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La realidad del mal moral

Angela Uribe Botero


auribeb@unal.edu.co

Mi propósito con estas páginas es dar algunas razones por las que pienso que la
realidad del mal moral no puede ser negada. Estas razones se orientan por la idea según la
cual dicha realidad ocupa un lugar exclusivamente en la experiencia, en primera persona,
de quien es objeto de un daño; esto es, en quien se ve afectado por una forma de daño que
percibe como innecesaria y voluntaria. La consecuencia de proponer desde este lugar un
sentido para el mal moral conduce a la negación del principio que constituye el punto de
partida de la reflexión spinozista de Jorge Aurelio Díaz: “no existe, ni puede existir un libre
albedrío” (Díaz 107).
Quisiera persuadir al lector acerca de que la potestad de un agente dañado para dar
sentido al mal moral es exclusivamente suya y es intransferible. Antes de esto, es
importante hacer dos advertencias. En primer lugar, quien quiera que se pregunte por la
realidad del mal moral atenderá, ante todo, a la perspectiva de quien lo sufre, más que a la
de quien lo provoca. Bien puede ser que quien provoca una acción que resulta en un daño
contra otra persona no conciba esa acción como mala. Incluso, puede ocurrir que un agente
tenga buenas razones —su ignorancia involuntaria sobre las circunstancias precisas que
dieron lugar a la acción, por ejemplo— para proponer que él es inocente en relación con el
daño provocado a otro. En segundo lugar, la potestad de quien ha sido dañado, para dar
sentido al mal moral, no puede serle negada por la vía de proponer ya sea una cosmología,
un sistema filosófico y o una teodicea —por más consistente que sean los términos en que
ellas se proponen. Esto último tiene, como lo veo, una consecuencia: quien indaga sobre el
sentido del mal moral desde el punto de vista de la metafísica corre el riesgo de perder de
vista al objeto por el que se pregunta. Hago, entonces, mías las palabras de Christian
Schäfer con las que Díaz se abre camino para responder a la pregunta: ¿Existe el mal
moral? Según Schäfer “[el] fenómeno del mal parece que no puede ser tratado de manera
correcta por el camino racional” (Citado por Díaz 105).

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El fenómeno del mal moral

El hecho de que el fenómeno del mal moral no pueda ser tratado por un camino
racional significa dos cosas. En primer lugar, significa que este fenómeno sólo es —en
rigor un fenómeno— para aquel ante quien él aparece; es decir, para una conciencia que es
sujeto de una experiencia determinada. En segundo lugar, significa que la perspectiva
racional no es, con todo, una perspectiva (cf. Díaz 108). Con esto pretendo dar a entender
que el fenómeno del mal, en tanto que es un fenómeno, no puede más que aparecer en un
tiempo y un espacio precisamente determinados. El mal moral, en este sentido, no puede
ser entendido más que desde una perspectiva que no trascienda la dimensión situada que da
sentido a toda experiencia. “El camino racional” —como lo llama Schäfer— no sólo no es
un buen camino para concebir el sentido del mal moral; él tampoco es, creo, un camino.
Esto último se explica porque cualquier perspectiva que pretenda responder por un
fenómeno por la vía de separarse de aquellos para quien el fenómeno es un fenómeno deja
de ser una perspectiva. Y allí donde no hay una perspectiva tampoco hay un camino.

Jean Améry

Durante los primeros años de la ocupación alemana a Bélgica Jean Améry hizo parte
de uno grupo de resistencia que repartía volantes entre los soldados del ejército alemán, con
el propósito de disuadirlos de su participación en el régimen. Por esta razón, en julio de
1943, Améry fue detenido en Bruselas y llevado hasta el fuerte militar de Breendonk,
donde fue torturado por agentes de la Gestapo. Pronto después de esto y cuando se
descubrió su origen judío, Améry fue enviado a Auschwitz y más tarde fue trasladado a los
campos de concentración de Buchenwald y Bergen-Belsen. El libro Más allá de la culpa y
la expiación, escrito por Améry treinta años después de haber sido liberado del campo de
concentración, se lee como la expresión de una urgente necesidad. Se trata de la necesidad
de comunicar las razones de su resentimiento; las razones de su incapacidad de perdonar a
quienes lo torturaron, a quienes lo condujeron y lo mantuvieron en el encierro y a todos

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aquellos que hicieron posible tanto la tortura, como el transporte y los sucesivos
encarcelamientos (143-149).
Junto con esto, el libro es, al mismo tiempo, la expresión por parte de Améry de su
falta de disposición para vérselas dócilmente con lo que bien podría recomendarle la sana
razón spinozista: comprender, esperar y soportar (cf. Díaz 120-121). ¿Cómo comprender,
si, dado el daño, entre Améry y sus verdugos media poco más que una “montaña de
cadáveres”? (Améry 149). ¿Cómo esperar, si los concernidos se niegan, aún después de
treinta años, a hacerse cargo del horror que provocaron? (cf. 164) ¿Cómo, por último,
soportar, si resulta del todo imposible ignorar la presencia terca de los dolores físico y
psíquico causados por la tortura? (cf. 97).
A la falta de disposición para comprender, para esperar y para soportar, o leído en
términos de lo que recomendaría la sana razón, a esa insensatez, la llama Améry “mis
resentimientos” (140). Sus resentimientos comportan, según nos cuenta él, un “estado
psíquico” que tiene su fuente en la imposibilidad de olvidar (143-144). Se trata de la
imposibilidad —y de la falta de disposición para hacerlo— de olvidar todo aquello que no
puede él ni comprender ni soportar; aquello sobre lo cual no se puede tener ninguna
esperanza redentora.
El conjunto de descripciones de su relación —pasada y presente— con los alemanes,
constituye el único recurso con el que cuenta Améry para intentar justificar esos
resentimientos. Las descripciones no están acompañadas por ningún argumento, por
ninguna tesis o por alguna teoría. Más aún, en su libro el autor admite la dificultad de que
sus resentimientos puedan ser justificables; se confiesa réprobo y llega hasta a dudar del
estado de su propia salud mental (cf. 146, 148).
Contra el curso del tiempo —es decir, contra la idea tan extendida acerca de que el
tiempo pasa, de que el tiempo, como el río, corre y deja atrás— Améry insiste en volver su
mirada hacia el pasado, hacia lo ya vivido (cf. 153). Desde allá, desde atrás, el autor sólo se
encuentra con aquello que no puede ser menos que recordado: la tortura infligida contra su
cuerpo, la industriosa disposición de los alemanes para concebir y poner en marcha una

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fábrica sistemática de millones de cadáveres y el mapa de Europa convertido en “espacio
vital” 1, etc.
Con seguridad, desde el punto de vista de una ética concebida según parámetros
estrictamente racionales (cf. Díaz 108) e incluso, desde el punto de vista de la idea del
tiempo como algo que pasa, esta firmeza en fijar la propia existencia en un pasado que ya
no es, constituye en el mejor de los casos, una expresión de vulgaridad (cf. Díaz 118). En
peores circunstancias dicha firmeza podría ser la expresión del clásico “estar preso de las
pasiones” que tan peligrosamente deviene en el deseo de venganza2. De cualquier forma, la
obtusa terquedad de Améry indicaría, según nos cuenta Díaz, que él —tanto como sus
verdugos— habría perdido “en todo o en buena parte, su libertad” (Díaz 114)
El patetismo de Améry es aún más lamentable que el que se retrata a partir de su
insistencia en no olvidar. Al curso apresurado del tiempo hacia el futuro opone él el anhelo
absurdo de revertir hacia el pasado la dirección del tiempo (cf. Améry 153; Corbí 23). ¿Qué
sentido podría tener un anhelo como este? El tiempo, una vez más, pasa y a su paso
aquellas que fueron antes heridas se convierten en los rastros inermes de algo que ya no es.
Después de todo, también para el dolor psíquico surten, como para los fisiológicos,
procesos biológicos, naturales (cf. Améry 153). Resentido, el autor, sin embargo, insiste en
su absurdo; se resiste a que su herida psíquica sea biologizable.
El absurdo instanciado en los resentimientos de Améry toma la forma de una suerte
de emplazamiento. Si su herida psíquica no puede ser tratada como si fuera una herida
física —que con el paso del tiempo llega a sanar— si, en fin, el tiempo no pasa —como es
su deseo—, entonces, el perpetrador puede comparecer ante él; puede ser confrontado por
él. Esta suerte de emplazamiento, visto desde la perspectiva del resentido, cumple la
función de favorecerle en su desamparo: sólo el hecho de que —aun cuando sea apenas
imaginándolo— su verdugo comparezca, lo haría sentir a él menos indefenso. Más aún, en
la situación imaginada, el criminal regresaría para restituirle al dañado acaso algo de la

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Este término (Lebensraum) fue utilizado por los dirigentes nazis como una justificación para ocupar y para
establecer asentamientos en los territorios anexados durante la guerra.
2
Sobre esto dice Améry: “No es fácil defenderse de un reproche tan simplificador, y se me antoja del todo
imposible vencer la sospecha de que yo ahogaba la odiosa realidad de un instinto perverso en la verbosidad de
una tesis inverificable” (150). Con “una tesis inverificable” alude él a la posibilidad de establecer una
diferencia entre sus resentimientos y un deseo de venganza. Y, continúa “lo que me importa [al confesar los
resentimientos] es redimirme de un desamparo que aún perdura desde entonces” (151).

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dignidad que le fue arrebatada. Cumplida la exigencia absurda —y desde la perspectiva
spinozista, cuando menos, tan irracional como la acción del perpetrador— la reversión del
tiempo habría conseguido que el criminal viera en su víctima a un semejante (cf. Améry
153); es decir, a alguien que, cómo el propio perpetrador, no podría ser dañado.
¿Cómo querer revertir el curso del tiempo para que el causante del daño responda por
lo que hizo, si —falto de libertad— apenas puede reconocerse a sí mismo como un agente?
Más aún, ¿acaso no es el supuesto criminal, ya antes del supuesto crimen y también
después de él, un semejante?; es decir, alguien a quien más que un reproche moral se le
deben la comprensión y la paciencia con la que nos vemos forzados a padecer los efectos
del movimiento de las placas tectónicas (cf. Díaz 121).

El lugar de la pregunta por el mal moral

Las posibles objeciones a lo dicho en las páginas anteriores no son ignoradas por
Díaz. Algunas de las afirmaciones que hace él en su artículo hacen pensar que estaría
dispuesto a aceptar que la pregunta por la existencia del mal moral resulta en una
impertinencia, también moral. Díaz afirma: la pregunta acerca de si tiene sentido indagar
por la existencia del mal “pareciera no solo contraevidente, sino claramente ofensiva”
(107). Y, continúa. “Sin embargo, la pregunta […] de si existe el mal moral no la considero
como una pregunta meramente retórica” (ibíd.).
Bien puede la filosofía —alegando el carácter no retórico de estas preguntas—
atender a ellas sin ofender a nadie. Sin embargo, cómo lo veo, el problema no son las
preguntas mismas. El problema es, más bien, esa especie de no-perspectiva que se
configura con ellas. Quien se pregunta acerca de si el mal existe o no existe, quien, —a
partir de ahí— da lugar a la pregunta acerca de si la acción dañina puede serle imputada a
su autor, está proponiendo un trato, cuando menos exótico, en relación con el asunto del
mal moral. Esta forma de tratar al mal moral sitúa a la pregunta por su existencia por fuera
de la propia realidad moral: por fuera de la experiencia de quien lo padece y, con ello, por
fuera de los vínculos intersubjetivos en los que se tejen y adquieren sentido términos como
“bueno” y “malo”.

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Desde tiempos inmemoriales, la filosofía, la ciencia y la especulación teológica
vienen preparándonos bien para un cierto tipo preguntas. Estas preguntas tienen en común
el hecho de que su respuesta a ellas trasciende los límites de la forma como las personas se
relacionan entre sí y con su mundo cotidiano; ellas trascienden justamente el ámbito de lo
que solemos percibir con nuestros cinco sentidos. Algunas de estas preguntas son las
siguientes: ¿Por qué es el ser y no más bien la nada? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué es
la materia? ¿Existe el flogisto? ¿Existe Dios? ¿Cuáles son sus atributos? Todas estas
preguntas tienen en común la condición neutra, no situada que, según se espera, es la que
les confiere su estatus de objetividad a las respuestas que se propongan para ellas. Cada una
de las preguntas conviene en esa especie de “nadie” que obliga a que se le responda en
términos tan anónimos y tan abstractos como los términos en los que es formulada. “El ser
es porque no puede no ser”. “La vida tiene el sentido X”. “La materia es aquello de lo que
están hechos todos los cuerpos”. “Cuando éramos un poco ignorantes el flogisto existía,
ahora que sabemos más cosas sobre los procesos de combustión, no se puede afirmar que
exista el flogisto”. “Dios existe, es omnipotente, omnipresente y sumamente bondadoso”.
La pregunta por la existencia del mal moral —y con ella la pregunta por la
posibilidad de la imputación de responsabilidad moral— tiene estas mismas características.
El lugar desde donde se le formula delata el hecho de que el interés que se tiene en ella es
meramente especulativo; es decir, exclusivamente teórico y ocupado principalmente en
preservar el principio de la consistencia lógica (cf. Díaz 114). De allí que una respuesta a
ella no puede más que provenir de la misma instancia neutral y suprasensible que se
configura cuando es formulada: “no, el mal moral no existe. Si el mal moral existiera,
existiría también el pecado y ya se ha demostrado que el pecado no existe” (Díaz 108). Sin
embargo, cuando lo que está en juego no son ni los atributos del Dios, ni el ser en general,
ni la existencia del flogisto, o la existencia del pecado, sino que lo que está en juego es el
daño provocado por una persona sobre otra, ese tipo de interés —especulativo o teórico—
es irrelevante.

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La libertad y el mal

Desde un punto de vista spinozista la racionalidad es constitutiva de la libertad.


Quien, en este sentido es racional, no puede más que actuar libremente y por lo tanto, no
incurre en el mal moral. De esto se sigue que la acción no libre no le puede ser imputada al
irracional. Ella delata apenas su ser irracional, vulgar y cegado por las pasiones.
Bien vista, la psicología del perpetrador contiene elementos semejantes a los así
descritos. “Actúe mal porque no sabía lo que hacía”. “Me vi arrastrado por las pasiones”.
“Yo no era libre”. Debo decir que me resulta más bien desalentador pensar de qué modo a
la psicología del perpetrador puede resultarle tan rentable la idea según la cual la calidad de
su —falsamente supuesta— agencia no delata más que su incapacidad para atender al orden
del mundo y sus cosas. Para quien, antes de interesarse por la la realidad de la experiencia
del daño —el fenómeno del mal— se interesa por esta suerte de arreglo cosmológico, la
realidad misma del mal se disuelve nada más que en su imposibilidad lógica y, por lo tanto,
en una inimputable carencia de libertad.
Sin embargo, como quise sugerirlo al comienzo de este texto, la realidad del mal no
tiene más que un lugar. Este lugar es el daño. Ocurre con frecuencia que quien se ve dañado
por la acción de otro percibe esa acción como proveniente de una disposición determinada.
El dañado se pregunta “¿cómo pudo haber sido esto posible?” Ni la cosmología y tampoco
la psicología del perpetrador le ofrecen a él elementos para responder a esta pregunta; es
decir, no le ofrecen elementos para darle sentido a lo que padece. Impotente y presa del
sinsentido, el dañado postula la reversión del tiempo. Se trata, como vimos, de una
situación imaginada en la que el perpetrador se hace dueño de su acción, comparece y con
ello le restituye su dignidad al dañado. Presa del sinsentido, el dañado, entonces, postula la
existencia del libre albedrío de su victimario: “actuaste contra mí, aun cuando podrías
haber elegido actuar de otro modo”.
Lo anterior significa que lo único —lo poco— con lo que cuenta una víctima para
atribuir agencia —y con ella, libre albedrío— a su victimario es volviendo a su condición
de víctima. En palabras de Améry: “Sólo yo estaba y estoy en posesión de la verdad moral
de los golpes que aún hoy me resuenan en el cráneo, y por tanto, me siento más legitimado
a juzgar […] respecto a los ejecutores […]” (151. Énfasis añadido).

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Sin embargo, la atribución de agencia por parte de una víctima a otro, diría Spinoza,
no confiere, ni mucho menos, libre arbitrio al segundo y tampoco confiere maldad a su
acción 3 . Es decir, la existencia del mal moral y del libre albedrío no queda, ni mucho
menos, probada por el hecho de que Améry apele absurdamente al retorno del tiempo para
hacer comparecer a su perpetrador ante un tribunal ficticio. Lo que quizás sí que queda
probado con el absurdo en el que de este modo incurre Améry es, justamente, su propia
falta de libertad: su verse preso de sus pasiones. Desde el punto de vista de Spinoza esto
puede ser cierto. Más aún, alguien que, como Díaz, acoja esta posición advertirá que son
justamente la condición vulnerable, la impotencia, y el resentimiento de Améry —en otros
términos, su falta de libertad, su estar preso de las pasiones— los que terminan por postular
absurdamente la realidad del mal en su perpetrador.
Coincido en esto último con Díaz. El sentido del mal moral se explica solamente si se
atiende a la condición frágil y vulnerable del dañado; a su ser no libre y a su verse
prisionero de las pasiones. Sin embargo, ¿por qué —me pregunto— negar las condiciones
de vulnerabilidad y el lugar de nuestras pasiones para pensar sobre nosotros mismos y sobre
lo que somos? Como lo veo, ellas más que nuestra sana razón, no sólo nos constituyen;
también son lo único con lo que contamos para concebir la posibilidad de entendernos unos
a otros en relación con lo que nos debemos y también en relación con aquello de lo que
somos capaces.

Bibliografía

Améry, J. Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la


violencia. Valencia: Pre-textos, 2001.

Corbí, J. “Emociones morales y la flecha del tiempo”. Azafea, vol. 7 (2005): 47-64.

Díaz, J. A. “¿Existe el mal moral?”. Ensayos de Filosofía II. Bogotá: Universidad Santo Tomás,
2015. 105-121.

3
Agradezco a Jaime Ramos por haberme advertido sobre esta objeción a lo que he querido mostrar en este
texto.

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