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dicha”. Nosotros pensamos de otro modo, a saber: que el hombre, en el fondo, no quiere ser
dichoso, sino, más bien, tener fundamento para serlo.
Todo esto demuestra que la reacción psíquica ante el hecho del paro forzoso no debe ser
considerada, como fatal, que también en este punto queda amplio margen para la libertad
espiritual del hombre. En el horizonte de ese análisis existencialista de la neurosis de la
desocupación en que estamos empeñados se ve claramente que la misma situación
desgraciada se afronta de un modo distinto por los diversos hombres; o, para decirlo más
exactamente, que mientras unos se dejan formar y moldear psíquica y caracterológicamente
por el destino social, el tipo no neurótico se esfuerza, por el contrario, en imprimir al
destino social la huella de su propio carácter. Es decir, que cada individuo colocado en esta
situación de paro forzoso puede decidir de por sí, en cada caso, a qué tipo de hombre
parado quiere pertenecer, si al que se mantiene interiormente erguido, a pesar de todo, o al
que se deja llevar por la apatía.
Podemos, por lo tanto, afirmar que la neurosis de la desocupación no es, de por sí, un efecto
inmediato de la desocupación misma. En ciertos casos, comprobamos incluso lo contrario,
a saber: que es más bien la desocupación un efecto de la neurosis. No cabe duda de que
todo estado neurótico repercute necesariamente sobre el destino social y la situación
económica de quien lo padece. Ceteris paribus, puede afirmarse que el desocupado que
sabe mantenerse interiormente erguido tiene, en la lucha de la concurrencia, mejores
perspectivas que el parado apático y saldrá siempre triunfante sobre él en la pugna por un
nuevo empleo.
Comprendemos ahora por qué Dostoievski pudo decir aquello de que sólo tenía miedo de
una cosa: de no ser digno de sus padecimientos.
“La vida no es algo, sino que es siempre, simplemente, la ocasión para algo”. Esta
sentencia de Hebbel
“No hay en la vida ninguna situación que el hombre no pueda ennoblecer haciendo algo o
aguantando” (Goethe).
26] La libertad no se “tiene” —como “se tiene” algo que se puede perder—, sino que la
libertad “soy yo”.
Goethe: “Si tomamos a los hombres tal y como son, sólo conseguiremos que sean peores;
en cambio, si los tomamos tal y como debieran ser, haremos de ellos lo que pueden llegar a
ser”.
Por este camino hay que inculcar a nuestros pacientes lo que Albert Schweitzer llama el
respeto ante la vida. Sólo conseguiremos que nuestros enfermos se sientan movidos a
considerar la vida como un valor incondicional, como algo que tiene en cualquier
circunstancia sentido y razón de ser, siempre que sepamos dar a su vida un contenido, hacer
que encuentren una meta y un fin a su existencia; dicho en otras palabras, que vean ante
ellos una misión. “Quien dispone de un porqué para vivir es capaz de soportar casi
cualquier cómo”, dice Nietzsche.
Esta misión, cuando se la concibe como algo personal, hace a su portador insustituible,
irremplazable, y confiere a su vida el valor de algo único.
La libertad del hombre no es precisamente una “libertad de algo”, sino una “libertad para
algo”, es decir, la libertad para asumir una responsabilidad.
La Meda de Eudípides se lamenta de sí misma diciendo: “Sí, conozco los crímenes que voy
a realizar, pero mi thymos (pasión) es más poderosa que mis reflexiones y ella es la mayor
causante de males para los mortales”.
En palabras de Hutcheson: “Aquello que se siente como bueno constituye un deber; quien
carece de un alma sensible es incapaz de reconocer deber alguno”.
A mis pacientes, los seres humanos únicos y excepcionales que me han enseñado que la
curación no tiene que ver con la recuperación, sino con el descubrimiento. Con descubrir
esperanza en la desesperanza; descubrir una respuesta donde parece que no la hay;
descubrir que lo que importa no es lo que sucede, sino lo que haces al respecto.
«Mi madre me dijo algo que nunca olvidaré —empecé—. Me dijo: “No sabemos adónde
vamos, no sabemos qué va a pasar, pero nadie puede quitarte lo que pones en tu mente”.»
El tiempo no cura. Lo que cura es lo que haces con el tiempo. Curarse es posible cuando
decidimos asumir la responsabilidad, cuando decidimos correr riesgos y, por último,
cuando decidimos liberarnos de la herida, dejar atrás el pasado o la pena.
Conmigo empezó a trabajar con los miedos que subyacían bajo su resistencia a intentar
lograr lo que quería. Le hice dos preguntas: «¿Qué es lo peor que puede pasar?» y «¿Puedes
sobrevivir a eso?». El peor escenario que podía imaginar era sufrir un ataque de pánico en
clase, en una sala llena de desconocidas.
—El perdón no consiste en perdonar a tu abusador por lo que te hizo — le dije—. Consiste
en que perdones a la parte de ti que fue victimizada y la liberes de toda culpa. Si estás
dispuesta a hacerlo, puede ayudarte en tu camino a la libertad. Será como atravesar un
puente. Da miedo mirar abajo. Pero yo estaré a tu lado. ¿Qué opinas? ¿Quieres continuar?
El segundo paso de la danza de la libertad consiste en aprender cómo correr los riesgos
necesarios para la autorrealización. El mayor riesgo que asumí en aquel viaje fue volver a
Auschwitz. Había terceras personas, la familia de acogida de Marianne, el empleado de la
embajada polaca, que me decían que no fuera. Y también estaba mi guardián interior, la
parte de mí que buscaba la seguridad por encima de la libertad. Pero la noche que
permanecí despierta en la cama de Goebbels, intuí que no sería una persona completa hasta
que volviese allí, que por mi propia salud necesitaba estar de nuevo en aquel lugar. Correr
riesgos no significa lanzarnos a ciegas al peligro, sino asumir nuestros miedos para no ser
prisioneros de ellos.
Viktor Frankl escribe: «La búsqueda por parte del hombre del sentido de la vida constituye
una fuerza primaria […]. Este sentido es único y específico en cuanto es uno mismo y uno
solo quien tiene que encontrarlo; únicamente así logra alcanzar el hombre un significado
que satisfaga su propia voluntad de sentido». Cuando renunciamos a asumir la
responsabilidad por nosotros mismos, estamos renunciando a nuestra capacidad de crear y
descubrir sentido. En otras palabras, renunciamos a la vida.
Durante aquellas primeras semanas de tratamiento, le enseñé un mantra para controlar sus
emociones: percibir, aceptar, comprobar, permanecer. Cuando un sentimiento empezaba a
abrumarle, la primera acción para controlarlo era percibir, reconocer, que lo estaba
sintiendo. Podía decirse a sí mismo: «¡Ajá! Aquí está otra vez. Esto es ira. Esto son celos.
Esto es tristeza». (Mi terapeuta junguiano me enseñó una cosa que me resulta bastante
reconfortante: que, aunque la gama de sentimientos humanos parece ilimitada, de hecho,
cada tono emocional, como cada color, deriva de unas pocas emociones primarias: tristeza,
furia, alegría, miedo. Para quienes están aprendiendo el vocabulario de las emociones,
como era mi caso, resulta menos abrumador aprender a identificar solamente cuatro
sentimientos.)
Una vez que ponía nombre a sus sentimientos, Jason necesitaba aceptar que dichos
sentimientos eran suyos. Podían ser causados por acciones o palabras de otro, pero eran
suyos. Arremeter contra alguien no iba a hacer que desapareciesen.
A continuación, cuando se encontraba con su sentimiento, tenía que comprobar su reacción
corporal. «¿Tengo calor? ¿Frío? ¿Tengo el corazón acelerado? ¿Cómo es mi respiración?
¿Estoy bien?»
Sintonizar con el propio sentimiento y con cómo se manifestaba en su cuerpo le ayudaría a
permanecer con él hasta que pasara o cambiara. No tenía que ocultar sus sentimientos, ni
medicarse, ni huir de ellos. Podía decidir sentirlos. Solo eran sentimientos. Podía
aceptarlos, soportarlos, permanecer con ellos, porque eran temporales.
Nuestras experiencias dolorosas no son un hándicap, son un regalo. Nos proporcionan
perspectiva y sentido, una oportunidad de encontrar nuestro objetivo y nuestra fuerza.
Salgo de Auschwitz. ¡Me escapo! Paso bajo las palabras ARBEIT MACHT FREI. Qué
crueles y sarcásticas resultaron esas palabras cuando nos dimos cuenta de que nada de lo
que pudiéramos hacer nos liberaría. Pero, cuando dejo atrás los barracones, los crematorios
en ruinas, las torres de vigilancia, los visitantes y el guarda del museo, cuando paso bajo las
oscuras letras de hierro y me dirijo hacia donde está mi marido, veo que en esas palabras
resplandece una verdad. El trabajo me ha liberado. Sobreviví para poder realizar mi trabajo.
No el trabajo al que se referían los nazis (el duro trabajo del sacrificio y el hambre, el
agotamiento y la esclavitud). Se trataba del trabajo interno. De aprender a sobrevivir y
prosperar, de aprender a perdonarme a mí misma, de ayudar a los demás a hacer lo mismo.
Y, cuando realizo ese trabajo, ya no soy rehén ni prisionera de nada. Soy libre.
Y, a pesar de todo (este «a pesar de todo» abriéndose como una puerta), con qué facilidad
puede una vida convertirse en una letanía de culpa y pesar, en una canción que resuena
constantemente con el mismo estribillo, con la incapacidad de perdonarnos a nosotros
mismos. Con qué facilidad se convierte la vida que no vivimos en la única vida que
valoramos. Con qué facilidad nos seduce la fantasía de que tenemos el control, de que
alguna vez hemos tenido el control, de que las cosas que deberíamos haber dicho o hecho
tienen el poder, si las hubiéramos dicho o hecho, de curar el dolor, de acabar con el
sufrimiento, de eliminar el fracaso. Con qué facilidad podemos aferrarnos, ensalzar,
incluso, las decisiones que creemos que pudimos o debimos haber tomado.
¿Podría haber salvado a mi madre? Tal vez. Y viviré el resto de mi vida planteándome esa
posibilidad. Y puedo castigarme por haber tomado la decisión incorrecta. Esa es mi
prerrogativa. O puedo aceptar que la decisión más importante no es la que tomé cuando
estaba hambrienta y aterrorizada, cuando estábamos rodeadas por perros, armas e
incertidumbre, cuando tenía dieciséis años; es la que tomo ahora. La decisión de aceptarme
como soy: humana, imperfecta. Y la decisión de ser responsable de mi propia felicidad. De
perdonarme mis defectos y reivindicar mi inocencia. De dejar de preguntarme por qué
merecí sobrevivir. De comportarme lo mejor posible, de comprometerme a servir a los
demás, de hacer todo lo que pueda para honrar a mis padres, de asegurarme de que no
murieron en vano. De hacer todo lo posible, dentro de mis limitadas capacidades, para que
las generaciones futuras no pasen por lo que yo pasé. De ser útil, de ser exprimida al
máximo, de sobrevivir y prosperar para poder dedicar cada instante a hacer del mundo un
lugar mejor. Y, por último, de dejar de huir por fin del pasado. De hacer todo lo posible
para redimirlo y luego dejarlo marchar. Puedo tomar la decisión que todos podemos tomar.
No puedo cambiar el pasado. Pero puedo salvar una vida: la mía. La que estoy viviendo
ahora en este precioso momento.
«Tempora mutantur, et nos mutamur in illis», les digo a los capellanes durante mi
conferencia inaugural a la mañana siguiente. «Es una frase latina que aprendí de niña. Los
tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos. Siempre estamos en proceso de cambio.»
Han pasado casi treinta y cinco años desde que salí del infierno. Los ataques de pánico
aparecen a cualquier hora del día o de la noche; pueden atraparme con la misma facilidad
en mi sala de estar que en el antiguo búnker de Hitler, porque mi pánico no es el resultado
de detonantes puramente externos. Es una expresión de los recuerdos y miedos que viven
dentro de mí. Si me mantengo exiliada de una parte concreta del mundo, en realidad estoy
diciendo que quiero exiliar la parte de mí que tiene miedo. Tal vez pueda aprender algo
acercándome a esa parte.
La mayoría de nosotros queremos a un dictador, aunque es cierto que uno benévolo, para
poder pasarle la pelota y decir: «Tú me has obligado a hacer esto. No es culpa mía». Pero
no podemos pasarnos la vida bajo un paraguas ajeno y luego quejarnos porque nos estamos
mojando. Una buena definición de víctima es alguien que pone el foco fuera de sí, que
busca en el exterior a otra persona a quien culpar de sus circunstancias actuales o que
determine sus objetivos, su destino o su valía.
Si he comprendido algo de aquella tarde y de mi vida en general es que, a veces, los peores
momentos de nuestra vida, los momentos en los que nos asedian deseos negativos que
amenazan con desquiciarnos con la insostenibilidad del dolor que debemos soportar, son en
realidad los momentos que nos llevan a entender nuestra valía. Es como si adquiriéramos
consciencia de nosotros mismos, como un puente entre todo lo que ha sucedido y todo lo
que sucederá. Adquirimos consciencia de todo lo que hemos recibido y lo que podemos
decidir perpetuar o no perpetuar. Es una especie de vértigo, emocionante y aterrador, con el
pasado y el futuro rodeándonos como un inmenso pero franqueable cañón. Por muy
pequeños que seamos en el gran plan del universo y el tiempo, cada uno de nosotros es un
pequeño mecanismo que hace que la rueda gire. ¿Y qué propulsaremos con la rueda de
nuestra propia vida? ¿Seguiremos presionando el mismo pistón de pérdida o pesar?
¿Repetiremos y recrearemos las penas del pasado? ¿Abandonaremos a las personas que
amamos como consecuencia de nuestro propio abandono? ¿Haremos que nuestros hijos
paguen por nuestras pérdidas? ¿O sacaremos el máximo provecho de lo que sabemos y
dejaremos que nazca una nueva cosecha en el campo de nuestra vida?
Más adelante, realizaría sesiones individuales con cada uno de los progenitores de Emma y
le preguntaría a su padre cómo había decidido convertirse en oficial de policía. Me dijo
que, de pequeño, cojeaba, y que su padre le llamaba enanito cojito. Decidió ser oficial de
policía porque requería correr riesgos y fuerza física; quería demostrarle a su padre que no
era cojo ni tullido. Cuando tienes que demostrar algo, no eres libre. Aunque durante esa
primera visita aún no sabía nada de su infancia, ya percibí que el padre de Emma estaba
viviendo en una prisión que él mismo se había construido
Todos los supervivientes a los que conocí tenían una cosa en común conmigo y entre sí. No
teníamos control sobre los hechos más apabullantes de nuestras vidas, pero teníamos el
poder para determinar cómo experimentar la vida después del trauma. Los supervivientes
podían continuar siendo víctimas mucho después de que la opresión hubiera desaparecido,
o podían aprender a salir adelante y prosperar. En la investigación para mi tesis, descubrí y
expuse mi convicción personal y mi piedra angular clínica: podemos decidir ser nuestros
propios carceleros o podemos decidir ser libres.
La autoaceptación fue para mí la parte más dura de la curación, algo con lo que todavía
batallo. El perfeccionismo surgió en mi infancia como una conducta para satisfacer mi
necesidad de aprobación, y se convirtió en un mecanismo de adaptación aún más integrado
para hacer frente a mi sentimiento de culpa por haber sobrevivido. El perfeccionismo es la
creencia de que algo está roto: tú. De modo que disfrazas tu rotura con títulos, logros,
premios, pedazos de papel, ninguno de los cuales puede arreglar lo que crees que estás
arreglando. Al tratar de combatir mi baja autoestima, estaba en realidad reforzando mi
sentimiento de indignidad. Al aprender a ofrecer a mis pacientes amor y aceptación total,
afortunadamente, aprendí la importancia de ofrecérmelos también a mí misma.
Carl Jung sobre el análisis terapéutico: «Es cuestión de afirmarse, de considerarse la tarea
más importante, de ser consciente de todo lo que uno hace y tenerlo constantemente ante
los ojos en todos sus aspectos ambiguos; realmente una tarea que representa una exigencia
máxima para nosotros».
Recuerdan en esto a Dumas hijo, de quien se cuenta que, habiéndole dicho un día una
señorita de la alta sociedad: “Debe ser muy fastidioso para usted que su padre fuese un
hombre de costumbres tan libres”, le contestó: “¡Oh, no, señora! Ya que no puede servirme
de ejemplo, me sirve, por lo menos, de excusa”.
Aníbal Sabatini decía que la plenitud (o felicidad o nuestro más deseado objetivo) está
dentro de una habitación frente a nosotros. Sabemos que sólo tenemos que abrir la puerta y
ya está. Entonces, nos acercamos, giramos el picaporte (pues sabemos que no hay
cerraduras) y empujamos. En un primer momento, la puerta no se abre. Debe estar trabada,
pensamos, y empujamos más fuerte. No hay caso. Aumentamos el esfuerzo, sin éxito.
Llamamos a nuestros amigos, familiares y terapeutas para que nos ayuden a empujar. Lo
hacen. Pero la puerta no cede. Nunca nos detenemos. Nunca dejamos de empujar en nuestra
vida. Y empujando, empujando, nunca nos damos cuenta.
Nunca nos damos cuenta que no se trata de empujar, sino de acercar con suavidad la puerta
hacia nosotros.
Barry Stevens:
”Si por vivir todo lo bueno hube de vivir todo lo malo, no renuncio a nada de lo malo por no
perder nada de lo bueno”.
Donald Hebb:
cuando las neuronas se disparan juntas, se «cablean» juntas: la actividad mental crea
realmente nuevas estructuras neuronales (Hebb 1949; LeDoux 2003). Por eso, hasta una
idea pasajera puede dejar marcas duraderas en el cerebro, de modo parecido a como un
chaparrón primaveral puede dejar un pequeño rastro en una colina.
Cualquier cosa por debajo de una perspectiva contemplativa de la vida es un programa casi
seguro de infelicidad.
Padre Thomas Keating
tai Ajahn Chah: enfadarte por algo desagradable es como si te mordiera una serpiente;
buscar lo que es agradable es agarrar la serpiente por la cola: antes o después te morderá.
El sabio que está saciado del todo descansa relajadamente en todos los sentidos;
ningún deseo sensual se le pega
pues las hogueras se han apagado, faltas de combustible.
Todas las ataduras se han cortado,
al corazón se le ha apartado del dolor;
tranquilo, descansa en completo relajo.
La mente ha encontrado su camino hacia la paz.
Buda, Cullavagga 6:4.4
Hagamos resplandecer la luz de nuestra conciencia en aquellas zonas donde sea más
probable encontrar lo que estamos buscando.
Rosenberg Marshall
Pues nuestros más grandes temores, como nuestras mayores esperanzas, no son superiores a
nuestras fuerzas y podemos acabar por dominar los unos y realizar las otras.
(Marcel Proust, El tiempo recobrado).
El arquero se detiene para ser consciente de él mismo, como quien está comprometido en
golpear el centro de la diana a la que se enfrenta. Este estado de inconsciencia se realiza
solo cuando, completamente vacío y librado a sí mismo, se convierte en el único que tiene
la perfecta habilidad técnica, y aun así hay una suerte de orden diferente que no se puede
lograr por ningún estudio progresivo del arte
Eugen Herrigel
«Mientras lo que hagas en el presente sea exactamente lo que estás haciendo en ese
momento y nada más, eres uno contigo mismo y con lo que estás haciendo»
«Cuando un ojo está fijo en la meta, solo queda el otro para encontrar el camino»
Dice una máxima samurái: «Todo hombre que ha alcanzado la maestría en algún arte, lo
revela en todas sus acciones»
ha de ser ágil para alcanzar la libertad y libre para recuperar la agilidad primaria.
«Los hombres no tienen miedo de las cosas, sino de cómo las ven», dijo Epicteto hace
mucho tiempo. Y el gran emperador Marco Aurelio escribió: «Si te sientes dolido por las
cosas externas, no son éstas las que te molestan, sino tu propio juicio acerca de ellas. Y está
en tu poder el cambiar este juicio ahora mismo».