz que se oyó en el desierto que dijo: “Preparad camino a
Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado,
y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane. Y se
manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá; porque la boca
de Jehová ha hablado” (Isaías 40:3-5), está hablando a nuestro espíritu hoy. Y
la tercera voz dice: “Súbete sobre un monte alto, anunciadora de Sion; levanta
fuertemente tu voz, anunciadora de Jerusalén; levántala, no temas; di a las ciu-
dades de Judá: ¡Ved aquí al Dios vuestro! He aquí que Jehová el Señor vendrá
con poder, y su brazo señoreará; he aquí que su recompensa viene con él, y su paga
delante de su rostro” (vv. 9-10). Iglesia, ministros de Dios, señálalo a él y di: «
¡He ahí al Señor, mírenlo a él!». Escóndete en el Señor, y que el Espíritu Santo
sople sobre nuestras vidas y se lleve toda gloria humana; y venga con el viento

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268 la honr a del ministerio

caliente y abrasador del desierto y consuma todo lo que es confianza en la


carne; y todo lo que hemos aprendido de los hombres desaparezca, para que
comencemos a fomentar y a hacer las obras de Dios.
Le pido al Señor que tenga misericordia de nosotros, y que su temor caiga
sobre nuestro corazón, porque un día tendremos que verle el rostro a Jesús y
darle cuenta de nuestro ministerio. En realidad, no daremos cuenta por la sal-
vación, porque ya Cristo dio cuenta por ella, pero sí hemos de dar cuenta de
lo que el Señor nos ha encomendado, de nuestra mayordomía. Anhelemos ser
aprobados en Jesús, y que nos presentemos allí como un obrero que no tiene
nada de qué avergonzarse, que ha trazado bien la palabra de verdad, que no ha
acudido al lucro y al cohecho, que no ha vendido la convicción del Espíritu,
por una posición o la buena voluntad de los hombres, porque cuando queremos
agradar a los hombres no somos siervos del Señor Jesucristo (Gálatas 1:10).
Es mi oración que el Dios de los cielos y de la tierra tenga misericordia de
sus ministros y de sus hogares, y abra sus ojos para ver cuánto hemos pecado
al seguir tradiciones de hombres sin detenernos a reflexionar si el Señor se
agrada en ello... Es necesario que Dios quebrante nuestros corazones ahora,
en este instante, de manera que cuando pasemos al siguiente segmento lo
hagamos renovados espiritualmente. Así, reconociendo nuestras flaquezas,
que somos polvo, débiles, con pasiones semejantes a la de Elías (Santiago
5:17), sabremos que por encima de todas esas cosas, nuestro Dios nos sostiene
y nos toma de la mano y no nos deja a expensas de nuestras iniciativas.
Este mensaje también lo aplicamos a las autoridades en el ámbito secu-
lar (presidentes, gobernadores, militares, policías, todo el cuerpo castrense,
funcionarios públicos, empresarios, etc.) que están leyendo este libro, y se
preguntan: «Pero, ¿qué hago yo leyendo este tipo de libro, qué significan estas
palabras para mí?» ¡Quién sabe lo que en este momento está inquietando a sus
corazones! Pero la Palabra de Dios dice que ellos son ministros de Dios, y su
autoridad ha sido establecida por Dios, para nuestro bien (Romanos 13:1,4).
Por tanto, si tú eres una autoridad en el área que sea, entiende que has sido
puesto por Él, para mantener un orden que beneficie a las familias de la tierra,
y debes gobernar bien, con temor y temblor delante de Dios. Ya seas un oficial
del orden o Primer Ministro para dirigir a una nación, te ruego doblegues tu
ser frente a la autoridad de Cristo. Entiende que a ti no te eligió nadie, ni te
ascendió de rango un superior, sino que Dios te puso, porque Él es el que qui-
ta y pone gobiernos, y los que están son puestos por Él, por tanto, a ti también
te eligió Jehová. Pídele al Señor que te dé una revelación de este mensaje y lo
que significa verdaderamente autoridad, para que el temor de Dios caiga en

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el llamamiento es conforme 269
a su procedencia

tu corazón y digas como todo ministro de Dios: «Desde ahora en adelante, yo


voy a gobernar en el temor de Dios, y usaré mi autoridad sujeto a la autoridad
del cielo, para que el Señor comience a engrandecer Su nombre en donde
estoy y en todos los confines de la tierra». Y yo digo: Amén.
Es necesario que Dios derrame en todos los ministros, servidores y dignata-
rios de la tierra, espíritu de sabiduría, de ciencia y de consejo, y tape sus oídos a
los consejos de los hombres, para que el temor divino caiga en sus corazones y
gobiernen a su nación en el temor de Dios. Los antiguos consultaban en todo a
Dios, así ellos busquen al Señor, y usen consejeros espirituales –no gurú ni adi-
vinos- sino siervos de Dios, hombres llenos del Espíritu Santo, que los orienten.
Asimismo, que cada ministro gubernamental, militar o político se sujete a Dios,
para que no prevalezca la desunión ni la ambición política por el poder, sino el
deseo de gobernar bien, como aquellos que han de dar cuentas al Dios del cielo,
por la autoridad que Él ha puesto en sus manos (Romanos 13:1).
Es imperioso que haya conocimiento de Dios en todos los ámbitos de
la tierra, y sea echada fuera la ignorancia, para que reine la iluminación del
eterno. Conviene que se conozca el evangelio de Jesús en toda nación, tribu,
lengua y pueblo, para que los principados de maldad en las regiones celestes y
demonios, que quieren enseñorearse de los pueblos, ¡desaparezcan!, y el seño-
río de Cristo se implante en cada lugar, por pequeño que este sea. Toda clase
profesional y poder gubernamental necesita a Cristo. Igualmente aquellos que
aplican y promulgan leyes, que hagan leyes justas, y apliquen la justicia sin
cohecho, para que no hagan daño al pobre ni se inclinen al favor del rico.
Es apremiante que haya unidad entre las autoridades y la iglesia, porque
cada uno de ellos suple una necesidad, en lo secular y en lo espiritual, respecti-
vamente. Así, juntos podremos hacer frente a los males que afligen al mundo, y
se pueda ver la diferencia entre el reino del diablo y el reino de Dios. El diablo
vino para matar, hurtar y destruir, pero Jesús vino para darnos vida, y vida en
abundancia (Juan 10:10). ¡Qué reine la justicia en la tierra, que es la gloria y la
autoridad de Jesucristo, la cual viene de los cielos y no de los hombres! Induda-
blemente, si nuestro llamamiento procede del cielo, entonces nuestra obediencia
y lealtad deben ser al Rey de las alturas y a Su reino celestial.

4.2  Si no Lucha Legítimamente


“… el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legíti-
mamente”
-2 Timoteo 2:5

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270 la honr a del ministerio

Todo cristiano tiene el ideal de vivir la vida del reino de los cielos, lo cual
no es una utopía, sino algo posible, pues Jesús y los apóstoles vivieron así. Por
consiguiente, nosotros también podemos porque al igual que ellos, tenemos
como ayudador al Espíritu Santo. El Señor quiere que vivamos de esta manera,
especialmente en un momento donde todo va de mal en peor, y la humanidad
está llegando a rebasar el límite del pecado, excediéndose en toda clase de vicios
y perversiones. No obstante, sabemos que Dios siempre tiene instrumentos en
cada generación y personas para cada situación. Así, algunos van al frente, otros
abren el camino para los que vienen detrás, y a cada uno lo entrena de acuerdo
a su utilidad, y según la misión que se le vaya a asignar. De la misma manera,
Dios repartió dones a la iglesia, capacidades ungidas, ministerios, operaciones y
funciones, para que seamos aptos y capaces de hacer la obra que nos encomen-
dó. En este segmento veremos un instrumento escogido, muy útil del Señor, al
apóstol Pablo (Hechos 9:15), cuya vida llegaba a su fin. En la última carta que
escribió a su hijo espiritual, Timoteo, antes de ser ejecutado, encontraremos la
esencia de lo que Dios quiere decirnos en este segmento.
En esa carta, el apóstol Pablo expresa que tiene una cita con la muerte, y
que el tiempo de su partida estaba cercano (2 Timoteo 4:6). Él estaba preso
en Roma, posiblemente ya había sido juzgado y condenado, y esperaba, sola-
mente, el día de la ejecución. Ahora imagínate a un hombre que tiene ese ¡ay!,
esa imposición, esa necesidad de compartir lo que ha recibido, un hombre que
debido a la gracia que Dios le dio se sentía deudor, por eso había escrito años
antes: “A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor. (...) me he hecho
siervo de todos para ganar a mayor número. Me he hecho a los judíos como judío,
para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto
a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que
están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo
la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles,
para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos
salve a algunos. Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de
él” (Romanos 1:14; 1 Corintios 9:19-23). Pablo entendía que él fue llamado
a un propósito, a ser eficaz, a agradar a Aquel que lo había tomado. Él quería
asirse de aquello por lo cual Dios lo tomó también a él. Ese hombre estaba
bien enfocado, sabía lo que era, pero ahora tenía una cita con la muerte, lo que
significa que su fin estaba cerca y sus días estaban contados.
Pablo sabía la importancia de los padres que engendran hijos por medio
del evangelio, de los cuales no abundan muchos (1 Corintios 4:15), por eso
sentía un gran conflicto dentro de sí y escribió: “Mas si el vivir en la carne

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el llamamiento es conforme 271
a su procedencia

resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de


ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo,
lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa
de vosotros. Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos
vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe…” (Filipenses 1:22-25). Por tanto,
para él no era poca cosa el ser relevado en esa obra, dejarle a alguien la antor-
cha para que siga la carrera, desde donde él la dejó.
Piensa ahora en el atletismo, en una carrera de relevos, donde alguien corre
un tramo y le entrega la antorcha al que sigue, y ese, a su vez, hace su recorrido
y se la da al que lo está esperando, para emprender también su carrera y llegar a
la meta. ¿Sabes cómo le llaman al tubo que se pasan los corredores después de
correr cada uno la distancia determinada? Testigo. ¡Tremendo! No sé cómo lo
ves tú, pero ese tubo bien puede tipificar la Palabra de Dios, que también es un
testigo que se levanta a legitimar la justicia divina revelada en Jesucristo (Roma-
nos 3:21). ¿Qué “testificó” Jesús cuando estuvo entre nosotros? Lo que vio y
oyó del Padre (Juan 3:11, 32); y ¿qué “testificó” el concilio celestial en la tierra?
Que Jesucristo es el Hijo de Dios (1 Juan 5:5-6); ¿cuáles otros tres concordaban
como “testigo” de esa verdad? el Espíritu, el agua y la sangre (1 Juan 5:8).
Ahora dime, ¿cuál fue el “testigo” de la iglesia primitiva? Testificar que
Jesús era el Cristo a toda nación, tribu, lengua y pueblo (Marcos 16:15). ¿Cuál
fue el “testigo” que usó Pablo? Testificar a judíos y a gentiles acerca del arre-
pentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo (Hechos 20:21);
¿cuál fue el “testigo” que usaron los apóstoles? Que el Padre envió al Hijo,
para salvar al mundo (1 Juan 4:14). Y me pregunto, ¿qué “testificamos” noso-
tros? ¿Cuál es el “testigo” que pasaremos a las generaciones que nos releven?
¿Hemos corrido bien nuestro tramo? ¿Conservamos el “testigo” que nuestros
antepasados, a precio de sangre, pasaron a nuestras manos?
El correo en la antigüedad, por ejemplo, usaba “mensajeros”, los cuales
contaban con caballos y estaciones de cambio. En esas estaciones conoci-
das luego como postas (de donde proviene la palabra “postal”) había grandes
caballerizas y jinetes para agilizar el correo de manera que el mensaje llegara
más rápido, ya que el mensajero que estaba en la estación, relevaba al que lle-
gaba, marchando de inmediato con un caballo descansado, por lo que avan-
zaba con más rapidez. Los mensajeros vivían para eso, y luchaban contra las
inclemencias del tiempo hasta cumplir su propósito. Ese empeño y constancia
se han extendido hasta el día de hoy, de tal manera que ya se da por entendido
que “Llueva, truene o relampaguee” una carta se recibirá en dos o tres días, no
importa de donde provenga.

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272 la honr a del ministerio

Apliquemos eso ahora a esa carrera que se refería Pablo, cuando le ilustra-
ba a Timoteo la importancia de la predicación del evangelio, en un momento
tan crítico como el de su partida. Este hombre estaba al punto de morir, y
necesitaba transmitirle al que le sustituiría lo básico y primordial del ministe-
rio que había recibido del Señor. En ese momento no podía detenerse en
contarle historias ni sueños, ni hablarle de sus grandes victorias y experiencias
espirituales, sino que estoy seguro que Pablo quería fundirse con Timoteo en
el encargo. Sus palabras estaban llenas de una gran carga emocional, cuando
le decía: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los
vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra;
que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda
paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina,
sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus pro-
pias concupiscencias, y apartarán de la verdad
el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé
“El ministerio es sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz
un llamamiento obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2
del Padre a dar” Timoteo 4:1-5). Pablo le suplicaba, pero
también le encarecía y recomendaba con
empeño el ministerio.
Es notable que en ese tiempo, a pesar de que el evangelio se había exten-
dido por todo el mundo conocido en aquellos días, había en la iglesia mucha
gloria, pero también mucha apostasía. Pablo en esa epístola mencionó a minis-
tros que lo habían abandonado, no para ir a predicar a otro lugar, sino porque
se habían desviado de la verdad, enseñando doctrinas extrañas como que la
resurrección ya se había realizado (2 Timoteo 2:18), y otros, como Demas, se
fueron porque amaron más al mundo que al Señor (2 Timoteo 4:10). El tono
de la carta expresaba la preocupación del apóstol por la situación que había
enfrentado y que pudiera repetirse en el futuro en la vida de otros creyentes,
si no eran alertados.
En ese contexto, es como si Pablo le dijese a Timoteo: «Timoteo, Cristo
llegó a mí y me pasó la antorcha; yo llegué a ti, a través de la predicación
del evangelio, y te enseñé lo mismo que recibí del Señor. Ahora ha llegado
el tiempo de mi partida y tú eres quien tomará la antorcha en mi lugar. Por
tanto, lo primero que te digo es: “… esfuérzate en la gracia que es en
Cristo Jesús” (2 Timoteo 2:1)» O sea: «Para tú seguir haciendo la obra que
Dios te dio, siendo fiel en esta generación infiel, y lograr pasar la antorcha a
la generación que sigue después de ti; para tú prevalecer frente a todos estos

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el llamamiento es conforme 273
a su procedencia

movimientos de apostasía y situaciones que hay en la iglesia, y puedas hacer la


obra del ministerio y guardar el depósito, retener la doctrina, y todas las ins-
trucciones que tú has recibido, Timoteo, tienes que esforzarte en la gracia».
Y me pregunto, ¿cómo es posible esforzarse en algo que se recibe?La gracia
es gracia precisamente por ser inmerecida, algo que se obtiene sin haber produ-
cido ningún trabajo para alcanzarlo. La gracia es lo que Dios hace en mi vida,
no yo en mí. Mas, luego entendí lo que Pablo quiso decir y es que se tome la
fuerza de la gracia, el amor de la gracia, el poder de la gracia y todo lo que impli-
ca y contiene la gracia, para poder permanecer en ella. Eso es como el vuelo del
águila, la cual no se pone a pelear con el viento para remontarse en él. El águila
con sabiduría observa hacia dónde sopla el viento, entonces abre sus alas y con
la fuerza del viento, sin hacer ningún esfuer-
zo, se deja guiar y vuela bien alto. Eso mismo
es lo que Dios quiere que hagamos con el “Solo el hecho
Espíritu Santo, que dejemos que él nos guíe,
que permitamos que su fuerza nos impulse, de que alguien
que tomemos de lo que hemos recibido de la no haya sido fiel
gracia, con toda su implicación y sigamos y no pase bien
nuestra carrera de relevo. lo que recibió,
Lo segundo que le dijo Pablo a Timoteo
echa a perder
fue: “Lo que has oído de mí ante muchos testi-
gos, esto encarga a hombres fieles que sean idó- totalmente a una
neos para enseñar también a otros” (2 Timoteo generación”
2: 2). Es decir, lo que Pablo recibió se lo pasó
a Timoteo, y ahora le dice que él haga lo mis-
mo con otros, para que lo que les dio el Señor vaya de mano en mano. Esa
acción no es extraña en el Señor, pues veo en la multiplicación de los panes que
la Biblia dice en todas las narraciones: “tomando los siete panes, habiendo dado
gracias, los partió, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante; y los pusieron
delante de la multitud” (Marcos 8:6). El libro de Apocalipsis comienza diciendo:
“La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas
que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo
Juan…” (Apocalipsis 1:1). O sea, la revelación que Dios le dio a Jesucristo, él
se la pasó al ángel, y el ángel se la pasó a Juan y este a nosotros, y nosotros se
la comunicamos al mundo. Hay una cosa que Dios te puso en la mano, y algo
que alguien te dio, que lo recibió de Dios. El ministerio es un llamamiento del
Padre a dar. Esto es un asunto de “mano a mano”, de manera que lo que me
pasaron a mí, yo te lo paso a ti, tú se lo pasas a otros, sabiendo que todo es del

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274 la honr a del ministerio

Señor, y de lo recibido de Su mano le devolvemos a Él, y damos a los hombres


(1 Crónicas 29:14).
Es importante connotar que si tú detienes lo que se te ha entregado, no
va a continuar la cadena, y se perderá en tu mano. Como sucedió con el
maná, cuando algunos, desobedeciendo a Moisés, guardaron para otro día,
y se pudrió, hedió, y crió gusanos, ¡no se pudo comer! (Éxodo 16:19-20). Lo
que Dios da no es dado para detenerse, sino para ministrarse. Por eso es que
tenemos que abrir los ojos para mirar la importancia de la fidelidad indivi-
dual. La iglesia es un cuerpo, pero está formada por miembros y uno solo
que se paralice, puede detener a todos. Es necesario que asumamos nuestra
responsabilidad individual y digamos: «Yo recibí, debo dar; si soy riñón junto
con mi compañero voy a filtrar la sangre, para quitar los desperdicios que
eliminaré por la orina; si soy corazón voy a latir para distribuir la sangre por
todo el cuerpo, etc. No se puede quedar en mí lo que yo recibí, lo tengo que
pasar; soy deudor a aquellos que lo necesitan».
¿Por qué crees que Pablo le dijo a Timoteo que busque hombres fieles
y aptos (2 Timoteo 2: 2)? Porque eran los requisitos para ser ministro del
Señor. Él dijo: “Palabra fiel: Si alguno anhela obispado, buena obra desea.
Pero es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer,
sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; no dado al vino,
no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible,
no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción…” (1
Timoteo 3:1-4). En fin, la lista de requisitos previos era larga para que una
persona sea apta para el ministerio y Timoteo debía ordenar o consagrar a
aquellos en lo que se vieran esos frutos. Por eso, Pablo también le advirtió
a Timoteo: “No impongas con ligereza las manos a ninguno, ni participes
en pecados ajenos. Consérvate puro” (1 Timoteo 5:22). Por tanto, tengamos
sumo cuidado a quien le pasemos el manto, porque si no es llamado ni es
apto, esa persona va a hacer daño en vez de hacer bien, algo que está causan-
do mucho perjuicio al ministerio cristiano en la actualidad.
Y me pregunto, ¿dónde se perdió el camino? ¿Cómo nos desviamos de la
bendita y trazada senda? Fácil, solo el hecho de que alguien no haya sido fiel
y no pase bien lo que recibió, echa a perder totalmente a una generación,
pues se pierde el depósito. Si los que nos antecedieron no siguieron instruc-
ciones, posiblemente ordenaron ministros basados en parentescos, simpatía
o porque tenían unción o algún don, obviamente se desvió y se detuvo el
propósito. Pero Dios no quiere que vuelva a pasar lo mismo, por eso está res-
taurando y creando una nueva generación, con su santo celo y devoción. Por

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a su procedencia

tanto, con lo que se nos dio, seamos fieles y leales, consecuentes con la verdad.
Pasemos bien a la próxima generación lo que sabemos que es el ideal de Dios,
aunque no lo hayamos alcanzado. Pablo dijo: “No que lo haya alcanzado ya, ni
que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui
también asido por Cristo Jesús” (Filipenses 3:12). Debemos seguir su ejemplo,
para que Dios haga lo que quiere hacer.
Hay una responsabilidad en la imposición de manos, por eso Pablo le
advierte a Timoteo que no le imponga las manos a nadie con ligereza, pues
imposición de manos es transferencia de autoridad. Cuando Moisés le puso
la mano a Josué dice la Palabra que le transfirió de su mismo espíritu (Deute-
ronomio 27:19). Jehová le dijo a Moisés: “… pondrás de tu dignidad sobre él”
(v. 20). Y la palabra “dignidad” en hebreo implica majestad, gloria, autoridad,
unción. Todo lo que poseía Moisés se lo dejó caer encima a Josué cuando lo
apartó. Por eso, cuando Moisés murió, dice la Palabra: “Y Josué hijo de Nun fue
lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés había puesto sus manos sobre él; y los
hijos de Israel le obedecieron, e hicieron como Jehová mandó a Moisés” (Deutero-
nomio 34:9). Por tanto, apartar a una persona es transferirle autoridad, dones,
capacidades, unciones, espíritu, es darle todo lo que Dios te dio y más. Por eso
digo que todos somos responsables de todo lo que está pasando en la iglesia (los
malos testimonios, abusos, prevaricación en los ministerios, escándalos, etc.),
porque es obvio que en algún momento, en la transferencia, no seguimos la
instrucción que nos dio el Señor. Hay quienes abusan de la confianza y hay a
quienes los estimula la confianza. Honremos con obediencia a Aquel que nos
honró, que nos confió, que nos tuvo por fiel poniéndonos en el ministerio.
Continuando con el consejo de Pablo a Timoteo, él le dijo: “Tú, pues,
sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo. Ninguno que milita se enre-
da en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado”
(2 Timoteo 2:3-4). Nota que el apóstol compara a un ministro con un sol-
dado, porque un militar no se va a enredar en los asuntos civiles, porque su
propósito es ser leal y agradar a aquel que lo reclutó para un fin. Un soldado
es alguien que siempre está “presto a”, “listo para”, “alistado exclusivamente
en el servicio de”, y por eso no puede decir: «Me voy a tomar el día libre hoy,
no tengo ánimos de hacer guardia. Me voy a compartir con mis amigos y
quizás me reporte mañana», ¡jamás! Los que han militado en cualquier cuer-
po castrense o conocen la profesión militar saben que eso es algo imposible e
inadmisible en dicha institución. El soldado se debe a la milicia y está sujeto
a un orden y a un comando.

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276 la honr a del ministerio

Supe de un joven que estuvo en el ejército y, cuando estaba en entrena-


miento, un maestro, apenas verlo entrar al salón de clases, le dijo: «Soldado,
usted debe recortarse el pelo. Aquí siempre debe andar rasurado, y su pelo
llevarlo más bajito, así que recórteselo». El recluta lo escuchó y al llegar a su
habitación se miró al espejo y dijo: «Mmm..., yo me veo bien, ¿quién le dijo
a él que mi pelo está largo? No, no, olvídalo, me quedo así como estoy». El
muchacho no le dio mayor importancia, y otro día, estando en la clase, el
maestro lo vio y simulando no haberlo visto dijo: « Está aquí un soldado a
quien le dije que debía recortarse el pelo, ¿quién fue?», fingiendo que no se
acordaba de él. Pero el joven, tratando de mostrar integridad, se levantó y
dijo: «Yo soy, fue a mí al que usted le dijo», entonces el maestro le respondió:
«Véame después de la clase».
Cuando terminó el período, se fue con el joven a la oficina y expuso
delante de los superiores la observación que le había hecho al recluta, y se le
anotó en su record una nota: “desobediencia”. De ahí en adelante, el joven
aprendió, no tan solo a seguir órdenes, sino a cumplirlas, estuviera de acuerdo
o no, por simples que parecieran. Nota que algo tan sencillo como haberse
negado a cortarse el pelo, fue una anotación a destacarse en el record de ese
aspirante a soldado. Aplica ahora esa misma enseñanza al ministerio.
Los cristianos tenemos la libertad que nos dio Cristo y debemos estar fir-
mes en ella (Gálatas 5:1), pero también el apóstol Pablo dijo: “Todo me es lícito,
pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica (...) yo en todas las
cosas agrado a todos, no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para
que sean salvos” (1 Corintios 10:23,33). Es decir, que aun su libertad, lo que le
era lícito en Cristo Jesús, él lo sometió a Dios, para que haya edificación en
la iglesia. Aunque el ministro tenga libertad, no pertenece a sí mismo, no es
independiente, pues aun su cuerpo fue redimido, su mente, su vida, todo le
pertenece al Señor. Hay cosas que yo digo que nunca en mi vida las haría, y
el Señor me dice: «Si yo no te lo pido…», y he tenido que decir: «Señor, si tú
me lo pides, aunque sea comer excremento yo lo hago». No somos nuestros,
somos soldados, y no podemos hacer nuestro propio itinerario, nuestros pro-
pios planes, como decir: «Me voy acá, voy allá; voy a hacer esto, etc.», no, no,
no. Estamos bajo la autoridad del Señor, y lo que Él diga, cuando Él diga, sea
sencillo o complicado, hay que hacerlo; no estamos para agradarnos a noso-
tros mismos, sino para agradar a Aquel que nos llamó. Es imposible ser un
buen ministro si no se es un buen soldado de Cristo, de ninguna manera.
¡Cuántas cosas nos gustaría a nosotros hacer, también emprender, pero no nos
gobernamos, no somos nuestros, somos del SEÑOR!

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el llamamiento es conforme 277
a su procedencia

El compromiso que tenemos con Dios requiere una disciplina militar,


pero la encomienda no es legalista, sino espiritual. Sabemos que en la milicia
hay un montón de cosas que lucen arbitrarias, y lo son, pero independiente-
mente de eso, estas prueban un punto y es que hay una disciplina, un orden al
que un soldado ha jurado obediencia incondicional y lealtad a los superiores a
quien él se sometió. El apóstol primeramente le dijo a Timoteo que se esfuerce
en la gracia, como se esfuerza un soldado en el servicio militar en una sujeción
absoluta. Así se sujetó Jesucristo, toda su vida, a Aquel que lo reclutó. Desde
niño sorprendió a sus padres cuando les dijo: “¿No sabíais que en los negocios de
mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49). Así como Jesús, necesitamos la
sujeción y la abnegación de un soldado, para vivir y poder pasar la encomien-
da a la próxima generación.
No obstante, el apóstol le hace otra comparación a Timoteo, diciéndole:
“… también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamen-
te” (2 Timoteo 2:5). Un atleta es un luchador que se prepara física y mental-
mente para lograr una meta. Su vida está supeditada a ganar en todos los
órdenes. Por tanto, lo que come, lo que entrena, lo que duerme, lo que bebe,
en lo que se abstiene, en lo que invierte el tiempo y con quien lo comparte,
todo tiene que contribuir a que él logre la victoria. El atleta está sometido a
una disciplina física, para ganar una carrera. También, la vida cristiana es una
carrera que el creyente debe correr, pero
necesita hacerlo legítimamente, de acuerdo
a las regulaciones de la carrera, a las que “Es imposible ser
sometido, debe entrenar como buen atleta. un buen ministro
A mí, particularmente, me llama la aten- si no se es un
ción la expresión adverbial que usa Pablo al
buen soldado de
referirse al atleta: “legítimamente”, la cual
considero muy interesante. La palabra “legí- Cristo”
tima” corresponde al vocablo griego enno-
mos (en, preposición que indica posición o
relación; nomos es ley), que significa de acuerdo a la ley o según la ley, según
lo establecido. “Legítimamente” corresponde al vocablo griego nomimos que
se traduce como un adverbio de modo que modifica el verbo luchar. Aplican-
do, preguntémonos entonces ¿cómo, de qué modo o manera, el atleta debe
luchar para ser coronado ganador? El atleta debe luchar de acuerdo a la ley,
según la ley y bajo la ley.
Esa palabra también la encontramos en aquel incidente que tuvo Pablo en
Éfeso, por causa de un platero llamado Demetrio. Este hombre vio que por la

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predicación del evangelio en Asia, su negocio de ídolos y platería se le estaba


yendo abajo, entonces incitó a los de su mismo oficio en contra de Pablo y sus
seguidores. Estos hombres se llenaron de tanta ira, que alborotaron y llenaron
de confusión a toda la ciudad y se reunieron en el teatro -aunque muchos no
sabían ni siquiera por qué estaban allí- gritando y tratando de apresar a los
macedonios, Gayo y a Aristarco, compañeros de Pablo (Hechos 19:23-32),
hasta que un escribano los apaciguó y les dijo: “… si demandáis alguna otra
cosa, en legítima asamblea se puede decidir. Porque peligro hay de que seamos
acusados de sedición por esto de hoy, no habiendo ninguna causa por la cual
podamos dar razón de este concurso” (Hechos 19:35-40). Nota que la palabra en
cuestión contenida en la expresión “en legítima asamblea”, no es que niegue
que haya algún problema o le quite la razón, sino que sugiere que el asunto se
exponga en un tribunal competente, para poder decidir de acuerdo y según la
ley. Eso es actuar legítimamente.
La ley hay que usarla legítimamente. Pablo enseñó: “Pero sabemos que
la ley es buena, si uno la usa legítimamente” (1 Timoteo 1:8), refiriéndose a
la ley de Moisés. Los legalistas no la usan legítimamente, porque la utilizan
para poner cargas sobre los demás y condenar a los hombres. Pero la ley hay
que usarla siguiendo un proceso, de acuerdo al Espíritu con que ha sido
promulgada por Dios. Es muy parecido a la expresión que Pablo usa cuando
se refiere a la nueva dispensación y dice: “… para que la justicia de la ley
se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme
al Espíritu” (Romanos 8:4). La palabra conforme, implica “de acuerdo a”,
“según”. Cuando actuamos de acuerdo a las emociones (todo lo que somos
en Adán no necesariamente tiene que ser pecaminoso), andamos según la
carne, en lo que es natural en nosotros, en lo adánico, conforme a la car-
ne, de acuerdo a la ley de la carne que se manifiesta en nuestros miembros
(Romanos 7:23). Pero hay una ley en mi mente, que es la ley del Espíritu de
vida en Cristo Jesús, que lleva mi hombre interior a Dios (v. 20). Cuando
andamos de acuerdo a esa ley espiritual hacemos todo de acuerdo al Espíri-
tu, en conformidad al Espíritu. Por tanto, para participar en la carrera de la
fe y luchar legítimamente hasta ser coronados, debemos correr conforme al
Espíritu. Esa es nuestra ley.
Continuando con la ilustración de la competencia atlética, sabemos que hay
reglas que seguir en sus rondas y categorías. Por lo cual, un atleta es eliminado
por su retiro voluntario, o descalificado según sus faltas sucesivas al reglamento
establecido de la competencia. Por ejemplo, un deporte tan popular como el
boxeo, tiene un código de conducta, para suavizar la rudeza de los combates,

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el llamamiento es conforme 279
a su procedencia

como por ejemplo: se prohíbe golpear al oponente cuando ha caído, dar un gol-
pe bajo o tirar del cabello. Así, si tu competidor es más fuerte que tú, no intentes
morderle una oreja, pues no ganarás legítimamente. Nota que en el boxeo, lo
primero que en el cuadrilátero les leen a los pugilistas son las reglas. Por tanto,
cualquier conducta impropia de los contendientes no es legítima, ni aceptada
por el árbitro ni los jueces, pues no está de acuerdo a la ley. El reglamento boxís-
tico establece que usted es un campeón de los pesos completos, cuando derrota
a su contrincante a puñetazos en el rostro y al torso, al punto que le cause una
caída y lo deje incapaz de volver a ponerse en pie para defenderse, antes de trans-
currir diez segundos. Esa es una pelea limpia y legítima.
¿Y qué decir en el béisbol? Recuerdo algo que le ocurrió a un niño y que
causó un gran revuelo, en el ámbito deportivo de la Serie Mundial 2001 de
las ligas menores, en la ciudad de Nueva York. Sucedió que en esa ocasión,
uno de sus más destacados jugadores, su lanzador estrella, quien lanzó un
juego perfecto e hizo a su equipo ganador nacional, asombrando a todos
los amantes de ese deporte, tenía catorce años y no doce, como requería
el reglamento. ¿Era un niño? Sí lo era, pero no con la edad requerida para
participar en la liga y competir con otros niños dos años menores que él,
pues siempre este lanzador destacado tendría más ventajas que los demás
jugadores. Por lo cual, al ser descubierto, le quitaron el premio al equipo, y
a él lo descalificaron.
Igualmente, ¿no te causaría tristeza que la indiscutible brillante carrera
de un beisbolista destacado se vea afectada o cuestionada, por usar un bate
relleno de corcho en un partido oficial de Grandes Ligas? Eso le ocurrió a un
beisbolista muy conocido, quien se había convertido en uno de los máximos
embajadores de dicho deporte a fuerza de cuadrangulares; cuyo record de
más de seiscientos imparables, lo hicieron uno de los astros indiscutibles entre
los “jonroneros” (toletero o slugger). El corcho saltó al aire cuando su bate se
partió en dos al él golpear la bola en un juego oficial, tirando casi a pique su
carrera. Tan desafortunado hallazgo trajo al escrutinio todos los bates que
tenía en uso en la batera, en ese momento, dicho jugador. Así como la deci-
sión de examinar con rayos X los bates que él había donado al Salón de La
Fama. Toda una carrera de record tan perfecto, al punto de ser descalificada,
por la violación de una regla. ¿Quién no ha oído acerca de los escándalos
en el deporte por causa del uso de esteroides, esas sustancias estimulantes
para potenciar artificialmente el rendimiento de los jugadores? Esta situación
ha hecho que aun el Congreso de los Estados Unidos intervenga, y algunos
deportistas tuvieron que presentarse ante los tribunales para ser juzgados por

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280 la honr a del ministerio

esa práctica, mientras que a otros el Comité Internacional Olímpico (CIO)


decidió retirarles las medallas logradas en los juegos olímpicos, al ser conde-
nados en los casos de dopaje en que se vieron envueltos.
¿Qué ocurrió con la reina de belleza que a los cuatro meses de ser corona-
da tuvo que devolver la corona? La señorita fue destituida por el comité orga-
nizador del evento, por supuestamente incumplir el contrato que implicaba
ostentar el título. El mismo estipulaba que la ganadora debía ser soltera y
tener una vida moral “ejemplar”. Por cuestiones de ética y por no dañar la
reputación del concurso, no se divulgaron claramente las razones de su desca-
lificación, pero una cosa quedó clara y es el hecho que si violamos las reglas,
aunque hayamos ganado, nos convertimos en perdedores.
Ahora, aplica todos los ejemplos que
te he dado a hacer las cosas legítimamente
en el ministerio, y notarás cuántas cosas se
“Cuando estoy hacen contrario a la regla y no conforme al
en la iglesia Espíritu. Pablo le dijo a Timoteo que apar-
para que me tara a ministros idóneos, por tanto, cuando
vean; participo no lo hago de esta manera, como presbítero,
no estoy actuando de acuerdo a la regla. Si
en todo para
Dios estableció algo y yo estoy haciendo lo
que me llamen; contrario, no estoy actuando legítimamen-
obro para que me te. Aplica este mismo pensamiento a todas
consideren; y me las funciones de la iglesia y verás cuánto nos
sacrifico para hemos desviado de la senda antigua.
En mi libro anterior “Para que Dios sea
que me halaguen,
el Todo en Todos” detallé las funciones de
es porque mi la iglesia, cada una en su orden, para que
motivación no es entendamos cuál es el deseo de Dios. ¿Para
legítima” qué es la predicación? ¿Por qué la adoración?
¿Para qué el servicio? ¿Cuál debe ser nues-
tra motivación? Si todas las cosas que hago
para el Señor, las hago sin Él, estoy obrando ilegítimamente. Y quiero que esa
palabra se grave en nuestras conciencias y corazones, para que nos ayude a
identificar lo que no es legítimo en las cosas que hacemos para Dios. Cuando
estoy en la iglesia para que me vean; participo en todo para que me lla-
men; obro para que me consideren; y me sacrifico para que me halaguen,
es porque mi motivación no es legítima. La genuina voluntad de estar en sus
atrios es porque Dios nos llamó, porque tenemos la necesidad de estar en su

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el llamamiento es conforme 281
a su procedencia

presencia, porque le amamos y queremos agradarle en el servicio. Piensa en


cualquier función de la iglesia, y aplica esta verdad.
Te aclaro que mi fin no es criticar a los que perseveran en el error, pues
yo hice mucho más que eso y Dios ha tenido misericordia de mí, y ahora me
permite compartir esta enseñanza contigo. Ansiamos lo verdadero, anhela-
mos conocer lo que Dios quiere con nosotros, y saber en qué barco nos hemos
embarcado en el reino. Como atleta, yo quiero ser legítimo. No quiero llegar
a la meta y me pase algo como esto:

- ¡Llegué, soy un campeón! Señor, ¿dónde está mi corona?-, y sorpren-


dido, Él me diga:
- ¿Tu corona? Espera… Gabriel, pásame el libro de la regla del Cami-
no, donde están las buenas obras que preparé de antemano para que este
atleta corriera por ellas.
El arcángel abre el libro, y el Señor dice:
- ¡Pero la lista está incompleta, no hay nada hecho! Él no hizo esto,
ni aquello, ni esto otro, ni eso, ni tampoco esto, ni… pero… ¡pero qué
es esto! ¿una broma? Todo está incompleto, dime entonces, ¿cuál fue la
carrera que tú corriste?
-Bueno, yo iba por la pista, pero noté que era interminable y quería
llegar a la meta, así que al ver una veredita más corta, la tomé, y aquí
estoy, lo importante era llegar y lo logré, ¿no? Lo otro no lo hice, porque
pensé que esto era más importante, y traería más gloria a Tu nombre.
Considera que por ese caminito, establecí más de quinientas iglesias, y
no podría contar los muchos sermones que prediqué. Seguramente esas
cosas no están apuntadas ahí, porque hice tantas que no cabrían en ese
libro. Esa iglesia que se menciona al principio fue la que me diste cuando
empecé, pero un ministro de mi categoría no se podía quedar ahí toda
su vida, es lógico que quisiera superarme, ¿no? Así que levanté otra en un
lugar mejor, me sacrifiqué de tal manera que llegué hasta enfermarme e
invertí todo lo que tenía, y…
-Espera, espera… detente un momento y respóndeme: ¿te mandé yo
a ti hacer eso?
-No, pero…
-Lo siento, pero tú no ganaste ninguna corona. Tú no corriste legíti-
mamente, tampoco hiciste nada de lo que debiste haber hecho. Las obras
que preparé de antemano para que anduviese en ellas, específicamente,

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282 la honr a del ministerio

son las que te coronarían, pero son ellas mismas las que testifican hoy
contra ti. Quedas descalificado.

¡Qué terrible mi hermano!, ¡después de tantos sacrificios y esfuerzos,


encontrar que hemos corrido en vano! Meditemos en eso. Jesús dijo: “Yo te he
glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4);
nota que el Señor no hizo las que no le dijeron que hiciese, siendo Dios. Y yo
te pregunto: ¿cómo acabarás la carrera tú? ¿Estás corriendo legítimamente, o
estás corriendo una carrera que a ti no te dieron a correr? El hacer algo legíti-
mamente no es legalismo, porque estamos en el nuevo pacto, y ahora no son
letras, sino Espíritu. Cuando te sientas impotente frente a la Palabra, acosado
por la Palabra, preso por la Palabra, golpeado por la Palabra, aturdido por la
Palabra, que ya no puedes con la demanda de la Palabra, no te enojes contra
el profeta, ni contra aquel que te la da, sino ve al trono de la gracia y dile a tu
Dios: «Dame esa capacidad, Señor ¡por favor, ayúdame! ¡Ayúdame, a vencer!
Me sumerjo, no estoy corriendo legítimamente, y yo quiero llegar, yo quiero
correr bien». Eso lo debemos hacer todos, para poder estar en el reino de Dios,
pues allí todo es legítimo.
Jesús nos enseñó a orar: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el
cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). La palabra “como” es también
“legítimamente”, por lo cual, cuando deseamos que se haga su voluntad en la
tierra, en nuestras vidas, como se hace en el cielo, estamos pidiendo legitimi-
dad en nuestras acciones; que todo sea aquí como está establecido allá. No
hay reino de los cielos en la tierra, si todo lo que se hace abajo, no es igual a
como se hace arriba. El reino se puede convertir en una religión, en formas,
en una vara seca, como ha sucedido con casi todos los movimientos espiri-
tuales cuando pierden la frescura de la legitimidad celestial. Te preguntarás,
¿cómo puedo yo evitar que la vida del reino se convierta en una religión?
Cuando pones el ingrediente del nuevo pacto, el Espíritu. Si no hay Espíritu,
hay religión, formas, mandamientos de hombres. La vida en el reino no es
algo forzoso, ni mucho menos un despotismo religioso, sino algo voluntario;
algo que no se impone, sino que se siembra en el corazón.
Asimismo, Pablo compara la vida de un creyente con la de un ladrador.
Él dijo: “El labrador, para participar de los frutos, debe trabajar primero” (2
Timoteo 2:6). Nota que ya no habla del soldado ni del atleta, sino que ahora nos
ilustra la enseñanza con algo tan natural como la labor de un agricultor. Nadie
puede forzar a la tierra para que le dé su fruto si no ha hecho algo tan sencillo
como sembrar la semilla, y depender que Dios la haga germinar, para cosechar.

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el llamamiento es conforme 283
a su procedencia

El granjero, por ejemplo, no puede esperar que la gallina le ponga más de


tres o cinco huevos a la semana, porque eso es algo ilegítimo, ya que lo natural
es que sean de veinte a cien huevos, máximo, al año. No obstante, en la actua-
lidad, sabemos que los avicultores en sus granjas industriales han hecho que las
gallinas ponedoras saquen, aproximadamente, más de doscientos sesenta y cin-
co huevos al año, a base de fórmulas químicas, medio ambientes preparados y
un trato, que algunas instituciones han denunciando, como cruel y despiadado.
No quiero emitir ningún juicio a ese respecto, pero no tengo que investigar una
granja avícola o algunas “instalaciones en batería” (como también se le conoce
a las instalaciones repletas, hasta el techo, de jaulas metálicas), para saber que
forzar a un ave a producir huevos de esa manera es algo ilegítimo, pues una
gallina no fue hecha para poner doscientos ni trescientos huevos en un año.
Sólo meditemos en el resultado de estas acciones: las gallinas son destinadas al
matadero, después del año, y mucha gente se está enfermando por la cantidad
de hormonas que ingieren al consumir los huevos.
Ahora traslademos esta enseñaza a lo espiritual. Todo creyente es un labra-
dor, pues el Señor lo mandó a sembrar la semilla del evangelio. Un ministro es
un labrador, porque siembra la semilla en la viña del Señor, y sea en el campo,
en el valle, en el monte, en el collado, donde quiera la deja caer. Pero sucede
que hay quienes quieren ver el fruto y ni siquiera han sembrado, o apenas han
sembrado y ya quieren ver el fruto. Pero, lo legítimo es que yo are la tierra, la
prepare en surcos, eche la semilla, la cubra con la tierra, y espere con paciencia
la lluvia del cielo, ya sea temprana y tardía, hasta verla crecer. Luego, comien-
ce a podar, a velar y a orar para que Dios dé fruto, eso es lo legítimo. Así
que si no has cosechado, posiblemente es que no has sembrado, o puede que
ilegítimamente quieras cosechar antes de tiempo. Pero recuerda que en la ley
de la siembra hay que esperar para cosechar.
El reino de Dios es naturalmente espiritual. Con esta afirmación lo que
quiero decirte es que nuestro Dios no es un mago que con su varita hace
aparecer las cosas ya hechas. Hay un espíritu que se ha infiltrado en las pre-
dicaciones que nos quieren motivar tanto, que nos dan una sobredosis de
entusiasmo que nos matan, pues nos ponen a soñar con cada cosa… que nos
sacan del propósito. Puede que Dios te mandó a ser capitán de quinientos, y
al oír ciertas cosas cae en tu corazón la semilla de la ambición ministerial, la
cual te pone a soñar en ser capitán de cincuenta mil, y eso es irreal e ilegítimo,
si no está de acuerdo con el propósito que Dios tiene contigo. Sin embargo,
puede que ya estés frente a una congregación de quinientas almas, y estés

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desanimado, insatisfecho, te sientes frustrado, porque estás soñando con algo


que Dios no te piensa dar.
La Palabra de Dios dice que lo que vemos fue hecho de lo que no se veía
(Hebreos 11:3), por lo que entiendo que lo natural refleja una gran enseñan-
za espiritual. Nota que, en el principio, Dios dijo: “Produzca la tierra hierba
verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que
su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así” (Génesis 1:11). Mas, hay un
orden natural que Dios estableció, donde se debe trabajar la tierra, sembrar
la semilla, y lo sembrado tiene que recibir el agua, para que germine, y luego
se levante en una planta y posteriormente brote la flor y finalmente el fruto.
El agricultor puede arar bien la tierra, depositar la mejor semilla, y regarla,
pero hasta ahí llegó su trabajo. Ahora tiene que esperar y orar -aún haciéndolo
todo legítimamente- para ver el fruto de su trabajo, porque la semilla se puede
pudrir, se puede secar, o ya crecida, la planta se puede enfermar o no dar fru-
to. Hay que esperar, porque la bendición viene del Padre celestial.
La siembra es un proceso legítimo, no es magia, donde se truenan los
dedos y ¡param!, aparece una fruta deliciosa, lista para degustar, no, hay que
esperar para ver fruto. El mundo espiritual también tiene un proceso, donde,
aún obrando legítimamente, hay que esperar en Dios. Pero, ojo, no es nuestra
obediencia la que da el fruto, ella sólo facilita a Dios lo que Él quiere hacer,
mas no hace ni determina sus propósitos. Tu obediencia hace que Dios ben-
diga la obra de tus manos. Pablo concluye diciéndole a Timoteo: “Considera lo
que digo, y el Señor te dé entendimiento en todo” (2 Timoteo 2:7). Igualmente te
digo yo a ti, y me gusta la expresión de Pablo, porque no impone ni demanda,
sino que su consejo está lleno de gracia, de benevolencia, de dulzura, como
diciendo: «Hijito mío, no te enojes, no te sientas presionado a hacer eso, toma
tu tiempo si todavía tú no lo has asimilado, pero no lo deseches, sino considé-
ralo y ruego a Dios que Él te dé entendimiento en todo». Tratar de presionar
a alguien a hacer algo de lo cual no está convencido, es una violación a su
conciencia, y el evangelio es libertad en Cristo Jesús. Presentemos la carga en
el espíritu, pero no obliguemos a nadie a hacer algo de lo cual no tiene convic-
ción, primeramente porque si lo hace, ya no agrada a Dios, porque todo lo que
no proviene de fe, es pecado (Romanos 14:23); y segundo, si no es voluntario
tampoco agrada a Dios, porque Él escudriña los corazones (1 Crónicas 28:9),
y si tu motivación no es correcta Dios la desechará. En cambio, cuando lo
hacemos de buena voluntad, recompensa tendremos (1 Corintios 9:17).
Pablo dijo a Timoteo: “Considera lo que digo” (2 Timoteo 2:7), por
lo que entiendo que como ministros del reino no debiéramos de someter ni

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el llamamiento es conforme 285
a su procedencia

imponer nada a los demás. Nuestra actitud como profeta, por ejemplo, es
decir: «Mira, esto fue lo que Dios me dijo para ti, considera lo que te digo,
y que Dios te dé entendimiento en todas estas cosas». Si usted profetizó y
la gente no quiere escuchar, tranquilo, no se deprima. Sé que es muy difícil
divorciar el mensaje del mensajero, pues son como el fondo y la forma, no se
pueden separar. Eso no es una relación mecánica, un acto sin reflexión, como
decir: «Bueno, eso fue lo que dijo el Señor, yo lo digo y ya no me importa lo
demás », no, no, a ti sí te debe importar que la gente acepte a Jesús, que las
almas se conviertan, que la iglesia escuche el mensaje. Pero si no lo acepta,
tampoco debes frustrarte tanto que deseches el Camino, y desees inclusive
que se cumpla la profecía, para probar tu punto. Ese no es el Espíritu del
Señor. ¿Ya la sometiste?, pues cumpliste el cometido, ahora ruega para que
Dios dé entendimiento.
No obstante, hay algo más que Pablo dijo a Timoteo, y es lo siguiente:
“Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene
de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15). Nota
que ahora compara al ministro como un obrero que trabaja con diligencia,
porque quiere ser aprobado. El consejo bíblico nos habla de procurar con
diligencia. Si se procura de acuerdo a la ley, es legalismo, que Dios me apruebe
con mi propio esfuerzo, pero procurarlo de acuerdo al pacto nuevo es ir a la
gracia, sumergirse en ella. Es de la gracia donde debemos sustraer la diligen-
cia, la fuerza, el valor, la determinación, el denuedo, el esmero, todo lo que se
necesita, para ser un obrero que no tenga nada de qué avergonzarse, cuando
venga la persona a la cual le sirve. En nues-
tro caso, tengo que darle cuentas al Señor,
así que cuando me pregunte por la obra que “Dios prueba
me encomendó yo pueda decirle: «Sí, Señor,
lo hice todo como me mandó, legítimamen- para aprobar”
te». De otra manera, tendría que alejarme
de Él avergonzado (1 Juan 2:28).
Dios prueba para aprobar. La palabra “aprobar” equivale al vocablo grie-
go “dokimos” que se traduce propiamente como algo que se acepta como
auténtico, legítimo, particularmente en el caso de monedas y dinero. Por
ejemplo, para tú poder comprar algún bien en cualquier tienda en Estados
Unidos, debes pagar con la unidad monetaria que se acepta en este país, el
dólar, así que si usas “peso”, “euro” o alguna otra moneda, no es aprobado, no
se acepta. El vocablo “ dokimos”, se deriva de la palabra “dokimazo” que sig-
nifica examinar, pasar por un escrutinio para ver si el asunto es legítimo o no,

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así como se prueba un metal para ver si es genuino. Por ejemplo, el oro para
probarse se pasa por el fuego, a fin de quitar las escorias e impurezas y salga lo
que tiene valor. Sin embargo, nosotros vemos la prueba como ver al diablo y
decimos: «Hermano, ore por mí porque estoy siendo probado, para que Dios
me libre de esta prueba», pero la prueba es para que salga de ti lo impuro, y
quede lo bueno, lo que verdaderamente tiene valor. La prueba es para saber
cuándo tú estás listo y apto, para hacer lo que Dios quiere que tú hagas. Es
como que alguien se enliste en el ejército y después termina deprimido porque
está en constante entrenamiento. ¡Cómo es posible, si eso precisamente es lo
que te capacitará para ser un buen soldado! La prueba capacita. La prueba es
el proceso de Dios para quitar todo lo que no sirve, todo lo que representa un
impedimento o incapacidad, para que quede solamente lo que faculta, lo que
hace apto para el propósito.
Cuando una persona no entiende la prueba, se porta como el muchacho
que hace rabietas porque no quiere ir a la escuela, que dice: «¿Para qué tan-
tas matemáticas, cálculos y trigonometrías? Ocho horas ahí sentado y luego
esos exámenes que son unos verdaderos dolores de cabeza, ¿para que?», y
la madre le dice: «Mi hijo, ahora no lo entiendes, y no quieres hacer los
deberes, y te levantas con pesadez para ir a la escuela, pero aunque no lo
creas, lo que estás haciendo hoy te va ayudar en el futuro». El niño no sabe
ni quiere saber, y se pregunta qué tiene que ver el Teorema de Pitágoras
con medicina que es la carrera que él le gustaría estudiar. Y me pregunto,
¿pensará lo mismo el anestesista que calcula con mucho cuidado la dosis
de la sustancia anestésica que va a suministrar a un paciente? Y el cirujano
plástico ¿considerará los ángulos, catetos e hipotenusa como simples rayas
encontradas en el momento de usar el bisturí? El niño juega a ser doctor
y se ve en la imagen, con la bata blanca y el estetoscopio, pero no quiere
atravesar el proceso que lo llevará a serlo. Mas, eso es comprensible porque
es niño, en cambio nosotros sí debemos entender, pues somos maduros en
Cristo, y por eso somos ministros. El niño ve la prueba como un mal, una
causa de reprobar, pero el que tú la veas de esa manera, quiere decir enton-
ces que, en ese aspecto todavía eres niño e ignoras.
Aquellas cosas que consideras fuertes, sólo te preparan y son un ensayo
para enfrentar las que en realidad lo son. Hay gente que quiere reprender al
diablo, pero no quiere tener disciplina para resistirle de manera que él huya,
y eso se aprende con pruebas. Ya vimos que Dios prueba para aprobar. Sin
embargo, veo que en la iglesia es el único lugar donde se aprueba sin probar.
En el mundo secular para darte un trabajo, si tú no tienes experiencia no

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a su procedencia

te dan el puesto; por eso requieren tu hoja de vida, para ver tu preparación
y si calificas para el empleo; y ni hablar de las instituciones castrenses,
donde nadie llega a un rango superior si primero no ha pasado por un
entrenamiento. En cambio, vemos que la iglesia cuando ve que alguien tiene
unción y en él se manifiestan los dones, no toma en cuenta si tiene un buen
testimonio, si es íntegro y maduro, y si el Señor lo ha escogido para que
desempeñe una función de autoridad, sino que lo ponen en alguna función
inmediatamente. Imagínese ahora que esa persona tenga una atadura en su
carne, que sufra, por ejemplo, de paidofilia (gr. páis-paidós, “muchacho” o
“niño”, y filia, “amistad), y como pedófilo, le consuma esa atracción sexual
hacia niños, pero lo pusieron a “funcionar” en la iglesia como consejero
familiar. Te pregunto, ¿qué crees que ocurrirá? Posiblemente esta persona
seguirá cometiendo sus crímenes, pero ahora detrás de la autoridad minis-
terial. Luego se suscitan los escándalos donde la imagen eclesiástica se va
desgastando, y perdiendo dignidad frente a los ojos del mundo.
Un ministro es un maestro de piedad, una persona que por haberlo
alcanzado puede enseñar. Cuando hablo de haberlo alcanzado, no me refiero
a impecabilidad, sino que si no soy humilde no puedo enseñar humildad; si
no soy recto, no puedo enseñar rectitud; si
no soy íntegro, no puedo enseñar integri-
dad. Puedo predicar y hablar acerca de eso,
pero no lo puedo enseñar, pues nadie podrá “Un ministro
aprenderlo de mi ejemplo. ¿Qué dijo Pablo? es un maestro
“Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo”
de piedad, una
(1 Corintios 11:1), entendiendo que se imi-
tan acciones, no palabras. Uno de los aforis- persona que
mos que escribió el insigne educador por haberlo
cubano, José de la Luz y Caballero dice: alcanzado puede
“Instruir, puede cualquiera, educar, quien enseñar”
solo sea un evangelio vivo”. Es necesario ser
maestros en fe y en verdad, para enseñar a
otros el camino de piedad.
De hecho, nota lo que escribió Pablo a la iglesia en Tesalónica: “Porque nues-
tra exhortación no procedió de error ni de impureza, ni fue por engaño, sino que
según fuimos aprobados por Dios para que se nos confiase el evangelio, así hablamos;
no como para agradar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones”
(1 Tesalonicenses 2:3-4). Observa que Dios aprobó a Pablo antes de confiarle el
evangelio. Nunca debemos confiarle a alguien algo si no está listo; todos los días

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me convenzo más de esta verdad. Cada vez que yo he hecho una excepción y he
puesto a alguien que no está listo a funcionar, sufro una decepción, y me doy
cuenta de que el error fue mío y no de ellos, por no haber esperado más tiempo.
Es como el que se come un mango o un aguacate cuando la fruta todavía está
en el proceso de maduración, ¡qué desagradable! Aquello que precisamente hace
de estas frutas la delicia de cualquier paladar exigente es justamente lo que en
ese momento nos hace execrarlas. Así, cuando una persona no está lista todavía,
falla exactamente donde se le requiere. Pero la Palabra nos muestra que Dios
para confiarle el evangelio a Pablo, lo probó primero, para luego aprobarlo, y
cuando lo aprobó, solo entonces le confió.
Hay dos palabras que Pablo expresa en el verso, y son: “según” y “así”. Él
dijo: “… según fuimos aprobados por Dios para que se nos confiase el evangelio,
así hablamos” (1 Tesalonicenses 2:4). Es la misma expresión “legítimamente”,
pues según recibí así doy, según fui aprobado así me comporto, legítima-
mente, “de acuerdo a”. Pablo no vivía para agradar a los hombres, porque
el entrenamiento que Jesús le dio empezó cuando él cayó al suelo, cegado
por el resplandor de luz que le rodeó (Hechos 9:3-4). El iluminado que fue
circuncidado al octavo día, que procedía del linaje de Israel, de la tribu de
Benjamín, el que era hebreo de hebreos y en cuanto a la ley, fariseo; el que se
consideraba irreprensible, instruido a los pies de Gamaliel (uno de los maes-
tros más destacados en aquellos días), ahora estaba ciego, porque la gloria de
Cristo lo abatió.
De hecho, el Señor no le mostró en visión a Pablo a ninguno de los após-
toles, para recibir la sanidad de sus ojos y el bautismo con el Espíritu Santo
(Hechos 9:17-18). Él no vio en visión a Pedro, ni a Jacobo, ni a Juan, como
instrumentos de sanidad, sino a Ananías, un hermanito de esos que no se
mencionan, uno que no estaba en la escuela rabínica, sino que era simplemen-
te un discípulo del Señor (Hechos 9:10). Por eso, Pablo decía que su exhor-
tación no procedía de la carne, sino como resultado del entrenamiento por el
cual fue aprobado por Dios (1 Tesalonicenses 2:3-4). Fue ese trato con Dios,
duro en la carne, pero vivificante en el Espíritu, lo que le enseñó a él cómo
dirigirse a los hombres, con respeto, con honra, pero sin lisonja.
El siervo de Dios necesita reconocimiento, pero no un ensalzamiento que
lo lleve a la carne, sino un incentivo que lo estimule a ser mejor, como las
palabras del ángel a Gedeón: “Jehová está contigo, varón esforzado y valiente”
(Jueces 6:12), lo llevaron a creerle a Dios y a salvar a Israel de las manos de ese
pueblo opresor. Nota los mensajes del ángel a las iglesias, en Apocalipsis, que
empiezan diciendo lo bueno de cada una de ellas, para luego decirles aquello

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a su procedencia

que tenía contra ellas. Así también nosotros, seamos justos en el juicio, con
palabras de verdad, que salgan del Espíritu. No ocultemos nuestra envidia y
celo ministerial en “espiritualidad”, para no dar la honra al que la merece,
como enseñó Pablo: “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que
impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra” (…) Los ancia-
nos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los
que trabajan en predicar y enseñar” (Romanos 13:7; 1 Timoteo 5:17). Podemos
decirle algo hermoso a una persona sin usar lisonjas, como también podemos
usar palabras muy atinadas para decir algo y la intención es lisonjearle. Por
eso, es mejor hacer como Pablo y como nuestro amado Jesús, que lo que
según les enseñó Dios, así hablaron, de acuerdo a lo establecido, a la regla, a
lo legítimo.
Lo dicho por Pablo en cuanto a que no escondió avaricia (1 Tesalonicenses
2:5), toma una gran relevancia en la actualidad, cuando a la iglesia ha entrado
una ola muy dañina, que llamamos el movimiento de la súper fe o de la pros-
peridad, la cual nos está haciendo un gran daño. La misma consiste en una
enseñanza bíblica, legítima, correcta, pero se usa con un espíritu equivocado,
nocivo, lleno de avaricia y mezquindad. Toma en cuenta que en la predicación
no solamente comunicamos palabras, sino espíritus. Si yo estuviera lleno de
orgullo, aunque me tirara al piso y llorara con “humildad”, de todas formas
transmitiera orgullo, porque eso es lo que hay en mí. Igualmente cualquier
otra cosa, si es rebelión aunque hable de la mejor manera, transmitiré rebel-
día, porque las palabras son espíritus.
En el libro de Job, podemos ver el mejor ejemplo de eso. Si los amigos de
Job vivieran en este tiempo se les diera un doctorado en teología o divinidad,
pues hablaban con una profundidad tremenda y sus pensamientos acerca de
Dios estaban llenos de verdad. De hecho, muchas de las cosas que ellos dije-
ron se usan como que Dios las dijo, pero fueron ellos a Job para acusarlo.
Y aunque toda la Biblia es palabra de Dios inspirada, en ese contexto estu-
vo incorrecto el espíritu con que ellos ministraron a su amigo. Las palabras
estaban correctas, pero la motivación estaba equivocada. Ellos ignoraban el
propósito de Dios con Job y la causa que había ocasionado esta situación, que
no era algo terrenal, sino un asunto divino entre Dios y el diablo. Ellos no lo
sabían y estaban juzgando lo que no conocían. Por eso, no es bueno juzgar,
sino dejarle todo juicio a Dios. El que conoce todas las cosas es el que juzga,
por eso sus juicios son justos. Pero nosotros al juzgar erramos, porque lo que
vemos con los ojos que parece que es, casi siempre no es.

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En el mensaje de la súper fe y de la prosperidad se esconde un espíritu


de avaricia. Esto lo digo con el denuedo que me da, primeramente, el que el
Señor me lo haya revelado, y que también yo lo he visto. Hablar constante-
mente de dinero, posesiones materiales, y visualizarse como todo un poten-
tado, muestra que hay un problema de codicia, una avidez de riquezas, pues
de la abundancia del corazón habla la boca (Mateo 12:34). No niego que el
dinero es importante, pero no es lo más importante. La prosperidad es una
promesa del pacto, significativa, pero no primordial. ¿Acaso, el mismo Jesús
no les advirtió a sus discípulos cuando les dijo: “Ninguno puede servir a dos
señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menos-
preciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Por tanto os digo: No os
afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro
cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más
que el vestido?” (Mateo 6:24-25).
No hay quien no haya caído en esa doctrina de la prosperidad, todos
hemos bebido de esa fuente, pero lo que se esconde en ella es avaricia. Se
dice: «El ministro debe vivir bien, pues representanta a Dios, el cual es el
dueño del oro y la plata. Este debe tener el mejor automóvil, último modelo,
y también la mejor casa, etc.». Eso puede ser verdad, porque Dios comparte
la ofrenda con el ministro y hasta más, pues de acuerdo al tamaño del ani-
mal sacrificado era la porción del sacerdote; así que si era un toro grande, le
daban la espaldilla. Por tanto, de acuerdo al tamaño de la iglesia debe ser la
ofrenda para el pastor, pues su salario debe
ser proporcional a la bendición. Por ejem-
“Una motivación plo, yo no puedo recibir lo mismo que
equivocada te Benny Hinn, porque Dios lo ha bendecido
grandemente a él, con un ministerio de
lleva a un fin
muchedumbres. La espaldilla de él es gran-
equivocado” dísima, y la mía es más pequeña, pero
todos estamos comiendo del altar, ¡bendito
sea Dios! Esa es la honra del ministerio.
Nosotros como restauradores tenemos que enseñarle a la gente la verdad:
es una honra vivir del altar, y tomar la bendición del tamaño de la ofrenda que
se le dedicó a Dios, porque Él así lo dispuso. Pero de ahí, a que llegue al minis-
terio pensando en la “porción”, y en enriquecerme, es porque no tengo claro
que no soy un empresario, sino un servidor. Si yo quisiera dinero y hacerme
rico, me dedicara al negocio, no al ministerio. Yo me ocupo de los asuntos de

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a su procedencia

Dios, y él se encarga de los míos. Él me bendecirá económicamente si quiere


hacerlo, y si no lo hace ¡como quiera le he de servir!
Una motivación equivocada te lleva a un fin equivocado. El salmista dijo:
“Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos;
Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno” (Salmos
139:23-24). La palabra “examíname” significa “investigar” “explorar”, es como
buscar para encontrar algo; y la palabra “pruébame” es “examinar para probar”,
es un escrutinio que comprueba algo. Así nosotros también debemos decir:
«Señor, ven examíname, me someto a prueba, a tu escrutinio, pues quiero ser
aprobado. Yo quiero correr legítimamente; quiero como agricultor sembrar legí-
timamente, deseo como soldado obrar legítimamente y anhelo como obrero
servir legítimamente, para que nadie me avergüence, y ni el diablo tenga nada
que decir de mí. Quiero ser aprobado por Ti».
Otro de los consejos que Pablo le dio a Timoteo fue acerca de la conducta
de hombres, a los cuales llama: “… corruptos de entendimiento y privados de
la verdad, que toman la piedad como fuente de ganancia; apártate de los
tales” (1 Timoteo 6:5). Tomemos también nosotros ese consejo. Todo el que
quiera usar la piedad, la cual representa todo lo que es el reino de Dios, todo
lo que es santo (devoción, santidad, temor a Dios, etc.), para lucrarse, no es
digno del reino de Dios. El que tome el don como fuente de ganancia, como
esos profetas que hoy profetizan según el tamaño de la ofrenda, de manera
que hay profecías de mil dólares, así como de quinientos y hasta de cien. Esta
situación es deplorable, y lo triste es que no estoy exagerando, y sé que como
yo, hay testigos que han sufrido en carne propia esas atrocidades. Videntes
que dicen cosas que te dejan perplejo, pues tienen un espíritu de pitonisa;
“Balaamitas” que usan el don para avaricia. Si Dios te ha dado el dinero de
la ofrenda, ¡no cometas el pecado de los hijos de Elí! Esos hombres tomaban
la ofrenda antes de Jehová, y partes que no les correspondían. Lo que es de
Jehová pertenece a Jehová, y lo que es nuestro es nuestro. La gloria de Dios
no la toquemos. La iglesia debe apartarse de los hombres que usan la piedad
como fuente de ganancia.
En tiempos de la reforma, cuando era prohibido predicar el evangelio,
al que encontraban con una Biblia o predicando en la calle (especialmente a
los de la fe evangélica), era reo de muerte. Dada las circunstancias, ¿sabes lo
que hicieron los cristianos? Dibujaron dos fotos, una del papa sentado en su
trono lleno de joyas y de pompa, y una de Jesús, el Hijo de Dios, entrando
en un burro a Jerusalén, y las exhibían por todos lados. La gente que veía
eso, obligatoriamente se tenía que preguntar: «¿Cómo puede ser que el que

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inventó esto andaba en burro y prestado (Marcos 11:3), y el que lo representa


ahora está lleno de oro y grandeza?» A Dios no se le representa con opulencia,
a Dios se le representa reflejando su propia imagen. Nota que antes de que el
divino Creador le diera su autoridad a Adán, lo hizo a su imagen; y Jesús reci-
bió toda autoridad después que fue aprobado por Dios (Mateo 28:18-20). Él
era la imagen del Dios Invisible, y por eso el Padre le entregó todo. Por tanto,
Dios primeramente te hace nacer de nuevo y te da la imagen de Él, para luego
delegarte todo lo que le entregó a la iglesia. El que no tiene la imagen, va usar
mal los dones de Dios, pero el que tiene la imagen los usará bien, y será un
fiel mayordomo del Señor.
Otra cosa que el apóstol Pablo dijo que aprendió del Señor fue a no buscar
lo suyo, por eso dijo: “… ni buscamos gloria de los hombres; ni de vosotros, ni de
otros, aunque podíamos seros carga como apóstoles de Cristo” (1 Tesalonicenses
2:6). Es decir, Dios le enseñó a hablar sin lisonjas y sin codicia encubierta, pero
también a no buscar gloria de los hombres. Estas son tres cosas que se juntan y
describen la iglesia de hoy: Primero, en los ministerios se están logrando cosas a
fuerza de lisonja, diplomacia y manipulación; segundo, la avaricia es el motor, y
el ministerio el medio, para hacerse grandes, famosos y adquirir todas esas cosas
de las que nos creemos merecedores; y tercero, buscar la gloria de los hombres,
fama, etc. es lo que nos incentiva a obrar y no Dios. Analízalo.
Ahora, solo Dios conoce los corazones, por eso Pablo pone a Dios de testigo,
veámoslo: “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprensi-
blemente nos comportamos con vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:10). En
otras palabras, Pablo dice: «Ustedes saben cómo me comporté entre ustedes, así
como el Señor me enseñó, cuando me probó y me aprobó: no busqué avaricia,
no halagué a los hombres, ni busqué gloria de ellos, sino que anduve irrepren-
siblemente. Si a ustedes no les parece, pongo a Dios como testigo». Sabio ese
Pablo, pues no hay una cosa más contundente cuando tú quieres decir una ver-
dad a una persona y no la cree, que poner a Dios como testigo de que es verdad.
El hombre no puede leer la intención de tu corazón, pero Dios sí. Poner a Dios
como testigo, no es jurar, es llamarlo al juicio entre los hombres.
El siguiente punto es muy importante en lo que estamos tratando, en
razón de la comparación que le hace Pablo a Timoteo de lo que debe ser un
ministro. Él le dijo: “Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino
amable para con todos, apto para enseñar, sufrido” (2 Timoteo 2: 24). Ahora
Pablo compara a un ministro con un siervo. ¿Qué hace un siervo? Servir, y
eso significa metafóricamente, someterse y obedecer. ¿Por qué un siervo para
ser siervo debe ser sometido y obediente? Por causa del servicio. El que sirve

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no hace lo que quiere, sino lo que otro le mandó a hacer. Por eso, cuando se
habla del servicio se habla de ser sufrido. Esto no quiere decir que sirva con
dolor, sino que sin contender, sin pelear, ni resabiar, tiene paciencia con los
problemas o errores en el servicio y no guarda rencor. Por lo cual, sufrido no
es que sufre mucho, sino que sufre y no se queja; sabe sufrir porque le está
doliendo y está tranquilo, no reacciona. Claro, cuando comienza el dolor es
insufrible, pero después, ya el Señor va fortaleciendo esa área, y como los
boxeadores (que a base de golpes endurecen las partes más susceptibles de
su cuerpo) pueden enfrentar cualquier golpazo que reciban en el servicio, de
manera serena y templada.
¡Ay, si enseñáramos a los discípulos a sufrir, cuando salieran al campo
misionero, no se quejaran tanto! Hay quien dice: «¿Qué hay otra vigilia esta
noche?, ¡ay mi madre!, y ¿para qué tanta oración? ¿Es que no tengo derecho
ni a dormir? Mira la cama qué incomoda, no puedo descansar, y este lugar
sin luz, sin agua caliente ¡es una calamidad! No sé a quién se le ocurrió
hacerme reservación en este lugar. Yo nunca me hospedo en sitios de esta
categoría, sino en hoteles de cinco estrellas, por esa misma razón». Y dice el
que observa desde los cielos: «Bueno, como a ti te preocupan tanto las estre-
llas, ¿qué tal si te saco al parque, para que duermas en un banco? Allí no vas
a ver una ni cinco, sino todas las estrellas que tus ojos puedan ver. ¡Ese va a
ser un hotel de las mil estrellas!». También se quejan acerca del ministerio
cuando no los reconocen, o porque los rechacen, etc. ¡Ah, si ya estuviéramos
acostumbrados a todas esas cosas, ya no nos sorprendería nada! Un siervo de
Dios aprende a no ser contencioso, sino sufrido, dispuesto a soportarlo todo
sin quejarse, cuando resiste tantos golpes que termina sin sentir nada. En
conclusión, el entrenamiento te hace salir de esas ataduras, de todo lo que es
de la carne, y la niñería que te enseñó tu mamá, con tanto consentimiento,
para llevarte a la etapa del morir al yo, para que reine Cristo.
Nota como Pablo continúa diciendo cuál debe ser la actitud del siervo:
“que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda
que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que
están cautivos a voluntad de él” (2 Timoteo 2:25–26). Meditemos lo que era
ser un siervo en aquellos días, donde no se le tenía misericordia, sino que lo
humillaban y por eso se vivían quejando. Cuando veas en la Biblia a un siervo
que sea consecuente como el de Abraham, aprende, porque los siervos antes
no eran así. Imagínate a un esclavo trabajando todo el día como una bestia,
y recibiendo tantos maltratos, sin ningún tipo de beneficio ni de derecho, sin
salario y sin futuro, pues hasta su mujer e hijos también eran esclavos del amo,

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quienes los vendían y los mandaban lejos, según les pareciese. El que no se
queje de una situación así es porque está muerto. Por tanto, para uno ser un
siervo del Dios del cielo y no contender, ni pelear ni quejarse, sino ser amable
y sufrido, se necesita estar muerto a la carne, de otra manera, ¡que Dios nos
ayude!, pues de lo contrario es algo imposible. Puede que un esclavo para no
ser castigado con el látigo se porte bien, pero por dentro debe sentir un gran
resentimiento, ¿o es que tampoco tienen sentimiento? Mas, cuando se tiene
un entendimiento de su rol y función, el camino se hace más fácil.
Con esto, ya podemos tener una idea de lo que es ser sufrido. Quiere decir
que aunque me humillen, a pesar que me golpeen, aunque no tenga derecho,
aunque no me reconozcan, aunque me calumnien, aprendo a sufrir por causa
del que me enseñó. Pero no me voy a desviar, sino que voy a seguir la ruta,
legítimamente, nada me va a condicionar, y de ninguna cosa haré caso para
poder llegar hasta el final. Ahora, el fin de todo discurso oído es este: de esas
cinco comparaciones u oficios que Pablo usó como ejemplo para ilustrar nues-
tra actitud en el reino (soldado, atleta, labrador, obrero y siervo), para vivir
como Dios demanda en este tiempo, sin
perder la fe y poder pasarla a la próxima
generación, tú necesitas ser esas cinco per-
“El evangelio no
sonas. Sí, mi hermano, ve a la gracia, sumér-
son las derrotas gete en ella, toma de ella y equípate,
del diablo, sino tomando lo que es del soldado, adquiriendo
los triunfos todo lo que es de un atleta, poseyendo todo
de Cristo” lo que es de un buen labrador, echando
mano de todo lo que es de un obrero, y
apropiándote de todo lo que debe ser un
siervo. Eso es necesario, porque como bien
le advirtió Pablo a Timoteo, muchos se van a ir a las fábulas (2 Timoteo 4:4).
Las fábulas se van a predicar tanto que ya la gente no va a creer en la Palabra,
sino en cuentos de viejas, como está pasando actualmente. Si le dices a la
gente que Cristo salva, y que volverá en gloria, ni caso te hacen; si les muestras
el verdadero evangelio, te tildan de ingenuo, fanático o anticuado, ¡no hacen
caso! En cambio, ve y diles que les vas a dar “el agua milagrosa”, “el manto
sagrado”, la “rosa bendecida”, y promételes un milagro, para que veas como te
rodean. ¿Por qué? Porque andan detrás de fábulas, y han cerrado sus oídos
para no oír a la verdad.
Ahora, ¿qué vas hacer tú como ministro de Dios, cuando la gente no quie-
ra oír? ¿Qué harás cuando le hablas de la verdad, y ellos te tilden de cuentista

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a su procedencia

y prefieran escuchar cuentos de viejas, a los cuales consideran como la ver-


dad legítima? ¿Qué vas a hacer? Precisamente, tienes que ser un soldado para
sufrir esas penalidades y no enredarte en los negocios de esta vida; tienes que
ser un atleta y actuar en todo legítimamente, para que puedas correr bien en el
camino de la justicia; tienes que ser un buen labrador, entendiendo que si no
trabajas primero, no podrás comer del fruto; tienes que ser un obrero que tra-
baje y no un palabrero; y finalmente, tienes que ser un siervo sufrido, no con-
tencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar y con mansedumbre
corregir a los que se oponen. Y sobre todo eso, hacerlo todo legítimamente.
Aprobado y legítimamente son dos palabras que encierran la ense-
ñanza mayor del servicio a Dios. Para yo ser aprobado tengo que pasar el
entrenamiento de forma legítima, y después que esté en la tarea, tengo que
continuar haciendo las cosas tal como lo aprendí en el entrenamiento, legí-
timamente. Pablo le dijo a Timoteo: “Retén la forma de las sanas palabras
que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús.(...) Ten cuidado de ti
mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mis-
mo y a los que te oyeren” (2 Timoteo 1:13; 4:16). En otras palabras: «guarda
el depósito; lo que yo te enseñé, enseña también a otros; retén la doctrina,
no la adulteres; consérvala como la recibiste, pues si así lo haces, estarás
actuando legítimamente».
Hay algo de lo que yo tengo testimonio en mi espíritu y es que sé que
Dios no nos quiere desanimados en este tiempo, viendo las circunstancias
que nos rodean. Sabemos que cuando se sirve a la verdad, causa indignación
ver lo que está pasando en la iglesia, y que el celo de Jehová nos consume,
pero no podemos poner los ojos en eso. Cuando los setenta discípulos llega-
ron contentos, y le dijeron a Jesús: “Señor, aun los demonios se nos sujetan en
tu nombre” (Lucas 10:17), el maestro le contestó: “Yo veía a Satanás caer del
cielo como un rayo. He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones,
y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará. Pero no os regocijéis de que
los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos
en los cielos” (vv. 18-20). En otras palabras, no nos alegremos tanto por la
derrota del diablo, sino por el triunfo del reino de Dios. El evangelio no
son las derrotas del diablo, sino los triunfos de Cristo. Piensa en
los triunfos de Jesús, mira allá, al autor de la fe, sigue adelante, en el entre-
namiento, peleando legítimamente, caminando legítimamente, adorando
legítimamente, predicando legítimamente, haciéndolo todo legítimamente,
como lo hemos aprendido del Señor.

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De hecho, si nos comportamos legítimamente, podremos pasar a la


próxima generación, intacto, lo que recibimos. Y cuando llegue el final de
la carrera de relevo, y sea a Jesús al que haya que pasarle la antorcha encen-
dida, Él se alegrará en su corazón al ver que ha recibido, exactamente, lo que
nos dio. Entonces dirá: «Espíritu Santo gracias. Iglesia has sido fiel; guar-
daste el depósito. Ven, entra conmigo. Ya puedes administrar cosas grandes,
porque en lo pequeño fuiste fiel». ¿O no crees que aquel día el Señor vaya
a comparar lo que dio con lo que recibió? No sé tú, pero yo quiero ser fiel,
y dar lo mismo que recibí. Por eso, quiero preservar lo mismo que los otros
preservaron para mí, aun dando sus vidas. No me importa lo que pase en
este siglo, yo quiero llegar al final.
Medita en tu corazón en esta hora, mi hermano, y te ruego como si Dios
rogara por medio mío, no mires al “vaso” ni a las circunstancias, ni a cual-
quier otra cosa. Si consideras que he dicho algo que no debí decir, perdóname
a mí, pero recibe la esencia de este mensaje. No te desvíes por un detalle, no
vaya a ser que por una minucia pierdas algo mayor, como es el depósito que
Dios sacó de su corazón. Cuando Moisés metió la mano en su seno y la sacó
leprosa, la volvió entrar y la sacó limpia (Éxodo 4:6-7). Ahí están las dos natu-
ralezas: de la primera sale lepra, pero la segunda sale nueva y limpia, como es
el hombre nuevo, perfecto en Cristo Jesús. Miremos de acuerdo a como Dios
ve; entremos a lo legítimo. Dios nos ha hablado, recibe la Palabra, pues yo que
soy el instrumento, por dentro estoy estremecido. Esto no lo digo para esti-
mularte, Dios sabe, sino que estoy recibiendo esta palabra de parte del Señor
al igual que tú, y no quiero olvidarla jamás.
Quiera Dios que mañana, si quisiera ser contencioso como siervo, por-
que esté siendo provocado, que el Señor me ayude a ser amable, a no que-
jarme cuando sufra. Espero que en la carrera no tenga que empujar a otro
hermano, para yo llegar primero a la meta, sino correr legítimamente, por-
que todos tenemos un carril y una carrera que correr. Dios nos facilitó un
carril a cada uno, para que no tropecemos los unos con los otros, como dice
del ejército en el libro de Joel: “Ninguno estrechará a su compañero, cada uno
irá por su carrera; y aun cayendo sobre la espada no se herirán” (Joel 2:8). Por
tanto, corramos legítimamente, y no obtengamos las cosas a fuerza de ava-
ricia, lisonjas, ni manipulación.
El Señor nos ayude, para no pasar al próximo segmento sin que Él haya
obrado esto en nuestro corazón. No nos cansemos de oír su Palabra; no la
menospreciemos, para que no se pierda nada de la intención santa. Nece-
sitamos en este tiempo, ese consejo que Dios le dio a la iglesia, a través del

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a su procedencia

apóstol, por tanto, ¡qué prevalezca lo de Dios y no lo nuestro! Venga el reino


de los cielos sobre todos nosotros, y sobre aquellos que han de adoptar la vida
del reino en su ministerio, en el nombre de Jesús. Oro por aquellos que están
en las naciones, a los que conocemos y a los que no conocemos, pero que han
abierto el corazón al reino de Dios, para que formemos un frente unido, para
que Dios pueda hacer lo que Él quiere hacer en estos días, y podamos vivir
legítimamente y en paz.

4.3  El Profeta de Bet-el


“He aquí que un varón de Dios por palabra de Jehová vino de
Judá a Bet-el; y estando Jeroboam junto al altar para quemar
incienso, aquél clamó contra el altar por palabra de Jehová…”
- 1 Reyes 13:1,2

Cuando Jehová dividió el reino de Salomón, en el año 931 a. C., a causa


de sus pecados e idolatría, se formaron dos reinos: el reino del norte (Israel)
que lo componían diez tribus, y el reino del sur (Judá), al que lo representaban
dos tribus (Benjamín y Judá). De hecho, Dios permitió que existiera el reino
del sur, por amor a Jerusalén, y por las misericordias fieles a David (1 Reyes
11:9-13). Jehová quitó el reinado de la mano del hijo de Salomón, Roboam, y
lo dio a Jeroboam, pero no destruyó la casa de David su siervo. Sin embargo,
para Jeroboam no bastó que Dios le haya entregado Israel, pues el hecho de
que quedaran dos tribus conformando el reino del sur, lo llenaba de un gran
temor e inseguridad.
Esa inquietud de que no permanecería, hizo que Jeroboam dijera en su
corazón: “Ahora se volverá el reino a la casa de David, si este pueblo subiere a
ofrecer sacrificios en la casa de Jehová en Jerusalén; porque el corazón de este pue-
blo se volverá a su señor Roboam rey de Judá, y me matarán a mí, y se volverán
a Roboam rey de Judá” (1 Reyes 12: 26-27). Por tanto, por el temor de perder
el reino, Jeroboam tomó una decisión, en este caso, no solamente de apartarse
del reino de Judá, sino también de Dios y de sus mandamientos y del pacto
que Jehová había hecho con Israel. Él no buscó refugio ni consejo en Jehová,
sino que fue a los hombres y estos le aconsejaron muy mal.
La primera mala decisión que Jeroboam toma es hacer dos becerros de
oro y decirle al pueblo: “Bastante habéis subido a Jerusalén; he aquí tus dio-
ses, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto. Y puso uno en

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­ et-el, y el otro en Dan” (1 Reyes 12: 28-29). Esto fue una abierta violación al
B
mandato de Jehová, quien había puesto su nombre, sus ojos y su corazón en
el templo y lo declaró el lugar de adoración, como pacto perpetuo entre Él y
David. Así que si el pueblo se trasladaba a otro lugar, se estaba apartando de
ese mandamiento.
De hecho, no solamente el reino del norte se apartó en cuanto al lugar
de adoración, sino que Jeroboam cambió totalmente el culto a Dios, y en su
lugar se adoraron ídolos. Él sustituyó la adoración a Jehová por dos bece-
rros, como diciendo: «Estos son los dioses que debemos adorar, los que he
puesto aquí». Y no tan sólo cambió el culto a Dios, sino también el sacer-
docio, ya que más adelante dicen las Escrituras que él hacía sacerdote de
los lugares altos a todo aquel que lo quería (1 Reyes 13:33), levantando un
sacerdocio contrario al de la casa de Leví. También instauró fiestas solem-
nes que Jehová no mandó (1 Reyes 12:32). Así que, primeramente el objeto
de adoración era absurdo, luego el lugar de adoración estaba equivocado;
el culto estaba errado; el ministerio sacerdotal desviado; y la adoración era
idólatra y pagana.
Más adelante hubo una guerra, entre la casa de Jeroboam y la casa de
David (Roboam) en el tiempo que reinaba Abías, su hijo. Abías quería con-
vencer a las diez tribus de que se volvieran a Jehová y al reino de Judá, por lo
que comienza a hablar de la apostasía de Jeroboam y nota como la describe:
“Y ahora vosotros tratáis de resistir al reino de Jehová en mano de los hijos de
David, porque sois muchos, y tenéis con vosotros los becerros de oro que Jeroboam
os hizo por dioses” (2 Crónicas 13: 8). Por las palabras de Abías, entendemos
que el atentado de Jeroboam básicamente no era contra la casa de David, sino
contra el reino de Jehová. Ya vimos que la intención de Jeroboan, al hacer
los becerros, fue no perder su reino y tomó todas esas medidas apóstatas,
cambiando el lugar de adoración, el objeto de la adoración, el sacerdocio y la
ofrenda a Dios, simplemente para asegurarse el reino.
Por tanto, si Jeroboam estaba resistiendo el reino de Jehová, también se
podía afirmar que quería usurpar el reino de Dios. Sigamos leyendo la alocu-
ción de Abías: “¿No habéis arrojado vosotros a los sacerdotes de Jehová, a los hijos
de Aarón y a los levitas, y os habéis designado sacerdotes a la manera de los pueblos
de otras tierras, para que cualquiera venga a consagrarse con un becerro y siete
carneros, y así sea sacerdote de los que no son dioses?” (2 Crónicas 13:9). Nota
que él hizo una imitación del culto a Jehová para que el pueblo no bajara a la
casa de Dios (al reino del sur) a adorar a Dios. Pero ocurrió que Dios mandó
a un profeta a profetizar al reino del norte, al altar que había en Bet-el.

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a su procedencia

Detengámonos brevemente en este pensamiento, y meditemos acerca


de Bet-el, un lugar muy importante en la Biblia. Primeramente, Bet-el fue
el segundo lugar donde Abraham hizo altar a Jehová e invocó su nombre
(Génesis 12:8). Quiere decir que desde entonces se convirtió en un lugar de
adoración. De hecho, cuando Jacob corría de la casa de sus padres por haber
usurpado el lugar de su hermano (Génesis 27:36,41), se detuvo en el camino,
y se acostó en aquel lugar, tomando una piedra como cabecera, y tuvo aquel
gran encuentro con Dios, donde vio la escalera, y a los ángeles que subían
y bajaban. También fue ahí donde Dios se le apareció y le habló (Génesis
28:12-15). Y cuando Jacob despertó de su sueño, se levantó conmovido y
dijo: “Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía. (…) ¡Cuán terrible
es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (vv. 16-17). Y
entonces él “… tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal,
y derramó aceite encima de ella. Y llamó el nombre de aquel lugar Bet-el” (vv.
18-19). Jacob adoró allí a Dios, convirtiendo a Bet-el por segunda vez, en un
lugar de adoración.
Más adelante, el mismo Dios se le aparece a Jacob y le dice: “Yo soy el
Dios de Bet-el, donde tú ungiste la piedra, y donde me hiciste un voto” (Génesis
31:13), como diciendo: «Yo soy aquel que adoraste y le levantaste altar en Bet-
el, tu Dios, el Dios de Bet-el». Tiempo después, cuando Israel conquistó a
Canaán, Bet-el llegó a ser el lugar del tabernáculo, antes de que pasase a Silo y
de Silo a Sion. Por tanto, el primer lugar donde estuvo el tabernáculo, después
que cruzaron, fue Bet-el. Jehová toma ese lugar y lo hace suyo, porque don-
de hay adoración a Dios, Él la convierte en su casa. Por eso Bet-el muy bien
representa a la iglesia, casa de Dios y lugar de adoración. Mas, cuando el reino
se dividió, Bet-el deja de ser lo que era antes, y todos los profetas hablaban de
Bet-el como el lugar de la apostasía, el sitio donde el pueblo se apartó de Dios.
El profeta Amós dijo sarcásticamente: “Id a Bet-el, y prevaricad” (Amós 4:4).
Por lo cual, luego que Bet-el fuera conocido como un lugar de adoración, con
el reino dividido, se convirtió en el lugar de la prevaricación.
Mientras estudiaba sobre este tema, el Señor me dijo que Bet-el repre-
senta aquí a la iglesia del principio, aquella de la edad apostólica que era
casa de Dios y puerta del cielo. Allí había sacerdocio para ministrar a Dios,
también ofrenda y libación para Él. Pero después, la iglesia dejó de ser la
“desposada del Cordero” y se casó con el reino de los hombres (el imperio
romano, a través de Constantino). De ahí en adelante, la iglesia se compro-
metió en pacto con el gobierno humano, y se mezclaron las cosas y este es el
resultado que tenemos hoy. Así que Bet-el no tan sólo representa a la iglesia,

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anticristo se suba al altar y le usurpe la adoración a Dios. En vez de toda la


gloria, y la honra, y la alabanza sea a Dios, se le da al altar que está en Bet-el,
donde está el “becerro”, el dios que sustituye, el ungido “plenipotenciario”,
el usurpador. Por eso, Dios nos dice amados ministros: «¡cuidado con el
espíritu de Jeroboam que esta en Bet-el!». ¡Qué pena que en Bet-el, lugar
donde Dios dijo: «Yo soy el Dios de Bet-el“, ahora haya un becerro; que
donde hubo adoración al Dios vivo, ahora se haga culto al hombre; y lo que
fue casa de Dios ahora se practican cosas que Él no instituyó, sino las que
han sido establecidas por el hombre!
Ministro de Dios, el Dios a quien tú y yo le servimos se ha propuesto
derribar el altar que esta en Bet-el, y por eso le dice a su iglesia: «Yo he puesto
mi rostro enojado hacia al altar que está en Bet-el, hacia la apostasía que ha
desviado a mi pueblo del propósito. Y enviaré mensajeros poderosos contra el
altar que está en Bet-el». Y así lo hará, como lo hizo ayer cuando envió a ese
profeta joven a Jeroboam. Y me gusta la palabra joven, porque representa al
nuevo pacto; joven porque es el vino nuevo;
joven porque esto es lo último que Dios está
haciendo en la restauración de Su reino en “En la iglesia debe
la tierra. Nosotros no somos ministros de la levantarse la
vieja dispensación, sino que somos minis-
tros competentes de un nuevo pacto (2 voz profética en
Corintios 3:6). contra de todo
Ahora, quiero que tú veas lo que hizo altar usurpador
Dios. El Señor mandó a este profeta que nos que pretenda
representa a nosotros, los hombres a quien
quitarle la
Dios ha enviado a destruir el espíritu de Jero-
boam, el usurpador, con una sola orden: «Ve gloria y el
profetiza contra el altar que me sustituye». El honor al Señor”
profeta fue y se paró frente al altar y claman-
do empezó a profetizar diciendo:

“Altar, altar, así ha dicho Jehová: He aquí que a la casa de David


nacerá un hijo llamado Josías, el cual sacrificará sobre ti a los
sacerdotes de los lugares altos que queman sobre ti incienso, y sobre
ti quemarán huesos de hombres. Y aquel mismo día dio una señal,
diciendo: Ésta es la señal de que Jehová ha hablado: he aquí que el
altar se quebrará, y la ceniza que sobre él está se derramará”
(1 Reyes 13:1-4)

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302 la honr a del ministerio

En la iglesia debe levantarse la voz profética en contra de todo altar usur-


pador que pretenda quitarle la gloria y el honor al Señor. Déjame decirte mi
hermano que tu primer trabajo es levantar tu voz, y profetizar contra ese altar
que está en Bet-el, y contra ese espíritu que desvía al pueblo de Dios y de su
alabanza. Nosotros estamos comprometidos como ministros de Dios del nuevo
pacto, de lo nuevo que Dios está haciendo. Como participantes de la restaura-
ción de todas las cosas, Dios nos manda a profetizar contra ese altar y vamos a
alzar nuestra voz para que se quiebre, porque todo lo que quiere ocupar el lugar
de Dios ¡debe desaparecer de la iglesia! El joven profetizó y puso una señal, y la
señal vino del cielo y se cumplió en esa misma hora, veámoslo:

“Cuando el rey Jeroboam oyó la palabra del varón de Dios, que


había clamado contra el altar de Bet-el, extendiendo su mano
desde el altar, dijo: ¡Prendedle! Mas la mano que había exten-
dido contra él, se le secó, y no la pudo enderezar. Y el altar se
rompió, y se derramó la ceniza del altar, conforme a la señal que
el varón de Dios había dado por palabra de Jehová”
(1 Reyes 13:4-5)

Esto es palabra profética de Jehová para la iglesia del reino de Dios que
está en las naciones. Dios te manda con autoridad a decirle a ese altar que está
en Bet-el, en la casa de Dios, instituido por
el espíritu de Jeroboam: «Altar, altar, así ha
dicho Jehová, tú te vas a quebrar y tus ceni-
“El que perturba zas van a ser derramadas». Llénate en esta
a la iglesia no es hora de esa palabra profética, llénate de ese
el que la acerca a celo, porque este es un mandamiento para
nosotros. Así como Dios mandó a ese profe-
Dios, sino el que
ta, nos manda ahora a nosotros.
la aleja de Él” Después que el joven profetizó y dio
la señal, el altar se rompió en dos. Y cuan-
do Jeroboam vio su altar destruido, lugar
donde el convocaba al pueblo, se llenó de ira. ¿Cuántos saben que los que
apartan al pueblo de Dios lo reúnen alrededor de la adoración al hombre? El
altar hoy es el culto al hombre que ha sustituido el culto a Dios. El becerro
es el culto al hombre que le dice a la iglesia: «¡Estos son los que han hecho
por ti, nosotros los ungidos, no Dios!». Jeroboam no pudo soportar su altar
quebrado, pero al ordenar que apresaran al joven, la mano que extendió se le

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a su procedencia

secó. Dios dijo: “No toquéis, dijo, a mis ungidos, Ni hagáis mal a mis profetas”
(1 Crónicas 16:22).
Cuando un hombre va en nombre de Dios, óyelo bien, el diablo y el
infierno levantarán su mano contra él, pero no prevalecerán. Te advierto que
el espíritu de Jeroboam va a levantar su mano contra ti, ministro de Dios, así
como el rey actúo en contra del joven, con autoridad, y usó su mano (lo que
nos habla de obras) en contra del mensajero. Por tanto, cuando el espíritu de
Jeroboam se sienta amenazado, y vea su altar quebrado y las cenizas volan-
do por el aire, hará obras contra los siervos del Dios Altísimo. Ese espíritu
se levanta contra los ungidos, de manera personal, pero Dios dice que toda
mano que se levante contra los enviados del cielo se secará.
Luego vemos que Jeroboam tuvo que rogarle al profeta que orase por él
para que se restableciera su mano, y él oró (1 Reyes 13:6). Yo me acuerdo de
Acab, del cual dicen las Escrituras que no
hubo lugar en la tierra donde no buscó a
Elías, y cuando le encontró le dijo: “¿Eres
tú el que turbas a Israel?” (1 Reyes 18:17). “Tenemos un
Pero su intención era matarle. Y el profeta llamado a volver
le contestó: “Yo no he turbado a Israel, sino el pueblo a Dios y
tú y la casa de tu padre, dejando los manda-
mientos de Jehová, y siguiendo a los baales”
derribar el altar
(vv. 18). Así los siervos de Dios, óyelo bien, del culto al
seremos acusados de perturbadores, pero hombre”
el que perturba a la iglesia no es el
que la acerca a Dios, sino el que la
aleja de Él.
Elías se enfrentó al rey, y en vez de rematarlo, le dio una orden: Envía,
pues, ahora y congrégame a todo Israel en el monte Carmelo, y los cuatrocientos
cincuenta profetas de Baal, y los cuatrocientos profetas de Asera, que comen de
la mesa de Jezabel” (1 Reyes 18:19), porque cuando un hombre va en nombre
de Dios, y en su autoridad, el Señor respalda su Palabra y a sus mensajeros.
La autoridad que está con nosotros es más poderosa que toda oposición del
diablo, por eso, Dios nos dice a los ministros, que no temamos a lo que nos
puede hacer el hombre (Lucas 12:4; Isaías 51:7). No tengamos miedo a nin-
guna amenaza, tenemos un compromiso con Dios y con Su reino de restaurar
el altar. Tenemos un llamado a volver el pueblo a Dios y derribar el altar del
culto al hombre, por eso ese profeta nos representa a nosotros.

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304 la honr a del ministerio

Nota la claridad profética que tenía este hombre, los oráculos que había
en su boca, el respaldo, la señal que se cumplió de inmediato. También su
profecía fue correcta, y se cumplió trescientos años después, cuando un hijo
de David, llamado Josías, al ver los sepulcros que estaban en el monte, envió a
sacar los huesos de los sepulcros, y los quemó sobre el altar para contaminarlo,
tal y como el profeta lo había anunciado (2 Reyes 23:16). Es decir, el joven
profeta poseía autoridad profética, unción y poder, pero todo se dañó cuando
desobedeció. Veamos qué ocurrió con el profeta, después de haber orado por
el rey, y que Jehová le restauró la mano:

“Y el rey dijo al varón de Dios: Ven conmigo a casa, y comerás, y


yo te daré un presente. Pero el varón de Dios dijo al rey: Aunque
me dieras la mitad de tu casa, no iría contigo, ni comería pan ni
bebería agua en este lugar. Porque así me está ordenado por
palabra de Jehová, diciendo: No comas pan, ni bebas agua, ni
regreses por el camino que fueres. Regresó, pues, por otro camino,
y no volvió por el camino por donde había venido a Bet-el. Mora-
ba entonces en Bet-el un viejo profeta, al cual vino su hijo y le
contó todo lo que el varón de Dios había hecho aquel día en Bet-
el; le contaron también a su padre las palabras que había habla-
do al rey. Y su padre les dijo: ¿Por qué camino se fue? Y sus hijos
le mostraron el camino por donde había regresado el varón de
Dios que había venido de Judá. Y él dijo a sus hijos: Ensilladme
el asno. Y ellos le ensillaron el asno, y él lo montó. Y yendo tras el
varón de Dios, le halló sentado debajo de una encina, y le dijo:
¿Eres tú el varón de Dios que vino de Judá? Él dijo: Yo soy.
Entonces le dijo: Ven conmigo a casa, y come pan. Mas él respon-
dió: No podré volver contigo, ni iré contigo, ni tampoco comeré
pan ni beberé agua contigo en este lugar. Porque por palabra de
Dios me ha sido dicho: No comas pan ni bebas agua allí, ni
regreses por el camino por donde fueres. Y el otro le dijo, mintién-
dole: Yo también soy profeta como tú, y un ángel me ha hablado
por palabra de Jehová, diciendo: Tráele contigo a tu casa, para
que coma pan y beba agua. Entonces volvió con él, y comió pan
en su casa, y bebió agua. Y aconteció que estando ellos en la
mesa, vino palabra de Jehová al profeta que le había hecho vol-
ver. Y clamó al varón de Dios que había venido de Judá, dicien-
do: Así dijo Jehová: Por cuanto has sido rebelde al mandato de

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el llamamiento es conforme 305
a su procedencia

Jehová, y no guardaste el mandamiento que Jehová tu Dios te


había prescrito, sino que volviste, y comiste pan y bebiste agua en
el lugar donde Jehová te había dicho que no comieses pan ni
bebieses agua, no entrará tu cuerpo en el sepulcro de tus padres.
Cuando había comido pan y bebido, el que le había hecho volver
le ensilló el asno. Y yéndose, le topó un león en el camino, y le
mató; y su cuerpo estaba echado en el camino, y el asno junto a
él, y el león también junto al cuerpo. Y he aquí unos que pasa-
ban, y vieron el cuerpo que estaba echado en el camino, y el león
que estaba junto al cuerpo; y vinieron
y lo dijeron en la ciudad donde el vie-
jo profeta habitaba. Oyéndolo el pro-
feta que le había hecho volver del
“Con la unción
camino, dijo: El varón de Dios es, que podemos
fue rebelde al mandato de Jehová; por impresionar
tanto, Jehová le ha entregado al león, a los hombres,
que le ha quebrantado y matado, pero con la
conforme a la palabra de Jehová que
él le dijo. Y habló a sus hijos, y les obediencia
dijo: Ensilladme un asno. Y ellos se lo agradamos a
ensillaron. Y él fue, y halló el cuerpo Dios”
tendido en el camino, y el asno y el
león que estaban junto al cuerpo; el
león no había comido el cuerpo, ni dañado al asno. Entonces
tomó el profeta el cuerpo del varón de Dios, y lo puso sobre el asno
y se lo llevó. Y el profeta viejo vino a la ciudad, para endecharle
y enterrarle. Y puso el cuerpo en su sepulcro; y le endecharon,
diciendo: ¡Ay, hermano mío! Y después que le hubieron enterra-
do, habló a sus hijos, diciendo: Cuando yo muera, enterradme en
el sepulcro en que está sepultado el varón de Dios; poned mis
huesos junto a los suyos. Porque sin duda vendrá lo que él dijo a
voces por palabra de Jehová contra el altar que está en Bet-el, y
contra todas las cosas de los lugares altos que están en las ciudades
de Samaria”
(1 Reyes 13:7-32)

Creo que la enseñanza es mucha, pero hay algo que quiero enfatizar.
¿Cuántos sabrán que todo se pierde cuando se pierde la obediencia? Ministro

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306 la honr a del ministerio

de Dios: con la unción podemos impresionar a los hombres, pero


con la obediencia agradamos a Dios. Tenemos el ejemplo de Sansón y
de otros, los cuales usaron mal la unción. El hecho de ser ungidos, en oca-
siones, nos hace aparecer fuertes delante de la vista de los hombres, pero la
desobediencia nos hace débiles delante de Dios. Un hombre puede ser muy
ungido, pero si es desobediente tarde o temprano mostrará su pie de barro,
su inmadurez. La unción no vale nada si no está respaldada de obediencia y
sujeción a Dios y a Su reino. Aunque tengamos unción, nuestro ministerio
será impedido, neutralizado e ineficaz, si carecemos de obediencia a Dios.
Si queremos ser ministros competentes contra el espíritu usurpador de Jero-
boam, no podemos apartarnos ni un ápice de la voluntad divina.
La obediencia es mejor que los sacrificios (1 Samuel 15:22), pues sacrifi-
cios sin obediencia es ritualismo. Hay muchos que han caído en ritua-
lismo en su adoración a Dios, porque su adoración es como la de Caín: tiene
belleza, tiene excelencia pero le falta sujeción, amor, obediencia y fe en Dios.
Ministro de Dios, no perdamos nuestra eficacia en nuestro llamamiento; sea-
mos obedientes a la voluntad del Rey y Señor, si queremos tener poder y
autoridad contra los enemigos del reino, para restaurar a la iglesia, volviéndola
a Dios. La iglesia cristiana debe seguir, precisa y exactamente, las instruccio-
nes de Dios, quien no cambia su voluntad ni tampoco acepta sugerencias,
sino que sigue al pie de la letra lo que se
dispuso hacer. La obediencia facilita a Dios
ejecutar lo que se ha propuesto hacer en
“Sacrificios sin nuestro ministerio.
obediencia es ¡Que triste ha sido la historia de este
ritualismo” joven profeta! Él tuvo el poder, el respaldo,
la unción, la autoridad, la gloria de Dios
manifiesta, y cuando este hombre se mar-
cha con la satisfacción del propósito cumplido, viene y desobedece a Dios,
cerrando con luto, acontecimientos tan gloriosos. Me llama la atención algo
muy importante, pues Dios nos habló de cuidarnos en nuestras relaciones, y
a este hombre le hicieron dos ofertas. La primera se la hizo el rey, diciéndole:
“Ven conmigo a casa, y comerás, y yo te daré un presente” (1 Reyes 13:7). Cuida-
do con “trabarnos” en relaciones que no vienen de Dios, simplemente porque
veamos a una persona con una posición o un status superior.
Josafat era un hombre de Dios y ¿sabes cómo cayó su reino y sus hijos?
Cuando se unió en pacto con la casa de Ocozías. La Biblia dice que se “tra-
bó” en amistad con él (2 Crónicas 20:35). ¿Cómo se traba uno en amistad?

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el llamamiento es conforme 307
a su procedencia

Es como cuando un animal se traba en un lazo y se dice que cayó en una


trampa, se entrampó, se enredó. Toda relación con el reino de los hombres
es una traba para un hombre de Dios. Estos dos hombres comenzaron una
compañía para construir naves que fuesen a Tarsis a buscar oro y mercancía
para enriquecerse. Pero dice que vino Eliezer hijo de Dodava, de Maresa, y
profetizó contra Josafat, diciendo: “Por cuanto has hecho compañía con Oco-
zías, Jehová destruirá tus obras” (v. 37). Las naves se rompieron, y no pudieron
ir a Tarsis, pues Jehová le acabó el negocio, y así también hará con todo siervo
suyo que haga alianza con “la casa de Ocozías”, con “la casa de Jeroboam”, y
con todos los que apartan al pueblo de Dios, y usurpan su gloria. Los barcos
(en este contexto tipo de ministerios), serán destruidos y no irán a ningún
lado, quedarán allí también trabados.
Esa oferta puede llegar a ti, pues el espíritu del reino de los hombres siem-
pre está tratando de llevarnos a su casa. “Casa” significa su lugar de morada,
su cobertura, estar bajo su techo, estar bajo su gobierno. ¿Cuántas ofertas nos
han hecho para que aceptemos relaciones y coberturas que no son de Dios? Y
ahí está la trampa, en ese «Yo reconozco que tu eres de Dios, ven a mi casa y
te honraré; te voy a dar lo que mereces; voy a satisfacer tu necesidad. Únete
conmigo, ven a mi cobertura, enrédate en
mi red, y yo te voy a honrar». Ya los oigo:
«Tú eres un ministro que apenas lo que tie- “Toda relación
nes son setenta miembros, únete a una orga-
nización fuerte y tú verás como vas a ser con el reino de
grande en la ciudad; relaciónate con cientos los hombres es
de ministros para que tengas puertas abier- una traba para
tas y tengas muchos púlpitos. ¿Quieres pre- un hombre de
dicarles a los ministros? Pues ven, únete
Dios”
conmigo, entra en la cobertura, entra bajo
mi gobierno, bajo mi autoridad». ¡Dios ten-
ga de ellos misericordia!
Ahora, nota como el profeta respondió al rey: “Aunque me dieras la mitad
de tu casa, no iría contigo, ni comería pan ni bebería agua en este lugar. Porque
así me está ordenado por palabra de Jehová, diciendo: No comas pan, ni bebas
agua, ni regreses por el camino que fueres” (1 Reyes 13:8-9). El profeta estaba
firme y claro en la instrucción que debía seguir, algo que nos enseña que
mientras él fue fiel, fue un buen testimonio para nosotros. Así que le dijo,
en otras palabras: «Con todas tus instituciones y coberturas y todo lo que tú
me ofreces, reuniones, pólizas, manuales, tarjetas y credenciales –esto último

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308 la honr a del ministerio

que apela tanto a los ministros- mejor obedezco a mi Dios». Yo he escuchado


tantos ministros decirme: «Hermano, me voy a unir a ellos, porque no tengo
credencial y ellos me la están ofreciendo, y usted sabe, sin eso no se puede
hacer nada». También supe de un ministro, bien reconocido en su localidad,
al que el concilio le negó la credencial, porque no había enviado la cuota en
la fecha indicada, y ellos exigían sin falta la cuota y el diezmo, para mantener
la credencial. Y me pregunto: ¿cuántos hay que han accedido a entrar en la
“casa” de esos movimientos con el espíritu de Jeroboam, por una credencial,
un título, un reconocimiento, por facilidades en el ministerio, por púlpitos?
Mas, el hombre de Dios dice: «Me puede dar administrar todo lo que hay en
la institución, hacerme parte de la junta o la presidencia del comité directivo,
pero mi vocación, y mi fidelidad a Dios no tienen precio».
Los hombres de Dios no se venden ni comprometen el propósito divino
bajo ningún precio. Un hombre llamado no solo ama a Dios, sino que está
comprometido con Él y con su llamamiento, pues sabe lo que significa que
Dios haya puesto los ojos en él, al tenerlo por fiel poniéndolo en el ministerio.
Que un hombre sea tomado del pueblo, para ser apartado y recibir la enco-
mienda de Su propósito, es demasiada honra para cambiarla por un plato de
“lentejas” y ponerse debajo de una cobertura enemiga de Dios. Por eso, los
verdaderos “israelitas” dicen: «Dígale a “Jeroboam”: Aunque me des lo que me
des, no entraré en tu casa ni comeré de tu pan». Podemos aplicar que comer
el pan significa comer de sus enseñanzas, como beber su agua es beber de su
espíritu. El agua es símbolo del Espíritu Santo, pero esta agua contaminada
es símbolo de los espíritus de la enseñanza y de la apostasía contra Dios.
Esa agua representa una falsa unción, la cual se parece a los que se llaman
apóstoles y no lo son, pero que hay una iglesia que los prueba y sabe que son
mentirosos (Apocalipsis 2:2).
Hay una iglesia restaurada que tiene discernimiento espiritual, y no
aprueba sin probar, y cuando prueba los haya mentirosos. Cuidado con la
falsa comida, la falsa enseñanza y la falsa unción en una cobertura que con-
tradice el reino de Dios. Ellos cambian el ministerio de Dios e instituyen lo
que les da la gana, en contra de lo que Dios estableció, apartando al pueblo
de la verdadera adoración.
El joven profeta dejó ver claro al rey, quién lo había enviado y a quién él
debía obedecer. Con todo, había una razón por la que Dios le dijo al profeta:
“No comas pan, ni bebas agua, ni regreses por el camino que fueres” (1 Reyes
13:9). Jehová vomitaba de su boca lo que estaba pasando en Bet-el, así como
aborrece lo que está aconteciendo en la iglesia hoy, ¿o no dice en Apocalipsis:

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el llamamiento es conforme 309
a su procedencia

“aborreces las obras de los nicolaítas, las cuales yo también aborrezco” –Apocalip-
sis 2:6? Jehová aborrece a Jezabel, y a los que se dicen ser apóstoles y no lo son.
En la Bet-el apóstata hay inmundicias, por eso Dios le dijo al profeta: «No te
contamines con la comida ni la bebida, apártate de las inmundicias; no par-
ticipes de los pecados ajenos». También Jehová le advirtió al profeta sobre el
camino. El camino hacia Bet-el en esa condición es un camino de apostasía,
de rebelión contra Dios, por eso le indicó otra ruta.
Nota que a Israel, después que cruzó el mar rojo, Jehová le prohibió volver
por ese camino, porque Él lo abrió y luego lo cerró, para que no hubiera cami-
no de regreso a Egipto, y ellos no pudieran devolverse (Deuteronomio 17:16).
Y a nosotros que hemos salido del Bet-el que ha apostatado del Señor (porque
todos hemos salido de esos lugares), Dios nos dice: «Devuélvete, ni siquiera
pases por ese camino; toma otro sendero». Por tanto, ni siquiera debiéramos
frecuentar esos lugares, sino tomar otro camino. ¿Sabes cuál fue ese camino?
El camino que manda Dios, el de la obediencia. Así que si alguno pregunta
acerca de ti: «¿Por qué camino se fue?», alguien también pueda responder:
«Él se fue por la vía del reino, el camino de la obediencia a la instrucción que
recibió de Dios». Ese es el camino que Dios te encomienda, el de la absoluta
sujeción a la voluntad del Señor.
Hasta el momento, el joven profeta había actuado según lo que Jehová le
mandó, pero algo improvisto aconteció. El viejo profeta lo siguió por el camino
que tomó, hasta que lo alcanzó (1 Reyes 13:11-12). A mí me llamó la atención
que el profeta dijo a sus hijos que ensillasen el asno; ellos se lo ensillaron, y él lo
montó (1 Reyes 13:13). Y le pregunté a Dios qué significaba eso, y él me dijo:
«En este caso en particular, el asno de este profeta representa el ministerio de los
viejos profetas, aquellos ministros que están en Bet-el, que se han aclimatado al
ambiente, que pudiendo levantar la voz para defender a la verdad, se callan, por-
que le importa más la gloria del hombre que la de Dios». El burro en el lenguaje
bíblico es un animal que representa a los que no tienen entendimiento (Isaías
1:3,4). Los ministros viejos que siguen el camino viejo, el vino viejo de las tra-
diciones religiosas, de los espíritus que han cautivado a la iglesia, adaptándose a
los sistemas humanos, son profetas que antes tenían revelación, pero ahora son
mentirosos, que apartan a los hombres de Dios; por lo cual, sus ministerios lo
representa un burro y están montados en él. Dios nos ha indicado que donde
tú te montas es tu ministerio. La zarza era insignificante y Dios moró en ella;
Jesús entró en una asno como “el rey humilde y sin corona”, pero al cielo se fue
en una nube y escoltado por los ángeles (Hechos 1:9).

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310 la honr a del ministerio

Cuántos viejos ministros, acondicionados y comprometidos con el sistema


apóstata de la iglesia, están ensillando sus ministerios, para ir por el camino
donde va el profeta de Dios, a tratar de desviarlo del propósito santo. Cuídate de
esos viejos profetas, los cuales representan las tradiciones, los ritos, los manuales,
las pólizas, el vino viejo, las formas humanas, el culto a los hombres, y el intelec-
tualismo (el espíritu de Grecia). También ellos representan al espíritu de Babilo-
nia, el cual cambia la dieta espiritual, y levanta la imagen del hombre, y obligan
a los siervos de Dios que le adoren, o los amenazan con echarlos a los leones.
Continuando con el relato, vemos que el viejo profeta halló al joven sen-
tado debajo de una encina (1 Reyes 13: 14). El Señor llamó mi atención en la
actitud del hombre de Dios, a quien encontramos ahora sentado, descansan-
do a la sombra de un árbol. Es decir que no estaba activo, sino que hizo una
pausa en el camino para descansar, y relajarse. Estaba como David en aquella
tarde, cuando se paseaba sobre el terrado de la casa real; y vio desde allá a una
hermosa mujer que se estaba bañando y por estar de ocioso, ya sabemos lo que
sucedió, y en vez de estar peleando junto a su ejército, pecó (2 Samuel 11:2,
4-17). Pero este joven, estaba bajo una encina, meditando, descansando, cuan-
do vino el engaño del viejo profeta, Él no estaba caminando, sino que se había
detenido en el camino de la obediencia.
Dios le había dicho en otras palabras «Mué-
“El camino de vete, rápido, sal corriendo de ahí», pues si
no puede comer, ni beber agua, ni regresar
la obediencia por el mismo camino, no es difícil deducir
no es para que tampoco podía detenerse. Por tanto,
descansar, sino tristemente, el hombre no siguió al pie de la
para seguirlo letra toda la instrucción.
hasta llegar El camino de la obediencia no es para
descansar, sino para seguirlo hasta llegar
a Su perfecta a Su perfecta voluntad. El joven fue enga-
voluntad” ñado en el lugar donde él estaba recreándo-
se, paralizado, posiblemente en ociosidad.
¡Abre los ojos y toma consejo! Fíjate que el
que sembró cizaña en el campo esperó que todos estuvieran dormidos (Mateo
13:25). ¡Cuídate ministro de Dios! Que en la carrera que llevas en tu minis-
terio, no te detengas debajo de ningún árbol; Dios te mandó a que corras por
el camino de la obediencia, sigue corriendo.
“Ven conmigo a casa, y come pan” (1 Reyes 13:15), le propuso el viejo pro-
feta al joven. Los ministros compañeros donde estábamos antes, nos llaman

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el llamamiento es conforme 311
a su procedencia

y nos invitan, y dicen: «Vuelve con nosotros, participa con nosotros», pero
te voy a compartir -pues quiero ser fiel- exactamente, con las palabras tex-
tuales que Dios usó cuando me aplicó este mensaje. Este profeta viejo, que
desvió al profeta nuevo, representa a los ministros que usan su reputación
y su experiencia para convencerlos de que deben seguirlos a ellos, pero su
experiencia y su reputación no son más que mañas antiguas, métodos trilla-
dos y formas repetidas (tradición y religión) que no tienen ninguna eficacia
en la vida del reino. El viejo profeta le dijo al joven profeta, mintiendo: “Yo
también soy profeta como tú, y un ángel me ha hablado por palabra de Jehová,
diciendo: Tráele contigo a tu casa, para que coma pan y beba agua” (1 Reyes
13:18). Una de las características que se destacan en los profetas viejos -que
representan a aquellos que les sirven a los sistemas eclesiásticos- es que com-
prometen el llamamiento por un salario, haciéndose mercenarios asalaria-
dos y no ministros de Dios. Éstos prefieren servirle a un sistema, aplacando
sus conciencias, que ser fieles al Dios que los llamó. Estos ministros viven
siempre invitando a los hombres de Dios, con una falsa revelación, diciendo
que Dios les habló.
Ya vimos que “casa” representa una cobertura, por lo que aplicamos que
este hombre estaba dándole una orden al joven profeta, como de parte de
Dios, de que entrara bajo su cobertura, para que coma pan y bebiera agua.
Entonces vemos cómo el joven volvió con él e hizo lo que el viejo profeta le
había dicho, lo que en otras palabras se puede interpretar como que se unió
a su ministerio -entró a su casa-, recibió de su enseñanza, de su ministración
-comió pan- y recibió de su unción -bebió agua- (1 Reyes 13: 19). Ahora, ¿qué
pudo recibir este joven profeta de un ministro mentiroso? ¿Qué pudo comer
de su mesa? ¿Qué pudo beber bajo su techo? ¡Cuántos ministros del reino de
Dios están caminando bien y se meten bajo el techo de los zorros viejos, para
comer su comida y beber su bebida, y después terminan matados por un león,
como terminó aquel joven que era boca de Dios (1 Reyes 13:24)!
La Biblia habla de un león que anda rugiente buscando a quien devorar, y
el viejo profeta le sirve a ese león. Cuidado con las coberturas de viejos men-
tirosos, cuya experiencia son trucos ministeriales antiguos y cuya autoridad
torcida es basada en los años de servicios y en la mentira de que Dios les habló.
Ese es el truco de muchas organizaciones eclesiásticas, que usan el instrumen-
to de la seducción para apartar a los hombres de la visión del reino de Dios.
Este viejo, farsante y embaucador, vivía en Bet-el y era testigo de los horrores
de la apostasía, y de ningún modo levantó su voz profética para exhortar ni
combatir el pecado; en ningún tiempo hizo algo para enderezar el camino

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312 la honr a del ministerio

torcido del reino del norte. Pero cuando sus hijos le contaron todo lo que Dios
había hecho a través de ese joven, posiblemente sintió envidia, celo y vergüen-
za y se consideró retado. Así hay muchos ministros que se han adaptado a los
sistemas antiguos por interés y conveniencia, y nunca levantan sus voces, mas
cuando ven a alguien que le sirve al reino de Dios con integridad, tratan de
acallarlos o desviarlos, para que los dos estén iguales.
El viejo profeta al ver a uno que supo ser fiel a Dios quiso buscar parentesco
y relación con él, a tal punto que al morir dejó establecido que lo enterrasen con
el joven, para descansar los dos en el mismo hoyo (1 Reyes 13:31). Por tanto, te
advierto que si oyes los trucos de los viejos profetas mentirosos (que dicen que
Dios les ha hablado, pero no saben levantar la voz contra la inmoralidad, contra
la apostasía y contra el reino que está contra Dios), no solamente te va a comer
el león, sino que vas a ser enterrado con él, pues irán los dos al mismo agujero.
Ministro de Dios, cuídate que nadie te cambie el mensaje, porque la estra-
tagema del profeta viejo es tratar de cambiarte la instrucción, modificarte la
enseñanza y variarte el mandato divino. Jehová el Dios de Israel te hizo su
ministro, y te dio la dulzura para que los
hombres se acerquen a ti, por lo que entien-
do que para ser fiel al llamamiento hay
“Lo importante
que pagar un precio muy elevado. Mas, la
no es hacer unción santa está en ti, úsala para el reino
muchas cosas de Dios. Jehová tiene un camino para ti y
bien, sino es el camino del reino y te dice: «Cuídate
hacer bien la de los profetas viejos, tus antiguos amigos,
los cuales pretenderán apartarte del camino
instrucción que que Jehová Dios ha trazado para ti, tu casa,
se recibió de Dios” tu iglesia y tu ministerio». El apóstol Pablo
decía: “Mas si aun nosotros, o un ángel del
cielo, os anunciare otro evangelio diferente del
que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:8). ¡Nadie nos va a cambiar
el mensaje de Dios! No importa que tenga apariencia de profeta, no importa
que venga con unción falsa, no importa que diga que Dios le habló, no nos
apartemos de la primera instrucción.
Ese joven vio un altar quebrarse y la ceniza derramarse; también presenció
cuando se secó la mano del que se levantó contra él y vio como por su boca,
Dios se la restauró, ¿cómo entonces pudo creer a una tonta mentira? ¿Dónde
está nuestra convicción del reino de Dios? La Palabra dice: “Mas el justo vivirá
por fe; Y si retrocediere, no agradará a mi alma” (Hebreos 10:38). El camino del

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el llamamiento es conforme 313
a su procedencia

reino no es para retroceder “el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo
arrebatan” (Mateo 11:12). El Dios del cielo nos llamó como ministros y nos
eligió de en medio de todos esos ministros viejos y de todo lo que ellos represen-
tan, para poner en nosotros su confianza, así que no vayamos a fallarle al que
nos honró. Cuando un hombre ha visto a Dios, y recibe una instrucción divina,
no debe cambiarla, no importa que el diablo se vista de ángel de luz, para tratar
de apartarlo del camino.
El ministerio cristiano no es una carrera de velocidad, sino de resistencia:
“el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Marcos 13:13). La mujer de Lot
miró atrás y se convirtió en una estatua de sal (Génesis 19:26), el joven pro-
feta dejó el camino por donde iba, y se convirtió en comida de león (1 Reyes
13:24). Pablo le dijo a los Gálatas: “¡Oh gálatas insensatos! ¿Quién os fascinó
para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presenta-
do claramente entre vosotros como crucificado? Esto solo quiero saber de vosotros:
¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe? ¿Tan necios sois?
¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” (Gála-
tas 3:1-3). Necio es el que deja el camino de Dios.
Óyelo bien, podemos durar cuarenta años en el ministerio, caminando
bien, pero si te desvías pierdes la honra de Dios, no importa cuántas cosas
tú hayas hecho correctamente en el servicio. Lo importante no es hacer
muchas cosas bien, sino hacer bien la instrucción que se recibió de Dios.
La Palabra dice: “con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que
recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios”
(Hechos 20:24). El fin es terminar la carrera, no tan solo correrla; es llegar
hasta el fin, no recorrer solo un tramo; es correr hasta alcanzarlo. Cuídate
que nadie te cambie el mensaje. No fui yo el que te enseñó el reino, ni el
predicador que visitó a tu iglesia, sino el mismo Dios (Juan 6:45). El reino
no es un dogma religioso que se enseña con una instrucción humana, el rei-
no de Dios se recibe por revelación, aunque Dios use un vaso para instruir-
te. Conozco ministros que tienen años predicando el reino de Dios, pero
si les preguntaras cuántos lo han recibido, te dirán «solamente unos pocos,
muy pocos», así que “… no depende del que quiere, ni del que corre, sino
de Dios que tiene misericordia” (Romanos 9:16). Y si Dios te ha llamado a
ti y te ha abierto el entendimiento, entonces sé obediente al que te llamó.
No dejemos este camino de vida por uno que nosotros mismos ya hemos
rechazado. El joven profeta dejó el otro camino, pero tú y yo ya dejamos
aquel camino, ahora andamos por la senda de la obediencia del reino, ¿por
qué volver al camino que ya hemos recorrido? Cuando el hombre se devolvió,

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314 la honr a del ministerio

ya estaba en Bet-el otra vez, ya estaba en la apostasía, para meterse bajo un


régimen de letras, dejando al del Espíritu (Romanos 7:6). Tú ministro, que
por gracia de Dios estás leyendo este libro, haz el compromiso de ser fiel
a Dios que te llamó, de no cambiar el mensaje, de no dejar el camino. Ve
ahora, delante de la presencia de Dios, búscale en oración y haz un voto de
lealtad a Él y a Su reino, confesándolo con tu boca. Pero no hagas un voto a
la ligera, sino de convicción. Dejemos de aclimatarnos a los viejos sistemas
y alianzas, y seamos los profetas fieles que el Señor ha enviado a la iglesia a
restaurarla.

4.4  Encontrando el Libro


“Y al sacar el dinero que había sido traído a la casa de Jehová,
el sacerdote Hilcías halló el libro de la ley de Jehová dada por
medio de Moisés”
- Crónicas 34:14

La iglesia está en el mundo, pero no pertenece al mundo. Los cristianos


somos peregrinos que andamos por la tierra, siendo un pueblo entre los pue-
blos. Mas, esa nación santa fue enviada por Dios a cambiar al mundo, por
tanto, no debe suceder lo contrario; el mundo no puede cambiarla a ella. El
Evangelio hace al hombre a la imagen de Dios, no a la inversa: Dios a la
imagen del hombre. La iglesia fue escogida por Dios como un instrumento
para impactar al mundo, no para dejarse cambiar por este. Así que lo que
viene de arriba es sobre todos (Juan 3:31), y solo cuando Dios es el todo de
todos, puede prevalecer el pensamiento de Su corazón por encima de lo que
llamamos el pensamiento humano y cualquier otra cosa.
Sin embargo, la Palabra de Dios ha sido muy criticada, ignorada y muy
ridiculizada, a través de los siglos, justamente por eso, porque ésta no se con-
forma a los pensamientos del hombre, sino que es contraria. Hay quienes han
tratado de reconciliar el pensamiento de la Palabra con el pensamiento del
hombre, y han sido tan positivos, y quieren ser tan aceptados, tan “buenos”,
que reconcilian la luz con las tinieblas y el error con la verdad. Ese fue el caso
de algunos padres de la iglesia, en su afán por ganar el mundo griego, comen-
zaron a decir que Platón, Aristóteles, y otros, fueron los pioneros, los precur-
sores del cristianismo. También hicieron muchas cosas con tal de poner la fe
accesible a los hombres, para que vean que puede ser para todos, pero no es de

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el llamamiento es conforme 315
a su procedencia

todos la fe (2 Tesalonicenses 3:2). No todos los hombres tienen el corazón de


Dios ni están dispuestos a pagar el precio por la Palabra.
Espero que nosotros, como ministros de Dios, nos sintamos honrados
porque nos salvó, y nos llamó a esta bendita gracia, y que además tuvo la ama-
bilidad y gentileza celestial (permíteme esta expresión) de encomendarnos su
obra en la tierra. No hay honra más grande, después de la salvación que Dios
ha dado a los hombres, en el plano espiritual, que ser ministros de Dios, ser
dispensadores de su bendita gracia, al encomendarnos el ministerio de Cristo.
Nosotros somos la extensión de su ministerio, pues Él dijo: “Como me envió
el Padre, así también yo os envío” (Juan 20:21). Cómo no sentirnos honrados
al saber que el Señor al irse, envió al Espíritu Santo, y nos llamó como repre-
sentantes de una generación que recibió la antorcha ministerial en la carrera
de relevo, y nos confió una encomienda tan santa. Estamos ahora en el siglo
XXI, donde los retos son muchos, y el mal se ha multiplicado en todas sus
formas. La sutileza y estratagema del error se han aumentado grandemente, y
la iglesia atraviesa por desafíos muy difíciles, pero nosotros estamos acá y Dios
espera de nuestra parte una postura firme.
Es muy difícil en tiempos como estos, vivir sin convicción, pues si hay
una época donde se necesita entereza, valor, y estar de parte del reino de los
cielos, con determinación, en una búsqueda profunda del corazón de Dios,
es esta. Nosotros no podemos ser indiferentes, ni apáticos, como el que dice:
«¡Allá ellos!» ¡No! Somos deudores, tenemos un compromiso con Dios, y Él
quiere que hagamos bien nuestro papel, que cumplamos nuestra responsa-
bilidad como ministros en este siglo. Digo como el apóstol Pablo: “Por esta
causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma
nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:14). Sí, yo doblo mis
rodillas, levanto mi corazón, y elevo mi súplica delante del Señor a Dios por
nosotros y por la iglesia de Jesucristo que está en las naciones. Mi petición
es que el Espíritu de Dios pase por nosotros y la luz que viene del trono nos
ilumine y todos caigamos a los pies del Señor en este día, entendiendo aquello
para lo cual Él nos llamó. Es mi deseo que el Dios del cielo nos revele la pre-
ocupación de su corazón, para que nosotros olvidándonos de todo lo nuestro,
pensemos en todo lo que es de Él.
Siglos han pasado después que hombres de Dios dieron sus vidas hasta la
muerte, porque creyeron en el Hijo de Dios, cuyas voces oímos a gran voz, en
el libro de Revelación diciendo: “¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no
juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?” (Apocalipsis 6:10).
Ellos dieron sus vidas porque creyeron a aquella fe bendita que una vez fue

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316 la honr a del ministerio

dada a los santos, a esa fe sencilla, sana, no contaminada. Los mártires en el


coliseo romano dieron sus vidas y morían apretujados como gavillas, siendo
comida de las fieras, y burla de los hombres; sin privilegios en el mundo, pero
nunca protestaron por ser discriminados. Ellos nunca fueron a un tribunal a
reclamar su derecho humano, pues sabían que al ponerse de parte de Cristo
iban a ser odiados y aborrecidos, y no les importó. Nuestra fe ha sido preser-
vada de una manera digna, ganada con la vida y la sangre del Hijo de Dios.
Esto comenzó en la eternidad en el corazón del Padre, quien, abnegadamente,
en su gran misericordia, al ver a los hijos de Adán extraviados, lejos de Él y
sin esperanza de poder regresar por su condición pecaminosa, envió a su Hijo.
Mas, cuando Jesús vino se sometió al Padre, pues fueron de Él las palabras
del Salmo 40: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en
medio de mi corazón” (Salmos 40:8), y se entregó.
Luego vemos cuando llegó el momento del conflicto, Jesús dijo: “Ahora
está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he
llegado a esta hora” (Juan 12:27). Y se dispuso a hacer la voluntad del Padre,
con dolor extremo, y gran conflicto, al punto que tuvo que decir: “Mi alma
está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38), y en ese instante sudaba sangre,
pues sufrió una extravasación sanguínea, y salió de sus poros sangre en lugar
de sudor. Su sangre tomó otra ruta que no era la normal, de tan fuerte que fue
el conflicto que vivió Jesús, para que hoy nosotros gozásemos de esta salvación
tan grande. Mas, esta redención es grande por el costo altísimo que se pagó,
pues aunque a nosotros no nos costó nada, a Dios le costó la vida del Hijo.
No hay alguien que le sea indiferente y se quede incólume ante una injusti-
cia. Es molesto e inadmisible ver testigos falsos que inclinan la justicia humana
a su favor, ahora imagínate lo que significa eso para la justicia celestial. Aquel
que era en el principio con Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, y que
sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho; el que era la vida del universo, y
los hombres dependían de Él, estaba siendo juzgado por los seres humanos. Eso
fue demasiada ignominia, vergüenza y afrenta para Jehová-Sidkenu, nuestra
justicia. Mas, ahí estaba el santo de Dios, siendo expuesto a los juicios huma-
nos, a la intriga, a la traición, al boicot de los envidiosos e intimidadores. En el
momento de la crucifixión se movieron todas las artimañas del error, fraguán-
dolas de muchas maneras, y cumpliendo así el Salmo 2, que dice: “Se levantarán
los reyes de la tierra, Y príncipes consultarán unidos Contra Jehová y contra su ungi-
do, diciendo: Rompamos sus ligaduras, Y echemos de nosotros sus cuerdas” (Salmos
2: 2-3). Pero él venció los criterios humanos, la envidia, el celo, el humanismo,
el odio, el prejuicio religioso. También, Jesús venció la muerte, quitando de en

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el llamamiento es conforme 317
a su procedencia

medio el acta de los decretos que había contra nuestra, anulándola y clavándola
en la cruz (Colosenses 2:14), y se levantó triunfante de la tumba, llevando cau-
tiva la cautividad, y nos dio vida en Él cuando resucitó.
De hecho, cuando Jesús se presentó en el aposento alto a sus discípulos,
Él sopló sobre los doce, y al soplar sobre ellos, también sopló sobre nosotros.
Así como Moisés les dio de su espíritu a los setenta ancianos de Israel, así
Jesús les dio de su mismo espíritu y dignidad a sus doce discípulos. Luego,
aquellos soplaron sobre nosotros; y hoy tenemos el soplo de Cristo, a través
de esa cadena genealógica ministerial-apostólica. Cuando Cristo le dijo al
Padre “Sacrificio y ofrenda no quisiste; Mas me preparaste cuerpo” (Hebreos
10:5), estaba refiriéndose a su cuerpo físico, pero espiritualmente lo podemos
aplicar a la iglesia, pues ésta es el Cuerpo de Cristo, quien es la cabeza de ese
cuerpo. Y así como un cuerpo sin espíritu está muerto (Santiago 2:26), el día
de Pentecostés le dio su Espíritu a la iglesia, para que su cuerpo no anduviese
sin vida en la tierra. También nos dio la palabra profética “más segura, a la
cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar
oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros
corazones” (2 Pedro 1:19); para darnos el depósito del tesoro celestial y de los
secretos muy guardados (Isaías 45:3); para darnos la sabiduría que no es de
este siglo, ni de los príncipes de este siglo (1 Corintios 2:6). Todo lo hizo para
que descansemos en Él, quien es nuestro campeón, que venció y traspasó los
cielos, y está sentado a la diestra de Dios en las alturas.
Tenemos a Jesús de nuestra parte, también al Padre, y al Espíritu Santo
guiándonos a toda verdad. Tenemos la Palabra bendita, que como martillo se
ha gastado rompiendo los yunques de los hombres; criticada, rechazada, a la
cual emperadores han tratado de destruirla; ideologías y filosofías han tratado
de borrarla de la faz de la tierra, sin embargo permanece, porque es la Palabra
de Dios. La Biblia es la primera obra que salió de la imprenta, y desde enton-
ces ha sido el libro más traducido de toda la historia, a casi todos los idiomas
del mundo. Es la Palabra más amada de la tierra, y ha vencido lo alto y lo bajo
de la crítica de aquellos que la han analizado como si fuera un libro secular o
común, y sin embargo sigue siendo la inspiración de los hombres, y la única
esperanza del mundo. Y todo ese depósito, tan glorioso, Dios se lo ha dado a
Su iglesia a ministrar.
¡Oh, mi hermano, si no encontramos inspiración en ello, dónde la vamos
a encontrar! Dios necesita que nosotros andemos de acuerdo a lo que hemos
recibido, por eso clama proféticamente y dice: “¿Quién ha creído a nuestro
anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?” (Isaías 53:1).

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318 la honr a del ministerio

Somos deudores a esa encomienda. Dios anda buscando hombres y mujeres


que tengan su corazón, que abran los ojos y vean que hay una amenaza, no
contra Dios ni contra su Palabra (porque Dios no puede ser vencido de lo
malo), sino contra la iglesia, contra los santos de Dios. La amenaza es contra
el propósito que nosotros hemos sido llamados a preservar: la fe, la doctrina,
y el depósito de generación a generación.
Es una honra ser un ministro. Personalmente considero que no hay, des-
pués de la salvación -en lo que se refiere a dádiva de Dios- algo más honroso
como que el Señor nos haya constituido a nosotros y que nos haya confiado su
depósito. Sin embargo, hay un gran atentado contra Su voluntad, y tenemos
que abrir los ojos para ver esto. Ya no es un asunto encubierto, sutil, no, ya
es algo abierto y desafiante. Se están promulgando leyes para boicotear a la
iglesia y su fundamento. El salmista dijo: “Si fueren destruidos los fundamen-
tos, ¿Qué ha de hacer el justo?” (Salmos 11:3). Nosotros nos sostenemos con los
fundamentos, pero si estos son quitados de nuestros pies, andaremos flotando
en el aire y eso no es lo que Dios quiere. El Señor desea que preservemos todo
aquello que Él ha instituido.
Ahora vemos que donde quiera se promulgan leyes contra el matrimo-
nio, a favor del aborto, y se hacen cambios en las esferas de educación, en
contra de los principios divinos, aparte de todas esas iniciativas encaminadas
a contradecir lo que Dios ha dicho. ¿O es que acaso ellos no han leído lo que
ha sido dicho desde el principio? “Y creó Dios al hombre a su imagen, a ima-
gen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. [...] Por tanto, dejará el hombre a
su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis
1:27; 2:24). Sin embargo, hoy se dice que es lo mismo ser homosexual que
heterosexual, que no hay diferencia, solo es cuestión de preferencia sexual,
pero que es la misma cosa. Incluso, esto se enseña usando la Biblia, diciendo
que al principio el hombre tenía los dos sexos. ¡Se oyen tantas cosas aberran-
tes en estos días!, y dos o tres las están imponiendo en la sociedad como algo
respetable y de buen nombre. Entonces, ellos dicen: «Estas personas son
gente importante, dueños de negocios, ciudadanos activos y trabajadores
esforzados, excelentes artistas, etc.». Mas, lo que estoy diciendo no es que
no merezcan respeto, sino que su conducta está al margen de la voluntad de
Dios. Bien dijo el maestro que “… los hijos de este siglo son más sagaces en el
trato con sus semejantes que los hijos de luz” (Lucas 16:6), y mientras tanto la
iglesia duerme...
¿Qué se hace en un tiempo como este? Ester era una mujer huérfana, sin
distinción, alguien que inclusive tenía que ocultar su linaje, porque si decía

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a su procedencia

quien era la iban a discriminar (Ester 2:10), pero Dios la puso en la corte y le dio
gracia para ser reina. En el momento que se levantó una gran amenaza para el
pueblo judío, ella temió por ella y casi se niega a defenderlo, pero su tío Mardo-
queo le dijo como le dice Dios a ti, iglesia: “No pienses que escaparás en la casa del
rey más que cualquier otro judío. [...] Porque si callas absolutamente en este tiempo,
respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos; mas tú y la casa
de tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” (Ester
4:13,14). Así dice el Espíritu a la iglesia: «Hay un decreto, una amenaza contra
el pueblo de Dios y el Señor te preparó, y te ha dado la autoridad para preservar
sus principios. Tú no estás en la iglesia simplemente por gracia, sino para resta-
blecer el reino de Dios». Hoy enfatizamos la gracia, y bendita gracia, pero nos
olvidamos que la gracia implica propósito. Dios nunca depositó su excelencia
en vaso de barro, para que éste se exhibiera, o meramente para honrarlo y que
fuese visto, no, no ¡no! El Señor puso su excelencia en vasos de barro, para que
el vaso glorifique al dador de tan gran generosidad.
En el tiempo de Ester hubo un decreto contra el pueblo de Dios, como
lo hay contra de la iglesia hoy. Se necesita ser muy escaso de conocimiento
para no ver el peligro, las amenazas, y las sutilezas que se están fraguando en
el mundo infernal, contra el propósito del Padre. Y Dios te llamó para esta
hora. Mientras otros siguen muertos en sus delitos y pecados, a ti Dios te dio
vida. No te has preguntado, ¿por qué vives tú en este tiempo? Esto no es una
casualidad que hayas nacido en esta generación y Dios te haya dado una vida
en el Espíritu. ¡Eso no es algo fortuito o aleatorio! Los hombres de Dios que
vivieron en los siglos anteriores, entendieron y asumieron responsabilidad.
Por el vivo celo de Jehová que estaba en ellos, tomaron una postura firme.
Dios espera lo mismo de nosotros.
Hoy es un tiempo en donde no podemos estar entre dos pensamientos. El
Espíritu de Dios me habló acerca del hombre que es de doble ánimo. El apóstol
Santiago lo comparó a las olas del mar, oscilantes, que van y vienen a los anto-
jos del viento, de los caprichos de la brisa que las mueve de aquí para allá, y de
allá para acá (Santiago 1:8; 4:8). Elías dijo al pueblo de Israel: “¿Hasta cuándo
claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?” (1 Reyes 18:21). El que anda entre
dos pensamientos nunca se define, y siempre anda titubeando, cojeando con la
muleta de la fluctuación, porque no sabe hacia dónde va. Pero hay un pueblo
que anda seguro, que sabe hacia donde va. Santiago dijo: “El hombre de doble
ánimo es inconstante en todos sus caminos” (Santiago 1:8). La palabra “ánimo”
en griego se traduce (aparte de pensamiento, mente) como “alma” o “aliento
de vida”. Si aplicamos, estaría diciendo que anda en incertidumbre, dividido

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320 la honr a del ministerio

entre dos almas, entre dos alientos, entre dos pensamientos, entre dos intereses,
ya que no está en uno ni en el otro. De esta manera, ni siquiera con Dios se
consigue nada, sino que Él dice: “… por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente,
te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3:16). Por eso, en este tiempo, Él pide de
nosotros entereza, valor, pues nos quiere hacer columnas en su templo.
Yo ruego al Dios eterno, al Creador de los cielos y de la tierra, el Dios
de nuestro llamamiento, que Él pueda -usando el lenguaje que usa la iglesia-
visitarnos, pues sé que Su Presencia está siempre con nosotros. Mas, cuando
hablo acerca de que Él nos visite, lo que digo es recibir algo más allá de lo que
nos ha dado hasta ahora. Mi deseo es que Él nos arrope y nos dé un lavado
de mente, y nos alinee y nos meta en la órbita de su propósito, para que no
andemos entre dos pensamientos; para que no seamos movidos por ninguna
corriente de pensamientos que nos quiera llevar de aquí para allá y de allá para
acá, sino que estemos alertas y no sigamos en ignorancia.
Recibe estas palabras como un pensamiento de Dios. Cuando fluye la
unción del Espíritu, una cosa es lo que uno puede decir, y otra lo que Dios
quiere comunicar. Mas, el que tiene el Espíritu Santo sabe cuándo Dios
habla, y cuándo Él está conduciendo nuestros pensamientos. El Señor quie-
re sacudir nuestras conciencias y no podemos ser indiferentes, hay pérdida
por doquier. Estamos en un mundo totalmente hostil, pero nuestros padres,
los que nos dejaron la fe, vivieron las mismas circunstancias que nosotros,
o parecidas, y ellos vencieron, porque guardaron el testimonio de la fe con
limpia conciencia. Por tanto, Dios espera de nosotros que le pasemos a la
próxima generación la antorcha, y que podamos decir a nuestros hijos ama-
dos en el ministerio, así como también a nuestros hijos naturales, como
dijo Pablo a Timoteo, cuando tenía la cita con la muerte: “Te encarezco
delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos
en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo
y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina”
(2 Timoteo 4:1-2).
El apóstol habló de esta manera, porque sabía que vendrían tiempos en
que ya los hombres no resistirían la sana doctrina, sino que buscarían a quie-
nes les hablen lo que ellos quieren oír; entonces se amontonarían maestros
conforme a esos pensamientos que los apartarán de la verdad, y no la escu-
charán, se reirán, se burlarán de ella, y preferirán las fábulas (2 Timoteo
4:3,4). Por eso Pablo fue enfático con Timoteo cuando le dijo: “Mas tú, oh
hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor,
la paciencia, la mansedumbre. […] tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones,

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el llamamiento es conforme 321
a su procedencia

haz obra de evangelista, cumple tu ministerio. Porque yo ya estoy para ser sacri-
ficado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he
acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona
de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino
también a todos los que aman su venida” (1 Timoteo 6:11; 2 Timoteo 4:5-8).
En otras palabras: «Pero tú, hombre de Dios, guarda el mandamiento sin
mácula que te fue dado, retén lo que tienes. Yo ya tengo mi cita con la muer-
te, ya terminé mi carrera, y en ella te preparé a ti. Ahora yo desaparezco del
escenario de Dios, pero mi manto cae sobre ti, Timoteo, hazlo bien, corre
bien, como yo corrí. ¡ Guárdate, mantente puro!». Esos fueron los términos
con los que Pablo se dirigió a Timoteo.
Si analizáramos la voz profética y apos-
tólica de esos días, veremos que ella des-
cribe lo mismo que está pasando en este
tiempo: “Porque habrá hombres amadores “Todos hemos
de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, de dar cuenta
blasfemos, desobedientes a los padres, ingra- de nuestra
tos, impíos, sin afecto natural, implacables, mayordomía, y
calumniadores, intemperantes, crueles, abo-
en ese momento,
rrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos,
infatuados, amadores de los deleites más que no será
de Dios, que tendrán apariencia de piedad, recompensada la
pero negarán la eficacia de ella; a éstos evi- indiferencia ni
ta” (2 Timoteo 3:2-5). Hoy más que nunca la apatía”
el énfasis no es Dios, pues el hombre se ha
olvidado que son criaturas y que se deben
a su Creador. Lo segundo es la avaricia, el
amor al dinero. Todo se hace por interés, por una búsqueda constante de
ganancias: «¿Cuánto es mi parte de esto? ¿En qué me beneficio? ¿Qué gano
yo?» Yo no tengo que detallarte lo que es el mundo y su corriente, porque tú
estás en el mundo y lo conoces también como yo. Por tanto, no podemos ser
como el avestruz que mete la cabeza en la arena, como que no está pasando
nada, pues somos responsables delante de Dios.
Hay algo que hemos olvidado, pero vive Jehová, en la presencia de quien
estoy, que así como creemos que Dios habló a través del apóstol Pablo, esta
palabra se hace presente en el día de hoy: “… todos compareceremos ante el
tribunal de Cristo” (Romanos 14:10); todos hemos de dar cuenta de nuestra
mayordomía, y en ese momento, no será recompensada la indiferencia ni la

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apatía. No será bien vista la indolencia frente a la pérdida que hay para nues-
tros hijos, y para aquellos que han de venir después de nosotros.
Dios espera que nos levantemos, con una postura firme, determinada,
y si no tenemos esa postura, doblemos nuestras rodillas delante del Señor.
La Palabra advierte y nos manda a que nos apartemos de los hombres que
usan la piedad como fuente de ganancia, pues se usa la fe y se trafica con la
Palabra. Hoy se necesita más que nunca los látigos que Jesús tomó para sacar
a los cambistas del templo (Juan 2:14,15), pero eso requiere de hombres de
Dios, comprometidos con la verdad y que la amen más que a una posición,
y la pongan sobre cualquier interés personal. Eso demanda hombres que no
les importe ser impopulares, porque amen más a Dios que al mundo y sus
engaños, porque el tiempo así lo requiere.
Ester podía rechazar el involucrarse con el problema judío, porque no
sabía hasta qué punto esto le haría perder su posición en la corte. Bien
pudo decir: «Yo llegué a ser reina, hay un decreto contra el pueblo judío,
pero a mí nadie puede tocarme, ya soy reina y no me conviene meterme en
ese lío, so pena perder mi sitio de honor delante del rey». Pero Mardoqueo
fue usado por el Espíritu Santo y la sacudió despertándola a la realidad de
que ella también era judía y no será excluida de la matanza, aunque fuese
esposa del rey, porque el decreto era en contra de todos los judíos y ella
era una de ellos. El decreto no sería abrogado, así que también se iría Ester
y su corona, y le iría peor que a Vasti, pues perdería la vida (Ester 1:19).
Eso podía pasarle a la iglesia, si no se levanta en esta hora, porque ella es
el instrumento de Dios. La iglesia ha sido edificada por Dios. Y Él nos ha
llamado por gracia, pero para un propósito, porque la gracia siempre tiene
un fin, un objetivo. Dios espera de ti, y de mí, que no durmamos, sino que
velemos y seamos sobrios, entendidos de cuál sea Su voluntad (1 Tesaloni-
censes 5:6; Efesios 5:17).
Perdóname, si consideras duro el tono de mis palabras, pero quiero ser un
buen comunicador del corazón de Dios para su iglesia. Ojalá pudiera subirme
a un monte alto y fuese amplificada mi voz, y estas palabras pudieran ser
oídas por todos los siervos de Dios en la tierra. ¡Qué se oiga la voz de Dios,
porque se escucha la voz profética!, y que se oiga la voz de Jesús sentado en el
trono de Dios, intercediendo delante del Padre, porque la iglesia está orando
conforme a su voluntad. Hay comunicación entre el Hijo con el Padre y el
Espíritu Santo; el Hijo hablando al Padre, el Padre hablando al Espíritu, y el
Espíritu hablando a la iglesia. La trinidad está hablando en estos días y nos
muestra que hay mucho que hacer, por la gran destrucción que hay en nuestro

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el llamamiento es conforme 323
a su procedencia

alrededor, y también nos muestra un camino por la Palabra, el cual empece-


mos a verlo a través de esta narración:

“De ocho años era Josías cuando comenzó a reinar, y treinta y un


años reinó en Jerusalén. 2 Éste hizo lo recto ante los ojos de Jehová,
y anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la
derecha ni a la izquierda. 3 A los ocho años de su reinado, siendo
aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre; y a
los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los luga-
res altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas. 4 Y
derribaron delante de él los altares de los baales, e hizo pedazos las
imágenes del sol, que estaban puestas encima; despedazó también
las imágenes de Asera, las esculturas y estatuas fundidas, y las des-
menuzó, y esparció el polvo sobre los sepulcros de los que les habían
ofrecido sacrificios. 5 Quemó además los huesos de los sacerdotes
sobre sus altares, y limpió a Judá y a Jerusalén. 6 Lo mismo hizo
en las ciudades de Manasés, Efraín, Simeón y hasta Neftalí, y
en los lugares asolados alrededor. 7 Y cuando hubo derribado los
altares y las imágenes de Asera, y quebrado y desmenuzado las
esculturas, y destruido todos los ídolos por toda la tierra de Israel,
volvió a Jerusalén. 8 A los dieciocho años de su reinado, después de
haber limpiado la tierra y la casa, envió a Safán hijo de Azalía, a
Maasías gobernador de la ciudad, y a Joa hijo de Joacaz, canciller,
para que reparasen la casa de Jehová su Dios”
(2 Crónicas 34:1-8).

Quiere decir que después que Josías derribó y destruyó todo lo de afuera,
entró al templo y dio un decreto, al mayordomo, a los líderes y a los cancilleres,
para que reparasen la casa de Jehová, y ellos empezaron la obra de restauración
del templo (2 Crónicas 34:9-13). Luego, ocurrió algo que nosotros hemos leído
muchas veces, pero desde hace un tiempo el Espíritu de Dios me inquietó, y es
sobre la reacción que tuvieron aquellos, ante ese acontecimiento, veamos:

“Y al sacar el dinero que había sido traído a la casa de Jehová, el


sacerdote Hilcías halló el libro de la ley de Jehová dada por medio
de Moisés. 15 Y dando cuenta Hilcías, dijo al escriba Safán: Yo he
hallado el libro de la ley en la casa de Jehová. Y dio Hilcías el libro
a Safán. 16 Y Safán lo llevó al rey, y le contó el asunto, diciendo:

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324 la honr a del ministerio

Tus siervos han cumplido todo lo que les fue encomendado. 17 Han
reunido el dinero que se halló en la casa de Jehová, y lo han entre-
gado en mano de los encargados, y en mano de los que hacen la
obra. 18 Además de esto, declaró el escriba Safán al rey, diciendo:
El sacerdote Hilcías me dio un libro. Y leyó Safán en él delante del
rey. 19 Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos;
20
y mandó a Hilcías y a Ahicam hijo de Safán, y a Abdón hijo de
Micaía, y a Safán escriba, y a Asaías siervo del rey, diciendo: 21
Andad, consultad a Jehová por mí y por el remanente de Israel y
de Judá acerca de las palabras del libro que se ha hallado; porque
grande es la ira de Jehová que ha caído sobre nosotros, por cuanto
nuestros padres no guardaron la palabra de Jehová, para hacer
conforme a todo lo que está escrito en este libro”
(2 Crónicas 34:14-21).

¿Qué es esto? ¿Es que acaso no se leían las Escrituras en el templo? Entonces,
¿por qué tanta sorpresa? ¿cuál es la razón para tan grande alboroto y moviliza-
ción? ¿Qué fue lo que produjo en el rey esa reacción de contrición y humillación
cuando le leyeron el rollo? Josías era un joven de tan solo dieciocho años de edad,
para preocuparse por el templo y por el sacerdocio. Eso significa que debía tener
algún tutor o maestro, alguien que le estaba guiando y que conocía la Palabra
de Dios. De otra manera, jamás él hubiera actuado así. Por tanto, vuelvo y pre-
gunto ¿qué significa este hallazgo, y por qué aparece así de momento?
Quizás no entiendes mi desconcierto por el encuentro de estos rollos y
la reacción que produjo en ellos, la cual no veo normal. Imagínate que en
las excavaciones de la Catedral de San Juan el Divino, en Nueva York (la
catedral más grande del mundo, cuya primera piedra fue puesta en 1892
y todavía sigue en construcción), alguien encuentre una Biblia. ¿Piensas tú
que esto, hoy en día, causaría en la ciudad, sorpresa, temor, y motivaría al
arrepentimiento o a la contrición? No creo, porque en la actualidad casi todo
el mundo tiene una Biblia en su casa, incluso en diferentes versiones, idiomas
y dialectos. Por tanto, el encuentro de estos rollos me deja ver que en este
hecho había algo más.
Me explico, sabemos que Deuteronomio es una repetición de la ley, pero
a partir de su capítulo 31, hasta terminar, se reproduce el cántico de Moisés
que es una palabra profética sobre Israel. Si estudiamos este cántico veremos
que Moisés fue inspirado doblemente, pues es imposible no maravillarse con
la claridad y exactitud con que describió el futuro de Israel, su expulsión a las

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el llamamiento es conforme 325
a su procedencia

naciones y su regreso. También, Moisés describió cómo iban a ser los sitios de
la ciudad de Jerusalén, y de cómo las madres se comerían a los hijos, algo que
pasó en los sitios a Jerusalén, por parte de Babilonia y Roma respectivamente.
Así, en medio de esa inspiración poética, preciosa, donde también bendice a
las tribus, habla igualmente de la rebelión de Israel. Observa, entonces, lo que
dijo Moisés:

“Ahora pues, escribíos este cántico, y enséñalo a los hijos de Israel;


ponlo en boca de ellos, para que este cántico me sea por testigo
contra los hijos de Israel. Porque yo les introduciré en la tierra
que juré a sus padres, la cual fluye leche y miel; y comerán y se
saciarán, y engordarán; y se volverán a dioses ajenos y les servi-
rán, y me enojarán, e invalidarán mi pacto. Y cuando les vinie-
ren muchos males y angustias, entonces este cántico responderá
en su cara como testigo, pues será recordado por la boca de sus
descendientes; porque yo conozco lo que se proponen de antema-
no, antes que los introduzca en la tierra que juré darles. Y Moisés
escribió este cántico aquel día, y lo enseñó a los hijos de Israel”
(Deuteronomio 31: 19-22).

Dios le dijo a Moisés que le cantase a Israel el cántico, pero que también
se los escribiera y se los enseñara, pues este cántico vendría a ser como un
testigo de las cosas que iban a suceder. También dio orden a Josué hijo de
Nun diciéndole: “Esfuérzate y anímate, pues tú introducirás a los hijos de Israel
en la tierra que les juré, y yo estaré contigo” (Deuteronomio 31:23). Josué repre-
sentaba la segunda generación, aquellos que entrarían con la lanza a sustituir
la vara de la autoridad, la vara de apacentar. Jehová les cambió el arma, para
Moisés era una vara, pero a Josué le dio una lanza porque iba a conquistar.
El relato bíblico dice también que Moisés dio órdenes a los levitas que lleva-
ban el arca del pacto de Jehová, diciéndoles: “Tomad este libro de la ley, y ponedlo
al lado del arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y esté allí por testigo contra ti.
Porque yo conozco tu rebelión, y tu dura cerviz; he aquí que aun viviendo yo con
vosotros hoy, sois rebeldes a Jehová; ¿cuánto más después que yo haya muerto? Con-
gregad a mí todos los ancianos de vuestras tribus, y a vuestros oficiales, y hablaré en
sus oídos estas palabras, y llamaré por testigos contra ellos a los cielos y a la tierra.
Porque yo sé que después de mi muerte, ciertamente os corromperéis y os apartaréis
del camino que os he mandado; y que os ha de venir mal en los postreros días, por
haber hecho mal ante los ojos de Jehová, enojándole con la obra de vuestras manos”

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326 la honr a del ministerio

(Deuteronomio 31: 24 –29). Luego les cantó el cántico (v. 30). Una copia de
este libro fue el que apareció en los días de Josías.
Así como Moisés, el caudillo, entregó a Josué su ministerio, lo mismo
hizo Pablo con Timoteo, al cual, solemnemente, lo llevó al tribunal de Dios,
como vimos anteriormente. Todos los hombres de Dios, cuando despidie-
ron su ministerio, hicieron lo mismo. Samuel, por ejemplo, llamó a todos
los ancianos de Israel y dijo: “He aquí, yo he oído vuestra voz en todo cuanto
me habéis dicho, y os he puesto rey. Ahora, pues, he aquí vuestro rey va delante
de vosotros. Yo soy ya viejo y lleno de canas; pero mis hijos están con vosotros, y
yo he andado delante de vosotros desde mi juventud hasta este día. Aquí estoy;
atestiguad contra mí delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el
buey de alguno, si he tomado el asno de alguno, si he calumniado a alguien, si
he agraviado a alguno, o si de alguien he tomado cohecho para cegar mis ojos
con él; y os lo restituiré” (1 Samuel 12:1-3). Luego los confrontó poniendo a
Dios de testigo y a su ungido (Saúl) de cómo se condujo delante de ellos (v.
5), y finalmente les hizo un recuento desde que Moisés y Aarón los sacaron
de Egipto hasta ese día, advirtiéndoles y rogándoles que no se aparten de
Jehová su Dios (vv. 6-25). Igualmente, cuando Pablo iba para Jerusalén y
que el Espíritu Santo le advertía por todas partes de grandes tribulaciones y
no sabía si viviría o moriría, al despedirse de los ancianos en Mileto, les dijo
palabras muy similares a estas (Hechos 20:24-35) ¿Qué hizo nuestro Señor
Jesús en su despedida? La Palabra dice que oró, no solamente por los doce,
sino por los que iban a recibir el patrimonio de la verdad, para que fuese
conservada la fe, para que fuese conservado el bendito evangelio (Juan 17:4-
26). Las mismas palabras, el mismo Espíritu, la misma motivación de que no
se pierda nada, y que la siguiente generación conserve el depósito del santo
propósito. Por eso, Jehová mandó a Moisés a escribir el libro y que le añadie-
ra aquel cántico, y lo colocara en el arca del Testimonio y permaneciese allí
como testigo (Deuteronomio 31:26).
Sabemos que el arca tipificaba la presencia de Dios, y nos habla de tres
cosas: de la presencia, de la gloria y del pacto. Y en su interior estaba el tes-
timonio de lo que Dios había sido para Israel: 1. la vara de Aarón (el minis-
terio); 2. el libro de la ley (la Palabra de Dios); y 3. El maná (el testimonio),
el pan del cielo que sustentó a Israel por cuarenta años, en el desierto. Sin
embargo, el libro no estaba allí como una amenaza, aunque Dios había dicho
que se colocara allí como un testigo contra el pueblo, porque anunciaba, antes
que aconteciese, que Israel se iba a rebelar. El libro representaba la conmemo-
ración del pacto de Jehová con su pueblo. El cántico profético anuncia lo que

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328 la honr a del ministerio

El libro se pierde cuando el pueblo se pierde, pero también el pueblo


se pierde cuando desaparece el libro. La consternación que causó en aquel
tiempo el hallazgo del libro mostró cuán lejos estaba el pueblo de Dios. El
que pierde el libro pierde a Dios, porque el libro habla de Dios y te acerca
a Dios. Te aclaro que el asunto no es tener la Biblia constantemente en la
mano, sino andar en la Palabra, y de acuerdo a la Palabra y con el corazón
de Dios. El libro se perdió, porque el pueblo se distanció de Dios, y no tuvo
más interés por el libro, y ya no se guiaba por él. Los reyes que sucedían uno
tras otro, con contadas excepciones, concentraron su reinado en otras cosas,
por tanto, ya el pueblo no se guiaba por el libro, se conducía por lo que el
rey decía, y el rey andaba aprendiendo de los pueblos extranjeros, aquellos
semejantes a los que Jehová había destruido y que también les había adver-
tido, que no se mezclasen. Entiendo entonces que se habían cansado del
libro, y querían algo más novedoso, posiblemente, por lo que comenzaron
a imitar todas las cosas que veían de los pueblos adyacentes. Por lo cual, al
apartarse del libro, este se desapareció en su olvido y relegación. Así que el
hecho mismo de que el libro se perdiera es una ilustración de lo perdido que
estaba el pueblo.
¡Gloria a Dios que cuando apareció el libro, apareció el pueblo!, porque
el pueblo aparece cuando aparece el libro. Cuando el libro estaba perdido, el
pueblo estaba perdido, y cuando el libro no se encontraba, tampoco se encon-
traba al pueblo; mas cuando apareció el libro, apareció el pueblo, y también la
Palabra de Dios. Ese libro representaba a Dios, a su Palabra, al legado divino,
al depósito santo, al pacto, a la instrucción, al todo de Dios para su pueblo.
Perdido el libro, Jehová desaparece del escenario como guía, y en consecuen-
cia, ya no hay esperanza para el pueblo, de justicia y de salvación. Lo vemos
en el tiempo de los jueces, donde cada uno hacía lo que quería (Jueces 21:25),
porque no había gobierno, no había brújula, ni manera de guiarse: el libro
estaba perdido.
Es curioso que el libro apareciese en las siguientes circunstancias. Josías
quería reparar la casa de Jehová, o sea el aspecto físico del templo. Y pienso
que no existe un pastor sobre la tierra que no quiera reparar la casa de Dios.
En mi caso, estamos preparándonos para hacer un edificio mayor, porque
no cabemos ya en el local que tenemos. Los niños tienen que adorar aparte,
los jóvenes también, y aún así estamos saturados, al punto que hemos tenido
que redoblar los servicios de adoración, entre otros ajustes. Asimismo ocurre
en otros lugares, cuando he hablado con los pastores, casi todos tienen un
proyecto de construcción o de reparación, para ampliar el lugar, porque la

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el llamamiento es conforme 329
a su procedencia

iglesia está creciendo, porque las necesidades constantemente se aumentan, y


eso es noble y justo delante de Dios. Considero que el lugar donde se adora a
Dios debe ser el mejor, el sitio más limpio y santificado. Es inconcebible que
el lugar donde se adora a Dios esté sucio y descuidado, pues ha sido un lugar
apartado para Él. Por tanto, en lo que dependa de nosotros debe ser el lugar
más hermoso, más limpio y digno, obra primorosa para el Rey.
Es laudable que Josías tratara de mejorar la parte externa del templo.
Sin embargo, aprendo que espiritualmente nos puede ocurrir que estemos
muy ocupados y excesivamente preocupados, por la parte externa de la igle-
sia (cómo se ve, cuánto está creciendo la grey), entre otros aspectos que son
naturalmente importantes en una congregación, y descuidemos el edificio
espiritual, ese que no se ve. Los pastores tenemos retos constantes, todavía
más cuando la iglesia está creciendo, y hay que proyectarse, pues no pode-
mos quedarnos rezagados, a los retos hay que hacerles frente, como Josías le
hizo frente a la ruina y destrucción del templo de Dios. Pero lo que llama mi
atención es que tratando de reparar lo externo, apareciera lo único que puede
arreglar lo interno: el libro. Por lo que entiendo que Dios estaba diciéndoles:
«No, no, no, hijitos, lo interno va primero; antes de arreglar este edificio, este
caparazón, yo quiero arreglar otro más importante y es el templo espiritual,
porque sin eso toda edificación es vana e ineficaz».
Cuando David estuvo preocupado por hacerle una casa a Jehová, Él le dijo:
«No, no, David, tú no me edificarás casa en que habite, el que te va hacer una casa
a ti soy yo. Y no una casa cualquiera, sino una que permanezca para siempre» (1
Crónicas 17:4,10). Esa casa era espiritual, donde también Dios moraría (v 12).
La casa que Dios le hizo a David representaba un parentesco con él, de manera
que un hijo de David sería hijo de Él, tal como le expresó: “Yo le seré por padre,
y él me será por hijo; y no quitaré de él mi misericordia, como la quité de aquel
que fue antes de ti; sino que lo confirmaré en mi casa y en mi reino eternamente, y
su trono será firme para siempre” (vv. 13-14). En otras palabras, Jehová le dijo a
David: «El hijo tuyo va a ser hijo mío también, tú pones su parte humana para
que sea llamado hijo de David; y yo pongo la parte divina y por eso será llama-
do Hijo de Dios (Lucas 1:35). Según la genealogía humana va a ser hijo tuyo,
pero según la genealogía celestial va a ser Hijo mío. Así que seremos parientes».
Y Dios cumplió su palabra en Jesús, siendo humano y divino. Esa es la casa
espiritual que Jehová le prometió a David, de la cual todos somos miembros y
hemos sido hechos hijos de Dios (Juan 1:12).
Mas, conociendo lo que somos, entiendo por qué Jehová le dijo a Josías:
«Está muy bien que tú estés reparando mi casa y poniendo atención a las cosas

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a su procedencia

diciendo que sea malo buscar dinero, recibir las ofrendas que el pueblo da
para las cosas del Señor, pero de mano de aquellos a quienes el Señor impulse
de corazón, y no como resultado de una persuasión humana.
Bendigo a Dios que, cuando apareció el libro, había un muchachito de
dieciocho años en el trono; un joven sin experiencia, pero con corazón. La
providencia del Padre llegó cuando hubo uno en el trono que tenía su cora-
zón; ese podía recibir el libro. Pero, ¿qué tal que hubiese sido a Manasés al que
le digan: «Mira apareció el libro?» (2 Reyes 20, 21). Estoy seguro que hubiese
respondido: «¡Qué me importa a mí el libro! Creo que fui muy claro cuando
les ordené que buscasen los tesoros del templo, no pergaminos y otras cosas»,
y sé que lo mismo hubiese respondido Acaz, el padre de Ezequías (2 Reyes
16). ¡Gloria a Dios que -aunque muchacho- tenía el corazón de Dios! La
Biblia dice que “Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo,
aunque es señor de todo” (Gálatas 4:1); también dice: “¡Ay de ti, tierra, cuando
tu rey es muchacho, y tus príncipes banquetean de mañana!” (Eclesiastés 10:16).
Pero sucede que aquí en la providencia del Señor, el príncipe era un mucha-
cho, pero que al tener el corazón de Dios superaba a muchos mayores en el
ministerio, en la administración y en la mayordomía.
Cuando el líder tiene el corazón de Dios, y lo que le importa es Dios
y entiende que el que lo constituyó fue Dios, y que lo que hace no es un
proyecto personal, se quita sus zapatos, porque reconoce que en el lugar que
está tierra santa es. Delante de la zarza, Moisés no andaba con el calzado de
estadista que usaba en Egipto, como futuro heredero del trono de Faraón.
El siervo de Dios andaba con sandalias, pues para eso lo preparó Jehová por
cuarenta años, para que pastoree a Su pueblo, y eso tenía que hacerlo con el
calzado adecuado. En el propósito santo, las normas las pone Dios, así que si
te quieres graduar, estar apto a los cuarenta años, acércate descalzo a la visión
y deja que Dios te calce con el apresto del evangelio.
Había un hombre en el trono, puesto por Dios, a los ocho años de edad
(anunciando un reinicio, un tiempo nuevo) y preparado en su providencia
por diez años (tiempo de prueba), para cuando apareciese el libro, hubiera un
corazón preparado para obedecer su voluntad (1 Reyes 13:2; 2 Reyes 22:1,3,
8-10). Mi ruego a Dios por la iglesia es que aparezca el libro. Y profetizo, en
el nombre del Señor, que en las iglesias también habrá hombres y mujeres de
Dios, como Josías y Ester, preparados para esta hora. Dios está haciendo apa-
recer el libro, para que su pueblo se vuelva a Él, pues todos nuestros tropiezos
se deben a que el libro se perdió.

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Algo que me gustó de la actitud de Josías, es lo que describe el cronista:


“Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos” (2 Crónicas
34:19). La impresión de Josías fue grande, al escuchar al escriba Safán leer
aquel libro. Me imagino la solemnidad del momento, la presencia que cayó
en medio de aquel silencio de manera que se podía palpar; aquella voz gra-
ve, colmada de temor y reverencia para un Dios, que aún sabiendo lo que
ellos harían y cómo lo dejarían, les revelaba lo que acontecería y cómo luego
también les perdonaría y restauraría. Era algo para caer postrado y rasgar
el corazón, clamando por perdón. Pienso que Josías mientras escuchaba,
iba meditando en sus caminos y hasta dónde había llegado la dureza de su
corazón, y sabiendo sobre la condición del pueblo, rasgó sus vestidos, quizás
pensando: «¿Quedará para nosotros misericordia, en el corazón de Jehová,
siendo que nuestros padres no guardaron su Palabra?». Era un momento de
decisión, pues antes no había quién atestiguara en contra de sus malas accio-
nes, pero cuando aparece el libro, ¿quién podrá mantenerse en pie delante
de tan gran testimonio?
En aquel tiempo se acostumbraba a rasgarse el vestido cuando alguien esta-
ba indignado, avergonzado, triste o enlutado. Por eso, bendigo a Dios por esta
reacción de aquel hombre, pues al rasgar sus vestiduras mostraba los primeros
signos de arrepentimiento delante de Dios. Esa debe ser nuestra actitud cuando
somos confrontados con la verdad, rasgar nuestro “vestido-orgullo”, nuestro
“vestido-indiferencia” a las cosas de Dios. No podemos quedarnos igual, cuan-
do leemos la voluntad de Dios para su pueblo, en el libro, y vemos cómo se está
guiando, de manera que tú tienes que decir: «Pero Dios mío, ¡qué claro está
el camino que nos trazaste, y mira por donde estamos nosotros andando, tan
distanciados de ti!». Con esto no me estoy refiriendo solamente a cuestiones
doctrinales ni dogmáticas, sino aquellas pequeñas cosas que corresponden a
nuestra mayordomía, como administradores de Dios. Todo cristiano está claro
en cuanto a quién es Dios, a la trinidad divina (Padre, Hijo y Espíritu Santo),
sobre que Cristo vino en carne, murió y resucitó, y que viene por nosotros. Has-
ta ahí todo está bien, pero ¡eso no es todo! Hay muchas cosas que Dios nos ha
manifestado a través de su Palabra, instrucciones, mandamientos que no esta-
mos obedeciendo fielmente y de acuerdo con Su corazón, pues hemos echado
a un lado a Su Espíritu Santo, el que fue enviado para llevarnos a toda verdad.
Cuando tú lees y entiendes, en Espíritu, cada palabra expresada en el
libro, tienes que decir: ¡Dios mío, cuán lejos estamos de ti! Algunos dicen:
«Hay que entender que estamos en el siglo veintiuno, la iglesia debe cam-
biar, no se puede ser tan fanáticos, tan radicales, tan místicos; hay muchas

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334 la honr a del ministerio

nueva generación, en cuanto al futuro, pero en Josías veo a alguien que está
pensando en el pasado, y considerando que sus padres no vivieron conforme
a lo estipulado por Dios, y no quería reincidir en el mismo error. En otras
palabras, ellos fallaron, pero que no nos pase a nosotros lo mismo.
Josías bien pudo decir: «Bueno, yo desde que he estado reinando he hecho
las cosas bien, y no me he desviado ni a derecha ni a izquierda. Si las cosas no
están andando como debieran, no es culpa mía, ahí está el sumo sacerdote,
Hilcías, responsable mayor de nuestra condición espiritual. También los pro-
fetas Jeremías y Sofonías [quienes fueron sus contemporáneos –Jeremías 1:2;
Sofonías 1:1] deben ser llamados a cuentas, no nosotros. Mi trabajo es dirigir
al pueblo, el de ellos es, en lugar nuestro, servirle a Jehová». Todo lo contrario,
él dijo, en otras palabras: «El rey aquí soy yo; Dios me puso a mí para dirigir
a Su pueblo, tengo que asumir responsabilidad. Vamos a consultar a Jehová,
porque de lo que de mí dependa, como instrumento de Dios, haré y buscaré
que se haga Su voluntad».
No obstante, me llama la atención que el rey no mandó a consultar a
los profetas, sino a una mujer profetiza: “Entonces Hilcías y los del rey fueron
a Hulda profetisa, mujer de Salum hijo de Ticva, hijo de Harhas, guarda de
las vestiduras, la cual moraba en Jerusalén en el segundo barrio, y le dijeron
las palabras antes dichas” (2 Crónicas 34:22). Es raro que fueran a ver a una
mujer, y no a Jeremías que era el profeta grande de aquellos días, ni tampoco
a Sofonías. Ellos acudieron a una mujer, y una mujer del segundo barrio, la
cual ni siquiera era profeta menor, sino simplemente una profetisa. No sé
como lo consideres tú, pero te pregunto, si tuvieras un grave problema, ¿irías a
consultarle a una hermanita que a veces profetisa, teniendo acceso a un reco-
nocido profeta? Mas, el Espíritu Santo mostró quién tenía la palabra, porque
Jehová elige al que quiere, cuando quiere, a la hora que quiere, para hacer lo
que quiere. Lo importante es saber quién es el instrumento para esa hora. Por
lo cual, la palabra estaba depositada en esa mujer llamada Hulda del segundo
barrio, cuyo padre era guarda de las vestiduras. ¡Qué lindo cuando hay visión
y sabemos dónde está la palabra de Jehová!
A este punto, vemos la mano de Dios obrando a favor de Su pueblo, pues:
1. Aparece el libro (2 Crónicas 34:15); 2. Hay corazón humillado y entendido
para buscar a Dios (v. 19-21); 3. Iluminación del sacerdocio para buscar el ins-
trumento con quien se ha de consultar a Jehová respecto al libro (v. 22); y 4.
Está quién tiene palabra de Jehová (v. 23). Pienso que nosotros no hubiésemos
actuado así en su lugar. ¿Sabes por qué sufrieron tanto los que iban en el barco
con Pablo hacía Roma (Hechos 27:18-44)? Porque consultaron a los que ellos
creían que “sabían” del mar, a los expertos, al piloto y al patrón de la nave,

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el llamamiento es conforme 335
a su procedencia

pues por su experiencia de tantos años en navegación, sabrían qué hacer en


el caso de confrontar problemas con la nave en alta mar (Hechos 27:11). Pero
Pablo, aunque no sabía ninguna técnica de navegación marítima, les advir-
tió por el Espíritu de Dios que no debían moverse del puerto, pues enton-
ces habría mucha pérdida, no tan solo de cargamento, sino incluso de vidas.
¿Cómo estos hombres le harían caso a uno que no tenía ninguna destreza en
conducir una embarcación y que inclusive llevaban preso, frente al veterano
piloto? Pues, así la iglesia también busca a los expertos, a los que saben, a los
que estudiaron, pero que no necesariamente son los instrumentos de Dios en
este tiempo.
Cuando Jehová habló y manifestó su voluntad, lo hizo de muchas mane-
ras, usando los instrumentos que eran –digamos- “convencionales” de “repu-
tación” delante del pueblo, empezando por Moisés y los que le prosiguieron.
Pero ahora usaría a alguien de “segunda” (por lo del segundo barrio) para
humillar la soberbia y la altivez de corazón, y acabar con todas las concepcio-
nes y prejuicios humanos y mostrar que Él es Dios. Así como le plació a Dios
enloquecer la sabiduría del mundo, y callar la boca al disputador de este siglo,
con la locura de la predicación, por medio de gente vil y menospreciada, y no
con los que se consideran sabios y entendidos (1 Corintios 1:20-21). Veamos
ahora qué les dijo a ellos Hulda:

“Jehová Dios de Israel ha dicho así: Decid al varón que os ha


enviado a mí, que así ha dicho Jehová: 24 He aquí yo traigo mal
sobre este lugar, y sobre los moradores de él, todas las maldiciones
que están escritas en el libro que leyeron delante del rey de Judá;
25
por cuanto me han dejado, y han ofrecido sacrificios a dioses
ajenos, provocándome a ira con todas las obras de sus manos;
por tanto, se derramará mi ira sobre este lugar, y no se apagará.
26 
Mas al rey de Judá, que os ha enviado a consultar a Jehová, así
le diréis: Jehová el Dios de Israel ha dicho así: Por cuanto oíste
las palabras del libro, 27 y tu corazón se conmovió, y te humillaste
delante de Dios al oír sus palabras sobre este lugar y sobre sus
moradores, y te humillaste delante de mí, y rasgaste tus vestidos y
lloraste en mi presencia, yo también te he oído, dice Jehová”
(2 Crónicas 34:23-27).

¿A quién oye Dios? Al que siente como él, al que le interesa lo de él, al
que le importa su corazón. En otras palabras: «Te preocupa lo mío, pues a

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336 la honr a del ministerio

mí me preocupa lo tuyo; me oyes, te oigo; te humillas, yo te levanto». Esa


es la correcta actitud frente a la amonestación y Palabra de Dios. Cuando
somos confrontados con la verdad, porque apareció el libro, asumamos pri-
meramente responsabilidad; segundo, humillemos nuestro corazón; y tercero,
consultemos a Jehová. En la narración de 2 Reyes, refiriéndose a este hecho,
el escritor usa la palabra ternura, cuando dice: “y tu corazón se enterneció, y
te humillaste delante de Jehová” (2 Reyes 22:19), una expresión todavía más
profunda, la cual nos revela a un corazón que se suavizó, que se debilitó, que
se afinó a las palabras que Dios había hablado sobre ese lugar. ¡Ay mi herma-
no! Necesitamos el corazón de Dios para conmovernos y para enternecernos
frente a lo que es de Dios.
Después de esto, vemos como Josías recibe la instrucción y comienza a
tomar medidas (2 Crónicas 34: 28). ¿Qué hizo el rey? Reunió a los príncipes,
a los que estaban en autoridad, a los ancianos, a los sacerdotes, a los levitas y
a todo el pueblo, desde el mayor hasta el
más pequeño, no se quedó uno que no con-
vocara para escuchar la lectura del libro,
“Solo hay una acerca de lo que Jehová había dicho y haría
manera de (v. 29-30). Y no conforme con eso, él hizo
regresar al pacto y obligó a todo el pueblo a actuar
camino, y es conforme al mismo (vv. 31-32). Luego, lim-
pió y destruyó todas las abominaciones de
yendo al lugar
su tierra e hizo que todos le sirvieran a Dios
donde lo de acuerdo a como Él lo había establecido
perdimos” en el libro. Pero además, cuidaba que no se
apartaran del libro, porque era lo que los
preservaría, y los mantendrían en pacto con
el Dios de Israel (v. 33). Josías no se quedó con los brazos cruzados, en un
idealismo, llorando y frustrado, sino que dijo: «El libro apareció para que
andemos conforme a lo escrito; así que vamos a arreglar todo de acuerdo a la
Palabra de Dios. Es bueno confesar, y reconocer, pero también actuar».
Es notable que tanto en 2 de Reyes como en 2 Crónicas, en la narración
de este incidente del hallazgo del libro, diga que Josías comenzó a hacerlo
todo en conformidad a lo que decía el libro. Tanto es el énfasis, que el Señor
me dio un mensaje, el cual titulamos: “Como, Según y Conforme”, basando
la enseñanza en la repetición de estas tres palabras que, en forma de estribillo,
se repiten en estos capítulos. Josías todo lo que realizó en su reforma, lo hizo
“conforme al libro”, “según el libro” y “como estaba escrito en el libro”. Solo

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el llamamiento es conforme 337
a su procedencia

hay una manera de regresar al camino, y es yendo al lugar donde lo perdi-


mos. ¿Acaso no es lo que hacemos cuando nos perdemos en una ruta, o nos
pasamos de la salida en la autopista? Regresamos al punto de partida. Pues,
eso es lo que logra el libro, volvernos al camino, porque tiene la instrucción
de Dios. Tomemos esta aplicación y veámosla a la luz del Nuevo Testamento,
en un pasaje muy conocido de nosotros:

“Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el


cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; 2 por el cual
asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si
no creísteis en vano. 3 Porque primeramente os he enseñado lo
que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, con-
forme a las Escrituras; 4 y que fue sepultado, y que resucitó al tercer
día, conforme a las Escrituras; 5 y que apareció a Cefas, y después
a los doce. 6 Después apareció a más de quinientos hermanos a la
vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. 7 Después
apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; 8 y al último de
todos, como a un abortivo, me apareció a mí”
(1 Corintios 15: 1 – 8).

En otras palabras, Pablo dice: «Yo les comuniqué lo que recibí», y veinte
siglos después el mensaje sigue siendo el mismo, no tiene nada de novedoso,
pero sigue igual de efectivo: Jesucristo es la salvación. El problema de nosotros
es que se nos hace difícil repetir lo mismo, nos cansamos de las cosas y que-
remos algo nuevo. Pero lo que hace nueva todas las cosas es la revelación de
Dios. Personalmente, me ministra que un hombre como el apóstol Pablo diga
que él les enseñó lo que a él le enseñaron, y no fue precisamente un camino
de rosas, sino a Cristo, y a éste crucificado. Eso no era nada llamativo, ni
siquiera usó palabras persuasivas, pero una cosa sí tenía, la cual se manifestó:
la unción y el poder del llamamiento divino (1 Corintios 2:4). Eso debe mani-
festarse en todas nuestras predicaciones o temas. Hablando de la santa cena,
el apóstol también dijo: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he
enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo
dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros
es partido; haced esto en memoria de mí; Asimismo tomó también la copa, después
de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto
todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que
comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que

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338 la honr a del ministerio

él venga” (1 Corintios 11:23-26). Es decir, lo que le dio el Señor, eso es lo que


da a los demás. Ni más ni menos.
¡Qué tal, un hombre que llegó al tercer cielo y que escuchó cosas inefa-
bles y gloriosas, limitándose a lo que le fue indicado! ¡Mi hermano, eso es
humildad y sometimiento! Pablo fue fiel en retener y pasar lo que recibió del
Señor Jesús. Esa obligación la tenemos todos los ministros de Dios, de todos
los siglos. De hecho, ahora constantemente recibimos revelaciones, pero las
mismas deben estar sometidas al Espíritu y a lo que Dios ya ha dicho en el
libro. Yo creo en las revelaciones y tengo por cierto que Dios también me las
da, pero yo no voy a sacrificar el fundamento que Dios ha puesto, para inno-
var e impresionar a la gente con algo nuevo. Mi trabajo no es quitar la gloria
a Dios ni brillar como Herodes para que la gente diga: “¡Voz de Dios, y no de
hombre!” (Hechos 12:22). Mi propósito es ser fiel a lo que se me encomendó
y llevar a la gente a Dios, conforme a lo que está en el libro. Un verdadero
profeta no es tanto el que anuncia el futuro y se cumple, sino el que lleva al
pueblo al corazón de Dios. Moisés le dijo a Israel:

“Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sue-


ños, y te anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal o
prodigio que él te anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses aje-
nos, que no conociste, y sirvámosles; no darás oído a las palabras
de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vues-
tro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro
Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma. En pos
de Jehová vuestro Dios andaréis; a él temeréis, guardaréis sus
mandamientos y escucharéis su voz, a él serviréis, y a él seguiréis.
(…) Congregad a mí todos los ancianos de vuestras tribus, y a
vuestros oficiales, y hablaré en sus oídos estas palabras, y llamaré
por testigos contra ellos a los cielos y a la tierra. Porque yo sé que
después de mi muerte, ciertamente os corromperéis y os apartaréis
del camino que os he mandado; y que os ha de venir mal en los
postreros días, por haber hecho mal ante los ojos de Jehová, eno-
jándole con la obra de vuestras manos”
(Deuteronomio 13:1-4;31:29).

¿Por qué el siervo de Dios les aconsejó que a esos profetas no les oyeran?
Porque los llevarían a los ídolos y no a Dios. No importa que el mensaje tenga
unción y mucha revelación, el asunto es si su predicación me conduce a más

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inspiración y a más y más temor de Dios. Yo veo el ejemplo de Pablo, el hom-


bre de más revelación de la iglesia primitiva, que incluso fue llevado al tercer
cielo, instruyendo a la iglesia a celebrar la santa cena levantando los emblemas
del principio. Esto es extraño porque la tendencia humana es que cuando una
persona ha crecido mucho, el crecimiento se le sube a la cabeza y su corazón
se llena de orgullo y altivez. Por eso, Dios le puso un aguijón en su carne (2
Corintios 12:7), para que se mantenga de acuerdo al libro.
¿Para qué ser tan originales? Volvamos al libro, incrustémonos en él. La
tendencia es ser cristiano, pero también ser parte de algo novedoso, diferen-
te, tomar partido en algo más. Sin embargo, lo esencial de un cristiano es
parecerse a Dios, porque apegado a Él siempre será nuevo e incomparable.
¡Eso es algo elemental que enseña la Palabra! ¿Por qué el Señor, cuando se
le apareció a Pablo camino a Damasco [de manera tan sobrenatural que
lo cegó] no le dio esa gran revelación en ese momento? El Señor le dijo:
“Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hechos 9:6).
Y el apóstol, ahora ciego, se fue allá y oró y ayunó hasta el tercer día –no
antes- que el Señor le mostró en visión a Ananías, por medio a la imposi-
ción de sus manos recibiría la vista (v. 12). Y cuando el Señor se le apareció
en visión a su discípulo Ananías, y él le obedeció y oró por Saulo para que
recobrara la vista y sea lleno del Espíritu Santo (v. 17), dice la Palabra que
de sus ojos cayeron como escamas y recibió la vista (18). Las escamas repre-
sentaban todo lo que era el judaísmo en la vida de este hombre, perseguidor
de la iglesia. Pablo pudo decir: «¡Ah, Dios se me ha aparecido, y me ha dado
algo sobrenatural! Tengo que empezar a testificar en todo Jerusalén y en
las naciones lo que he recibido». Pero Pablo ahora era miembro del cuerpo
del Señor, y pertenecía a su iglesia, por tanto, había ministros en Damasco,
autoridades espirituales de ese organismo vivo que tenían el mismo depósito
y él debía coordinarse con ellos.
Entendamos el corazón de Dios y cómo se revela en su Palabra. Nota que
el Señor usa a uno de sus discípulos -ni quiera uno de los doce- para que vaya a
instruir a Pablo y a unirlo con la iglesia del lugar (Hechos 9:19). Y el apóstol, a
pesar de su juventud, asimiló de inmediato como se actúa en el reino de Dios.
Por eso, cuando él testifica que subió al tercer cielo y fue llevado al paraíso, don-
de escuchó cosas inefables y gloriosas que no puede el hombre expresar, acudió a
los apóstoles y les expuso en privado lo que recibió, y ellos, reconociendo la gra-
cia que le había dado Dios, le dieron la diestra de compañerismo (2 Corintios
12:2,4; Gálatas 2:2, 9). ¿Hubieras hecho tú lo mismo, después de una experien-
cia tan gloriosa? Alguien que no tenga su estatura, en su lugar hubiese dicho:

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«A qué voy yo a consultarle esto a Pedro, un pescador ignorante que ni siquiera


cerca ha estado de Gamaliel, ni mucho menos a Santiago o a Juan, hombres sin
estudio, remendones de redes a los cuales no les cabrá en sus cabezas que un
hombre haya llegado al tercer cielo». Pero no, Pablo dijo: «Ellos son los ancianos,
considerados columnas de la iglesia, a los que se les encomendó la palabra, iré
allá a exponerles la visión que Dios me ha confiado».
Nota cómo al final de cada uno de sus viajes alrededor del mundo, Pablo
pasaba por Jerusalén y daba cuenta a los apóstoles, igualmente a su congre-
gación local, Antioquía, pues esta fue la iglesia que lo apartó y lo envió a las
naciones (Hechos 13:2, 3), porque Pablo entendía lo que era mayordomía,
lo que era estar bajo autoridad. Él entendía que no era cuestión de «yo soy el
apóstol, a mí es que todos debieran darme cuenta», sino que en el cuerpo de
Cristo todos estamos sujetos los unos a los otros. Así que Pablo daba cuenta
a las iglesias, porque él seguía la instrucción de apegarse al cuerpo, adherirse
a la palabra, consolidarse donde está el depósito, unirse a sus hermanos, a
los que tienen su misma creencia, su mismo espíritu, aquellos que como él,
hablan la misma cosa, porque eso preserva y mantiene en el Camino.
A mí me ministra profusamente lo que le dijeron los hermanos de la igle-
sia de Jerusalén a Pablo, pues a parte de reconocer la gracia que Dios le había
dado, y darle la diestra en señal de compañerismo, para que fuese a los gentiles,
y ellos a la circuncisión, el apóstol dice que le dijeron: “Solamente nos pidieron
que nos acordásemos de los pobres; lo cual también procuré con diligencia hacer”
(Gálatas 2:9). En otras palabras: «Pablo, eso que nos has compartido viene del
cielo y es exactamente lo que Dios nos ha revelado, solamente que has tenido
la gracia de recibirla de manera más poderosa y profunda. Él te llevó a sus
alturas, hasta el tercer cielo, pero a nosotros antes de irse nos dijo que cuidá-
ramos de los pobres, así que administra bien tus revelaciones, pero acuérdate
de los necesitados de la tierra. Cuida de ellos, no te olvides». Respecto a este
consejo, Pablo dijo: “ lo cual también procuré con diligencia hacer” (Gálatas
2:10), así que estuvo atento para recoger ofrendas para los santos necesitados
de muchos lugares. ¿Por qué hacía eso? Porque aunque experimentó el grado
más elevado de la vida en el Espíritu, no podía olvidarse del sentido práctico.
El propósito es llevarnos al cielo, pero no debemos desconocer que estamos
en la tierra. El Señor Jesús se compadecía de los pobres, de los enfermos; se
entristecía al ver la multitud, desamparada y dispersa, como ovejas sin pastor.
Cuando les seguían a Él no le pasaba desapercibido, luego de tres días, que no
tenían qué comer, y procuraba alimentarlos. Y, antes de irse, nos encomendó

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en el libro, incluso, a las viudas y a los huérfanos (Mateo 14:14; 9:36; Marcos
8:2; Mateo 25:35; Santiago 1:27).
La iglesia es un cuerpo, formado por miembros, por lo cual no existe igle-
sia independiente. Puede que haya muchas no afiliadas, en el sentido de orga-
nización, pero nunca autónomas, pues ¡somos un cuerpo! Si tú eres una célula
de ese cuerpo no puedes estar fuera del mismo, porque te mueres. Por eso, el
libro dice que somos miembros los unos de los otros (Efesios 4:25). No impor-
ta el nombre de tu iglesia o denominación, pues somos uno delante de Dios.
Aquí abajo hemos vivido fragmentados por veinte siglos, pero el Padre nos ve
a todos iguales. Así como cuando los hijos se pelean, y uno no quiere estar
cerca del otro, o que la esposa de éste no se lleva con la de aquél, y que si el tío
no quiere que su hijo se junte con el sobrino, porque es una mala influencia.
Pero el padre, como los ama, media por todos. Luego, el día de alguna fecha
especial, los reúne para fortalecer la unidad familiar. Lo mismo hace el Señor
con nosotros, cuando nos ve peleando por teologías, metidos en énfasis; o que
cuando uno llega el otro se va, o que si sabe que alguno está invitado a algún
lugar mejor no asiste, etc. Por eso, Él dejó este ruego en el libro:

“Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre,


para que sean uno, así como nosotros. (…) Mas no ruego sola-
mente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por
la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre,
en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para
que el mundo crea que tú me enviaste”
(Juan 17:11-20-21).

¡Ay mi hermano!, yo te aseguro que si estuviéramos unidos, el mundo


estuviera temblando. El último ruego de Jesús fue que estemos unidos, pero
¿estamos dispuestos a pagar el precio de la unidad? En el libro dice que este-
mos unidos a pesar de todo, y eso es señal de madurez, de entendimiento, de
perfección en Él. La madurez espiritual se prueba cuando yo renuncio a mi
criterio para unirme con el cuerpo.
Asimismo, observa lo que le dice Pablo a Tito: “Por esta causa te dejé en
Creta, para que corrigieses lo deficiente, y establecieses ancianos en cada ciudad,
así como yo te mandé; el que fuere irreprensible, marido de una sola mujer, y
tenga hijos creyentes que no estén acusados de disolución ni de rebeldía. (…) rete-
nedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda
exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Tito 1:5-6,9).

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¿De dónde aprendió Pablo a establecer ancianos en la iglesia? Él no estaba


haciendo nada novedoso ni inventando funciones, sino ejecutando algo que
el Señor había dejado instituido en el libro.
Ahora, hay algo que Pablo le advirtió a Timoteo que tiene mucho que ver
con las instrucciones que le dio a Tito, él le dijo: “No impongas con ligereza las
manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos. Consérvate puro” (1 Timoteo
5:22). Con la imposición de manos se consagra un ministro. Por eso, com-
prendo y comparto, personalmente, el temor de Pablo en cuanto a establecer
ancianos, pues son las columnas de la iglesia. Cuando usted le pone la mano
a un ministro, usted tiene la responsabilidad de percatarse bien de que él va a
cuidar la doctrina con celo, pues una de las seis encomiendas más importan-
tes que tiene un anciano es cuidar la doctri-
na, no adulterarla. Por tanto, hay una
intención de Dios, una encomienda apostó-
“El fin de la
lica de que lo que salió originalmente, lle-
enseñanza gue puro hasta el fin.
cristiana no es Debo decir que la encomienda de trans-
tan solo instruir mitir lo recibido no es fácil, pues para que
o enseñar se mantenga puro, apegado a lo original,
no podemos añadirle ni quitarle nada. Un
doctrina, sino juego de niños nos ilustra muy bien este
transmitir pensamiento. En una ocasión, hice el expe-
el temor y la rimento y formé una línea de veinte perso-
devoción a Dios nas y le dije algo al oído a la primera para
como Creador, que le diga el mensaje exactamente como
se lo di al que le sigue, y así sucesivamente
como Padre y una a la otra hasta que el mensaje llegara
como Señor” a la última persona. Y ¿qué crees que pasó
cuando el mensaje llegó al último de la fila?
Estaba totalmente distorsionado. Cuando
se le preguntó al hermano qué le dijeron, respondió: «Mañana llega la herma-
na Argentina» ¿¿queeé?? ¿Y qué le habían dicho al tercero antes que a él? «Hay
que buscar a Argentina », y a los dos más atrás: «Argentina se marchó», y al
cuarto después que el mensaje salió: «Argentina se fue con Luz» cuando el
mensaje original fue «Argentina está en el Sur». Ahora, ¿qué realmente ocu-
rrió? Algunos admitieron no haber escuchado bien, y solo dijeron lo que para
ellos tenía sentido; otros consideraron el mensaje incompleto y le añadieron,
y varios simplemente no entendieron, por eso elaboraron uno nuevo. Ahora,

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a su procedencia

aplica eso a la responsabilidad que tenemos con el Evangelio y medita cómo


ha sobrevivido y darás gloria a Dios por su bendito libro.
El evangelio ha sobrevivido por veinte siglos, batallando contra las corrien-
tes de este mundo y la sabiduría humana. Esto para mí es sumamente serio,
y te lo digo como un testimonio, pues a veces tiemblo y lloro como un niño.
Incluso, en mi comunión personal con el Señor, en sollozos le he pedido que
no me suelte, y le he hecho prometerme que impida que yo le falle, o me des-
lice, porque sé que si dependiera de mí haría lo mismo que los demás, porque
fui hecho del mismo material. Por lo cual, vivo rogándole: «Compadécete de
mí, Señor, para siempre serte fiel, porque no confío en mi firmeza, sino en
tu fortaleza». Generalmente el que viene después quiere ser original, quiere
implementar cosas nuevas, por eso se hace casi imposible retener la palabra
como fue enseñada. Y no hablo de un dogma, pues teológicamente la iglesia
lo ha cumplido, está en el libro, a lo que me refiero es a retener el espíritu de
esa palabra, la intención, el temor a Dios y el respeto a su voluntad.
Pablo advirtió: “Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas pala-
bras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está
envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras” (1
Timoteo 6: 3,4). La palabra “doctrina” corresponde al vocablo griego didaskalía
que significa enseñanza, y lo que dice es que la misma es conforme a la piedad.
La palabra piedad, en griego, expresa la devoción, reverencia y respeto que los
paganos les daban a sus dioses o ídolos. Pablo toma esa palabra y le da una con-
notación espiritual, ampliando su significado y llevándolo al nivel de sumisión,
acatamiento y adoración que debe ir junto a la Palabra. El fin de la enseñanza
cristiana no es tan solo instruir o enseñar doctrina, sino transmitir el temor
y la devoción a Dios como Creador, como Padre y como Señor. La doctrina
no debe ser solamente letra, aunque la letra es importante, pero esa información
tiene que ir cargada del espíritu de la Palabra, porque entonces se queda coja, no
hay vida, así como el cuerpo sin espíritu está muerto.
El libro también dice por qué la doctrina debe ser conforme a la pie-
dad, pues de otra manera nacen: “envidias, pleitos, blasfemias, malas sospechas,
disputas necias de hombres corruptos de entendimiento y privados de la verdad,
que toman la piedad como fuente de ganancia; apártate de los tales. 6 Pero gran
ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; 7 porque nada hemos traí-
do a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. 8 Así que, teniendo sustento y
abrigo, estemos contentos con esto. 9 Porque los que quieren enriquecerse caen en
tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres
en destrucción y perdición” (1 Timoteo 6:4,5-9). Creo que los versos se explican

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por sí mismos, ahora ¿qué más nos enseña el libro? “porque raíz de todos los
males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y
fueron traspasados de muchos dolores. Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas
cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre.
Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo
fuiste llamado, habiendo hecho la buena profesión delante de muchos testigos” (vv.
10–12). Es decir, la razón por la que nos extraviamos es por la codicia que hay
en nuestro corazón, por eso, debemos huir de esas cosas y seguir el legado, el
depósito que nos dejó el Señor.
Nota cómo el apóstol cambia el tono; ya no es una súplica, sino una orde-
nanza y en un tono muy solemne le dice a Timoteo: “Te mando delante de
Dios, que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que dio testimonio de la buena
profesión delante de Poncio Pilato, que guardes el mandamiento sin mácula ni
reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual a su tiempo
mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el
único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de
los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno.
Amén” (1 Timoteo 6: 13 – 16). Esto es algo serio, amado, aquí Pablo no estaba
dándole sugerencias a su hijo espiritual, ni tampoco un simple discurso, sino
que lo hacía responsable de lo que le estaba delegando.
Pablo le pone como ejemplo a Jesús, como Hijo de Dios, quien dio tes-
timonio de la buena profesión cuando fue juzgado delante de Pilato. Jesús
cuando hubo que callar, calló, aun siendo acusado por testigos falsos, ante los
gritos ensordecedores de la multitud que decía: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”
(Juan 19:6). Tanto así que el mismo Pilato le tuvo que decir: “¿A mí no me
hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad
para soltarte?” (Juan 19:11), entonces sí habló y le dijo: “Ninguna autoridad
tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha
entregado, mayor pecado tiene” (Juan 19:12). Mas, observa que Él contestó, no
para defenderse, sino para una vez más glorificar a quien lo envió.
Igualmente, cuando Pilato le preguntó si era verdad que era rey, arries-
gándose a ser acusado además de sedicioso y oponerse al Cesar, no calló, sino
que admitió: “Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he veni-
do al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad,
oye mi voz” (Juan 18:37). Entonces, ¿cómo hizo Jesús su profesión delante de
Pilato? De acuerdo a la Palabra, según Dios, y en conformidad al legado y a la
fe. El Señor hizo una buena defensa de lo que profesaba, viviendo y murien-
do, de acuerdo al propósito del Padre. Pablo dice que hagamos lo mismo,

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a su procedencia

que defendamos ese patrimonio conservando la verdad, testificando de ella,


siguiéndola y obedeciéndola.
Nuestro Señor Jesús soportó todo frente a la autoridad; no usó diplomacia
ni dobles juegos, para que le suelten. Él se calló frente a los testigos falsos,
también ante el sanedrín, pero cuando el sumo sacerdote, exasperado por su
silencio, le confrontó diciendo: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas
si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” (Mateo 26:63), aun sabiendo que lo iban a
condenar, le dijo: “Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al
Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes
del cielo” (v. 64). Jesús habló, porque se lo demandaron en el nombre del
Padre, y no pudo negar lo que era, pues era negar la obra de Dios. Asimismo,
el Señor le advirtió a los que le seguían: “… el que se avergonzare de mí y de mis
palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergon-
zará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles”
(Marcos 8:38). Eso es una buena profesión, declarar nuestra convicción sin
temor. Yo no puedo, por ejemplo, negar mi fe porque voy a perder mi empleo;
tampoco voy a usar astucia y mentira para recibir una ayuda del gobierno o
hacer cualquier otra cosa ocultando lo que soy. Por el contrario, tengo que
mantener mi fe y mi integridad, porque yo represento el reino celestial. Eso
es lo que está diciendo el apóstol cuando dice que demos testimonio con una
buena profesión de fe, tal como Jesús lo hizo.
Iglesia de Dios, ¿hasta cuando hay que conservar la fe y retener la doc-
trina? Hasta la aparición de Jesucristo (1 Timoteo 6: 14). Cuando el Espíritu
Santo suba al cielo con la iglesia arrebatada, es posible que le tenga que decir
a Jesús en el aire: “Ahí están todos los que me diste, difíciles, terribles, a quie-
nes por veinte siglos los soporté. En ocasiones, tuve que sentarme en el últi-
mo asiento, porque me excluyeron de su adoración, de su evangelismo, de su
gobierno, y de todo. Sin embargo, me mantuve en el lugar, porque tú me diste
la encomienda que los cuidase; pues mira, aquí están, ninguno se perdió». Sí,
estoy seguro que el Santo Espíritu se esforzará en hacer su trabajo, hasta el
fin, pero yo le quiero colaborar. Como pastor, si te dieron cincuenta ovejitas
a cuidar, cuídalas, no estés preocupado por tener cien; y si te dan cien, ¡glo-
ria sea al Señor! Eso significa que te asignó más responsabilidad, que confió
más en ti. Pero no lo lleves al plano personal, pues no significa que eres un
súper ministro o el pastor plenipotenciario. En realidad, se puede decir que
es más trabajo, aunque sea una bendición, porque Dios nos está honrando,
pero al mismo tiempo eso conlleva una gran responsabilidad, pues por cada
alma tenemos que dar cuenta (Hebreos 13:17). Muchos se admiran y dicen:

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mensaje, no fue añadir más páginas a este capítulo, sino traer un mensaje
de Dios para ti, sustraído de la misma Palabra, para hablar a tu corazón. El
Señor quiere que aparezca el libro en tu vida y en la mía, y en su iglesia de
hoy también. Nota mi hermano que el sumo sacerdote fue que lo encontró,
por tanto, los ministros son los que tienen que encontrar el libro, porque
ellos son la autoridad que Dios ha delegado. El libro está allí, al lado del
Arca, al lado de la presencia, y si lo mudaron de ahí, vamos a virar la casa,
pero debemos encontrarlo, ¿o no dijo el Señor que cuando la mujer perdió
las dracmas, encendió la lámpara, y barrió la casa, buscando con diligencia
y presteza, hasta encontrarlas (Lucas 15:8)? Vamos a virar la iglesia, vamos
a voltear lo que haya que voltear, porque hay una necesidad apremiante, hay
una urgencia: ¡Encontremos el libro!
No sé qué función desempeñas en tu iglesia, en tu congregación, si eres
anciano, diácono o un fiel servidor, un adorador, pero lo que sea que represen-
tes, Dios te dé la gracia de ser el Hilcías que encontró el libro, y le digas a tus
hermanos: «Miren, aquí está el libro; vengan y confirmemos en él, si estamos
en lo verdadero». Eso fue lo que hicieron nuestros antecesores, Lutero, Wesley
y otros. No quiero hablarte de la historia de la iglesia, en este momento, sino
rogar que el Espíritu te dé testimonio y seas responsable del tramo que tienes
que recorrer. Solo una cosa te aconsejo: todo lo que tú fomentes en la iglesia,
llámese como se llame, llévalo al libro, consúltalo con el libro, para que no
corras o sigas corriendo en vano. Toma como modelo la interrogante que les
hizo Jesús a los principales sacerdotes y ancianos del pueblo, y pregúntate:
«Lo que estoy haciendo, ¿de dónde es? ¿Del cielo, o de los hombres? (Mateo
21:25)». Todo lo que se hace en la iglesia y que promueven o fomentan, y tú
aceptas; aquellas cosas que tú recibes de los libros que lees y de las prácticas de
la iglesia de hoy, ¡somételas al libro!, y cuestiónate a ti mismo diciendo: «Yo fui
llamado a preservar lo de Dios, quiero saber si lo que estoy haciendo está de
acuerdo, no solamente con el logos de la Palabra, sino con el espíritu correcto
de la Palabra, si es conforme con el libro». ¡Hazlo mi hermano! Personalmen-
te, no puedo añadirle más a este consejo, aunque quisiera. Mi consuelo es que
el intérprete, el Espíritu Santo, que me ha hablado a mí de esta manera, ahora
te hable a ti. Por lo cual, lo único que me queda es continuar orando, para que
esta verdad, no tan solo logre acogida en tu vida, sino en todo ministerio de
la iglesia de nuestro Señor Jesucristo.

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348 la honr a del ministerio

4.5  Si la Trompeta Diere Un Sonido Incierto


“Y si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará para
la batalla?”
-1 Corintios 14:8

La frase con la que iniciamos esta sección es una figura que usó el apóstol
Pablo para hablar del uso del don de lenguas en los servicios, y en las asam-
bleas públicas de la iglesia. Pablo, con sabiduría, les explicó que los instrumen-
tos musicales transmiten diferentes notas y acordes, sin embargo, cada sonido
emitido se realiza en observancia, en dependencia, para enviar un mensaje
musical en consonancia, que guarde las reglas de la armonía. En la música,
la regla a seguir es la combinación del sonido y el tiempo, para producir una
melodía cuya estructura unitaria, al ser percibida por el que escucha, le sea
dulce y agradable al oído. El apóstol Pablo toma esta ilustración para decir,
que si hablamos en lenguas, pero sin revelación, ciencia, profecía o doctrina,
de nada aprovechará, sino que será como metal que resuena, o címbalo que
retiñe; un ruido y nada más (1 Corintios 14:6; 13:1). No obstante, Pablo con-
nota que cada sonido que da la trompeta comunica algo.
Jehová instruyó a Moisés lo siguiente: “Hazte dos trompetas de plata; de
obra de martillo las harás, las cuales te servirán para convocar la congregación,
y para hacer mover los campamentos” (Números 10:1 – 2). Es decir que las
trompetas, primeramente, eran utilizadas para convocar y movilizar el cam-
pamento. También dice: “Y cuando las tocaren, toda la congregación se reunirá
ante ti a la puerta del tabernáculo de reunión” (Números 10:3). Quiere decir
que cuando sonaban las dos trompetas, se estaba enviando una instrucción,
un mensaje, una convocación. Veámoslo a continuación:

“Y cuando las tocaren, toda la congregación se reunirá ante ti a la


puerta del tabernáculo de reunión. Mas cuando tocaren sólo una,
entonces se congregarán ante ti los príncipes, los jefes de los millares
de Israel. Y cuando tocareis alarma, entonces ­moverán los campa-
mentos de los que están acampados al oriente. Y cuando tocareis
alarma la segunda vez, entonces moverán los campamentos de los
que están acampados al sur; alarma tocarán para sus partidas.
Pero para reunir la congregación tocaréis, mas no con sonido de
alarma. Y los hijos de Aarón, los sacerdotes, tocarán las trompetas;
y las tendréis por estatuto perpetuo por vuestras generaciones. Y

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cuando saliereis a la guerra en vuestra tierra contra el enemigo que


os molestare, tocaréis alarma con las trompetas; y seréis recordados
por Jehová vuestro Dios, y seréis salvos de vuestros enemigos. 10 Y
en el día de vuestra alegría, y en vuestras solemnidades, y en los
principios de vuestros meses, tocaréis las trompetas sobre vuestros
holocaustos, y sobre los sacrificios de paz, y os serán por memoria
delante de vuestro Dios. Yo Jehová vuestro Dios”
(Números 10:3-10).

Es decir, cuando sonaban las dos trompetas el pueblo era convocado (v. 3);
cuando sonaba una sola trompeta se llamaba a los príncipes y a los jefes de los
millares de Israel (v. 4); si el sonido era de alarma era una señal para mover solo
los campamentos de los que estaban acampados al oriente (v. 5); pero si sonaba
una segunda vez era para movilizar los campamentos de los que estaban acam-
pados al sur (v. 6); se daría sonido de alarma solo para partir (v. 7); asimismo, se
sonaría alarma para ir a la guerra, pero también se tocarían las trompetas en las
fiestas solemnes y en momentos de alegría (vv. 8-10).
El salmista dijo que al principio del mes séptimo, cuando se celebraba
la fiesta de los tabernáculos, se tocará “ la trompeta en la nueva luna, En el
día señalado, en el día de nuestra fiesta solemne. Porque estatuto es de Israel,
Ordenanza del Dios de Jacob” (Salmos 81: 3–4). El día señalado era el día en
que la luna estaba nueva, lo cual marcaba el día de su festividad. Por tanto,
era importante dar la nota correcta, emitir el sonido de la ocasión, para que
no hubiese confusión y cada uno pudiera prepararse para lo que seguía. Algo
interesante es saber que Dios también oiría los sonidos de las trompetas para
favorecerles y bendecirles.
Ahora, identificar el sonido de las trompetas era algo fundamental, pues
si la trompeta daba un sonido incierto, ¿quién se prepararía para la batalla?
Nota como Jeremías, conmovido en el éxtasis de sus visiones proféticas, deli-
raba por la inminente venida de Nabucodonosor rey de Babilonia, y anun-
ciando el ineludible cautiverio del pueblo de Judá, exclamaba: “¡Mis entrañas,
mis entrañas! Me duelen las fibras de mi corazón; mi corazón se agita dentro
de mí; no callaré; porque sonido de trompeta has oído, oh alma mía, pregón de
guerra. Quebrantamiento sobre quebrantamiento es anunciado; porque toda la
tierra es destruida; de repente son destruidas mis tiendas, en un momento mis
cortinas. ¿Hasta cuándo he de ver bandera, he de oír sonido de trompeta?” (Jere-
mías 4:19-21). El profeta distinguía el sonido de las trompetas, y se conmovía
al escuchar la alarma de guerra, la invasión de los enemigos. Luego, él escribe

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en el libro de Lamentaciones lo que le ocurrió a la hija de su pueblo; y como


un arcángel lloró el castigo de Dios sobre Sion, la ciudad del gran Rey; y gime
por lo que le pasó a la casa de David, por el pecado de Manasés.
De hecho, el profeta Jeremías no gemía porque era un alarmista o un emo-
cional, sino porque al escuchar la alarma sabía lo que se avecinaba. Meditemos
en ello un momento y pensemos cuál sería el resultado si los enemigos tomaran
a un pueblo desapercibido, cada quien haciendo lo suyo: los niños jugando, las
madres en sus afanes, los hombres: algunos durmiendo la siesta, otros tomando
un baño o algunos volviendo de sus trabajos. Las ciudades antiguas estaban
rodeadas de un muro o muralla, donde sobre sus torres había centinelas y ata-
layas que estaban vigilando todo lo que salía o entraba a la ciudad. El atalaya
miraba y anunciaba, a grandes voces, lo que veía, o tocaba la trompeta en caso
de que fuese un enemigo que se aproximara (Isaías 52:8; Ezequiel 33:6).
Recordemos lo que sucedió con aquel que venía corriendo a darle el mensaje
a David cuando murió su hijo Absalón. El rey se había sentado en medio de las
dos puertas, esperando las noticias, mientras el atalaya le informaba quién se
aproximaba, y le decía: «Veo a alguien que viene solo o veo a alguien que viene
corriendo y su correr se parece a tal persona (2 Samuel 18:24-28; 2 Reyes 9:20)»,
David respondía “Si viene solo, buenas nuevas trae” o “Éste también es mensajero”
, “Ése es hombre de bien, y viene con buenas nuevas” (2 Samuel 18:25, 26). Igual-
mente cuando ellos veían las banderas o veían el polvo que se levantaba, sabían
si eran dos o tres o era una tropa que se aproximaba (2 Reyes 9:27). También
podían ver, por la impetuosidad, si venían en pos de guerra o venían en paz, y
¿qué hacían? Tocaban la trompeta y el pueblo se apercibía para la batalla. Qué
tal que esos atalayas fueran tan optimistas que dijeran: « ¡Ah! Ellos vienen, pero
no van a llegar acá; yo tengo fe, en el nombre de Jesús, que ya están vencidos los
enemigos, el Señor los va a paralizar allá», en lugar de dar el sonido de trompeta
que alerte al pueblo y a la ayuda de Dios.
¿Qué crees que le pasará a una ciudad asediada por sus enemigos, si todos
sus ciudadanos están en sus menesteres, ocupados en sus asuntos personales?
Cuando sonaba la trompeta con alarma de guerra había instrucciones y cosas
que hacer. En la actualidad, con la perenne amenaza terrorista, en la ciudad de
Nueva York se hacen simulacros, y en ocasiones se moviliza toda una ciudad,
bomberos, policías, ambulancias, etc., para simular situaciones de emergen-
cias y aprender qué hacer si se enfrentan a una realidad similar. Por ejemplo,
¿qué haces tú cuando vas en tu automóvil por la carretera y escuchas la alarma
de la ambulancia de un hospital, del camión de bomberos, o la patrulla poli-
cial? Disminuyes la velocidad y te echas a un lado del camino, porque ya sabes

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a su procedencia

qué tienes que hacer cuando oyes ese tipo de sonido. Ellos con su alarma te
están enviando un mensaje: «Hazte a un lado, llevo prisa, hay una emergencia
y no puedo detenerme, necesito llegar». Hay personas que se turban cuando
escuchan la sirena y no saben qué hacer y han ocasionado accidentes, porque
se quedan en el medio. Por eso, en situaciones de emergencia también se usan
agentes de tráfico para que ordenen las vías y se les dé paso a los vehículos
que llevan la muy esperada ayuda. Pues así sucedía en las ciudades antiguas,
donde era una responsabilidad de los centinelas dar el sonido de alerta.
¿Qué sucedería si en lugar de dar sonido de alarma, el atalaya diera el
sonido de fiesta, porque se levantó contento o porque piensa que el sonido es
más bonito y menos estrepitoso? Te imaginas que el atalaya diga: «Mi Dios,
por ahí vienen esos caldeos a quienes les tenemos tanto miedo por ser tan beli-
cosos y sanguinarios… Mejor yo, en vez de tocar la trompeta, con esa alarma
tan ruidosa, toco la flauta, porque el sonido es más suave y así el pueblo estará
más calmadito y podrá encontrar las armas para la batalla de forma menos
atolondrada». ¡No quiero ni pensar qué pasará con ellos! Por tanto, es respon-
sabilidad del centinela dar el sonido que corresponde en el momento preciso;
no puede equivocarse, debe ser firme y exacto: si es guerra, de guerra, si es de
convocación, de convocación.
Sin embargo, en la Palabra también encontramos otro tipo de alarma,
cuyo sonido considero muy extraño, y espero que tú nunca toques esa trom-
peta, porque es la trompeta de los hipócritas. Mira lo que nos advirtió el
Señor: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos
de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en
los cielos. Cuando, pues, des limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti,
como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por
los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa” (Mateo 6:1-2). ¿Has
oído alguna vez el sonido de esa trompeta? Esa trompeta no es de metal, sino
el sonido de los hipócritas que sirven al ojo para ser vistos de los hombres,
y el que es espiritual distingue ese sonido. Ellos dicen: «Hermanos, para la
gloria de Dios, ayer me pasé el día entero visitando los enfermos, gloria a su
nombre. El otro día cancelé una importante cita que tenía y preferí -para la
honra y gloria de nuestro Señor- irme a la casa del ancianito fulano que estaba
enfermo y le cociné, le lavé y le limpié la casa». Pero el Señor dice que cuando
tú hagas algo que no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, porque si tú
lo haces y eres alabado por los hombres por tu generosidad, esa es tu recom-
pensa (Mateo 6:3-5). Por tanto, cuando esos hombres se mueran se acabó tu

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alabanza y reconocimiento, pero si es Dios que toca la trompeta por ti en el


cielo, grande será tu galardón, y eterno.
En el libro de Apocalipsis, por otra parte, podemos ver que después del
sonido de la trompeta se oyen voces y se ven escenas, y revelación de sucesos
futuros: “Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una gran
voz como de trompeta, que decía: Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el últi-
mo. Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias que están en Asia:
a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea. Y me volví
para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en
medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una
ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabe-
za y sus cabellos eran blancos como blanca
lana, como nieve; sus ojos como llama de fue-
go” (Apocalipsis 1:10-14). Es decir, Juan
“Cada mensaje estaba en el Espíritu, allí temblando, rever-
de Dios tiene su berando, cuando en medio de ese trance
propio sonido, santo oyó una voz detrás de él como de
trompeta. Esa voz aerófana, cuyo aire no
especial y
solo vibraba, sino que hacía temblar todo el
distintivo, al lugar, por su tono agudo y sostenido, decla-
que luego le raba que era la persona divina y le daba una
sigue una gran instrucción. Pienso que Juan nunca olvida-
visión” ría el sonido de aquellas palabras que estre-
mecían su fuero interno, pues al voltearse y
ver al que hablaba, vio al Señor glorificado.
Era un sonido diferente, que poseía ciertas
características tonales tan peculiares y graves que lo hacían único. Cada men-
saje de Dios tiene su propio sonido, especial y distintivo, al que luego le
sigue una gran visión.
Juan vio escenas que se sucedían unas tras otras en la gran visión, las cua-
les eran representaciones visuales de acontecimientos futuros. Sin embargo, me
llama la atención el que Dios anuncia estos siete mensajes a través de sonidos
de trompetas. Por ejemplo, cuando una persona no puede hablar, ya sea porque
es sorda-muda, no emite sonidos para poder comunicarse, sino que usa un len-
guaje dactilológico, icónico o signado, para con las manos hacer señas, gestos,
toques o indicación de objetos, y hacerse entender. Este lenguaje es visual, cuyas
imágenes sustituyen el sonido. Pero aquí las siete trompetas son el preámbulo
del anuncio de lo que acontecería. En vez de decir: «Esto va a acontecer; va

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a su procedencia

a suceder aquello», las imágenes muestran el hecho en sí. Pero, ¿por qué una
trompeta precede a estos mensajes? Veamos cómo Juan describió los mismos:

“El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mez-


clados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra; y la tercera
parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba verde”
(Apocalipsis 8:7).

Luego, la segunda trompeta tenía otro mensaje (v.8), la tercera también (v.
10), la cuarta (v. 12), y así sucesivamente. Cada trompeta emitía un sonido,
y estoy seguro que cada sonido era diferente, anunciaba un mensaje distinto,
una época, un tiempo en el futuro. Eran visiones, pero después se dejaba oír
el sonido de trompeta. Veamos que mostró la última trompeta:

“El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo grandes voces en el


cielo, que decían: Los reinos del mundo han venido a ser de nues-
tro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos”
(Apocalipsis 11: 15).

¡Qué mensaje poderoso! La séptima trompeta anunciaba que los reinos


del mundo pasaron a ser de Dios y de su Cristo. Por tanto, la trompeta en
la Biblia nos habla de mensajeros y de mensajes; nos hablan de sonidos y
alarmas; nos hablan de señales y anuncios, de acontecimientos futuros. El
apóstol Pablo escribió: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de
arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo
resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado,
seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en
el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:16–17). Me
gusta cuando dice que el mismo Señor será el que tocará la trompeta. Él no
dará ese trabajo a ningún ángel, sino que la tocará Él mismo. La Biblia usa
más de una vez esa expresión y por algo lo dice. Por eso, Jesús dijo: “No se
turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi
Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues,
a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra
vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”
(Juan 14:1-3). Él se tomará a sí mismo, para que no haya dudas, y donde Él
esté, nosotros también estemos.

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a su procedencia

se va a regocijar viendo a Dios recompensando a los que en Él han creído.


¡Sonido de trompeta que anuncia vida! Sonido que confirma que la muerte
fue vencida en la cruz, y que aquellos que creyeron en Él y murieron en Él,
ahora resucitarán.
El profeta Ezequiel dijo: “Vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Hijo de
hombre, habla a los hijos de tu pueblo, y diles: Cuando trajere yo espada sobre
la tierra, y el pueblo de la tierra tomare un hombre de su territorio y lo pusiere
por atalaya, y él viere venir la espada sobre la tierra, y tocare trompeta y avisa-
re al pueblo, cualquiera que oyere el sonido de la trompeta y no se apercibiere,
y viniendo la espada lo hiriere, su sangre será sobre su cabeza. El sonido de la
trompeta oyó, y no se apercibió; su sangre será sobre él; mas el que se apercibiere
librará su vida” (Ezequiel 33:1-5). O sea, el que oye la alarma de guerra y no
se apercibe para tomar medida, y muere, es responsable de su propia muerte,
por negligente. Esta persona murió porque no respondió al sonido de la alar-
ma, sino que hizo caso omiso a ese sonido, lo ignoró y pagó con su vida su
descuido. También dijo Ezequiel:

“Pero si el atalaya viere venir la espada y no tocare la trompeta,


y el pueblo no se apercibiere, y viniendo la espada, hiriere de él a
alguno, éste fue tomado por causa de su pecado, pero demandaré
su sangre de mano del atalaya. A ti, pues, hijo de hombre, te he
puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi
boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo dijere al impío:
Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el
impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su san-
gre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su
camino para que se aparte de él, y él no se apartare de su camino,
él morirá por su pecado, pero tú libraste tu vida”
(Ezequiel 33: 6-9).

Aquí está clara la enseñanza, y la aplicación para nosotros. Todo atalaya


tenía una trompeta en la mano, para advertir al pueblo cuando se aproximaba
el enemigo y así pudieran salvar sus vidas. De la misma manera, llama Dios a su
mensajero y le dice: «Si tú vieres la espada, o sea, el ejército enemigo que viene, y
tocas la trompeta, todos los que escuchen el sonido y no se apercibieren para la
batalla, y perecieren, son responsables de sus propias muertes; pero si tú, viendo
al invasor que viene, no tocas la trompeta, la sangre de todos los que murieren

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caerá sobre ti». A eso se refiere el apóstol Pablo cuando dice: “Y si la trompeta
diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?” (1 Corintios 14:8).
Leyendo el pasaje, en el libro de Lamentaciones, donde el profeta se
lamentaba de la tragedia y destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, me
sacudió la manera como Jeremías describía todos aquellos hechos. Él relató:
“Mis ojos desfallecieron de lágrimas, se conmovieron mis entrañas, Mi hígado se
derramó por tierra a causa del quebrantamiento de la hija de mi pueblo, Cuando
desfallecía el niño y el que mamaba, en las plazas de la ciudad” (Lamentaciones
2:11). Él veía niños abandonados por sus madres en la confusión y la huida de
la gente, aterrados en el desconcierto de la guerra, huyendo de los enemigos
que invadían cada lugar, apoderándose de cada rincón, entre tanto mataban
hombres, mujeres y niños, abrían vientres de mujeres embarazadas, violaban
niñas, mataban jóvenes y asesinaban bebés.
Dura era aquella visión que destruía la confianza de un pueblo que se
había ensoberbecido, por sentirse protegido detrás de sus fortalezas y el
muro de sus palacios. Pero, tanto el muro y el antemuro cayeron, mientras
los hijos decían a sus madres: “¿Dónde está el trigo y el vino?”, para luego
desfallecer y agonizar en sus regazos (Lamentaciones 2:12). Oh, el profeta
se estremecía y clamaba: “¿Qué testigo te traeré, o a quién te haré semejante,
hija de Jerusalén? ¿A quién te compararé para consolarte, oh virgen hija de
Sion? Porque grande como el mar es tu quebrantamiento; ¿quién te sanará?”
(v. 13). Sí, se oyó el llanto y el grito desesperado de un pueblo que no creyó
al anuncio, que no se quebrantó en el día de la humillación, ni se convirtió
de sus malos caminos, cuando fue amonestado con voz como de trompeta,
por su rebelión y su pecado. Entonces, su tierra fue teñida con sangre y la
voz de júbilo fue acallada por los gritos exasperados, por el llanto grande,
los alaridos y el clamor espeluznante de un pueblo que, abandonado por su
Dios, había sido entregado a sus enemigos.
¿No era aquella la ciudad del gran Rey, donde, para siempre, Dios había
dicho que había puesto su nombre, sus ojos, y su corazón (2 Crónicas 7:16)?
Eso no correspondía a las promesas fieles ni mucho menos al pacto de las
misericordias firmes a David. Todo estaba confuso, equívoco… Por eso al
profeta le dolían las entrañas mirando el futuro que les esperaba a esos que
hoy reían, pero que mañana llorarían y con llanto amargo. Así también trans-
mitió Jeremías el mensaje: con énfasis, con ruegos y suplicas, con adverten-
cia, dando el sonido cierto de que el peligro era inminente, y que el invasor
irrumpiría y les haría grandes violencias, mas nadie escuchó. El pueblo había
escuchado a otra voz. Por eso, él les dijo:

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que fuiste enviado ni empieces el discursillo con tu muletilla: «así te dice


Jehová el Señor», no lo digas, por favor, ten temor en tu corazón.
Moisés fue una trompeta para Israel, cuyo sonido era enseñar al pueblo la
ley de Jehová; el sonido de Jeremías fue anunciar la proximidad de un cautive-
rio y el consecuente castigo para la casa de David, por los pecados de Manasés.
No creo que Jeremías quiso tocar esa trompeta. Isaías, por su parte, anunció
el final de los impíos y la restauración final del pueblo de Dios, y desde el
capítulo 40 al 66 de su libro, todo lo que nos habla es de restauración: “quítate
el llanto”, “quítate el cilicio”, “vístete de gozo”, ¿quién no da un mensaje así?
Esa trompeta cualquiera desearía tocarla. ¿Y la trompeta del evangelio? Es un
trompetazo de buenas noticias, ¿quién no quiere tocarla? Es casi imposible
callar una buena noticia. Si usted no quiere que una buena noticia se sepa, no
la diga, pues aun los grandes, con una buena noticia, se ponen como niños, y
les es casi imposible ocultar en sus caras la alegría.
La reacción de la gente al mensaje no es un problema del mensajero,
sino tocar el sonido que Dios le dio. No siempre, la gente reacciona a los
sonidos de la trompeta como se espera. Hasta el mismo Jesús dijo: “¿a qué
compararé esta generación? Es semejante a los muchachos que se sientan en las
plazas, y dan voces a sus compañeros, diciendo: Os tocamos flauta, y no bailasteis;
os endechamos, y no lamentasteis. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y
dicen: Demonio tiene. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: He
aquí un hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores”
(Mateo 11:16-19). ¡Madre mía!, les tocan la flauta y no bailan, les ponen una
endecha y no lloran, ¡esta gente no reacciona a nada! Y esa es la preocupación
de muchos mensajeros, la tensión para que la gente los escuchen, los sigan,
los oigan, los inviten de nuevo. ¿Quién no quiere ser conocido y aclamado?
El asunto es que si somos instrumentos, lo primero es la responsabilidad que
tenemos delante de Dios.
El sonido de cada trompeta lo da Dios, por lo que no importa el sonido
que sea, si el sonido viene de Él. Entiendo que hay sonidos que no son agra-
dables darlos. Jeremías dijo, en cierta ocasión: “No me acordaré más de él, ni
hablaré más en su nombre” (Jeremías 20:9). En otras palabras, era tan desagra-
dable dar ese sonido que no quería hablar más de él, ni mencionar el mensaje;
prefería renunciar a él, pero entonces también dijo que tenía dentro de su
corazón como un fuego ardiente, tan fuerte que lo sentía dentro de sus hue-
sos, y que trataba de sufrirlo, pero no podía (v. 9). Por eso, tuvo que clamar:
“Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste;
cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí” (v. 7). Para el profeta fue

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quebrantamiento para andar en integridad; amonestaciones de ser sinceros


delante de su presencia; de la importancia del quebrantamiento como instru-
mento divino, para preparar el corazón de los creyentes para la gloria que venía.
Esa era la trompeta que Dios quería que se sonara, para preparar el camino
para un sonido mejor, pero vinieron unos cuantos mensajeros con otra melo-
día, y desviaban el propósito divino cuando les tocaba su programación. Ellos
exclamaban: « ¡Qué tanto lloro y lamento! El Señor no nos llamó a nosotros
a este lloriqueo, sino a mostrar el gozo del evangelio. ¡Gocémonos hermanos
que Dios nos salvó y estamos en victoria!». Entonces, ponían música rítmica,
daban saludos de cumpleaños, se lisonjean unos a otros, detallaban sus itine-
rarios y actividades de las iglesias, etc., convirtiendo aquello en un desastre…
¡Qué dolor mi hermano cuando al que le dan la vara de la autoridad no la sabe
usar! Pudo más la agitación y la presión de algunos líderes, que la obediencia a
lo que Dios estaba diciendo y haciendo. Mis huesos se consumían al ver como
hollaban aquel lugar que Dios había convertido en un santuario.
En una ocasión no me pude contener, y le dije al que presidía: « ¡Ay de ti
si apagas el fuego que Jehová encendió!, pues no se podrá encender más esta
hoguera, y tú también vivirás las consecuencias». Y así fue, tristemente, cuando
todo pasó, quedó el lugar desierto y él nunca más ha sido el mismo, ni lo será,
porque se dejó presionar y escuchó aquellas voces. Tiempo después, cuando ya
se había apagado el fuego, de aquel avivamiento, en el año 2001, vino alguien
y convocó a los pastores de la ciudad en un lugar bien grande, porque según
él, iba a traer el arca de Jehová (incluso preparó un arca y todo), ya que tenía la
seguridad que la gloria que veríamos sería mayor que la primera.
Hasta ese momento, meditaba esas cosas en mi corazón, pero como pro-
feta tuve que decirles: «Hagan lo que sea, pero esto no vuelve a renacer hasta
que el corazón no cambie. Dios tocó una trompeta y ese sonido no se escuchó,
aún más, lo silenciaron. Dudo que mi Dios cambie de trompeta». Sin embar-
go, como Jeremías, no rehusé, sino que asistí, aunque me negué a tomar algu-
na parte, como ellos querían, pero les dije: «Mis hermanos, yo vine porque,
como Jeremías, me toca estar con el pueblo de Dios en toda situación, pero
el Señor me dijo que me calle la boca, porque esto no fue lo que Él mandó a
hacer, sino que nos humillemos y pidamos perdón por lo que hicimos, y eso
no es lo que se ha hecho. A Dios se le calló la voz cuando estaba preparando
el corazón de su pueblo, mediante el llanto y el quebrantamiento, y ustedes
comenzaron a levantar otras voces para quedar bien con la gente, dando un
sonido incierto». No obstante, la actividad se inició a las doce de la noche, en
aquel lugar donde había como tres mil personas.

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el llamamiento es conforme 361
a su procedencia

La actividad se inició y pasaron toda la madrugada orando, todo el día


cantando, alabando, pero aquello parecía el monte de Gilboa (2 Samuel 1:21),
no había nada, ahí todo era árido. A las once de la noche del día siguiente -vein-
titrés horas después- a una hermana que Dios usa en la adoración, la pusieron
a cantar, pero ella se humilló y tirada de rodillas, gimiendo, comenzó a adorar
al Señor, y entonces la gloria de Dios invadió todo aquel lugar. Yo mismo dije:
«Dios mío, esto es gracia y misericordia tuyas», y me tiré también como todos
los demás, de rodillas, a alabar al Señor. En esa hora undécima, faltando
sesenta minutos para que terminase la actividad de veinticuatro horas, porque
había que desocupar el lugar, ya que era rentado, cuando estaban todos en el
piso, humillados, alguien vino y se levantó, y dijo: «Hermanos, en el nombre
de Jesús, el Espíritu me dice que nos levantemos todos con gozo». Esto ocasio-
nó una confusión grandísima en el pueblo, pues todo el mundo se levantó en
medio de un gran alboroto y se desvaneció el momento glorioso. Este siervo
hizo esto porque estaba anunciando que el arca que habían construido (tipo
de la “gloria”) estaba entrando en ese momento.
¡Qué tristeza! Después de veintitrés horas orando, y cuando llega el ins-
tante del toque de su presencia, de estar callados bajo la sombra de sus alas, y
el peso solemne de Su santidad, viene alguien y descorre bruscamente la cor-
tina. ¡Oh, qué falta de sensibilidad! Pasa a veces en las iglesias, donde estamos
adorando en un silbo apacible, en silencio ante su presencia, abruptamente
alguien grita: « ¡Ay Santo, ay Señor!» o habla unas lenguas raras en alta voz, o
se levantan y caminan, hablan, dan aplausos fuera de lugar, ¿qué es eso, Padre
mío? ¡Qué violación a la sublimidad que hay en Dios! Todo tiene su tiempo y
todo tiene su hora, dijo el Predicador (Eclesiastés 3:1). Los que son del Espí-
ritu conocen el momento, y saben comportarse y qué sonido deben emitir y
también cuándo deben callar.
El propósito de esa actividad era tocar una trompeta diferente a la que
Dios había tocado hasta ese momento, y cuando Dios en su misericordia,
les dio el único momento de gloria en todo ese día, también se lo dañaron
emitiendo un sonido que estaba en desarmonía con el concierto del Espíritu.
Espero que con ese ejemplo hayas entendido lo que es un sonido incierto.
Ahora quiero que en el libro de Jeremías veas un retrato de nosotros, los men-
sajeros de Dios hoy día, para que el Señor te abra el entendimiento y sepas,
por qué estoy compartiendo este mensaje contigo:

“¡Ay de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de mi


rebaño! dice Jehová. 2 Por tanto, así ha dicho Jehová Dios de

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362 la honr a del ministerio

Israel a los pastores que apacientan mi pueblo: Vosotros disper-


sasteis mis ovejas, y las espantasteis, y no las habéis cuidado. He
aquí que yo castigo la maldad de vuestras obras, dice Jehová. 3 Y
yo mismo recogeré el remanente de mis ovejas de todas las tierras
adonde las eché, y las haré volver a sus moradas; y crecerán y se
multiplicarán. 4 Y pondré sobre ellas pastores que las apacienten;
y no temerán más, ni se amedrentarán, ni serán menoscabadas,
dice Jehová. (…) 9 A causa de los profetas mi corazón está que-
brantado dentro de mí, todos mis huesos tiemblan; estoy como
un ebrio, y como hombre a quien dominó el vino, delante de
Jehová, y delante de sus santas palabras. 10 Porque la tierra está
llena de adúlteros; a causa de la maldición la tierra está desierta;
los pastizales del desierto se secaron; la carrera de ellos fue mala,
y su valentía no es recta”
(Jeremías 23:1-4, 9-10)

La porción bíblica habla de los pastores y a los pastores. En la tipología,


las ovejas representan al pueblo, y los pastos a la Palabra, al mensaje de Dios.
Los pastores que no guían al redil a fuentes de agua, y a pastizales que las
alimenten, sino que las dispersan, las amedrentan y las menoscaban, la Pala-
bra los acusa de maldad. Entonces, vemos a Jeremías consumido en un gran
dolor por causa de los profetas. Así deberíamos estar nosotros hoy, como él. Si
tú eres un hombre de Dios, si tú le amas y tienes el celo de Finees (Números
25:11), debes estar ahora mismo quebrantado delante de Su presencia. Lo digo
porque a mí me duelen las entrañas de ver a los profetas que hablan de parte
de Dios, viendo el peligro que se aproxima, hablando de gozo y celebración.
Jeremías les dijo a los profetas: “¿quién estuvo en el secreto de Jehová, y vio,
y oyó su palabra? ¿Quién estuvo atento a su palabra, y la oyó?” (Jeremías 23:18),
porque quien está en el secreto de Dios, no da otro mensaje ni toca otro
sonido que no sea el que Dios le dio. Pero, como quieren agradar los oídos de
la gente, y no le advierten del peligro al pueblo, y eso duele en el corazón, y
lastima las fibras del alma.
Cuando el profeta es de Dios y ve la condición de la iglesia, se quebranta,
se tira a los pies del Señor y en su espíritu siente el anhelo de querer vivirlo.
Entonces, cree que como él, los demás temen a Dios, y escucharán y recibirán
el mensaje de la misma manera, compungidos y arrepentidos, ansiosos por
obedecer y cumplir la voluntad de Dios, pero no sucede así. Por el contrario,
muchos reaccionan al mensaje de exhortación y amonestación, y dicen como

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el llamamiento es conforme 365
a su procedencia

Quiero decirte que yo no necesito tu ayuda, tú fuiste llamado a hacer lo


que yo te mandé, porque tú eras siervo mío, y no yo el siervo tuyo. Así que
siervo malvado ¡sal de mi presencia, vete de aquí!» ¡Qué dolor hermano, qué
frustración!, pues no es hacer mucho, sino hacer lo que Dios mandó a hacer.
Ese es un siervo fiel, el que hace lo que Dios le mandó y cuida lo que Dios le
puso en las manos.
La porción bíblica definió como maldad el no hacer lo que Dios ha
encomendado a hacer. También Jeremías habló del pecado de los profetas en
cuanto a su ministerio profético. Él dijo: “En los profetas de Samaria he visto
desatinos; profetizaban en nombre de Baal, e hicieron errar a mi pueblo de Israel”
(Jeremías 23:13). Estos profetas, hicieron errar al pueblo por su desatino, y
este punto es muy importante, por lo cual lo debemos destacar. En mi pueblo
dicen, cuando una persona se comporta de manera errática: “ese tipo no tiene
tino”, implicando que no tiene juicio, cordura, que anda en desatino, fuera
de la realidad, está loco. Pero en Dios también hay una realidad, y andar
fuera de ella es una locura. Jehová se lamentó por la vanidad y locura que esa
gente le habían predicado a su pueblo, haciéndolo errar, conduciéndolo por
un camino de extravío. ¿Por qué lo hicieron? Por querer agradar a los oídos,
para que ellos se sientan bien “con nosotros”, y ese impulso lo sufrimos todos,
como mensajeros de Dios.
¿Cuál es la tónica de este tiempo? La prosperidad, las “megas” iglesias,
de manera que las voces que se levantan hacen sentir acomplejados a los que
tienen iglesias pequeñas. Entonces, los siervos se dicen: « ¿Qué hago yo aquí?
Me dicen que si la congregación no crece es porque Dios no está conmigo». Y
nos metemos en una clase de complejos y de situaciones, hasta que finalmente
orquestamos un plan de crecimiento, una estrategia de mercado, para superar
las supuestas limitaciones de –llamémosle ya- “empresa” cristiana, no iglesia.
Pero, la manera de evaluar tu ministerio (en el aspecto reflexivo), no es com-
parándote con los demás, sino yendo al Dios de tu llamamiento y preguntarle
si aprueba o no lo que estás haciendo. Pablo decía: “en la iglesia prefiero hablar
cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil
palabras en lengua desconocida” (1 Corintios 14:19), y yo, parafraseando, digo:
prefiero hablar cinco palabras de Dios, aunque el sonido no sea agradable,
que diez mil fantasías con desatino que hacen errar a la iglesia.
En nuestro ministerio, cuando instruimos a los profetas, siempre les deci-
mos que distingan entre lo que es Palabra de Dios, y lo que es bendecir al
pueblo. Nosotros fuimos llamados a bendecir al pueblo, y si quieres bendecir a
tu hermano, ve y dile: «Yo te bendigo en el nombre de Jesús, y pido a Dios que

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te dé esto, y aquello», abre tu boca y échale todas las bendiciones que puedas.
Cuando mi padre era católico, cuando iba de viaje, solía decir: «Voy para tal
pueblo, échenme todos los santos atrás», y salía, queriendo decir que se iba de
viaje y para que le vaya bien, no tan solo pedía oración, sino también los santos,
por si acaso se quedaba alguna bendición afuera. En mi caso particular, a mí me
gusta bendecir, porque no tan solo fuimos llamados a bendecir, sino también a
ser bendición. Mas, cuando usted dice: «Así ha dicho Jehová» tenga cuidado,
no use el nombre de Dios en vano (Éxodo 20:7). Hay muchos que dicen: «Así
ha dicho Jehová...», y Dios no ha dicho nada, porque solo es para que la gente
se sienta bien y digan: « ¡ah, me profetizaron!». Y la gente llora o se goza, y usted
contento porque profetizó, pero el asunto es si verdaderamente habló Dios.
Entiendo que en ocasiones hay un gran sentir de dar bendición, pero no
se tiene seguridad de que Dios esté hablando, bendiga lo que tenga que ben-
decir, no hay nado malo en bendecir, pues bendecir es desear de acuerdo a las
promesas. Échele a Dios encima y deje que el Señor lo arrope, pero no tome el
nombre de Dios, si Él no ha hablado, pues la bendición se puede convertir en
maldición. ¡Temamos! Cuando alguien menciona el nombre de Dios, aunque
yo sepa que el profeta es falso, pero por razón de ese nombre, yo callo, por
respeto a mi Señor. También Pablo dijo: “ los profetas hablen dos o tres, y los
demás juzguen” (1 Corintios 14:29). Cuidado con el desatino, en este tiempo
hay que tener mucha prudencia, para no caer en lo mismo.
Nota en el siguiente versículo las consecuencias de los desatinos proféticos:
“Y en los profetas de Jerusalén he visto torpezas; cometían adulterios, y andaban en
mentiras, y fortalecían las manos de los malos, para que ninguno se convirtiese de
su maldad; me fueron todos ellos como Sodoma, y sus moradores como Gomorra”
(Jeremías 23: 14). Primero, andan en torpezas; segundo, cometen adulterio
(que también puede ser idolatría); tercero, andan en mentiras; y cuarto, for-
talecen las manos de los malos, para que ninguno se convierta de su maldad.
Eso es muy común en estos días, decirle a una persona que está bien lo que
hace, de manera que fortalecen “sus manos”, o sea, sus obras, sus malas accio-
nes; por eso siguen obstinados en sus pecados. Creo que somos predicadores
para que la gente se arrepienta y se convierta de sus malos caminos.
La Escritura advierte de no recibir prebendas “porque el presente ciega a
los que ven, y pervierte las palabras de los justos” (Éxodo 23:8). Si alguien te
hace un regalo, porque quiere honrarte, acéptalo, y con eso no estoy contra-
diciendo el mandamiento, pues Pablo hablaba de aceptar las ofrendas de los
gentiles, de aceptar sus bienes materiales, así como ellos participaban de los
bienes espirituales que se les ministraban (Romanos 15:25-26). Pero el día que

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el llamamiento es conforme 367
a su procedencia

Dios te dé un mensaje de amonestación, también debes darlo a aquel que te


haya bendecido, porque quien gobierna la vida de un profeta –si es de Dios- es
Dios y no el vientre (Filipenses 3:19).
Natán era amigo de David, y no cualquier amigo, era como su padre,
alguien muy íntimo; incluso entre los hijos del profeta había uno que fue de
los treinta valientes del ejército de Israel (2 Samuel 23:36), también otro fue
gobernador, y otro ministro principal y amigo del rey Salomón (1 Reyes 4:5).
Es decir que había una relación estrecha entre ellos, no obstante, cuando
David pecó, Natán no titubeó, sino que
obedeció a Jehová y le dijo al rey, luego de
haberlo llevado a reconocer lo malo de la
acción: “Tú eres aquel hombre” (2 Samuel
“Un hombre
12:7). Más adelante, vemos que Natán reco- de Dios sabe
nocía que David era un hombre que le había distinguir y
caído en gracia a Dios, y cuando éste le separar la
expresó su deseo de construirle casa a Jeho- amistad del
vá, él le dijo: “Haz todo lo que está en tu cora-
zón, porque Dios está contigo” (1 Crónicas ministerio que
17:2). Sin embargo, en la noche, cuando ha recibido del
Jehová le dijo: “Ve y di a David mi siervo: Así Señor”
ha dicho Jehová: Tú no me edificarás casa en
que habite” (1 Crónicas 17:3,4), Natán no se
puso a discutir con Jehová ni pensó en cómo
vería David esta contradicción, si afectaría su estrecha relación, o qué pensaría
de su credibilidad, de su reputación, de su prestigio como profeta, ¡no! Él fue
y profetizó y dijo todo lo que tenía que decir de parte de Jehová. Allí habló el
profeta, no el amigo. Por lo cual, entiendo que un hombre de Dios sabe dis-
tinguir y separar la amistad del ministerio que ha recibido del Señor
Personalmente, y lo digo muchas veces, cuando se trata de Dios y de Su
reino, yo no tengo amigos, ni esposa, ni hijos, ni nada que pueda impedirme
o entrarme en el conflicto de no obedecerle. Yo tengo que ser fiel a mi Señor,
pues el amor de Él es supremo y está por encima de cualquier relación. Daniel
estaba en la corte de Babilonia, cuando Belsasar lo llamó y le dijo: “Yo, pues,
he oído de ti que puedes dar interpretaciones y resolver dificultades. Si ahora pue-
des leer esta escritura y darme su interpretación, serás vestido de púrpura, y un
collar de oro llevarás en tu cuello, y serás el tercer señor en el reino” (Daniel 5:16),
a lo que Daniel respondió: “Tus dones sean para ti, y da tus recompensas a otros.
Leeré la escritura al rey, y le daré la interpretación” (v. 17). Este hombre tuvo

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como basura los tesoros del rey, porque no quería nada de alguien que había
blasfemado el nombre de su Dios, tomando los vasos de Jehová y dándoselos
a las prostitutas en su banquete (Daniel 5:22-23)
Asimismo, cuando Saúl se asió de la punta del manto de Samuel, fue por-
que era lo único que pudo alcanzar, ya que el profeta se negó acompañar-
le, y luego de decirle lo que tenía que decirle de parte de Jehová, se marchó
(1 Samuel 5:26-27). Esto lo leemos y parece como una pequeña diferencia, algo
simple, pero si pesáramos la gravedad del momento y quién se negaba a quién,
tembláramos, considerando lo que era un rey en aquel tiempo. A eso añádele el
gran cariño que sentía Samuel por Saúl, lo duro que fue para él decirle aquellas
palabras, pues vemos como después que Saúl fue desechado, Jehová tuvo que
decirle al profeta: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para
que no reine sobre Israel?” (1 Samuel 16:1). Y a pesar que Samuel tampoco estu-
vo de acuerdo en que haya un rey que no sea Jehová en Israel, también tuvo
que llenar su cuerno de aceite, y trasladarse a Belén, a la casa de Isaí para ungir
uno de sus hijos, de los cuales Jehová se había provisto de rey. Pienso que por
la aflicción que tenía Samuel, y por su conflicto con la palabra recibida, bien
pudo negarse, pero no, este hombre obedeció aún estando en desacuerdo.
Es importante que un profeta distinga los tres aspectos más importantes de
la profecía, con los cuales está comprometido en la misma magnitud. Estos son:
consolación, edificación y exhortación (1 Corintios 14:3). A veces somos tan
diplomáticos, aunque hay que tener sabiduría, y saber decir las cosas, ministran-
do en el espíritu del Nuevo Pacto que es la misericordia, gracia y restauración,
pero diciendo las cosas tales como son, dependiendo el sonido que Dios dé. No
hay necesidad de ofender o condenar a alguien, porque el mensaje del evangelio
no es de condenación, sino de restauración. Los que cierran sus oídos para no
escuchar el consejo de Dios, el Señor deja que anden en sus propios caminos,
hasta que se hastíen de sus propios consejos, dice Proverbios 1:31. Por tanto, no
es del mensajero regir lo que el destinatario hará con el mensaje recibido, sino
asegurarse de que éste lo reciba, exactamente, como el Señor se lo dio.
Dios es verdad, y todo lo que es contrario a su carácter es engaño e hipo-
cresía. Nota lo que dijo el profeta: “Por tanto, así ha dicho Jehová de los ejércitos
contra aquellos profetas: He aquí que yo les hago comer ajenjos, y les haré beber
agua de hiel; porque de los profetas de Jerusalén salió la hipocresía sobre toda la
tierra” (Jeremías 23: 15). Cuando se está diciendo algo que Dios no dijo, para
que la gente se sienta bien, se está hablando engaño. Y como las palabras son
espíritus, eso sale y cubre la tierra con hipocresía y engaño. Da tristeza escu-
char muchas cosas que se dicen y se escriben, engañando al pueblo de Dios.

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el llamamiento es conforme 369
a su procedencia

Existe una carencia de mensajeros genuinos, mensajeros íntegros, fieles, como


los del pasado, porque nos hemos conformado a este siglo, y por ello tenemos
que pedir perdón a Dios.
¿Y qué ha de hacer la iglesia ante tanta apostasía y engaño? No escuchar-
los, cerrar los oídos, porque de lo contrario nos engordaremos de vanidad y
falsas esperanzas. Jeremías dijo: “No escuchéis las palabras de los profetas que
os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su propio
corazón, no de la boca de Jehová” (Jeremías 23:16). Y pregunto, ¿solamente
yo escucho los mensajes hoy? ¿No están cargados los púlpitos de mensajes de
vanas esperanzas? Hay un mensaje que tiene décadas en la iglesia, llamado el
mensaje de la prosperidad. Sí, reconozco que el mensaje de Dios es prosperi-
dad, tanto en el Antiguo Pacto como en el Nuevo, y en este último se añaden
también las promesas espirituales.
Por ejemplo, en el Antiguo Pacto dice que si tú obedeces y guardas la ley
de Jehová, Él te da largura de días, por lo que no serás cortado a la mitad de
tus años. También dice que ninguna de las enfermedades que envió a los egip-
cios sufrirás, porque Jehová será tu sanador. Además te dará victoria contra
los enemigos, y serás cabeza y no cola, ninguna plaga tocará tu morada, serás
bendito en el campo, en la ciudad, bendita la canasta para amasar, las crías de
tus ovejas; todo va a ser bendito en tu casa, Jehová será contigo. Eso es pros-
peridad, pero en el Nuevo Pacto se añade aún más, porque se añaden otras
cosas. Dice Juan: “Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas, y
que tengas salud, así como prospera tu alma” (3 Juan 1:2). Hay una prosperidad
espiritual que no se compara a la terrenal, promesas gloriosas de bienes veni-
deros que son más valiosos que los terrenos, pues en el nuevo pacto todo es
nuestro, nosotros de Cristo y Cristo de Dios (1 Corintios 3:23).
Por lo antes dicho, la prosperidad es de Dios, y meditando en eso y en la
manera que el hombre tergiversa las dádivas divinas, un día dije: « ¡Dios mío,
qué es esto!», y Él me dijo: «hijo, el error no está tanto en el mensaje, sino en el
espíritu del mensaje que es de avaricia; distínguelo». Luego, me trajo el siguiente
versículo: “Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la
piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. (…) porque raíz de todos
los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe,
y fueron traspasados de muchos dolores” (1 Timoteo 6:11,10). Cuando Jesús pre-
dicaba en contra de la avaricia, dice que los fariseos se reían de él, pero Jesús
dijo: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste
en la abundancia de los bienes que posee” (Lucas 12:15). Abraham era riquísimo y
nunca habló de riquezas, ni tampoco quiso los despojos de la guerra aunque le

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370 la honr a del ministerio

pertenecían, sino que dijo: “He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador
de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada
tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram; excepto
solamente lo que comieron los jóvenes, y la parte de los varones que fueron conmigo,
Aner, Escol y Mamre, los cuales tomarán su parte” (Génesis 14:22-24). Él no tomó
nada para sí, aunque por ley militar le correspondía, y en cambio dio los diez-
mos de todo a Jehová (v. 20), pues sabía que su bendición venía de lo alto.
Luego vemos a este hombre, a quien Jehová le había entregado la tierra,
comprando una cueva en su propia tierra, para enterrar a su muerta, en Mac-
pela, aunque Efrón el dueño de aquella propiedad no solo le estaba dando
la cueva, sino regalándole toda su heredad (Génesis 23:9,11). Abraham bien
pudo decir: « Cómo puedo yo, que dejé mi tierra y mi parentela, para salir de
Ur de los caldeos a una tierra que Jehová me prometió, y un día me dijo: “Alza
ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente
y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para
siempre” (Génesis 13:14-15), voy a comprar una cueva para enterrar a mi ama-
da Sara, siendo yo el dueño de todo esto» Pero no, el reconocía que todavía
Jehová no se la había entregado en sus manos, por lo que optó por comprar la
cueva. No había confusión en su cabeza, sino que por el contrario, su fe estaba
bien clara, puesta en el Señor y no en su prosperidad.
Cuando Isaac se enriqueció y fue prosperado de tal manera que se engran-
deció, hasta hacerse muy poderoso (Génesis 26:12,13), se tuvo que marchar
de Gerar porque los filisteos le tuvieron envidia (v. 14). Pero luego, los reyes
y principales de Gerar se fueron tras él a pedirle que sean amigos y que haga
pacto con ellos de no hacerles mal, porque sabían que él era un bendito de
Jehová (v. 29). Por lo cual, concluyo que no es el lugar que hace a la persona,
sino Dios. Si Él está contigo, hace del lugar inhóspito e infructífero, un sitio
de prosperidad y mucha bendición. No pongamos el corazón en las riquezas.
Es mejor tener un buen hogar y buenos hijos en el temor de Dios, que ser due-
ño de toda una ciudad. No te equivoques, hay quienes ven como una carga
a la familia, pero la Biblia dice que herencia de Jehová son los hijos y cosa de
estima el fruto del vientre (Salmos 127:3). Lamentablemente, los verdaderos
valores, las virtudes que hacen a un humano, un ser superior con respecto a
las otras especies, en el modernismo se están perdiendo.
Sabemos que hay comerciantes avaros, pero que un hombre de Dios lo sea,
es una calamidad. El apóstol Pablo le advirtió a Timoteo: “También debes saber
esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres
amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes

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el llamamiento es conforme 371
a su procedencia

a los padres, ingratos, impíos” (2Timoteo 3:1-2). Pienso que Pablo se refería al
mundo, pero es triste también encontrar en la iglesia a hombres que andan
en codicias locas, y usan a la iglesia para despojarla. Y de eso, hermano mío,
todos somos responsables delante de Dios, cuando su codicia les sea manifiesta
a todos, y no hagamos nada para pararlos. Eso no se detiene con lamentaciones,
sino levantando la voz y confrontándolos con la Palabra de Dios.
Otra cosa, la Biblia no habla de “sembrar” una ofrenda a Jehová. Decir
que una ofrenda de Jehová es “siembra” es una mentira satánica, porque todo
pertenece a Dios y de lo recibido de sus manos le damos (2 Corintios 9:1-15;
1  Crónicas 29:14). Cuando Pablo habló de sembrar, se refería a una colecta
para los santos. La generosidad a favor de los demás es siembra, pero nunca lo
será la ofrenda para Jehová. Nadie que tema a Dios le ha dado algo, para que
Él le dé más después; eso es un engaño satánico. De Dios son todas las cosas, el
primogénito de las ovejas, las más gordas, lo mejor y lo primero. Cuando David
ofrendó lingotes de oro y plata y todos esos tesoros que ahora bien pueden ser
valorados en billones y billones de dólares, no lo hizo esperando algo a cambio,
sino porque tenía su “afecto”, su cariño, su satisfacción en dar para la casa de
Dios (1 Crónicas 29:3). A los ojos de David esto no era un gran y costoso sacri-
ficio, ni mucho menos un gasto oneroso en el que tenía que incurrir, para recibir
un beneficio luego, al contrario, era su delicia. Mira lo que él expresó:

“Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre, desde


el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el
poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que
están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el
reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proce-
den de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el
poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos. (...)
Porque ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos
ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de
lo recibido de tu mano te damos. (…) Oh Jehová Dios nuestro,
toda esta abundancia que hemos preparado para edificar casa a
tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo. Yo sé, Dios mío,
que tú escudriñas los corazones, y que la rectitud te agrada; por
eso yo con rectitud de mi corazón voluntariamente te he ofrecido
todo esto, y ahora he visto con alegría que tu pueblo, reunido
aquí ahora, ha dado para ti espontáneamente”
(1 Crónicas 29:10-12, 14, 16-17 ).

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372 la honr a del ministerio

Jehová escudriña los corazones, y para que una ofrenda le agrade, la mis-
ma debe poseer dos atributos: rectitud y voluntad de corazón. Esos dos ele-
mentos están ausentes en la “doctrina de la prosperidad”, pues su motivación no
es recta y nadie da espontáneamente, sino como resultado de una manipulación.
Ellos dicen: «Dale todo, vende tu casa y tráela, para que Dios te bendiga». Así
se llevan la herencia, y despojan a las ovejas, y nosotros nos quedamos mirando,
contemplando con indolencia. Pero no es tan solo negarse a eso, sino también,
donde yo esté, levantar mi voz aunque no me quieran escuchar, sabiendo que
soy responsable delante de Dios y debo tocar la trompeta. Vamos a ponerle
freno a los engañadores de este siglo, que están despojando a la iglesia, predicán-
dole un falso mensaje, escondiendo avaricia, para luego llevarse las riquezas y
reírse de ellos. Lo digo porque he visto pastores literalmente pelearse por recoger
la ofrenda del día, y dicen: «Déjamelo a mí que en el evento pasado yo recolecté
treinta mil dólares, y en este te apuesto que te voy a sacar cuarenta mil, ahora
mismo». Solo dije: « ¡Dios mío ten misericordia!, pero en esto no voy a parti-
cipar. Prefiero ser impopular, que no me inviten, que no me quieran en ciertos
ambientes, pero me quedo con Cristo, ¡prefiero a mi Dios!
Lo otro que señaló Jeremías fue: “No escuchéis las palabras de los profe-
tas que os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su
propio corazón, no de la boca de Jehová” (Jeremías 23: 16). Por eso vemos
como se levantan y andan ungiendo a mujeres y a hombres como apóstoles,
y “ordeñando” ministros. Sí, y perdona mi lenguaje, quizás es de mal gusto
escucharlo, pero tengo responsabilidad delante de Dios, y una cosa es ordenar
y otra cosa “ordeñar”. Ellos “ordeñan” porque le exprimen toda la leche a la
“vaquita”, pero el que ordena es porque el Espíritu Santo le ha señalado a
aquellos que han de ser apartados, para la obra a que los ha llamado (Hechos
13:2). Por eso tiemblo al hablar tan francamente de estas cosas, porque sé
que el mensaje puede ser rechazado o que alguien piense que lo preparé con
intención, pero a mí esto me lo reveló Dios, y por eso tengo el denuedo de
expresarme de esta manera.
Otro de los puntos que señaló el profeta es que: “Dicen atrevidamente a los
que me irritan: Jehová dijo: Paz tendréis; y a cualquiera que anda tras la obsti-
nación de su corazón, dicen: No vendrá mal sobre vosotros” (Jeremías 23: 17). Es
atrevimiento hablar de parte de alguien sin éste autorizarlo y peor aún, decir
todo lo contrario a lo que esa persona considera y piensa. Es una osadía que
estando Jehová enojado, ellos digan: «No se preocupen, tranquilos, tengan
paz, no les vendrá ningún mal; Dios está con ustedes». A veces queremos ser
más misericordiosos que Dios.

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el llamamiento es conforme 373
a su procedencia

También los profetas profetizan el engaño de su corazón, diciendo: “Soñé,


soñé. ¿Hasta cuándo estará esto en el corazón de los profetas que profetizan men-
tira, y que profetizan el engaño de su corazón? ¿No piensan cómo hacen que mi
pueblo se olvide de mi nombre con sus sueños que cada uno cuenta a su com-
pañero, al modo que sus padres se olvidaron de mi nombre por Baal?” (Jere-
mías 23: 25 – 27). A mí me llama la atención que sus sueños, a pesar de decir
cosas dulces y agradables al oído no acercaban al pueblo a Dios, al contrario,
lo alejaban. Por eso entiendo cuando Pablo le advirtió a Timoteo: “… vendrá
tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír,
se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de
la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo 4:3-4). Moisés le dijo
a Israel: “Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te
anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él te anunció,
diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no darás
oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová
vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con
todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma” (Deuteronomio 13:1-3). De ahí
aprendo que un profeta verdadero es aquel que lleva la gente a Dios.
Sé que abundan muchos, aparentemente, muy “ungidos”, que se cae la
multitud tan solo de escucharlos, que dicen palabras muy lindas y profetizan
cosas específicas y se cumplen, pero eso no te debe impresionar. El asunto es
si el mensaje y el espíritu del mensaje te conducen a amar, a temer y a obede-
cer a Dios. Discierne de esta manera: «Lo que dijo, ¿me está llevando a Dios, a
su persona, o a fantasías ministeriales?». Si con sus sueños hacen que el pueblo
se olvide del Señor, el mensajero no es de Dios, no lo debemos escuchar.
Nota lo que el versículo bíblico revela acerca de lo que hacen estos pro-
fetas, con tal de ser escuchados y oídos: “No envié yo aquellos profetas, pero
ellos corrían; yo no les hablé, mas ellos profetizaban” (Jeremías 23: 21). Sor-
prendente, Dios no los envió, pero ellos corren; el Señor no les habló, pero
ellos profetizaban. ¡Qué terrible! Corren a dar el mensaje, porque quieren
predicar; también pelean por el mejor horario en los medios de comunica-
ción, pero Dios no los envió, tremendo tiempo perdido. Entonces, el púlpito
se corrompe y la predicación pierde la eficacia, porque no hay fruto. Obser-
va este punto tan importante que señaló el profeta: “Pero si ellos hubieran
estado en mi secreto, habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo, y lo habrían
hecho volver de su mal camino, y de la maldad de sus obras” (Jeremías 23: 22).
Es bueno escuchar palabra de Dios, oír a aquellos de los que el Espíritu nos
da testimonio, pero nada substituye el estar a solas con Dios, en su secreto,

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374 la honr a del ministerio

para desarrollar sensibilidad espiritual y saber lo que Él está diciendo, y


poder transmitírselo al pueblo.
Los profetas reciben de Dios -junto al mensaje- una gran carga espiritual,
por lo que en ocasiones se desalientan al no ver los frutos en quienes escuchan.
Recuerdo que en uno de mis viajes a Bonaire, una isla bendecida por Dios,
sufrí un momento de aflicción en mi espíritu. Estando allá, y viendo que ellos
recibieron la palabra con toda solicitud, no sé por qué me sentía sumamente
triste y desalentado. Y lo que me entristecía era saber que el mensaje que les
compartía era tan de Dios, y sin embargo, cuando lo habíamos predicado en
otras naciones del lugar, la gente no lo escuchó de acuerdo a la veracidad del
mismo. Para mí, el mensaje era para que todo el mundo se tirara a los pies del
Señor y diga: «Esto es de Dios, queremos obedecer a esa palabra, hacer lo que
el Señor quiere que hagamos», pero no, esa euforia se ve en los que prefieren
seguir a los que andan en desatino, y les endulzan los oídos.
Sin embargo, el que es de Dios, la palabra de Dios oye, pues no es de
todos la fe. Luego de una reunión con los pastores y líderes del lugar, se nos
acercó a mí y a mi compañero de milicia, un pastor y su esposa, muy con-
movidos, y nos dijeron: «Gracias amados que como mensajeros de Dios han
venido a nuestra isla, a traer un mensaje del Señor a la iglesia. Esta mañana,
les escuchamos y Dios nos habló de cuidar la casa, su iglesia, y la obra que
el Señor nos encomendó. Mi esposa y yo nos arrodillamos aquí, en el lugar
de adoración y dijimos: «Señor, esta es tu casa, te la entregamos, enséñanos
a cuidarla». Y después que ustedes se vayan, en los próximos servicios, le
vamos a resumir a la congregación el mensaje, para hacer partícipe a todo
el pueblo de los mensajes que Dios nos trajo a los pastores de esta ciudad
a través de ustedes». Mi hermano, ¡qué consolación! Nos fuimos de allí
diciendo: «Dios mío, estábamos desanimados, al ver la actitud de la gente,
pero he aquí una pareja de pastores que no solamente escucharon, sino que
le van a enseñar en los próximos cultos a toda la iglesia lo que Dios les dijo.
Perdónanos, porque nos desalentamos por los que no oyen, y debemos ale-
grarnos por los que sí escuchan».
Desde entonces, le ruego al Señor no desanimarme más; quiero salir del
templo como Ana, que al dejar la casa de Dios, comió y no estuvo más triste
(1 Samuel 1:18), porque creyó que Jehová escuchó su oración. Cuando los
setenta vinieron contentos porque los demonios se sometían en el nombre del
Señor, Jesús les dijo: “Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino
regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20). En
otras palabras, no se alegren tanto de la derrota del diablo, sino del triunfo

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el llamamiento es conforme 375
a su procedencia

de Dios. No nos deprimamos por los que no escuchan, sino alegrémonos por
aquellos que oyen y quieren obedecer la Palabra de Dios
Si continuamos reflexionando sobre lo que dijo el profeta Jeremías, nota-
remos la conducta de esos falsos profetas y por qué Jehová estaba en contra
de ellos: “ hurtan mis palabras cada uno de su más cercano. [y]… endulzan sus
lenguas y dicen: El ha dicho” (Jeremías 23:30-31). ¡Tremenda osadía! Como no
tienen mensaje, se roban uno del más cercano y entonces endulzan su lengua
y dicen: «Así ha dicho Jehová». Por eso es que, en ocasiones, oímos profecías
y el mismo mensaje en boca de diferentes predicadores, hasta con las mismas
ilustraciones y ejemplos, porque no son confirmaciones, sino burdas copias.
Y ¿sabes por qué endulzan sus lenguas? Porque quieren ir sin ser enviados, y
tocar una trompeta agradable a los oídos de la gente, para ser bienvenidos.
Pero si la trompeta diere un sonido incierto ¿qué sucederá con el pueblo?
Ojalá tuviese yo siempre la boca dulce, pero si Dios me la pone amarga, no
tengo la culpa, debo ser fiel y decir lo que Dios habló. Todo lo que procede de
Dios es bueno, la exhortación es buena, la amonestación también. Solamente
para el que deja el camino es que la reconvención es molesta y aburridora
(Proverbios 15:10). Pero el que ama el camino, el que es de Dios, la Palabra de
Dios oye, y el que es de la luz se expone a la luz, para que se vea que sus obras
fueron hechas en Dios (Juan 3:21).
Personalmente, yo vivo entre profetas, pues nuestra congregación es un
ministerio profético, por lo que constantemente estoy recibiendo palabras,
sueños, visiones, etc., que han tenido sobre mi persona. Si yo me alimentara
de esas cosas, ya tuviera un tronito al lado del de Jesús, de tantas cosas lindas
que me dicen. Pero, por la misericordia de Dios eso no se me ha subido a la
cabeza, y he podido hacer como María, las he guardado, meditándolas en mi
corazón (Lucas 2:19). La expresión mayor de ella fue: “He aquí la sierva del
Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38). Tampoco ella salió
corriendo ni endulzó su lengua: «Así me dijo el Señor… Yo soy la séptima
trompeta de Dios», ¡no! María solo creyó (Lucas 1:45).
Hace un par de décadas atrás, casi todas las sectas cayeron en el mismo
error, diciéndose poseedoras del último mensaje de Dios al mundo; que ellas
eran la séptima trompeta. De hecho, alguien me regaló un libro acerca del
Apocalipsis, y lo comencé a leer y me llené de estupor. Su autor, un predica-
dor americano, exponía los principios del Reino, con una claridad tremenda
que me dije: «Dios mío, ¿quién es este, y por qué nunca había oído acerca de
él?». Seguí leyendo su mensaje sobre las siete iglesias del Apocalipsis, de cada
período y sus interpretaciones correspondientes, donde aplicaba que ciertos

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hombres de Dios representaron ciertas trompetas. Así fue detallando a cada


uno, con su respectiva trompeta. Pero cuando llegó a la séptima, dice que
esa trompeta era él. Entonces, ahí fue cuando más me interesé acerca de este
hombre, y empecé a inquirir sobre él. Supe que sí, que fue hombre bien con-
ducido, pero que al final comenzó a hablar de sí mismo, sobre lo que él era,
sobre cómo Dios lo usaría, hasta que su lámpara se apagó.
Mi hermano, Jehová cela su gloria y sale en defensa de ella. El hombre
de Dios tiene que ser como Pablo y Bernabé que cuando la gente vio los
milagros que hacían, y los quisieron endiosar diciendo: “Dioses bajo la seme-
janza de hombres han descendido a nosotros” (Hechos 14:11) ellos rasgaron sus
ropas, y se lanzaron entre la multitud, dando voces diciéndoles: “Varones, ¿por
qué hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os
anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y
la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay” (vv. 14-15). Así nosotros debemos
tirarnos sobre la multitud que nos quiere endiosar y decirle a voces: « ¡Adoren
a Dios!» Cuidado con los que alegran los oídos con todas esas cosas y se les
sube el ego, pues “Mejor es humillar el espíritu con los humildes Que repartir
despojos con los soberbios” (Proverbios 16:19).
En las iglesias de Galacia, cuando el apóstol Pedro estaba allí, comía con
los hermanos gentiles, y compartía todo con ellos. Pero cuando comenzaron
a llegar los hermanos judíos, Pedro empezó a simular, y Bernabé junto con
él. Estos eran dos apóstoles, con una conducta digna de amonestar delante
de Dios. Si estuvieras en la posición de Pablo ¿qué hubieras hecho tú? Dirías:
«Bueno, en el seminario aprendí, según la ética ministerial, que debo respetar
al que está en autoridad, y mucho menos debo amonestar públicamente a
un apóstol». Mas, para el apóstol Pablo eso era medrar, brillar falsificando
la Palabra, por lo que prefería expresarse con sinceridad, como de parte de
Dios, y delante de Dios, hablando en Cristo (2 Corintios 2:17). Por tanto, no
titubeó, y como él mismo narra, esto fue lo que hizo:

“… cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara, por-


que era de condenar. 12 Pues antes que viniesen algunos de parte
de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que vinieron, se
retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de la circunci-
sión. 13 Y en su simulación participaban también los otros judíos,
de tal manera que aun Bernabé fue también arrastrado por la
hipocresía de ellos. 14 Pero cuando vi que no andaban rectamente
conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos:

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378 la honr a del ministerio

dar, la gente se va a maravillar, y los que son de Dios sabrán que el mensaje
no es tuyo, sino de Dios. Pero cuando tú quieres impresionar a la gente con
un sonido que no es el tuyo, se oirá desentonado, desafinado, porque el que es
del Espíritu, distingue los sonidos.
No obstante, hay una cosa muy importante que Jesús les dijo: “El que
quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo
por mi propia cuenta” (Juan 7: 16 – 17). Por tanto, no debemos preocuparnos
tanto si la gente escucha, si recibe el mensaje o no, pues el que quiere hacer la
voluntad de Dios sí sabe si estamos hablando por nuestra propia cuenta. Eso
debe consolarnos y ministrar a nuestro espíritu, muchas veces lastimado y
rechazado, cuando esperábamos cierta reacción. Cuando alguien en realidad
está interesado, ama a Dios, le respeta, le quiere agradar, el Espíritu le da tes-
timonio si el mensaje del mensajero es de Dios o no lo es. Solamente el que no
le interesa vivirlo, porque tiene otros intere-
ses, porque prima más su carnalidad que la
Palabra de Dios, es que tiene conflicto con
el mensaje, y prefiere pensar que Dios no
“Si mi empeño está hablando.
es agradar a la Por la situación y confusión que reina
gente y no a Dios, en la iglesia hoy, pareciera que hubiese más
estoy buscando falsos profetas que verdaderos, pero el ver-
sículo que veremos a continuación es como
mi propia gloria,
un rayo x para escudriñar el corazón. Jesús
no la del Señor” dijo: “El que habla por su propia cuenta, su
propia gloria busca; pero el que busca la gloria
del que le envió, éste es verdadero, y no hay
en él injusticia” (Juan 7:18). Es decir que si
mi empeño es agradar a la gente y no a Dios, estoy buscando mi propia
gloria, no la del Señor. Un mensajero que quiere agradar a los hombres con
lo que predica y no a Dios, esconde el deseo de ser admirado, de ser halaga-
do, de ser invitado de nuevo. Su actitud revela el corazón, porque quiere ser
original, quiere atribuirse gloria de la predicación. Nota su vocabulario: “yo
investigué”, “yo hice”; también destaca su elocuencia, su retórica, su talento,
su unción, y hace despliegue de todos sus recursos y habilidades.
Generalmente, cuando ellos predican la gente dice como dijeron de Hero-
des, cuando se puso sus ropas reales y dio tremendo discurso, el pueblo le
aclamó y gritó: “¡Voz de Dios, y no de hombre!” (Hechos 12:22). El historiador
judío Flavio Josefo (38-94 d.C.), refiriéndose a ese hecho, dice que Herodes,

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a su procedencia

ese día, se puso un vestido con muchas piedras preciosas, y en ese lugar había
una ventana por la que entraba la luz del sol, cuyos rayos hacían brillar toda
aquella pedrería de una manera tan impresionante, que unido al discurso que
Herodes arengó, dio al momento un toque casi divino. Me imagino la gente
toda impresionada, anonadada de aquel lenguaje y esas vestiduras finas que
brillaban de una manera sobrenatural, diciendo: «¡Esto es voz de Dios y no
de hombre!». Pero Herodes no tuvo mucho tiempo de disfrutar de su esplen-
doroso estrellato, ya que la Biblia dice que al momento “un ángel del Señor
le hirió, por cuanto no dio la gloria a Dios; y expiró comido de gusanos” (v. 23).
Lamentablemente, nosotros hemos de soportar esos “payasos”, sabiendo que a
su tiempo recibirán su justa retribución (2 Tesalonicenses 1:8)
Es doloroso ver como muchos juegan con sus “dones” y se olvidan lo que
le pasó a Sansón, por estar jugando con la unción. Pero antes que la fama y la
gloria del mundo, “téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administra-
dores de los misterios de Dios” (1 Corintios 4:1). El que busca la gloria del que lo
envió, se preocupa por dar el sonido que se le mandó, para edificar al pueblo
y que este glorifique a Dios.
Hasta aquí llega la nota de esta trompeta, al sonido de la cual uno mi rue-
go al Señor, de que Su amor prevalezca, para que esta palabra no sea ignorada.
La misma no fue expresada en ánimo de criticar ni juzgar a nadie ni mucho
menos de mostrar que los demás están mal y el que está bien soy yo. Ese no es
el espíritu de este mensaje. Esta palabra viene del cielo, revelada por el Espí-
ritu del Señor, el cual nos advierte del peligro que hay en la iglesia hoy, por el
tipo de mensajeros y de mensajes que la están inundando y conduciéndola a
muchas cosas, menos a Su voluntad y a Su corazón. Que ahora Dios ministre
a nuestro espíritu y que esta palabra afecte el corazón de tal manera, que la
gloria de nuestro Señor y la verdad sean los sonidos que permanezcan.

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Capítulo V

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME
A SU HONRA

“… prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de


Dios en Cristo Jesús”
–Filipenses 3:14

E
n el contexto de este pasaje, cuyos versos dan inicio a este capítulo, el
apóstol Pablo se está refiriendo a su vida cristiana y experiencia con
Cristo, lo cual ilustra como una carrera. Él dice: prosigo a la meta, y
también alude a un premio que le será otorgado al final de la misma. Él llama
a este galardón -que es la corona que recibirá del Señor Jesús- el premio del
supremo llamamiento. En su caso, esa carrera comenzó con el llamamiento
que recibió de parte del Señor, cuando iba camino a Damasco (Hechos 9:1-
20). El “polo terrenal” de ese llamamiento se inició en el desierto, cuando
Saulo, henchido de judaísmo y blasfemando el nombre de Cristo, perseguía a
la iglesia (Gálatas 1:13,14; 1 Timoteo 1:12,13); y terminará en el “polo celes-
tial” con su coronación final, cuando reciba de parte del Señor, el premio que
él denomina “del supremo llamamiento”.

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382 la honr a del ministerio

Aunque el apóstol no está hablando en este pasaje directamente del ministe-


rio, está sobreentendido que su carrera cristiana incluye no solo su llamado a
salvación, sino al propósito de Dios con su vida, en este caso, el ministerio. De
hecho, en el caso de Saulo, ambos llamamientos fueron simultáneos (Hechos
9:1-20). Por tanto, sea que lo consideremos una misma cosa, o que lo separemos,
el resultado es el mismo: el llamamiento de Dios es supremo. En el original, la
palabra griega “supremo” significa “por enci-
ma”, “hacia arriba”. Literalmente, la traduc-
“El llamamiento ción puede ser “llamamiento arriba”. Aquí se
traduce supremo, porque esta palabra signifi-
que hemos reci-
ca “altísimo”, lo que no tiene superior en su
bido de Dios debe línea, algo soberano, que tiene preeminencia,
ser realizado y que es superior a todo. Por eso, el llamamien-
administrado to se le llama celestial, porque está arriba, está
en conformidad por encima de todo. Así como Dios es supre-
mo y está arriba, por encima de todos y de
con la honra de todo, de la misma manera es el grado de hon-
Su procedencia” ra, excelencia y superioridad del llamamiento
que de Él hemos recibido. Pongamos un
ejemplo bien conocido por nosotros: la Corte
Suprema, la máxima autoridad judicial de una nación. Sus jueces tienen una
investidura más elevada que los demás; su grado de autoridad y jerarquía está
“por encima” de los otros. Así también, bíblicamente, lo celestial es supremo con
relación a lo terrenal, no solo en cuanto a la posición o ubicación (arriba, abajo),
sino también en naturaleza o carácter. Miremos como lo expresa el profeta Isaías:

“Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamien-


tos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al
Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar. Porque mis pen-
samientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis
caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra,
así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensa-
mientos más que vuestros pensamientos”
(Isaías 55:7-9).

El profeta contrasta que de la manera en que son más altos los cielos que
la tierra, así son los caminos de Dios, más altos que nuestros caminos, y sus
pensamientos más que los nuestros. También, les advierte al hombre ateo e

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el llamamiento es conforme 383
a la honr a

incrédulo que deje su camino, y al hombre malo y perverso sus pensamientos


y que se vuelvan a Jehová, porque los pensamientos de Dios no son como los
de ellos, ni sus caminos como los de Él. Nota que no solamente es un asunto
de ubicación -más alto o más bajo-, sino una definición de carácter o natu-
raleza. Los caminos y los pensamientos de los que están abajo, en la tierra,
son inicuos, pero los pensamientos y los caminos del que está arriba, en lo
alto, son santos y puros. Dios no solo mora en “la altura”, sino también en “la
santidad” (Isaías 57:15). Él no solo es el Alto y Sublime y el que habita en la
eternidad, sino que su nombre es “el Santo” (v. 15).
Realmente, todo lo que proviene de Dios es supremo, y está “por encima”.
Refiriéndose al Señor Jesús, Juan el bautista dijo: “El que de arriba viene, es
sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene
del cielo, es sobre todos” (Juan 3:31). Por tanto, el llamamiento que hemos
recibido de Dios debe ser realizado y administrado en conformidad con la
honra de Su procedencia. Así como Dios es supremo, de la misma manera es
su llamamiento y todo lo que procede de Él. Por lo cual, todo ministro que
conoce a Dios y le teme, sabrá diferenciar entre lo santo y lo profano, entre lo
terrenal y lo celestial. Cuando administramos el supremo llamamiento como
si fuera algo común, es por una de dos razones: Primera, porque ignoramos
quién es Dios; o segunda, porque menospreciamos el don celestial. Después
del regalo de la salvación en Cristo Jesús, no hay otro don dado por Dios a los
hombres que sea más valioso y honroso que el llamado al ministerio. La honra
de la virgen es su virginidad (2 Corintios 11:2), y la honra de un ministro es
su llamamiento celestial (1 Samuel 2:27-35).
Cuando un ministro es ordenado o consagrado al ministerio, recibe de
parte de Dios, mediante la imposición de las manos del presbiterio, tres cosas
muy santas: delegación, autorización e impartición. 1) Delegación para ir en
nombre del Señor, pues a través de ésta se nos encomienda la realización del
propósito; 2) Autorización para llevar a cabo con aprobación divina todas
las funciones ministeriales; y 3) Impartición, a través de la cual recibimos la
dignidad de la investidura celestial (Números 27:18-20), que son la unción
(1 Samuel 16:13) y los dones necesarios para hacer la obra del ministerio (1
Timoteo 4:14,15). La manera cómo entendamos la gracia de esta condescen-
dencia y el valor y el precio de estos dones encomendados a nosotros, determi-
nará el grado de honra con el cual los administraremos para Dios.
Cuando decidimos honrar a Dios como es digno de Él y administrar lo
Suyo conforme a Su dignidad y carácter, entonces, en la delegación repre-
sentaremos Su nombre con el testimonio de sus atributos santos (Efesios

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384 la honr a del ministerio

4:1-3); Su autorización la realizaremos para edificación (2 Corintios 10:8;


13:10); y la impartición la ministraremos según el don y el poder que hemos
recibido, con humildad, mansedumbre y sabiduría (1 Pedro 4:10,11). Por
tanto, te invito a que estudiemos juntos, más ampliamente, lo que significa
administrar el llamamiento conforme a la honra suprema de Dios, en las
siguientes enseñanzas.

5.1  “… y antes que la Lámpara de Dios fuese apagada”


“Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde estaba
el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese apagada,
Jehová llamó a Samuel…”
-1 Samuel 3:3-4

La Biblia dice que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía, por eso lo
que se ve ilustra lo que no se ve (Hebreos 11:3). Lo que no percibimos con
nuestros ojos físicos es el mundo espiritual, así como lo que vemos y palpa-
mos es la materia. Dios es Espíritu y también el Invisible, y nos ha revelado
en su Palabra que lo que sucede en lo natural es una revelación de lo que está
sucediendo en lo espiritual.
Recuerdo que cuando yo no conocía la vida en el Espíritu, desde niño
me preguntaba: «Si Dios hizo el espacio ¿Qué existía antes en su lugar?» Y
cuando leí en la Biblia que a Dios ni los cielos de los cielos lo pueden conte-
ner (1 Reyes 8:27), me rompía la cabeza pensando qué tan grande puede ser
Dios que no se puede acomodar, porque el vasto Universo es muy pequeño
para Él. Así me debatía en estos pensamientos, hasta que Dios me reveló que
antes de que existiera lo material, aun el espacio y el tiempo, Él existía en el
mundo espiritual, el cual es ilimitado. Desde ese mundo espiritual, Dios hizo
el mundo físico. Eso que puede sonar tan simple, para nosotros es una revela-
ción muy importante, porque lo que se ve y nos rodea, revela lo que no se ve.
De hecho, cuando entramos en la vida del Espíritu comenzamos a relacionar
todas las cosas. Por eso, el hombre espiritual todo lo discierne en el Espíritu y
todo lo relaciona con el Espíritu (1 Corintios 2:14).
A veces ocurren situaciones a nuestro alrededor que son revelaciones de
lo que está pasando espiritualmente y, aunque lo experimentamos constan-
temente, no nos percatamos, porque no tenemos los ojos abiertos para mirar
esas cosas. Hay que tener los ojos abiertos para ver (2 Reyes 6:17). El Señor

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el llamamiento es conforme 385
a la honr a

nos habla por revelaciones, por sueños, por visiones, y a través de Su Palabra.
Por medio de ella, nos muestra ciertas cosas, a veces en símbolos, en sombras,
en tipologías, que por algunos detalles y repeticiones en la narración, pode-
mos discernir que hay una intención de Dios en ellas. En la Palabra de Dios
están contenidas cosas que si el Señor no nos las revela mientras leemos, no las
podríamos entender, pues contienen mensajes y misterios que van más allá de
las letras, pues la Palabra es Espíritu y vida (Juan 6:63). Podemos, inclusive,
hacer una exégesis de las Escrituras, estudiando y analizando exhaustivamente
cualquier pasaje bíblico, y hasta estudiar cada palabra, una por una, en su raíz
original, de tal manera que no se nos escape ni siquiera una tilde ni una coma,
y todavía pasar por alto una inmensidad de cosas profundísimas, pues la Pala-
bra es un océano de verdades y revelaciones que nuestra mente no puede, por
sí misma, ahondar ni explorar. Partiendo de esa premisa, si estudiamos en la
Biblia el sacerdocio de Elí y el llamamiento de Samuel, encontraremos una
gran enseñanza para nosotros, la cual se revela en este tema, veámoslo:

“Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde estaba


el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese apagada,
Jehová llamó a Samuel; y él respondió: Heme aquí. Y corriendo
luego a Elí, dijo: Heme aquí, ¿Para qué me llamaste? Y Elí le dijo:
Yo no he llamado; vuelve y acuéstate. Y él se volvió y se acostó. Y
Jehová volvió a llamar otra vez a Samuel. Y levantándose Samuel,
vino a Elí y dijo: Heme aquí; ¿para qué me has llamado? Y él dijo:
Hijo mío, yo no he llamado; vuelve y acuéstate. Y Samuel no había
conocido aún a Jehová, ni la palabra de Jehová le había sido reve-
lada. Jehová, pues, llamó la tercera vez a Samuel. Y él se levantó y
vino a Elí, y dijo: Heme aquí; ¿para qué me has llamado? Entonces
entendió Elí que Jehová llamaba al joven. Y dijo Elí a Samuel:
Ve y acuéstate; y si te llamare, dirás: Habla, Jehová, porque tu
siervo oye. Así se fue Samuel, y se acostó en su lugar. Y vino Jehová
y se paró, y llamó como las otras veces: ¡Samuel, Samuel! Entonces
Samuel dijo: Habla, porque tu siervo oye”
-1 Samuel 3:3-10

Al leer estos versos, el Señor llamó mi atención en la expresión: “y antes que


la lámpara de Dios fuese apagada…” e inmediatamente abrió mi entendimiento
para comprender algunas cosas acerca de lo que estaba ocurriendo en la vida
natural en ese tiempo. Pero, antes de profundizar en la cuestión, quiero guiarme

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por el Espíritu, y estudiar un poquito sobre el significado que la Biblia revela


acerca de la lámpara de Jehová. La cita bíblica se refiere, en lo natural, al cande-
lero en el Lugar Santo, pero la Biblia usa esa tipología para darnos también un
significado espiritual de la lámpara. Lo vemos en el incidente que le ocurrió a
David, cuando al luchar contra los filisteos se cansó (2 Samuel 21:15), tal como
le pasó a Moisés cuando sus manos se cansaron, peleando contra Amalec y
hubo que sostenérselas para que tengan firmeza (Éxodo 17:11-12). En el caso del
rey David, sus hombres le hicieron el siguiente juramento:

“Nunca más de aquí en adelante saldrás con nosotros a la bata-


lla, no sea que apagues la lámpara de Israel”
(2 Samuel 21:16-17)

En otro texto, también el pueblo de Israel le dijo a David: “No saldrás;


porque si nosotros huyéremos, no harán caso de nosotros; y aunque la mitad de
nosotros muera, no harán caso de nosotros; mas tú ahora vales tanto como diez
mil de nosotros” (2 Samuel 18:3). De estas expresiones podemos afirmar que
estos eran hombres de visión, los cuales poseían la sabiduría de cuidar siem-
pre a su líder, porque sabían que la unción desciende por la cabeza (Salmos
133:2). De la misma manera, una iglesia entendida sabe que lo natural ilustra
lo espiritual, por lo que cuida a su líder, pues cuando él recibe, la iglesia reci-
birá lo mismo, de manera que si él está próspero, la iglesia va a prosperar; si la
“cabeza” está descansada, la iglesia -como cuerpo- también va a descansar; y
si él recibe unción y revelación, la iglesia también.
El ejército de David, dice la Biblia, era como el ejército de Jehová (1 Cróni-
cas 12:22), así que eran personas de visión que habían visto la gracia de Dios que
estaba en él, y lo consideraban como a una lámpara. De ahí podemos aprender
que la lámpara representa el ministerio, el liderazgo, el propósito del llamamien-
to de Dios. En este caso, Jehová hizo un pacto con David, lo que la Biblia llama,
el pacto de “las misericordias firmes a David” o “misericordias fieles de David”
(Isaías 55:3; Hechos 13:34), mediante el cual Dios le iba a dar un reino eterno,
de manera que Dios se iba a mezclar con la descendencia davídica. Por eso le dijo:

“Y cuando tus días sean cumplidos para irte con tus padres,
levantaré descendencia después de ti, a uno de entre tus hijos,
y afirmaré su reino. Él me edificará casa, y yo confirmaré su
trono eternamente. Yo le seré por padre, y él me será por hijo;
y no quitaré de él mi misericordia, como la quité de aquel que

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el llamamiento es conforme 387
a la honr a

fue antes de ti; sino que lo confirmaré en mi casa y en mi reino


eternamente, y su trono será firme para siempre”
(1 Crónicas 17:10-14).

En otras palabras: «Un varón de tu casa, será hijo tuyo y a la vez Hijo
mío, y de esa manera, uniré mi casa con la tuya, porque tú me querías edificar
casa, pero seré yo el que te edificará casa a ti. Así que vamos a combinar la
casa que tú me quieres preparar, con la que yo te voy a dar. Tú vas a poner tu
tabernáculo y yo voy a poner el mío, y lo juntaremos de manera que de dos,
haremos uno». Por eso es que en Cristo Jesús están unidas la casa de David
y la casa de Dios, pues Él es cien por ciento humano -Hijo de David (Mateo
1:1; 21:9)-, y cien por ciento divino -Hijo de Dios (Lucas 1:35; 3:32-38). Por
tanto, como el propósito de Dios estaba en David, él era la lámpara de Dios
en esos días. Por eso, estos hombres dijeron: «No queremos que se apague…
¡vamos a cuidar la lámpara!»
Entendamos que el ministerio de David, como rey, representaba la lám-
para, la luz de Dios en Israel, por lo que si David moría eventualmente la
lámpara se apagaría, y con ella todo Israel, porque él era el ungido, el elegido
de Dios y en él estaba la bendición en ese tiempo. David era la vara del tronco
de Isaí de cuyas raíces, dijo Dios, un vástago retoñaría (Isaías 11:1). Jehová
soportó reyes en Judá que no tenían el corazón perfecto para Él, pero por
amor a David su padre, Jehová continuó sosteniendo lámpara en Jerusalén (1
Reyes 15:4). ¿Por qué y para qué? Por el propósito que había en David y en sus
hijos, para que se cumpliera el tiempo en que llegara Jesucristo, quien ya no
fue una lámpara, sino la luz del mundo (Juan 8:12), pues por Jesucristo “El
pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; Y a los asentados en región de sombra
de muerte, Luz les resplandeció” (Mateo 4:16).
David dijo: “Tú encenderás mi lámpara” (Salmos 18:28), y Job, cuando
atravesaba su prueba exclamó: “¡Quién me volviese como en los meses pasados,
Como en los días en que Dios me guardaba, Cuando hacía resplandecer sobre
mi cabeza su lámpara, A cuya luz yo caminaba en la oscuridad; Como fui en
los días de mi juventud, Cuando el favor de Dios velaba sobre mi tienda (…)!”
(Job  29:2-4). Este hombre estaba añorando la época en que él gozaba de
mucho respeto entre jóvenes y viejos, y aun los príncipes detenían sus conver-
saciones de sólo verlo pasar (vv. 7-10). Job lo atribuía a que el favor de Dios
velaba sobre su tienda (v. 4), y su luz resplandecía sobre su cabeza. Como Job
describía en su discurso sobre toda la honra que Dios le había dado, entende-
mos que para él, el favor y la honra de Dios era su lámpara.

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Como hemos dicho desde el principio, ningún siervo de Dios tiene nada,
si no tiene la honra de Dios. Podemos poseerlo todo, ser prósperos económi-
camente, pero nuestra mayor riqueza es servirle al Señor, porque ahí radica
nuestra honra y dignidad como individuos. Nuestra herencia es esa distin-
ción, el que Dios nos haya separado para Él; que nos haya tenido por fieles
poniéndonos en el ministerio, que nos haya hecho lámparas, y nos haya dado
su gracia y su favor. Por tanto, aplicando, podemos decir que el ministerio, el
propósito de Dios con mi vida, el favor que me ha concedido y la honra que
me ha dado, todo eso constituye mi lámpara.
Observemos que Jehová había establecido como estatuto perpetuo en el
sacerdocio levítico, que las lámparas del tabernáculo de reunión tenían que
arder continuamente, y ser colocadas en orden, desde la tarde hasta la mañana
(Éxodo 27:20-21). Por tanto, el trabajo del sacerdote era evitar que esa lám-
para se apagase, porque la luz tenía que ser permanente, ya que ese fuego lo
había encendido Jehová. Cuando se dedicó el tabernáculo del testimonio y
los levitas fueron dedicados, se presentó el primer holocausto a Jehová, y dice
la Palabra que salió fuego de la presencia de Jehová que consumió todo lo que
estaba sobre el altar, hasta las grosuras (Levítico 9:24). Por lo cual, se cree que
ese fuego continuó y el trabajo del sacerdote era mantenerlo encendido, y de
allí tomar las brasas de fuego para llenar su incensario (Levítico 16:12).
De hecho, se cree que el pecado de Nadab y Abiú (hijos de Aarón), fue el
haber puesto en sus incensarios fuego que Jehová nunca les había mandado
(Levítico 10:1). A ese fuego Dios le llama “fuego extraño” por ser un fuego que
Él no mandó, sino que ellos mismos introdujeron. Por lo cual, salió fuego de la
presencia de Jehová que los mató, pues como luego Dios sentenció: “En los que a
mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado” (v. 3).
Ahora que tenemos un poco más claro el concepto de “lámpara” en la
tipología bíblica, como propósito, honra y favor de Dios, entremos en tema
y miremos de nuevo en el libro de Samuel, qué ocurría con esa lámpara en
el templo de Jehová, y por qué se estaba apagando. En tiempo de Samuel, la
lámpara era Elí y su casa. Pero, como dijimos al principio, lo que pasa en la
vida natural es un reflejo de la vida espiritual, consideremos que la misma
actitud que Elí tenía hacia el ministerio y hacia el oficio santo, representaba
su lámpara. Meditemos en algunos detalles que nos dicen el por qué la luz de
su lámpara se estaba extinguiendo.

“El joven Samuel ministraba a Jehová en presencia de Elí; y la


palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con

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a la honr a

frecuencia. Y aconteció un día, que estando Elí acostado en su apo-


sento, cuando sus ojos comenzaban a oscurecerse de modo que no
podía ver, Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde
estaba el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese apagada”
(1Samuel 3:1-3).

Destaquemos tres aspectos importantes, de estos versículos: 1. La Palabra


escaseaba y no había visión con frecuencia; 2. Al líder se le estaban oscureciendo
los ojos; y 3. La lámpara de Dios se estaba apagando. El relato bíblico nos está
hablando de Elí, quien era el juez y sumo sacerdote en aquel tiempo. Por tanto,
si había una lámpara que tenía que estar bien encendida -porque era una lám-
para experimentada- era la de este hombre, sin embargo, la Biblia dice que la
Palabra escaseaba y no había visión con frecuencia, y aquél que era la “lámpara”
se estaba quedando ciego… ¡Qué triste mi
hermano cuando la lámpara o ministerio se
está apagando!, cuando ya no se escucha
Palabra de Dios, ni hay manifestación del “En el oficio
Espíritu y comienza a nublarse la visión, pues sacerdotal hay
el que veía ya no ve como veía antes! ¡Cuán- que poner amor
tos ministerios y movimientos de Dios e interés en lo
comenzaron con sus lámparas bien encendi-
das y hoy son pábilos que ya ni humean! En que se hace, y
este caso, el ministerio comenzó a envejecer ver la gloria
como envejecía Elí, pues aparentemente, lle- de ello, de lo
gó un momento en que para ellos todo se contrario, puede
volvió rutinario y aburridor.
convertirse en
Meditemos en esto mi hermano, pues
pienso que un sacerdote en aquellos días tenía una carga”
que amar a Dios y a su oficio para poder ejer-
cerlo, ya que tenía que hacer lo mismo todos
los días, hasta siempre, pues así como los dones, el llamamiento de Dios es
irrevocable (Éxodo 29:9; Romanos 11:29). Pensemos en todo el ritual levíti-
co, desde el sacrificio de animales, hasta poner sobre el altar el holocausto y
verlo consumir. Sabemos cómo las bestias berrean y dan mugidos de dolor en
el momento de su degüello, y estos hombres tenían que decapitar al becerro,
derramar su sangre y rociarla alrededor del altar (Levítico 1:5). También, tenían
que meter sus manos en el cuerpo del animal sacrificado, dividirlos en pedazos,
y tomar las grosuras que cubren los intestinos, el hígado y los riñones y ponerlas

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sobre el altar. A parte de tomar la carne del becerro, su piel y su estiércol, y


quemarlas a fuego, fuera del campamento (Éxodo 29:14). Esos eran sacrificios
diarios, en los cuales el sacerdote tenía que poner su corazón porque eran cosas
santas, donde había imposición de manos y también ellos debían comer de
aquellas cosas, como parte del ritual (Levítico 4:4; Éxodo 29:33).
Pienso en algunas personas que por tan sólo cocinar comidas en gran-
des cantidades se les quita el apetito, ahora imaginemos estos hombres de
Dios, entre mugidos y olor de sangre, comiendo a la puerta del tabernáculo
de reunión, a la vista de todo el pueblo, la carne del animal degollado y del
pan que estaba en los canastillos (Éxodo 29:32). ¡Ellos tenían que amar lo
que hacían!, y entender su significado espiritual, y su trascendencia que iba
más allá de un mandamiento. Estos hombres, necesariamente, tenían que
ver lo que significaban esas cosas; entender lo que representaba una ofrenda,
apreciar aquello que se le estaba dando a Jehová; conscientes de que era una
representación, y ellos los mediadores.
En el oficio sacerdotal hay que poner amor e interés en lo que se hace,
y ver la gloria de ello, de lo contrario, puede convertirse en una carga. Si no
amamos el servicio de Dios, nos puede ocurrir como el que duerme y despierta
cansado, que no quiere levantarse; así todo lo del ministerio nos resulta gravoso
y no podemos soportar sus responsabilidades. Imaginemos por un momento
el trabajo pastoral, lo que es predicar en la mañana, luego en el servicio de la
tarde; ir de aquí para allá; bregar con personas que siempre están descontentas,
que se resisten a seguir instrucciones, y se rebelan contra la autoridad puesta por
Dios. Si no hay amor en ello, llegamos al punto donde el ministerio se vuelve
rutinario, insípido. Entonces, cansados, no hay frescura de Dios y ni siquiera
nos animamos a tomar el aceite para nuestras lámparas.
Nota que el aceite de las lámparas era algo superior, pues representaba
la unción santa (Éxodo 30:25). El aceite también puede representar energía,
poder, virtud para obrar, capacidad para realizar la obra. Fíjate que Jehová
dijo que el aceite del alumbrado debia ser puro, de olivas machacadas, (Éxodo
27:20). Es decir que era algo espeso, que no se consumía tan fácilmente, pues
las lámparas tenían que arder continuamente. Lamentablemente, y lo digo
con mucha tristeza, no es para nadie desconocido que en muchos lugares
la lámpara se está apagando, y en otros hace tiempo ya está apagada, y ni
siquiera lo han notado. Eso le ocurrió a Sansón, quien fue el último que se
dio cuenta que había perdido la unción, pues hasta sus enemigos ya estaban
al tanto de que no tenía fuerzas, menos él (Jueces 16:20-21).

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En el texto que nos ocupa, vemos que, primeramente, a Elí se le comienzan


a oscurecer los ojos. Jesús enseñó: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu
ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu
cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no
serán las mismas tinieblas?” (Mateo 6:22-23). Por lo cual, El Señor me mostró
que esa expresión referente a Elí era una representación de que sus ojos espiri-
tuales también se habían oscurecido, y además me dijo: «Un líder está perdien-
do la visión, cuando ve a alguien orando y piensa que está borracho». Lo que
sucedió con Ana, nos ilustra esta verdad. Esa pobre mujer derramaba su alma
delante de Jehová, con llanto amargo, pidiéndole un hijo a Jehová, porque su
esterilidad la tenía afligida, y sentía que su Dios la había olvidado. Según el
pacto antiguo, Ana era una mujer maldita, porque carecía de la bendición de
procrear hijos y darle descendencia a su marido (1 Samuel 1:10, 12). Ella oraba
en el templo, y me imagino, cómo en su dolor, ladeaba su cuerpo, mientras sus
labios jadeantes, a penas musitaban las palabras que su alma con gran dificultad
formaba en oración. Pero Elí la creyó borracha, y pensando que estaba ebria,
la reprendió. ¿No pasa hoy de la misma manera? En ciertos lugares donde se
apagó la lámpara y ya no hay aceite, ven las personas en el Espíritu, gimiendo,
clamando, y dicen: «¿Qué le pasa a esta gente?, ¿por qué son tan exagerados?
¡Parecen locos o borrachos!» Como no hay visión de Dios en ellos, no pueden
ver al Espíritu Santo, y aunque se manifieste, no lo reconocen.
Así pasó el día de Pentecostés, cuando los reunidos en el aposento alto
fueron llenos del Espíritu Santo y un estruendo estremeció el lugar, y empeza-
ron hablar en otras lenguas (Hechos 2:1-4), una multitud atónita se juntó allí.
Entre la muchedumbre confusa, muchos decían: “¿Qué significa esto?” (v. 12).
Y otros se burlaban diciendo: “Están llenos de mosto” (v. 13). Así que Pedro,
junto a aquellos hombres de visión, les tuvo que decir que ellos no estaban
borrachos, sino llenos del Espíritu Santo, hablando las maravillas de Dios (vv.
14-36). Esa multitud bien puede representar a los movimientos de hoy, que
al ser testigos de la reacción de aquellos que son impactados por el Espíritu
de Dios, interpretan que están locos o borrachos. Ellos no entienden y nos
consideran fanáticos al ver que Dios no es para nosotros un programa ni una
rutina de domingo, sino la vida misma.
El que tiene el Espíritu tiene vida; y lo que está vivo se mueve. No hay
nada que Dios haya hecho que no se mueva, desde lo más grande que pue-
da existir, hasta el átomo que es considerado como la partícula material de
pequeñez más extrema. Sabemos sobre la Vía Láctea y de las galaxias, que
son unidades dinámicas cuyos centros galácticos, llamados también núcleos

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activos, son una fuente de energía excepcionalmente intensa, viva. Así tam-
bién en nuestro cuerpo, la sangre que es vida está en constante circulación y
los órganos están en movimiento. El Dios Vivo es energía viva, por tanto, el
que lo sigue se tiene que mover. En Dios no hay inercia, porque Él no es Dios
de muertos, sino de vivos (Lucas 20:38).
Mencioné la palabra energía, y puede que te suena muy moderna, o un
término un tanto místico, pues ha sido muy manoseada tanto por el círculo
“científico” como por los que se hacen llamar “iniciados” de una nueva forma
de pensamiento filosófico -que no son otra cosa que huecas sutilezas (Colo-
senses 2:8) – pero debes saber que ellos la sacaron de las Escrituras, aunque
dejaron al Dios de la Biblia que la generó. Nota como es usada la palabra
energía en algunas exposiciones doctrinales del apóstol Pablo. En una ocasión
que él rogaba al Padre de gloria, para que alumbrara los ojos de nuestro enten-
dimiento y nos diera espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento
de Él, dijo: “… según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cris-
to, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestia-
les…” (Efesios1:19-20). Las palabras “poder” y “operación” corresponden a los
vocablos griegos dunamis y energeia, respectivamente (de donde proviene la
palabra que conocemos como energía), y denotan algo que contiene un poder
inherente y una virtud poderosa, para realizar milagros y cosas sobrenaturales
que exceden a todo conocimiento.
Asimismo, cuando en la Biblia dice que la Palabra de Dios es viva y eficaz
(Hebreos 4:12), la palabra eficaz en griego es energes, porque energía no es
solamente poder, sino eficacia, actividad. De hecho, cuando el apóstol Pablo
se refirió a su obra apostólica dijo: “… para lo cual también trabajo, luchando
según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí” (Colosenses 1:29),
lo que entiendo es que esa “potencia” (gr. energeia), tal como actuó en nues-
tro Señor Jesucristo, así operaba en él, como también opera en nosotros y
en el que es de la fe de Jesús. Dios es energía y nos hace energía en Él. Pero
como la lámpara de Elí se estaba oscureciendo, él miró a Ana, no como una
mujer tocada en la presencia de Dios, sino como una borracha, y por eso la
reprendió. Ese incidente me deja ver que Elí hacía tiempo que ya no oraba
así. Quizás cuando comenzó su ministerio tenía el primer amor y había fuego
en él, como comienzan todos los movimientos de Dios, con la lámpara bien
encendida, y después comienzan a institucionalizarse, y todo se convierte en
burocracia e inercia. ¡Y pensar que Elí fue juez de Israel cuarenta años!
Eso me acuerda al viejo profeta de Bet-el, que vimos en el capítulo anterior,
quien se avivó cuando le contaron la llegada de un joven varón de Dios, una

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lámpara encendida a quien Dios usó con poder y grandes señales, para clamar
contra el altar de Bet-el que había fabricado Jeroboam (1 Reyes 13:1-6). Pero
vimos que ese profeta viejo, institucionalizado, tenía años viviendo allí, y fue
testigo de cómo Jeroboam (tipo del anticristo -Daniel 7:25; 2 Tesalonicenses
2:4) cambió los tiempos y modificó todo lo que Dios había instituido, por
miedo a perder el reino (1 Reyes 12:26, 28, 31-33), y él moraba en Bet-el, sin
embargo, nunca levantó su voz en repudio ni clamó a Dios por esas cosas.
Hoy pasa lo mismo, iglesias que andan con alcaldes y gobernadores, porque lo
que quieren es la reputación política y obtener poder, pero ya no son profetas
de Dios. Estos ya no hablan de justicia divina, ni de santidad, mucho menos
de lo santo ni de lo profano, ni de lo que está incorrecto ni de lo que se opone
al propósito de Dios y a sus principios, pues tienen sus almas vendidas.
Mas, el viejo profeta, al ver esa lámpara encendida, corrió para alcanzarlo
antes que el joven se fuera, y pedirle que le siguiera (1 Reyes 13:18). Al joven
seguramente le resultó extraña la invitación, ya que Dios le había advertido
que no se detuviese (v. 17), pero el viejo profeta le persuadió con mentiras,
mostrándole su experiencia, diciéndole en otras palabras: «Yo, como tú, soy
profeta y ministro de Dios desde hace mucho tiempo; ven a mi casa, métete
bajo mi techo, entra bajo mi cobertura que yo tengo más años de experiencia
con Dios y en estas cuestiones que tú». Así también Elí se hizo viejo juz-
gando a Israel, y me pregunto: ¿cuántas personas presentan su experiencia
como credencial? ¿Cuántas dicen: «yo tengo tantos años de experiencia en el
ministerio», y no son más que un año repetido muchas veces, porque en sus
vidas no hay nada de Dios y sus corazones están endurecidos y se mantienen
cerrados a la renovación por el Espíritu Santo? A ellos ya no les habla Dios,
sino que su revelación le viene como al viejo profeta, a través de un “ángel de
luz” (2 Corintios 11:14). Sus ministerios se han apagado, pero Dios quiere que
sean lámparas de Su templo, y estén ardiendo todo el tiempo. Por eso, Jesús
dijo de Juan el bautista que era antorcha que ardía y alumbraba (Juan 5:35), y
a sus ministros llamó llamas de fuego (Hebreos 1:7). Dios quiere que el favor
y la honra que nos ha dado resplandezca y arda en Su fuego consumidor.
A pesar que Elí no podía ver, porque sus ojos se empezaron a oscurecer,
no es una casualidad que en el mismo capítulo donde dice: “y la palabra de
Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con frecuencia”, también dice:
“Y Samuel no había conocido aún a Jehová, ni la palabra de Jehová le había
sido revelada” (1 Samuel 3:1,7). Pero luego dice: “Y vino Jehová y se paró, y
llamó… (…) Y Jehová dijo a Samuel” (vv. 10, 11). Vemos aquí, entonces, que
comienzan las visiones, y empieza Dios a encender una lamparita antes que la

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otra se apague. Cuando la lámpara vieja se está apagando, Jehová levanta por
otro lado una nueva, porque el Señor siempre quiere mantener Su favor para
Su pueblo. Por tanto, Dios estaba levantando un nuevo ministerio en Samuel,
una nueva lámpara para Israel.
Mas, algo muy extraño ocurrió aquí, algo que la Biblia nos muestra que
no es usual en la conducta divina. Jehová nunca violenta sus órdenes, y cuan-
do tiene un líder no le habla a otro por detrás. El ladrón viene por detrás, pero
el pastor viene por el frente, por la puerta (Juan 10:1-2). Sabemos que Jehová
nunca se dirigió a Josué mientras existió Moisés, ni nunca habló con Aarón
mientras vivió Moisés, sino que siempre lo que les decía o les ordenaba, lo
hacía a través de su líder (Éxodo 7:19; Números 6:23; Éxodo 17:14, Deutero-
nomio 31:14). Dios no le pasa por encima a un líder, pero a una lámpara apa-
gada, ¿quién le hace caso? Jehová es misericordioso, pero cómo ha de seguir
confiando en alguien que lo deshonró, alguien que amó a sus hijos más que a
Él; alguien que permitió que prostituyeran su ofrenda, y no hizo caso.
Algunos dicen: «Ah, pero fue que Elí no amonestó a sus hijos», pero la
Palabra dice que sí los amonestó, y les dijo: “¿Por qué hacéis cosas semejantes?
Porque yo oigo de todo este pueblo vuestros malos procederes. No, hijos míos, porque
no es buena fama la que yo oigo; pues hacéis pecar al pueblo de Jehová. Si pecare
el hombre contra el hombre, los jueces le juzgarán; mas si alguno pecare contra
Jehová, ¿quién rogará por él?” (1 Samuel 2:23-25). El asunto fue que Elí no los
paró, no los detuvo. La Escritura dice: “… sus hijos han blasfemado a Dios, y él
no los ha estorbado” (1 Samuel 3:13). La palabra “estorbar” es el vocablo hebreo
kahah que significa debilitar, refrenar, contener o reprimir su fuerza. En otras
palabras, Elí debió debilitar sus fuerzas, quitándoles la autoridad; debió refre-
narlos, meterse en el medio y decirles: «Ustedes no van a seguir haciendo lo que
hacen; o dejan eso o abandonen el ministerio ahora mismo». ¡Ah, pero no!, su
actitud fue como la de muchos padres que dicen: «¡Ay, esos muchachos están
dañando mi reputación! Pero ¿qué voy hacer? Son mis hijos, quizás llamándoles
la atención puede que recapaciten: ¡A ver, hijitos míos, mis muchachitos, no me
hagan eso…!» Sí, en Elí pesó más su reputación y el vínculo que tenía con sus
profanos hijos que la honra y el temor que le debía a Dios.
Hay quien les aplica a los demás la disciplina de manera inflexible e incle-
mente, pero cuando se trata de su persona siempre encuentra argumentos para
justificarse muy generosamente. Elí debió pararse y decir: « ¿Qué es lo que
ustedes están haciendo? ¿Acaso piensan que por ser mis hijos yo voy a respaldar
su conducta irreverente y pecaminosa, en el servicio a Dios? Escúchenme bien,
cuando se trata de la honra de Dios, no hay esposa, no hay hijos, ni tampoco

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amigos ni nada ni nadie. ¡Primero Dios, luego Dios y después Dios! Él es el


todo en todo. Así que se terminó esa conducta. ¡Salgan ahora mismo del santua-
rio, y no se atrevan ni siquiera a asomarse por aquí!». Tristemente, este hombre
que representaba el sacerdocio y la ley de Dios, no estorbó a sus hijos ni le dio el
carácter que requería tal proceder; su lámpara estaba apagada, y no había celo
de Jehová en él. Su ministerio estaba como su vida, envejecido y sin fuerzas.
Sin embargo, vemos que se comienza a encender una nueva lámpara, con
visión y Palabra de Dios. Es interesante notar que mientras para la visión de
Dios, los ojos de Elí (la lámpara) se estaban cerrando (apagando), los de Samuel
(la nueva lámpara), se estaban abriendo (encendiendo). ¿Sabes cómo se le llamó
posteriormente a Samuel en Israel? El vidente. ¡Qué lindo que en un tiempo
donde no hay visión, Dios levante un vidente! No solamente con revelaciones de
sus propósitos, sino con la certidumbre de ver cosas naturales que a ojos de los
comunes están ocultas. Un vidente era un profeta, pero Samuel, aparte de pro-
feta, fue un vidente tal que hasta cuando las
asnas se perdían, él decía dónde estaban (1
Samuel 10:14). Los hombres de visión, cuan- “Se pierde la
do tienen los ojos abiertos, hasta a los anima- visión, cuando
les perdidos encuentran, y esa lámpara de
Samuel estaba bien encendida. El muchachi-
se honra más a
to llegó a ser el vidente más famoso, de mane- los hombres
ra que todo Israel, “… desde Dan hasta que a Dios”
Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta
de Jehová” (1 Samuel 3:20).
No obstante, –y eso también es otra enseñanza- llegó el tiempo que
Samuel se sintió tan experimentado en la visión, que cuando fue a buscar al
ungido de Jehová, no lo encontró. Algo tan importante, como identificar al
escogido por Dios, él no pudo hallarlo. El vidente, en lugar de decir: «Déjame
consultar a Jehová y no confiar en mis habilidades, para seleccionar al hom-
bre que como rey, Él ha escogido, en esto no quiero equivocarme», prefirió
confiar en su don. Él se apresuró, como el que dice: «No tengo que consultar
con nadie, pues de esto sé yo. Yo soy un experimentado vidente, tengo años
haciéndolo, así que hasta con los ojos cerrados sabré quién es quién». ¡Ah,
pero lo que no estaba tomando en cuenta Samuel es que Jehová no mira como
mira el hombre (1 Samuel 16:7)! A veces nos creemos tan entendidos que ni
consultamos a Jehová. Incluso, hay quienes se ríen de ti cuando no se ofen-
den, si les dices: «Hermano, déjame orar antes de ir a predicar a tu iglesia, a
ver lo que Dios quiere». Y te dicen en tono de burla: «Espérate un momento,

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¿tú me estás diciendo que vas a orar para eso? ¡Por favor!» En otras palabras:
«Yo no necesito al Espíritu Santo, para que me diga lo que tengo que hacer. Yo
sé lo que tengo que hacer». Y por ahí andan, supuestamente en el nombre de
Jesús, pero llevando su propio mensaje, andando de su propia cuenta, ya que
el mensajero de Jehová es el que el Señor envía. El Hijo de Dios dijo: “Porque
yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio manda-
miento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar” (Juan 12:49). En el reino
de Dios hay enviados, no “llaneros solitarios”.
De hecho, eso es lo que ha pasado con las denominaciones que han perdi-
do la lámpara, que confían más en su organización, en sus instituciones, póli-
zas, y constituciones que en la Palabra de Dios. Ellos predican los domingos
una homilía, para entretener a la gente, nada más, pero no hay Espíritu de
Dios en sus palabras. Ellos han perdido la esencia misma y son como los sadu-
ceos, ignoran el poder de las Escrituras (Marcos 12:24). Ellos han limitado la
Palabra al logos, a letras solamente y han perdido el rhema, la esencia de vida
que hay en ellas. La Biblia es la lámpara, ¿o no dice la Escritura: “Lámpara
es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino” (Salmos 119:105)? Mas, esa
lámpara solo se enciende con la visión, pues únicamente alumbra con el aceite
de la santa unción. Por tanto, hay dos maneras de perder la visión, las cuales
explicaré con detalle a continuación:

1. Se pierde la visión, cuando se honra más a los hombres que a Dios.

El sacerdocio de Elí ilustra muy bien este enunciado, pues sabemos que
honró más a sus hijos que a Dios. Aplicándolo ahora a nosotros, perdemos la
visión cuando lo que más nos importa es la reputación, nuestro “dios ima-
gen”, el quedar bien delante de los demás, ser invitados, ser aplaudidos, ser
vistos, ser considerados y recibir deferencia, por encima del honrar a Dios.
Yo no tengo problemas con la prosperidad cuando es Dios que la da, para
su gloria y honra, y administrada en su temor. Lo que yo no tolero es que
se introduzca ideas mercantilistas a la iglesia; que los mismos conceptos de
las empresas multinacionales que fueron escritos en libros, les pongan textos
bíblicos, y vengan y nos los enseñen en seminarios, a un costo de $200 dóla-
res; vendiéndolos como Palabra de Dios. El problema mío es cuando, al ver
que ciertas compañías en poco tiempo se hicieron grandes empresas, y famo-
sas por sus acertadas técnicas de mercadeo, que sus estrategias se implementen
en la iglesia para salvar almas. ¡Por favor, nosotros no necesitamos nada del
hombre, tenemos a Dios y a su Espíritu Santo, y con eso basta!

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el llamamiento es conforme 397
a la honr a

La prosperidad del hombre es una bendición, y sé que todos nos beneficia-


mos con los logros humanos. A lo que me opongo es a depender del genio y
progreso humanos, teniendo un Dios Todopoderoso que me ha enseñado que
si vivimos su bendita Palabra, el mundo entero va a decir: “Ciertamente pueblo
sabio y entendido, nación grande es esta” (Deuteronomio 4:6). Entiende mi her-
mano que son los hombres de empresa que deben venir a la iglesia a aprender
cómo un negocio es bendecido o cómo se prospera, no al revés. Por eso digo, si
somos la luz del mundo, pero el mundo es nuestra luz, entonces eso me indica
que algo no está bien. Entiendo que cuando a alguien se le apaga la luz, le pasa
como a las cinco vírgenes fatuas, que después que descuidaron sus lámparas, al
no hacer provisión, porque vivieron en indiferencia, a última hora cuando vie-
ron a las demás encendidas, entonces quisieron tener luz, pero no tenían aceite,
y ya era muy tarde para conseguirlo (Mateo 25:3, 8,10) ¡Que Dios nos libre!
No perdamos la visión, honrando más a los hombres que a Dios; dando
más importancia, en nuestro ministerio, a lo que dicen los demás que a Su
Palabra. A veces, hemos escuchado a pastores decir: «Eso no lo puedo hacer
aquí, porque los hermanos no están de acuerdo»; o «Yo quiero hacerlo, y el
Señor insiste en que lo haga, pero la congregación se opone»; cuando lo que
debería importarle es si Dios le mandó a hacerlo o no. Si Dios te dio la orden
de hacerlo es porque tú eres la lámpara, el hombre escogido y no el pueblo.
Mas, la pregunta mía para ti es: ¿el pueblo te dirige a ti o tu diriges al pueblo?
Eso es lo que encuentro absurdo, en los lugares donde la lámpara se ha apaga-
do, que el pueblo es el que dirige al líder. En toda la Biblia veo que los instru-
mentos escogidos por Dios eran quienes dirigían. En el Antiguo Testamento,
por ejemplo, sobre Israel regía Moisés, posteriormente Josué, Samuel, David,
entre otros, cada uno en su tiempo. En cambio, ahora noto que en muchos
lugares hay un montón de gente, a veces hasta familiares, que se adueñan de
iglesias, manipulan al líder, hacen y deshacen (imitando la democracia repre-
sentativa), y se la pasan peleando, cambiando de dirección, dando tumbos,
porque no tienen luz, ¡andan a oscuras!
En Estado Unidos, por ejemplo (que bien podría ser un modelo de la
democracia representativa), cada cuatro o seis años se eligen nuevos senadores
y llevan más de doscientos años promulgando y modificando leyes, pero real-
mente, nada de eso resuelve sus problemas. Luego del ataque terrorista, ocu-
rrido el 11 de septiembre del 2001, en la ciudad de Nueva York y otros estados
de la unión americana, son muchas las leyes que se han promulgado para
seguridad nacional, y libertades civiles que han sido restringidas, de manera
que ahora los ciudadanos se sienten limitados y un clima de inseguridad flota

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en el ambiente. Sin embargo, todas estas cosas las autoridades las hacen para
tener control en la defensa de la nación. Por lo tanto, el que haya muchas leyes
no significa necesariamente orden, sino muchas complicaciones.
No obstante, ¿cuál es el censor en la toma de decisión de los que, en la
actualidad, dirigen las naciones? Su censor es la opinión pública, lo que dice
el pueblo en las encuestas. Los políticos asumen el rol que los haga lucir mejor
delante de todos. Por otro lado, el pueblo, con tal de tener una buena econo-
mía, sigue a aquel que diga que subirá el salario mínimo, disminuirá la tasa
de impuestos, rebajará el alquiler y dará seguro médico gratuito, sin impor-
tarle que sea un sinvergüenza, que legalice el aborto y apoye los movimientos
homosexuales, ¡no les importa! Para ellos es su ganador, pues les asegura su
estabilidad económica y les abarata el costo de la canasta familiar. Por eso,
el que está presidiendo y quiere reelegirse en el próximo período, no importa
que no haya trabajado, que la agenda no cumpliera y no conservara los princi-
pios morales de la nación, solo tiene que empezar a prometer todas esas cosas
que desean las masas, participar en desfiles con las minorías, y exhibirse, en
caminatas, con homosexuales. Entonces ¿quién dirige a quién? Cuando en
una nación la lámpara de Dios está apagada, no hay liderazgo ni quién guíe.
En cambio, la Biblia me enseña que Dios elige sus instrumentos. Al que es su
siervo, Dios lo hace un líder y le da visión e instrucción para que dirija al pueblo,
no el pueblo a él. Pero muchos se han refugiado en el sistema democrático, por-
que no tienen visión celestial y no encuentran otra forma para dirigir. Ya Dios
no les habla, entonces dicen: «¡Bah, eso de los dones fue para el primer siglo, eso
ya no es necesario! Ahora lo que cuenta es trabajar con las almas». En otras pala-
bras, ellos aluden que la primera iglesia necesitaba el Espíritu Santo, pero que la
de ahora no. ¡Oh, Señor, ignoran las Escrituras! ¡La iglesia de hoy necesita mil
veces más al Espíritu Santo que la del tiempo de los apóstoles! Nuestro Señor
Jesucristo que es la sabiduría en persona, dijo: “Pero cuando venga el Espíritu de
verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino
que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (Juan
16:13). Lo que ocurre es que se han inventado una teología donde los dones,
milagros y maravillas eran señales para los inconversos de aquellos días, porque
supuestamente ya Dios todo lo dijo en la Biblia, y no hay necesidad del Espíritu.
Pero el autor y consumador de la fe, nuestro Señor Jesucristo, dijo:

“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté


con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mun-
do no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le

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el llamamiento es conforme 399
a la honr a

conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. (…) él


os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he
dicho. (…) el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad;
porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo
lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir”
(Juan 14:16-17, 26; 16:13).

Y me pregunto: ¿cómo el Espíritu Santo nos consolará; cómo nos enseñará;


cómo nos recordará todo lo que Jesús ha dicho; cómo nos guiará o nos hablará?
¿No es a través de los dones o capacidades espirituales? ¿Tan ciegos estamos?
¿Tan necios somos? ¿Acaso no ha resplandecido la luz de Cristo en nuestros
corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios (2 corintios
4:6)? ¿Cómo entonces pueden estar pasando estas cosas en la iglesia de Jesucris-
to? Sin ojos espirituales, ¿Cómo guiaremos a los que nos precederán? “¿Acaso
puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?” (Lucas 6:39).
¿No es el Espíritu Santo nuestra promesa, nuestro investidura de poder (Lucas
24:49)? ¡Cuántos hay que llamándose “creyentes”, y siendo parte del cuerpo de
Jesucristo, rechazan los dones espirituales! Tenemos que orar donde quiera que
las lámparas ya se han apagado, para que el Espíritu Santo arda en ellos.
En el año 1995, el Señor nos mandó, como congregación, a orar, especí-
ficamente, en puntos estratégicos en las naciones, y obedecimos. Esta era una
misión de fe, la cual consistía en proclamar vida sobre aquellos lugares, en los
cuales hubo avivamientos de Dios. En Europa, por ejemplo, entramos a la
región piamontés (ubicada en la frontera entre Francia e Italia) donde estaba
el templo de los “valdenses” (seguidores de Pedro Valdo o Waldo, de donde
toman ese nombre) los cuales fueron muy perseguidos. Allá oramos, profeti-
zamos y confesamos vida sobre aquellos “huesos secos”. Estos cristianos del
siglo XII, llamados también “los pobres de Lyon”, hacían voto voluntario de
pobreza, para ejercer la vida sacerdotal. Los valdenses fueron hombres que
desafiaron al sistema religioso de su época, por causa de la Palabra de Dios, su
celo por el evangelio, y su franca oposición al clero papal, los desvinculó de la
iglesia católica, haciéndolos víctimas de una cruel persecución.
Se cuenta que, cuando la Biblia impresa no existía ni era asequible de
la manera que la tenemos hoy, los valdenses copiaban a mano las porciones
bíblicas e iban por las ciudades, como hacen los comerciantes y, clandestina-
mente, le pasaban pedazos de papel a la gente, para cuando llegasen a su casa
tuvieran algún capítulo del evangelio de Juan o cualquier otro texto bíblico.
Se hicieron “traficantes de la Palabra”, en el buen uso de esa expresión. El papa

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Inocencio III mató ciento de miles de ellos, dicen los historiadores, aunque
se cree que quedan algunas ramificaciones en ciertas áreas de Italia y Francia,
pero muy mínimas, ni tampoco con la presencia y fuerza que tenían antes.
De igual manera, fuimos a la casa de John Wesley y comenzamos allí a
proclamar que el Señor levante el espíritu que Dios había derramado en este
hombre. Cuando fuimos a Turquía (antigua
Asia menor) allá rogamos al Señor por el
“Se pierde la espíritu de las siete iglesias (Éfeso, Esmirna,
visión cuando se Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Lao-
dicea), pidiéndole al Dios que traiga vida,
envejece, pero no que resucite el espíritu de esas iglesias. Y
se madura creemos por fe que Dios las está encendien-
en Dios” do, porque Dios no es un Dios de muertos,
sino de vivos. Te comparto esto, no con la
intención de criticar las lámparas apagadas,
sino para animarte, a ti lector, para que no te apagues y para que oremos don-
de quiera que el Espíritu muestre lámparas extinguidas, sofocadas, apagadas.
Entiende que cuando se apaga una lámpara es prácticamente un propósito del
reino de Dios que se sofoca o extingue. Una hoguera se enciende con leñas, y
una llama enciende la otra, por lo que no me puedo alegrar, ni criticar a
alguien que se le haya apagado la lámpara, porque se puede apagar la mía.
Ahora, con esos ejemplos quiero alertarte que la iglesia tiene veinte siglos de
historia y su lámpara, tristemente, no está resplandeciendo, sólo humea.
La vida en el Espíritu no es una forma religiosa, es un Camino (Hebreos
10:20). Cuidémonos del fanatismo religioso, de creer que el movimiento
nuestro es lo último que Dios va a hacer, y se va a quedar aquí, en este “monte
Sinaí” o en nuestra “enramada” (Mateo 17:4), ¡por favor! Dios no se detiene,
Él sigue adelante. Su Palabra dice que Él nos lleva de gloria en gloria (2 Corin-
tios 3:18); Dios no hace lo mismo todos los días, su gracia es multiforme (1
Pedro 4:10). Ni siquiera un árbol tiene dos hojas que sean exactamente igua-
les; Dios es creativo, en cambio el diablo es un imitador.
¡Cuidado con honrar más a los hombres que a Dios!, pues ahí comienza
a perderse la visión. A los hombres hay que darles el grado de honra que Dios
manda que se les dé, si están en autoridad (Romanos 13:7); especialmente a
los que gobiernan bien, a los que respetan a Dios. Esos tienen autoridad por-
que la fe ha funcionado en ellos y por eso pueden enseñar. Los ancianos que
gobiernan bien deben ser tenidos por dignos de doble honra, y los diáconos
también (1 Timoteo 5:17). Todo el que gobierna bien en Dios tiene autoridad,

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el llamamiento es conforme 401
a la honr a

porque lo que da autoridad es vivir a Dios. Si la fe funciona en ti, tú puedes


ser un maestro de piedad; yo puedo aprender de ti, porque tu vida me inspira,
por lo que tú puedes enseñarme, y ser una autoridad para mí.
La autoridad del reino no se impone, pues en el cielo los niveles de honra
no son jerárquicos, en el sentido de escalafón o categorías, aunque sí hay un
orden. Pero existe una gran diferencia entre la autoridad en Dios y la autori-
dad del mundo. Por ejemplo, en la tierra hay reyes, presidentes, cancilleres,
y grados en el ejército (comandante en Jefe, generales, almirantes, capitanes,
oficiales subalternos y suboficiales), pero en el reino de Dios no es así. En los
cielos no se crece con escalafones ni en jerarquías, sino en cuánto amo yo al
Señor, cuánto le creo, en qué medida me someto, cómo reflejo su carácter y
si mi corazón es conforme al Suyo. Cuando la fe funciona en mí, y es mani-
fiesto cómo Dios me respalda porque le creo, y tengo una relación con Él, y
vivo una vida consecuente con la verdad, entonces la gente observa y quiere
someterse a nuestra autoridad, porque sabe que está en buenas manos.
En nuestra congregación, por ejemplo, hay hermanos que no son ancia-
nos, ni apóstoles, ni profetas, que no tienen ninguna función, digamos minis-
terial en la iglesia, pero cuando veo sus testimonios, con tan solo observar sus
vidas, no puedo contener las lágrimas de lo mucho que soy ministrado. En
ocasiones, hasta les he pedido que oren por mí, porque aman tanto a Dios, y
su relación con el Santísimo es de 24 horas al día, que Dios los respalda de tal
manera, que yo digo: « ¡Yo quiero eso Señor!» Ellos no son autoridad ministe-
rial en la iglesia, pero tienen toda la autoridad del cielo. A esos hermanos hay
que honrarlos, pero sin perder de vista que toda adoración pertenece a Dios,
eso nos preservará de perder la visión.

2. Se pierde la visión cuando se envejece, pero no se madura en Dios.

La madurez es muy importante, algo primordial en un servidor de Dios.


No podemos envejecer en el ministerio, de tal manera que los años en Dios
nos pasen por encima, sin haber crecido en el Señor. Envejecer y no madurar,
eso le pasó a Elí. Cuarenta años sirviendo a Dios, pero se quedó siendo el
mismo hombre, sólo que había envejecido. Las canas cayeron sobre él, pero
su corazón era el mismo de un hombre indolente que veía el mal y ¡no hacía
nada! Es necesario que crezcamos en Dios; que mañana yo sea más maduro
que hoy, y el año que viene debo ser más maduro que el año anterior. Nuestra
vida espiritual debe ir de gloria en gloria, porque vamos de la mano de Dios y
caminamos con Él, y Su divina presencia no se detiene, crece y asciende.

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402 la honr a del ministerio

Cuando hablo de madurez, me refiero a la madurez bíblica que es igual a


perfección. Pero esa perfección de la que nos habla la Biblia no implica impeca-
bilidad -pues nadie es impecable, sólo Dios-, sino que se refiere a un nivel de
estar completo, de llegar a una plenitud espiritual. Por ejemplo, una persona
llega a la madurez física, cuando desde niño, pasa por las diferentes fases de
desarrollo y llega a ser un adulto. Un árbol llega a la madurez, cuando usted
siembra su semilla, ésta germina, brota el tallo, nacen las hojas, después florece
y de las flores surge el fruto. El fruto pasa también por un proceso de madura-
ción, hasta estar apto para ser comido. Todo
este proceso resume la madurez de un árbol
¿Cómo sé que el árbol está maduro? Cuando
“La profecía puedo comer de su fruto. Ningún fruto se
no se da para come a sí mismo, sino que nace para que los
amedrentar, sino demás coman de él. Por tanto, cuando la
para que se haga vida tuya es útil para Dios, y los que te rodean
provisión” comen del fruto del Espíritu que hay en ti,
podemos decir que estás maduro. Pero si no
hay utilidad, ni edificación en tu vida, no
has madurado.
De hecho, cuando nos mantenemos en los asuntos de niños, y nos dete-
nemos en el Camino por pequeñeces, por mirar cositas que paralizan, esta-
mos retardando el proceso de madurez de nuestra vida espiritual. El hombre
maduro no está pensando en el medio que le circunda, sino que pone los ojos
en el objetivo, como Jesús. Dice la Palabra que “Cuando se cumplió el tiempo
en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas
9:51). La ciudad santa no representaba para el amado del Padre el cumpli-
miento de un sueño, sino dolor, sacrificio, humillación, separación, muerte.
Pero Jesús no consideró nada de eso para volverse atrás, sino que a todo aque-
llo que podía estorbarle le dijo: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres
tropiezo… (…) Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio a la verdad” (Mateo 16:23; Juan 18:37) ¡Él no se amedrentó!,
sino que se dispuso a cumplir la voluntad del Padre, la cual a ninguno nos ha
quedado dudas de que estaba por encima de la de Él.
Cuando Agabo tomó el cinto del apóstol Pablo, y atándose los pies y las
manos, le dijo: “Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén
al varón de quien es este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles” (Hechos
21:11); y aquellos que lo escucharon quisieron persuadirlo y le rogaban al
siervo de Dios que no fuese a Jerusalén (v. 12), Pablo les respondió: “¿Qué

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a la honr a

hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo


a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (vv.
13-14). Y antes de eso, dijo a los hermanos de Éfeso, con los cuales se reunió
brevemente, pues se apresuraba por llegar el día de Pentecostés a Jerusalén:
“Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha
de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio,
diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago
caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con
gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio
de la gracia de Dios” (Hechos 20:22-24).
Esto debería ser una gran lección para nosotros, pues algunos piensan que la
profecía es para detenernos en el propósito si anuncia dificultades u obstáculos,
como diciendo ‘eso no es de Dios’. Pero la profecía te anuncia lo que va a venir
para que tomes postura y te definas en fe, ante el anuncio que viene una tor-
menta. La profecía no se da para amedrentar, sino para que se haga provisión.
En la actualidad existen tecnologías sofisticadas, equipos de radares que te dejan
saber cuándo viene un huracán o un mal tiempo, pero antes no habían esas
cosas, y a la gente le sorprendía los fenómenos atmosféricos y perdían sus vidas.
Sin embargo, el Espíritu Santo es una revelación superior, él no sólo nos advierte
de tempestades, sino de problemas, y nos dice: “Alístate, confírmate, establéce-
te, sumérgete en Dios, porque vienen crisis”. ¡Gloria a Dios por el Espíritu San-
to! Es necesario que crezcamos en el Espíritu Santo y en la relación con Dios.
Ahora quiero que veas algo que considero tremendo en el relato bíblico
que nos ocupa. Ocurrió que los hijos de Israel salieron a pelear contra los filis-
teos, pero estaban perdiendo la batalla y se les ocurrió traer el Arca de Jehová
al campamento, como un recurso de guerra (1 Samuel 4:6). Eso mismo suce-
de ahora, cuando una iglesia está en derrota, que pretende traer la gloria, a ver
si la gloria los libra, y cantan a la gloria, gritan que quieren la gloria, llaman a
la gloria, dicen que tienen la gloria y que sienten la gloria. Ellos dicen: “Tene-
mos el Arca, ¡aleluya! Ahora si es verdad que estamos en victoria, porque
sentimos la gloria, la presencia de Dios”. Pero Dios les dice: “¡NO!, mi gloria
pelea únicamente a favor de mi propósito, y si mi voluntad no se obedece,
mi gloria no funcionará”. Entiende que Israel estaba lejos de Dios, porque el
ministerio o sacerdocio estaba distanciado del Señor. Los pecados de la casa
de Elí hicieron que el pueblo perdiera el respeto por la ofrenda de Jehová, y
como ya no confiaban en ese sacerdocio infiel, pensaron que trayendo el Arca
de Dios los libraría de la derrota. Pero los filisteos ganaron la batalla, y se
llevaron junto con ellos, no solo la victoria, sino también el Arca.

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404 la honr a del ministerio

Luego vemos qué sucedió: “Y corriendo de la batalla un hombre de Benja-


mín, llegó el mismo día a Silo, rotos sus vestidos y tierra sobre su cabeza; y cuando
llegó, he aquí que Elí estaba sentado en una silla vigilando junto al camino,
porque su corazón estaba temblando por causa del arca de Dios. Llegado, pues,
aquel hombre a la ciudad, y dadas las nuevas, toda la ciudad gritó” (1 Samuel
4: 12-13). En verdad yo no entiendo como Elí vigilaba junto al camino, si este
hombre estaba ciego y temblaba de miedo. No cuidó el Arca y ahora estaba
preocupado por ella. ¡Qué triste!, pues cuidar el Arca era como cuidar la
gloria, y ese era el primer trabajo de los sacerdotes, velar por las cosas santas.
Continuemos viendo este penoso acontecimiento:

“Cuando Elí oyó el estruendo de la gritería, dijo: ¿Qué estruendo


de alboroto es éste? Y aquel hombre vino aprisa y dio las nuevas
a Elí. Era ya Elí de edad de noventa y ocho años, y sus ojos se
habían oscurecido, de modo que no podía ver”
(1 Samuel 4: 14-15).

Al principio dijimos que a Elí se le estaban oscureciendo los ojos (1 Samuel


3:2), pero en este punto ya el viejo sacerdote estaba ciego. Cuando Dios per-
mitió que su Arca cayera en manos de los enemigos, ya Elí no tenía visión.
Podemos decir entonces que en ese momento, la lámpara de Elí se apagó. Sus
oídos sólo oían la gritería, el pánico, la incertidumbre de un pueblo que había
perdido la representación y se quedó sin la divina cobertura. El pueblo sin
visión, sin profecía y sin revelación se desenfrena (Proverbios 29:18). Al viejo
profeta le pasó como a Sansón, quien usó mal la unción y se quedó sin visión;
Elí no usó su lámpara para la gloria de Dios, y se le apagó.

“Dijo, pues, aquel hombre a Elí: Yo vengo de la batalla, he esca-


pado hoy del combate. Y Elí dijo: ¿Qué ha acontecido, hijo mío?
Y el mensajero respondió diciendo: Israel huyó delante de los
filisteos, y también fue hecha gran mortandad en el pueblo; y
también tus dos hijos, Ofni y Finees, fueron muertos, y el arca de
Dios ha sido tomada. Y aconteció que cuando él hizo mención
del arca de Dios, Elí cayó hacia atrás de la silla al lado de la
puerta, y se desnucó y murió; porque era hombre viejo y pesado.
Y había juzgado a Israel cuarenta años”
(1 Samuel 4:16-18).

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el llamamiento es conforme 405
a la honr a

Viejo, pesado, y ciego, así terminó el ministerio de Elí. En él se cumplió lo


negativo de la vejez, un sacerdocio en decadencia que pierde las facultades. ¡Ay
del ministerio que pierde el temor de Dios!, ¡Ay de los que predican palabras
de lisonjas y mentiras, haciendo errar al pueblo!, ¡ay del ministerio y la con-
gregación cuando ya el pecado se le llama “falta” y no se quiere hablar públi-
camente las cosas como son, porque les suena a condenación! (Juan 18:20; 1
Timoteo 5:20). Mas, pecado significa errar el blanco, y se peca cuando Dios
no es el blanco de nuestras acciones.
Asimismo, cuando digo viejo, refiriéndome a un ministerio rancio y tras-
nochado, no aludo a un tiempo cronológico, pues en Dios no hay edad. Moisés
comenzó su ministerio a los ochenta años y Aarón a los ochenta y tres (Éxodo
7:7). También vemos que en el libro de los Salmos dice: “Aun en la vejez fructifi-
carán; Estarán vigorosos y verdes” (Salmos 92:14). Por tanto, digo, por el Espíritu
Santo, a cualquier hermano lector que tenga cierta edad, que la vejez no es un
impedimento para servir a Dios. Caleb tenía ochenta y cinco años y le dijo a
Josué: “Tú sabes lo que Jehová dijo a Moisés, varón de Dios, en Cades-barnea,
tocante a mí y a ti. (…) Ahora bien, Jehová me ha hecho vivir, como él dijo, estos
cuarenta y cinco años, desde el tiempo que Jehová habló estas palabras a Moisés,
cuando Israel andaba por el desierto; y ahora, he aquí, hoy soy de edad de ochenta
y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi
fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar.
Dame, pues, ahora este monte, del cual habló Jehová aquel día; porque tú oíste en
aquel día que los anaceos están allí, y que hay ciudades grandes y fortificadas. Qui-
zá Jehová estará conmigo, y los echaré, como Jehová ha dicho” (Josué 14:6,10-12).
Por tanto, un hombre de Dios, no importa la edad física que tenga, si su espíritu
está vivo y le cree a Dios, su lámpara permanecerá encendida. Nunca es tarde
para comenzar un ministerio, pues con Dios haremos proezas.
Así que si por las circunstancias llegaste a viejo, y aparentemente no se ha
cumplido el propósito divino en ti, levántate ahora en el nombre de Jesús y di al
Señor: «Padre, renuévame; aumenta mis fuerzas como las del búfalo y úngeme
con aceite fresco; eleva mi espíritu como el águila para comenzar el ministerio
ahora, no con el sentimiento de una vida frustrada, sino tomando ese arsenal
de experiencias vividas, y aplicándolo a la vida espiritual. De esta manera, lo
que viví servirá como enseñanza para los nuevos. Ayúdame a sacar provecho a
mis malas experiencias, para que lo que me pasó a mí no les pase a los jóvenes,
y con mis canas dar gloria a Tu nombre». Sí, amado, tú no estás acabado, la
iglesia necesita tus canas. Sabemos que el mundo tira a sus envejecidos al olvido,
cuando debiéramos honrarlos y sentarnos a sus pies, para que nos enseñen.

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406 la honr a del ministerio

Tampoco el problema de Elí era la edad física, porque esta solo era una
representación de su indolencia, pues realmente donde él se había añejado era
en desidia y apatía espiritual. Su ministerio no tenía vida ni fuerzas, ¡se había
engordado!, por lo que aparte de desgastado
estaba muy pesado. El hombre había creci-
“En todo lugar do en grasa, pero no en gracia. Sabemos que
cuando una persona está en sobrepeso, un
donde se honre simple movimiento se constituye en un gran
más al hombre esfuerzo, figúrate entonces tener que mover
que a Dios, todo el peso de su cuerpo. Pero, Elí no tan
¡nacerá un sólo estaba pesado, sino que estaba viejo y
ciego; tenía tres impedimentos: no veía,
Icabod!”
tenía poca movilidad y padecía los achaques
propios de la edad. ¡Qué podía hacer un
hombre en esas condiciones!
Ahora, lo antes dicho no es para que te preocupes o te llenes de ansiedad,
sino que lo escribo para sacudirte, de manera que digas: «¡Señor, líbrame de caer
en rutina espiritual y en dejadez! A veces me siento decaer, pero me voy a levan-
tar en el nombre de Jesús, porque soy un ministro del Nuevo Pacto; yo tengo
la renovación por el Espíritu, yo tengo el perdón de Dios. En la fe del Hijo, yo
puedo decidir cambiar esta situación en mi vida, porque es Su voluntad, por eso
me hace esta advertencia. Me levantaré, alzaré mis ojos a ti, ¡Oh Señor, porque
Tú encenderás mi lámpara! ¡Enciende mi lámpara Dios!, ¡aumenta su llama,
qué no se apague mi lámpara, por favor!». Sí, amado, sé prudente y vela, y no
seas insensato. Toma tu lámpara y juntamente con ella, llena tu vasija de aceite,
para que no te falte (Mateo 25:3, 4, 8). Veamos como sigue el relato bíblico:

“Y su nuera la mujer de Finees, que estaba encinta, cercana al


alumbramiento, oyendo el rumor que el arca de Dios había sido
tomada, y muertos su suegro y su marido, se inclinó y dio a luz;
porque le sobrevinieron sus dolores de repente. Y al tiempo que
moría, le decían las que estaban junto a ella: No tengas temor,
porque has dado a luz un hijo. Mas ella no respondió, ni se dio
por entendida. Y llamó al niño Icabod, diciendo: ¡Traspasada es
la gloria de Israel! por haber sido tomada el arca de Dios, y por
la muerte de su suegro y de su marido. Dijo, pues: Traspasada es
la gloria de Israel; porque ha sido tomada el arca de Dios”
(1 Samuel 4:19-22).

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a la honr a

Escúchalo bien, en todo lugar donde se honre más al hombre que a Dios,
¡nacerá un Icabod!, porque el Arca será trasladada y su lámpara no alumbra-
rá más. No tendrán luz, porque “Arca” representa la gloria de Dios, y sin el
Señor no hay quien resplandezca. Por eso, ninguno de los avivamientos en la
iglesia ha podido permanecer, porque comienzan con Dios y terminan con
el hombre; se le da más culto al ungido en vez de al que unge. Nota que Dios
prefirió (y esto quiero que lo grabes en tu corazón) que Su gloria estuviera en
un templo pagano, a que permaneciera en un lugar donde le deshonraron.
El Señor permitió que la representación de su gloria estuviese en un templo
pagano, junto a Dagón (cosa que aborrece su alma -Deuteronomio 16:22), y
habitar en tierra extraña con el enemigo, que estar un día más junto a quienes
con sus labios le honraban, pero en sus corazones lo desechaban.
¿Recuerdas la historia de Ana y de Penina (1 Samuel 1:2)? Pues bien, la
misma nos habla de dos mujeres, que a su vez representan dos tipos de iglesias
y el contraste de dos ministerios. Mientras Ana representa el alma humillada
-que posiblemente por cierta situación no había parido- pero sabe humillarse
delante de Dios, sabe buscarle y anda siempre buscando su favor; Penina repre-
senta la iglesia arrogante, prepotente, la que porque tiene “mucho” menospre-
cia, hasta llevar a la ira y al complejo a la que no tiene nada (1 Samuel 1:6).
Penina usaba la bendición de Jehová para confrontar a Ana su impedimento,
su esterilidad, como símbolo de maldición. Como diciendo: «Yo, cuyo nombre
significa “joya”, “piedra preciosa”, tengo hijos, muchos hijos, soy fructífera, en
cambio tú, aunque tu nombre significa “gracia”, eres una maldita, no tienes
nada, ¡estás seca!». Así hay iglesias que tienen mucha prosperidad económica,
grandes coros, muchos miembros, etc. y menosprecian a las congregaciones
pequeñas. Pero Ana, aunque no tenía nada, tenía el amor del esposo, de lo que
carecía Penina (1 Samuel 1:5). También ella sabía humillar su alma delante
del Fiel Creador, porque, en última instancia, sabía que el deseo de su corazón
dependía de Su favor (v. 6). Y cuando Dios le concedió tener un hijo se lo
dedicó a Él. La palabra dedicar significa transferir, apliquemos entonces que
Ana deseaba bendición, pero para transferirla a Dios, y no para ella. Por eso,
ella oraba agradecida, diciendo:

“Los arcos de los fuertes fueron quebrados, Y los débiles se ciñeron


de poder. Los saciados se alquilaron por pan, Y los hambrientos
dejaron de tener hambre; Hasta la estéril ha dado a luz siete, Y
la que tenía muchos hijos languidece. Jehová mata, y él da vida;
Él hace descender al Seol, y hace subir. Jehová empobrece, y él

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408 la honr a del ministerio

enriquece; Abate, y enaltece. Él levanta del polvo al pobre, Y del


muladar exalta al menesteroso, Para hacerle sentarse con prínci-
pes y heredar un sitio de honor”
(1 Samuel 2:4-8).

Es decir, la estéril parió, y la que tenía muchos hijos se debilitó; la que


no tenía nada, Dios la llena y multiplica, y la que poseía “mucho”, ahora Él
la manda con las manos vacías. Por tanto, Penina fue humillada y Ana que
estaba humillada hasta el polvo, fue exaltada y colocada en un sitio de honor.
Meditemos en estas cosas.
La segunda enseñanza que extraemos de la vida de Ana y Penina es que
representan el contraste de dos sacerdocios, uno en decadencia y otro que está
en cierne, como la casa de Elí y Samuel. Penina es un tipo de Elí, el cual tenía
ministerio e hijos oficiando. Elí se enorgullecía, pues ¿qué ministro no quiere
que sus hijos le sigan en el ministerio? Algunos hasta fuerzan las cosas y los obli-
gan, para tener un buen testimonio y poder decir: «Mira a mi hijo ministrando.
Tengo cuarenta años en el ministerio, ¡qué bendecido soy! no como algunos que
andan por ahí, a quienes Dios no les ha dado nada». ¡Oh, Padre, libra a tu igle-
sia del espíritu de Penina! En cambio, Ana representa el ministerio de Samuel,
el cual trae la vida, restauración y luz de Dios. La enseñanza está distribuida en
los primeros capítulos del libro de 1 Samuel, veámoslo:

a) Capítulo 1: Bendición trasladada:


Penina que tenía mucho ahora no tiene nada, y Ana que no tenía
nada, ahora tiene mucho (v. 19)
b) Capítulo 2: Honra trasladada:
A Elí le quitan el sacerdocio y Samuel ocupa su lugar (vv. 30, 35)
c) Capítulo 3: Ministerio trasladado:
Empieza el juicio contra la casa de Elí, y Jehová llama a Samuel (vv. 3-4)
d) Capítulo 4: Gloria trasladada:
Mientras Samuel nació para trasladar de deshonra a honra, y de humi-
llación a gloria; Icabod nació para anunciar que la gloria fue trasladada,
y que el que tenía, ya no tiene, porque no honró a Dios (vv. 21-22).

¿Cuántos saben que Dios traslada? Sí, Él traslada y lo hace de dos formas,
según lo muestra en su Palabra: 1. Cuando llega el momento de la relevación,
y 2. Cuando Él tiene que intervenir, porque no se está cumpliendo su propó-
sito. Es diferente ser relevado cuando la obra termina, a ser quitado por no

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haber dado honra a Dios. Por ejemplo, Moisés fue quitado cuando su tiempo
terminó y tuvo una descendencia espiritual -Josué-, el cual ocupó su lugar
(Deuteronomio 34:9). Elías fue quitado cuando Dios se lo llevó con Él en
vida, pero no sin antes ungir a Eliseo, para que le sustituyera (1 Reyes 19:16).
También el apóstol Pablo pasó su manto a Timoteo (2 Timoteo 4:6). Pero,
el traslado de la gloria de Dios en el tiempo de Elí fue porque no sirvió con
temor ni honró a Dios. No sé tú, amado, pero el día que yo sea trasladado
como Elías al cielo, quiero que cuando mi manto caiga, lo haga sobre un hijo,
porque Dios me haya dado descendencia y no que Jehová me quite el manto,
porque fui inepto e indigno delante de Él.
Icabod nació para ser un estigma, un sello de oprobio toda la vida, pues
para nosotros puede que sea un nombre como otro cualquiera, pero para Israel
no. Llamar a Icabod era traer a la memoria cada vez que se le nombrara que la
gloria de Jehová fue trasladada, por no haberle dado honra a Dios. El ministerio
es para honrar a Dios. Entiendo que cuando la Biblia, dirigiéndose a David,
dice: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo te
tomé del redil, de detrás de las ovejas, para que
fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel” (2
Samuel 7:8), significa que aunque natural- “Si alguien no
mente David era un pastor de ovejas, Jehová sabe lo que
lo tomó de allí y lo llevó al trono. También, significa un
espiritualmente, lo podemos aplicar a que lugar de honra,
David era una de las ovejas del redil de Dios,
se hace indigno
y de entre todas sus ovejas de Israel, el Buen
Pastor tomó una ovejita conforme a su cora- de esa distinción”
zón, llamada David y la honró poniéndola
como rey, para reinar a través de él. Pues,
cuando Dios pone a alguien en autoridad es para que esa autoridad le reconozca
y el Señor pueda gobernar y ejercer Su voluntad a través de ella. Así, cuando
Dios puso como autoridad a Adán sobre todo lo creado, no simplemente fue
para honrar a Adán, sino para que Adán lo honrara a Él.
Toda función de honra que Dios da es para honrarlo a Él, no a nosotros.
El apóstol Pablo entendió este principio cuando dijo: “Palabra fiel y digna de
ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores,
de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). Pero antes había dicho: “Doy
gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por
fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor
e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en

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incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el


amor que es en Cristo Jesús” (vv. 12-14), dando a entender que además de sal-
varme y librarme del pecado, el Señor me tomó de entre sus santos y me puso
como su ministro. Eso es una honra mayor.
El ministerio no es una plataforma donde nosotros nos subimos para vernos
más grandes, sino donde Dios nos pone para, a través de nosotros, dejar ver su
grandeza. Y cuando alguien está en un púlpito predicando la Palabra, no signi-
fica que está más alto que los que abajo escuchan, sino que Dios está más alto
que nosotros, porque el que habla no está hablando de sí, sino que fue enviado
a anunciar las virtudes de Aquel que lo llamó desde lo alto. Ningún embajador
en un país habla de sí mismo, sino de la nación que lo envió, a la cual representa.
Cuando un embajador vive mal, es imprudente o inmoral, personifica muy mal
a su nación. De la misma manera, cuando alguien en la iglesia se aprovecha de su
autoridad o función en el Cuerpo para sacar provecho, está deshonrando a Dios.
Si alguien no sabe lo que significa un lugar de honra, se hace indigno de esa
distinción. La honra se gana por el respeto que le muestro a lo que Dios me dio.
Por tanto, no es una casualidad que Dios mudara su gloria de Silo, de casa
de Elí (1 Samuel 4:21). Jehová prefirió que su gloria estuviera con los enemigos,
como lo dice en el Salmo: “Dejó, por tanto, el tabernáculo de Silo, La tienda en
que habitó entre los hombres, Y entregó a cautiverio su poderío, Y su gloria en mano
del enemigo. Entregó también su pueblo a la espada, Y se irritó contra su heredad.
El fuego devoró a sus jóvenes, Y sus vírgenes no fueron loadas en cantos nupciales.
Sus sacerdotes cayeron a espada, Y sus viudas no hicieron lamentación” (Salmos
78:60-64). En otras palabras, Jehová optó el estar en tierra de los filisteos –
tierra inmunda- que estar en la casa de este sacerdote indigno; prefirió que los
filisteos tomaran el Arca como trofeo de su triunfo, antes de Él honrar con una
victoria a quienes les deshonraron. Duras son estas palabras, pues ¿quién podría
creer que Dios habitara en tierra del enemigo? No obstante, en tierra de los
filisteos Jehová hizo estragos, con ellos y con su dios Dagón. Al pedazo de yeso,
ellos lo encontraron postrado en tierra delante del Arca, en más de una oca-
sión, hasta que al final tropezaron con la cabeza y las dos palmas de las manos,
cortadas sobre el umbral, y de Dagón sólo había quedado el tronco (1 Samuel
5:2-4). También Dios les mandó tumores a los filisteos, de tal manera que ellos
dijeron: “No quede con nosotros el arca del Dios de Israel, porque su mano es dura
sobre nosotros y sobre nuestro dios Dagón” (1 Samuel 5:7) Porque cuando Israel no
sabe pelear, Dios sí sabe, Él no ha perdido ninguna batalla.
Es notorio que la gloria no le funcionó al pueblo de Israel, cuando la usaron
como amuleto, pero cuando estaba en tierra de los filisteos, funcionó de tal for-
ma que los filisteos no encontraban qué hacer. La llevaron a Gat y se llenaron de

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a la honr a

tumores desde el más chico hasta el grande (1 Samuel 5:8-9); la llevaron a Ecrón
y allí el clamor de muerte subía al cielo, porque los que no morían, ya estaban
enfermos de muerte, así que no salieron de un “ay” hasta que retornaron el Arca
en bueyes. ¿Funciona o no la gloria? ¡Claro que funciona! No funciona cuando
se la usa sin Dios, como hay personas que estando en enemistad con el Señor
quieren recibir Su favor. Dios te ha favorecido en Cristo, pero te salvó para que
tú vivas para Él, no para que sólo te beneficies de lo Suyo, y sigas viviendo para ti.
Dios traspasó su gloria y ese es uno de los episodios más tristes de toda
la Biblia. Estoy seguro que el corazón de Dios como Padre fue muy herido,
porque Él no actúa así. El Señor no aflige ni entristece innecesariamente a los
hijos de los hombres; es algo involuntario en Él (Lamentaciones 3:33). Por lo
cual, cuando Él castiga lo hace con gran dolor, como castiga un padre al hijo
que ama, pero lo hace porque Jehová no va a arriesgar Su causa y propósito,
por beneficiar al culpable. Jehová es justicia y el mal hay que extirparlo a
tiempo para que no haga daño.
Ahora, no nos impresionemos por el aspecto negativo de este mensaje,
porque no está en la intención de Dios atemorizarte, jamás. Dios no quiere
que se le sirva por miedo, pues al cielo nadie llegará asustado, sino enamorado
del Señor Jesucristo. A Dios hay que servirle con alegría, pero conscientes que
su amor no es indulgente, sino comprometido. No olvides que para poder
salvarnos tuvo que entregar a su Hijo, y en Él cumplir el castigo que tú y
yo merecíamos. Jehová no dijo, como dicen los políticos: “Borrón y cuenta
nueva”, no, sino que dijo: «Tienes una deuda con la justicia divina y hay que
pagarla, para poder perdonarte. Tú no la puedes pagar, yo la voy a pagar por
ti, pero mis estándares no van a bajar para salvarte, sino que los voy a cum-
plir». Por tanto, “ la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida
eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). ¡Alabemos la misericor-
dia y gracia de Dios! Las lámparas de las vírgenes fatuas se apagaron porque se
les agotó el aceite, pero la lámpara de la casa de Elí se apagó, porque tanto él,
como sus hijos no ministraron en conformidad a la honra que recibieron de
Dios. Que el Señor siempre mantenga nuestras lámparas encendidas y nunca
quite nuestro candelero de su lugar (Apocalipsis 2:5).

5.2  Cuando Dios nos Engrandece


“Yo los heriré de mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre
gente más grande y más fuerte que ellos”
-Números 14:12

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Hay una intención en el corazón de Dios y es bendecir a los que son


suyos, y hacerlos pueblo grande. Se lo prometió a Noé y lo preservó de una
generación mala y perversa, la cual destruyó con el diluvio (Génesis 6:17-18).
Igualmente, cuando hizo pacto con Abraham de hacer de él una gran nación,
de un vientre estéril sacó la simiente de un pueblo, el cual -por la predicación
del evangelio de Cristo (Gálatas 3:29)- se ha hecho como el polvo de la tierra,
que no se puede contar (Génesis 12:2; Génesis 13:16). Por tanto, hay una pro-
mesa de Dios, una disposición del Padre divino de - por ser suyos- hacernos
un pueblo bendito y distinguido entre todas las naciones de la tierra.
Sin embargo, hay un momento en que Dios, por su gracia, destaca a un
hombre, lo eleva y lo pone en un lugar de honra más que a los demás, y en
ese instante, la reacción de aquel hombre a su propuesta revela mucho sobre
cuánto este ha asimilado del carácter de su Creador. Entre los muchos hom-
bres de Dios que fueron tocados y elevados por Él a un lugar de preeminencia,
se destaca Moisés, no tan solo porque Jehová le hablaba cara a cara, ni porque
fue el mediador del Antiguo Pacto, sino porque en un momento, Jehová pro-
metió hacer de él un segundo Abraham. Jehová quiso consumir, en su furor,
toda la congregación de Israel, y sacar de Moisés un nuevo pueblo.
¿Por qué Jehová quiso engrandecer a su siervo Moisés de esa manera?
¿Cómo reaccionó él a tan grande propuesta? ¿Cuáles fueron los hechos que
llevaron a Jehová, el Dios que engrandece, no a empequeñecer, sino a borrar
del todo a un pueblo que había hecho Suyo, para hacerse uno nuevo? Para
responder estas y otras interrogantes, veamos primero los eventos que ocurrie-
ron, los cuales muestran cómo era el carácter de ese hombre que Jehová qui-
so engrandecer. Empecemos con el incidente del reconocimiento de la tierra
prometida, el cual tuvo Moisés que sufrir por causa de un pueblo cuya falta
de fe determinó que cuarenta días se convirtieran en cuarenta años, andando
errantes, en ese gran desierto, antes de entrar a poseer la tierra prometida.
Ocurrió que cuando los espías regresaron de reconocer la tierra que Dios
le había prometido, diez de ellos dieron el siguiente informe: ““La tierra por
donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el
pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura. También
vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nues-
tro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos” (Números 13:32-33).
Cuando las tribus de Israel escucharon eso, cayó sobre ellos un gran des-
ánimo, y el pueblo lloró y se quejó contra Moisés y Aarón diciendo: “¡Ojalá
muriéramos en la tierra de Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos! ¿Y por qué
nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros

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a la honr a

niños sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto? Y decían el uno al
otro: Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto” (Números 14:2-4).
A los doce espías, Jehová los había enviado a espiar la tierra, pero en esa
diligencia, hubo diez que no espiaron la tierra, sino que la tierra los espió a ellos,
mostrando que no estaban preparados para habitarla, pues en sus corazones
solo había incredulidad y rebeldía (Números 14:11). Por su causa, el pueblo
reaccionó en esta forma, ya que ese espíritu de incredulidad y de pesimismo
entró en ellos y empezaron a ver todo turbio y a desear las cosas que ya habían
dejado atrás. Se olvidaron que Jehová los
había sacado de Egipto, con señales y mara-
villas, que abrió el mar rojo, hizo milagros
para alimentarnos y protegerlos, también “La fe verdadera
peleó por ellos. Y ahora, cuando estaban a se basa en las
punto de pasar el Jordán, sucede que la tierra promesas de Dios,
prometida estaba ocupada por un pueblo sin negar la
más fuerte que ellos. Mas, en lugar de mirar
al Dios que los libertó, dejaron que ese espí-
realidad de las
ritu de frustración e incredulidad corriera cosas”
como una ola maligna sobre toda la congre-
gación de los hijos de Israel.
Sin embargo, el espíritu de Caleb y Josué era diferente a los de esos diez.
Estos dos hombres fueron perfectos en pos de Jehová (Números 32:12), porque
le creyeron. Ellos dijeron: “La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tie-
rra en gran manera buena. Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta
tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes
contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra; porque nosotros los comeremos
como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los
temáis” (Números 14:7-9). Ante la adversidad, ellos no desistieron, sino que se
entregaron, se consagraron más y reaccionaron maduramente ante la crisis.
Personalmente, siempre me ha ministrado la fe de Caleb y Josué, pues su
fe no fue ilusoria, sino reflexiva; una fe que no niega la realidad de las cosas.
Hoy se habla de una súper fe, de algo que no es fe, porque niega la realidad,
y cuando alguien dice estoy enfermo, esa fe dice: «No, no, eso es mentira del
diablo, tú no estás enfermo; declárate sano, porque tú estás sano», cuando la
verdad es que está enfermo. La fe verdadera se basa en las promesas de
Dios, sin negar la realidad de las cosas.
Hay personas que tienen un escudo para contrarrestar la realidad, y
creen que eso es fe. Mas, cuando no nos sentimos aptos para bregar con una

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414 la honr a del ministerio

situación, y preferimos negarla, eso se llama defensa sicológica, no fe. La fe


dice: «Hay gigantes, hay murallas, soy como una langosta delante de esta
montaña de problemas, pero Jehová dijo: “Yo estaré contigo y pelearé por ti
y te voy a entregar en tus manos a los enemigos”, por lo cual, le creo a Dios y
sigo adelante». Esa es una fe real, verdadera, no la fe engañosa que para sentir-
me bien, niego lo que estoy viviendo y digo: «Yo no soy débil, soy fuerte», no,
no, no. Tenemos que decir: «Soy débil, pero Dios es poderoso», pues negando
tu condición no vencerás, pero confiando en Dios sí. La fe es la certeza de lo
que no se ve, y seguridad de que lo que Dios ha prometido lo cumplirá.
No obstante, la reacción del pueblo al recibir el informe de Caleb y a
Josué fue apedrearlos (Números 14:10), y yo me pregunto: ¿cuántas veces
apedreamos a los que le creen a Dios? Los incrédulos, generalmente, sienten
rivalidad y hostilidad hacia aquellos que creen. Lo contrario de fe es incre-
dulidad. Vivimos en un mundo totalmente incrédulo, por eso nos aborrecen
(Juan 15:19). Jesús dijo: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en
la tierra?” (Lucas 18:8). Esa pregunta no la hizo Jesús por formularla, sino
porque vio nuestros días, y el montaje contra Dios y contra su ungido; lo que
es algo innegable en este tiempo.
Mas, volviendo a Moisés, es importante definir la actitud que asumimos
ante la crisis. Cuando el siervo de Dios confrontó la rebelión e incredulidad del
pueblo y la ira de Dios, se comportó como un verdadero mediador, pues estaba
en medio de las dos partes. Hay diferencia entre un profeta y un sacerdote: mien-
tras el profeta es un vocero de Dios que trae un mensaje al pueblo, el sacerdote
es un representante del pueblo delante de Dios. Es decir, el profeta es un repre-
sentante de Dios delante del pueblo, y el sacerdote un representante del pueblo
delante de Dios, por eso intercede a su favor, es un mediador (Hebreos 5:1).
Ahora, ¿qué hizo Moisés, como mediador? ¿Se enojó al ver la rebelión
abierta de un pueblo completamente extraviado, que se decían unos a otros:
“Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto” (Números 14:4)? No, la Pala-
bra dice que Moisés y Aarón “… se postraron sobre sus rostros delante de toda
la multitud de la congregación de los hijos de Israel” (v. 5). Ellos no se postraron
a la multitud, sino delante del pueblo a Dios, pues sabían el gran pecado que
los hijos de Israel estaban cometiendo y las funestas consecuencias que esto
podía acarrearles. Por tanto, la actitud de ellos ante la crisis fue humillarse y
rogar por misericordia a Dios.
Más adelante, en ese mismo libro, se nos habla de la rebelión de Coré,
Datán y Abiram que eran tres levitas que acusaban a Moisés de monopolizar el
ministerio, poniendo a Aarón por encima de ellos que eran también de la tribu
de Leví (Números 16:1). Y en verdad, ellos eran levitas, pero claro, no podían

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el llamamiento es conforme 415
a la honr a

ministrar dentro del santuario, sino que a ellos se les asignaron labores que eran
prácticamente fuera del tabernáculo. Por eso, Moisés les dijo: “¿Os es poco que el
Dios de Israel os haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él para
que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis delante de la congre-
gación para ministrarles, y que te hizo acercar a ti, y a todos tus hermanos los hijos
de Leví contigo? ¿Procuráis también el sacerdocio?” (Números 16:9-10).
Hay personas que si no predican o cantan en el culto piensan que no son
ministros, y en eso hay un tremendo error. En el antiguo sacerdocio todos eran
levitas, porque esa fue la tribu que Dios separó para eso (la tribu de Leví), pero
algunos eran además sacerdotes. La diferencia era por causa de la función, no
por dignidad. Esa función sacerdotal le fue delegada exclusivamente a Aarón
(sumo sacerdote) y a sus hijos Nadab, Abiú, Eleazar e Itamar, llamados y con-
sagrados por Dios, para ser sus sacerdotes perpetuamente, de entre los hijos
de Israel (Éxodo 28:1; 30:30; Números 3:3). Por eso, si estudias el sacerdocio
levítico, encontrarás que se repite como un estribillo la expresión “los sacerdotes
hijos de Aarón” (Levítico 1:5, 8,11; 2:2,3:2; Números 10:8; 2 Crónicas 26:18).
La familia de Aarón fue tomada de la tribu de Leví, para ser sacerdotes, como
la tribu de Leví fue elegida entre las demás tribus, para servir en el tabernáculo,
e Israel, un pueblo escogido entre las demás naciones de la tierra, para ser el
especial tesoro del Dios Altísimo, no porque era más que los otros pueblos, sino
porque Jehová los amó (Deuteronomio 7:6-8). Esa honra solo la da Dios.
Los sacerdotes ministraban a Dios, mataban animales, encendían las
lámparas, ponían los panes, quemaban el incienso, sacaban la ceniza, etc. Los
levitas, por su parte, cargaban agua; desarmaban y armaban el tabernáculo del
testimonio, cuando debían trasladarse de una estancia a otra; como también
tenían que guardarlo, velarlo, pues ningún extraño podía acercarse ya que
moriría. En otras palabras, facilitaban el servicio a Dios (Números 1:50, 51).
Mas, ellos querían algo más, codiciaban el liderazgo. Por eso, le dijeron a
Moisés: “¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos,
y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la con-
gregación de Jehová?” (Números 16:3). Y cuando Moisés los escuchó, se postró
sobre su rostro, por segunda vez, ante una crisis o rebelión (v. 4).
Luego, Moisés dijo a Coré y a todo su séquito: “Mañana mostrará Jehová
quién es suyo, y quién es santo, y hará que se acerque a él; al que él escogiere, él
lo acercará a sí. Haced esto: tomaos incensarios, Coré y todo su séquito, y poned
fuego en ellos, y poned en ellos incienso delante de Jehová mañana; y el varón a
quien Jehová escogiere, aquél será el santo; esto os baste, hijos de Leví” (Números
16:5-7). Por su tono, era obvio que el siervo de Dios estaba irritado por la acti-
tud de estos hombres, pero de su boca no salió ninguna palabra desmedida

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416 la honr a del ministerio

ni ofensiva hacia ellos, sino que prefería que Dios les convenciera. Pero ellos
no tan solo estaban rebelados contra Moisés y Aarón, sino que convocaron y
suscitaron a toda la congregación de Israel a su favor, para tomar el sacerdocio
y el liderazgo del pueblo de Dios. Mas, Jehová no soportó la altivez de esos
corazones y cuando apareció en su gloria, dijo a Moisés y Aarón: “Apartaos de
entre esta congregación, y los consumiré en un momento” (v. 21).
Si Jehová consumía a todo ese pueblo, en especial a los revoltosos, le qui-
taría un gran dolor de cabeza a Moisés, ¿no crees? ¡Qué oportunidad, qué res-
paldo para este siervo de Dios! ¿Quién no se echaría a un lado para que Dios
hiciera lo que tenía que hacer? Pues, como dice el dicho popular: “Muerto el
perro, se acaba la rabia”. Para Dios no era nada consumir a ese pueblo, pues
podría crearse otro, sin embargo, las Escrituras dicen que Moisés y Aarón se
postraron sobre sus rostros, por tercera vez, y dijeron a Jehová: “Dios, Dios de
los espíritus de toda carne, ¿no es un solo hombre el que pecó? ¿Por qué airarte
contra toda la congregación?” (Números 16:22). Entonces, Jehová oyó su voz
y le dijo: “Habla a la congregación y diles: Apartaos de en derredor de la tienda
de Coré, Datán y Abiram” (v. 24). Así que la congregación fue preservada
por la intercesión de Moisés, aunque aquellos hombres impíos fueron traga-
dos por la tierra, mostrando Jehová que sus siervos fueron enviados por Él a
hacer todas las cosas que hacían y que aquellos hombres le habían irritado (vv.
28-33). Luego, salió fuego de delante de Jehová que consumió a los doscientos
cincuenta hombres que ofrecieron el incienso también (v. 35).
A raíz de esta rebelión, Jehová levantó un memorial con los incensarios
de estos hombres, y dio instrucciones a Moisés para que el sacerdote Elea-
zar tomara los incensarios de bronce e hiciera de ellos planchas batidas para
cubrir el altar y sean como señal a los hijos de Israel de que ningún extraño
que no sea de la descendencia de Aarón se debía acercar para ofrecer incienso
delante de Jehová (Números 16:38-40). ¡Qué momentos tan funestos! Tres
familias, con sus mujeres, hijos, animales, etc., descendieron vivos al Seol,
tragados por la tierra, por causa de una ambición ministerial. Ciento cincuen-
ta varones santificaron con sus vidas, consumidas en el fuego, sus incensarios,
por acercarse a ofrecer incienso delante de Jehová, sin haber sido llamados por
Él a hacerlo. Grande era el temor de aquella congregación de correr la misma
suerte, por haber escuchado a hombres impíos. ¡Qué tristeza! Sin embargo, no
pasaron muchos meses, ni siquiera semanas, sino un día, veinticuatro horas
después de esta tragedia, cuando la rebelión se puso peor.
Sucedió que el pueblo en vez de meditar en todos estos hechos, empezó a
murmurar en contra de Moisés y Aarón, diciendo: “Vosotros habéis dado muerte
al pueblo de Jehová” (Números 16:41). Mas, cuando ya se juntaban en contra de

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el llamamiento es conforme 417
a la honr a

Moisés y Aarón, descendió la gloria de Dios en el Tabernáculo de Reunión, y


Jehová dijo a Moisés: “Apartaos de en medio de esta congregación, y los consumiré
en un momento” (v. 45). Esto parecía el cuento de nunca acabarse. ¿Cuál sería
la medida de estos corazones? ¿Valdría la pena sacrificarse y sufrir por un pue-
blo que los despreciaba y los acusaba injustamente? ¿No sería mejor dejar que
Jehová los acabase de una buena vez? En cambio, Moisés y Aarón se postraron
sobre sus rostros otra vez (Números 16:41), y Moisés le dijo a Aarón: “Toma
el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon incienso, y ve pronto a la
congregación, y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la presencia de
Jehová; la mortandad ha comenzado” (v. 47). Aarón corrió, pero la mortandad ya
había comenzado y murieron catorce mil setecientos. Y mientras Aarón hacía la
expiación por el pueblo, Moisés, postrado rogaba a Dios por ellos.
¡Qué gran enseñanza para nosotros! Leer estos incidentes a mí me minis-
tra grandemente, pues si yo hubiera sabido eso años atrás, me hubiera evitado
un montón de problemas. Cuando hay rebelión, el corazón del pueblo se
levanta contra Dios, pero cuando esto suce-
de no es momento de enfrentarlos, sino de
postrarnos. ¿Por qué? Porque cuando la “La mejor manera
rebelión aumenta, la ira divina se acrecienta de enfrentar
y cuando Dios desciende lo único que le va
la rebelión, en
a ministrar es ver rodillas dobladas delante
de Él, pidiendo misericordia. ¿Qué piensas medio de las
que pudo ver Dios, las veces que descendió, voces de sedición
que impidió que los consumiera a todos? Te e incredulidad,
aseguro que no fue al pueblo, con palos y es doblar las
piedras en sus manos, sino a dos hombres
postrados, tirados al piso, rogando a Dios
rodillas delante
por misericordia. Y me pregunto, ¿qué vería de Jehová”
Dios en la iglesia que pueda agradar su
corazón, en medio de una rebelión, cuando
su ira está encendida? Ver a sus intercesores rogando por su pueblo. Nuestra
tendencia es, generalmente, juzgar a los rebeldes y mostrarles que no tienen
razón. Así les declaramos la guerra y los excluimos de la congregación de
Jehová, y tratamos tantas cosas, para que el efecto de su levantamiento no
llegue al pueblo. Sin embargo, como hemos visto, la mejor solución es doblar
las rodillas delante de Dios, para cuando Él descienda, vea los mediadores, a
los intercesores humillados delante de su presencia, porque al corazón contri-
to y humillado Dios no desprecia.

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En el tiempo de los profetas Ezequiel y Jeremías (contemporáneos), Jeho-


vá dijo: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la
brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo
hallé” (Ezequiel 22:30). En otras palabras, cuando el pueblo completo estaba
rebelde, no había nadie postrado, y cuando el Señor bajó, los encontró a todos
como “lirios”, muy erguidos y paraditos, llenos de rebelión. Cuando Dios ve
gente altiva, sucede como ocurría en la anti-
güedad cuando pasaban los reyes o un
“Mientras haya faraón, que todo el que estaba presente tenía
que postrarse, con rostro en tierra, pues no
humillación
podía ver su cara, y al que estaba con la
habrá remisión” cabeza levantada, se la bajaban, por seguri-
dad y por reverencia. De la misma manera,
la Palabra dice, refiriéndose a Jesús: “Por lo
cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo
nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en
los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo
es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). Por tanto, hay una
sola manera de estar delante de Dios y es de rodillas, ya sea para contemplar
su hermosura o para que su ira no nos consuma.
Iglesia de Dios, guarda este consejo para siempre: ¡Líbrenos Dios del espí-
ritu de Coré, Datán y de Abiram y de los diez espías! Mas, si un día tenemos
que confrontarlo, ya sabemos qué hacer: Postrémonos, rostro en tierra, entre
los rebeldes y delante de Jehová, para recibir su divina misericordia. ¡Gloria a
Dios que Él no vio a todos los rebeldes, sino a esos dos que estaban postrados!
¡Ay, si el Señor hubiera escuchado la multitud en la cruz que decía: “¡Crucifícale,
crucifícale! (...) Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti
mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Lucas 23:21; Mateo 27:40), qué
hubiese sido de ti y de mí! Mas, Jesucristo guardaba silencio y cuando habló
dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
La mejor manera de enfrentar la rebelión, en medio de las voces de
sedición e incredulidad, es doblar las rodillas delante de Jehová. Solo Dios
acaba con ella, porque Él es el único que lo sabe hacer. Jehová es un buen
cirujano, Él sabe cuándo y dónde debe intervenir quirúrgicamente, y si debe
hacerse una amputación. El cuerpo a veces se enferma de un tipo de cáncer
que requiere cortar el miembro afectado, para no afectar a algún tejido sano
o perder todo el cuerpo. Así que cuando Él ve gente humillada delante de Él,
puede ser que cure la gangrena, limpie totalmente la inmundicia y no corte
ningún miembro del cuerpo. Ese es el trabajo de un mediador, postrarse y

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orar; meter su rostro en sus piernas (como oraban los antiguos delante de
Dios), encorvando su cerviz en señal de reverencia y rendición. Te aseguro
que mientras haya humillación habrá remisión.
Ahora veamos qué hizo Dios: “Entonces toda la multitud habló de apedrear-
los. Pero la gloria de Jehová se mostró en el tabernáculo de reunión a todos los hijos
de Israel, y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta
cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos? Yo los
heriré de mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más
fuerte que ellos” (Números 14:10-12). Es decir que la gloria de Dios impidió
que estos hombres fueran apedreados por la multitud enardecida. Jehová estaba
irritado y con razón, pues con todas las señales y prodigios que había hecho,
cada día obrando a su favor, todavía no le creían ni tenían fe en lo que les había
prometido. Esa actitud del pueblo es una evidencia más de que los milagros no
cambian a nadie, pues el que no tiene corazón, jamás le va a creer a Dios, aun-
que vea lo que vea. Ese fue el error de Elías, y por eso se deprimió tanto, porque
él pensaba que al descender fuego del cielo, y el pueblo ver ese gran milagro,
Israel se iría en pos de Jehová. Pero cuando un pueblo no tiene corazón no
creerá, aunque Él le baje el cielo. Es la misma actitud de quienes quieren ver la
gloria, pero para que esta les favorezca, los satisfaga, les supla sus necesidades y
les resuelva los problemas, pero aunque la vean como la vean seguirán siendo
los mismos. Sin embargo, cada vez que la gloria descendió, transformó, pues
mirando a cara descubierta como un espejo la gloria de Dios, somos transfor-
mados en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2 Corintios 3:18).
Hay que tener esa imagen, ese carácter, ese corazón.
Ahora, cualquiera puede molestarse con un pueblo tan incrédulo, espe-
cialmente Dios, quien solo obraba a su favor. Nota que muchos maestros se
molestan con los niños, cuando les toma semanas enseñarles un concepto y no
ven resultados, pues los alumnos están distraídos, y en vez de poner atención
a la enseñanza, están entretenidos, y por eso no aprenden. De la misma forma
se enoja Dios, pues también espera ver fruto en nosotros. Jehová tenía razón,
tantas señales, tantas obras a favor de este pueblo y actuaban como si no le
conociesen. Así que no era injusta Su propuesta, cuando dijo: “Yo los heriré de
mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que
ellos” (Números 14:12). Esta fue la propuesta de Dios al intercesor Moisés.
En realidad, no era ésta la primera vez que Dios le hacía esa propuesta a
Moisés. Cuando adoraron el becerro de oro, Dios se molestó y dijo a Moisés:
“Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz. Ahora, pues,
déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré una nación
grande” (Éxodo 32:9-10). En estos incidentes aparece Moisés como más justo

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que Dios, pues vemos a Jehová como un iracundo, que constantemente se está
enojando contra su pueblo, y a Moisés el que intercede y lo aplaca. Parece así,
pero no es. Lo que sucede aquí es que como dijo el apóstol Pedro, el Espíritu
de Cristo estaba en los profetas (1 Pedro 1:11), por tanto, la justicia y la mise-
ricordia desde siempre han estado intercediendo por la vida de los hombres,
hasta que se reconciliaron y se besaron en la cruz del calvario (Salmos 85:10).
La justicia, naturalmente, reclamando lo que es de Dios, lo justo, lo recto y
el castigo para el pecador; y la misericordia, por su parte, pidiendo perdón
y paz para el transgresor. En Dios vemos esa actitud hasta la cruz: por un
lado el Dios justo que ama la justicia, la verdad y lo recto, y que de ninguna
manera tendrá por inocente al culpable (Nahum 1:3) y por otro, la misericor-
dia diciendo: perdona, Dios, perdona. Mas, ese conflicto terminó en la cruz,
cuando en el cuerpo de Cristo, la misericordia y la verdad se encontraron, y
la justicia y la paz se besaron, derramando desde las alturas la buena voluntad
de Dios para con los hombres (Salmos 85:10; Lucas 2:14).
Cuando la justicia es satisfecha, ya no tiene que haber juicio, porque sus
demandas han sido cumplidas, y se moviliza entonces la misericordia y la gracia
a favor del trasgresor. Me parece insólito que estemos estudiando este tema en el
Antiguo Testamento, cuya ley decía: “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente,
mano por mano, pie por pie” (Deuteronomio 19:21). Igualmente, ver a Moisés,
su intermediario, (aunque sabemos que en realidad era Jesús en él), suplicando
ante un Dios severo, irritado por un pueblo de dura cerviz. El que camina con
Dios debe conocerlo y saber que Jehová siempre actúa de acuerdo al pacto que
está vigente. La gente piensa que el Dios del Antiguo Testamento es diferente al
Dios del Nuevo, pero no, es el mismo, solamente que el pacto es distinto. Por
tanto, Él no ha cambiado, aunque el pacto sí cambió, y cuando cambia el pacto,
Dios se comporta de acuerdo a como este se rige.
Analicemos ahora en qué consistía la propuesta divina. Jehová le estaba
diciendo a Moisés: «Échate a un lado, y permíteme destruir totalmente a este
pueblo, y comenzar contigo una nueva nación. Voy a borrar todo lo que hice
desde Abraham hasta aquí, y te convertiré en el nuevo “padre de multitudes”».
Imagínate que Dios te proponga lo mismo, es para pensarlo, ¿no?
Con todo, pienso que Dios no estaba hablando por hablar. Si te lees el
Génesis, encontrarás que Dios, en el principio, hizo los cielos y la tierra, y al
hombre; y le dijo a Adán que se multiplicase y llenase la tierra. Este comenzó
a hacerlo, pero el pecado ya había corrompido a toda la creación, de manera
que le dolió a Dios en su corazón ver tanta maldad y decidió raer todo lo que
había creado hasta ese momento, incluyendo al hombre. No obstante, Noé
había encontrado gracia ante sus ojos (Génesis 6:6,8), por lo que lo preservó

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junto a su familia, y luego de destruir el mundo antiguo con las aguas, le dijo:
“Sal del arca tú, y tu mujer, y tus hijos, y las mujeres de tus hijos contigo. Todos
los animales que están contigo de toda carne, de aves y de bestias y de todo reptil
que se arrastra sobre la tierra, sacarás contigo; y vayan por la tierra, y fructifi-
quen y multiplíquense sobre la tierra” (Génesis 8:16-17), estableciendo un pacto
perpetuo entre Dios y todo ser viviente de no destruir nuevamente la tierra
con diluvio (Génesis 9:11). Podemos aplicar entonces, que Noé se convirtió en
un segundo Adán, pues con el diluvio, Dios terminó con todo lo que había
creado antes (desde Adán hasta ese momento), y comenzó de nuevo con él.
Incluso, Jehová le dijo a Noé las mismas palabras que en el Principio dijo a
Adán: “… fructificad y multiplicaos; procread abundantemente en la tierra, y
multiplicaos en ella” (Génesis 9:7), y hubo un nuevo comienzo.
Así que Jehová había soportado suficientemente a ese pueblo, irritante e
incrédulo, pero ahora le ofrecía a Moisés ponerlo sobre gente grande, y hacer de
él una gran nación. Medita un poco sobre esa propuesta, y piensa qué harías si
fuese a ti que Él te la haya propuesto, como te lo planteé anteriormente, ¿qué
harías tú? Es posible que alguien diga: «Esta es mi oportunidad… ¡Ahora o
nunca! Dios está airado con todos, pero está contento conmigo, ¡qué bien!»
¿A quién -que esté en la carne- no le gustaría eso? Traslademos esta situación
a cualquier otra que puede ocurrir cuando ministramos; qué sucedería si Dios
derrama sobre ti Su unción de sanidad, y todo aquel al que le impongas las
manos se sane, y empieces a hacer milagros y maravillas; qué pasaría si fueras
tú el que llena los estadios y que todo el mundo hable de ti, de esa unción
poderosa, de esa prédica ungida, de esa palabra profética cumplida; que tú
seas la noticia en los periódicos cristianos por tener un ministerio tan grande,
y en las revistas, tú estés en sus portadas por semanas; y seas el pastor de una
congregación de más de cinco mil personas. ¿O no es eso lo que dice Dios
cuando habla de hacer de él una gran nación? Inclusive, dijo más el Señor,
pues habló de ponerlo sobre gente más grande y más fuerte que ellos (Núme-
ros 14:12). Israel era un pueblo bendito, pero el nuevo pueblo en que Dios
pondría a Moisés sería doblemente más bendito.
Sin embargo, aunque el Fiel y Verdadero estaba actuando genuinamente,
esa propuesta constituía una prueba al corazón de Moisés. Jehová no solamente
prueba, como nosotros acostumbramos a verle, en cosas materiales o en asuntos
que pertenecen a la carne, sino que Él muchas veces aprovecha momentos bien
espirituales, propuestas en situaciones muy convenientes, para pesar lo que hay
en tu corazón. Considera que cuando Jesús estaba en el Getsemaní, atravesando
una tremenda agonía que hasta sudaba gotas de sangre (Lucas 22:44), que el
Padre le pudo decir: «Hijo, siento un gran dolor verte en ese sufrimiento, dime

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ahora mismo si quieres que te envíe una legión de ángeles que te traigan al ins-
tante a mi presencia, y acabamos con todo esto de una vez por todas»La Biblia
no registra ningún diálogo semejante entre el Padre y el Hijo, pero la oración
de Jesús revela esa actitud. Jesús dijo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero
no se haga mi voluntad, sino la tuya” (v. 42), como diciendo: «Padre, si en verdad
quieres aliviarme en este sacrificio, que sea porque tú lo quieres, no porque yo te
lo pido; pero si algo quieres hacer, no lo hagas porque ves que mi humanidad se
resiste al conflicto, sino que se cumpla tu designio, agradable y perfecto». Cristo
rogaba al Padre que no lo mirara a Él, sino al propósito, al pueblo que por su
sacrificio llevaría a la gloria. Jesucristo había descendido para misericordia, no
para juicio; y lo hizo voluntariamente.
Este era el mismo conflicto que estoy seguro el Hijo de Dios sufrió en la
cruz, viendo que todos se burlaban, y mientras unos echaban suertes, mien-
tras repartían sus vestidos, otros decían: “Tú que derribas el templo, y en tres
días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz.
(…) A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda
ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mateo 27:40, 42). Y hasta los que esta-
ban crucificados con él le injuriaban (Marcos 15:32). Mas, Él en silencio los
observaba y sé que el Padre también. Era lo mismo, posiblemente mientras
Jesús miraba a la multitud enardecida, oía la voz de Dios que le decía: «Tú
eres justo, en ti no hay pecado, estoy complacido contigo. Permíteme que
acabe con todos estos ingratos, que elimine a este pueblo que viniste a salvar
y ellos mismos son los que hoy te entregan y se burlan, ¡no te han creído! Te
cambiaron por Barrabás (Mateo 27:17,20), y prefirieron por encima tuyo al
déspota Cesar, pues cuando Pilato procuraba soltarte, ellos gritaban: “Si a
éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone. (…)
¡Fuera, fuera, crucifícale! (…) No tenemos más rey que César” (Juan 19:12, 15).
Hijo mío, deja que mi ira se encienda sobre ellos y los consuma». Mas, Jesús,
le decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
De igual manera, Dios le propone a Moisés ser grande y ponerlo sobre
un pueblo fuerte, sobre una nación grande, mejor que Israel, a precio de dar
al traste con su propósito y de destruir a ese pueblo al cual había sacado con
mano fuerte de Egipto y sustentado en el desierto. Sin embargo, Jehová se
dirige a un hombre que sufría como él las actitudes de ese pueblo, que hasta
en una ocasión tuvo que decirle a Jehová: “¿Qué haré con este pueblo? De aquí
a un poco me apedrearán” (Éxodo 17:4). Pero como también tenía el corazón
de Jesús, en el momento del juicio, Moisés se iba a favor de la misericordia, así

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como Jehová es Dios clemente y misericordioso, y nunca ha pagado al hombre


conforme a sus obras, sino conforme a sus muchas misericordias.
No nos equivoquemos, Dios es justo como es misericordioso, lo que ocurre
es que cuando lo vemos airado pensamos que es un Dios castigador, y eso no es
bueno. Pues como dijo aquel ángel, cuando se derramó la tercera copa: “Cierta-
mente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos” (Apocalipsis
16:7). Por eso, el abogado Jesús, en Moisés, pedía otra cosa -misericordia, per-
dón- para un pueblo que no se lo merecía, pues todo el mundo merece justicia,
pero misericordia no. Para Dios la justicia es como la misericordia, son dos
atributos del mismo carácter, santo y perfecto, y la justicia era lo que en este
momento el pueblo merecía. Entiendo que la justicia, o la aplicación del juicio,
la merece todo el mundo, pero la misericordia nadie. La aplicación de la justicia
es juicio para nosotros, el cual se convierte en justificación, porque Cristo le
pagó la deuda que teníamos nosotros. Leamos qué Moisés respondió a Jehová:

“Lo oirán luego los egipcios, porque de en medio de ellos sacaste a


este pueblo con tu poder; y lo dirán a los habitantes de esta tierra,
los cuales han oído que tú, oh Jehová, estabas en medio de este
pueblo, que cara a cara aparecías tú, oh Jehová, y que tu nube
estaba sobre ellos, y que de día ibas delante de ellos en columna
de nube, y de noche en columna de fuego”
(Números 14:13-14).

También Moisés le dijo lo que pensarían los demás habitantes de la tierra


que han oído sobre el Dios de Israel: “que has hecho morir a este pueblo como
a un solo hombre; y las gentes que hubieren oído tu fama hablarán, diciendo:
Por cuanto no pudo Jehová meter este pueblo en la tierra de la cual les había
jurado, los mató en el desierto” (Números 14:15-16). Es decir, este hombre,
cuando Dios le propone comenzar de nuevo, haciendo de él una gran nación,
ofreciéndole grandeza, en vez de pensar en él y en todo lo que Dios le estaba
prometiendo, piensa en el propósito y en el
prestigio de Dios, no en el suyo.
Para este siervo de Dios, lo más impor-
tante era preservar el grande nombre de Dios, “Dios es más que
que no llegara a los oídos de otros pueblos todo lo que
esta situación, luego que ellos tenían tan alto ofrece, y sin Él
concepto de Jehová. A Moisés le preocupaba nada tiene valor”
que luego que Egipto y los demás pueblos de

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la tierra habían conocido el nombre de Jehová y sus grandes maravillas, ahora


piensen que su brazo se había cortado, que ya no tenía poder, que se le agotaron
las fuerzas, y para no asumir su responsabilidad, prefería matar al pueblo en el
desierto. Ellos no dirían que el pueblo era desobediente ni que no tuvo fe, sino
que Jehová no pudo llevar a cabo sus promesas y por eso los acabó en el camino.
¿Qué pasará con el grande nombre de Jehová? Eso era lo importante para
Moisés, porque Dios para él era el todo. Moisés no enfrentó a Faraón ni atra-
vesó con ese pueblo el desierto, para, en una nueva tierra, él hacerse grande. El
deseo de Moisés era que el propósito de Dios se cumpliera; eso era lo valioso,
lo importante. Él no estaba allí buscando lo suyo, sino para que Dios sea gran-
de. Él no quería que Dios le hiciera famoso, sino que la fama que Jehová había
hecho de Su nombre en las naciones no se pierda. Los pueblos de la tierra
habían oído de su fama, ¿y ahora, qué iban a escuchar, que no tuvo el poder
suficiente para introducir a ese pueblo? ¿Qué pensarán de Jehová Dios?
Esa es la importancia de que Dios sea el Todo en todos. Cuando no mira-
mos a Dios como el Todo, es porque solo pensamos en nosotros. Hay muchos
que andan en pos de Dios y enfatizan su carácter de Dador y le siguen por los
beneficios y no por Su persona, por lo que tarde o temprano terminarán salién-
dose del centro de Su perfecta voluntad. Es cierto que Dios cuando te llama, te
engrandece, que te pone sobre grandes hombres, y te llama para diadema y para
fama, para honra y no para deshonra, para grandeza y no para pequeñez. Sin
embargo, Dios es más que todo lo que ofrece, y sin Él nada tiene valor.
Es increíble que Dios le diga a alguien: «Voy a acabar con todos, y voy a
comenzar de nuevo contigo», y este le responda: « ¿Y todo lo que tú hiciste,
se perderá para ahora comenzar conmigo? ¡No, Dios mío, olvídate de mí,
considera tu prestigio, piensa en tu nombre, en tu propósito! Ya tú elegiste un
padre que es Abraham; yo no quiero el lugar de mi padre; yo no quiero subir a
su estrado, no lo quiero sustituir. Él es el padre de la fe y en él, Tú prometiste
bendecir a todas las familias de la tierra. También, piensa en tu prestigio, en la
fama de tu nombre, no permitas que todos tus hechos se pierdan por la dureza
del corazón de este pueblo. ¡No te dejes provocar!» Este es un hombre según
Dios, perteneciente a la generación de la que no quieren nada para ellos, sino
que dicen al Señor: «Resérvate la grandeza, el poder, las bendiciones; reina tú».
Mas, ¡qué corazón y qué miopía hay en aquellos que ven el cristianismo como
una oportunidad para hacerse grandes! ¡Ay de aquellos que ven el ministerio
como una plataforma, para que se les vea la cabeza y el pecho inflado!
Moisés le dijo a Aarón de parte de Jehová: “Esto es lo que habló Jehová,
diciendo: En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el
pueblo seré glorificado” (Levítico 10:3). Dios se ha engrandecido en nosotros,

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pero nosotros no podemos engrandecernos sin Dios. Ten cuidado, porque esa
prueba la puedes tener tú, en cualquier momento, y ¿en qué pensarías: en tu
nombre o en Su grande nombre? ¿Dónde se irían tus pensamientos cuando
te creas más fiel que los demás, cuando consideres que los demás merecen
ira, rechazo y juicio, y tú reconocimiento? Jesús había sido perfecto hasta la
Cruz; sin embargo, se olvidó de sí mismo, y dice la Palabra que menospreció
el oprobio, la vergüenza de morir en una cruz, y se perfeccionó en la aflicción,
para llevar muchos hijos a la gloria (Hebreos 12:2; 2:10).
Jehová le dijo a Moisés que lo iba a engrandecer, pero él le contestó: “Aho-
ra, pues, yo te ruego que sea magnificado el poder del Señor” (Números 14:17).
Dios lo quería hacer grande, pero él le responde: «no, ahora yo te ruego que
seas magnificado tú» ¿Qué significa magnificado? Esa palabra significa ser
engrandecido, enaltecido, ensalzado, ponderado, glorificado. Por lo cual, lo
que Moisés le propone a Dios -con ruego, pues es así que se intercede, y no
con exigencias- que en vez de ser él engrandecido, sea Dios el grande. En otras
palabras, Moisés le dice: «Mira, yo te ruego, yo te suplico, oh Dios, que no me
hagas grande a mí, sino haz grande tu poder». Ese es el Espíritu de Cristo, y
por tanto, el espíritu del reino.
Amado, cuando le servimos a Dios ¿en que pensamos? Fíjate cómo Moi-
sés, en ruego, le contestó, recordándole a Jehová cómo había perdonado al
pueblo todas las veces que lo provocaron, incluso cuando pidieron dioses e
hicieron un becerro de fundición en lugar de Dios (Éxodo 32:1-4). En aquella
ocasión, Jehová había magnificado Su poder, al no consumir a ese pueblo idó-
latra y desobediente, sino que sus misericordias se renovaron, y Él mantuvo
Su palabra de ir con ellos y meterlos en la tierra que les había prometido. En
intercesión, Moisés le citó a Dios un momento muy especial, que se narra en
el libro de Éxodo 34:6, cuando él le pidió que le mostrara Su gloria y Jehová,
debido a que ningún hombre puede ver su rostro, le dijo que lo pondría en
la hendidura de la peña, y le cubriría con su mano hasta que hubiera pasado,
y cuando Él apartara su mano, no vería su rostro, sino sus espaldas (Éxodo
33:20-23). En ese momento tan glorioso, descendió la nube, y se oyó una voz
proclamando el nombre de Jehová. Y cuando pasó Jehová por delante de Moi-
sés, proclamó: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la
ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que
perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por
inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los
hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34:6-7). Eso fue
lo único que Moisés escuchó cuando estaba en el monte santo con Dios. De

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hecho, por mucho tiempo pensé que fue Moisés que dijo eso, pero no, sino
que el mismo Dios lo dijo acerca de Sí mismo.
Es interesante que en ese momento, cuando Moisés pidió ver la gloria de
Dios, y lo hizo con la finalidad de confirmar que estaba en gracia con Jehová,
y en consecuencia caminaría con él y el pueblo, Dios le mostró sus espaldas. Se
podría decir que Moisés quiso saber el grado de intimidad que tenía con Dios,
y pidió algo que ningún hombre vería, y
podía seguir viviendo. El siervo de Dios
“No hay nada quería ver algo más grande que los milagros
que convenza y maravillas de Jehová; él quería ver Su glo-
más a Dios en ria, mirar Su rostro, conocer su majestad,
comprender Su sustancia, entrar en lo intrín-
una oración
seco de Dios y contemplar su esencia. Moi-
que lo que Él sés quería ver a Dios, pero no sabía lo que la
dijo acerca de Sí gloria de Jehová implicaba o la componía. Él
mismo” estaba como los niños, los cuales les gusta
mucho lo sobrenatural, pero no alcanzan a
entender las implicaciones de estos hechos.
Sin embargo, cuando Jehová se dispuso a mostrar Su gloria, no mostró
Su cara, ni hizo un destello de grandeza, tampoco sonaron truenos ni relám-
pagos, ni estremecimiento de tierra acompañaron ahora Su manifestación.
Ahora lo que enseña el Rey del Universo son sus espaldas, tipo de carácter,
de lo escondido de Su ser, que solamente Él puede revelar. Por eso al pasar,
proclamó Su nombre, porque la gloria de Jehová es Su naturaleza. Jehová es
fuerte, misericordioso, piadoso, tardo para la ira, grande en misericordia y
verdad, ahí esta Su rostro, Su gloria y Su corazón
De igual manera, cuando Jesús entró montado en el asno a Jerusalén, el
Padre decidió engrandecerlo, en medio de una ciudad conmocionada y una
multitud que daba voces, diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el
que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! (…) ¡Bendito el reino
de nuestro padre David que viene! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21:9; Mar-
cos 11:10), y tiraban los mantos, y tendían también las ramas de palmeras en
el camino. Todos hablaban de las maravillas que hacía y de cómo le dio la
vista a un ciego, levantó a un paralítico y resucitó a Lázaro de los muertos. Y
como la ciudad estaba llena de extranjeros que vinieron a la fiesta a adorar,
unos griegos se acercaron a los discípulos y dijeron a Felipe: “Señor, quisiéra-
mos ver a Jesús” (Juan 21:12). Mas, el Maestro, al ver todo esto se conmovió en
Espíritu y dijo: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”

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(v. 23). A pesar que Su nombre era vitoreado, que el pueblo lo veía como pro-
feta, como Mesías, como el Rey de Israel e Hijo de Dios, había algo para Jesús
con lo cual sería únicamente engrandecido, por eso dijo: “Padre, glorifica tu
nombre” (28). Dios le estaba glorificando a él, le estaba engrandeciendo, dán-
dolo a conocer, pero para Jesús su grandeza consistía en que el propósito de
Dios se cumpliera y que el nombre del Padre sea glorificado. Por eso, Dios le
respondió con voz audible: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (v. 28).
Esas palabras que usó Moisés en su ruego a Dios: “engrandece tu poder” y
“engrandece tu misericordia” no están demás en ese pasaje. Con ellas el siervo
de Dios le estaba diciendo al Señor: «A mí no me tienes que engrandecer, por-
que yo soy engrandecido cuando Tú eres engrandecido, soy poderoso cuando
Tú eres el poderoso, y soy bendecido cuando Tu misericordia se engrandece».
El propósito de Dios no se va a cumplir en ti, si Dios no es engrandecido,
pues en la misma nube que Él subió, subiremos nosotros, y porque Él subió,
nosotros subiremos, así como Él vivió, nosotros viviremos. Todo lo que le
ofrezcamos a Dios, debe ser conforme a Él mismo, pues es lo que apela a su
corazón. Sólo lo que es como Dios satisface a Dios, así como solo lo que des-
ciende del cielo sube al cielo. ¿Por qué Dios oyó a Moisés? Porque Moisés oró
de acuerdo a su corazón.
No hay nada que convenza más a Dios en una oración que lo que Él dijo
acerca de Sí mismo. Por tanto, no lo vas a convencer con tus lágrimas, no lo vas
a persuadir con tus ruegos, ni lo vas a mover mostrándole tus buenas obras. La
manera de convencer a Dios es hablarle acerca de lo que Él dijo de Sí mismo. Él
dijo que era tardo para la ira, por eso Moisés le rogaba que guardara la ira para
otro día, o que la dejara guardada para siempre, porque eso negaba lo que había
dicho de Sí mismo. El argumento para convencer a Dios es invocar lo que Él te
ha revelado acerca de Sí mismo, y no conquistando lástima y compasión hacia
un pueblo incrédulo y pecador. No vengas delante de Dios con rogativas como:
«Mira, Señor a tu pobre pueblo, ten lástima de él, porque no ha sido tan malo;
¿quién no se equivoca? Tú sabes que este desierto es terrible, y la gente con sed
se desespera. Dios mío, entiende que somos humanos, etc.» Por favor, dejemos
esas intercesiones de niños y oremos eficazmente. Todos los intercesores cuando
oraron, pensaron en Su nombre, eso es orar según Dios, ser maduros, recono-
ciendo que Dios es veraz y todo hombre mentiroso (Romanos 3:4).
La oración de Moisés nos muestra que él ministraba según Dios, pues aun
para su intercesión y para apelar a Dios, no usó sus propias palabras, sino las
palabras que Él dijo acerca de Sí mismo. Aprendamos a orar según Dios. Los
hombres de Dios adoran según Dios, oran según Dios, predican según Dios,

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se relacionan según Dios, actúan según Dios, porque su todo en todo es Dios.
Nuestros problemas estriban en que todo lo miramos a través de nosotros
mismos. Tú no tienes problemas, tú eres tu propio problema. Cuando tú dejes
de mirarte a ti mismo y a tus circunstancias, cuando dejes de aspirar lo que tú
aspiras y busques a Dios, la fama de Dios, el nombre de Dios, el propósito de
Dios, la gloria de Dios, la grandeza de Dios y te olvides de ti mismo, entonces
tú tendrás de Dios Su plenitud.
Conozco cristianos que sólo piensan en sus debilidades, y sus días gravitan
alrededor de este pensamiento: «¡Ay es que soy débil! Eso lo heredé de mis
padres; por más que me esfuerzo no puedo». Pero si siempre estás hablando y
pensando en tus debilidades, en vez de ver la fortaleza del Señor, te acontecerá
lo que temes (Proverbios 10:24). ¡Sal del mundo del ego mi hermano, y deja de
ver tus circunstancias, pues mayor que todo eso es Dios! Cuando tú sales del
mundo del yo y entras al de Dios, viendo todo como Él lo ve, ya no sentirás
nada, sino que serás maduro y dejarás de sufrir tanto. Posiblemente, los dolores
en la cruz para Jesús se volvieron nada, porque no pensaba en sí mismo, sino en
los demás (Lucas 23:34). El Señor experimentó el dolor más horrible que nadie
haya sufrido jamás, porque su angustia no era solo física, sino mental y espiri-
tual. Sin embargo, Él pensó en sus enemigos y pidió perdón por ellos; también
hizo memoria de su madre y la encomendó a Juan; le aseguró el paraíso a uno de
los ladrones; y después que pensó en todos, entonces dijo: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34). Esto es amor perfecto y maduro.
Los estudiosos de la conducta humana dicen que cuando una persona
está pasando por una crisis severa, se concentra totalmente en sí mismo, y cae
en un estado depresivo. La depresión tiene como síntoma el aislamiento o lo
que se llama la apatía social. Generalmente, la persona deprimida se aparta,
no quiere hablar con nadie, pierde el respeto a la vida, no quiere trabajar y
ni siquiera asearse. Así, deja de cumplir con sus responsabilidades, ninguna
cosa para esa persona tiene sentido y lo abandona todo, por el sentimiento de
pérdida y abandono que sufrió al pasar por una mala experiencia o decepción.
Entonces, hace como el molusco que se mete en su cascarón, y no sale. ¿No te
ha pasado que encuentras un lindo caracol en el suelo, lo tomas y dices: «¡Oh,
qué lindo es este caracol que me encontré!» pensando que está vacío, pero el
animalito está muy acurrucadito adentro, y solo saca su cabecita muy rara-
mente y la vuelve a entrar? ¿Te acuerdas de Elías en la cueva? El profeta pensó
que todo había terminado para él, que había fracasado en su encomienda, y
se deprimió. Esa es la tendencia humana, encerrarse en sí mismo cuando no
tiene salida, porque está viendo las cosas desde su limitada perspectiva.

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Elías primero se sentó debajo de un árbol, deseándose la muerte, y dijo:


“Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres” (1
Reyes 19:4). Allí se quedó dormido, porque la depresión quita todo ánimo, toda
fuerza. Jehová lo despierta, lo alimenta y le da una instrucción, la cual, el profe-
ta aparentemente sigue, pero cuando llega al lugar, se mete en una cueva (vv.
5-8). Y cuando Jehová le preguntó que hacía
allí, Elías le contestó: “He sentido un vivo celo
por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos
de Israel han dejado tu pacto, han derribado
“El prestigio
tus altares, y han matado a espada a tus profe- de Moisés fue
tas; y sólo yo he quedado, y me buscan para que vivió para
quitarme la vida” (1 Reyes 19:10). Jehová procurar el de
aparentemente ignorando el sentir del profe- Dios. Por tanto,
ta, lo sacó de la cueva y le dio una instruc-
ción, por lo que entiendo que el remedio usar la honra
infalible para la depresión es hacer la volun- de Dios para
tad de Dios, salir de nuestro encierro y con- honrarle debe
centrarnos en Él y en Su propósito. ser el propósito
De hecho, cuando tú estás concentrado
y la motivación
en Dios no sientes nada y tu actitud cambia.
Si están hablando de ti, tú dices: «No impor- del ministerio”
ta, yo seguiré levantando el nombre de Dios»;
si están dañando tu testimonio, tú dices: «A
Jesús nunca han podido dañarlo, Él es mi testimonio»; y cuando te sientes tris-
te, te dices: «Yo estoy triste, pero mi Señor está contento, dame tu gozo Señor».
Esto suena a fantasía, pero ahí está el secreto de la vida espiritual, una clase de
vida en la cual solo se subsiste por fe. Si lees nuestro libro “Para que Dios sea el
Todo en todos” te darás cuenta de cómo son las cosas cuando se miran a través de
Dios y no a través de las emociones. Entonces, dejarás de pelear tus batallas con
la espada “es que siento”, y saldrás de la cueva de “ya no hay esperanza para mí”.
Mi deseo es que Dios le quite el techo a esa cueva, para que dejes esa cavidad
subterránea y salgas al aire libre y puedas escuchar el silbo apacible y delicado
del Dios de los inagotables recursos (1 Reyes 19:12).
¿Quieres ver a Dios? ¡Levántate y ven fuera! Tú estás en la cueva, pero
Dios está en el cielo. ¡Sal! ¡Sal mi hermano, sal mi hermana! Te lo digo por
revelación del Espíritu que dice: «No tienes que estar deprimido, ni triste, ni
apocado, ni vencido, ni viendo las cosas negativas. Mira al Señor, busca Su
gloria, Su fama, y poder; concéntrate en Dios y olvídate de ti». No es fácil

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para la naturaleza humana, pero ahí está todo, pues está Dios. Te aseguro que
si no buscáramos lo nuestro en el ministerio, y en la vida cristiana estuviéra-
mos concentrados en lo que se nos encomendó, estaríamos siempre gozosos
(1 Tesalonicenses 5:16). Por eso es que no entiendo esas predicaciones por ahí
que te motivan a ser grande, a ser famoso, y te dicen que empuñes la varita
de la fe para que hagas y deshagas, pero así no vivió Jesús. Es cierto que Dios
le dio a Jesús la vara de Su poder y sujetó debajo de Él todas las cosas, pero
Jesús ni siquiera cuando tuvo hambre convirtió las piedras en pan, porque Él
no fue al desierto a comer, sino a cumplir un propósito del Padre. El Hijo de
Dios nunca actúo independientemente de la voluntad del Padre, aun ni para
suplir una necesidad imperiosa.
El poder de Dios no es para que tú lo uses a tu antojo. La autoridad y la
unción no son para ti mismo, son para el propósito de Dios en tu vida. Eso no
anula las promesas divinas, ni que estamos en autoridad, ni que somos prín-
cipes, y reinaremos con Él. Sí, todo eso es verdad, pero todo lo que hemos
recibido del Señor es para usarlo para Su propósito, para Su gloria y prestigio.
Solo cuando Dios está en su lugar, nosotros estaremos en el de Él, pues cuando
nuestro Señor es engrandecido, somos engrandecidos con Él. Moisés no solo
vivió en conformidad con la honra que recibió de Dios, sino que prefirió honrar
a Dios antes que ser honrado por Él. El prestigio de Moisés fue que vivió
para procurar el de Dios. Por tanto, usar la honra de Dios para
honrarle, debe ser el propósito y la motivación del ministerio.

5.3  Toma la Vara


“Entonces Moisés tomó la vara de delante de Jehová, como él le
mandó. Y reunieron Moisés y Aarón a la congregación delante
de la peña, y les dijo: ¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer
salir aguas de esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y golpeó
la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió la
congregación, y sus bestias”
-Números 20:9-11

El hecho de que Moisés, el siervo de Dios, no entró a la tierra prometida,


se ha aplicado de muchas maneras. Entendemos que todo esfuerzo recibe
una recompensa, y este hombre que pagó un precio tan elevado, parece que
no obtuvo nada a cambio. Sabemos que Moisés tuvo en poco la gloria del

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antiguo imperio de los egipcios, porque como dice la Epístola a los Hebreos,
se puso de parte del pueblo de Dios, y renunció a las riquezas de maldad, a
la gloria mundanal, para obedecer al Dios de sus padres cuando Él lo llamó
en Horeb, para que sacara a Su pueblo de Egipto. Mas, esta triste realidad,
de que no entraría a la dulce Canaán, pareciera que echara por tierra todo lo
que este hombre sufrió; como si su sacrificio no tuviese ningún valor (Éxodo
3:1-2). Este varón de Dios sufrió el desierto por cuarenta años, dejando la
comodidad de un palacio, la vida de la corte, para apacentar las ovejas de su
suegro, y sin embargo, no vio el fruto de su abnegación.
A ese hombre, Jehová lo hizo desaprender lo que había aprendido y lo
formó por cuatro décadas en soledad, para hacerlo pastor de su congregación,
y luego de una preparación tan larga, tuvo que tolerar a un pueblo tan rebel-
de como Israel, por cuarenta años. El hombre que pagó el precio con Dios,
porque también Jehová tuvo que tolerar, sufrir la rebelión de ese pueblo, y en
ocasiones, molesto, le dijo a Moisés: “¿Hasta cuándo me ha de irritar este pue-
blo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio
de ellos?” (Números 14:11), pues Israel fue un pueblo difícil, en unas circuns-
tancias tan extremas como fue la peregrinación por el desierto. Así que fue
mucho lo que Moisés tuvo que padecer y sacrificar por cumplir el ministerio
de honra que Dios le dio.
Por tanto, es curioso que un hombre como Moisés, tan amado, y tan respal-
dado por Dios, viera la tierra prometida desde lejos y no entrara. Él vivió en esos
cuarenta años todas las penurias junto a sus hermanos en el desierto, en pos de
esa tierra tan deseada, y sin embargo, tuvo que morir con los rebeldes que salie-
ron de Egipto, de acuerdo a la sentencia de la ira divina. Solamente dos hombres
que salieron de Egipto entraron a Canaán, porque tenían un espíritu diferente
(Números 14:24). Moisés, aunque vivió para Dios, y fue obediente, pues tuvo
un record -como decimos- sin tacha (no estoy hablando de impecabilidad, sino
en cuanto a su obediencia, y sujeción a Dios), con excepción de un solo inciden-
te, no entró. No importó que él fuese un hombre consecuente, lleno de gracia;
alguien que cuando oraba por Israel e intercedía, Dios lo escuchaba, a tal punto
que ese hecho pasó a ser un proverbio en Israel. Inclusive, cuando Dios estaba
airado con Israel, en tiempo de Jeremías y de Ezequiel, Jehová dijo: “Si Moisés
y Samuel se pusieran delante de mí, no estaría mi voluntad con este pueblo; échalos
de mi presencia, y salgan” (Jeremías 15:1), implicando lo atento que Él estaría a
sus oraciones. También en el libro de los Salmos dice: “Moisés y Aarón entre sus
sacerdotes, Y Samuel entre los que invocaron su nombre; Invocaban a Jehová, y él les
respondía” (Salmos 99:6). Jehová escuchaba a Moisés, el hombre que doblaba su

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432 la honr a del ministerio

rostro cuando el Señor descendía con ira, y con esa actitud humilde y reverente,
pudo todas las veces aplacar la ira divina.
Este hombre fue un verdadero mediador del Antiguo Pacto. El libro de
Hebreos dice: “Y Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo,
para testimonio de lo que se iba a decir” (Hebreos 3:5). Moisés llegó a ser tan
admirado por Israel que Dios tuvo que enterrarlo en ausencia del pueblo, con
el conocimiento de que ellos podían adorarlo. Jesús inclusive le dijo a Israel:
“No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés,
en quien tenéis vuestra esperanza” (Juan 5:45). Así llegó a ser admirado Moisés
por Israel, más admirado que el mismo Abraham que era el padre. Así que
este hombre tenía honra para con su pueblo, y con Dios.
Jehová dijo: “Oíd ahora mis palabras. Cuando haya entre vosotros profeta de
Jehová, le apareceré en visión, en sueños hablaré con él. No así a mi siervo Moisés,
que es fiel en toda mi casa. Cara a cara hablaré con él, y claramente, y no por
figuras; y verá la apariencia de Jehová” (Números 12:6-7,8). Es decir, Jehová
habló con los demás profetas de diferentes maneras, pero con su siervo Moisés,
hablaba cara a cara, como habla cualquiera con su compañero, ¡grandioso! Pero
es extraño que el hombre que cometió un solo error -por lo menos registrado
en la Biblia-, aunque rogó a Dios, siendo un intercesor como pocos, su súplica
personal no fuese oída. ¿Cuál fue ese pecado tan horrible que cometió Moisés
que hizo que Dios se airase tanto contra él y determinara no perdonarlo?
La Biblia nos muestra que hay pecados que Dios no perdonó, como por
ejemplo los pecados de la casa de Elí. Él dijo: “Por tanto, yo he jurado a la casa
de Elí que la iniquidad de la casa de Elí no será expiada jamás, ni con sacrificios
ni con ofrendas” (1 Samuel 3:14). Sabemos que cuando había expiación, había
perdón, pero Dios dice que ese pecado no lo perdonaría jamás. Moisés era el
intercesor, el mediador de ese pacto que Dios tanto escuchó; él le vio las espal-
das a Dios (Éxodo 33:23), oyó Su voz, participó de Su gloria, y Dios mismo
dice que a Moisés le notificó sus “caminos”, o sea, sus secretos, sus propósitos
(Salmos 103:7). A David, Jehová lo perdonó, pero a Moisés lo trató como a
Saúl, ya que les dio el mismo trato, aunque entre ellos había una gran diferen-
cia. ¿Por qué fue Jehová tan inflexible? ¿Qué fue lo que hirió tanto el corazón
de Dios? ¿En que consistió ese pecado? ¿Por qué Dios no perdonó a Moisés?
Sobre esta situación, el mismo Moisés escribió: “Y oré a Jehová en aquel
tiempo, diciendo: “Señor Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu gran-
deza, y tu mano poderosa; porque ¿qué dios hay en el cielo ni en la tierra que haga
obras y proezas como las tuyas? Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está
más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado

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contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no


me hables más de este asunto” (Deuteronomio 3:23-26). Nota como Moisés, con
toda su mansedumbre trata de enamorar a Dios. Incluso, como Caleb y Josué,
habla del poder de Dios y de la buena tierra que les prometió. Mas, Jehová le
contesta como le responderías tú a un amigo, con entera franqueza: «¡Ay, ya, ya,
ya, por favor, no me hables más de eso! Siempre que me has hablado te he oído
y me has convencido, pero esta vez no te voy a escuchar, ya te dije que no, y te lo
he repetido, así que ¡basta ya! No me hables más del asunto». Un lenguaje que
se parece mucho al nuestro cuando estamos enojados y hemos determinado un
asunto, el cual no vamos a variar por nada, así Dios ya lo había decretado, ya lo
había decidido y no cambiaría su posición al respecto.
En las palabras de Jehová a Moisés se notaba lo irritado que estuvo Dios
sobre esa situación, al punto que le dijo: “Sube a la cumbre del Pisga y alza
tus ojos al oeste, y al norte, y al sur, y al este, y mira con tus propios ojos; porque
no pasarás el Jordán” (Deuteronomio 3:27). Como diciendo: «Lo más que te
puedo conceder es que la mires de lejos, que tus ojos entren y tu mirada reco-
rra sus llanuras y la contemples, ¿pero que tú entres? No, tú no entrarás». Me
imagino las veces que Moisés le había rogado sobre eso, recibiendo la misma
negativa. Meditemos en nuestro corazón e inquiramos qué fue lo que hizo
Moisés, para que el hombre que Dios tanto amó y siempre escuchó, ahora
recibiera tan riguroso castigo.
Con esta insistencia no quiero despertar tu curiosidad, sino tus sentidos
espirituales, porque en ello hay una gran enseñanza. Para encontrar estas y
otras respuestas, vamos un poco atrás de esta narración, y veamos a un pueblo
que viene en caravana, recorriendo el desierto, yendo de estancia en estancia,
con la esperanza de llegar a una tierra que le había sido prometida. Y aunque
su vestido nunca se envejeció sobre ellos, ni sus pies se les hincharon en esos
cuarenta años de peregrinación, además de ser sustentados con pan del cielo
(Deuteronomio 8:3, 4), ellos fueron muy afligidos en el desierto, al sufrir
ciertas carencias propias del lugar. La sed de agua fue uno de los grandes
sufrimientos de Israel, y por la que al padecerla murmuraron en contra de
Moisés y el propósito de Dios con ellos. Siempre que le faltaba algo a lo que
estaba acostumbrado en Egipto, el pueblo se comportaba incrédulo y rebelde.
Por eso, casi es entendible cuando en esta ocasión, al quejarse, Moisés se haya
molestado tanto. Veamos en la narración bíblica lo que ocurrió:

“Llegaron los hijos de Israel, toda la congregación, al desierto de


Zin, en el mes primero, y acampó el pueblo en Cades; y allí murió

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María, y allí fue sepultada. Y porque no había agua para la con-


gregación, se juntaron contra Moisés y Aarón. Y habló el pueblo
contra Moisés, diciendo: ¡Ojalá hubiéramos muerto cuando pere-
cieron nuestros hermanos delante de Jehová! ¿Por qué hiciste venir
la congregación de Jehová a este desierto, para que muramos aquí
nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has hecho subir de Egip-
to, para traernos a este mal lugar? No es lugar de sementera, de
higueras, de viñas ni de granadas; ni aun de agua para beber. Y
se fueron Moisés y Aarón de delante de la congregación a la puerta
del tabernáculo de reunión, y se postraron sobre sus rostros; y la
gloria de Jehová apareció sobre ellos. Y habló Jehová a Moisés,
diciendo: Toma la vara, y reúne la congregación, tú y Aarón tu
hermano, y hablad a la peña a vista de ellos; y ella dará su agua,
y les sacarás aguas de la peña, y darás de beber a la congregación y
a sus bestias. Entonces Moisés tomó la vara de delante de Jehová,
como él le mandó. Y reunieron Moisés y Aarón a la congregación
delante de la peña, y les dijo: ¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de
hacer salir aguas de esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y gol-
peó la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió
la congregación, y sus bestias. Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón:
Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos
de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que
les he dado. Éstas son las aguas de la rencilla, por las cuales conten-
dieron los hijos de Israel con Jehová, y él se santificó en ellos”
(Números 20:1-13)

Nota como Moisés y Aarón ante la rebelión se postraron (Números 20:6),


asumiendo una actitud correcta ante la situación, como vimos en el segmento
anterior. Cada vez que el pueblo se portaba mal y Jehová se airaba, estos hom-
bres de Dios (especialmente Moisés) doblaban sus rodillas, rostro en tierra,
delante de la santa presencia, humillados, pidiendo que Jehová tuviese miseri-
cordia de Su pueblo. Jehová, entonces, les dio una instrucción de que tomaran
la vara, reunieran al pueblo delante de ellos, hablaran a la peña y ella daría su
agua, para darle de beber a la congregación y a sus bestias. Y yo me pregunto,
si Jehová le mandó a usar la vara, ¿por qué se molestó en que golpeara con ella
la peña? ¿Para qué necesitaban la vara si no la iban a usar en esa ocasión?
Primeramente, la vara representaba la autoridad de Dios en la mano de
Moisés (Éxodo 4:20). Cada vez que Dios iba a dar una instrucción, le decía:

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a la honr a

«toma la vara». Cuando Moisés frente al mar rojo, tenía a los egipcios corrién-
dole detrás, oró a Dios, pues no sabía qué hacer y Él le dijo: “¿Por qué clamas
a mí? Di a los hijos de Israel que marchen” (Éxodo 14:15). Sabemos que al
principio de ser enviado, Jehová le dijo a Moisés: “Y tomarás en tu mano esta
vara, con la cual harás las señales” (Éxodo 4:17), y cada vez que iba a usar su
autoridad delegada, Moisés lo hacía con la vara de Dios en su mano. Ahora,
no siempre que Dios le decía «toma la vara» era para usarla en una mane-
ra precisa, sino representativa, y esto es importante saberlo. Apliquemos; el
Señor les da a sus ministros una “vara” que representa su autoridad y legitima
sus acciones, por eso deben actuar para edificación, sometidos totalmente a su
Santo Espíritu, y no usando su criterio o sus conceptos, ya que están actuando
en Su lugar, en Su representación.
El que Dios te diga “toma la vara” no significa que la vayas a usar de manera
tácita, sino que Él va a hablarte, va a instruirte, te va a dar mandamientos y la
vara representa esa autoridad que Él te está
delegando, para que lo representes delante
del pueblo. Es bueno que sepas que aunque “La autoridad
Dios nos haya apartado para el ministerio o
de Dios es como
para cualquier otra función en su Cuerpo, y
haya delegado en nosotros esa autoridad, una vara que Él
siempre debiéramos hacer diferencia entre lo pone en nuestra
que es actuar en lugar de Dios y actuar bajo mano, cuando
nuestro propio criterio. A veces creemos que nos aparta y nos
porque ya Dios nos hizo ministros o tenemos
la unción de la índole que sea (llámese profe-
consagra para el
ta, maestro, evangelista, pastor o apóstol), ministerio”
eso nos da la prerrogativa de usar “la vara” en
cualquier momento.
El diablo le dijo a Jesús en el desierto: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras
se conviertan en pan” (Mateo 4:3), como diciendo: «Si eres Hijo de Dios, toma
la vara de su autoridad como Hijo, porque tú estás aquí pasando hambre, tienes
cuarenta días sin comer, toma la varita, no tienes por qué padecer necesidad,
solamente di a las piedras que se conviertan en pan». Pero Jesús, que solamente
obedecía al Padre, y Él no le había dicho que use la autoridad de Hijo para
satisfacer sus necesidades y estaba claro que no había sido enviado al desierto a
comer, así que tomó la autoridad de la Palabra y dijo: “Escrito está: No sólo de pan
vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4).
La vara que Dios le había dado a Jesús era para hacer los milagros y prodigios
que ya haría, y Dios ser glorificado en ellos, y no para satisfacerse a sí mismo.

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436 la honr a del ministerio

La autoridad de Dios es como una vara que Él pone en nuestras manos,


cuando nos aparta y nos consagra para el ministerio. Pero tenemos que usar
esa autoridad cuando el Señor nos ordene usarla, pues no es algo automático,
como pensar que ya una vez me apartó y ordenó al ministerio, por lo que puedo,
indiscriminadamente, usarla cuando la necesite. Cuando Dios dice «toma la
vara» lo que te está diciendo es: «Ahora vas a
actuar en mi nombre, en mi representación,
“Dios es un Dios no en la tuya». Tremenda enseñanza para
de detalles, y nosotros, pues entiendo que aunque yo sea lo
es en las cosas que soy por la gracia de Dios y haya recibido
su delegada autoridad, no tengo la prerroga-
pequeñas donde
tiva de usarla cuando me plazca, sino cuando
Él mide las Dios me lo ordene. La autoridad que Dios
grandes” nos da es delegada, representativa; no nos
pertenece, sino que es Dios en nosotros facul-
tándonos para ello.
Volviendo a nuestra cita en cuestión, nota que Jehová le dio a Moisés tres
instrucciones: 1. Toma la vara; 2. Reúne a la congregación, tú y tu hermano
Aarón; y 3. Habla a la peña a vista de ellos (Número 20: 8). Por tanto, sí hubo
una acción a tomar con la peña, pero queda claro que no era precisamente el
golpearla. Jehová no le dijo a Moisés que hiera a la peña, sino que le hablase,
pues ella le obedecería y daría inmediatamente lo que tenía, abundante agua
para el pueblo. No había necesidad de ninguna violencia, ella daría espontá-
neamente con solo oír la voz de aquel que portaba la vara de Dios.
Con este ejemplo, el Señor nos quiere instruir en algo que es de suma
importancia para todos los que fuimos llamados a estar en autoridad. La vara
representa el gobierno de Dios, a la cual, después que Él dice “tómala”, luego
le siguen sus instrucciones. Por tanto, es un peligro que en ese momento,
nosotros asumamos y presumamos de ser muy entendidos en las cosas, pues
de seguro nos equivocaremos. Dios es un Dios de detalles, y es en las
cosas pequeñas donde Él mide las grandes.
Aparentemente, Moisés se dio por entendido. Seguramente pensó que era
un hecho que Dios le daría de beber a la congregación, ya que en otras ocasiones
Él había suplido la necesidad a Su pueblo milagrosamente. Por tanto, la asigna-
ción estaba sencillísima, sólo era reunirlos y callarles la boca a esos rebeldes de
la manera que menos se imaginaban: dándoles agua de una piedra. Sí, Moisés
estaba bastante molesto; y como en su aprieto frente al Mar Rojo se turbó, cla-
mó y Dios se sorprendió que él no supiera qué hacer (Éxodo 14:15-16), ahora no

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el llamamiento es conforme 437
a la honr a

pasaría por esa experiencia, pues ya sabía qué hacer… era tiempo de actuar él.
Pero, Dios no es complicado, al contrario, es sencillo y específico, por eso el que
lo conoce puede andar con Él sin tropezar. A Dios no le molesta cuántas veces
tú le preguntes por lo mismo, porque Él está interesado en el cumplimiento de
su propósito y por eso quiere que le entendamos. A Abraham, Jehová le dijo
muy específicamente: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas” (Géne-
sis 22:2). No hubo dudas a quién quería que le sacrificara.
Tampoco a Dios le molestó cuando Gedeón le dijo: “No se encienda tu ira
contra mí, si aún hablare esta vez; solamente probaré ahora otra vez con el vellón.
Te ruego que solamente el vellón quede seco, y el rocío sobre la tierra” (Jueces
6:39), luego de haberle pedido, primero prueba de que era cierto lo que iba a
hacer por medio de él, proponiéndole con anterioridad que el vellón estuviese
mojado por el rocío y toda la tierra quedara seca. Puede que alguien diga:
«Oye, pero que hombre tan incrédulo, ¿es que no ve quién es el que le habla?».
Mas, en realidad lo que quería Gedeón era
estar seguro de que Jehová fue el que lo
envió, y que el día de la batalla Él estaría “A Dios no le
peleando junto a él y sus trescientos hom-
importa hablar
bres, contra un ejército de millares. Gedeón
quería cerciorarse que la espada de Jehová muchas veces
pelearía junto a la de él, haciéndose una sola cuando en el
espada, y sus hombres pudiesen gritar: “¡Por corazón hay un
la espada de Jehová y de Gedeón!” (Jueces verdadero deseo
7:20), el día de la batalla. Así que no se
encienda la ira de Dios si pide que le moje el
de obediencia”
vellón, luego que lo seque, pues necesita
estar seguro que Dios está con él, porque lo
que iba a hacer no lo podía hacer por él mismo. Jehová no se enoja, porque se
le pida confirmación, pues Él distingue cuando en un hombre hay increduli-
dad o cuando, por reconocer su debilidad, requiere seguridad.
Jesús le dijo a Pedro: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le res-
pondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Él le dijo: Apacienta mis corderos. Volvió a
decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor;
tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le dijo la tercera vez: Simón, hijo
de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas?
y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta
mis ovejas” (Juan 21:15-17). Tres veces preguntó y tres veces le dio la misma ins-
trucción, no la cambió: “Apacienta mis corderos” porque es mejor que escuches
bien antes que lo hagas mal. Por lo cual, jamás dés por sentado algo de Dios de

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manera que creas que lo mismo que hizo allí lo hará aquí, pues no siempre el
propósito es el mismo, ni la meta de Dios es la misma. Es mejor vivir constante-
mente consultando a Jehová, que ser impulsivos y ligeros en nuestras decisiones.
Tres veces habló Dios a Samuel cuando no conocía Su voz, hasta que el
muchacho dijo: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). A Dios no le
importa hablar muchas veces cuando en el corazón hay un verdadero deseo
de obediencia. Así que tenga cuidado con eso de “una vez y para siempre”,
pues solamente lo que tiene relación con Jesús y sus logros eternos son las
cosas inconmovibles: en un día terminó con el pecado de una vez y para siem-
pre, y en otro día venció la muerte una vez y para siempre; traspasó los cielos
y se sentó a la diestra del Padre para interceder, para siempre. No concluyas
ni apliques la experiencia pasada en una nueva instrucción, porque aunque te
diga “toma la vara”, no te está diciendo “úsala”.
Frente al Mar Rojo, Jehová le dijo a Moisés: “Y tú alza tu vara, y extiende
tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del
mar, en seco” (Éxodo 14:16). Nota que ni siquiera le dijo que golpeara con
la vara las aguas, sino que Moisés alzara la vara y extendiera su mano sobre
el mar y lo dividiera, para que el pueblo pasara en seco. O sea, por un lado,
la vara levantada en señal de autoridad, y por otro, la mano extendida para
ejecutar el mandato divino. Entonces, las aguas verían la vara y acatarían la
señal que con la mano extendida Moisés haría, para que el pueblo cruzara en
seco. También la peña vería la vara alzada y escucharía la voz que le hablaría
y daría su agua. Puede que alguien diga, como los racionalistas de hoy: «Pero,
¿qué diferencia hay? No se puede ser religioso mis hermanos, golpear la peña
y hablarle es la misma cosa; ¿acaso no es un objeto inanimado?». Sí, pero en
Dios las cosas toman otra connotación
Cuando tú estés bregando con un semejante, haz lo que quieras, equivócate
todas las veces que puedas, pero entiende que Dios es perfecto y justo en todos
sus caminos, y sus instrucciones son claras y precisas: “Toma ahora tu hijo, tu
único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto
sobre uno de los montes que yo te diré” (Génesis 22:2), tampoco era en cualquier
monte. Dios siempre habla específico: “Reúneme setenta varones de los ancianos
de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales; y tráelos a la
puerta del tabernáculo de reunión, y esperen allí contigo. (…) Toma la vara, y
reúne la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña a vista de ellos; y
ella dará su agua, y les sacarás aguas de la peña, y darás de beber a la congregación
y a sus bestias” (Números 11:16; 20:8). Cuando Dios dice: «Usa la vara» es por-
que Él va a legislar. Las instrucciones proceden del gobierno de Dios y nuestra

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obediencia le facilita a Dios lo que se propuso hacer en nosotros y por medio de


nosotros. Una instrucción cambiada significa obstrucción en el plan divino.
Respecto a Moisés, podemos decir que él obedeció a la primera y a la
segunda instrucción, pues tomó la vara y reunió a la congregación, tal como
Jehová le mandó (Números 20:9-10). Sin embargo, la tercera instrucción, el
siervo de Dios la modificó, pues habló a la congregación, diciendo: “¡Oíd
ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?” (v. 10) y la golpeó
dos veces (v. 11), cuando debió solamente reunir a la congregación y hablarle
a la peña. Moisés no solamente habló a la congregación, sino que se dirigió a
ella llamándole “rebeldes”. Jehová incluso una vez le dijo a Moisés: “Di a los
hijos de Israel: Vosotros sois pueblo de dura
cerviz; en un momento subiré en medio de ti,
y te consumiré. Quítate, pues, ahora tus ata- “Cuando estamos
víos, para que yo sepa lo que te he de hacer”
(Éxodo 33:5), pero Moisés no les dijo nada, representando
sino que el pueblo oyó lo que Jehová le había a Dios, tenemos
dicho. Moisés perdonó al pueblo muchas que participar de
veces, aun aquella vez cuando lo iban a ape- Su mismo sentir”
drear, y Dios le dijo: “Ahora, pues, déjame
que se encienda mi ira en ellos, y los consuma;
y de ti yo haré una nación grande” (Éxodo
32:10), pero él oró en presencia de Jehová su Dios, y dijo: “Oh Jehová, ¿por qué
se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con
gran poder y con mano fuerte?” (v. 11). Mas, ahora fue diferente, aparentemen-
te, Moisés tenía una espinita por dentro, una raíz de amargura, un enojo que
no pudo guardar en esta ocasión. Ahora era Moisés el que estaba airado con-
tra el pueblo y no Dios.
Sin embargo, es bueno que sepamos que cuando estamos representando
a Dios, tenemos que participar de Su mismo sentir. Si Él está airado, noso-
tros nos airaremos junto con Él, pero sin tomar cartas en el asunto. Está claro
que no tenemos el derecho a enojarnos cuando Dios no está enojado; y si nos
enojamos, guardemos el enojo y resolvámoslo después con el pueblo, pero no
representando al Señor. Es necesario distinguir entre lo nuestro y lo del Señor,
porque lo que no se hace conforme a Dios es incredulidad. Sí, la incredulidad
fue el pecado de Moisés y también de Aarón.
Jehová le dijo a ellos: “Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme
delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra
que les he dado” (Números 20:12). ¿Sabes por qué salieron aguas, aunque Moi-
sés airadamente golpeó la peña y no le habló? Porque Dios lo dijo, y esto es

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una gran enseñanza para nosotros los ministros, especialmente para los que
estamos en autoridad en la iglesia. Todos nosotros somos sacerdotes de Dios,
y santos delante de Él; somos sus hijos, llevamos Su nombre y todos lo repre-
sentamos, más aquellos que fueron llamados por Él al ministerio. ¿Cuál es la
enseñanza? El cuidado que debemos tener cuando estamos representando a
Dios. Moisés se airó, y se podía airar. La Biblia dice: “Airaos, pero no pequéis;
no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Efesios 4:26). Es decir, el airarnos es algo
natural, aun Dios se airó, no es malo airarse, lo que es malo es darle riendas
sueltas a la ira, especialmente en el momento en que se representa a Dios. En
esta ocasión, por ejemplo, Dios no mostró enojo con el pueblo, por tanto,
Moisés tampoco debía tenerlo.
Representar a Dios significa hacer lo mismo que Él haría. Cuando
representamos a Dios estamos en Su lugar, y en vez de Él descender y hacer
las cosas por sí mismo, nos manda a nosotros a hacerlas. Y si Dios te comi-
siona a ti y te específica bien las instrucciones y cómo Él desea que se haga,
significa que tú no tienes derecho ni auto-
ridad a añadir nada de lo tuyo a lo que es
“Representar a de Él. La Biblia está llena de este mensaje,
Dios significa pero hemos entendido mal a Dios, hemos
mal interpretado Su gracia, y la hemos usa-
hacer lo mismo do como excusa para desviarnos, diciendo:
que Él haría” « ¡Ah! Tengo autoridad en Cristo Jesús, y
puedo hacer y deshacer». Pero Jesucristo
no hizo eso, y ni siquiera el diablo con sus
tentaciones infernales, ni con la sutileza del mismo infierno, pudo desviarlo
ni un ápice de la voluntad de Dios. Jesucristo nunca usó su autoridad como
Hijo, independientemente de la voluntad del Padre.
En nuestra congregación, cuando estuvimos en el desierto por ocho años
(como llamamos al tiempo de trato, prueba y limitaciones, pero de intimi-
dad que tuvimos con el Señor), hubo algunos hermanos que se rebelaron, y
naturalmente, producían ira y molestias entre nosotros. A veces sus calumnias
lograban dañar el ambiente, y lo que más me dolía era cuando las “ovejitas”,
estando tranquilas y contentas con lo que Dios estaba haciendo en su casa
espiritual, y ellos las llamaban por teléfono para indisponerlas. Entonces, ellas
se desorientaban, y un espíritu de descontento se propagaba, permitiendo que
los rebeldes se apoderaran de ellas. Luego, ya las ovejitas no veían las cosas tan
hermosamente como las veían antes en la iglesia, y se apartaban del Señor y
de su propósito, del lugar donde Dios las había plantado. Eso me dolía como
pastor, pues es maldad desviar un alma del camino del Señor.

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En ocasiones, viendo sus acciones, sentía una gran ira y quería decirles,
como dijo Moisés: “¡Oíd ahora, rebeldes!” (Números 20:10). Yo tenía un gran
deseo de darles su merecido, y cuando me disponía a hacerlo, y ya iba a soltar
la carga que sentía, Dios venía y cambiaba en mi boca las palabras y nunca
fui tan amable con ellos como en ese momento; tanto así que yo mismo decía:
«¿Pero, cómo va a ser? ¿Cómo puedo estar hablando así, si yo tengo algo
que yo no puedo tolerar dentro de mí y lo que quiero decirles es otra cosa?»
Después le decía al Señor: «¡Gracias, Padre! Porque si sale este volcán, cuánto
hubiese destruido», y Él me decía: « ¿Sabes por qué tomé control? Por amor
a mí mismo y por amor a ti, porque en ese momento tú no tenías derecho a
enojarte, porque tú estabas en el lugar mío y el juez de la iglesia y quien la dis-
ciplina y exhorta soy yo. Una cosa es que tú vayas con el espíritu de la profecía
y hables en nombre mío, si yo te mando, y otra cosa que lo hagas porque estés
molesto. Tú no tienes derecho a enojarte en mi nombre; enójate en el propio
tuyo, pero no en el mío que es Santo y Admirable».
¡Ah, pero si yo, como profeta, tomo esa autoridad, y hago como hizo Eli-
seo cuando unos muchachos se burlaron de él, que los maldijo en el nombre
de Jehová y salieron dos osos del monte, y en ese instante los despedazaron (2
Reyes 2:24), te aseguro que acabaría con media iglesia. Aunque la Biblia no
dice mucho acerca de este incidente, algunos piensan que Eliseo actúo por su
propia cuenta, el hecho de que el escritor bíblico no añadiera algo más al res-
pecto, puede ser cualquier cosa, pero posiblemente estuvo en el plan de Dios
que él actuara de esa forma, porque ellos eran unos irreverentes y se merecían
lo que recibieron. Mas, ese no es el espíritu del Nuevo Pacto, y nadie tiene el
derecho, si Dios no lo envía, a hacer en el nombre de Dios lo que le plazca,
siguiendo cualquier impulso de su corazón. Por lo menos, en el caso de Eliseo,
él no estaba actuando en lugar de Dios.
Nosotros, los que estamos en autoridad, hay ocasiones que tenemos que
disciplinar a ovejas rebeldes, y como Pablo le aconsejó a Timoteo, no podemos
guardar ningún prejuicio ni actuar con parcialidad (1 Timoteo 5:21). A veces
estamos en el lugar de Dios, y aquellos que nos halagan, que nos apoyan, a esos
siempre les profetizamos cosas muy lindas, muy buenas; a esos siempre los con-
sideramos, los perdonamos, los toleramos; y cuando viene alguien que no nos
simpatiza mucho, porque no nos aplaude, porque no nos da esa honra que otros
nos dan, entonces, con parcialidad, a esos les aplicamos todo el peso de la ley.
Cuando representamos a Dios, tenemos que ser justos, porque Dios es justo, y
actuar con verdad porque Dios es verdadero. Aunque nuestro sentir sea total-
mente contrario y un volcán en erupción haya estallado dentro de nosotros en
ira, en molestia, en indignación, recordemos que estamos en el lugar de Dios,

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somos sus sacerdotes, tenemos Su vestidura, el manto y la vara de la autoridad,


y que por tanto, debemos actuar de acuerdo a Su majestad y a Su investidura.
Representar a Dios es hacer lo mismo que Él haría y lo propio que mandó
a hacer, sin añadir ni quitar algo. La Biblia dice que “ la ira del hombre no
obra la justicia de Dios” (Santiago 1:20), implicando que en nuestra ira somos
injustos, porque no actuamos de acuerdo a la justicia de Dios. Dejemos todo
juicio a Dios. Si tienes un problema con tu hermano, percátate bien de no
decir que Dios te envió si vas a confrontarlo y a desahogarte. Pero si vas en el
nombre de Dios, obedeciendo su Palabra, ve entonces con amor y espíritu de
mansedumbre a restaurarle, no a condenarle (1 Corintios 4:21; Gálatas 6:1) y
dile: «Mi hermano, tengo un problema contigo que debo resolver. No vine a
pelear, sino a decirte sinceramente, que tengo algo por dentro en contra tuya,
que me está robando la paz, y Dios me manda a perdonarte, pero no puedo
hacerlo si no te digo lo que siento. Yo ruego que Dios me dé lengua de sabio
para hablarte en este momento, y no salga el dolor que me infringe toda esta
situación, porque es un asunto personal entre tú y yo; nada de esto tiene que
ver con el Señor». Queda claro entonces, que si te escucha ¡gloria a Dios,
porque se restauró la relación! Pero si no hubo sanidad, la otra persona nunca
podrá decir que le ofendiste en el nombre de Dios. Muchos profetas pierden
credibilidad por ir donde sus hermanos con un “así te dice Jehová”, cuando
Él nunca los había mandado. Ya darán cuenta a Dios por eso.
Cuando Jehová le dijo a Moisés “reúneme al pueblo”, se entiende que la
reunión era de Dios y no de Moisés. El siervo de Dios podía, luego, hacer otra
junta para desahogar su ira y expresar lo que pensaba de ellos, pero dejándoles
saber que la convocatoria no era de parte de Dios, sino de él. En el momen-
to que se está en el lugar de Dios, la vara tiene que usarse de acuerdo a las
instrucciones del Señor, aunque vaya a usarse en milagros y sanidades. Hay
personas que piensan que como tienen la unción, la pueden repartir a todo
el mundo, pero ¿cuántos sabemos que hay personas que no son dignas de un
milagro de Dios? Aunque se dice que Jesús los sanaba a todos, en Nazaret, Él
solamente pudo sanar a unos cuantos, y estaba asombrado de la gran incredu-
lidad que había en aquel lugar (Marcos 6:5-6). Los dones de Dios no son para
todos. Hay gente que son indignas, y no tenemos el derecho de ser con ellos
más misericordiosos que Dios. Jesús dijo: “No deis lo santo a los perros, ni echéis
vuestras perlas delante de los cerdos” (Mateo 7:6). El apóstol Pablo aconsejó a
Timoteo: “No impongas con ligereza las manos a ninguno” (1 Timoteo 5:22),
porque a él le había sido dada la autoridad para ordenar ministros. ¡Cuidado,
con poner las manos si Dios no ha dicho que lo hagamos!

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El pecado de Moisés se manifestó de varias maneras: Primeramente, en


representación de Dios, pues actuó de acuerdo a sí mismo y no según Dios.
Estaba tan molesto que ese día perdió la fe. ¿Crees tú que Moisés no le creía
a Dios? ¡Claro que sí! Moisés estaba acostumbrado a ver los milagros, señales
y maravillas de Dios. Sin embargo, cuando Jehová dijo que iba a dar carne al
pueblo, él dijo: “Seiscientos mil de a pie es el pueblo en medio del cual yo estoy; ¡y
tú dices: Les daré carne, y comerán un mes entero! ¿Se degollarán para ellos ovejas y
bueyes que les basten? ¿O se juntarán para ellos todos los peces del mar para que ten-
gan abasto?” (Números 11:21-22). Y Jehová le respondió: “¿Acaso se ha acortado
la mano de Jehová? Ahora verás si se cumple mi palabra, o no. Pero al pueblo dirás:
Santificaos para mañana, y comeréis carne; porque habéis llorado en oídos de Jeho-
vá, diciendo: ¡Quién nos diera a comer carne! ¡Ciertamente mejor nos iba en Egipto!
Jehová, pues, os dará carne, y comeréis. No comeréis un día, ni dos días, ni cinco
días, ni diez días, ni veinte días, sino hasta un mes entero, hasta que os salga por las
narices, y la aborrezcáis, por cuanto menospreciasteis a Jehová que está en medio de
vosotros, y llorasteis delante de él, diciendo: ¿Para qué salimos acá de Egipto?” (v. 23,
18-20). Nota que Jehová incluso le instruyó a Moisés de lo que le diría al pueblo.
Sin embargo, Moisés consideraba a Israel un pueblo rebelde e ignorante,
que sin importarles el lugar donde estaban se atrevían a venir con tantas exi-
gencias. Seguramente el siervo de Dios pensaba que su rebeldía había llegado al
punto de ver espejismos, y en lugar de arena y piedras veían oasis, manantiales
de agua donde pudieran beber. ¿Podía él darles a ellos agua de esa peña? Estaba
claro que la ira de Moisés en ese momento eclipsó su fe, porque cuando estamos
en la carne neutralizamos el fruto del Espíritu y los dones de Dios. Moisés se
dejó provocar por el pueblo, cuya incredulidad se la transmitió a él.
Otra cosa que hubo en Moisés y Aarón fue rebeldía (Números 20:24).
Es considerable que en el pueblo se halle rebeldía e incredulidad, pero en
los representantes de Dios no. Moisés calificó al pueblo de “rebeldes”, pero
para Dios los rebeldes fueron ellos, por eso no entraron, pues con la misma
medida que midieron fueron medidos (Mateo 7:2). Moisés no entró a la tierra
prometida, pero Aarón tampoco. Así que Dios despidió a Aarón primero,
llevándolo a la cumbre del monte de Hor, y allí murió, a la vista de todo
el pueblo (Números 20:26-28). ¡Qué tremenda enseñanza! Seremos tratados
por Dios como nosotros tratemos a Su pueblo. El amor al Señor se manifiesta
amando aquello que Él ama. Mientras Moisés estuvo defendiendo al pueblo,
intercediendo por el pueblo, humillándose por el pueblo, y usando la miseri-
cordia para el pueblo, estuvo actuando de acuerdo al carácter de Dios. Pero,
cuando se apartó de lo que es la naturaleza divina no actuó como le agradaba
a Dios. El Señor solamente recibe ofrenda cuando ésta tiene la naturaleza

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suya, cuando es según Él. En este incidente, Moisés no estaba actuando según
Dios, ni por obra ni por representación.
Cuando Eliseo hizo el milagro a Naamán y le curó de la lepra, él le rogaba e
insistía que le aceptase algunos presentes, pero el profeta no los aceptó (2 Reyes
5:14-15). Él quería pagarle por gratitud, pero Eliseo no recibió nada, porque los
dones de Dios no se venden, son gratis y eso Dios se lo quería enseñar a Naa-
mán. Pero vino Giezi, y codiciando se dijo: «¡Qué tonto! Este profeta está tan
espiritual que se olvida de nuestras necesidades. ¿Cómo va a dejar perder ese
oro y esos mantos preciosos?», y salió detrás de él para, con engaño y mentira,
lograr que Naamán le diera el doble de lo que ofreció. Después, escondió todo
en la tienda, como también, encubiertamente, Acán guardó el anatema entre
sus pertenencias, en el campamento (2 Reyes 5:23-24; Josué 7:11). Luego el
profeta, a quien ya Dios le había mostrado la acción de su criado, lo confrontó
diciendo: “¿Es tiempo de tomar plata, y de tomar vestidos, olivares, viñas, ovejas,
bueyes, siervos y siervas?” (2 Reyes 5:26). En otras palabras, ¿era el momento de
buscar prebendas? Por tanto, tal como profetizó Eliseo, la lepra de Naamán se
le pegó a Giezi y a su descendencia para siempre, porque si tú quieres los bienes
de otro cuando Dios no los quiere, entonces lo que era del otro se transfiere a ti,
y así como te llevaste sus bienes, llevarás también su enfermedad. Si codiciaste
la riqueza de Naamán y tomaste la ofrenda que él le quiso dar a Dios y que no
fue aceptada, actuaste en tu propia cuenta, así que llévate también su lepra y
tendrás todo lo que es de él, para ti y tu casa para siempre.
¿Por qué Dios en este aspecto es tan severo? Porque cuando se trata de
gobierno, y ya se han dado instrucciones, son inaceptables las mentiras y el
oportunismo. Aunque el juicio de Dios no caiga inmediatamente, porque la
gracia está como la nube, a tu favor, un día pueda ser que veas la consecuen-
cia de tus acciones. Dios, aunque cambió el pacto, sigue siendo el mismo.
No representar a Dios dignamente, así como ser incrédulos y rebeldes contra
su mandamiento es un pecado. Ese pecado Jehová le llama no santificar Su
nombre cuando en la presencia de todo el pueblo Jehová debe ser santificado
(Levítico 10:3; Éxodo 20:7). Este principio lo aprendieron a precio de vida
Nadab y Abiú, hijos de Aarón, quienes fueron consumidos por el fuego de
Jehová en juicio, cuando ofrecieron fuego extraño (Levítico 10:1-2). Por eso
Jehová le dice ahora a Moisés y Aarón: “Por cuanto no creísteis en mí, para san-
tificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en
la tierra que les he dado” (Números 20:12). Aunque hubo desobediencia, ira y
también rebelión, entre otras cosas, a Dios se le faltó de una sola manera, no
santificando Su nombre delante del pueblo.

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¿Por qué era extraño el fuego que ofrecieron los hijos de Aarón en sus
incensarios? Porque ellos usaron fuego que Jehová nunca les mandó (Levítico
10:1). Todo lo que Jehová no ha ordenado y se hace, es algo extraño, algo que
Dios no aprueba ni conoce. Por eso, entendemos la expresión de Jesús cuan-
do dijo: “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu
nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos
milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de
maldad” (Mateo 7:22). Estas personas el Señor no las conoce, son extrañas
para Él, porque todo aquel que no actúa de acuerdo a Dios y para gloria de
Dios, es extraño para Él. Todo lo que no es según Dios y conforme a lo que
Él ordena, Él no lo reconoce, no lo acepta, no lo recibe, ni le agrada.
Moisés actúo de manera extraña en esa ocasión, y Dios con el pecado es
severo. Vemos que a Saúl Jehová lo desechó (1 Samuel 15:23); a Nadab y Abiú
los consumió en fuego en el santuario (Levítico 10:2); a Aarón (por la misma
causa que a Moisés) murió en el desierto (Número 20:24,26); y a Moisés le
prohibió que incluso le hablara de eso, pues tampoco entraría a la tierra que les
prometió (Deuteronomio 3:26,27). Dios actuó con severidad, rigidez, inflexi-
bilidad y dureza, porque Él es un Dios santo, el cual no soporta la rebelión ni el
pecado, y se muestra celoso por Su santo nombre (Josué 24:19; Ezequiel 39:25).
De hecho, es lo que Moisés le dijo a Aarón en medio del dolor y del luto,
por la muerte de sus hijos: “Esto es lo que habló Jehová, diciendo: En los que
a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado”
(Levítico 1:3). Y Aarón calló, enmudeció, no pudo abrir su boca, porque reco-
noció que eso era algo que Jehová les había recalcado, que los sacerdotes son
santos y que cuando se ponen la mitra y se ponen el efod, y usan las vestidu-
ras sacerdotales, representan a Dios. Ellos tienen que santificar el nombre de
Jehová delante del pueblo, porque ellos son sus representantes.
Santificar el nombre de Dios es actuar de acuerdo a Él. Por eso Pablo dijo:
“el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que
son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2
Timoteo 2:19) A los que hacen iniquidad Jehová no los conoce, pero aquellos
que son suyos, aquellos que Él conoce, que invocan su nombre, tienen que
apartarse de iniquidad. Todo aquel que pronuncia el nombre, que habla en
su nombre, y tiene autoridad en su nombre, no puede mezclarlo con lo suyo,
porque el nombre de Dios es santo y nosotros somos pecadores.
Es una honra ser sacerdote, ser ministro de Dios, haber sido sacado de
entre las ovejas, como David, para representar al gran y buen pastor. Es un
honor que Jehová sea la herencia de los sacerdotes, y que Él comparta de lo
suyo, de los animales que le sacrificaban, y que de su misma ofrenda diera al

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sacerdote y a su familia; eso es algo demasiado elevado para nosotros. La hon-


ra del llamamiento de Dios viene con la responsabilidad de que aquel que lo
representa, sin violentar su individualidad, hable como Él habla y actúe como
Él actúa. Dios no puede ser representado en iniquidad, maldad, autosuficien-
cia, rebelión, ira, egoísmo, ni tampoco en orgullo, altivez o falso amor.
El trabajo de Aarón y el oficio de Moisés era santificar el nombre de Dios
delante del pueblo, ¿por qué? Porque ellos eran santos, porque Dios los santificó
para que puedan servirle a Él. Moisés no actúo con santidad, porque no obró de
acuerdo a Dios en el momento que lo representaba. Jehová instauró la tribu de
Leví, para que le sirviera y los hizo sacerdotes para que estuvieran delante de Él.
El capítulo 21 del libro de Levítico habla de cómo deben ser los sacerdotes, y
que aun siendo de la familia de Aarón, si
tuvieran algún defecto, no podrían acercarse
a servirle. Dios dijo: “… ningún varón en el
“La edificación cual haya defecto se acercará; varón ciego, o
del pueblo y la cojo, o mutilado, o sobrado, o varón que tenga
gloria de Dios quebradura de pie o rotura de mano, o joroba-
valen mucho más do, o enano, o que tenga nube en el ojo, o que
que retribuir un tenga sarna, o empeine, o testículo magullado”
(Levítico 21:18-20), porque no lo represen-
agravio” tan, Dios es perfecto. Jesús dijo: “Sed, pues,
vosotros perfectos, como vuestro Padre que está
en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48), y si bien
la perfección significa madurez, también habla de algo íntegro, completo, por
lo cual, lo que está defectuoso no representa a Dios, pues requiere arreglo.
En el Libro de Levítico se especifica que la ofrenda de sacrificio, para ser
aceptada debía ser sin defecto. También dice: “Ciego, perniquebrado, mutila-
do, verrugoso, sarnoso o roñoso, no ofreceréis éstos a Jehová, ni de ellos pondréis
ofrenda encendida sobre el altar de Jehová” (Levítico 22: 22), porque la ofrenda
es para un santo y debe ser perfecta. Lo mismo que Jehová pedía del sacerdo-
te, lo pedía de la ofrenda, porque así como el animal, los sacerdotes también
son ofrendas de Dios. Todo lo que tiene relación con Dios, que es dedica-
do a Él o que lo representa, tiene que ser como Él, santo, perfecto, íntegro,
completo. Por tanto, tenemos que saber que cuando hablamos en nombre de
Dios, tenemos que tener cuidado, porque santificar significa “poner aparte”.
En otras palabras, no mezcles a Dios con tus defectos; si eres dado a la codi-
cia y quieres una ofrenda más grande como ministro, pídela en tu nombre,
pero no uses a Dios para obtener ganancias injustas. Si vas a usar a Dios en la

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el llamamiento es conforme 447
a la honr a

ofrenda no trafiques con la Palabra, no manipules al pueblo con argumentos,


sino presenta lo que Dios dijo y deja que Su Espíritu toque el corazón de Su
pueblo, porque la ofrenda tiene que ser voluntaria, para ser agradable a Dios.
Los ministros de Dios deben seguir sus instrucciones. Ruego al Señor que
la codicia de Giezi y de Balaam no se apodere de nuestros corazones; ni la ira de
Moisés tampoco. ¡Cuidado cuando se actúa en mi nombre! , dice Dios. ¡Cuidado
con el fuego extraño, con aquello que Él no ha ordenado, o que no lo representa!
Puede ser que con la unción tú luzcas muy bonito y quieras robarte el show, pero
Jehová te mira y te deja tranquilo, hasta que termines, pues Dios siempre dirá la
última palabra. Aprendamos a temer a Dios. La gracia divina no ha cambiado a
Dios, Él sigue siendo el mismo, lo que cambió fue el pacto por el cual Él se rige.
El salmita dijo: “También le irritaron en las aguas de Meriba; Y le fue mal a
Moisés por causa de ellos, Porque hicieron rebelar a su espíritu, Y habló precipita-
damente con sus labios” (Salmos 106:32-33). Esa expresión me revela que Moi-
sés fue provocado, se rebeló y actúo en una manera extraña que no era la de
Dios. Jehová le había dicho que hablara a la peña, pero él le golpeó con ira, y
dañó el ambiente en un momento tan santo. El pueblo vio el agua y glorificó
a Dios, pero la actitud de Moisés constriñó al Espíritu. Es necesario entender
que el Espíritu Santo es muy sensible, por lo que debemos conducirnos con
mucho cuidado en los momentos espirituales. Por eso, cuando presido, pre-
fiero pasar por alto una imprudencia y no confrontarla en ese instante, para
no arruinar el ambiente. La edificación del pueblo y la gloria de Dios valen
mucho más que retribuir un agravio. El que no entiende eso es porque no
tiene ni su naturaleza y mucho menos su corazón. ¡Qué el Señor nos ayude a
actuar en su representación de acuerdo a su naturaleza!
Hasta aquí he mencionado casos donde se mostró la severidad de Dios:
Nadab y Abiú murieron en el mismo altar; Moisés y Aarón no entraron a
Canaán; el caso de Giezi que heredó la lepra de Naamán, porque quiso sus pre-
sentes; y a Saúl cuya desobediencia le costó el trono. A veces nos preguntamos
por qué Dios perdonó a David y no a Saúl. En realidad, no era tanto porque
había un pacto con David, y la gracia y el espíritu que había en él, lo hacían muy
diferente a Saúl. Lo que ocurrió es que David pecó contra la santidad de Dios,
pero Saúl contra su gobierno. David faltó por debilidad, codició una mujer que
no era suya, cayó en adulterio y hasta en homicidio; eso es pecado de la carne,
que va en contra de la santidad de Dios (2 Samuel 12:9-10). Saúl, en cambio,
se obstinó y se rebeló contra la voluntad, el mandamiento de Jehová, temiendo
más al pueblo que a Dios (1 Samuel 15:23). He notado en la Biblia que cada vez
que se peca contra el gobierno divino, Dios es severo.

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448 la honr a del ministerio

De hecho, el profeta Samuel le había advertido a Saúl que estuviera atento


a la palabra de Jehová, pues antes ya había actuado locamente, ofreciendo
holocausto para que no se le desertara el pueblo (1 Samuel 13:13). Eso hizo
que Jehová no le confirmara en su reino para siempre, no obstante, le iba a
dar una segunda oportunidad, por lo menos para que terminara su reino
con gloria. Así Jehová, como se la dio a Moisés le dio a Saúl una instrucción
específica: “Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino
cuando subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene,
y no te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas,
ovejas, camellos y asnos” (1 Samuel 15:2-3). Esto se había profetizado a través
de Moisés y ahora había llegado el tiempo de ejecutarlo y Saúl fue escogido
como instrumento. Mas, ¿qué hizo Saúl? No siguió las instrucciones, y por
eso el Espíritu de Dios se apartó de él. Jehová no se contradice, y cuando se
trata de su gobierno… Él es inflexible.
¿Cómo he de conocer aquello que tiene que ver con el gobierno de Dios?
Cuando Jehová ha dado instrucción respecto a un asunto en particular. Si
Dios te manda a hacer algo y tú no lo haces, o lo haces parcialmente, cam-
biando las instrucciones, estás violentando Su autoridad, y eso es rebelión
para Jehová. También, cuando Dios te hace un ministro y tú no representas
al Señor, sino que andas por tu propia cuenta, eres juzgado según Su gobier-
no, y entonces te enfrentas con Su severidad. Esto es bueno saberlo, no para
actuar por miedo al juicio, sino con temor reverente, reconociendo que Él es
Dios, y le representamos. Eso es lo que Dios quiere enseñarnos, a santificar Su
nombre y representarlo dignamente.
Pablo dice que andemos de acuerdo a la vocación, de acuerdo a lo que es
digno de Dios (Efesios 4:1). También el apóstol aconsejó: “no os dejéis mover fácil-
mente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra,
ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca” (2
Tesalonicenses 2:2). Este mensaje no tiene el fin de asustarte ni de sembrar dudas
en tu corazón en cuanto a que el Señor te pueda desechar, no. Mis palabras no
tienen ese espíritu ni mucho menos la intención, aunque lo estamos diciendo
con mucha convicción y mucho temor de Dios, pero no para infundirte miedo.
Lo hacemos para que aprendas y digas: «Gracias Señor que, a través de esta
enseñanza, me estás mostrando una parte de Tu carácter que no conocía. Ahora
puedo entender un aspecto de Tu conducta que me ayudará a caminar contigo
sin tropiezo, por lo que me dispongo a santificar Tu nombre en todo». Dios se
merece nuestro compromiso y voto voluntario de santificarle en todo. Él es bue-
no, y nos amonesta, para conducirnos por el camino de sus mandamientos y de
Su naturaleza, porque nos ama, y nos llamó a ser santos, como lo es Él.

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el llamamiento es conforme 449
a la honr a

¡Bendito sea Dios que nos enseña sus caminos! ¡Bendito sea Dios que
envía Su Palabra a tiempo! ¡Bendito sea Dios que toma lo que le pasó a sus
santos en el pasado y lo aplica a nosotros hoy, para librarnos, porque Él no
quiere que tropecemos como ellos tropezaron, sino que nos conduzcamos de
una manera diferente! ¡Oh, mi alma tiembla ante Su Presencia! Hagamos
lo que dijo el profeta, estemos atentos a su Palabra, porque Dios es Dios y
debemos respetarle, temerle, amarle y adorarle. ¿Y cuál es la mejor manera de
mostrar eso que inspira en nuestro corazón, sino representándolo dignamen-
te, santificando Su nombre?
Guardemos los mandamientos de Dios, no tomemos Su nombre en vano;
no lo usemos en conversaciones como si fuera cualquier cosa, y mucho menos
para engañar, o para recibir un beneficio personal. Su nombre no puede estar
mezclado con nada mezquino ni con nada de nuestra naturaleza carnal, como
ira, codicia, orgullo, deseo de exhibición, etc. Si represento a Dios, yo tengo que
actuar siempre santificando Su nombre, de acuerdo a Él, en justicia y santidad
de la verdad, en amor, en gozo y paciencia, en benignidad, en bondad, en man-
sedumbre, en tolerancia, en todo lo que es digno. Voy a seguir sus instrucciones,
voy a poner a un lado la manera como me siento cuando esté en Su lugar. No
puedo dejarme provocar cuando en mi autoridad ministerial deba juzgar un
asunto que involucre a algún hermano que me haya calumniado o que me haya
causado muchos males. Debo actuar consciente de que estoy representando a
mi Señor, y Él es justo, santo, bueno, misericordioso y fiel, y yo debo actuar
como Él. Ya Dios se encargará de pagarle conforme a sus hechos.
Finalmente, Dios nos has honrado, llamándonos de las tinieblas a la luz,
para que a través de la honra le honremos, y cuando estemos en el pedestal,
levantemos Su nombre, para que la gente lo vea a Él, no a nosotros. Usemos
el ministerio para añadir gloria a su alabanza, de manera que los hombres
le amen, le admiren, le teman, le busquen y apetezcan al Señor. Líbrenos
Dios del pecado de la indolencia, para que la apatía no cierre nuestros ojos.
Nuestros ojos deben estar bien abiertos y la lámpara de nuestra visión debe
estar bien encendida, para que podamos ver con claridad, y alumbrar a otros.
Somos luz y tenemos la Palabra que es la luz del mundo, la enseñanza que ilu-
mina, y el mandamiento que es lámpara en nuestro camino, ¡alumbremos!
Jehová en estos días está restaurando el ministerio, y busca a hombres
que le honren en espíritu y en verdad. Él es el Dios de misericordia, pero
también es el Dios de santidad y de verdad. Aprendamos a usar bien la gracia,
y no a mal interpretarla, para que produzca en nosotros más esmero, más
diligencia, más dedicación, más entrega al Dios Supremo. Esta palabra viene
aplicada por el Espíritu Santo para corregirnos, para redargüirnos, para que

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450 la honr a del ministerio

representemos bien su nombre, para que no relacionemos ni mezclemos a


Dios con nada nuestro, pues se ha hecho tan común tomar su grande nombre
en vano, y usarlo para tantas cosas.
Solo apegados a Dios podremos mantener nuestros sentidos ejercitados,
para librarnos de esos momentos impulsivos, de los cuales no sabemos, si
podrían ser la prueba decisiva, en el examen final de nuestra mayordomía,
como le pasó a Moisés. ¡Ay, si el siervo de Dios hubiese sabido que en ese
instante de desahogo estaba el escrutinio definitivo de su liderazgo, no hubie-
ra actuado impulsivamente! Ruego a Dios que ponga temor y sobriedad en
nuestro corazón y su gran misericordia nos acompañe en su Camino, para
transitarlo conforme a su honra y voluntad.

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Capítulo VI

EL LLAMAMIENTO ES CONFORME
A SU SOBERANÍA

“…Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios”


–Romanos 11:29

M
ientras pensaba en la afirmación que titula este capítulo y meditaba
en la soberanía de Dios y su llamamiento, el Señor me reveló algo
muy glorioso acerca de Su conducta, y es lo siguiente: la voluntad
soberana de Dios concibe Su propósito; este, a su vez, da a luz la elección, la
cual lleva en sí la gracia de Su bendición. Dicho de otra manera, la voluntad
de Dios da origen a su santo propósito, y este para llevarse acabo requiere una
elección, la cual acarrea o transporta una bendición.
Las Escrituras revelan que Dios bendice todo lo que elige, y en todo lo
que elige deposita Su propósito. Así que en la elección de Dios se encuentra
Su propósito, y donde se halla su propósito, se manifiesta Su bendición. Por
ejemplo, la Biblia dice: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra ima-
gen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de
los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre
la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y

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452 la honr a del ministerio

hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad
la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y
en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:26-28). Está claro
que Dios creó al hombre a Su imagen y conforme a Su semejanza, para que se
enseñoreara de todo lo creado, y por eso lo bendijo.
Nota que Dios aprobó todo lo que creó. Las expresiones: “Y vio Dios que era
bueno” y “… y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:10, 12, 18,
21,25, 31), confirman este pensamiento. Sin embargo, es notable que todo lo
que Él había hecho en la tierra, lo hizo por causa del hombre, aunque éste haya
sido su última creación en el principio (Génesis 2:2; Marcos 2:27). Esto se des-
prende del relato de la creación y se revela por toda la Biblia, y explica el por qué
Dios bendice primero al hombre antes que a
cualquier otra criatura, mostrando que en él
estaba el propósito del Señor, y él sería tam-
“La voluntad bién quien lo administraría (Génesis 1:22,
soberana de 26-28). Miremos entonces este principio a la
Dios concibe Su luz de Su propósito.
Primeramente, Dios bendijo el séptimo
propósito; este, a día porque en él reposó y le destinó el pro-
su vez, da a luz pósito de ser un memorial de Su creación
la elección, la (Éxodo 20:8-11; 31:12-17); Dios bendijo a
cual lleva en sí Noé, a su mujer, a sus hijos, y a las muje-
la gracia de Su res de sus hijos, porque ellos constituían la
familia que serviría para cumplir el propó-
bendición” sito de preservación de la especie humana
(Génesis 9:1,7-10); Dios bendijo a Sem, el
hijo mayor de Noé, porque a través de él
cumpliría el propósito de dar origen a Su linaje santo (Génesis 9:26-27;Lucas
3:23,26); Dios bendijo a Abram, porque lo haría un Abraham (padre de mul-
titudes), pues a través de él, Jehová llevaría a cabo el propósito de bendecir, en
su simiente, a todas las familias de la tierra (Génesis 12:1-3); Jehová tampoco
quiso ocultarle a Abraham lo que ocurría con Sodoma y Gomorra, ya que en
ese hombre reposaba el propósito de bendición para toda las naciones de la
tierra (Génesis 18:16-18).
Ahora veamos, en el siguiente versículo, cómo la bendición del elegido
Abraham pasa a su linaje: “Y sucedió, después de muerto Abraham, que Dios
bendijo a Isaac su hijo; y habitó Isaac junto al pozo del Viviente-que-me-ve”
(Génesis 25:11). En el caso de Jacob, esta enseñanza se hace dramática, pues

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el llamamiento es conforme 453
a su sober anía

este, desde el vientre de su madre peleaba, innecesariamente, por una bendi-


ción que, por elección y propósito, le pertenecía (Génesis 25:21-26; Romanos
9:11-13). Ya adulto, engaña a su hermano y a su padre, para adquirir lo que
por el decreto de la voluntad divina ya le correspondía (Génesis 27:1-46).
Jacob tenía todo en su contra, ya que la primogenitura no le pertenecía, ni por
nacimiento ni por cultura, ni por la preferencia paterna (Génesis 25:26,28).
Sin embargo, nada de eso importó ya que en él estaba el propósito de Dios, y
por consiguiente, era el elegido y la bendición era suya.
Como la preferencia de Isaac, padre de Jacob, no era la misma que la de Dios,
el Señor en su providencia decidió que estuviese ciego el día que iba decretar por
su boca el designio de su voluntad, a favor de su elegido (Génesis 27:1, 23,26-
29). Por tanto, cuando nuestro corazón no está alineado a la voluntad de Dios,
y nuestros ojos no ven la preferencia divina, Él oscurece nuestra vista y entor-
pece nuestro consejo, para que nuestra boca bendiga lo que Él ya bendijo, y
nuestro mensaje profético confirme el depósito de Su elección y propósito.
De hecho, eso fue lo que le sucedió a Balaam, cuando por ganarse el
premio de la maldad quiso maldecir a Israel (Números 22:5-6,12). El Señor
cambió, en su propia boca, la maldición en bendición. Ni la fuerza de la
codicia, ni la brujería combinada con unción profética, ni la perfecta dosis
de sincretismo infernal, pudieron revocar la bendición de Dios a favor del
pueblo llamado y elegido, para cumplir el propósito de Su soberana voluntad.
¿Por qué bendijo Dios a José y a David más que a sus hermanos? La respues-
ta es la misma, donde está su propósito, allí se encuentra su elección y, por
consiguiente, su bendición. ¿Por qué Jesús ha sido la persona más bendecida
y amada por el Padre? Nota que al Hijo el Padre le ha entregado todo y lo ha
puesto sobre todo, porque el Hijo es la piedra angular de la edificación de Su
propósito, y el eje central y principal del designio de Su voluntad.
Personalmente, considero a Romanos 8 un cántico de victoria para los
cristianos, pues comienza diciendo: “Ahora, pues, ninguna condenación hay
para los que están en Cristo Jesús” (v. 1). En el versículo 28 dice: “Y sabemos que
a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”, lo que bien podríamos
parafrasear diciendo: «Y sabemos que a los que [tienen el propósito] de Dios,
todas las cosas [se les convierten en bendición]». Observa como concluye el
verso: “esto es, a los que conforme a su propósito son llamados”. Es decir, lo que
determina que todas las cosas se conviertan en bendición para los creyentes
es que ellos, de acuerdo al propósito de Dios, son llamados. La bendición es
irrevocable porque sus dones son irrevocables, así como su llamamiento es
irrevocable, porque Su propósito también lo es.

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454 la honr a del ministerio

Nota en el siguiente texto que todo lo que Él comienza con “los del pro-
pósito”, también lo termina en gloria. El apóstol dice: “Porque a los que antes
conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de
su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predes-
tinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que
justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:29-30). Observa las respuestas
a las preguntas que a continuación se formula el apóstol Pablo:

“¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién con-


tra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que
lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él
todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el
que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió;
más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra
de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos sepa-
rará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución,
o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por
causa de ti somos muertos todo el tiempo; Somos contados como
ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que
vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy
seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados,
ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo pro-
fundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor
de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”
(Romanos 8:31-39).

Espiguemos de estos versos la enseñanza: 1. Si Dios es por nosotros –los del


propósito-, ¿quién contra nosotros?; 2. Si Dios nos justificó, ¿quién nos acusa-
rá?; 3. Si Cristo murió por nosotros, resucitó y está a la diestra del Padre interce-
diendo a nuestro favor, ¿quién nos acusará?; y 4. Si somos vencedores por causa
de su amor, ¿quién podrá apartarnos del amor de Dios en Cristo Jesús?. Por lo
tanto, tal como lo expresa este pasaje, los llamados al propósito están expuestos
y sufren tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada,
etc., pero por encima de todas las adversidades y oposiciones que se levanten en
contra, los escogidos somos más que vencedores por causa de la elección.
Si estudiamos las vidas de los elegidos para el propósito, observaremos que
sus vidas se caracterizaron por dos cosas: Dios los amó y el mundo los aborreció;
fueron muy amados y bendecidos, pero a la vez, muy sufridos y atribulados.

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el llamamiento es conforme 455
a su sober anía

Pensemos en Abraham, Isaac, Jacob (Israel), José, David, Pablo (Saulo), etc.
Dios aprovechó sus adversidades para perfeccionarlos y capacitarlos para el pro-
pósito, y como una oportunidad, para manifestar en ellos, Su poder, Su gracia
y Su gloria. De hecho, nada que sufrieron, ni ningún error que ellos cometieron
ni la oposición de ningún poder, humano o infernal, logró impedir que el pro-
pósito de Dios, conforme a la elección, se cumpliese en ellos (Romanos 11:1-36).
La tendencia nuestra es buscar, proclamar y desear la bendición. También
admiramos, halagamos y seguimos a los bendecidos, ya sea a los que tienen
el don, la unción o llamamiento, etc. Pero Dios quiere enseñarnos que lo que
llamamos gracia, don o bendición no es más que la capacitación para llevar a
cabo el propósito. Todo recurso, don, oportunidad, distinción, honra, unción
o cualquier otra cosa que recibe un hombre de parte de Dios -aunque no deja
de llamarse gracia y bienaventuranza-, fue concedido para cumplir el propó-
sito del Señor con esa persona. Aunque un don de Dios nos dé distinción, es
bueno que sepamos que no nos fue concedido para hacernos exclusivos o para
honrarnos simplemente, sino porque de esa manera Él está cumpliendo el
propósito de Su voluntad. Pablo entendió muy bien este principio de la gracia
de Dios, especialmente cuando lo aplicó a su llamamiento. Leámoslo:

“Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor,


porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo
sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a
misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero
la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor
que es en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de ser recibida por todos:
que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los
cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia,
para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia,
para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna”
(1 Timoteo 1:12-16).

Pongamos suma atención a este pasaje. El apóstol da gracias a Dios porque


lo tuvo por fiel poniéndolo en el ministerio. Él confiesa que antes era blasfemo,
perseguidor e injuriador, esto quiere decir que no merecía, si no el castigo y el
rechazo de Dios. Pero él dice que la gracia tuvo que exceder y abundar en amor,
para que el Señor pudiera rescatarlo. La medida de la cuerda de amor que Dios
tuvo que movilizar, para sacar a Saulo del profundo abismo de la perdición,
excedió a la de cualquier pecador. Esta fue muchísimo más larga, pues todos

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456 la honr a del ministerio

los pecadores son enemigos de Dios e indignos, pero Saulo, además de esto, era
perseguidor del camino del Señor, blasfemo e injuriador. Nota que la palabra
fiel y digna que Pablo proclama es que él era el primero de los pecadores (el
peor, el más indigno), pero llegó a ser el primero en clemencia y misericordia.
¿Para qué Pablo fue recibido a misericordia? Él dijo: “para [propósito] que
Jesucristo mostrase en mí [el primero] toda su clemencia, para (propósito) ejem-
plo de los que habían de creer en él, para vida eterna” (1 Timoteo 1:16). Pablo
explica que la gracia se manifestó a su favor, con tan abundante misericordia,
debido a que el propósito de Dios era tomarlo a él como un ejemplo, para los
que iban a creer en el Señor. Hoy decimos: ¡cuán difícil es que un judío se
convierta al Señor! La palabra fiel y digna de ser recibida de todos dice que si
un judío, que se ofreció voluntariamente para perseguir y destruir a cristia-
nos, y por ende a la causa del Señor, pudo ser salvo, entonces ¡no es difícil que
un judío se convierta al Señor!
Para los judíos, los gentiles no eran merecedores de nada, mucho menos
de la gracia de Dios, pues los consideraban perros e inmundos. Mas, la Pala-
bra fiel y digna les proclama a los gentiles, que el hombre llamado a cumplir
el propósito de ser el apóstol de los gentiles era el primero de los pecadores,
y llegó a ser el primero en clemencia y misericordia, para ejemplo de ellos.
Saulo de Tarso era un presagio, una señal o ejemplo de la gracia de Dios. Él
no fue rico en gracia, porque era gracioso, sino porque era el más pobre en
dignidad. Dios dio la mayor medida de gracia al más desgraciado, porque Su
propósito era hacerles saber a los desgraciados que donde abundó el pecado
sobreabundó Su gracia (Romanos 5:20-21). El apóstol termina su argumento
con esta doxología: “Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y
sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1 Timoteo 1:12-
16). Una cosa es el ministerio conforme a la concepción y práctica humanas,
y otra, totalmente diferente, según el pensamiento y la soberanía de Dios.
Afirmamos entonces, que todo lo que el Señor ha determinado con relación
a Su propósito es irrevocable, sobre todo Su llamamiento (Romanos 11:29).
Confirmémoslo pues en las siguientes enseñanzas.

6.1  Los Vestidos de José


“… y enviaron la túnica de colores y la trajeron a su padre, y
dijeron: Esto hemos hallado; reconoce ahora si es la túnica de tu
hijo, o no”
- Génesis 37:32

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el llamamiento es conforme 457
a su sober anía

Comenzamos esta sección con uno de los pasajes bíblicos más conocido:
la historia de José, el hijo de Jacob. ¿Cuántas veces hemos leído esa porción
Bíblica? Personalmente, desde que yo era un joven y me convertí al Señor, no
sé el número de veces que me he deleitado con este relato. Cada vez que lo
voy a leer, me propongo lo mismo: no llorar, pero nunca lo logro. Reciente-
mente, después de casi treinta y nueve años leyendo la Biblia, pensé que en
esta ocasión, en la que lo estudiaba, iba a tener control de mis emociones y
no lloraría, pero ¡que va!, temo que esta vez fue la ocasión en que más lloré, y
sollozaba de tal manera que parecía que se me había muerto el hijo a mí y no a
Jacob. Mas, lo que pasa es que realmente es una historia familiar sumamente
conmovedora, con la cual es muy fácil identificarse.
Sin embargo, hay un mensaje un poco extraño en este pasaje, el cual
deseo compartir contigo, y que hemos titulado “Los vestidos de José”, para
no circunscribirnos precisamente a su famosa túnica de colores que, con tanto
amor, su padre le confeccionó, para honrarlo y distinguirlo, y que provocó
tanta envidia y celos en los corazones de sus hermanos (Génesis 37:3-4). Esta
porción bíblica la hemos aplicado de muchas maneras, pero ahora el Señor
nos va a decir algo muy extraño, pues como revelación de Dios, no es algo
común. Posiblemente, Dios se lo ha dado a muchas personas antes que a mí,
pero desde que Él la puso en mi corazón he meditado en ella y creo que con-
solará mucho a tu corazón, tanto como al mío.
Lo primero que observo es que cada vez que ocurrió algo importante en la
vida de José, metafóricamente, Dios permitía que lo desvistieran, para luego, Él
mismo vestirlo. Entonces, empecemos viendo a José vestido con el primer ves-
tido, su túnica de colores que mencionamos al principio. Él era el preferido de
su padre Jacob, pero tenía unos sueños muy insólitos y chocantes, con su padre
y hermanos; sueños proféticos que revelaban el futuro, el propósito de Dios
con sus vidas. Estos sueños, al José compartirlos con su familia, provocaron el
desprecio de sus hermanos hacia él, de tal manera que le llamaban, despecti-
vamente, “el soñador”, y hasta su padre meditaba sobre aquellos sueños, en su
corazón. Muchos han juzgado a José como una persona que no fue prudente al
contar esos sueños a sus hermanos, pero considero que en su inocencia, no se
imaginaba lo que iba a provocar en ellos. Con todo, José también estaba con-
tribuyendo de una manera u otra con la soberanía de Dios, pues sus acciones
fungieron como detonadores en los hechos decisivos en su vida.
Debemos reconocer que los hijos de Jacob no eran buenas personas, aun-
que luego fueron los patriarcas y conformaron las tribus de Israel, pueblo her-
moso, muy amado por Dios. Sin embargo, si vamos a juzgar por la conducta

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458 la honr a del ministerio

de los que formaron la nación israelita, y leemos sobre la vida de estos hom-
bres, con excepción de José y de Benjamín, los otros hermanos eran crueles
y homicidas. Es obvio que Dios no los eligió porque eran buenos, todo lo
contrario, Su gracia se manifestó en la bondad de haberlos elegidos. En rea-
lidad, ellos tuvieron la bendición de que había un pacto, porque sus padres
(Abraham, Isaac y Jacob) fueron amados por Dios. Como dice Pablo cuando
habla de los judíos, que ellos son enemigos de Dios por causa de nosotros (los
gentiles y el evangelio), pero en cuanto a la elección, son amados por Dios a
causa de sus padres (Romanos 11:28).
Los hijos de Israel eran pastores de ovejas, y su padre mandó a José a ver a
sus hermanos, para percatarse del bienestar de ellos y de las ovejas, pues hacía
tiempo que no volvían (Génesis 37:13). José salió, entonces, por pedido de
su padre, a buscar a sus hermanos; pasó por Siquem no los encontró, siguió
por los demás pueblos hasta que al final le preguntó a alguien acerca de ellos,
quien le dijo que sus hermanos estaban en Dotán, por lo que se dirigió hacia
aquel lugar. Veamos ahora como sigue la narración bíblica:

“Cuando ellos lo vieron de lejos, antes que llegara cerca de ellos,


conspiraron contra él para matarle. Y dijeron el uno al otro: He
aquí viene el soñador. Ahora pues, venid, y matémosle y echémos-
le en una cisterna, y diremos: Alguna mala bestia lo devoró; y
veremos qué será de sus sueños. Cuando Rubén oyó esto, lo libró
de sus manos, y dijo: No lo matemos. Y les dijo Rubén: No derra-
méis sangre; echadlo en esta cisterna que está en el desierto, y no
pongáis mano en él; por librarlo así de sus manos, para hacerlo
volver a su padre. Sucedió, pues, que cuando llegó José a sus her-
manos, ellos quitaron a José su túnica, la túnica de colo-
res que tenía sobre sí; y le tomaron y le echaron en la cisterna;
pero la cisterna estaba vacía, no había en ella agua”
(Génesis 37: 17-24).

Nota como ellos llamaron a José, “el soñador”, palabra que al final tomará
mucha relevancia en esta enseñanza. Ellos querían matar a José, para que no
se cumplan sus sueños y estaban dispuesto a hacerlo, incluso hasta con sus
propias manos. Aparentemente, decidieron llevarse del consejo de Rubén y
echarlo en una cisterna, en medio del desierto, para que allí se muriera de
sed e inanición. Salida que, aunque más lenta, también conseguiría quitarlo
de en medio, no sin antes, claro, despojarlo, de aquella túnica de colores, tan

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codiciada por todos. Por lo que allí quedó José, echado, en la profundidad de
una fría cisterna, abandonado y desnudo.
Detengámonos un momento, y analicemos, a la luz de la Biblia, el signifi-
cado de estar vestido y de estar desnudo. En el libro del Génesis se nos indica
tácitamente que nuestros padres estaban vestidos con la gloria de Dios, pero
desnudos de acuerdo a la vista humana. Allí no había vergüenza de la desnudez,
porque sus cuerpos estaban cubiertos con la gloria de Dios. Mas, cuando el
hombre pecó y fue destituido de la gloria divina (Romanos 3:23), se malogró
la inocencia y, por consiguiente, perdió aquel vestido glorioso de la imagen y
semejanza de Dios. Lo primero que hicieron ellos, cuando se dieron cuenta
de que estaban desnudos, fue huir de la presencia de Dios y hacerse vestidos
de hojas de higuera. Esa actitud la interpretamos como un intento natural del
hombre de cubrir su desnudez con sus propias obras, ignorando que de todos
modos permanecerían desnudos. Luego vemos que Dios los cubrió con un ves-
tido diferente, un vestido de piel. Mas, para cubrirlos con piel hubo un animal
que tuvo que ser sacrificado, posiblemente fue el primer animal que murió por
causa del pecado. La iglesia siempre ha interpretado que es una revelación de la
justicia de Cristo, Dios cubriendo al hombre, desde el principio.
Más adelante, vemos la historia de Noé que nos da otra enseñanza en cuan-
to a la desnudez. Pasado ya el diluvio que destruyó el mundo antiguo (Génesis
6:7), lo primero que hizo Noé cuando salió del arca fue un sacrificio a Jehová
(Génesis 8:29). Tiempo después, Noé labró la tierra y también plantó una viña,
y dice la Biblia que bebió del fruto de ella y se emborrachó y se desnudó en su
tienda. Su hijo Cam, al entrar a la tienda lo vio, y en lugar de cubrirlo, salió y lo
dijo a sus hermanos. Cuando Noé se despertó de su embriaguez y lo supo, mal-
dijo a Cam por no tener temor, no tan solo de mirar la desnudez de su padre,
sino de exponerla (Génesis 9:22,24-25; Levítico 18:7). En Apocalipsis vemos,
por ejemplo, que el mensaje que el Señor le dio al ángel de la iglesia de Laodicea
fue: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo
necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.
Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas
rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu
desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas” (Apocalipsis 3:17-18). Apli-
cando, vemos que estar desnudo, según la Biblia, es una vergüenza que debe ser
cubierta, así como el vestido representa honra.
En Ezequiel, por ejemplo, cuando se señala las abominaciones de Jerusa-
lén, se habla del parto, de cómo nació y como Dios la vistió, diciendo: “Te hice
multiplicar como la hierba del campo; y creciste y te hiciste grande, y llegaste a ser

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muy hermosa; tus pechos se habían formado, y tu pelo había crecido; pero estabas
desnuda y descubierta. Y pasé yo otra vez junto a ti, y te miré, y he aquí que tu
tiempo era tiempo de amores; y extendí mi manto sobre ti, y cubrí tu desnu-
dez; y te di juramento y entré en pacto contigo, dice Jehová el Señor, y fuiste mía”
(vv. 7-8). Este vestido era de honra y de misericordia, pero también Dios viste
de salvación. El salmista dijo: “Oh Jehová Dios, levántate ahora para habitar en
tu reposo, tú y el arca de tu poder; oh Jehová Dios, sean vestidos de salvación
tus sacerdotes, y tus santos se regocijen en tu bondad (…) En gran manera me
gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestidu-
ras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como
a novia adornada con sus joyas” ( 2 Crónicas 6:41; Isaías 61:10). También dijo:
“Jehová reina; se vistió de magnificencia; Jehová se vistió, se ciñó de poder. Afirmó
también el mundo, y no se moverá” (Salmos 93:1).
Sin embargo, así como hay vestidos de gloria, también hay vestidos de
amargura, de dolor, de confusión y de maldición. En el libro de Ester, vemos
que al darse la orden de destruir, matar y exterminar a todos los judíos, en un
mismo día, y de apoderarse de sus bienes, Mardoqueo rasgó sus vestidos, y dice
que se vistió de cilicio y de ceniza, y se fue por la ciudad clamando, con amarga
lamentación (Ester 3:13; 4:1). El salmista escribió: “A sus enemigos vestiré de
confusión (…) Se vistió de maldición como de su vestido” (Salmos 132:18 109:18).
Por tanto, la Biblia habla de muchos vesti-
dos, y en la vida de José vemos, que cada vez
“así como hay que le pasó algo importante, en cada prueba
vestidos de fue desvestido, pero Dios siempre volvió a
gloria, también vestirle con mucho más honra.
Por tanto, podemos afirmar que el pri-
hay vestidos
mer vestido que tuvo José fue de honra.
de amargura, Aquel vestido hecho por su padre como una
de dolor, de distinción, indicando que José contaba y
confusión y de disfrutaba del amor de su padre, y que era
maldición” más amado que sus hermanos. Todos noso-
tros, como hijos de Dios, también fuimos
vestidos de esa misma manera, pues el Señor
nos ha vestido a todos de honra. La justicia
de Cristo en la vida de un creyente es un vestido que nos distingue entre toda
la humanidad. Todo aquel que ha sido vestido de Cristo tiene la distinción del
Padre (Efesios 6:14). El vestido de la justicia de Cristo es la manera de Dios
decir: «A estos los amo, por eso he quitado de ellos el oprobio, la vergüenza y
desnudez del pecado, y los he cubierto de salvación».

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Asimismo, los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, de Cristo esta-
mos revestidos (Gálatas 3:27). Eso significa que el Padre te ama, pues la vesti-
dura de Jesús es una distinción, es el vestido de honor, de gloria; es la manera
de Dios expresar su elección, de que tú has sido elegido, has sido llamado; de
que pasaste de tinieblas a luz, y de muerte a vida. Es un vestido que dice que
ya no eres del mundo, ya no reina en ti el pecado, ya no eres como los demás
hombres, eres amado del Padre. De tal manera te amó Dios que te vistió de
Jesús; de tal manera te amó Dios que te tomó caído, te limpió del polvo, del
cieno, de todo lo que es vil y bajo, y después de trasladarte al reino, cubrió la
vergüenza de tu desnudez. Por eso, eres distinto, tú tienes el vestido de Dios.
Así también José era el amado del padre, y él se lo quiso expresar de la
mejor manera: vistiéndolo, cubriéndolo. A veces juzgamos mal a Jacob, y deci-
mos que era un padre consentidor que no hizo bien con amar a José más que a
los demás, pero el amor viene de Dios, y lo que antes fue escrito para nuestra
enseñanza lo es. José es un tipo de Cristo, el Hijo amado. Si estudias la vida
de José, no hay en toda la Biblia una ilustración o tipología más perfecta de lo
que era Jesús, pues José fue amado de su padre, envidiado por sus hermanos y
traicionado por ellos; vendido por monedas, y después llega a ser el que salva a
su pueblo y también a todas las demás naciones. Y por representar a Jesús, nos
representa también a nosotros, porque por fe somos hallados en Cristo.
Nota que Jesús era el amado del Padre, lleno de gracia y de verdad como
lo fue José, y nosotros también (Juan 1:14; Génesis 37:4; 1 Juan 4:10). José con
el vestido de la honra, nosotros con el vestido de la justicia del Señor, el vestido
de la distinción, de la elección, del santo llamamiento. Por eso nos aborrece el
mundo, porque el Padre nos ama. Lo dijo Jesús: “ Si el mundo os aborrece, sabed
que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo
amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso
el mundo os aborrece” (Juan 15:18-19). No somos del mundo, somos del Padre.
Mas, en el caso de José, fue aborrecido por sus hermanos, porque tenía el amor
del padre, y se le reveló el propósito del Padre Celestial, de que él iba a reinar
sobre sus hermanos, como un tipo del reinado del Hijo de Dios, y de nosotros
los creyentes, que también reinaremos con Él (Apocalipsis 5:10).
Cada vez que José se ponía aquella túnica de diversos colores (parecida a los
que usaban los reyes y personas adineradas en aquellos días) estaba diciendo:
«Yo soy un príncipe, el hijo de un patriarca que está en pacto con Dios; soy el
amado del padre, hijo de Raquel, la elegida y amada por el esposo». Sabemos
que las demás mujeres de Jacob, llegaron a él por engaño, y luego por disputas
entre ellas (Génesis 29:25; 30:4); pero él eligió una y esa fue la madre de José
(Génesis 29:18), así como la iglesia es la amada de Dios, y de ella nacieron los

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elegidos y amados del Padre. Es glorioso ser vestido por Dios, tener el vestido
de la elección y de la distinción, pero al mismo tiempo eso implica el odio y la
envidia de los hermanos. José experimentó también ese dolor en carne viva.
Lo primero que hicieron los hermanos de José fue desnudarlo, despo-
jarlo de su túnica de colores, veamos: “Entonces tomaron ellos la túnica de
José, y degollaron un cabrito de las cabras, y tiñeron la túnica con la sangre;
y enviaron la túnica de colores y la trajeron a su padre, y dijeron: Esto hemos
hallado; reconoce ahora si es la túnica de tu hijo, o no. Y él la reconoció, y dijo:
La túnica de mi hijo es; alguna mala bestia lo devoró; José ha sido despedazado.
Entonces Jacob rasgó sus vestidos, y puso cilicio sobre sus lomos, y guardó luto
por su hijo muchos días. Y se levantaron todos sus hijos y todas sus hijas para
consolarlo; mas él no quiso recibir consuelo, y dijo: Descenderé enlutado a mi
hijo hasta el Seol. Y lo lloró su padre. Y los madianitas lo vendieron en Egipto
a Potifar, oficial de Faraón, capitán de la guardia” (Génesis 37: 31-36). Des-
nudaron a José, lo despojaron de la honra, le quitaron la distinción, lo pri-
varon del vestido que externamente lo señalaba como el amado del padre,
y lo dejaron desnudo. Y aunque me imagino que ya vendido, llegó a Egipto
cubierto, con algún manto beduino, en realidad sabemos que iba desnudo,
porque había sido cubierto con la “desnudez-envidia”, “desnudez -odio”,
“desnudez-traición”.
¡Cómo duele el trago amargo de la traición! El salmista clamó: “Por-
que no me afrentó un enemigo, Lo cual habría soportado; Ni se alzó contra
mí el que me aborrecía, Porque me hubiera ocultado de él; Sino tú, hombre,
al parecer íntimo mío, Mi guía, y mi familiar; Que juntos comunicábamos
dulcemente los secretos, Y andábamos en amistad en la casa de Dios” (Salmos
55:12-14). José sufrió lo indecible, y la túnica que le despojaron, la tiñeron
con la sangre de un cabrito, para enviársela al padre, como prueba de que
José había sido despedazado por algún animal salvaje (Génesis 37:32-33).
Mas, la verdad era que la fiera de la envidia y la traición casi lo devoró.
Jesús también sufrió el ser traicionado, pues la Palabra dice que a los
suyos vino y los suyos no le recibieron (Juan 1:11), sino que lo cambiaron
por Barrabás, un ladrón (Mateo 27:26); odiando al César, prefirieron al
déspota que los oprimía antes que al Mesías de Israel que los redimiría
(Juan 19:15). ¡Traición! Luego le quitaron su túnica, y le pusieron otra de
color púrpura, que bien representaba su realeza, pues Él era el Mesías Rey.
También le colocaron una, muy ceñida, corona de espinas (Juan 19:5). A
José lo vendieron por 20 monedas de plata (Génesis 37:28), y a Jesús por
treinta (Mateo 26:15).

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¿Qué paso después con José? Los mercaderes ismaelitas que lo compra-
ron se lo llevaron a Egipto (Génesis 37:28). Me imagino cómo se sentía José,
acostado en la joroba de aquel camello o caminando, a veces, por la arena,
atravesando el desierto, amarrado posiblemente con cadenas, y sus lágrimas
cayendo todo el camino a Egipto, mientras pensaba: «¡Increíble que mis her-
manos me hicieran esto! ¡Me separaron de mi padre y de mi hermano Ben-
jamín! Me desnudaron, me quitaron mi túnica, para vestirme con el vestido
de la deshonra; me quitaron el vestido de hijo, para darme un vestido de
esclavitud». Lo único bueno que hicieron ellos con la túnica de José fue que la
tiñeron de sangre, anunciando algo muy importante: el sacrificio de Jesús.
Cualquiera de nosotros en esa situación diría: « ¡Qué injusticia! ¿Dónde
está Dios cuando más se necesita?». Sin embargo, la Biblia dice que Jehová
estaba con José (Génesis 39:2). Por tanto, no importa lo que te hagan tus her-
manos, que te traicionen y te desnuden, si Dios está contigo. Donde quiera
que José iba, Jehová lo prosperaba, porque era hijo de los amados: Abraham,
Isaac y Jacob. Él era un hijo de pacto, como nosotros somos hijos de pacto,
y estamos bajo bendición. Nadie nos puede maldecir, ni siquiera los “Bala-
amnes” con su sincretismo religioso, mezclando lo pagano con la revelación,
podrán maldecir al pueblo escogido de Dios, porque en la misma boca Él les
cambiará la maldición por bendición (Números 24). Lo que es bendito por
Dios es bendito para siempre, porque cuando Dios bendice, no se retracta,
porque en Él no hay sombra de variación (Santiago 1:17). Dios es el mismo
ayer, y hoy, y por los siglos (Hebreos 13:8).
Ya en Egipto, José llegó a la casa de Potifar “desnudado” como esclavo, ¿y
qué hizo Dios? Lo vistió de mayordomo, un nuevo vestido de honra (Géne-
sis 39:4). Y no conforme con darle un puesto de relevancia, Potifar le entregó
su casa y todos sus bienes. Y como Dios bendice a los que bendicen a sus hijos,
la casa del egipcio empezó a prosperar. Por tanto, no es que recibamos bendi-
ción, sino que llevemos esa bendición, que ya hemos recibido, a donde quiera
que vayamos. Ese vestido de honra le dio una gran notoriedad a José, no tan
solo en gracia, sino con una bella presencia (Génesis 39:6), lo que ocasionó
que surgiera alguien que, otra vez, quisiera desnudarlo, veámoslo:

“Aconteció después de esto, que la mujer de su amo puso sus ojos en


José, y dijo: Duerme conmigo. Y él no quiso, y dijo a la mujer de su
amo: He aquí que mi señor no se preocupa conmigo de lo que hay en
casa, y ha puesto en mi mano todo lo que tiene. No hay otro mayor
que yo en esta casa, y ninguna cosa me ha reservado sino a ti, por

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cuanto tú eres su mujer; ¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y


pecaría contra Dios? Hablando ella a José cada día, y no escuchán-
dola él para acostarse al lado de ella, para estar con ella, aconteció
que entró él un día en casa para hacer su oficio, y no había nadie
de los de casa allí. Y ella lo asió por su ropa, diciendo: Duer-
me conmigo. Entonces él dejó su ropa en las manos de ella,
y huyó y salió. Cuando vio ella que le había dejado su ropa en
sus manos, y había huido fuera, llamó a los de casa, y les habló
diciendo: Mirad, nos ha traído un hebreo para que hiciese burla de
nosotros. Vino él a mí para dormir conmigo, y yo di grandes voces;
y viendo que yo alzaba la voz y gritaba, dejó junto a mí su ropa,
y huyó y salió. Y ella puso junto a sí la ropa de José, hasta que
vino su señor a su casa. Entonces le habló ella las mismas palabras,
diciendo: El siervo hebreo que nos trajiste, vino a mí para deshon-
rarme. Y cuando yo alcé mi voz y grité, él dejó su ropa junto a mí
y huyó fuera. Y sucedió que cuando oyó el amo de José las palabras
que su mujer le hablaba, diciendo: Así me ha tratado tu siervo,
se encendió su furor. Y tomó su amo a José, y lo puso en la cárcel,
donde estaban los presos del rey, y estuvo allí en la cárcel”
(Génesis 39:7-20).

Sí, nuevamente lo desnudaron con la des-


nudez de la seducción y la mentira. José se
“Es mejor estar quedó sin ropa, pero con una cosa se cubrió:
con la integridad y el temor a Dios (Génesis
desnudo con 39:9). Es mejor estar desnudo con integri-
integridad que dad que vestido sin ella. José prefirió ser
vestido sin ella” desnudado, a renunciar a su integridad, pri-
meramente, para el Dios que le bendijo y le
prosperó, y luego, para el hombre que con-
fió en él. La mujer de Potifar lo asió por su
ropa, pero él le resistió con el temor a Dios y el amor al prójimo. Honra para
con Dios e integridad para con aquellos que nos distinguen, es lo que el Señor
espera de nosotros.
Bienaventurado aquel que prefiere que lo desnuden a desnu-
darse, dejando entre su ropa la integridad. José prefirió que lo aver-
gonzasen y deshonrasen a renunciar a lo único de valor que poseía: su lealtad
para con Dios. Ese vestido no se lo pudieron quitar en esta ocasión. José tenía

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una vestidura de príncipe, con la que su padre lo vistió, pero no sólo por el ador-
no exterior, sino porque tenía nobleza, porte, dignidad de príncipe. De hecho,
ser un príncipe para Dios no es un hábito, sino una vida.
Otra vez a José le quitaron la ropa de honra, para desnudarlo con la
calumnia. Sin embargo, a José no le importó, porque él no le servía al “dios
imagen” ni vivía para defender su reputación, sino para honrar al Dios de su
llamamiento. En la iglesia, tristemente, hemos aprendido a vivir para defender
nuestro honor. Hay quienes piensan que cuando los calumnian ya perdieron
el vestido de la honra, y que el cielo les cayó encima; pero si tú eres integro,
tarde o temprano Dios te vindicará, porque Jehová siempre tendrá un vestido
para ti. Dios siempre vuelve y viste a sus íntegros, no importa cuántas veces
sean desnudados por los hombres.
Los hombres desnudan, pero Dios viste. Si el diablo te ha desnudado con
calumnias dañando tu ministerio, mantén tu integridad, porque tarde o tem-
prano Jehová enviará sus ángeles a ceñirte
de la ropa de honra. Jehová callará la boca
de los labios mentirosos, no importa que se “Los hombres
queden con tu manto de honra, ni que lo desnudan, pero
usen como evidencia contra ti. Sabe Jehová Dios viste”
ser fiel con los fieles y honrar a los que le
honran (1  Samuel 2:30). Por eso, Dios le
dice a la iglesia: « ¡Retén lo que tienes, que
nadie te quite tu honra!». No podemos impedir que hablen mal de nosotros,
pero eso sí, que lo hagan mintiendo (Mateo 5:11). El apóstol Pedro escribió:
“… si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por
ello” (1 Pedro 4:16). Si en algo nos hemos de avergonzar es de perder nuestra
honra por falta de integridad, de otra manera, no importa que nos desnuden,
si es por causa del Señor.
Volviendo a nuestra historia, sabemos lo que representa ser un esclavo, y
José, aunque mayordomo, pertenecía a Potifar, y su caso era digno de muerte,
no tan solo por su condición, sino por causa de quien provenía la acusación, la
esposa de su amo. Sin embargo, Dios metió su mano y este hombre, que bien
pudo ser severo e implacable, por la supuesta traición, fue flexible. Alguna sos-
pecha tenía Potifar en su interior de que José era fiel; posiblemente conocía a su
mujer, pero no podía confrontarla, para no traer a su abolengo esa vergüenza,
así que, por dignidad, decidió enviar a José al calabozo y no al cadalso. Así llegó
José a la cárcel, desnudo, despojado de la ropa de la libertad, para ponerse el
“vestido-prisión”. Quizás aquel vestido no era como el que hemos visto alguna

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vez, de rayas negras y blancas, con un número al frente, o quizás un mameluco


de color chillón, pero de lo que no había dudas es que era un vestido de prisio-
nero, de vergüenza, de dolor. Veamos ahora como Jehová lo vistió:

“Pero Jehová estaba con José y le extendió su misericordia, y le


dio gracia en los ojos del jefe de la cárcel. Y el jefe de la cárcel
entregó en mano de José el cuidado de todos los presos que había
en aquella prisión; todo lo que se hacía allí, él lo hacía. No nece-
sitaba atender el jefe de la cárcel cosa alguna de las que estaban al
cuidado de José, porque Jehová estaba con José, y lo que él hacía,
Jehová lo prosperaba”
(Génesis 39:21-23).

Jehová viste, nuevamente, a José con el vestido de honra. La bendición de


Jehová es la que enriquece (Proverbios 10:20), y lo importante es que Dios esté
con nosotros, aunque el mundo entero esté en contra. Dios siempre estará con
los íntegros. A pesar que a José le quitaron la vestidura de mayordomo, para
ponerle la vestidura de un presidiario, estas últimas no eran de un preso común,
sino la de un hijo de Dios, lleno de gracia y autoridad. José estaba, como des-
cribió el apóstol Pablo a los corintios, preso por honra y por deshonra, por mala
fama y por buena fama; como engañador, pero veraz; en prisión pero también
en pureza, como castigado pero no muerto (2 Corintios 65:8,9). Sí, estaba en
la cárcel, pero Jehová estaba con él. Ningún lugar es malo, si Dios está contigo;
ninguna situación es difícil, si Dios extiende su misericordia; nada es escaso o
limitado, si Dios es el que te prospera. José estaba vestido de preso, pero con
honra. No obstante, también hubo allí quien quiso desnudarlo.
Sucedió que tiempo después, el panadero y el copero del rey de Egipto incu-
rrieron en serias faltas contra Faraón y él los mandó a prisión. Los pusieron en
la cárcel y el capitán de la guardia encargó de ellos a José, para que les sirviera.
Ocurrió entonces que un día, ambos tuvieron un sueño, en una misma noche,
y muy similares, pero cada uno con su propio significado, los cuales revelaban
lo que les ocurriría a estos hombres en el futuro. Cuando José fue a ellos por la
mañana, y los miró y vio que estaban tristes, les preguntó y ellos le dijeron que
habían tenido un sueño, se lo contaron y él les dio la interpretación (Génesis
40:1-7). Al primero que le interpretó el sueño fue al copero, a quien le dijo que
sería restituido en su puesto, y al otro, lamentablemente, que sería decapitado.
Pero también José le dijo al copero: “Acuérdate, pues, de mí cuando tengas ese
bien, y te ruego que uses conmigo de misericordia, y hagas mención de mí a Faraón,

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y me saques de esta casa” (v. 14). A los tres días de esto, en el cumpleaños del
Faraón, se cumplieron los sueños y su interpretaciones, estos hombres fueron
sacados de la cárcel; el copero volvió a su oficio, pero el panadero fue ahorcado,
como exactamente había interpretado José (Génesis 40: 21-22). Con todo, “el
jefe de los coperos no se acordó de José, sino que le olvidó” (v. 23), quitándole el ves-
tido de la misericordia y de la esperanza, para desnudarlo con el olvido.
Otra vez, José desvestido y ahora también olvidado. El olvido es cruel,
¡oh, cuánto duele que aquel, a quien le has hecho bien, te olvide! Alguien
dijo “devolver mal por mal es humano, devolver bien por mal es divino, pero
devolver mal por bien es diabólico”. ¡Cuántos de nosotros hemos sufrido el
olvido de personas que antes hemos favorecido! Hay personas cuando están
padeciendo o te necesitan por alguna razón, no se quitan tu nombre de la boca
y se acuerdan de ti y te solicitan, te buscan, no importa el día ni la hora. Mas,
cuando están en gloria, en honra, en prosperidad, de ti se olvidan, ni eres tú
precisamente el que le acompañas en sus buenos momentos. Pero hay alguien
que no se olvida de ti, ni en las malas ni en las buenas. Esa persona que, aun te
deje tu padre y tu madre, te recoge, es Jehová tu Dios (Salmos 27:10). Él dijo:
“¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo
de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti” (Isaías 49:15). Por
tanto, espera y deléitate en Él, y a Su tiempo, Él te concederá las peticiones
de tu corazón (Salmos 37:4). Eso ocurrió a José, al pasar dos años, llegó el
tiempo de Jehová, de cubrir de nuevo a José de la desnudez del olvido.
Ocurrió que el Faraón tuvo aquellos dos famosos sueños, en una misma
noche, sobre las siete vacas gordas y las siete vacas flacas; y de las siete espigas
hermosísimas, gruesas y llenas, y otras siete menudas, marchitas y arruinadas
por el viento (Génesis 41:1-7). Estos sueños agitaron tanto al Faraón que hizo
llamar a todos los magos de Egipto, y a todos sus sabios, a quienes les contó sus
sueños, mas no se encontró entre ellos quién los pudiese interpretar (Génesis
41:8). Entonces, el jefe de los coperos se acordó de José y le dijo a Faraón: “Me
acuerdo hoy de mis faltas. Cuando Faraón se enojó contra sus siervos, nos echó a la
prisión de la casa del capitán de la guardia a mí y al jefe de los panaderos. Y él y
yo tuvimos un sueño en la misma noche, y cada sueño tenía su propio significado.
Estaba allí con nosotros un joven hebreo, siervo del capitán de la guardia; y se lo
contamos, y él nos interpretó nuestros sueños, y declaró a cada uno conforme a su
sueño. Y aconteció que como él nos los interpretó, así fue: yo fui restablecido en mi
puesto, y el otro fue colgado. Entonces Faraón envió y llamó a José. Y lo sacaron
apresuradamente de la cárcel, y se afeitó, y mudó sus vestidos, y vino a Faraón”
(vv. 9-14). Había llegado el tiempo, nuevamente, de José ser vestido.

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468 la honr a del ministerio

Hecho así, José fue sacado rápidamente de la cárcel, y se presentó delante


del Faraón. Ahora, le quitaron la “desnudez-prisión”, para ponerle el “vestido-
libertad”. Una vez más, Jehová vistió a José y lo sacó de la cárcel de la calum-
nia y de la mentira, y quitándole la “desnudez-olvido”, le dio un vestido de
honra, para estar delante de Faraón. José interpretó los sueños de Faraón, los
cuales reflejaban lo que Dios haría en Egipto, dándole primero siete años de
gran abundancia y otros siete de un hambre gravísima (Génesis 41:28-32). Y
como era algo firme de parte de Dios, también José le aconsejó a Faraón que
escogiera un varón prudente y sabio, y lo pusiera sobre la tierra de Egipto, para
que administre junto a gobernadores los siete años de abundancia, y poste-
riormente los siete de escasez.
A Faraón le pareció excelente el consejo, pero también se dio cuenta que
no había un hombre más sabio y prudente que José, quien tenía el Espíritu de
Dios (v. 38). ¿Cómo lo supo Faraón? Porque José no fue en su propio nombre,
sino en el nombre de Aquel que siempre estaba con él y que lo “vestía”. Por
eso, lo primero que José le advirtió a Faraón
antes de interpretar sus sueños fue: “No está
en mí; Dios será el que dé respuesta propicia a
“Los hombres te Faraón” (Génesis 41:16), esa fue su carta de
desnudan para presentación. En otras palabras: «No soy yo,
avergonzarte, sino Dios en mí» y como era Dios en él, qué
Dios te viste para mejor que entregarle todo al que tiene a
Dios. Entonces, el Faraón le dijo: “Pues que
honrarte”
Dios te ha hecho saber todo esto, no hay enten-
dido ni sabio como tú. Tú estarás sobre mi
casa, y por tu palabra se gobernará todo mi
pueblo; solamente en el trono seré yo mayor que tú. He aquí yo te he puesto sobre
toda la tierra de Egipto. Entonces Faraón quitó su anillo de su mano, y lo puso en
la mano de José, y lo hizo vestir de ropas de lino finísimo, y puso un collar de
oro en su cuello; y lo hizo subir en su segundo carro, y pregonaron delante de él:
¡Doblad la rodilla!; y lo puso sobre toda la tierra de Egipto. Yo soy Faraón; y sin
ti ninguno alzará su mano ni su pie en toda la tierra de Egipto. Y llamó Faraón
el nombre de José, Zafnat-panea; y le dio por mujer a Asenat, hija de Potifera
sacerdote de On. Y salió José por toda la tierra de Egipto” (Génesis 41:39-44). El
diablo te puede desvestir, pero Dios siempre te va a vestir; el diablo te desnu-
da, pero Dios siempre vuelve a ceñirte. Él no solamente te borra la vergüenza
de tu desnudez, sino que te viste de lino finísimo.
Cada vez que Satanás desvistió a José, ahí estaba Jehová con una ropa para
cubrirlo. Los hombres te desnudan para avergonzarte, pero Dios te viste para

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el llamamiento es conforme 469
a su sober anía

honrarte. Posiblemente, tú estás ahora mismo “desnudo” por la calumnia y la


traición; quizás perdiste la libertad, fuiste olvidado o perjudicado por alguien
que quiso hacerte daño, pero ahí está Dios con su vestidura para cubrirte. Mira
a José, el mismo Faraón puso collar en su cuello, se despojó de su anillo y se lo
colocó en su dedo, haciendo de él, el mejor vestido y mayor en honra, después
del rey en todo Egipto (Génesis 41:40). Así como el Padre toda la gloria se la
dio al Hijo, por cuanto lo humillaron, Él lo “… exaltó hasta lo sumo, y le dio
un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda
rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; toda lengua
confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). Y
de la misma manera como el Padre vistió a Jesús, así te viste a ti, de lino fino. Él
te ciñe de honra, de fama, de hermosura, pone collar en tu cuello, diadema en
tu frente y vestido finísimo, porque honra es la herencia de los santos.
De hecho, José de una cárcel llegó a ser el salvador de Egipto, y no sola-
mente salvó a ese país, sino a toda su familia, a Palestina y al mundo de aque-
llos días. Fueron años de mucha gloria, donde José pudo reconciliarse con sus
hermanos y volver a reunirse con su familia. Murió Jacob en Egipto después
de estar con José, de ver a sus hijos, de bendecir a todos, especialmente a los
hijos de José, quien él no pensaba volverle a ver, por eso le dijo: “No pensaba
yo ver tu rostro, y he aquí Dios me ha hecho ver también a tu descendencia”
(Génesis 48:11), pero Dios es fiel. Así, sus restos fueron llevados al sepulcro de
sus padres, en Macpela, Canaán, como si fuera un príncipe (Génesis 50:1-3).
Me imagino todos los que presenciaron el entierro, que vivían alrededor. La
Biblia dice que los vecinos estaban asombrados, viendo toda la multitud que
acompañó a José a enterrar a su padre, los cuales iban en carros, en caballos,
y se hizo un escuadrón tan grande, que los cananeos dijeron: “Llanto grande
es éste de los egipcios” (v. 11). Nadie podía pensar que era el entierro de aquel
ancianito que vivía en aquellas tiendas con sus hijos. Tantos años que Jacob
pasó llorando a su hijo, que supuestamente estaba muerto, ahora viene a ser
enterrado con honores, por causa de ese hijo.
Mas, al regresar a Egipto, después del entierro de su padre, a José le sucedió
algo muy peculiar, veamos: “Viendo los hermanos de José que su padre era muerto,
dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos.
Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis
a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque
mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos
del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban. Vinieron también sus herma-
nos y se postraron delante de él, y dijeron: Henos aquí por siervos tuyos” (Génesis
50:15-18). Otro sueño cumplido de José, así Dios cumplirá su propósito en tu

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vida y no se olvidará de la buena palabra que habló acerca de ti. Todos esos sue-
ños y revelaciones están guardados en su memoria y un día se cumplirán en ti.
Una de las cosas que más conmueve a mi espíritu de esta historia, es la pre-
gunta con la que José contesta a sus hermanos: “No temáis; ¿acaso estoy yo en
lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien,
para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues,
no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos” (Génesis 50:19-21).
Ellos creían que él tomaría represalias después de muerto su papá, pero él los
consoló, y les habló al corazón, con esa sencilla pregunta: ¿Acaso estoy yo en
lugar de Dios? En esa interrogante se encierra
la manera como José entendió el plan de
Dios. Es decir, el que juzga es Dios; “¿Quién
“Me fue puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (Lucas
necesario pasar 5:21). El lugar nuestro es no guardar rencor,
por el camino pero sólo de Dios es el perdonar. Muchas
del dolor y la veces, nosotros nos ponemos en el lugar de
Dios, cuando alguien nos traiciona; quere-
traición, para mos pagarle de la misma manera y vengar-
estar ahora en el nos. En ocasiones, cuando nos vienen las
de honor” dificultades y somos desnudados, tratamos
de vestirnos por nosotros mismos e interve-
nimos, haciendo cualquier otra cosa. ¿Acaso
estás tú en el lugar de Dios? Nota que José
nunca se vistió él mismo, porque no estaba en el lugar de Dios. Por eso, él no
peleó contra aquellos que los desnudaban ni tampoco se vistió, estaba claro que
también eso era asunto de Dios.
Ruego al Señor que penetren bien estas palabras en tu corazón: Tú no estás
en el lugar de Dios. Generalmente, nos ponemos en el lugar de Dios y tratamos
de evitar las cosas, luchamos para que no ocurran, y usamos nuestra sabiduría,
nuestros esfuerzos, nuestra astucia, todo lo que tenemos y con que contamos,
para evitarlo. Mas, nos olvidamos de lo que dice la Palabra: “a los que aman
a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28). Entiende que hay
cosas que tienen que acontecer en tu vida, porque son necesarias e inevitables,
las cuales están en el plan de Dios. No te pongas en el lugar de Dios a tratar
de evitar lo que no puedes impedir, ni pelees contra aquellos que te desnudan.
Ellos te quieren hacer mal, pero el Señor está tomando eso para bien, para gloria
de Su nombre, para madurarte, como una ocasión para intervenir en tu vida,
enseñarte y honrarte.

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el llamamiento es conforme 471
a su sober anía

¿Qué tal si José se hubiera levantado y rebelado? Estoy seguro que hubiese
dañado el plan de Dios y las hermosas enseñanzas que, a través de sus tristes
experiencias, hemos alcanzado. Sabemos que Dios es soberano y en Su voluntad
hay poder, pero qué bueno cuando nos sometemos como se sometió José, tran-
quilo, humilde y mansamente a las poderosas manos de Dios. Personalmente,
he sufrido como José la traición de personas que estaban muy cerca. Por eso, al
recordar esos momentos, digo a veces bromeando: «Yo salí de Egipto con Coré,
Datán y Abiram, y me hicieron la vida imposible en el desierto», mas ahora yo
bendigo a esos hombres, porque Dios los usó para hacerme el líder que soy hoy.
A mí me pulieron, me plancharon, me “lavaron” en la casa de “Labán”, y como
Jacob, sufrí el engaño, pero ahora veo las cosas como José, y sé que aunque ellos
pensaron mal contra mí, Dios encaminó todo a bien, para hacer lo que veo hoy
en mi vida, y en aquellas almas que pastoreo (Génesis 50:20). Ayer sufrí gran
dolor, pero ahora veo que me fue necesario pasar por el camino del dolor y la
traición, para estar ahora en el de honor.
Con todo, hay gente que quiere salir de Egipto en helicóptero, para no ver
el “desierto” (tipo de trato y escuela de Dios) y caer en paracaídas en “Canaán”
(tipo de promesa y propósito). Mas, nadie puede evitar el desierto, si quiere
habitar en la tierra prometida, porque el
desierto es la oportunidad para ver a Dios
obrando en su vida, para Jehová enseñarle a
vivir en “Canaán”, donde Él le va a plantar. “Jehová defiende
Tú no estás en el lugar de Dios, así que no a los que no
trates de impedir lo que Él quiere hacerte se defienden y
vivir. El que conoce la soberanía, conoce a aboga por los
Dios. José entendía que Él siempre anda bus-
cando ocasión para mostrarnos su grandeza. insuficientes”
Si bien, en este relato José fue humilla-
do muchas veces, pero Dios fue honrado las
mismas veces en su vida. Cada vez que Dios vistió a José, se glorificó en él.
Si a ti no te “desnudan”, nunca tendrás el vestido de Dios. ¿Cómo sabrás que
Dios pelea a tu favor, si los enemigos no te “echan en la cisterna”, te “venden
como esclavo”, levantan contra ti falsos testimonios, te “ponen en la cárcel”
y te olvidan, o sea “te desvisten”? Esa es la manera del Señor glorificarse en
tu vida y usarte para preservar pueblos. Él quiere manifestar Su poder y Su
misericordia en ti, para que lo veas, y sepas cuán amado eres. Tú no estás
en el lugar de Dios, no pelees tus batallas, deja que Él pelee por ti. Jehová
defiende a los que no se defienden y aboga por los insuficientes. Estar
en el lugar de Dios es interferir en su propósito. Miremos a Jesús

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que como cordero fue llevado al matadero, y delante de sus trasquiladores


enmudeció y no abrió su boca (Isaías 53:7). Nuestro Señor ni siquiera en su
angustia y gran aflicción dijo: « ¡Padre líbrame!», sino que dijo: «Yo no estoy
en el lugar de Dios» y enmudeció, no se defendió.
Cuando leemos superficialmente el relato de la vida de José es natural que
pensemos la gran lección que les dio a sus hermanos. Él los hizo pasar por
tiempo de angustia y gran temor fingiendo que no los conocía, les habló áspe-
ramente, los acusó de espías, los puso en la cárcel por tres días y retuvo a uno
de ellos –Simeón- con la condición de soltarlo, cuando trajeran a su presencia al
hermano menor, Benjamín. También puso su copa en el costal del menor y los
acusó de robo, lo que fácilmente podríamos ver como una venganza y abuso de
poder de parte suya (Génesis 42:7, 9, 17,24; 44:2). Mas, Jehová me reveló que el
propósito de José con sus hermanos no era tanto afligirlos, para hacerlos pasar
por angustias, ni tampoco era venganza, sino que buscaba lo que Dios siempre
procura antes de perdonar: saber si estaban realmente arrepentidos.
Nota que la primera prueba que José puso a sus hermanos era que trajeran
a su hermano menor a Egipto, porque él quería comprobar que Benjamín no
había corrido su misma suerte (Génesis 42:15). Y cuando volvieron, los sentó a
su mesa, pero la porción de Benjamín era cinco veces mayor que la de sus her-
manos, para ver si le envidiaban (Génesis 43:34). Me imagino a José observan-
do los rostros de sus hermanos, a ver si miraban mal al hermanito menor, por
todas las preferencias que estaba recibiendo. Pero no, ellos estaban contentos
porque a Benjamín le habían servido cinco veces más; habían cambiado.
A veces queremos ser más justos que Dios y a una persona no arrepen-
tida -y que por tanto no merece perdón, pues tiene que haber un cambio de
corazón para disfrutar de esa gracia-, la perdonamos. Pero ni siquiera Dios
perdona al que no se arrepiente. José estaba pesando el corazón de sus her-
manos, para percatarse si en verdad habían cambiado, y se dio cuenta que
no eran los mismos cuando los escuchó hablarse entre ellos, ignorando que
él los entendía: “Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues
vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha
venido sobre nosotros esta angustia. Entonces Rubén les respondió, diciendo: ¿No
os hablé yo y dije: No pequéis contra el joven, y no escuchasteis? He aquí también
se nos demanda su sangre” (Génesis 42:21- 23). Al oírlos, las Escrituras dicen
que José lloró (v. 24). Más adelante, también vemos que al comprobar que
no le habían mentido acerca de su hermano menor, al ver a Benjamín, José
salió apresuradamente del lugar “porque se conmovieron sus entrañas a causa
de su hermano, y buscó dónde llorar; y entró en su cámara, y lloró allí” (Génesis
43:29-30). Sí, fueron momentos de mucha tensión para ambos lados, pues

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a su sober anía

José sufría con ellos al darse cuenta que tenían pesar por lo que le habían
hecho. Asimismo, un día Jesús hará lo mismo con Israel.
La Santa Palabra dice que el Señor subió al cielo y descenderá del cielo y
ellos mirarán al que traspasaron (Juan 19:37). Sí, el Mesías volverá y se pre-
sentará como lo describió el profeta: “y mirarán a mí, a quien traspasaron, y
llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige
por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto
de Hadadrimón en el valle de Meguido” (Zacarías 12:10-11). Así como ocurrió
con José, cuando todavía ellos no le reconocían que hizo salir de su presencia
a todos los egipcios, y se quedó a solas con sus hermanos, para darse a conocer
en intimidad a ellos (Génesis 45:1). Según se cree, en ese momento, José les
mostró a sus hermanos su circuncisión, la señal de que era uno de ellos, prueba
indubitable de su linaje y parentela. Les mostró eso que descubría que él no era
un egipcio, sino José, el hijo de Israel, su hermano, y ellos lo reconocieron. Y
dice la Palabra que todos juntos lloraron a gritos, tan altos que se enteraron los
egipcios, y también la casa de Faraón, que José se había reencontrado con sus
hermanos (Génesis 45:2). Entonces, cuando José pudo hablarles, les dijo: “Yo
soy José; ¿vive aún mi padre?” (v. 3), pero sus hermanos no pudieron responderle,
porque estaban turbados en su presencia. ¿Cómo articular palabra delante de
aquel que ellos habían desnudado y dado por muerto, y que ahora les extendía
su mano y les decía: “Acercaos ahora a mí (…) no os entristezcáis” (vv. 4,5)?
De la misma manera, un día Jesús se mostrará al pueblo de Israel, y ellos
verán no la señal de la circuncisión, de la ley, sino la circuncisión de la gracia
que son sus heridas. Y dijo el profeta que ellos preguntarán: “¿Qué heridas son
estas en tus manos? Y él responderá: Con ellas fui herido en casa de mis amigos”
(Zacarías 13:6). Y también les dirá: «Yo soy Jesús vuestro hermano a quienes
ustedes entregaron a los romanos, pero no se preocupen que yo no estoy en
lugar de Dios. Ustedes lo hicieron para hacerme daño, pero he aquí las nacio-
nes han sido salvadas y ha venido a la tierra la gran liberación».
¿Cuántas veces nos rehusamos a sufrir? Nadie quiere ser avergonzado;
solo un masoquista puede gustarle el dolor. De hecho, muchos usan la profe-
cía para evitar la aflicción, pues si el Señor muestra que por ese camino hemos
de recibir un gran dolor, no lo tomamos. Mas, vemos que el apóstol Pablo,
como Jesús, no evitó el conflicto. Cuando Agabo le tomó el cinto a Pablo y
se ató sus pies y sus manos y le dijo: “Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán
los judíos en Jerusalén al varón de quien es este cinto, y le entregarán en manos
de los gentiles” (Hechos 21:11), dice Lucas que cuando escucharon la profecía
le rogaron ellos y los de aquel lugar a Pablo que no subiese a Jerusalén, pero
él les dijo: “¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy

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dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del
Señor Jesús” (Hechos 21:12,13). Pablo no se amedrentó ni tomó la profecía
como pretexto de cobardía ni se puso en el lugar de Dios, sino que entendió
que era necesario ir a Roma como Dios se lo había indicado.
Concluyo este segmento diciéndote lo siguiente: José era un ministro del
propósito de Dios, por esa razón, la experiencia de su vida nos ilustra muy
bien lo que es el ministerio según la soberanía de Dios. El dolor sufrido por
José cada vez que fue desnudado por los hombres, y la gracia que experimentó
en cada ocasión que el Señor lo vistió de honra, para contrarrestar la actividad
humana en su vida, nos sirve de ilustración a los ministros para aprender que
nada ni nadie podrá impedir que el propósito que Dios determinó en nuestro
llamamiento se realice. En la respuesta de José a sus hermanos: “No temáis;
¿acaso estoy yo en lugar de Dios?” (Génesis 50:19), y la manera que interpretó
la soberanía de Dios en su existencia, no solo debe consolar a los que hemos
sido llamados al ministerio, sino darnos convicción y firmeza de que el plan
de Dios, en nuestra vida y ministerio, se realizará irrevocablemente.

6.2  La Rencilla por los Pozos


“Pero cuando los siervos de Isaac cavaron en el valle, y hallaron allí
un pozo de aguas vivas, los pastores de Gerar riñeron con los pas-
tores de Isaac (…) Y abrieron otro pozo, y también riñeron sobre él
(…) Y se apartó de allí, y abrió otro pozo, y no riñeron sobre él”
-Génesis 26:19-20, 21,22

Este mensaje lo recibí de parte del Señor de una manera muy especial. Un
día en que no estaba estudiando la Biblia ni meditando en nada específico, vino
Palabra de Dios a mi espíritu, llevándome a este pasaje de las Escrituras. En el
trato que hemos tenido con el Señor, Él me ha enseñado a predicar por revela-
ción, y no porque me guste un tema en particular ni porque sea un lindo mensa-
je. Nuestras predicaciones son revelaciones que el Señor, literalmente, nos dicta,
de acuerdo al momento profético que vivimos y que vive Su iglesia. Y cuando
estamos en esa comunión, no podemos detener la pluma hasta llegar al punto
final, y después cuando leemos, los primeros ministrados somos nosotros, pues
vemos que son palabras que salieron de su divino corazón. Este mensaje tiene esa
naturaleza, esa esencia de Dios, por eso es especial, pues sale de una porción de
la Escritura de la cual se ha predicado mucho. Pero como la Palabra de Dios es

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a su sober anía

multiforme, y no existe tal cosa como que hay una sola interpretación o un solo
significado para cada pasaje, sé que seremos muy edificados con él.
La palabra de Dios no solamente es logos, también es rhema. Por tanto,
su dimensión y su altura, su profundidad y su longitud no radican tanto en
el logos (la palabra escrita), sino en el rhema que es la revelación. La palabra
iluminada que Dios saca del logos cuando se aplica, nos hace ver dimensiones
que nunca antes habíamos visto. Observa que cuando el pueblo de Israel
estaba próximo a entrar a la tierra prometida, Moisés le aconsejó que no se
olvidara de poner por obra los mandamientos que Jehová les había dado, pues
todas las aflicciones que habían confrontado eran con el objetivo de hacerles
saber que “no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca
de Jehová vivirá…” (Deuteronomio 8:3). Mas, cuando esas palabras llegaron
a los labios de Jesús en el desierto (Mateo 4:4), tuvieron una trascendencia
poderosa y vimos más de lo que estaba en el logos de Moisés. ¿Por qué? Por-
que en el momento que Jesús la aplicó nos enriqueció en significado, y ahí se
formó un yunque en la predicación sobre el cual la iglesia ha usado muchos
martillos, y no se ha gastado todavía. Esa es la riqueza de la revelación.
Tristemente, el “espíritu de Grecia” (el intelectualismo) nos ha afectado
tanto, que hemos limitado el contenido de la Palabra. Se estudian los princi-
pios hermenéuticos, y se aplican las leyes y se dice: «Este texto significa esto y
se acabó», ¡caso cerrado! Y como lo hemos llevado hasta ahí, hemos perdido
muchas riquezas. Pero gloria a Dios que Él está restaurando también el estu-
dio de la Palabra, y nos está mostrando los misterios del Rey, la riqueza de
Su gracia, el don de Su justicia y los tesoros de Su sabiduría. Es bueno decir
estas cosas, porque el Señor en este mensaje dará un martillazo otra vez sobre
lo mismo. El Dios del cielo está bajando lo que está muy elevado, levantando
lo que está muy bajo, y enderezando lo torcido, porque quiere manifestar Su
gloria. Para que se vea lo inconmovible, lo movible tiene que ser quitado.
Empecemos entonces, viendo la vida de Isaac, en el momento en que
él confronta un incidente muy parecido al que le había sucedido a su padre
Abraham. Cuando Isaac llega a Gerar y decide morar en aquel lugar, los hom-
bres le rodearon y le preguntaron acerca de su mujer, y él, temiendo que ellos
le hicieran daño, o lo mataran por causa de Rebeca, les mintió y les dijo que
era su hermana (Génesis 26:7). Aplicando, diremos que la mujer es un tipo de
la iglesia, y la iglesia es hermosa. En el libro de Cantar de los Cantares dice:
“¿Quién es ésta que se muestra como el alba, Hermosa como la luna, Esclarecida
como el sol, Imponente como ejércitos en orden?” (Cantares 6:10). Para el Señor
su amada iglesia es preciosa, y la compara metafóricamente de muchas mane-
ras, para describir su belleza.

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476 la honr a del ministerio

En el libro de Apocalipsis aparece una mujer “vestida del sol, con la luna
debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Apocalipsis
12:1). Esta puede ser una representación de la nación de Israel, como también
de la iglesia. En ella podemos ver a la iglesia vestida con el Sol de justicia que
es Cristo (Malaquías 4:2), con la luna debajo de sus pies, tipo de autoridad,
restauración y pacto perpetuo (Isaías 30:26; Salmos 56:13; Génesis 8:22)
y una corona, hermosísima, de estrellas, que bien pueden representar los
ángeles de cada iglesia, los enviados, la utilidad, la gloria y la exaltación de la
victoria alcanzada en Cristo. Por eso, el diablo siempre ha codiciado la espo-
sa de Cristo, así como Faraón se enamoró de Sara; y Abimelec rey de Gerar
(Génesis 12:14-15; 20:2), admiró la belleza de Rebeca (Génesis 26:7-8).
Satanás ha querido apropiarse de la iglesia, pero no se le ha permitido ni
tocarla, porque, a diferencia de Abraham e Isaac, Cristo nunca la ha negado,
ni ha dicho: «Ella es mi hermana», sino que ha dicho: «Esa es mi esposa, mi
amada, la cual he embellecido para mí, no para alguien más, sino para presen-
tármela a mí mismo “una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa
semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5:27)». Cristo no niega a
su iglesia, sino que dice: «Es mía, yo la embellecí; toda su belleza es la que yo le
di. Yo la encontré a ella hecha una esclava y llena de harapos, y la lavé con mi
sangre, la vestí, le puse collar en el cuello, corona en su cabeza, la ceñí de verdad,
de justicia, de carácter, para que sea mi esposa (Ezequiel 16:9-16)».
Eso fue lo que Juan el bautista le quiso decir a sus discípulos, cuando estos
le reclamaron: “Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de
quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él” (Juan 3:26). Juan había
dicho que Jesús era el Cordero de Dios y dio testimonio de Él y ahora la
gente ya no les seguía a ellos, y por eso sus discípulos sintieron preocupación
(Juan 1:29,36). Pero Juan les dijo: “El que tiene la esposa, es el esposo; mas el
amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del
esposo; así pues, este mi gozo está cumplido” (Juan 3:29). En otras palabras, el
que tiene la esposa, es el esposo, nadie es dueño de la iglesia, sino Cristo. Hay
quienes se adueñan de la iglesia, y comienzan a dar mandamientos e impiden
que las ovejas oigan a otros, que se mezclen, que reciban, que aporten, que
ofrenden, etc. Se adueñan de la grey como si fuera una finca privada, y cuen-
tan los miembros como si fueran cabezas de ganado.
Faraón no quería dejar ir a Israel, porque creía que ese pueblo era suyo. No
obstante, hizo las siguientes propuestas, con tal de que no se fueran: 1. Sola-
mente irán los varones; 2. Que se queden las mujeres y los ancianos; 3. Que se
queden los niños (Éxodo 10:11); y 4. Que se queden sus ovejas y vacas (Éxodo
10:24). ¡Cuántas cosas hizo y dijo, para retener a Israel!, pero Moisés no negoció

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el llamamiento es conforme 477
a su sober anía

con él, porque sabía que el pueblo de Dios no fue llamado a hacer ladrillos ni
monumentos, ni pirámides, y mucho menos ciudades de almacenamiento, sino
que este pueblo fue llamado para servir a Jehová en el desierto. Por eso le dijo a
Faraón: “Jehová el Dios de Israel dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en
el desierto” (Éxodo 5:1). No obstante, Faraón se rehusó y no quería dejarlos ir.
También vemos en el libro de Daniel, cómo al llegar el tiempo en que se
cumplió los setenta años de las desolaciones de Jerusalén, y mientras el profeta
oraba y ayunaba por eso, el ángel Gabriel vino a revelarle la visión que había
tenido y le dijo: “Daniel, no temas; porque desde el primer día que dispusiste tu
corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios, fueron oídas tus
palabras; y a causa de tus palabras yo he venido. Mas el príncipe del reino de
Persia se me opuso durante veintiún días; pero he aquí Miguel, uno de los princi-
pales príncipes, vino para ayudarme, y quedé allí con los reyes de Persia” (Daniel
10:12-13). ¡Bendita sea la intercesión, porque nos permite vencer a principados
que siempre han querido retener al pueblo de Dios! Estos desean adueñarse
de la iglesia, porque codician la grey del Señor. Mas, Dios siempre interviene
y la saca y dice: «El que tiene a la esposa es el esposo. Cristo es el esposo de la
iglesia; devuelve la mujer a su marido (Juan 3:29; Génesis 20:7)».
La tierra de los filisteos esconde para nosotros grandes enseñanzas. Ya vimos
como los hombres de Gerar querían apro-
piarse de la mujer de Isaac, de algo que no
les pertenecía. Luego, cuando ya Isaac
estaba establecido y Dios lo bendijo, y se “Una
enriqueció, y fue prosperado de manera particularidad del
que se convirtió en alguien muy poderoso, institucionalismo”
dueño de hato de ovejas, y de vacas, y
es que siempre
mucha labranza, dice la Biblia que los filis-
teos le tuvieron envidia (Génesis 26:14). El convierte a los
proverbista dijo que la envidia es carcoma perseguidos en
de los huesos (Proverbios 14:30), y también perseguidores, y
dijo “Cruel es la ira, e impetuoso el furor; a sus enemigos en
Mas ¿quién podrá sostenerse delante de la
envidia?” (Proverbios 27:4). Los filisteos
sus apologistas y
fueron los peores enemigos de Israel. El aliados”
pueblo de Dios vivió en guerra permanen-
te con esta nación, y sus conflictos con
ellos fueron tenaces y constantes.
De esa historia bélica, de Israel contra los filisteos, podemos sustraer una
enseñanza muy útil para nosotros hoy. En el sentido espiritual, los filisteos

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478 la honr a del ministerio

representan los adversarios más peligrosos para el pueblo de Dios. Una vez pre-
dicamos un mensaje donde el Señor nos exhortaba a cuidar los límites de nues-
tras fronteras. La enseñanza estaba basada en la gran tarea de Israel de proteger
su territorio de las amenazas de los enemigos. Uno de los límites que tenían
que guardar celosamente era el de la tierra del lado de los filisteos, porque eran,
geográficamente, los vecinos más cercanos de Israel, pero también eran sus más
encarnizados contrincantes. Asimismo, los creyentes tenemos muchos adver-
sarios, por causa del propósito de Dios, pero entre ellos los “filisteos” son los
más hostiles, porque están tan cerca que es muy difícil hacer una demarcación
en la frontera. Los filisteos, inclusive, entraban al campamento de Israel, se
mezclaban y parecía que era un mismo pueblo, de tan cercanos que eran. Y el
Señor me mostró que los filisteos representan el espíritu de institucionalismo,
de estructura, de organización, que siempre ha sido el instrumento que ha que-
rido arruinar y matar al organismo viviente, que es la iglesia.
El término “institucionalismo” puede ser que no exista en castellano, por
lo que quizás sea mejor decir: “institucionalizar” que es conferir a algo carác-
ter de institución, o convertir algo en institucional. Sin embargo (y que me
perdonen mis más férreos críticos), prefiero usar la palabra “institucionalismo”
por la siguiente razón: Cuando una acción se convierte en tendencia y además
se defiende y se enseña, llega a convertirse en un sistema, doctrina o filosofía,
por lo que debe ser clasificada entre los “-ismos”. Por ejemplo, el vocablo
“papismo” fue inventado por los protestantes, para referirse a los católicos que
están gobernados por este sistema eclesiástico. El papismo no es más que el
“institucionalismo católico”. En la evolu-
ción histórica de la iglesia cristiana, insti-
tucionalizar ha comenzado como una
“Cuando una tendencia o “necesidad justificada”, pero
acción se siempre -sin excepción- ha terminado en
un sistema o régimen, o sea, en institucio-
convierte en
nalismo. Observo que todos los movi-
tendencia y mientos espirituales que han salido
además se defiende corriendo del institucionalismo, con la sin-
y se enseña, llega a cera y noble intención de vivir la vida de
convertirse en un Dios en el Espíritu, al final han sido
alcanzados y atrapados por este monstruo
sistema, doctrina infernal. La ironía consiste en que aquello
o filosofía” que al principio se aborrece, al final se
termina amando y defendiendo.

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Una particularidad del institucionalismo” es que logra convertir a los per-


seguidos en perseguidores, y a sus enemigos en sus apologistas y aliados. El
institucionalismo ha sido más que una seducción para el cristianismo, algo seme-
jante a la ley del pecado, de la cual, el apóstol Pablo escribió: “Porque no hago el
bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Así que, queriendo yo hacer
el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí” (Romanos 7:19, 21). Posiblemente,
el engaño más sutil del institucionalismo es que cuando se apodera de la iglesia,
no solo la gobierna, sino que la convence de que él, en sí mismo, es la iglesia. Te
hace creer que la organización (institucionalismo), es lo mismo que el organismo
(la iglesia). Martín Lutero, por ejemplo, antes de la reforma, no distinguía entre
una cosa y la otra. Mas, después que Dios le abrió los ojos, y predicaba el puro
evangelio, cuando los católicos le acusaban de que estaba en contra de la iglesia
de Cristo, él les respondía que no estaba en contra de la iglesia, sino del papado.
No se puede confundir la gimnasia con la magnesia. Una cosa es la igle-
sia, el Cuerpo de Cristo, los creyentes, y otra el institucionalismo. El Señor
me ha hecho identificar el institucionalismo como el espíritu de los filisteos.
Al estudiar las características de estos eternos rivales de la nación de Israel,
veremos la increíble semejanza con el institucionalismo, como enemigo de
la iglesia y su propósito. Nota que habían dos cosas que hacían los filis-
teos: primero cegaban y llenaban de tierra los pozos, ocultándolos (Génesis
26:15), para luego adueñase y reclamarlos para ellos (Génesis 26:20-21).
Esta perversa conducta, me hizo verla el Señor en la historia de la iglesia, y
también en la actualidad.
Si comenzamos a mirar, desde este punto de vista, el ministerio de Jesús,
veremos que el Hijo de Dios comenzó a levantar en Israel el pozo mesiánico.
El Mesías vino a la tierra a cumplir todo lo que estaba escrito de él, en la ley
de Moisés, en los profetas y en los Salmos (Lucas 24:44). Jesucristo era la
esperanza de Israel; Él fue levantado como la aurora que nos visitó desde lo
alto (Lucas 1:78), Él fue puesto para caída y para levantamiento de muchos en
Israel, y para señal que sería contradicha (Lucas 2:34); y así como era luz, para
revelación a los gentiles, también era gloria de su pueblo Israel (Lucas 2:32).
Por lo cual, cuando Jesús comenzó a predicar y a decir: “Arrepentíos, porque el
reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17), se levantó el sanedrín en contra
del ungido de Dios, la religión institucionalizada de Israel en aquel tiempo,
cuyos setenta ancianos gobernaban todo.
El sanedrín tenía un control absoluto sobre la nación israelita y una total
intervención sobre todo asunto religioso del pueblo. Aquel que no pertenecía
a una de las sectas, aprobadas por ellos, no podía desarrollar un ministerio en
Israel. Había que ser fariseo, saduceo, herodiano o escriba, para ministrar de

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Dios al pueblo, de otra manera nadie más podía hacerlo. Mas, cuando Jesús
se levantó y ellos vieron que todo el pueblo le seguía, y que se estaba erigiendo
un pozo de gloria, el cual no se quedó como pozo –por cierto- sino que se
convirtió en una fuente de agua viva, se llenaron de envidia (Mateo 27:18).
¡No hubo un pozo como el pozo de Jesús en Israel ni en toda la tie-
rra! Ellos no cometieron el error de reclamarlo como suyo, pero sí trataron
de echarle tierra y sepultarlo. Observa que inmediatamente se enteraron de
los milagros y señales que hacía Jesús, los principales sacerdotes y los fari-
seos reunieron el concilio, y dijeron: “¿Qué haremos? Porque este hombre hace
muchas señales. Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y
destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (Juan 11:47-48). Entonces,
Caifás, el sumo sacerdote, se levantó y dijo: “Vosotros no sabéis nada; ni pensáis
que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación
perezca” (Juan 11:49). Y si bien es cierto que Caifás, sin saberlo, estaba profe-
tizando, porque era el sumo sacerdote en ese tiempo, no es menos cierto que
su intención era arruinar la vida de un hombre a quien todo el mundo seguía,
porque daba testimonio de la verdad, y eso atentaba contra la preservación de
las tradiciones de su imperio religioso.
Es triste, pero el Espíritu de Dios me revela que ese espíritu de Caifás toda-
vía está en el pueblo de Israel, y en la actualidad, Jesús sigue siendo un problema
para ellos. Hay dos palabras que un judío no puede escuchar: Jesús y cruz. Por
eso, muchos quieren quitar la cruz de la pre-
dicación a los hebreos, pero la Biblia nos
muestra que los apóstoles predicaron el men-
“No riñamos
saje de la cruz y dijeron a Israel: “Sepa, pues,
por los pozos, certísimamente toda la casa de Israel, que a este
levantemos Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha
otros” hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36). Y dice la
Palabra que al escuchar esto, ellos se com-
pungieron de corazón (Hechos 2:37). De
hecho, cuando llegue la plenitud de los gentiles, el Señor hará una obra a su
favor (Romanos 11:25-27). Entonces, los judíos serán arrepentidos de corazón
cuando vean al que traspasaron. De esta manera es que ellos se van a arrepentir,
no acomodándoles las cosas, ni cambiándoles la cruz por un candelabro.
La cruz es la cruz y no hay salvación sin ella, pues no hay remisión sin san-
gre. Claro, no vamos a cometer el pecado que ha cometido el espíritu de la igle-
sia gentil, que les ha recriminado a los judíos por siglos, el que hayan crucificado
al Hijo de Dios. Los apóstoles no hablaron con ese espíritu, sino que les dijeron:
“Este Moisés es el que dijo a los hijos de Israel: Profeta os levantará el Señor vuestro

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Dios de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis. (…) Dios envió mensaje a
los hijos de Israel, anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; éste es
Señor de todos” (Hechos 7:37; 10:36). Nota, es otro espíritu, no un espíritu de
confrontación, sino un espíritu de consolación, restauración y perdón.
El libro de Ezequiel nos muestra el dolor de Dios, por la condición de su
pueblo, el buen pastor dispuesto a dar su vida por sus ovejas (Juan 10:11). Por
eso, dijo: “Anduvieron perdidas mis ovejas por todos los montes, y en todo collado
alto; y en toda la faz de la tierra fueron esparcidas mis ovejas, y no hubo quien las
buscase, ni quien preguntase por ellas. Por tanto, pastores, oíd palabra de Jehová:
(…) Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis
ovejas, y las reconoceré. Como reconoce su rebaño el pastor el día que está en medio
de sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis ovejas, y las libraré de todos los lugares
en que fueron esparcidas el día del nublado y de la oscuridad” (Ezequiel 34:6-7,11-
12), y vino en la persona del Hijo a recoger a Su pueblo. Por eso, Jesús dijo: “Yo
soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10:11), y también
dijo: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mateo 15:24).
Sin embargo, el espíritu de los filisteos que estaba en los judíos, los impul-
só a echarle tierra a ese pozo, para silenciarlo, y buscaban cómo matarle. Por
eso, Jesús les dijo: “¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los
edificadores, Ha venido a ser cabeza del ángulo. El Señor ha hecho esto, Y es cosa
maravillosa a nuestros ojos? Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado
de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él” (Mateo 21:42-43).
Así, cuando Jesús se dio cuenta que no podía brotar en su plenitud el pozo
de la salvación, que Él había traído a Israel, edificó Su iglesia, levantando un
pueblo gentil entre las naciones. Así que los apóstoles comenzaron a abrir, pri-
meramente, el pozo entre los judíos, pero ellos empezaron a echarle tierra, con
sangrientas persecuciones y falsas acusaciones. Por lo cual, ellos sacudieron el
polvo de sus pies en testimonio contra ellos, y salieron de allí en dirección a
donde les recibieran (Lucas 9:5; Hechos 13:50-51).
¿Qué hizo Isaac cuando le cerraron el primer pozo? Él no se puso a reñir
con ellos, como hicieron sus siervos, sino que abrió otro pozo (Génesis 26:19-
21). Aprendamos iglesia, no riñamos por los pozos, levantemos otros. Cuan-
do el concilio de Constanza quiso cegar el pozo del valiente reformador Juan
Huss, y el papado lo condenó a morir en la hoguera, en el año 1415, él, mien-
tras moría consumido por las llamas, profetizó: «Ahora me asan a mí, pobre
ganso –Huss, en su lengua natal quiere decir ganso), pero dentro de cien años
vendrá un cisne contra el cual no prevalecerán» (Martín Lutero, Págs. 53, 54
por Federico Fliedner. Libros Clie, Terrassa, España, 1980). Esta profecía fue
sorprendente, pues ciento dos años después, que este profeta de Dios dijera

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estas palabras, mientras moría cantando himnos y alabando al Señor, aquel


“cisne” del cual profetizó, que fue Martín Lutero, fijó en la puerta de la iglesia
de Wittenberg, sus noventa y cinco tesis, dando origen a la Gran Reforma (31
de octubre del 1517). Mas, a ese pozo, ellos no lo pudieron matar ni tampoco
cegar, pues cuando a Dios le ciegan un pozo, Él levanta otro más poderoso,
más profundo, que ninguna tierra podrá nunca sepultar.
Jehová no se queda rezagado ni frustrado, Él defiende lo que es Suyo. Cuan-
do el racionalismo estaba azotando la fe en Europa, muchos vinieron a decirle a
Charles Spurgeon que se levante a favor de la Biblia y del evangelio, pues él era
un reconocido predicador en Inglaterra; pero él les respondió -parafraseando:
«¿Cuándo alguien ha salido a defender a un león? La Palabra de Dios es un león,
yo no tengo que defenderla, ella se defiende sola». Efectivamente, el movimien-
to racionalista hoy es historia, pero la Biblia es y sigue siendo el libro más leído
y más publicado en el mundo. Los apóstoles se fueron con su música a otra
parte, y dejaron que ellos cerraran el pozo en Israel, y abrieron pozos en muchas
naciones y el mundo fue lleno de la gloria de Dios. ¿Acaso no dijo Dios que, a
través del Mesías, Él iba a llenar la tierra de Su conocimiento, como las aguas
cubren el mar (Isaías 11:9)? Esto no lo hizo Israel, sino Jesús.
Pasado el tiempo apostólico, se levantó una generación que comenzó a
beber de los espíritus de las naciones, en lugar de la fuente de agua viva del
Espíritu Santo. Algunos padres de la iglesia comenzaron a beber de fuentes
filosóficas, y el mundo griego tomó apogeo. Los gentiles, aunque se convirtie-
ron, seguían con su mentalidad griega, y mezclaron la fe pura del evangelio
con la filosofía helénica, a tal punto que se “casó” la iglesia con el poder de
Roma, cuando Constantino se “convirtió”, e hizo del cristianismo la religión
oficial del imperio.
Es digno destacar lo que ocurrió en el concilio de Nicea, en el año 325
d.C., convocado por el emperador Constantino, cuando surgió una contro-
versia en cuanto a la naturaleza de Cristo. Algunos obispos llegaron al con-
cilio con las marcas físicas de su fidelidad a Cristo. Habían sufrido torturas,
cárceles o el exilio poco antes. Ellos llevaban las señales en sus cuerpos de que
habían venido de gran tribulación, y habían sido mutilados en el campo de
batalla, por defender el testimonio de la fe. Éstos habían pagado el precio por
causa del Evangelio y habían sobrevivido. Ellos constituían los veteranos de la
guerra del Señor. Como bien dijo el célebre historiador, Eusebio de Cesarea:
“allí se reunieron los más distinguidos ministros de Dios, de Europa, de Lidia
(África) y de Asia”. ¡Qué cuadro hermoso y digno de lo que era la naciente
iglesia de Cristo! Pero ahora no, las cosas han cambiado, y nuestra reuniones
están muy lejos de ser como estas.

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Ya sabemos lo que pasó de ahí en adelante en la iglesia, por trece siglos. El


pozo se cegó, pues la Vulgata (la Biblia traducida al latín) aunque su nombre
significa “edición para el pueblo”, se convirtió en un libro que casi nadie leía,
pues estaba en el idioma oficial del imperio, el cual ellos no entendían. Por
lo cual, eran muy pocos los que conocían las Escrituras, y por esa ignorancia
prevalecieron las tradiciones, concilios, y todas esas cosas que vemos hoy. La
iglesia fue institucionalizada, y en consecuencia, corrompida. Constantino
comenzó a llenarla de favores, por lo que ésta, cada vez más, se comprometía
con el imperio. Al final, podemos decir que la iglesia vendió su primogeni-
tura por un plato de lentejas, por lo que su boca fue amordazada. Entonces,
comenzaron a vivir en el institucionalismo, a inventarse empresas y movimien-
tos que Dios nunca les mandó. Al paso de los siglos, ya no había un papa,
sino dos, porque el emperador de Francia consideró que el papa debía estar en
Avignon o Aviñón y no en Roma, así que nombraron uno también allá, por
lo que cada uno se autoproclamaba como legítimo. Esto dio origen a lo que se
llamó “El Gran Cisma de Occidente” o división de la iglesia.
¡Y qué decir de las llamadas “indulgencias”! Con ellas, el papa daba la
remisión de las penas, absolviendo al pecador del castigo por sus pecados. Al
principio las indulgencias eran gratis, pero luego cuando la iglesia cayó en
problemas financieros, las vendían, incluso, a beneficio de personas ya muer-
tas, donde familiares podían asegurarles un buen puesto a sus fenecidos fami-
liares, en el “purgatorio”. De esta manera, las indulgencias fueron tomando el
lugar de la confesión y el verdadero arrepentimiento. Fue así como el mover
de Dios fue cegado por la avaricia y el engaño.
Mas, en el siglo dieciséis, se levanta Dios y dice: «voy a levantar mi pozo otra
vez», y comenzó a levantar el pozo de los reformadores. En Alemania levantó
el pozo de Martín Lutero, en Suiza el pozo de Ulrich Zwingli, y al francés Juan
Calvino, establecido en Ginebra. Todos estos movimientos predicaban lo mis-
mo, sin haberse puesto de acuerdo. Hoy está pasando igual, donde quiera que
mires, la iglesia está hablando de la gloria del Señor, y testificando en contra de
todos esos espíritus que se oponen a Cristo. La iglesia está entendiendo lo que es
restauración, y está cambiando su lenguaje, y estableciendo el reino de Dios en
muchos lugares de la tierra. No estamos solos, el Señor está nuevamente levan-
tando su pozo, el pozo de hoy, el pozo de esta generación.
Cuando los cegadores se levantaron en Paris y España, con el espíritu de
la contrarreforma, encabezado por el cura Ignacio de Loyola, en ese mismo
momento, la iglesia alemana hacía comparecer a Lutero, para que se retractase
de sus supuestas ideas. En la Dieta de Worms (asamblea realizada en la ciudad
de Worms, Alemania, en abril del 1521) antes de condenarle y excomulgarle

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como hereje, Lutero, tomando la Biblia y colocándosela en el pecho, dijo: «Pues-


to que su majestad imperial y sus altezas piden de mí una respuesta sencilla, clara y
precisa, voy a darla sin rodeos de ninguna clase, de este modo: ‘El Papa y los concilios
han caído muchas veces en el error y en muchas contradicciones consigo mismos. Por
lo tanto, si no me convencen con testimonios sacados de las Sagradas Escrituras, o
con razones evidentes y claras, de manera que quedase convencido y mi conciencia
sujeta a esta palabra de Dios, yo no quiero ni puedo retractarme, por no ser bueno
ni digno de un cristiano obrar contra lo que dicta su conciencia. Heme aquí, no
puedo hacer otra cosa; que Dios me ayude. Amén’ (Martín Lutero, por Federico
Fliedner, Págs. 128, 129 Libros Clie, Terrassa, España, 1980). Este hombre tenía
el pozo adentro, el pozo de la revelación, del denuedo, del celo por lo que es de
Dios. Por eso, no pudieron ahogarlo, y su agua se multiplicó en los pozos de los
demás reformadores; y el pueblo de Dios tuvo libertad de conciencia, saliendo
del control y despotismo de la Roma de aquella época.
Así comenzaron a disiparse las tinieblas, y Dios empezó a sacar de su
casa las tradiciones y las supersticiones. Entonces, el pueblo comenzó a leer la
Biblia en su propio idioma, y los sacerdotes comenzaron a adorar a Dios. Ya
no solamente cantaban los coros en los altares, sino que el pueblo cantaba al
Señor, pues les enseñaron que todos los creyentes son gente santa, real sacer-
docio, adoradores de Dios (Éxodo 19:6; 1 Pedro 2:5-9). También comenzaron
a decir que la Biblia es la única autoridad en asunto de fe; que la fe no la admi-
nistraba la iglesia, sino que es el Espíritu Santo quien administra la salvación
y que únicamente por fe es el hombre salvo en Cristo Jesús. ¡Tremendo pozo
el de los reformadores, en medio de tanta corrupción y confusión! Pero, ¿sabes
qué pasó? El diablo dijo: «Esto es un asunto de tiempo nada más y volveré a
llenarlo de tierra. Yo sé cómo hacerlo, ya lo hice con Roma, así que también
lo haré con la reforma». Tristemente, tuvo razón.
¿Qué ocurrió? Los reformadores en su buena intención de defender su
fe, la escribieron, y esa fe llegó a ser, no solamente el “credo” reformado, sino
la constitución de la reforma. Estos hombres se reunieron en el palacio del
obispo de Augsburgo, y frente al emperador Carlos V, leyeron el documento,
redactado por Felipe Melancthón (amigo cercano de Lutero y profesor de
Nuevo Testamento de la Universidad de Wittenberg) al cual se le llamó “la
Confesión de Augsburgo”. Al ver este documento tan correctamente redac-
tado, con principios de fe muy teológicos y claramente expuestos, muchos
dijeron: «Esa es nuestra fe y morimos por ella». Mas, cuando la fe se escribe y
se vuelve una constitución o manual es como si se le hubiese puesto un límite
a la revelación. Y así como en el catolicismo, mientras adoran imágenes e ido-
latran a sus autoridades espirituales, se han quedado recitando el credo: «Creo

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en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo,


su único Hijo nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíri-
tu Santo. Nació de Santa María, la virgen, padeció bajo el poder de Poncio
Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió al infierno, al tercer día
resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la diestra de
Dios Padre, y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y los muertos. Creo en
el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, en la comunión de los santos,
en el perdón de pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amen». Y
todo eso es verdad, en lo que se refiere a la persona del Padre y del Hijo, pero
en cuanto a lo demás, definitivamente, hay algo más.
Igualmente, los reformadores se concentraron simplemente en su con-
fesión de fe, pues luego de que empezaron a restaurar el templo espiritual,
comenzaron a institucionalizarse. Ellos dijeron: «Vamos a organizarnos», y
comenzaron entonces a ordenar a los ministros, y a ponerles un nombre, sus-
tituyendo al “papado” por el “sínodo” (junta de ministros); un cambio de
nombre nada más. De esta manera, se organizaron y se constituyeron en la
iglesia luterana o protestante, y con su manual de fe, empezaron a formar a los
ministros como profesionales eclesiásticos, salidos de universidades, gradua-
dos en teología, filosofía, etc. Por lo cual, ese celo, esa unción, esa fe gloriosa
de la reforma se volvió igual que la de Roma. Ahora vas a las iglesias luteranas,
ves tremendos edificios y un pequeño grupo de personas reunidas, pero no
hagas un llamado al altar, pues ellos no creen en eso. Ya tienen quinientos
años haciendo lo mismo, no han cambiado en nada, ¡se estancaron! El pozo
se cegó, y eso duele en el corazón de Dios.
Te mencionamos anteriormente, que nuestra congregación realizó una
misión para Dios, que consistió en ir a orar en todo lugar, donde en el pasado
hubo avivamiento del Espíritu, cuyo propósito profético, el Señor llamó “desen-
terrar los pozos”. En esta actividad, a través de la autoridad y unción profética,
ordenábamos con un canto de fe, sobre cada uno de estos lugares, “Sube, oh
pozo…”, como hizo Israel en Beer (Números 21:16-18). En estos viajes, fuimos
adonde estaban las siete iglesias del Apocalipsis (lo que hoy es Turquía). Viaja-
mos a la Isla de Patmos, además de Europa, donde vivieron los valdenses; estu-
vimos también en la casa donde nació John Wesley, etc. Pero cuando fuimos
a Wittenberg, donde histórica y simbólicamente comenzó la reforma, los her-
manos que enviamos allá, cuando regresaron, llegaron entristecidos. Recuerdo
cómo llegó el pastor Hugo Comuzzi, pero el testimonio que más me apeló fue
el del pastor Francisco Sánchez, cuando llorando (porque él es bien sensible con
las cosas del Señor), me dijo: «¡Qué dolor sentí, cuando fui a la iglesia donde
Martín Lutero clavó las noventa y cinco tesis, y vi que era un museo! Allí pasean

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a los turistas y les dicen: «Miren, en este púlpito predicó Lutero; esta es la Biblia
que él usaba; aquí él descansaba, allá se aseaba, etc.» También vi a personas
ministrando como lo hacían antes, vestidos como en el siglo dieciséis, porque
era parte de la exhibición. Al ver todo eso me dije: ‘¡Ay! Yo que había oído tan-
tas cosas lindas de la reforma, y ver, quinientos años después, en lo que se ha
convertido, eso duele’». Sí... duele y mucho, todavía más sabiendo que “Dios no
es Dios de muertos, sino de vivos” (Mateo 22:32).
Ahora, ¿quién es el enemigo? ¿Quién dañó la obra del siglo dieciséis? el ins-
titucionalismo con sus estructuras y organizaciones. Ese control se adueña de la
bendición y ahora la reclama y dice: «El pozo de Lutero es nuestro; Lutero era
luterano». Pero el mismo Lutero dijo que no le pongan a la iglesia su nombre,
porque él no murió por la iglesia, sino Cristo, pero ellos todavía le llaman a esa
iglesia “luterana”. Ellos se adueñaron del pozo, y al ponerle el nombre del instru-
mento, lo cegaron, por eso hoy es una galería. Pero dicen: «Esa es nuestra historia,
ese es nuestro movimiento, esa es nuestra reforma y ese es nuestro reformador.
El que quiera venir aquí, que pague, y le damos un tour por nuestro museo». El
pozo de donde nació la reforma hoy es un salón de exhibición; le echaron tierra
encima al pozo, lo cegaron, y los “filisteos” se ufanan diciendo: «Esto es nues-
tro». Es así como el institucionalismo se apodera de los movimientos del Espí-
ritu, los seca y entierra, para luego levantar el orgullo histórico de “fundador”.
Igualmente pasó con John Wesley (1703-1791), su padre era pastor de la
iglesia de Inglaterra. Wesley era el decimoquinto hijo de diecinueve herma-
nos, pero el Dios del cielo en su providencia lo había elegido a él para abrir un
pozo. Cuentan que diariamente se levantaba a las cuatro de la mañana a orar.
Dios estaba haciendo brotar el pozo, haciendo subir sus aguas por el Espíritu
Santo, sube pozo, sube... Y se levantó aquel pozo, junto a su hermano Carlos y
a George Whitefield, desarrollando un ministerio como predicador popular,
y se hizo famoso. Pero cuando se levantó aquel pozo, en la iglesia anglicana,
(a pesar de que era hijo de un pastor), de su propia iglesia lo echaron. En el
lugar donde él creció y adoraba a Dios con sus himnos, le dijeron: «Váyase
de aquí, con esa música a otra parte, nosotros somos anglicanos, esa no es
nuestra cultura; tampoco nosotros adoramos ni oramos así». Entonces, él se
fue como Isaac, diciendo: «Si me cierran el pozo aquí, lo abrimos allá, pero
esto no lo parará nadie». Así que Wesley tuvo que separarse de la iglesia que
lo vio crecer, y formar la suya, y les comenzaron a llamar por el nombre de
“Metodistas”, pues era notorio su capacidad de organización y los métodos
que aplicaban para el estudio de la Palabra. Luego, el movimiento metodista
se hizo fuerte y fue glorioso, llenando a Europa y América del conocimiento
de Dios. El Señor no detendrá su obra por falta de pozos, sino que va a seguir

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abriendo pozos, y cuando le echan tierra por un lado, él lo levantará por otro,
como la ardilla que se mete por aquí y sale por allá.
Juan y su hermano Carlos conocieron que a través de la alabanza su fe se
aumentaba, por lo que compusieron al Señor alrededor de seis mil himnos (54
himnarios) y también poemas. John Wesley escribió más de doscientos libros,
también una gramática hebrea, otra latina y otra más de francés e inglés; pre-
dicó 780 sermones, lo que significa dos sermones diarios, durante cincuenta y
cuatro años; visitaba a los enfermos, a los hermanitos en sus casas y disertó sobre
diferentes temas en sus obras, incluyendo de la naturaleza, historia, etc. Pero
cuando murieron, él y su hermano Carlos, y se evaluó el impacto espiritual que
su movimiento había hecho, el pozo de agua viva que en ellos Dios había abier-
to, sus seguidores comenzaron a decir: « ¿Por qué no escribimos acerca de lo
que pasó? ¿Por qué no hacemos un museo donde nació Wesley?», y empezaron
a echarle tierra hasta que lo cegaron. Cuando nuestros misioneros fueron allá,
a cumplir el mandato que Dios nos había dado de desenterrar espiritualmente,
por fe, estos pozos, y llegaron a la casa de Wesley, encontraron que también
estaba convertida en un museo. Y ahora los metodistas dicen: «Nosotros somos
el movimiento de Wesley» y a la inspiración divina que este hombre recibió por
el Espíritu Santo, le pusieron su nombre: “teología wesleyana”, aunque toda su
vida este hombre la dedicó a darle gloria a Dios y a su Cristo.
Sabemos que donde había fuego, cenizas quedan, pero solo eso... La igle-
sia metodista perdió el brillo que tuvo antes, y lo digo con dolor, porque son
mis hermanos, y yo estoy hablando de nuestra historia como iglesia, recor-
demos que la iglesia de Cristo es una sola. El espíritu religioso se adueñó del
movimiento vivo, para convertirlo en una institución. Ellos, que con su buena
intención escribieron lo que habían vivido en el Espíritu Santo, igualmente
hicieron una liturgia de la espontaneidad del Espíritu, volviendo a la rutina de
donde el Señor los había sacado. Y no niego que sus libros sean una bendición,
y que sus vidas, todavía, nos sirven de inspiración, pero ¡cegaron el pozo y se
adueñaron del nombre! Ellos hicieron de todo aquello una sala de exhibición,
y ahora son solo eso, parte de la historia de la iglesia.
Asimismo, en Estados Unidos había un hombre llamado Jonathan
Edwards (1703-1758), teólogo, filósofo y uno de los hombres más brillantes,
intelectualmente, de su época. Este hombre, debido a su problema visual,
usaba unos lentes con grandes aumentos y leía sus sermones, pero la gente se
dormía al escucharle, y eso lo llevó a frustrarse del púlpito. Esa inconformi-
dad lo hizo orarle a Dios: « ¡Señor, por favor! Yo quiero ser un predicador de
poder», dejando el púlpito para orar, y el día que menos oraba, oraba trece

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horas. Buscó tanto de corazón a Dios, que Él lo vio y le mandó la unción, y


comenzó el Señor a levantar ese pozo, pues le habían cerrado el otro.
¡Qué tremendo pozo fue Jonathan Edwards! El hombre regresó al púlpi-
to, y sin cambiar su estilo de predicar -pues seguía leyendo los sermones- aho-
ra cuando los leía la gente temblaba, lloraba, se quebrantaba, se humillaba, se
podría decir que se agarraban de las columnas de los templos, para no desli-
zarse a una eternidad sin Dios. Pasaba por las aldeas, y la gente lloraba por su
salvación, y comenzó una sed, un deseo de buscar a Dios y se levantó un tre-
mendo movimiento del Espíritu. Y cuando Jonathan comenzó a predicar, y
Dios a levantar este nuevo avivamiento, comenzaron a discutir que si la santa
cena hay que dársela solamente a los que son de la fe que están en el templo,
y otras cosas como esa, y comenzaron a echarle tierra, y ¿sabes qué ocurrió?
Que el hombre fue despedido de su ministerio pastoral, y tuvo que irse como
misionero, a favor de los indios americanos, porque el sistema ahogó el pozo,
a pesar que fue un tremendo movimiento de Dios.
Mas, aunque cerraron este pozo, Dios volvió a levantar otro, ahora en un
hombre llamado Charles G. Finney (1792-1875), en Adams, una ciudad del
estado de Nueva York en Norteamérica. En este hombre, el Señor levantó
un tremendo pozo de predicación ungida. Su vida fue tan impactada por el
poder de la Palabra que muchos lo consideraron un segundo apóstol Pablo,
por el impacto que tuvo en la iglesia en lo que se refiere a la palabra predicada.
Su unción fue tan poderosa, que se cuenta que una vez pasó por un lugar, en
un tren, y solamente su trayecto dejó a su paso a personas que lloraban y se
convertían al Señor. Dicen que una vez entró a una factoría, y los operarios
en sus máquinas, al verlo, mientras trabajaban, comenzaron a llorar y a pedir
perdón, ¡tremenda unción de arrepentimiento!
Era tal la unción de Finney que se constituyó en el precursor de la prédica
espontánea, sin notas, en un tiempo donde la mayoría de los sermones eran
escritos y leídos. También fue el precursor de reuniones de oración fuera de los
templos, y del llamado a conversión y el testificar en público. Él revolucionó
la iglesia cristiana, pero, ¿sabes qué pasó? Igualmente, como sus antepasados,
tuvo que dejar su iglesia, porque le ahogaron el pozo, cuando se originó una
división entre la iglesia presbiteriana de la “vieja escuela” y la “nueva”. Sus her-
manos comenzaron a espiarle en sus reuniones de oración, y se oponían a su
prédica espontánea. Así que Finney se dedicó solo a la enseñanza, como pro-
fesor de teología en la universidad de Oberlin, con algunas excepciones, aña-
diendo un nombre más a la lista de la historia del avivamiento en la iglesia.
¿Qué pasó a principios del siglo pasado cuando Dios comenzó a levantar
el movimiento Pentecostal en 1906? Recomiendo un libro que se llama “Azusa

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Street” (La calle Azusa), escrito por Frank Bartleman, un varón de Dios,
quien fue testigo de este avivamiento en el sur de la ciudad de los Ángeles, el
cual escribió sus impresiones acerca de ese gran movimiento que luego llama-
ron “Pentecostal”. Ocurrió que el hermano William Seymour, un predicador
afro-americano, sin ningún atractivo, que incluso se colocaba una caja en la
cabeza y se escondía, para que no lo vieran, en medio de la manifestación del
Espíritu. Dios lo eligió (en el tiempo en que, aunque la esclavitud había termi-
nado, todavía quedaba un fuerte sentir discriminatorio en Estados Unidos),
para levantar y revivir la iglesia, y esta fuese guiada por el Espíritu Santo.
De esta forma comenzó todo aquello, tan hermoso, donde nadie era asig-
nado para predicar, sino que en el momento dado el Espíritu señalaba quien
llevaría la Palabra de ese día, y cuando esa
persona predicaba caía la gloria de Dios.
Entonces comenzaron a llegar a Estados
Unidos del mundo entero para mirar lo que “Nadie puede
estaba pasando ahí, y se acrecentó aquel acusar a alguien
poderoso avivamiento, multiplicándose en de haber cegado
congregaciones avivadas. Mas, un día, y echado tierra
cuenta Bartleman, pasó frente aquella vieja
casa #312, vio un letrero que habían coloca-
a los pozos
do afuera, donde ya le habían puesto un que Dios ha
nombre al movimiento. Él dice que sintió levantado,
que desde ahí comenzó la decadencia de ese porque es un
tremendo avivamiento, cuando le quisieron pecado histórico,
poner nombre a algo de Dios. Se levantaron
a darle nombre al pozo y también se adue- del cual
ñaron de él, pues empezaron los diferentes tenemos que
concilios a reclamarlo como suyo. Así, lo arrepentirnos
que inicialmente fue un movimiento del todos”
Espíritu en todas las iglesias, se convirtió en
una tremenda denominación, dividida en
un montón de pedazos llamados: “concilio”
“asamblea” “misión”, etc. En fin, todo el mundo reclamando la autoría, cuan-
do únicamente pertenece al Espíritu Santo de Dios.
De hecho, todos estos pedacitos se convirtieron en instituciones que -cuan-
do comenzaron- criticaban a los bautistas, a los metodistas y presbiterianos, pero
luego se convirtieron en uno de ellos, ¡iguales! Erigieron instituciones, levanta-
ron universidades, establecieron un sistema burocrático, emitieron credenciales,
etc., igual que los demás. Nadie puede acusar a alguien de haber cegado

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y echado tierra a los pozos que Dios ha levantado, porque es un


pecado histórico, del cual tenemos que arrepentirnos todos.
Hay gente que no se atreve a hablar de esto, tiene miedo. Mas, nosotros lo
hacemos, no por valientes, sino porque izamos la bandera del reino de Dios. El
Señor conoce el espíritu con el cual estamos diciendo estas cosas. No estamos
señalando, ni condenando a nadie, estamos identificando nuestros enemigos
para que no reinen entre nosotros, por eso hablo y escribo lo que escribo, muy
claro, porque la verdad nos hace libres. ¿Quieres saber lo más reciente, lo último
que el Espíritu me está mostrando? Observando el panorama de lo que Dios
está haciendo en las naciones, en unos lugares más que en otros (no sé si es por-
que la propaganda de algunos está por todas partes), noto que mientras Dios
está levantando pozos, ya hay quienes los están institucionalizando. Veo gente
que está haciendo redes apostólicas con constituciones, todo muy parecido a lo
que ha pasado con anterioridad. Incluso, esto va más rápido que los movimien-
tos anteriores, porque los luteranos duraron siglos y décadas para llegar al punto
de cerrar el pozo, pero estos no. El pozo del ministerio apostólico está brotando,
y ni siquiera el agua ha subido totalmente, cuando ya se están adueñando, y le
están poniendo nombres, y lo están institucionalizando, ¡lo mismo! Es increíble,
hermano, por eso tenemos que orar. Dios nos dio los siete espíritus y los siete
ojos para velar, tenemos que cuidar la restauración que Dios está haciendo hoy
en la iglesia. Es necesario que nos levantemos y digamos a la iglesia: ¡Cuidado,
no cometamos el mismo pecado; dejemos que brote el pozo!
Dios me mostró algo en el siguiente versículo: “Entonces dijo Abimelec
a Isaac: Apártate de nosotros, porque mucho más poderoso que nosotros te has
hecho” (Génesis 26:16), y él se fue (v. 17), y es que el institucionalismo tiene
dos formas: o le echa tierra al pozo y lo ciega; o se adueña y te echa. A Jesús
lo echaron (Lucas 4:29); a Pablo lo expulsaron (Hechos 21:30); Lutero se fue,
pero primero lo excomulgaron, a Wesley también. Así echaron a Isaac y él se
fue al Valle de Gerar. Y como todavía estaba en el territorio de ellos, se sentían
con derecho para echarlo y adueñarse de todo, porque era su tierra. Por eso
el Espíritu de Dios me dice que hay que salir del institucionalismo,
de las estructuras eclesiásticas, para que no tengan derecho ni
autoridad sobre nosotros ni de los pozos del Señor.
El Señor me dijo: «Nota la trayectoria de Isaac, cuando lo echaron, se
movió un poquito, pensando que ahí estaría bien, pero vinieron todavía allí a
molestarle y a reñirle, porque él estaba en su territorio». Ellos le dijeron en otras
palabras: «Todavía tú estás en el valle del institucionalismo, así que te debes a
nosotros. Por lo que, aunque no quieras, tienes que darnos cuenta. Aunque
eso lo hayas hecho tú, es nuestro». Personalmente, tuve esa experiencia, pues

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no pensaba salir de donde yo estaba, sino que decía: «Esta es la iglesia de


Dios», porque así me enseñaron. Y cuando Dios me dijo que había una sola
iglesia, en el mundo entero, de todos modos, me dije: «Sí, Señor, me quedo
aquí para abrirles los ojos a todos estos», pero ¡qué equivocado estaba!
En ese sentir de permanecer en aquel lugar estuve, hasta que ellos comenza-
ron a decirme: «Tú no vas a adorar así, porque nosotros no somos pentecostales»,
y me quisieron quitar la alabanza. También me dijeron: «Tú estás predicando
que es por gracia y por fe, nosotros somos un pueblo de ley», y con eso me abrie-
ron más los ojos, por lo que decidí irme. Después querían que yo me quedase, y
les dije: «Hermanos, yo no soy de aquí, ni soy de ustedes, pertenezco a Cristo y
soy deudor de Su gracia». Y ¿sabes por qué me querían retener? Porque Dios me
estaba bendiciendo y el pueblo recibía la Palabra, y muchos de los líderes que
asistían al discipulado se llenaron de temor, y me decían: «Quédate Radhamés,
mira que te vamos a hacer el evangelista de la organización; permanece con
nosotros y te vamos a dar una iglesia más grande; no te vayas, porque te vamos
a aumentar el presupuesto para tu programa de radio; si te quedas te vamos a
pagar tu doctorado en estudios teológicos». Sin dudas, ellos me querían retener
para adueñarse de la corriente de agua viva, que Dios había desenterrado en mí,
por eso dije: «Esta es una obra de Dios y yo no se la voy a entregar a los filisteos.
Me voy de aquí, y abriré el pozo en otro lugar».
Recuerdo que, a pesar de que Dios, seis meses antes, me había dicho que
tenía que salir de ahí, y se lo dije a unos compañeros y se rieron de mí, después
que todo pasó, ellos se dieron cuenta que todo lo que el Señor me había dicho
se había cumplido. Seis meses antes, cuando lo anuncié, con todas las eviden-
cias de que tenía que salir de aquel lugar, comenzaron a llegarme informes
que aun los niños de la iglesia estaban llorando por mi salida, y el presidente
de los pastores me dijo: «Radhamés, tu ida va a dejar un gran vacío en nuestro
ministerio». Y al llegar a mis oídos todos esos informes, de que había otras
congregaciones llorando por mi partida, mi corazón de pastor se llenó de
un inmenso dolor, y tuve una necesidad, un deseo, un no sé si regresar, y de
momento me tiré de rodillas llorando, y dije: «¡Señor, Dios de Israel! Háblame
hoy, háblame hoy, por favor déjame oír tu voz». Entonces, el Señor me dijo:
«Te voy a hablar por un método que tu criticas mucho», y le dije: « ¿Cuál es?
Háblame como tú quieras».
Tengo que confesarte que el método que yo rechazaba era ese que usa
mucha gente que abren la Biblia al azar, y ponen el dedo sobre algún versículo
y dicen: «Aquí me habló Jehová», porque yo decía que eran cristianos superfi-
ciales. Mas, Dios me dijo: «Por ese método que tú aborreces, te hablaré. Abre la
Biblia». Entonces, tomé la Biblia en mis manos, y con los ojos cerrados la abrí, y

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coloqué mi dedo y cuando miré, estaba señalando el verso 9 del capítulo 18 del
libro de los Hechos, donde el Señor le dice a Pablo: “No temas, sino habla, y no
calles; porque yo estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal,
porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad” (Hechos 18:9). Entonces, entendí
aquello que, meses antes, Dios me había dicho en una profunda comunión:
«Radhamés, yo te voy a mostrar mi pueblo en esta ciudad; yo te voy a llevar
a todas mis ovejas», y yo decía siempre a los hermanos, predicando: «I have a
dream (yo tengo un sueño)», recordándome de la frase que hizo famosa Martin
Luther King Jr. Sí, yo tenía un sueño que Dios había puesto en mi corazón y
era ver una iglesia enamorada de Cristo, una iglesia donde Cristo es el Rey, una
iglesia que no se guía por estructuras, sino por el Espíritu Santo. Ahora mis ojos
ven a ese pueblo en esta ciudad y en las naciones, y glorifico a mi Señor.
Creo que la iglesia de Cristo la constituye todos los nacidos de Dios, por
la obra del Espíritu Santo. El nombre del movimiento donde fueron evangeli-
zados y el lugar donde perseveran no importa. De hecho, estoy mirando una
generación que brota, estoy observando un pozo que se levanta, que busca la
gloria del Rey, en un organismo viviente, no en una organización. Mas, es
necesario que entendamos que mientras Isaac estuvo en tierra de los filisteos,
ellos se sintieron con derecho sobre él. Por eso, dice Dios: «Sal de Babilonia,
oh cautiva hija de Sion, sal de ahí, ¡sal!» Hay un llamado del Señor de salir
de esos espíritus, de esas cárceles, hay que salir para que no tengan derecho
en nuestras vidas. A veces se adueñan hasta del derecho de autor de los que
escriben libros inspirados por el Señor, se adueñan de todo.
Nota lo que dicen las Escrituras: “Y volvió a abrir Isaac los pozos de agua que
habían abierto en los días de Abraham su padre, y que los filisteos habían cegado
después de la muerte de Abraham; y los llamó por los nombres que su padre los había
llamado” (Génesis 26:18). Generalmente, después que muere el instrumento que
Dios levanta, ahí es que le echan la tierra con ganas, porque mientras está vivo
el hombre que tiene la guía del Espíritu hay cierto freno, pues él no permitiría
todas esas cosas, pero ya muerto, le arrebatan el nombre y le quitan el apellido
de Dios, para ponerle el de ellos. Ya no se llaman iglesia de Cristo, sino concilio
tal, iglesia tal, ya sea bautista, pentecostal, presbiteriana, y así sucesivamente. Y
dice Dios: «Iglesia, los llamados de mi nombre no llevan el nombre de Juan el
bautista, ni de ninguna doctrina, sino que llevan el nombre de Cristo, del que
los redimió». Ellos se ponen el nombre de la denominación, y se llaman movi-
miento Luterano, movimiento reformado, pero la iglesia no, ella se apellidará
con el nombre del Señor. Los engendrados de mi nombre, yo los salvé, yo los
hice, y los creé, para que lleven mi nombre a las naciones, no el de ellos».

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a su sober anía

Ya dije que el Señor nos envió a desenterrar, por fe, los pozos en las nacio-
nes, pero el que los levanta es Dios. A través de un ministro de la ciudad
que nos predicó un mensaje sobre la epístola a los Hebreos 12:23, acerca de
los espíritus de los justos hechos perfectos, confirmamos lo que el Señor nos
había dicho antes: «Voy a resucitar el espíritu de la reforma en este tiempo,
pero lo voy a hacer con mi nombre, no con el nombre de nadie. Voy a levan-
tar el movimiento de Jonathan Edwards, el espíritu de Wesley, pero no con
el nombre de una denominación, sino con mi nombre». Nosotros fuimos a
la llanura piamontesa, a orar en aquel valle donde se escondían Pedro Valdo
y sus seguidores, los que posteriormente fueron conocidos como “valdenses”,
por el nombre de su líder. Valdo entregó todas sus riquezas a los pobres, para
seguir radicalmente los preceptos de Cristo.
Estos hombres pelearon contra un imperio, porque les fue negado pre-
dicar el evangelio, por ser, supuestamente, una prerrogativa de los sacerdo-
tes, únicamente, y los excomulgaron y fueron perseguidos despiadadamente.
No obstante, ellos constituyeron iglesias en aquel valle, donde también se
escondían, y decían a sus hijos «Ustedes serán misioneros de Dios o no serán
nada». Perdieron sus propiedades, sus derechos, vivieron como errantes en las
montañas, en los valles y cuando los encontraban eran quemados, ahorcados,
torturados, y ni siquiera así renunciaron a la fe gloriosa de Jesús. El sistema los
destruyó casi a todos, y hoy son historia. Se dice que solo el papa Inocencio
III mató cientos de miles de valdenses, en tiempo de la inquisición. Mas, la
sangre de los mártires era semilla, y cuando mataban uno, por el testimonio
de ese se levantaban cien y hasta mil más. Así Dios va resucitar los pozos, pero
con el nombre de Cristo, no con el nombre de alguien más, pues nadie tiene
derecho a apropiarse de lo que es de Dios.
Meditando en el incidente de los pastores de Gerar contra los pastores
de Isaac, cuando les dijeron: “El agua es nuestra” (Génesis 26:20), vino a mi
mente lo que pasó, en la ciudad de Nueva York, cuando Dios le dio a la iglesia
hispana un avivamiento, y le dijo: «Tú irás a las naciones». Este movimiento
del Espíritu, Dios lo realizó a través de un conocido ministerio radial, al
cual también le dijo: «Tú vas a ser voz mía en las naciones». El Señor levantó
a sus ungidos, y la iglesia de la ciudad estaba siendo muy bendecida y ya se
estaba extendiendo el fuego a las naciones, cuando el espíritu de los pastores
de “Gerar” se suscitó en el ministerio, y no escucharon a Dios, sino que se
alzaron en contra de sus ungidos, especialmente contra uno de ellos. A ese lo
despojaron y le dijeron: «La unción es nuestra; todo lo que tú has hecho aquí
es de nosotros». Así lo bloquearon y neutralizaron en la ciudad, lo despojaron
y expulsaron, y se adueñaron del pozo. Entonces, comenzaron a dar decretos:

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a su sober anía

El espíritu de los filisteos se adueña de lo que no es suyo, de la gloria, de


los recursos de estos movimientos, y enriqueciéndose se hacen de un gran
nombre, y lo que fue para gloria de Dios, ahora es para gloria del hombre.
Secan el pozo, como seco es el monte de Gilboa. Cuando Isaac se apartó de
allí y salió del territorio de los filisteos, al abrir un pozo en aquel lugar le lla-
mó Rehoboth, que significa “lugar amplio, calles espaciosas” (Génesis 26:22).
Y Dios me hizo ver y me dijo: «Cada vez que un siervo de Dios sale de la tierra
del institucionalismo y ellos no tienen más el dominio sobre él, el próximo
pozo es lugar espacioso». Y así le dije a ese ungido: «No temas porque vas a
llegar a tierra espaciosa donde te vas a mover para el norte, para el sur, para el
este y al oeste y nadie te detendrá, porque ahora es territorio de Jehová y no
de los hombres».
Los pastores que conocen mi trayectoria, pueden confirmar este testimo-
nio. Antes, yo tenía un programa de radio y pastoreaba dos iglesias pequeñas,
y aunque cuando convocaba a la gente recibía un gran respaldo, eso no se
puede comparar con el lugar espacioso que Dios me ha dado ahora. El Señor
me ha llevado a predicarle a toda la ciudad y a toda la iglesia en las naciones,
teniendo un pueblo hermosísimo, fiel al Señor y a la visión que nos ha dado
en el Cuerpo. Una vez, cuando por un tiempo salí del ministerio radial, vino
a mí la esposa de uno de los pastores de la ciudad, llorando, al final de un ser-
vicio de adoración, y me dijo: «Yo no sé la causa por la cual usted se ha salido
de la radio, pero yo le voy a decir una cosa, esa congregación que va camino
a su casa, no son las únicas ovejas suyas, usted tiene un rebaño en esta ciu-
dad. Yo, desde la primera vez que lo escuché, me dije: “ese es mi pastor”». Las
palabras de esa sierva vinieron del Señor, y ahora estoy en lugares espaciosos.
Dios me ha dejado conocer iglesias de las naciones, compartir con hermanos
que también salieron de tierra de los filisteos y estamos aquí, disfrutando de la
anchura, sin límite, sin bloqueo, en la libertad del Espíritu en Cristo Jesús.
En ese lugar de esta ciudad, sufrí que el Espíritu del Señor dijera: «Hagan
esto», y que los de la institución dijeran: «No, nosotros somos la junta directiva,
y consideramos que eso no se hará», y como hay que someterse al que está en
autoridad, bajábamos la cabeza, y en humildad respetábamos sus decisiones,
pues eran el gobierno. Pero después que salí de su territorio, para estar en el
territorio de Dios, en lugares espaciosos donde me gobierna el Rey de Reyes, nos
dejamos guiar por un “así dijo Jehová”. Ahí le hemos dado libertad al Espíritu y
Él ha hecho como ha querido, mostrando que él es Rey, Señor y dueño de todo.
Por eso Dios dice a su iglesia: «Sal de Babilonia, cautiva hija de Sion». La iglesia
tiene que salir de tierra de los filisteos, de otra manera no va a llegar a lugar
espacioso, y será atada y amordazada.

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Un día me dijo Dios: «Hijo, yo quiero que ustedes mis siervos dejen el
bozal», y yo dije: «Dios mío, ¿cuál es el bozal?». En el momento no entendí ese
lenguaje tan extraño, de bozal, pues en el uso apropiado de la palabra, se define
como “bozal” a una pieza o aparato que se coloca en la boca de los animales
para impedir que muerdan, mamen o pasten en los sembrados. Mas, el Señor
me dijo: «El bozal es la ética ministerial, la cual se usa para dar muestra de
educación y de prudencia (por ejemplo: “no digo eso porque se ofenden”, “no
menciono aquello porque no me vuelven a invitar”), pero no es otra cosa que
hipocresía educada, para callar la boca a mis profetas». Tremenda compara-
ción. El apóstol Pablo decía: “Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de
Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues
si todavía agradara a los hombres, no sería sier-
“El bozal es la vo de Cristo” (Gálatas 1:10). En la restaura-
ción, Dios nos ha dado lengua de sabios para
ética ministerial, hablar al pueblo; nuestro mensaje no es de
la cual se usa condenación, ni de confrontar las cosas en la
para dar muestra cara a nadie para avergonzarle, sino para
de educación y de restaurarle.
El Señor nos dio el ministerio de la con-
prudencia, pero
solación, donde el mensaje se da con amor,
no es otra cosa anunciándole a la iglesia las cosas nuevas,
que hipocresía el nuevo orden de Dios. Tenemos que decir
educada, para que hay que salir a reedificar, pues en Sion
callar la boca a va a haber un templo y un Rey. Por eso
nuestras palabras le traen algo mejor, y es
los profetas” como bálsamo que le muestran los campos
floridos que Dios ha prometido: “Se alegra-
rán el desierto y la soledad; el yermo se gozará
y florecerá como la rosa. Florecerá profusamente, y también se alegrará y cantará
con júbilo; la gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de
Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro” (Isaías
35:1-2). En el mensaje de restauración no hay condenación. Sí se exhorta, sí
se amonesta, pero también se edifica, y también se consuela. Los siervos de
Dios no estamos en contra de nadie, sino a favor del Señor.
Se cuenta que en el tiempo de la guerra civil, en Estados Unidos, una vie-
jita como de ochenta y cinco años estaba a favor de los estados del norte, y de
momento salió de su casa, en medio de la balacera, con la bandera del ejército
de la unión, hacia el campo de batalla. Un soldado que ve a la ancianita que
con esfuerzo trataba de hondear la bandera de la unión, lo más alta posible,

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el llamamiento es conforme 497
a su sober anía

se le tira encima, y le dice: « ¡Abuelita!, pero… pero ¿cómo es posible? ¿Acaso


usted ha perdido la cabeza? ¿Qué hace usted en este lugar arriesgando su vida?
¿Qué logra con levantar la bandera? ¿Cuál es su propósito?», y ella con una
gran convicción le contesta: «Yo no tengo arma, ni tampoco sé disparar, pero
quiero que todo el mundo sepa de parte de quién estoy». Intrépida la viejita,
pero así tenemos nosotros que levantar la bandera del reino de Dios y decir:
«Yo no tengo armas ni tampoco sé disparar, pero estoy aquí para que todos
sepan de cuál lado estoy, de parte del Rey Jesús».
Esforcémonos en Dios, porque al enemigo, como a aquel gigante, hay que
clavarle la piedra en la frente y luego cortarle la cabeza, con su misma espada
(1 Samuel 17:49,51), porque es la única manera de libertar al pueblo de Dios
y que huyan los “filisteos”. Para que eso ocurra no podemos dar constante-
mente mensajitos de avivamiento, y « ¡aleluya, Dios nos va a dar una iglesia
grande!», « ¡llenaremos el estadio!», etc. Eso no resuelve el problema, porque
cuando llenamos el estadio, vienen los “filisteos” y dicen: «Usted pertenece a
nuestra organización, así que todo esto es nuestro», y se adueñan de todo lo
que Dios hace; ya tenemos siglos en lo mismo. Mas, ahora Dios le va a decir
a la iglesia: «Tú verás como todo funcionará
sin eso, quítate las armaduras de los hom-
bres y toma la piedrita del reino, vístete con “Los siervos de
la armadura de Dios, y verás que vencerás».
Dios no estamos
Hemos dependido tanto del hombre
que ya no sabemos funcionar con Dios. Ya en contra de
no sabemos ni predicar, porque ensayamos nadie, sino a
tanto los sermones y lo que vamos a hacer favor del Señor”
y a decir, de manera que todo está estric-
tamente calculado, por eso tropezamos con
todo lo que encontramos. Así no podremos
llegar a los lugares espaciosos, y te lo digo con todo mi corazón, rogando a
Dios que recibas el espíritu de estas palabras. Las lágrimas que han salido de
mis ojos, solamente Dios las conoce, y las frustraciones que viví como minis-
tro, cuando veía que todos los esfuerzos eran en vano, espero que ahora sirvan
para poder transmitirte este mensaje.
Este sentir no es nuevo, pues donde yo estaba, observé que cada cua-
tro años cambiaban a los pastores, y yo me preguntaba el porqué. Enton-
ces, fuimos a preguntar a la organización y me contestaron: «Lo que pasa es
que cuando un pastor dura más de cuatro años en un lugar, los hermanos le
toman mucho cariño, y después, las iglesias no quieren que les cambien a los
pastores», y el Espíritu me dijo: «Aquí hay una estrategia, una manipulación».

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498 la honr a del ministerio

No obstante, puedo decir que fui el único pastor que duró siete años en una
iglesia, en vez de cuatro, porque los hermanos comenzaron a decirles: «Den-
nos al pastor», y ellos comenzaron a temer, y me dejaron por un tiempo.
Recuerdo que, viendo esta problemática, le dije a un compañero: «Es duro,
estar siete años aquí, agonizando, para entrar a esta iglesia en el propósito de
Dios y después venga un “extraño”, enviado por la organización (desconocedor
de lo que Dios está haciendo en medio nuestro), y comienza a contradecir todo
lo que hice, metiendo a la iglesia otra vez en “religión”». Ellos con un solo ser-
món acababan con toda la obra de siete años, porque son especialistas en matar
todo lo que Dios hace en el Espíritu, y por eso yo gemía. El compañero me
decía: «Pero, ¿cuál es tu problema? ¿Tú le
estás sirviendo a Dios? Haz tu trabajo y olví-
date», pero le dije: «No, yo no soy un agricul-
“Es bueno que tor que siembra, para que venga después un
entiendas que rodillo a remover la semilla, ¡NO! Yo siem-
nadie va a llegar bro para ver fruto; yo quiero ver a Jehová en
a los lugares la tierra de los vivientes; quiero terminar la
obra, correr para alcanzarlo, no correr por
espaciosos,
correr». El salmista inspirado dijo: “Irá
mientras esté andando y llorando el que lleva la preciosa
cavando pozos en semilla; Mas volverá a venir con regocijo, tra-
tierra filistea” yendo sus gavillas” (Salmos 126:6). Por lo
cual, te digo que echemos fuera ese espíritu
de conformismo, esa mentalidad de «no
importa que luego destruyan, yo cumplí con
Dios». Es posible que muchos lectores consideren esto como algo inverosímil,
pues nunca han vivido situaciones similares. Esos deben darle gracias a Dios
que son “vírgenes”, pero esos pastores que salieron de todos esos movimientos
saben de lo que estoy hablando, porque ellos vivieron la experiencia.
De ninguna manera quisiera instigarte con un espíritu hostil hacia alguien,
pues no estamos en contra de nuestros hermanos ¡jamás!, porque nosotros tam-
bién estuvimos esclavos e ignorábamos. El mensaje es ir con el Espíritu de Cris-
to y con lengua de restauración a decir a nuestros hermanos: «Jehová quiere
reedificar a Sion, ya el tiempo de Babilonia terminó, ¿por qué no vamos juntos
a edificar los muros y a quitar los escombros, y a quitar la vergüenza de nuestro
pueblo y a cumplir el propósito de Dios en Sion?». Y estoy seguro que de esta
forma no habrá que empujar a nadie. Cuando el rey Asuero hizo banquete a
todos sus príncipes, cortesanos y gobernadores de provincias, para mostrar las
riquezas de la gloria de su reino y la magnificencia de su poder, él brindó vino

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a su sober anía

real, pero con ello dio una ley: Que nadie fuese obligado a beber; sino que se
hiciese según la voluntad de cada uno (Ester 1: 1:3, 4, 8). Tampoco Dios obliga
a nadie a beber del vino nuevo, sino que se lo da a aquel que lo desee. “Si algu-
no tiene sed, venga a mí y beba”, dijo Jesús (Juan 7:37). El Señor dice que va a
levantar un pueblo que se someterá a Él voluntariamente en el día de Su poder
(Salmos 110:3), no un pueblo obligado, manipulado o arrastrado por eslóganes
políticos. Ese pueblo será uno que conoce el corazón de Dios; que cuando Dios
le diga: «Vengan, vamos a edificar a Sion, salgamos de tierra de cautividad»,
ese pueblo va a entender y como nosotros y millares de iglesias cristianas en las
naciones, saldrán detrás de su Señor.
Es bueno que entiendas que nadie va a llegar a los lugares espaciosos,
mientras esté cavando pozos en tierra filistea. Recuerdo, en mi caso, los inten-
tos que se hicieron para neutralizarme, pero
llegó un momento que ya no pudieron hacer
nada, pues ya yo estaba fuera de su dominio, “La iglesia no
y bajo la jurisdicción del Señor. Ahora ya
podía hacer la voluntad de Dios libremente, podrá llegar
y lo que Él había puesto en mi corazón, sin a donde Dios
temor alguno. Por eso siento mucha compa- quiere, mientras
sión al viajar a las iglesias en las naciones, esté atada a un
cuando veo a siervos de Dios, pastores, gente
sistema humano”
linda de Dios, llorando y diciendo: « ¿Qué
hago? Dios me ha hablado así, yo hago el
esfuerzo, trato, pero no me puedo rebelar
¿Qué me aconseja?». Y es verdad, no se pueden rebelar, porque en el reino hay
que someterse a toda autoridad superior, dice la palabra de Dios (Romanos
13:1), pero eso hasta que Dios te diga: «Sal». Cuando llegue a ti la voz de Dios
que te manda a salir, deja todo y huye de ahí, sin mirar atrás. Cuando yo salí,
algunos me dijeron: «Tú puedes ser uno que desde la radio golpee ese movi-
miento», pero dije no, a mí Dios no me llamó a atacar a nadie, yo soy pastor.
Dios me llamó a apacentar ovejas. Ellos son parte de la iglesia y Dios sabe como
tratará con ellos.
Nuestro llamado es a restaurar, no a señalar ni atacar a nadie. Espero que
tú interpretes el espíritu de lo que te estoy compartiendo, el cual es un espíritu
que todos conocemos, porque todos hemos participado del mismo. Mas, hay
una verdad de la cual estoy convencido, porque el Espíritu me lo ha hablado
repetidamente: «La iglesia no podrá llegar a donde Dios quiere, mientras
esté atada a un sistema humano», no importa lo que digan. Hay personas
que saben arreglar las cosas, y dicen: «Dios lo hace», sí, Dios lo hace, pero

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500 la honr a del ministerio

también dijo: «Prepárame el camino para que pase mi gloria», y ya sabes lo


que es preparar el camino: es quitar la gloria del hombre para que pase Dios
(Isaías 40:3-5), y tenemos que hacerlo como Cristo lo hizo, muriendo a la
carne, para ser vivificados en el Espíritu.
En la iglesia primitiva, Pablo no salió a desacreditar el judaísmo, todo lo
contrario, él decía: “Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da
testimonio en el Espíritu Santo, que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi
corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis
hermanos, los que son mis parientes según la carne” (Romanos 9:1-3). Pablo tenía
confianza en la gracia, por eso también decía: “Así que, teniendo tal esperanza,
usamos de mucha franqueza; y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro,
para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser
abolido. Pero el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuan-
do leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo
es quitado” (2 Corintios 3:12-14). El apóstol Pablo sabía, por la revelación del
Espíritu, que el día llegará en que la nación de Israel será restaurada, y el Dios
del cielo les quitará el velo a los hebreos. Por tanto, no digas que ellos no tienen
nada, no los desprecies, son pueblo de Dios, y por causa de su endurecimiento,
nosotros fuimos insertados en el olivo de Dios. Un día, ellos van a tener que ver
al que crucificaron y van a tener que ir al Egipto de las naciones a ver al José
que entregaron, como un malhechor, a los romanos. En ese momento, Él les va
a decir: «Yo soy Jesús, vuestro hermano que ustedes entregaron a los romanos,
pero salvé a las naciones y ahora vengo a darles pan a ustedes». Ellos lo verán,
y Él les va enseñar las cicatrices que le hicieron en casa de sus amigos (Zacarías
13:6). Y eso lo dice Jehová, por la Palabra y por el testimonio, no yo. El tiempo
ya llegó, pero Dios va a despertar el espíritu de los profetas, como Daniel se des-
pertó cuando se cumplieron los setenta años, y va a despertar el espíritu de Ciro,
y va despertar el espíritu de todos aquellos que quieren salir y van a salir.
Mas, Dios no hará nada en su iglesia mientras ésta persista en permanecer
en el terreno con los filisteos. El Señor me repitió varias veces una palabra,
momento antes en que me disponía a expresar este mensaje, y era: «No hereda-
rá la esclava con la libre». En la actualidad, hay mucha diplomacia y se hacen
muchos arreglos, pero la historia de la iglesia y la Biblia dicen otra cosa, por lo
que yo me voy a guiar por la Palabra y por el testimonio de veinte siglos ocu-
rriendo lo mismo. Oremos por el mover de Dios, continuemos orando por lo
que estuvo pasando en algunos lugares donde brotaron pozos, obras lindas en
peligro de convertirse en lo mismo, pues ya están preparando los títulos de pro-
piedad. Jesús dijo a los fariseos: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá
si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17). El que

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a su sober anía

quiere hacer la voluntad de Dios no se ofende con la verdad, muy al contrario,


dice: «Dime, porque quiero corregirme, yo deseo andar en el camino de Dios».
Es interesante que iglesias de cuarenta y cincuenta miembros, ahora ten-
gan más de diez mil y realizan cultos multitudinarios. Ellos están imitando a
esos movimientos de crecimiento, haciendo células en los hogares, y tratando
de hacer crecer aún más la iglesia, con métodos humanos, a pesar que antes
vieron la gloria de Dios manifestarse en ellos, siendo pocos. Ellos fueron tes-
tigos de cómo Dios de la nada, levantó miles y miles de vidas renovadas que
vienen a adorar a Dios junto a ellos, y sin embargo quieren más, cayendo en
el mismo error que hemos estudiado. Hay que orar por esos siervos de Dios,
para que abran los ojos y se den cuentan que si Dios ha hecho la obra con
pocos y sin nosotros, ¿por qué tenemos que ayudarle? ¿Por qué tenemos que
introducir el espíritu del institucionalismo, y métodos humanos? Un método
puede producir muchos prosélitos, pero nunca podrá convertir un alma de las
tinieblas a la luz. Esto es obra solo del Espíritu Santo.
Iglesia, paguemos el precio en oración constante por nuestros hermanos,
y defendamos como siervos de Dios lo que Él nos ha dado. Oremos por esos
siervos, oremos por esos movimientos, oremos, no nos cansemos de orar, para
que no pase lo mismo que ha pasado siempre, que el diablo le echa tierra a
lo que Dios ha hecho. Vayamos a esos pozos de Dios y clamemos al Señor
para que impida que los hombres dañen su obra. Celemos lo que Dios está
haciendo en ese lugar, para que el hombre no le ponga la mano y lo entierre.
Oremos para que Dios abra los ojos a la iglesia, porque de otra manera no
nos van a escuchar, todo lo contrario, se harán enemigos nuestros, pero no
importa, continuemos orando.
Ya pronto viene un tiempo donde Dios no va a transigir, ni va a negociar,
y eso yo lo quiero ver, porque te aseguro en Dios, que Jehová te está hablando.
Yo no quiero impresionarte, pero tengo una convicción en mi espíritu de que
Jehová se levantará como león en el campo de batalla, sacudirá su melena y dirá
al Hijo: «Mi gloria no me la quita nadie, descendamos y confundamos las len-
guas humanas». Eso terminará con las obras del hombre, y volverá a la iglesia a
su orden original. Esa es la señal, la iglesia regresará al diseño de Dios.
Nota que Isaac, cuando se alejó de los filisteos, subió a Beerseba (Génesis
26:23). Los que conocen un poquito de la geografía bíblica saben que Beerseba
estaba en el extremo sur de Canaán, y cuando ellos llegaron al límite sur de la
tierra prometida, ocurrió lo siguiente: “Y se le apareció Jehová aquella noche, y le
dijo: Yo soy el Dios de Abraham tu padre; no temas, porque yo estoy contigo, y yo
bendeciré, y multiplicaré tu descendencia por amor de Abraham mi siervo” (Géne-
sis 26:24). Jehová se le apareció cuando se acercaron a su “propósito”, ya lejos de

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los enemigos, lejos de todas esas cosas. Y aquel es el pozo del juramento, el pozo
del pacto, por eso reposó el hombre y le pudo hacer un altar a Jehová sin ningún
contratiempo, y adorarle con toda libertad. Es importante entender que Beerse-
ba no era tierra de los filisteos, sino que era parte de la tierra que Dios prometió
a Abraham. Mientras Isaac estaba en territorio de los filisteos (institucionalismo)
aunque los pozos fueron cavados por Abraham y les pertenecían, los filisteos los
reclamaban como suyos, porque estaban en su tierra.
Cuando Israel estaba en Egipto tuvo que servir a Faraón, aunque no que-
ría; cuando estuvo en Babilonia tuvo que servir a los reyes de allí, a pesar que
no lo deseaba. Solamente cuando estamos en el reino de Dios podemos servir
a Dios voluntariamente, con gozo y alegría. Por eso el Señor, después de los
lugares espaciosos, quiere llevarte a Beerseba, al pozo del juramento y darte
casa firme, pues fue allí donde Dios le juró y ratificó el pacto a Isaac, y él
pudo hacerle altar a Jehová, y establecerse en aquel lugar.
¿Sabes qué ocurrió luego? el rey de los filisteos vino a ver a Isaac, porque
se dio cuenta que desde que salió el hombre de la bendición se secó todo. Hay
lugares que han sido bendecidos porque los ungidos están ahí, pero apenas
ellos se han ido, se seca todo aquello. Lo anuncié proféticamente con relación
al mencionado ministerio radial, en Nueva York, y así aconteció. Donde lo
que era gloria se convirtió en vergüenza, y lo que era herramienta para equipar
se convirtió en escándalo, porque no oyeron a Dios. Las instituciones se van a
quedar vacías. Ya no es un secreto que ciertas iglesias están reclutando minis-
tros, porque no tienen, y sus templos están siendo rentados a los movimientos
del Espíritu. Sus edificios son monumentos majestuosos, pero cuando entras,
están vacíos. Eso es triste y no me gusta decirlo, pero es la manera de que
veamos y abramos nuestros ojos y entendamos.
Cuando el Señor nos estableció en nuestro edificio donde hoy adora-
mos, recuerdo que vino a verme un líder de una iglesia en particular (me
reservo el nombre de la denominación, porque mi propósito es edificar, no
señalar), y me prometió tremendo sueldo, y me invitó a pasar unos meses
por el seminario de ellos, para enseñarme algunas cositas que a sus ojos yo
necesitaba saber, para ser un empleado de su iglesia. Yo le dije: «Mi hermano,
perdóname, gracias porque he encontrado gracia delante de tus ojos, pero
yo no vuelvo a ser parte de otro sistema». En ese mismo tiempo, recuerdo
que también me echaron de un lugar y después me llamaron pidiendo dis-
culpa, así harán también con todos los que decidan vivir el reino. Los van a
llamar y les van a decir: «Ahora entendemos que ustedes son como ángeles
de Dios entre nosotros».

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el llamamiento es conforme 503
a su sober anía

David estaba en tierra de los filisteos cuando lo llamaron, para que


reinase en Hebrón y después en todo Israel. Te van a llamar, dice Jehová, y
esos que creían que éramos sus enemigos se van a dar cuenta que por cau-
sa nuestra fueron bendecidos, porque la unción de Jehová y su bendición
son las que enriquecen. Por tanto, la hora viene y la hora llegará en que las
instituciones se quedarán con muchos escritorios, muchísimas camas de
hospitales, bastantes médicos y una gran cantidad de monumentos y estruc-
turas, pero estarán vacías, entonces ellos dirán: «¡Ay, perdónanos Señor!» y
en aquel momento sus ojos les serán abiertos. Luego, ellos van a buscar a los
movimientos del Espíritu que ellos criticaban y menospreciaban, y les dirán:
«Hermanos, perdónennos, ahora entendemos a Dios, y los comprendemos
a ustedes». ¡Vive Jehová que nos van a buscar, y van a reconocer que los
pozos son de Dios y van a admitir que la tierra no es suya ni nuestra, sino
de Cristo el Señor!
Nota lo que le dijo Abimelec a Isaac, cuando vino a él desde Gerar, con
Ahuzat, amigo suyo, y Ficol, capitán de su ejército: “Hemos visto que Jehová
está contigo; y dijimos: Haya ahora juramento entre nosotros, entre tú y nosotros,
y haremos pacto contigo, que no nos hagas mal, como nosotros no te hemos tocado,
y como solamente te hemos hecho bien, y te enviamos en paz; tú eres ahora bendito
de Jehová” (Génesis 26:28-29). De la misma manera, nos dirán: «Hagamos
pacto, cuando ustedes estaban entre nosotros había ofrendas, había personas,
había avivamiento, cultos gloriosos, ahora no hay nada. Ahora tenemos que
vender anuncios e inventarnos distintas actividades, para facturar y poder
pagar». Esto sucederá porque fue profetizado, y vive Jehová y vive mi alma,
que si hay arrepentimiento genuino, vamos para allá, pues llamarán a los
ungidos para decirles: «Vengan» y esa será la manera de rescatar a los Abime-
lec que hay en la iglesia. Ellos no verán el propósito ni los pozos hasta que
no salgamos de entre ellos y vean que Jehová hace distinción entre Egipto y
Gosén (Éxodo 9:26), entre un campamento y otro.
Muy pronto se sabrá de parte de quién ha estado Dios; a favor de una
generación de siervos y siervas que aman su corazón y quieren agradarle; de
esos que no están en contra de nadie, pero disciernen los espíritus y detectan
a los enemigos, y huyen de sus terrenos, porque quieren servirle al Dios vivo y
verdadero. Esta es palabra profética de Dios, nuestros ojos lo han visto y lo vere-
mos. La hora viene y ya está cerca, donde la tierra de los filisteos se va a quedar
vacía. “Babilonia” quedará desierta, “Persia” estará desolada, “Roma” quedará
deshabitada; y las iglesias del Espíritu estarán llenas y avivadas. Mas, ellos van
a llorar y tratarán de pelear y reclamando dirán: «¿Qué está pasando que la

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gente se está yendo de aquí?», y ni siquiera así van a entender, pero nosotros sí
sabremos por qué las personas están saliendo de esos lugares. La gente buscará
los pozos que Dios está abriendo; pozos que sacian la sed; pozos que dan el agua
gratuitamente;­ pozos que no dan agua salada y dulce a la vez; pozos de agua
pura; pozos que están conectados a la fuente del agua de la vida.
Hay pozos que son hondos como el de Jacob. La mujer samaritana dijo
a Jesús: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues,
tienes el agua viva?” (Juan 4:11). Así hay pozos tan hondos que algunos dicen:
«Ni el Señor puede sacar agua de ahí, está muy hondo», pero Dios no sola-
mente saca agua de ese pozo, sino que hace que sus aguas salten para vida
eterna. Déjame decirte que Dios va a levantar el pozo de la reforma, y va a
hacer brotar el pozo de los valdenses, el pozo de Wesley, el pozo de Jonathan
Edwards, de Finney, el pozo Pentecostal, etc., porque son pozos de Dios. Pero
ahora éstos van a tener el nombre de Dios, porque van a pertenecer al Señor y
serán administrados por los siervos de Su reino, para que hagan buen uso de
ellos y cumplan el propósito para el cual Él los abrió.
Cree a la palabra de Dios, mi hermano, mi hermana, y recíbela en el
espíritu con el cual Dios te la está diciendo. Perdóname, si al exponerte este
mensaje profético tuve que mencionar nombres, pero me he dado cuenta que
con simulacros y una actitud imprecisa no vamos a llegar a ninguna parte.
Tengo testimonio en mi espíritu que hablando con ambigüedad no vamos
a abrir los ojos a la gente. Dios me ha dicho que hay que hablar claro para
que el pueblo vea los errores, identifique los espíritus que los han esclavizado,
y puedan ser libertados. Todos hemos cometido el mismo pecado, y lo que
tenemos que hacer es arrepentirnos. Es mi deseo que oremos por la iglesia de
Cristo, y pidamos perdón, como ya hay iglesias llorando en muchos lugares.
Israel va llorar también, cuando vea la cruz, pero de arrepentimiento, no de
juicio, pues solamente Cristo quita el velo (2 Corintios 3:14-18).
No engañen a los judíos diciéndoles que son bendecidos, y que no impor-
ta lo que hagan, Dios está con ellos, pues no es verdad. En una ocasión que
visité a Israel, estuve frente al Presidente de Israel y le di un mensaje de parte
de Dios. Le dije: «Dios quiere que ustedes administren a Israel en el temor
de Jehová, como reinó David, Josías y Ezequías. Siempre que Israel ha estado
bien con Dios le ha ido bien. La fuerza de Israel no es su ejército, sino Dios».
Yo no lo engañé, le dije la verdad, porque Israel confía mucho en su ejército,
y en su linaje en la carne (porque son hijos de Abraham), y creen que por eso
Dios tiene que bendecirlos, mas como dijo Juan el bautista, Dios puede levan-
tar hijos a Abraham aun de las piedras (Mateo 3:9). Lo único que quiere Dios

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el llamamiento es conforme 505
a su sober anía

es ver fruto digno de arrepentimiento. Hablemos como hablaron los profetas


antiguos, ellos no ocultaban la verdad al pueblo, ni los engañaban.
Jesús tampoco engañó a Israel, sino que le dijo toda la verdad. Así también
nosotros dejemos la diplomacia, la hipocresía educada y hablemos la verdad,
como lo hizo el Maestro. No tenemos que hablar en el contexto antiguo-testa-
mentario, porque tenemos el Nuevo Pacto, el lenguaje del Espíritu y las prome-
sas, pero digámosle al pueblo quiénes son nuestros enemigos, y de dónde es que
hay que salir. Hablémosles claro, no les hablemos en una manera como que se
lo decimos y no se lo decimos. Si hay cosas qué corregir, hablémoslas franca-
mente; digamos lo que hay que decir, sea lo que sea y a quién sea. Hablemos sin
temor a que se ofendan, pues si nuestra motivación es en amor, corrigiendo lo
deficiente, hablaremos con verdad, y no con redondeo, y al final no se le está
diciendo nada, y todo se quedará igual.
¿Sabes por qué hacemos eso? Porque tene-
mos el problema de querer ser aceptados y “El mal en la iglesia
aprobados, pero ya hemos sido aceptados no ha estado en
por Cristo y aprobados por Dios, y eso es
la organización
más que suficiente.
Aclaro que este mensaje no está en en sí misma,
contra de una denominación o concilio sino en nuestra
en particular, sino en contra del institu- incapacidad
cionalismo en la iglesia cristiana, el cual para evitar que
se apodera del patrimonio de la visión y
el propósito de Dios, para luego admi-
el organismo se
nistrar los dones, con el fin de sostener convierta en
los intereses de una estructura eclesiásti- institucionalismo”
ca. Lo que ha sucedido históricamente es
que el institucionalismo absorbe la visión
de Dios, la anula, la neutraliza o la esclaviza, y usa todos los recursos del reino
de Dios para engrandecer sus estructuras. En vez de la organización ser un
instrumento de ayuda para llevar a cabo el propósito del Reino de Dios, se
convierte en la usurpadora. Con el pretexto de “administrar” el propósito,
se convierte en el propósito mismo. En lugar de ser una sierva del propósito,
llega a esclavizarlo, y ella se convierte entonces en ama y señora. El caballo
(organización) debe usar su fuerza para arrastrar a la carreta (el propósito),
pero sucede lo contrario, la carreta moviliza al caballo, haciéndo ésta todo el
trabajo pero cuando la organización está sometida y subordinada al propósito
de Dios, usa sus medios y capacidades para servir al organismo (la iglesia),

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llega a ser una bendición. Lo contrario es lo que llamo “institucionalismo”, y


que catalogo como "filisteo, enemigo de Dios".
Cuando todo movimiento del Espíritu crece, considera necesario orga-
nizarse, para poder realizar el propósito de Dios eficientemente. Cuando es
pequeño no se dificulta hacerlo todo en el Espíritu, pero el crecimiento trae
consigo muchas demandas que requieren atención, y todo se complica. Es en
este momento que la iglesia se ve obligada a depender de la organización, para
poder funcionar. Pero el mal en la iglesia no ha estado en la organización
en sí misma, sino en nuestra incapacidad para evitar que el organismo se
convierta en institucionalismo. Solo hay una manera de lograr esto, y es
sometiendo la organización al Espíritu Santo y velar para que nunca esta
sustituya la obra del Consolador y guía de la iglesia. Notemos lo que sucedió
con la iglesia apostólica:

“En aquellos días, como creciera el número de los discípulos,


hubo murmuración de los griegos contra los hebreos, de que las
viudas de aquéllos eran desatendidas en la distribución diaria.
Entonces los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y
dijeron: No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios,
para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros
a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de
sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo. Y nosotros per-
sistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra. Agradó
la propuesta a toda la multitud; y eligieron a Esteban, varón
lleno de fe y del Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor,
a Timón, a Parmenas, y a Nicolás prosélito de Antioquía; a los
cuales presentaron ante los apóstoles, quienes, orando, les impu-
sieron las manos. Y crecía la palabra del Señor, y el número de
los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también
muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”
(Hechos 6:1-7).

La primera iglesia vivía en la gloria Pentecostal:

“Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión


unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones. Y

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el llamamiento es conforme 507
a su sober anía

sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran


hechas por los apóstoles. Todos los que habían creído estaban jun-
tos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y
sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno.
Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el
pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón,
alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor
añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”
(Hechos 2:42-47).

Pero la narración de Hechos 6:1 dice: “En aquellos días, como creciera el
número de los discípulos, hubo murmuración…”, por lo que entendemos que
el crecimiento trae consigo muchas complicaciones, necesidades y deman-
das. Pero pongamos atención como actúa una iglesia llena del Espíritu Santo
ante crisis y problemas. He aquí un ejemplo de cómo el crecimiento requiere
organización, y cómo esta no se convierte en institucionalismo. Es notable la
claridad con la que los apóstoles juzgaron que no era justo que ellos dejaran la
Palabra de Dios para servir a las mesas, por lo que era menester que varones
del Espíritu Santo y de sabiduría (Hechos 6:3) se encargasen de ese trabajo
(organización), para ellos persistir en la oración y el ministerio de la Palabra
(propósito). Los apóstoles aprendieron del Espíritu Santo a nunca sacrificar el
ministerio de la Palabra y la oración, lo cual constituye el propósito de Dios
con la iglesia, para convertirse en sistema o estructura. La organización siem-
pre debe servir al propósito, nunca lo contrario.
Jehová te dé entendimiento y convicción de que esta palabra viene del cie-
lo. Un precio muy grande vas a pagar, iglesia de las naciones, pero no te pre-
ocupes, Abimelec vendrá a decir que tú tenías razón, que Dios está contigo;
y que desde que te fuiste ellos perdieron la bendición. Un día, aun el diablo
le va a tener que decir a Jesús: «Venciste Nazareno, yo fui un rebelde, que no
supe administrar la honra que Dios me dio en el cielo, por eso fui tirado a la
huesa y al Seol. Tú eres bueno y yo un perverso». De la boca de Satanás sal-
drán estas palabras al fin de los días, y los malos se van a dar cuenta que Dios
tenía razón, y admitirán la bondad y verdad del Señor. Ya hemos visto en este
segmento que lo que Dios se ha propuesto con el ministerio de la iglesia, lo
logrará en el tiempo señalado, pues Su soberanía está por encima de todas las
cosas. Llegado el tiempo, ningún poder, ni humano ni infernal, podrá vencer
ni alterar el designio y consejo de Su santa voluntad.

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508 la honr a del ministerio

6.3  Amalec: enemigo del Trono de Dios


“Y Jehová dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un libro,
y di a Josué que raeré del todo la memoria de Amalec de debajo
del cielo. Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre Jehová-
nisi; y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el
trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación
en generación”
-Éxodo 17:14-16

En el contexto de estos versículos hay un misterio. El mismo texto nos


da a entender que hay más que un significado literal o algo más que la guerra
antigua entre Israel y Amalec, ¿por qué? Porque el versículo dieciséis nos dice
que Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación, o sea por
siempre. Sabemos que Amalec ya no existe como pueblo, pues un poquito des-
pués del reinado de David fue destruido, por consiguiente, entendemos que
aquí Jehová quiso decirnos algo más. Leamos el contexto de estos versículos:

“Entonces vino Amalec y peleó contra Israel en Refidim. Y dijo


Moisés a Josué: Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec;
mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios
en mi mano. E hizo Josué como le dijo Moisés, peleando contra
Amalec; y Moisés y Aarón y Hur subieron a la cumbre del colla-
do. Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel preva-
lecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec. Y las
manos de Moisés se cansaban; por lo que tomaron una piedra,
y la pusieron debajo de él, y se sentó sobre ella; y Aarón y Hur
sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro de otro; así hubo
en sus manos firmeza hasta que se puso el sol. Y Josué deshizo a
Amalec y a su pueblo a filo de espada. Y Jehová dijo a Moisés:
Escribe esto para memoria en un libro, y di a Josué que raeré del
todo la memoria de Amalec de debajo del cielo. Y Moisés edificó
un altar, y llamó su nombre Jehová-nisi; y dijo: Por cuanto la
mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová
tendrá guerra con Amalec de generación en generación”
(Éxodo 17:8-16).

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el llamamiento es conforme 509
a su sober anía

Cuando estaba recibiendo de parte de Dios esta revelación, hice cuatro


preguntas que si las captas vas a entender el rhema de lo que el Señor nos
quiere decir: 1. ¿Por qué dice Dios que Amalec se levantó contra su trono?; 2.
¿Por qué estará Dios en pleito con Amalec de generación en generación?; 3.
¿Por qué a Amalec se le vence sosteniendo la mano del líder?; y 4. ¿Por qué
cuando se vence a Amalec es que Moisés levanta un altar y le llama Jehová-
Nissi, que significa “Jehová es mi bandera”?
En el libro del profeta Ezequiel dice: “Vino a mí palabra de Jehová, diciendo:
Hijo de hombre, di al príncipe de Tiro: Así ha dicho Jehová el Señor: Por cuanto
se enalteció tu corazón, y dijiste: Yo soy un dios, en el trono de Dios estoy senta-
do en medio de los mares (siendo tú hombre y no Dios), y has puesto tu corazón
como corazón de Dios” (Ezequiel 28: 1-2). Tiro era una ciudad de los fenicios,
la cual -junto con Sidón- era uno de los des-
tinos marítimos más importante del tiempo
antiguo. Pero nota lo que dice el profeta más
adelante: “Tú, querubín grande, protector, yo “El que se levanta
te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; contra el
en medio de las piedras de fuego te paseabas. propósito divino,
Perfecto eras en todos tus caminos desde el día se levanta
que fuiste creado, hasta que se halló en ti mal-
dad” (Ezequiel 28:14-15). Esto se ha inter- contra el reino
pretado como una alusión a Lucifer, pero el de Dios, contra
escritor inspirado de la Biblia toma al rey de Su gobierno y
Tiro (que se creía dios, porque tenía el espí- contra Su trono”
ritu de Satanás), y lo muestra como un prin-
cipado, para revelar el inicio del misterio de
la iniquidad.
Según el libro de Isaías, Satanás dijo en su corazón: “Subiré al cielo; en lo
alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio
me sentaré, a los lados del norte” (Isaías 14:13) ¿Cuál era la intención del espí-
ritu de Satanás? Poner su trono al lado del trono de Dios y usurpar su lugar.
También dijo: “sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo”
(v. 14). El espíritu de Satanás es el espíritu que se levanta contra el trono de
Dios, para poseer y tomar su lugar. Así como el rey de Tiro es un tipo de
Lucifer, de la misma manera el espíritu de Amalec es el espíritu que está en
contra del trono de Dios. Amalec es un espíritu y representa a un principado
que se levanta contra el gobierno de Dios.

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Sabemos que Israel representaba el propósito eterno de Dios sobre la tierra.


Detener a Israel o impedir su marcha hacia donde Dios lo llevaba (Canaán), era
levantarse contra el gobierno, designio y propósito de Dios. ¿Por qué Amalec
se cruzó en el camino y quiso pelear? Porque quería impedir que el designio de
Dios se realizara. Pero el que se levanta contra el propósito divino, se levanta
contra el reino de Dios, contra Su gobierno y contra Su trono. Por ejemplo,
cuando Saulo de Tarso iba camino a Damasco y había pedido carta de reco-
mendación al sumo sacerdote para las sinagogas de Damasco, a fin de destruir
a la iglesia y a los hombres y mujeres que habían sido esparcidos por allí, el
Señor se le apareció en el camino, y le dijo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”
(Hechos 9:4). Por eso, cuando Pablo testificaba delante del tribuno, al pueblo
en Jerusalén, les dijo: “Perseguía yo este Camino hasta la muerte, prendiendo y
entregando en cárceles a hombres y mujeres” (Hechos 22:4). Es decir, Pablo quería
impedir que la iglesia desarrollara su misión, que la iglesia se propagara, por
tanto, no desperdiciaba ninguna ocasión para destruir el Camino, antes de que
creciera. Podemos decir que Saulo tenía el espíritu de Amalec, que es el espíritu
que trata de boicotear a Dios e impedir que Su voluntad se establezca.
Por tanto, lo primero que aprendemos es que todo aquel que trata de
oponerse al propósito divino tiene el espíritu de Amalec. Tomando en cuen-
ta que el espíritu de Amalec está en contra del trono de Dios, Jehová luchará
contra él por siempre, donde quiera que aparezca. Me llama la atención que
Jehová le dice a Moisés: “ di a Josué que raeré del todo la memoria de Amalec
de debajo del cielo” (Éxodo 17:14), y lo hace, porque Josué era el que estaba
peleando en contra de su enemigo. Josué representa en este caso la iglesia
que es la que está peleando en el campo de batalla, y Dios le dice a su líder:
«Dile a la iglesia que yo estoy en pleito con Amalec, que yo le declaro la
guerra, y yo estaré lidiando con él de generación en generación, porque se
opone a mi propósito, y se ha levantado contra mi designio, resistiendo mi
voluntad». De hecho, todo lo que se levante en tu vida contra la voluntad
de Dios es un “Amalec”, sea algo físico, mental o espiritual; llámese esposo,
esposa, hijos, amigos, trabajo, o como se llame, será raído. Todo lo que
impida, incluso en ti, la voluntad de Dios en tu vida o la marcha tuya hacia
el propósito, está en contra del plan de Dios y de Su trono.
Ahora, lo segundo que debemos tomar en cuenta es lo que dijo Jesús:
“El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama”
(Mateo 12:30). Nota que el no haber destruido a Amalec le costó a Saúl no
solo su trono, sino su vida. Observa las palabras que le dijo Samuel a Saúl:
“Jehová me envió a que te ungiese por rey sobre su pueblo Israel; ahora, pues,

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el llamamiento es conforme 511
a su sober anía

está atento a las palabras de Jehová” (1 Samuel 15:1). Juzgo por estas palabras
que Samuel ya sabía que era la última oportunidad que tenía el hijo de Cis,
para ser confirmado en el trono de Israel; esa era la prueba, por lo que si
fallaba sería eliminado. Aquí hay una tremenda enseñanza para nosotros,
porque no sabemos cuál es la última oportunidad que Dios nos está dando
para hacer algo. Por eso es que siempre hay que estar atentos y hacer todas
las cosas que Dios nos mande, con todo el esmero, la precisión y la perfec-
ción, pues no sabemos cuál será el día en que Dios nos va a decir: «Hijo,
esa era la prueba final». Ojalá que ese día en que seamos probados demos el
grado, y resultemos aprobados.
Con todo, el profeta le dio a Saúl una instrucción: “Así ha dicho Jehová de
los ejércitos: Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el cami-
no cuando subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye todo lo que
tiene, y no te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho,
vacas, ovejas, camellos y asnos” (1 Samuel 15:2-3). ¿Por qué Dios fue tan severo
con Amalec? Nota que su pecado fue oponérsele a Israel en el camino; mas
Dios consideró esto como levantarse contra su trono. Por eso, Jehová dice:
«No te apiades del espíritu de Amalec, destrúyelo». Llama mi atención que
la divina severidad pide que sean exterminados sin piedad, y que destruyera,
incluso, hasta los mamantes (1 Samuel 15:3). Sé que esto para muchos les ha
sido de tropiezo que el Dios que es amor destruya infantes, pero debemos
entender que si Él dejaba vivo a los niños, era como dejar vivo a Amalec, pues
ellos un día crecerán y se constituirán en otro “Amalec”. Imagínate un tumor
canceroso alojado en una parte de un cuerpo, el cual se debe extirpar com-
pletamente, y limpiar los tejidos adyacentes, para que haya una total sanidad.
Si queda una célula cancerosa, por minúscula que ésta sea, es como dejar el
mismo cáncer que se multiplique de nuevo y aniquile esa vida. Eso representa
Amalec, un cáncer que hay que extirpar radicalmente.
A veces nosotros queremos ser más compasivos que Dios, pero Él nos
manda a que, cuando se trata del espíritu de Amalec, no tengamos misericor-
dia. ¿Entiendes espiritualmente lo que esto quiere decir? Cada vez que tú veas
el espíritu de Amalec, aunque sea en la persona más espiritual que tú puedas
conocer, o aquella a la cual estimes, no lo consideres, ¡arremete contra él! No
existe alguna cosa, en esta vida ni en la venidera, que tenga mayor importan-
cia a que se establezca la voluntad de Dios, y que Su propósito eterno se cum-
pla. Desecha el sentir de compasión por la maldad, por el contrario, ¡acábala!
Jesús, a uno de sus discípulos más cercano, no tuvo ningún reparo en decirle:
“¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo…” (Mateo 16:23). La

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palabra “tropiezo” en griego es “skandalon” que significa escándalo, tropiezo,


trampa, impedimento en el camino, algo que te hace caer. Esta palabra se usa
casi siempre metafóricamente, en situaciones que representan perjuicios o se
constituyen en obstáculos. Por tanto, todo lo que se opone o representa un
peligro para el avance hay que eliminarlo, venga de quien venga, aun de las
personas que amas.
Claro, no estoy diciendo con esto que te conviertas en un asesino, y elimi-
nes a las personas que son tropiezo para ti, sino que hablamos tipológicamente,
o sea, todo lo que tenga que ver con Amalec en ti hay que destruirlo, especial-
mente cuando está emergiendo, para que no crezca ese espíritu y se haga más
fuerte que tú. También, el espíritu amalecita puede ser un pensamiento tuyo
contra el gobierno de la iglesia, contra el propósito divino en el ministerio
donde tú estés. Cuando sientas que ese sentir está surgiendo dentro de ti, por
ejemplo, sientas una gran oposición a algo que tú sabes es de Dios, ¡reprénde-
lo en el nombre de Jesús! La Palabra dice: “Someteos, pues, a Dios; resistid al
diablo, y huirá de vosotros” (Santiago 4:7). El diablo huye de nosotros, cuando
estamos firmes en la fe, orando y velando, como el que está en guerra (1 Pedro
5:8-9), pues si Dios está en guerra contra Amalec, tú también debes estarlo.
Hubo en Roma un senador llamado Catón (150 a.C.), que se distinguió
como orador, y además era filósofo, que cada vez que iba a la tribuna, no
importaba donde estuviera ni sobre qué disertara, podía estar hablando de las
estrellas, pero siempre terminaba su discurso con una sola expresión: “Hay
que destruir a Cartago” (“ delenda est carthago!”). Cartago era una ciudad
fenicia que llegó a ser una gran potencia del Mediterráneo, pero, según los
historiadores, había un odio irracional entre esa nación y Roma. Nota que la
expresión de este hombre no mandaba a vencerla o a conquistarla, sino a des-
truirla, a borrarla de la faz de la tierra para siempre. Tiempo después, Catón
obtuvo lo que se había propuesto sembrar en cada uno de los que le oían, aun-
que no vivió para verlo, pues Cartago fue destruida por los romanos de una
manera tal que se dice que, incluso, éstos sembraron su páramo con sal, para
que no volviera a crecer nada en esa tierra. De hecho, ni los arqueólogos han
podido encontrar gran cosa de los restos de tan majestuosa y rica ciudad, pues
¡la desparecieron! Así Dios te dice y te repetirá sin cesar: «Hay que destruir
a Amalec», al punto que aborrezcas a ese espíritu, y lo elimines hasta raerlo
totalmente, de tu vida y de la de tus hermanos. Samuel le dijo a Saúl: “no te
apiades de él” (1 Samuel 15:3), y nota que luego fue un amalecita el que lo
mató a él, por lo que aprendo esto: si tú no matas a Amalec, él te matará a ti.
Por tanto, tú decides: eliminas a ese espíritu o él te eliminará a ti.

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el llamamiento es conforme 513
a su sober anía

Ahora, el objetivo es destruir a Amalec, no a los que con él están, si no te


han hecho mal. Eso hizo Saúl con los ceneos cuando les dijo: “Idos, apartaos y
salid de entre los de Amalec, para que no os destruya juntamente con ellos; porque
vosotros mostrasteis misericordia a todos los hijos de Israel, cuando subían de Egipto.
Y se apartaron los ceneos de entre los hijos de Amalec” (1 Samuel 15:6). En otras
palabras, todo lo que bendice, ayude y contribuye a que el plan de Dios se cum-
pla, hay que bendecirlo, amarlo y apoyarlo. Con todo, mira lo que sucedió:

“Y Saúl derrotó a los amalecitas desde Havila hasta llegar a Shur,


que está al oriente de Egipto. Y tomó vivo a Agag rey de Amalec,
pero a todo el pueblo mató a filo de espada. Y Saúl y el pueblo per-
donaron a Agag, y a lo mejor de las ovejas y del ganado mayor, de
los animales engordados, de los carneros y de todo lo bueno, y no lo
quisieron destruir; mas todo lo que era vil y despreciable destruyeron”
(1 Samuel 15:7-9).

¿A quién perdonó Saúl? A la cabeza, al principal de los amalecitas, ¡qué


torpeza!, pues si Dios mandó a matar hasta los niños que son la simiente, es
para que jamás existiera Amalec. Por tanto, dejar viva la cabeza es darle a ese
espíritu la posibilidad de resurgir. Por eso es que la Biblia cuando se refiere a
Jesús (la simiente), y a la mujer, dice: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y
entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en
el calcañar” (Génesis 3:15). O sea, la simiente de la mujer herirá a la serpiente
en la cabeza, pero ella herirá a la simiente de la mujer en el calcañar. Metafóri-
camente, se refería a la muerte y al pecado que serían destruidos para siempre,
cuando el Señor en la cruz del calvario pisara la serpiente en la cabeza, ya no
serían más. Esa es la importancia de cuidar siempre a “la cabeza”, cuando se
trata del Reino de Dios.
La cabeza son aquellos ministros representativos que Dios ha puesto en
autoridad en Su iglesia, a los cuales el enemigo siempre intentará herirlos
en el calcañar, en el talón de su pie para hacerlos caer, para detenerlos en el
propósito, con su tentación y pecado. Mas, si éstos siempre miran a Cristo y
lo levantan en su vida, como Moisés levantó la serpiente en el desierto, Él los
levantará a ellos y permanecerán (Juan 3:14-15). Por tanto, la iglesia inteligen-
te cuida su cabeza y entiende este principio, no como una forma de halagar al
pastor o al líder, que el Señor ha puesto al frente, sino para verlo como lo que
es, un príncipe de Dios, y lo respeta como tal, aunque no esté de acuerdo con
su forma, entre otras cosas.

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514 la honr a del ministerio

Nota que Saúl se mantuvo siendo la cabeza, aunque ya Dios se había sepa-
rado de él, y había sido ungido David para ocupar su lugar. David ya represen-
taba la cabeza espiritual, pero no asumió esa función oficialmente, hasta que
Saúl murió y Jehová le confirmó. Esto es bueno saberlo, porque hay lugares
donde reina el institucionalismo, y el gobierno de Dios es sólo apariencia, pues
Dios ya los ha desechado. Puede que la institución siga en pie, pero Jehová
muda Su gloria, y no está en ese lugar, pues Él solo permanece con los que le
oyen y le siguen.
Ya vimos que Saúl perdonó la cabeza de los amalecitas, Agag, lo cual
consideramos un tremendo error. La palabra “Agag” significa “yo estaré sobre
la cumbre”, “sobre encabezaré”, relacionado con otro término hebreo que sig-
nifica “yo me aumentaré” “prevaleceré”, como la llama de fuego ardiente, las
llamas del infierno, del reino de Satanás, las cuales amenazan con aumentarse
y prevalecer. Sus llamas, dijo Jesús, no pueden ser apagadas, pero aún así no
prevalecerán contra la iglesia, donde está el
trono de Dios (Marcos 9:45; Mateo 16:18).
Asimismo, Dios detesta al espíritu de
“Todo aquel Jezabel. El nombre Jezabel significa “exal-
que perdone a ta a Baal”, “Baal es el marido” y “sin cas-
“Amalec” se está tidad”. Esta mujer hizo gala a su nombre,
confabulando pues así mismo fue su vida, conocida por
su idolatría, perversidad y persecución a los
con él” profetas de Dios, los cuales representaban
al reino divino. Jezabel se levantó y mani-
puló a Acab, la cabeza del reino de Israel,
para hacer cosas que lo llevaron a su destrucción (1 Reyes 21:25). El gobierno
de Amalec, a través de Jezabel, entró a las tribus de Israel y se enseñoreó de
ellas de tal forma que Jehová tuvo que castigarlas. Por el pecado de la casa
de Acab, Dios dispersó a las diez tribus y las esparció por el mundo entero,
hasta el día de hoy.
Nunca perdones a la cabeza, ¡acaba con ella!, pues destruyendo la cabeza
estás destruyendo a todo el cuerpo. El que no destruye a los enemigos del tro-
no de Dios, no es amigo de Dios, y se constituye en enemigo. Saúl no mató a
Amalec, y se convirtió en enemigo de Dios sin quererlo, porque fue benigno
con Amalec, su peor enemigo. Todo aquel que perdone a “Amalec” se está
confabulando con él, como lo hizo Saúl, para luego perecer por él, pues fue
un amalecita el que lo mató. Saúl perdonó a la cabeza de Amalec, y los ama-
lecitas le cortaron la cabeza a él (1 Samuel 31:9-10).

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el llamamiento es conforme 515
a su sober anía

Ahora mira lo que sucedió al amalecita que mató a Saúl. Cuando fue
corriendo a informarle a David de su muerte, pensando que éste lo iba a con-
decorar por matar a su perseguidor y peor enemigo (2 Samuel 1:8-10), David
llamó a uno de sus hombres y le dijo: “Ve y mátalo. Y él lo hirió, y murió. Y
David le dijo: Tu sangre sea sobre tu cabeza, pues tu misma boca atestiguó contra
ti, diciendo: Yo maté al ungido de Jehová” (2 Samuel 1:15-16). David no cayó
en la trampa, porque sabía que el que se levanta contra el gobierno de Dios es
un amalecita y Saúl –a pesar de su obstinación y rebelión (1 Samuel 15:23),
pertenecía al pueblo de Dios. Por tanto, su deber era no levantarse contra el
ungido de Jehová, aunque sea su adversario, pues es a Dios a quien le toca
destruirlo, no a él. David no pensó en que ese hombre había matado a su
enemigo, sino que este personificaba al espíritu de Amalec y había matado al
que representaba al trono de Israel en ese momento. Esto no era algo perso-
nal, sino algo de un nivel más alto; algo que no tenía que ver con diferencias
personales, sino con propósitos celestiales.
¿Quiénes son los instrumentos que el Señor usa para destruir a Amalec?
Los “Davides”, a aquellos que tienen el corazón y alma de Dios, y sienten y
padecen por Su Reino (1 Samuel 2:35). Primeramente, David mató al amale-
cita que mató a Saúl, antes de tomar el trono, al que poseía todo el derecho,
pues era el sucesor. No obstante, aún estando Saúl en vida, David, huyendo
de él, peleaba también en contra de los amalecitas. La Escritura dice que
David subía con sus hombres, para hacer incursiones contra los gesuritas, los
gezritas y los amalecitas que ocupaban toda esa franja de tierra (desde Shur
hasta Egipto) y los asolaba y no dejaba con vida ni a hombres ni a mujeres (1
Samuel 27:8-9). Ahora, veamos lo que sucedió más adelante:

“Cuando David y sus hombres vinieron a Siclag al tercer día,


los de Amalec habían invadido el Neguev y a Siclag, y habían
asolado a Siclag y le habían prendido fuego. Y se habían lleva-
do cautivas a las mujeres y a todos los que estaban allí, desde el
menor hasta el mayor; pero a nadie habían dado muerte, sino se
los habían llevado al seguir su camino. Vino, pues, David con los
suyos a la ciudad, y he aquí que estaba quemada, y sus mujeres y
sus hijos e hijas habían sido llevados cautivos”
(1 Samuel 30:1-3).

Siclag (ciudad filistea) era la aldea que Aquis, rey de Gat, le había dado a
David para que viviera (1 Samuel 27:5-6), y cuando él salía a la guerra con sus

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516 la honr a del ministerio

hombres, dejaba a su familia allí. Entonces, vinieron los amalecitas, le prendie-
ron fuego y se llevaron cautivos a todos los que estaban allí, incluyendo a las
mujeres de David y de sus hombres. No es casualidad que mientras Saúl estaba
peleando contra los filisteos, en la última batalla donde lo mataron, a David lo
estaban atacando los amalecitas, ¿por qué? ¿Acaso no era Saúl el rey de Israel?
¿Por qué los amalecitas no se unieron con los príncipes filisteos, para acabar con
Saúl? Porque el espíritu de Amalec sabía que David era el sucesor del trono, y
ellos querían destruir a Israel, para evitar que se cumpla el designo divino.
Cuando David vio aquel panorama horroroso y devastador, donde no
había rastros de su familia ni la de sus hombres, se echó a llorar. Las Escri-
turas dicen que todos lloraron hasta que les faltaron las fuerzas (1 Samuel
30:4). Amalec hace llorar; Amalec quita las fuerzas; Amalec quita la fe;
Amalec da angustia; Amalec pone al pueblo en contra tuya; llena de amar-
gura el alma y hace que cada quien piense en lo suyo, en sus circunstancias
(1 Samuel 30:6). El enfrentar a Amalec, a David casi le cuesta el trono, su
vida y la pérdida de su familia. Mas, dice la Palabra que David se fortaleció
en Jehová su Dios, y mira lo que él hizo: “Y dijo David al sacerdote Abiatar
hijo de Ahimelec: Yo te ruego que me acerques el efod. Y Abiatar acercó el efod a
David. Y David consultó a Jehová, diciendo: ¿Perseguiré a estos merodeadores?
¿Los podré alcanzar? Y él le dijo: Síguelos, porque ciertamente los alcanzarás, y
de cierto librarás a los cautivos” (1 Samuel 30:7-8). ¡Qué hermoso y reconfor-
tante es consultar a Jehová, aun en situaciones que, por lógica, creemos saber
el paso a dar! Eso es gobierno de Dios, y ser un verdadero líder, reconocer
que el que reina en Israel, no es él, sino el Rey Jehová. David simplemente
era una cabeza visible, un instrumento para hacer la voluntad del Rey de
reyes, y Señor de señores. De hecho, cuando el pueblo pidió a Samuel un
rey, como tenían las demás naciones, éste se entristeció, y Jehová le dijo:
“Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a
ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos” (1 Samuel 8:7).
Entendamos que Jehová había declarado que Israel era pueblo suyo, de su
exclusiva posesión (Deuteronomio 26:18), y los redimió en Egipto, para que
también le perteneciera por redención.
Nota ahora lo que sucedió, cuando David fue al rescate de los suyos: “Y
libró David todo lo que los amalecitas habían tomado, y asimismo libertó David
a sus dos mujeres. Y no les faltó cosa alguna, chica ni grande, así de hijos como
de hijas, del robo, y de todas las cosas que les habían tomado; todo lo recuperó
David” (1 Samuel 30:18-19). David recuperó todo, por consiguiente, ¡todo lo
que se lleve Amalec hay que recuperarlo, en el nombre de Jesús! Tú tienes que

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el llamamiento es conforme 517
a su sober anía

hacer como David: fortalecerte en Dios, consultar a Jehová, arremeter contra


los enemigos y no dejar nada que pertenezca al reino de Dios en la tierra de
Amalec, porque es el botín de Jehová.
David fue el instrumento para debilitar a los amalecitas, mas, fueron los
hijos de Simeón los que los eliminaron totalmente de la faz de la tierra. Veá-
moslo en los siguientes versículos: “… quinientos hombres de ellos, de los hijos
de Simeón, fueron al monte de Seir, llevando por capitanes a Pelatías, Nearías,
Refaías y Uziel, hijos de Isi, y destruyeron a los que habían quedado de Amalec,
y habitaron allí hasta hoy” (1 Crónicas 4:42-43). Simeón significa “oído”,
“oyendo” y representa, tipológicamente, la intercesión; Judá significa “alaban-
za”, por eso es un tipo de la adoración. Los dos habitan juntos, y también van
a la guerra juntos (Génesis 29:33; Jueces 1:1-3).
Hay batallas que se ganan con alabanza, pero el que rae de la tierra al espí-
ritu de Amalec es la intercesión delante del trono de Dios, en Jesucristo. Los
“simeones” destruyen a Amalec, porque son los que “oyen” la voz de Jehová,
y oran como conviene. ¿Acaso no fue eso lo que le dijo el profeta a Saúl: “está
atento a las palabras de Jehová” (1 Samuel 15:1), para que hubiese sido confir-
mado en el reino? David venció a Amalec consultando a Jehová, por medio del
efod y siguiendo sus instrucciones (1 Samuel 30:7,8). El enemigo de Amalec es
Jehová; es Dios el que arremete contra él, porque dijo que tendría guerra para
siempre contra Amalec, entonces, vayamos a Jehová y consultémosle acerca de
cómo podemos destruir a su enemigo. Hay que oír a Dios para destruir a Ama-
lec, pues no solamente es vencerle, sino también quitarle lo que nos pertenece.
Observa que David le quitó el botín, y Simeón poseyó la tierra.
Es importante que no nos demos por vencidos, porque es una guerra espi-
ritual, la cual durará hasta el fin. La Biblia dice que Simeón destruyó a Amalec
hasta hoy (1 Crónicas 4:43), sin embargo, también nos advierte que Jehová ten-
drá guerra contra él para siempre (Éxodo 17:16). ¿Por qué? Porque el espíritu de
Amalec es un espíritu que se levantará contra Dios de generación en generación
(Éxodo 17:16). ¿Está o no está el espíritu de Amalec en el día de hoy? Sí está,
porque es algo espiritual, no es contra un pueblo físico, ubicado en el medio
oriente, sino que nuestra lucha es, como dice la Palabra: “contra principados,
contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes
espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). Nota que el apóstol
manda a la iglesia a vestirse de la coraza del Espíritu, y a orar en todo tiempo
con toda oración y súplica en el Espíritu, velando en ello con toda perseverancia
por todos los santos, porque la intercesión es que podrá vencer y también podrá
apagar todos los dardos de fuego del maligno Amalec.

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el llamamiento es conforme 519
a su sober anía

cabo el propósito. Hay que sostener el gobierno de Dios en sus representan-


tes, para que sus manos (tipo de obras) tengan firmeza en el Señor. Ese es
el espíritu del Reino de los Cielos establecido en la iglesia, un espíritu de
respeto, amor y sujeción a lo establecido por Dios. La naturaleza del Reino
es amor a la santidad, a lo puro, a lo que Dios ama; es un espíritu de abne-
gación, de entrega, de sacrificio, de no buscar lo nuestro, sino lo que es del
Reino de los cielos. Cuando se ha entendido esto se vive como el apóstol
Pablo expresó: “… ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo
en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Ese mismo sentir estuvo en Cristo, el cual “siendo en forma de Dios, no
estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:6-7). Jesús
solo pensaba que necesitaba salvar el dominio de Dios en la tierra, el cual había
sido usurpado por el enemigo. A Él no le importó hacerse pecado y que sobre
sí cayera todo el peso de la ira divina, con tal de restablecer el poderío de Dios
en la vida del hombre. Por eso, ahora hay Reino en la tierra, porque Cristo se
sacrificó y venció; hay Reino en tu vida porque Cristo murió por ti y también
resucitó para darte vida nueva en Él. El Hijo de Dios vino a buscar y a salvar lo
que se había perdido, y venció a Amalec diciendo: “El hacer tu voluntad, Dios
mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón. (…) Venga tu reino.
Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. (…) Padre mío, si
es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Salmos
40:8; Mateo 6:10; 26:39). Sabemos que el diablo trató de seducirlo, pero nunca
lo logró, pues Jesús, en la cruz, con su muerte lo venció.
Ya vimos como el diablo tomó la boca de Pedro, cuando este llevó aparte
a Jesús, y comenzó a reconvenirle y a sermonearle, diciendo: “Señor, ten com-
pasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22). Pero él le
respondió: “¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las
cosas de Dios, sino en las de los hombres” (v. 23). Satanás estaba en Pedro, para
desviar a Jesús de la voluntad divina. Con palabras de compasión, trataba de
quebrantarle el corazón, no por amor, sino para desviarlo del propósito que
el Padre le había encomendado. De la misma manera, el adversario estuvo
tentando a Jesús, en el desierto, con la misma Palabra, diciéndole: “Si eres Hijo
de Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y,
En sus manos te sostendrán, Para que no tropieces con tu pie en piedra” (Mateo
4:6), quería apartarlo del propósito, pero Jesús le dijo: “Escrito está también:
No tentarás al Señor tu Dios” (v. 7).

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520 la honr a del ministerio

Momentos antes, ya él le había dicho: “Si eres Hijo de Dios, di que estas
piedras se conviertan en pan”, pero Jesús le respondió: “Escrito está: No sólo de pan
vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4).
El Reino de Dios vale más que nuestro vientre y que toda necesidad perentoria.
También le ofreció riquezas, y lo llevó a un monte muy alto, y le mostró todos
los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo: “Todo esto te daré, si postrado
me adorares” (vv. 8-9). Pero el Reino de Dios vale más que el reino del mundo
y todo lo que hay en él, y a Jesús no le importan los reinos del mundo, sino el
Reino de Dios en la tierra. Así también a ti, el diablo te puede ofrecer los reinos
del mundo, como se los ofreció al Hijo de Dios, por eso es importante que estés
bien definido en cuanto a quién le sirves, pues como dijo Jesús “… donde esté
vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:21).
Ahora, ¿de qué manera puedo yo identificar a Amalec para erradicarlo?
Ese espíritu se puede ver en una persona que está en contra de lo instituido
por la Palabra de Dios, y de Su santo consejo. Cuando veas en ti o en otros,
rebelión o resistencia a los designios de Dios, a Su voluntad, a Su gobierno o a
los intereses del cielo, puedes afirmar que estás enfrente de “Amalec”. También
ese espíritu lo puedes ver en un libro que leas o en un sermón que escuches, si
lo que lees u oigas está en contra de Dios. Por tanto, ni la auto-conmiseración
ni ningún tipo de relación (familiar o personal) puede tener más importancia
para ti que el Reino de Dios. Jesús dijo: “El que ama a padre o madre más que
a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí;
y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mateo 10:37).
No debe haber alguien o algo más importante para nosotros que el que se
establezca la voluntad de Dios en la Tierra, porque representa su dominio
entre nosotros. No aspiremos a un reino de los cielos sin Dios.
¿Cómo podemos vencer a Amalec? Apoyando al líder que Dios ha enco-
mendado a establecer Su reino. Nota que cuando la mano de Moisés (tipo de
gobierno de Dios) estaba arriba, Israel prevalecía, así debemos nosotros levantar
las manos de aquel que Dios nos ha puesto por cabeza en el ministerio, y decir:
«Que el Reino de Dios prevalezca». A mí me gusta esa palabra “prevalecer”,
porque es la misma que usó Jesús cuando dijo: “las puertas del Hades no preva-
lecerán contra ella” (Mateo 16:18). Apliquémoslo entonces a la iglesia, ¿cuándo
las puertas del infierno no prevalecen contra la iglesia? Cuando la iglesia vive el
Reino de Dios. Si la iglesia no vive el Reino de Dios, el diablo va a prevalecer
contra la iglesia. Esa es la situación que está pasando con muchos ministerios,
que no se sabe quién es el que gobierna, y existe una lucha por el poder, aunque
se simula de muchas maneras. Por eso, escuchamos sermones donde se esconden

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el llamamiento es conforme 521
a su sober anía

tremendos intereses personales (los de “mi iglesia”, los de “mi asamblea”, los de
“mi concilio”), que colocan por encima de los intereses del Reino de Dios. Mas,
el trono de Dios está sobre todo y todos.
Amado, veamos como Dios ve, amemos lo que Él ama, respaldemos sus
obras y a los hombres que Él usa. De este mensaje tomemos la enseñanza que
el trabajo nuestro –si no somos los escogidos para ello- es levantar las manos
del hombre a quien el Señor le ha dado la visión, como hicieron Aarón y Hur
en la cumbre de aquel collado, sosteniendo los brazos de Moisés (Éxodo 17:10-
12). No resistamos al hombre que Dios le ha dado la visión, sino ayudémosle.
No importa qué lugar ocupemos en esa visión, si somos profetas, mensajeros,
ayudantes o simples siervos, pero tengamos claro quién es el hombre de la
visión en el propósito determinado por Dios. Por ejemplo, si a mí me citan a
un lugar para ministrar, puede que vayan los hermanos de nuestra congrega-
ción, y uno que otro hermano de la ciudad que me conozca, pero es posible
que no se reúna una gran multitud, si no soy el hombre de la visión en ese
propósito. Pero si el que cita es el hombre de esa visión, te aseguro que se llena
el sitio, y quizás sus más cercanos ni puedan entrar por falta de espacio, por-
que es el hombre que Dios escogió, es el instrumento sobre el cual el Señor ha
derramado su gracia, para que la gente le siga. Eso es algo espiritual.
Por tanto, cuando vayamos a los sitios a apoyar cualquier propósito de
Dios, preguntémosle al Señor: « ¿Cuál es el hombre de la visión aquí? ¿Éste?
Pues, me someto a él», entendiendo que no es al hombre, sino a Dios. No nos
subamos a su estrado ni tratemos de empañarle, porque como dijo aquel doc-
tor de la ley, Gamaliel, al concilio que quería matar a los apóstoles: “Apartaos
de estos hombres, y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres,
se desvanecerá; mas si es de Dios, no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados
luchando contra Dios” (Hechos 5:38-39). Cuando resistimos, no estamos opo-
niéndonos al hombre, sino a Dios.
Aprendamos a vivir en el Reino de Dios. En nuestra congregación, los her-
manos se someten a mí, pero cuando participo en otras actividades de la ciudad,
yo me someto al de la visión, porque ese es el Reino de Dios. En el Reino divino
no hay posición, sino función, por eso ninguno es más grande que otro. Como
iglesia, no soy más grande que la hermana que se encarga de la limpieza del
lugar de adoración o el hermano que ayuda en las labores de mantenimiento
del edificio, aunque yo sea el pastor, pues cuando lleguemos al cielo, quizás ellos
reciban un galardón más grande que el mío, pues Dios no juzga como nosotros
juzgamos las cosas. Nota que cuando los apóstoles estaban con esa lucha por el
primer lugar, como si estuvieran en el mundo, Jesús les dijo: “… entre vosotros

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522 la honr a del ministerio

no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servi-
dor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo
del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate
por muchos” (Mateo 20:26-28). En el reino no hay rango, sino servicio. ¿Quién
quiere ser grande en el Reino de los cielos? ¿Tú?, pues sirve.
Hay algo que llamó mi atención, y es ver quiénes sostuvieron las manos de
Moisés. Estos dos hombres fueron: un hermano y un amigo, Aarón y Hur res-
pectivamente. Los que sostienen el gobierno de Dios tienen que ser un hermano
y un amigo. Hermano implica que tienen el mismo linaje; amigo nos habla de
lealtad, de almas ligadas (1 Samuel 18:1), de un mismo corazón. Dios nos ha
hablado mucho de la lealtad que debemos a Dios y a los hombres que son del
Reino. La palabra Aarón significa “iluminado” que trae luz, y Hur significa
“agujero” o sea abertura, transparencia, que se puede ver lo que hay detrás. El
que te levanta los brazos es un hermano que te anima, que te ilumina; y un
amigo en el que puedes confiar, porque no tiene nada escondido.
Entonces apliquemos, sostener el Reino
y todo lo que es del Reino, destruye a Ama-
lec, y establece el gobierno de Dios. Así que
“Cuando triunfa defiende todo lo que es de Dios, Su Rei-
el reino de los no, Su propósito, Su voluntad, Sus desig-
cielos, se levanta nios, Sus intereses, porque haciéndolo estás
una bandera que contra Amalec. A veces no hay que pelear,
sino levantar la bandera del Reino, para que
llevaba un solo
sepan de quién eres y a quién perteneces.
nombre, el del Esa es nuestra credencial, nuestro distinti-
Señor” vo: el Reino de Dios. No siento que pueda
morirme por ahora, pero si me muero, quie-
ro que en mi tumba se escriba este epitafio:
«Aquí yacen los restos de un hombre del Reino de Dios». Y es que no quiero
ser reconocido, sino conocido por el Reino de Dios. Soy un enamorado del
Reino, porque amo a mi Señor y exalto su trono, pues quiero que Su reino se
establezca para siempre.
Cuando triunfa el reino de los cielos, se levanta una bandera que lleva
un solo nombre, el del Señor. “Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre
Jehová-nisi” (Éxodo 17:15). Cuando triunfa el Reino de Dios no se levanta el
nombre de ningún hombre o institución, porque el que levanta la bandera
es Dios. En esta guerra el triunfo está asegurado, porque nuestra bandera y
estandarte es Jehová.

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el llamamiento es conforme 523
a su sober anía

La manera como Dios se glorificó en la experiencia de José, a pesar de las


adversidades que sufrió; el triunfo del Señor en la vida de Isaac, en relación
a los pozos en Gerar; y cómo el Señor ha prevalecido en su guerra contra el
espíritu de Amalec, nos afirma y confirma la infalible verdad de que el llama-
miento de Dios es conforme a Su soberanía. Además, estos hechos muestran,
de manera irrefutable, la categórica afirmación paulina: “…irrevocables son los
dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29).

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EPÍLOGO

L
a máxima condecoración y la honra más elevada que el Señor concede
a un siervo fiel, es edificarle una casa firme. Muchas son las bendi-
ciones y grandes los galardones con los que Dios recompensa a los que
administran con temor e integridad los asuntos de Su reino. Pero la plena
satisfacción de Su agrado se manifiesta cuando Él da a cualquier siervo suyo,
que ha sido fiel, la honra de una casa firme. El que recibe de parte de Dios la
remuneración de una casa firme, puede tener la seguridad que está recibien-
do, no solo el mayor galardón, sino el sumo agrado del corazón del Padre. La
señal más evidente de la complacencia divina en la vida de un siervo del Señor
es el premio de una casa firme. De forma contraria, el castigo mayor de Dios,
para un siervo infiel es cortar su casa. El Señor manifiesta su indignación y
enojo con los siervos infieles, sentenciando su casa a una existencia limitada.
Comprobemos las dos afirmaciones que hemos hecho, observando con aten-
ción la reacción de Dios frente a la infidelidad de la casa de Elí:

“Por tanto, Jehová el Dios de Israel dice: Yo había dicho que tu


casa y la casa de tu padre andarían delante de mí perpetua-
mente; mas ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga, porque yo
honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán teni-
dos en poco. 31 He aquí, vienen días en que cortaré tu brazo y el

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526 la honr a del ministerio

brazo de la casa de tu padre, de modo que no haya anciano en


tu casa. 32 Verás tu casa humillada, mientras Dios colma de bienes
a Israel; y en ningún tiempo habrá anciano en tu casa. 33 El varón
de los tuyos que yo no corte de mi altar, será para consumir tus
ojos y llenar tu alma de dolor; y todos los nacidos en tu casa mori-
rán en la edad viril. 34 Y te será por señal esto que acontecerá a tus
dos hijos, Ofni y Finees: ambos morirán en un día. 35 Y yo me
suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi
alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungi-
do todos los días. 36 Y el que hubiere quedado en tu casa vendrá a
postrarse delante de él por una moneda de plata y un bocado de
pan, diciéndole: Te ruego que me agregues a alguno de los minis-
terios, para que pueda comer un bocado de pan”
(1 Samuel 2:30-36).

Nota que el deseo de Dios era que la


casa de Elí anduviera delante de Él perpe-
“La máxima tuamente, pero indignado por la manera
condecoración que lo había deshonrado, dijo que nunca
honrará a los que les desprecian, sino que
y la honra más
serán tenidos en poco. El juicio divino se
elevada que el puede resumir en dos géneros de castigo: la
Señor concede a casa humillada y cortada. Presta atención
un siervo fiel, es a estas palabras: “… cortaré tu brazo y el
edificarle una brazo de la casa de tu padre, de modo que no
haya anciano en tu casa. Verás tu casa humi-
casa firme” llada, mientras Dios colma de bienes a Israel;
y en ningún tiempo habrá anciano en tu casa.
33
El varón de los tuyos que yo no corte de mi
altar [ministerio], será para consumir tus ojos y llenar tu alma de dolor; y todos
los nacidos en tu casa morirán en la edad viril” (1 Samuel 2:31-33). La señal de
que esta sentencia se cumpliría era que sus dos malvados hijos, morirían en
un mismo día. Y así aconteció: “Pelearon, pues, los filisteos, e Israel fue venci-
do, y huyeron cada cual a sus tiendas; y fue hecha muy grande mortandad, pues
cayeron de Israel treinta mil hombres de a pie. Y el arca de Dios fue tomada, y
muertos los dos hijos de Elí, Ofni y Finees” (1 Samuel 4:10-11).
La destrucción de la familia sacerdotal de Elí se cumplió, parcialmente,
cuando Saúl mató a los sacerdotes de Nob, los cuales eran descendientes de

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epílogo 527

este (1 Samuel 22:11-20); y se terminó de cumplir cuando Salomón destituyó


del sacerdocio a Abiatar, al único sobreviviente de esta matanza, y traspasó
el sacerdocio a la familia de Sadoc (1 Reyes 2:26, 27, 35). Mas, después de
expresar su juicio a la casa de Elí, con severidad y enojo, el Señor se consoló a
sí mismo, anunciando proféticamente: “Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que
haga conforme a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará
delante de mi ungido todos los días” (1 Samuel 2:35). El Señor se estaba refi-
riendo a Sadoc, su casa y ministerio. Pero esta declaración divina es aplicable a
todos los ministros que sirven a Dios con fidelidad. Dios prometió casa firme
a cambio de fidelidad, aun a personas tan indignas como Saúl y a Jeroboam
(1 Samuel 13:13,14; 1 Reyes 11:29-31, 38).
Según 1 Samuel 2:35, la promesa de casa firme es dada a aquellos que
realizan para Dios un sacerdocio fiel. Pero también nos dice que solo el que
tiene el corazón de Dios puede dar el grado, pues Él dijo: “que haga conforme
a mi corazón y a mi alma”. Pensemos en Abraham. Dios no solo le prometió
una casa firme, sino una casa numerosa y bendecida (Génesis 12:1-3; 17:1-8).
El hombre que fue llamado “amigo de Dios”, tenía también su corazón y
su alma. El Señor lo comprobó cuando le pidió que le ofreciese en sacrificio
a su amado y único hijo, Isaac, el cual éste no le rehusó (Génesis 22:1-18).
Abraham demostró con su vida que era un sacerdote fiel. Las huellas de su
peregrinaje quedaron indeleblemente marcadas en los altares que edificaba en
cada estancia, para adorar a Dios (Génesis 12:7-8; 13:4,18; 22:9).
Este hombre administró el sacerdocio de su casa, de tal manera que el
mismo Dios dio testimonio de él diciendo: “Porque yo sé que mandará a sus
hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia
y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de
él” (Génesis 18:19). ¿Quién no aprende temor de Dios cuando lee la manera
como Abraham hizo jurar por Jehová a su mayordomo, para que éste no
tomara mujer cananea para su hijo Isaac? Él interpuso juramento para asegu-
rar la pureza de su linaje.
Históricamente, Israel como nación ha sido infiel. Eso quiere decir que
según el pacto de la ley de Moisés no merece existir. La existencia de Israel
como nación se puede considerar un milagro de la historia. Este prodigio no
es otra cosa que la fidelidad de Dios a su siervo Abraham, porque le prometió
casa firme. Cada vez que Israel estuvo en peligro de extinción o en aflicción
ha sucedido lo mismo que dice el libro de Éxodo: “Y oyó Dios el gemido de
ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos
de Israel, y los reconoció Dios” (Éxodo 2:24-25).

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528 la honr a del ministerio

Ahora consideremos a Aarón, al cual Dios prometió un sacerdocio per-


petuo (Éxodo 29:1-9). Por esa razón, la vara de Aarón reverdeció (Números
17:8). De los cuatro hijos de Aarón, dos fueron infieles, y por eso fueron
cortados. Estos fueron Nadad y Abiú, los cuales murieron delante de Jehová,
porque ofrecieron en el altar fuego extraño (Levítico 10:1-11). El verso 12
dice que quedaron vivos dos hijos de Aarón, Eleazar e Itamar.
En el caso de Baal-peor, cuando los hijos de Israel fornicaron con las hijas
de Moab y adoraron sus dioses, el Señor se airó y mató miles del pueblo. Esta
mortandad terminó, porque Dios contó por justicia el celo de Finees, hijo de
Eleazar, el cual mató a un príncipe de Israel y a una mujer madianita, que en
medio de la indignación de Jehová, se atrevieron a entrar a una tienda a fornicar
(Números 25:1-9). Noten lo que el Señor dijo acerca de este varón: “Entonces
Jehová habló a Moisés, diciendo: 11 Finees hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón,
ha hecho apartar mi furor de los hijos de Israel, llevado de celo entre ellos; por lo
cual yo no he consumido en mi celo a los hijos de Israel. 12 Por tanto diles: He aquí
yo establezco mi pacto de paz con él; 13 y tendrá él, y su descendencia después de él,
el pacto del sacerdocio perpetuo, por cuanto tuvo celo por su Dios e hizo expia-
ción por los hijos de Israel” (Números 25:10-13). El Señor entregó el sacerdocio
perpetuo de la casa de Aarón a Finees, porque mostró que tenía el corazón de
Dios, al defender con celo el nombre de Dios.
Esta es la línea genealógica de la casa firme y el sacerdocio perpetuo, que
Dios prometió a Aarón; el Señor fue descalificando a los infieles y cumplien-
do la promesa con los fieles. Cortó a Nadad y Abiú y solo quedaron Eleazar e
Itamar. Eleazar fue fiel y su casa permaneció firme. De él nació Finees, el cual
también fue fiel y el Señor le prometió el sacerdocio perpetuo. Del linaje de
Finees nació Sadoc (1 Crónicas 6:1-12, ver los versículos 4,12). A este Sadoc se
refirió Dios cuando dijo: “Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme
a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi
ungido todos los días” (1 Samuel 2:35).
Sadoc ministró en el sacerdocio, durante el reinado de David (2 Samuel 8:17).
Este hombre a quien David llamó “el vidente” (2 Samuel 15:27), hizo alianza
con David, y después de la muerte de Saúl permaneció fiel a su rey (1 Crónicas
27:17). Huyó con David durante la rebelión de Absalón (2 Samuel 15:23-29).
Permaneció fiel al propósito de Dios, no se unió a Adonías cuando éste quiso
usurpar el reinado que Jehová y David habían dado a Salomón (1 Reyes 1:5-8).
Luego vemos que cuando Salomón fue ungido, el día de su coronación, Sadoc
recibió también el ungimiento como sacerdote (1 Crónicas 29:22).
Abiatar había servido junto con Sadoc, fielmente, como líder en el sacer-
docio, durante el reinado de David, pero cuando Adonías, hijo de David,

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epílogo 529

quiso usurpar el trono de Salomón, Abiatar se unió a este (1 Reyes 1:7), así
que Salomón, después que fue coronado, lo quitó del sacerdocio y en su lugar
puso a Sadoc. La Biblia narra así: “Y el rey dijo al sacerdote Abiatar: Vete a Ana-
tot, a tus heredades, pues eres digno de muerte; pero no te mataré hoy, por cuanto
has llevado el arca de Jehová el Señor delante de David mi padre, y además has
sido afligido en todas las cosas en que fue afligido mi padre. Así echó Salomón a
Abiatar del sacerdocio de Jehová, para que se cumpliese la palabra de Jehová
que había dicho sobre la casa de Elí en Silo. (…) Y el rey puso en su lugar a
Benaía hijo de Joiada sobre el ejército, y a Sadoc puso el rey por sacerdote en
lugar de Abiatar” (1 Reyes 2:26, 27,35). Cuando Abiatar fue depuesto del
sacerdocio, no solo fue cortado él, sino Elí e Itamar. Lo que quiero decir es
que de los dos hijos de Aarón que quedaron, Eleazar e Itamar, el sacerdocio
perpetuo fue dado a Eleazar, por la fidelidad de Finees y Sadoc. Elí pertenecía
a la familia de Itamar, así que este perdió la perpetuidad de su casa cuando
la casa de Elí fue infiel. La sentencia de Dios se terminó de cumplir cuando
Abiatar fue echado del sacerdocio (1 Reyes 2:27).
La decadencia del sacerdocio de Itamar, por causa de la infidelidad de la
casa de Elí, se hace notoria en el reinado de David. La Biblia dice que David
dividió el sacerdocio en veinticuatro turnos, de los cuales dieciséis pertene-
cían a la casa de Eleazar y solo ocho a la de Itamar (1 Crónicas 24:1-6). La
Escritura dice: “Y David, con Sadoc de los hijos de Eleazar, y Ahimelec de los
hijos de Itamar, los repartió por sus turnos en el ministerio. Y de los hijos de Elea-
zar había más varones principales que de los hijos de Itamar; y los repartieron
así: De los hijos de Eleazar, dieciséis cabezas de casas paternas; y de los hijos de
Itamar, por sus casas paternas, ocho” (1 Crónicas 24:3-4).
El profeta Ezequiel habla de un nuevo templo, con una adoración dife-
rente. Muchos interpretan que este templo y su servicio pertenecen al tiempo
del milenio, y otros interpretan que el profeta está hablando de un sacerdocio
ideal, en un tiempo de restauración. No importa cuál sea la interpretación, el
profeta dice algo acerca del sacerdocio que revela mucho con relación a lo que
estamos estudiando, leámoslo:

“Y los levitas que se apartaron de mí cuando Israel se alejó de mí,


yéndose tras sus ídolos, llevarán su iniquidad. 11 Y servirán en mi
santuario como porteros a las puertas de la casa y sirvientes en la
casa; ellos matarán el holocausto y la víctima para el pueblo, y
estarán ante él para servirle. 12 Por cuanto les sirvieron delante
de sus ídolos, y fueron a la casa de Israel por tropezadero de mal-

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530 la honr a del ministerio

dad; por tanto, he alzado mi mano y jurado, dice Jehová el Señor,


que ellos llevarán su iniquidad. 13 No se acercarán a mí para
servirme como sacerdotes, ni se acercarán a ninguna de mis cosas
santas, a mis cosas santísimas, sino que llevarán su vergüenza y
las abominaciones que hicieron. 14 Les pondré, pues, por guardas
encargados de la custodia de la casa, para todo el servicio de ella,
y para todo lo que en ella haya de hacerse”
(Ezequiel 44:10-14).

Nota lo que afirma este pasaje, que los sacerdotes y levitas infieles serán
degradados y se les asignarán labores inferiores e insignificantes, pero de los
sacerdotes, hijos de Sadoc dice: “Mas los sacerdotes levitas hijos de Sadoc, que
guardaron el ordenamiento del santuario cuando los hijos de Israel se apartaron
de mí, ellos se acercarán para ministrar ante mí, y delante de mí estarán para
ofrecerme la grosura y la sangre, dice Jehová el Señor. 16 Ellos entrarán en mi san-
tuario, y se acercarán a mi mesa para servir-
me, y guardarán mis ordenanzas” (Ezequiel
44:15-16). Ezequiel profetizó aproximada-
“Lo más mente 380 años, después de la coronación
agradable que de Salomón y del ministerio de Sadoc, sin
un ministro le embargo, el profeta habla de la fidelidad de
este linaje sacerdotal y de la promesa de una
pueda dar a Dios, casa firme para ellos, de parte de Dios.
como ofrenda También, puedo ilustrar la verdad que
de servicio, es un enseño en este epílogo, mencionando el
sacerdocio fiel.” ejemplo de David, el cual fue un hombre a
quien Dios edificó una casa firme. La Biblia
dice: “Y será afirmada tu casa y tu reino
para siempre delante de tu rostro, y tu trono
será estable eternamente. (…)Y entró el rey David y se puso delante de Jehová, y
dijo: Señor Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído
hasta aquí? (…) Ahora pues, Jehová Dios, confirma para siempre la palabra que
has hablado sobre tu siervo y sobre su casa, y haz conforme a lo que has dicho. 26 Que
sea engrandecido tu nombre para siempre, y se diga: Jehová de los ejércitos es Dios
sobre Israel; y que la casa de tu siervo David sea firme delante de ti. (…) Ten aho-
ra a bien bendecir la casa de tu siervo, para que permanezca perpetuamente
delante de ti, porque tú, Jehová Dios, lo has dicho, y con tu bendición será bendita
la casa de tu siervo para siempre” (2 Samuel 7:16, 18, 25-26, 29). Dios mismo dio

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epílogo 531

testimonio que David era un hombre conforme a su corazón (Hechos 13:22; 1


Samuel 13:14). Cuando el Señor se refirió a David como un hombre conforme
a su corazón, añadió: “quien hará todo lo que yo quiero” (Hechos 13:22). Esta
descripción coincide con la palabra: “Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga
conforme a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante
de mi ungido todos los días” (1 Samuel 2:35).
David fue un sacerdote fiel, porque amaba a Dios, lo celaba y tenía su
afecto en la casa de Dios (1 Crónicas 29:3). Era un adorador que sabía minis-
trar a Dios y entrar en Su santuario (1 Samuel 6:14-22). Él sirvió a su genera-
ción (Hechos 13:36); y preparó todo a su hijo Salomón para que éste pudiese
continuar el plan de Dios. Los despojos de las naciones que el Señor entregó en
sus manos, él los donó para la construcción del templo y no rehusó nada a Dios
(1 Crónicas 29:1-5). David acostumbraba a consultar al Señor los asuntos del
reino y los personales, porque quería hacerlo todo conforme a Su corazón y
agrado (1 Samuel 23:2,4; 2 Samuel 2:1; 5:19, 23). David expresó el deseo supre-
mo de su corazón cuando quiso hacer casa a Jehová. Pero sucedió todo lo
contrario, el Señor le prometió que Él le
daría casa a David. La casa que el Señor
ofreció a su siervo no fue una construcción
de cedro o pino, sino una casa firme, un “Un sacerdote
linaje real que fuese eterno. Dios le concedió fiel es aquel
a David lo que nunca dio a ningún otro que hace todo
hombre, hizo parentesco con él. Pero la pro-
conforme al
mesa fue cumplida, a través del reino eterno,
de Jesucristo. El Señor Jesús nació del linaje corazón y al
de David, según la carne, por eso fue llama- alma de Dios”
do “hijo de David”. Pero como también era
Hijo de Dios, según el Espíritu, así que a la
vez fue llamado “Hijo de Dios”.
En la persona de Jesucristo se unió la casa de Dios y la casa de David, y
simultáneamente, el reino de David, y el reino de Dios. Al unirse el reino
de David con el de Dios, en la persona de Jesús, el reino de David se hace
eterno, y su casa firme y estable para siempre. Estos son las palabras del
ángel Gabriel a la madre del Salvador: “María, no temas, porque has hallado
gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo,
y llamarás su nombre JESÚS. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísi-
mo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa
de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:30-33). Que Dios
hiciese parentesco con una casa humana y con un reino terrenal es parte del

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532 la honr a del ministerio

misterio de la condescendencia divina. ¿Has pensado alguna vez lo que sig-


nifica que la casa de Dios y el reino celestial se fusionasen por medio de un
parentesco, con una casa humana y un reino terrenal? En la respuesta de esa
pregunta se encuentra lo inefable e imponderable que fue la honra que el
Señor concedió al siervo, que Él mismo
llamó: “… varón conforme a mi corazón,
“Es imposible quien hará todo lo que yo quiero” (Hechos
edificar una 13:22). Esta misericordia de Dios, mani-
festada a David, revela lo que Él es capaz
casa firme con
de hacer para hacer notoria su complacen-
un sacerdocio cia, cuando está agradado con un ministro
infiel” que le ha honrado.
Quiero terminar esta obra diciéndote
que lo más agradable que un ministro le
pueda dar a Dios como ofrenda de servicio, es un sacerdocio fiel. De la
misma manera, también te digo que la honra más grande y elevada que Dios
concede, como manifestación de agrado y aprobación a un ministro suyo, es
ésta: “… y yo le edificaré casa firme” (1 Samuel 2:35). Estas son las lecciones
que podemos sustraer de esta enseñanza y que Dios quiere que vivamos y
siempre recordemos:

1. Un sacerdote fiel es aquel que hace todo conforme al corazón y al


alma de Dios. Esto quiere decir que solo el que tiene el corazón de
Dios puede ser un sacerdote fiel.
2. Es imposible edificar una casa firme con un sacerdocio infiel.
3. Lo que posibilita un sacerdocio fiel es tener el corazón de Dios, y lo
que hace firme y estable a una casa es la fidelidad de su sacerdocio.
4. Siempre ha sido el propósito de Dios darnos, a todos los que le servi-
mos, una casa firme y un sacerdocio perpetuo.
5. La gloria y la presencia de Dios estarán en la casa que le honra y le
agrada.
6. Una casa firme es aquella cuyo sacerdocio es fiel a Dios.
7. Una casa firme es aquella que posee la permanencia de Dios.
8. Una casa firme es aquella cuya descendencia o linaje permanece firme
y fiel en la honra a Dios.
9. Una casa firme es aquella que nunca se divorcia de Dios.
10. Una casa firme es aquella cuya genealogía es santa y permanente.
11. Una casa firme es una dinastía de Dios.

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epílogo 533

12. Una casa firme es aquella que no solo retiene la pureza de su linaje
y la fidelidad de su sacerdocio, sino también la integridad del pro-
pósito divino.
13. Hay dos cosas que distinguen todo lo que pertenece a Dios: lo prime-
ro es el fruto, el cual revela su naturaleza celestial; y lo segundo, es la
permanencia, la que señala la procedencia divina de las cosas.
14. Solo lo que es como Dios agrada a Dios, y solo viviendo como Dios
permanecemos en Él.
15. Solo cuando somos semilla de Dios, producimos el fruto de Su
Espíritu.
16. Lo que el Señor prometió a Salo-
món, como respuesta a su oración,
cuando dedicó a Jehová el templo,
constituye la mayor dádiva a la casa “Una casa firme
que le agrada y le honra. Él dijo: es aquella que
“porque ahora he elegido y santifi- no solo retiene
cado esta casa, para que esté en ella la pureza de
mi nombre para siempre; y mis ojos
su linaje y la
y mi corazón estarán ahí para siem-
pre” (2 Crónicas 7:16). Una casa fidelidad de
firme es aquella donde Dios pone su sacerdocio,
Su nombre, Sus ojos, y Su corazón sino también la
perpetuamente. integridad del
La última promesa divina al sacerdote
propósito divino”
fiel, además de edificarle una casa firme es:
“y andará delante de mi ungido todos los días”
(1 Samuel 2:35). El sacerdote Sadoc, a quien estas palabras hacían alusión,
anduvo delante de dos ungidos: David y Salomón. Hoy el ungido de Dios
es el Señor Jesucristo. Todos los ministros que en este tiempo seamos fieles y
honremos al Señor, en nuestro ministerio, también andaremos delante de su
ungido todos los días. La Biblia termina hablándonos de un grupo de santos
que disfrutarán de esta honra, cuando dice:

“Después miré, y he aquí el Cordero estaba en pie sobre el monte


de Sion, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el
nombre de él y el de su Padre escrito en la frente. 2 Y oí una voz
del cielo como estruendo de muchas aguas, y como sonido de un

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534 la honr a del ministerio

gran trueno; y la voz que oí era como de arpistas que tocaban sus
arpas. 3 Y cantaban un cántico nuevo delante del trono, y delan-
te de los cuatro seres vivientes, y de los ancianos; y nadie podía
aprender el cántico sino aquellos ciento cuarenta y cuatro mil
que fueron redimidos de entre los de la tierra. 4 Éstos son los que
no se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes. Éstos son los
que siguen al Cordero por dondequiera que va. Éstos fueron
redimidos de entre los hombres como primicias para Dios y para
el Cordero; 5 y en sus bocas no fue hallada mentira, pues son
sin mancha delante del trono de Dios”
(Apocalipsis 14:1-5).

Y de manera concluyente, surge esta interrogante: ¿Por qué Sadoc y los


ciento cuarenta y cuatro mil anduvieron delante del ungido de Jehová? Permí-
teme contestarla con la pregunta que Dios formuló a Israel: “¿Andarán dos
juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:32).

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Bibliografía

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Disfrute otras publicaciones de
Juan Radhamés Fernández

Este libro es una herramienta excelente


para conocer más profundamente la obra
portentosa que Dios ha hecho en la vida de
los creyentes. Entender las cosas de Dios,
sin el Espíritu de Dios, es imposible, por
eso muchos han limitado el nuevo naci-
miento a una simple transformación, al no
poder explicar de manera racional lo que
es nacer del agua y del Espíritu (Juan 3:5).
A través de sus páginas, podrás entender
que Dios nos ha dado una nueva natura-
leza, para que podamos vivir plenamente
la vida espiritual, y tener una relación más
íntima con el Señor. Cada uno de sus capí-
tulos te llevarán a entender un poco más lo
que significa “andar en el Espíritu”, lo cual
redundará en un notorio crecimiento de tu
vida espiritual.

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Todo lo que Dios hace tiene un propó-


sito, aun la Palabra que sale de Su boca, no
regresa a Él vacía, sino que hace lo que Él
quiere, y logra aquello por lo que Él la habló
(Isaías 55:11). Sabemos que Dios en Su Hijo
nos ha dado todas las cosas, sin embargo hay
muchos que viven una vida cristiana escasa,
sin fruto, y es porque no han hecho de Dios
su Todo. La Palabra nos exhorta a andar en
el Espíritu y que no satisfagamos los deseos
de la carne, pero esto sólo podremos lograrlo
cuando Dios sea el todo en todo. Sin Dios
siendo el eje de las cosas, todo está destinado
a fracasar. Por tanto, este libro nos muestra,
a la luz de la Palabra, por qué Dios debe ser
el todo en tu vida, en la iglesia y en todos. Si
amas la voluntad de Dios, sé que disfrutarás
su lectura, y si recibes su consejo, el Señor
logrará ser el todo en ti, y por tanto, serás
parte del gran propósito de los propósitos, y
es que Dios sea el todo en todos.

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