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Lui el desobediente

Adaptación del cuento popular de Puerto Rico

Dicen que hace muchos años, en una ciudad de Puerto Rico llamada Aibonito, vivía un
matrimonio que tenía cinco hijos, dos chicas y tres chicos.
La madre y las hijas se ganaban la vida trabajando como limpiadoras en casas de gente
rica así que su día a día transcurría entre trapos, estropajos y lejía; mientras, el padre y
los hijos varones se dedicaban a cortar leña que luego vendían a los carpinteros de la
zona. Como ves, la familia al completo se esforzaba mucho para poder llevar dinero al
hogar y salir adelante.
Bueno, en realidad no todos arrimaban el hombro porque el hijo más pequeño llamado
Lui era un vago redomado. Odiaba estudiar y hacía mucho tiempo que en la escuela no
sabían nada de él. Tampoco ayudaba a cortar leña porque le parecía una tarea de lo más
aburrida. A sus catorce años se pasaba el día holgazaneando sin hacer nada.
Lo peor de todo era que cuando le mandaban hacer un simple recado se enfadaba y se
ponía a protestar como un niño egoísta incapaz de hacer un favor. Sus padres siempre se
lamentaban de su comportamiento y su mal carácter, pero lo cierto es que ya no sabían
qué hacer para hacerle entrar en razón.
Un día de verano, unos nubarrones negros como el carbón aparecieron en el cielo. Se
avecinaba una enorme tormenta y la madre pensó que podría tener graves
consecuencias. Para prevenirlas, le dijo a su hijo pequeño.
– Lui, la tormenta va a estallar de un momento a otro y ya sabes que puede producir un
apagón. Lo más probable es que nos quedemos sin luz. Por favor, ve a la tienda al otro
lado del río y compra cinco velas y una caja de cerillas por si acaso nos hacen falta
Lui, como era habitual en él, contestó de muy malos modos a su dulce y paciente madre
– ¡Qué rollo, mamá, yo no quiero ir!
– ¡Venga, Lui, no seas perezoso! Ahora el río está casi seco y no corres peligro, pero
pronto comenzará a llover y se llenará de agua. Si la tormenta es muy fuerte incluso
podría desbordarse e inundarlo todo ¡Debes irte cuanto antes!
– ¡Menudo fastidio tener que cruzar el río ahora!
– Lui, no te lo repito: ¡ponte el abrigo y vete ya!
Lui se levantó de la silla refunfuñando. Salió de la casa y en ese momento empezó a
llover con mucha fuerza.
– ¡Vaya, justo ahora se pone a diluviar, qué asco de tiempo!
Caminó un buen rato y llegó al río. Su enfado fue a más cuando vio que se había llenado de
agua y la corriente era bastante fuerte.
– ¡Caray!… ¡Estoy frio hasta los huesos y encima tengo que meter las piernas en el agua helada!
El malhumorado joven no tenía otra opción y comenzó a atravesarlo sin tan siquiera quitarse los
zapatos. Total, estaba empapado ya…
El agua le llegaba a la altura de las rodillas y tenía que ir agarrándose a las ramas y las rocas que
sobresalían en la superficie.
– ¡Qué encargo tan desagradable!… ¡Odio tener que hacer esto!
Había cruzado la mitad de río cuando sobre su cabeza apareció un inmenso pajarraco negro que
abrió las garras, lo sujetó por la camisa y lo elevó por los aires como si fuera una presa de caza.
El muchacho, al verse colgado a muchos metros de altura, comenzó a gritar aterrorizado.
– ¡Socorro! ¡Auxilio, que alguien me ayude! ¡Socorrooooo!
Una mujer que casualmente pasaba por allí escuchó los alaridos, miró hacia arriba y vio a Lui
colgado de las patas de un ave gigantesca, bamboleándose como si fuera un muñeco de trapo.
La señora empezó a gritar como loca:
– ¡Eh, tú, pájaro bribón, suelta al chico! ¡Suéltalo ya que se va a caer!
El pájaro se asustó al oír las voces, pegó un respingo y sin darse cuenta abrió las garras.
¡El pobre Lui empezó a descender a una velocidad vertiginosa! Durante unos segundos pensó
que su vida había llegado al final, pero justo antes de estamparse un milagro sucedió: en vez de
caer al suelo lo hizo sobre unas zarzas, lo más parecido que había por allí a un colchón. El
tortazo fue colosal y se hizo unos moratones de campeonato, pero gracias a la fortuna de caer en
blando logró salvar el pellejo.
La mujer, que lo había visto todo, fue a pedir ayuda. A pesar del tremendo aguacero que estaba
cayendo enseguida acudieron varios vecinos del pueblo que, demostrando una gran solidaridad,
sacaron a Lui del matorral donde estaba enredado y lo llevaron a casa en brazos.
Lui estaba muy dolorido, se encontraba fatal. Su madre lo secó con una toalla, lo acostó con
mucho cuidado en la cama, desinfectó una a una las heridas de su cuerpo y al terminar le
preparó un plato de caldo calentito. Después, dejó que durmiera unas cuantas horas para que
poco a poco fuera recuperándose.
Cuando Lui se despertó, vio a su maravillosa madre sentada sobre su cama, a su lado,
acariciándole la mano con ternura.
– Mamá, gracias por ser tan buena conmigo. Yo, en cambio, siempre he sido un gandul y un
ingrato… Me he portado fatal con vosotros y no os lo merecéis. A partir de ahora seré un buen
chico y os ayudaré en todo. Te lo prometo, mamá.
Su madre lo besó en la frente porque sabía que lo decía con el corazón. Lui había aprendido la
lección.
El zorro inteligente

Adaptación del cuento popular de España


Cuenta la historia que un león y una leona vivían juntos en una cueva. Él era el rey
de los animales y ella la reina. Además de trabajar codo con codo poniendo paz y
orden entre los animales, estaban casados y se llevaban muy bien.
Un día, tras varios años de amor y convivencia, el león cambió de opinión.
– Lo siento, querida esposa, pero ya no quiero vivir contigo.
La leona no se lo esperaba y se puso muy triste.
– Pero… ¿por qué? ¿Es que ya no me quieres?
El león fue muy sincero con ella.
– Sí, te quiero, pero te dejo porque apestas y ya no soporto más ese olor que
desprendes y que atufa toda la cueva.
La pobre se disgustó muchísimo y por supuesto se sintió muy ofendida.
– ¿Qué apesto?… ¡Eso es mentira! Me lavo todos los días y cuido mi higiene para
estar siempre limpia y tener el pelo brillante ¡Tú lo dices porque te has enamorado
de otra leona y quieres irte a vivir con ella!
¡La pelea estaba servida! La pareja comenzó a discutir acaloradamente y ninguno
daba su brazo a torcer. Pasadas dos horas la leona, cansada de reñir, le dijo a su
marido:
– Como no nos ponemos de acuerdo te propongo que llamemos a tres animales y
que ellos opinen si es verdad que huelo mal o es una mentira de las tuyas.
– ¡De acuerdo! ¿Te parece bien que avisemos al burro, al cerdo y al zorro?
– ¡Por mí no hay problema!
Pocos minutos después los tres animales elegidos al azar se presentaron en la cueva
obedeciendo el mandato real. El león, con mucha pomposidad, les explicó el
motivo de la improvisada asamblea.
– ¡Gracias por acudir con tanta celeridad a nuestra llamada! Os hemos reunido aquí
porque necesitamos vuestra opinión sincera. La reina y yo hemos nos hemos
enzarzado en una discusión muy desagradable y necesitamos que vosotros decidáis
quién dice la verdad.
El burro, el cerdo y el zorro ni pestañearon ¿Qué debían decidir? ¡Estaban
intrigadísimos esperando a que el león se lo contara!
– Quiero que os acerquéis a mi esposa y digáis si huele bien o huele mal. Eso es
todo.
Los tres animales se miraron atemorizados, pero como se trataba de una orden de
los reyes, escurrir el bulto no era una opción.
Alguien tenía que ser el primero y le tocó al burro. Bastante asustado, dio unos
pasos hacia adelante y arrimó el hocico al cuello de la leona.
– ¡Puf! ¡Qué horror, señora, usted huele que apesta!
La leona se sintió insultada y perdió los nervios.
– ¡¿Cómo te atreves a hablarle así a tu reina?!… ¡Desde ahora mismo
quedas expulsado de estos territorios! ¡Lárgate y no vuelvas nunca más por aquí!
El borrico pagó muy cara su contestación y se fue con el rabo entre las piernas en
busca de un nuevo lugar para vivir.
El cerdo, viendo lo que acababa de pasarle a su compañero, pensó que jugaba con
ventaja pero que aun así debía calibrar muy bien lo que debía responder. Se
aproximó a la leona, la olisqueó detenidamente, y para que no le ocurriera lo mismo
que al burro, dijo:
– ¡Pues a mí me parece un placer acercarme a usted porque desprende un aroma
divino!
Esta vez fue el león el que entró en cólera.
– ¡¿Estás diciendo que el que miente soy yo?!… ¡Debería darte vergüenza
contradecir a tu rey! ¡Lárgate de este reino para siempre! ¡Fuera de mi vista!
El cerdo, que pensaba que tenía todas las de ganar, fracasó estrepitosamente. Al
igual que el burro, tuvo que exiliarse a tierras lejanas.
¡Solo quedaba el zorro! Imagínate el dilema que tenía en ese momento el
infortunado animal mientras esperaba su turno. Si decía lo mismo que el burro, la
reina se enfadaría; si decía lo contrario como el cerdo, la bronca se la echaría el rey
¡Qué horrible situación! Tenía que pensar algo ingenioso cuanto antes o su destino
sería el mismo que el de sus colegas.
Quieto, como si estuviera petrificado, escuchó la voz del rey león.
– Zorro, te toca a ti. Acércate a la reina y danos tu veredicto.
Al zorrito le costó moverse porque le temblaba todo el cuerpo. Tragando saliva se
dirigió a donde estaba la leona y con mucho respeto la olfateó. Después, se separó
y volvió a su sitio.
El rey ardía en deseos de escucharlo.
– ¿Y bien? ¡Nos tienes en ascuas! Di lo que tengas que decir.
El zorro, tratando de aparentar tranquilidad, fingió tener un poco de tos y dijo con
voz quebrada:
– Majestades, siento no poder ayudarles, pero es que a mí no me huele ni bien ni
mal porque estoy constipado.
El león y la leona se miraron sorprendidos y tuvieron que admitir que no podían
castigar al zorro porque su contestación no ofendía ni dejaba por mentiroso a
ninguno de los dos.
El rey león tomó la palabra.
– Está bien, lo entendemos. Puedes marcharte a casa.
Nadie sabe cómo acabó la historia, ni quién tenía la razón, ni si finalmente la pareja
llegó a un acuerdo de separación. Lo que sí sabe todo el mundo es que el inteligente
zorrito logró zafarse del castigo de los reyes gracias a su simpática ocurrencia.
La leyenda del crisantemo

Adaptación de la antigua leyenda de Japón


Hace muchos años, en un pueblecito del lejano Japón, vivía un humilde matrimonio
con su pequeño hijo. Los tres formaban una familia feliz hasta que un día el niño
cayó enfermo. Todas las mañanas se levantaba ardiendo de fiebre y con la carita
pálida como la luna en invierno, pero nadie sabía qué le pasaba ni cuál era el origen
de sus males.

Los padres probaron todo tipo de pócimas y mejunjes, pero ninguno de los
tratamientos surtió efecto y el chiquillo no hacía más que empeorar. Desesperados,
pensaron que solo les quedaba una oportunidad: visitar al anciano de barbas blancas
que vivía en el bosque.

Según se contaba por toda la región no había hombre más sabio que él. Conocía
todas las hierbas medicinales y los remedios para cada enfermedad por rara que
fuera ¡Quizá pudiera curar a su hijo!

– ¡Querido, tenemos que intentarlo! Quédate con el niño mientras yo voy a pedir
ayuda al anciano del bosque ¡Solo él puede salvar a nuestro chiquitín!

Derramando lágrimas como gotas de lluvia, la madre se puso una capa de lana y se
adentró entre la maleza. Caminó durante una hora hasta que por fin divisó una
cabaña de madera rodeada por un cercado. Se acercó a la entrada, llamó a la puerta
con el puño y un hombre muy arrugado con barba blanca hasta la cintura salió a
recibirla.

– ¿Qué buscas por aquí, mujer?

– ¡Perdone que le moleste pero necesito su ayuda!

– No te preocupes; percibo angustia en tus ojos y en tu voz… ¡Pasa y cuéntemelo


todo!

La mujer entró y se acomodó en un sencillo banco construido con un tronco. Con


el corazón encogido y los ojos hinchados de tanto llorar, explicó al anciano el
motivo de su visita.

– Señor, mi hijo de dos años está muy grave. Hace días que enfermó y no
conseguimos bajarle la temperatura ¡Tiene muchísima fiebre y el rostro blanco
como el mármol! No come nada y cada día está más débil. Si no encontramos una
cura para él me temo que…
– Lo siento, lo siento muchísimo…. Voy a ser muy sincero contigo: no conozco el
remedio para la enfermedad de tu hijo, pero puedo decirte cuántos días va a vivir.

– ¿Cómo dice? ¡¿Y sin son pocos?! …¡No sé si quiero saberlo!

– No pierdas la esperanza… ¡Nunca se sabe!

El anciano la miró con ternura y continuó hablando:

– Escúchame con atención: ve al bosque y busca una planta que da unas flores
amarillas llamadas crisantemos. Elige una de esas flores, córtala y cuenta los
pétalos; el resultado que obtengas será el número de días que va a vivir tu pequeño,
o lo que es lo mismo, sabrás si se va a curar o no.

La madre, rota de dolor, echó a correr en busca de la planta que el anciano le había
indicado. No tardó mucho en encontrar un arbusto cubierto de preciosas flores
amarillas. Se acercó, arrancó una flor y contó sus pétalos.

– ¡Oh, no, no puede ser! Sólo tiene cuatro pétalos… ¡Eso significa que solo va a
vivir cuatro días más!

Se derrumbó sobre el suelo y gritó con amargura durante un largo rato para
desahogarse, pero no se resignó a ese cruel destino. Decidida a alargar la vida de
su hijo por muchos años trató de calmarse, se sentó en una piedra y, con mucha
delicadeza, comenzó a rasgar los pétalos del crisantemo en finísimas tiras hasta que
cada uno quedó dividido en miles de partes.

Cuando terminó, regresó a la cabaña del anciano y le mostró la flor. El hombre, con
mucha paciencia, se puso a contar los pétalos, pero eran infinitos y le resultó
imposible.

Se atusó su larga barba blanca, suspiró y miró a la mujer con una sonrisa.

– Tengo buenas noticias para ti. Esta flor tiene miles y miles de pétalos, y eso
significa que tu hijito vivirá muchísimos años. Seguro que se casará y tendrá y
muchos hijos y muchos nietos, ya lo verás. Ahora, regresa junto a él y confía en su
recuperación.

– ¡Mil gracias, señor! Jamás olvidaré lo que ha hecho por mí y por mi familia.

La mujer, desbordante de felicidad, volvió a casa y entró en el cuarto de su hijo. El


chiquitín ya no estaba inmóvil en la cama, sino sentado sobre unos
almohadones, sonriente y comiendo un plato de sopa ¡Se estaba recuperando!

Pocos días después, el color sonrosado de sus mejillas indicó que había sanado por
completo.

Cuenta la leyenda que desde entonces los crisantemos ya no tienen cuatro pétalos
sino muchísimos, tantos que nadie es capaz de contarlos todos ¡Puedes
comprobarlo cuando veas uno!
La asamblea de las herramientas

Adaptación de una fábula de origen desconocido


Según cuenta una curiosa fábula, un martillo, un tornillo y un trozo de papel de
lija decidieron organizar una reunión para discutir algunos problemas que habían
surgido entre ellos. Las tres herramientas, que eran amigas, solían tener peleas a
menudo, pero esta vez la cosa pasaba de castaño oscuro y era urgente acabar con
las disputas.

A pesar de su buena disposición inicial pronto surgió un problema: chocaban


tanto que ni siquiera eran capaces de acordar quién tendría el honor de dirigir el
debate.

En un principio el tornillo y la lija pensaron que el mejor candidato era el


martillo, pero en un pispás cambiaron de opinión. El tornillo no se cortó un pelo y
explicó sus motivos.

– Mira, pensándolo bien, martillo, no debes ser tú el que dirija la asamblea ¡Eres
demasiado ruidoso, siempre golpeándolo todo! Lo siento, pero no serás el
elegido.

¡El martillo se enfadó muchísimo porque se sentía perfectamente capacitado para


el puesto de moderador!

Rabioso, contestó:

– Con que esas tenemos ¿eh? Pues si yo no puedo, tornillo celoso, tú tampoco
¡Eres un inutil y sólo sirves para girar y girar sobre ti mismo como un tonto!

¡Al tornillo le pareció fatal lo que dijo el martillo! Se sintió tan airado que, por
unos segundos, el metal de su cuerpo se calentó y se volvió de color rojo.

A la lija le pareció una situación muy cómica y le dio un ataque de risa que, desde
luego, no sentó nada bien a los otros dos.

El tornillo, muy irritado, le increpó:

– ¿Y tú de qué te ríes, pequeña lija? ¡Ni en sueños pienses que tú serás la


presidenta de la asamblea! Eres muy áspera y acercarse a ti es muy desagradable
porque rascas ¡No te mereces un cargo tan importante y me niego a darte el voto!

El martillo estuvo de acuerdo y sin que sirviera de precedente, le dio la razón.

– ¡Pues hala, yo también me niego!


¡La cosa se estaba poniendo muy pero que muy fea y estaban a punto de llegar a
las manos!

Por suerte, algo inesperado sucedió: en ese momento crucial… ¡entró el


carpintero!

Al notar su presencia, las tres herramientas enmudecieron y se quedaron quietas


como estacas. Desde sus puestos observaron cómo, ajeno a la bronca, colocaba
sobre el suelo varios trozos de madera de haya y se ponía a fabricar una hermosa
mesa.

Como es natural, el hombre necesitó utilizar diferentes utensilios para realizar el


trabajo: el martillo para golpear los clavos que unen las diferentes partes,
el tornillo hacer agujeros, y el trozo de lija para quitar las rugosidades de la
madera y dejarla lustrosa.

La mesa quedó fantástica, y al caer la noche, el carpintero se fue a dormir. En


cuanto reinó el silencio en la carpintería, las tres herramientas se juntaron para
charlar, pero esta vez con tranquilidad y una actitud mucho más positiva.

El martillo fue el primero en alzar la voz.

– Amigos, estoy avergonzado por lo que sucedió esta mañana. Nos hemos dicho
cosas horribles que no son ciertas.

El tornillo también se sentía mal y le dio la razón.

– Es cierto… Hemos discutido echándonos en cara nuestros defectos cuando en


realidad todos tenemos virtudes que merecen la pena.

La lija también estuvo de acuerdo.

– Si, chicos, los tres valemos mucho y los tres somos imprescindibles en esta
carpintería ¡Mirad qué mesa tan chula hemos construido entre todos!

Tras esta reflexión, se dieron un fuerte abrazo de amistad. Formaban un gran


equipo y jamás volvieron a tener problemas entre ellos.
Los cuatro amigos

Adaptación del cuento popular de la India


Había una vez cuatro animales que eran muy amigos. No pertenecían a la misma
especie, por lo que formaban un grupo muy peculiar. Desde que amanecía, iban
juntos a todas partes y se lo pasaban genial jugando o manteniendo interesantes
conversaciones sobre la vida en el bosque. Eran muy distintos entre sí, pero eso no
resultaba un problema para ellos.

Uno era un simpático ratón que destacaba por sus ingeniosas ocurrencias. Otro, un
cuervo un poco serio pero muy generoso y de buen corazón. El más elegante y
guapo era un ciervo de color tostado al que le gustaba correr a toda velocidad. Para
compensar, la cuarta de la pandilla era una tortuguita muy coqueta que se tomaba
la vida con mucha tranquilidad.

Como veis, no podían ser más diferentes unos de otros, y eso, en el fondo, era
genial, porque cada uno aportaba sus conocimientos al grupo para ayudarse si era
necesario.

En cierta ocasión, la pequeña tortuga se despistó y cayó en la trampa de un cazador.


Sus patitas se quedaron enganchadas en una red de la que no podía escapar. Empezó
a gritar y sus tres amigos, que estaban descansando junto al río, la escucharon. El
ciervo, que era el que tenía el oído más fino, se alarmó y les dijo:

– ¡Chicos, es nuestra querida amiga la tortuga! Ha tenido que pasarle algo grave
porque su voz suena desesperada ¡Vamos en su ayuda!

Salieron corriendo a buscarla y la encontraron enredada en la malla. El ratón la


tranquilizó:

– ¡No te preocupes, guapa! ¡Te liberaremos en un periquete!

Pero justo en ese momento, apareció entre los árboles el cazador. El cuervo les
apremió:

– ¡Ya está aquí el cazador! ¡Démonos prisa!

El ratón puso orden en ese momento de desconcierto.

– ¡Tranquilos, amigos, tengo un plan! Escuchad…


El roedor les contó lo que había pensado y el cuervo y el ciervo estuvieron de
acuerdo. Los tres rescatadores respiraron muy hondo y se lanzaron al rescate de
urgencia, en plan “uno para todos, todos para uno”, como si fueran los famosos
mosqueteros.

¡El cazador estaba a punto de coger a la tortuga! Corriendo, el ciervo se acercó a él


y cuando estuvo a unos metros, fingió un desmayo, dejándose caer de golpe en el
suelo. Al oír el ruido, el hombre giró la cabeza y se frotó las manos:

– ¡Qué suerte la mía! ¡Esa sí que es una buena presa!

Lógicamente, en cuanto vio al ciervo, se olvidó de la tortuguita. Cogió el arma,


preparó unas cuerdas, y se acercó deprisa hasta donde el animal yacía tumbado
como si estuviera muerto. Se agachó sobre él y, de repente, el cuervo saltó sobre su
cabeza. De nada le sirvió el sombrero que llevaba puesto, porque el pájaro se lo
arrancó y empezó a tirarle de los pelos y a picotearle con fuerza las orejas. El
cazador empezó a gritar y a dar manotazos al aire para librarse del feroz ataque
aéreo.

Mientras tanto, el ratón había conseguido llegar hasta la trampa. Con sus potentes
dientes delanteros, royó la red hasta hacerla polvillo y liberó a la delicada tortuga.

El ciervo seguía tirado en el suelo con un ojito medio abierto, y cuando vio que el
ratón le hacía una señal de victoria, se levantó de un salto, dio un silbido y echó a
correr. El cuervo, que seguía atareado incordiando al cazador, también captó el
aviso y salió volando hasta perderse entre los árboles.

El cazador cayó de rodillas y reparó en que el ciervo y el cuervo se habían esfumado


en un abrir y cerrar de ojos. Enfadadísimo, regresó a donde estaba la trampa.

– ¡Maldita sea! ¡Ese estúpido pajarraco me ha dejado la cabeza como un colador y


por si fuera poco, el ciervo se ha escapado! ¡Menos mal que al menos he atrapado
una tortuga! Iré a por ella y me largaré de aquí cuanto antes.

¡Pero qué equivocado estaba! Cuando llegó al lugar de la trampa, no había ni


tortuga ni nada que se le pareciera. Enojado consigo mismo, dio una patada a una
piedra y gritó:

– ¡Esto me pasa por ser codicioso! Debí conformarme con la presa que tenía segura,
pero no supe contenerme y la desprecié por ir a cazar otra más grande ¡Ay, qué
tonto he sido!…

El cazador ya no pudo hacer nada más que coger su arma y regresar por donde
había venido. Por allí ya no quedaba ningún animal y mucho menos los cuatro
protagonistas de esta historia, que a salvo en un lugar seguro, se abrazaban como
los cuatro buenísimos amigos que eran.

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